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Sabía que no iba a ser fácil olvidar a Mitch y que una parte de
mí nunca lo haría. Pero el final de la feria medieval también
significaba que el final del verano estaba cerca, y yo tenía una
hija a punto de irse a la universidad que merecía toda mi
atención. Mis días y mis noches estaban muy ocupados: viajes
para compras de última hora después del trabajo, hacer las
maletas, más viajes de última hora planeados para el fin de
semana… Cuantas más listas de cosas por hacer redactábamos
Caitlin y yo, más cosas nos dábamos cuenta que nos habíamos
dejado fuera de las listas. Las dos semanas previas al momento
de llevarla al otro lado del Estado para que comenzase la
carrera universitaria fueron, como mínimo, caóticas. Echar de
menos a un hombre que nunca había sido mío debería haber
estado todo lo lejos de mi mente que fuese posible.
Sin embargo, al caos se le sumaba el dichoso montón de
puertas de armarios. Al principio estaban en la cocina, pero
poco a poco las fui trasladando al comedor. Y cada vez que las
veía recordaba a Mitch en la cocina, ofreciéndome una taza
perfecta de café, quejándose de buen rollo de la falta de
cervezas en la nevera, subiéndome la falda y quitándomela,
besándome intensamente mientras me echaba un polvo sobre
la isla de la cocina. Ese último recuerdo me provocó un
escalofrío, e intenté con todas mis fuerzas alejarlo de mi
mente. Alejarlo a él de mi mente.
Era algo que había estado posponiendo hasta septiembre,
pero la tercera vez que me di en el dedo gordo del pie contra
las malditas puertas de los armarios, supe que debía hacer algo
al respecto.
Cambiarlas era un trabajo para dos personas y, por mucho
que quisiera pedírselo a Caitlin, ella ya tenía bastantes cosas
que hacer. Cuando no estaba haciendo las maletas, estaba
dándolo todo en las últimas noches con sus amigos del
instituto, y no quería privarla de esos últimos recuerdos de la
adolescencia. Así que una noche después del trabajo escribí a
mi hermana y le pedí que fuese a mi casa el sábado por la tarde
con una caja de herramientas. Hizo algo mejor y se trajo a su
marido y el destornillador eléctrico.
—No sabéis cuánto os lo agradezco. —Me subí a la
encimera de la cocina para sujetar la puerta del armario
mientras Simon se ocupaba de las bisagras—. Ni siquiera
tengo herramientas eléctricas.
—De nada, mujer. —Simon tenía la mirada fija en lo que
estaba haciendo, pero me dirigió una sonrisa—. El fin de
semana pasado te echamos de menos, por cierto.
—¿Qué? —pregunté al mismo tiempo que Emily musitaba
algo desde el comedor y ambos nos giramos hacia donde
estaba, con una puerta en las manos y sacudiendo
frenéticamente con la cabeza hacia Simon.
—¿Qué? —le preguntó Simon, después pareció darse cuenta
de algo y parpadeó—. Ah —dijo, mirándome—. Mierda.
—¿Qué está pasando? —insistí, y Emily suspiró
exageradamente.
—El fin de semana pasado, quedamos. En Jackson’s.
—Ah. —Tardé un segundo en asimilarlo; no sabía si me
entristecía que no me hubieran invitado. No era muy fan de los
planes, sinceramente, y me encantaba cuando podía
rechazarlos, pero me dolía que no me hubieran dicho nada. No
tenía ningún sentido, pero no podía explicarlo.
—Sí, era… —Emily miró al suelo, a los lados y a la puerta
del armario que tenía en las manos.
En ese momento, fue Simon quien suspiró.
—Era el cumpleaños de Mitch. —Me miró a los ojos
mientras hablaba, y agradecí su sinceridad—. Nos juntamos
unos cuantos.
