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Incesto

Por Anaïs Nin


(Francia 1903-1977)

23 de junio de 1933

Hablábamos sobre nuestras aficiones diabólicas. Le dije que me gustaba


ir con Henry y Eduardo al mismo cuarto de hotel (¡no con los dos al mismo
tiempo!) ¿y por qué?, le pregunté. Esa sencilla confesión le reveló todo un
mundo.
—Yo también lo he hecho -dijo sonriendo. Mi confesión repercutía en él,
revelaba secretos. Un pacto secreto, irónico, de semejanza entre los dos. Me
despedí de él con un beso filial, pero mis sentimientos no eran los de una hija.
Bruscamente inclinó la cabeza y me besó en el cuello.
Me alejé por el pasillo hacia mi habitación sin saber que él me miraba.
Antes de entrar, me volví, segura de que lo vería. Estaba en un rincón oscuro y
no lo vi. Pero él sí me vio darme vuelta.
A la mañana siguiente no podía levantarse de la cama. Estaba
desesperado. Lo envolví con mi alegría y mi ternura. Por fin deshice sus
maletas mientras él hablaba. Y prosiguió con la historia de su vida. Trajeron las
comidas a la habitación. Yo estaba en salto de cama de satén. Las horas
pasaban velozmente. Yo también hablaba. Conté la historia de los azotes.
Cuando describí cómo me distancié para ver la ordinariez de la escena, papá
quedó atónito. Nuevamente, el suceso parecía tocar un resorte interior de su
propia naturaleza. Por un instante me pareció que no escuchaba, que estaba
absorto en el sueño de lo que había descubierto, como suele sucederme a mí.
Pero entonces dijo:
—Eres la síntesis de todas las mujeres que he amado.
Me miraba constantemente.
—Cuando eras una niña, tus formas eran tan bellas. Me encantaba
fotografiarte.
Permanecí todo el día sentada al pie de su cama. Me acariciaba el pie.
Entonces preguntó:
—¿Crees en los sueños?
—Sí.
—Tuve uno que me asustó. Soñé que tú me masturbabas con dedos
enjoyados y que yo te besaba como un amante. Sentí terror por primera vez en
mi vida. Fue después de la visita a Louveciennes.
—Yo también soñé contigo.
—Mis sentimientos hacia ti no son los de un padre.
—Ni los míos los de una hija.
—Qué tragedia. ¿Qué haremos? Acabo de conocer a la mujer de mi
vida, mi ideal, y resulta que es mi hija! Ni siquiera puedo besarte como quisiera.
¡Estoy enamorado de mi propia hija!
—Todo lo que sientes, lo siento yo.

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Después de cada frase, sobrevenía un largo silencio. Un silencio
espeso. Frases tan sencillas. No nos movíamos. Nos mirábamos como en un
sueño y yo le respondía con extraña ingenuidad y franqueza.
—Cuando te vi en Louveciennes, me sentí hondamente perturbado. Lo
observaste? —Yo también me sentí perturbada por ti.
—Que vengan Freud y, todos los psicólogos. ¿Qué dirían si lo supieran?
Otra pausa.
—Yo también he tenido mucho miedo.
—No permitamos que el miedo nos vuelva reservados el uno con el otro.
Y mi miedo era mayor, Anaïs, desde que me di cuenta de que eres una mujer
liberada, una affranchie.
—Yo ya estaba poniendo los frenos.
—He sentido entonces celos de Hugo.
Papá me pidió que me acercara. Estaba tendido de espaldas y no podía
moverse. —Déjame besar tu boca.
Sus brazos me rodearon. Vacilé. Me atormentaba un torbellino de
sentimientos, deseaba su boca, pero tenía miedo, sentía que estaba por besar
a un hermano, pero estaba tentada... aterrada y excitada. Estaba tensa. Sonrió
y abrió la boca. Nos besamos, y ese beso desató en mí una ola de deseo.
Estaba tendida a través de su cuerpo y con mi pecho sentí su deseo, duro,
palpitante. Otro beso. Más terror que placer. El placer de algo innombrable,
oscuro. Él, tan hermoso: divino y femenino, seductor y cincelado, duro y suave.
Una pasión dura.
—Debemos evitarla posesión –dijo-. Pero ay, deja que te bese. Acarició
mis pechos y los pezones se endurecieron. Yo resistía, me negaba, pero mis
pezones se endurecieron. Y cuando su mano me acarició -ah, la sabiduría de
esas caricias -me derretí. Pero una parte de mí seguía estando dura y aterrada.
Mi cuerpo cedía a la penetración de su mano, pero yo resistía, resistía el
placer. Me resistía a mostrar mi cuerpo. Sólo descubrí mis pechos. Tímida y
renuente, a la vez estaba trastornada de pasión. —Quiero que goces -declaró-.
Goza, goza.
Sus caricias eran tan hábiles, tan sutiles, pero yo no podía, y para
escapar, fingí que sentía. Nuevamente me tendí sobre él y sentí la dureza del
pene. Se destapó. Lo acaricié con la mano. Se estremeció de deseo. Con
extraña violencia me quité la bata y me tendí sobre él.
— Toi Anaïs! Je n’ai plus de Dieu!
Su cara estaba en éxtasis y yo, frenética de deseo de unirme a él... me
retorcía, lo acariciaba, me aferraba a él. Su espasmo fue tremendo, de todo su
ser. Se vació por completo en mí... y mi entrega fue inmensa, con todo mi ser,
aunque con un miedo en el centro que reprimió el espasmo supremo.
Entonces quise dejarlo. En alguna región remota de mi ser aleteaba un
sentimiento de repugnancia. Y él temía esa reacción en mí. Quería escapar.
Quería dejarlo. Pero lo vi tan vulnerable. Me parecía terrible verlo tendido de
espaldas, crucificado y a la vez tan potente... irresistiblemente atractivo. Y
recordé que en todos mis amores ha habido una reacción de rechazo... que
siempre he tenido miedo. No lo ofendería con mi fuga. No lo haría después de
los años de dolor que le había provocado mi rechazo anterior. Pero en ese
momento, después de la pasión, tenía que ir a mi habitación, estar sola. Esa

