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Importante

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Sinopsis

Pensé que no era más que una aventura rebelde. Pero ahora soy
suya... sin salida.

Ibiza estaba destinada a ser una vía de escape. Con mi padre


muerto, mi hermano expulsado y mi madre intentando frenéticamente
casarme con cualquiera que me quiera, lo único que deseo es olvidar todo
lo que está pasando. Así que cuando mis amigos me dan la oportunidad
de escaparme con ellos a la meca de los yates, las fiestas, la extravagancia
y el pecado, aprovecho la ocasión y me voy.
Tengo toda la intención de dejar atrás mis preocupaciones en
Chicago y mi virginidad en Ibiza, y David es todo lo que quiero. Apuesto,
encantador y totalmente desinteresado en cualquier cosa más allá de
nuestra breve aventura, el romance relámpago en el que me embarca es
uno del que planeo disfrutar cada segundo, llevándome solo los
recuerdos cuando me vaya.
Pero demasiado tarde, descubro que los recuerdos no son todo lo
que me queda de nuestro tiempo juntos. Y cuando descubro que el
hombre con el que estoy destinada a casarme es el mismo que me
enamoró a un océano de distancia, ese secreto se convierte en algo mucho
peor. Podría poner fin a nuestra unión no deseada, o hacer que sea
imposible escapar de ella.
Creí que nunca lo volvería a ver. Pero ahora él es mi reacio novio y
yo voy a ser su novia arruinada.
1

Amalie
Saboreo mi primera piña colada, la bebida realmente dulce y muy
fuerte complemento perfecto del brillante sol de Ibiza. En el momento en
que pienso que estoy en condiciones de tomarme otra, aparece un
hombre oportunamente. El sol queda eclipsado por sus abdominales de
infarto y su bronceada mano, que casualmente me ofrece otra copa de la
cremosa bebida helada.
―Qué agradable sorpresa. ―ofrezco una sonrisa y miro hacia
arriba para descubrir un pecho ancho de piel morena y ojos azules tan
claros como el agua del exterior.
―Una chica hermosa como tú siempre debería tener una bebida en
la mano. Y esa parecía que se estaba acabando. Por si no me recuerdas,
soy Bradley. Puedes llamarme Brad. ―Muestra su impecable sonrisa,
dientes pulidos a la perfección por la odontología que pagó el dinero de
su papi.
No me acuerdo de él. La mayoría de la gente de este yate son
desconocidos para mí. Solo estoy aquí gracias a la espontaneidad de una
amiga y a mi propia imprudencia. Todas las características de unas
vacaciones de primavera perfectas.
―Amalie. ―Giro la cabeza cuando Brad se deja caer en la tumbona
vacía que tengo al lado. Percibo el sonido de mi amiga Claire moviéndose
al otro lado, sin duda deseosa de tener una buena perspectiva de la
conversación que está a punto de desarrollarse. Su sonrisa no vacila.
―¿Puedo llamarte Lia? ―Hay un claro coqueteo en su voz al
recorrer con la mirada mi figura estirada sobre la tumbona.
Por una vez, me alegro de haber puesto tanto empeño en mi
aspecto hoy. Por supuesto, nunca se lo admitiría a mi madre, que siempre
ha sido tan implacable con la dieta, la forma física y la belleza.
―Prefiero Amalie ―le digo con una sonrisa, con el suficiente tono
de voz para hacerle saber que no se lo voy a poner tan fácil―. Tendrás
que conocerme mejor antes de hablar de apodos.
Ahora, mientras la mirada de Brad se desliza por mi cuerpo
perfectamente tonificado y el bikini negro, cubriendo lo estrictamente
necesario, hasta mis labios carnosos y mi exuberante cabello castaño, me
siento secretamente agradecida porque mi madre fomentara en mí esa
vanidad innata.
De vuelta en Chicago, toda la preocupación de mi madre por mi
aspecto parecía inútil. Ella ha estado recordándome desde que tenía edad
suficiente para subirme a una cinta de correr y pronunciar probiótico, que
era mi deber, como la segunda y única hija de la familia Leone, atraer a
los hombres. No a cualquier hombre, sino a uno con la riqueza y las
conexiones familiares adecuadas para ganarse el derecho a deslizar un
diamante en mi dedo, preferiblemente lo más cerca posible de mi
decimoctavo cumpleaños. No importaba que tuviera ideas sobre cosas
como ir a la universidad, la exploración sexual, los viajes y la independencia. Mi
familia -como cualquier otra familia de mafiosos de la parte alta y media
de los estados del noreste, y probablemente más allá- está
permanentemente atrapada en la era de las alianzas matrimoniales y de
utilizar a sus hijas como moneda de cambio. No le veía sentido a que me
racionaran las porciones de la cena, ni a las largas sesiones de ejercicio, las
clases quincenales de yoga o las incontables horas en el spa para hacerme
tratamientos faciales, manicuras y extensiones de cabello. ¿Por qué pasar
por todas esas molestias y perder el tiempo cuando el hombre elegido
para mí no se casaría conmigo por mi aspecto? Lo haría por la asociación
con mi apellido, nuestros lazos con Sicilia y la considerable riqueza que
me acompañaría.
Puede que aún sea virgen, pero ya sé lo predecibles que pueden ser
los hombres.
Inclino el vaso, dejando que lo último de la cremosa bebida gotee
en mi boca, dejándome el más mínimo rastro en el labio inferior. Brad me
observa, con la mirada clavada en mi boca, mientras lo lamo.
―Entonces, eh... ―traga saliva―, ¿cómo es que estás aquí? Quiero
decir, ¿quién...?
A mi otro lado, oigo a Claire reprimir una risita.
―¿A quién conozco? ―Le miro inocentemente. Es una pregunta
tan burda, y un claro recordatorio de la división que existe entre todos los
presentes y yo, esa diferencia entre el dinero nuevo y el viejo. Mi familia
se remonta generaciones atrás, a algunos de los lazos más antiguos de la
mafia siciliana, pero eso no significaría nada para estos hijos e hijas de
capitalistas empresariales de Silicon Valley, multimillonarios de la
tecnología y famosos. Hablan de contenidos y criptomonedas y mercados
como si realmente importara, como si todo eso no hubiera hecho ricas a
sus familias de la noche a la mañana.
Como si todo eso no pudiera desaparecer con la misma facilidad.
Por eso me gusta estar aquí, y por eso acepté tan rápidamente la
oferta de Claire. Aquí no soy la hija de un capo de la mafia, solo soy la
amiga de Claire March, acompañándola en su aventura de vacacional en
Ibiza, y afortunada por habérmelo pedido.
Además, teniendo en cuenta la reciente desgracia de mi familia, ya
no me siento tan orgullosa de mí misma.
―Ella me conoce. ―exclama Claire, poniéndose de lado y
apoyando un codo. Veo que la mirada de Brad se desliza hacia ella,
subrepticiamente, y solo durante un breve segundo. El novio de Claire
nunca está tan lejos, y Brad sabe que no debe dejarse atrapar mirándola.
Aunque, con su melena rubia definida, su figura de yoga y sus pómulos
perfectamente esculpidos, merece la pena meterse en algún lío por mirar
a Claire―. Yo la invité. Mi madre fue a la universidad con...
Dejo que el sonido de Claire desgranando sus conexiones familiares
retumbe brevemente en el fondo, mientras vuelvo a mirar a Brad.
¿Podría ser él?
Antes de venir aquí me prometí a mí misma que en Ibiza
encontraría a alguien que me despojara de la virginidad a la que me he
visto obligada a aferrarme durante tanto tiempo.
No me atreví a perderla en Chicago por miedo a que el afortunado
que escogiera presumiera, y corriera la voz entre mi familia. Era
demasiado arriesgado. Pero aquí en Ibiza...
Aquí, nadie lo va a contar. Puedo hacer lo que me plazca.
―¿Viajas mucho? ―Brad se acerca un poco más al borde de su
tumbona, lo suficiente para que pueda oler su fragancia cítrica y el aroma
de la crema solar―. ¿Qué te parece Ibiza?
―He estado varias veces en Italia. Mi familia tiene propiedades allí.
―Me estiro, con los brazos por encima de la cabeza, arqueándome como
un gato al sol. Veo el tic de la polla de Brad bajo esos bañadores
demasiado finos que lleva, y sé que es mía si lo deseo. Pero aún no estoy
segura. Solo llevas aquí unos días, me recuerdo. No hay necesidad de saltar
demasiado pronto. Aún queda la mayor parte de las vacaciones―. Pero nada
tan loco como esto. Tuve que escaparme, ¿te lo puedes creer? Pero no
podía dejar pasar la invitación de Claire. ―Alcanzo la piña colada que me
ha traído, frunciendo los labios alrededor de la pajita.
―¿Tus padres no saben que estás aquí? ―Los ojos de Brad se
iluminan un poco, es evidente que le gusta la idea que sea un poco
rebelde. Si tan solo él lo supiera―. ¿Qué, te has escapado por la ventana?
―Básicamente. ―Me rio, tapándome los ojos con una mano al
mirarlo―. No sé si mi madre se ha dado cuenta o no de mi excusa.
Aunque no he mirado el móvil, así que... ―Me encojo de hombros.
Brad parece brevemente confuso.
―Pero cómo... oh, seguro que estás guardándote todas las fotos
para colgarlas en las redes sociales cuando vuelvas. ―Asiente con la
cabeza―. Una de esas chicas a las que no le van las instantáneas ni los
selfies. Todo planeado. ―Por su tono de voz, no sé si cree que eso es
bueno o no.
―No tengo redes sociales ―le digo rotundamente.
Se me queda mirando un momento antes de darse cuenta que no
estoy bromeando.
―¿Qué? Espera, hablas en serio...
Vuelvo a encogerme de hombros.
―No me está permitido. Mis padres son súper estrictos. Y nunca
me molestó demasiado. Hay que saber escoger las batallas, ¿no?
―Um… Ya. Eso tiene sentido. ―Está claro que las tres neuronas de
Brad se esfuerzan por comprender lo que acabo de decir, y me incorporo
un poco, tomando otro sorbo. No es muy listo, pienso observándole con el
rabillo del ojo. ¿Pero necesita serlo?
No sé exactamente lo que quiero de mi primera vez. Sé que quiero
que sea buena, todo lo buena que pueda ser. Sé que no quiero que mi
pareja sepa que soy virgen, no quiero darle mucha importancia. Pero al
margen de eso...
Casi creo que preferiría a alguien un poco mayor. Alguien cercano a
los treinta, al menos, no tan cercano a mi edad. Si tuviera que adivinar,
diría que Brad tiene unos veintitrés años... una edad en la que estoy
segura que a los tíos no les importa nada más que su propio placer.
Cuando vuelva a casa, el espectro de un matrimonio concertado seguirá
rondando nuestra casa, esperando a que alguien le dé a mi madre la
victoria que tan desesperadamente necesita. Y cuando eso ocurra, dudo
que haya muchas emociones en mi vida marital y sexual.
Esas emociones van a tener que producirse ahora, en este lugar de
puro hedonismo y vicio, si es que van a producirse para mí. Lo que
significa que debo tener cuidado con mi elección.
O podría elegir más de una. Me muerdo el labio, considerándolo. Eso
también tiene mérito. Si me follo a Brad esta noche, mañana podría ser
otra persona. Mi 'época de zorra', como dijo Claire tan elocuentemente
cuando hablamos de esto en el vuelo. Será breve, seguro, pero ¿no debería
aprovechar la poca libertad que tengo?
―¿De qué conoces a Claire? ―interrumpe la voz de Brad, que
vuelve a dirigir la conversación hacia lo que, al parecer, es el terreno más
cómodo para él―. Tus padres, o...
―La universidad. Ambas estudiamos Historia del Arte. A ella se le
da mejor tomar notas que a mí, así que... aquí estamos. ―Le dirijo otra
sonrisa, justo cuando Claire se levanta de la tumbona, despliega su
cuerpo larguirucho y delgado y se vuelve para mirarme.
―Voy a buscarnos unos chupitos ―me dice con una sonrisa―.
Iremos a cenar dentro de unas horas... ¡deberíamos jugar un poco antes! Y
después al club. ―Mira a Brad―. Puedes venir si quieres.
La invitación se hace de improviso, como si a Claire le importara un
bledo si él viene o no, lo cual es la pura verdad. Solo me da la
oportunidad de cerrar el trato si quiero, cosa que agradezco. Como
mínimo, me dará más tiempo para decidirme.
―En cualquier caso... ―Me encojo de hombros, volviéndome a
tumbar―. Estudiamos juntas un par de veces y congeniamos muy bien.
―Congeniar es un eufemismo, Claire es la primera amiga íntima que he
tenido. Crecí rodeada de las otras hijas de la mafia, pero siempre había
una competencia subyacente. Como hija de una de las familias más
prominentes, siempre existía la duda de si me estaban utilizando para
acercarse a lo que mis contactos podían ofrecerles. Pero para Claire, no
hay nada de eso. Su objetivo como amiga mía se convirtió en encontrar
formas de sacarme temporalmente de lo que ella llamaba mi 'vida
claustrofóbica' y, durante el último año, lo ha conseguido de varias
maneras. 'Estudiar' era siempre una excusa que me sacaba de casa.
Después, solo era cuestión de escaparme de casa de Claire con ella sin ser
detectada por mi seguridad, y salir a cualquier fiesta o concierto o evento
que ella decidiera que necesitaba experimentar. Pero esto...
Ibiza es algo totalmente distinto.
Tomo el último sorbo de mi piña colada justo cuando Claire vuelve
a incorporarse con dos vasos de chupito en las manos. Ya me siento un
poco confusa, lo máximo que he bebido cuando me he escapado con
Claire es un par de cervezas, por miedo a tener resaca al día siguiente y
que mi madre se diera cuenta.
Claire me pasa uno de los chupitos -pues no ha traído ninguno para
Brad- se bebe el suyo mientras yo bebo un sorbo del mío.
―¡Tómatelo todo de una vez! ―me regaña, aparece otro de la nada
que ella vuelve a lanzar con la misma suavidad que el primero, y yo
intento no poner mala cara mientras trato de hacer lo mismo.
Es de sabor a limón y asquerosamente dulce, con un fuerte ardor en
la parte posterior de la garganta, pero de algún modo consigo no toser.
Claire sonríe y vuelve a tumbarse en la tumbona, con la mirada perdida
en la distancia, observando a los demás repartidos por la cubierta del
yate.
Mi mirada se desvía hacia Brad, ahora enfrascado en una
conversación con otros dos chicos junto a la barandilla, y me pregunto si
saldrá algo de todo aquello esta noche.
Me pregunto si quiero que ocurra.

Después de una siesta y una lujosa ducha con aroma a eucalipto,


me encuentro disputándome el espacio en la encimera del baño con
Claire mientras nos preparamos para cenar. He cogido prestadas varias
cosas de su armario para este viaje, y estoy tan enamorada del vestido
que me ha prestado para esta noche que quiero quedármelo. Es un
minivestido azul zafiro, ceñido por delante y con la espalda suelta y
drapeada, llegando justo a la altura de mis muslos, con delicados tirantes
de cadena plateada en los hombros. Claire pasa una plancha por su
melena, y el dulce aroma del brillo llena la húmeda habitación. El corazón
palpita en mi pecho, cada minuto que pasa me acerca más a lo que me
deparará esta noche.
No quiero que esta semana acabe nunca.
Acabamos sentadas al aire libre en un restaurante de tapas, el aire
cálido y húmedo de la noche nos envuelve mientras las risas y
conversaciones llenan el ambiente. No conozco a la mayoría de la gente
de la mesa -a algunos los he visto hoy en el yate y a otros no los he visto
en mi vida-, pero no me importa. Una chica modelo-guapísima que tengo
enfrente, con una melena negra muy rizada, me pregunta por mi
licenciatura en Historia del Arte, y yo respondo a las preguntas sin
pensar realmente. ¿Qué importa si digo la verdad? pienso con una especie
de vertiginoso regocijo parecido a un subidón. De todos modos, nunca
volveré a verla.
Cojo una jarra de sangría, vuelvo a llenar mi vaso y se lo doy a
Claire. Hay fruta flotando en la parte superior, y atrapo con los dientes
uno de los trozos de limón en el borde del vaso, disfrutando del dulzor al
estallar sobre mi lengua. Siento los ojos de Brad clavados en mí,
rozándome con la mano el costado del muslo desnudo, e inclinándose,
me susurra al oído.
―Claire ha dicho que después de esto vais a salir todos a bailar. ¿Te
importa si te acompaño?
Giro la cabeza mirándole. Está lo suficientemente cerca como para
besarme, y se me ocurre que podría hacerlo aquí mismo. No es
exactamente mi primer beso -ese fue con un miembro de una banda
borracho en un espectáculo clandestino en Chicago al que me llevó
Claire-, pero sí lo suficientemente cerca.
―Haz lo que quieras ―le digo frívolamente, dejando que mi
mirada pase de sus ojos azules como el océano a su boca y vuelva a subir.
Me estoy dando cuenta que hacerme la difícil es divertido, sobre todo con
alguien tan dispuesto a perseguirme. Quiero hacerle trabajar un poco
más, aunque al final decida dejar que me atrape.
No tengo idea quién paga la cena. Un montón de tarjetas de crédito
se amontonan en el centro de la mesa, y esta vez evito echar la mía, he
intentado no emplearla demasiado a menudo, por si mi madre
comprueba las transacciones. Claire me agarra del brazo cuando me
levanto, dirigiéndome hacia el coche que está esperando.
―¿Va a ser él? ―me pregunta en voz baja, con una risita detrás de
las palabras―. Puedes llevarlo luego a nuestra habitación si quieres. Yo
me quedaré con Jean. Pero tienes que llamarme si necesitas algo, ¿vale?
No dejes que te presione a nada...
―Aún no lo sé. ―También mantengo la voz baja, resistiendo el
impulso de mirar hacia atrás―. Quizá me encuentre con alguien más en
el club esta noche. ¿Quién sabe? No estoy preparada para decidir...
Claire vuelve a soltar una risita.
―No te vas a casar con él, tonta. Déjate llevar y diviértete.
Además...
Suelta un chillido cuando Jean entra en el coche a su lado,
deslizándole la mano por el muslo a pesar de estar los demás presentes.
Veo las yemas de sus dedos bailando por el interior, justo bajo el
dobladillo del vestido, y las mejillas de Claire, ya enrojecidas por el
alcohol, se sonrojan aún más.
Jean se inclina sobre ella y murmura algo en su oído, ella suelta otro
chillido ahogado cuando él la atrae hacia su regazo. A mi lado, Brad está
sirviendo champán, me tiende una copa acercándose a mí. Estoy junto a
la puerta y hay muy poco espacio. Siento el calor de su ancho cuerpo
impregnándome la piel, el aroma a limón de su colonia llena el aire
cuando su mano se posa en mi pierna, apretándola justo por encima de la
rodilla.
―Te va a gustar este sitio al que vamos ―me dice, vaciando su
copa de champán y volviéndola a llenar―. Es el mejor club de Ibiza. Hay
todo un espectáculo de luces, nunca has visto nada igual. Y un montón de
sitios para colarse. ―Su mano se desliza un poco más arriba, y echo un
vistazo para ver que Jean tiene ahora a Claire de frente sobre su regazo,
con las manos sobre los hombros de él mientras ella se retuerce un poco.
Mi cara se sonroja al percatarme de estar segura que le ha metido la mano
en la falda, que mi mejor amiga podría estar siendo manoseada delante
de mí. No sé si avergonzarme o excitarme, y de repente quiero aire
desesperadamente.
Los dedos de Brad hacen círculos en la parte interior de mi muslo,
su voz canturrea en mi oído sobre lo que él considera los cinco mejores
lugares de fiesta de Ibiza, pero no puedo apartar los ojos de Claire y Jean.
Ella lo está besando, con los nudillos casi blancos donde se agarra a él, y
cuando sus caderas se mueven, sé con certeza que estoy viendo cómo se
la está sacando.
Podría ser yo. Podría meter la mano de Brad bajo mi falda, y él haría
lo mismo, si yo quisiera. Me siento allí congelada, sintiendo un pulso
insistente entre mis muslos que me hace sentir algo que nunca antes
había sentido, y de repente estoy muy segura que esta noche voy a
acostarme con alguien. Aún no estoy segura si será Brad, aunque es muy
posible que así sea.
Jean mira por encima del hombro de Claire, rompiendo el beso y
enterrando el rostro en su cuello. Sus ojos se fijan en los míos solo un
instante, lo suficiente para ver la sonrisa socarrona que se le dibuja en la
cara cuando se da cuenta que la estoy mirando. Veo cómo se estremecen
sus caderas, cómo la otra mano de él sujeta la nuca de ella mientras
arrastra su boca hacia la de él -para ahogar los sonidos, comprendo con
una nueva oleada de deseo y vergüenza- y me doy cuenta que se está
corriendo, justo cuando el vehículo se detiene frente al club.
Todos salimos en tropel cuando se abren las puertas, pero Jean y
Claire se quedan atrás. Alcanzo a verla deslizándose de rodillas hasta el
suelo, sus manos alcanzando la parte delantera de los bóxers de él, antes
que él cierre la puerta y la ola de mis recién descubiertos 'amigos' me
lleve al interior del club.
―¡Voy a traernos bebidas! ―La voz de Brad se oye por encima del
ruido, mientras miro hacia la entrada.
―Debería esperar a Claire... ―Me muerdo el labio con nerviosismo,
sintiéndome repentinamente desconcertada. No esperaba que no
estuviera aquí conmigo en todo el viaje, no hay nadie aquí que conozca
tan bien como ella, ni siquiera los otros pocos amigos de nuestro grupo de
Chicago que vinieron. El club me parece enorme y me da un poco de
miedo, respiro hondo e intento no enfadarme con ella por haberme
dejado así.
―No te preocupes, volverá enseguida. ―Brad me sonríe―.
Apuesto a que Jean no tardará mucho en dejarse chupar la polla. Vamos,
Lia. Te invito a lo que quieras beber.
―Es Amalie. ―Lo fulmino con la mirada, enfatizándolo, pero por
la expresión de su rostro al atraerme hacia la barra, no creo que lo haya
asimilado.
En una cosa tenía razón. Apenas tengo la bebida en la mano -algún
tipo de brebaje azucarado y afrutado- cuando veo que Claire se dirige
hacia mí. Se frota la comisura de los labios con una mano y me agarra en
cuanto está a su alcance.
―Ven conmigo al baño de señoras ―me dice, apartándome de
Brad, quien parece más que enfadado. Le sigo encantada, con la bebida
en la mano. Claire cierra la puerta apenas entramos en el lujoso baño de
señoras.
―Lo siento ―murmura jadeante, mirándose en el espejo mientras
saca el pintalabios del pequeño bolso que lleva en la mano―. A Jean le
gusta mirar y ser observado, le excita, ¿sabes? Se sentía un poco juguetón.
No quería dejarle colgado.
―Está bien. ―Me rio nerviosamente―. En todo caso, estoy un poco
celosa.
―Bueno, ¡por eso tenemos que encontrarte a alguien! ―Claire me
coge de la mano mientras volvemos a salir del baño, hacia la barra y la
pista de baile―. Alguien que haga todas las locuras que puedas imaginar
esta semana, en la que todo se queda aquí y nada importa. ―Coge un
vaso de una bandeja de chupitos que pasa, se lo bebe y deja caer el vaso
sobre una mesa cercana―. ¡Vamos!
A Claire le encanta bailar. Hemos acabado en conciertos y
discotecas más que en ningún otro sitio cuando me ha convencido para
que me escapara con ella allá en casa, e Ibiza no es diferente, solo un
ritmo más frenético y un ambiente más libre y vicioso. La aglomeración
de cuerpos en la pista de baile es cálida y palpitante, y Claire y yo nos
perdemos en medio de ella. El calor fluye a través de mí, haciendo que el
vestido se me pegue a la piel y el cabello a la nuca, una sensación
empalagosa que me resulta extrañamente estimulante. Claire da vueltas
sobre sí misma, girando contra mí mientras echa la cabeza hacia atrás,
contra mi hombro, con su melena rubia haciéndome cosquillas en el
cuello, al tiempo que miro alrededor de la pista de baile en plena
ebullición.
¿A quién voy a elegir? Brad cada vez me parece menos la opción con
la que quiero ir, pero ha acaparado tanto mi atención que no me he fijado
en nadie más. Cuando Claire y yo nos separamos de los bailarines y
vamos en busca de un poco de agua para ella, escudriño la barra, con el
pulso latiéndome un poco más rápido en la garganta al considerar las
posibilidades.
Y entonces lo veo.
Al final de la barra, rodeado de otras tres, no, cuatro mujeres, está el
hombre más impresionantemente hermoso que jamás haya visto. En una
discoteca llena de hombres en pantalón corto, camisas y camisetas de
tirantes, la mitad de ellos sin camiseta en mitad de un ambiente caluroso,
este hombre lleva pantalón de vestir y una camisa, los dos botones de
arriba desabrochados, las mangas enrolladas mostrando unos antebrazos
musculosos con tatuajes oscuros que percibo desde el fondo de la barra.
Lleva el espeso pelo oscuro peinado hacia atrás, la mandíbula bien
marcada y unos pómulos esculpidos, y aunque no puedo ver el color de
sus ojos, apuesto a que son tan hermosos como él.
―Claire. ―Le doy un tirón del brazo y señalo al hombre―. ¿Sabes
quién es?
Claire mira hacia delante, un poco insegura sobre sus talones, y
niega con la cabeza.
―No conozco a todo el mundo en Ibiza, Amalie ―me dice
burlona―. Ahora vamos. Necesito agua, y Brad y Jean...
Pero ya no escucho. Algo me atravesó cuando lo vi, como una
descarga eléctrica hasta los dedos de los pies, y me he olvidado de Brad.
Me he olvidado de todos los demás que he conocido desde que estoy
aquí.
Me deshago de la mano de Claire y comienzo a caminar hacia el
final del bar, con un solo pensamiento en la cabeza.
Tengo que encontrarme con él.
2