—Ah —repetí. Ni siquiera sabía cuándo era el cumpleaños
de Mitch ni que me lo había perdido. ¿Le habría escrito para
desearle feliz cumpleaños a pesar de que ya no éramos
amigos? ¿Habría salido con el grupo y me habría tomado una
copa en el bar mientras lo miraba desde el otro lado de la sala,
deseando tener el derecho de estar a su alrededor? Ni siquiera
podía estar enfadada con él, no me había echado de su vida.
Había sido yo solita—. Bueno, espero que os lo pasarais bien.
Simon quitó el último tornillo y tiré de la puerta para dársela
a Emily, que me pasó la nueva.
Simon se encogió de hombros mientras forcejeábamos con
la puerta para colocarla en su lugar.
—Bueno, una noche de fin de semana en Jackson’s, te lo
puedes imaginar. —Nos miramos a los ojos porque sí, me lo
imaginaba. A Simon le gustaba salir tanto como a mí, pero
estaba con Emily y a veces no le quedaba más remedio.
—Sí —asintió Emily—. Estuvo bien. Aunque el karaoke se
descontroló un poco.
—Ay, Dios —dije—. ¿Fue peor de lo habitual?
—Uy, sí —respondió Simon. Enarcó una ceja, aunque no se
distrajo de lo que estaba haciendo—. A no ser que hayas visto
antes a Mitch cantar en el karaoke.
Se me escapó una carcajada horrorizada; no lo pude evitar.
—Pues… no. —Pero sí lo había escuchado cantar en el viaje
a Virginia, y había sido bastante horrible. La idea de que se
subiese alegremente al escenario y sometiese al público a
escucharlo era…, en fin, era típico de Mitch. No sabía si ese
pensamiento me hacía querer reír o llorar.
—Cantó Mr. Brightside —confirmó Emily intentando sonar
solemne—, pero enfadado.
Ah. Tachemos la parte de «subir alegremente al escenario»,
pues.
—Esa es una canción de rabia.
—Bueno, también es un poco triste. —Emily se estremeció
al recordarlo—. No estuvo muy bien.
—Sí, se estaba sacando algo de dentro —añadió Simon.
Solo pude responder con una mueca. No quería pensar en
Mitch y en lo que podría haber estado pensando o no mientras
cantaba una canción enfadada y triste en su cumpleaños. Ya no
era asunto mío, ¿verdad?
Me esforcé por cambiar de tema porque no quería seguir
pensando en Mitch, punto.
—¿Cómo va lo del perro? Seguís en ello, ¿no?
Emily había dicho tiempo atrás que estaban pensando en
adoptar un perro en otoño, pero no había vuelto a hablar del
tema desde entonces. Puede que hubiesen cambiado de
parecer. Emily y Simon contestaron al mismo tiempo:
—Bien —dijo Emily.
—Fatal —comentó Simon.
Los dos suspiraron.
—Seguimos mirando refugios en internet, pero esta de aquí
—Simon señaló a su mujer con la cabeza— quiere enviar una
solicitud para todos los perros que vemos. Nuestra casa no es
tan grande.
—Además, creo que, por alguna ordenanza municipal, hay
un número máximo de perros que se pueden tener en una casa
—rezongó Emily—. Pero pronto reduciremos las opciones.
—También podéis mudaros a un sitio más grande. —Me
bajé de la encimera de un salto mientras Emily me miraba,
horrorizada.
—Ni de broma. Nos acabamos de mudar. No quiero volver a
pasar por eso nunca más.
—Estoy de acuerdo. —Simon apretó los últimos tornillos de
las bisagras con un fuerte ruido del destornillador—.
Guardarlo todo en cajas es una tortura.
Gemí al vislumbrar mi futuro: había muchas cajas en él.
—Ni siquiera he pensado en eso todavía.
—No te preocupes. Podemos ayudarte también con eso. —
Simon se dirigió con nosotras al comedor y observamos el
progreso que habíamos hecho en la cocina.
—Gracias —musité. Las puertas de los armarios quedaban
estupendas, pero al verlas no sentí alegría alguna. Pensaba que
tenerlas montadas me haría sentir mejor, pero solo conseguían
que pensase en Mitch. Como todo últimamente.
