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AMARGURA Y SABIDURÍA

Se difunde una falsa relajación en este mundo sumido en la más extrema competencia. La
pugna entre unos y otros alcanza el grado de la guerra abierta de todos contra todos y, sin
embargo, parece producirse, al tiempo, una distensión profunda, una ausencia de disciplina,
una pérdida de verticalidad.

¿Cómo entender esa coincidencia paradójica entre, por un lado, una lucha generalizada por un
trabajo escaso, por unos recursos menguantes, por el éxito social y la “visibilidad” y, por otra
parte, una actitud desfalleciente y disipada hasta la dejación o el abandono?

Semejante contradicción vivida sólo puede ser el efecto de una mentira. O esta sociedad es,
contra las apariencias, una balsa de aceite o son falsas tantas actitudes de disolución y de
abandono y vivimos adiestrándonos clandestinamente para la guerra.

¡Menos Flow del que se aparenta! ahí están las estadísticas de trastornos psicológicos, o
¡menos guerra de todos contra todos! A ver si va a resultar que vivimos en el paraíso de la
fraternidad universal y el cuchillo en la boca, con el que salimos a la calle, es sólo un elemento
de atrezzo. La cosa aún se complica más cuando se nos informa de que vivimos en sociedades
muy seguras, si atendemos a las tasas de delincuencia. La violencia ha descendido, al punto de
que puede decirse que la probabilidad de que alguien muera por el impacto de un rayo es tres
veces mayor de que lo mate un desconocido. Esa seguridad parece contradecir el aludido
estado de guerra universal, de manera que deberíamos inclinarnos por juzgar aparente dicha
competencia de todos contra todos. Las sociedades contemporáneas son espacios pacíficos y
con atmósfera chill out. Nuestra tensión es aparente, un fenómeno engañoso o una impostura.
¿Por qué fingiríamos esos estados de acoso y angustia, de ansiedad y pánico indeterminado?

La respuesta es, como decía, compleja. Aunque aceptáramos la seguridad en la que vivimos
por lo que toca a una agresión física directa (una paliza, una violación, un robo a mano armada
o un asesinato…) esto no nos impediría señalar una ubicua desatención o falta de
consideración hacia el prójimo, un desprecio mutuo evidente, un hundimiento (programado y
obtenido) de la cortesía, una agresión huraña y distante que conduce al cierre sobre uno
mismo o a un aislamiento creciente que seca las fuentes de la alegría.

La guerra no es, por tanto, guerra abierta, pero eso no significa que no vivamos en el escenario
de una batalla. Como decía el protagonista de una ya vieja película: “no tuvimos una guerra, ni
una gran depresión, nuestra guerra es la guerra espiritual, nuestra gran depresión es nuestra
vida”. En las actitudes desmedradas, disipadas y disolutas de las estrellas de las redes sociales,
con abundancia de oro en formas poco sutiles, con tatuajes barrocos y gestos retadores, según
una rebeldía diseñada para el mercado juvenil, en la indiferencia enfática del joven que da la
espalda al mundo hay, en realidad, una ansiedad implacable por el reconocimiento, un temor
arrebatado a no ser visto, un miedo a quedarse solo en la soledad electrónica de las pantallas.

Por el contrario, el que da verdaderamente la espalda al mundo se desvive por el silencio,


busca una soledad real, pero comunicativa; se adentra – por decirlo rápidamente – en un
desierto vertical y absoluto. El eremita no se carga de oro, se desnuda. No mira para ver si se le
mira, busca la única visión que trasciende al mundo.

Ambos comparten una necesidad de amor que jamás ha satisfecho completamente el mundo,
pero que nuestro mundo actual tiende a hacer radicalmente imposible. No nos devoramos
mutuamente, porque nuestro odio es tan débil como nuestro amor, pero – olvidando que nos
debemos unos a otros – nos juzgamos sustantivos y autosuficientes mientras imploramos con
gestos contradictorios un abrazo que rechazaríamos, una mano que no sabríamos estrechar,
una palabra comunicativa a la que devolveríamos un silencio hosco de adolescente
malhumorado.

“La sabiduría de este siglo se reduce a observar el mundo con la mirada amarga y sucia de
un adolescente depravado”, escribió Nicolás Gómez Dávila. Mi pregunta es: ¿cómo podríamos
sobreponernos a la sabiduría del siglo y al estado del mundo? ¿cómo podríamos educarnos en
una sabiduría capaz de dotarnos de una mirada limpia e inocente? ¿cómo podríamos sacar a
nuestros hijos de la mefítica atmósfera del nihilismo de nuestro tiempo? Me detengo aquí
porque acabaré clamando por la revolución…

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