David
Casi pierdo de vista a la preciosa chica caminando hacia mí entre la
multitud, pero cuando lo hago, por un momento me deja sin aliento.
Es una sensación extraña, una que no estoy seguro haber tenido
antes, no así. No recuerdo que nadie haya hecho que mi corazón se
detuviera en mi pecho durante un segundo, ni que se me cortara la
respiración, ni que una sacudida de pura y electrizante lujuria se
disparara a través de mí como lo hace esta chica. Hay un sinfín de
mujeres en este lugar, cuatro de ellas pendientes de mí, y por un
momento casi me olvido de estar ahí.
La chica es un bombón, un grueso cabello castaño cayendo en
cascada en sueltos rizos alrededor de su rostro y hombros, un vestido
azul intenso como pintado en la parte frontal y el cuerpo más perfecto
que he visto jamás. Incluso en el calor de la discoteca, puedo ver el
contorno de sus pezones contra la tela sedosa, y mi polla se estremece al
instante, todo mi cuerpo en alerta e interesado por quienquiera que sea
esta chica.
No tardo mucho en averiguarlo.
Se acerca a mí con esa confianza que capta mi atención de
inmediato, balanceando ese espeso cabello castaño sobre su hombro y
sonriéndome. La sonrisa hace que el corazón me palpite de nuevo en el
pecho, y ese hormigueo de deseo recorre mi piel cuando se aproxima a
mí. Percibo el aroma de lo que estoy seguro es su perfume, moras y
vainilla llenando mi nariz por encima del calor almizclado de la
abarrotada sala.
Hago a un lado a una de las chicas que está casi sobre mi regazo -
una de las rubias, no recuerdo ninguno de sus nombres- y sonrío a la
pelirroja acercándose.
―Hola. Tienes el aspecto de necesitar una copa en tu mano.
―No diría que no a una. ―Vacila, mirando a la morena sentada a
mi derecha, y le hago un gesto para que se levante. La morena pone
morritos, pero lo hace, deslizándose del taburete para venir a colgarse de
mi brazo.
―¿Qué te apetece? ―pregunto arqueando una ceja, esperando ver
su reacción. Se sonroja ligeramente, su piel de porcelana se vuelve rosada
en los pómulos y se ríe dulcemente.
―Algo dulce. ―Hay un ligero tono coqueto en su voz, y sonrío,
señalando al camarero. A pesar de la aglomeración de gente en la barra,
se acerca al instante, seguramente por la propina que llevo dando toda la
noche.
―Un lemon drop para la señorita, por favor. ―Le doy un billete
doblado como propina y él se lo guarda en el bolsillo, asintiendo con la
cabeza―. Y otra ronda de lo que tomaban las otras chicas aquí también.
―Estás muy solicitado esta noche. ―La chica pelirroja me sonríe―.
No estaba segura si habría sitio aquí.
―Siempre hay espacio para uno más. Soy David. ―Le empujo la
copa hacia ella cuando el camarero la deja en la barra.
―Amalie. ―Ella coge la bebida y toma un pequeño sorbo―.
Encantada de conocerte. ¿Es tu primera vez en Ibiza?
Su sonrisa es casi ligeramente tímida, como si no estuviera segura
de estar coqueteando correctamente. Es encantadora, especialmente
combinada con la confianza que parecía irradiar cuando se acercó.
―No, no lo es ―le digo―. Aunque no vengo a menudo. Tan solo
una vez.
―¿De dónde eres? ―Su tono de voz es auténtico, aunque no sé si
está realmente interesada o si solo está entablando una conversación
trivial. No tengo intención de contarle mucho sobre mí, hay muchas cosas
que no necesita saber, no cuando, en el mejor de los casos, será una
aventura. Pero charlar un poco no le vendrá mal.
―Nueva Inglaterra. Cerca de Boston. Por lo tanto, vacaciones.
―Sonrío―. Allí puede estar nublado y hacer frío incluso en esta época
del año. Necesitaba un descanso de mis responsabilidades y un poco de
sol. Y algo de buena compañía. ―Mi brazo se desliza alrededor de la
cintura de la chica morena, enfatizando la última parte.
Amalie mira a la chica y luego vuelve a mirarme a mí. Da otro
tentativo sorbo a su bebida, se atusa nuevamente su cabello e inclina un
poco la barbilla hacia arriba.
―Definitivamente, tienes mucha compañía. ―Su lengua se desliza
por el labio inferior, atrapando una gota de vodka limón adherida a él, y
de repente siento el impulso de inclinarme hacia delante y atrapar su
barbilla entre mis dedos, atrayéndola hacia mí para besarla. Quiero tirar
de ese carnoso labio inferior entre los míos y escuchar el suave jadeo con
el que sé que me obsequiaría.
Tengo la repentina e intensa sensación de no poder dejarla escapar.
De necesitar tenerla en mi cama durante toda la noche. Nunca había
sentido nada parecido.
Es el estrés, me digo. Las presiones y responsabilidades en casa han
ido aumentando cada semana, cada día, en realidad. No estaba destinado
a estar en la posición en la que estoy ahora. Nunca debí ser el heredero, el
que sostuviera el legado de mi padre mientras él se desvanecía
lentamente en un segundo plano. Pero es donde estoy ahora, gracias a mi
hermano. No pudo mantener su mierda en orden, y ahora yo llevo todas
sus cargas.
Llevo mucho tiempo cargándolas.
Pero aquí no existe nada de eso. Boston, la ruinosa mansión de
Rhode Island y las presiones que me van desgastando poco a poco están a
un océano de distancia. Aquí lo único que hay es sol, buen alcohol,
drogas, y hermosas mujeres haciendo cola ante la oportunidad de
arrodillarse o inclinarse ante mí. He tenido más sexo en los cuatro días
que llevo aquí que en años, y no recuerdo ni el nombre de ninguna de
ellas. Apenas recuerdo qué aspecto tenían, a decir verdad, cualquiera de
las cuatro que están aquí conmigo ahora mismo podría haber estado ya
en mi cama, y probablemente no lo recordaría.
Sin embargo, sé con certeza que no he visto a Amalie antes. Tengo
claramente la sensación que la recordaría, que incluso si se marchara
ahora mismo, es el tipo de chica que no olvidaría. A decir verdad, me
inquieta un poco, aunque no lo suficiente como para dejarla de lado.
―Después de una o dos copas más, pensaba hacer de esto una
fiesta más privada. ―Tomo un sorbo de mi propia bebida, manteniendo
la mirada fija en Amalie―. Eres bienvenida a unirte a nosotros. Tengo
una suite en el ático, hay espacio suficiente.
Su mirada vuelve a centrarse en las mujeres que me rodean, y
vuelvo a ver ese pequeño atisbo de incertidumbre en su rostro.
―Creo que estaría un poco concurrido ―me dice suavemente.
Vuelve a levantar su copa, apura el último sorbo y la deja en la mesa con
tal resolución que un escalofrío de decepción atraviesa mi piel―. Pero te
agradezco la copa, David. Ha sido un placer conocerte.
Titubea un instante antes de levantarse, lo suficiente para hacerme
saber que no soy yo lo que no le interesa. Son las mujeres que me rodean.
Hay un destello de decepción en sus ojos, y capto el rápido roce de sus
dientes sobre el labio inferior, pero dirige de nuevo la mirada a la morena
que está a mi lado y se da la vuelta.
Joder. Había estado deseando pasar una noche hundiéndome en
tantas mujeres como pudiera apiñar en la cama tamaño king de mi suite.
Aun así, todos mis instintos me impulsan a levantarme y seguirla. Me
muevo casi sin pensar, incorporándome y dando dos rápidas zancadas
hacia Amalie, cogiéndola del brazo antes de dejar que desaparezca de
nuevo entre la multitud.
―Qué... ―Ella gira, sus ojos se amplían y, durante medio segundo,
creo que va a abofetearme por haberla tocado. Veo el momento en que me
reconoce y se detiene, arrugando un poco el ceño y mirándome
confusa―. ¿Qué ocurre?
―Ven a bailar conmigo. ―Me acerco, teniendo la extraña sensación
que la presión de la multitud que nos rodea desaparece, que por un
momento, solo estamos ella y yo al deslizar mi mano por su brazo,
tirando de ella para acercarla. El aire que nos rodea es denso y cálido,
perfumado con el aroma de mil o más cuerpos ebrios y en movimiento en
este espacio, pero lo único que huelo es ese dulce aroma a vainilla de su
perfume. Me dan ganas de arrastrar la lengua por su piel, mordisquearle
la oreja y saborear cada centímetro de ella hasta averiguar si sabe igual de
dulce.
―Me gusta bailar con una sola persona a la vez. ―Se muerde el
labio inferior, y la insinuación es inconfundible, al igual que su
significado. Está interesada, pero siempre y cuando estemos solos ella y
yo.
Debería preocuparme más el hecho de estar considerándolo. Nunca
he conocido a una mujer capaz de hacer que cambie mis planes por ella,
capaz de hacer que la desee lo suficiente como para dejar pasar la
oportunidad de un cuarteto nocturno con tal de llevármela a la cama.
Pero algo en Amalie hace que sienta el arrepentimiento si la dejo marchar.
―Solo nosotros dos, entonces. ―Mis dedos rozan su brazo, y siento
el ligero escalofrío que la recorre―. ¿Te gusta bailar?
Ella asiente. Tiene la mirada clavada en la mía, y veo cómo su pulso
se agita en su garganta. Quiero recorrerla toda entera, sentir ese tejido
sedoso bajo mis manos y la suave piel que hay debajo. Desde donde
estoy, puedo ver un atisbo de su escote en el ajustado vestido azul, e
imaginar sus pechos en mis manos, suaves y pequeños contra las yemas
de mis dedos.
La arrastro hacia la pista de baile y me sigue. La música tiene un
ritmo fuerte, vibra en las plantas de mis pies, extendiéndose por todo mi
cuerpo. Amalie ya se balancea al ritmo de la música antes incluso de
abrirnos paso entre la multitud agolpada en la pista de baile. Una vez allí,
nos absorbe por completo, no hay posibilidad de oír nada por encima de
ella, ni hacer otra cosa que dejar fluir la música a través de nosotros, con
las luces de colores entrelazadas sobre la gente rebotando, balanceándose
y contoneándose a medida que la música se intensifica.
Amalie me da la espalda moviéndose contra mí, y mis manos se
dirigen instintivamente a sus caderas. La forma en que se mueve es
embriagadora, más que cualquier bebida que haya tomado esta noche, las
curvas de su trasero rozándome tentadoramente a medida que se mueve
al ritmo de la música. En unos instantes, me he olvidado de cualquier otra
mujer que haya estado aquí conmigo esta noche, me he olvidado de todo
lo que no sea ella, la forma en que se siente, el dulce olor de su perfume,
la forma en que su cabello se desliza contra mi cuello cuando echa la
cabeza hacia atrás, apoyándola brevemente en mi hombro. Baila como si
hubiera nacido para estar aquí, despreocupada y segura de sí misma, y yo
solo puedo pensar en cómo sería tenerla en mi cama. Cada movimiento
de sus caderas hace que mi polla se retuerza, se endurezca, que un dolor
lento y ardiente se extienda a través de mí, más intenso que cualquier otra
cosa que recuerde haber sentido en los últimos tiempos. Se siente
jodidamente increíble contra mí, y lo único que deseo es llevarla a mi
habitación.
―Vámonos de aquí. ―Me inclino hacia ella, murmurándoselo al
oído, y por un momento creo que no me ha oído... hasta que se gira,
levanta la barbilla y sus brazos se envuelven en mi cuello. Se presiona
contra mí y sus caderas se contorsionan contra las mías al ritmo de la
música, hasta que me pongo tan duro que duele, joder. Por su forma de
moverse, sé que es consciente de ello, que me está provocando a
propósito.
Amalie se pone de puntillas y sus dedos rozan ligeramente mi nuca
al tiempo que me acerca los labios al oído, provocándome un caluroso
escalofrío.
―¿Ya te aburres? ―susurra, y una oleada de deseo me inunda,
agarrándola con fuerza por la cadera. Por un momento, pienso que
podría ser demasiado fuerte, que podría asustarla, pero juraría que, incluso
por encima de la música machacona, oigo su jadeante gemido.
Sujeto su mandíbula con la otra mano, mi pulgar acariciando su
costado sin apartar la mirada.
―Ni un poquito ―le aseguro. Y entonces, allí en medio de la
multitud, aplasto mi boca contra la suya.
Sabe a limón y al mordisco agudo del vodka, huele a azúcar. Su
dulzura es suficiente para que me duelan los dientes, el resto de mí duele
con una necesidad más intensa que cualquier otra cosa que haya sentido
antes. Mi mano en su cadera la mantiene allí, su cuerpo sigue
moviéndose al ritmo de la música, contra mí, y siento el deseo repentino e
imperioso de cogerla aquí, de empujarla contra la superficie más cercana
y follarla donde todos puedan ver. Sus labios son suaves y cálidos contra
los míos, y si su beso resulta un poco torpe, no le doy importancia. Los
dos hemos bebido algo y retomando el control del beso, deslizo la lengua
en su boca al separar sus labios devorándola exactamente como quiero.
Esta vez la siento gemir, el sonido vibra contra mis labios, mi mano
se desliza por su cabello, alrededor de su nuca, estrechando su boca
contra la mía.
―Vuelve conmigo a mi suite ―gruño contra sus labios―.
Larguémonos de aquí.
Vuelvo a apretarme contra ella, insistiendo, y noto cómo se
estremece al sentir la dura presión de mi polla contra su muslo. Ella
asiente con la cabeza rompiendo el beso, claramente jadeante, y agarro su
mano y la saco de entre la multitud en dirección a la entrada de la
discoteca. Ya tengo el móvil fuera, enviando un mensaje al chófer que he
alquilado para esta semana, y veo que Amalie también lo tiene.
―Solo le digo a mi amiga dónde voy ―me explica al salir al aire
cálido y húmedo de la noche―. ¿Dónde te alojas?
Le digo el nombre del hotel y miro a mi alrededor en busca del
vehículo.
―Dile a tu amiga que volverás por la mañana. ―Me acerco a
Amalie, atrayéndola hacia mí al decirlo. Tengo la profunda y dolorosa
sensación de no poder soportar que su piel no toque la mía durante más
de un instante―. Quizá incluso desayunemos antes de enviarte de vuelta.
―¿El desayuno soy yo? ―Se ríe, sus labios vuelven a encontrar los
míos, y no sé qué me sucede. No paso la noche con mujeres, no desde...
Aparto el pensamiento cuando el vehículo se detiene en la acera.
No me interesa entretener fantasmas, no esta noche. Especialmente esta
noche, no con una cálida mujer de carne y hueso entre mis brazos
haciéndome sentir cosas de las que no sabía que fuera capaz.
Tan pronto como entramos en el coche, no pierdo el tiempo.
―Llévanos a mi hotel ―le digo al conductor, levantando la
mampara, y agarro a Amalie, tirando de ella hacia mí a través de los
asientos de cuero. Ya no hay vacilación, se derrite entre mis manos
cuando vuelvo a acercar su boca a la mía, y me siento seguro,
inequívocamente, de haber tomado la decisión correcta al marcharme
únicamente con ella.
La prefiero a ella en mi cama esta noche que a cualquier otra mujer
de Ibiza.
3

