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Ahí está. Cuando la vi, me quedé triste. Se rompió, finalmente, después de mucho uso. La taza de café.

Mi taza de
café, aquella que compré hace mucho, junto con un platito haciendo juego.
Hay toda una historia detrás de ella, no es una simple taza. No es un utensilio más de cocina, era mi tacita
preferida, aquella donde tomaba el desayuno y la merienda y cuando tenía ganas, un café negro. Yo soy más del
café, a mí me criaron con café, no con mate. El olor del café es lo más lindo que abre un nuevo día, es el olor de
mi casa paterna, el café que toma mi papá, el que toma mi mamá (curiosamente solo mi hermano toma mate, el
resto, tomamos café), el aroma que inunda mis mañanas. El mismo café que íbamos a tomar con mi papá cuando
yo lo iba a buscar al kinesiólogo. Solíamos ir juntos, del brazo (aunque últimamente mi papá me toma de la mano,
como un chico y a mí me produce una mezcla de ternura y tristeza, porque sé que de a poquito es como que se
van invirtiendo los roles).
Pero volvamos a mi tacita, como dije, hay toda una historia detrás de ella.
Después de mucho sufrir, de mucho soportar, de vivir en una especie de jaula de oro con púas que me herían
constantemente, a toda hora, un día decidí divorciarme. Me llevó tiempo la decisión, mucho tiempo. Estaba tan
herida, tenía tanto miedo, que a todo lo que me proponía mi abogado decía que no. Por miedo. Me invadía el
miedo.
Finalmente el divorcio se concretó –la cara de odio de quien se pensaba mi dueño era monstruosa y su maltrato
también- y yo, con mi miedo a cuestas, no me atrevía a irme de mi casa. Pero sí me atreví a salir a buscar
departamento, hasta que lo encontré. Mi lugar. Un lugar donde vivir, donde ser libre, sin ataduras ni miradas de
odio mezcla con censura y algo de envidia. Un lugar donde soñar.
Pero el miedo siempre estaba presente, alquilé mi departamento y me pasé meses pagando puntualmente el
alquiler y la dueña que me preguntaba cuando me mudaba y yo que le contestaba “el mes que viene”.

Mientras pasaban los meses, yo compraba cosas para mí, para mi nueva vida y las iba dejando en el
departamento. Era sumamente luminoso -amo la luz del sol, sobre todo en invierno-, yo me venía al centro,
compraba cosas, las ubicaba en mi departamento y me quedaba un rato allí, soñando con el día que finalmente
me animara a habitarlo y disfrutaba del sol, de la luz, de mi futuro.
Y allí estaba la taza de café. Su platito era de color naranja, la taza era blanca con una flor naranja haciendo juego.
La compré para mí, para mi nueva vida. Era como un símbolo de todo lo bueno que imaginaba: tranquilidad, nada
de horarios ni obligaciones, basta de vivir para los demás, basta de postergarme. Basta de sufrimientos.
Y así fue, una vez que vencí los miedos y logré mudarme, fue como si toda la vida hubiera estado allí, en un
departamento pequeño pero lleno de luz, con mis cosas.
Y se sucedieron los desayunos y las meriendas, tranquila, feliz, sin horarios. La tacita era como una especie de
reaseguro de mi libertad finalmente recuperada y que estrenaba con miedo –siempre el miedo, siempre- pero al
mismo tiempo, con un disfrute intenso. Es curioso como se pueden juntar dos sentimientos antagónicos, como se
puede ser feliz con miedo.
Por eso el día que se rompió la tacita, me puse triste. Por lo que significaba para mí y porque soy muy cuidadosa
con mis cosas, me gusta cuidar mis cosas, que me duren mucho tiempo.
Tenía varias tazas, ninguna hacía juego con la otra, eran todas distintas, pero esa fue la primera que compré para
mi nueva vida. El café tenía un olor más intenso y un sabor más dulce en ella, yo amaba esa sensación. Y después,
cuando debí reemplazarla por otra, descubrí que el café sabía igual que en la tacita blanca con la flor naranja.
No era la tacita, era yo quien aportaba la intensidad y la dulzura. La tacita solo era como una especie de
intermediario entre mi vida y yo. Y la dejé ir.

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