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El fin del sueño

El fin del sueño


será cuando
importe

Todas las cosas mienten


Buda me perdonará
Buda lo hará

Jim Morrison

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Ya no escucharás hablar de Islandia

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Si te vas, no te vas a llevar mi nombre.
El Tramontina se mojaba con las lágrimas de la Co-
lorada, lo movía en mi brazo como si cortara un sa-
lame lentamente, eran cortes lentos, acariciaba con la
hoja, no me dolía. Sólo de verla sufrir, sentía que nos
perdíamos. El vino había endurecido el cuero y el ta-
tuaje no se borraría nunca. Nora. Puedo acordarme la
primera vez que me llamó, estaba en Canals, derro-
tado, y sonó el teléfono en una casa vacía, sólo oí: Soy
Nora; pensé que diría: Soy la Colorada. Su nombre se
convirtió en algo sagrado, aunque nunca la llamé así,
pero me escraché su nombre, su tinta.
Sí me acuerdo del día que se lo mostré, dormía plá-
cidamente, prendió el velador y se despabiló. Siempre
voy en contra de lo que pregono, nunca regales cosas
importantes a la gente que recién se levanta de dor-
mir, nunca lo disfruta, tiene el cerebro desenchufado.
Sólo dijo: Ah, y siguió durmiendo. Y empezó a llover
entre nosotros, nos caía agua del pelo, molestaba, y
ninguno se preocupaba por secarse.
Luego empezamos a soñar domingos en familia
con sándwiches de milanesa, sol en la cara y la ilusión
de que el tiempo pasara.
El cuchillo empezaba a cortar, ella no medía el
dolor, apretaba los dientes y se dejaba llevar, como si
le sonara una opera maldita en su cabeza. El dolor del
corazón roto provoca valentía para lo que sea, sólo
queremos pulverizar el momento, eliminarlo, volver

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a tener el sonido del bosque en la cabeza.
Yo huía, ella no lo entendía. Dejaba la mujer más
hermosa que jamás pensé tener.
No le tengo miedo a la belleza, pero tenía algo
apretado entre las piernas, no podía respirar.
Ella me padecía, se le veía en el semblante: llegaba
a su casa, me veía y sólo quería huir.
No se puede vivir rodeado de gente que no te
quiere. Quiero una vida común. Me desespera pen-
sarla con otro que no pueda ser feliz, me tortura, me
recorre un escalofrío horrible que me crece por las
piernas. Contrarresto ese instante con todo lo que me
separa, la niña que no me pertenece, un ex marido
que resta, el continuo despertar a las seis de la ma-
ñana, la madre y hermano, suegros, amigos, gato
negro, su obsesión con su cuerpo, la frialdad sexual
y la obligación de abrir el portón todos los días. Es
muy pesado, hay que hacerlo, hay que levantarse
todos los días.
A veces me masturbo pensando en ella, uno siem-
pre lo hace con su última ex, no sé qué explicación
tendrá, pienso en nuestra primera vez, cuando todo
era juventud, en que nunca me quiso. Sin mí es feliz,
no me importa si lo es, nadie nunca puede serlo real-
mente, y ella menos. Quizás cada vez menos piense
en ella. Sé que los hombres que la tendrán la sufrirán,
sé que envejece rápido, muy, le toqué su culo. Sus sue-
ños tienen fecha de vencimiento, necesitan autoriza-

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ción de un mayor o de algún ex, me quiere meter en
ese montón, no me quiere.
¿Ya te gustarán miles?
No debo ser tan ingenuo respecto al gusto, es im-
posible que no te guste alguien, a pesar de ser tan re-
finada. Pero la desesperación actúa, la soledad es
terrible, come todo lo que falta.
Cuando descubrimos que le gustaba la pornogra-
fía nos separamos, demasiada oscuridad. La familia
no es lo mío, lo mío es estar en bolas haciéndome la
paja, ya ni me interesa coger, sólo mirar, acordarme
de mis cogidas, ahora me duele la pija, sólo la disfruto
con mi mano y mi estado, con lo que me excita ver y
recordar. Uno siempre rescata la última, y esa es la
Colorada con su conchita limpia, sin olor, su culo her-
moso, su piel con pecas. Todo en mí es dicotomía.
Me gustaría volver a cogérmela.
Dejó el Tramontina en la mesa, y sólo dijo: No le
cuentes a nadie de esto, me da mucha vergüenza.
La besé por última vez en la puerta despintada: La-
mento no haberte hecho feliz.
Y me fui con la tristeza guardada en una mochila,
en la que no caben todas las casas que pasaron por mi
vida.
La gente llama a las radios buscando su brújula,
ya la imprenta no contiene y la pólvora es la reina por
estos días, los inventos chinos se están poniendo de
moda. Todos los años los mismos bichos alrededor de

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la luz, ¿en qué momento se me fue el viento de la
cara? Cuando vi por última vez a la Colorada, sentía
que me arrancaban los órganos, dejaba a la mujer que
más amaba en el mundo.

Me bajé del colectivo y nadie esperaba. El sol me


hurgaba la cara y un manojo de casas rodeaban la
terminal, todo era tristeza a las tres de la tarde.
Nunca descarté la posibilidad de llorar, lo hago cada
vez que me levanto de la siesta. Todo se vuelve punk
y sólo quiero lluvia. El viento en la cara es lo único
que se parece a lo que pasó, los barcos al atardecer
son pequeñas muertes guardadas dentro de la cuali-
dad de triste. El mar arremete el cuerpo, aturde, y los
pájaros tambalean en las ramas. Estamos frente a la
posibilidad de un viaje y la mujer que espera canta
suaves melodías que no compuso, adapta. Las olas
se mueven e intimidan la atención como niñas mal-
criadas, mis preferidas. Ríe como si en eso se le fuera
la existencia, esas muecas le crecen en la cara como
pedazos de flores, del otro lado hay arena a punto de
inundarse. La música empieza cuando se callan las
lechuzas y quiero vivir abrazado a un faro, sintiendo
el miedo de que el mar me lleve. Pero acá no hay
faros, sólo sol, todo arde.
No sé hacer un círculo sin levantar la lapicera del
papel.
Uno vive sin saber si en la casa de al lado tienen a

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alguien secuestrado y no está haciendo nada.
La terminal de La Cocha dormía junto al resto del
pueblo, nadie se entera de las visitas, ni que fueran
los fundadores del arte de la sorpresa.
¿Quién visitaría un pueblo de suicidas perdido en
el monte de Tucumán?
Un desesperado, y caía un domingo con una cam-
pera de cuero que no colaboraba en nada. La soledad
de domingo intimida más que un cronista de espec-
táculos y se hace carne, da culpa a los que no encon-
traron la pasión. Cada paso que daba era una
percepción diferente acerca de mis posibilidades de
huir de ahí, pero no tenía dónde ir, sólo la chance del
mar y de una mujer.
Un detalle tranquilizaba, donde viviría se ubicaba
a cincuenta metros de la terminal, la primera forma
de libertad de la que me apropié. Crucé el umbral de
cemento y le pegué fuerte a la puerta, actitud ante lo
que sea, lo aprendí de los manuales de autoayuda de
la familia Ferreyra.
Nadie respondió a los dos minutos, extraño en
una casa en la que viven seis personas.
Me asomé por la cerradura para obtener señales
acerca de mi futuro inmediato y la decisión que to-
maría, una sombra gigantesca se desplegó desnuda
y me informó que ya me abría.
Me sentía un invasor de siestas de sexo, soy una
máquina de acumular culpas, y me disparaban los

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casos de familias numerosas y su ausencia extrema
de espacios de intimidad. Pero ante el aviso dejé caer
el bolso y los brazos volvieron a sobrar.
La hermana de mi padre tenía los ojos rojos de dor-
mir media hora, pero la capacidad cerebral le alcanzó
para darme una gran bienvenida. Se volvió a la cama
a acostarse con su marido, la seguí en la oscuridad, le
di un beso sobre su cara transpirada, se notaba el tra-
bajo previo a una cogida, el olor entraba por todos
lados. Ese hombre significaba mucho para mí, litros
de alcohol nos unían, horas de noche. Manuel y Dolo-
res. Quizás no entiendan Café del Mar, pero saben lo
que es tomar vino y eso a veces basta para vivir. Ellos
me esperaban a la noche, me adelanté seis horas.
Los dejé cicatrizar un poco, me fui al baño a su-
mergir mi cara en el espejo, a empezar el proceso de
adaptación, como una rata de laboratorio.
Soy un militante del buen descanso, a pesar de que
yo no pueda hacerlo. Se debería regular la comunica-
ción entre las personas que se levantan de dormir.
¿Vos no sabés quién soy yo cuando me levanto?
Un cliché que justifica lo que sea en lo doméstico
de los trabajadores, quienes se sienten especiales por
sentirlo. Es como jactarse de lo difícil que es mear con
la pija parada frente a un inodoro.
Pienso una vez más en la Colorada.
En una de las piezas hay un televisor prendido.
El villano dice: Lazy Town es la ciudad más perezosa

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del planeta y lo seguirá siendo, y se mete un pedazo de
pastel blanco entre sus dientes gruesos. La niña de
pelo rosa recién llega a la villa, pregunta dónde juegan
los niños, todos le gritan: Nadie juega en Villa Pereza.
El gordo de metro de altura miraba el televisor
con desprecio, se rascaba las bolas y se metía un co-
nito de sal, lo masticaba displicente. Sabe más de lo
que aparenta. Se rascaba las piernas con ruido, y eso
hacía que se destaquen sus uñas gruesas con restos
de tierra. Los que lo crían terminaron sus estudios le-
yendo catálogos para decorar pasteles, él tiene las
manos de un albañil con cuatro años. Agustín.
Me acosté a su lado a ver televisión, los dos com-
batimos el domingo. No me hablaba, sólo me acari-
ciaba la cara con sus manos llenas de grasa, era su
manera de decirme: Hola, esta es mi casa.
Faltaban tres integrantes de la familia. Mis primos
no estaban.
Íbamos a buscarlos a cinco kilómetros de ahí, me
ubiqué en el asiento de atrás. Necesitaba una señal,
algo que me diera un detalle para construirme un
poco de seguridad, necesitaba contener mi ejército
de soñadores.
¿Y la whiskería cómo va?
Mi tía se dio vuelta y emocionada susurró: Tene-
mos que hacerla, Ivancito.
Y fue como si me estiraran los pezones en in-
vierno, no había nada. El énfasis que le puso mi tía

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generaba esperanza, la de huir de ahí con dinero.
Ellos sabían que yo no tenía nada, que mi estadía en
este lugar era un último recurso.
Fiesta patronal a las seis de la tarde, la gente ca-
minaba las calles de tierra de punta en blanco, bus-
cando un castillo dentro de la selva, perfumados con
aerosoles que detestan el cáncer, todos con un bulto,
un novio, un hijo, un marido.
La fiesta era en un asentamiento jesuita, San Igna-
cio, al lado de un cementerio, en un descampado de
unos doscientos metros limitado por un escenario.
En los laterales del cuadrado del predio, veinte pues-
tos por lado, variaban desde comida, alcohol y ropa.
Mis primos tenían uno, con eso se costeaban gastos
del colegio, me informó mi tía. No tardaron mucho
en descubrirme entre la gente y salieron a recibirme.
Con un abrazo resolvieron mi inseguridad en el
lugar, la música volvía a mi cabeza, y esa sensación
de que me la paso huyendo de todos lados crecía.
El calor cuelga de la piel hasta pensar en el placer
de arrancársela, todo se potencia en esa feria llena de
muertos, nadie dormía. Me arremangué una camisa
que no tenía, y me dispuse a entrar en sus vidas,
antes hubo una advertencia de que llegaría el público
en cualquier momento. Había dos de mis primos ahí,
M., que en adelante lo llamaremos Chupafocos, y C.,
más popular como el Semental, la madre de Agustín.
Los dos apenas llegaban a los veinte años, bajé cinco

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cajones de cerveza del auto y los fui acomodando
suavemente en el freezer. Luego tomé dos papeles
grandes, escribí con letra imprenta gruesa, casi una
mala copia de mi tipografía favorita, Arial Black.

Oferta al rayo del sol


Cerveza helada $ 3
Hamburguesa casi perfecta $ 2
Coca Cola familiar $ 3
Helado bien fresco $ 1
Si te falta algo, te sacamos a bailar.

Mientras miraba a los que serían mis compañeros


domésticos.
Chupafocos, un pendejo lleno de incertidumbre, lo
sabía por conversaciones por chat que habíamos
mantenido ―espero no vea en mí un modelo por se-
guir―, él podía ayudar a relajarme, y aparte tiene un
humor alucinante. Tal es así que bautizó el Semental
a su hermana, ella por esos días mantenía una rela-
ción con tres enamorados.
La Gorda es buena compañera para lo que sea,
pero está resignada, su único esfuerzo es sostener el
pucho en la mano, ver novelas latinas hasta sentir
sueño y dormir eternas siestas mientras el mundo de
su hijo se cae a pedazos.
¿Quién puede culparla?
Lo tuvo a los catorce años, una mutilación de in-

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fancia. Falta la gorda más chica, Adelqui, bautizada
así por su padre, en honor a un ídolo de las carreras
de motos del pueblo, de Canals. La Gorda arrastra las
dos piernas a punto de cumplir quince años y esta-
ciona el ciclomotor delante del puesto.
¿Qué hacés primo? ¿Ya estás chupando? Siempre igual
vos.
Una caja de vino negro con chorros de gaseosa
mantenía mi equilibrio.
La plancha caliente sobre el anafe no necesitaba
más fuego, estiramos cuatro hamburguesas. Tenía
mucho apetito, me devoré dos sin masticar mientras
la Gorda me contaba del lugar.
Un animador empezó a romper el silencio que
sólo lastimaba el resplandor del sol. Me sentía parte
del Planeta Cumbia, cada trago de vino me indicaba
el camino, alejarme de todo lo que produce belleza,
embeberme en un castigo, visualizar cómo terminé
en ese pueblo, rodeado de caras marcadas, de gorras
deportivas y de pantalones de vestir.
Acá no existen las billeteras, todos meten la mano
en el bolsillo y salen manojos de dinero mezclado,
sin orden, maltratados, no abunda el dinero de ma-
letines de cine.
Los niños prolijamente peinados con pronuncia-
das rayas en sus cabezas, atuendos de domingo, ves-
timentas que no salen del blanco y el celeste, aunque
algún innovador quiera distinguirse, sin lograrlo, a

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través del azul o verde.
Vestidos de actitud ceremonial en un piso de tie-
rra seca.
En un punto dejé de pensar, estaba inmerso en el
acto mecánico de abrir cervezas, un paraíso donde
todos nos cuidábamos bebiendo, nos corría arena por
la sangre, todos ignorábamos el mar.
Las camionetas partían en busca de más cerveza,
y cuando llegaban eran recibidas como héroes de
guerra, cotizaba ese placer de acariciar el envase ma-
rrón chorreando hielo.
La noche se encargó de despeinar y generar ter-
tulias, es parte de un lenguaje que no comprendía,
como si hablaran en croata.
Sentí una mano imaginaria que me apretaba el
cuello constantemente, me ahogaba, necesitaba aire,
salí a recorrer la feria. Todos bailaban al ritmo de esa
danza infernal, sin velas en las manos, sólo vasos de
plástico blanco con menos vida que un ser abortado.
El final se aproximaba, eso lo determinaba el
ritmo del escenario, ya no quedaban bandas por
tocar. Por un momento me colgué mirando un árbol,
me imaginé acostado con la Colorada, riéndonos de
todos, sumergido en sus bucles rojos, cuando me
contaba que su padre antes de morir vio un faisán.
Hubo un clic en mi existencia, caí en la parte tra-
sera de la camioneta, y amanecí desnudo en la pieza
del fondo de la casa, abrí los ojos y se disparó un

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dolor de cabeza como un reloj de bomba, no paraba.
Llovía.
El agua puede calmar el dolor de cabeza, de los
peores de mi lista.
La lluvia siempre es perfección.
Disparado entre gotas tibias que chorreaban de mi
espalda fui a vomitar, el único antídoto del que dis-
pongo para resacas.
Una silueta gruesa se interpuso en el camino, y en
eso se le cayó una estatua que limpiaba: la impresión
de verme desnudo en la casa y no reconocerme.
La chica que realiza las tareas de limpieza, ya que
los gordos del lugar necesitan que les limpien el culo.
Su cara fue adquiriendo tonalidad pálida, como la
mía, los dos estábamos vedados de ruborizarnos
como coloradas pecosas. Hay una certeza, sólo quería
esquivarme, y en ese embate con el brazo rozó un
adorno de porcelana, sólo lo vi volar por el aire y caer,
todo duró dos segundos. Un elefante rosado desper-
digado en el piso. Yo no daba más, quería llegar al
baño, pisé los restos de porcelana y me lastimé los
pies. Llegué a arrodillarme frente al inodoro, después
de hacer la travesía de un fakir. Bienvenido al lugar,
vomitando clorofila. Me miré en el espejo y me hice
la misma pregunta de siempre: ¿Otra vez el dolor?
Me vi las cicatrices encima del tatuaje, si tan sólo pu-
diera cuidarme.
Mi bienvenida a ese lugar, vomitando todo lo que

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me lastimaba. Mis ojos inyectados en sangre y mis
manos llenas de heridas, luego me informarían que
borracho caí encima de brasas de asado. Ese día in-
tenté recuperarme, buscar mi lugar allí. Intentaba ra-
llar una zanahoria, usaba un elemento brillante, pero
sin la personalidad del acero, era sólo chapa, dejé
parte de la piel de mis dedos en esa chapa inútil.
Eran señales, marcas, pequeñas lastimaduras, que-
maduras, que iban transformándome en algo feo. Y
era sólo el primer día, mis hermosas manos gordas ya
no serán las mismas: ¿A dónde se fueron mis sueños?
Estoy volviendo a engordar, me convertiré en una
cosa igual que ellos. ¿El dolor de existir me salvará de
la rutina?
Otra vez dormir.
Sin saber cuál será mi lugar en esta familia.
El silencio de noche se consume con mordidas de
perros que combaten la perfección.
Estoy arrancando, comprando mi nueva libertad,
la que aparentemente pagué demasiado caro. Dormía
junto a un desconocido, un engañado de amor, com-
pañero de escuela de mis primos, lo buscaba la policía
por haber golpeado a su novia.
Yo dormía a su lado, lo miraba, el hijo de puta ron-
caba pagando su culpa. Lloraba a gritos con ese so-
nido satánico, a mi lado. Esos alaridos de su
respiración hubieran invitado a que cualquiera lo en-
gañara. En esta pieza que compartimos se suicidó el

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antiguo dueño de esta casa. Rogaba que su alma sui-
cida se levantara de las paredes e hiciera callar esos
ronquidos.
El silencio volvía y se iba al instante, como los gri-
tos. Me levanté y fui a dormir a un sillón, huyendo, y
soñé con pilotos de aviones a chorro.
Mi mente dentro de poco quedará en blanco, un
lavaje, un raspado de un ginecólogo idiota, ni siquiera
puedo pensar en las mujeres que amé. Cómo añoro
sus lenguas lamiendo mi cuello, ¿Qué será de mi ter-
nura?
La que yo pienso que me consume.
La familia de mi tía sobrevive con un pequeño su-
permercado. Miniservice Agus.
Es la posibilidad perfecta de integrarme, sólo me
voy insertando, detrás del mostrador voy viendo el
funcionamiento.
Las caras de los tucumanos empiezan a pegarse en
mis ojos como una mosca gigante de patas rancias.
Cierro los ojos y me los debo refregar con violencia
por esas texturas que se quedan encerradas dentro
del hueco.
Poseen voces chiquitas, que se desperezan despa-
cio, con un perfecto uso de cada palabra, están pro-
bando mis conocimientos de la Real Academia
Española.
Siento conocerlos desde hace tiempo, quizás esa
ternura me pesa, ese conmoverme en verlos escabiar

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con esa militancia.
A mí los lugares me entran por la nariz y este me
estaba entrando por todos lados, me he vuelto un co-
leccionista de formas de evasión.
Siempre está transcurriendo una melodía en mi ca-
beza, algo que me ayuda a mantener un poco de dig-
nidad con mis ganas de suicidarme.
Ese día sería tranquilo, me preocupaba instalarme
en una pieza. Desde que llegué quise squattear la
pieza del fondo, y lo hice. Me adueñé de un repro-
ductor de color naranja, primitivo pero con el poder
de hacerme feliz.
Los de la casa no lo usaban demasiado, se nutrían
con la música del televisor todo el día. Novelas y no-
ticieros que sólo repetían los mismos acordes satáni-
cos.
Puse mi música en ese momento.
Baby Fox y eso puede hacer hermoso cualquier
lugar.
Naked Hour, ese acorde celestial que empieza. Sun-
shine, sun flower. I can see a naked hour. ¿Será un sincro-
nismo?
En eso me encontré despedazando mi bolso, que-
ría que mis cosas se esparcieran en esa habitación
buscando cada una su propia independencia, las fotos
fueron a las paredes, la ropa siguió en el bolso y los
libros junto a la radio naranja. Esa noche ya fue dife-
rente, me dormí escuchando dos periodistas mendo-

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cinos que pasaban tango y soñaban con volver a ser
jóvenes. La amplitud modulada siempre me ayudó a
tener la sensibilidad de las enfermeras, hasta me co-
rrigió el detalle de no percatarme de la estupidez.
Estaba en este lugar que puede retenerme para
siempre, como una persona condenada a estar seca
de vientre, sin cagar, sin llorar.
Me abracé a una almohada fría y extrañé, una vez
más, a la roja, la que a veces me abrazaba y me dese-
aba buenas noches.
Esa mañana arranqué con el sol metiéndose en mis
poros. El supermercado estaba a quince cuadras de la
casa. Me metí una taza de café amargo en la boca y
mis piernas harían el resto. Las diez de la mañana en
un pueblo siempre significa movimiento, gente yendo
y viniendo, en todas direcciones, uno siempre tiene
la impresión de que todos están ocupados haciendo
algo, lo he sentido en carne propia y en todas las oca-
siones siento culpa.
Caminé esas calles nuevas para todo lo que me ha-
bita, las veredas altas me hacen desear jugar, uno
siempre tiene la posibilidad de mirar hacia arriba, y
ahí están las montañas, imponentes, protegiéndonos,
todos debajo de un paraguas de tierra que sólo pro-
duce arrugas en la cara.
Quizás necesitemos nieve.
Mientras caminaba, el viento pegaba fuerte en la
cara, lo tragaba pero no era suficiente para domarlo,

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las partículas de tierra se metían en los dientes, y esa
voz que me dicta, me aturdía. ¡Reaccioná! ¡Aguantá!
Siempre hay gente que esta peor.
La Cocha es una locación digna de una película
iraní, de Kiorastami y yo tranquilamente podría ser el
protagonista, no por el ego, sólo por no tener nada
más para perder.
El viento tiene unas manos duras de tierra, golpea
lastimando.
Apresura todas las formas disponibles de enveje-
cer.
Los peatones ignoran cualquier orden urbano, los
autos no se atreven a subir a las veredas, pero si hu-
biera espacio lo harían.
Anarquía urbana.
En el supermercado yo dilucidaba funciones, mi
tía maneja la caja detrás del mostrador con la heladera
de los lácteos. Se encarga de empleados, atención al
público y proveedores.
Ella más que inteligente es pragmática, sabe resol-
ver situaciones que a algunas mujeres les asustan,
hablo para el pueblo machista en que ella estaba in-
mersa.
Chupafocos hacía tareas de reparto en uno de los ci-
clomotores de la casa, llevaba garrafas de gas y cajas
llenas de mercaderías. Los lunes se transformaba en
carnicero, lo reemplazaba a Frazo, el carnicero, y que-
daba el rey del sánguche, el encargado de la fiambrería.

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El rey del sánguche tenía unos veinticinco años y la
vida escrita.
Con Ray Liotta nos íbamos conociendo despacio
como todo lo que sucede acá. En una de esas pausas
que da el comercio, en que nadie entra al negocio, uno
se pone a hablar de cualquier cosa, banalidades. Él
me decía que había leído una novela mía, no le creí, y
el diálogo transcurría mientras ingresaba la morta-
dela frente a un círculo de acero grasoso, ese acero
tenía el filo necesario para cortar lo que fuera, hasta
una conversación.
Enfrente de nosotros una señora de piel oscura que
se tragó el mundo de las palabras nos observaba sin
poner atención.
Ray Liotta siguió hablando: Vos que sos escritor y veo
que te interesa esto, yo tenía un primo, un chango grandote,
así como vos más o menos, trabajaba de albañil y con eso se
estaba pagando los estudios. Siempre vivió con sus padres.
Un día en que se emborracharon todos en la casa, la madre
le confesó que el padre que estaba a su lado no era el verda-
dero, que sólo es el tipo que lo engañaba a su padre y se ca-
gaban de risa de su ingenuidad. Le hablaron de todas las
humillaciones que le habían hecho a su padre, y le gritaban,
borrachos, que él se le parecía. A su verdadero padre lo ha-
bían encontrado hacía diez años con una anguila dentro del
cuerpo que le había comido los órganos.
Yo lo miraba cortar el fiambre con la frialdad de un
actor de teatro inglés, la historia no perdía intensidad,

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la vieja inmutable señalaba el tamaño de la feta.
Entonces mi primo tomó su campera y salió caminando
despacio hasta la represa, ¿la conocés? Está acá a diez kiló-
metros. Cuando llegó, sacó un revólver de la campera, un
arma que nadie sabía que el tenía y se la martilló seis veces
en el estómago, moría lentamente y le dejó una carta a su
novia de ese instante.
Enfrentarse al suicidio, como quien mira el atarde-
cer. Empecé a pensar que ahí no soportan las emocio-
nes fuertes. Debería manejar mi ironía con cuidado,
ellos hablaban del suicidio como si lo hicieran de
energía nuclear.
Pero es algo que siempre está en el aire, algo que
se respira, quizás no hagan el esfuerzo de entenderlo.
Sólo está ahí, latente, como una opción, un ticket de
salida a cualquier dolor.
No los culpo por no conmoverse, por no abrazarlo
y hablarlo en las mesas de domingo, es historia tam-
bién para mi búsqueda, pero es demasiado rápido
para masticar todos los muertos juntos.
En el supermercado somos un equipo con la fun-
ción de ser amables y ofrecer todo, hasta lo que no te-
nemos. La puerta de entrada tiene flecos de plástico
de colores que vuelan cada vez que alguien los atra-
viesa.
Ahora era el Reverendo, uno de los clientes más co-
nocidos, quien entraba. Vivía enfrente, poseía una
vieja estación de servicio, solitaria y un pequeño sur-

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tidor donde expendía mezcla para motos.
Su casa estaba atravesada por un pequeño quiosco,
en el que mostraba los dientes por una ventana. En
su tiempo libre realizaba extremaunciones, de ahí su
apodo de película clase B. Tenía una voz horrible, de
vieja desdentada enseñando a comer un turrón, y la
usaba para quejarse.
El japonés Pérez me dijo que su papá tenía ochenta y
cuatro años al morirse y en realidad tenía ochenta y cinco,
yo le jugué al ochenta y cuatro como un pelotudo.
El muerto Pérez había ganado en la mala suerte, ya
no estaría en este mundo. El Reverendo no era buena
persona, era ladino, con actitud de traicionero, como
todo hincha de Boca. Él era fanático. Esa mañana yo
lo había observado hablar con mi tía y escuché que lo
acusaba al carnicero de llegar tarde por quedarse a
hablar en el camino. Él no obtenía beneficios de eso,
pero la gente en este país es así, cultiva deportes ne-
fastos.
Después de eso, salí a la vereda a comer un poco
de aire y le pregunté a Frazo por qué le decían Reve-
rendo a este viejo. Él, escupiendo un asco de miles de
años, dijo: Porque es un reverendo hijo de puta.
Frazo, el carnicero me hablaba de mujeres.
Él tranquilamente podría ir a Hollywood y decirle
a Eddie Murphy: ¡Hola, yo soy tu hijo! Y él otro no po-
dría decir que no, son iguales. Tenemos la misma
edad y quizás la misma sed, su nombre es de un mes

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frío como sus dientes. Siempre en posición de morder.
Observábamos juntos el continuo transcurrir de
autos, motos, tractores. Nos sentábamos en un can-
tero sin flores, mientras esperábamos el próximo
cliente que requiera de nuestros servicios. Hablába-
mos de nada.
Una niña delicada pasó en una moto pequeña, de
unos diecisiete años, el viento le levantaba suave-
mente la pollera y se le traslucían dos piernas anti-
sépticas, desvergonzadas. La sensualidad en su
máximo esplendor, es como si el mundo se detuviera
en su rotación dos segundos para mostrar toda su
magia en ese hecho ordinario.
Frazo miró eso despectivamente y con la naturali-
dad de quien mira una puerta cerrada. Vociferó: De
mojarras como esa tengo la sartén llena.
Un gordo bajó de una moto como si lo hiciera de
una lancha, parecía enojado. Todos lo parecían. Sus
ojos apuntaban al mismo lugar, bizco, lucía una cam-
pera azul de gimnasia que daba ternura, quizás lo po-
dría secuestrar algún chico retro de la ciudad para
robársela.
Sacó una gorra sucia de pasado cromático y pidió
una gaseosa, entreveró los ojos como un juguete loco,
me miró para que se la cobre, no podía hablar o no
quería, para eso tenía sus ojos. Es tal el desorden de
esos ojos que violentaría un boy scout. Esos rasgos sólo
producen soledad en los portadores, se deben dar de-

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masiadas explicaciones de algunas discapacidades, él
tiene una carga extra de eso, se nota, es un caballo de-
masiado domado, se le ve en las marcas de la cara.
Yo, al ser un novato de tres días, había precios que
no conocía, y a veces dudaba. Él con una cara de per-
vertido impactante me observaba dudar. Era una ga-
seosa barata, pero la cifra que dije yo no condecía con
la realidad, que seguramente él conocía muy bien. Me
discutió con los ojos y yo tenía razón: ¿Y ahora?
¿Dónde mierda te metés los ojos? Sonrió como un niño
malcriado. Cuando le di su vuelto, rocé su mano sin
querer, era suave, curtida. Se fue cabalgando su ciclo-
motor tocando bocina antes de irse, no existía otro
tipo de ternura en ese instante.
Día a día enfrentaba una nueva cultura de com-
prar, elementos para mí asquerosos, para ellos de pri-
mera necesidad, grasa y levadura. Sospechaba que se
me encarnaría un olor que no me sacaría nunca y eso
hacía que todo se volviera tosco.
Pocas veces las personas paraban de entrar y salir
en las diez horas que estábamos ahí. Era mucho
tiempo, era mucha gente. Para mí, cada persona era
un universo diferente. Quiero soñar una historia en
cada uno, saber como es y trato de estar con los ojos
en la mano, listos, ante cualquier emergencia visual.
En un rincón del supermercado había una pe-
queña niña de piel oscura que hablaba despacio y re-
alizaba movimientos extraños. Salí del mostrador, me

28
dirigí hacia ella, que se encogió al verme, más de lo
que su joroba de treinta centímetros le permitía.
No era niña, poseía cara de vietnamita de treinta
y seis años y se vislumbraba en carne viva una enfer-
medad poderosa que destruía sus huesitos.
Raquel.
En realidad, con sus movimientos extraños para
mí, ella me llamaba, había sacado unas galletitas de
vainilla y me daba las monedas, mirando de reojo
ante potenciales vigilantes, sin poder doblar dema-
siado su cuello, así como quien esquiva el reflejo del
sol. Yo a esta altura trataba de combatir mi sorpresa
ante cada escena y ella hablaba en diminutivos extra-
ños, difíciles de entender.
Salió por un costado esquivando las sombras, sua-
vemente, como quien anda de clandestino en la Luna,
acarreaba esa mochila de carne y huesos podridos
que nadie comería. Chupafocos abrió la boca: Ella no
puede comer dulces.
¿Cómo podía saber eso? Yo siempre con el poder
de arruinar vidas.
Gordo boludo, no ves que es diabética.
Mi culpa siempre me lleva a justificarme con iro-
nías idiotas, que ni siquiera pienso, salen escupidas
de mi boca.
¿Y por qué no le ponen un cartel?
Cuando uno se equivoca sin saber, en nuestros
oídos retumba ese chillido terrorífico de las lechuzas

29
y ya era tarde.
La gente es rústica para vestirse los días de se-
mana, no hay tiempo para presumir, sólo para traba-
jar. Su timbre de voz se me vuelve un zumbido, me
esfuerzo por entenderlo, la pija me hace señales, ne-
cesito una mujer.
Todos los días intento olvidar a la Colorada. Es ex-
traño, mis padres, mis hermanos se acostumbraron a
verme ir, cuando pienso en ellos me dan ganas de llo-
rar.
Quiero enamorarme de una negra de piernas car-
nosas, que se siente a escabiar al lado mío y que me la
chupe todos los días.
Mi cerebro se encargó de preocuparse en desarro-
llar un perfil de consumidor.
Hay dos viejos de sacos Armani amortizados que
sólo piden tres cosas todos los días, alcohol puro, pan
y mortadela. Esa es la dieta diferenciada que les reco-
mendó el médico invisible que los acompaña, el que
se encargo de cortarles la cara y sacarles todos los
dientes.
Me detuve en uno, de dientes pequeños, chiquitos,
pareciera que son de él. Goza de una sonrisa que sólo
utiliza para pedir fiado con apariencia de viejo que
conmueve.
Todos los días pasaba por su caja de vino Toro
Blanco a la misma hora, dejaba su bicicleta en el
mismo lugar y apelaba a su misma sonrisa.

30
Su nombre estaba en la punta del lomo del cua-
derno naranja de letras azules. Vi cómo mi tía anotaba
con lápiz los dos números debajo de otros dos, el
lápiz se borra todos los viernes cuando el viejo llega
a su quinta caja fiada y paga, y ese ángulo del cua-
derno queda blanco para volver a la carga por otro
fiado.
En ese cuaderno se registraba todo, lo que entraba
y salía. Son anotaciones anárquicas, carentes de
orden, sólo mi tía las entiende. El viejo de las cinco
cajas de vino blanco siempre después de pedir decía:
Anotalo en el agua. Yo creo que ni siquiera quería ser
simpático, sólo quería sobrepasar ese momento, su-
perar la vergüenza que daba pedir favores y por eso
se inventaba ese speach.
Los clientes que bebían alcohol puro venían tem-
prano al otro día, antes de ir a trabajar, se apoyaban
en el mostrador y querían que vos les entendieras su
dolor. La expresión de un perro lastimado con los ojos
apretados en los puños, con ganas de sacarse el hí-
gado para mostrarlo. Evidentemente confían en mis
dotes de enfermero para la salvación de su dolor de
cabeza, debo reconocer que me he vuelto un gran sol-
dado en la lucha contra la resaca.
Yo receto Alikal y siempre da resultado, o si no a
meterse los dedos y sacar lo que lastima. Pero estos
viejos si se metían los dedos se sacaban el corazón, te-
nían las tripas vacías. Me siento una madre superiora

31
cuando me parece que hago obras de bien. Si tuviera
un hijo y me saliera borracho como estos viejos, lo co-
mería y lo vomitaría.
Abrí el sobre con la pastilla, le serví un vaso de
agua y le conté: Hay dos que son los dolores más fuertes,
el de cabeza es el segundo. El viejo agarró la pastilla y,
mientras se la metía en la boca, preguntó: ¿Y el se-
gundo?
Que te rompan el culo.
Mis ojos siempre duermen en la calle, buscando la
salida, huir de acá.
Existirá un lugar sin olor.
Tres tipos esbeltos regresan de trabajar, se les nota
la transpiración seca, la hora y se acerca el viernes, fin
de semana. Los tres van parados sobre una base de
madera, de dos ruedas, tirados por un caballo, son
unos eximios surfers debajo de montañas enojadas.
En el ambiente siempre suena la radio, una emi-
sora de frecuencia modulada del lugar, hace todo más
difícil, desde ahí sale lo peor de la música romántica,
esa que ilusiona desde el absurdo de la existencia. Ar-
jona, Alex Ubago, Sin Bandera, el ritmo contagioso
del grupo Centella.
Un gordo de camisa de Grafa apoya su pierna con-
tra el cordón, la bicicleta se detiene, una nena se baja
del caño, a los dos el sol les hace brillar la mugre. Ella
camina despacio hasta mi posición en el mostrador,
apoya dos monedas y pide tabaco para su padre.

32
Cigarrillos sueltos, y con esa compra seguramente
cerraban la puerta del almuerzo. Brisa se llama, deli-
cado, una forma que adquiere la belleza en ese cuer-
pito ausente del cuidado.
Su cabecita sólo mira las golosinas, lo que desea,
agarra los cigarrillos y descalza recorre el camino
hasta la bicicleta. Se los entrega a su padre y se ubica
en el caño nuevamente, el otro enciende un cigarro y
la baña en humo.
Y empieza a pedalear con esa aureola que sólo
puede contaminar, los veo perderse en la última calle
del pueblo, la que rodea el cementerio, es como si
todos desearan estar cerca de ahí.
Yo soñaba con bañarla, cantarle canciones de cuna
y que cuando crezca sea mi mujer o lo que ella deci-
diera, pero no hice nada, sólo la dejé irse con ese
padre, que no la merecía.
Empezó a madurar en mí la intención de hacer
algo, ocupar la cabeza, decidí buscar una radio, tenía
una idea de programa, en el pueblo había dos de fre-
cuencia modulada, con mi primo fuimos a una que
estaba al lado de una cancha de fútbol.
Golpeamos la puerta en un garaje y sólo salió un
gato gordo, ya me quise ir, no haría radio con un gato
mirándome. No se veía la antena, a no ser que fuera
subterránea, acá todo es tan freak que no me sorpren-
dería.
Sale un gordo con una camiseta de River, acá todos

33
tienen una camiseta como indumentaria cotidiana.
―Hola. Mi intención es hacer un programa de radio
que se llame “Una mañana violeta”, en realidad es el nom-
bre de una canción de Primal Scream, sería un mix de lite-
ratura, música y urbanidad, con música estilo Depeche
Mode, ¿me entendés?
―Mirá, acá el que decide es mi hermano, ¿Qué música
vas a poner?
―Y no sé, mezclado desde Gian Franco Pagliaro, Che-
mical Brothers a Michael Nyman y Pulp.
―Bueno, dejame que venga mi hermano, le cuento y te
avisamos.
El gato me seguía mirando, ese no era mi lugar.
Una semana en el pueblo, sin tomar conciencia de
nada, dándome cuenta de que ya estoy inmerso otra
vez en la esclavitud de cumplir horarios, pero hay de-
talles, no dependo de mi celular, ando sin llaves y no
tengo jefes. Tengo un sueño: gerente de whiskería.
El trabajo que me dará el suficiente dinero para
comprar lo que sea.
Con Chupafocos tenemos diez años de diferencia y
estamos muy compinches desde que llegué. En los
horarios de siesta, mientras el pueblo duerme salía-
mos a beber, siempre con el ánimo de conocer, esa
hermosa forma de resistencia. Agarrábamos cervezas
y nos íbamos a la represa, la que yo no conocía y era
tierra de suicidios.
Un pequeño espejo de agua rodeado de algunas

34
cruces, cinco o seis suicidios. La rodeábamos y nos
ubicamos en un muelle en que nunca salían barcos,
desde ahí se veían montañas reflejadas en el agua,
siempre llevábamos música para dispersar el silencio
de los pájaros. Y se generaban tertulias, especies de
balances, conclusiones de mi estadía, mientras sonaba
Rammstein y los pies jugaban con agua sucia.
―Vos sabés cómo es mi familia, que es la tuya. Está
bueno que hayas llegado para moderar un poco, creo que
nos estamos destruyendo, por ahí vos ponés un poco de
tranquilidad, así es como te esperamos todos.
―Yo no puedo aportar nada, todo me sale mal, estoy
destrozado, todavía no puedo asimilar que la mujer que más
amo en el mundo me rechace. Mira el brazo, me destrozó el
tatuaje antes de salir.
―Vos siempre enrollado con locas.
―Por esta mina hice de todo, no te imaginás. Cortaba
el pasto, la abrazaba a su madre, iba a ver títeres, sobrevivía
a domingos familiares. ¿Sabés qué es lo que más extraño?
―Hiciste de todo. ¿Qué extrañás?
―A veces, al mediodía, salíamos los tres: ella, su her-
mosa hija y yo y nos sumergíamos en las sierras. Buscába-
mos una parrillada rutera y disfrutábamos del ritual del
almuerzo, era tan placentero verlas comer. Me gastaba lo
que no tenía con tal sólo disfrutar de ese espectáculo, creo
que es una de las cosas que heredé de mi viejo. Cómo las ex-
traño. Ella se apoyaba en mi hombro todas las noches para
dormir, sólo me lo pedía con una palmadita, y ahí se dormía,

35
luego le sacaba los lentes, se daba vuelta y dormía feliz.
Sabía que yo daría la vida por ella.

Esas charlas me daban confianza para hacerme


fuerte en decisiones y no detenerme a pensar que es-
taba de más ahí. Luego volvíamos al supermercado
con otra actitud, Chupafocos tiene la capacidad de des-
plegar bocadillos como si armara barcos dentro de
una botella, les pregunta a niñas divinas de quince
años: ¿Probaste la infidelidad? Es buenísima.
Ellas sólo sonríen, quizás algún día una aceptará y
será su presa. Como en su casa siempre lo compara-
ron conmigo él quiere mantener una competencia
acerca de quién es más mujeriego. Pero eso no existe,
él no se parece a mí, es a su padre a quien salió, todos
son iguales a él, en la expresión de la boca, en la ca-
minata displicente. Ese gordo les metió la sangre a
todos. Aunque su mujer se encargue todo el tiempo
de denostarlo, él es el jefe de esta familia.
Manuel se desplaza como si caminara en una su-
perficie sin gravedad, como si sus piernas pesaran to-
neladas, con estilo elegante y le encantan las mujeres,
esa es su miseria. En eso nos parecemos.
Otro que se desvive por ellas junto con nosotros es
el carnicero. Él trabaja todos los días excepto los lunes
y los domingos a la tarde. Yo todos los días. Los lunes
lo reemplaza Chupafocos y Frazo cae los martes des-
truido, más que borracho, con una resaca que pesa

36
una montaña. Y hay una cola de viejas esperándolo.
El trabajo de carnicero para mí es como un flash de
humanidad, tan primitivo, esa cosa de tocar y oler
carne muerta todo el tiempo, debe alterar los senti-
dos.
Todos tenemos una forma de comunicarnos con
nuestra resaca para alejarla, él tiene una muy parti-
cular, por eso la cola de viejas le tiene paciencia. Su
ritual de recuperación consiste en poner una pequeña
sartén a calentar en el fondo del supermercado, en el
depósito, luego pone dos bifes, los come y se recu-
pera, luego sale con su gorra deportiva y su sonrisa
de hiena enojada a cortar bifes finitos.
A Manuel no le gustaba nada eso y puteaba en voz
baja, se refugiaba en un gesto horrible, cara de culo.
En realidad a él no le gusta nada que no pueda hacer,
y eso era emborracharse todo el fin de semana. Está
muy limitado en su pareja, se mandó muchas cagadas
y mi tía lo tiene marcado. No es el límite convencional
de marido y mujer, este excede al quedarse sin nada,
lo amenazan económicamente, por eso siempre anda
seco, es como si le hicieran pagar de esta forma sus
infidelidades, sus pecados, así son los católicos,
comen hostias y cagan veneno.
Yo lo quiero y respeto, pero siento que desde que
llegué él está alejado de mí. No sé, es como si me viera
como competencia, y yo soy de su equipo.
El carnicero tiene unas cejas dignas de Raquel Welch

37
y con eso se mueve, se acerca al mostrador donde me
pongo a tomar notas de lo que veo, perpetuar mira-
das. Dejo el papel de ocasión, preparo el mate. Él aga-
rra la calculadora mientras acomoda la radio. Acá
muchos viven escuchando números que los sacarán
de la pobreza, luego empieza a apretar fuerte las te-
clas como un estadista furioso. Los números no le cie-
rran, lo veo protestar, pero basta que uno anote una
deuda para que esta disminuya. Ese número quedo
en el monitor.
Y sale a la vereda a su rutina de ver pasar gente, el
deporte que tenemos todos, y me llama: Mirá esa, parió
hace poquito, la ves que anda con las carnes sueltas.
La mujer caminaba despacio, pero no daba indi-
cios de eso, pero seguramente él las olía, como los pe-
rros. Todos sus comentarios tienen formato de
sentencia: Ya llega la primavera y las mujeres empiezan a
mostrar el pupo.
Para él son pedazos de carne, es lo que somos en
realidad los humanos. Un manojo de vísceras y hue-
sos tratando de distinguirnos unos de otros.
Todo trascurre con la lentitud que da la estupidez,
esa que no permite decidir el curso de nada, conde-
nados a mirar esa calle, esa gente y tratar de no pen-
sar, eso es la muerte.
Chupafocos fue bautizado por dos hermanas bas-
tante feas, de caras acurrucadas, una rubia y una mo-
rocha, con dos hijos en los brazos cada una.

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Compraban yerba y él en un arrebato de histrionismo
les dice: ¿Vieron que linda boca que tengo?
―Sí ―respondieron―, sos un chupafocos.
Desde ahí tendría otra personalidad con semejante
apodo, él introduce los focos en su boca y sus ojos se
iluminan y en el reflejo la gente es más linda.
El carnicero vuelve de la calle y busca complicidad:
Esta frío como culo de indio.
Nunca entendí demasiado esa frase, acá la gente
consume sólo azúcar, lo que más produce, y eso de-
bería ser gratis. Un guerrero urbano de unos diez
años me enfrenta para pedir medio kilo de pan, en
cuero y descalzo, una honda colgada de su cuello con
manchas de sangre.
―Están prohibidas las armas. ¿Matás palomas?
Despliega la honda de su cuello y me muestra los
restos de sangre, y orgulloso cuenta que también
mata otros pájaros, él sabía matar con diez años. Nos
vamos a almorzar, a disfrutar de tres horas de des-
canso.
La televisión prendida a todo volumen, la mesa en
pleno, masticando lo que sea, la carne se engancha en
los dientes y molesta, está por empezar una novela y
todos intentan hablar mirando de reojo. Es una forma
de comunicación tan compleja que, por ahí, surge una
historia entre toda esa puesta doméstica comparable
al noise.

39
Manuel es camionero desde que nació, el que más
andaba por la ruta. El encargado de traer mercaderías
hace un comentario bastante extraño: Venía por la ruta
y un camión me hace señas de luces, que me pare. Cuando
se detiene, una negra viene corriendo hacia donde estoy yo
y se me mete en la camioneta, estaba totalmente mugrienta
y en bolas, y se me tiró encima queriéndome besar, el otro
camionero se fue a la mierda, la llevé y la dejé en la Comi-
saría. Negra sucia no tenía un sólo diente.
Las gordas seguían comiendo, mirando la tele
como si pudieran observar los transistores, ya empe-
zaba la novela.
Te la hubieras hecho chupar, te la hubiera dejado como
una remolacha.
Se reía de mi idiotez, los otros se habían perdido
la conversación. Él tiene esas historias que parecen
pequeñas e increíbles, pero siempre denotan sus
pasos. Hubiera puesto las manos en el fuego por que
esa historia era mentira. Seguro se había cogido a una
chica parecida, y debía saciar sus ganas de contarlo,
como una perversión verborrágica.
La Cocha tiene una plaza que está rodeada por la
iglesia y una escuela, la policía a media cuadra y el
hospital a seis cuadras. El resto del pueblo se reparte
en negocios pequeños, dos bares que cierran tem-
prano y kitsch, y una estación de servicio que parece
tener el bar más concurrido del pueblo, justo en la en-
trada, pegado a la 38, bautizada la ruta de la muerte.

