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SAFIYA:
Aquí estoy. No pueden verme. Ustedes son los que no pueden verme, por eso me ocultan, como
al rostro del pecado... Detrás de este manto, están mis ojos de café negro, que en su mirada final los
buscan, los recorren....estos ojos de mujer enamorada, y por lo mismo preñada de vuestro oprobio-
so semen.
¡Mírenme, hombres necios!, antes que las piedras que esconden en su mano se conviertan en sal,
en arena, antes que el viento desfallezca en mi cuerpo endeble, su palidez sepulcral, antes de que
caiga para siempre el velo que me oculta, y descubra su cosecha mi vientre duro como el acero, ne-
gro y aceitado como la piel de mi amado, como el brazo abrazado por el constante sol del desierto.
¡Mátame semental! Mátame. Que junto conmigo matarás a tu madre y a tu hija, matarás a la tie-
Sé que no podrás hacerlo si me miras a los ojos, por eso me quitaré este manto de pirámide que
me cubre, yo, virgen de los necios, que jamás he empuñado siquiera, una piedra para arrebatarte mi
amor de otras manos de mujer, el beso de otros cuellos, ni el perfume de sándalo y de azahar a tu
No. No voy a hablar, ni a tratar de convencerlos. Tantos son que forman un ejército de cobardes.
¡Yo, la puta Safiya, desnudo mi ruego de mujer al mundo, clamo a los dioses y al universo que no
me condenen a esta muerte apresurada!
Laten mis hijos en mis entrañas, ¿van a matarlos también, sin que esta pena sea clausurada para
siempre?. ¿Por qué me castigan? Ustedes, los mortales, por qué me enjuician lejos de las leyes divi-
nas, a morir una muerte vergonzante y cruel? (LEVANTA LA TELA Y DEJA VER SU ROSTRO)
¡Que las cámaras de televisión me enfoquen, y sigan la muerte en vivo por Internet. Mientras
caen mis huesos uno a uno, en primerísimo primer plano: Blanco bulto de huesos negros.
Mientras millares de mujeres, adúlteras, se atragantan con la última ración de pollo, o se embriagan
lujuriosos con el vino de mi sangre, sus infieles maridos, echándome una ojeada perversa. O se apa-
rean miles de parejas de un sexo o de dos o de tres. Mientras nacen miles de niñas en este mundo de
injusticias que dios no creó. (PAUSA. RUIDO DEL VIENTO QUE MUEVE SU VESTIMENTA)
¡Enfurecen a los dioses! El sol se ha ocultado tras un eclipse, y ha cambiado el viento. ¿Podrá tor-
cerse mi destino?... ¿Creen que al matarme dejarán de engañarlos? ¡No! ¡No soltaré a mi hijo de los
brazos! El se elevará conmigo en vuelo eterno, le crecerán alas de ángel, y sus ojos azules, se volve-
rán de cielo, le enseñare a volar, y aprenderá a respetar nuestro cuerpo, y a enredarse entre las pier-
nas de una virgen predilecta, con cabellos ondulados de sirena y cola de oro, y collares de algas.
Oye hombre: te cambio las piedras calizas por esmeraldas de mi pubis, que brillan como estrellas
de diamantes...¡Ay! ¿no me escuchas? Por favor, no me hieras, insensato. Déjame balbucearte al oí-
¡Ay! ¡Hombre! quiero decirte: … que te he amado. A ti, que estás allí, entremezclado en la vil ca-
cería. Por favor, tú, no me lastimes. La paloma ya está herida. Te di mi alma, te di mi cuerpo, te doy
¡Y a ti que me denunciaste, Hueney, sin pruebas, a ti que me engañaste con cuanto precoz gorrión
aproximaba sus senos punteagudos, a ti que no te hace falta probar mi pecado, para que tu palabra
engañosa me condene al Sharía!, te dejo todas las heridas, las muñecas laceradas, las marcas de las
sogas en la piel calcinada, las quemaduras de heno, y que el divino te perdone. A ti, hombre.
Liliana Cappagli