Amalie
La cabeza me da vueltas.
Mientras David me besa, su boca dura y caliente contra la mía,
intento organizar mis pensamientos, y asegurarme que esto es lo que
quiero antes de estar en su habitación y en su cama. Me siento como si me
hubiera sacudido literalmente, y sus besos me impiden pensar.
No quería que mi primera vez fuera una orgía, que era exactamente
lo que parecía que se estaba montando, con todas aquellas mujeres a su
alrededor. No es que me opusiera a una orgía de tres o más por principio,
pero la idea de ser la única inexperta era tan desalentadora que me costó
todo lo que tenía no salir corriendo literalmente. Así que terminé mi
bebida, le di las gracias y me fui.
No esperaba que me siguiera. Y no esperaba todo lo que ocurrió
después.
Sus besos me dejan sin aliento. Siento como si literalmente no
pudiera respirar cuando me arrastra por los asientos de cuero hasta su
regazo, de modo que me siento a horcajadas sobre él en la parte trasera
del coche, con el vestido subido sobre los muslos y sus dedos
deslizándose por mi pierna.
Es un reflejo de lo que Claire estaba haciendo antes con Jean, y si
tuviera la suficiente presencia de ánimo para pensar en ello, podría
encontrarlo irónico.
Nunca nadie me había besado con tanta maestría, su boca se
arrastra sobre la mía, sus dientes rozan mi labio antes de deslizar su
lengua en mi boca, caliente e insistente, sus dedos serpenteando por mi
cabello. Me siento bien, jodidamente bien, hasta que palpito con un deseo
más intenso que nunca. Me pierdo en sus besos, en el agudo sabor del
alcohol en su lengua, el aroma picante de su fragancia mezclándose con el
dulce aroma de la mía, fundiéndose con los olores de la piel caliente y el
cuero frío del vehículo hasta marearme con todo ello.
Su mano se desliza por mi muslo, rozando con los dedos la suave
piel, y gimo. No puedo evitarlo. Siento cómo me contraigo de deseo,
cómo mis caderas se mueven por sí solas mientras su mano trepa por mi
pierna, y me pregunto si debería detenerlo. Besarme es lo más lejos que
he llegado nunca. ¿Debería dejar que esto ocurriera aquí, en la parte de
atrás de su coche? ¿Debo pedirle que espere hasta que lleguemos a su
habitación? ¿Fingir timidez a causa del conductor?
No quiero que sepa que soy virgen. Pero más que eso, no estoy
segura si realmente me importa nada de eso. No me importa que el
conductor se entere. No estoy segura de querer esperar hasta llegar a la
habitación, por ninguna razón excepto porque creo que se supone que
debo querer esperar.
Estoy en la jodida Ibiza, pienso mientras la mano de David aprieta mi
cabello y su boca vuelve a aplastarse contra la mía, su gruñido vibra
contra mis labios y sus dedos rozan la parte delantera de mis sedosas
braguitas. Tengo toda la vida para hacer esto en un dormitorio. Quiero vivir la
experiencia completa antes de no poder tenerla nunca más.
Así que me entrego a ella. Me aferro a sus hombros, mi lengua se
enreda con la suya al tiempo que sus dedos apartan mis bragas, y el jadeo
que suelto cuando siento las yemas de sus dedos deslizarse por el exterior
de mis pliegues estremece todo mi cuerpo.
―Joder. ―David frota sus dedos adelante y atrás, sin llegar a hurgar
en el interior todavía―. Todo suave y desnudo. Estabas deseando que te
follaran esta noche, con un coño desnudo como este, ¿cierto? ―Arrastra
mi boca hacia la suya―. Chica sucia ―gruñe contra mis labios, y sus
dedos se deslizan entre mis pliegues.
Estoy empapada. Sé el momento en que él lo siente, esa humedad
caliente recubriendo las yemas de sus dedos, lo sé por el sonido que hace
al besarme. Lo siento tensarse debajo de mí, los músculos de sus muslos
se tensan mientras sus caderas también se balancean hacia arriba,
notando la dureza de su polla presionándome al deslizar sus dedos hacia
mi clítoris.
―Tan jodidamente húmedo ―murmura contra mi boca―. No
tardarás mucho en correrte para mí, ¿verdad? Apuesto a que puedo hacer
que te corras antes de llegar al hotel.
Sus dedos comienzan a rodear mi clítoris mientras habla, círculos
suaves y apretados que me dejan jadeando y temblando. Lo detecta al
instante, concentrándose en el punto que hace que mis muslos se
estremezcan y mis uñas se claven en sus hombros, y sé que tiene razón.
No tardaré mucho en correrme, no así. Sabe exactamente lo que hace, y el
hecho de estar en la parte de atrás de su coche, completamente vestidos,
con mi excitación goteando sobre sus dedos mientras el conductor puede
oír los sonidos húmedos y sucios que hacen al frotarse contra mi clítoris,
me excita aún más.
Mis caderas se mecen contra su mano cuando me besa, presionando
contra sus dedos. Deslizo una mano por detrás de su cabeza sujetándome
al sentir cómo sus dedos se mueven más deprisa, rodando sobre mi
clítoris mientras succiona mi labio inferior en su boca.
―Buena chica ―murmura, sintiendo el torrente de excitación
gotear sobre su mano―. Vente para mí. Córrete sobre mis jodidos dedos.
Estoy completamente absorta en ello. La forma en que ha tomado el
control, las obscenidades que dice con esa voz grave y gruñona, la pericia
de sus dedos y su boca... Dios, me muero de ganas de saber cómo se
siente esa boca entre mis piernas. Me muero de ganas de descubrirlo todo
con él, y ese es el pensamiento que me lleva al límite, y todo mi cuerpo se
estremece con el orgasmo más fuerte que he tenido nunca, agitándome y
retorciéndome contra su mano, atrapada entre mis muslos, gimiendo en
el beso y corriéndome tan fuerte como él quiere.
―Joder. ―David exhala la palabra, liberando su mano. Contemplo
en medio de una niebla de lujuria aturdida cómo se lleva los dedos a la
boca deslizando la lengua por las puntas―. Iba a esperar a tenerte en la
cama para descubrir tu sabor ―murmura―. Pero no creo que pueda
esperar teniéndote así por toda mi mano.
Sus dedos están jodidamente cubiertos de mi orgasmo. Vuelve a
lamerlos, gruñendo como si yo fuera lo más dulce que ha probado nunca.
Luego roza mi labio inferior, sus ojos ya oscuros aún más oscuros de
lujuria.
―Saboréate, bellisima ―murmura, con la voz espesa por el deseo―.
Sabes tan jodidamente bien.
Separo los labios sin pensarlo y dejo que deslice dos dedos
resbaladizos en mi boca. Su otra mano aprieta mi cadera, tirando de mí
con fuerza hacia su regazo, contra la gruesa protuberancia de su polla. Sé
que ahora mismo debo estar ensuciando su pantalón de traje, mi
excitación impregnando todo el tejido conforme presiono indefensa
contra él, sus dedos empujándome en la boca y chupándolos gimiendo.
David gruñe cuando succiono y sus caderas se balancean contra mí,
jadeante ahora por su propia lujuria.
―Dios, quiero tu bonita boca alrededor de mi polla. ―Suelta los
dedos y vuelve a acercar mis labios a los suyos―. Quiero estar dentro de
ti. Joder.
El coche se detiene y David busca a tientas el pomo de la puerta,
deslizándome suavemente fuera de su regazo al abrirla. Me ayuda a salir
y apenas hemos llegado a la acera cuando vuelve a besarme,
atrayéndome contra él con una especie de hambre salvaje que me deja sin
aliento.
No me esperaba esto, esta necesidad. Me hace sentir inestable, pero
no quiero que se detenga. Le devuelvo el beso, intentando
desesperadamente no parecer inexperta, no parecer torpe. No quiero que
sepa que es mi primero, y de repente eso me parece de vital importancia.
Si lo supiera, no tengo la menor idea si seguiría queriendo esto.
―Te necesito en mi cama. Dios, necesito... ―Me besa de nuevo,
gruñendo las palabras contra mi boca, entonces nos dirigimos
trastabillando hacia las puertas de cristal del hotel y, a través del
vestíbulo de baldosas de mosaico, hasta el ascensor que hay al final.
David interrumpe el beso lo suficiente para pulsar el botón, apenas
se abren las puertas y estamos dentro, me tiene contra la pared de espejo,
sus caderas fuertemente apretadas contra las mías. Me enreda los dedos
en el cabello y vuelve a besarme mientras, con la otra mano, tantea para
deslizar en la ranura la llave negra mate del ático.
Siento los labios en carne viva e hinchados, el cuerpo palpitante de
deseo. Ahora estoy demasiado ida para pensar, más allá de cualquier cosa
excepto sensaciones, el sentir sus grandes manos deslizándose por mi
cuerpo, una ahuecando mi pecho mientras su pulgar se desliza sobre mi
pezón a través de la sedosa tela de mi vestido. Nos veo en la pared
opuesta, mi cabello enredado alrededor de mi rostro, la mano de David
ahuecando mi mejilla sonrojada, su cabello cayendo sobre sus ojos y
besándome de nuevo. Su otra mano se desliza hasta mi cintura,
sujetándome allí, y cuando una de mis manos se desliza entre nosotros
hasta rozar su polla, lo siento gemir contra mi boca.
La siento enorme. Me preocupa por un momento cómo funcionará
todo esto, pero ya hemos superado ese momento. Al menos no pensará que
eres virgen porque te cueste meterla, pienso irónicamente mientras rompe el
beso un momento, sus labios se arrastran por mi garganta dejándome sin
respiración. Creo que cualquier mujer se sentiría estrecha con él, sea la
primera vez o no, y eso me produce un extraño alivio, a pesar de mis
dudas sobre si funcionará de alguna manera.
Suena el ding del ascensor, las puertas se abren y David me
conduce fuera. Solo hay una puerta aquí arriba, y nos dirigimos
directamente a ella. Mis tacones chasquean en el suelo de madera y David
acerca su tarjeta llave a la lucecita. La puerta se abre con un clic y, cuando
entramos, me quedo boquiabierta.
Estoy acostumbrada al lujo, he crecido en él. Pero esto es otra cosa.
No puedo asimilarlo todo de una vez, no cuando él está detrás de mí, sus
manos deslizándose por mi vestido con una hambrienta urgencia, no
obstante, diviso el amplio salón con los enormes ventanales con vistas a
Ibiza, el sofá de aspecto acogedor y los cojines esparcidos por todas
partes... y, lo que es más importante, una puerta abierta que conduce a un
dormitorio del que apenas consigo ver un atisbo.
―He pensado en follarte contra ese ventanal ―me murmura David
al oído desde atrás, mientras sus manos deslizan mi falda por mis
muslos―. Te tendría completamente desnuda, apretada contra el cristal,
con toda esa maldita vista frente a nosotros.
La falda se desplaza hasta mis caderas y la arrastra hacia arriba,
deslizándola sobre mis brazos y cabeza y tirándola al suelo de madera.
Llevaba muy poco debajo y, en cuestión de segundos, estoy desnuda
salvo por mis braguitas.
―Creo que comenzaremos por la cama ―murmura, volviéndome
hacia él. Con un movimiento rápido, me levanta, envolviendo mis piernas
alrededor de su cintura me lleva al dormitorio, besándome durante todo
el camino con la mano enredada en mi cabello.
La habitación huele a cítricos. Es el único pensamiento que tengo
antes de tumbarme sobre la enorme cama, cubierta de sábanas blancas y
frescas que enfrían mi enrojecida piel cuando me sigue, inclinándose
sobre mí y presionándome contra los montones de almohadas. El calor de
su boca abrasa mis labios y sin pensarlo busco su camisa, deseando verlo
a él también. Tanteo los botones, mis dedos tiemblan tratando de
desabrocharlos, y cuando uno se suelta, jadeo suavemente.
David se ríe, el sonido vibra sobre mi piel en el lugar donde sus
labios presionan mi mandíbula, en ese punto blando justo detrás de mi
oreja.
―No te preocupes, bellisima ―murmura, sus dedos sustituyen a los
míos al desabrochar ágilmente el resto de sus botones―. Solo es una
camisa.
Bellísima. No habría adivinado que era italiano. Ya me había
llamado así una vez, y si hubiera sido al comenzar la noche, podría
haberme desanimado, recordándome a todos los hombres de mi país a los
que mi madre intenta convencer para que acepten mi mano en
matrimonio, hombres que en otro tiempo podrían haber tropezado unos
con otros por la oportunidad de acercarse al nombre y la riqueza de mi
familia, y al poder que les proporcionaría estar tan estrechamente
vinculados a la mafia. No he venido aquí buscando follarme a un hombre
como los que conozco en Chicago, a pesar de todo, David parece
diferente. No sabe quién es mi familia ni los vínculos con la mafia
siciliana que tiene el apellido Leone. Nada de eso importa aquí.
Y no importa ahora, porque tiene las manos en mi cintura, la boca
en mi garganta, la camisa abierta revelando un pecho esbelto y
musculoso cubierto de vello oscuro y tatuajes, y lo deseo. Deslizo las
manos por sus abdominales, mis dedos se enganchan en las ondulaciones
musculares cuando David busca su cinturón, y el corazón me martillea en
el pecho.
Esto está ocurriendo de verdad. Realmente lo estoy haciendo. Se echa
hacia atrás sobre las rodillas, entre mis muslos abiertos, su mirada recorre
hambrienta mis pechos desnudos al desabrocharse la parte delantera del
pantalón. No me siento tan tímida ni avergonzada como pensaba, casi
completamente desnuda delante de alguien por primera vez. Creo que
tiene algo que ver con la forma en que me mira, como si fuera lo más
hermoso que ha visto en su vida. Tenía a cuatro mujeres encima en aquel
bar, pero estoy segura, por la expresión de su rostro, que ahora solo
piensa en mí.
Cuando se baja el pantalón y libera la polla, me muerdo el labio y
siento que mis ojos se abren muchísimo. Es enorme, larga y gruesa, con
una longitud palpitante enmarcada por unos muslos musculosos y
flexionados cuando me mira, su polla agitándose ansiosamente. Siento
todo el cuerpo tenso, deseando que me toque, y aunque me recorre un
temblor nervioso al mirarle, no estoy tan asustada como creía.
―Dios, eres jodidamente preciosa ―gime David, inclinándose a
acariciar con sus dedos mis caderas―. Vamos a quitarte esto, bellisima.
Quiero saborearte.
Las yemas de sus dedos se enredan en el borde de mis sedosas
bragas mientras lo dice, deslizándolas por mis piernas y manteniendo su
mirada fija entre mis muslos. Me depilé el primer día aquí en el spa con
Claire, y mi piel está suave y desnuda, todo visible para sus hambrientos
ojos. Apenas me quita las bragas, sus manos se deslizan por el interior de
mis muslos, abriéndome para él y separándome las piernas.
Quiero saber qué se siente. Su boca...
―¡Mierda! ―grito en el instante en que su lengua me toca, húmeda
y caliente, deslizándose por mis pliegues y centrándose en mi clítoris. Mis
manos retuercen las sábanas y mis caderas se agitan hacia arriba, oigo la
risita de David al sujetarme la cadera con una mano, inmovilizándome
contra las sábanas y presionando su boca con más fuerza entre mis
muslos―. Oh, Dios, Dios...
―Eso es. ―Desliza la lengua alrededor de mi clítoris, agitándolo al
tiempo que sus dedos se clavan en mi cadera, y suelto otro gemido
estremecedor―. Gime para mí así. Joder, sí.
No podría evitarlo, aunque lo intentara. Su boca se siente increíble,
mejor que nada que hubiera imaginado. Su lengua me recorre con la
misma pericia que antes lo hicieron sus dedos, encontrando todos los
puntos y provocando una sensación tras otra, y mis músculos se tensan
cuando siento que ese nudo de placer comienza a desplegarse en mi
interior.
Ya me había corrido antes con los dedos, incluso con un pequeño
vibrador que compré en una tienda con Claire y escondí en un cajón, pero
nunca había sido tan bueno como esto. Siento como si me saliera de mi
piel, como si mi cuerpo no pudiera contener todo el placer que lo recorre
cuando la boca de David se estrecha en torno a mi clítoris, lamiéndolo,
chupándolo, sus dedos acariciando mis pliegues y concentrando todo su
esfuerzo en hacerme correr. De mis labios brota un torrente de sonidos,
quejidos y gemidos agudos, y cuando alcanzo la cima del placer, todo mi
cuerpo se arquea con su lengua recorriendo una vez más ese punto
perfecto, que creo morirme de lo bien que me siento.
Sus dedos se deslizan dentro de mí en el momento en que empiezo
a correrme, y grito por la sorpresa de la repentina intrusión. El dolor
agudo que sigue no se diferencia de los gritos de placer, y David no se
detiene ni vacila. Continúa, su lengua revolotea sobre mi clítoris con ese
ritmo perfecto mientras me corro con fuerza sobre su cara y, por un
momento, creo que voy a desmayarme de pura intensidad.
Cuando se retira, un escalofrío de placer me recorre al verlo, sus
labios enrojecidos, su boca y su barbilla brillantes con mi excitación. Su
polla está presionada contra su vientre, y cuando se inclina sobre mí,
apartándome el cabello del rostro con una mano para besarme de nuevo,
noto cómo el deseo aprieta cada centímetro de su cuerpo.
Me abre los muslos con la rodilla y envuelvo mis piernas alrededor
de las suyas, empujándolo más cerca. El corazón me late deprisa, el pulso
retumba en mi garganta y estoy nerviosa, pero también lo deseo. Sé que
lo quiero, y cuando noto que sus caderas se arquean hacia delante, que su
polla roza mi entrada, levanto la barbilla para besarlo otra vez.
Puedo saborearme en sus labios, un eco de sus dedos en mi boca, y
me invade una oleada de excitación. Estoy empapada y noto la punta de
su polla deslizándose entre mis pliegues, provocándome otro
estremecimiento de deseo.
No me pregunta si estoy preparada, pero ¿por qué iba a hacerlo?
No sabe que es la primera vez que siento algo así, que es exactamente lo
que quiero. No hay vacilación, no hay preguntas, nada más que él
presionando dentro de mí mientras me besa de nuevo. Su punta gruesa e
hinchada me perfora, una descarga de dolor me atraviesa, aunque es
absorbida por todas las demás sensaciones. Su boca en la mía, el peso
caliente de su musculoso cuerpo, sus manos deslizándose sobre mí al
penetrarme. Siento su gruñido contra mis labios, jadeo y mi cuerpo se
sacude ante la repentina intrusión. Es demasiado grande, solo un poco, y
siento como si me abriera en canal.
―¡Ah! ―grito, estremeciéndome, y David se queda inmóvil.
―Joder. ―Sisea la palabra entre dientes, estremeciéndose de placer
mientras sus caderas ruedan contra mí por sí solas―. Dios, estás tan
jodidamente apretada. ¿Es demasiado?
Puedo percibir lo mucho que desea que diga que no, lo
desesperadamente difícil que le resulta en este momento no continuar.
Hundo los dientes en el labio inferior, intentando respirar.
―Simplemente dame... ―Siento cómo se retuerce y palpita dentro
de mí, la extraña sensación de ser tocada desde dentro, llenándome tan a
fondo, ahuyentando el dolor―. Estoy bien… ―respiro, inclinando la
barbilla hacia arriba―. Solo eres...
―Lo sé. ―Se ríe suavemente y vuelve a besarme. Sus caderas
comienzan a moverse, largas y lentas embestidas que queman y resultan
increíbles a la vez, y con cada movimiento, el dolor es ahuyentado por el
creciente placer. Su mano se desliza entre nosotros y sus dedos vuelven a
encontrar mi clítoris con la misma rapidez y pericia, gimo cuando
comienza a frotarme en círculos suaves y rápidos, llevándome de nuevo
al límite.
Vuelve a embestir, gruñendo, y entonces se detiene.
―Joder, se me olvidaba...
Veo cómo aprieta la mandíbula retirándose, su polla tiesa y
palpitante, brillando por mi excitación. Es lo más erótico que he visto
nunca, su cuerpo musculoso tenso por el placer interrumpido, la pura
sexualidad que me hace temblar de necesidad mientras vuelvo a
alcanzarlo.
―¿Por qué...?
―Espera. ―Se inclina, rebuscando en el bolsillo de su pantalón
desechado, y le veo sacar un paquete envuelto en papel de aluminio―.
Mierda, estaba tan absorto en esto que casi me olvido de esto. Casi me
corro en ti sin uno.
Eso no debería excitarme, pero lo hace. Siento un momento de
decepción porque haya parado, seguido de un torrente de excitación ante
la idea de haber conseguido excitar tanto a este hombre que ha tirado la
cautela al viento para estar dentro de mí, seguido de la aleccionadora
comprensión sobre lo bueno que David se haya acordado. No quiero un
recuerdo de esta noche pienso sombríamente cuando, con un gemido, hace
rodar el condón por su rígida longitud y su mano se tensa reflexivamente
a su alrededor antes de volver a inclinarse y presionarse contra mí.
No se siente tan bien con el condón, algo extraño, pero aun así es
mejor que cualquier otra cosa que haya sentido antes. Continúa como si
nunca nos hubiéramos detenido, su boca traza una línea caliente por mi
garganta mientras sus dedos vuelven a encontrar mi clítoris,
acompasando el ritmo de sus embestidas mientras jadeo y vuelvo a
apoyar la cabeza en las almohadas. Pensé que si se detenía, perdería mi
segundo orgasmo, pero sus dedos no tardan en llevarme de nuevo al
borde del abismo, y mi cuerpo se tensa bajo el suyo al sentir cómo sus
caderas tiemblan y se sacuden contra las mías.
―Estoy cerca ―murmura contra mi piel―. Joder, te sientes tan
jodidamente bien... córrete para mí, Amalie. Una vez más, vente para
mí...
Mi cuerpo obedece como si hubiera accionado un interruptor, el
clímax tensa todos los músculos de mi cuerpo sacudiéndome, mis labios
se separan en un agudo grito de placer al apretarme y ondularme a su
alrededor. Le oigo gemir, siento cómo me penetra una vez más, y luego el
brusco movimiento de sus caderas cuando se hincha y se endurece dentro
de mí. Quiero sentir cómo se corre, sentir esa oleada de calor dentro de mí
que he imaginado, pero esto es casi igual de bueno, su mano aferrando la
almohada junto a mi cabeza, estremeciéndose sobre mí, besándome una
vez más.
―Joder ―jadea saliendo de mí, apretando el condón al quitárselo.
Sigue estando prácticamente duro, y por un momento deseo volver a
tenerlo dentro de mí en el momento en que se levanta, caminando hacia
el baño con una ligera sacudida en el paso que me hace enrojecer de
placer.
Le he hecho sentirse así, ligeramente débil de piernas. También siento
una extraña sensación de orgullo al ver lo bueno que ha sido para él, y
observo cómo vuelve a la cama, disfrutando de la visión de su cuerpo
desnudo y musculoso, de los tatuajes de tinta que dibujan su piel. Me
pregunto si querrá repetirlo, y un cosquilleo expectante me recorre.
―¿Ha sido bueno para ti? ―me pregunta burlonamente
tendiéndose a mi lado, aun magníficamente desnudo. Habría pensado
que me daría más vergüenza estar desnuda así delante de alguien
después, que querría taparme, pero no me molesta. Me gusta cómo me
mira, su mirada se desliza perezosamente sobre mí como si siguiera
disfrutando de la vista, incluso ahora que hemos terminado.
―Dios, sí ―respiro, riéndome ligeramente―. Ha sido increíble.
―Bien. ―Su mano se desliza por mi cadera, acariciándome el
muslo, y no puedo reprimir el escalofrío que recorre mi piel. Me pregunto
si querrá volver a hacerlo, si podría ser mi aventura ibicenca, y si eso es lo
que quiero, o si quiero explorar mis opciones. Es difícil pensar en desear a
otra persona, la idea de irme a la cama con alguien como Brad después de
esto suena poco atractiva. Tengo la sensación que David ha puesto el
listón muy alto para cualquiera que venga después de él.
No es que vaya a haber muchos. Cuando vuelva a casa, todo volverá a
la normalidad. El siguiente hombre en mi cama después de este será a
quien mi madre consiga convencer para que se case conmigo, y cualquier
emoción que pudiera haber esperado se desvanecerá.
―¿Cuánto tiempo te vas a quedar? ―Sus dedos siguen trazando
ociosamente un dibujo en mi cadera, su polla medio dura contra mi
muslo, la veo moverse perezosamente mientras su mirada recorre la
longitud de mi cuerpo. Quiero que vuelva a desearme, reconozco. Quiero
que esta no sea la última vez.
―Una semana. ―Mi voz suena más entrecortada de lo que me
gustaría, revelando demasiado lo que siento―. Son las Spring Break 1 de
Claire, las mías y las de nuestro grupo de amigos.
―Mmm. ―Su mano se desliza por mi cintura y, por un momento,
creo que va a deslizarla más arriba, iniciando una segunda ronda, en
lugar de eso, se levanta dirigiéndose al minibar que hay al otro lado de la
habitación, ofreciéndome una fantástica vista de su musculoso culo por
detrás―. Todavía me dura algo el jet lag, la verdad, incluso después de
llevar aquí unos días. ―Abre una botellita de ginebra, vertiéndola en un
vaso con tónica, y tengo la repentina sensación que quiere que me vaya.
David se vuelve hacia mí con el vaso en la mano, y me resulta obvio
que no me está ofreciendo uno.
―¿Cuánto tiempo te quedas? ―pregunto tímidamente, y él se
encoge de hombros.
―Lo he dejado abierto. Tendré que volver pronto a casa, pero no
hay una fecha concreta, ¿sabes?
―Por supuesto. ―No lo sé. Definitivamente, necesito regresar
dentro de una semana, sintiendo un aleteo de celos ante eso, ante la idea
por la que él puede ir a su antojo y hacer lo que quiera. Me encantaría

