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Para reconocer nuestras supersticiones lo mejor es siempre mirar nuestro lenguaje. Cuando
se habla de la violencia, de la guerra y, en particular la de los conflictos armados de
Colombia, se tiende a hablar de un acontecimiento sobrenatural, inexplicable, absurdo. El
horror que la guerra, la violencia, los exilios y las masacres suscitan en los diferentes
pueblos nos lleva a concebirla como un hecho que está por fuera de todo orden lógico, un
hecho que, a diferencia de todos los demás, rompe con la ley de causalidad: la guerra no
tiene una explicación, un origen que pueda señalarse con absoluta claridad; solo ha
ocurrido, es la locura, es el absurdo y, como tal, no cabe señalar responsables, pues todos
enloquecieron, todos son culpables y en consecuencia todos son inocentes. Ante la guerra
solo nos queda recurrir a supersticiones para poderla comprender, para poderla narrar, para
poderla situar artificiosamente en el mundo de las causas y los efectos. En el Cuerpo
Gramatical, Restrepo dice acerca de esta forma de expresarnos sobre la violencia
colombiana que:
El arte, sin embargo, es capaz de mostrar y superar estas supersticiones; el arte tiene el
poder de desenmascarar el rostro, racional y calculador, que se esconde bajo la máscara
engañosa de la locura y el absurdo. La obra fotográfica de Jesús Abad Colorado, El testigo,
es una prueba de ello.
El Testigo es una vastísima colección de retratos fotográficos que Abad Colorado hizo
desde finales de los 80 hasta comienzos de los 2000 sobre el conflicto armado, la lucha
militar y política entre las guerrillas, el estado y los paramilitares y el efecto de esta guerra
sobre la población colombiana. Mezcla de investigación periodística y fotografía artística,
no es del todo claro qué es esta obra, cuáles son las categorías a las que la obra se ciñe y
bajo las cuáles quedaría clasificada con precisión. Lo cierto es que, de un lado, las
pretensiones estéticas y poéticas de la obra son innegables y, de otro lado, a su potencia
para estremecer, para mover con tal fuerza los afectos de una comunidad yo no podría
llamarla de otra forma que no sea arte. Ningún noticiero, ningún reportaje que yo haya
visto, estremece como lo hace la obra de Jesús Abad. A veces una obra trata de ser una cosa
y termina transformándose inevitablemente en otra. Por lo demás, no es tarea del autor,
artista o no, hacer que su obra encaje bajo tales y tales clasificaciones teóricas. Eso no es
problema de la obra, sino de los filósofos.
Debido no solo a la vastedad de retratos que recoge sino también a su larga dilatación en el
tiempo, El Testigo es una obra móvil, que se va transformando a sí misma, que deja de ser
una cosa para ser otra, que pasa de ser una expresión de la tragedia de la guerra a ser un
grito transgresor en contra de la sociedad colombiana, su estado, su poder, sus instituciones.
La obra comienza como el retrato del dolor de las víctimas y termina como el
esclarecimiento de los victimarios. Nace como tragedia y muere como transgresión.
Naturalmente, lo que primero se nos aparece cuando observamos algún acontecimiento son
los efectos, las huellas, lo manifiesto. El origen siempre está oculto, hay que hacerlo
emerger. En cuanto el Testigo se adentra en la violencia colombiana lo primero que
encuentra son los cadáveres, los restos óseos, los mutilados, los heridos, los desplazados
saliendo de sus fincas cargando apenas lo que pueden llevar, los huérfanos desolados, las
madres devastadas que perdieron a sus hijos, los hombres llorando sobre los ataúdes de sus
hermanos, las iglesias, las casas, los colegios, los caseríos, los pueblos, todos destruidos,
derribados, baleados, bombardeados. Lo primero es la tragedia, el horror.