40
Oscura y transitada, sin ningún tipo de señal, ha-
bitada continuamente por peatones y ciclistas sin
luces que vuelven a sus casas.
No existen líneas de transportes, sólo piernas y los
piratas, remises que son hadas madrinas para los tran-
seúntes. Miles de personas desperdigadas dentro de
matorrales, donde la única señal de vida es la luz del
televisor prendido, ese azul que muestra que hay be-
lleza donde sea.
Esta es una familia que se hizo fuerte en la adver-
sidad, como esas plantas curtidas que resisten el
viento y se doblan hasta quebrarse y vuelven a er-
guirse, ellos se habían ido de su pueblo sin nada. Y
acá en Tucumán crecieron, tienen su negocio, alquilan
una casa grande y se llenan el culo hasta el hartazgo,
siempre con sueños como tener campo y autos.
Siempre los tildaron de delirantes, pero salieron
adelante en sus proyectos.
Entre esas cosas que los fortalecieron está la de la
gorda del medio.
El Semental quedó embarazada a los quince años,
en su primera o segunda cogida, iba junto a su her-
mano a un colegio técnico que tenía un internado. Se
enamoró de un chico de un pueblo cercano y creyó
en él, le dijo que no tenía novia, así fue que nació el
gordo hermoso que tiene de hijo. El padre de la cria-
tura en el momento de enterarse la trató de puta en
un pasillo largo del colegio, ella se sintió tan avergon-

41
zada que abandonó el colegio. Pero la cosa seguiría
en la familia, su madre la apoyó incondicionalmente
junto a su hermana, una enfermera full time para cual-
quier eventualidad familiar. Entre las dos le pregun-
taron qué quería hacer, tenerlo o abortarlo. Manuel al
enterarse, la echó de la casa, ese orgullo machista de
que le cogieron la hija ahora golpeaba su puerta. Pero
él es de corazón débil y se encargaría de ser el padre
del niño. Esas cosas fueron fortaleciendo la unión fa-
miliar, aunque pocas veces se notaba, había mucha
mierda bajo la alfombra.
Adelqui es la más pequeña en edad pero no en ta-
maño, tiene catorce años.
Estoy escribiendo en la PC y la siento moverse en
un sillón, está echada como un hipopótamo inválido
mandando mensajes de texto. En un momento se aga-
rra la panza y se queja en voz alta. Debo ir al baño ―
intenta levantarse―, a no, era sólo un pedo.
Tiene unas estrías en la panza que parecen el mapa
físico de Asia, perdió todos los atributos femeninos
para presumir, y tiene una linda cara, inflada y con la
verborragia de un barra brava.
Traspasar la barrera de la siesta, resistir sin dormir
y volver a levantar esa persiana de hierro todos los
días a la misma hora, ¿quién me otorgó esta condena?
Alguien se acerca, el primer cliente de la siesta.
Un gordo de pelo negro parado, como si se lo hu-
biera cortado con un vidrio, grandote, de camiseta

42
blanca y pantalón azul deportivo. Es hijo del Reve-
rendo.
¿Qué haces, chabón? Mirá esta joyita, de última gene-
ración, saca fotos, con todos los chiches, te la dejo en dos-
cientos mangos. Un mes de trabajo valía.
Yo cobraba cincuenta pesos por semana y en ese
momento lo que menos quería tener era un teléfono.
Personal, Movistar, lo que vos quieras, no te hagas pro-
blemas que este está liberado.
Yo le miraba los pies sucios mientras me nombraba
las multinacionales, esa es la contrariedad de este
lugar. En otra parte lo veo a Frazo dejar la cuchilla
para hablar con nenas de trece años, las saborea con
los ojos como si fueran porrones helados. Me acercaba
cuando se iban y él me decía: Hay que apalabrarlas de
chiquitas, así cuando crezcan uno o dos añitos más están a
punto caramelo. Ya tienen el papito bien abierto.
Por lo menos alguien piensa en el futuro.
Me llama la atención la anarquía de colores, a
nadie le importan y eso está definido en las indumen-
tarias. Estoy siendo parte de una de las más modernas
formas de esclavitud, el comercio. Frazo camina como
un stopper francés, erguido y apuntando con la pija,
se acerca a una chica que arrodillada juntaba papas:
Esta es mi novia, mirá lo hermosa que está.
La chica, sonriendo, niega con un movimiento
pendular lo que podría ser su cruz, y sigue en la tarea
de llenarse los dedos con tierra. El otro se vuelve a su

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guarida a afilar su cuchillo, a pensar dónde volverá a
meter uno de sus bocadillos, la tarea de enganchar
mujeres se parece bastante a la pesca con mosca, hay
que saber elegir bien el señuelo.
Brisa atraviesa la puerta junto a cinco niñas sin su
padre el fumador, les regalo caramelos mientras Brisa
observa algo con su cara desteñida. Señala una cartu-
chera de lata de Kitty, yo no sabía que existía, pre-
gunta cuánto vale. Cualquier cifra que le hubiera
dicho no podría pagarla, debí regalársela, le di mu-
chos caramelos. Uno siempre se reprocha tarde el no
actuar, esperar como un idiota contento un momento
especial, cualquiera, sólo excusas.
En la radio está sonando hace días la misma noti-
cia, ya me la sé de memoria, me dan ganas de asistir:
Llega el chamán negro del amor, el que recupera el amor
perdido en veinticuatro horas, atenderá los días sábado y
domingo todo el día en la casa de Segunda Pajón más co-
nocida como Chepa. ¿Si alguien conociera la formula de
recuperar el amor? ¿No la vendería en millones? La
gente se traslada en una cinta mecánica delante de
mis ojos, gitanos posmodernos que juegan a ser due-
ños del pueblo.
¿El chamán negro me devolverá el amor de la Colorada?
Tucumán, el país de los planes Descansar y la desnutri-
ción. ¿Será nuestro Vietnam?
Me detengo de comer aire para seguir mirando,
una mujer de pañuelo blanco como una Madre de

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Plaza de Mayo busca su vida detrás de una góndola,
la veo moverse suavemente, eligiendo cada paquete
de fideos, pienso en que les cocinará a sus hijos guisos
alucinantes.
Si me detengo a absorber la vida de cada uno, seré
un transporte de miles de olores.
Yo sólo quiero tomar soda y eructar fuerte, un grito
degenerado desde la sed.
En la casa la chica encargada de la limpieza hace
todo lo que puede, se mueve despacio, posee la exis-
tencia de la sombra de los vampiros, pasa inadver-
tida. Yo la siento, la escucho, me molesta, sé que le
genero miedo, pero me intimida que esté girando en
silencio, recogiendo ropa por toda la casa. Los gordos
fuman y tiran la ceniza al piso, no cagan porque tie-
nen pudor. El hecho de estar todo disperso, hace que
uno termine usando la ropa de cualquiera.
Los almuerzos siguen siendo extraños, no se gene-
ran conversaciones serias y la comida sale por los
oídos. Todos repetimos dos o tres veces, mientras
vemos la novela.
Amor en custodia. Osvaldo Laport y Soledad Silveyra.
El actor uruguayo representa un guardaespaldas,
como una mala copia de la película de Costner. Siem-
pre actúa igual, de indio, boxeador, maestro de lite-
ratura y policía. La historia de la novela es muy
pobre, pero las gordas estaban calientes con el uru-
guayo y la miraban mientras tragaban platos enteros.

45
Era una forma de trabajar sus neuronas, mi tía siem-
pre tenía una frase en su boca: Vos viste que yo soy muy
inteligente.
Un ego que la hubiera ayudado a vivir en Nueva
York y no en un pueblo miserable de Tucumán. Todo
el tiempo parecía que no veían la miseria a su alrede-
dor, se tragaban la mugre en cómodas cuotas. Yo ter-
minaba de comer y salía a dar vueltas en moto por el
pueblo, a pelearme con los perros, a ver a las chicas
que presumen mientras sus maridos duermen la
siesta. Mientras que el camino al baño en mi casa era
la ruta más transitada de Tucumán. La siesta duraba
tres horas y se mezclaba entre novelas colombianas,
brasileñas, y luego a trabajar.
Raquel siempre era la primera de la tarde, cinco y
dos minutos estaba cruzando la puerta, todos los días
compraba lo mismo, un par de aros. Nadie en ese
lugar gozaba de la paciencia de atenderla, más si re-
cién te levantabas de dormir la siesta, todos se la que-
rían comer cruda.
Yo sacaba un cartón blanco donde había doce
pares de aros de plástico, ordinarios. Rosa, morado,
celeste son los colores que predominan, Raquel era la
única que los compraba, la inversión esa había sido
un fracaso.
La veía transcurrir en ese trajinar consumista y
nunca notaba los aros.
―Raquel, ¿vos no usas los aritos?

46
―No, no son para mí. Son para una tía que tengo en
Jujuy que vamos una vez al año a verla. Yo le junto regali-
tos en una cajita y después se los llevo; yo la quiero tanto a
ella, que me la comería.
La hermosa Raquel sabiendo que las personas se
comen, con sabiduría sabe lo que es el amor como
nadie, dando lecciones gratuitas, sólo que todos la ig-
noraban, así viven los discapacitados en esta sociedad,
tapados con tierra, ocultos en el patio. Su inocencia
percudida por un cielo lleno de tierra. Frazo desde la
carnicería me hace señas con sus dedos de si tengo in-
tenciones de cogerme a Raquel, ya me cierra cuál es la
realidad.
―¿Sabés que tengo una mina para presentarte?
―¿Cuál, negro culiado?
Me hinchaba las pelotas su ser primitivo, pero me
atraía lo empírico.
―Matilde, es justo para vos.
―Bueno, dale, si resiste dos hervidas me la cojo.
Después llegaría la agraciada, él con la cuchilla en
la mano me la señalaba.
Setenta años, la estampa de un viejo indio deste-
rrado, chamán, el pelo largo mostrando su bondad y
tranquilidad, la cara arrugada como el pañuelo de un
mago comprando su ración diaria. La madre de un
violador, la novia perfecta.
Las manos del carnicero son un manojo de pijas
negras, toma un vaso de agua y deja el dedo erguido

47
como si fuera de la nobleza y sale a la calle a comerse
una banana. Sus dientes blancos refutan a Darwin.
La radio y su absurda esperanza muestran lo que
pasa.
Karina, la princesa de la guaraya en el Rancho de Gar-
mendia, eso se repetía hasta el hartazgo.
Seguía con mis recorridos a la siesta, eran alenta-
dores, mostraban otro panorama del pueblo, pasaba
demasiado tiempo detrás de un mostrador. Descubría
el mundo de los que no duermen siesta: los niños ju-
gando en baldíos con barriletes de colores, rodeados
de basurales, sonriendo, corriendo, como si nada
malo existiera en ese instante. Llegué hasta una can-
cha de rugby deshabitada, con cuatro casas de pare-
des de bolsas de consorcio que la rodeaban.
La suciedad se representa en cajas de vino y bote-
llas de Coca Cola, con eso se comienza una villa. A la
tarde volví a trabajar y agarré algo mecánico para
hacer, que se diluya mi tiempo ahí. Empaquetaba chi-
zitos, puflitos, grasa y levadura. Cosas que detesto y
llenas de olores que nunca podré sacarme, pero el
tiempo pasa, filoso, pero pasa. Los actores nunca se
detienen ante mi vista, ato una de las bolsas llenas de
grasa y miro, entra un émulo de Marcel Marceau, y le
habla a mi tía.
Tu marido estaba en el centro y caminaba como un cerdo
separado de la manada.
Y se ponía los brazos imitándolo. Era un turco ge-

48
nial, con la capacidad de imitar movimientos, era fa-
moso por lo que le gusta timbear, siempre está pen-
diente de los números y lo transmite a quien se le
cruce.
Mi tía no se reía de esas habilidades, es más, se en-
loquecía, puteaba, y con razón. Era la única que le
ponía todo al negocio, los otros no podían sumar dos
más dos. Ella lo sostenía. Los gordos eran demasiado
cómodos, en realidad carecían de iniciativa, lo que los
hacía retroceder. Vivimos asomados en esa vereda
viendo cómo se nos va la vida, las mujeres baldean
patios como si el agua sobrara, pero de alguna forma
hay que parar la tierra, entra por todos lados.
Es un día nublado y en la radio suena un tango,
qué bueno sería irme a la mierda de acá.
En la calle pasa un camión lleno de luces de colo-
res, una obra de un artista anónimo, dueño del ca-
mino, colaborando para que el mundo sea más
hermoso, sin saberlo, una señal para mi incertidum-
bre.
Llega unos de los momentos que más esperaba,
íbamos a ver a dónde sería la whiskería.
La Viña, Catamarca casi al límite con Tucumán. Fui
con mi primo en la camioneta, estaba a treinta kiló-
metros, el camino era una ruta llena de camiones, con
campos de un verde perfecto con las montañas en su
máximo esplendor.
Nos íbamos acercando y veía lugares hermosos y

49
deseaba que cada casa fuera la elegida, pero eso
nunca pasa.
Llegamos al pueblito, pintoresco y con una tran-
quilidad que cualquier retiro espiritual envidiaría.
Nos alejamos un poco y paramos en un manojo de
casas promiscuas al lado de la ruta. Un cartel aban-
donado en el frente, una boca llena de lápiz labial con
la palabra Desvelos.
A medida que rastrillaba con la vista, veía mi fu-
turo enterrado cien metros bajo tierra, ingresamos a
la casa, olor a humedad de transpiración de axilas, esa
fuerte que te quema los pelos de la nariz. Las paredes
naranjas como si fueran uñas tristes mal pintadas,
¿quizás las putas le den magia? Me corría un frío por
el cuerpo de sólo pensar en dormir ahí, en vivir ahí,
pero había tiempo para madurar, a eso le faltaba
mucho.
Pero mi tía tenía todo previsto, haría una habita-
ción más que sería una cocina, quería que el salón
principal tuviera un espejo para que se pudiera ver
del otro lado, deseaba observar sin entrar al negocio.
Eso era su sueño, desde hace años deliraba con eso,
el problema era el marido, era como si a un alcohólico
lo pusieras a atender un bar. Pero el fin justificaba
cualquier cosa, comprar campos, casas, autos y volver
al pueblo junto a sus hermanos. Pero en este país no
es fácil ganar plata, yo no decía nada, me dejaba lle-
var, era un negocio difícil y se veía su falta de tacto.

50
Siempre decía: Yo con las putas voy a tomar mates y voy
a charlar de mujer a mujer, vas a ver cómo nos vamos a lle-
var bien. Y vos, Iván, tenés que pensar una cosa, donde se
come no se caga.
El lugar provocaba arrastrar los pies, dudar. Ese
olor de las piezas llenas de orgasmos sin amor, no
podía imaginarme ahí sin pasarla mal. Siempre me
mantuvo en pie la idea de que podía irme cuando
quisiera, sólo arrancar, rescatarme, y eso me ayudaba
a seguir adelante.
Un tipo convencional inmerso en el mundo de la
prostitución, un pobre tipo jugando su última carta,
la de su redención. Volvimos a trabajar con miles de
planes.
El carnicero volvió enojado de la siesta, con la cara
marcada por un mal sueño.
Esa violencia que se potencia cuando uno se le-
vanta de dormir y se notaba en sus cuchillos, sonaban
diferentes y hacen sentir escalofríos en los dientes,
pasa el tiempo y su cara no cicatriza, se lo ve cansado.
Fui hasta el depósito y los animales destripados eran
una señal de que estaba enojado en serio.
Las viejas requieren sus servicios, y toma el pe-
dazo de carne apretándolo fuerte y el hecho de sa-
carle la grasa es como si cortara dedos.
Hoy anda con una remera celeste de Atlético Tucu-
mán y hasta parece tierno.
Dejo de mirarlo y me detengo en otra charla, mi tía

51
atiende a un hombre silencioso, educado, viejo, des-
trozado por millones de lluvias que no bastaron para
mojarlo.
En la radio suena el interminable Sobreviviendo, de
Víctor Heredia.
Cuanta verdad en esa canción, dice mi tía más hipó-
crita que lo habitual, el viejo sólo mueve la cabeza, no
había más que decir y agarra su vuelto y se va. Como
si no hubiera motivos para vivir, como si el respirar
cada segundo fuera un capricho histérico.
A este viejo el mes pasado le mataron el hijo a la salida
de la bailanta, una banda le pegó en la cabeza hasta matarlo,
todo esto fue a la madrugada, mucha gente lo vio y no se
metió, el tucumano es muy cagón, una sentencia de mi
tía.

Sigo enfrentando la miseria del ser común, del que


todas las muestras de encuestas se mueren por saber
qué piensa a cada instante.
En la cuadra principal del pueblo, hay un cartel
que nos da la bienvenida. Remisería. Es un anticipo de
la miseria que viene. Un viejo de sombrero de gaucho
y bombachas se baja de una moto, la deja como un ca-
ballo. Me mira y pide champú y acondicionador, no
puedo parar de mirarle los pelos gigantes que cuel-
gan de sus orejas.
―¿Se los lava con champú?
―¿Y a vos qué mierda te importa?

52
―Bueno, está bien, si no quiere dar declaraciones.
Frazo se está relajando conmigo, habla de alguien
que pasa por el frente: Ese no ataja ni para Dios, sus
sentencias dejan atónito. Ésta era genial, me costó en-
tenderla, indescifrable.
Él no se involucra en política, y habla de los que
caen en sus manos como tontaje y muestra los dientes
como un perro enojado.
A mí no me gusta eso, a mí dejame en paz, yo no voto a
nadie. A estos los usan para pegar carteles y después se ol-
vidan de ellos.
Tenía ganas de charlar y yo no. Voy al depósito y
una cabeza de vaca me mira muerta.
Me siento el culpable de su muerte y de su dolor.
Frazo vive con Cristian su hijo de once años, la
madre lo dejó por otro tipo y viven en un pueblo cer-
cano. A pesar de la infidelidad que le caló hondo,
nunca dejó de ser popular, era muy respetado pese a
ser un tipo que no tenía un peso.
Quizás su sueño algún día sea el de tener un ne-
gocio propio, independizarse, dejarle algo a su hijo.
Pero eso no se vislumbraba, había mucha inmadurez.
Se acercaba el fin de semana, se notaba en las ra-
ciones de alcohol, y empiezan a aparecer los que
pagan sus cuentas, los billetes grandes, todos han co-
brado su semana de trabajo. Nuestros clientes son tra-
bajadores del limón, tabaco y albañiles.
Cada vez necesito más cogerme algo, y con este olor

53
a levadura no se me acercará nadie.
El marido de mi tía es un maestro del bocadillo, le
dice a su nieto: Ese gordo sale más caro que engordar un
chancho a bombones.
El gordo entra al supermercado y arrasa, es com-
pulsivo. El abuelo tiene sinusitis y le recomendaron
grasa de comadreja y lo acompaño a buscarla. Nos su-
mergimos en un barrio de los alrededores, estaciona
la camioneta y sale una mujer con una bolsita: ―
Tomá, pasate en la zona donde sentís tapado. Desde el
asco me sale una pregunta: ―¿Y cómo le sacás la grasa
a la comadreja?
―Yo la abro y la grasa esta ahí, al lado del corazón.
Me da mucho asco ese animal, era una bolsita de
cincuenta gramos de grasa.
Me pondría cualquier cosa con tal de que se me vaya el
dolor de cabeza, eso explica mi tío, el sacrificio, el en-
tender el dolor del otro. Y yo no sólo me conmuevo
con los viejos que caen todos los días a buscar su caja
de vino. El gordo chico caía todas las tardes a buscar
alguien con quién jugar, sólo cuando se cansaba de
ver televisión.
Esa tarde pasaba delante de mí y se rascaba los
huevos y el culo, todo junto.
¿Pica?
Me mira sin entender.
¿Sabés que es bueno para eso? AJ, agua y jabón.
No entiende, mejor, para qué entender la ironía

54
siendo tan pequeño.
Al carnicero sí puedo delirarlo: ¿Soñaste alguna vez
que te comía una vaca?
No, ¿y vos?, contesta con bronca mientras corta un
pedazo de pierna.
Ese sábado a la tarde salimos con el Semental y su
hijo al campo. Íbamos en dos motos, pasaríamos a
buscar unos compañeros de su escuela.
Había dos que se peleaban por su amor y un ter-
cero que era la celestina.
Llevamos fernet y coca con una ginebra para mí.
Estábamos en la represa todos jugando al fútbol,
como si fuéramos una gran familia de película. Yo ahí
haciéndole el aguante a la gorda, la música del campo
es agradable.
Pisábamos una tierra fértil de meadas de borra-
chos, de fondo se escuchaban cazadores furtivos, esos
que hacen huir a los murciélagos.
Escribí un poema para mandárselo a la Colorada
apenas llegara.

Una vaca llora de dolor ante un posible asado.


Un poeta no inspirado en un día nublado.
Ese soy yo.
Un tipo enojado a diez metros nuestro pesca en un es-
pejo perfecto.
El reflejo son copos de nieve que alguna vez fueron
nubes.

55
Nosotros somos cuatro tipos con dos palos
que espantan pejerreyes de los anzuelos.
Y esos peces siguen libres de pescadores enojados.

Estamos en una balsa primitiva con dos palos que


hacen de remos jugando a navegar, me estoy divir-
tiendo con tres desconocidos, que hablan poco, que
me tienen vergüenza; la gorda a lo lejos escribe. Es
algo que adquirió parece potenciada por mi facilidad
para hacerlo. Habrá pensado: si este puede, yo tam-
bién. Cuando llegamos, la gorda muestra el poema a
uno de sus ex dedicado al que le gusta ahora. Una his-
térica la gorda, le hizo caer la cara al chabón que lo
leyó primero.
Y después ella, jugando a que no sabía nada, le
preguntaba: ¿Y a vos que te pasa?
El otro se había alejado a mirar el agua que se sabía
de memoria, destrozado en su amor.
El poema más que cursi llegó a mis manos.
Te veo reírte, y veo tu boca, quisiera que me beses y me
abraces. Espero que te des cuenta de mi amor.
Nada que ver con el viaje en balsa que habíamos
realizado, y el gordo chiquito lloraba porque no podía
patear la pelota porque se iba a cagar encima. Yo a un
costado, con mi ginebra, sueño con una sirena roja
que me abrace y me pida que la cuide.
¿Por qué le mostraste el poema? No ves que el chabón
está muy metido con vos.

56
La gorda lo había hecho a propósito, lo veía en sus
ojos felices de lastimar.
―¿Te lo cogiste para que esté así?
―Una sola vez.
Ese día volvimos algunos felices, otros no.
Había otro novio de la gorda dando vueltas, un tu-
cumano silencioso, con pinta de traidor. La gorda lo
estaba dejando porque era muy celoso, salieron
mucho tiempo y era como un padre para el gordito.
Un tipo retraído a punto de explotar, con mucha os-
curidad, no me caía bien, entraba y salía de la casa.
La computadora estaba llena de pornografía que
todos decían que era por él, y su cuñado una vez lo
vio dándole un beso con la lengua al gordito.
Ahí tomé la bandera en contra de la perversión, les
dije que podría ser un violador. La gorda lo entendió.
Pero confía en que el tipo es incapaz de hacerle mal.
Pareciera que así funciona este sistema familiar, uno
saca una capa de la cebolla para no llorar más y pa-
rece que la otra es peor y el llanto no se corta.
Le romperían el culo al gordito y ahí tomarían con-
ciencia. O yo deberé dejar mi paranoia.
Trabajar un domingo a la mañana es atípico, en
este lugar más.
Se celebra la festividad de San Cayetano, un santo
que siempre me dio la espalda. Hace frío y se nota en
las expresiones de las caras de los que llevan la Virgen
del Valle hasta el cementerio. No serán más de quince

57
personas: un par lleva banderas amarillas. Pasan
frente al supermercado, los desnudo con la mirada,
no se inmutan, ellos tienen algo en qué creer.
Yo ni siquiera creo en la frase al que madruga Dios
lo ayuda.
Acá a ninguno se les cae la palabra Dios de la boca,
y no leyeron nunca a Nietzsche.
Las bicicletas, concebidas como piernas eternas, in-
vaden la calle principal, sin orden, nadie admite la
existencia de veredas, es una Londres bizca.
Se mezclan entre las calles como hormigas en una
pared, insectos que rodean una mancha de humedad.
Algunos quieren generar tertulias de domingo a la
mañana, los que almuerzan solos, los que se comen
los codos, y el idioma es tosco, ordinario, con ribetes
de castellano antiguo que engaña riqueza, pero se
vuelve mediocre.
Acá uno se permite pensar lo peor.
Un cementerio de dentaduras postizas lleno de gatos
dientudos con mondadientes.
Y aparecen los sincronismos en los que creo, siem-
pre hay una señal.
Chupafocos entró al negocio y eso me hace feliz, con
él tengo códigos en común, me hace reír mucho.
¿Vos no sabés lo que pasó? El otro día en la fiesta en el
cementerio, el cartero borracho perdió los dientes, preocupado
los fue a buscar al otro día y se los habían dejado en el pare-
dón. Esa historia es para vos, gordo, para que la escribas.

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Somos un pueblo solidario y asqueroso.
Agarro la moto y me voy hasta la casa, es media
mañana, quizás cocine yo para ese almuerzo. En la
casa está la gorda y su hijo. El gordo más chico sigue
engordando viendo TV, Lazy town. Flashea todo el
tiempo, me siento a ver de qué se trata. Él siempre al-
muerza en la cama para ver eso, en el otro televisor
se ven novelas. Él se está formando un cuerpo está-
tico, lleno de comida chatarra.
Stephanie es una niña de ocho años que se muda a
Lazy town con su tío, el alcalde del pueblo. Allí conoce
a un estrafalario grupo de personajes que incluye a
Robbie Rotten, el supervillano más vago del mundo,
que pasa su tiempo holgazaneando y tragando co-
mida basura. Afortunadamente para Stephanie, Lazy
town se encuentra bajo la vigilante protección de Spor-
tacus, un atlético superhéroe, en superforma física
para ayudar a los habitantes de la ciudad a combatir
a Robbie. Pareciera que fue creado para ese lugar, re-
fleja el espíritu.
Pero es Islandia, estamos lejos del hielo y del rosa,
pero en eso estamos conectados.
―¿De qué se trata, gordo?
―Es una ciudad donde nadie juega porque son perezosos.
―Cómo vos, gordo.
El gordo, portador de una sonrisa diabólica pero
inteligente, se da vuelta por un segundo, y se ríe con
tres conitos de sal en la boca, su miseria, todos tene-

59
mos una. Él maduraba rápido.
Me voy al baño aprovechando la soledad de la
casa, la puerta está entreabierta. Entro confiado y un
suave aroma a bosta me arruinó el cutis. La gorda leía
una revista de chismes.
―Salí, gordo, déjame cagar tranquila.
―¿Vos hiciste la secundaria en La Sorbona?
―¿Qué es eso? Salí y cerrá la puerta.
Ese es un acto ordinario en la vida de las personas
que demuestra el amor, el que tolera enfrentarlo. Yo
puedo hacerlo con mi madre al lado o un hermano.
Pienso en la Colorada, me encantaba verla en ese ri-
tual, ahí sabía que la amaba.
Ella se levantaba temprano todos los días, se to-
maba dos pavas de mates y se sumergía en el baño,
una resistencia dark para una mujer hermosa.
Todo cierra en este mundo incierto y absurdo. Hoy
me levanté con ganas de coger, y nada impedirá eso.
Una corpulenta mujer de piel marrón traspasa la
cortina de plástico y los colores se le quedan pegados
en el cuerpo, alrededor de ciento treinta kilos, anal-
fabeta de jabón, sucia, y eso lo demuestran sus pies,
aunque acá ya se traspasó ese umbral. La mugre es
maquillaje.
Dame una prestobarba, chanchito.
Junto a sus palabras llega olor a vomito, que nace
de los intestinos, empecé a imaginarla. Sentada al
borde de una letrina en un patio lleno de cajas de

60
vino, afeitándose la entrepierna, lamiéndose la mano
con saliva ácida, frotándose para lubricar pelos.
Arrancándose vulvas roñosas y saborearlas para
luego hervirlas en una olla, un country del infierno
con un gran incinerador, que sólo contamine las cosas
puras.
―También dame papel higiénico y algodón.
No lleva otras cosas, le ofrezco caramelos para ge-
nerar rock, negó con su cabeza llena de tierra. ―¿Qué
te pasa? Ponele onda, loca, tenés veinte años.
Mi cabeza no paraba.
Dejá, yo te ayudo a llevar todo eso.
La gorda se entregó y como pude la subí a la moto,
le guiñé el ojo a mi tía y entendió adónde iba.
¿Con quién vivís? Con mi marido, pero ahora está en el
limón, no vuelve hasta la hora de la oración.
Eso significaba el atardecer. Traspasamos una
puerta de bolsa y dejó las cosas sobre una mesa sucia.
Abrí la heladera y había medio porrón caliente, algo
tenía que tomar.
Me senté.
Vení, arrodillate y dame mucho amor, que nadie me
quiere.
Abrió esa boca y podía comer todo en un mor-
disco, se me frunció el culo de sólo pensar en eso. La
gorda la masticaba, como si fuera de goma.
Era genial, le ponía un entusiasmo tremendo, casi
no tenía que trabajar mi imaginación, le tocaba los pe-

61
zones duros para que se sintiera querida, no me per-
mitía verla arrodillada, era decadente. Su boca reba-
saba de semen y se reía, casi le salía por la nariz. Yo
hacía tanto que no cogía.
Me volví al negocio, liviano, una pluma carente de
cualquier tipo de lastre.
Ya podía volver a ser el colchón de las miserias.
Ahora se descorre el telón de tiras de plástico y un
viejo rengueando enfrenta, mira y no me reconoce,
nunca antes me había visto.
Una escena habitual.
¿Sabés que me dijo la doctora? Que mis rodillas van a
mejorar, ¿sabés lo que significa eso?
Él confía en los cinco años de vida que le quedan,
se genera esa esperanza que se construye con pala-
bras amables, ¿quién no tiene escondida una espe-
ranza en los calzoncillos?
Son viejos que se han pasado la vida agachados,
recogiendo tabaco y limón, pensando que sus rodillas
aguantarían toda la vida. Ese viejo tenía la misma es-
peranza que yo, esa que se aprieta con la mano, eno-
jado. Esas caminatas sin rumbo que promueven los
que juntan limón, un ida y vuelta miserable, donde la
vida se guarda en una canasta que vale dos centavos.
¿Sabés que vi, viejo? Dos caballos atados, uno negro y
otro blanco de alas rosas, sus dientes parecían suaves, con-
cebidos para sonreír.
El viejo me mira, extraño para ser caballo, desde su

62
dolor sabía lo que era la belleza.
Los caballos están juntos para que no se engañen, yo
creo en eso.
El viejo de repente cambió el circuito de su mirada.
Extraño tanto a mi mujer, ella me abandonó hace
tiempo, se fue con un tipo que violaba perros, sobre gustos
no hay nada escrito.
Creo en las revanchas, y en los que se levantan
temprano.
Mi espalda de centauro nunca alcanza para deter-
minar el rumbo de mi felicidad.
Nada tiene sentido.
Mi tía hace días que se queja de todo lo que puede,
se la nota molesta, hay mucho fiado en la calle y todos
los días es una odisea bajar mercadería, hay mucha
que se paga al contado. Y eso la pone odiosa con
todos, mira cualquier cosa buscando explotar. Me
habla.
Miralo a aquel cómo corta el fiambre, es más lerdo que
polvo de chancho.
Yo me río, el otro es minucioso para cortar el fiam-
bre, está a unos segundos de atraso del tiempo ideal,
pero ella no lo quiere, ve algo negativo en él, algo que
la separa. A mí me caía bien, hablábamos. Teníamos
algo en común, todos los atardeceres, yo me acercaba
con un pedazo de pan y él me hacía un superságuche
de mortadela y queso, a veces bondiola.
Tiene veinticinco años y una hija de dos, el único

63
día libre que tiene es el domingo a la tarde. Juega muy
bien al fútbol, y viene de una familia de borrachos y
ladrones, como todos nosotros.
Mi tía lo presiona demasiado, ella se cree una
monja asistencialista, un semidiós que salva vidas,
posee una vanidad idiota que no sabe que se le hizo
costra. No ayuda a nadie más que a sí misma, todo lo
hace por interés, cuesta ver eso en una persona que
uno quiere mucho.
¿Sabés qué hice? Me dijeron que un cliente de acá estaba
deprimido, fui a la casa y lo cagué a pedo. Le dije que se le-
vantara y que se dejara de joder. Porque a los depresivos les
tenés que hablar así.
Por un momento deseé que el viejo se suicidara
para que no trasciendan estas técnicas como exitosas.
A pesar de ser tan ordinaria, a mí me divierte mucho
su humor, ojalá siempre lo tuviera, su marido está sa-
liendo con la camioneta a buscar un pedido.
Desde la calle le hace señas de que no tiene nafta,
y ella le grita ante toda la clientela.
Qué sé yo. ¿Qué querés que lo mee?
A las cosas cada uno las resolvía como podía, así
es la supervivencia en la mediocridad. En momentos
con mi tía planeábamos el negocio, la whiskería.
Bambi.
Así se llamaría, tendría el mismo nombre que uno
famoso del sur de Córdoba al que le pusieron una
bomba. Alguno pensaría que es por la película, que

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entraría a ese lugar a buscar una puta y que se encon-
traría con un país diseñado para niños.
Las putas vestidas como personajes de animación.
Yo había llegado para ser su incondicional, su
mano derecha, ella quería poner todo a nombre mío
porque desconfiaba del marido. A todos los clientes
que llegaban al negocio me presentaba como el so-
brino mayor, el escritor, el que haría un libro del
lugar, les hablaba de mi inteligencia. Los otros me mi-
raban esperando que demuestre eso con algo, alguna
sentencia o truco de magia. Yo seguía embolsando
pan rallado, hundiendo mis manos en esa bolsa, to-
mando puñados y metiéndolos en una bolsita pe-
queña.
Él hará un libro del pueblo, tiene muchas ideas.
Una vieja destruida por la tristeza pensaría de qué
sirve un libro si no calma el dolor.
En la primera semana en el pueblo, ella intentó
cambiar mis hábitos.
Te vas a dejar de vestir de negro y vas a empezar a ir a
un gimnasio.
Yo estaba más flaco y en mejor forma que todos
ellos. Su indumentaria era digna de asistencias a co-
muniones todos los días y no existía en el pueblo una
persona que no bebiera, pero yo no debía. Me levan-
taría cada mañana y mataría a la persona que quisiera
imponer lo que los demás deban hacer. Malditos fra-
casados, envidiosos, malcogidos y amargados, rom-

65
pen las pelotas, hablan porque el aire es gratis, que
no se crucen en mi camino porque los voy a cagar a
trompadas. Como esos boludos que se chuparon la
vida, se quedaron sin pulmones o terminaron en una
granja, que les hinchan las pelotas a los demás para
que no hagan esas cosas delante de ellos, y lo impo-
nen como si eso fuera la vida. No se crucen conmigo,
acá tienen un enemigo. Ella seguía.
Yo quiero que conozcas una mujer, que formes una fa-
milia.
Había algo de amor en eso, su familia se descasca-
raba y pensaba que yo tendría una estadía eterna en
el pueblo. Yo de paso, como siempre. Pero valoro las
cosas que se hacen en nombre del amor. Me fui detrás
del negocio a pensar y a mear.
Todos lo hacíamos ahí, éramos primitivos al ex-
tremo. Creo que nadie cagaba o por lo menos en el
sector donde yo estaba. De fondo las montañas impo-
nentes, en lo alto, debajo un baldío lleno de yuyos ex-
traños, desclasados, decorados con plásticos y bolsas.
Ahí también prendemos fuego la basura, lo que
más me gusta, uso un tacho viejo de veinte litros y
meto cajas y papeles adentro.
Empieza un espectáculo celestial, el fuego, Fahren-
heit, el plástico que está destruyendo este medio am-
biente arde de forma peligrosa, goteando y
quemando. Perforando, agujereando, como un pe-
queño volcán, me agarro la pija mientras veo el show.

66
Sale el chorro de orina despedido hasta cualquier rin-
cón, es recto y preciso, es la libertad misma, sin pre-
siones de precisiones en inodoros, sin la preocupación
de cualquier mujer de que vas a mojar la tabla.
El amor por quemar me acompaña desde la ado-
lescencia. En una casa en que vivíamos a orillas de
una ruta, había una vieja estufa a leña, prendía el te-
levisor, y me sentaba durante horas a cortar papelitos
en tiras, era una tijera de esas que cortan en formas.
Era la noche, mi mamá trabaja de enfermera nocturna
y mi hermano dormía.
Pensaba, deliraba, me pasé la infancia haciendo
este tipo de pelotudeces, coleccionaba nombres de
canciones con palabras clave para mí. Amor. Corazón.
Cielo. Hombre. Mujer.
Nadie nace con el vómito bajo el brazo, ni empieza
a coleccionar cosas absurdas por nada, es sólo ese
deseo de querer pertenecer, de ser alguien, de tener
algo para mostrar. Después uno empieza a coleccio-
nar historias propias, pero para eso hay que beber y
vivir. Siempre tuve debilidad por los nombres, no
puedo sacármelos de la cabeza. Termino de mear y
de quemar y vuelvo al negocio. Parece que todo sigue
igual, están los compradores compulsivos de alcohol,
mis héroes.
Mi tía reposa su existencia sobre el mostrador,
juega con una lapicera azul a meterla en su boca y se
la ve pensativa, más de lo habitual, tiene la mirada

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perdida. Esos momentos no duran mucho, siempre el
cliente abre el diálogo y la meditación muere. Ahora
era un niño de ojos azules, eran pedazos de mar, la
cabellera rubia apenas los cubría, pecas delicadas.
Creo que necesitaba un paquete de azúcar, como
todos, él era demasiado hermoso para ese lugar.
La observaba a mi tía que lo trataba con cierta de-
ferencia, no era como con los demás, algo ocurría. El
nene se fue con su paquete de azúcar y los dos los ob-
servamos partir. Era raro, muy pocas veces quedába-
mos así. Babeando ante lo bello. Mi tía empezó a
hablar.
Ese niño que acabás de ver tiene diabetes, a mí me da
ternura, yo conocía a la madre, era una chica con problemas
mentales. Un día, los padres la dejaron ir al baile, debía vol-
ver a las doce, lo hizo a las tres de la mañana. Sus padres le
pegaron un cagadón durante días sin compasión, la desfi-
guraron. Su pelo rubio y su boca grande ya no eran tan lin-
dos. Ella en ese baile había conocido a un albañil y se habían
echado un polvo. Ella quedó hasta las tetas, y a los nueve
meses nació el niño que acaba de irse, el padre se borró
cuando lo vio, a lo mejor esperaba que naciera un negro. El
padre de ella al huir su marido y viendo que otra vez fraca-
saba en su vida, la agarró a cintazos después del día del
parto, le pegaba todos los días. A los cinco días de vida de
su hijo, juntó fuerzas y se ahorcó del árbol del patio. Él tiene
los ojos y la boca de la madre. El padre nunca fue en cana
y todavía sigue vivo, el nene vive con ellos.

68
Ella se llevó su vida y le dejó belleza a un manojo
de hijos de puta que no saben el alcance del abrazo,
pero por acá está lleno de estas mierdas. Viejos que la
juegan de amables, que saludan al entrar y creen que
con eso ganan respeto, viejos que señalan con sus
dedos gastados de rascarse el culo.
Y por más que en ese árbol del suicidio no crezcan
flores, que los pájaros no se detengan, ese viejo que le
arruinó la vida, que le pegó hasta que no existiera el
dolor, ese viejo paga el peor castigo, el de vivir.
Esa noche debía hacer algo, quería masticarme miles
de litros de ginebra. Para mí, la vida en ese momento
no tenía sentido. Pensaba en ese viejo de los azotes, en
buscarlo, en cortarle las pelotas y verlo desangrarse,
esos tipos que causan daño, con qué sentido siguen
ocupando espacio. Pensé en convertirme en un asesino
de hijos de puta, este es un buen lugar para empezar.
Una suerte de vengador anónimo, ya empezaba a
flashear en cómo me llamaría, en mi vestimenta, en el
método con que los mataría. Sólo delirios de un falso
católico, demasiadas hostias llevan a pensar en querer
hacer el bien, y a veces eso me traicionaba, gastaría
mis energías en matar a ese viejo; y yo seguiría vi-
viendo, que es la peor muerte que existe.
La vida.
Ahora estaba en esa mesa fea de estación de servi-
cio, el único bar abierto en la semana. Esos lugares
son tan convencionales como el capitalismo que los

69
impulsa, un televisor prendido en mute me despabiló
con un video de los ochenta. Habitábamos unas siete
u ocho mesas, todas con cerveza en su lomo. Los ha-
bitantes hablaban en términos que no entendía, siem-
pre con la extraña percepción de que en cualquier
momento se peleaban, y yo no tenía nada que perder.
Sólo bebía mi ginebra y le miraba el culo a la chica
que atendía.
Todas tienen un trajecito delicado y una forma de
apretar la caja registradora que excitaban un poco,
también la abstinencia sexual. Hay un negro de cuerpo
pequeño que se suma a mi mesa, es simpático, es de
esos negros que uno siempre ve en películas como Lo-
cademia de Policía.
Se acercó a mi mesa con su boca prominente, eso
me cerraba al escuchar que le gritaban Kolynos, la son-
risa que atrapa. Ese era su apodo. Me contaba que el
pueblo era muy aburrido, que no había nunca nada.
El mal de los pueblos, en realidad de los que ya
cumplieron un ciclo en esos lugares, es que desean
más vida nocturna. Y él miraba a su alrededor y
decía: Estos tienen menos onda que Mar del Plata. Me
secó la cabeza un rato con conversaciones absurdas
acerca de la gente del lugar, un resentimiento aggior-
nado de prejuicios, y él era parte de ellos, como yo en
ese instante. Luego lo agarré del cuello y lo eché, vino
la chica del shop con su trajecito y me pidió que me
fuera. Las otras mesas miraban de reojo, ninguno me

70
sostuvo la mirada por más de dos segundos. El aire
se cortaba con bisturí. Y salí del lugar y el aire fresco
me hizo pasar de fase, sólo quería llegar.
Volví como pude a la pieza del fondo que me cobi-
jaba, al otro día había que trabajar, en dos horas. La
resaca de ginebra trabaja despacio, uno debe moverse
como un mutante para que la cabeza no explote,
debía resistir otro día. Ese día me enteraría de que a
unos kilómetros de ahí había un pueblo de unas tres-
cientas personas llamado Mar del Plata.
Llegó la noche y el dolor de cabeza se fue junto a
la jornada laboral, o eso parecía. Era viernes. Corre
otro aire, dan ganas de salir de caravana los viernes,
es un día hermoso.
Algún tucumano generoso me dio una entrada
para conocer el boliche del pueblo, Asunción.
La oportunidad de conocer mujeres, de humede-
cer el desierto que llevo dentro.
Salí de la casa de mi tía con la ilusión de los que
hacen dedo, con una esperanza. Coger. Sorteo la en-
trada, un gordo de cubana me corta un papel rosa,
tiene cara de culo pero yo le gano. El boliche es bas-
tante cuadrado, una pista pequeña y un entrepiso
donde el que intenta poner música no lo consigue. Me
ubico en el único lugar interesante, la barra y arranco
con un vaso de litro de cerveza. Está fresco y empiezo
a rastrillar el lugar, ya soy parte de ellos, todos tienen
un vaso en la mano, todos miran la pista, mi destino,

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mi paraíso. Encima de la pista, un pequeño escenario
donde se prepara un karaoke, mientras uno se está en-
cargando de poner la peor música reciclada de la ac-
tualidad. A todos los presentes no parece importarles,
están felices, y eso se nota en el contoneo de sus pier-
nas. Yo quería ver alguna mujer que me contenga el
dolor, las ganas de no existir. El escenario empieza a
moverse, soy un voyeur, que actúa como un fletero,
cargándose de imágenes con el sólo fin de acarrearlas
quién sabe dónde.
Antes, siempre que veía alguna imagen extraordi-
naria, pensaba: Qué buena foto, cómo no tengo una má-
quina. Y ese pensamiento me desgastaba hasta
llevarme a otras situaciones, a culparme por no tener
una máquina en ese instante, y eso duraba más de
veinte segundos y cuando volvía a lo que me flashe-
aba, ya no tenía magia. Ahora exprimo con mis ojos
hasta el final, sin esa preocupación de la foto. Ade-
más, porque fracasé en cada incursión fotográfica. Mi
desilusión iba en aumento cuando las veía reveladas,
nunca se parecían a lo que había visto.
Por eso opté por escribirlas, me siento menos am-
bicioso, menos incómodo. Ahora la foto es el escena-
rio del lugar, de repente está habitado por tres chicos
de indumentaria rapera, bermudas largas de jean y go-
rras de béisbol.
Un oasis a lo que venían cultivando mis ojos, es-
pero algo del tenor de Public Enemy por lo menos,

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pero esperar conduce al fracaso. De sus bocas empe-
zaron a salir palabras melosas, frases que se escucha-
ban en las novelas de la tarde, el discurso más
peligroso de este país entraba por mis oídos. Ese vacío
intelectual que sucede a la siesta, cuando la televisión
se convierte en tierra de nadie y todos sueñan con
vidas perfectas. Si lo hacen es porque deben coger.
Ellos no durarían más de un tema, eran visitantes;
y las que siguen pintan ser un número mejor. Eran
dos chicas con un poco de fama en la zona, cantaban
folklore y eran lindas, de botas de cuero y sombrero
de cowboy exhibían una sensualidad interesante para
este caníbal deseoso de cualquier cosa. Agarraron el
micrófono como si fuera un pedazo de víscera y en-
tonaron.
Se me ha perdido el corazón, se me ha perdido un cora-
zón si alguien lo tiene, por favor, que lo devuelva. Yo lo
tenía junto a mí, pero la puerta de su amor estaba abierta,
se fue volando detrás de otra ilusión, de esas que llevan a
perder la razón. Este vacío que hay en mí hace crecer la so-
ledad y siento que me estoy muriendo. Se me ha perdido un
corazón, por eso hoy quiero brindar por los fracasos del
amor. Todo lo di sin esperar, era feliz pudiendo amar. Cómo
podré sobrevivir, sin su calor no sé vivir.
Las dos oscilaban sus piernas robustas al ritmo de
una cumbia perfecta, eran perfectamente masticables,
y eso que cantaban tan bello era un himno para tucu-
manos de domingo, los que salen a beber helados de

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la mano de su amada de ocasión, sentados en la plaza
del pueblo viendo su vida pasar con esta música en
su cabeza. De alguna forma, entendieron que la vida
es sólo eso: música, sexo y alcohol.
Para eso, hay que tener una dosis de amabilidad y
usar pantalones blancos. En mi estadía en este cemen-
terio posmoderno, siempre en la radio sonaba el
mismo tema: Gasolina. Aquí no sería la excepción; y
cuando empezó a sonar, todos salieron de sus cuevas,
que sólo eran pedazos de oscuridad, e invadieron la
pista. El contoneo del cuerpo se parecía en todos los
presentes, las mujeres moviendo sus culos gordos y
anchos, sin pensar en la sensualidad y ellos moviendo
la cabeza como si se negaran a todo. La música es ex-
traña, puedo llegar a escuchar cualquier cosa. Esa
tarde el carnicero había puesto Muchacha de abril, de
Leonardo Favio, y con la intensidad que la cantaba
parecía que él hubiera inventado la pasión.
Kolynos hace su entrada triunfal al boliche y se me
acerca con la sonrisa colgando de sus extremidades.
Negro presentame una mina, porque en vez de Kolynos
te van a decir Colgate del cagadón que te voy a meter.
Los tucumanos son lentos en caer con los chistes,
miraba asombrado, pero se va y vuelve con una chica.
Una rubia de piernas carnosas, de piel blanca y una
cola rubia de treinta centímetros que le caía hasta un
culo gigante. Tiene una voz tan fina que corta el aire
al hablar y casi se hace imposible entenderle, transpi-

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rada y con un vaso de cerveza amurado a su mano
gorda. Nos quedamos hablando de que estudiaba
abogacía a unos cien kilómetros de ahí y que estaba
festejando, mientras contoneaba ese culo amorfo. Bai-
laba y yo olía su pelo, su cuello, me agachaba hasta
ella y la olía como un vampiro. Y si me llegaba a re-
chazar, le arrancaría la cabeza, mi nariz desfilaba por
su cuello buscando algo y el aroma era perfecto.
Es Kenzo, me dijo.
Gorda, hija de puta, vas a ser la madre de mis fuckin
hijos.
Ese aroma combatía el inodoro de la casa de los
gordos donde yo me alojaba, tanto olor a roce de pelos
quemados. Bebía compulsivamente, siempre su vaso
estaba lleno igual que el mío, la cerveza era nafta en
el fuego para nosotros, era la mujer de mi vida, todos
queríamos lo mismo, meternos todo el alcohol posible
en el cuerpo y lograr la evasión total. La amiga que la
acompañaba era una eminencia en el pueblo, una
negra que tenía arena en la sangre, ese día estaba cui-
dando su hígado para beber hasta morirse al otro día.
Bailaba lentamente con unos jeans negros que no les
favorecían a sus caderas ensanchadas por el alcohol o
por la vida esa, la de la resaca continua. Estaban en un
grupo, con otra gente, la gorda se quedaba conmigo y
me bailaba en una tarima, me ofrecía la mercancía a
precio de costo, yo la miraba y bebía sabiendo que
hacía tiempo no tenía nada más para perder.