1 Spring Break: son las vacaciones de primavera, lo que en España coincidiría con la
Semana Santa en marzo-abril.
tener ese tipo de libertad, pero nunca la tendré. Incluso esto solo lo
conseguí escabulléndome.
Hay un silencio breve e incierto, y me muerdo el labio. Siento que
me invade la timidez y me incorporo, buscando dónde ha caído mi
vestido. Fuera, en el salón, recuerdo con un aleteo nervioso, y miro a
David.
―¿Debo irme? ―La pregunta sale un poco más brusca de lo que
pretendo, pero no sé cómo se hablan estas cosas, exactamente. De camino
hacia aquí, mencionó el desayuno y dio a entender que me quedaría a
pasar la noche, pero ahora todo en su comportamiento me hace pensar
que quiere que me vaya.
Hay un breve momento de vacilación, un segundo en el que pienso
que podría decir que no, que quiere que me quede. Y entonces asiente con
la cabeza, su rostro se alisa de modo que no hay ninguna emoción que yo
pueda leer.
―Probablemente sea lo mejor ―me dice con tono neutro―. De
todos modos, seguro que tu amiga querrá saber que has vuelto sana y
salva.
Claire probablemente esté con Jean en la cama ahora mismo, pienso con
cierto desánimo, pero no tiene sentido decirlo en voz alta. No creo que a
David le importe realmente si Claire está o no preocupada por mí. Creo
que solo está diciendo lo que suena bien para que vuelva a mi hotel, y mi
pecho se contrae ligeramente dolido, aunque sé que no debería. Esto
siempre ha sido un flirteo, y probablemente siempre iba a ser una sola
noche.
―Entonces llamaré a un taxi. ―Me levanto, haciendo todo lo
posible por no parecer cohibida por el hecho de tener que salir desnuda al
salón a recuperar mi vestido. Mi móvil también está en el bolso de mano,
en alguna parte, me echo el cabello por encima del hombro, caminando
hacia la puerta del dormitorio.
―No, claro que no. Haré que mi chófer te lleve de regreso. ―Está
cogiendo un pantalón de chándal mientras lo dice, cuando miro hacia
atrás, y vuelvo a echar un vistazo a su perfecta parte inferior antes de
quedar oculta tras la tela gris oscura y al girarse le queda lo
suficientemente baja en las caderas como para no restarle atractivo. Puede
que incluso lo sea más, puedo ver el contorno de los músculos
desapareciendo por la cintura, las afiladas líneas de sus caderas, el oscuro
rastro de vello descendiendo desde su ombligo. Quiero tocarlo todo,
arrodillarme y pasar los labios y la lengua por esos músculos, ese vello
suave, deslizar el pantalón por sus caderas y descubrir qué se sentiría al
meterme la polla en la boca.
Mis mejillas se ruborizan al pensarlo, preguntándome si se da
cuenta, pero ya está tecleando algo en su teléfono. Entonces sé con certeza
que quiere que me vaya, y encuentro dónde se habían perdido mis bragas
entre las sábanas, me las deslizo por las caderas dándome un mínimo de
decencia antes de salir al salón a recoger el resto de mis cosas.
Oigo pasos unos minutos más tarde -afortunadamente, después de
ponerme el vestido- y David sale, todavía demasiado apuesto y sin
camiseta. Espero que no vea cuánto deseo que me lleve a la cama en lugar
de mandarme a casa.
―Mi chófer está abajo. ―Se apoya en el sofá, observándome, y
consigo esbozar una sonrisa.
―Gracias. Es muy amable. Voy a... ―La incomodidad es tan fuerte
como la tensión de esta noche y me agarro a mi bolso, deteniéndome un
momento para ver si va a decir algo más, si va a intentar despedirse de mí
con un beso... lo que sea. No se mueve y me dirijo hacia la puerta, saliendo
a toda prisa al pasillo.
Hay un torrente de emociones en mi pecho al caminar hacia el
ascensor con mis tacones altos. No me arrepiento, ni mucho menos, pero
él me ha parecido tan diferente después. Quizá los hombres sean así, pienso
mientras entro en el ascensor y pulso el botón del vestíbulo. Por lo que sé
de los hombres, no me parece tan descabellado pensar que quizá quisiera
una cosa antes, cuando pensaba en llevarme a la cama, y otra después,
una vez pasado el subidón.
Pienso en ello durante todo el camino de vuelta a mi hotel, viajando
en la parte trasera del coche donde, hace solo unas horas, estaba en el
regazo de David cuando me inició en cosas que nunca antes había hecho.
Él no lo sabe, por supuesto -y así es como lo quiero-, pero me hace sentir
un poco extraña, ahora que ha terminado. No tengo tanta prisa por
probarlo con otra persona como pensaba.
Como era de esperar, Claire no está en nuestra habitación cuando
entro. Me despojo del vestido y los tacones, y me recojo el cabello en un
moño suelto sobre la cabeza para poder meterme en la ducha. Parte del
dolor de antes ha comenzado a asentarse entre mis muslos, y noto la
pegajosidad de mi propia excitación y el lubricante del preservativo.
Mierda. En ese momento recuerdo cuánto tiempo ha estado dentro
de mí sin preservativo. No estoy tan preocupada por haberme pillado
algo, aunque probablemente debería pedir cita con un ginecólogo cuando
llegue a casa, pero...
¿No es técnicamente posible quedarse embarazada aunque él no se haya
corrido dentro de mí? Me muerdo el labio al meterme en el agua caliente,
sintiendo una punzada de ansiedad. Seguramente, ese poquito de líquido
preseminal no puede dejarme embarazada. Lo que realmente importa es que,
cuando terminó, llevaba puesto un preservativo. Me digo a mí misma que solo
estoy buscando algo en lo que centrar mi ansiedad, que en realidad no es
nada de lo que preocuparse hasta que se calme el aleteo nervioso de mi
pecho. Sin embargo, aún no me siento del todo tranquila.
Al oír abrirse la puerta de nuestra habitación, es un alivio. Claire
tendrá preguntas, y yo quiero hablar de ello. Me dejará hablar del tema
de forma desenfadada y poco seria, que es exactamente lo que necesito
ahora.
―¿Amalie? ―Su voz resuena en la habitación, cierro rápidamente
la ducha y me envuelvo en una esponjosa toalla―. ¿Ya has vuelto?
Escucho la ducha...
―¡Estoy aquí! Un momento. ―Me seco rápidamente, alcanzando
uno de los albornoces del hotel que hay en una serie de colgadores en la
pared. Veo que se encienden las luces de la habitación por debajo de la
puerta y, cuando salgo, Claire está sentada con las piernas cruzadas en la
cama, con un picardías de seda y la melena rubia un poco más alborotada
de lo habitual. Veo una marca morada oscura bajo su mandíbula y siento
un pequeño arrebato de envidia, David procuraba no dejar marcas. Antes
de estar tan ansioso porque me marchara, podría haber pensado que
estaba siendo caballeroso, pero ahora creo que tal vez se debiera a que no
quería dejar un recuerdo.
―¿Dónde estabas? ―Los ojos de Claire brillan de interés―. Sé que
no te fuiste con Brad, lo vi haciendo pucheros junto a la barra.
―No, Brad no. Otra persona. ―Me siento en la cama frente a la
suya, sintiendo que vuelve un pequeño rubor excitante ante la idea de
cotillear con mi mejor amiga sobre esto―. ¿Recuerdas al hombre que vi?
¿El que te pregunté si lo conocías?
―Oh... ―Claire se anima―. Era guapísimo. Pero estaba rodeado de
todas esas mujeres... Espera. Tú no... ―Sus ojos se vuelven enormes y veo
que intenta imaginarme yendo a participar en una orgía por primera vez.
―¡No! ―me rio, sacudiendo la cabeza―. No pensé que fuera a
pasar nada por eso. Me invitó a una copa e intentó convencerme para que
me uniera a él y a las otras chicas. Básicamente le dije que gracias por la
copa y me fui, pero me siguió.
―Él no lo hizo. ―Claire jadea―. ¿Dejó a las otras chicas y se fue
detrás de ti? ―Sonríe―. Te dije que con ese vestido ibas a tener suerte
esta noche.
―Puede que no fuera solo el vestido.
―Definitivamente fue el vestido. ―Claire se inclina hacia delante
ansiosamente, y puedo sentir cómo se desvanecen mis recelos sobre la
noche. Hablar con ella de ello ahora, así, no parece tan dramático ni
molesto. Fue un rollo de una noche, eso es todo. Estás en Ibiza. Así es como se
suponía que iba a ser―. ¿Y luego qué?
―Bailamos un rato, me llevó a su hotel y... ―Termino,
mordiéndome el labio―. Lo hice.
―Lo conseguiste. ―chilla Claire―. Sabía que encontrarías a
alguien. Ahora que ya has superado esa primera vez, puedes dedicarte a
ligar y follar durante el resto de las vacaciones. ―Sonríe―. ¿O vas a
volver a verle?
―No lo sé ―admito―. Parecía bastante ansioso por que me fuera,
después. Creo que podría haber sido una sola vez.
―Bueno, que se joda. ―Claire agita una mano despectivamente―.
Quiero decir... fóllate a otro. Solo fue la primera vez, y si no quiere volver
para repetir, allá él. ―Se levanta y cruza hacia el minibar en busca de
bebidas, y tengo un flash momentáneo de David antes, desnudo y
hermoso, yendo a buscarse una copa al otro lado de la habitación. Me
pregunto qué estará haciendo ahora, si habrá vuelto a salir o si estará
durmiendo, si se arrepiente de haberme llevado con él en lugar de la
cama llena de hermosas mujeres que podría haber tenido.
Y entonces me recuerdo a mí misma que Claire tiene razón, y que
en realidad no importa.
―Mañana nos vamos de copas a una de las piscinas ―me dice
Claire, tendiéndome una bebida de aspecto afrutado en un vaso de
cristal―. Allí habrá montones de hombres guapos. Si no te gusta Brad,
ignóralo. Diviértete, Amalie. Estamos de vacaciones. Las mejores
vacaciones de tu vida, probablemente, y ahora no tienes que preocuparte
por todo eso de la virginidad. Eres libre. Esa parte se ha acabado. Así que
mañana nos vamos de fiesta. ―Sonríe, acercando su vaso al mío―. ¡Por
Ibiza!
Su entusiasmo es contagioso. Y sé que, en el fondo, tiene razón.
David no importa, y lo que él sienta por la noche de un modo u otro,
tampoco. Lo que importa es cómo me siento yo al respecto, y no me
arrepiento. Tampoco quiero dejar que controle el resto de mi estancia
aquí.
Choco mi vaso contra el suyo, devolviéndole la sonrisa.
―Por Ibiza ―digo con firmeza, y vuelvo a beber.
Tengo una semana entera y pienso aprovecharla al máximo.
4