Debía vender la casa y salir de ahí pitando.
Pudimos meter en mi todoterreno todo lo que Caitlin quería
llevarse a la universidad, pero por los pelos. Emily y su Jeep
estaban como refuerzo, pero mi hija y yo fuimos capaces de
hacer el viaje las dos solas, como habíamos hecho casi todo
desde que nació. Parecía lo más adecuado.
Tras el torbellino de formularios de inscripción, la recogida
de llaves y varias veces subiendo y bajando los dos tramos de
escaleras, ya había hecho el cardio de todo el mes y mi hija
estaba instalada en su nueva habitación de la residencia.
—¿Mamá? —Caitlin estaba admirando las vistas que había
desde la ventana, pero en ese momento se giró hacia mí y dijo
en voz baja—: Gracias.
—De nada. ¿Creías que iba a dejar que te mudases a la
residencia tú sola?
Me puse las manos en las caderas y observé lo que habíamos
conseguido ya. Habíamos deshecho el noventa por ciento de
las maletas y cajas, la ropa estaba en el armario y habíamos
hecho la cama con esas sábanas especiales extralargas para las
residencias. Eso no había cambiado desde mis días
universitarios. Los libros y los objetos varios se amontonaban
en el escritorio; nos ocuparíamos de ellos más tarde. Habíamos
ahuecado las almohadas y su fiel conejo de peluche estaba
tumbado entre una y otra.
Lo del conejo fue el acabose. Había perdido la cuenta de las
veces que Cait había lanzado al señor Orejas fuera del
cochecito cuando era niña. La de paseos que habíamos dado
con él en su regazo. Se le había desgastado el pelaje y había
dejado de ser peludín hacía años, pero todavía le encantaba.
Caitlin se había hecho mayor, pero mi niña todavía estaba por
alguna parte. Y la iba a dejar allí, sola. No me gustaba esa
idea. Quería meterla en el coche y salir corriendo de ahí.
—No, no me refiero a eso. Bueno, sí, y gracias. Pero… —Se
apretó la coleta—. Gracias por todo. Por… todo. —Cruzó la
habitación y me envolvió en un abrazo tan fuerte que me
exprimió las lágrimas que amenazaban con salir.
—Oye. —La abracé con fuerza, un último gran abrazo de
mamá antes de empezar la universidad. Mi pequeña lo
lograría. Y yo también—. Estoy muy orgullosa de ti, cariño.
Ya lo sabes.
Asintió contra mi hombro, pero no me soltó.
—Eres mi madre favorita.
Me reí con los ojos llenos de lágrimas, pero no quería llorar
delante de mi hija, maldita sea. No necesitaba ver así a su
madre. No cuando su vida estaba a punto de comenzar.
—Y tú, mi hija favorita. Desde siempre.
Le di dos besos en la mejilla, y me soltó y se pasó los dedos
por debajo de los ojos para limpiarse las lágrimas.
—Oye —volví a decir—. No te preocupes, ¿vale? Te irá
genial.
Asintió, se sorbió los mocos y sonrió.
—Y a ti también.
—¿A mí? —Negué con la cabeza—. Ya me conoces, no voy
a hacer gran cosa.
—Pues deberías. Quiero que seas feliz, ¿vale, mamá?
—Ay, cielo. Lo soy. —Pero fue una respuesta automática y
mi hija ya no era una niña.
Caitlin resopló.
—Ya lo sé. Me refiero a… feliz de verdad. No soy tonta,
¿vale? Sé que has renunciado a muchas cosas por mí. Durante
toda mi vida.
—Eso hacen las madres, ¿sabes? —Levanté una mano y le
apreté la coleta mientras intentaba darle un tono gracioso al
tema—. Anteponen siempre sus hijos. Es parte del trabajo.
Pero Cait no se dejaba distraer tan fácilmente.
