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¿Iglesia institución o Iglesia espiritual?

En este cambio de época, tan “fluido”, tan “ligth” también los cristianos sufrimos diversas
crisis respecto de nuestra comprensión de nuestro ser y nuestra misión. Una de las crisis más
importantes se relaciona con la comprensión del “ser Iglesia” y, en consecuencia, de su
misión.
Hoy se puede encontrar, en un extremo, personas que siguen enviando emails para que se
deje de dar la comunión en la mano, lo cual consideran sacrílego o algo parecido. Este
extremo se aferra a “formas” o modos que tienen que ver con el pasado, y que no tienen nada
de sustancial con el ser cristiano. En el otro extremo, hay personas que, en su afán de
adaptarse a los tiempos que corren –con buena voluntad, pero con poco discernimiento–
mutilan elementos sustanciales del mensaje de Jesús.
Si se quieren caracterizar los elementos que destaca cada uno de estos dos extremos
podríamos decir que el extremo “conservador” destaca unilateralmente: la institución, la
autoridad, la jerarquía, la ley, la letra, el primado de Pedro, el aspecto visible de la Iglesia, lo
jurídico; en cambio, el extremo “progresista” destaca unilateralmente: el carisma, la libertad,
el sacerdocio común de los fieles, la gracia, el Espíritu Santo, la colegialidad, el aspecto
invisible de la Iglesia, lo místico.
Mirado teológica e históricamente, se puede decir que –si bien en la Iglesia católica hemos
mantenido los principios en su equilibrio– en la vivencia concreta no siempre se ha mantenido
ese equilibrio que expresan los documentos del Magisterio o los textos de los grandes
teólogos. Este desequilibrio de la vivencia católica ha sido llamado “cristomonismo” por el
célebre teólogo francés Yves Congar, uno de los grandes colaboradores en la preparación del
Concilio Vaticano II.1 Congar también ha sido –dentro de la teología católica contemporánea–
uno de los pensadores que más atención ha prestado a la persona del Espíritu Santo, a la cual
los cristianos latinos solemos estar desatentos.2
¿Qué es este “cristomonismo”? Es una atención exclusiva (y, en la práctica, muchas veces
excluyente) a la persona de Cristo, en detrimento, particularmente, de la persona del Espíritu
Santo. El Concilio Vaticano II ha buscado equilibrar esa vivencia cristiana dando importancia
a la persona del Espíritu Santo en la Iglesia, pero –en la práctica– eso no siempre se ha
logrado. Y el efecto eclesial es que, entonces, se subrayan excesivamente los elementos que
hemos puesto del lado “conservador”.
En el otro extremo, tendencias “carismáticas” de distinto tipo acentúan (también, a veces,
exclusivamente o excluyentemente) la persona y la acción del Espíritu. Dentro de estas
tendencias (de distinto tipo) encontramos hoy desde las grandes comunidades evangélicas
surgidas en el siglo XVI que –al rechazar el magisterio, la jerarquía, el primado, etc.– se
inscriben (al menos parcialmente) en esta descripción, hasta personas y grupos que en nombre
de “la libertad del Espíritu” hacen o dicen cualquier cosa, y se alejan peligrosamente de la
enseñanza de Jesús y de la comunión eclesial.
¿Qué hacer ante todo esto? Como veníamos insinuando en las caracterizaciones unilaterales
que representan estos dos extremos, también aquí pensamos que “la virtud está en el justo
medio”. Y a ese justo medio, a mí me gusta llamarlo “Iglesia comunión”, como hacen algunas
corrientes de pensamiento teológico contemporáneo.
La Iglesia es “Iglesia de la Trinidad” y, entonces, es inseparablemente Pueblo de Dios,
Cuerpo de Cristo y Templo del Espíritu; y nuestra vivencia debe integrar y complementar los
dos grupos de rasgos que mencionábamos más arriba: la institución y el carisma; la autoridad

1
Y. CONGAR, Pneumatologie ou “Christomonisme” dans la tradition latine?, “Ephemerides Theologicae
Lovanienses” 45 (1969), 394-416.
2
Se puede ver su monumental trabajo de más de 700 páginas: El Espíritu Santo, Barcelona, Herder, 1991.
y la libertad; la comunidad y los ministerios; la ley y la gracia; la letra y el Espíritu; el
primado y la colegialidad; lo visible y lo invisible; lo jurídico y los místico.3
Como enseña el Concilio Vaticano II, y repite el CCE: “Es propio de la Iglesia "ser a la vez
humana y divina, visible y dotada de elementos invisibles, entregada a la acción y dada a la
contemplación, presente en el mundo y, sin embargo, peregrina. De modo que en ella lo
humano esté ordenado y subordinado a lo divino, lo visible a lo invisible, la acción a la
contemplación y lo presente a la ciudad futura que buscamos". [SC 2]” (CCE 771).
Y, en este sentido, algunos cristianos y grupos más conservadores deberán abrirse a la idea
que lo propio de la Iglesia no es la uniformidad (¡ni siquiera la Trinidad es uniforme!), sino la
comunión (que es unidad en la diversidad); y que, por tanto, puede haber modos
legítimamente distintos de ser cristiano. Y otros cristianos y grupos deberán darse cuenta que
el Espíritu Santo es el “Espíritu de Cristo”, y que –desde Pentecostés– la gran obra del
Espíritu es siempre la comunión (la koinonía) y no la división: “La gracia del Señor
Jesucristo, el amor de Dios y la comunión (koinonía) del Espíritu Santo sean con todos
ustedes” (2 Cor 13,13).
Ya San Agustín daba un sabio criterio para mantener la unidad en la diversidad: “En lo
necesario, unidad; en lo opinable, libertad; y en todo, caridad”. Porque, como decía Pablo:
“Dios quiere la paz y no el desorden” (1 Cor 14,33).
Y el gran desafío pastoral de la época es aprender a distinguir las formas epocales
anticuadas, de los elementos sustanciales permanentes. Reteniendo estos, los podremos luego
revestir de formas expresivas más acordes con nuestro tiempo.
Quedan en esta nota algunos temas abiertos. En los próximos artículos intentaremos seguir
ayudando a reflexionar sobre la Iglesia Comunión, a la luz de la Trinidad...

Jorge Fazzari

3
Véanse las Tesi sul “Filioque”, del Congreso de la Asociación Teológica Italiana, en “Rassegna di Teologia”
25 (1984) 87.

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