David
Lo primero que noto cuando vuelvo a la cama es que hay sangre en
las sábanas blancas.
No mucha, unas pocas gotas, en realidad. Pero una sensación gélida
me recorre la espina dorsal durante un instante, preguntándome si habrá
habido algo que Amalie no me haya contado.
No seas ridículo, me digo, cruzando la habitación y llamando a la
asistenta para que cambie las sábanas antes de irme a la cama. Es
imposible que una virgen se hubiera precipitado tan rápidamente a mi
hotel, tan ansiosa en la parte trasera del coche con el chófer a solo un
delgado tabique de distancia, tan dispuesta una vez que la metí en la
cama. No vi ninguna reticencia, ni miedo, ni siquiera dolor, quizá un
poco de sorpresa cuando vio mi tamaño, pero nada de lo que esperaría la
primera vez de alguien. No se había mostrado tímida ni nerviosa. Me dio
la impresión de no tener mucha experiencia, pero desde luego no parecía
virginal.
No es que yo lo supiera exactamente, nunca he sido la primera vez
de nadie. Pero creo que tengo una idea decente de cómo sería
probablemente una chica si fuera su primera vez en la cama.
―Joder ―murmuro en voz alta, volviendo a mirar las sábanas―.
Espero no haberla hecho daño. ―Me devano los sesos intentando
recordar si parecía herida cuando me introduje en ella por primera vez,
pero me dejé llevar por el momento. Tan absorto que no se me ocurrió
ponerme un preservativo hasta que fue casi demasiado tarde, algo por lo
que todavía me arrepiento. Sin embargo, ella pareció disfrutar, se corrió
dos veces, y no creo que fingiera.
Voy a ducharme mientras espero a que el servicio de limpieza
cambie las sábanas. Extrañamente, no tengo prisa por quitarme su dulce
aroma, ese perfume de moras y vainilla que en otra persona podría
haberme parecido empalagoso. A ella parecía sentarle bien. Me meto en
la ducha de todos modos, más por tener algo de intimidad para pensar
que por otra cosa. Aún me siento un poco culpable por enviarla de vuelta
a su hotel, cuando sé que le di una impresión distinta de cómo sería la
noche antes de follar. Pero después...
A pesar de lo bueno que fue -y Dios, fue jodidamente bueno-,
después me sentí inquieto. Todavía me siento así. Nunca una mujer me
había afectado como lo hizo ella. Normalmente no tengo ese tipo de
deseos. He llegado a un punto en el que el placer es más un viaje de poder
que otra cosa, una forma de sentirme bien sabiendo que puedo meter en
mi cama a dos, tres o más de las mujeres que quiera. Desear a alguien así
-de una forma que me hiciera sentir como si me arrepintiera si no me la
llevara a la cama- me desequilibró, como si ella tuviera un poder que yo
no deseaba darle. Por eso le insinué que se marchara, porque tuve la
sensación que, si la dejaba pasar la noche podría hacerme sentir cosas que
no deseo sentir lo más mínimo.
He venido a Ibiza para echar un polvo, emborracharme y pasar el
tiempo olvidando todo lo que me agobia en casa. No quiero enredarme
con alguien que me complique aún más la vida, y menos con una jodida
universitaria. Mencionó que estaba aquí de vacaciones, y eso fue una señal
tan buena como cualquier otra de la necesidad de poner distancia entre
nosotros. No hay sitio en mi vida para alguien así.
Eso es exactamente lo que tengo que recordarme cuando la veo en
la piscina al día siguiente.
Vuelvo a tener esa sensación -como una maldita polilla a la llama-
cuando la veo. Está tumbada en una de las hamacas acolchadas, con un
bikini rojo brillante que apenas cubre su piel. Anoche toqué todo ese
cuerpo esbelto y ágil, y aun así no puedo evitar mirarla como si fuera
alguien a quien no hubiera visto nunca. En el momento en que la veo, mi
polla se estremece, mi pulso se acelera recordando el sonido que hizo
anoche al deshacerse debajo de mí.
A su lado hay una chica con un bikini de vivos estampados y
cabello rubio corto, inclinándose y hablando animadamente mientras le
da un cóctel a Amalie. Al otro lado de ella, veo a un hombre rubio surfero
con el tipo de cuerpo que sugiere que pasa más tiempo en el gimnasio
que literalmente en cualquier otra parte, y siento mi estómago contraerse
con unos celos totalmente desconocidos. Incluso desde el otro lado de la
piscina veo que la mira con una familiaridad que sugiere que entre ellos
hay algo, como mínimo un flirteo, y por la forma en que toca su pierna
mientras ella le tiende el cóctel, riéndose, para que beba un sorbo... no
puedo evitar preguntarme si no será algo más que un flirteo.
No tengo derecho a sentirme así, por supuesto. Amalie no ha sido
ni mucho menos la primera mujer en mi cama desde que llegué a Ibiza -
ha habido al menos una cada noche desde que estoy aquí- y tengo toda la
intención que haya otra esta noche, y mañana por la noche, y así
sucesivamente hasta que finalmente me vea obligado a volver a casa. Y
tal y como me está haciendo sentir ahora, sé que si soy inteligente, Amalie
no será una de esas mujeres.
Necesito mantener las distancias con ella.
Así que lo hago. Me obligo a dejar de mirarla a ella, a la rubia
guapa y al surfista a su lado, y me dirijo al bar del fondo de la piscina
para tomar algo. Busco un sitio donde pueda estirarme -algo con buenas
vistas- y acabo en una tumbona no muy lejos de la barra, junto a una
morena alta y bronceada con un bañador blanco muy ceñido a la piel y
sus tres amigas, todas ellas más o menos hermosas.
No tardo mucho en presentarme. La morena se llama Holly y, antes
de enterarme, está pidiendo una ronda de chupitos y me incluye en ella,
dándome uno de los combinados por capas antes de guiñarme un ojo y
mostrarme lo rápido que puede tragarse el chupito.
―Tal vez hagamos chupitos de gelatina a continuación ―me dice
con una sonrisa apartando el vaso con un escalofrío, los chupitos resultan
severamente alcohólicos, incluso por muy afrutados que sean, y le
devuelvo la sonrisa.
―Eso me daría una buena oportunidad para enseñarte lo que sé
hacer con la lengua. ―Espero su reacción, y percibo un brillo de interés
en sus ojos, la forma en que se mueve un poco en la tumbona al inclinarse
hacia mí.
―Si se te da bien usar la lengua y a mí se me da bien tragar...
hacemos buena pareja. ―Su lengua se desliza sobre su labio inferior,
como si imaginara que algo más lo roza―. Deberías venir a bailar
conmigo y mis amigas esta noche. Vamos a ir a ese club nuevo... oh,
mierda, ni siquiera recuerdo el nombre. Estoy un poco achispada. ―Se
ríe, cogiendo una botella de agua―. Ven a pasar el rato con nosotras. A
no ser que tengas otros planes.
Otros planes. No los tengo. He venido aquí solo, sin el séquito de
amigos que todo el mundo parece tener. Quería la libertad de hacer mis
propios planes y dejar que los días transcurrieran como quisieran, sin que
las opiniones o los deseos de nadie más se interpusieran. He disfrutado
de la soledad de mi lujoso ático por las mañanas y de la juerga que parece
haber constantemente en Ibiza el resto del tiempo. Precisamente por eso,
cuando una encantadora morena con un bikini muy pequeño y afición a
los chupitos me pide que pase más tiempo del día con ella, no hay
posibilidad alguna que se interponga nada más.
Lo cual no explica por qué mi mirada se desvía hacia el lado de la
piscina en el que he visto antes a Amalie, buscando ese destello de bikini
rojo. Tampoco explica la sensación que tengo cuando la veo, y los celos
que desde aquí puedo ver recorrer su rostro, apenas por un instante.
Siempre he despreciado los celos en las mujeres. Nada me hace
terminar más rápido una aventura que una mujer que quiere saber
adónde voy o dónde he estado, que olfatea en busca de rastros del
perfume de otra persona en mi ropa, que se enfada porque ha encontrado
algo que no debería haber buscado en primer lugar. Nunca he prometido
exclusividad a nadie, pero eso no ha impedido que algunas la deseen y
traten de conseguirla. Y aunque las mujeres que acaban en mi cama
suelen ser buenas y no se dejan nada, nadie es perfecto. La reacción que
he tenido cuando alguien ha encontrado una barra de labios olvidada o
una prenda de ropa olvidada ha sido a menudo suficiente para borrar ese
número de mis contactos y seguir adelante.
Pero la mirada de Amalie despierta algo más en mí. Los celos
evidentes en su rostro, al verme flirteando con otra mujer al otro lado de
la piscina, hacen que se me apriete el pecho y mi polla se contraiga. Me
dan unas ganas extrañas de seguir flirteando con Holly, no porque
realmente me importe mucho si acaba o no en mi cama esta noche, sino
porque quiero que a Amalie le importe.
Vuelvo a mirar a Holly y le hago señas a una de las camareras que
circulan por el local. Una rubia menuda con un bikini azul metálico
brillante y un pareo estampado se detiene, y le dirijo una sonrisa.
―Una ronda de chupitos de gelatina para mí y mis nuevas amigas.
Me da igual el sabor.
―Enseguida. ―La camarera deja que su mirada se deslice por mi
pecho desnudo solo un instante, solo con esa mirada, estoy seguro que
podría tenerla doblada detrás de la barra en cinco minutos si quisiera y
luego se balancea hacia el otro extremo de la piscina. Vuelve con un cubo
pintado con el logotipo del complejo lleno de vasitos de plástico y nos los
reparte a mí, a Holly y a las amigas de Holly mientras le doy mi apellido
para la cuenta.
Miro a Holly, cojo el chupito y saco la lengua, girándola una vez
alrededor del borde del vaso de plástico antes de recoger la gelatina en mi
lengua y volver a beberla. Con un movimiento rápido y hábil, veo la
sonrisa socarrona en la cara de Holly antes de hacer algo similar,
apretando los labios alrededor del vaso antes de recoger el contenido con
la lengua y tragárselo todo sin inmutarse.
―Oh, creo que nos divertiríamos juntos. ―Levanto una ceja y ella
me devuelve la mirada con igual insinuación, pero no puedo evitar
fijarme en lo que me falta. Desde luego, no me importaría llevármela a la
cama, ya me imagino lo que podría sentir su boca sobre mí, pero no
siento esa necesidad que sentí anoche con Amalie. Ni siquiera sabía lo que
me estaba perdiendo, hasta que lo supe, y ahora el flirteo con Holly me
parece que está cayendo en saco roto. Podría pasarme el resto del día y de
la noche con ella, y sé que disfrutaría follándomela, pero siento que me
falta algo. Casi estoy un poco resentido con Amalie por haberlo
despertado en mí. No necesito que algo arruine el placer que soy capaz
de obtener de mi vida, y no tengo ningún deseo real de examinar por qué
Amalie me hizo sentir como lo hizo.
Simplemente no quiero que me impida disfrutar de mi escapada.
―Solo hay una forma de averiguar cuánto. ―Holly agita sus
pestañas―. Voy a la piscina. ¿Me acompañas?
No tengo motivos para decir que no. Ciertamente no Amalie,
tumbada al otro lado de la piscina, bebiendo un chupito con su amiga y
riéndose de algo que dice el surfista que está a su lado, con la mano
rozándole la rodilla de un modo que hace que se me retuerzan las tripas
con esa llamarada de celos otra vez. Así que sigo a Holly a la piscina y,
más tarde esa noche, tras intercambiar números de teléfono y acordar
quedar en aquel club, la encuentro en la barra como había prometido,
ahora con un vestido corto dorado metalizado, pidiendo una copa.
―¡Has venido! ―Parece encantada de verme, y es casi suficiente
para que me sienta mal por no tener el mismo entusiasmo. Es preciosa,
con el cabello oscuro rizado en suaves ondas y ese vestido dorado pegado
a cada centímetro cubriendo su cuerpo, unas piernas perfectas realzadas
por unos tacones que parecen demasiado precarios para bailar, pero la
lujuria que siento tiene un punto plano que nunca había notado hasta que
tuve esa chispa con Amalie. Me irrita, y me acerco a la barra, intentando
ignorarlo mientras pido una copa para mí.
―Gin con tónica para mí, y traiga una copa para la señorita.
―Entrego mi pesada tarjeta de crédito negra al camarero, y capto la
mirada que le dirige Holly antes de volver a dirigirme sus ojos grandes y
oscuros.
―No tenías por qué hacer eso ―respira, acercándose un poco más
a mí. Es un poco pronto para que el bar esté abarrotado, aunque está
bastante lleno, el aire empieza a calentarse con la combinación de la
temperatura exterior y tantos cuerpos en su interior, la niebla de perfume
y colonia mezclados y la creciente lujuria comienzan a espesar el aire.
Siento que se me acelera el pulso cuando ella se acerca, siento que mi
polla se crispa con la anticipación de lo que podría ocurrir más tarde.
Aun así, no es nada comparado con lo que siento cuando oigo una risa
familiar por encima de la música, y me giro para ver a Amalie pasando
junto al portero en la puerta principal, con su amiga rubia al lado.
El puto gilipollas que estaba sentado a su lado en la piscina también
está allí, hablando con un joven delgado, moreno, vestido con ropa cara y
con el brazo alrededor de la rubia. Aprieto los dientes, prestando la
suficiente atención a Holly para que, con suerte, no se dé cuenta que mi
mirada se desvía continuamente hacia Amalie cuando se acerca a la barra.
Esta noche lleva un vestido negro de tirantes, con una gruesa
cremallera dorada en la espalda, y sus anchos pendientes de aro dorados
son el único detalle. Lleva unos tacones altos similares a los de Holly, y su
exuberante cabello castaño está echado hacia atrás, trenzado a un lado y
recogido en una espesa coleta.
Me imagino fácilmente rodeándola con la mano y dirigiendo sus
suaves labios hacia mi polla, o sujetándola mientras la follo duro por
detrás. Anoche no me la chupó, pero si la llevo otra vez a mi ático, no hay
razón para que no podamos rectificarlo...
―¿David? ―La voz de Holly atraviesa mis pensamientos, y siento
su mano en mi brazo, sus uñas puntiagudas arañándome la piel. Me
imagino fácilmente esas uñas clavándose en mis hombros, arañándome la
espalda, y me estremezco un poco ante la idea. Eso es. Piensa en eso, y no en
la boca de Amalie en tu polla―. ¿Hay alguien con quien necesites hablar?
Sé al instante que lo dice, con un destello de celos en la voz, que me
ha visto mirando a Amalie. Y a diferencia de la mirada que Amalie me
dirigió antes desde el otro lado de la piscina, los celos de Holly hacen que
me interese mucho menos por ella.
―Solo un momento. ―Ya estoy caminando hacia Amalie antes de
poder detenerme, mi mirada recorre su cuerpo magníficamente esbelto
envuelto en ese vestido. Quiero bajar la cremallera y quitárselo, o mejor
aún, inclinarla y subirle la falda por las caderas. Es tan corto que no haría
falta mucho, y no me cabe duda alguna que, llevara lo que llevara debajo,
sería demasiado fácil deslizarlo hacia un lado.
Es una lástima que no estemos en Europa. Quizá en Ámsterdam. Se me
ocurren unos cuantos lugares donde podría haber hecho exactamente eso,
follármela en público en un bar, y nadie se lo habría pensado dos veces,
excepto posiblemente para preguntar si podían participar. Nunca lo he
hecho personalmente, porque nunca he sido muy exhibicionista, ni
siquiera he fantaseado con ello, en realidad, hasta Amalie.
Ahora, aparentemente, no puedo dejar de pensar en ella.
Comienzo a decir su nombre, pero antes de decirlo, ella coge la
copa del camarero y se da la vuelta sin verme, o si lo hace, no lo
demuestra. Se abre paso entre la gente mientras la veo marcharse, con las
luces reflejándose en sus pendientes colgantes, y veo que se dirige a una
esquina donde la esperan los amigos con los que la vi entrar. Siento el
impulso de seguirla, pero veo a Holly por el rabillo del ojo y me obligo a
apartar la mirada.
Mi deseo por Holly es simple. Sin complicaciones. Puede que
carezca de la intensidad de lo que Amalie me hizo sentir, pero tampoco
viene con todo el bagaje adicional. Me apetece más disfrutar de una
noche de flirteo y baile con esta preciosa morena que me desea, llevarla a
mi ático y follármela como me plazca, y luego despedirla como he hecho
con todas las demás mujeres, todas las demás noches.
Sin embargo, no puedo dejar de buscar a Amalie. A medida que
avanza la noche, Holly y yo tomamos una ronda de chupitos y luego otra,
y pedimos otra ronda de bebidas antes de salir finalmente a la pista de
baile. No recuerdo ni una sola palabra de la conversación que
mantuvimos, ni siquiera estoy seguro de haber respondido
adecuadamente, pero Holly no parece molesta conmigo, así que debo
haberlo conseguido. Ella se echa hacia atrás el cabello oscuro mientras se
agarra a mí al ritmo de la música, me pone las manos en los hombros y
mueve las caderas de forma sugerente, y mi polla no tarda en interesarse
por ella más de lo que he podido hacerlo en toda la noche.
―Mmm. ―Se inclina hacia mí, rozándome el cuello con los labios,
y sus pechos presionan mi pecho―. Te sientes bien. ―Me ronronea al
oído, una muestra de lo que me deparará esta noche si me la llevo a la
cama, las cosas que podría susurrarme en la cama, los sonidos que podría
hacer. Intento concentrarme en eso, y no en el atisbo de cabello castaño
que capto entre la cambiante multitud. Amalie está bailando con el
surfista, con sus anchas manos en las caderas, y recuerdo con demasiada
claridad lo que sentí al tenerla moviéndose así conmigo, con su suave
culo apretado contra mí. Quería follármela por detrás, y no lo hice. Una
vez dentro de ella, no pude pensar en nada excepto en no parar. No podía
pensar en cambiar de posición, en otras cosas que pudiera querer hacerle,
en nada excepto en lo hermosa que estaba debajo de mí y lo bien que se
sentía envuelta en mi polla.
Los labios de Holly vuelven a rozarme la garganta, sus caderas
giran contra las mías, mi polla dura se presiona contra ella. Se mueve
contra mí como si quisiera follarme aquí mismo, y no tengo la menor
duda que así es. Ya es mía si la quiero, pero no consigo concentrarme y,
cuando vuelvo a buscar a Amalie entre la multitud, ha desaparecido.
De repente, tengo una imagen desgarradora de ella en uno de los
baños con el tipo que había estado bailando, arrodillándose y rodeando
su polla con los labios o dejando que la incline sobre uno de los lavabos.
Me hace sentir vagamente enfermo, y me digo que es solo el calor y tres
días bebiendo más de lo que estoy acostumbrado.
―Necesito un poco de agua. ―Me inclino para que Holly pueda
oírme decirlo al oído, y ella asiente, siguiéndome de nuevo a la barra. El
camarero está desbordado, le faltan al menos diez personas para poder
atenderme. Cuando vuelvo la vista hacia el reservado donde vi antes a
Amalie con sus amigas, veo que ahora están sentados un poco más lejos,
en un grupo de sofás bajos dispuestos en semicírculo.
―David. ―La mano de Holly roza mi brazo, y puedo oír la más
leve nota de frustración en su voz―. Podríamos volver a mi habitación. O
a la tuya, si lo prefieres...
―Vuelvo enseguida. ―Me despego de ella, consciente que es la
segunda vez esta noche que dejo algo seguro para ir a intentar hablar con
una mujer de la que estoy bastante convencido es una complicación que
no necesito. Ni siquiera estoy seguro que quiera volver a hablar conmigo,
después que anoche le dejara claro que quería que se fuera en lugar de
quedarse. Pero vuelvo a tener esa sensación de polilla a la llama, esa
sensación de sentirme atraído hacia algo aunque sepa lo malo que podría
ser para mí. Me lleva casi hasta donde están sentados antes de ver lo que
Amalie está haciendo en ese momento... o mejor dicho, lo que le están
haciendo.
El surfista está sentado a su lado, inclinado susurrándole algo al
oído, y su mano se desliza por su falda. Sus dedos trazan un patrón en la
parte interior de su muslo, deslizándose casi hasta donde anoche yo la
tocaba, y esa oleada de celos me invade de nuevo, me consume tanto que
no puedo soportarlo. Sé que lo que siento no tiene sentido, que estoy
atrapado en un ataque de celos, un sentimiento que nunca antes había
tenido, por una mujer a la que apenas conozco, pero avanzo hacia él antes
de poder detenerme.
Es el estrés, pienso, incluso mientras agarro la parte delantera de la
camiseta del surfista, mi mano se envuelve en la parte delantera y lo
levanto del sofá. Es la presión a la que estoy sometido, cuando lo empujo
hacia delante y le doy un puñetazo en la mandíbula percibiendo
vagamente el bullicio estallando a nuestro alrededor y Amalie también se
levanta del sofá para abalanzarse sobre mí. Esto es demasiado para que
pueda manejarlo una sola persona, es mi último pensamiento antes que
Amalie se interponga entre nosotros, haciendo retroceder al surfista
mientras este se sujeta la mandíbula magullada, sus ojos verdes
escupiendo fuego mirándome fijamente.
―¿Qué coño crees que estás haciendo? ―exige, con la voz lo
suficientemente alta para que se la oiga por encima de la música―. ¿Qué
mierda, David?
―Yo... ―No tengo excusa. No hay nada que pueda decir, que
pueda hacer más razonable mi reacción. El hecho de oír mi nombre en sus
labios y ponerme duro no es suficientemente bueno. El sentir mi pulso
latiendo con fuerza en mis venas, mi polla palpitante exigiéndome que la
apoye contra ese sofá, la tumbe y la folle hasta dejarla sin sentido, no es
en absoluto una razón.
―No te pertenezco después de una noche ―sisea, sus ojos brillan
con una furia cercana a la mía. Y que Dios me ayude, pero solo me excita
más el verla así. Quiero agarrarla y besarla, arrastrar su boca contra la
mía, y casi la alcanzo antes que me aparte la mano de la cintura de un
manotazo, fulminándome con la mirada―. Anoche me dijiste que me
fuera. Quisiste que termináramos. Así que hemos terminado. ¿Quién te
crees que eres?
La miro fijamente, una llamarada furiosa se eleva, uniéndose a su
ira.
―Pasar la noche no es un requisito para volver a follar, Amalie. ¿O
es que no lo sabes? ―Entrecierro los ojos, y veo un breve destello en su
rostro de una extraña expresión, una que no alcanzo a comprender del
todo.
―Fuiste grosero al respecto ―escupe―. Dejaste muy claro que,
puesto que te corriste, habías terminado. Así que no me sigas después,
joder, y...
Esta vez, cuando la alcanzo, no reacciona a tiempo para detenerme.
La agarro por la cintura con una mano antes de pensármelo mejor y la
arrastro contra mí, mientras con la otra, acaricio su mandíbula y mis
dedos ansían hundirse en su sedoso cabello. Tiro de ella más cerca,
inclinando su barbilla hacia arriba, y mi boca se estrella contra la suya.
Sigue sabiendo jodidamente dulce, a azúcar y manzanas, y deslizo
la lengua en su boca, gimiendo ante el caliente roce de la lengua con la
suya. Siento que se paraliza y se estremece, y su cuerpo se arquea contra
el mío durante un dichoso y doloroso instante, antes de apartarse
bruscamente de mí, empujándome con fuerza el pecho y retrocediendo
hacia el sofá.
Hay ojos sobre nosotros, puedo sentirlos. Pero solo puedo mirarla a
ella, incluso cuando me lanza una última mirada de odio y gira sobre sus
talones para alejarse sin decir palabra. Por un momento, estoy a punto de
seguirla por segunda vez esta noche, pero veo que la chica de pelo corto y
rubio la sigue, y tengo la clara sensación de no ser bien recibido.
Lo que aún me deja con la pregunta que me ronda la cabeza desde
el momento en que la conocí...
¿Qué diablos me ha pasado?
5

Amalie
Apenas puedo respirar al alejarme de David, abriéndome paso
entre la multitud hacia el baño de mujeres. Estoy casi segura que Claire
me seguirá, y agradezco que se confirmen mis sospechas cuando empujo
la puerta y la veo en el espejo, justo detrás de mí.
―¿Qué ha sido eso? ―pregunta, abriendo mucho los ojos al
hundirme en el sofá de terciopelo rosa que hay a lo largo de una de las
paredes. La salita del tocador de señoras está empapelada con estampado
de hojas de palmera, una larga encimera de cuarzo y un espejo de
idéntica longitud recorriendo una de las paredes. Hay un puñado de
chicas delante, retocándose el maquillaje y riéndose. Apenas las miro
antes de volverme hacia Claire, encaramada al borde del brazo del sofá―.
¿Era...
―¿El hombre con el que me acosté anoche? Síp. ―Resisto el
impulso de pasarme las manos por la cara; esta noche mi maquillaje está
impecable, gracias a mis esfuerzos y a los de Claire. No siento que David
merezca ser la razón de estropearlo. Se me pasa por la cabeza que debería
haberme parado a ver si Brad estaba bien, después del puñetazo que le
dio David en la mandíbula, pero no estoy del todo segura si me importa.
Lo cierto es que no me gustaba especialmente que tuviera la mano metida
en la falda, pero tampoco estaba segura todavía si quería seguir adelante
e intentar acostarme con él, a ver qué tal. Lo que me cabrea es no haber
podido tomar la decisión.
Tengo la sensación que Brad no va a estar tan interesado después
de esto.
―Dios, ni siquiera sé cómo sentirme al respecto. ―Los ojos de
Claire se iluminan, está claro que le encanta todo este drama―. Por un
lado, que un hombre se pelee así por ti es algo excitante. Pero al mismo
tiempo...
―Al mismo tiempo, ¿quién coño se cree que es, actuando como si
yo fuera su mujer porque follamos una vez? ―Incluso puedo oír la
amargura en mi tono―. Es ridículo. No puede quitarme a otro tío de
encima cuando fue él quien me dijo que me fuera anoche. Creo que dejó
bastante claro que solo era cosa de una noche.
―No estoy tan segura en que él mismo lo tuviera claro. ―Claire se
ríe, y luego se desliza, sentándose a mi lado―. Es guapísimo, en serio.
Definitivamente has elegido a uno bueno para tu primera vez. Aunque
parece un poco estirado.
―Anoche no lo parecía ―murmuro, bajando la vista hacia mi bolso
y observando las pequeñas cuentas bordadas de una sección. Odio
sentirme así, como si estuviera disgustada por no haber pasado la noche,
cuando en realidad no debería importarme. Se supone que no debería
importarme. Y acaba de desembocar en esto, que es exactamente lo que
quería evitar.
Me iré de aquí al final de la semana. Lo que pase aquí, se queda
aquí. No tiene sentido que alguien se ponga celoso de otros hombres
cuando después de esto no volveremos a hablarnos.
―Solo voy a intentar evitarlo ―le digo a Claire decididamente―.
Se le pasará en un día o dos. Encontrará a otra chica, o chicas, a juzgar por
lo que vi cuando le conocí y nada de esto importará. Y tienes razón,
probablemente debería ir a ver a Brad.
―Probablemente... oh ―Claire mira su teléfono, frunciendo el
ceño―. Jean lo llevó de vuelta al hotel; supongo que le dolía bastante la
mandíbula. ¿Deberíamos volver y reunirnos allí con ellos?
Una parte de mí quiere decir que no, que deberíamos quedarnos
fuera y divertirnos hasta que salga el sol junto con todos los demás.
También me siento mal por interrumpir bruscamente la noche de Claire.
Pero, de repente, la mayor parte de mí tiene muchas ganas de estar en la
cama. Había pensado que acabaría la noche en la cama con alguien, pero
ahora mismo, creo que solo quiero dormir.
―Voy a regresar ―le digo, levantándome y sintiéndome un poco
inestable sobre los tacones―. Pero no tienes por qué hacerlo. Puedo
llamar a un taxi para volver al complejo. Creo que Mandy y Blythe siguen
aquí...
―Les avisaré que regresamos. ―Claire enlaza su brazo con el mío,
llevándome de vuelta hacia la puerta―. No dejaré que vayas sola.
No hay rastro de David cuando salimos, ni siquiera en el bar, al que
no puedo evitar echar un vistazo sobre la marcha. Tampoco veo a la
morena del vestido dorado que estaba antes con él. Me revuelve el
estómago la idea que vuelva con ella a su ático, deslizándole el vestido
por el cuerpo como hizo conmigo antes de llevársela al dormitorio.
Precisamente por eso tengo que evitarle, me digo con firmeza cuando
subimos a un taxi y regresamos al hotel. Ese tipo de complicados
sentimientos son precisamente lo que no necesito.
Jean y Brad ya han subido cuando Claire y yo volvemos, y aunque
sé que probablemente debería ir a ver a Brad, no tengo energía para
hacerlo. A duras penas consigo pasarme una toallita de maquillaje por la
cara y desabrocharme el vestido antes de ir dando tumbos hacia la cama
y coger una camiseta de tirantes para dormir, antes de desplomarme
sobre el colchón al sentir una oleada de agotamiento por el sol, la bebida
diurna y la adrenalina.
Me duermo como un tronco y, afortunadamente, no sueño con
nada.

Mi plan para evitar a David funciona durante medio día.