—Pues ahora quiero que te antepongas tú. Y si para eso
tienes que vender la casa y mudarte a la ciudad, pues vale.
Pero… —Respiró hondo y me miró indecisa—. Pero sé que
últimamente has sido feliz. Más feliz de lo que te he visto
nunca. Solo… piensa en eso, ¿vale?
No quería pensar en eso. De hecho, pensar en eso era lo
último que quería hacer. Porque tenía razón. Había sido feliz.
Y después lo había tirado todo por el retrete porque me daba
demasiado miedo dejar que fuese real. Sin embargo, me
obligué a sonreír y contesté como si tal cosa:
—Lo haré, cariño. Te lo prometo.
Le di un último abrazo de despedida y la dejé a su aire.
Conseguí recorrer todo el camino de vuelta al coche antes de
que se me empezasen a caer las lágrimas y me las sequé de un
manotazo mientras encendía el motor y salía del aparcamiento.
Nadie debía ver eso. Tenía que aguantar hasta llegar a casa.
La casa estaba vacía y, cuando apagué el motor, a salvo en el
garaje, apoyé la cabeza en el volante y lloré. Fue una llantina
de las buenas, de esas en las que lloras tanto y con tanta fuerza
que se te corre el maquillaje, te entra dolor de cabeza y acabas
deshidratada. Cuando terminé, agarré el teléfono. Con el
pulgar busqué inmediatamente el nombre de Mitch, pero mi
cerebro se puso en marcha antes de que pudiese pulsarlo. El
mayor consuelo en el que podía pensar era notar sus brazos a
mi alrededor. Solo habían pasado un par de semanas, pero ya
echaba de menos la forma en que me hacía sentir completa.
Sin embargo, ya no tenía derecho a eso. Por mucho que lo
echase de menos, no debía mirar atrás. Caitlin estaba
empezando un nuevo capítulo en su vida y ya era hora de que
yo hiciese lo mismo.
Busqué el nombre de Emily y le di al botón de llamada.
—¡Hola! —respondió con tono alegre mientras yo me
preguntaba si volvería a sonreír—. ¿Todo bien con Caitlin?
—Sí. Acabo de llegar a casa. —Carraspeé con fuerza, pero
hablaba con voz ronca, y mi hermana pequeña no tenía un pelo
de tonta.
—Oye, no te preocupes. Le irá superbién. Tiene dieciocho
años, ya es mayorcita.
—No hasta la semana que viene. —Se me escapó otro
sollozo—. Me voy a perder su cumpleaños. Me voy a perder
todos sus cumpleaños a partir de ahora, ¿verdad? —Esa
revelación fue como otra puñalada en el corazón. Todo eso del
nido vacío estaba sobrevalorado.
—Vale, no te muevas de ahí. Voy a pedir una pizza y a sacar
la botella de vino que guardaba para esta ocasión. Llego dentro
de nada.
—No hace falta que…
—Cállate, anda. Pues claro que sí. ¿Quieres que invite a
Stacey también? Ya debería estar llegando a casa de la feria.
—No… —Pero me arrepentí en cuanto lo dije. Estaba
acostumbrada a decir que no y a no querer que la gente se
metiera en mis asuntos, en mis sentimientos. Pero Stacey no
era solo «gente». Era una amiga. Una buena amiga. Era el
optimismo personificado, y un abrazo suyo era como un chute
de serotonina.
Además, lo de ocultar los sentimientos a los amigos también
estaba sobrevalorado. Así había perdido a Mitch, ¿no? Quizá
era una costumbre de la que debía deshacerme.
Por lo tanto, inspiré hondo, algo temblorosa, y dije:
—Sí. Pregúntale a Stacey si quiere venir.
—Hecho. Tú espera ahí.
Colgó antes de que pudiera protestar. Miré fijamente a través
del parabrisas la pared trasera del garaje. Después de llorar a
mares por las emociones, me sentía entumecida. Durante
muchos años, había dejado mi vida en pausa para criar a
Caitlin, y me había quedado sola. Era la clase de soledad que
no se solucionaba con vino, pizza y un ratito con las chicas,
pero era un detalle que Emily lo intentase.