75
Con mi campera de cuero me sentía Axl Rose entre
todos los cumbieros, una que aparenta ser costosa y
que la compré robada hace un par de años, creo que
fue la mejor inversión de mi vida.
―Mi perfume es muy caro, lo uso dos veces al año.
Dice la gorda, por momentos la gente que nos ro-
deaba era parte de una escenografía que no existía.
Necesito mear la cerveza, generar más espacio para
meterme más. La agarré del cuello y la besé, la parte
superior de su labio me mojó con sudor la cara, y si-
guió bailando. Sólo quiero dejarme llevar, ingresar en
círculos nuevos, incluirme socialmente en el lugar,
tener algo más en qué pensar y lo más importante:
coger.
El camino al baño se hizo un sendero hacia la feli-
cidad y me enfrenté al placer de mear cerveza, el min-
gitorio era celeste, como si importaran los colores. Me
saqué la pija suavemente, ya sólo quedaba reventar
el cerámico con el chorro, me la miré y pensé que a lo
mejor esa noche la usaba. Me imaginé traspasándola
a esa gorda transpirada. Un placer comparable al de
comer con gula. El momento en que debe salir el cho-
rro es real, y sólo será comparable al orgasmo
―¿Quién sos vos?
―Lita de Lazzari, ¿y a vos qué mierda te importa?
El chorro no salía y este negro tenía unas ganas de
comerme el hígado, no sé por qué. Sólo me miraba
con odio, sin razón, sólo quería pelear. Me miraba

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como esos chicos que desean lo inalcanzable.
―Si no sabés qué hacer, vení a sacudírmela.
Ahí fue cuando el chabón se me tiró encima y le es-
quivé la trompada. En ese movimiento perdió el equi-
librio y pegó contra el mingitorio.
Saqué toda mi lucidez de pateador de larga distan-
cia y le reventé el pecho, vomitó hasta la etiqueta del
porrón. Los dos solos en el baño, la escena duró
menos de dos minutos. Yo peleaba con la pija afuera.
Cuando me acordé de que había ido a mear, lo em-
pecé a rociar a mi enemigo de ese instante. Se iba a
quedar durmiendo calentito, esa noche no le rompe-
ría las pelotas más a nadie. Antes de salir del baño,
me miré en el espejo, me sentía vacío, y de fondo, el
negro sangraba en el piso. Regresé a la fiesta y ella me
estaba esperando, la veía erguida, preocupada, sus
gambas gruesas listas para faenarlas. Le sacaba más
de una cabeza y eso siempre me hace llenarme de un
falso poder. Nos estamos yendo, ¿venís? Es como si me
hubiera bajado el cierre del pantalón y tomara la res-
ponsabilidad de darme más placer; y como siempre
hago en estos casos, seguí la manada. Somos varios
para su auto, uno japonés verde muy caro, como su
perfume. Su amiga quiere subir con su novio y la
gorda se enoja, quiere que vaya ella sola. Yo me aparté
de la situación y le dije que yo me iba. La gorda me
agarró la mano: No, vos no.
Esa mujer seguía premiándome con su atención,

77
demasiado para mí, quedamos tres en el auto, la
gorda y yo detrás, manejaba un amigo de ella. Un
chabón que no hablaba, sólo preguntaba adónde ir. Y
fuimos a buscar más cerveza, la gorda estaba sacada,
la pelea con su amiga la había desestabilizado. Que
me chupe bien el pingo, gritaba repetidas veces, un tono
de voz inquisidor, tétrico, no estaba en presencia de
una princesa de Disney.
No sé qué haríamos, mientras insultaba me apre-
taba la mano y cruzábamos nuestros dedos como ju-
gando a los novios. Paseábamos en ese pueblo
desterrado de la diversión. El chofer paró en una es-
quina donde subieron tres personas: dos mujeres y
un puto. Las dos mujeres vinieron detrás con nos-
otros, la noche mejoraba. Y amontonados, la gorda
encima de mí me estrangulaba los huevos. La gorda
imponía su clase social y los bardeaba a los que su-
bieron.
―Esto no es un taxi, acá van a tener que pagar, cervezas
o lo que sea. Mientras hablaba me apretaba la mano.
―Yo sé taekwondo, y vos no me toqués las tetas.
Yo sólo me la quería coger así que en un momento
me volví sordo, ella denigraba, marcaba diferencias
de clase, y en este lugar que parece un pueblo, es sólo
una ilusión óptica. Todas las casas están diseminadas
en diez kilómetros a la redonda.
Los taxis brillaban por su ausencia; y si hubiera
tampoco hay dinero. Las chicas que subieron bebían

78
en silencio, observaban el actuar de la dueña del auto,
total, llegarían a destino igual. La cerveza se acabó ca-
mino a la represa, el de adelante tenía la tarea de ba-
jarse y golpear puertas para comprar. Una señora de
una casa blanca, sin maquillaje, lo atendió a las seis
de la mañana, destapó pacientemente dos cervezas y
las metió en las botellas de plástico, nosotros amon-
tonados en el auto veíamos esa actitud. Parecía como
si vislumbráramos el final de una película.
Ese pequeño lago nos cobijaría. Todos se bajaron
y yo me quedé con la gorda en el auto. Más relajada,
intentaría masticarle los labios. Le hurgaba con mi
nariz el cuello, era blanco, como del sabor del talco.
No va a pasar nada, no te ilusiones conmigo. Yo no
puedo volver a enamorarme. Ves esa cruz ahí, ese era mi
novio, no puedo olvidarme de él. Me dejó esta carta.
Me soltó la mano por primera vez y sacó un papel
de la billetera, parecía que me lo quería leer. No sé más
quién soy, para mí ya nada tiene sentido, ojalá puedas en-
tenderlo y guardar un recuerdo feliz de mi persona, intenta
pensar que me fui de este mundo horrible que tanto daño
me hizo. Esta arma a la que nunca había tocado me demos-
tró el frío que tienen las cosas y ese frío ya lo siento en todo
lo que toco, no quiero más dolor, sé que estas balas calenta-
ran mi sangre. Te quiero.
Empezaba a hacer puchero como los adolescentes
sufridos, estaba emocionada por el alcohol y esa carta
le había puesto de punta los pezones.

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A mí eso no me conmueve, dame un beso. Puedo hacerte
muy feliz.
Le lamía el cuello y luego las lágrimas.
No me toques los rollos nene, ¿quién te dio tanta con-
fianza? Te dije que no iba a pasar nada.
Me bajé del auto y fui en busca de las otras dos
mujeres, antes casi no les había prestado atención, mi
campo de visión estaba contaminado por la gorda.
Una rubia de sobretodo negro, dieciséis años, y diez
años de prisión si me la cogía.
Me mira.
Quiero suicidarme como Alfonsina Storni.
Y empieza a caminar hacia el agua, en busca de su
redención, cada vez se complicaba más coger. ¿Qué?
¿Sos escritora o depresiva?
Los otros se habían alejado del lugar, escuchaba sus
voces. El agua le empieza a subir por el cuerpo a me-
dida que camina, pienso en la fascinación que hay en
este lugar por el suicidio, mi grado de alcohol impide
moverme, quiero actuar pero también quiero mirar,
esa película era fantástica. Pero, cuando el agua le tapó
la cabeza, tuve que hacer algo. Fui en su dirección y el
agua helada me comió las piernas. No conseguí en-
contrarla, es como si se la hubiera tragado un pez gi-
gante, demasiada oscuridad y la maldita luna no
colaboraba. Algo me agarró las piernas, temblé de te-
rror, era ella. La agarré de los pelos y la arrastré hasta
la costa, los dos odiando nuestras existencias.

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Temblábamos, y ella me insultaba por haberla res-
catado.
¿Quién mierda te pidió ayuda? ¿Quién te creés que sos,
boludo?
Yo quería domesticarla a la pendeja, cuidarla, verla
crecer como mi perra.
No me dejes sola, tengo miedo, abrazame.
La posibilidad de coger oscilaba en forma histé-
rica, ya había dejado de ser posible. Llegó su amiga
con el puto y la consolaban, me la sacaron. ¿Y vos
quién sos, zarpado?
El puto me miraba con los ojos de una madre que
le mataron el hijo.
Soy un cronista de perdedores, es la única razón por la
que estoy aquí, sólo para ver sus vidas, es como un retiro
espiritual.
Siguieron sin entender, pero qué podía decirles
acerca de quién soy, si yo lo desconozco, para qué
mentirme. Emprendimos el regreso en silencio, ya la
gorda no me agarraba de la mano, me bajaron en mi
casa y juré nunca más verlos.
Cerré los ojos y abrí la boca.
La resaca de cerveza otra vez me arruinaba la vida
y eso se terminaba con el vomito.
Mi sistema para combatir el dolor de cabeza es in-
comparable, mis dos dedos en la garganta y arrodi-
llado frente al inodoro como un falso creyente, con los
ojos cerrados para que no se escapen de los huecos.

81
Sufro cada segundo lo horrible que crece en mí, un
líquido amarillo que sólo existe en películas de mu-
tantes sale y nunca es suficiente. La cama está cerca,
pongo algo clásico, los coros de Carmina Burana, que
rocíen de agua fría mi cabeza, y empieza algo que no
puedo dominar. Intentar dormir, girar el cuerpo y
sentir deseos de seguir vomitando, eso transcurre du-
rante horas. Y cuando se va acabando ese líquido que
me duele tanto, empiezo a soñar.
Islandia, el hielo que me espera, la pureza de los
desesperados, allí tendré una cama limpia, y una niña
parecida a Björk me cuidará.
Y el dolor acabará.

82
Los
sueños
de
Dolores

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84
2

Las resacas me han llenado el cuerpo de cicatrices,


y debía volver a trabajar. Cuando entré al supermer-
cado, sentí que el mundo se había ido sin mí, había
una puesta en escena tan bien preparada, como si no
contemplaran mi existencia. Me recluí en el fondo,
puse esa olla gastada de calor a hervir un poco de
agua, una sopa de gallina me llenaría de energía para
encarar la atención al público. Era un día clave, nues-
tros clientes cobraban su semana de trabajo y venían
a realizar grandes pedidos. Mi tía no dijo nada al
verme llegar, pero leí sus ojos, ella me sostenía en lo
que yo hiciera, siempre lo hizo, siempre fue un gran
sostén en mis emprendimientos nocturnos. Y entre
cliente y cliente le contaría todo lo que me había pa-
sado, a ella mucho no le sorprendió. Le agregué a la
historia detalles graciosos para que no fuera una tra-
gedia, pero en ese instante nuestra atención debía
estar en los números, sumar y facturar. Un desfile de
miserables consumidores rodeaba mis ojos llenos de
lágrimas de alcohol. Había un clima festivo, quizás el
hecho de que haya dinero dando vueltas. El carnicero,
mientras atendía su oficina de sangre, mantenía una
parrilla con chorizos enfrente del negocio. Los vendía
al mejor postor y yo no podía meter ni aire en mi
cuerpo. Se acercó un potencial comedor de choripa-

85
nes, un tipo de campera blanca deportiva y unos za-
patos negros casi sin lugar para más tierra. Quiere
uno y alguien le responde con un chiste, el tipo se ríe
y demuestra que le faltan todos los dientes, sólo tiene
uno para abrir una lata de picadillo.
Picáselo al choripán, grité desde adentro.
Sólo se rió mi tía, ella entiende mi humor, lo cultiva
conmigo, y ese debería ser mi método, sobre todo con
las mujeres.
El carnicero siempre se hace tiempo para presumir,
es algo que le sale desde las tripas, ahora su víctima
parece ser una adolescente con cara de dolor de mue-
las, pero acá esas expresiones son naturales, no hay
demasiados motivos para movilizarse en busca de la
felicidad. Es linda, parece casada porque acarrea dos
niños de tres años más o menos, pero eso acá nunca
significa nada.
Todas las mujeres tienen hijos y están solas, los
hombres en una actitud antinatural abandonan a sus
crías, de ahí esa tendencia cómoda en busca del sui-
cidio. Esa poca voluntad de luchar, ese chorro de
semen que fecunda es sólo un grito de alegría en un
silencio eterno de muerte y tristeza.
Los tucumanos son cagones y se les nota en la cara,
tienen una expresión traicionera, de querer algo tuyo
y no saber qué, pero es como si estuvieran viendo
dónde pueden lastimarte.
El carnicero seguía ejecutando el acto más comba-

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tivo de nuestras vidas, el cortejo, un hecho artístico
bellísimo. Él es amable con sus hijos, no porque se di-
ferencie de los demás, sólo lo hace para penetrar a su
madre pagando el precio que sea, un contrato despia-
dado.
E inmerso en ese desplazamiento, salían frases ge-
niales.
Para que veas que no cambio, sigo siendo el mismo negro.
La chica sonríe mientras selecciona cebollas de un
cajón de madera sucio, casi como sus pies. Y él con el
cuchillo en la mano, como una hiena sedienta, con-
tiene toda esa pulsión, ese deseo de morderla y tra-
garla. El cortejo nos vuelve humanos y animales a
cada rato. Yo observo, con mi resaca a cuestas, pienso
en qué momento él se la podría coger, si siempre está
trabajando, quizás ese despliegue de bocadillos cursis
sólo sea una forma de contener sus deseos de ma-
tarse, como todos los que comemos esta tierra llena
de dolor.
Y a veces su voz se convierte en el ruido de la corta-
dora de carne, precisamente con las costeletas, ese hueso
genera terror. Posee el sonido de un cerdo asesino ma-
tando a la humanidad, invocando el crimen; y el carni-
cero sólo la convierte en una melodía minimalista.
La cabeza del carnicero me recuerda al caramelo
más feo de la historia, Media hora, negro y amargo al
que juré jamás probarlo y pareciera que acá todo me
lo hiciera probar, una y otra vez.

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Frazo me ataca con frases livianas, lo hace seguido,
pero creo que es parte de su ritual de hablar porque
el aire es gratis. Algo de cariño en todo eso hay. Dice
que engordaré cuando me ve comiendo, pero por
nuestra edad nos encontramos hablando de mujeres.
Coincidimos, en una cosa por lo menos.
Sobrevivir.
Lo veo a mi primo con Raquel sentada en su falda,
conmovía, ella lo veía como un príncipe y le acari-
ciaba el pelo. Mientras él desplegaba un discurso pe-
queño acerca de lo malo que es comer azúcar, ella
negaba al mismo tiempo suavemente con su cabeza.
Veo en ese acto el gran corazón que tienen los dos, y
eso es genial para su edad, soportar la miseria de los
diferentes, entenderla.
Raquel no eligió nada de lo que le tocó, sólo puede
elegir qué mirar y siempre era el cielo. Era una escena
que me relajaba de alguna manera, lo veía débil a él,
yo le había contado algunas cosas del pasado familiar
que no le cerraban. Su madre había recibido propues-
tas de sexo por dinero por parte de un buen amigo de
la familia, y yo a eso no lo soportaba. No entendía
cómo nadie cuidaba su honor.
El tiempo después me enseñaría.
Mí tía había perdido demasiado, acarreaba una do-
cena de abortos, eso traumatiza, humilla, ella se acos-
taba con alguien y quedaba embarazada. Siempre
eran distintos tipos. Hasta que lo conoció a Manuel,

88
menor que ella, y se fueron domesticando. Con los
años, él sería el infiel, los roles irían variando. Por eso
uno mira las cosas desde afuera y siempre termina
hablando de más.
Pero yo contenía a mi primo, le mostraba que era
pasado, pero había que saber quién es cada uno, de
eso se trata, así uno evita perder el tiempo, pasar
malos ratos.
Dejé de observarlo a mi primo porque un cliente
requería mis servicios. Cano, un cazador de chanchos
del monte, jabalíes.
Era uno de los pocos que pasaba a tomarse un litro
de cerveza negra, le traía su vaso y la bebía en el can-
tero sin flores. Y ahí estaba siempre convidando y ge-
nerando conversaciones, el pelo bien negro, la cara
pequeña y su mujer bien lejos, lo había abandonado.
Le preparábamos una picada de fiambre barato con
pan y él era un rey. Pasaban los trabajadores de limón
que volvían de su jornada y bebían del vaso del soli-
tario. Luego vamos con mi tío a llevarle un pedido a
la casa, vive a unos diez kilómetros, un rancho oscuro
en un pueblo negro. En la entrada de su casa hay un
pequeño altar dedicado al Gauchito Gil, luces rojas de
más de quince focos que iluminan una imagen que
protege todo lo que rodea. Adentro, una construcción
de tristes palos ayuda a secar el tabaco, puedo ver es-
queletos de chanchos, sus cueros. Hay tres perros
muy pequeños encerrados en una jaula, me sor-

89
prende, no entiendo el peligro, pero esos son los ca-
zadores, en terreno de mucho pastizal, estos se desli-
zan con mucho cuidado y atrapan el jabalí. Eso me
explica Cano en un tucumano croata, sí, algo que no
existe.
Nos fuimos con mi tío y hablábamos de mujeres, un
tema que le apasiona, son su perdición, y no tiene pro-
blemas en humillarse por conseguirlas. Tarea compleja
será la de salir a reclutar señoritas para la whiskería.
A esa mariposa hay que sacarla del radiador. Le dice a
una niña que podría ser su nieta.
Y con su hijo compite, deslealmente, como con en-
vidia encubierta, pero el otro tiene dos cosas a su
favor, es soltero y joven. Además tiene una novia her-
mosa para ese lugar, y quizás eso le moleste en vez
de enorgullecerlo, y se pone loco por pavadas, siem-
pre que terminamos de almorzar él se va a hablar o a
enviar mensajes de texto, y todos lo cuestionan.
Pura envidia de fracasados. El padre llamaba des-
pectivamente a la novia de su hijo, la Paloma.
A mí me preocupaba que la whiskería avanzaba y
no teníamos putas.
Intenté hablarlo con mi tía, la observé segura, me
dijo que no me preocupara, tranquilamente podría
parecer una soberbia de una intelectualidad que no
tenía, pero a lo mejor, sacaba un as de la manga. Yo la
veía mirar la vereda sucia llena de plásticos y cartones
sin inmutarse.

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Una luchadora que dejó su vida en la familia y en
sus hijos, a los que nunca les faltó nada.
La basura es lo que nos tapará, nadie se percata de
ese detalle aquí, no hay cestos, no hay veredas ni
orden urbano establecido, cualquiera abre un atado
de cigarrillos y todo lo que lo protege va al piso, es
como si supiera que una fuerza extraordinaria los hi-
ciera desaparecer. Es una ignorancia que crece más
rápido que las uñas, es lo que nos está consumiendo
como sociedad.
La siesta es un no lugar, eso la hace poderosa, pero
hoy no era un buen plan. En este pueblo las mujeres
salían a barrer las veredas mostrando las piernas, en-
lazando con los ojos, perras sin correa lamiendo el
aire de la libertad.
Chupafocos quiere llevarme a conocer un lugar,
agarramos la camioneta y salimos a despabilarnos, o
eso pensaba yo.
Lo pasamos a buscar al carnicero y a su hijo. Estaba
enojado porque nos habíamos demorado, hacía un
calor que el diablo dormiría con ventilador, subió de-
trás de la camioneta con dos cuchillas y una soga. Ahí
me enteré de que íbamos a carnear un chancho, mi ani-
mal preferido, el que resume mi existencia. Cruzamos
miles de calles de tierra y el sol pegaba tincazos en las
pestañas, llegamos a un lugar de pasto alto. Una tran-
quera abierta y una pequeña casa de barro al fondo de
la escena. Sale un flaco de cara rara a recibirnos.

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Cucaracha.
El carnicero resolvió mi enigma con su saludo, era
el entregador del chancho.
¿Dónde está?
Y el de cara rara señaló a unos cincuenta metros a
diez chanchos. En un bañado tomaban agua, algunos
echados. Maldita agua que en ese instante era el
mismo infierno y esos chanchos existían por algo,
¿qué hacía yo ahí? Esperaba no tener que actuar, eran
tres y estaba el hijo del carnicero que sabía más que
yo. Se respira muerte en el lugar, el carnicero impro-
visa una soga con una manguera, la ansiedad me
crece como uñas feas.
Ése es, grita mi primo.
Vos, gordo, parate allá.
Eso era para mí, yo era el único gordo. El chancho
empezó a correr, entraba y salía de unos matorrales,
pesaba ciento cincuenta kilos y tenía mejor estado que
yo. Empezó a renguear y lo encerramos, evitando que
entrara a la laguna del infierno.
Lo reventamos a piedrazos para marcarle los lími-
tes y así era más fácil de enlazar. Lo intentó enlazar
como unas cinco veces hasta que le embocó, luego lo
llevó arrastrando hasta un árbol cercano y lo ató con
un alambre de fardo. El grito del chancho era inso-
portable, ese sonido penetraba por todos lados, seco,
minimalista, rancio.
¿Y los otros cómo soportaban ese sonido?

92
El hijo del carnicero disfrutaba mucho la escena, se
reía y parecía que había pasado por miles de situacio-
nes como éstas. Mi primo me miraba y se reía de mi
parecido con el cerdo.
El cara de bicho estaba atento a los pedidos del car-
nicero que estaba atándolo, renegaba, el chancho se
resistía.
Agarrale las patas.
Ese grito era para mí, es lo más caliente que agarré
en mi vida, tenía miedo. El carnicero le pide un hacha
a la Cucaracha. El otro gesticula despacio diciendo que
no tiene, generalmente los mataba así, entonces me
pide que lo agarre fuerte, lo veo sacar una pequeña
cuchilla tipo gurka, en forma de paréntesis, parecía
medieval. Y fue a buscarlo al chancho que se movía
insoportablemente, metiéndome todo el calor en los
ojos.
El asesino lo rodeó rápidamente buscando su
punto débil, yo lo sostenía de las patas. Cuando en-
contró un espacio, metió perfectamente el cuchillo en
el corazón. Era mágico ese movimiento asesino, era
un torero excelente. Un chorro de sangre salió como
si fuera petróleo rojo, caía en esa tierra llena de bosta
de gallina, yo seguía sosteniendo su cola y observaba
la muerte. El asesino lo miraba desangrarse con sus
dientes transpirados, era esa hiena que le presumía a
las mujeres mientras elegían verduras, era el mismo
carnicero que maneja la existencia de los sin razón. Y

93
en ese instante arremetió con otro complejo cuchi-
llazo, un toque que haría un experto en bisturí. Alre-
dedor, los espectadores de la muerte vieron el final
tan esperado. Luego, empezó a llenar mis ojos una
olla gigante que hervía al lado. El cara de bicho metía
leña y eso hacía que el aire explotara en nuestra piel.
El chancho giró la cabeza muerto y el asesino le
gritó.
No sos el único, che.
Miraba la sangre en mis manos, no podía ver mis
ojeras de pus, ojos lastimados de ver la muerte, las ga-
llinas comían los restos de sangre del piso. La muerte
es impresionable cuando los que la presencian se ríen
de eso. Es algo tan poderoso quitarle a alguien la po-
sibilidad de existir.
Yo alguna vez maté y no puedo olvidarme de eso.
El carnicero tiró el chancho sobre una chapa en el
piso, empezó a sacar baldes de agua hirviendo para
bañar al cerdo muerto, pasaba el cuchillo en movi-
mientos perfectos sacando pelo, era como si a una tos-
tada le sacara la parte quemada. Un trabajo muy
agotador más cuando el sol te molesta como una
mosca en la cara.
Y hablaba mientras lo hacía.
No ves que mansito que es, Cucaracha.
Generalmente las personas que hacen estos traba-
jos tan específicos, donde por un momento necesitan
que varios lo ayuden y luego el remate es de ellos, por

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su talento y capacidad para resolverlo, eligen a un in-
terlocutor válido. En este caso, era el dueño de casa.
Yo he pasado por esas situaciones, son incómodas
cuando te eligen, pasás a ser el segundón, el que dirá
a todo que sí. Yo fui mecánico de tractores, en mi ado-
lescencia, me hablaba a cada rato mientras enroscaba
tuercas gruesas, pedía el aceite y sacaba temas com-
pulsivamente. Yo, engrasado hasta la cabeza, quería
huir de ahí.
El que limpiaba se fue relajando a medida que in-
sultaba.
Este es el peor trabajo que hay. Yo no quiero que mi hijo
haga esto, quiero que sea peluquero, no depende de nadie y
tiene plata todos los días. ¿Te acordás Cucaracha del viejo
Monchi? Ese viejo era un hijo de puta, no le podías decir
nada que te puteaba. Un día, cayó a la carnicería, le habían
arruinado la cabeza, el peluquero estaba chupado y le metió
un tijeretazo muy mal. Me mira enojado, le pregunto qué
va a llevar, yo estaba apurado ya que había cinco señoras
que esperaban, pero algo le quería decir. En eso, el carni-
cero se para y todo su brazo le cruza la cara, su trans-
piración desaparece por un instante.
¿Y qué corte es ese?
El corte pingo. Y agarró su bolsa de plástico con los bifes
y se fue, no lo vi más.
Pingo era una palabra genial, se usaba en momen-
tos claves de defensa o descalificación, también se
decía ante dos chicas tontas, estas dos tienen un pingo

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atravesado en la cabeza.
El chancho blanco estaba en la camioneta y empren-
díamos el regreso, detrás quedó Cucaracha, una de las
miles de personas que nunca más veré en mi vida.
Esa tarde quería relajarme, me invitaron a ver un
campeonato de fútbol, era una buena oportunidad
para emborracharme. Mi tía me insistía con que fuera
a conocer, siempre esa era la consigna, conocer.
Cuando le dije que bebería le cambió la cara, siem-
pre a los que me rodean les pasa eso.
Toro tinto con soda, en caja por supuesto, todos col-
gando de un alambrado y tapados en tierra, bebiendo
como si se acabara el mundo. Empezamos a relacio-
narnos con gente, estaba con Chupafocos y el Semental.
Se acerca un sordomudo que no soportaba. Él no
tenía la culpa, una noche se me puso al lado en el bo-
liche, yo intentaba conquistar a una morocha enojada
con los hombres. Y me interrumpía con manotazos
hasta que me di por vencido, y me fui. Desde esa
noche me lo tenía montado en un huevo. Ahí estaba
de nuevo, hicimos las pases y me enamoré de él. Mi
prima hervía de amor por uno de los jugadores, está-
bamos ahí sosteniendo su historia de alguna forma.
El Sordo estaba atento a una de las señas que serían
las claves de la tarde, los cuernitos. Yo lo buscaba
donde estuviera y le ponía la mano derecha como si
le dijera cornudo, y él ya sabía que debía ir por el vino.
Jugaba el Rey del Sánguche, metió dos golazos y fue

96
figura de la tarde, eso me alegraba mucho, me caía
bien con sus dos cejas como bigotes. Terminó el fútbol
y nos fuimos a la casa de las gordas, pusimos Los Re-
donditos y seguimos tomando vino. Trataba de descri-
birle con mis dedos la magia de las canciones
ricoteras, el Sordo me miraba de una manera extraña,
pero siempre terminaba sacando su lengua. En un mo-
mento de inspiración se me dio vuelta la silla, donde
daba mis discursos de arte, y me lastimé la cara.
Me pasé la mano por la cara y vi sangre. Sordo de
mierda ¿qué me hiciste?
Y no me acuerdo más. Me desperté a la madru-
gada con un hambre infernal, quería comerme las pa-
redes, en la heladera había unas albóndigas frías con
pan que fueron la perfección.
Y observé el panorama.
Todos dormían plácidamente, veo uno que no re-
conozco, el Sordo, destapado, lo tapé bien y le di un
beso en la frente.
Dormí unas horas más y me levanté primero a
abrir el negocio con mi tía. Demostraba que me había
bebido todo y estaba listo para trabajar.
El proceso de la apertura tiene su magia, se saca la
alarma y, a las ocho en punto, está el pan en la puerta.
Entro las bolsas, prendo la radio y pongo la pava para
el mate.
Algunos clientes empiezan a llegar, generalmente
las viejas.

97
Frazo cortaba carne y la metía en la heladera como
si jugara al tetris. Se sentía que algo faltaba, la fiam-
brería, él Rey del Sánguche no había venido. Entra des-
pacio su mujer, le dice a mi tía, que el marido está
enfermo que no puede ir a trabajar.
Mi tía agachó la cabeza y empezó a jugar irónica-
mente con una lapicera azul. En un momento levanto
la cabeza.
Decile que no venga más, yo borrachos no quiero acá.
La mujer agachó la cabeza y la cara se le cayó al
piso. Ahí te echaban y no te pagaban nada, los traba-
jadores tienen un rango más que animal, y sus jefes
juegan con eso. Yo corté fiambre esa mañana por él, y
pensaba, hacía estrategias. Mi tía estaba mal por lo
que había pasado, ella no lo quería, siempre decía que
su familia estaba contaminada, que eran malos, y en
eso construía el mito de que él se equivocaría. Y ese
día lo hizo.
Me lo crucé cuando salí del trabajo. Nadie me vio
de mi casa, me atendió con el ojo negro, como si le
hubieran pegado con una mano gigante.
Anoche, después de que ganamos, estábamos chupando
con los changos y pasa uno y le dice algo a mi primo, y se
ponen a pelear. Cuando le tiré una trompada le erré al piso
y me pegué la cara contra el cordón.
Podía sentir ese dolor, le decía que le pidiera dis-
culpas a mi tía, que ella era buena, que sólo se enojó
ante su ausencia. Él parecía que había decidido, en su

98
resaca, no volver más. No quería soportar más malas
actitudes de mi tía. Él decía que le exigía mucho, él
tiene una nena de tres años que le haría cambiar de
opinión.
Todo se estaba poniendo bastante heavy.
La whiskería iba lenta, muy lenta.
Debía buscar algo que hacer, esa mañana decido
irme caminando al súper, sin moto ni auto. Ver desde
otra percepción. La calle es extraña, hay dando vuel-
tas esa sensación de que todos están haciendo un trá-
mite. Crucé tres calles y pasé por enfrente de la otra
radio, la de La Perla como todos la conocían, un pasi-
llo corto, una habitación era el estudio de grabación.
No sale a atender nadie, pero se escucha la voz de
una locutora leyendo el diario. Lo saludo al operador,
un negro de cara anaranjada que era popular como
Carlitos Amor. Me indica que pase al estudio a hablar
con la dueña. Hasta ese momento no sabía qué hacer,
yo sólo quería hacer radio, algo que me apasiona.
Soy un escritor de Córdoba, quiero hacer un programa
que hable del pueblo y pasar otro tipo de música. Se va a
llamar Los sueños de Dolores, porque quiero trabajar con
la idea de que en todo pueblo hay una mujer que tiene un
sueño.
Me ofrece ir de lunes a viernes, de nueve a doce de
la noche, mejor, imposible.
La belleza se acerca despacio.
Sólo hay que estar atento, hablo con Carlitos Amor

99
que había estado escuchando la conversación y me
dice.
Escuchá, ¿te gusta éste para cortina? Oh, darling, de
The Beatles.
Yo empezaría esa noche, tenía tantas ganas de ha-
cerlo que no dudaba en nada, ese día empecé a difun-
dirlo. Entre los míos estaban felices, aparte no incidía
en mi horario de trabajo. Convoqué a mis primos de
compañeros, con ellos llevaría a cabo ese proyecto.
Los sueños de Dolores, porque en todo pueblo hay una
mujer que tiene un sueño. Carmina Burana electrónico
suena de fondo y sigue mi voz en el aire.
Soy Max Power, el superhéroe derrotado que los salvará
de la tragedia, llegó el tiempo de la belleza.
Mi osado experimento creativo había empezado y
para eso no contaba con muchos aliados. La radio
tiene esa espontaneidad que siempre me atrapó, todo
surge a cada segundo y se encuentra en el aire. Yo he
pasado por esta experiencia, era en la adolescencia en
mi pueblo, radios de discos contados, llegaba con mis
casetes marcados en el momento justo de enganchar.
Para el primer programa invité a unos compañeros
de colegio de mis primos, trabajadores del limón de
día entero y de noche estudiantes. Recorrían todos los
días seis kilómetros en bicicleta para ir a estudiar, yo
lo veía en lo cotidiano. Pero era difícil entrevistarlos,
se vestían de vergüenza, esa que da el frío. Por esos
días les escribí una obra de teatro, Mabel y los camio-

100
neros románticos. La historia transcurría en un bar en
donde volvían diez camioneros que se habían acos-
tado con la dueña. Ella estaba embarazada y se debía
encontrar al padre, al último todos terminaban can-
tando Imagine de Lennon.
Recoger limón es duro, estar agachado muchas
horas, y al cuerpo cuando se agacha tanto es compli-
cado levantarlo. Todos aquí ven eso, pero lo asumen.
Quizás alguno se pregunte si eso será para siempre,
su rutina de agacharse, su columna despedazada por
un cítrico que no vale la pena.
Helados, cocktails, pollos, jugos.
Banalidades comparadas con licuarse la columna
en una agachada eterna. Nada lo valía, pero se nece-
sita lo que sea para sobrevivir y eso era el dinero que
se ganaba.
Cuando hablaban del tema siempre recurrían al
mismo recurso, mirar sus manos arruinadas, es como
si ellas fueran el televisor que proyecta su alzar de li-
mones.
Perla me había advertido que me iría bien, y que
tuviera cuidado, que las chicas de este pueblo son
muy enamoradizas. Que incentivo docente para mi
ego.
Yo sentía que podía decir cualquier cosa que nadie
entendería, pero llegaba a deducir que saltarían los que
surgen de la media común. Ver los diferentes y para
eso había que delirar. Despiértense que el tiempo se acaba.

101
Es Martes 13.
Soñar no cuesta nada.
Lo que cuesta es levantarse.
Porque el paraíso existe, es una planta verde que da
sombra.
Soy Max Power leyendo sus epitafios.
Yo apuntaba a que el programa fuera una catarsis,
una purificación ritual de los que habitábamos el
lugar, que lo hiciéramos con el arte de combinar los
sonidos y con las palabras generadas por el alcohol
etílico. Yo sentí la libertad que me dio Perla, ella, un
icono del periodismo independiente del lugar, una
comprometida comunicadora que no se callaba nada.
Enemistada con el intendente, víctima de violencia de
la patota municipal, sólo por denunciar el manoseo
que se hace con los planes Trabajar.
Una mujer con muchos ovarios y quedaba estable-
cido en cada cosa que contaba. Tenía una niña adop-
tada de seis años, y tres hijos de sangre. El padre de
sus hijos era locutor en la radio, tenía un programa
que salía al atardecer, Comiéndote, ponía melódicos y
algo de tango, leía el diario y sobre todo aburría. Yo
llegaba cuando él terminaba, a veces quería desple-
garme un consejo.
Un buen disc jockey es él que pone lo que la gente quiere
escuchar.
Yo me resistía a los pedidos musicales que no eran
condescendientes con mis gustos, pero era lo que jus-

102
tificaba mi hecho creativo en ese momento.
Música y catarsis. La historia de mi vida.
Perla era de esas minas que se la bancaban, esa
niña adoptada no era obra de la impotencia, el padre
la violaba y ella se la sacó, y lucha por meterlo preso.
Pero esto pareciera que en este lugar es natural, la im-
punidad del violador, eso lo demuestra que estén ca-
minando en las calles. Y ella me involucra en su lucha.
Hablamos de Carlitos Amor, su programa destilaba
amor por doquier. Era un torrente de felicidad, todas
estas frases que uso para describir su programa, él las
usaba cotidianamente, a la siesta, en ese momento la
radio chorreaba grasa.
Carlitos tiene una hija de cinco años muerta, por viola-
ción, había sido violada por un tío, un hermano del padre
de Carlitos. Imaginate el daño que le hizo este enfermo que
la mató, la policía lo agarró, porque lo habían visto con la
nena.
Habla sin respirar, el aire molestaría en el curso de
la historia que relata.
Carlitos Amor, para no tener problemas familiares, no
presentó cargos. Total, su hija ya estaba muerta.
Así se manifiesta lo miserable de este lugar, ella lo
sabe y no lo tolera, es una intelectual de la costra del
lugar, sabe donde reventar el grano y eso la hace sabia
en su lucha. Y sospecha que la ignorancia no se ter-
minará nunca.
Me alejo de la radio, necesito ver mi televisor, la

103
calle, que es gratis y nunca se corta la transmisión,
veo dos viejos erguidos con sus carros, como desca-
potables, con la actitud de los que huelen la libertad,
parados y con su columna destrozada pero sin dejarse
vencer.
La luna tucumana le pone ritmo de folklore a cual-
quier cosa, y yo veo a las viejas caminar por las vere-
das, como si bailaran una zamba triste de columnas
partidas, caminan como gallinas gordas que no su-
pieron encontrar el camino del oasis.
Sigo en tareas de atención al público. Mi vida se
transformó en otra cosa, mutó, intento dar un giro, de
eso se trata la pasión.
Una de las primeras viejas cae con una bolsa de
hilo doblada, siempre saluda con tono irónico, no me
cae bien, en realidad nadie. La gente me vacía, saca
toda mi energía y sólo soy un organismo lleno de al-
cohol y toxinas.
Y esta vieja siempre intentaba romper el hielo con
algo, sólo para romper las bolas o para despistar por-
que pedía fiado. Lo mira al carnicero que le estaba de-
vorando el culo a una chica con un bebé en brazos, y
sólo agrega
Y usted no le dé de comer a los ojos.
La chica se dio vuelta, el carnicero también y la
vieja siguió hablando.
Recién vengo de la casa de mi nuera, en la casa de al
lado, un niño de quince años se pegó un escopetazo en el

104
pecho, parece que estaba triste porque la novia lo había de-
jado.
Y usted, escuche que está en la radio, no se haga el loco.
Yo tenía la mano cerrada por las dudas, el puño
bien apretado.
Todo trascurre lentamente en este proceso de en-
vejecimiento, uno solo se encarga de cortarse las uñas,
molestan en camas frías, uno se encarga de no pensar,
molesta en camas solitarias. Los otros hacen el tra-
bajo, poco a poco se van llevando tu vida posible, te
cuentan historias, percuden, llenan de miseria, no
podés zafar del olor que ya te carcomió los huesos.
Y buscás la puerta de salida, el hueco de luz, el
cielo, pero es sólo un túnel sin salida.
La casa de las gordas goza de los atributos de la
servidumbre y pareciera que es imposible el mínimo
orden, hay dos mujeres encargadas de la tarea, la casa
es muy grande.
Posee tres habitaciones y dos salas de estar muy
grandes. Todos los gordos de la casa tenemos nuestra
ropa mezclada, ellas la acomodan a su criterio, ni si-
quiera deduciendo de quién es cada cosa, sólo las
cuestiones de genero. Bombacha y corpiño.
Ella siempre está limpiando, pero el agujero del
bidet siempre está lleno de bosta, algunos indicios de
los que habitan el lugar.
Una de las dos empezó a quedarse a almorzar y a
ser una testigo directa de la puesta en escena del me-

105
diodía. Ella es la especialista en grasa de comadreja
que alguna vez fuimos a buscar. Los que comen en
una mesa que no les pertenece, empiezan a realizar
algunas maniobras, como si intentarán despistar la
atención de los demás, que nadie note su presencia.
Pero esta es una mesa de una familia que se ha criado
con gente extraña en la mesa, así que todos con el
mismo objetivo, comer hasta reventar, total, después
se caga.
La esencia de los animales. Ella come mucho y en
silencio, es como si fuera un rumiante, una máquina
de acumular. A mi me da mucho asco verla masticar,
querría arrancarle la cabeza de una trompada, me ge-
nera odio esa forma de comer. Pero pensaba en que
comería así para ella no cenar y darle su porción a la
pila de hijos que tiene. Sería una bruja perfecta, con
dientes quebrados y el pelo sucio. Ella presenciaba in-
timidades familiares sólo masticando.
Comíamos puchero, es una comida tan rica como
complicada, a mi me encanta el ritual de hacer el
puré, agregar la carne y luego la mayonesa. Y cuando
está todo listo, empezar a comer, ello lleva su tiempo
pero para mí es clave y es la comida por excelencia en
un día de lluvia.
La miro a la bruja como masticaba y le pregunto:
¿Usted va a repetir puchero? Levanta su cabeza sorpren-
dida y asiente que sí dos veces. Entonces diga conmigo:
pu-che-ro.

106
Todos se reían de eso, pero quién puede jactarse
de que puede evitar esas situaciones, uno cuando en-
vejece se va dando cuenta de eso, de las enseñanzas
en torno a las humillaciones, eso es lo que cuenta.
El televisor a veces dejaba segundos de silencio y
el sonido minimalista de las masticadas copaba todo,
lo visible y lo invisible, no había otra realidad que esa,
comer.
Surgía la palabra clave de este último tiempo en
las comidas familiares, dieta, se babeaban cuando la
pronunciaban, pero nunca la ejecutaban, sólo sacaban
turnos para entrar a despojarse de todo los que les so-
braba al baño.
Luego la siesta, la máquina de generar estupidez,
ya sea durmiendo o viendo TV.
En los pueblos la siesta es algo nocivo, se cultiva
la falta de entretenimiento, por eso crecen los que en-
gañan, el sexo y la infidelidad son los ingredientes
perfectos para la siesta.
No sé por qué todo esto me hizo acordar a mi
madre.
Ella está cuidando mis cosas en otro lugar. Yo le
fallé y abrió sus brazos para curarme, siempre lo hace,
es su alma de enfermera o de artista. Cuando era más
pequeño, ella tenía un par de amigas que venían a
tomar mates y a desmembrar su cotidianeidad.
Eran mujeres comunes, muy, de tonalidades grises,
perdedoras, con intensos problemas domésticos, ni

107
siquiera vinculados al existencialismo. Pero me con-
movía verlas hablar, algunas con brotes sicóticos,
otras viudas, pero el objetivo era siempre el mismo:
la catarsis.
Muchas de ellas colaboraban en la tarea de cuidar-
nos de noche, mi madre era enfermera nocturna y mi
papá, mozo.
Desde que yo tengo uso de razón fue así. Era una
época pintoresca de alguna manera, éramos carentes
de muchas cosas pero felices, o eso es lo que parecía.
Por esos días mi tía empezaba a salir con su actual pa-
reja, y toda la familia estaba en contra, así que ella se
fue de la casa y vino a vivir con nosotros. Él llegaba a
verla y nos hacía luchar a los tres hermanos, nos
ponía apodos, para nosotros era un ídolo. A mí her-
mano menor le decía Pulguita Joe y eso para nosotros
era una genialidad.
Una casa con una cocina, baño y una pieza para
los cinco, en ese momento seis con mi tía. Era al final
de un baldío, a metros de la ruta, no teníamos dema-
siado, una pila de música compuesta por casetes de
estaciones de servicio que traía diariamente mi padre,
y revistas. Él trabaja en la ruta con una patrulla arre-
glando los caminos, y siempre venía con golosinas,
revistas.
Nunca nos dejó faltar esos detalles. Y creo que sin
querer nos formó musicalmente.
Caravelli. Frank Pourcell. Gigliola Cinquetti.

108
Por esos días gozaba de la hepatitis, quince días
encerrado con una polera marrón, prenda que me
avergonzaba mucho, y un día quería planteárselo a
mi madre, ella entendería la repulsión que me cau-
saba ese color. Ya las eternas siestas estaban afectán-
dome y necesitaba revelarme, ella descansaba, la veía
dormir tan intensamente, había trabajado toda la
noche acompañando moribundos y yo ahí intentando
molestarla. Pero cuando uno es chico no se percata de
ese tipo de detalles, yo sólo quería decirle lo que me
pasaba con el color marrón. La llamo despacio, no re-
acciona, luego le acaricio el pelo y las manos, no se
movía, era un cuerpo inmutable, a medida que avan-
zaban mis recursos para despertarla crecía mi deses-
peración. No reaccionaba, y pensé que se había
muerto. Sentía el vacío en el cuerpo, empecé a sentir
la soledad de los sin madre, y ella respiraba, después
me percaté de ese detalle, mis hermanos no estaban
y mi papá tampoco. Los dos solos luchando por la
existencia, justo viene una de sus amigas, una de esas
perdedoras que traían galletitas dulces para el mate.
Y tienen la capacidad de resolver esas situaciones
como si hubieran nacido para eso. Me hace una me-
rienda, y me dice que tenga paciencia que mi madre
despertará pronto, que sólo ingirió unas pastillas para
dormir. Ella trabajaba tanto, yo sentía que su cuerpo
había dicho basta. Pero el tiempo siempre recom-
pensa el dolor. Mi papá acompañaba de alguna ma-

109
nera, tenía dos trabajos. Vialidad Nacional y mozo de
noche. Pero creo que él compensaba siempre desde lo
material, esa era su forma de acariciar, y siempre fue
un tipo de manos suaves.
Todo parece relacionarse por esos días en mi vida,
es como si mi memoria se hubiera segmentado, gran
parte se encuentra en esa época. A los días operan a
mi madre de las cuerdas vocales. Ella no era una can-
tante lírica, sólo gritaba mucho. Y verla después en si-
lencio era como un espejismo: estática, con un
anotador y un bolígrafo en sus manos. Pero no por
esa razón dejaba de llevarnos a un cine desaparecido
en Canals, el Cine Roma, ahí veíamos todas las pelícu-
las que no tenían nada que ver con nuestras vidas.
Pero este almuerzo me hacía acordar a algo, esa
forma de masticar de los que piensan en el hambre
que vendrá, Elsa, una de sus amigas. Una vieja que
era incondicional con ella, pero a nosotros nos caía
muy mal, era su expresión en la cara, su ojo blanco.
Nos cuidaba de noche y nos hablaba de mala forma,
quizás era culpa nuestra, como siempre. Lo que me
molestaba más era cuando pasaba a la hora de la
cena, mi mamá hacía unos guisos espectaculares, ca-
lentaban el cuerpo en invierno, con arroz y pedacitos
de carne, una belleza. Y ella pasaba justo cuando el
humo del guiso debutaba en la mesa, y le pregunta-
ban si deseaba, ella sólo decía, un poquito nomás, sólo
para probar. Y terminaba lamiendo los platos, pero

110
¿quién puede cuestionar al que tiene hambre? Uno
evoluciona y ese tipo de cosas son sólo histeria del pa-
sado. Pero esa vieja pagaba un precio grande, quizás
esa actitud la hacía resistir, tenía un hijo ciego y un
nieto asesino. Yo la veía erguida con sus sandalias y
sus medias de toalla blancas, esa vieja sabía lo que era
resistir.
Yo, el traductor de la realidad en un pueblo suicida de
Tucumán.
En el negocio en tiempos muertos, esos que se de-
finen por la ausencia de clientes, nos sentamos en el
cantero sin flores, una práctica habitual. Mientras es-
peramos a los que vienen a consumir. Siempre hace-
mos un rastrillaje visual de lo que rodea, las
montañas son el cielo y nos quedamos con él racimo
de casas que creemos conocer de memoria, sólo va-
rían las manchas de humedad y la mugre.
Raquel juega con su perro, Guardiancito, y su her-
manita de los ojos grandes. Las dos nos saludan
desde lejos, parecen felices, lo corren al perro en cír-
culos. Raquel acompaña los movimientos con su jo-
roba, como puede.
Ríe, y en eso el mundo es hermoso para ella y nos-
otros.
Chupafocos prende un pucho melancólico. Unos
días antes de mi llegada le sucedió algo complicado,
nadie hablaba del tema para que no le afectara, pero
conmigo crecía en confianza.

