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TURNO MAÑANA
Forma de entrega del trabajo:
Impreso. En mano, en la clase del 13/11.
• El formato tendrá que ser el correcto, para lo cual no tendrán más que
valerse, de manera atenta y consciente, del programa Celtx.
Ni bien entró y vio las cajeras atareadas, las filas de carritos colmados, se
puso en clima de trabajo. “¡Buen día!”, gritó, pero cada uno estaba en lo
suyo y no le respondieron.
Una cajera le preguntó si había traído cambio. Él respondió que sí y sacó
de un bolsillo de su saco un paquete y del otro, una bolsa con monedas.
“Es todo lo que pude conseguir”, dijo. “¿Lo cuento ahora?”, preguntó la
chica. “No, Moni. Mirá la fila que tenés. Yo lo anoto. ¿Confìás en mí”?
“¡Claro don Ramón!”, sonrió ella. Y guardó ambos paquetes en una caja
con llave, bajo el mostrador.
“Permiso, permiso”, fue pidiendo él por el pasillo principal, entre las
góndolas atestadas de productos. Entonces se le acercó un empleado
joven. “Don Ramón, don Ramón. Vaya a su oficina rápido, por favor”.
“¿Qué pasa, Dani?”, preguntó él. “Vaya, lo están esperando”, respondió el
muchacho. Don Ramón apuró el paso. Ni bien entró en su oficina se le
acercó el guardia del supermercado. “Buen día don Ramón, vea lo que
tenemos aquí. Una ladrona”. Junto al guardia, había una mujer de unos
cuarenta años, vestida humildemente, con la cabeza gacha. Sobre el
escritorio, había una bolsa de tela doblada y a su lado, un paquete de
azúcar, un budín, dos turrones, y un paquete de fideos. Don Ramón miró
al guardia. “Andá adelante, Sandoval, yo me arreglo”. “¿Seguro, don
Ramón?”. “Sí, andá que está lleno de gente”. Sandoval salió. Don Ramón y
la mujer se quedaron en silencio.
“¿Eso es de acá?”, preguntó él. Sin levantar la cabeza, ella le dijo: “Sí,
señor”. “¿Y por qué andás robando? ¿No te da vergüenza?”. “Tengo hijos,
señor- respondió ella-. No consigo trabajo. Cuando se es pobre y con hijos,
la vergüenza es un lujo”. “Sí, sí- dijo él, con dureza-. Pero si todos los
pobres estuvieran autorizados a robar...”. Entonces vio el pequeño objeto
rojo detrás del paquete de azúcar. Lo levantó. “¿Esto también?”,
preguntó. “Sí señor”, dijo ella con voz ahogada. Parecía que iba a ponerse
a llorar.
Don Ramón miró el autito rojo con detención. Y de golpe se recordó a sí
mismo, de niño, jugando entre las viejas estanterías, cuando Don Ramón
Padre atendía el almacén junto a Rosa, su esposa, y él era un niño que
soñaba carreteras y montañas bajo los estantes de madera, con un autito
rojo de lata.
Sin decir nada, abrió la bolsa y metió todo en ella. “Vení, acompañame”,
dijo. Cargó la bolsa y le señaló el paso a la mujer. “¿A dónde vamos?”,
preguntó ella. Don Ramón no contestó. Tomó la delantera y caminó por el
pasillo central hacia la entrada.
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