Por la mañana, Claire, Jean y yo desayunamos en el bufé del
complejo, donde hay un puesto específico para tortillas a la carta. Yo pido
la mía con salmón ahumado y queso fresco, un lujo que nunca me
permitirían en casa, antes de deslizarme por una de las cabinas con
respaldo de cuero. A Brad no se le ve por ninguna parte, y no pregunto.
Después de una buena noche de sueño, he decidido que él, al menos, no
va a ser una de las muescas de mi cama ibicenca. Creo que lo mejor es no
hablar de ello.
Jean, por supuesto, saca el tema.
―¿Pasaste a ver si Brad estaba bien? ―pregunta con neutralidad,
dando un bocado a la salchicha, viendo a Claire hacer una mueca.
―Me imaginé que probablemente no querría verme. ―Intento
mantener un tono informal, pero siento ponerme a la defensiva. Los
hombres actúan como si todo lo que quisieran fuera algo casual, pero Dios no
quiera que flirtees durante un par de días y luego cambies de opinión.
―No estoy seguro de eso. A lo mejor necesita que lo cuiden. ―Jean
suelta una risita y Claire le da un codazo.
―Déjalo ―susurra―. Amalie no está interesada.
Jean sonríe.
―Podías haberme engañado anoche, justo antes de aparecer ese
otro tipo. Claire dijo algo anteanoche sobre que llegaste tarde. ¿Con quién
estuviste?
Estoy a punto de no querer responder a la pregunta pues hay algo
en la suposición de Jean acerca de contárselo que me molesta, pero me
limito a asentir con la cabeza.
―Supongo que se lo tomó todo demasiado en serio. Puede que le
dé un descanso al flirteo durante un tiempo. Quizá un hombre sea
suficiente para mi experiencia ibicenca.
Por la expresión en el rostro de Claire, está claro que no está de
acuerdo conmigo, pero no discute. Y mantengo esa determinación hasta
que, al final de la tarde, estamos en una de las casetas junto a la piscina,
tomando tres piñas coladas, y veo a David con una rubia menuda a unas
cuantas casetas de distancia.
Ella está sentada en su regazo, e inmediatamente siento un destello
de irritación. Está haciendo lo mismo por lo que se enfadó con Brad la
noche anterior, pero no pienso levantarme, ir allí y quitársela de encima,
porque no tengo derecho a hacerlo.
Ese pensamiento me detiene. ¿Porque no quiero o simplemente porque
creo no tener derecho a hacerlo? Son dos cosas muy distintas.
Mi determinación respecto a que tal vez ya he tenido suficientes
hombres para este viaje se desvanece, en el momento en que un hombre
alto, profundamente bronceado y de cabello oscuro se acerca y se sienta
en la tumbona contigua a la mía. Se presenta como Franc, y vislumbro la
cabeza de David girándose en mi dirección antes de prestarle toda mi
atención, presentarme y aceptar su oferta de una bebida.
El resto del día y el siguiente, transcurre exactamente así. Claire y
sus amigas insisten en visitar los mejores sitios, y David hace lo mismo o
me sigue. No creo que sea esto último, porque cada vez que lo veo, está
con una mujer distinta, pero también lo sorprendo mirándome más a
menudo de lo habitual. Me empeño en hablar y flirtear con todos los
hombres guapos que se me acercan, asegurándome que David no tenga
motivos para creer que estoy obsesionada con él, pero cada vez que uno
de ellos intenta ir un poco más lejos, encuentro una razón para
rechazarlo. Por la noche, salgo a bailar con Claire y Jean y sus amigos,
dejando que los hombres me inviten a copas y bailando con ellos en la
pista, pero nada parece acercarse a lo que David me hizo sentir. Nadie me
hace sentir esa sacudida electrizante en las venas, nadie hace que mi
corazón lata más deprisa. Nadie me hace sentir como si, solo por un
momento, no pudiera respirar.
Siento que David me ha arruinado para cualquier otra persona, y
eso me cabrea más que nada.
Volveremos a casa dentro de unos días, y sé lo que me espera allí.
Quería disfrutar al máximo de mi viaje antes de volver a quedarme
atrapada en mi hogar, y tengo la sensación que esa única noche ha
establecido un listón que nadie más puede igualar. Eso habría estado
bien, si después no se hubiera portado como un gilipollas.
A la mañana siguiente me levanto con un poco de resaca y tan
cansada como si volviera a tener jet―lag. Claire ya está despierta y en el
baño preparándose, y asoma la cabeza cuando me oye levantarme, con la
plancha en una mano.
―Vamos a almorzar. Hay un sitio donde sirven mimosas ilimitadas
de diez sabores diferentes y, por lo visto, tienen un exquisito desayuno
bufé. Tú también vienes, ¿verdad?
Tengo ganas de volver a meterme en la cama, taparme con las
sábanas y volver a dormirme. El ritmo de nuestras vacaciones fue
divertido al principio, pero empiezo a desear un día de soledad y silencio,
y miro con nostalgia la piscina privada que hay más allá de nuestra
habitación. No la hemos utilizado prácticamente, Claire quiere ir de
fiesta, no tumbarse en la tranquilidad y me pregunto si podría pasar allí
una tarde a solas con una bebida y un libro.
Por la expresión en la cara de Claire, dudo que tenga posibilidades.
―Seguro. ―Le dirijo una sonrisa, me levanto y me acerco al
armario donde cuelgan algunas de mis ropas―. ¿Me das unos veinte
minutos para prepararme?
Se va a buscar a Jean y yo termino de arreglarme enfundándome en
un maxivestido de seda estampada. Me trenzo el pelo a los lados de la
cabeza y me engancho las puntas en la base del cuello, me pongo unos
pendientes largos y brillantes, y miro rápidamente mi reflejo. Parezco
cansada y vuelvo a considerar la posibilidad de dormir más antes de
coger mi bolso y mis sandalias y salir para reunirme con Claire.
El brunch es, como prometió Claire, increíble.
―Vamos a regresar rápidamente a la habitación para coger más
crema solar ―me dice al terminarme mi última mimosa de fresa―.
¿Cogemos un taxi y nos encontramos en la piscina a la que fuimos ayer?
―Claro ―digo llamando al camarero con la mano, pensando si
quiero pedir una mimosa más cuando Claire y Jean se levantan para
marcharse. Presiento que hay una razón para regresar que no tiene nada
que ver con la crema solar, de modo que probablemente tenga tiempo de
tomarme otra copa antes de reunirme con ellos en la piscina.
El camarero me trae la cuenta cuando termino la última copa, y
deslizo mi tarjeta de crédito dentro de ella, sin molestarme en mirar el
total. No hay límite en mi tarjeta de crédito, aunque se supone que solo es
para emergencias. Hasta ahora, mi madre no parece haberse dado cuenta
que la estoy utilizando en un lugar muy distinto al que le había
comentado que estaría.
Se suponía que estaría en casa mientras ella está en Boston,
discutiendo algún tipo de posibles perspectivas matrimoniales para mí,
algo de lo que mi padre se estaría ocupando en su lugar, si aún estuviera
aquí. Sería él quien buscaría entre los hijos de los consiglieres y subjefes
de la mafia al mejor partido para mejorar la posición de nuestra familia.
Intentó conseguirlo casando a mi hermano con la hija huérfana de
Giacomo Mancini, y fracasó.
Ahora se ha ido, y mi madre es la única que queda en pie para
intentar salvar lo que queda. Esta circunstancia en concreto me dio la
oportunidad de escapar. Una oportunidad de ser libre y estar sola, por
una vez.
Una oportunidad que se detiene bruscamente cuando el camarero
vuelve a mi mesa con el ceño fruncido.
―Lo siento mucho, señorita. Su tarjeta ha sido rechazada. ¿Tiene
otra que pueda utilizar?
Mi corazón se hunde al instante. No. No habrá hecho eso. Cortarme la
tarjeta significa dejarme tirada, y no puedo imaginar que mi madre llegue
tan lejos, aunque esté enfadada.
―¿Puedes volver a pasarla, por favor? ―le pregunto
educadamente―. Debe tratarse de un error.
Me doy cuenta que no está conforme, pero hace lo que le pido. Y
siento que se me retuerce el estómago cuando vuelve unos instantes
después y niega con la cabeza.
―Voy a necesitar otra tarjeta, señorita.
―Un momento. Llamaré a mi banco. ¿Quizá sean las transacciones
internacionales? ―Busco a tientas mi teléfono, sintiendo cómo mis
mejillas se acaloran―. ¿Puedes cargarlo a mi habitación mientras aclaro
esto?
―¿Está alojada aquí?
Sacudo la cabeza. Mierda. Un ardiente resentimiento hacia Claire
me invade, por dejarme así para ir a echar un polvo. Habría sido
vergonzoso que me pasara esto delante de ella y sobre todo de Jean, pero
me habría ayudado hasta que hubiera podido arreglarlo.
―No, me alojo en...
El camarero me interrumpe, ahora con la voz más cortante.
―Solo podemos cargar el importe a la habitación si se aloja aquí,
señorita. Si no tiene otra tarjeta...
―Déjame llamar. ―Doy la vuelta a mi tarjeta con dedos
temblorosos, marcando el número del banco. Se me hace un nudo en la
garganta esperando hablar con alguien, y en unos minutos se confirman
todos mis temores.
Me han bloqueado la tarjeta.
―Señorita...
―Solo un minuto ―siseo―. ¿Puedo tener un poco de intimidad, por
favor? ―Nunca había sido tan maleducada con alguien en mi vida, pero
siento como si estuviera a punto de sufrir un ataque de pánico, y la
expresión amenazadora y reprobatoria de la cara del camarero no hace
más que empeorarlo. Tecleo el nombre de mi madre en mis contactos,
intentando respirar esperando a que conteste.
―Amalie. ―Su voz es suave, tan rica y elegante como siempre―.
Me preguntaba cuánto tardarías en llamar.
―¿Qué está pasando? No puedes hacerme esto. No voy a poder
llegar a casa... ―Sueno sin aire, jadeante, y me odio por ello, por el pánico
que siento. Quiero estar tranquila, afrontar esto con más madurez, pero lo
único que siento ahora es un miedo atroz a quedarme tirada. Claire
podría ayudarme con la comida, pero no sé si puedo confiar en que me
acompañe durante el resto del viaje y el vuelo de vuelta a casa. No es que
no pudiera, pero toda su vida se basa en tener amigos con dinero. Nunca
he pensado que nuestra amistad no fuera sólida como una roca, aunque
nunca la había necesitado de este modo. No sé cuál sería su respuesta.
―¿A casa de dónde, cariño? ¿No estás en casa? ―El tono de voz de
mi madre dice claramente que sabe que no lo estoy y disfruta alargando
la situación.
―Puesto que me has bloqueado la tarjeta, creo que sabes
exactamente dónde estoy. ―Puedo oír el tono hirviente de mi voz―.
Mamá, por favor. Vuelve a activarla y estaré en casa dentro de unos días.
Entonces podrás enfadarte conmigo. No puedes abandonarme...
―Claro que puedo. Ya que has decidido comportarte así, puedes
pedir ayuda a tus amigos. ―Hace una pausa, dejando que el dramatismo
cale hondo―. No creas que no tengo idea de dónde te escapas todo el
tiempo. Pensé que estaría bien permitirte algunas pequeñas rebeliones,
solo para que te desahogaras antes de casarte. Pero está claro que fui
demasiado indulgente.
―Mamá… ―El pánico aflora, atascándome la garganta―. ¿Qué se
supone que debo hacer respecto a comer? Mi parte de la habitación...
―Seguro que te ayudarán a resolverlo. Te han llevado hasta allí,
¿verdad? Ahora, tengo que irme...
―Yo...
―Disfruta de tus vacaciones, Amalie. ―El teléfono se apaga sin
decir nada más, y lo miro fijamente, muy consciente del camarero
mirándome todavía.
Vuelvo a llamar al banco, intento convencerles que ha habido un
error y que hay que volver a activar la tarjeta, pero nada funciona. Oigo
vagamente al camarero decir que va a llamar al director y mis ojos se
llenan de lágrimas ardientes y humillantes.
Voy a tener que enviar un mensaje a Claire. Voy a tener que pedirle
que vuelva y me ayude. La vergüenza, sumada a todo lo que me ha
pasado en los últimos meses, es demasiado para soportarla.
No lloré cuando supe que mi padre había muerto. No lloré cuando
enviaron a mi hermano a Sicilia para que aprendiera una lección. Y no
lloré cuando mi madre me dijo que seguiría contando con que me casara
para el bienestar de la familia, quizá nuestra única tabla de salvación.
De repente, brotan lágrimas ardientes sin que pueda contenerlas
por más tiempo. Se derraman, todo mi cuerpo se estremece con un jadeo
y rompo a llorar allí mismo, en la mesa.
Justo cuando oigo una voz preguntar detrás de mí, con una especie
de seca diversión...
―¿De verdad son tan malas las mimosas aquí?
6

David
Puede que la broma fuera de mal gusto. Pero no pude evitarlo.
Tengo la sensación que Amalie lleva días atormentándome, se las ingenia
para estar en todas las fiestas en las que aparezco, flirtea con todos los
hombres guapos que se atreven a saludarla, como si quisiera fastidiarme
a propósito. Y ahora he aparecido justo a tiempo para verla, por alguna
razón que me resulta incomprensible, sollozando sola en una mesa al aire
libre.
Una parte de mí piensa que no debería involucrarme. Está claro que
no le gustó que me entrometiera antes, cuando le quité de encima al
gilipollas que le metió la mano en la falda. No me ha dirigido la palabra
desde entonces, aunque sé que se ha fijado en que hemos estado en los
mismos sitios. Y si mis suposiciones son correctas, ha estado intentando
darme celos a propósito.
No es que yo no haya hecho un poco de eso. Pero sea cual sea la
causa de sus lágrimas, lo más probable es que se trate de un drama en el
que no quiero involucrarme.
No quieres complicaciones, me recuerdo caminando hacia ella. Es una
estudiante universitaria, dijo. Probablemente se haya peleado con una amiga.
Podría ser cualquier cosa. Esto no tiene nada que ver contigo.
Entonces, ¿por qué me siento como si me atrajera un imán hasta el
borde de su mesa, como si, una vez más, no pudiera resistirme a su
encanto?
No he dejado de pensar en ella desde la noche en que la llevé a mi
hotel. Solo eso ya es motivo suficiente para mantenerme alejado. Aun así,
me encuentro aquí de pie, mirándola y haciendo una broma totalmente
inapropiada.
―¿De verdad son tan malas las mimosas aquí?
Jadea, asustada, y se limpia nerviosamente la cara. Está llorando
con demasiada intensidad como para que sirva de mucho, por lo que
acerco la silla a su lado, me siento y le doy la única servilleta limpia que
veo.
―Dios, esto es vergonzoso ―susurra, secándose los ojos con la
servilleta―. Nunca antes había hecho esto.
―¿Llorar en público? ―Hago un gesto adusto, oyéndome darle
importancia de nuevo, aunque parece sacar de mí el deseo de
aguijonearla, incluso cuando sé que debería ser más amable―. ¿Te
dejaron aquí tus amigos? ―No sé muy bien por qué estoy curioseando
para saber qué le pasa. No debería importarme. Pero las preguntas
parecen salir antes de poder detenerlas―. ¿Qué ha pasado que es tan
horrible?
Amalie tiene la cara llena de lágrimas, sus ojos enrojecidos y de
alguna manera sigue estando increíblemente hermosa.
―No puedo... ―suelta de nuevo, cubriéndose la cara con las manos
y dejándose caer la servilleta sobre el regazo―. Ni siquiera puedo decirlo.
Es demasiado humillante.
Estoy a punto de darme por vencido y marcharme, he venido a
tomar un almuerzo tardío, no a sonsacarle una historia a una chica con la
que pasé una noche, cuando veo que un camarero se acerca a la mesa,
acompañado de un hombre el cual podría ser el gerente. En ese momento
veo la tarjeta de crédito y el teléfono de Amalie desordenadamente sobre
la mesa, veo la factura sin pagar y me hago una idea de lo que puede
estar sucediendo.
―¿Hay algún problema con tu tarjeta? ―pregunto en voz baja, y
Amalie se estremece, mirándome con ojos llorosos―. Seguro que es algo
internacional. Llama y resuélvelo. Incluso distraeré al camarero con una
conversación banal mientras tú...
―Lo intenté. ―Su voz es un pequeño y humillado susurro―. No
es... es mi madre. Ella la bloqueó.
Oh, esto es delicioso. Una idea chispea en mi cabeza en el instante en
que ella lo dice, a medida que la situación se me aclara. Una niña rica
mimada, aquí en Ibiza con sus amigas, probablemente sin decir a sus
padres dónde va. Ahora Amalie se está enterando de las consecuencias, y
aunque sé que lo que estoy considerando está mal a muchos niveles, no
puedo evitar contemplar la idea. Después de todo, no es como si no
hubiera disfrutado de una noche en mi cama. Y podría disfrutar mucho
más, si me permitiera utilizar esto en mi beneficio.
―¿Entiendo que no te han dado permiso para escaparte a Ibiza en
tus vacaciones? ―le pregunto secamente, y veo que sus mejillas se
calientan, sonrojándose de un rojo vivo. En su nariz y mejillas aparecen
unas ligeras pecas, resaltadas por su rubor. Me entran ganas de rozarlas
con los labios, un impulso que me resulta tan inquietante como el deseo
que siento por ella y del que no puedo deshacerme.
―¿A ti qué te parece? ―pregunta con acritud, y suelto una risita.
―No hace falta que me hables en ese tono, jovencita ―murmuro.
Mi voz es burlona, pero veo que se sonroja más, y sé que eso le ha
provocado algo. Oh, esto podría ser muy divertido.
―Puede que sea capaz de salvar tu bonito culo, si estás abierta a
ideas.
Me mira fijamente y abre la boca como si fuera a replicar, pero en
ese momento llegan a la mesa el camarero y el encargado. Antes que
ninguno de los dos pueda decir una palabra, saco mi cartera de piel fina y
le entrego al gerente mi tarjeta de crédito negra.
―Yo me encargo ―le digo tranquilamente―. Simplemente
concédanos unos momentos de intimidad.
―Por supuesto, señor. ―En un instante se retiran y vuelvo a
centrar toda mi atención en Amalie.
―¿Ves qué fácil ha sido? ―Enarco una ceja―. Supongo que
planeabas quedarte aquí al menos algo más de tiempo. ¿Van a ayudarte
tus amigos con tu problema?
Sus dientes se hunden en el labio inferior y su mirada se desvía
hacia la mesa.
―No lo sé ―admite, su voz vuelve a hacerse pequeña.
―Estaré en Ibiza una semana más. ―Me inclino hacia delante y
deslizo los dedos bajo su barbilla, inclinando su rostro hacia arriba de
forma que pueda mirarme―. Puedes quedarte en el ático conmigo, si
quieres. Pagaré todo y te trataré como a una princesa, pero tienes que
aceptar una cosa.
Hay un destello receloso en los ojos de Amalie.
―¿Qué cosa? ―pregunta, con la voz todavía un poco temblorosa, y
tengo que luchar contra el impulso de pasarle los dedos por el labio
inferior.
―Tienes que aceptar hacer lo que yo quiera durante una semana
―murmuro en voz baja y seductora, lo suficientemente baja como para
que solo ella pueda oírme. Mi mano roza su mandíbula y veo cómo abre
los ojos, la lucha que hay en ella entre lo que le ofrezco y su orgullo―.
Serás mi bonito juguete durante una semana. Mía para complacer y
disfrutar. Te daré todo lo que quieras, pero tú tienes que hacer lo mismo
por mí.
Quiere resistirse. Puedo verlo. Su mirada se desvía hacia la tarjeta
de crédito, la indecisión se agita en su rostro, y luego vuelve a mirarme.
Hay deseo en sus ojos, por mí, por lo que puedo hacer por ella, o por
ambas cosas. No sé cuál de las dos cosas es, pero ahí está.
Sus dientes se hunden en el labio.
―De acuerdo ―susurra en voz baja―. Por el resto de la semana. Lo
que tú quieras.
Hay una chispa excitante en sus ojos, y eso, combinado con el
embriagador conocimiento de haber aceptado ser mía durante una
semana entera, hace que mi sangre se acelere de entusiasmo y mi polla se
mueva de excitación.
―Entonces volvamos a mi suite, si hablas en serio. ―Le dirijo una
mirada desafiante―. Ahora.
Su respiración se entrecorta ligeramente, pero asiente. Ella se
incorpora a mi lado, le tomo la mano y la dirijo hacia el lugar indicado en
el mensaje de texto que le he enviado a mi chófer.
Esta vez no la toco en el coche. La anticipación es demasiado buena,
ver cómo aumenta su tensión a medida que nos acercamos al hotel. Ha
enviado un mensaje a su amiga casi tan pronto hemos salido, seguro que
con alguna excusa, aunque dudo que sea toda la verdad y, desde
entonces, está sentada a un brazo de distancia de mí, mordiéndose
nerviosamente el labio inferior.
―Estás actuando como si fuera tu primera vez ―le digo
burlonamente, y ella vuelve a sonrojarse.
―Nunca había sido la niña dulce de nadie ―murmura, y yo me rio.
―¿Es eso? Pensaba que se trataba de un acuerdo amistoso. ―Toco
su brazo, deslizo los dedos hacia su mano y siento cómo se estremece.
Incluso ese roce le produce algo, así que planeo tocarla de muchas formas
más íntimas.
Pero antes, tengo otras cosas que hacer.
En el momento en que estamos dentro de mi ático, con la puerta
firmemente cerrada tras nosotros, entro con paso decidido en el salón y
me dejo caer en uno de los sofás. Me reclino hacia atrás, abriendo las
piernas, disfrutando de la expresión confusa e insegura de Amalie.
―Arrodíllate ―le digo despreocupadamente, señalando el espacio
entre mis piernas―. Muéstrame lo agradecida que estás por haberte
salvado en aquel restaurante.
Su rostro se sonroja de nuevo y observo un gesto airado entre sus
ojos. Levanto las cejas y vuelvo a gesticular.
―No me hagas pedírtelo dos veces, bellísima. ¿O prefieres
marcharte e ir a contarles a tus amigos tu pequeña situación?
―Me estás chantajeando. ¿O es extorsión? ―Entorna los ojos―.
¿Cuál es el término correcto para esto?
―No es ninguna de ambas cosas ―le digo simplemente.
―Es una oferta. El resto de tus vacaciones con todo lujo, sin
preocuparte de nada, pese al pequeño contratiempo en tu plan que ha
provocado tu madre esta mañana. Y a cambio, quiero que te pongas de
rodillas y te ocupes de mi polla por mí. Estoy empalmado y quiero
correrme.
―Eso no es lo único que quieres ―susurra, y su mirada se desvía
hacia la parte de mi pantalón donde mi polla presiona la bragueta. Ya
estaba excitado durante el trayecto, pero esta pequeña conversación me la
ha puesto dura. Hay algo en verla ahí de pie, completamente a mi
merced, que me pone más duro de lo que he estado en años.
―No, ―admito―. Pero es un comienzo. Ahora decídete, bellísima.
De rodillas, o vete.
Mira hacia la puerta, la indecisión titilando aún en su rostro.
Entonces da un paso hacia mí, y otro más, hasta terminar arrodillada
entre mis piernas y cogiendo mi cinturón.
Dios, es jodidamente preciosa. Su cabello está trenzado hacia atrás,
aunque algunos mechones se le han desprendido, enmarcando su
hermoso rostro junto a unos labios carnosos y exuberantes, al tiempo que
se inclina hacia delante tratando de soltarme el cinturón. Mi polla se
estremece cuando su muñeca la roza, sus dedos bajan la cremallera, y
gruño cuando desliza los dedos en su interior, liberando mi polla al
tiempo que su mano envuelve mi miembro tenso y dolorido.
―Eres muy grande ―susurra, y me rio suavemente.
―Los halagos te llevarán a todas partes ―le prometo, alargando la
mano y quitándole algunas horquillas del cabello. Comienzo a soltarlo
perezosamente mientras ella recorre mi pene con los dedos, acariciando
su longitud, casi como si se estuviera acostumbrándose a la sensación de
tenerme entre sus manos. No debe tener mucha experiencia, pienso, mientras
juega conmigo, aunque no estoy seguro si me importa. Hay algo en su
exploración que me divierte, lo cual me sorprende. Normalmente, querría
que una chica se pusiera manos a la obra más rápido.
Eso no significa que vaya a ser paciente para siempre.
―Te he puesto de rodillas porque quiero tu boca ―le digo
severamente, deslizando los dedos entre sus trenzas cada vez más sueltas
y haciéndole caer el cabello sobre sus hombros. Está espeso y ondulado
por las trenzas, y envuelvo mi mano en él, tirando de su boca hacia mi
tensa polla―. Chúpame la polla, bellísima.
Su rostro se sonroja ante la orden, no obstante, veo cómo se agita en
el suelo y su respiración se entrecorta ligeramente. Le gusta esto, me doy
cuenta, guardando la idea para más tarde. Es exactamente lo que
esperaba, y gruño por lo bajo cuando sus labios rozan la cabeza de mi
polla y su lengua se desliza para absorber el precum que allí se acumula.
―Buena chica. ―Acaricio su cabello con la otra mano,
moviéndome y acercando su cabeza, levantando las caderas hasta
empujar mi polla contra su boca―. Abre la boca.
Ella obedece, sus labios se separan alrededor de mi punta, y la
suave y cálida humedad de su boca es jodidamente increíble. No parece
saber mucho sobre chupar pollas, sus dientes rozan contra mí cuando se
lleva mi cabeza hinchada a la boca, y su succión es demasiado suave, sus
labios luchan por envolverme, pero, de alguna manera, no importa. Por
alguna razón, casi se siente mejor que las expertas mamadas que me han
estado haciendo las mujeres que han caído fácilmente en mi cama esta
semana. Tengo la fugaz idea, cuando me desliza sobre su lengua y
comienza a chupar con más fuerza, que esto podría ser mejor que
cualquier otra mamada que me hayan hecho. No sé por qué, pero cuando
me mira con sus ojos verdes, deslizándose un centímetro más, siento que
se me tensan las pelotas.
―Buena chica ―murmuro, pasándole los dedos por el cabello―.
Tómalo poco a poco. Así. Joder... ―siento que rozo la parte posterior de su
lengua, deslizándome un poco en su garganta, y la forma en que cierra
los ojos al atragantarse ligeramente hace que mi polla palpite
dolorosamente.
―Te ves tan bien así. Tan jodidamente hermosa. ―Vuelvo a
enredar la mano en su cabello, tirando de su boca hacia abajo,
empujándome dentro de su garganta―. Tómalo todo, bellísima. Sé que
puedes hacerlo.
Vuelve a ahogarse, sus ojos me miran suplicantes como diciendo no
puedo, pero estoy disfrutando demasiado como para dejarla marchar. Me
invade una sensación de poder, junto con el doloroso placer del calor de
su boca. Empujo hacia arriba entre sus labios, arrastrando su boca hasta la
base de mi polla mientras siento cómo los músculos de su garganta se
contraen y aprietan a mi alrededor. Es tan bueno como lo era su coño, y
pienso disfrutar de ambos tan a menudo como pueda durante la próxima
semana.
La suelto un momento, dejo que se incorpore y recupere el aliento.
Jadea cuando mi polla sale de su boca, dura y reluciente con su saliva, sus
labios rozados y enrojecidos y aún a un palmo de ella. Tiene un aspecto
gloriosamente lascivo, su cabello revuelto y su boca hinchada, los ojos
llorosos por el esfuerzo de hacerme una garganta profunda.
―No sé si puedo... ―respira, bajando de nuevo la mirada hacia mi
polla―. ¿Y si...
―No, Amalie. ―Veo cómo vuelve a aspirar cuando ronroneo su
nombre, sus muslos apretándose bajo la falda del vestido―. Vas a hacer
que me corra con esa bonita boca, y después te lo vas a tragar todo. No
me hagas esperar.
Hay una advertencia en mi tono, y ella la escucha. Se inclina hacia
delante, rodea la base con la mano para darle un respiro a la garganta y
vuelve a meterme en su boca; ese calor me envuelve al tiempo que enredo
la mano en su cabello y gruño. Sigo sintiendo el golpe ocasional de sus
dientes, los momentos en que pierde el ritmo, pero todo se olvida en el
absoluto placer del control que tengo sobre ella. Eso, más que ninguna
otra cosa, me lleva al clímax. Vuelvo a introducirme en su boca, con las
dos manos en su cabello y su cabeza, mientras empiezo a follarle la cara,
haciendo que mi polla penetre más profundamente mientras ella jadea y
se ahoga alrededor de mi gruesa longitud.
―Voy a correrme en tu boca, bellisima ―gimo, deslizando una
mano hacia su nuca―. Trágate hasta la última gota. Eso es, buena chica,
joder…
Empujo de nuevo, sintiendo su lengua caliente deslizarse a lo largo,
sus labios succionando, la presión de su garganta alrededor de la cabeza
de mi polla. Pienso en cómo la he traído hasta aquí, en esa manipulación
perfectamente ejecutada que ha llevado a esta chica que lleva días
provocándome a arrodillarse, ahogándose con mi polla y llenando su
garganta con mi semen.
Me pone al límite. Un ruido profundo, casi animal, sale de mi
garganta al arrastrar su boca hasta el fondo, empujando entre sus labios
cuando mi polla se hincha y se endurece, disparando esperma caliente
por su garganta. Siento cómo se ahoga, cómo balbucea a mi alrededor,
pero eso solo aumenta el placer palpitando entre sus labios, inundando
su boca con mi semen y mis dedos clavándose en su nuca.
―Joder, tómalo… joder... ―gimo en voz alta, deseando tenerla así
clavada en mi polla para siempre, que el exquisito placer no acabe nunca.
Pero tampoco quiero asfixiarla. Suelto su cabello dejándola deslizarse
sobre mi polla al mismo tiempo que ella inspira y un resto de mi semen se
desliza por la comisura de su boca deslizándose por la comisura de su
boca. Extiendo la mano, empujando suavemente entre sus labios, y el
gemido que suelta, junto con la forma en que sus labios se cierran
automáticamente alrededor de la punta de mi pulgar, hace que mi polla,
medio dura, vuelva a crisparse.
Me mira expectante, aún de rodillas, y me rio divertido. Conozco la
expresión de su rostro, ese rubor excitante en sus mejillas. Chuparme la
polla la excitó y ahora espera que le devuelva el favor.
Tengo la intención de hacerlo con el tiempo, y con creces. Pero por
ahora, se trataba de otra lección. Durante la semana que ha aceptado, soy
su dueño. Y su placer depende de mi capricho, no del suyo.
Me acerco a ella, levantándola de sus rodillas y llevándola a mi
regazo sin ofrecer la más mínima resistencia. Sus hinchados labios se
separan en un pequeño jadeo al deslizarse sobre mi regazo, su falda de
seda subida por encima des sus muslos, observando cómo sus mejillas se
sonrojan más al inclinarse hacia mí, apoyando sus manos en mis
hombros.
Con un rápido movimiento, impido que me bese, mi mano presiona
su mandíbula y mi pulgar roza su pómulo.
―¿Eso te ha humedecido, bellisima? ¿Tener mi polla en tu boca?
―¿Por qué no lo descubres? ―Hay un ligero desafío burlón en su
voz, y su actitud hace brotar en mí una nueva chispa de deseo, una
sacudida de lujuria directa entre mis muslos. Mi polla se estremece con
renovado interés, más la ignoro por el momento, concentrándome en la
lección que nos ocupa.
Busca mi otra mano, y rápidamente la suelto, agarro la suya y la
aprieto contra la parte exterior de su muslo.
―Oh, no, cara mía. No he olvidado cómo han ido las cosas estos
últimos días. Me has estado provocando a propósito, lo he visto.
Coqueteando con otros hombres allí donde pueda verte, asegurándote
que sepa lo mucho que te desean todos los que se cruzan en tu camino
aquí. Pero ahora, por esta semana, eres mía. Y tu primera lección es que, si
quieres correrte, tendrás que demostrarme lo buena chica que puedes
llegar a ser.
Rozo su labio inferior con el pulgar, presionando la yema contra la
suave y carnosa piel.
―Has hecho un buen trabajo, bellísima, arrodillándote. Así que
quizá esta noche te ganes una recompensa.
Quiere discutir. Lo veo en su expresión, en el destello frustrado de
sus ojos. Quiere discutir conmigo. Por un momento, creo que podría
intentarlo... y entonces suelta un pequeño suspiro, sabiendo que ha
recordado qué le ofrecí.
Podría haberme pasado la semana follando por Ibiza, viendo a
cuántas mujeres podía seducir para llevarlas a mi cama antes de tener que
volver inevitablemente a casa con mis responsabilidades. Pero esto...
Creo que, con Amalie, acabo de hacer que mis vacaciones sean
mucho más interesantes. Y estoy ansioso por descubrir lo entretenida que
puede llegar a ser.
7