Una idea clásica de Aristóteles en la Poética es que la tragedia tiene como fin causar el
horror primero y la compasión después para purificar al alma de estas pasiones. Esta
purificación o catarsis se alcanza cuando el horror surge de un conflicto no entre enemigos,
sino entre amigos, entre seres que se aman; por eso las tragedias están llenas de parricidios,
matricidios y fratricidios. Nada es más horrible que un hijo matando a su padre, una madre
a su hija, una esposa a su esposo, un hermano a otro. Es absurdo, desborda el orden moral
de nuestro mundo: los hijos honran a los padres, los padres aman a los hijos, los hermanos
se cuidan entre sí. Que unos y otros se maten es la locura.
Una de las primeras fotos de El testigo, Caín y Abel, que sirve de subtítulo de la obra, es la
fotografía de la historia de los hermanos escrita en el pizarrón de un salón destruido por
metralletas y granadas, en un colegio también destruido, en un corregimiento también
destruido. El conflicto colombiano es una tragedia porque es un conflicto interno; su
absurdo se hace manifiesto desde el comienzo porque hermanos se matan unos a otros y en
realidad esto no es una metáfora simplona y moralista: abundan las historias de hermanos
guerrilleros y paramilitares, amigos liberales y conservadores que se traicionaron, primos
en el ejército y en las FARC, unos matando a los otros. La encarnación del mito de Caín y
Abel es el primer signo de la locura y la tragedia de nuestra sociedad.
Conforme el tiempo avanza y con ello la obra, que se adentra más profundamente en la
violencia colombiana, en el campo, en los corregimientos que controlan guerrilleros y
paramilitares, los signos de lo absurdo comienzan a manifestarse de un modo aún más atroz
e irracional. El dolor que causa la guerra comienza a transformarse en exceso, en
desmesura; las fotografías que en un comienzo eran el rostro de una mujer llorando a su
hijo, de un hermano honrando la tumba de otro muerto, de un hombre maldiciendo a Dios,
de una muchacha buscando consuelo en un rosario, se transforman en retratos de infinitos
cadáveres apilados unos junto a otros, casas y edificaciones completas abandonadas y
arrasadas a punta de metralletas; pueblos y corregimientos con sus parques, calles, capillas
convertidos de esquina a esquina en inacabables pilas de escombros sin forma, hordas de
incontables hombres cargando incontables ataúdes que se extienden hasta lo lejos como el
humo de los crematorios.
La inversión absoluta del orden se expresa en su punto más álgido y absurdo cuando
aparecen los niños en la obra. Fotografías de niñas rodeadas por ataúdes, cadáveres y
calaveras, jugando con una gallina, niños en la morgue cubriendo con mantas a los muertos
porque ya no hay adultos que puedan hacer el trabajo; otros mirando la masacre de la
operación Orión a través del hueco de una ventana que ha sido baleada, como si estuviesen
jugando con un telescopio o un monóculo, niños cargando fusiles que son casi tan grandes
como ellos frente a un letrero que dice “diga no al maltrato infantil”. La inocencia pueril
tiene ahora algo macabro y esto no es inocuo en un país en el que muchos niños han sido
objetivo militar del estado. La violencia ha transformado al niño, al ser humano más
inofensivo que podría concebirse, en un enemigo de guerra.
Sin embargo, bajo todo el dolor, la muerte y el absurdo, bajo los efectos, comienzan a
manifestarse el origen y la causa. En las fotografías más tardías de la colección, de
mediados de los 90 más o menos, poco a poco aparecen elementos que antes no se habían
mostrado. En medio de los hombres y mujeres que lloran y sufren por sus muertos,
comienzan a manifestarse hombres que vigilan con fusiles; en medio de los ataúdes y los
muertos aparecen los uniformes camuflados; de repente en los pueblos que habían sido
baleados y arrasados, reducidos a escombros y zonas intransitables aparecen escuadrillas
bien organizadas y definidas de hombres uniformados que deciden quién puede pasar y
quién no. Ahora existe el control y la vigilancia. A medida que el tiempo avanza y que la
obra continúa escudriñando, comienza a surgir un orden en medio del absurdo, comienza a
surgir la razón en medio de la locura. Al parecer las puertas de las casas y fachadas de los
colegios de los pueblos no se balearon a sí mismas. Al parecer, incluso en Colombia, por
increíble que suene, también existen las causas y los efectos. Qué sorpresa.