Al final, entré a casa como pude y me limpié los restos de
maquillaje antes de que Emily viera los chorretones de
máscara de pestañas que me surcaban las mejillas. Me pasaría
la noche ahogando las penas con ella y con Stacey, pero a la
mañana siguiente tenía que volver a trabajar. Tenía que
terminar un proyecto y poner la casa en venta.
Estuve ocupada unos cuantos fines de semana, pero antes de
que pudiera darme cuenta, llegó el día. El día para el que había
estado trabajando durante todo el verano, por no hablar la
mayor parte de mi vida adulta.
El nido estaba vacío.
La casa estaba terminada.
Una mañana de sábado de finales de septiembre, me senté en
la mesa del comedor de mi casa vacía con una taza de café.
Todo estaba en silencio. Aunque Caitlin ya no estaba en casa,
su presencia seguía por allí, en una mochila que se había
dejado en el sofá o en los libros que no había recogido de la
mesa. Sin embargo, incluso eso había desaparecido y, por
primera vez en mi vida, vivía sola de verdad. Algo que había
deseado durante años.
Y no me gustaba nada.
Era por la casa, me decía a mí misma. Después de pintar las
paredes de colores neutros y cambiar la moqueta y las puertas
de los armarios, el interior había cambiado tanto que apenas lo
reconocía. Todos los recuerdos que habíamos creado mi hija y
yo en ese lugar se habían esfumado. Ese había sido el objetivo,
a fin de cuentas: pintar sobre los recuerdos, pintar sobre la
personalidad, convertir ese lugar en un lienzo en blanco para la
próxima familia que se mudara. Allí podrían crear sus
recuerdos, mientras yo empezaba en otro sitio.
Pero ese lienzo en blanco tenía grabados sus propios
recuerdos. Las paredes del salón me recordaban a esa semana
de junio en la que Mitch y yo las habíamos pintado juntos.
«Me tienes a mí», había dicho mientras traía la escalera del
garaje a primera hora y la cena del restaurante tailandés por la
noche. Habíamos visto películas de superhéroes y nos
habíamos acostado en el suelo del salón. La pintura de color
cáscara de huevo me recordaba a cómo se la había justificado
a Mitch: «Bien», le había dicho. «Está bien». Había sonado tan
derrotada entonces… Pero en ese momento, mientras
observaba las paredes, me vi a mí misma mirando a lo alto de
la escalera, donde Mitch se ocupaba de los bordes del techo.
Se estaba riendo de algo que había dicho él mismo —siempre
se reía más de sus propias bromas—, y su alegría me había
hecho reír más que el chiste en sí.
Agarré la taza de café y me dirigí a la parte de atrás de la
casa. Pasé por la habitación de Caitlin, de la que ya había
recogido y guardado los restos de su infancia. La habitación de
invitados volvía a ser anónima; para mí había sido la
habitación de Emily durante mucho tiempo, pero a partir de
ese día podría ser de cualquiera. Las medallas que había
ganado en mis competiciones estaban guardadas.
Pero la habitación, ese pasillo… Cuando cerraba los ojos,
veía a Mitch ayudándome a cargar con la moqueta enrollada y
guardada en bolsas de basura enormes. Recordaba estar
esperando a que alguien del barrio llamase a la comunidad de
propietarios y me denunciase por ser una asesina en serie. El
recuerdo me hizo sonreír, y volví a la cocina para servirme
más café.
No tenía la intención de mandarle un mensaje a Mitch, pero
la casa estaba demasiado vacía y demasiado silenciosa, y
echaba de menos la forma en que ocupaba espacio en mi vida.
Antes de que pudiese pensar, ya tenía el teléfono en la mano y
estaba escribiendo un mensaje.
Hola. Gracias otra vez por ayudarme a pintar. La casa ha quedado
genial.