Amalie
Jamás un hombre me había cabreado tanto con su actitud. ¿Cómo se
atreve a enfadarse conmigo por flirtear delante de él, cuando ha estado haciendo
lo mismo toda la semana? Abro la boca para decirlo, para escupírselo a la
cara, pero entonces recuerdo las consecuencias que tendría hacerlo.
Se ha ofrecido a ayudarme a salir de la situación en la que me
encuentro. Sin eso, no tengo idea de lo que haría. La idea de decírselo a
Claire, de rogarle por su ayuda, es incluso peor que la de seguir adelante
con esto. Al menos esto...
El control que ejerce sobre mí es humillante, obligándome a
intercambiar sexo por su ayuda, pero no puedo negar que también me
excita. Estaba húmeda desde el momento en que me ordenó arrodillarme,
y si ahora mismo estoy enfadada con él por su actitud y su tono, también
dejaría gustosamente que se deslizara dentro de mí y me follara sin
sentido si se decidiera a hacerlo. Solo es una semana, me digo
contemplando su expresión implacable, sintiendo que me aprieto al
pensar en las cosas que podría obligarme a hacer y en lo cerca que tengo
su polla al descubierto, justo debajo de mí, suspendida sobre su regazo.
Una semana de cualquier libertinaje que se le ocurra a este hombre, una
semana sometiéndome a su placer y disfrutando de la emoción lasciva y
prohibida que me produce. Una semana más de vacaciones, sin una sola
preocupación en el mundo.
Y luego volveré a casa y seré la perfecta novia mafiosa que quiere
mi madre, y que exige mi apellido.
―¿Cómo puedo demostrarte que soy una buena chica para ti?
―susurro, inclinándome hacia delante. Su mano sigue cubriendo la mía,
ancha y cálida, deseando desesperadamente que la deslice bajo mi
falda―. ¿Qué quieres?
David sonríe, su otra mano se desliza por mi cabello y sus dedos se
enredan en él.
―Bueno, para empezar, ¿qué planes tenías para hoy, cara mía?
―Se suponía que había quedado con Claire y nuestros amigos en la
piscina. Ella se fue con su novio a... ―me ruborizo―. Seguro que lo
adivinas. Me dijo que me dirigiera allí después de terminar mi bebida. Y
después... bueno, ya sabes lo que pasó.
―Lo sé. ―La mirada de David se desliza por mi rostro, se posa en
mis labios y desciende más abajo para contemplar mi ligero escote en el
vestido de seda―. Llámala y hazle saber que lamentas el retraso. Hazle
saber que irás en un momento.
Parpadeo.
―¿Iré?
―Por supuesto. ―Su mano abandona la mía y se desliza hasta la
piel desnuda de mi muslo, justo por encima de la rodilla―. Los dos
iremos.
Mierda. No había pensado en eso. Claire y sus amigas seguirán aquí
unos días, y esperará que pase el rato con ellas como si no hubiera
sucedido nada... porque no tiene la menor idea sobre lo que ha sucedido.
Tampoco quiero que se entere, y deseo pasar tiempo con ella. Vine aquí
para eso, echar un polvo era una cuestión secundaria.
Pero si David está conmigo, eso va a suscitar preguntas. No quiero
que se entere de la situación o que, independientemente de lo que él diga,
sea absolutamente mi dulce papi durante la próxima semana. La idea de
necesitar uno es humillante, y estoy segura que ella lo verá de la misma
manera.
Creo que David ve la vacilación en mi expresión, ya que enarca una
ceja.
―¿Vas a rebatirme esto, cara mía? ―Su pulgar frota lentos círculos
sobre mi rodilla―. Quiero tu tiempo. No me opongo a que lo pases con
tus amigos, pero yo también estaré allí.
―Simplemente no quieres que flirtee con nadie más ―acuso,
sintiendo una pequeña chispa molesta. Ha accedido a pagarlo todo, es
cierto, y me prolonga las vacaciones, pero ¿tiene que ser tan jodidamente
prepotente con todo esto? ―¿No hay nada más que puedas hacer?
David se encoge de hombros.
―No hay nada más que quiera estar haciendo ―me dice con
calma―. Así que llama a tu amiga, Amalie. A menos que quieras volver a
discutir los términos de esto...
La amenaza es débil, pero implícita. Me inclino hacia él, buscando
el lugar donde se me cayó el bolso, y sus manos presionan mis muslos,
sujetándome en su regazo, tratando de alcanzar mi teléfono.
―Buena chica ―murmura, cuando localizo el nombre de Claire en
mis contactos. En cuanto oigo el clic de su respuesta, sus dedos se
deslizan hacia el interior de mi muslo, y el pulso salta en mi garganta al
darme cuenta de lo que creo que está a punto de hacer.
Una parte de mí quiere decirle que pare... y otra parte de mí se
excita vergonzosamente con la idea.
―¿Amalie? ―La voz de Claire suena un poco preocupada―. ¿Estás
bien? Jean y yo hemos tardado más de lo que esperaba, y aun así hemos
llegado a la piscina antes que tú. ¿Te ha ocurrido algo?
Los dedos de David se deslizan por mi muslo, cerca del borde de
mis braguitas. Hundo los dientes en el labio inferior, obligándome a no
jadear, a no emitir un sonido capaz de hacer saber a Claire lo que está
tramando.
―Solo un pequeño rodeo. Estoy bien, lo prometo. Me tomé una
copa más y... ―Trago saliva, mordiéndome el labio con más fuerza
cuando siento que aparta mis bragas a un lado―. Me encontré con David.
―No tiene sentido ocultarlo, de todas formas, pronto se va a enterar. Mejor
decírselo en mis propios términos.
―¿David? ―La voz de Claire sube una octava―. ¿Te refieres al
chico con el que...
―¿Con el que me acosté? Síp. ―La interrumpo antes que pueda
decir algo como con quién perdiste la virginidad, ya que es lo último que
querría que David se enterara ―. Nosotros...
Los dedos de David se deslizan entre mis pliegues, y veo la sonrisa
de satisfacción aflorar a su rostro cuando siente lo húmeda que estoy para
él. Siento el repentino impulso de apartarla de un manotazo, cuando sus
dedos se deslizan hasta mi entrada, rodeándola, pero sin deslizarse
dentro como tanto deseo.
―Oh, ya sé lo que hiciste. ―Claire se ríe―. Me alegro por ti.
¿Sigues viniendo a la piscina? No te culparía si no...
Es difícil concentrarse en lo que está diciendo. Los dedos de David
están en todas partes menos donde necesito que estén, deslizándose justo
debajo de mi hinchado y dolorido clítoris, descendiendo hasta mi
entrada, sobre mis suaves pliegues, pero en ningún sitio que realmente
me proporcione el placer que tan desesperadamente deseo. Hago todo lo
posible por parecer normal, por respirar con normalidad, por no gemir
cada vez que sus dedos se deslizan por mi empapado coño, y aprieto los
dientes.
Quiero quedarme aquí, en la cama con él. Quiero su lengua en mí
otra vez. Quiero su polla dentro de mí. Quiero que me follen, y quiero
que sea él quien lo haga. Eso es lo que él también quiere, estoy segura,
pero también sé que pretende controlar toda la situación de la forma más
enloquecedora posible, y ya me ha dado las instrucciones que quiere que
cumpla.
Lo que me hace querer hacer exactamente todo lo contrario, y
decirle a Claire que no iré a la piscina.
Recuerda lo que ocurre si desobedeces. Noto el tirón de la invisible
correa sujetándome, y odiando la forma en que me aprieta, haciéndome
palpitar, el ardiente escozor recorriéndome ante la idea de ser tan
absolutamente manipulada y controlada. Me hace odiarle brevemente y,
al mismo tiempo, lo deseo más de lo que he deseado a cualquier otra
persona que haya conocido o con la que haya flirteado hasta ahora.
―No, ahora voy. ―Oigo la risita de David cuando lo digo, la
sonrisa de satisfacción en su rostro ante el doble sentido por el que sé está
cruzando su cabeza―. Tengo un bikini y crema solar en el bolso, no hace
falta que cojas nada para mí. Estaré de camino en unos minutos.
―De acuerdo. Mándame un mensaje cuando llegues. ―La voz de
Claire es alegre y ligera, y cuando cuelga, suelto un suspiro aliviada al
comprobar que no ha parecido percatarse que algo va mal.
―No vas a venirte todavía. ―Los labios de David se contraen con
esa exasperante sonrisa burlona cuando vuelve a frotarme, dejando que
las yemas de sus dedos rocen apenas mi clítoris. Luego retira los dedos y
me vuelve a poner las bragas en su sitio antes de levantarme de su regazo
y dejarme a un lado. Vuelve a estar duro, su polla apretada contra la
parte delantera del pantalón, pero vuelve a meterse en la bragueta y se
sube la cremallera como si no le importara lo más mínimo.
―Voy a cambiarme ―me dice, poniéndose de pie―. Deberías hacer
lo mismo. Y luego haré que mi chófer nos lleve. ―Me sonríe, y no puedo
resistirme a mirar el contorno de su polla al levantarse, presionando
contra su bragueta. Me parece ridículo que ambos estemos frustrados
cuando yo estoy aquí y dispuesta, y enfurecida al saber que lo hace por
principios.
Esa sonrisa burlona vuelve a pasar por su boca, sabiendo que puede
ver todos mis pensamientos en mi rostro.
―Esta va a ser una gran semana para ambos, Amalie ―me dice en
voz baja, inclinándose y besándome ligeramente, sus dedos rozándome
ligeramente los labios al separarse. Puedo saborearme en las yemas de
sus dedos―. Lo estoy deseando.
Al alejarse, me cuesta fingir que yo también lo deseo.
Al menos un poco.

