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CARACOLES

La voz de mamá me molestaba: una vocecita suave como un cuchillo. Mamá corría por
toda la casa, sin parar de hablar y de acomodar cosas. Eran las primeras navidades desde
que papá se había ido. Hacía casi un año, el verano pasado, se habían separado. O algo así.
Al menos, eso era lo que yo, sola, había podido reconstruir. Porque en casa mamá había
tomado la decisión de no explicarnos demasiado. Sin embargo, no paraba de quejarse y
hacer referencia al hecho de que papá se había ido con otra mujer, una mujer algo extraña
que lo había arrastrado a un país muy lejano y muy raro. Tan raro que, creía, era un país
lleno de canguros y animales con púas asomando por sus costas. Yo sentía que papá había
sido cazado por una mezcla de fiera y de mujer aborigen de una tribu primitiva. Tal vez una
hechicera de la tribu.
La cuestión es que a papá no lo habíamos visto más. Ni sabíamos nada de él. Desde
entonces mamá hablaba como nunca, sin ser demasiado claro lo que decía, o lo que quería
decir. Su frase preferida era: “Yo no me quedé sola, ando con mis hijitas a cuestas, día y
noche. Como el caracol.”
Era navidad, papá venía a visitarnos y todos habíamos vuelto a hablar de él.
La excitación era general en toda la casa. Cuca, una mujer de rasgos africanos, que a veces
ayudaba a mi mamá en tareas como planchado y costura, había venido a cooperar con los
preparativos. Sus rasgos por entonces me resulataban sospechosos. Pensaba que una mujer
extranjera podría llevarse algo nuestro, como papá.
Una vez sorprendí a mamá gritándole por algo que supuestamente le faltaba. Cuca lloraba y
se disculpaba. Después, por un tiempo, no la ví. No me tranquilizó. Me hizo sentir muy
avergonzada. Pensaba que todo lo que había pasado, de algún modo, lo habá provocado yo,
por mi deseo de que se vaya. Ver a Cuca, otra vez, esa tarde, fue muy perturbador.
Mamá corría y hablaba todo el tiempo, tratando de ordenar, con una precisión que volvía
todo frío. Flores azules: sobre mesa madera grande; blancas: sobre mesa baja.
Yo me sentía inquieta y perdida en medio de ese movimiento continuo, pero prolijo,
ajustado. Todo estaba controlado. Tanto, que pese a cierta desproporción, no era más que
un movimiento cerrado en sí mismo, circular. Un movimiento para nada. Como las líneas

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en espiral del caparazón de los caracoles. Porque si algo faltaba en aquella casa, en medio
de tanto preparativo, era la sensación de un encuentro.
Me encerré en mi cuarto y me puse a jugar con mis caracoles. Los había recogido con mi
abuela y los tenía en un frasco de vidrio, al que abría y soplaba a intervalos regulares de
tiempo, temerosa que pudieran morir ahogados. Me gustaba observarlos, como se protegían
ante la menos intromisión de un extraño.Un roce de mis dedos y se metían adentro de sus
caparazones. Ahí, en mi cuarto, yo me sentía como ellos, a salvo.
Mamá me llamó, estaba en medio de un montón de paquetes, y me pidió que los numerara.
Por suerte no superaban los diez, porque me hubiese avergonzado confesarle que más no
sabía. Tampoco quería llamar a mis hermanas mayores. Después de todo, por primera vez
en el día, encontraba una tarea en la que podía colaborar. Mamá entonces me pidió que los
números coincidieran con las posiciones de la mesa, considerando el uno y el diez como la
cabecera, “para mí” y “para tu padre”, me subrayó. Aunque tampoco pareció tierno, me
alegró que me lo nombrara. Papá había entrado ya de alguna manera en mi casa. Mi mamá
lo permitía, a su modo.
Así que no me importó tanto enterarme que mi lugar era al lado de mi primo Abel. Abel era
un chico extraño, con una nariz roja y muchos mocos. Respiraba con la boca abierta y se le
formaba una baba que le iba chorreando, y que le marcaba la cara como los caminitos que
hacen los caracoles. Pero los caracoles me gustaban y Abel me daba asco.
Seguí dedicada a la tarea de numerar regalos, me esmeraba colocando no solo el numero
sino la inscipción completa de “Paquete Nº ” en cada uno de ellos.
Mamá pasó gritando atrás de Cuca que llevaba una cacerola enorme de caracoles, que yo
supuse vivos, hacia la cocina. Otra vez no me animé a preguntar nada sobre lo que íbamos a
comer. Pero me resigné a lo peor, si papá venía, la comida no podía ser tan importante.
Finalmente iba a poder abrazarlo, saltar sobre sus rodillas, mostrarle mis cuadernos de
dibujos, y tal vez se quedara con nosotros, o al menos me mostraría fotos de su casa, y me
hablaría de esos detalles que yo necesitaba tanto conocer. Así iba a poder pensar en él,
pensarlo en un lugar concreto, le iba a escribir y cuando fuera grande, visitarlo. Me costaba
concentrarnme en los paquetes, pero quería hacer todo bien. Terminé, y antes que mamá me
lo indicara, fui a prepararme.

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Estaba en mi cuarto, cuando me sorprendió el timbre. Salí corriendo, pero Cuca nos atajó a
mis hermanas y a mí y no nos dejó pasar. Nos mandó al patio.
Mamá se estiraba sobre el sillón y fumaba y su boca se hinchaba en una desmesura
desconocida, en una sensualidad que yo juzgaba absurda. Papá movía las piernas en una
incomodidad evidente.
Me daba vergüenza las rodillas de mi mamá avanzando hacia el sillón de papá. Me daba
miedo que se lo comiera, como a un caracol, primero la cabeza, después el cuerpo, después
el jugo.
Yo fijaba mi vista en las rodillas de papá. Me imaginaba saltando sobre él. Estaba segura
que había vuelto a eso: a sostenerme con sus piernas fuertes.
Por fin, estaba ahí y quería tocarlo. Pero me mantenía quieta y las tres compartíamos el
silencio, apenas asomadas por la ventana, por miedo a ser sorprendidas y obligadas a
abandonar el lugar de privilegio. Verlo a papá.
Por atrás apareció Cuca y nos sacó de ahí.
Volví a mi cuarto, con mis frascos de caracoles. Volví a soplarlos y a rozarlos muchas
veces. Después me quedé dormida.
Al otro día bajé por la escalera en espiral al comedor y retiré mi paquete, el número 6. Todo
seguía en el mismo orden. Era un libro sobre animales. Busqué sobre caracoles y decía:
“Tienen corazón, cerebro y aparato digestivo”. Entonces pensé que mi papá se había ido
por eso.
Papá nunca podría comer caracoles. Comer animales que tienen corazón y cerebro.

Nalé.

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