111
Y empezó a reventar ese grano que le causaba
tanto dolor.
Sabés gordo, te voy a contar algo que me lastima hace
tiempo, es algo que me afectó tanto que me hizo cambiar el
punto de vista de algunas cosas. Quizás vos te habrás en-
terado de lo que pasó, pero yo te mostraré mi versión.
Me sentía dispuesto a mirar una película, a disfru-
tar de ese momento en que alguien se libera, en que
confía en que desahogarse purifica.
Acá venía una mujer de voz ronca, de estatura alta y
muy amable, teníamos una relación como con todas las vie-
jas de acá, de hacernos chistes. Ella empezó a dejar de venir,
no la veía bien, por el pueblo se rumoreaba que el marido la
engañaba con otra vieja, un poco más joven. Ese día del que
intento hablarte, ella decidió los pasos a seguir, en su casa
dejó dos copas llenas de ananá fizz, su bebida preferida. En
esa mesa junto a la botella había fotos de la familia, de viajes
a Carlos Paz. Su marido y sus hijos sonriendo felices. Pasó
por la estación de servicio y compró cinco litros de nafta,
ella no tenía auto. Sabía que su marido estaba encamado
con la otra mujer y pasó por el frente de la casa y gritó: Te
amo. Lo hizo varias veces con su voz ronca, gastada. Luego
se dirigió a una cancha de fútbol que está cerca del cemen-
terio. A dos cuadras. Bebió la nafta como si fuera su ración
de ananá, luego se bañó con los otros tres litros. El fuego
empezaría a hacer su trabajo, desaparecerla. Yo estaba en la
moto llevando una garrafa a una vieja de la zona, escucho
los gritos, era esa voz que me resultaba familiar y llegué

112
hasta la cancha y la vi quemándose. No sabés gordo lo que
fue eso, es lo más grosso que me pasó en mi vida. Yo era el
primero en llegar, veía las tetas quemarse y un pedazo de
labio pintado, ya se estaba volviendo irreconocible, con eso
deduje que era una mujer, que era la de la voz ronca. Su
cuerpo se abría como un cactus partido de un hachazo. Me
desnudé y le puse toda mi ropa encima para apagarla, pero
era tarde. Creo que nunca sacaré esas imágenes de mi ca-
beza, debe ser parecido a lo que sienten los que vuelven de
la guerra. Es raro contártelo, me siento más vacío, vos me
generás confianza. Y esto siguió, uno de sus hijos fue a bus-
car a su padre para matarlo, lo frenaron a tiempo. Después,
lo veía llorar desesperado rasguñando el cajón de su madre,
entre alaridos decía: “Cómo no me pediste la pistola y hu-
bieras muerto sin sufrir”.
Como uno se arremanga las piernas y sigue cami-
nando, como enfrentar lo que se viene, si pareciera que
lo más denso de la vida te lo chupaste de un sólo trago.
Chupafocos no estaba bien con su novia, después de
la historia de recién, siguió desahogándose con total
naturalidad. Su novia estudia Derecho en Catamarca, a
unos doscientos kilómetros de donde vivíamos. Le
había enviado una carta que lo tenía lleno de dudas,
me la ofrece para que la lea y pueda colaborar en ayu-
darle a entender qué pasaba.
“Desde que estamos juntos jamás pensé que te iba a es-
cribir una carta de este tipo... No es mi intención lasti-
marte; vos sabés cuanto te amo... Necesito que me entiendas

113
y para que lo hagas te voy a contar una historia: se trata de
una nenita que sufrió mucho, los recuerdos que tiene de chi-
quita son todos feos... Si pudiera sacarlos como si fuera un
casete seguro que lo haría... Ella sabe que le podrían haber
pasado cosas peores, en ese sentido Dios fue bueno con
ella... Pero lo que vale es que al fin y al cabo le destrozaron
la mitad del corazón. A veces se enojaba mucho con Dios,
pero se le pasaba. Cuando llegaba la noche rezaba para que
sus días oscuros terminaran, le decía enojada a Dios que si
la felicidad existía, que se lo demostrara. Pasó el tiempo...
Fue creciendo y cada día tenía menos fuerzas y menos
ganas de vivir... Un día se levantó decidida a no esperar
más... Tomó unas pastillas para no despertarse más en este
mundo tan negro y con gente tan mala. Por lo visto Dios
no quiso llevársela, así que tuvo que seguir soportando...
Después de varios años conoció a un chico que le mostraría
el mundo de otra manera. Al fin Dios se apiadó de ella y la
dejó reír y soñar. Conoció el AMOR. Él era su razón de ser,
por lo que cada día se despertaba con ganas de vivir... Pero
como todo lo que Dios le daba y luego le quitaba, esto no
era la excepción. Un día todo comenzó a cambiar, ella volvió
a sentir ese sentimiento tan negro e insoportable que era el
odio, el rencor a todos y a cada una de las personas que la
rodeaban. Ahora sí le terminaran de destrozar la mitad de
su corazón... ya no tiene nada; pero tampoco quiere tener
nada... Ahora es una sombra que anda por la vida sin saber
para qué existe... Todo lo que escribí es lo que siento... No
quiero estar con vos, no porque quiera castigarte, sino para

114
no dejar que me sigas lastimando. Ya entendí que todo lo
que soñamos juntos fueron todas mentiras, y no van a ser
jamás de verdad... Yo entendí que no te importo perderme
y que yo no soy tu verdadero amor, al que sí vas a hacer
feliz. Seguí tu vida sin mí, estudiá y sé feliz. No te cruces
en mi vida porque yo me quiero olvidar de todo lo malo que
me hiciste. Siempre te voy a amar, pero jamás te voy a per-
donar que me hayas destrozado todo adentro, sacándome
para siempre todas las ilusiones de poder algún día ser feliz.
Chau”.
Me mira con cara triste, lo contengo diciéndole que
ella está muy enamorada de él, que no dude de eso,
solamente que debe haber algo más dando vueltas.
Sí, lo que pasa es que yo la engañé un par de veces, y el
otro día me vieron con una ex mía y le contaron. Y se puso
loca y me mandó esta carta.
Pero la carta tenía otros mensajes.
Gordo, te pido un favor, no le vas a contar a nadie de
esto porqué te arranco la cabeza.
Le guiñé el ojo e hice gancho con la pija.
Ella tiene una historia muy jodida, pequeña se había
quedado sola en la casa, sus padres habían salido a trabajar,
cayó uno de sus tíos, un hermano del padre, la quiso violar
ofreciéndole dulces. Violentamente quería manosearla, todo
era muy extraño para sus diez años. La cuestión es que salió
corriendo, lo hizo por tres kilómetros hasta que encontró a
alguien. Volvieron por sus padres, ellos nunca le creyeron
y el tío seguía yendo a verla, intentando lo mismo. La úl-

115
tima vez que estuvo ella, fuimos a pagar unos impuestos a
la municipalidad, esperábamos en la cola y entra el tío vio-
lador, yo no lo conocía ni sabía la historia. Ella empezó a
orinarse encima, después de ese momento me contó todo.
Pero ese hijo de puta murió ayer. Y ella ahora podrá libe-
rarse de eso.
Tarde densa de confesiones, le pedí a mi primo que
se relajara y me consiguiera una chica para procrear
y un ex combatiente para entrevistar en la radio.
Con música cicatrizaremos las heridas, es la única
manera de enfrentar lo que sea.
Radio. Los sueños de Dolores.
Editorial.
Y si por un segundo nos alejáramos de esa violencia que
se mete en las uñas, de esa promiscuidad que crece como
sarro en nuestras pieles, seguiré traduciendo en que nos
convertimos, lo sé, en miserables sin código, en violadores
de niños, ¿qué nos excita tanto?
Nuestro invitado ex combatiente fue puntual, mi-
raba sorprendido lo que decía, trabajaba en una ga-
nadera, comerciaba con carne. Ya había fallado una
vez, pero ahí estaba, con su etiqueta de Philip Morris
dispuesto a contarme su vida. Esos cigarrillos pren-
didos marcaban el ritmo de la entrevista, entre las
preguntas metía rock inglés y bebíamos cerveza
negra. Él se fue de pequeño del pueblo a inscribirse
en la Marina, un sueño común por esos días, según
sus palabras. El humo salía junto a su voz, era sincro-

116
nizado. De repente, nos encontramos lejos de ahí, en
el mar, encima del General Irízar, y su pose de tipo
común se revestía de otro brillo. Ese tipo conocía el
mar y eso lo distinguía entre todos los que habitába-
mos ese pueblo.
Y a ese tipo lo cuestionaban porque tenía una pen-
sión de ex combatiente de setecientos mangos por no
hacer nada. La falta de reconocimiento en este país es
difícil de digerir, ese tipo era más reconocido por ser
engañado por su mujer, que por su lucha. Ese soldado
había descendido del General Belgrano a Malvinas, lo
que había visto ese tipo. ¿Por qué no aprovechar su
sabiduría de resistencia? Es mejor apartar, es más có-
modo discriminar, señalar, así se construye el dis-
curso intelectual, los que deben hablar son cagones,
tienen miedo a que les rayen el auto, ni siquiera a que
les rayen la nariz, porque siempre van a tomar cual-
quier cosa. Este tipo que vive en un pueblo de mierda,
de analfabetos, de suicidas, que sólo se atreven a pro-
testar contra sus mujeres, estuvo en la ESMA, pero de
eso sí, dijo que no sabía nada. Qué él estuvo seis
meses y no vio nada.
¿Tengo cara de pelotudo, yo? ¿O vos sos pelotudo?
Mirá si en seis meses no vas a ver nada, ¿sos ciego?
No le alcanzaba la boca para meterse cigarrillos.
Quería fumar con el culo, sólo ocupar tiempo, para
dispersar la atención que lo incriminaba. Le agradecí
su presencia y lo comprometí a que volviera, ya era

117
hora de cerrar y tampoco cambiaría nada desde ahí,
en ese instante.
Hay que seguir hurgando la nariz del pasado, le digo a
Perla, ella llega a las doce en punto a cerrar transmi-
sión.
Apaga la computadora y dice: Buenas noches pueblo,
mañana más opinión y música, felices sueños.
Agarro mi bolso verde, incondicional en ese mo-
mento con toda mi música, un par de libros y muchos
papeles. Cuando cruzo el umbral de la puerta me
acuerdo de algo, me habían armado una cita mis pri-
mos. Una chica de una farmacia, que tenía una tre-
menda camioneta 4x4, con mucho dinero, me llevaría
a conocer el mundo. Crucé esa puerta pensando que
mi vida daría un giro arrollador. En realidad es mi
forma de construir manifiestos de felicidad a cada
instante. Me cogería lo que sea, y esto que me espe-
raba era lo que sea. Estaba sentada en unos de los can-
teros a la salida de la radio, una bicicleta negra de
cartero la acompañaba, sus jeans estaban tan ajusta-
dos que seguramente premiarían eternamente al que
realizó las costuras. Con la camioneta era todo dis-
tinto. Ella hablaba mucho, y estupideces de mediocri-
dad. Caminamos una cuadra y nos sentamos enfrente
de su farmacia, veíamos la plaza y las cuadras princi-
pales del pueblo.
Mirá como empiezan los curiosos, empiezan a rondar
las moscas. Este pueblo es una mierda, los hombres tienen

118
un cereal atravesado en la cabeza.
Estaba enojada con la humanidad, por lo que le
tocó en suerte, la estafaron, la hicieron fea, la abando-
naron en un pueblo de mierda, la embarazaron y la
dejaron sola. La gorda me aburría tanto, trataba de
verle alguna parte interesante para cogérmela, sus
conversaciones eran tediosas, su vida rosa llena de
bosta de vaca.
Yo soy un poco rara, me gusta mirar la luna, me gusta
ir a mirar el atardecer con un vino.
Esa noche, la luna era una rodaja de limón per-
fecta, explotaba en la oscuridad. La gorda no había
levantado la vista del piso, era una estafadora de ra-
reza, me quería conquistar con pose cursi.
Mira, vos disfrutame mientras yo te dé bola, vos se-
guime, mis días se vienen complicados y por ahora la única
mujer que es prioridad en mi vida, es mi tía. No quiero
atarme a nada, excepto a una fisioterapeuta islandesa que
me llame por mi nombre. Pero podés pasarla bien y después
contarles a tus padres.
La gorda asintió con la cabeza, llevaba la bicicleta
a su lado como un caballo extraño, de pose quijotesca.
Buscó besarme y le di una palmada en la espalda
como se saluda a los amigos. Si la besaba, hubiera vo-
mitado un ex combatiente. Pero quedamos en vernos
al otro día y salir a hacer algo. Volví pateando las ca-
lles de ese pueblo que no era mío, por el medio de la
calle, con el frío en las piernas, con mis libros, lle-

119
gando, abriendo la heladera, metiéndome un pedazo
de carne en la boca y prender la TV, ver quién está le-
vantado, hablar del programa, cagar, prender la
radio, hacerme una paja pensando en diosas de cine,
y dormir. Quedaban pocas horas de descanso. Menos
de seis. Y cada vez irían disminuyendo más, pero era
el precio que debía pagar para lograr vencer al mons-
truo que me atormenta, el que me limita.
Cada noche era lo mismo, pensaba en la colorada,
mi gran amor, la que no me quería.
Nunca quería resignarme a la idea de perderla. Y
se me construía en secuencias, nuestros planes, nos
unía el humor ácido y el extremo. Ella se cría entre
discapacidades, no sé si lo elige, es lo que le toca,
pienso en su trago de vino blanco de todos los días y
en mi promesa de cuidarla. Ella estaba segura de mi
sentencia, yo le daría el último trago.
Sí pudiera hacer algo para recuperarla lo haría, acá
me estaba hundiendo en esta cloaca sin sentido, lejos
de su aroma.
Es tremendo estar vivo, a dos cuadras de la luna.
El sol me pegaba en un ojo y era el despertador,
café amargo que limpie las tripas y un pedazo de pan
caliente, y a trabajar. Ese día pensé en ir caminando,
despacio, sólo para intentar ver mejor. Hay un re-
vuelo especial en el centro, la gente camina extraña,
como si la ropa les pesara más de lo habitual, las ex-
presiones en sus caras es de dolor, era aterrador ver

120
ese rostro de lamento, estaba pasando una ráfaga de
tristeza en ese pueblo en ese momento y nos destrui-
ría a todos. Sigo avanzando y la plaza adquiere for-
mas diferentes.
Hay una banda de rock que piensa hacer un recital
a las nueve de la mañana frente a la iglesia. Me acerco
discretamente a observar la escena, eran tres pibes
con remeras negras de Ataque 77, me ubico en uno de
los bancos de la plaza, en la iglesia entra mucha gente,
el escenario apunta hacia allá, pienso que puede ser
un acto de protesta contra la iglesia.
Se pone interesante, ellos empiezan con Espadas y
serpientes, un clásico del grupo, y suenan tan fuerte,
tan hermosamente fuerte. Es un oasis para mí ese
lugar, es un registro musical infernal. Los observo llo-
rar mientras tocan, sus ojos chorrean, casi ya no pue-
den mantener el instrumento por el llanto. Se acerca
una señora y abraza a uno de los chicos, el otro se cae
de rodillas con la guitarra pegando contra el piso, el
cantante llora mientras sigue intentando rimar.
El dolor aumenta y el espectáculo musical dismi-
nuye y se convierte en otra cosa. En ese instante sale
mucha gente de la iglesia, ellos se ponen de pie y em-
piezan a tocar nuevamente la canción, sincronizados,
alucinantes, la caravana de acompañantes llevaban el
ataúd por la calle principal del pueblo.
Alejándose de la banda, Dónde era la cocina, nom-
bre que adquirió el grupo porque ensayaban en la co-

121
cina de la casa del muerto. Se había suicidado la
noche anterior, en el momento en que yo hablaba de
la luna con la gorda. Este pibe se suicidaba con un es-
copetazo en los huevos, dejándose desangrar. El mo-
tivo, según sus amigos, es cuando le diagnosticaron
cáncer de garganta y le prohibieron cantar, le mutila-
ron su sueño.
Ese día, el camino al trabajo estaba lleno de tris-
teza, más de la habitual, si hasta se podía cargar en
un camión y sacarla de ahí.
Llego y el carnicero está peleando con la calcula-
dora. Se compró un centro musical que vale más que
su vida y las cuotas lo están estrangulando. Y suma,
resta y es como si ese aparato inteligente tuviera la
culpa de su realidad. El vive en un barrio que está a
dos cuadras de la ruta, Librillo.
Todos los domingos, su día libre en el trabajo, él
saca una mesa que pone en la calle, su flamante centro
musical impagable pasa a ser la voz del barrio, no por
el poder de su discurso, sino por el sonido, algo que
revienta la barrera del sonido. Los vecinos se quejan
pero él goza de la impunidad que le dan sus puños.
Frazo, en homenaje a Joe Frazer. Y su repertorio es
variado, folklore, cumbia, tango, y su voz invitando
a beber a cuanta persona pasara. Los cajones de cer-
veza varían como las necrológicas de los diarios, y su
voz no se cansa de gritarle carnero a cuanto hombre.
Es el mote de bautismo a los flamantes víctimas de

122
infidelidades. Hay tantas formas de discutir el origen
de los piquetes, este genera un precedente. Hay que
ver hasta cuando duraría este exceso de popularidad,
llegaría el día en que alguien le rompa el equipo, y
con el silencio se consagre monarca del barrio, con la
cabeza del carnicero en la mesa de luz.
Es viernes y ese día siempre tiene un matiz para la
joda especial. Me preguntaban qué haría, estaba can-
sado, en realidad quería dormir, comer bien y to-
marme un vino, y acostarme, estirar las piernas, poner
la mente en blanco, desenchufarme, descansar. Ya mi
cuerpo se estaba cargando de una energía corrosiva.
Golpean la puerta y tocan timbre: Iván te buscan.
Esa voz me recorrió el cuerpo hasta agarrarme los
pelos del culo y tirármelos violentamente.
¿Dónde está mi hermosa colorada cuando la necesito?
Era la gorda que había quedado en salir conmigo,
yo me había olvidado, tenía puesto un saco negro de
unos cincuenta años, una blusa roja tipo gitana, con
los labios pintados por un decorador de tortas. Cal-
zaba un par de botas que le ensanchaban aún más sus
piernas de domador de búfalos. Era extravagante, mi-
raba las estrellas, a mí me las haría ver. No podía salir
con una persona que me hacía acordar a mi abuela,
mientras mis primos me insistían que me bañe para
salir con ella, me llevaría a conocer algo. Yo me hacía
el boludo, sólo quería irme a descansar, pero me que-
daba un poco de aliento, me enfrenté a la ducha, caía

123
helada, todos los otros gordos se habían gastado el
agua caliente del calefón medieval que teníamos, esa
agua estaba helada pero no alcanzaba para elimi-
narme del mundo en ese momento. Trato de buscar
el lado positivo, afuera estaría la súper camioneta de
la gorda e iríamos a atropellar ciervos y a beber cham-
pagne.
Salí mientras todos se reían en esa casa, y no era
de felicidad de verme en pareja.
Salí a la vereda y la camioneta no estaba. La gorda
pidió prestado un Fiat 147, era la descripción perfecta
de la claustrofobia.
Había que meternos con un calzador, seguía de-
jándome llevar, la gorda agita que tomemos algo,
compremos un vino, no alcanzo a terminar de decirlo e
interrumpe, a esta hora está todo cerrado chico, me paró
en seco. ¿Para qué mierda me preguntás?, pensé, porque
si se lo decía la iba a cagar a trompadas y me meterían
en cana.
Yo tengo un vino en la farmacia, si querés vamos para allá.
Me miraba con respeto, veía mis ojos
Gorda hija de puta, tenías todo planeado.
Y así encaminamos ese auto pequeño hasta su gua-
rida, de alguna manera me salvaba de sentarme en un
lugar público con ella y resignar la posibilidad de en-
gancharme la más linda del pueblo. Entramos a la far-
macia, tenía una pequeña cocina en el fondo, una
lamparita de luz blanca me arrancaba los ojos, no

124
había nada que me inspirara. Sólo el faso que no es-
taba. Prendo la radio y sólo sale lacra latina llena de
miel, trae el vino, un syrah, y es la alternativa más
Grossa que existe en ese instante para evadirse.
No hay con qué abrirlo.
A ver, dame ese Tramontina, dale, mové el culo.
Si no podía abrirlo con el cuchillo era capaz de ha-
cerlo con una jeringa descartable. Ese vino había que
beberlo. Le hice un trago que me hizo lagrimear, la
gorda me enfrentaba intentando generar conversacio-
nes. Me presumía con sus extravagancias, mientras
me decía que hacía tres años que no tenía sexo. No le
creía y se enojaba, le empecé a manosear sus piernas
gordas, tratar de encontrar en mí esa cosa animal, ese
deseo de penetrar, ese ritual de comerse, olerse, vaciar
mi conducto seminal, mientras ella seguía presu-
miendo como si fuera una modelito.
Pero de alguna manera se aproximaba ese acto
único e irrepetible, el primer beso, mientras ella bro-
meaba del tamaño de sus piernas subestimando la
magia del aire. Me agarraba las manos, decía que le
gustaban, eran limpias y suaves. La agarré del cuello
y la besé suavemente, era lamer un payaso gordo,
masticar lápiz labial en el fondo de una farmacia. Ese
olor a medicamento, a hospital, hasta se llega a sentir
la bosta de los bebés. Había que resolver el tema de
desnudarla, besarla, ya los dos sabíamos que íbamos
a coger, pero todo era incómodo, en una silla de plás-

125
tico de heladería y casi arrodillado.
Cada movimiento mío estaba acompañado de un
trago de vino, nos besamos nuevamente, es tosca y
tiene unos ojos horribles, son dos caramelos negros.
Mientras intento generar un clima, me mira y me
dice: Se me viene la pis, no aguanto más.
Se estaba meando y no colaboraba en nada.
También meas, sos completa vos, andá al baño y después
desnudate y quedate en la pieza.
Esa meada para mí representaba el peor de los he-
dores, de ese perfume barato que usan los que traba-
jan en cementerios. El vino iba por la mitad y la
oscuridad ayudará con el resto. Voy a la pieza y le
grito que apague la luz, prefería tantearla, que verla.
Era una cama de plaza y media, mi vaso en la pe-
numbra, era un ciego dispuesto a coger. Empecé a
agarrar carne flácida por doquier y me besaba en
forma brusca. Desnudarla era como sacarle la lona a
un camión, descascarar un huevo duro de dos metros
de alto. Mi pedazo de carne se tornó duro y se lo puse
en la mano. Me sentía raro, como si tuviera dema-
siada ropa, en el apuro por vestirme me había puesto
un pantalón corto encima del calzoncillo.
Metétela en la boca, así dejas de hablar al pedo un rato.
Mi tono no era agresivo, sólo tenía el ánimo de
descomprimir. Ella lamía su helado de carne en barra
y era su vida, no era buena en eso, pero le ponía des-
esperación. Insiste en metérsela, en seco, sin forro, y

126
empiezo a bombear domando, luego de las tres bom-
beadas dice, creo que estoy por acabar, quise reírme,
pero seguí bombeando odiando el mundo. Ese chorro
perforó esa masa adiposa, luego intentó abrazarme y
la empujé contra una mesa, se cortó un poco la cara.
Que nunca más se te ocurra intentar abrazarme.
Agarré el vino, eliminé lo que quedaba, y salí a la
calle, siempre con la sensación de que en algún lugar,
quizás a media cuadra, veinte mujeres esperaban por
mí. E hice lo que debería haber hecho hacía dos horas,
descansar.
Yo soy el eterno Nº 2 que vive inventándose excu-
sas, la vida es como el auto de los mecánicos, años
postergándose para los detalles, siempre relegados y
ese auto debería ser el más hermoso, el niño mimado
del mecánico, pero no, esa eterna actitud de estar
siempre asomados, con grasa hasta en la cabeza, apu-
rados, contaminando el aire. Y ese momento que siem-
pre guardan para su auto nunca llega y la resignación
de que sus uñas nunca volverán a estar limpias.
De eso se trata la vida del que piensa.
Ese día, me encontraba más reflexivo que nunca
desde que estaba ahí, las muertes que me colgaban
como pedazos de piel destruida por el sol, el olor que
me dejaban los tristes, yo quería suicidarme, ya em-
pezaba a sentir esas ganas, no veía salida. Yo estaba
viviendo un exilio que elegí, pagaba un costo mental,
el de pasar a ser un ignorante, un depresivo, todo a

127
costa de pagar mis errores del pasado, que tampoco
eran terribles, pero sí habían jodido a los que me quie-
ren, pero uno cómo sabe que va a equivocarse en sus
pasiones, en su forma de vivir, eso se asume con los
días transpirados.
Ese día sería uno, veo nylon por todos lados.
Las billeteras de nuestros clientes son bolsas de
nylon de distintos colores, apretadas como si fueran
unos trucos de magia constante, agarrados a sus mu-
ñecas, inseparables, su pérdida causaría los estragos
de un ciclón. Cuando necesito evadirme del negocio,
me voy al fondo, abro la puerta del depósito y entra
otro aire al lugar. El baldío del fondo, donde todos
mean, donde quemamos la basura. Está oscureciendo
y se ve algo mágico en las montañas, ya la luna se está
por caer y yo, con cajas de cartón en mis manos. Un
tarro de veinte litros casi partido a la mitad, en él ti-
ramos toda la basura, y tiro el fósforo al medio del
tacho, no pienso en nada, sólo en los colores que sur-
girán, y veo cómo el cartón se va uniendo al plástico,
cómo las gotas brillantes del plástico caen perforando
todo lo que lo rodea. Y en eso se representa mi belleza
ahí, justo encima de la meada, debajo de las monta-
ñas, y de fondo el ruido, el murmullo de los que ven-
den. El silencio de los que compran, y ahí estábamos
buscando sentido a nuestras vidas.
Veía las rosas falsas de los cardos resistiéndose a
arder, eso era lo más parecido a la revolución y mis

128
ojos quedaban enterrados ahí.
Pero me acordé de algo, a esa hora, al atardecer en-
traba una niña mágica, parecía una refugiada de Bos-
nia, bellísima, yo siempre quería presenciar su
transcurrir en el negocio, ella compraba dos cervezas
para su abuelo, nada más denigrante para una nena
de diez años, todos los días la misma rutina, ese vi-
drio frío le percudía las manitos, ese miedo a que el
vidrio no se rompa, todos sabemos su cometido ahí y
evitamos que hable, que cuando ella entre estén las
dos cervezas listas, con una bolsa para que no lastime
tanto sus manitos, esos dos kilos de alcohol inútil,
porque para tomar cerveza hay que arrancar mínimo
con seis, sino es una banalidad. Y esa nena alimentaba
quizás la perversión de un viejo que sólo valía dos po-
rrones, pero ¿quién era yo? ¿El purificador? Sólo
puedo aportar mi grano de arena relatando lo que
pasa, alguien debe hacerlo y a mí me gusta hacerlo.
Y la nena se va como todos los días con mis preguntas
en su espalda, mientras ya la atención se desvió por-
que entró una vieja hablando de más.
Una rubia cincuentona, teñida hasta los sobacos,
con ganas de festejar lo que sea. Con el carnicero es-
tamos detrás del mostrador viendo la escena, pide
papel picado para una piñata, en forma casi ordinaria
dije que no vendíamos, pero estaba el que corta carne.
¿Cómo que no? ¿Y el que picaron las ratas?
Si esta situación pasaba en un hipermercado de

129
una gran ciudad, esa mujer hubiera hecho un escán-
dalo e hubieran clausurado el lugar. Pero está sa-
liendo agarrándose la panza de la risa y lo más triste
es que nosotros pisábamos el papel picado por las
ratas.
La radio siempre se filtra en los baches de las pa-
labras y eso se empieza a notar más cuando uno se
quiere ir. Empezás a ver el reloj y sentís que queda
poco. Esa maldita esclavitud que es el tiempo.
El chamán negro sigue recuperando el amor per-
dido en veinticuatro horas, eso informa la radio, está
facturando el chamán, se queda en el pueblo como si
fuera un circo, si alguien tuviera un poder semejante
estaría en ese pueblo de mierda ganando dos mangos.
El chamán recuperaba el amor perdido, yo tenía una
teoría, andaba con dos patovicas, que se encargaban
de enamorar y de comprometer de por vida lo que
sea. Ojalá no sea así, el amor es tan lindo, que no
pierda inocencia. Los clientes de la última hora son
los más odiados, los que te obligan a ensuciar lo que
recién habías limpiado con las ganas de irte, sobre
todo el que corta carne.
El Reverendo era el experto en caer sobre la hora,
de personalidad rancia, voz grave, enferma. Todos en
ese momento lo odiábamos, excepto mi tía que no
quiere parar de facturar. Está por llover y queremos
correr a encerrarnos. Yo era el encargado de atenderlo
rápido y que huyéramos, debía ir a la radio, nunca

130
banalicé ni intimidé con él, sólo frases relacionadas a
la compra y venta, ese día él sintió la tensión del am-
biente.
Y empezó a hablarme de su artrosis, me detuve en
lo que hacía y lo observo.
Vos no sabés lo feo que es, es algo que te penetra en los
huesos, como si fueran golpes de electricidad, mirá cómo
está dejando los huesos, no ves que están todos deformados,
es una vida de mierda pibe.
Silencio.
Bueno, me voy.
Esta frase siempre sale en este lugar, es usada por
los que agotaron con intensidad la conversación,
cuando se habló lo suficiente y no hay nada más que
decir, y ahí llegan a emitir esa voz.
Bueno, me voy a ir retirando.
Y así se iba ese viejo, esperando ternura en ese día
de lluvia, buscando la forma de entender eso que le
comía los huesos, con su bastón que ya no le bastaba.
Ahí entendí la cara de culo de los que sufren dolores.
Esa noche en la radio me puse dark, melancólico,
leía poesía maldita y reflexionaba con heavy alemán.
Y agarré el diario y empecé a leerles todas las muertes
que había en él, ese día habían explotado trenes, hu-
racanes, asesinatos en serie, y viendo que detrás de
eso era lo que nos consumía en ese pueblo. Ponía ba-
rroco y nada paraba esa maquinaria de tristeza que
nos ordenaba ir todos al mismo lugar, el cementerio.

131
Dormir, descansar, los días me cuelgan de los ojos. Ya
saber que mañana debías ir a trabajar, era una espe-
ranza, saber que tenías un destino en este lugar. He
vivido con la incertidumbre de lo que viene y no se
lo deseo a nadie.
Vivir aunque sea para oler el pan recién cocinado.
Esa mañana llega el hijo de una de las mucamas, de la
que me tiene miedo, tiene un niño rubio de unos
cinco años, tímido, su madre es oscura, él es claro. Y
todos poseen la vergüenza de pedir, pero es necesaria
esa lucha contra el orgullo. Él no pedía, sólo recla-
maba lo que le pertenecía, su madre pagaba esa mer-
cadería con su trabajo.
Pero mi tía adoptaba una posición fascista en esto,
no sé por qué, se transformaba. Y agarraba esos pa-
peles escritos en lápiz con letra infantil, llenas de cur-
vas absurdas. Ella, como un perito calígrafo,
inspeccionaba el papel.
Esta nota la escribió tu abuela, sabés bien que tiene que
venir firmada por tu mamá, pendejo de mierda, la acusa a
la madre con la abuela y la otra vieja que vive de arriba le
pega a la madre.
Y escupía veneno, sin moverse a entregarle su mer-
cadería, cinco años, imposible pedirle resistencia a ese
niño. Ella no se da cuenta de nada y lo sigue incre-
pando al niño, y el nene empieza a llorar, llorar en
serio, explotando, a chorros, conmoviendo lo que sea
en ese mundo de mierda que le tocaba vivir. Él cono-

132
cía una vez más la humillación de los miserables, de
los que a costa de tener un peso más no contemplan
a los débiles, ese niño tranquilamente había apren-
dido a desearle la muerte a los demás, se lo enseñaba
mi tía. La misma que a los diez segundos le estaba
dando chocolates, dulces, cosas que él jamás podría
comprar con el sueldo de su mamá, ahora entendía
por qué no limpiaba la bosta del bidet, yo tampoco lo
haría, sería una forma de resistir, hay pocos que nacen
para limpiarle el baño a los demás.
Y mi tía besaba la virgen a cada rato.
Necesitaba dispersarme, sumergirme al mundo de
la estupidez, alejarme de esta realidad tan violenta,
tan sangrienta.
Estaciona una 4x4 frente al súper, era la gorda, ahí
no era tan fea. Me invita a ir a Alberdi, una fiesta en
homenaje al prócer.
Mi tía me mira y me dice, anda a conocer.
Dos amigos de la gorda iban detrás, una rubia de
carita linda y un gordo bastante puto.
Escuchaba sus voces de fondo mientras la gorda
me aturdía con idioteces. La rubia que empezó a ser
mi preocupación hablaba de que era una idiota.
Los idiotas en la antigüedad eran considerados hombres
sabios.
Me miró con atención, estudiaba psicología y el
otro, enfermería. El gordo sería bueno para afeitar. Lle-
gamos al otro lugar, un pueblo más civilizado, de

133
mayor poder económico, más vidrieras, era la inva-
sión de los ingenios azucareros. Los fabricantes del
dulce dinero, mientras todos nos moríamos intoxica-
dos. La fiesta era en una vieja estación de trenes, co-
bijaba cientos de puestos, artesanales, gastronómicos,
de entretenimiento. Pero a su vez había un escenario
gigante donde pasaban las estrellas del folklore na-
cional. Yo me alejo de ellos un segundo y me pongo a
ver obras de un pintor, unos paisajes muy complejos,
explotaban de realismo. Me puse a hablar con él, se
venía desde un pequeño pueblo de Catamarca a expo-
ner, mostrar, vender. Porqué si hay algo que se hacía
acá, era vender. Hay un cuadro con un poema que me
llama la atención, es dedicado a su hijo desaparecido,
eliminado por Antonio Bussi, el genocida de Tucumán.
La gorda y sus amigos no daban margen para en-
tablar diálogos profundos, se paraban a mi alrededor
sugiriendo redondear conversaciones con sus caras.
Lo despedí a ese viejo luchador mientras me empe-
zaba a contar de su exilio. Le anoté mi teléfono y que-
damos en hacer algo juntos. Luego me llamaría a los
dos días preguntándome si le iba a comprar algún
cuadro, yo estaba seco hasta de vientre, no podía re-
accionar ante esas fuerzas de venta y ese día iba a ser
el último que sabría de ese viejo.
El recorrido seguía por puestos que chorreaban
grasa en diferentes formas, veo a dos senegaleses ven-
der joyas debajo de un cartel de Coca Cola. Alguien

134
propone que vayamos a un bar a beber algo, nosotros
cerveza y la gorda una coca.
Menos onda que Mar del Plata.
Y empezó un ritual de hablar de personas de nom-
bre y apellido, ponerlos sobre un plato y cortarlos,
masticarlos, vomitarlos. Así se sostienen los discursos
en un pueblo, destruyendo al otro. El discurso de la
estupidez, la ignorancia que corroe tanto este país tan
hermoso. Luego siguieron con una clase práctica de
distintos modelos de telefonía móvil, hablaban de los
más costosos, la gorda tenía uno. Y el gordo estu-
diante de enfermería era él que más sabía, hablaba de
números y códigos. La gorda lo cambiaba seguido y
ponía énfasis en algo que me molestaba mucho, ni se
te ocurra darle mi teléfono a nadie. Yo, si es un número que
no tengo registrado, no atiendo.
Actuaban como estrellas de rock decadentes, que-
mados de paranoia, odiaba eso, ¿quién te va a llamar
gorda? ¿Un proveedor para venderte? ¿Tu mamá? Ese
delirio de querer ser alguien, popular, famosa sin
hacer un carajo.
La rubia era más sensata, militaba en la Universi-
dad y soñaba con irse del país, otra cabeza, estaba de
negro como me gustan las rubias, de zapatillas blancas
de basquetbolista. Era belleza pura mientras a nuestro
alrededor la grasa caía de los carteles mal escritos.
Decidimos ir a la fiesta, al escenario, donde estaba
pintado el ídolo del pueblo, Juan Bautista Alberdi. El

135
prócer tucumano por excelencia, miro el escenario y
digo: ¿Quién es? ¿Alberdi o Bianchi? Esbozaron una
sonrisa, por fin agarraron un chiste, encontramos una
mesa para ver el espectáculo, tenía una capa de ceniza
que variaba según el aire.
El bagazo de la caña de azúcar que bajaba de los
ingenios que brindaban la prosperidad. Eso se metía
en los pulmones a cada segundo, pudría lo que sea,
pero era en nombre de la cosa más dulce. El gordo se
juntó con un negro que también se la lastraba como
él. Íbamos a volver los tres solos, salimos del festival
esquivando borrachos, pasamos por una mesa de
diez tipos y cincuenta envases de cerveza, uno de los
borrachos se recuesta y le dice un poema lorquiano a
la gorda, seguimos caminando. Ese tipo tenía que ser
primera línea en cualquier guerra, el coraje y la falta
de sentido de la belleza, era un condenado a muerte.
Miralo al machao, sólo dijo la gorda. Y siguió con el
mismo tema todo el viaje de vuelta, yo le agarré la mano
a la rubia y le dije que no se separe de mí. Me la sacó y
la gorda me bajó en mi casa, quiso darme un beso.
Esa noche no soñé.
Temprano salíamos con mi tío a Catamarca, debía-
mos cerrar papeles de la whiskería, y esa noche me
había desvastado, menos mal que fui a dispersarme,
volví peor. Esa gorda nunca escuchó música electró-
nica, nadie acá, por eso la ausencia de belleza. Y sali-
mos temprano, hacía tres horas que me había

136
acostado, tenía el sol en la cara, los dos escupíamos
ese calor que resalta cuando hace frío. El silencio no
colaboraba en nada, él no emitía palabras, por ahí in-
terrumpíamos el silencio con un juego de tos. Pero así
estaba bien, después le contaría de la gorda y esa
fiesta. El paisaje era nuevo para mí, entrábamos en las
entrañas de las montañas, muy alto, lo sentía en mis
pulmones. Y la ruta es extraña, seca, árida, un des-
ierto idiota, carente de todo, pero hay que hurgar.
Un caballo descansa al costado de la ruta su fla-
mante muerte, un carancho negro y musculoso lo es-
pera a su lado, sólo quiere que se vaya la gente del
velorio, sus garras y su pose impresionan a los que
pasan. Cactus erguidos, intimidantes, están en todas
partes, es como un juego de azar, hay que adivinar
donde está el alucinógeno, masticarlo hasta que el
cielo enrojezca.
Jinetes de bordes de rutas custodiados por perros
hambrientos de kilómetros.
¿Cómo entré a este western?
¿Qué soy acá?
Uno se pregunta todo el tiempo eso, y más cuando
te detiene gendarmería. Ahí estábamos mostrando
hasta el agujero del culo, ellos te revisan hasta las he-
morroides, y nuestra escenografía era un baldío des-
plazado. Los cóndores volaban haciendo signos
extraños en el aire, en frente una exposición de bolsi-
tas de nylon pegadas contra un alambre de púa, son

137
miles. Y en eso en que uno de los gendarmes se calla,
un gallo improvisa una opera desesperada.
Esa camioneta en la que íbamos no tenía un sólo
papel, pero mi tío andaba con un recurso de amparo,
y en Tucumán se coimeaba con un cigarrillo. Desde
que se subió a la camioneta y hasta que bajó, era un
tramo de ciento cincuenta kilómetros, mi tío insultaba
a los gendarmes. Pero descargó sus emociones al por
mayor, y esa camioneta, de motor diesel en ese sonido
en el que existía, mostraba nuestra debilidad cons-
tante. El camino se volvió denso, llegamos y nos me-
timos en una estación de servicio a desayunar.
Un café negro amargo con algo con grasa, agarro
uno de los diarios de la ciudad, chorreaba sangre desde
la primer página, la foto principal era de un tipo acos-
tado contra un árbol con un tiro en la cabeza, debajo
pequeños titulares, suicidios, violaciones.
Bienvenidos a la isla de la impunidad, a la guerra
contra la perversión, y yo me estaba metiendo en un
ambiente que no era el mío. Debíamos ir a una repar-
tición pública, una fiscal me haría el responsable ins-
cripto y luego iríamos a Rentas y ahí me darían el
glorioso papel, el que nos haría libres ante la ley. Lle-
gamos y fuimos hasta un mostrador, una señora de
rulos negros me atendió, vio mi cara con descon-
fianza y me dio el papel.

138
Iván Ferreyra
Whiskería y Cabaret

Pienso en mi viejo, en que estará orgulloso de mí,


y sobre todo en mi madre, en lo que me odiará. Todo
sea por mi futuro, por esa manía de querer acaparar
dinero sin sentido, acá lo único que tenía sentido es
que pasaban los días y yo no ganaba un peso. Lo que
me daban por semana, lo guardaba, luego me lo vol-
vían a pedir para pagarles a proveedores. Pero era así,
yo comía, dormía y trabajaba. Pero con ese papel que
me incriminaba sobre todo las cosas, también abría
un surco a la esperanza del negocio millonario que
era la whiskería.
Volvimos tranquilos, ya habíamos resuelto algo
que trababa todo, ahora el camino estaba allanado,
pero quedaba alquilar el lugar, arreglarlo y conseguir
las putas. Yo reduje los días de mi programa de radio,
ahora iría dos días a la semana, se venía mucho tra-
bajo por delante y no quería cargarme de más respon-
sabilidades, sólo hacer las cosas bien. Y establecimos
una modalidad de trabajo, íbamos a la siesta con mi
primo y dos albañiles.
Suyo era el nombre del jefe de los dos, de gorra
azul y de caminar tranquilo. Pelo enrulado y la cara
como si fuera un yacaré, pero nacido para servir. Su
ayudante era hablador, y cuando viajábamos los cua-
tro amontonados en la camioneta le hacíamos chistes

139
sexuales y el negro se retorcía de la risa.
El lugar donde sería el negocio está en la bajada de
una montaña, es una pequeña viña de verde perfecto,
pero donde nosotros estaríamos está a cinco kilóme-
tros de ese maravilloso paisaje. La casa se sostenía
como podía, era como una mujer con distintas capas
de lápiz labial y que siempre parecía corrido, gastado.
Un salón de estar no tan pequeño, dos habitacio-
nes grandes con camas de cemento y una más pe-
queña. El olor a humedad percudía lo que sea. Suyo
debía hacer varias cosas que llevarían su tiempo, una
habitación detrás de las piezas que sería la cocina, una
barra larga y una ventana que comunique la cocina y
la sala de estar.
Era un delirio de mi tía tener un vidrio espejado
para controlar el lugar.
Todo era un inconveniente, no había luz ni agua.
Debíamos acarrear agua desde un charco en la casa
de la mujer que nos alquilaba, antigua propietaria de
la whiskería, que cerró por vicios personales y porque
encontraron a una menor.
Eso sí, yo no quiero ni menores ni drogadictas, y pensá
esto Ivancito, donde se come no se caga. Siempre bajaba
ese discurso despacio, me estaba capando y era como
atender una heladería y que no puedas probar el he-
lado, ni siquiera pasar el dedo por las sobras. Pero esa
era la realidad para que el negocio funcione y mientras
me lo decía a mí, se lo decía al marido, que era más

140
peligroso que cualquiera. Yo también tenía mi dis-
curso, les hablaba de Pantaleón y las visitadoras, de Var-
gas Llosa. Un caso de ficción cuando el ejercito en Perú
decide armar un escuadrón de putas a las que llamó
prestadoras para calmar las violaciones a las indíge-
nas. Ojala haya una que se parezca a Angie Cepeda.
Cuando les relataba esta historia se calmaban, con-
fiaban en mis dotes.
Las siestas de descanso mutaron en viajes a traba-
jar, salíamos del súper, comíamos y a trabajar. Mien-
tras el albañil construía la pieza, nosotros
limpiábamos, y empecé con una tarea que me llevaría
varios días, pintar un vitreaux en uno de los vidrios
de entrada, serían varios ribetes y con la letra B en
grande, Bambi, nuestra nueva casa.
Volvíamos cansados y nunca nos bañábamos, se-
guíamos de largo al súper, todo funcionaba.
Las viejas esa tarde estaban alborotadas, más de lo
común revoloteaban en el gallinero, se logra escuchar
una tragedia.
A la tarde, mientras yo jugaba con el arte de pintar
vidrios, encontraron a una anciana de noventa y cua-
tro años colgada de una viga, su marido a su lado,
ciego y en silla de ruedas. Todos se preguntaban
cómo había cumplido su cometido, el del suicidio,
pero nadie se preguntaba quién la había matado.
En ese instante se detiene un colectivo lleno de
gente, brazos y caras asomadas, trapos en sus cabezas

141
como auténticos beduinos, trabajadores del limón que
tienen dos minutos para comprar o el colectivo los
deja, salen siempre con una gaseosa nacional de dos
litros bajo el brazo.
Esa tarde había registrado una imagen que no
podía eliminar de mis ojos, una casa abandonada en
que existían cuatro cerdos mordiendo una rueda de
tractor, y en ese instante sale un tipo desnudo y
rompe dos zapallos gigantes en cuatro partes, luego
vuelve a su cueva.
En ese momento sentí que este era un país gober-
nado por perros, violentos y en celo, siempre ladrán-
dose con rabia, muertos de deseo, muertos de miedo.
El gordo más chico de la familia era una preocu-
pación para todos, estaba todo el día viendo TV, di-
bujos animados, y comiéndose la vida. Y ahí lo veía
en esa pose de foca, con una mano en unas papas fri-
tas y la otra jugando con un ñoqui que alguna vez
será su pija.
Cae su abuelo y le dice.
Tenés que cortarte esas uñas de peludo.
El gordo muestra unos dientes hermosos que lo
hacen impune a todo, me acuesto a su lado, tengo
unos minutos libres del trabajo, está mirando algo de
robots, cuando estoy concentrado viendo, de su ano
emana un gas letal, con ruido, sonido estéreo. El
gordo toma su mano y se la apoya en el culo y sus
dedos de peludo son dirigidos hasta mi cara. No hay

142
demasiados ejemplos para él.
Me siento un cuerpo invadido por huesos, que si
no fuera por eso se desplomaría, esa piel se caería,
seca, arrugada, carente de sangre. Las calles están pe-
leando con el viento y la tierra que se vuelve arena
fina que se mete por todos lados, veo un grupo de bo-
rrachos de punta en blanco yendo a ver fútbol, sus
mujeres de vestidos floreados acompañan con un
montón de chicos. Sigo en mi proceso de rehabilita-
ción en esta granja sucia y meada con cerveza negra.
Marianita, Raquel, las dos hermanas, separadas por
dos años, una con joroba, la otra con la cara por el piso,
silenciosas por no molestar a nadie entran al negocio.
Raquel lloraba, su madre estaba en Jujuy, las cui-
daba su padre.
Se me acerca y me agarra fuerte la mano.
Mi papito toma cerveza y se pone a molestarla a mi her-
manita, ella le dice que no y él la sigue molestando hasta
hacerla llorar.
El padre es un boliviano pequeño, cara de culo,
siempre en silencio con una gorra deportiva. Mane-
jaba un tractor en la cosecha y parecía que le afloraba
el perverso de adentro, y era flojo para chupar.
Marianita, ¿te pegó? ¿Te tocó?
Empezó a llorar con mucha pasión, me mostró su
cuello y tenía una mordida con sangre que no había
secado.
Mi tía, sólo dijo.

143
¿Dónde vas? Dejá que llamo a la policía.
Agarré una barreta de hierro que hay para descar-
gar bolsas y me la llevé como si fuera un palo de golf.
La puerta estaba abierta y ese perverso se babeaba en
una silla, le pegué con el hierro en el pecho, se despa-
biló y lo saqué afuera. El barrio en pleno miraba,
nadie se involucraba en eso, él se agachó y sus hijas
se acercaron a cuidarlo. La policía nunca llegó, por-
que nadie la llamó, y funcionaba así. Yo con esa ba-
rreta llena de sangre pasé a ser un elemento ridículo
en esa escena.
Y ahí es cuando pensás, ¿para qué mierda me
metí? Volví al súper y en el camino puteaba, harto de
todo, quería irme de ese lugar.
Aguanto una más y me tomó el palo, esa fue mi
decisión.
Me descargué con las nueces, se volvían mi adic-
ción, y son caras, nadie las compra y yo, de a poco,
las eliminaba. Es popular según los que creen en las
falsas leyendas el factor afrodisíaco de la nuez. El car-
nicero siempre me rondaba, no sé por qué, pero ya me
daba paranoia eso, me acosaba, más con esa estampa
de pantera, a este vamos a tener que descargarlo como aco-
plado con sandías, él no sabía que yo desde pequeño
me descargaba a mano, como él, como todos.
Y se aleja a piropear a una mujer que entraba con
su hija en un cochecito
La bebé es linda, dice él, salió a la mamá, responde ella.