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unión me había envenenado. No era libre para disfrutar su esplendor, su
magnificencia. Una sensación de culpa pesaba sobre mi placer, me agobiaba,
pero no podía revelárselo. El era libre -apasionadamente libre-, mayor y más
valiente que yo. Podía aprender de él. ¡Al fin sería humilde y aprendería algo
de mi padre!
... Conversamos hasta las dos o tres de la mañana. —Qué tragedia que
te haya encontrado y no pueda casarme contigo. -Era a él a quien le
preocupaba embrujarme. Era él quien hablaba, se mostraba ansioso y
desplegaba todos sus poderes de seducción. Yo era la cortejada,
espléndidamente. -Qué bueno es cortejarte. Las mujeres siempre me han
buscado, cortejado. Yo sólo he sido galante.
Historias interminables sobre mujeres. Hazañas. Al mismo tiempo, me
enseña lo máximo en el arte de amar: juegos, sutilezas, caricias nuevas. En
cierto momento tuve la sensación de que era el auténtico Don Juan, aquel que
había poseído más de mil mujeres, y él me enseñaba a la vez que elogiaba mi
talento, mi asombrosa habilidad amatoria, mi extraordinaria afinación y
sensibilidad. Estaba asombrado por la riqueza de mis mieles.
—Caminas como una cortesana griega. Pareces ofrecer tu sexo cuando
caminas. Cuando volví por el pasillo oscuro. hasta mi habitación.
Mi pañuelo entre las piernas porque su esperma es superabundante
-soplaba el mistral y sentí que se interponía un velo entre la vida y yo, entre el
placer y yo. Todo se desarrollaba espléndidamente, como correspondía, pero
sin la chispa final de placer, porque en ciertos momentos era el amante
desconocido, el español encantador experto en seducciones, amante
enamorado con su mente, espíritu y alma, en otras ocasiones demasiado
íntimo, demasiado parecido a mí, con las mismas contracciones de miedo y
desconfianza, el mismo survoltage, la misma susceptibilidad exacerbada.
Ciertas observaciones me preocuparon:
—Ojalá pudiera reemplazar a todos tus amantes. Sé que podría hacerlo
si tuviera cuarenta años en lugar de cincuenta y cuatro. Tal vez en algunos
años no habrá más riquette, y entonces me abandonarás.
Era insoportable semejante inseguridad en él, el león, el rey de la selva,
el hombre más viril que he conocido. Porque me asombra encontrar una fuerza
sensual mayor que la de Henri; verlo todo el día en estado de erección, y su
riquette, su pene, tan duro, tan ágil, tan pesado.
A la noche siguiente, cuando tenía un poco más de libertad de
movimiento, se tendió sobre mí y fue una orgía, me penetró tres o cuatro veces
sin pausa, sin retirarse: sus fuerzas, su deseo siempre renovados y cada
eyaculación seguía a la otra como una sucesión de olas. Me hundí en el placer
vago, velado, sin clímax, en la bruma de las caricias y la languidez, en la
excitación continua y por fin experimenté profundamente la pasión por ese
hombre, una pasión asentada sobre la veneración y la admiración. La
culminación de mi propio placer dejó de preocuparme. Me sumergí en la
culminación del suyo. Le dije que había vivido las noches más bellas de mi
vida, y al decirlo advertí que él deseaba fervientemente saber si era verdad.
Derramé amor, adoración, con ciencia.

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La escritora Anaïs Nin fue amante de Henry Miller, de Antonin Artaud y de Otto
Rank. Entre 1914 y 1977 escribió su célebre diario intimo, que se conoció parcialmente
en 1966. Aquí abordó detalles de esas relaciones. En 1992, su albacea, Rupert Pole,
dio a conocer la parte no publicada del diario con el título de Incesto. El texto incluido
aquí es un fragmento de la edición de Emecé (traducción de Daniel Zadunaisky), y
refiere el reencuentro de Anaïs con su padre, un famoso pianista y don juán que
abandonó a su familia cuando su hija tenia 11 años.

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