A partir de este punto, inexacto y confuso como el objeto que retrata, El Testigo vive una
metamorfosis: pasa de la tragedia a la transgresión. Ya casi no se muestran a las mujeres
llorando, los ataúdes siendo cargados, a los niños abandonados; aparecen los paramilitares,
los soldados, los policías, los guerrilleros, los uniformes, las armas, las botas, las jerarquías,
las estrategias, las órdenes, las instituciones, las organizaciones, las leyes, los derechos, los
operativos. Aparece el estado. La violencia de repente deja de ser causa sui, misteriosa
como Dios. Ahora en las casas de los pueblos no solo hay huecos de balas y escombros,
hay anuncios, advertencias, amenazas y prohibiciones de los grupos paramilitares o
guerrilleros. Existen las normas, los códigos, las leyes. Alguien tiene el poder. El mundo
no solo tiene un orden y un funcionamiento, sino que existe una fuerza concreta, unos
individuos concretos y reales que lo imponen: todo el absurdo de la guerra, todo su caos y
su dolor desmesurado, no han sido otra cosa que la imposición calculada de ese orden o,
cuando menos, la lucha por imponerlo.
La razón misma, que siempre es la razón de unos hombres e individuos concretos con
deseos e interés concretos, ha producido la locura. Los muertos, los asesinados, los
desplazados, los desaparecidos, los huérfanos, eran parte de una estrategia, de un plan, de
un operativo. La obra descubre lo que estaba oculto y lo expresa con el horror del que se
entera de una verdad terrible. A uno se le hiela la sangre cuando mira esa foto sombría en la
que cinco paramilitares armados vigilan desde lo alto de las montañas el valle de Aburrá,
sobre el que descansa la Medellín que había sido de Pablo Escobar y que una vez asesinado
pasó a las manos de las autodefensas. Observan la ciudad como pastores que vigilan su
ganado desde lo alto; como si ellos la gobernaran y, ciertamente, lo hacen.
El horror del orden alcanza su expresión más aguda en la fotografía de la operación Orión,
que muestra explícitamente la complicidad del estado y los grupos paramilitares. Un jefe
paramilitar, cuya espalda es cubierta por varios soldados del ejército nacional, da
instrucciones a estos mientras ocurre el operativo en el que perseguían muchachos de la
Comuna 13 falsamente acusados de ser guerrilleros. A los que cogieron los torturaron y
masacraron para luego exponer sus cuerpos como valiosos trofeos de la guerra, de la farsa
que había sido precisamente calculada. Ahora la expresión del horror no es la desmesura
sino la mesura; no la pasión desbordada, sino el razonamiento fríamente elaborado, la
estrategia política y militar eficiente. El horror ya no viene del desorden y el caos
misterioso del mundo, sino del deseo de conservar el orden ya establecido del estado y las
instituciones. Todo lo absurdo que se mostraba en las primeras fotografías de la obra era
solo una cosecha de la racionalidad y la inteligencia que se muestra en la segunda. La
locura de Colombia solo es Colombia tratando de cuidar su orden, su ley, su
funcionamiento.
Siguiendo las ideas de Bataille sobre el gasto y la pérdida, puede decirse que a diferencia de
lo que parece a primera vista, que la muerte y las masacres pertenecen al ámbito de los
gastos y las pérdidas improductivas, pues en apariencia son ejecutadas por la locura y la
sinrazón, lo cierto es que el gasto y la pérdida del conflicto son absolutamente productivos:
tienen un sentido, se realizan para alcanzar un beneficio; la muerte y la tortura son útiles
para el poder económico, político y militar, son útiles para el estado, para determinadas
clases sociales. Las tierras que abandonan los desplazados ahora serán usadas por los que
los desplazaron; de los falsos positivos se lucran soldados, coroneles y generales así como
políticos con pretensiones electorales. Cada masacre, cada tortura, cada exilio es una
inversión y un gasto plenamente calculados, plenamente productivos. La guerra no ha
ocurrido porque sí, es un mecanismo de acumulación y enriquecimiento.