144
Y el negro no pierde nunca en esto de cortejar, sólo
que no la pone.
La madre es más linda porque camina.
Ella se pierde en las góndolas y el que corta carne
se queda mirando la calle. Pasa una nena de quince
años en bicicleta, le grita sin pensar en la vergüenza.
Ya va a calentar el sol y vas a necesitar de mi sombra.
Por ahí siento que sólo somos un manojo de rehe-
nes del maldito Gauchito Gil, él que tiene mucha
prensa y todos se mueren de tristeza. La vida pasa tan
despacio, que el sol duerme mucho tiempo encima de
los cuerpos, en la casa de las gordas comeremos un
asado, es buena señal. Ese día quería dormirme una
siesta, para olvidar toda la violencia que me masti-
caba, pero la sobremesa fue eterna, surgieron charlas
con camioneros y los vinos se encargaron del resto.
Quiero apoderarme de recuerdos hermosos, la
panza de la colorada, como disfrutaba pasarle la
mano mientras dormía. Un día tuve un sueño terrible,
me acuerdo de buscarla por todos lados para saber si
no corría peligro. Ella dormía y yo miraba televisión
a su lado, cuando veo que tiene un sapo apoyado en
su panza, lo perforo con un cuchillo y el sapo no exis-
tía.
Ese día fui sólo a la tarde a abrir el negocio, las
cinco en punto, y estaba subiendo la cortina. Raquel,
de vuelta, con pasos pequeños, tratando de decir mi
nombre que nunca recordaba, viviendo a su modo, y

145
se acerca a darme un abrazo, eso era la ternura. Aca-
riciaba su joroba y le pedía que me disculpara por
golpear a su padre, ella no me cuestionaba eso, estaba
triste por la muerte de su abuelita, como la describía.
Algunos putean el cielo, ella lloraba en mis brazos.
Tenía el pelo recién lavado y su olor a shampoo me
asqueaba un poquito, se me mezclaba con el vino del
almuerzo. Tenía una remera azul con una inscripción
que decía en la espalda, Club Beer Flanders 0% Barney
100%”. Flanders tiene la aureola de ángel en su cabeza
y Barney esta eructando y de frente decía Bar copetín
Moe’s Active Members Barney Homer Active Members. Si
uno piensa en qué mensajes hay dando vuelta todo el
tiempo, se llena de paranoia, o las cosas ya absoluta-
mente carecen de sentido. Ella me señala los aritos
que le gustan tanto, se los bajo y le pongo los cartones
de los pares para que ella elija con comodidad, nadie
le tenía paciencia para eso, a mi me encantaba ese ri-
tual de seleccionar cada pareja, los colores, era má-
gico.
Y alguien con una voz desvastada me pide algo
para el exceso de alcohol, no lo miro, apoyo la pastilla
rosa en una mano negra llena de grasa.
Y el rosa es belleza pura.
Los aritos son de marca exclusividades, son ordina-
rios, llenos de colores, como pequeños caramelos sin
sabor. Ella se va caminando con su par naranja del día
de hoy. En ese transcurso llega mi primo con merca-

146
dería nueva, cosas que venderé. Pantuflas rosas, rojas
y azules, no hay forma de que ningún negro de ahí
las use, las rojas son dignas de un narcotraficante con
talco en los pies.
Esa noche tenía radio, haría un especial dedicado
a unos oyentes que me pidieron un programa dedi-
cado a ellos, los sueños de los albañiles.
Y empezó una eterna sucesión de mensajes reali-
zados sobre arquitectura, sobre la magia de construir,
historias de cemento fresco, y siempre la música era
oscura.
¿En qué piensan los que escriben el cemento?
Habría que hacerles una estatua, pero encima.
Señores, bienvenidos al mundo real, al del cemento
fresco, en que cualquiera pisa bosta y le hacen creer que es
progreso.
Los albañiles que escuchaban decían que se dor-
mían con la radio al lado, yo les vendía al atardecer,
pan, mortadela, mayonesa y ellos cuando se iban me
decían.
Nos vamos a escucharte.
Eran dos albañiles curtidos, sin falsas amabilida-
des, y habían descubierto algo en mí que les agra-
daba. Hacer radio me hacía tan feliz, me hace esquiar
y olvidarme del sol. Y si se podía dormir, sólo los des-
esperados no duermen, sentía que nadie lo hacía, sólo
cerraban los ojos fingiendo.
Yo era uno de ellos.

147
Y de repente en la mañana todo era diferente, ya
la noche que hace que el fracaso sea tu vida, se quede
en la cama y te espere a que oscurezca. Y salgo a la
calle a enfrentar este frío lleno de tierra debajo de los
ojos, un silbato me aturde, me doy vuelta para ver
que es, un tipo de gorra amarilla en bicicleta, lleva en
la delantera estratégicamente ubicados, seis y seis,
copos rosas de azúcar que venían a darnos un respiro.
Sólo siento que soy un falso poeta, cursi hasta el
hartazgo, que sólo regala flores intestinales para
todas sus doncellas. Soy el futuro proxeneta que todos
piensan que debería hacer otra cosa.
Y todo eso me está exprimiendo la piel, me empuja
a resolver mi presencia ahí. No quiero masticar muer-
tos durante el resto de mi vida. Esa mañana fresca,
los viejos estaban alterados, y era toda una procesión
de ruidos extraños, asquerosos, una especie de ante-
sala a lo que sería un escupitajo gigante, ese que per-
mitiría hablar bien, sin eso que moleste en las cuerdas
vocales.
El primer pase es un trueno que nace en los pul-
mones, y empieza a buscar salida, trepa por las pare-
des de la garganta y la fase final, afuera, en el mundo
de los otros. Y los viejos lo despedían en cualquier
lugar.
Miguel es uno de los que me conmueve, escupe
cuando se baja de la bicicleta como si fuera una pose
de cine, sus piernas lo están abandonando. La bici-

148
cleta es su pierna, es lo que lo mueve, él traspira re-
sistencia, la bicicleta tiene un caño entre volante y
asiento, es alto, y él lo sortea. Me voy a mear rápido
detrás, no daba más, es como si en invierno se poten-
ciara. Cuando vuelvo a atender, rápidamente, doblo
la esquina, y me lo encuentro al viejo de frente, lo
abracé y lo esquivé, si no apuraría su silla de ruedas.
Él se ríe con su dentadura de plástico y es su turno en
el baño, había una conexión entre nosotros. Miro al-
rededor para encontrar señales, una gorda camina
por el medio de la calle, se abre paso como un profeta
carreteando su masa de grasa. Quizás el asco se ge-
nera más cuando tiene el escupitajo en la garganta, y
vos sólo esperás a ver cómo resuelve eso, y todas sus
palabras están matizadas por esa flema. Lo traga, lo
mastica, pero sólo desaparece si lo escupís, nunca le
convides un mate.

La belleza a veces baila cumbia

Vuelvo a la casa de las gordas, quiero dispersarme,


las dos están peleándose, como siempre, para lograr
protagonismo, para trabajar menos, se disputaban el
televisor, a las diez de la mañana mientras el resto tra-
bajábamos sin parar.
No tendían las camas ni pelaban las papas. Yo me
acosté a mirar televisor con el gordito que no había
ido al colegio, ellas se echaron al lado, se peleaban por

149
un lugar, y acabaron hablando de una bombacha.
Devolveme la bombacha gorda sucia, la otra se bajó el
pantalón, te podrías afeitar gorda reventada, se baja la
bombacha rota, sí me afeito gorda enferma, mirá.
El panorama era digno de un show agropecuario
y el hijo de una sólo seguía sumergido en los dibujos
animados sin percatarse de los detalles. A mí me pre-
ocupaba el niño, él podía salvarse de eso, pero las gor-
das lo llevaban a su terreno, el del exceso. El niño
comía y tiraba en cualquier lado, escupía como si su
mugre desapareciera al instante. Había cosas que es-
tablecer, su falta de padre, carencia de figura mascu-
lina, era algo que en algún momento explotaría.
Ese día se rompió la camioneta y eso era siempre
un problema, generaba malestares, era un egreso de
plata extra para esa economía reducida. Y yo cada día
que pasa me encuentro más inmerso en situaciones
que siempre detesté. Teniendo estadías en talleres, fe-
rreterías, cosas que representaban soluciones, para
arreglar nuestras vidas, sólo me dejaba llevar y me
apoyaba en el mostrador a observar el transcurrir de
las escenas.
Esos lugares tienen personajes muy especiales y
están al alcance de la mano. Los que atienden son
tipos de mucha paciencia, acostumbrados al ritual de
contar tornillos toda su vida, a la hora que sea, a ser
anfitriones de los que cultivan el arte de arreglar, este
no era la excepción. Dientes saltones, petiso, tran-

150
quilo, cada palabra que expresaba gozaba de una
pausa, parecía que era un conductor conservador de
TV.
Por eso días se preparaba un desfile de carrozas en
el marco de la bienvenida de la primavera, todos los
colegios del pueblo participaban y se preparaban mu-
ñecos de gran tamaño. Mis primos armaban un tucán
inmenso, uno de muchos colores. De garras duras de
hierro, cubierto de aserrín que parecía cereal.
Eran unas obras de arte monumentales, y a mí no
me paraba de sorprender semejante movida. Y ahí es-
taba en esa ferretería comprando clavos, y el petiso
hablaba de cosas del pueblo, y tocó ese tema de las
carrozas.
¿Qué hacen con las carrozas después del desfile?
Mi curiosidad es bastante ingenua en algunos
casos. Mientras metía los clavos en una bolsa, me
dice, con la naturalidad del que volvió de la muerte,
que las quemaban. Y empezó a relatar una pequeña
historia, cuando fue interrumpido por los clientes.
Nosotros hace dos años hicimos un trapito gigante, un
muñeco para niños, con unos amigos le habíamos hecho
unos engranajes con los que trapito saludaba, eso los ma-
nejaba un compañero que iba acostado en la base del carro,
camuflado. Llegó el día del desfile y trapito estaba reco-
rriendo la calle principal del pueblo, el mecanismo funcio-
naba a la perfección, trapito saludaba, yo vigilaba a un
costado que todo saliera bien, cuando estamos llegando a la

151
posición del jurado él que iba abajo se asoma desesperado y
me dice que los engranajes se rompieron. Y lo veo a trapito
que hace un movimiento inclinando su cuerpo hacia el ju-
rado y levanta su brazo en un saludo fantástico, todos
aplaudían a trapito, yo me agaché y le dije a mi compañero,
“quedate yeso que trapito hasta saludó”.
Llegó el día del desfile de carrozas, esperaba ver la
que llevaría el tucán que era nuestra apadrinada. La
gente se amontona en las calles con sus mejores vesti-
dos, observan el lento transcurrir de tractores con ca-
rros pesados y de diferentes espaldas. Bob Esponja era
el más mediático, luego otra que era de una adoles-
cente rubia montada en una bicicleta con cara de feli-
cidad absurda y una tortuga con el caparazón hecho
de culos de botellas de gaseosa descartable. Las can-
didatas a reinas iban montadas delante de la carroza,
saludando con su mano derecha erguida y la otra sos-
teniendo un ramo de flores barato, que no por eso era
feo. Morochas enojadas de rosa fingiendo ser hermo-
sas, demostrando en ese transcurrir que su vida era
mágica, y en realidad era sólo una pose inútil.
Los ganadores se develarían en el patio de una es-
cuela. Pero ahí seguía la diversión, en esa calle, lo veo
a mi tío con el gordo más chico, obsesionados pate-
ando una pelota.
Un juego perfecto, quizás diseñado por un per-
verso, un arco pequeño, seis tarros apoyados en tres
filas, tres abajo, dos en el medio y uno en el final.

152
Por como está diseñada esa columna de tarros, era
imposible tumbarla y el intento salía tres tiros por un
peso, una moneda. El premio era un fútbol y unas bo-
tellas de vino barato. Empezamos a gastar lo que no
teníamos, era una experiencia idiota pero divertida
en ese lugar consumido por la derrota. Era el deseo
de un niño queriendo una pelota sin saber que el des-
afío estaba perdido antes de empezar, algo así como
masticar el cielo.
Yo los veía patear a los dos gordos y sentía que fa-
llaban y les daba instrucciones. Siempre me consideré
un gran pateador, lo sigo haciendo, con precisión y
potencia. Y en un momento decidí hacerlo yo, aco-
modé la pelota y lo miré al negro que acomodaba los
tarros, anda destapando el vino. El negro me miró y
luego miró el piso, fue genial, me sentenció a muerte.
Y fui corriendo como Gorosito o cualquier crack a
pegarle a ese maldito fútbol, y fue a un palo, a cien
centímetros de los tarros. Todos amagaron a reírse, le
arrancaba la cabeza al que viera abrir la boca, sólo al
gordito bancaba que se riera, pero él estaba más serio
que nadie, quería que yo los tumbara, yo era el ele-
gido para ganar su pelota. Y así transcurrió la secuen-
cia que consistía en sacar una moneda de un peso y
patear tres tiros, se repitió varias veces, hasta que re-
accioné que era imposible. Ese enano que atendía era
diabólico, es la única manera de concebir algo impo-
sible de vencer, como los circos, esa soledad eterna e

153
imposible de intentar vencer. Nos fuimos de ahí, el
gordito miraba el fútbol saboreándolo, pero ya era
tarde. Lo calmamos con comida vomitiva de las que
abundaban en diferentes puestos. Volví a la casa, aga-
rré unos pesos y fui a la fiesta a ver la suerte de mis
primos en el concurso de la primavera. Todo el pue-
blo estaba reunido allí, era una gran pista de básquet,
todos con botellas de cerveza en sus mesas, y chori-
panes en exceso.
Una auténtica fiesta, caminé sin conocer a nadie
por varios minutos, luego empezaron a acercarse per-
sonajes del negocio, me convidaban un trago de cer-
veza y se iban.
Yo era un extranjero sin ánimos de responder el
agravio del abandono, sólo miraba.
El tucán perdió y los chicos tenían un motivo extra
para estar tristes, habían invertido sus ahorros en ese
proyecto. Pero hay cerveza y parece que música en el
escenario, una banda de rock local ejecuta acordes de
la banda de Ciro Pertusi, Attaque 77. Donde era la cocina,
la banda que tocó en la plaza cuando se les murió su
compañero. Sonaban tristes en esas letras barriales,
era diferente, no era cumbia y el público ignoraba le-
vemente. No había cabeza de rock, cabeza pop en
busca de belleza inmediata. Termina la banda que co-
sechó diez aplausos de cinco manos, y vendría la elec-
ción de la reina de la primavera. La gente se empezó
a amontonar con sus sillas de plástico cerca del esce-

154
nario, los conductores eran invitados de la ciudad, pe-
riodistas de radio. Y le meten una velocidad al espec-
táculo como si le pagaran por segundos. El desfile se
desarrolla de acuerdo a la modalidad convencional,
Andrea de los Ángeles. Ana Jessica. Nancy Juana. Rosalía.
Amalia Blanca. Gladis Isolina. Noemí.
Todas con sus nombres fueron bautizadas con el
don de la inmortalidad, nombres que denotan miles
de años. Todas tienen entre quince y veinticinco años,
que era una sola infiltrada, con deseos de seguir en
carrera. Y cuando las nombraban contaban sus hobbies
que todos se parecían, escuchar cumbia y practicar
deportes. Y los deportes siempre eran los mismos,
coger sin forro y escabiar. Ya quería huir de ahí, no me
interesaba saber quién ganaría, cuando me voy, una
pendeja de dieciséis años me agarra el brazo. Me lo
aprieta y, con sus ojos negros, me penetra los ojos o
lo que sea.
¿Ya conseguiste novia?
Y le miré su pezón erguido, saliéndose de una re-
mera rota, el otro estaba tapado.
No, que voy a conseguir, está dura la calle.
Hace miles de años que respondo siempre lo
mismo, a veces da resultado. De repente se me calentó
el pico, la llevé a un puesto y pedimos un litro de cer-
veza, tenía el pelo grasoso pero había algo en su ex-
presión que me conmovía, que yo le interesaba. No
hablamos, sólo nos sostenían nuestras manos, en ese

155
continuo cruzar de dedos que tanto me excita. Siem-
pre sentí que cuando una mujer cruza sus dedos con-
migo es porque le gusto, como cuando bailan y cruzan
sus brazos en mi cuello. Sensaciones de perdedor.
Luego bailamos cumbia y apoyó su sexo en todo
lo que fuera debajo de mi cintura. Tengo la sensación
de que esta noche la pongo, siento que se lubrica para
tener acción, eso sólo es comparable a esquiar. Segui-
mos sin hablar, no era necesario, la química, la piel,
parecían que habían venido al mundo con nosotros,
yo no paraba de disfrutarla, tan pequeña, sin culpa.
Empecé a lamerle el cuello, sabía salado, muy, pero
mi lengua está llena de cerveza y tabaco. Ella no pone
resistencia sólo saca su boca discretamente, era un
juego bello y de final feliz, seguimos bailando, dando
su tiempo. Pero esa belleza me hace embestirla nue-
vamente como un toro sediento, la agarro de la cin-
tura y ella se acuesta en mi brazo, ofrece sus pezones
para que los coma, pero había quinientas personas a
mi alrededor.
Agacho mi cabeza para besarla y una mano me
agarra el pelo, me lo tira, como si intentara arrancár-
melo.
Gordo hijo de puta, degenerado, ¿que le hacés a mi hija?
Medía dos metros el negro de donde salía esa voz
gruesa y muy enojada. A su lado, dos más de su ta-
maño, calculé que eran los hijos. Uno de los gordos
movió dos de sus dedos y yo empecé a correr, hu-

156
yendo de la mujer de mi vida, de una paliza, de todo
lo que avergonzaba en ese instante. Volví a mi casa y
no encontré a nadie despierto para contarle, prendí la
radio y me acosté a escuchar un programa religioso
en amplitud modulada, nunca me sentí tan acompa-
ñado con mi miedo.
A la mañana todo cambió cuando fui a trabajar,
sólo pensaba en que jamás podrían reconocerme los
que me querían matar, porque esa cara de miedo
jamás la volvería a tener, eso había provocado que mi
cara se desfigurara. Esa mañana hacía frío, buscaba
en el cielo una nube en forma de algo, ejercicios bo-
ludos si los hay, pero a veces me lo proponía para
mostrarme todo lo idiota que puedo ser. Sólo pude
ver a un viejo rodeado de nubes.
El Reverendo trepado a la antena de su casa, a
treinta metros sobre el nivel del piso, ese viejo con ar-
trosis demostraba que cualquiera puede resistir.
Hay un cliente nuevo, una gorda de calzas rojas,
popular ahora entre nosotros porque vende bolsones
del Polo Obrero del Padre Farinello. En un pueblo
muerto de hambre esta gorda traficaba con la comida
que le mandaba su partido. Y ahí estaba con su acti-
tud poderosa del que tiene algo para ofrecer, y mi tía
se relamía por esos bolsones, aparte que se los des-
contaría en otra mercadería a la traficante de hambre.
La gorda tenía en su brazo derecho un bebé, un
desprendimiento de su cuerpo y saca de un mone-

157
dero de nylon una foto de su pasado, de hace diez
años, muestra cuando era delgada, como si a alguien
le importara. Luego se arremanga el cerebro para dar
consejos de cómo adelgazar, una masa adiposa inte-
lectual. La lista de productos que consume son caros,
selectos como si fuera una top model. Me causaba
mucha repulsión, mucha, y veía su calza llena de flo-
res, haciéndome odiar la primavera.
Hay varios tipos de gordas, las viejas que en esa
categoría podemos meter de todas las edades, gordas
de rulos siempre encuadran en esta categoría. Las
gordas copadas, simpáticas y siempre de cara her-
mosa. Y este tipo de gorda, la miserable, la mala de
las novelas, la perversa.
Chorrea ese hedor a oscuridad, a traición a la mi-
sión enmendada, y yo un miserable altruista con el
poder de mirar y transmitir lo que veo. Pero a veces
hay algo que dispersa, que quita ese deseo revolucio-
nario de destruir al que falla, a la anomalía, y en este
caso era un bocadillo.
A esta gorda hay que cuerearla para sacarle la calza,
decía mi tío.
Pero eso no hacía mermar la dimensión de la co-
rrupción, esa compra tan barata y cara a la vez, no
podía dejar de pensar en los muertos de hambre de
mi alrededor. Y era peor cuando les vendía lo que era
para ellos, es una de mis peores bajezas, es algo de lo
que no cansaré de arrepentirme. Ya me consume la

158
poca conciencia que me quedaba, mis valores que se
cotizan en un supermercado vaciado de ellos. Y el
mundo sigue, y para mí es dispersión la calle, siempre
lo es.
Motociclistas impecables como gauchos europeos
desfilan, parecen sentados en un inodoro de oro, er-
guidos, todavía no manejan la evolución del caballo
a las dos ruedas, si hasta por ahí se los ve con la nece-
sidad de azotar el tanque de nafta.
Es un día en que me tatuaría como una cebra, des-
integrarme en tinta china, desmayarme de dolor. Y
ahí, dentro de la atención al público, esa sucia en-
trega.
A veces me rasco el final de la espalda y esa trans-
piración que sólo para uno es hermosa, para los otros
es inmunda. Y cuando uno termina de hacerlo gene-
ralmente no esta en un baño donde al instante puede
lavarse las manos, yo vendía pan, y ese cuerpo de
cristo era acariciado por el sudor de la mano. No tenía
forma de resolver eso, sólo culparme de lo que me
había convertido. Y no había mejor manera de hacerlo
mientras uno embolsa pan.
Me hice adicto a unos autitos de chocolate, tienen
una forma idiota, pero su consistencia los hace muy
sabrosos. Ingiero varios por día, ojalá que nuestra re-
lación termine bien.
Y adquirís hábitos extraños que nunca elegís,
como mear en el baldío, y se me hizo costumbre. Voy

159
varias veces a dibujar con mi chorro figuras en la tie-
rra, que ya ni siquiera es tierra, es sólo barro sucio que
nadie se atreverá a pisar. Y en esas figuras veo países
extraños a los que sueño con ir, quizás la posibilidad
de Islandia, esa isla se dibuja muy seguido.
Me acaricio el tatuaje de la mujer que amo, las ci-
catrices que lo cubren, me viene el frío del Tramontina
en la mano de la colorada.
Mi garganta no para de parir una sustancia verde,
es increíble que eso crezca por dentro y no me des-
truya. Los viejos cuando generan tertulias hablan de
la presión, y lo hacen como si intercambiarán figuri-
tas, ¿Vos tenés alta? Y están tapados en ropa como si
vivieran en el hielo, y ellos están confiados en que el
Actimel y el pan negro salvarán sus vidas.
Hay uno de ochenta años que me fascina, vive en
una casa que es pequeña para un perro, abandonada
al costado de la ruta, casi al alcance de cualquier ve-
hículo. Era esbelto y pequeño, tenía la cara dibujada
por el diablo, arrugada hasta el hartazgo. Habla a los
gritos pero parece que lo hiciera en voz baja, no le
queda un solo diente. Saca un cuchillo largo que lleva
bajo su espalda y pareciera que se le fueran a caer los
pantalones, era un infante terrible, un abandonado
curtido. En esa escena le pregunto si tiene hijos, vein-
tiún hijos, catorce fecundados y siete adoptados,
todos dispersos en el mundo, no sabe dónde están ni
quiere saberlo, sospecha que sus dos mujeres murie-

160
ron. Y empieza a contar que fue policía sin leer ni es-
cribir, y se va con su analfabetismo a cuesta, pateando
el deseo de conocer a sus nietos.
Salgo a masticar aire y en la esquina hay una perra
en celo, veinte perros la cortejan, es una puesta vio-
lenta, los perros se pelean por amor. Uno de la casa
de enfrente sale con un rifle y les tira, los perros se es-
pantan, a los minutos vuelven, así funciona el deseo.
Alguien insulta al del arma por desubicado, hay
niños dando vuelta, el otro se agarra sus genitales y
provoca.
Ese es un pajero, miralo, se va a ahogar en leche.
La voz pertenece a la Betty, una negra de veinte
años que parece de cuarenta. Siempre tiene la misma
indumentaria, un jogging azul de tres rayas blancas
concebidas para alemanas hermosas, ojotas que dejan
ver sus pies enojados con el agua. No es suciedad, es
falta de tiempo, sólo debe criar hijos y pensar qué van
a comer, no hay tiempo para pedicura.
Una bolsa de nylon blanca es su billetera, se notan
dos o tres billetes, pequeños, angostos. La acompaña
su marido de ocasión, un rubio joven, con demasiada
personalidad para ser un mantenido, de pose de
galán croata. Era una negra pragmática, sabía lo que
era sobrevivir, yo la había visto una siesta, en pose
sospechosa. Era una tarde calurosa y la veíamos en-
trar sola a la casa de un viejo, ella se mantenía así, ha-
ciendo feliz a la tercera edad a cambio de unos pesos

161
para que sus hijos comieran, y su galán.
Cuando ella está sola en un rincón, le preguntamos.
Y Betty, ¿se le paró al viejo?
Ella con sonrisa de dientes dispersos, casi gri-
tando, sino esta el pico, esta la pala.
Esa negra sabía lo que era pelear, reclama un lu-
chador a su lado, su pareja era un lumpen, pero lo
amaba. Y la vi irse, ella tenía muchas cosas que tantos
matarían por tener, pero los diferentes siempre de-
sean más.
Me dispersé atendiendo algunas viejas que que-
rían fideos sueltos, el ritual de embolsar y de pesar.
Un día en la vida del que embolsa tiempo.
Levanto la vista, y unos ojos me atraviesan, la Betty.
Decime que la tenés vos.
¿A qué Betty?
La bolsa con mi plata, la perdí, pensé que estaba acá.
A ver, pero no la vi.
La buscamos hasta el hartazgo, ahí no estaba. Que-
ría preguntarle cuánta plata era, pensé en dársela,
pero yo no tenía ni para mí, vivía colgado del aire.
Ese día, la negra valiente había perdido una vez
más.
El gordo más chico de la familia cuando se aburre,
apunta al negocio, se hace traer en taxi y empieza a
masticar. Luego sigue el proceso de jugar con un
amigo sin padre de por ahí cerca. Y se las ingenian
para jugar a lo que sea, peleaban con espadas que

162
eran dos botellas de plástico de dos litros. Se tiraban
manotazos violentos, el ruido era interesante y ellos
no se inmutaban. Eran unos esgrimistas experimen-
tados desarrollando su arte, el de sobrevivir en un
pueblo. Mientras yo me castigo con mi ración diaria
de nueces, uno de los dos se me acerca y me dice que
tiene hambre.
Saco un pedazo de pan y se lo pongo en la mano,
lo rechaza.
Hambre de algo rico, chocolate.
Los niños son fantásticos en sus deseos, yo de al-
guna manera lo castigaba, no me gustaba su cara. Él
no tenía la culpa de ser feo, sus amigos le decían chu-
petín afeitado o chupetín lleno de mierda. Había que aca-
rrear ese karma y me conmovió, por lo que le di un
montón de dulces.
Hay una vieja que siempre hace un ritual del fiado,
es vergonzoso pedir toda la vida, mi tía se los sacaba
a la luz, siempre se encargaba de que lo recuerden,
de que ella les hace un favor.
La vieja siempre tiraba una sentencia para quedar
con la frase final, y se la merecía.
El pobre es el que más come.
Uno de los viejos está perdiendo sus piernas, la
vejez le está comiendo los tobillos, pero no pierde la
elegancia para caminar y eso lo hace único.
Me pide el Actimel de todos los días, ese día el via-
jante no lo había traído, le informo que mañana, él

163
enojado sólo dice, todo mañana, todo mañana, y en ese
lamento se iba su existencia, esos viejos conocían el
peso de los días.
Y era su forma de definir la incertidumbre a pesar
de una vida sin apuro.
Ese día lo ayudé a subirse a la bicicleta, se negaba
a regañadientes, ellos no quieren que los ayuden, no
se entregan, y mantienen esa esperanza de que pue-
den encontrar la formula mágica que los salve del
dolor. Sueñan con volver a correr, con un abrazo de
amor.
Esa noche volví cansado y las caras colgaban de
mis extremidades.
Me tiré en la cama a ver televisión, el Semental se
cortaba las uñas a mi lado, veía la forma en que incli-
naba su cuerpo para encontrar posiciones para llegar
a sus dedos.
Posee dedos delicados, blancos, para su cuerpo
grasoso, la miraba de reojo y veía como se volvía cada
día más amorfa. Cada vez que se cortaba una uña
hacía una parada para descansar y me contaba sus
charlas con sus novios, veía en mí un confidente. Y en
esas paradas se fumaba un cigarrillo, esa era su forma
de combatir su realidad.
Yo con el otro ojo miraba un documental sobre el
reciclado de basura en San Pablo.
Una hora le llevó cortarse las uñas.
Una biopsia de ese lugar.

164
A la mañana siguiente nada cambiaría, sería un día
difícil, como todos, la gorda corrupta entra el negocio
y piensa que todos la esperamos. Ella se siente cami-
nando en una alfombra roja digna de monarcas y sólo
es un trapo lleno de menstruaciones secas, sus dedos
negros que le sobresalen de sus sandalias baratas, lle-
nas de mugre.
Mugre inútil, carente de esfuerzo.
Ella se jacta de su militancia en el Partido Obrero, y
todos le prestan atención.
Ese día a su lado está un flaco de campera abri-
gada, la observa mientras yo le doy su vino blanco de
todos los días, luego el atado de cigarrillos baratos.
Era un cejudo que siempre anda con gorras de co-
lores, callado, sin dientes, pero con presencia. La
gorda lo mira despectivamente.
Éste, así como lo ves, es piquetero, corta rutas.
Lo decía en un tono tartamudo, soberbio, descali-
ficador.
El flaco con más calle que cualquiera cuando la
gorda se da vuelta levanta sus cejas, y en eso demues-
tra que miente. No me canso de recordar el detalle de
que tiene mi misma edad, me veo reflejado y eso ex-
tiende mi vida. La gorda tiene un esqueleto pequeño
que le cuelga de su cuello, San la Muerte, un santo des-
plazado y vengativo.
Ella al parecer tiene mellizos de cinco años que
quiere bautizar y la elegida es mi tía, la flácida es po-

165
lítica y sabe donde apuntar.
Mi tía al enterarse de la historia del santo se asustó,
era un santo echado por los católicos de los que ella
era fanática. Y se inventó un viaje para ese día, tam-
bién le argumentó perfectamente la importancia de
que sea un familiar el padrino. La gorda no pidió más
favores de ese tipo, se relajó, ese atardecer debíamos
ir con mi primo a buscar los bolsones a su casa, me
llevó engañado sino hubiera elegido no ir.
Era una casa oscura, alejada, había que atravesar
un pasillo de plantas horribles. Sentía miedo, de que
apareciera algún animal que no existiera en el pla-
neta, que me arrancara la piel. Llegamos hasta su ubi-
cación, una pieza de luz tenue, superamos una
cortina grasosa de plástico y nos enfrentamos a un
calor infrahumano. La gorda estaba como de paso en
ese lugar, pero había una cama y un televisor, nos es-
peraba acomodando los bolsones de los muertos de
hambre. Su bebé se descuartizaba de llanto en la
cama, mientras trato de encontrar el origen de seme-
jante calor. Dos estufas a cuarzo y dos ollas hirviendo
en la cocina.
Quería huir de ahí, rápido, en busca de hielo.
La gorda en ese contexto miserable seguía desti-
lando grandezas, no paraba, da consejos inalcanza-
bles para ella. Hace una propuesta para que le
digamos a mis tíos. Quiere realizarse un autorrobo, se
quiere sacar de encima esa mercadería por una suma

166
razonable. Ella, el ícono de la lucha social, quería des-
cansar en paz. Nunca les diríamos a los nuestros, con
mi primo consideramos que era una bajeza eso, y te-
mimos que ellos aceptaran y se metieran en proble-
mas.
Salí de ahí y más que nunca soñé con Islandia, con
esa mujer que huele a lluvia. Esa noche dormí con
miedo, siento que cada vez me despedazo más, me
estoy consumiendo de tristeza, nada me contiene, en-
cerrado en esa pieza en ese patio poblado de ratas,
moviéndose, yo no elegí terminar así. Me duele la
existencia, quizás algún día me rescatará una colo-
rada hermosa que me ame. Esa mañana dormí más
de lo habitual, yo no tenía esa presión de ir temprano,
a veces descansaba más. Me despertó la chica que
limpia, abrió la puerta de la pieza pensando que no
estaba, buscaba mi ropa.
Es tosca y detesto eso, su carencia de la cosa feme-
nina, aunque acá nadie la tiene, ni los putos. Nunca
se dirige hacia mí, sólo en emergencias, me busca y
me dice, señor Iván tiene una llamada, y yo me siento
parte de una novela brasilera.
Tiene cuatro chicos que cría sola junto a su madre,
la más grande de sus hijas es idéntica a ella, me causa
rechazo, me dan ganas de golpearla, nadie tiene la
culpa de existir, sólo soy un gordo resentido inten-
tando gatillar un arma que no tengo.
Son todos del mismo padre, un gordo enfermo

167
dueño de una panadería, mormón, se la cogía los do-
mingos a la tarde en un descampado a la salida de la
iglesia, su labor de pareja era esa. El gordo no se me-
rece esos hijos, ella ya no me causa repulsión, me con-
mueve, verla deambular como un paciente
psiquiátrico con sus vestidos avejentados, sus medias
de toalla que no combinan con sus zapatillas negras
sin lustrar. Varias veces la observé mirar televisión,
sin limpiar, eso me enfurecía. Ya el lugar me estaba
consumiendo, todo me enojaba. Y todos los días me
sentía lamiendo un inodoro que no era mío. Acá el
prójimo es un pedazo de carne que quiere sacarte tu
porción, eso es la envidia que se consume aquí, la
mentalidad del boxeador dentro del ring.
Todas las partes de la vaca se comen, menos la bosta y
el cuero.
Asevera el carnicero con voz de filósofo, hasta los
ojos.
Y le queda tiempo para hablar de una mujer que
pasa, esa es ligera como liebre en suelo arado. Me descon-
cierta, a veces me encuentro hablando de fútbol con
él y me termina contando intimidades.
Cuando me voy de acá al mediodía, tengo cuatro horas
para descansar, mi hijo se sienta a mi lado y se pone a ver
tele, dibujitos. Está encima de mí, no tiene amigos y siem-
pre quiere estar conmigo.
Viven en una pieza los dos.
El hijo de doce años empieza a conocer chicas a

168
pesar de su dependencia del padre.
Frazo saca del bolsillo un papel, me lo entrega para
que lo vea, era una carta de amor de una chica para
su hijo, lo invitaba a tomar un helado en una feria que
se realizaba seguido. Se lo notaba orgulloso y a mí ese
gesto me conmovía, yo siempre le digo que se ponga una
bolsa de plástico para no embarazarla, él mantenía su con-
dición de educador. Él era toda una institución en el
pueblo, su apodo de Frazo por Joe Frazer, era porque
se lo había ganado a trompadas, era un duro. Lo que
me preguntaba es por qué me mostraba esa carta, ¿en
qué yo podría ayudarlo? Un día lo veía caminar por
el boliche, con un vaso en la mano, la camisa despren-
dida, una mujer del brazo, era una estrella, todos lo
saludaban. Eran famosas las leyendas sobre él, la vez
que desertó del ejército, la vez que peleó contra diez
policías. Había algo oscuro en él, que alguien me con-
taría, era su padre.
El padre era el matarife oficial del pueblo, una emi-
nencia, un día se enamoró de otra mujer, una que
vivía a dos cuadras de su casa, dejó todo y se fue con
ella, empezó a mantener una doble vida. Embarazó a
la otra, a su amante. Él no sabía, ella viajó a escondi-
das a abortar a Buenos Aires, él no sospechaba nada.
Pensó que era una viaje familiar, pero empezó a notar
detalles extraños, él conocía de carne, de olores. Algo
no estaba bien. El olor salía de la vagina de su mujer,
el aborto estaba mal hecho, ella le contó la verdad. Él

169
se enfureció ante la decisión de ella de matar a un hijo
suyo, y la golpeó violentamente. La desfiguró.
La mujer moribunda era resguardada en el hospi-
tal cuidada por sus familiares, él estaba nervioso, se
lo veía ir y venir de su casa. Un día estaba sentado en
el frente de su casa y pasó una hermana de la mujer
golpeada, y lo amenazó de qué iría a prisión. Ese día,
el tipo que me cuenta la historia dice que pasó a verlo,
le gritó que mañana hablaría con él por algo, él le dice
que lo haga ahora que mañana sería tarde. Luego se
cruzó al kiosco, compró un cartón de algún premio
furtivo y se lo regaló a la kiosquera. El que quería ha-
blar con él se fue preocupado, luego volvería a bus-
carlo. Pasó por su casa y el televisor y las luces
encendidas, la puerta del patio se tambaleaba por el
viento. El carnicero era grandote e imponía miedo, lo
vieron colgado de una planta, sólo un pedazo de
carne muerta. La culpa lo había consumido. Y esa
noche como una señal del destino, su mujer desfigu-
rada murió. Ahora están juntos, uno al lado del otro
en el cementerio.
El padre del carnicero.
Suicidios, cada vez se hace más natural esa pala-
bra, y qué peligroso que así sea. Ese día me fui antes
a almorzar, quería cocinar algo rico, diferente. El gor-
dito más chico comía chatarra a las once de la ma-
ñana, eso se convertía en un hábito horrible, que
terminaría lastimándolo. Y hacía rato que se necesita

170
una figura masculina que se impusiera, que mostrara
respeto. Y ése era mí tío, el infiel, el perdedor, el que
todos los días debía mostrar que cambiaba.
Estábamos todos reunidos en la mesa, el gordito
gritaba por más comida, y él saltó, casi sin sentarse.
Pará de comer, no te vas a poder mover o ¿querés ser el
gordo boludo del colegio?,
La gorda, su madre, seguía masticando el plato, no
decía nada, nadie decía nada, el aire se cortaba con
una motosierra. Yo lo miraba al gordito que sostenía
el tenedor temblando, él no era culpable, y era el
turno del que lo había convertido en eso y allí fueron
las municiones.
Y vos gorda, mirá en lo que te convertiste y lo estás lle-
vando a tu hijo por el mismo camino.
Todo era violencia, a mi me goteaban los ojos ante
esa vida doméstica, pero era necesario.
Mi tía le hablaba al oído a su hija y le decía:
Aguantá, no le digás nada, yo estoy con vos.
Jugaba a dos puntas como siempre, ella le había
llenado la cabeza a su marido para que tomara esa re-
solución.
El dijo todo lo que sentía, como esos tipos que se
hartan y explotan.
Los otros siguieron comiendo, mirando la novela,
no intervenían. Mi tío, sin almorzar, se fue a la pieza.
El Semental se levantó con un cuchillo en la mano
y lo fue a buscar gritando

171
A ver, matame de una vez.
Su madre la agarró, la calmó, y era ella la que ge-
neró eso.
Luego todos nos acostaríamos a dormir la siesta a
ver la novela y nos olvidaríamos del dolor, de la vio-
lencia que nos estaba despedazando como familia.
Mi tío cada día pagaba culpas del pasado, unos
días antes que yo llegara fue a unas carreras de caba-
llos, y volvió muy borracho. Los despertó a todos,
golpeó puertas a trompadas, agarró a su mujer que se
escondía con su nieto y la tiró al piso. Les reprochaba
a sus hijos, a uno que no había terminado de estudiar,
que no tenía título y la otra haber sido madre a los
quince años. Rompió el televisor de una patada y él
nunca se había disculpado por ese hecho. Pero acá
funcionaba así, él que explotaba era el ganador. Y
todos colaborábamos para que esa violencia creciera,
sobre todo mi tía, la gran manipuladora, la inteli-
gente, la falsa profeta, ella deseaba de alguna manera
que nos enfrentáramos, sobre todo su hijo con su ma-
rido.
La violencia doméstica es tan inmunda como un
aviso de pegamento para prótesis dentales y ella se
jactaba de una inteligencia que sólo servía para saber
si dos más dos es cuatro.
Yo debía irme, todo era demasiado nocivo, nece-
sito una mujer que me haga feliz, que me quiera, ale-
jarme. Fuimos a trabajar y nadie decía nada, la radio

172
hacía lo suyo.
El primero en caer es un viejo de casi noventa años,
un anciano con su flamante jubilación de dos mangos.
Mi tía, al verlo entrar, se conmueve y grita.
Pobre viejo, te viniste caminando. Él se había reco-
rrido veinte cuadras con sus piernas desmembradas
por el tiempo.
Ese viejo debía dos jubilaciones, ella le cobraba in-
tereses, pero ese día pensé que sería diferente, con esa
forma de recibirlo.
Y la palabra que siguió fue, ¿cobraste?
Ya no podía disimular su miseria de querer más.

173
174
Bambi

175
176
3

La whiskería empieza a tomar forma como si el azar


moldeara una escultura absurda, estúpida, carente de
arte. Mi tía me dice que debemos ver a una mujer,
Clara.
No se parecía en nada a la hermosa paralítica de
Heidi, sospechaba desde mi oscuridad, ese nombre
siempre estaba en su boca como un modelo a seguir.
Clara venía de La Rioja, un lugar cercano donde nos-
otros habitábamos, un desierto de cientos de putas.
Pero el modelo venía por un lado más perverso,
ella mencionaba el hecho de que Clara, gracias a la
whiskería, había comprado hectáreas de campo y una
camioneta 4x4. Esos detalles la convertían en otra per-
sona, en una de intenciones dudosas, yo trataba de vi-
sualizar que era por su marido, que con ese sueño
dispersaba su atención de comerse la cabeza pensando
en orgías mesiánicas que destruirían su negocio.
Yo estaba inmerso en esa esfera llena de viento,
casi sin poder salir, una cárcel vendida por un inmo-
biliario sin pasión. Me subió a la camioneta conven-
ciéndome de que iríamos a dar una vuelta. Mi tía en
eso es buena, convincente, quizás todos los de mi fa-
milia seamos talentosos en ese arte de agitar, como
buenos peronistas.
En el viaje me informa que vamos a verla a Clara,

177
una casa de las periferias, la casa de su madre. Veo el
patio y hay mucha gente, yo tranquilamente un
tiempo atrás hubiera huido, siempre lo hago cuando
hay mucha gente. Más de uno. Caminamos sobre la
tierra durante cincuenta metros mientras observaba
el panorama. Veía los maderones en el fondo de los
secadores de tabaco, eso siempre era una referencia.
Una mujer manejaba el mate, tenía un aspecto dife-
rente al lugar, como si fuera una turista, con esos
equipos de gimnasia de tela de papel blanco gastado.
Pelo corto, teñido de rubio, ese detalle la rejuvenecía
quince años. Gozaba de un aire de ciudad que ahí no
abundaba, a su lado un pelado de unos cuarenta
años, con su misma vestimenta, sin dientes y aspecto
de patovica. Nos ubicamos en una mesa de mármol
de detalles toscos, falsos hexágonos negros y ribetes
rosas. Había unas facturas dulces con abejas encima,
nadie hablaba. Mí tía intentaba establecer diálogos ab-
surdos que sostuvieran el inicio de esa tertulia, todos
parecíamos gente común, pero hablaríamos de como
montar un servicio de prostitutas. Los otros no larga-
ban palabras, solo asentían con la cabeza, como estu-
diando, viendo cuando mostrar sus dientes.
Clara no venía, a unos metros castigaba la casa a
baldazos, compulsivamente, como si estuviera lim-
piando el recuerdo de un asesinato. Nosotros seguía-
mos en el patio escuchando a mi protegida, era la
única que hablaba, de lo buena que era con la gente

178
del pueblo, sólo por darles fiado. Y desarrollaba una
teoría de que culpa de su bondad fracasaba en los ne-
gocios, que el pueblo era desagradecido. Y toda esa
injusticia justificaba este delirio de la whiskería, ella
hablaba de comprarse un campo y volver a su pueblo.
Un sueño con precio.
En eso sale una pendeja de unos quince años de la
casa, se sube a una bicicleta huyendo de ahí, y por pri-
mera vez le conozco la voz a la vieja rubia,
Conseguime cuarenta gallinas que no sean muy gordas
para el jueves
Su voz era gruesa, violenta, pero lenta.
La niña siguió pedaleando con la sensación de
haber comprendido el mensaje.
Mi tía no podía quedar ajena a la escena, siguió con
su monopolio verbal, ¿están por festejar algo? La vieja
creo que habló sólo para sortear el nivel de estupidez
de su interlocutora.
Yo soy macumbera, trabajo con magia negra. Las galli-
nas son para limpiar la casa y el negocio. Clara en este mo-
mento está limpiando la envidia de su casa.
Mi protectora queda con la boca que le comía la
cara, casi se podía ver un hilo de saliva que caía. Pero
eso no impidió que siguiera hablando de su falso al-
truismo, y la vieja la miraba sin conmoverse, asin-
tiendo con la cabeza cada frase completa. La vieja
estaba de vuelta de esas historias de vida, ella sabía
muy bien una cosa.

179
Lo que el tiempo produce en los cuerpos.
Sale la que limpiaba y nos despedimos de la mesa,
caminamos rumbo a la camioneta que nos había tra-
ído. Clara camina despacio, se le siente la humedad
de tanta agua desparramada.
Ella me ayudó mucho, yo no tenía nada y la envidia de
la gente me destruyó, yo quería morirme, sentía que nada
tenía sentido y ella me rescató.
Por momentos parecía un relato de algún religioso
que vio la luz, y la macumbera era el Mesías, pero esta
mujer destilaba resistencia, la veía y sentía que todo
lo que logró era por dejarse penetrar, por lamer sexos
sin amor. Y en eso no concluía el sacrificio, había que
dormir poco, y como bonus track ser madre y esposa.
Mi tía en ese instante se encargaba de ponerla al tanto
de que yo estaría a cargo de la flamante empresa fa-
miliar. Clara me miró de arriba hacia abajo rastri-
llando mi cuerpo, creo que empezó por mis piernas,
era con buena intención, con los ojos cansados.
Esto no es simple, tenés que estar todo el día cuidándo-
las, estar en el mínimo detalle.
Le debo dar la bienvenida a una nueva forma de
esclavitud en mi vida, una en que vestiría un falso
uniforme de policía rodeado de putas que recibirían
mis órdenes, mis mandatos fascistas. Las chicas no
deben emborracharse, eso lo podes manejar vos desde la
barra, trata de no hacerle tragos muy cargados porque si se
emborrachan perdiste la noche. Otra cosa, en la que debés

180
cuidarte, es que de día no estén con clientes. Como verás,
es un trabajo complicado, no es fácil, hace falta mucha ac-
titud.
Y el énfasis que le ponía a la palabra actitud cortaba
el aire, era un bisturí que brillaba en la oscuridad, y
las dos me miraban, probaban mi valentía, era como
si quisieran descubrir algún signo de debilidad. Yo,
erguido asintiendo con la cabeza, volando en algún
pensamiento evasivo que me ayudara a escapar de
esa cárcel que se avecinaba. Me sonaban sintetizado-
res de los ochenta en la cabeza.
Clara se prendía su enésimo cigarrillo, quizás mi
silencio la tranquilizaba, no era un pedante hablador
que me la sabía a todas, ella tenía unas piernas fuer-
tes, bien formadas, la cabeza rubia artificial, pero
tenía algo que me atraía, curtida, con seis hijos, tenía
clase.
Eso no se compra en la esquina.
Actitud, ¿qué actitud? Actitud María Marta.
Sólo lo pensé, aprendí de las mesas de bar a estar
en silencio, a esperar mi momento de actuar, a con-
trolar la ansiedad verbal de la que gozan los miles de
terrestres. Hablaba con mis ojos y ella lo sabía, enten-
día que yo sólo decodificaba el mensaje. Y así nos fui-
mos de allí, mientras avanzaba la camioneta me
incliné sobre mi espalda para verla por última vez a
Clara, se volvía despacio, como los que no tienen
apuro.

181
Nosotros llegamos al supermercado, mi tía se
ubicó detrás de la caja y yo me fui al depósito.
Ahí montaba un ritual hacía unos días, algo sur-
gido casi por azar y no era precisamente cogerme a la
gorda de la farmacia. Metía mis dos manos en la bolsa
de harina, era una sensación infernal, mis manos se
llenaban de frescura, de buen olor, la bolsa de harina
siempre estaba abierta porque los lugareños consu-
men mucha, fabrican su propio pan. Era un baño per-
fecto en ese blanco pulverizado para mis manos
sucias, lastimadas. Pero la pureza siempre tiene un
final y generalmente es una vieja con perro. El piso
está recién lavado y pareciera que eso desata una se-
cuencia de gritos, de cada espacio del lugar salen so-
nidos como: ¡Camine! ¡Juira!
Poseen forma de órdenes militares, el registro de
voz usado es muy gracioso. Pero las onomatopeyas
parecen dar mejor resultado ya que los perros empie-
zan a recular, y si eso no diera sus frutos queda el úl-
timo recurso, el plan b, el amague de que uno
amenaza con arrojar una piedra. Ese no falla. Me en-
canta hacer eso, aunque suene morboso, me da placer
el amagar, aunque muy pocas veces le pegué a un
perro, creo que casi nunca, de esas cosas uno nunca
se olvida. Los perros que nos visitaban generalmente
se quedaban fuera, esperando que su dueño saliera
con las compras para acompañarlo de nuevo.
Me siento un perro de esos.

182
Me siento un pirómano reprimido buscando su
oportunidad, el que se conmueve cuando alguien
dice: Te voy a arrancar la cabeza.
Soy el que llora ante la violencia doméstica y él
que no entiende el desamor, él que resiste, soy los
quince años de las doncellas que solo sueñan.
Soy el invierno después del frío.
Soy el que aprendió a esperar su tiempo para
pegar, el que camina con cara de culo, porque si te
ven sonreír se quedarán con tu alma.
Cualquier señal me saca de ese estado mental
siempre culpa, que incita a apretar el gatillo.
Un Dodge amarillo pasa con un brazo que se le-
vanta para saludar, el dueño lleva una gorra azul que
dice El Che vive. Para él es sólo un objeto de resistencia
al sol, ojala que no. Pero en mí se manifiestan como
pequeñas revoluciones estéticas.
Y eso me transforma en un ser amable, una pro-
motora del paraíso y les regalo dulces a muchos
niños, me conmueve ese semblante de felicidad
cuando un chico recibe algo preciado. Me siento un
ángel ciego, sólo por no ver todas las cosas que se me
escapan.
Caen dos gordos, uno de bombacha y zapatos de
ir al colegio marca Ringo. Le dicen el Chacarero, trabaja
manejando un tractor juntando tabaco, andaba con su
hijo, el Chaca. Y el caballo se volvió lento para ellos y
se habían comprado una motocicleta, no muy grande.

183
Son domadores de fin de siglo, góticos, con el poder
de saber apretar un botón y acelerar. Este gordo tiene
seis hijos y debió restringir el uso de la moto, y este
hijo que lo acompañaba se la había sacado a escondi-
das. Lo había multado con trescientos sesenta y cinco
días sin usarla, transcurría el segundo. El hijo saca un
papel con todos los días que faltaban, anotados en
una caligrafía sin sentido, con palitos.
Mi tío observaba de costado el accionar de los he-
chos, de los argumentos, y con su falta de diplomacia
habló, a mí me dijo que va a esperar a que te chupes para
sacártela de nuevo.
Era genial en sus intervenciones y yo reía feliz.
Con él teníamos pendiente salir a buscar las chicas
que trabajarían en la whiskería. Yo antes debía resolver
cosas. Tenía que hacer un pequeño viaje hasta Tucu-
mán, la capital, que estaba a cien kilómetros. Y segui-
ría en esa tarea que nadie me encomendó, registrar
todo lo que se cruza por mis ojos. Pero cuando me
subí a ese colectivo sabía que me alejaría por un mo-
mento de ese lugar lleno de tristeza, sacar la cabeza
del agua, tomar aire y volver a ahogarme. Tradu-
ciendo ese pueblo derrotado, quizás más que yo, es-
critos, papeles, lo que hubiera.
Resistiendo la periferia, y sintiendo que no hay
nada más imponente que un río seco.
Siempre tratando de leer en donde no hay letras.
Los asientos del colectivo tienen poemas escritos

184
con marcador negro: ¡¡Te la comés!! ¿Y qué?, Hugo
2004. Presencia de seres que antes habitaron este
lugar donde transito y yo me siento más que nunca
un escritor maldito. La ventana del colectivo, los cho-
rros de riego de tabaco parecen de jardines reales, se
levantan desvergonzados por el aire hasta caer a ese
suelo de un verde perfecto. Pasamos por una pequeña
cancha de fútbol, de un lugar llamado La Florida, es
un lugar árido, me recuerda al lugar donde lo mata-
ron a Pasolini. Sigo esa línea de hormigas que me des-
truirán con azúcar, lo único que no consumo. Ahora
el colectivo entra en un paraje llamado El Sacrificio,
hace unos días alguien me había preguntado sobre
este lugar, fue en el supermercado, Gordo, ¿sabés como
se llega al Sacrificio?, yo le había dicho a cuerpo tierra.
Cada metro que recorro me doy cuenta de que la ba-
sura es la mejor amiga del hombre, pequeños incen-
dios mostrando que el verde y el negro se pueden
combinar.
Podría haber intentado contar las cruces al costado
del camino, de los que no pudieron llegar a destino,
decenas, de distintos colores, de madera, plástico e
hierro.
De vez en cuando me cruzo con un gran chorro de
humo blanco que sale de los ingenios, es un chorro
de algodón, es casi perfecto, y de esa belleza, baja len-
tamente convirtiéndose en ceniza para dormir encima
de los pulmones. Y a medida que ingreso a la capital,

185
mis percepciones van cobrando forma casi de manera
matemática.
Las gorras se encargan de colorear los malos pen-
samientos, esos que siempre terminan con un arma
en la mano. Las motos careciendo de la sangre de los
caballos llegan a imponer respeto, tienen un sentido,
evitar ensuciarse los zapatos con tierra.
El nylon es el encargado de la escenografía, el mo-
nopolio estético le pertenece. La cumbia es la que mo-
viliza, es la que aplica electricidad junto al alcohol del
color que sea, los cigarrillos baratos son más fieles que
un perro muerto y el suicidio siempre parece ser la
mejor salida.
Las viejas salen con sus mangueras como si fueran
boas constrictoras con el poder de calmar la tierra, los
niños asesinan palomas porque sus padres están
muertos y las sogas donde se cuelga la ropa tienen un
aire napolitano para acabar con el dolor.
Las paredes llenas de leyendas políticas, los can-
didatos juegan a ser simpáticos y usan sus apodos de
la infancia, no saben qué hacer para conmover.
Y la Biblia se escribe con los papeles del fiado,
donde se anota la deuda y nosotros sólo miramos. Los
kioscos son esas madres que siempre te esperan de
brazos abiertos sin importar qué hayas hecho, siem-
pre contenedoras.
Una estación de servicio con un cartel prometedor,
gas oil a granel, consultar.

186
Así era la capital, me pasé unas horas sentado en la
plaza contemplando la gente, iban y venían como
seres animados, sabían algo que yo no. Esa ciudad era
hermosa, una pequeña Buenos Aires, con fachadas hú-
medas de bares que resisten, arquitectura con mucho
brillo urbano, y me detuve en la iglesia, era de un rosa
infame. Esa ciudad me podía cobijar, pero debía vol-
ver a poner en marcha ese negocio de placer.
Me levanté de ese banco lleno de bosta de palomas
y me dirigí a la terminal, no estaba lejos. Me sumerjo
en un barrio cerca, cientos de puestos de ropa barata,
colores, demasiados colores, demasiada gente. Entre
mis manotazos por salir de ahí veo algo interesante,
una señal, las que busco siempre para no caer en la
desesperación del existir.
Cine Esmeralda.
Pasaban tres películas eróticas de los ochenta, la
estética de ese lugar comía las piernas. Al lado de las
carteleras un pendejo aspiraba fana, como si fuera su
último día en la tierra junto a un lustrabotas ojeroso.
Traspaso esas barreras hasta llegar a la boletería, un
gordo que no mira a la cara vende entradas al paraíso.
Eran las cinco de la tarde, es infernal realizar este
tipo de cosas a esa hora o más temprano, siempre es-
tamos inmersos en la culpa de que a esa hora hay que
trabajar, o que esas actividades son nocturnas. Tras-
paso una cortina que se pegotea en mi brazo, como si
fuera de plástico, tiene detalles de floreros. Quizás las

187
había elegido el gordo que vendía. Dentro había
ochenta butacas, más o menos diez tenían personas.
Me siento al final, el olor a desodorante de ambiente
se metía en mi nariz violentamente.
Joy Division, una película de nazis de buenos mo-
dales que cogían judías preciosas, perfectas, erótica al
extremo.
Por un momento me vi inmerso en la historia y se
iba el colectivo, y a un tucumano sentado a dos buta-
cas mío se le iban los ojos, tenía pinta de guitarrero.
No es mi tipo.
Llegué a la terminal y sobraban diez minutos, los
desmantelé en mi registro visual absurdo. Es muy
bella esta terminal, tiene un pasado de aeropuerto,
eso la hace con una estructura cómoda, inmensa, im-
pecable.
Cuando subí a ese micro para volver, sentí que
quizás me sentenciaba a muerte, ese trabajo parecía
ser más violento de lo que aparentaba.
Proxeneta.
Yo que fui portero de edificio, albañil, secretario
de clubes de fútbol, periodista y escritor de horósco-
pos, ahora me enfrentaba a uno nuevo, él que sellaría
mi destino.
Y ese pueblo era Vietnam, y lo primero que me re-
cibió fue un tanque de guerra, la gorda fue a buscarme.
Vamos a la farmacia, te hice una cena especial, cociné
para vos.

188
El olor a medicamento junto a una olla marrón
bosta eran dueños de mi atención. Había vino para
agarrar coraje y acompañar ese estofado que preparó
que era una bomba, casi o peor que abrazarla y dese-
arle amor. Comí dos bocados, tenía hambre. Agarré
el vino y me fui a la cama, en cuero, bragueta des-
prendida y la botella a mi lado.
En Crónica pasaban un recital de El Otro Yo, desnu-
dar a la gorda era como pelar una cebolla, sacar capa
por capa y llorar. Me agarró la pija con su mano de-
recha, sus uñas mal pintadas me irritaban, todo en
ella era repulsión. Y empezó a erectar mi miembro
que era accionado por mi cerebro, miles de mujeres
hermosas acudían en ayuda, odiando todo lo cono-
cido desde sirenas de bomberos hasta ciempiés. Y
ella, ignorando todas las técnicas de seducción de la
antigüedad, se la metió, bombeó como si anduviera
en bicicleta y a los cinco minutos dijo que había aca-
bado. Mi semen hirviendo se metió en uno de sus ojos
horribles. Cómo no la dejé ciega, así usa un parche.
Por lo menos se taparía una parte de su cara.
Y acostados en esa cama primitiva mirábamos el
recital, cualquier cosa fuera de ahí era hermosa. Em-
pecé a preguntarme qué hacía ahí, vaciando mi pija a
un precio muy caro.
Ella quería generar un punto en común entre nos-
otros.
¿Y a vos por qué te gustan tanto los pies de las mujeres?

189
Me percaté de algo delante del televisor, un pie
gordo, me negaba a su existencia.
Mi papá los tiene igual.
Mi cabeza empezó a trabajar de otra manera, ver
cómo llegué hasta ahí, pero en cuestiones técnicas, si
alguien me había visto entrar, qué podía pasar si la
eliminaba del mundo en ese instante.
Nunca más me hablés en ese tono, yo no soy nadie en
tu vida.
Me levanté de la cama, agarré la botella de vino y
me cambié. Salí de ese lugar como si lo hiciera de un
pozo sin fondo. Sólo pensaba en descansar, el otro día
sería peor o igual que éste.
Me levanté tarde, cerca del almuerzo, tenía el visto
bueno de mi protectora para hacerlo, así que no sentía
culpa. Era el aniversario de la muerte de una de las
mujeres que más amé. Diez años y es como si fuera
ayer, veo una foto de ella con una vela al lado de la
masa de ñoquis que están gestando. Mi abuela. Ese
día, en el almuerzo, la recordamos con anécdotas,
luego dormiríamos la siesta como si nada pasara.
Ese día fui sólo a abrir el negocio a la tarde y la gorda
corrupta llegó temprano con sus aires de productos
caros. La misma que le roba a los muertos de hambre,
a mis pares. No puede ser que tenga mi misma edad,
que seamos los dos de la misma generación, qué falen-
cias. Su calza contiene ese culo gordo que busca explo-
tar de grasa, apoya su brazo negro sobre el mostrador

190
y me da consejos de vida. Con la jactancia de los inte-
lectuales luego saca una prótesis de su boca, no fue
capaz de mantener treinta años sus dientes.
Sólo me provoca repulsión y se me acerca a ver
qué escribo. Le ladro con los ojos y se aleja.
¿Por qué soportar este calvario de mirar?
Cómo no ser un camarero vestido de violeta con
botones dorados, con cola de conejo en el culo, lla-
marme Stanley, y tener un perro pequeño. Y como si
la vida fuera una secuencia decadente de atentados
contra la belleza, salta una rata, sale de las verduras.
Me subo a una banqueta como un vigía de un
barco, fingiendo tener miedo por algo que no llega a
la décima parte de mi cuerpo. Justo llegaba mi primo
y la agarro de la cola y la tiro en el baldío. El ya se po-
sicionaba en mi vida como el tipo que me hacía reír,
ya lo había provocado con el apodo a su hermana, el
Semental, ahora la rebautizó el Chacal.
Debía empezar a cerrar algunas cosas, y estaba en
los últimos programas de radio, ya que de noche tra-
bajaría.
Catarsis, eso necesitaba, y siempre lo logro ha-
ciendo lo que más me gusta, hablando de lo que no
me gusta. Esa noche arranqué con un tema bien de-
presivo de una banda islandesa, Múm. Un tema con-
cebido por dos gemelas bellísimas cantantes de opera,
compuesto al lado de un faro con el mar mezclándose
en las voces.

191
Yo me sentía en el mar, me lamía la sal de los bra-
zos, sólo me encaminaba en busca de la belleza, en
ese bote helado, buscando el fondo del mar para que
mis lágrimas se noten.
Llorar es transpirar la vida.
Y arranqué con una historia, mi voz aparecía de
fondo, sin presentaciones, sin formalidades.
A él lo mandaron a matar una gata gorda, era para evi-
tar que tuviera cría y sus hijos gatos invadan toda la casa
con llantos que eliminan melómanos.
Él recibió las instrucciones y fue por la escopeta, se paró
frente a la gata dispuesto a acabar con su vida. El que lo
mandó le sacó el arma, no es que se arrepintió, sólo consi-
deraba que el disparo sería muy escandaloso para el barrio
y le propone que tome una barreta de hierro para que le
rompa la cabeza, y el señuelo sería el hambre de la gata.
Un plato con leche, la gata entregada, el asesino desistió
de la barreta y sostuvo en sus manos un cable, la agarro del
cuello, la apretaba fuertemente desviando los alaridos de
esa gata inmunda. Luego ubicó la cabeza debajo de una
rueda de tractor la que lanzo violentamente hasta que ex-
plotara. Luego, tomó un Tramontina y fingió jugar al fo-
rense, quería llevar los fetitos a la escuela y venderlos al
laboratorio.
Pero sólo encontró una gata llena de bosta, que sólo había
que destaparla con un clavo. Demasiado tarde, el cuerpo de la
gata fue al techo del taller, el asesino volvería a los meses y vería
los huesos dispersos, como si fuera una jugada de una bruja.

192
Los asesinos nunca se despiden del olor de los muertos,
y sólo sueñan con que miles de gatos vuelven a buscarlos.
Pero los asesinos no escarmientan, al mes siguiente mató a
martillazos a diez cachorros de una gata negra. Él ya sabía
lo que era matar, él había aprendido lo efímero de la exis-
tencia y jugaba con eso.
Despierten hijos de remilputas, dejen de suicidarse, eli-
jan la otra muerte, ésta de existir todos los días.
Nunca nadie me había llamado, el teléfono sonó
un par de veces, aprendé a hacer radio, una señora que
ignoraba me escuchaba. Desde ese momento empecé
a poner hardcore y leer poesía cursi. Cuando terminé,
esperaba a diez personas que me vinieran a pegar.
Sólo encontré viento en la cara, un bar abierto con al-
guien que veía televisión, y yo de regreso a mi casa, a
lo que creía que lo era.
Hay dos viejos, que hacen una dupla genial, pasan
todos los días a dejarnos el pan y ya entraron en con-
fianza conmigo, y me hablan en voz baja.
Quieren saber cuándo abro la whiskería, yo los in-
crepo violentamente. Se asustan.
Ustedes dos tienen la entrada prohibida.
Se preguntaban con sus caras qué error habían co-
metido para quedar fuera de ese placer.
Si los dejo entrar me van a llevar todas las mujeres y
tendremos que cerrar, se relajaron y volvieron a sonreír.
Los vendedores siempre eran amigos de mi tía, había
una cierta confianza, pasaban a almorzar y ellos ter-

193
minaban involucrándose en las miserias de la familia,
mi protectora se encargaba siempre de eso, de remar-
car por qué se metía en un negocio que la avergon-
zaba, que era para vivir mejor, por el dinero.
Un grandote era el vendedor de golosinas de una
multinacional, un tipo elegante que entraba despacio,
se ubicaba en el mostrador a esperar su turno. Con el
tiempo también ganó confianza conmigo, a fuerza de
mirarme y sonreírme.
Siempre comiendo usted.
Yo tenía un fantástico sándwich de mortadela con
queso al atardecer, la combinación perfecta. Este viejo
me molestaba en algo, después lo descubrí, conocí a
su mujer, una contadora horrible, esas viejas que na-
cieron para ser celadoras violentas de correccionales
de mujeres.
Yo lo miré al viejo y, en vez de decirle andate a la
reputa que te reparió, le dije:
¿Sabe usted cuál es la diferencia entre una orquesta fi-
larmónica y una sinfónica?
Me miraba con la actitud de un analfabeto, como
si le hubiera preguntado ¿cuántos pelos tenía en el culo?
Le di la respuesta y nunca más me hinchó las pelotas.
No era malo el viejo, sólo me agarró en un mal día.
Ya era un hecho que debía dejar la radio, era algo que
me dolía tanto, era lo único que me hacía feliz y lo de-
jaba.
Invité a un cantante de una banda de rock del pue-

194
blo. Mi primo se encargó de conseguirlo, era una nota
de color, cantante y trabajaba en el tabaco. Compra-
mos cerveza negra y pasaba rock argentino, su banda
se llamaba Dónde era la cocina. Cuando escuché eso me
cierra que es el cantante de la banda que vi en la
plaza, el que despedía a su compañero.
Todos los personajes de acá se parecían, pero éste
era diferente, curtido, con su novia que era la groupie
perfecta, sólo asentía con la cabeza y tomaba su mano.
Mientras bebía cerveza contaba su vida, levantarse
temprano a cortar tabaco, llegar exhausto sin ganas
de nada, la columna destrozada y la militancia del
rock.
Juntarse a costa de lo que sea, construir, crear, y
empieza el ejemplo del compañero fallecido.
Él era fanático de Ataque 77, por eso cuando lo despedi-
mos fue con sus canciones, él moría por la banda y él único
lugar donde podíamos ensayar era en su cocina, de una vi-
vienda de un plan. Todos nos emocionamos y se lograba
un clima clave para catarsis nocturnas, las más efecti-
vas. Ellos tocaron en su despedida, en la plaza a pe-
dido de su madre, ella consideraba que era el mejor
regalo posible. Todo era emoción en ese estudio de
radio, ahí se cosechaba la memoria con música y alco-
hol. Suena el teléfono, pienso que puede ser algún
oyente conmovido por la historia del músico suici-
dado y el otro vivo. Era mi tía que quería saber dónde
andaba una de las gordas. Ella no estaba escuchando.

195
El clima se iba cortando con un vidrio, sangraba,
y eso quedaba en la piel. Es como si en ese instante
una ráfaga de muerte azotara en el mundo y sólo
había que pasar a recoger los esqueletos.
Perla llega mucho antes del cierre, era la primera
vez que pasaba, pensé que podría estar furiosa por
algo que dije, pero no encontraba nada, el alcohol no
era problema porque ya nos había dado el visto
bueno.
Aparte era mi último programa, pero quería irme
bien, dejar una puerta abierta, ella fue muy buena
conmigo.
Dame aire, Iván.
Y arrancó, cómo estarán acostumbrados los oyentes de
esta radio, siempre informamos al instante, y ahora tenemos
que informar que ha fallecido el cura del pueblo, el querido
padre Checly. Siempre lo recordaremos con el amor que él
nos brindaba día a día, y por eso haremos un minuto de si-
lencio en su honor y luego seguiremos con el programa de
Iván.
Ella me mostraba su muñeca y me pedía que con-
trolara el minuto de silencio. Yo bajaba de un edificio
de cincuenta pisos y me pedían que metiera la cabeza
en la olla.
Quedaba un resto de programa, quede descolo-
cado, no sabía cómo seguir, y el tema que salió quizás
resumía todo, fue inconsciente.
Hells Bells de AC/DC, y esa noche me iría de ese

196
lugar y nunca más volvería, antes cumplí un sueño.
Cerré la transmisión de la radio.
Y así señoras y señores, amables almas suicidas, no-
venta y cinco punto seis frecuencia modulada indepen-
diente le desea buenas noches, mañana junto al sol nos
volveremos a encontrar por una opinión independiente.
Perla, una más de las mujeres hermosas que se cru-
zaron en mi vida, una más que dejé sin despedirme.
Salimos con mi primo excitados, pusimos Los Redon-
dos y compramos más cerveza, dimos vueltas a la me-
dianoche en ese pueblo fracasado. Sólo encontramos
dos bicicletas de dos borrachos, un par de luces, un
auto y una estación de servicio con insomnio, la
misma de siempre. Pero no había nadie, sólo las que
atienden, y el televisor en el canal de los vídeos. Gordo
es hora de que conozcas algo grosso, y esta noche es la in-
dicada.
Mi primo decía las palabras más hermosas que
podía oír en ese instante, y se encaminó a una plaza,
una oscura. Había una chica de campera de jeans, con
una cartera negra pequeña, casi no le dijimos nada
cuando llegamos.
Demostrale por qué sos la mejor, y yo escuchaba Los
Redondos en el asiento de atrás. Mi primo se queda
afuera fumando un pucho. Ella se sube y empieza a
reírse, yo con toda la cerveza que había tomado la
tenía más muerta que el Che Guevara.
Mirtha empezó a lamerla despacio, lo hacía con la

197
calidad de un esgrimista, con estilo. No tenía casi
dientes, sus encías raspaban sin lastimar, veintiocho
años criados en la ruta. Y no sé cómo, pero en cinco
minutos la tenía de cemento, le pasaba la mano por
su espalda, la amaba, esa negra era la mujer de mi
vida.
El talento que tenía para chuparla era de otro pla-
neta, algo así como el privilegiado que nace para
hacer cálculos matemáticos. Y cuando la abrazaba, le
pedía por favor que no me dejara, que yo sería el
hombre de su vida, él que le pondría bronceador en
la espalda, él que le abriría el cierre a su cartera, el
que se conmovería cuando tarareara una canción.
Salió el chorro.
Caliente, espeso, carente del poder de procrear, y
ella lo guardaba en su boca, no era porque me amaba,
sólo porque las puertas traseras del auto estaban rotas
y no se podían abrir de adentro.
Mi primo abrió la puerta y ella agachó su cabeza y
escupió.
Bájate gordo, ahora me toca a mí.
Y salí de ese auto y el mundo era diferente, las es-
trellas me decían cosas, mostraban sus formas, la luna
era una rodaja de limón, sentía el vacío, pensaba en
todas las mujeres que me devoré, ninguna me amaba
en ese instante.
Los árboles de esa plaza se contoneaban como po-
rristas de algún equipo gestado por la naturaleza, el

198
viento entonaba un réquiem que era un himno de
guerra para mí.
Y nos fuimos a dormir más felices de lo que nos
hubiéramos imaginado.
El otro día sería el comienzo de algo diferente, ya
mi vida empezaría a desviarse de rumbo. En con-
creto, se venía la inminente apertura de Bambi, pero
había un pequeño inconveniente, no había chicas,
putas, lo fundamental.
Sólo teníamos una que iría con su novia, una les-
biana boxeadora de veinte años. Debíamos conseguir
dos más, y lindas.
Salgo con mi tío, que sería mi nuevo compañero,
él manejaba, y entre los dos llevaríamos adelante el
negocio. Le cuento de Mirta, y él, con su filoso arte de
emitir bocadillos, la que te hace poner los dedos así, y
abría sus articulaciones, como si fuera la pata de una
gallina. Yo la quería llevar a trabajar con nosotros, por
lo menos para que me la chupe todos los días.
Yo no quiero Sabalaje.
Ese era el lema de mi acompañante, para mi esa
puta me había hecho olvidar por un instante que
vivía en una cloaca.
Fuimos esa noche a Concepción, estaba a cien kiló-
metros y la recorrimos, una ciudad bellísima, con fa-
chadas antiguas, cuatro bares que se comían la plaza,
de techos altos, bares del infierno. Teníamos un con-
tacto de una puta, le hablamos a su móvil y nos dijo

199
que ya venía, la esperamos en la esquina de la esta-
ción de trenes. Un lugar muy grande, de estética alu-
cinante, siempre tuve la sensación de que a ese lugar
lo había soñado, masticado.
La puta no llegaba, la volvimos a llamar y se había
ido con un cliente, debíamos seguir esperando. Esa
era mi nueva vida, esperar putas, y tienen un reloj
que sólo ellas crearon.
Puse la frecuencia modulada del lugar y eran me-
lodías de los ochenta, y me sentía un tipo con el poder
de conquistar.
Mi tío, en la esquina, había gastado las posiciones
de su cuerpo, se impacientaba, aunque no se le notaba
demasiado. Él tiene sangre de camionero, son tipos
que se acostumbran a esperar, contando los metros
pero no los minutos.
Pasaban tres chicas de indumentaria de jeans, cam-
pera y pantalón, esa es la vestimenta de las putas. Me
bajé del auto como si fuera entrar al boliche más
lindo. Las paré y entablé un dialogo y les ofrecí lo que
sería mi negocio, el de ellas.
Estamos por abrir una whiskería en Catamarca, cerca
de acá, ofrecemos casa y comida.
Eran tres adolescentes de labios grises y dientes
blancos, se miraban entre ellas, se preguntaban con
los ojos, una que era la más linda se mostró intere-
sada.
Mi tío, que a partir de sus comentarios se conver-

200
tiría en el que no hablaría nunca más en este tipo de
charlas, dijo: Yo no quiero boludeces, nada de drogas y de
pelotudear, porque las cago a patadas en el culo.
Con esa actitud no conseguiríamos ni putas deses-
peradas, moribundas, ancianas carentes de cualquier
atributo femenino. Lo agarré del brazo y lo mandé al
auto, como quien reta a un niño. Y traté de convencer
a las chicas, les ofrecí el paraíso.
¿Qué tenés para perder? Casa, comida, el cincuenta por
ciento, te llevamos y te traemos. Nosotros debíamos con-
seguir chicas como sea, ya en el pueblo se había co-
rrido la voz de la flamante apertura y se vaticinaba
éxito. Todos tenían expectativas por las chicas, que-
rían que fueran superiores a las putas de la ruta, mi
acompañante había largado sus bocadillos diciendo
que habría una brasilera.
Teníamos una presión extra que no era la indicada
y con los modales de mi tío, estábamos retrocediendo.
Quedamos esa noche que la más linda de ese trío ma-
ñana nos confirmaba. Y volvimos recorriendo estacio-
nes de servicio, en sus espaldas descansaban los
camiones y siempre había mujeres ahí.
Nos encontramos con algunas y les ofrecimos el
mismo paquete, pero no les interesó.
Yo no quiero Sabalaje, ese era el lema de mi tío.
Si esa nos confirmaba, tendríamos dos putas y po-
dríamos arrancar el fin de semana. Ya el albañil había
terminado de construir la cocina, la barra estaba es-

201
pectacular, sólo faltaba yo, apoyado, y las putas. Al
otro día llamamos a esa chica y se negó rotunda-
mente, alegaba que no podía dejar a sus hijos solos.
Pidió tiempo para confirmar si podía conseguir al-
guien que se los cuidara.
Pero no pudo, eso era común, todas tenían tres o
cuatro chicos mínimo.
Seguíamos teniendo una, Carolina, y la que sería
mi asistente, la lesbiana.
Ellas nos recomendaron ir a ver a José María, un
puto de un pueblo más o menos cercano.
Él trabajaba en la tienda de la estación de servicio,
vendiendo cigarrillos, chocolates, boludeces. Nos-
otros en su búsqueda recorríamos ochenta kilóme-
tros, mientras veía esos campos, esas casas inmersas
en el monte, con una pequeña luz que les daba iden-
tidad.
Y en el auto sonaba la FM de Perla, flasheaba con
que ellos me hubieran escuchado en la radio, mis pa-
labras y mi música, era la única radio que llegaba ahí,
era el único soporte disponible. Unos de esos días en
que me sentía desesperado, llegaba a la radio y ponía
algo que fuera un punto de inflexión del día de cum-
bia, y más de una vez lo lograba con Death in Vegas.
Y esas casas desparramadas al costado del camino,
casi escondidas dentro de ese monte de pumas que
podían disfrutar del mar violento de Islandia, donde
viviré mis últimos días. Llegamos al pueblo, desierto,

202
casi le faltaba que lo araran. El puto no estaba en su
trabajo, fuimos a buscarlo al pueblo, recorrimos la
plaza y sólo había doce manzanas más. Pero ese lugar
tan pequeño era un semillero de putas, sólo había que
levantar ladrillos y empezarían a salir. Fuimos hasta
una pequeña casa de una esquina, no se veía luz, no
era tan tarde, golpeamos la puerta y no salía nadie.
Ahí vivía José María, pero no estaba.
Mi tío siempre inmutable como buen camionero,
con paciencia, caminando tranquilo, subió al auto y
no dijo nada.
¿Dónde estará el trolo? Tirando una goma seguro,
vamos a un pueblo acá cerca por las dudas que ande por
ahí.
Sólo paseamos un rato más en esa noche derro-
tada, no encontraríamos nada, y nos fuimos asus-
tando. Cada vez se nos complicaba más conseguir
chicas, ninguna aceptaba y los datos que nos pasaban
se nos caían. Seguíamos con la pareja de lesbianas.
Esa noche me acosté escéptico, decepcionado, casi
pensando en que nunca lograríamos abrir, puse la
radio y me dormí escuchando tango. A la mañana me
levanté diferente, el sol no me molestaba, era como si
me hubiera generado un campo de energía que me
protegería.
Cuando terminé de destruir la resaca de arrancar
el día, había pasado el tiempo suficiente como para
que el almuerzo estuviera servido. Estábamos todos,

203
sólo faltaba mi compañero de andanzas nocturno,
que cae en el mismo momento en que notó su ausen-
cia. Se sienta y mi tía, masticando, me dice: Tenemos
noticias para vos. Sólo pensé en quién se había muerto
o en algún deudor que reclamaba mis brazos, mi san-
gre.
Conseguimos una chica, vendría los fines de semana a
darnos una mano para arrancar, hay que llevarla y traerla
todos los días. Marisol, vive acá, a unos cincuenta kilóme-
tros.
Todo cambiaba, era inminente la inauguración,
sólo quedaba un día para el sábado.
¿Y que tal está? ¿Cuantos años tiene? Espero que no
sea una menor.
Mis tíos sabían algo que yo no, se reían como dos
cómplices dispuestos a sorprenderme.
Tiene cuarenta y cinco -dijo mi tía- pero está bien, se
conserva la señora. Ahora entendí la risa, entendí el ca-
mino que tomaría ese negocio, fracasado antes de fra-
casar.
Menos mal que no querías Sabalaje, le dije a mi tío,
que se cagaba de risa, yo también, y en la mesa nos
reíamos todos, por un momento éramos felices de lo
mal que nos iría. Preparamos todo, empezamos a car-
gar la camioneta con todo lo indispensable. Mucho
alcohol, y un poco de comida. Ya el lugar estaba lim-
pio, con las camas tendidas y las mesas arremanga-
das. Contratamos una máquina que disparaba dos

204
temas musicales a cambio de una moneda de un peso,
era la clave para empezar cualquier revolución esté-
tica.
Y ahí estaba en la bajada de una montaña oscura
con cumbia sonando en mi cabeza, moviendo lenta-
mente mi pie como un negro que nació sin ritmo, con
una nueva alfombra de puchos, que ni siquiera sirve
para probar si soy un buen faquir. Esa noche me paré
detrás de la barra a esperar, pasaron casi dos horas
desde que abrimos, las chicas pidieron irse a recostar,
yo les dije que les avisaría si venía alguien.
Me corría algo por el estomago, parecido a la adre-
nalina, era raro, no era ni emoción ni miedo, ni ansie-
dad ni incertidumbre, era algo que molestaba. Quizás
era la incapacidad de definir cómo sería todo lo que
vendría, ¿quién sería el primer cliente? ¿Cómo se de-
velaría esa incógnita? Miraba ese lugar detrás de la
barra, las luces rojas en exceso, yo había diseñado y
pintado tres B gigantes en las paredes. Pensaba en mi
tan vapuleado Plan B, que nunca se cumplía, veía los
detalles de vitreaux que pinté en esa ventana que da
a la montaña, a la ruta. En las luces amarillas y azules
que salían de esa ventana.
Durante dos días le pinté a ese vidrio detalles de
figuras en forma de flores idiotas, una de las mejores
cosas que he hecho en mi vida, en una ventana roja
destruida en un prostíbulo de Vietnam, y abría los ojos
y yo seguía ahí. Mi mamá me había enviado las pin-

205
turas y en esa posición, sólo en medio de la montaña,
custodiando a putas arruinadas que descansaban, mi-
rando una puerta roja que cuando se abriera tembla-
ría de miedo, mi piel se caería de terror, necesitaba a
mi madre conmigo, a mis hermanos. Yo, el valiente
borracho, se desnudaba de pudor, de ansiedad al de-
venir.
Y recordaba cuando antes de venirme a este lugar,
cuando ya no quedaban más oportunidades, ha-
blando con mi madre, le dije por enésima vez que
confíe en mi plan B. Pero Iván ¿cuál es tu plan B? No
supe que decirle.
Bambi, mi nueva vida, demostrando que la pureza
no existe. Esa tarde mientras llenábamos las heladeras
de cerveza puse la radio, citaban a Trotsky, y yo mi-
raba a las putas acomodar sus diminutas bombachas
en un cable, luego puse un disco de Houllebecq reci-
tando poesía con música de Air, eso era realmente
mágico, esas putas rompían barreras estéticas.
La ruta que nos rodea parece no acompañarnos,
tiene una bajada muy pronunciada y, cuando nos en-
frenta, toma forma de curva. Nuestros clientes deben
venir bien preparados porque si se pasan de la en-
trada es muy complicado volver. Los camiones pasan
a gran velocidad y tocan bocinazos dando la bienve-
nida, mostrando con una señal que ya saben que abri-
mos, que volverán.
Acá se define lo efímero del placer, se compra en

206
porciones, la de diez minutos es la menor y yo la
vendo.
Rosana es la lesbiana que será mi ayudante, cuidará
de las mujeres, les hará de comer, limpiará y será mi
seguridad. Siempre está con unos pantalones depor-
tivos de azul y amarillo de un club innombrable.
Siempre fumando, hay algo que me excita en ella, es
dulce para expresarse, pero ordinaria, mesurada,
tranquila, llena de tiempo.
Tiene la cara tan curtida como las manos y sólo
tiene veinte años, ya acarrea dos hijos que los dejó en
el pueblo, con su hermana de quince años. Así fun-
ciona el sistema de los desclasados, protegerse entre
ellos mientras alguien se ocupa de llenar los platos.
Su novia es grandota, morocha casi negra, de la-
bios gruesos también.
Se llama Vanesa, pero para los clientes es Carolina.
Hay demasiados rumores sobre ellas dos, que la gran-
dota trabaja para la otra, que la revienta a trompadas,
que sólo son amigas y no pareja, la cuestión que ese
era mi equipo junto a Marisol, la señora.
Aquel día, Carolina estuvo casi toda la tarde ar-
mando un altar, lo construía detrás de las piezas, en-
contró dos ladrillos que servían de base, luego los selló
con barro. Era para su diosa. La Pomba Gira, según
ellas una vieja puta con el poder de ayudar. Debajo de
la base sostenida por los ladrillos puso un atado de
Benson & Hedges y una petaca pequeña de whisky.

207
Yo debo ser una estatua asexuada dentro de una
orgía, mirando con cuatro ojos y dos manos en los
bolsillos. Sólo una mano en un bate de hockey, esa era
mi seguridad detrás de la barra, en mis adentros ro-
gaba no usarlo nunca, no sentir ese miedo que me
obligue a hacerlo.
Y esa noche no entraba nadie, las luces de la ruta
ilusionaban, me corría algo por el estomago, parecido
al amor, pero desagradable.
¿Cómo había llegado a ese lugar? ¿En qué mo-
mento me convertí en proxeneta?
Y en eso la puerta roja se abre lentamente, cru-
jiendo, eso afilaba el aire, era filoso ese ruido.
Eran dos lugareños que tímidamente entraban, ca-
beza gacha, se ubicaron en una mesa saludando. Uno
se acerca y me pregunta si hay chicas, y pide una cer-
veza.
La tonada es rara, sus caras hundidas por la falta
de dientes. Antes de abrir la cerveza fui a buscar a las
chicas. Se levantaron de la cama con la cara marcada,
fueron al baño con la tranquilidad de un chino.
No se preocupaban, yo me dejaba llevar, debía co-
nocer sus tiempos.
Los tipos esperaban su cerveza, con sus camperas
abrigadas, uno sacó una moneda de un peso y fue
hasta la máquina de la música. Me pidió instruccio-
nes, le mostré con qué botón cambiaba de tema y de
disco. En la máquina había cien discos de la música

208
que aborrecen los melómanos y yo soy uno. Me mi-
raban con respeto, con discreción, yo no los miraba a
la cara, trataba de no intimidarlos, eran pequeños de
contextura. Si hacían algo, les rompería la cabeza con
mi bate. Pero, ¿qué podrían hacer?
Yo sólo me llenaba de incertidumbre en ese lugar,
de una maldita certeza de que algo saldría mal. Las
chicas salieron al salón y en eso se me iban los mie-
dos. La vieja, que ya no lo era, con una melena rubia
sobre una pequeña campera de cuero, una pequeña
pollera que apenas le caía del culo, y lo mejor. Unas
fantásticas botas blancas que sostenían dos piernas
duras, sin una maldita vena que las opaque.
Esa era una puta que resistía, los dos lugareños mi-
raban sorprendidos, como quien ve algo a lo que le
quiere sacar una foto.
El negocio se ponía en marcha.
Marisol les pidió una moneda a los hombres de
ocasión, fue con sus botas hasta la fonola, Madre de An-
tonio Ríos, ya me lo había anticipado. Volvió hasta la
mesa y agarró a uno del brazo, y comenzaron a bailar.
Ese lugar era lo más hermoso que alguna vez habité.
Yo empecé a ordenar mi cuaderno, debía anotar lo
que se vendía.
Los pases de las chicas lo haría con símbolos, S
simple, C completo, MD media francesa.
Uno encara para la pieza con la vieja, traspasan
una de las siete puertas rojas que había en el lugar.

209
Luego sale ella, me da el dinero y me indica la condi-
ción. Mira a los ojos, le agarro esa mano gastada de
lavar ropa y pongo un forro en su mano.
Eran diez minutos desde que ella volvía a ingresar.
Yo clavaba la vista en el reloj, era uno barato de nú-
meros grandes que sostenía unos de los tantos focos
rojos.
El techo de telgopor no impedía que se escuchara
hasta el silencio. Cuando se cortaba la fonola yo en-
cendía el grabador, uno naranja incondicional.
Ponía cumbia o cuarteto para contener el silencio,
para que los ruidos de la montaña no entren a co-
merse nuestras entrañas.
Esos dos eran los únicos clientes potables esa
noche, nos fuimos con mi tío al amanecer, lo que sería
nuestro trip cotidiano.
Viendo ese paisaje espectacular de montañas
abriéndose al sol, esos colores explotaban en nuestra
oscuridad, volvíamos sabiendo que nuestra vida era
esa.
Dormir cinco horas cuando se puede, ver crecer
pelo en la cara, como se hinchan las pelotas de ganas
de coger a la mujer que amo.
Mi tía nos esperó despierta, le contamos que es-
tuvo tranquilo, ella se desilusionó, después reaccionó,
se dio cuenta de que había que darle tiempo.
Tomamos un café y le dije que no me gustaba nada
el marido de la mujer que nos alquilaba, era un poli-

210
cía que lo habían trasladado por corrupto, era el único
del pueblo.
Su mujer antes atendía el negocio, se lo clausura-
ron por tener menores trabajando, cosa que no era
nuestra intención. Es igual al policía turco hijo de
puta de Expreso a Medianoche, tiene una expresión ase-
sina con esa tonada de pueblo de mierda.
Y ese cana quería su porción de poder, aquella
noche había entrado a increparme.
Yo soy la autoridad en este pueblo, quiero que todas las
cosas estén claras antes de que pasen a mayores.
El pretendía que yo le diera una renta, me hice el
que no entendía y se violentó más. Vos hacé’ las cosas
bien y no vas a tener problemas conmigo, yo voy a venir
las veces que quiera. Me estaba sacando, este boludo
caía con su camioneta con las sirenas y se estacionaba
frente al negocio y parecía que siempre estábamos su-
cios, ilegales, cosa que no era real.
Entiendo todo lo que decís, nosotros tenemos todos los
papeles en regla y no me estaciones el patrullero en la
puerta, no hay necesidad. Nosotros hablamos con tus su-
periores y las cosas estaban claras.
Se fue carraspeando, perdedor de algo que no
sabía qué era, su investidura, y la llamaba a su mujer,
Estela, la ele la pronunciaba doblando la lengua hasta
que no diera más, era un alarido enfermo, carente de
cualquier tipo de formalidad.
Mi tía escucha mi historia, casi pareciera que no le

211
importa, está recién levantada, pensando en el super-
mercado, en pagarle a los proveedores, a los que
sueña pagarles con lo que ganemos de las putas, pero
ese día había sido pobre.
Fui a dormir, me acosté dejándome acompañar por
la televisión, unos videos de bandas ochentosas, era
lo más parecido a lo que quería soñar aparte de des-
aparecer de ese lugar. Ese mediodía me levanté a al-
morzar con los ojos en las manos, luego debía salir a
comprarle cosas a la pareja de lesbianas e ir a buscar
a la vieja.
También todos los días llevaba la comida para
todos.
Llegamos al atardecer a la whiskería, era casi fin
de semana o lo era, no me acuerdo. Llevamos un
asado que haría mi tío, él es bueno en ese menester,
fue hasta el pueblo y compró un vino, un botellón de
litro y medio. Yo no bebía dentro del negocio, pero
con asado hay que ser muy pelotudo para no tomar
vino, excepto que seas un enfermo terminal.
Llegó el cuñado del policía y hermano de la ex
dueña. Tiene la cara como si fuera un esqueleto de
gallo, teñido con un rubio raro, se fuma medio atado
y habla con la vieja.
Habla demasiado, pareciera que fuera una má-
quina de sacar temas.
Pero no me relajo, este tipo antes atendía el lugar,
quizás las convencía de que trabajaran de día, debía

212
custodiar eso, seguirlo de cerca.
Él conocía el lugar, por más que lo hubiera hecho
fracasar, quizás lo único que buscaba era coger gratis,
pero esas cosas a mí no se me pasan.
Acá sí que no se coge gratis. Si yo no puedo, otros
tampoco. Me convertí en un perro viejo, uno que hin-
cha las pelotas, que vigila.
Un cliente nuevo en la mesa con Carolina. Tranqui-
lamente podría ser el abuelo, babeaba una cerveza,
había llegado en una moto vieja. Sintiéndose en algún
paraíso extraño, la veía caminar a la puta y gritaba,
Nunca pensé que iba a encontrar el agujero del volcán.
Carolina lo deja solo después de esa genialidad, de-
ducía que el viejo no cogería, y las putas en eso son
radicales, se alejan, cortan en seco el pelo de la incer-
tidumbre.
Marisol, que ya se había cogido a uno e iba en
busca del viejo, quizás tradujo una señal en esa mesa.
Al segundo, el viejo le dio una moneda, sus botas
blancas se dirigieron hacia la expendedora de música
por un peso. De allí salió la cumbia como si fuera un
chorro de leche en un ojo de la mujer de turno, él se
paró y salió a bailar.
El viejo tenía una campera verde como si fuera un
combatiente de una guerra absurda, unos jeans gas-
tados de llorar y zapatos cansados de comer tierra.
Bailaban esos dos seres condenados a perder, co-
miéndose su mala suerte en esos tres minutos que du-

213
raba esa cumbia insoportable. Cuando termina el
tema vuelve el silencio, ese que intimida, que pre-
siona a realizar algo genial, quizás como poner otra
moneda.
El viejo la soltó de la espalda a su bailarina y bal-
buceó, otra vez a desinflar el bandoneón, ese viejo sabía
lo que decía. Yo bebía mi vino tranquilo, el asado lo
comeríamos en turnos, había trabajo y era prioridad.
Seguramente en ese instante miles de personas esta-
rían pasándola bien, mis amigos. Yo enterrado en ese
lugar, sin pretender pensar en escapar, empezando a
disfrutarlo. Esa barra de madera que me sostenía, era
en lo único que creía en ese momento. Y cuando esa
barra me traspasaba las manos con astillas gruesas, la
odiaba, sentía que me rechazaba, que no me acompa-
ñaba en mi desesperación.
Esa noche pasaba rápido, había movimiento, casi
no se podía saborear el vino. Destapaba una cerveza
detrás de otra, era genial, parecía que el sol dormía
en la pista de baile, las monedas de un peso brillaban
en acordes satánicos.
Paran frente a la casa dos camionetas, tienen ins-
cripciones a los costados, no alcanzo a leer. Diez po-
licías de Catamarca me piden que detenga la música y
prenda las luces, o sea, las blancas. Eran algo así como
de inteligencia, empiezan a llamar uno por uno a los
concurrentes, toman datos y pintan dedos.
Un gordo de traje prestado es el que anota, tiene

214
una birome azul que es lo más parecido a un reinado
que puede tener, y después de los clientes, era el
turno de las putas, ninguna tenía documento, sólo
tiras gastadas de papel, constancias de pérdidas,
como la historia de sus vidas. El que parecía un sol-
dado se resistió, hablaba de sus derechos, que no po-
dían invadir el lugar así. Lo agarraron entre dos,
mientras le decían al oído: Vamos a ver si sos tan valiente
en la comisaría. Se lo llevaron afuera esposado.
Los policías se regodeaban en su hombría, habían
removido un viejo destruido, arruinado, y eran dos
rapados con chalecos de policía europea. Se creían la
gran cosa, yo sólo los miraba, mientras mostraba
todos los papeles, el lugar estaba en regla. Ellos bus-
caban a una menor desaparecida, una muy famosa en
Tucumán, y se sospechaba que estaba en una whiske-
ría.
Yo trataba de estar tranquilo, mi tío me presionaba
para que le pida los datos al que ordenó el allana-
miento. Me hizo enfrentarlo y el gordo se enojó. Me
puso contra la pared y empezó a sacarme fotos, la má-
quina era una pequeña, como si fuera de la madre. Lo
miré y quise decirle algo, que se yo, gordo cachondo,
alguna cosa de ese tipo, pero preferí mi integridad fí-
sica.
Me preguntó si tenía tatuajes, cinco, y él me ordenó
sacarme la remera. Con él había una oficial, delicada,
callada, me encantaba. Me saqué la remera presu-

215
miéndole a ella, que viera mis tatuajes, que se enamo-
rara. Ella me miró y habló, me increpó él porqué de
las chicas sin documentos. Si el Estado permite que pue-
dan circular así, ¿qué puedo hacer yo?, le di una res-
puesta intelectual que su mente de policía le hizo
agachar la cara.
La policía cruzo la puerta roja y todos sentíamos
que nos habían reventado ese grano que tanto había-
mos cuidado. Era muy violento todo eso, ya el vino
no me contenía, ni siquiera había bebido medio litro.
Me tomé media botella de whisky para bajar un poco
la adrenalina. Volvíamos a dormir por esa ruta des-
ierta, rodeada de ese campo verde perfecto, destrozá-
bamos kilómetros en silencio, sólo llegar y dormir y
olvidar ese mal momento. La magia empezaba a di-
luirse, como un helado que se derrite, como cerveza
caliente.
Llegamos y mi tía estaba levantada esperando la
recaudación, era una verdadera madame, pero los nú-
meros nunca eran buenos. Estaba enojada, se violen-
taba mucho al despertarse de dormir, eso le sacaba
toda la bondad que tenía, se volvía miserable, agre-
siva. Me increpó de mala manera porque había be-
bido vino. No sabía nada de lo sucedido.
Ella imaginaba que nosotros veníamos de joda,
que cogíamos, chupábamos mientras ella dormía. Le
hablo de la policía y de lo mal que la pasamos, ella sólo
veía el cuaderno, sumaba y auditaba mis números,

216
encontró uno que no coincidía y empezó a hablar
como si sospechara de mí.
De mí, que desde que estaba ahí no había visto un
billete en mi bolsillo ni de casualidad.
Y eso me puso muy loco.
¿Vos negra de mierda sospechas de mí? ¿Quién mierda
te creés que sos?
Su marido no decía nada, observaba, la agarré del
cuello y le hablaba en la cara.
Yo soy de tu sangre negra de mierda. ¿Con quién te pen-
sás que estás hablando? ¿Y sabés qué? Me voy a la mierda,
no te banco más.
Y fui a buscar el bolso, lo llené de mis cosas, la mú-
sica, las fotos de la pared, los libros, la ropa. Encaré
la ruta, caminaba enfrentando los camiones, no tenía
una moneda en mi bolsillo.
Nunca me sentí tan desesperado en mi vida, debía
irme de ese lugar. ¿Por qué pesaba más que nunca
este bolso? Pensé en dejarlo, en dejar lo poco que
tenía, me había convertido en un maldito materialista.
La resaca, la bronca, me consumían, quería arran-
carme la ropa, sentía que el vino me transpiraba, los
pies me dolían y ese maldito bolso era mi corona de
espinas. Sentía que avanzaba pero siempre estaba en
el mismo lugar, en ese pueblo. Empecé a pensar op-
ciones, de eso se encargaba mi desesperación junto al
cerebro. Me encontraba en la plaza donde esa puta in-
fernal me la había succionado como nadie, con el sol

217
en la cara, las moscas que me odiaban. Me cansé, me
senté y luego terminé durmiendo sobre un colchón
de hojas secas, llenas de bosta de algún animal.
Sólo quería volverme, irme de ahí, pero no tenía
dinero para el pasaje.
Me despierta mi tío, dale vamos dejate de joder. Me
levanté y fui con la sola intención de que me dieran
el dinero para irme en colectivo.
Ese día era el de la madre, en su casa había un asado.
Llego a la casa y me encierro en una pieza, me acuesto
a dormir un rato, luego entra ella con la gorda mayor.
Ivancito, perdoname, no quise ofenderte, ni faltarte el
respeto.
Yo no aflojaba, permanecía inmutable, muy eno-
jado, hasta que empezó la escena. Y empieza a llorar
a chorros, tocando todos mis puntos débiles, esos que
me conmueven, esos recuerdos que me obligan a ser
incondicional con ella.
Una excelente actriz, con el poder de manipular,
fingiendo enfermedades, debilidades mentales.
Vos no me podés dejar sola, te necesito, ayudame con el
negocio, vas a ver que nos va a ir bien. Ya la tenía arras-
trándose por mí, era algo, era el principio.
Yo me quedo, pero no quiero que me rompas más las pe-
lotas. Una que me hacés y me tomó el palo.
La gorda miraba la escena y quería participar.
Yo puedo ir a atender la whiskería.
La capacidad de esa gorda de hablar porque el aire

218
es gratis era asombrosa, es idiota.
Qué vas a ir vos gorda allá, no podés ni cortarte las
uñas. Por qué no te ocupas de tu hijo, que en cualquier mo-
mento explota y llena de bosta toda la casa.
Ese era mi puesto y no se lo daría a nadie.
Ese día me habló mi madre, para saludarme en su
día, me cuenta que mi hermano fue padre. Yo empañé
su momento de felicidad con todo esto, le dije que me
volvería. Ella se puso mal y con razón, yo no tenía
nada en ningún lugar, por lo menos acá estaba la es-
peranza de ganar unos pesos.
Si me hubiera entendido, me hubiera rescatado.
Comimos un asado muy rico en silencio, solo eran
masticadas sin sentido, después de comer salimos con
mi acompañante a buscar a la vieja.
Íbamos a Santa Ana, un pequeño pueblo metido en
un monte.
Mientras nos acercamos, vemos el cementerio con
todas sus tumbas abiertas, como si el diablo las ven-
tilara.
La plaza del pueblo tiene árboles gigantes, como
mutaciones de palo borracho, y eso alimentaba la
prostitución, cogían en la base de esas maderas su-
cias. Era muy violento ese lugar, tenía las calles an-
gostas, me fascinaba la idea de vivir ahí.
Cogiendo en la plaza, bebiendo cerveza en esas ve-
redas que nunca tienen sueño, las casas amontonadas
como si tuvieran frío.

219
Ese lugar decía algo, sólo había que escuchar.
La cargamos a la vieja y encaramos hacia la mon-
taña, otra noche de trabajo arduo a cambio de repro-
ches idiotas, prejuiciosos, malditos.
Esa noche marchaba tranquila, no entraba nadie.
Cuando eso pasaba, nos recluíamos en la cocina a
jugar a las cartas, a tomar mates. Comíamos mientras
las ratas caminaban por las paredes, nadie se levan-
taba a espantarlas. La vieja, en un momento, me mira
de otra manera, ¿Por qué estás solo? Un chico lindo como
vos, no es normal.
Las otras dos me miraban riéndose.
No estoy solo, ves este tatuaje, es de Nora, la mujer que
me espera en Islandia.
No tengo tiempo ni ganas de explicarle o detallarle
mi fracaso actual, mis huevos hinchados de semen
muerto, inútil. Y me alejé de ahí, no me quería invo-
lucrar en ese tipo de diálogos.
Salí contra las montañas, me prendí un pucho ba-
rato, me sentía el guerrero que bajó la guardia, que
necesitaba una sombra. No alcancé a fumar ni la
mitad cuando se detuvo una camioneta, bajó un
gordo pequeño, pasó y la vieja se sentó en su mesa.
Bebían un licor negro.
En quince minutos de tertulia, la pareja traspasa
una cortina blanca que separa el salón de las piezas y
después, yo soy el único que sigue la secuencia.
El cliente ingresa a la pieza, cierran la puerta, dia-

220
logan diez segundos, luego sale ella con el dinero,
mientras él se va desnudando. Me lo da en la mano y
me dice el tipo de opción. Simple.
Diez minutos de sexo violento, uno debe calcular
las bombeadas que puede aguantar, así le saca prove-
cho a su dinero, y eso era el orgasmo. La satisfacción
garantizada de este mercado del sexo. Le pongo el
preservativo en la mano como si fuera una moneda y
ella la cierra. En ese movimiento vuelve a la pieza a
cumplir su papel en este mundo.
Y esa última mirada antes del sexo es clave. Sabe
que en diez minutos golpearé su puerta y la rescataré.
Que si ocurre algo antes, entraré y la cuidaré. Ese era
mi papel y la música se encargaba de que los falsos
gemidos mueran en esa pieza.
Cuando la fonola corta su ritmo demoníaco, el si-
lencio invade el salón, las montañas crujen como
ramas secas, eso intimida hasta el más valiente, las
mesas se enmudecen.
Yo trato de ser el animador que sólo tiene que
apretar una tecla con el poder de espantar el silencio.
Cumbia o cuarteto, las letras representan el presente
de cada cliente, metáforas urbanas, alegatos sociales,
poemas cursis y el inminente deseo de esperanza.
Hay momentos en que la noche se congela, no
avanza, es como si los segundos fueran a paso de
hombre, densos, rancios, pasan y te lamen todo el
cuerpo, luego ese aire que sólo ensucia.

221
En una de las mesas hay un oscuro hombre con
cara de culo, parece tímido, en silencio comparte dos
putas con su amigo. Se cuenta los dedos de la mano,
la puta lo mira en esa actitud infantil, su compañero
está por coger con la vieja. Éste deja sus dedos y casi
se termina la cerveza.
Ella hace cosas para entretenerlo, intenta estable-
cer conversaciones, él está lleno. Empachado de esa
vergüenza de montaña, de ostracismo. Quizás sólo
quiera estirar ese momento.
Yo te rompo la boca cuando tú me tocas, suena la Mona.
Mi grabador naranja colabora.
Sigue sin hablar, toma la botella de cerveza, la in-
clina sobre su vaso para no generar espuma, lo hace
lento, quiere demorarse, es como si huyera de algo.
Saborea el vaso, lo deja en la mesa, juega con un swe-
ater que tiene en sus rodillas. Luego hace un rastrillaje
visual del lugar, como si fuera un detective detallista.
Su mirada es pesada, como si estuviera llena de des-
esperación, y ahora su posición es un brazo colgando
de la mesa, eso hacía brillar el plateado de su enorme
reloj, sabía entonces lo que era el tiempo.
Carolina se levantó de la mesa, fue un movimiento
rápido, de hastío. Le pregunto qué sucede, sólo me
dice que los dos están muy borrachos y se fue a la co-
cina a cenar. La veterana los sostiene a los dos con el
glamour de sus botas blancas.
Ellos sentados mirando la nada y la canción que

222
ilustraba todo.
Abogada, abogada, sácame de aquí, un sábado más.
Se levantan despacio, como si se hubieran cagado
encima, la vieja me trae los dos vasos de cerveza, lle-
nos, los agarro y los tiro en el fondo.
Carolina, moviendo un guiso, me dice que es de
mala suerte hacer eso, que hay que hacerlo en el
frente. Mientras, fumo cigarrillos baratos con la an-
siedad de una embarazada, tengo uno en la boca con-
tinuamente, deberé resolver eso. Debe ser mi
abstinencia a la marihuana, dejaré de pensar en acto-
res de reparto y escribiré cuentos infantiles para niños
tristes.
Soy el del cigarrillo sin prender en la boca, él que
ama mujeres y no sombreros.
Carolina come tallarines a las cuatro de la mañana,
un perro aúlla, corta el aire.
La lesbiana me mira, cuando un perro llora es porque
va a morir alguien, y en esas paredes empezó a habitar
el miedo. Yo, carente de cosas para perder, y en estos
casos el agujero del culo no cuenta, pero siempre me
lleno de reflexiones absurdas, los gallos cantan todo
el tiempo, imposible seguirlos. Yo odiaba los gallos,
su cuerpo estúpido sin manos, su cara con ojos de co-
tillón, colores mal combinados, odio el marrón. Si tan
solo tuviera tiempo me haría asesino de gallos.
Cuando se vacía el salón todo se vuelve carente de be-
lleza, la montaña empieza con su maquinaria acús-

223
tica, ese silencio tan ruidoso, mucha fauna que tengo
suerte de no conocer.
Las chicas se encierran en su pieza, conversan, se
ríen. Cuando aparece un cliente les grito, visitas, y
ellas salen a cumplir con su tarea. Se ubican en la
mesa de los clientes y, cuando ven que no las invitan
con un trago o no hay posibilidad de sexo, se levan-
tan, vienen a mi lado. Buscan protección, me encanta
cuando sucede eso, me siento un galán duro. La vieja
cuando duerme ronca como si cuidara los sueños de
sus once hijos, el exceso de cansancio me está lasti-
mando, los ojos rojos sin poder llorar, veo sombras
todo el maldito tiempo.
Miro la puerta y pienso en que pueda entrar un
hombre lobo gay y me quiera poseer.
La puerta es de un rojo vergonzoso, asustado, y en
ella todo el tiempo se reflejan mis tensiones, y las
luces de los que llegan. La madera tiene formas de
rectángulos que sobresalen, tres arriba, uno cruzado
en el medio cerca del picaporte. Otros tres en la
misma posición que terminan de formar seis “i”, es
como si formaran Iván, siempre me sostuve en ese
tipo de recursos. Un ingenuo pensando que esa
puerta hablaba, esa puerta que sufría de insomnio,
esa que siempre está abierta esperando, con ese bello
poder.

Siempre que quiero pensar en alguien, pienso en Nora.

224
Llegaron unos adolescentes, están en una mesa ex-
citados, riéndose de cualquier cosa, casi ni se animan
a pedir una cerveza, hay algo en esa actitud que me
molesta mucho. En ellos veo lo que era yo hace años,
esa vergüenza, pero ellos saben por qué están ahí, yo
no lo sé. Ni siquiera sé hasta dónde llegaré, si viviré
mañana.
Los pendejos pasan a coger con la cabeza gacha, es
rápido, salen enseguida. Nunca llegan a los diez mi-
nutos, salen bailando la danza del liviano, del que
vació sus testículos.
La fracción de placer de diez minutos es menti-
rosa. Empiezan a correr desde el traspaso de la puerta
y mientras se desvisten, empiezan a negociar.
Hay que hacerlos rendir como sea y, para eso, ya
hay que entrar al lugar con la pija parada, y con san-
gre suficiente para una hora mínimo.
Uno de los pendejos me pagó con el billete más
grande que hay, cien pesos, lo miré por todos lados,
veía algo raro en ese papel. Le pregunté a la lesbiana
y me dijo con total seguridad que era bueno. Ese es-
pacio era muy oscuro y recién cuando amaneció me
di cuenta de que el billete era falso. Sólo pensaba en
recordar la cara de ese hijo de puta, empezamos a atar
cabos y averiguamos los datos del que me lo dio. Fui-
mos a buscarlo al pueblo con mi tío, él sólo decía: Le
voy a arrancar la cabeza cuando lo agarre.

225
Yo veía un arma que le asomaba de su campera, la
violencia de él no ayudaría demasiado para él nego-
cio. Le dije que esperara en el auto, bajé y le pegué
una patada a una puerta pintada de amarillo.
Salió un viejo negro de unos cuarenta y ocho años:
¿Vos sos el polaco? Asintió afirmativamente dormido
con la cabeza.
Tu hijo nos metió un billete de cien pesos falso.
Se dio vuelta, encaró para una cama que estaba a
cinco metros en su casa pequeña. Levantó de los pelos
a su hijo y lo trajo arrastrando hasta mí. Cuando vio
que le pedía mi dinero, el pibe se acercó y me tiró una
trompada.
El padre lo agarró del cuello, lo sostuvo sin respi-
rar, lo mantenía inmóvil, luego lo pateó en el piso.
Lo domesticaba en mi presencia, le decía: No tenés
que ser cagador, tenés que hacer las cosas bien la puta que
te reparió, basta de hacerme renegar.
Mientras lo pateaba, lloraba. Veía sus lágrimas caer
por todos lados.
El viejo, en un momento, me mira.
Yo no tengo un peso, apenas tenga te lo acerco, este hijo
de puta me está secando.
¿Y de qué vivís?
Armo barcos dentro de una botella.
Bueno, si no tenés para pagarme, armame un bergantín
lleno de putas adentro de una botella de Blenders.
Eran las ocho de la mañana y el sol me comía los

226
ojos, queríamos dormir.
Mi protegido entendió eso y calmó su violencia, la
había presenciado desde el auto.
Volvíamos de ese pueblo de traidores con el aire
de la mañana en los brazos, fresco, un poco de tierra
me entraba en los ojos, no quería alejar mi cara de la
ventanilla.
Mi vida se había convertido en algo horrible.
Ni siquiera pensaba en llegar y que mi tía me hi-
ciera una escena por lo que había pasado.
Al enterarse, ella no le dio interés, parecía rara en
su forma de proceder, sólo dijo que eran cosas que su-
cedían. No le convenía hacer una nueva escena co-
rriendo el riesgo de que me fuera en serio. Me acosté
escuchando Mozart y no era suficiente.
El proceso era bastante efectivo, me iba cosiendo
por dentro y todo se queda encerrado en el hígado.
Y parecía que los días se parecían y cuando eso pa-
saba, todo se volvía nocivo, desagradable, común. Otra
noche bebiendo del silencio de esa montaña, con la fo-
nola incapaz de consolar a nadie, solo con dos putas
que descansaban, mi tío dormía en el auto. Él manejaba
todo el día, nunca se relajaba, su mujer no se la hacía
fácil, cada día lo llenaba más de presión, de miedos.
Caminaba ese lugar, era el único que me mantenía er-
guido, mirando la ruta, viendo en cada par de luces
una posibilidad de visita, por momentos ese ejercicio
se volvía enfermo, perverso, el esperar es horrible.

227
Entré por enésima vez al salón a buscar un cigarri-
llo, no hay demasiada luz como siempre, por esa
cuestión de la intimidad. Siento algo raro en la suela
de mi zapatilla, pisé algo extraño, dejo el pie quieto,
no me animo a moverlo.
Una víbora de un metro, bastante gruesa, justo mi
pie se había apoyado sobre su cabeza.
La lesbiana justo se levantaba y salía de su pieza,
la llamé a los gritos, era una serpiente venenosa que
la maté de la única manera posible para mí, en forma
inconsciente. La agarramos con un palo y la tiramos
enfrente, la rocié con alcohol y la quemamos, la veía
despedirse de este mundo y en eso hacía mi catarsis.
Me encerré en la pieza con la pareja de lesbianas,
estaba en el medio de las dos, ellas se reprochaban
amor. Soy parte de sus vidas y eso molesta, es un
grano que arde.
Esa noche se consumía rápido.
Marisol y sus botas blancas desistieron de seguir
viniendo, era raro, no tenía tiempo de detenerme a
pensar qué le pasaba. Ni siquiera se me cruzaba por
la cabeza la posibilidad de que ella se hubiera enojado
por algo. Pero se había encaprichado y no quería aflo-
jar, teníamos que conseguir una nueva.
Mi tío siempre tuvo una en las gateras, pero la re-
tenía porque la consideraba parte del Sabalaje. Ana,
veintiocho años, un metro sesenta, cuarenta y cinco
kilos.

228
La pasamos a buscar por un pueblo de diez casas,
con un bar en una esquina, con dos canteros llenos de
personas. La buscamos en una vieja casa del ferroca-
rril, amontonada con tres viviendas más, en un falso
túnel. Ahí la convencimos de ir a trabajar en el medio
de cinco gatos gordos. Me sentía hundido en un pan-
tano hirviendo y aceptó. Cuando se sentó en el auto
le pedí los documentos, por las dudas, a veces tienen
cara de cincuenta años y tienen treinta. Ella ya sabía
que trabajaba para mí, así que me trataba de usted.
Venía con unas ojotas negras gastadas, un pantalón
de fútbol y una musculosa desgastada. Era tosca,
ruda, parecía mugrienta, la cara poceada de un acné
rencoroso. Llegamos y ella se mezcló con las dos que
teníamos, en realidad una. Hay poco tiempo para que
se bañen, yo me encargo de llenarles el calefón, es rus-
tico, primitivo, ese baño pequeño, mal pintado. Yo lo
había pintado.
Esas bombachas pequeñas, diminutas, sin color,
sin sabor, eran toda sensualidad para mí. Y ellas siem-
pre dependían de mí, eso me hacía poderoso, yo era
tierno para ellas, estaban acostumbradas a tipos que
le ponían armas en la cabeza por sexo. Yo creo que
para cogerme una de ellas tengo que invitarlas a
cenar, llevarlas al cine y luego, en la segunda noche,
me las cojo pagando. Pero las cosas estaban dadas así,
sólo disponerse a ver como se presenta la noche. Está
empezando a llegar gente, así que voy hasta la pieza

229
de las chicas y les digo, visitas, ellas salen a los cinco
minutos, es como si lo hicieran a propósito.
Mientras los clientes me miran a mí, beben su cer-
veza y me clavan los ojos preguntándome: ¿Dónde
están las chicas? No te vinimos a ver.
Y la primera que aparece es Ana, con unas piernas
musculosas mundialistas. Se caminó kilómetros de
ruta, tenía más piernas y estado que un etíope mara-
tonista. Esa negra sabía lo que era la libertad, tenía un
pantalón de jeans cortado con las uñas, una muscu-
losa arruinada y unos zapatos negros que opacaban
la miseria anterior. Esos zapatos llegaban a suplantar
las botas blancas de la vieja. Enroscados casi hasta
veinte centímetros encima de los tobillos, encaró una
de las mesas con una voz gruesa, de masticar bulones
oxidados. Era como un policía jubilado, carente de
atributos de seducción, increpaba, obligaba a bailar,
a beber, imponía.
Volvía de ese show, los dejaba solos, pasaba y me
decía.
Estos no cogen, están secos, ¿puedo descansar los pies?
Estos zapatos me están matando. ¿Qué podía decirle? Yo,
el proxeneta moderno, el vanguardista, él que quería
conmover a las putas, robarles su corazón, como un
maldito mexicano, cursi y violento.
Ella no debía descansar según las reglas, no había
pasado ni una hora, y sólo teníamos dos putas para
alimentar diez pijas, y ella se iba a descansar. Salió

230
descalza hacia la salida a la montaña, como si fumara
un pucho tranquila, adentro me querían coger a mí.
Ella volvió y encaró directamente a la cocina. Co-
menzó a comer salvajemente, descaradamente, antes
no había querido cenar. Se había fumado un porro de
novela, al costado de los gallos, con razón los gallos
cantan a cualquier hora. Esa noche había diez tipos
que trabajaban en la cosecha, tipos que andaban en
camioneta, algunos de un pueblo cerca del mío, Ca-
nals. Un viejo se acercó a hablar con mi tío, hablaban
de camiones y valores de los cereales, en medio de
putas y cerveza.
De repente sale Ana, el viejo deja la charla y se en-
loquece, ella lo encara, lo hace bailar, el viejo empieza
a convertirse en el protagonista de esa noche de per-
dedores.
Vos debés tener mi misma edad, le dice el viejo. La
puta no se ofende, sigue erguida, baila.
El viejo no sabe qué hacer, le mete un dedo gordo
en la vagina, lo huele, se lo lame delante de ella y de
mí.
Andá a coger viejo y deja de romper las pelotas, que ya
nos cansaste a todos haciéndote el lindo. El viejo agacha
la cabeza y se va a la pieza, ella sale a pedirme el pre-
servativo con un dinero que no es suyo, luego será su
mitad. Anoto en un cuaderno el pase correspondiente
y miro el reloj. Al viejo lo voy a sacar a los ocho mi-
nutos, total no se le va a parar nunca con toda la cer-

231
veza que tomó. Le golpeo fuerte la puerta, ella grita:
Ya. Si el viejo quiere seguir, va a tener que pagar más
y ella saldrá con el dinero.
El viejo sale de cabeza gacha y sube a su camioneta
a esperar que los otros borrachos salgan. Una galería
de perdedores seleccionada por el mismo demonio,
un dios cansado de ganar, destinado a manejar los
hilos de los que no deciden.
Así funcionaba el sistema en ese lugar y yo era
parte.
Nada más nos unía la derrota, ni siquiera las ganas
de tener sexo.
El placer era sólo una excusa para diferenciarnos,
nadie podía enseñarnos nada, sólo a odiar, sólo a re-
sistir un día más.
Yo intenté evadirme miles de veces y lo intentaba
con métodos absurdos, sin sentido.
Probé llevando libros, intenté dispersarme con uno
de Marechal, sólo logré disfrutar más la prosa de la
cumbia. Detrás de esta barra de madera, con mi pose
de tipo inmutable, sin nada más que perder. Y todo
seguía su secuencia violenta, la música imponía su
presencia como un patotero desclasado, ¿quién es más
borracho que yo? ¿Quién es más cumbiero que yo? Vaya
manera de provocar la de este cantante de cumbia,
me resulta divertido.
El Koreano quedó solo con su remera negra de Los
piojos, hacía un rato gozaba de la compañía de una de

232
las chicas. Pero su ficha en este videogame había con-
cluido. Cogió y pagó dos copas, su dinero acabó junto
a su protagonismo en el lugar. Así es este sistema.
Ahora la mira deseando, viendo cómo ellas interac-
túan con dos en otra mesa, lugar donde antes se en-
contraba él. La existencia todo el tiempo nos pasa la
lengua por la cara y nos deja ese escalofrío que de-
muestra lo poderosa que es. Y en ese instante ya de-
seamos volver a ser felices.
Ana volvió con el Koreano, estaba con dos que no
prometían más que beber cerveza, la lesbiana en la
pieza se cambiaba de ropa, yo con mi cigarrillo barato
colgando de mis labios, apagado como mi cerebro.
¿Qué pasa que no hacen palmas carajo?
Sigue el cumbiero asesino.
Somos cuatro haciendo cosas diferentes en un cua-
drado lleno de olor a cerveza y sexo. Sumergidos en
la dramática existencia, salgo a mear afuera y el cielo
negro me enfrenta a miles de estrellas. Quiero huir.
Algo rebuzna en silencio y flasheo que es un mino-
tauro que viene a eliminarme de este planeta egoísta.
Vuelvo adentro y la cumbia existe, y con eso yo.
Caen unos amigos del Koreano y prolongan su es-
tadía con más cervezas.
Un petiso baila Shakira con una camisa de cotín,
mueve su pelvis y cuando sonríe el mundo descubre
que puede ser un vampiro de tres dientes. Puede ser
tranquilamente un hijo no reconocido del Inspector

233
Clouseau. Tiene una nariz genial, concebida para di-
vertir y expulsa el humo de lo que fuma por ella. Le
pagaría para que viniera todos los días a alegrarme
la vida, le mueve la cintura a un gordo de remera roja
y le apoya el bulto en el brazo. Luego su excitación va
creciendo, se acerca a la expendedora de música que
para él en esa soledad de montaña representa un
plato volador. Apoya su nariz en el vidrio y pareciera
que fuera a acomodar los discos con los dientes.
Luego vuelve a esa pista de baile improvisada por
más, mueve sus rodillas como si fuera un pequeño
velador flexible, luego agarra a una de las chicas, Ana,
la acomoda y se inventa un baile romántico donde no
existe.
Quiere hacer todo junto pero está seco hasta de
vientre.
El Koreano quiere estirar la noche y es a través de
una falsa utopía. Muchachos, hay que tomar diez cervezas
más e irse a dormir.
La sonrisa del petiso se congela en su cara. Ella no
baila más con él y me enfrenta.
Este petiso tiene una alzadura y no quiere pasar.
Ella se vuelve a la mesa de ellos y toma del vaso
del petiso, no puede hacerlo, él debe invitarla, pero
yo no soy policía.
Yo sólo quiero irme de este lugar y convertirme en
budista, repartir estampillas con una túnica ridícula
en todas las peatonales del mundo.

234
Ana se ríe como si una lija invisible le hiciera la risa
diabólica mientras se para y huye a otra mesa. El pe-
tiso se me acerca y pregunta por la vieja que cogía sin
preservativos.
De algo te vas a morir, total ya no tenés qué morder.
Me sirvo mi enésimo vaso de Coca Cola para jugar
a ser el antihéroe que dibuja ángeles cíclopes que ama
con locura lo que sea bello.
Ese amanecer volvía sabiendo que descansaría,
había elecciones en los pueblos. Ese trabajo que estaba
concebido para que fuera una tortura diaria parecía
tener un descanso. Mi cuerpo se llena de grasa y poco
a poco adquiere la forma de un vampiro viejo y des-
terrado.
Ese descanso tuvo un sueño violento, mi cara
siendo invadida por personas, veo mi cara recostada,
soy un observador de mi cabeza, empiezan a aparecer
personas pequeñitas, se acomodan dentro de la cara
como si fuera una prueba de un programa de entre-
tenimientos. La cara se vuelve elástica, yo la observo
pero siento cómo me la pisan. Unos pegados con
otros, se enciman, se pelean por un sitio, calculo alre-
dedor de cincuenta personas habitando mi cara. Los
ojos me desaparecen y yo sigo mirando. Gente que
asoma sus pies por mi nariz y yo que no puedo des-
pertarme, cuando siento que empiezan a atravesarme
la garganta me vienen las ganas de vomitar.
Eso calma las fieras, la muerte no alcanza. Y la ver-

235
dad de las cosas uno siempre espera encontrarla de-
trás de puertas oscuras, donde se guardan los remor-
dimientos.
Pasado el mediodía el descanso por elecciones no
se llevaría a cabo, mi tía decidió abrir.
Una de las chicas, Carolina, había sido fiscal de
mesa y venía cansada. Su pueblo es un lugar de no
más de mil personas, con el centro invadido por
veinte travestis, dos bares, una parrillada sin olor a
asado. Ahí se maneja todo el tráfico de camiones ro-
bados en Tucumán. Lo atiende un flaco de gorra de-
portiva que parece que sabe más que su cara, nosotros
hablamos con él porque necesitábamos fernet, una be-
bida que no me cae bien, casi como el caramelo de
color negro.
En toda la provincia no podíamos encontrar el ori-
ginal y él tampoco lo tenía.
Buscamos a Carolina al atardecer y nos fuimos a
Bambi.
Ella estaba cansada, fue fiscal de mesa y estuvo sin
dormir, ahora debería enfrentar los seres que quieren
divertirse. Llegamos y puse agua a calentar en una
olla, ella se recostó un ratito. Luego, el agua hirviendo
terminaba en un pequeño calefón sin electricidad y
debajo, los calzones sin color de mis mujeres.
Cuando todo estaba listo, la llamé para que se
bañe, luego me puse a cocinar un guiso de fideos con
carne, de esos que calientan el cuerpo.

236
Salió del baño y entró Ana, yo ya le tenía el agua
caliente, volví a repetir el procedimiento, pero ella me
miraba desnuda mientras yo lo llenaba. Se aprove-
chaba de que tengo mis brazos arriba, ocupados con
el balde y me manoteó la bragueta, deja de romper las
bolas, con esa frase que me salió desde la incomodi-
dad se calmó.
Las etapas previas a la salida del salón se iban sor-
teando, se bañaron y comieron, y empezó a llegar la
gente. Carolina entretuvo a un gordo de flequillo, con
una cara de inacción, como si la última escena de sexo
en su vida fue cuando su mamá le dio la teta. Había
dos más con él que casi bebían cerveza. Ana con su
técnica de seducción jugaba a cortejar a uno, a ver si
lo podía convencer de pagar por tener sexo con ella.
Esa era la naturaleza ahí, la manera de sacarle todo
el dinero posible a quien cruzara la puerta.
Ese día Ana trajo una gata pequeña y la lesbiana, un
perrito. Ya el zoológico estaba casi listo, ratas, galli-
nas, pumas, buitres y estas especies menores, y yo.
El gordo y sus amigos seguían resistiendo algo,
pusieron monedas de un peso e intentaron generar
un clima.
Yo observé la secuencia mientras bebía una sopa
crema en una taza de flores azules, trataba de cicatri-
zar una resaca. Carolina estaba aburrida y cansada,
ellos no poseían la poción que la alegrera, su novia se
paseaba delante, la toreaba. Estaban peleadas, una de

237
las dos se emborrachó y la otra no se lo perdonaba.
Se miraban de costado como si fueran bizcas, cual-
quier excusa era buena para pelear y generar una re-
conciliación. Todos lo hacemos, Haneke haría una
película infernal con ellas.
El gordo se levantó junto a ella y entraron a la
pieza que me acompañaba a mi izquierda, ella salió a
los veinte segundos y vino por su preservativo. Me
entregó el dinero, eran muchas monedas, faltaban un
par de centavos, el gordo se había desangrado con sus
ahorros por ese polvo. No importaba, que coja ese
gordo, le haremos un bien a mucha gente.
En el salón había acordes tristes de la cumbia de-
presiva, la lesbiana me agarró el brazo y me hacía bai-
lar, me decía que siempre pongo cara de boludo, que
me relajara. Yo siempre estudiando cada detalle, sin
saber realmente cómo actuar. Y el gordo salió antes
de que le golpeara la puerta, pusimos dos temas más
y ya no bailamos.
Los tipos se fueron y le dije a la lesbiana: El primer
animal que moleste, lo meto en una olla y lo hiervo.
Y me puse un pucho en la boca, la música seguía
cortando la piel y en nosotros esa extraña condición
que habíamos aceptado.
Todos los días se parecían y eso era más violento
que te peguen con una toalla en la espalda en in-
vierno.
Un tipo con la cara de Dana Elcar le pagó seis copas

238
y ella las pidió de whisky. Carolina. Ellos olían los
vasos para comprobar si realmente era whisky. Me
habían informado de la existencia de estos tipos. Que
no cogen y pagan copas para que se embriaguen las
chicas. Que yo debía tener cuidado. Debía servir poco
alcohol. Ella iba y venía cada vez con su sonrisa más
pronunciada. Ella era como Rosie Pérez, más grandota,
seria, de labios carnosos. La lesbiana dormía. Ella
ponía música y bebía su Smuggler. El tipo se fue. Ella
quedó con la alegría del alcohol. Pidió monedas y se
puso a bailar. Se puso ropa más cómoda y se movía
como una calesita a estrenar. Puso la Gasolina y movía
su pelvis enfrentando la barra. Donde existía yo, que
le servía otro whisky.
Ana la acompañaba. Era tarde, posiblemente no
vendría nadie más.
Puso Melina de Camilo Sesto. Lo cantaba llorando
como un gato.
Has vuelto Melina, alza tus manos hacia Dios.
Que él escuche tu voz.
Has vuelto Melina.
Tus ojos reflejan el dolor y tu alma el amor.
Esa tristeza de borracho con su voz de párvulo me
conmovía.
A mi los gatos no me conmueven. Ella con veinti-
trés años flasheando con un tema de los años ochenta.
Luego me siento en una de las mesas del salón. Como
un cliente me prendo un cigarrillo. Me siento Bogart

239
por enésima vez. Les doy una moneda para la música.
Carolina le murmura algo a Ana al oído.
Como una adolescente.
La otra sólo dice sobre gustos no hay nada escrito.
Estamos los tres en el salón. Mi tío duerme en el
auto y la lesbiana en una pieza. Cualquiera puede
venir. Carolina incita a la otra a que me bese. Yo está-
tico ruego en mi interior que no acepte, es fea y sin
dientes. La otra negando, escupe. Yo con la patronal no
me mezclo.
Y esas palabras mágicas más que dignarme a un
fracaso más, me liberaban de pasarla mal. Pensé que
con eso se relajarían, que Carolina desistiera de su em-
presa, en un segundo, me agarró del cuello y me
metió su lengua hasta casi ahogarme.
Saboreé todo el alcohol que había bebido y algo
arenoso, que no me atraía mucho, me hacía sospechar
de su naturaleza. Era una boca hermosa, de labios
gruesos, y siempre hay una lengua más gruesa, el pa-
raíso. Yo me quedé inmutable, sólo la observé, ella re-
trocedió y en tucumano básico dijo.
Sos un cagón.
Salgo del salón buscando una excusa, algo que me
haga evadir de esa escena, eso sería un quiebre en mí
ahí dentro, pero quién pensaría en no hacer nada. Ella
sale después de mí, justo me la estaba sacando del
pantalón para orinar, en unos de los ángulos de la
casa. Me arrincona contra la pared y me cruza los bra-

240
zos en el cuello, lo que más me calienta, y empezamos
a besarnos violentamente.
Esa boca no paraba de succionarme la cara, me
sentía besando a una boa, le apretaba el culo, ese que
me sabía de memoria. Esa puta me calentaba mucho,
sentía que se me reventaba la pija con los huevos den-
tro del jean. Un beso infernal de no más de dos minu-
tos, ella sabía besar, y se respiraba ese aroma a
clandestino. Cortó rápidamente y se volvió corriendo
hacia adentro, casi se rompe la cabeza contra la
puerta, estaba muy borracha. Fue hasta su pieza a
dormir con su novia, la boxeadora.
Yo ese día volví a la casa de las gordas. El viaje era
diferente, cuando uno empieza a cargar historias que
le pesan, pero sonreía. Dormí un poco con ese cosqui-
lleo hermoso de sortear la rutina cotidiana, y me en-
cerré en el baño mientras me bañaba, me masturbé
pensando en ella como pude, rodeado de gordos que
cagan cada cinco minutos, que golpean la puerta en
forma constante.
Sentía que esta historia con la puta era un primer
paso a algo, un umbral que se abría entre lo dark que
me acogía cotidianamente. Pero a su vez sabía que
rompí códigos, pero era feliz. Ese día salí al pueblo
en la moto e hice las tareas de siempre. Buscar mone-
das de un peso para tener para musicalizar y cambiar
por billetes, comprar los elementos para las chicas, ci-
garrillos, goma de mascar, medias color carne.

241
Ese día Carolina recibió algo extra, un chocolate.
Esa noche me ignoraba. En un momento en que el
tránsito de clientes se calmó y las otras se fueron a la
cocina se acercó. Me miró con esa cara que sólo las
putas pueden poner y le escupí la cara de palabras:
Qué ganas de partirte la boca.
Ella no dudó en segundo, ¿y que esperás?
Y acá se producen las escenas en que uno es pro-
tagonista de una película de su propia vida.
La agarré del brazo y la saqué hasta nuestro rin-
cón. En la oscuridad, nos besamos por treinta segun-
dos, sufríamos la adrenalina de que nos descubrieran.
Al fiolo y la puta.
¿Quién podría decir algo?
Esos besos me recorrían cada centímetro del
cuerpo, sentía que me estaba cogiendo a los dioses
que me sumergieron en esa tumba. Y luego de esa
breve escena de amor inútil volvía inyectado al salón,
sentía que era dueño de algo en ese lugar, no sabía
qué, pero antes no poseía nada. Esa noche casi no fue
nadie, había neblina, pensaba en cerrar, para qué agi-
tar los fantasmas de mis películas de terror. Me asomo
una vez más y a lo lejos se veía un camión, no le di
importancia y volví con intenciones de cerrar. Las
luces bajaron por el camino hasta estacionarse a un
metro de la puerta. Esperamos en silencio, siempre
eso es una incertidumbre. ¿Cómo será el que entra?
Creo que esa es la mayor adrenalina que se puede ge-

242
nerar ahí, ese momento en que cruza la puerta y em-
pezás a visualizar la posibilidad de poder vencerlo,
que no sea algo infrahumano con el poder de dañarte,
de mutilarte hasta casi la muerte, por qué te dejaría
vivo, para que el dolor sea mayor. Era un solo tipo,
más pequeño que yo, eso me generó confianza.
¿No entraba por la puerta el camión?
Casi lo había entrado por la ventana, un animal
para manejar, eso que parecía que no estaba borracho.
Se sentó en una mesa y tenía exclusividad con las dos
putas, se acercó a mí y me pidió tres vasos de whisky,
de su billetera se asomaban los billetes más grandes
que existen en este país, lo suficiente para tener ex-
clusividad esa noche.
Le vi la expresión de cerca, una sonrisa diabólica,
como si hubiera vuelto de la muerte y recién llegaba,
justo donde yo existía.
Jack Napier, el Guasón.
Un tipo rancio este camionero, sólo esperaba que
llegara ese ejército de las tinieblas que me saque los
órganos, me temblaba el cuerpo, sentía una transpi-
ración de colectivo, inútil, difícil de despegar, de en-
tender. Sus manos se movían rápidamente, quería
meter dedos en todos lados, sentía que tenía el dere-
cho por estar gastando dinero. Sólo había que ver si
las chicas toleraban tal presión. Empezó a poner mo-
nedas para que la música acompañara ese ritual pri-
mitivo y quería generar bailes obscenos. Carolina no

243
lo soportaba y se vino a mi lado, también junto a su
novia. El camionero seguía a full, le exigía a Ana un
strip tease para cogérsela, necesitaba un clima. Cerré
la puerta de enfrente, apague las luces y los dejamos
solos, nos fuimos a la cocina. Seguía la escena desde
la cocina por el vidrio espejado, necesitaba chequear
si este loco se desubicaba con cualquier cosa. La cosa
venía lenta, densa quizás es la palabra. Puso un tema
de Shakira y ella empezó a moverse lentamente. Se
quitó las cuatro prendas que tenía y se sentó en la
falda de él. Luego se fueron a la pieza, ya había pa-
gado por adelantado por sus quince minutos. A los
catorce yo le estaba golpeando la puerta.
La lesbiana le quería pegar porque ahora quería
pasar con su novia, pero Carolina no quería.
Yo le dije, esperá que gaste todo y después le pegamos.
Se calmó, mientras la otra puta meneaba su culito
y el camionero le cantaba cuanta mina que tengo, de Ig-
nacio Copani. Cuando terminó de cantar esa frase,
gritó, ese es un pajero.
Luego de esa sentencia se acercó hasta la barra, me
preguntó como me llamaba. Si le decía mi nombre me
iba a hartar por la eternidad. Ya lo imaginaba. Juan
Carlos me llamo, pero me dicen Juan Carlos, así que decime
como quieras. Cuando me nombre lo ignoraré.
¿Viste la diversión que te traje Juan Carlos?
Jack Napier sabía torturar con esa voz decadente,
fuera de foco. Las chicas se reían, creo que el alcohol

244
les estaba afectando, Ana pidió otro whisky, la les-
biana era la encargada de servirlo, me pidió hacerlo,
la miró a la otra puta y le preguntó.
¿Con qué lo querés?
Con una ensalada de apio, contestó la otra.
La negra enojada le escupió, ¿con agua o coca, pelotuda?
Todo quedó ahí. El camionero insistía en cogerse
a mi puta, disponía de argumentos poderosos que
desplegaba como quien juega con piedras.
Cuando uno se muere no puede llevarse una casa o un
auto, sólo se llevará lo que come, coge y chupa.
Y ahí se fue Napier, con sus sentencias, jurando vol-
ver, y en eso me acuerdo de mi viejo, él siempre decía,
las putas no son para todos.
Ni siquiera para él.
Y yo volvía todos los días a ese pueblo que me co-
bijaba por pocas horas, casi sin sentir su olor, poco a
poco despegándome de los suicidas, de la gorda que
se había olvidado de mí.
Y cuando salía a dar una vuelta para buscar mo-
nedas o comprar víveres, la gente me miraba de una
manera diferente, como un bicho raro, un falso gana-
dor de mujeres.
Me veían como si cada vez que yo aparecía recién
terminaba de coger, y siempre esperaban que yo com-
partiera eso, un voucher de acceso al paraíso.
Y ese paraíso en ese momento eran los fragmentos
de placer que me daba esa puta, Carolina. Ese día

245
había ido a la biblioteca del pueblo y agarré un libro
de Manifiestos, quería dispersarme. Mientras hojeaba
el libro, dibujaba ángeles gordos, fumaba y tomaba
vino.
Carolina se acercaba lentamente a ver qué hacía, su
novia dormía y la otra comía en la cocina, yo leía con
una vela, ella me preguntaba qué escribía, una novela
sobre mi vida acá, a veces juego a ser escritor.
Ella me miraba desinteresadamente hasta que le
dije que ella era protagonista.
Soplemos esta vela como juramento de que algún día te
mandaré lo que escriba de vos.
Seguía sin bajar la mirada.
Soplá vos, cuando era chica con mi hermano hicimos
una promesa. Mi abuela nos daba grandes palizas, casi
como que nos torturaba, nos odiaba porque mi madre nos
había abandonado. Y ese día con mi hermano nos pusimos
frente a una vela para hacer un juramento, la próxima vez
que nos pegara nos iríamos. La vela no se apagaba y yo des-
truí la llama con la yema de mis dedo., Ese era el sello del
juramento, mirá la verruga que me quedó de eso. Al rato
que apagamos la vela mi abuela nos agarró con un palo de
escoba y nos empezó a pegar en las costillas, sin sentido,
sólo quería eso, pegarnos. Ahí fue cuando decidí irme, mi
hermano se quedó a cuidarla, él es más bueno que yo.
Acaricié esa mano y sentí el dolor de miles de pa-
lizas, y me floreció esa cosa católica de querer cambiar
el mundo de los que sufren. Nos fuimos a un rincón,

246
al nuestro, y nos besamos casi sin descansar durante
tres minutos, su lengua era una señal de que pronto
debería haber sexo, si no moriría ahogado en semen.
Pero con la lesbiana al lado se complicaba, había que
inventar una estrategia y yo era el que tenía poder
para eso.
Tranquilamente yo me podría haber metido en una
pieza, llamarla y cogérmela, era uno de mis atributos
como gerente del lugar, pero implicaba un dominó de
problemas, con mi tía, la lesbiana y con las demás chi-
cas. Para que eso se legitime tenés que ser un hijo de
puta y yo no era más que un idiota útil. Pero hay que
saber esperar, de repente la lesbiana debía irse al pue-
blo a ver a sus hijos, Carolina se quedaría sola con Ana.
Cuando cerráramos ese día, ella se iría con mi tío
y yo la reemplazaría en su tarea de vigilante diurno.
Yo tranquilamente me podría haber ido, pero me in-
venté esa excusa de que las putas no podrían que-
darse solas, mi acompañante y chofer asintió con su
cabeza y eso legitimó mi tarea. Esos besos me mante-
nían la pija como para salir a matar sapos, sólo quería
penetrarla sin ningún tipo de cosa extra, solo que esos
labios carnosos me devoraran y que me fuera de este
mundo en ese instante. Ese amanecer debíamos ir a
un pueblo cercano a buscar los análisis médicos de
las chicas, enfermedades venéreas y sida. Si daban
mal, los falsificaríamos.
La lesbiana nos esperaría despierta así cuando vol-

247
viéramos la relevaba. Sólo pensaba en el polvo que
me echaría. La hora de viaje hasta el pueblo me qui-
taba energía, el sol en la cara, pensaba en el momento
en que regresaría. Trataba de imaginarlo pero esa ma-
ñana, resacosa, lo impedía. Volvimos y la lesbiana hizo
el trasbordo, los miré irse para asegurarme de que no
volvieran por cualquier cosa y entré.
El bar estaba en silencio, sólo se sentía olor a sexo
con sol. Esos rayos eran chorros de tierra sobre los
ojos. Me fijé si Ana dormía y me dirigí a la pieza de
mi víctima.
Dormía, un pequeño hilo de saliva le caía hasta
desparramarse en sus tetas. Me acosté a su lado y me
saqué el pantalón. Nos besamos suavemente, ella es-
taba rara y no era por estar recién levantada, dormida.
El sol le saca glamour a lo que sea.
Vos no deberías estar conmigo, necesitás algo mejor.
Ella quería decirme algo que yo no quería enten-
der, sólo quería coger, y eso era cada vez más difícil.
Ahora me volvía fascista sólo por ponerla, ignoré su
reclamo, me desnudé y me sumergí en esa cama. Muy
caliente, sólo se cubría con una sábana y un pequeño
cubrecama.
Estaba sin corpiños, con una bombacha desfigu-
rada, como si en el pasado hubiera sido rosa. Nos be-
samos suavemente, yo observaba sus pezones que se
parecían a galletitas de chocolate. Nuestros cuerpos
empezaron a frotarse, ella metía su lengua gruesa y

248
eso me daba seguridad, siempre fui tan perdedor que
necesito pruebas constantes de aprobación.
Veía sus pies moverse, con sus plantas gastadas de
algo parecido a la lavandina. Se había relajado acerca
de sus mandamientos hacia mí sobre buscar algo
mejor y me mandó a buscar un preservativo.
En mi cabeza sonaba Numb, de U2.
Salí de esa cama dispuesto a batir algún récord de
velocidad sin que la otra puta se enterara. Fueron se-
gundos los que me llevó la tarea, casi la puerta nunca
terminó de abrirse que ya estaba cerrada nuevamente.
Nos frotamos toscamente, todo carecía de amor, es
como si le hubieran sacado las pilas, había cogido
toda la noche con muchos tipos, estaba cansada. Se
metió mi pija en su boca inmensa, bombeó no más de
cinco veces, sólo era para metérsela erecta, era casi
mecánico. Debía montarla, hacer mi trabajo, la tenía
seca, carente de pasión y lo mucho que había espe-
rado ese instante, pero el sol me pegaba en los ojos,
ella quería resolver todo rápido, la sangre de mi pe-
dazo disminuía y encima el forro que no colaboraba.
Empecé a bombear como si fuera lo último que
haría en este mundo, mientras la besaba, eso me ca-
lentaba más, y había como una energía extra en el
aire, esa paranoia de que volvería la lesbiana y nos re-
ventaría a palazos si nos encontraba juntos.
Pero había algo que me impedía acabar. Quería es-
tirar ese placer tan esperado, quería arrancarle un ojo

249
de un chorro, ella decidió cambiar de posición, se
sentó sobre mis piernas y empezó a cabalgar. Se acer-
caba el orgasmo imperfecto, el con látex, ahora sí, lo
quería, ese bombeo era mágico, cada parte de mi piel
explotaba, sentía que después de eso debía morir, ya
el sol era pureza en mi cara, en mis ojos rojos de
bronca.
Y llegaron las palabras que rasguñaron mi piel ar-
diente, me estoy indisponiendo, y salió violentamente
hacia el baño. Yo miré la posición de una sombra en
la pared y calculé que cerca de una hora estuve bom-
beando.
La música en mi cabeza ahora era un martillazo en
un tarro de lata, la tristeza de una canilla perdiendo,
un dolor de rodilla. Mis huevos explotaban, me
acordé de mis inicios sin eyaculación que no le encon-
traba sentido a ese dolor. Ella volvió del baño y se
cambió la bombacha.
Se acostó a mi lado, estática, sin decir nada, pasa-
ron dos minutos y le reproché, quiero acabar, haceme
una paja.
Tampoco estaba hablando con una monja de clau-
sura, que quizás se incomodara con mi pedido. Estás
loco pajero, eso no me gusta. Tranquilamente pensé, si
esto se lo cuento a alguien no me lo creería, con dos
putas encerrado en una whiskería sin poder coger y
sin la autoridad de que me hagan una paja.
Y sin querer se estableció un diálogo en esa cama

250
carente de sexo. Yo me hice unas pajas pensando en vos,
me miraba con miedo, o ignorancia. ¿Y cómo es eso?
Ellas sólo concebían que los hombres debían tener
sexo, por eso la vida que habían elegido.
¿Cómo se hace?
Y arranqué haciendo lo que mejor he hecho en
toda mi vida, defender el concepto de paja, quizás es-
perando que se compadezca de mí y me haga una.
Primero hay que imaginarse una situación que te excite
mucho, un beso, un buen polvo o alguna escena pornográ-
fica que no falla nunca, luego te la vas frotando en forma
continua hasta encontrar el orgasmo.
Y arrancó con su mano oscura a frotármela, recos-
tada sobre mi pecho mientras me contaba su vida. Se
casó a los quince años con un tipo grandote que juró
protegerla, eran felices como todos en esos primeros
días, tuvieron una hija y él empezó a pegarle, lo hacía
compulsivamente todos los días, entonces ella decidió
separarse, lo resume en una frase, le levantó la mano a
mi hija. Cuando terminó de contar la historia, mi pe-
dazo de carne llena de sangre ya se perdía en su
mano, había que arrancar de cero, el sol volvía a mo-
lestar, quizás apareciera la lesbiana, así que me le-
vanté de la cama y me fui a la otra pieza. Era una
víctima en ese lugar de los orgasmos no consumados,
ya un par de clientes se me habían quejado de ella,
quizás ahora entendía eso mientras reflexionaba en
ese lugar de olor insoportable.

251
Esa humedad mezclada con sudor se metía en la
piel, molestaba hasta el dolor de existir.
Pero en este lugar no hay reclamos, no hay libros
de quejas ni buzón de sugerencias. Y ese día que pa-
recía que terminaba recién arrancaba.
No alcancé a cerrar los ojos y estaba la lesbiana de
vuelta, a veces las cosas no salen tan mal. Dormí hasta
el atardecer, me levanté y las chicas tomaban mate,
empecé a acarrear baldes para llenarles el calefón
para que se bañen, debía hacerlo por un baldío oscuro
lleno de animales extraños. Poco a poco iba perdiendo
el miedo.
Me prendí un cigarrillo detrás de la barra, mien-
tras ponía música y acomodaba las cuentas de la
noche anterior, Carolina se acercó y me reclamó que
le debía un turno, sólo la miré, y le entregué un di-
bujo, eran unos ángeles gordos que siempre dibujo,
absurdos, carentes del arte de volar por su peso, bai-
laban en círculos. Mientras, le decía que todavía el
semen dormía en mi cuerpo. Existía algo pendiente
entre nosotros.
Siempre tenía la misma sensación, debía salirme
de cuadro, de escena, lo mío era la periferia, el no in-
volucrarse, el observar desde la sombra, en silencio,
sabiendo que eso tenía fecha de vencimiento, que mi
cerebro se amortizaba lentamente.
Y volvía todos los días a ese pueblo, como una co-
mida obligatoria que a uno le ofrecen, no alcanzar a

252
cerrar los ojos, no despegar el sueño eso que con-
mueve, sólo en mi cabeza existía la posibilidad de una
isla, Islandia.
Yo me la pasaba viendo la ruta, esa era la clave
para escapar, era el recurso.
Los tucumanos parecían tipos carentes de sueños,
desplazados de ese privilegio, sólo dotados con la ca-
pacidad de robarte la energía, eso los hace fascistas.
Y en esa elección de vida despedazada de ideales iban
sus ideales políticos, hijos de puta de la talla de Anto-
nio Bussi, el Malevo Ferreyra, justicieros sanguinarios,
matando lo que ellos consideran los negros de mierda,
los que roban, escribiendo una nueva moral en una
provincia que se comió hasta los sustantivos abstrac-
tos.
Yo debo pensar en lo que menos me percuda, y
ahora es intentar irme de este lugar, como sea, si es
con dinero mejor, pero eso cada día lo dudo más.
Ese día debía comprarles cosas a las chicas en el
centro del pueblo, entraba a las boutiques, esos san-
tuarios de la decadencia de la belleza, donde se puede
conseguir desde una bombacha con la cara de Lenin
para viejas hasta una linterna que alumbra mil me-
tros.
Tenía anotado en mi cabeza, un par de medias
color carne, una remera amarilla que pudiera generar
erotismo, que calentara ajustada en algún pecho, y
unas botas negras de taco fino.

253
En ese momento de la compra, mientras esa vieja
de pelo crespo me miraba, sospechó que yo debía tra-
bajar en la whiskería, y por eso la mirada extraña. Yo
pensaba en los sueños de las putas, ¿qué desearán?
¿Venganza? ¿Amor? ¿Qué alguien las recoja a la sa-
lida del trabajo?
Las cosas existen por que alguien las piensa, eso
me decía una puta una madrugada mientras me aca-
riciaba el pecho, era raro, ella extrañaba a su hija,
como todas, quizás ése sea el sueño más recurrente,
el más comprado en esta feria de los sin sueños, esos
que se imponen, no los que se generan por recursos
cerebrales, los que la realidad impone.
Los hijos, que coman, y en nombre de eso, el resto.
Acá no hay sueños de viajes, nadie se percata de que
se puede estar mejor, sólo es una cuestión de cálculo,
por eso existen los pobres, por un mal cálculo. Y nadie
existe sino se lo piensa, eso me decía esa puta, y era
mágico. Ese día me fui con las bolsas a la casa de las
gordas, en ese camino todo era reflexión, veía esas
caras dibujadas por alguien caprichoso que les depo-
sitó la tristeza, se las impuso, como si fuera el premio
a vivir.
Encaramos para la whiskería, era temprano, podía
ver el sol recostarse sobre las montañas, y en ese mo-
vimiento acariciaba el verde perfecto de esos campos.
Llegamos y las chicas estaban bañadas, repartí los
elementos ordenadamente, todo era amabilidad.

254
La remera elegida era mi incógnita, cuando ella la
abrió no dijo nada, no era amarilla sino rosa. Se sacó
la que tenía puesta y, en eso, me mostró sus tetas y se
la puso. Le quedaba impecable y daba resultado, yo
la tenía tiesa.
En el momento en que el negro se apoderó del
cielo, el Petiso Clouseau y su hermano, el intendente de
la comuna, ingresaron al espacio del placer.
Era rara esa visita, este tipo se había negado a que
pongamos la whiskería en el lugar, un negro casi mono,
chueco, con más dientes que sus otros hermanos.
Y se acercó a hablarme, tenía una actitud de poder
resolverme la vida.
Yo soy el intendente, mirá, sé que tenés que pagar unos
impuestos altos en otro pueblo, yo los conozco a ellos, puedo
hacer que pagues menos.
Yo sólo lo miraba, lo dejaba que desplegara ese
mapa de oportunidades, de tentaciones, y lo que él
quería de coima, porque esa amabilidad tenía un sen-
tido, un fin.
Mira, yo quiero que pase mi hermano, y después, en tres
días te lo pago.
Mi discurso se convirtió en el de un empleado que
no toma decisiones, por más que pudiera hacerlo, era
estratégico que esas cosas las autorizara mi tío, y él
acudió ante mi llamado.
Estaba en el fondo, en la cocina y en el camino lo
puse al tanto de la escena, llegó más agrandado que

255
nunca y autorizó el fiado.
En realidad iba a ser gratis como una atención al
intendente. De la única manera en que podía coger
ese petiso era así, que otro le pagara. Le avisó a la les-
biana, comprá un salame que el petiso deja un queso en el
forro.
Carolina, mi puta sería la encargada de tal tarea,
algo parecido a trabajar en la frontera, peleando de-
trás de una trinchera.
Todos estaban charlando en la cocina, la lesbiana
cocinaba, Ana estaba con el intendente tomando un
Gancia. Cuando la voluntaria se acercó a buscar el
condón, me agarró de la mano y me metió la lengua,
quizás el mejor beso que me hayan dado en mi vida,
y se fue a coger.
Yo miraba el reloj, con un cigarrillo que nunca se
prendía en la boca, pero pensaba que ese hecho era
absurdo, el agasajado por el fiado no duraría más de
cinco minutos.
Había meses de acumular semen en esos testícu-
los.
Antes de los diez minutos ejecuté tres golpes en
esa puerta, de repente empecé a odiarlo al petiso, me
daban celos.
¡Va!
Salieron de la pieza, ese transcurrir siempre era ex-
traño, de repente consumando la cosa más primitiva del
mundo, la penetración y luego cada uno por su lado.

256
Ella se fue al baño, el petiso vino a encararme.
¿No son tres los golpes a la puerta? , él hablaba de que
yo debía golpear tres veces, tres veces. Algo así como
nueve golpes cada un minuto, lo que le daba tres mi-
nutos extra, algo así, parecía que el petiso en su nece-
sidad se había convertido en un matemático.
Yo te doy tres golpes si no salís a los diez minutos. Él
me miraba dolido, no había podido acabar, tenía la
leche en la punta de su pija como el peor grano que
pudiera llorar por tener.
Eso era impotencia y no podía resolverse con nada,
ni llamando al 0800nopudeacabar, ni anotarlo en el
libro de quejas.
Era horrible, yo lo veía a diario, las putas apenas
golpeás salen despedidas, como un asiento de avión
que apretás, el botón eject.
Clouseau había perdido una vez más, decile a tu her-
mano que te pague otra vuelta, y con el diente que le
quedaba en la boca me quería despellejar. Y se volvió
a la mesa con su hermano y la otra puta.
Ana le estaba diciendo al intendente, acá son todos
iguales, no importa el cargo que tengas.
Él intendente agachaba la cara casi rompiéndosela
contra la mesa, es verdad, me la estoy creyendo un poco.
En eso el petiso loco, muy violento, los huevos le orde-
naban matar lo que sea, pero arrancó bebiéndose las
copas de las chicas, cosa que no se puede hacer. Se las
bebió de un saque, estaba muy enojado, enajenado.

257
Ya lo estábamos midiendo con el bate para rom-
perle la cabeza y en eso le habló a Ana violentamente.
Ella se levantó de la mesa, se vino conmigo, ellos se
quedaron solos.
El intendente estaba despistado, no entendía lo
que pasaba, parecía que carecía de experiencia en este
tipo de lugares. Los dos hablaban y el hermano inaca-
bado solo bufaba, se quejaba de todo lo que le sucedió
en su vida hasta ese momento.
Ellos, doce hermanos, casi la mayoría del lugar,
todos conectados en una suerte de telaraña maldita
de la que no podían salir.
El petiso en el pasado se enamoró de una puta que
trabajaba para su hermana, tuvieron una hija, lo aban-
donó, como todos. El sistema le da un plan, ciento cin-
cuenta pesos por mes, dinero que si desea puede
durarle no más de una hora aquí, un polvo completo,
que quizás desperdicie por no poder eyacular.
Unas migajas le da el sistema para que pueda ali-
mentar a su hija y a su pija.
Ese día Carolina trabajaba indispuesta y eso era lo
que podía definirse incómodo, según sus palabras.
Me había solicitado unos paquetes de algodón y así
se hizo un tapón que se introducía en su vagina para
poder tener sexo. Creo que la mayoría de los hombres
ignoran eso, no es una forma de generalizar porque
el aire es gratis y puedo permitírmelo, sólo que como
ellas trabajan todos los días nadie sospecha de estos

258
detalles, de la incomodidad de tener sexo, de lo sucio
que es para ellas, es como tener un pozo con residuos
patógenos a tu lado siempre.
Ella se acercó por donde yo circulaba, casi siempre
la barra, ese lugar me daba seguridad, era un ángulo
estratégico del lugar.
Admiro tu trabajo, me miraba sorprendida. ¿Por qué?
Su voz era llena de zetas donde no las había, me
acariciaba la mano, era suave en ese instante. Salí del
lugar y ella me siguió, debía ser rápido, clandestino,
como quien se encierra para darse amor. Sabíamos
que los otros transeúntes estaban controlados, mi tío
hablaba con la lesbiana en la cocina y parecían emo-
cionados en el tema que desarrollaban, Ana había
vuelto a la mesa del intendente.
Nosotros mezclábamos fluidos, nos besábamos
suavemente mientras ese cielo negro nos devoraba.
Yo volvía con otra actitud, era un ganador de algo que
los demás ignoraban, no siempre la victoria era com-
pleta en estos lugares. El petiso se fue calmando y en
eso empezaba a brillar, aparecieron monedas de ami-
gos que llegaron y bailaba.
Se convirtió en un clown decadente con el poder de
hacer reír. Y se acercó a hablarme, nunca más lo había
hecho después del incidente tres golpes.
¿Te molesta?
Era una pregunta tímida, casi de ermitaño, lo que
era, un desclasado con el poder de alegrar.

259
¿Qué?
Soy frío, lo más que me sale, lo que deseo es ale-
jarlo, aunque me haga reír.
Que baile.
Era hermoso, qué me iba a molestar eso.
No, qué me va a molestar, si es tu casa.
Levantó su pulgar en una alusión positiva, como
si hubiera inventado el me gusta de Facebook, ya su
sonrisa se había llenado de vacíos y se fue. Volvió a
esa pista de baile creada por algún surrealista en su
momento de éxtasis.
Bailaba como si curara el empacho, estirando sus
brazos, desplegándolos, la cerveza había erradicado
la violencia de su cuerpo, ahora intentaba reconquis-
tar las putas que había lastimado.
El circulo vicioso, él y su breakdance medieval,
todos nos reíamos, algo en este mundo funcionaba, si
lográbamos porciones de felicidad. En ese instante,
entraron dos sapos gigantes por la puerta principal,
en dos saltos llegaron hasta la barra, yo ya no me en-
contraba detrás sino encima, eran cinco veces más
grandes de los que yo conocía, la película de terror
que siempre esperé se hacía realidad.
La lesbiana salió corriendo de la cocina y vino en
mi ayuda, los agarró a patadas, lo hizo de una manera
tan sencilla que yo también lo podría haber hecho.
Pero soy cagón, más con estos sapos gigantes,
pensé que se tomarían una cerveza y me devorarían

260
lentamente.
Desde la barra veía las piezas.
Cuando no había clientes se encerraban en sus
camas a charlar. La puerta estaba entreabierta y la vi
a Carolina recostada. Con su culo parado leyendo mi
novela, cuando se enteraron que era escritor me la pi-
dieron, primero dudé en dárselas, pero no tenía nada
para perder. No se inmutaron porque se llamara el re-
sentimiento, era algo que ellas consumían. Era genial,
mientras leían me preguntaban detalles y cuestiona-
ban que fume marihuana y me masturbe.
Vuelve al salón junto a clientes nuevos. Ella se ríe
de chistes de otros. Cuando le intentan tocar el culo y
las tetas me mira buscando contención. Yo no puedo
hacer nada. Sólo observarla. Cada vez que le dan mo-
nedas para música ella pone temas dedicados a mí.
Son sueños cursis y violentos.
Son sueños.
Más o menos lo de siempre, es lo que se puede
conseguir en lugares como éstos, la realidad en cómo-
das cuotas. Estoy soñando que llueve en el mundo
desde hace años. Yo sólo vivo con la Colorada en una
casa calentita en Islandia. Cogemos, fumamos, vemos
películas y escuchamos Rammstein. Alguien me
mueve. Pienso que el glaciar se esta descongelando.
Yo soy de los que dejan todo en la cancha cuando
quieren. Reconozco que les tengo miedo a los sapos
grandes. Me gusta verte bailar y es como ver una ca-

261
lesita hermosa girando disfrutada por niños felices.
Tengo mi mano escrita llena de amor.
Carolina escribió que esto no sea un juego.
Ahora existe el entretenimiento sublime de dedi-
carnos temas cursis de cumbias.
De tipos que salen a robar por amor.
Hay un cliente del que se habló antes de que
abriera Bambi. Un tipo que llegaba y gastaba mucho.
El Gordo Robles. Un emulo de Bud Spencer. Es una
masa de carne tierna y le gusta que le chupen el culo.
Baila Shakira moviéndose como un trompo delicado.
Tiene la voz de un infante. Es famoso porque tiene di-
nero. En su boca siempre está mascando coca que
combina con Smugler. Siempre hace el mismo chiste.
Las manda a las chicas a decirme.
Dice el gordo que el hielo esté bien frío.
Mira las botas de Carolina y emite una sentencia.
Lo que más me gusta de la bota es el taco.
El gordo quiere pasar a coger. Viene Carolina y me
pide cuatro almohadas. Sólo hay dos. El gordo sufre
del corazón y necesita estar sentado. Son cosas que
uno no tiene previstas. Nos perdimos una venta. El
gordo me mira diciendo cómo no vas a tener más al-
mohadas. El gordo siempre anda acompañado de al-
guno que representa el segundón que está seco hasta
de vientre. Que festeja sus chistes y baila con la puta.
La pregunta recurrente. ¿Cuándo vas a cambiar las
chicas? Eso es difícil. Quieren más lindas. Más canti-

262
dad. Viajamos a pueblos cercanos y cualquier mujer
que vemos en la calle se nos presenta como una po-
tencial puta. Cómo se prepara el cerebro. Mi tío es ca-
mionero de raza. Siempre le digo. Él conoce el país.
Si te dieran a elegir un lugar donde poner una whiske-
ría, ¿Qué provincia elegís?”.
Tucumán sin lugar a dudas, responde seguro.
Pero no es tan fácil. Todas trabajan en la calle y
vuelven a dormir a sus casas. Es más práctico. Mi tía
se queja de que no conseguimos más. Con sus escenas
de celos sólo hace más difícil la tarea. Dormimos tres
horas por día. Ella nos reclama que durmamos
menos.
Carolina y Ana realmente nos están salvando el ne-
gocio. Colaboran para atender hasta veinte personas.
Muchos se van decepcionados. Ana hace bailar a los
borrachos como un domador de leones con un látigo
invisible. Ella mueve su cuerpito sostenido por dos
tacos negros finos. Se sienta en la mesa con él que sea
incentivando la compra de más cerveza, siempre pro-
vocando el orgullo machista, acá se cultiva esa técnica
para recaudar. Cuando una puta te bosteza en una
mesa es capaz de destruir lo que sea, caen castillos de
hielo imaginarios construidos por el amante de oca-
sión, y sólo el dinero puede levantarlos. Y cuando la
música se acaba, todo se vuelve una voz vacía dentro
de una fosa llena de luz roja.
Un día libre en el trabajo, creo que cerramos por

263
obligación de la policía, sino era imposible. Esa noche
quiero degustar el placer de cocinar algo rico, bife de
chorizo con ravioles con crema. Los habitantes de la
casa en principio cuestionan mi elección, después mas-
ticaron los platos. La familia adquiría la imagen de un
coro gospel de gordas mudas abriendo y cerrando la
boca. Placebo suena en mi cabeza matando mariposas
hermosas, ellos tenían un plan esa noche, algo para los
que se habían preparado demasiado. Papá se volvió loco,
una película con Guillermo Francella, tenían la actitud
de los fanáticos de Fellini. Un argentino que se va de
vacaciones con su pareja y se enamora de una domini-
cana, la negra tenía unas piernas infernales y la actitud
de haberse cogido dos mil personas para ese protagó-
nico. Termino de comer y habían transcurrido veinte
minutos de la película, con comentarios de mi tía del
tenor, espectacular esta película.
Me levanté de la mesa y me encerré a probarme los
corpiños de las gordas, tenía que ser diferente. Un slo-
gan de un aviso me alertaba, alejarse de las ciudades no
siempre es sinónimo de tranquilidad.
Ya no me preocupa limpiarme el sarro de los dien-
tes, hay gente que nació para eso, quiero usar una falda
escocesa y vivir con los huevos frescos. En eso suena
el teléfono, Carolina me llama y atiende mi tía. No me
avisa y empieza una nueva crisis, una sospecha certera
de que estoy haciendo las cosas mal, ya la odia, no la
quiere más en la whiskería pero no tenemos opción.

264
Volvimos al paraíso del placer en porciones, ese
día había máquinas agrícolas estacionadas enfrente,
un tipo grandote con la cara de Robert Culp era su
dueño. Tiene una billetera abultada que mantiene una
mesa con seis tipos, es amigo del petiso. Se me acerca
e intenta decirme algo en un tucumano indescifrable.
Se va cuando el petiso lo agarra por la espalda, y bai-
lan un bolero como dos enamorados, no notaban la
ausencia de mujeres en ese paso bizarro. Yo escri-
biendo el manifiesto de los momentos absurdos.
Ana se aburre de esa multitud, se acerca a confesarse.
Necesito un hombre.
¿Y cómo debe ser ese hombre?
Mientras nos vamos afuera, al lado del tacho
donde quemó todo. Prendemos un porro.
Primero que no sea violento, que no me pegue, segundo
que no sea celoso de mi trabajo y tercero que sea trabajador.
Ella necesita un hombre y yo no puedo serlo, no
debo quedarme.
Ana vivió en Jujuy hasta los veinte años, llegó a
tener una casa de comidas por kilo, todo iba bien por
esos días, se independizaba de su antiguo dueño, el
que le enseñó el trabajo. Uno de esos días cerró el ne-
gocio, se tomó un descanso y se fue al río, a disper-
sarse. Ese atardecer volvió y le habían robado hasta la
grasa del horno, debía arrancar de cero, con el ánimo
en las canillas. Con el tiempo descubrió a los ladrones,
que también perdieron, ella cuenta orgullosa que sus

265
amigos todos los días le dan una paliza dentro de la
cárcel. Ella espera el día en que salgan, tiene planes
para ellos, falta un año para eso, todos tenemos a al-
guien a quien matar. Siempre la idea es eliminar lo
malo, lo que sobra, lo que nos impide dormir.
El porro se consumía y volvíamos enfrentar la
cumbia violenta, que a veces describía nuestras vidas.
Ana era una gata, independiente, sin dueño, por las
tardes con mi consentimiento viajaba a buscar mari-
huana hasta Catamarca, un trayecto de cien kilómetros
que lo resolvía fácilmente. Se paraba a un costado de
la ruta y los camioneros la conocían al instante. Ma-
nuel la seguía de cerca, sabía que se drogaba y él que-
ría meter su bocadillo conservador, yo lo calmé
diciendo que trabajaba mejor, por qué censurarle algo
que nos ayudaba como empresa.
Una tarde charló con mi protegida, la noté más re-
lajada, quería buscar el punto de comunión con ella,
que reinara la paz, recuperar el amor filial. Ella se vol-
vió muy paranoica, sospecha de hasta el viento.
Esta tarde cogí con tu tío, él se cree que me tiene, pero
no es así.
A nosotros siempre nos conectó eso, el detalle de
las intimidades, por eso nos queríamos tanto. Luego
me hablaba de alguien cercano a nosotros que le dolía
la pija cada vez que cogía, en las familias los secretos
duran poco.
En ese momento era el eje de esa familia, manejaba

266
el negocio, absorbía como una esponja gastada los
dramas de todos, los ayudaba en el colegio, y ellos
adulaban mi inteligencia, se sorprendían cuando en
programas de preguntas y respuestas sabía de ante-
mano algunas. Ellos en ese presente creían en mí.
Yo esperaba ser secuestrado por una terrorista rusa
de pollera escocesa.
Deseaba la belleza de coloradas despeinadas que
ahí no existía, y eso lo supe desde el primer día. Las
mujeres hermosas habitaban los sábados a la noche
en discos, de caras antisépticas que no percibían mi
estirpe de dandy escritor afligido.
Mi trabajo se había vuelto una prisión que debía
transformarse en confortable.
Carolina le puso punk y el camino a las montañas
era diferente, sentía esas mariposas en la panza, ese
contoneo de la histeria.
La vieja de las botas blancas nos abandonó y nunca
supimos el motivo, decidimos ir a su pueblo, el de las
tumbas ventiladas. Me acompañó mi pariente y yo
me bajé del auto, aplaudí en señal de timbre, era la
siesta, muchas personas miraban televisión en un pa-
lier. Sale una gorda rodeada de cinco chicos, uno tenía
un palito de helado pegoteado en la mano. El rojo del
auto los atraía. La hija me dice que su madre no sal-
drá porque no está presentable, luego de cinco minu-
tos la convenzo de que salga.
Sale con la cara impresa sin tinta, me da un beso y

267
acomoda su pollera de tela floreada barata, y me
habla de que mañana empezará. Luego le pregunto
por qué nos había abandonado.
Vos no tenés que ser tan brígido.
Tuve ganas de reírme, sólo la abracé y le demostré
que la quería un poco, no entendía el origen de sus
celos, quizás eran códigos que debía seguir apren-
diendo. Me subí al auto, mi tío se quedó mirando a la
hija de la vieja, está embarazada, pienso en que lo
conmueve eso, veo sus ojos diferentes, luego dice sin
bajarse del camión que lo acompaña desde chico.
Estoy esperando que tenga ese chico, así la llevo a tra-
bajar.
Y nuestros viajes eran eso, cualquier mujer que ve-
íamos en el camino era una potencial puta.

Fumo. Fumo. Bebo. Fumo. Bebo. Miro. Fumo. Miro.


Como. Beso. Meo. Fumo.
Bebo. Cojo. Fumo. Bebo. Como. Fumo. Escucho.
Fumo. Beso. Fumo. Fumo. Cojo. Bebo. Meo. Fumo. Bebo.
Dibujo. Escribo. Leo. Fumo. Pienso. Hablo. Fumo. Bebo.
Fumo.
Detrás de puertas cerradas con cerraduras de dos
vueltas.

Esa tarde me bañé, mientras me pasaba a buscar


mi tío.
Hay una nueva que conseguí, se llama Eulalia. Le fal-

268
taban dientes para pronunciar el nombre.
Más que a coger la van a invitar a bailar una zamba.
El nombre artístico es Vicky.
Esperaba sentada en el asiento de atrás, es deli-
cada, silenciosa, tiene otro semblante, su pelo es cas-
taño de tez blanca, como su pantalón. Conoce a las
otras chicas, pero sólo podemos contar con ella los
fines de semana, ya que inventa una historia para
poder hacerlo, le dice a su marido que se va a trabajar
de moza a Tafí del Valle, un centro turístico no tan le-
jano. Su marido es empleado municipal como la ma-
yoría en su pueblo, y quizás no tolere la humillación
pública de enterarse, más con cinco hijos. Esa noche
el lugar empezaría a fluir en variaciones, los clientes
se habían puesto creativos.
Uno quería un completo de media hora, eso es pe-
netración total, por los tres agujeros.
Vagina, culo y boca. Sólo moví la cara en movimien-
tos oscilatorios.
Otros querían pasar cinco con una sola, Ana lo
aceptaba, ella se crió entre gladiadores que se van de
boca, que gesticulan demasiado, era difícil impresio-
narla. Ellas decidían sobre mí.
Los camioneros se acercan tímidamente, como si
no existiera ese equipaje gigante que los acompaña, lo
abandonan al costado de la ruta y caminan de manos
en los bolsillos. En ese trayecto nosotros los esperamos
llegar, a veces los salgo a recibir mientras fumo.

269
Un camionero que trasladaba soda, se acerca hasta
mí, en voz baja pregunta.
¿Cuánto cobran las chicas?
Veinte el polvo, treinta la media francesa.
Uhh, caro.
Poné el culo vos a ver cuánto cobrás.
Y traspasaban la puerta roja.
Carolina nos aclara por enésima vez que ella no
hace el completo, que su culo lo guarda para alguien
especial, la lesbiana no emite comentarios al respecto,
esa decisión les hacía perder dinero. Pero ganaba dig-
nidad. Mi tío insistía con el tema, él no era un agra-
ciado en la diplomacia, ni en detalles.
Mañana te voy a traer una botella para que vayas prac-
ticando.
Las chicas padecen esas cosas de mi familiar, me
lo dicen, se quejan de su frialdad para decir las cosas,
es como si fueran muñecas que necesitan el amor de
una niña.
La lesbiana maneja a su pareja, le saca la mitad del
dinero, es una vida de mitades. Y cuando algo no le
gusta, la revienta a trompadas. Esa noche encontró
un motivo. Le encontró en el móvil un mensaje de
texto de un antiguo novio, la encerró en la habitación,
escuché dos golpes contra la puerta. Entré y Carolina
corrió a abrazarme con sangre en la boca, la otra
negra lloraba en la cama. La acusaba de que la había
golpeado, la mandé a lavarse la cara que había clien-

270
tes, llegaban dos en un furgón que repartía lácteos.
¿Qué mierda hacés? ¿Por qué armas quilombo acá?
Esta hija de puta me va a arruinar la vida. La tendré
que matar para que no me haga sufrir más. Intentaba
abrazarme mientras le apretaba el cuello, la senté en
la cama.
Es la segunda vez que me engaña, antes lo hizo con mi
hermano y él me desfiguró la cara con una manopla para
que no me metiera, después la rescaté de la calle donde le
rompía el culo cualquiera gratis. Yo me fui a los diez años
de mi casa para no sufrir más y ahora estoy pasando lo
mismo.
Su voz transpiraba como la mortadela, ese sabor
abordaba mis oídos, representando lo cotidiano, lo
banal y doméstico.
¿Por qué te fuiste de tu casa?
Siempre íbamos con mi papá a cortar malezas al campo
con machetes, mi papá siempre me decía que yo era su pre-
ferida y un día estábamos los dos solos, me abrazó y me
quiso besar en la boca. Yo le dije ¿Qué quiere Papá? Y él
me miraba con ojos raros diciendo que yo le gustaba mucho,
yo le decía Yo no puedo gustarle soy su hija. Y él me quiso
tirar al piso, ahí fue cuando le pegué un machetazo en la
pierna y me fui corriendo a mi casa, nadie me creyó cuando
les conté. Y él cuando volvió, dijo que lo de la pierna fue
un accidente y ahí me fui de mi casa.
Manuel traspasa la puerta e interrumpe la historia,
alguien quería una cerveza, un gordo rubio que le pre-

271
sumía a la golpeada. Un petiso de ojos saltones que
sonaba divertido, le agarraba la mano y se la acari-
ciaba como si fuera su dueño, el otro hablaba con Ana.
Bebían cerveza blanca, Carolina me miraba de vez
en cuando, le dolían los golpes, yo escribía sobre pos-
tulados absurdos, la lesbiana lloraba en la pieza. El
gordo empezó a acariciarle las rodillas protegidas por
las medias color carne. Ella se lo permitía, sus piernas
estaban cruzadas de una manera en que desafiaban
las teorías en base a las formas. Había algo en esa ac-
ción que me producía malestar, celos.
Quería escuchar Depeche Mode y sólo había una
cumbia sobre un accidente de moto de un adicto, mi
percepción de la belleza pisoteada por una araña sin
afeitar.
El gordo se sentía un ganador con sus caricias,
tenía algo para hablar en la mesa del domingo, diría
que estuvo de la mano con una mujer. Su papada lo
presionaba desde debajo de la boca a reírse, a asomar
la lengua como un estrangulado. Lo odiaba sólo por
esa caricia a esa rodilla.
Pero siempre algo sucede en estos lugares, todo
tiene fecha de vencimiento y eso llega muy rápido,
estos dos no tenían plata para coger y eso le ponía fin
a las caricias.
Ella se levanta de la mesa y lo mira al gordo por
última vez.
Ay gordo, vos sos más aburrido.

272
Y lo enterró en vergüenza, lo enmudeció, le tatuó
una cara de perdedor que viviría para sacársela.
Se levantó suavemente de la mesa y huyó como
pudo hacía el furgón, quizás con el secreto de esta de-
rrota amontonada en el culo.
Carolina se fue a la cocina y yo a la pieza, a ver la
lesbiana llorona.
¿Y qué pasó después con tu papá?
Mis hermanos se pusieron de su lado, murió ahogado
en el río hace un par de años y gracias a Dios él no era mi
verdadero padre. A ese lo encontré hace unos meses.
Unos días antes ella me mostró ese río, ahora me
cierra la forma en que lo miraba, con nostalgia, como
si esperara que flotara lo que deseaba, un río sucio
lleno de secretos.
Acá todos acarreamos un grano miserable que
crece por dentro, una venganza, un resentimiento que
sólo cicatriza con la muerte de otro, eso es marginali-
dad, periferia, suburbio perverso. Familias numero-
sas con cada miembro violento en exceso, peleas
domésticas y demasiadas muertes, y empacharse de
la palabra perdón hasta el hartazgo. Ella necesita ven-
garse, de su hermano que la engañó con su novia y la
desfiguró.
Me tomé media botella de ginebra, como si me es-
tuviera congelando, me sentía débil, extrañaba a la
Colorada, muchísimo, su recuerdo me hacía impo-
tente, me atravesaba como si me filetearán, ni siquiera

273
pensaba en que estuviera con otro hombre, sólo de-
seaba que estuviera bien, sana. Yo la vi enferma y sen-
tía que el mundo se me venía abajo, nunca amé a
nadie como ella, en eso no lo notaba.

Era una noche de estrellas, de luz tenue y caen dos


tipos, uno con Ana, el más ganador de los dos, tenía
camisa desabrochada y una billetera poderosa. Baila
como si fuera parte de una película de bailarines lati-
nos, se divierte, es como si masticara el código de
nuestro lugar. Lo acompaña un gordo silencioso, apo-
yado contra la pared. La tiene a mi puta a su lado, in-
tenta desplegar un intento de conversación, las putas
son generosas en eso de conversar, son geniales en-
trevistadoras, con el don que ningún profesional po-
dría adquirir, el de la paciencia y de que no le importa
nada de lo que le dicen, todo traspasa su cabeza sin
dejar rastros. A este gordo le decían el Chueco, chorrea
derrota por donde lo veas, la vida lo meó. Ni pagando
una mujer puede conocer lo que es el sexo, tiene un
cartel en la cara diciendo, soy un perdedor. Su amigo
pasó a coger, lo desnudaron en un strip tease de
quinto mundo y lo convencieron. El perdedor sigue
en su intento, tiene una bufanda que no combina con
nada en un lugar en que hay que mostrar el cuello.
Lo veo y es uno de esos tipos que ocupan espacio, que
nadie se percata de ellos pero están ahí, respirando tu
aire, consumiendo lo que te pertenece. En eso mi puta

274
le pide una moneda, se acerca a la fonola y le habla al
vidrio.
¿Qué música querés, gordo?
No contestó, ella de reojo puso una canción que
me gusta a mí. Cuando volvió a su lado el derrotado
le hablaba en voz baja.
Yo no era gordo, tengo treinta y tres años.
La puta escuchó una frase más y se levantó, lo dejó
solo. Verlo sentado en esa silla era comparable a una
mancha negra en el hielo. Era la soledad que distin-
gue a los dioses, lo veía agachar su cabeza contra la
mesa, jugar con sus dedos, tratar de olvidar que no
podía mantener una conversación con una mujer más
de tres minutos. Yo lo fulminaba con la mirada, me
caía mal, odio todo lo que contamine, por un mo-
mento me molestó tanto que le dije a los gritos.
Andá a esperar a tu amigo afuera, no soporto mirarte.
Sin decir nada, los restos del Chueco traspasaron la
puerta roja, no me dijo nada, podía observar en él una
pose de crack, pero había que esforzarse mucho en
encontrarla.
La puerta se mueve y pienso que es el perdedor
que vuelve, pero no, es un grandote de pantalón de
gimnasia. De esos de estirpe musculosa, de bigotes
gruesos, pelos duros. Ya antes había estado en el
lugar, pero no pasó a coger y no me habló. Era antes
de la llegada de Ana, ahora estaba en la pieza y salía
justo con el amigo del perdedor. Y cuando la vio se

275
excitó muchísimo y empezó a sacarme conversación.
Vos no sabés lo que gustaba ese gordo que está afuera,
la pegada que tenía, yo te lo digo por qué soy el director téc-
nico del equipo del pueblo.
Ah, mirá vos, no tenés idea el cincazo que soy yo.
Él la conocía de la calle, y esa noche insistía en que
le hiciera precio, ese pasó a ser su tema de conversa-
ción preferido y alegaba que ella aceptaba. Con una
mueca ella me lo negaba y me voy a la cocina, quiere
decirme algo. Me cuenta que con el bigotudo sólo
practican sexo oral, se lamen simultáneamente. Se
está poniendo pesado, a cada rato me mira y me dice.
Cinco, vamos, dale cinco.
Lo acompañaba un grandote de camisa celeste, un
émulo de colectivero. Bailaban y vaciaban las cerve-
zas, las arrinconaban a las chicas, toscamente. Metían
manos, brazos, dedos, todo lo que pudiera ser gratis,
y me levantaban la mano, y con voz de niño ham-
briento.
Cinco, vamos, dale cinco.
Yo me quería ir a dormir, ya era muy tarde, casi
amanecía. Ellos parecían que recién nacían, y la acti-
tud de querer coger sin pagar me saturó.
Negro dejá de romper las pelotas con el precio, ¡qué te
pensás! ¿Que esto es un supermercado? Poné el culo vos y
fíjate si es caro o barato.
No seas tan brioso, no me hagas quedar mal delante de
las chicas.

276
Ya me cansaste, andate que nos queremos ir a descansar.
El negro empezó a mover los bigotes, quería gue-
rra, la lesbiana estaba con el palo de jockey en la
mano, a mi lado, las putas a mis espaldas y el amigo
de camisa celeste lo agarraba del brazo. Ese bigotudo
esa noche perdió.
Cerramos y nunca jugaría de cinco.
Al otro día me despiertan con la noticia de que co-
meremos un asado, un ritual alucinante si los hay, ya
siento el olor y me moviliza, este es un país que se dis-
tingue por eso, por los que silban en la calle y por los
que disfrutan el asado. Me avisan que viene una fa-
milia amiga, la de Pedro Salinas. Desde el primer día
que llegué que escucho ese nombre, a los dos meses,
mi tía me pregunta, ¿No lo viste a Pedro Salinas? ¿Quién
mierda es Pedro Salinas? Ya las caras ni los nombres me
importan, no puedo congeniar con un lugar en el que
estoy de paso. Ahí estamos todos reunidos en la mesa
del patio, dispuestos a compartir con esta familia que
había sido tan amable con nosotros. Yo casi no com-
partía nada con los de la casa, con mi tía hablaba poco
y con mis primos menos, el trabajo nos había alejado.
El asado quizás nos una por un instante, Salinas vino
con su mujer y las tres hijas, una con novio. La mujer
tenía anteojos de vidrio grueso, estilo Victoria Ocampo,
dientes más gruesos, del color de la plasticota. Salinas
era un negro imponente, cara con el brillo de un sapo
de bronce, sólo se reía tímidamente. La hija más chica

277
era la que tenía novio, ella cachetuda con boca pro-
nunciando la “u” y su novio, un dientudo al que se le
reventaban las encías, de esos que abren la boca de tal
manera que pareciera que se quieren comer el aire. Y
como dice mi papá, le faltaba un raviol a la caja. La sa-
liva caía de su boca con la personalidad de un río apto
para kayak, y se la tragaba como si se tomara un trago
de gaseosa, pero ese retrasado parecía que era hijo de
alguien con plata. La otra hija se notaba que tenía un
atraso más que un retraso, apenas me vio me lamió
la cara. Todos lucían un pelo crespo ensortijado del
color de la muerte. Mientras mis primos se encargan
de contarme que la mujer de lentes gruesos, fue la que
encontró la dentadura del cartero en la fiesta del ce-
menterio. Que ella los dejó encima del paredón por si
alguien volvía a reclamarlos. Mientras, nos bajamos
cinco botellas de litro de tinto y mi compañero de tra-
bajo, mi adulto mayor, empezó a largar sus bocadi-
llos. Y él que empezó a ligar fue el dientudo, flamante
novio de dedos cruzados en la cintura.
¿Y a vos te dieron permiso para ir a Bambi?
El retrasado casi se ahoga en saliva, era famoso en
la zona por gastarse todo en putas. Me levanté de la
mesa, agarré la moto y fui a recorrer el pueblo, un ex-
traño escalofrío tenía, sentía las mariposas en la panza.
Me fui hasta la represa y me senté un rato a obser-
var, veía las cruces de los suicidados, sí los podía ver
corriendo por ese lugar, subiendo y bajando de ese

278
cielo inmerecido, capcioso, lleno de atajos para los que
temen ser felices. Ya mi función en el centro de la mi-
seria estaba llegando a su fin. Decidí volver a mi ciu-
dad, hacer lo imposible por rescatar el amor de la
Colorada, ella me dijo que sólo necesita cicatrizar, que
volverá conmigo, que no puede vivir sin mí, tendre-
mos un hijo y le pondremos Paulino. Por primera vez
en mi vida sentía que podía resignar lo que sea por
amor. Un final feliz para mi historia, me lo merezco,
me la pasé haciéndome nebulizaciones de mierda.
Volví a la casa y le comuniqué a mi tía que esa sería la
última noche que trabajaría. Todos empezaron a llorar,
pero podían entender que lo hacía por amor, no es que
huía de mis responsabilidades. Antes de irme al úl-
timo día de trabajo, dejé acomodado el bolso con la
mirada a la habitación que tantas noches me cobijó.
Manuel manejaba la camioneta triste, dolido de mi
partida, yo observaba esos treinta kilómetros que
hacía días recorría, que no haré más, la belleza de ese
lugar. Montañas de paredes verdes con picos blancos
como helados posmodernos. La ruta habitada por ca-
miones coloridos y camionetas dignas de Rangers te-
janos. Un manojo de pueblitos que parecían creados
a partir de un cartel de Coca Cola.
Campos de verde imperial mostrando alfombras
para cíclopes.
En ese transcurrir en la armonía del camino, algo
interrumpe, un auto que imprudentemente salía de

279
un pueblo. Debimos frenar bruscamente y yo le saqué
la mano diciéndole que era un inútil. Lo seguimos
porque se generó un odio entre los dos autos, y el tipo
paró en la estación de policía del camino. Se bajó
como acusando a su mamá.
Qué me tiene que insultar.
Fijate por dónde vas si no querés que te insulten.
Aprendé a manejar vos.
Me crié en la calle y me vas a enseñar a manejar vos, te
voy a arrancar la cabeza.
El acusador vuelve a su auto con el culo entre las
piernas, mi compañero, el camionero, le dio una lec-
ción. Llegamos y como despedida tuve que limpiar
las piezas, forros acumulados con algodones, los de-
posité en el tacho y los quemé. Empezaba a despe-
dirme de esa alfombra de puchos. Esa noche, la de mi
partida se tornaba extraña. No venía nadie y las chi-
cas no me creían que me iría.
Pensé que pasaría el Petiso, y le daría un abrazo de
despedida, pero no, ausencias sin justificar. Carolina
se negaba a la posibilidad que me fuera, algunas
gotas caían de sus ojos.
Son casi las seis de la mañana y pienso en cerrar,
no da para más, con eso cerraba mi participación en
ese lugar, sólo con darle dos vueltas de llave a la
puerta roja, por mi cabeza vuelan los días ahí. Extra-
ñaré ese olor. Un ruido extraño invade el ambiente,
un auto se estaciona y cuatro hombres bajan. No sé

280
qué hacer, les permito que pasen, mientras les aviso
a las chicas que se preparaban para irse a dormir. El
conductor del auto era un rubio de unos veinte años,
que pedía permiso hasta para respirar. Lo acompaña-
ban dos más que no conocía y el Chueco. Piden dos
cervezas y se sienta uno al lado del otro junto a la ven-
tana, los envases están intactos, pasan los minutos y
nadie se percata de ellos. Tienen la cabeza en otra
cosa, miran adelante esperando el show. Uno de los
dos que no conocía se levanta de la silla, se acerca con
un pulóver gris tejido por su mamá. Sus ojos están in-
yectados en sangre, con esa violencia reprimida de los
que perdieron toda su vida y que no les importa
nada. A mí no me intimida, me fortalece, es mi última
noche, la Colorada me espera.
¿Qué pasa? ¿Qué pasa?
Ya vienen las chicas.
Voy a romper todo.
No le presté atención para que me dejara en paz,
surtió efecto, volvió a la mesa, Ana apareció y se fue
a su falda, parecía haberlo calmado. Manuel dormía
en el auto y la lesbiana en una pieza. Carolina cenaba
de trasnoche.
De repente, el ambiente se transformó, un grito se
apoderó de la música.
Dámelo ahora.
El de pulóver gris la tenía agarrada del pelo y le
gritaba. Luego empezó a pegarle la cabeza contra la

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ventana, fueron dos golpes hasta que llegué al lugar,
intenté sacársela mientras me tiraba trompadas, es-
taba sacado, sus ojos le brillaban, pude rescatarla. Sus
amigos al ver que yo no quería pelear me ayudaron.
A todo esto, la lesbiana se levantó y fue a llamar a mi
tío, sólo le dijo, entre cuatro le están pegando a Iván.
Mi protegido entró con un revolver a los gritos de,
¿qué pasa acá?
Y luego se fue, se metió detrás de la casa y tiraba
al aire. Su participación no colaboró en nada, sólo
echó litros de nafta a un fuego que se apagaba. El de
pulóver gris se arrastraba por el piso enojado, gritaba
que la puta le había ofrecido drogas.
Era sólo una mitad de un cigarrillo.
Mi tío seguía tirando de un costado y yo inten-
tando cerrar la puerta, sólo, terminar con ese rollo de
una vez.
Cuando veo que el Chueco está abriendo el baúl del
auto, saca una recortada y me la pone en el pecho.
Veía en sus ojos la derrota de toda una vida, mientras
sentía el caño frío pasaron por mi cabeza todas las
personas que quiero.

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Bambi
Ivan Ferreyra

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EDICIONES RECOVECOS

SERIE
La espalda del espejo

Editor: Carlos Máximo Ferreyra

Corrección: xxxxxxxxxxxxxxxxx

Diseño editorial: La Nuez, diseño

Diseño de portada: xxxxxxxxxxxxxxxxxxx

EDITORIAL
Juan del Campillo 137 - X5000GTC - Córdoba
editor@edicionesrecovecos.com.ar
(0351) 4734064
http://www.edicionesrecovecos.com.ar

(c) Ediciones Recovecos


(c) Ivám Ferreyra

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Este libro se terminó de imprimir en Córdoba en el mes de xxxxxxxxxxx 2011


Todos los derechos reservados. Queda prohibida la reproducción
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por cualquier medio sin la previa autorización de los titulares de Copyright.

LIBRO DE EDICIÓN ARGENTINA


QUEDA HECHO EL DEPÓSITO QUE MARCA LA LEY 11.723

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Este libro se terminó de imprimir en el mes de
xxxxxxxxx / 2011, en los talleres de Gráfica del Sur.
Manuel Lucero 67 - Córdoba - Argentina
Tel.: (0351) 4734064

graficadelsur2@fibertel.com.ar

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