Puedo darme cuenta, cuando llegamos a la piscina, que Claire tiene


preguntas. Pero David no se separa de mí lo suficiente como para que
pueda hacerme alguna, no hasta que voy al baño y ella me sigue. No
pierde el tiempo cuando nos quedamos a solas, sus ojos brillan con ese
afán evidente que significa que exigirá toda la información que pueda
conseguir.
―¿Así que ahora eres algo? Es decir, al menos mientras estés aquí.
¿Será únicamente él durante los próximos días, hasta que nos vayamos?
No puedo culparte, es magnífico.
―Bueno... ―Me muerdo el labio inferior ansiosamente―. Esa es la
cuestión. De hecho, me voy a quedar una semana más. Y me ha pedido
que me quede con él. En su suite del ático. A partir de esta noche.
Puedo ver la mezcla de regocijo y decepción en la cara de Claire.
―Mierda ―respira―. Bien... ¿eso es lo que quieres hacer? Quiero
decir, pasar tiempo juntas por las noches es divertido, forma parte de las
vacaciones. Aunque si fuera yo, no puedo decir que no haría lo mismo.
¿Tiene una suite?
Escucho en su voz una combinación de admiración y celos. Ni
siquiera Claire y sus amigas, con su acceso a tarjetas de crédito y dinero
de sus padres, tienen suites en áticos aquí. El tipo de lujo que me
proporciona David va más allá incluso de las vacaciones que esperan
aquí, y eso me lleva a preguntarme, brevemente, qué es lo que hace. Debe
ser una especie de multimillonario, pero ¿qué hace exactamente?
No importa, me recuerdo. Una semana de diversión y luego no volverás a
verle.
―Lo tiene. ―Suelto un suspiro―. Lo siento ―puedo decirle que
no, si quieres...
Casi le digo la verdad. Una parte de mí quiere saber si nuestra
amistad es lo suficientemente estrecha como para ayudarme, en lugar de
decirme que confíe en la generosidad de David... o peor aún, que no
quiera saber nada de mí si ya no puedo estar a la altura de todos ellos.
Pero no puedo soportar la humillación dos veces en un mismo día.
Y...
No sé si quiero tener la excusa de rechazar a David.
―No. Absolutamente no. ―Claire sacude la cabeza con
vehemencia―. ¡Te lo mereces! Nos divertiremos más juntas cuando
regreses a Chicago. Disfruta con él. Disfruta de su suite. ―Me sonríe, y
percibo un destello de alivio.
Todo va a salir bien.
―¿Qué vas a hacer con los estudios? Te perderás una semana de
clase...
―Te pediré los apuntes cuando vuelva. Solo es una semana. Todo
irá bien. ―La universidad es la última preocupación que tengo en este
momento; no sé lo que me espera en casa cuando vuelva. Pero eso no es
más que otra razón para retrasarlo todo lo posible.
―Vas a seguir viviendo aquí, ¿y quieres que tome notas por ti?
―Claire chasquea la lengua, meneando la cabeza burlonamente―. ¿Qué
gano yo con esto?
―¿Mi eterna gratitud? ―La miro suplicante, esperando que no
haga demasiadas preguntas más, y ella se ríe.
―Por supuesto. No quiero que pierdas esta oportunidad. Ahora
vamos ―me dice, enlazando su brazo con el mío―. Volvamos al sol.
Cuando nos hemos saciado de tomar el sol y de bebidas afrutadas,
vuelvo a la habitación del hotel a recoger mis cosas. Siento una punzada
de pesar en el pecho mientras hago las maletas, sabiendo que la parte de
estas vacaciones consistente en pasar tiempo con mi mejor amiga en el
paraíso ha terminado. Me pregunto, una vez más, si debería decirle la
verdad. Pero parece que ese tiempo ya ha pasado, y me reúno con David
en su coche, haciéndole saber que tengo planes para cenar con Claire y
sus amigas.
―¿Supongo que tú también querrás venir? ―lo miro al deslizarme
dentro del coche, y él sonríe satisfecho.
―¿Pensabas mandarme a cenar solo? ¿O quizá pensabas que me
sentaría en mi suite a esperarte? ―Su mano aprieta mi muslo bajo el fino
vestido de lino que me puse por encima del bikini―. Pienso disfrutar
contigo cada segundo que he comprado esta semana, Amalie. Y te
prometo que tú también disfrutarás.
Al principio, no estoy del todo segura si se equivoca. Arreglarme en
su suite del ático es toda una experiencia. Tengo el enorme y lujoso cuarto
de baño para mí sola y, aunque no me siento cómoda esparciendo mis
cosas como en la habitación que compartía con Claire, no tener que
pelearme por el espacio en la encimera es un cambio agradable.
La mirada de David cuando salgo del baño me produce un
escalofrío de deseo. He elegido unos shorts de lino bordados con flores
rojas y una sedosa camisola roja para cenar esta noche, el escote de la
parte de arriba lo suficientemente bajo como para dejar ver el borde del
corpiño de encaje color crema que llevo debajo y unas sandalias de cuña
de tacón alto. Me he rizado el cabello, dejándolo grueso y suelto
alrededor de los hombros, y los shorts son suficientemente cortos para
que vea la mirada de David posada en mis piernas. Me pregunto si se las
está imaginando envueltas a su alrededor.
Da un paso adelante, sus manos se posan en mi cintura y se
enroscan contra la seda de mi top mientras me atrae hacia sí para darme
un beso, sus labios calientes y suaves contra los míos.
―Has sido una chica muy buena ―murmura, sus manos se
deslizan hasta mis caderas y me acercan, dejándome sentir la forma
creciente de su polla contra mí―. Creo que podría recompensarte,
cuando volvamos.
―Podrías recompensarme ahora. ―No puedo evitar que las
palabras se escapen, y tampoco puedo evitar que mis caderas se arqueen
contra él, provocándole del mismo modo que él me provoca a mí. Desde
que me trajo aquí, no he dejado de sentir deseo, y cada hora que pasaba
tumbada al sol y contemplando su cuerpo bronceado y musculoso
vestido solo con unos pantalones cortos negros me hacía sentirlo aún
más.
―Las chicas buenas son pacientes. ―Me besa ligeramente la punta
de la nariz y cogiéndome la mano, ignora deliberadamente el pequeño
gemido que no puedo evitar soltar―. Vamos.
La cena es en un restaurante junto a la playa que Claire decía que se
moría por probar, y después de tomar solo el aperitivo, entiendo por qué.
La comida es deliciosa, y la jarra de sangría que ha pedido es aún mejor.
Todo ello combinado con David a mi lado, su mano deslizándose por mi
muslo, hace que parezca una velada perfecta.
Hasta que Claire, inocentemente, estoy convencida, menciona lo
que ha sucedido esta mañana.
―Qué casualidad que te encontraras con Amalie esta mañana
―dice con una sonrisa burlona―. A menos que la hayas estado
vigilando. No te culparía; no creo que nadie más aquí pudiera estar a su
altura. ―Su tono es dulce, pero me pregunto si lo está poniendo un poco
a prueba, asegurándose de ser alguien que ella considera seguro como
para quedarme con él una semana más. Es un gesto que agradecería, si no
fuera porque podría significar que se enterase de todo lo que no quiero
que sepa.
Siendo, por supuesto, exactamente lo que ocurre.
―Oh, no estaba vigilando. ―David sonríe, dando otro sorbo a su
sangría―. Pero vi a una damisela en apuros, y me gusta considerarme un
caballero. ¿Cómo no iba a ayudarla?
Claire frunce el ceño.
―No sé a qué te refieres. Amalie dijo que todo iba bien. ―Me mira
confusa.
Tiene esa mueca burlona en los labios, esa que siempre me hace
querer apartar de un manotazo.
―Definitivamente, no todo iba bien ―dice riéndose―. Pero era un
problema suficientemente fácil de solucionar. Y mereció la pena, teniendo
en cuenta que ahora es toda mía durante una semana, a cambio. Puedo
ver ya lo mucho que le gusta que la mime, ¿verdad, bellísima?
Su mano aprieta mi muslo, su voz bromea, aunque siento un calor
ardiente en mi interior ajeno al deseo. En cambio, es una mezcla de rabia
y vergüenza, al sentir los ojos de todos mis amigos clavados en mí
cuando David les explica con tantas palabras que necesitaba ayuda, un
tipo de ayuda que probablemente puedan adivinar y deja muy claro qué
tipo de acuerdo hemos alcanzado.
Durante un horrible segundo, siento que voy a echarme a llorar
delante de todos ellos. Me separo de David, casi volcando la silla en mi
prisa por levantarme, y me alejo precipitadamente de la mesa.
Las lágrimas comienzan apenas me doy la vuelta y corro hacia el
baño, necesitando un momento de intimidad. Oigo a Claire llamarme,
pero la ignoro. Nada más entrar, voy directa al lavabo y abro el grifo del
agua fría, salpicándome la cara e intentando respirar con normalidad.
Un momento después, escucho abrirse la puerta.
―Necesito tan solo un minuto. ―Me agarro a los bordes del
lavabo, sin levantar la vista. Supongo que es Claire, y normalmente me
alegraría tenerla aquí para hablar de esto conmigo, pero no creo que
pueda soportarlo en estas circunstancias. Va a tener preguntas, y no
quiero responder a ninguna.
―Eso ha sido una grosería. ―La voz de David es grave y plana, y
jadeo sin pretenderlo. No esperaba que me siguiera hasta aquí y levanto
la vista bruscamente.
―Fuera ―siseo, mirándolo con odio―. No deberías estar aquí.
―No veo que nadie me lo impida. ―Me sonríe, acercándose, y
puedo ver el brillo hambriento y depredador en sus ojos. Está enfadado
conmigo, pero sigue deseándome, y eso me excita más de lo que
debería―. ¿Te enfada que tus amigos de ahí fuera sepan lo que es esto
realmente? ¿Que te mime a cambio de poder usar tu cuerpo como me dé
la gana? ―Se acerca a mí, estira la mano y me pasa un mechón de pelo
por detrás de la oreja―. Podría habérselo contado todo, pero no lo hice.
No saben nada de tus problemas de dinero, ni de cómo tu madre te
abandonó aquí.
―¿Y se supone que debo estar agradecida por eso? ―Lo fulmino
con la mirada, furiosa, y él se ríe. Es un sonido grave y oscuro, profundo
en su garganta, provocándome una oleada de deseo diciéndome a mí
misma que no lo quiero.
―Deberías estar agradecida por lo que te ofrezco. Puede que te
avergüence nuestro pequeño trato, Amalie, pero tú me avergonzaste a mí
ahí fuera marchándote enfadada. Y eso no me gusta nada. ―Su mirada se
oscurece y mi respiración se entrecorta en la garganta. Súbete la camisola,
cara mia. Hasta la cintura.
Le miro fijamente, sintiendo cómo mis mejillas se acaloran.
―Alguien podría entrar ―susurro, y él se encoge de hombros.
―¿Y si lo hacen?
―No puedes... nos echarían a patadas. Eso es vergonzoso...
―No, bellisima. Nadie me va a echar de ningún sitio. Puedes confiar
en mí.
Hay una seguridad en su voz, una arrogancia, constatando que lo
que está diciendo es absolutamente cierto o, al menos, él cree que lo es.
¿Quién es? pienso con otro escalofrío, con el pulso latiéndome
salvajemente en la garganta.
―Desabróchate los shorts y deslízalos hacia abajo. ―La orden es
clara en su tono―. O puedes volver con tus amigos y decirles la verdad, a
ver qué tal te va.
Esto es chantaje. Esa debe ser la palabra para definirlo. Está mal y es
humillante. Aprieto los dientes furiosa por su arrogancia y manipulación,
pero mis manos buscan el botón de mis shorts y lo desabrochan cuando
David cierra el grifo del agua, con la expectativa ardiendo en sus ojos.
―Te dije que tendrías que portarte bien, cara mia. Ahora creo que
ha llegado el momento de otra lección.
Su mano toca la curva desnuda de mi trasero, rozando lentamente
la suave carne. Llevo un tanga debajo de los pantaloncitos, y siento arder
mi rostro al caer al suelo, dejándome casi desnuda de cintura para abajo.
Nunca había estado tan expuesta, siendo dolorosamente consciente que
alguien podría entrar en cualquier momento, Claire, alguno de nuestros
otros amigos o un completo desconocido. No sé qué opción sería peor.
―No tengas reparo en dejarme oír cuánto disfrutas con esto,
bellísima ―murmura David, con pura satisfacción en su voz, y entonces
su mano desciende con un fuerte plas contra mi desnudo trasero.
Casi suelto un aullido. Mis dientes se hunden en mi labio inferior,
lo suficientemente fuerte como para hacerme sangrar, mis manos se
agarran al lateral del lavabo, el aire se me escapa al jadear. Nadie me ha
pegado en mi vida. No estoy preparada ni mucho menos para el dolor de
la palmada, pero tampoco para la forma en que la quemadura que le
sigue parece sacudirme directamente entre las piernas, haciéndome sentir
otro tipo de ardor.
―Qué bonito tono rojizo. ―La mano de David vuelve a bajar y
cierro los ojos. Duele y sienta bien, y con cada azote siento que aumenta
el calor entre mis piernas, aumenta el dolor. Quiero meter la mano entre
las piernas y frotarme el clítoris mientras me azota, pero estoy
completamente segura que eso no entra en su definición de buena chica.
Si no me folla antes de acabar la noche, creo que podría morirme.
Dejo escapar un estremecedor jadeo aliviado cuando siento su
mano deslizarse entre mis muslos y sus dedos encuentran mi clítoris con
la misma rapidez experta con la que lo hicieron en el coche.
―Te prometí una recompensa ―murmura, sus dedos deslizándose
de un lado a otro, dándome cuenta con una sacudida que no habrá nada
lento ni burlón en esto. Va a hacer que me corra tan rápido como pueda, y
no tardará mucho. Tengo los nudillos blancos al agarrarme al borde del
lavabo, todo mi cuerpo arde, y la idea que alguien pueda entrar y
pillarnos en cualquier momento no hace sino intensificar todo lo que
siento.
―Quiero oírte gemir mi nombre cuando te corras ―gruñe, sus
dedos presionan mi clítoris, frotándolo con tanta firmeza que creo van a
doblarse mis rodillas. Siento cómo se desata esa presión, la repentina
caída sobre el borde que hace flaquear mis piernas, y mi boca se abre en
un grito desesperado de puro placer mientras el orgasmo se abate sobre
mí. Si alguien pasara por allí en ese momento, me oiría hacer exactamente
lo que él me pide, gemir su nombre en voz alta al correrme, empapando
sus dedos con mi excitación.
―Te gusta esto, ¿cierto? ―murmura, como si pudiera oír mis
pensamientos―. Saber que alguien podría entrar en cualquier momento y
verte así. Nunca lo admitirías, pero te excita.
Oigo el ruido de su cremallera detrás de mí y una de sus manos me
sujeta el hombro, haciéndome girar mientras sigo jadeando y temblando
por el orgasmo. Me empuja hasta ponerme de rodillas antes de poder
darme cuenta de lo que está pasando, y veo su polla dura flotando
delante de mi cara, con la mano agarrándola con fuerza.
―Abre la boca, Amalie ―murmura, su voz es un gruñido grave y
áspero. Siento un escalofrío de deseo y abro la boca sin pensarlo,
mirándole con los ojos muy abiertos mientras la punta de su polla se
cierne sobre mi lengua y él comienza a acariciarme.
En sus ojos hay una lujuria feroz y ardiente que me sobresalta y me
asusta al mismo tiempo. Hay una intensidad en él que no había visto
antes, y cuando su mano se dirige a mi cabello, agarrándolo al tiempo
que se acaricia sobre mi lengua, no sé si asustarme o excitarme. Ambas
cosas, creo, temblando en el suelo mientras su mano se desliza
rítmicamente a lo largo de su miembro, masturbándose hasta alcanzar el
clímax mirándome fijamente a la cara y a la boca obedientemente abierta.
―Tan… jodidamente… hermosa ―gruñe, frotando un momento la
punta sobre mi lengua, con la mano apretándose a su alrededor―. Dios,
quiero correrme en tu jodida cara. Debería... debería enviarte de vuelta
con tus amigos con la cara cubierta...
Está a punto de correrse. Lo veo palpitar visiblemente, su polla está
más dura de lo que nunca la he visto, y me estremezco anticipadamente.
Realmente no quiero que lo haga, ¿no es cierto? La idea me horroriza, pero
también me excita y me hace contraerme. Mis muslos se aprietan ante la
idea de pintarme la cara con su semen y llevarme así a la mesa. ¿Qué
demonios está mal conmigo?
Odio a los hombres dominantes. Toda mi vida ha estado llena de
ellos. Mi padre, un subjefe de la mafia, los hombres que trabajaban para
él, mi hermano, que siempre fue más arrogante y engreído que mi padre.
Todos los que se movían dentro de nuestro círculo íntimo, todos los que
intentaban abrirse camino, todos esos hombres exudaban poder y control,
y eso siempre me hizo querer alejarme de ellos todo lo posible.
No sé por qué David me hace sentir de otro modo. La única
respuesta posible que tengo es lo alejado que está de todo eso, lo
completamente ajeno a la vida que me han obligado a vivir.
La primera salpicadura salada de su semen en mi lengua me saca
de mis pensamientos, su gemido de placer reverbera en mí cuando se
introduce en mi boca y mis labios se cierran a su alrededor sin pensarlo.
Gime mientras succiono con fuerza, su esperma inunda mi lengua, su
mano aferra mi cabello mientras se inclina hacia delante, su otra mano se
agarra al lavabo mientras se inclina sobre mí, sacudiendo las caderas.
―Joder ―exhala, todo su cuerpo se estremece un instante antes de
enderezarse. Para mi sorpresa, se agacha, me coge suavemente del brazo
y me ayuda a ponerme en pie antes de entregarme los shorts―. Has
estado perfecta ―murmura, acercándome y dándome un beso en la
frente, su aliento alborotándome el cabello.
Casi me choca su repentina dulzura después de la rudeza y el
control de hace un momento. No puedo evitar inclinarme hacia su
ternura, y su suave tacto me transmite una sensación de calidez que se
asemeja más a la comodidad que a la excitación. No es algo que haya
sentido antes, y tras el primer momento, me aparto, mi pulso se acelera
por la repentina alarma.
David puede ser tan controlador y exigente como quiera en la cama.
Mientras nos resulte placentero a ambos, ese es el tipo de arreglo con el
que estoy satisfecha. Pero cariño, algo que podría hacer que me
preocupara por él, es demasiado peligroso.
―Tus amigos te echarán de menos ―me dice, volviéndome hacia la
puerta cuando vuelvo a estar vestida―. Volvamos a la cena. Y esta vez
nada de numeritos, ¿eh?
Asiento sintiendo aprensión cuando salimos al aire cálido y
húmedo de la noche. Me imagino lo que Claire tendrá que decir ahora.
Y ni siquiera puedo comenzar a imaginar lo que nos deparará el
resto de la semana.
8

David
No estoy seguro de haber conocido nunca a una mujer más
exasperante que Amalie. Tampoco he conocido nunca, en toda mi vida, a
una mujer que pudiera absorber mis pensamientos por completo, y que
se negara a abandonar mi cabeza incluso cuando no la tuviera a la vista.
Eso debería haber hecho que interpusiese entre nosotros todo el
espacio posible. En lugar de eso, hemos llegado a este acuerdo
mutuamente beneficioso, aunque sé que debería sentirme como un idiota
por acercarme a ella y no evitarla por completo.
No sé qué tiene ella de diferente. Sus ojos verdes, amplios y
hermosos, mirándome cuando me toma en su boca, su hermoso rostro
retorcido por el placer, su perfecto cuerpo bajo mis manos... Nada de eso
es tan diferente de cualquier otra mujer que haya tenido en mi cama. No
sé si es su boquita malcriada, o la extraña mezcla de engreimiento y
vulnerabilidad que hay en ella, o el modo en que estoy convencido que
oculta algo que no quiere que sepa. Nunca he sido un hombre que se deje
atrapar por un misterio -mi vida ya es suficientemente complicada-, pero
Amalie, por alguna razón, ha despertado mi curiosidad de un modo que
no puedo evitar.
―No me has dicho tu apellido ―le digo de improviso en el coche,
de camino al hotel. Mi voz es ligera, burlona, pero noto cómo se contrae
ligeramente cuando lo digo. Otro misterio.
―Tal vez no quiera que lo sepas. ―Su voz también es ligera, pero
hay algo forzado detrás de ella―. Quizá lo reconocerías si te lo dijera, ya
que está claro que debes ser alguien importante en Boston.
―¿Qué te hace decir eso?
Ella pone los ojos en blanco al instante.
―Tienes una suite de lujo en Ibiza. El dinero no te importa. Este
lugar es un patio de recreo para ti, aunque de una forma en que haces
parecer casi como si estuviera por debajo de ti estar aquí. Eres alguien.
Eso despierta aún más mi curiosidad.
―Entonces, ¿por qué no me lo has preguntado todavía?
―Quizá no quiero saberlo. ―Amalie se desliza hacia mí, a través de
los asientos de cuero, sentándose a horcajadas sobre mi regazo con tanta
facilidad como si perteneciera a ese lugar. Mis manos se dirigen
instintivamente a sus caderas, manteniéndola en su sitio, mientras ella
levanta los brazos arrastrando los dedos por mi cabello―. Aquí no
tenemos que ser nosotros mismos ―me dice en voz baja―. Cuando acabe
esta semana y nos separemos, no volveremos a vernos. No importa cuál
sea tu apellido, ni el mío, ni quiénes seamos en Chicago o Boston, porque
aquí es indiferente. Y allí...
La hago callar con un beso, antes de poder decir algo que no
debería. Siento una punzada en el pecho al pensar en dejarla marchar
cuando esto acabe. Hago lo posible por ignorarlo, por concentrarme en la
suavidad de su boca y en la sensación de su cuerpo bajo mis manos, en lo
bien que se siente sentada encima de mí. Se trata de sexo, no de sentimientos.
Para mí nunca se han entrelazado, y nunca he sentido nada por nadie. No
tienen cabida en ninguna parte, ni en casa, donde todas mis decisiones
deben tomarse con la mente clara y la mano atenta, ni aquí, donde he
venido a liberarme de todas esas expectativas.
Puedo sacármela de encima en una semana. No hay razón para pensar
que no pueda. Y tenemos todo el tiempo que necesitamos para hacer
exactamente eso.
El ático parece estar demasiado lejos, incluso cuando salimos
tropezando del coche al llegar a la acera. La distancia entre la acera y el
ascensor nos parece kilométrica al apresurarnos hacia él. En el momento
en que estamos detrás de las puertas y meto la tarjeta de acceso en la
ranura, la aprisiono contra la pared de espejos y mi boca se precipita
hambrienta sobre la suya.
No voy a contenerme. La follaré de todas las formas que pueda
imaginar. Haré con ella todo lo que se me ocurra, complaceré todos mis
caprichos y deseos, y entonces no quedará nada que desear cuando
finalmente llegue el momento de dejarla marchar.
Amalie gime, se arquea contra mí y sus manos se aferran a la parte
delantera de mi camisa con el mismo ferviente deseo. Ya sé lo que quiero
de ella incluso antes de entrar en mi ático. En cuanto entramos en la
oscura y fresca habitación, le quito la camisola por encima de la cabeza,
llenándome las manos con sus pechos y haciéndola retroceder hacia el
ventanal que da a Ibiza desde el salón.
―Qué... ―comienza a preguntar, y la hago callar con otro beso, mis
manos tanteando la parte delantera de sus shorts. Me desabrocha los
botones de la camisa según vamos avanzando, tirando de ellos, encojo los
hombros y dejo que la prenda se una al rastro de ropa que llega hasta el
ventanal, al tiempo que sus shorts caen al suelo.
Me alejo un momento, absorto en su visión. Es jodidamente
perfecta, piel ligeramente bronceada, delicioso cabello castaño oscuro,
pechos perfectos tras el encaje del frágil sujetador que lleva, el tanga
apenas cubre el vértice de sus muslos. Ya puedo ver lo húmeda que está,
el suave material de color crema que hay entre sus piernas se ha
oscurecido con él, pegándose a su desnuda piel. Me arrodillo ante ella sin
pensármelo, casi rompiendo las finas tiras de su tanga en mi prisa por
deslizarlo por sus caderas.
―Apóyate ―murmuro, empujando suavemente su espalda contra
el ventanal, y ella jadea. La veo girarse y mirar el paisaje que hay más
allá, la larga caída hasta la acera de más abajo. Puedo sentir el miedo
irracional que la recorre al no tener nada más que el cristal entre ella y esa
caída. Sería casi imposible que se rompiera, pero ese pequeño escalofrío
de miedo añade picante a lo que estoy a punto de hacerle a continuación.
―Quítate el sujetador ―murmuro, apretando los labios contra la
cara interna de su muslo, y ella obedece. Veo sus pequeños pechos por
encima de mí, temblorosos mientras inspira otra vez entrecortadamente,
sus pezones sonrosados en punta y duros por la excitación. Deslizo las
manos hasta sus caderas, sujetándola mientras aprieto la boca entre sus
muslos, deslizando la lengua por sus pliegues hasta su pequeño clítoris
hinchado.
Todo su cuerpo se estremece cuando arrastro la lengua sobre él.
Ahora no me interesa provocarla, quiero averiguar lo rápido que puede
correrse para mí. Quiero demostrarle hasta qué punto puedo dominar su
placer, y presiono fuertemente mis labios contra ella, succionándola
dentro de mi boca mientras grita por encima de mí deslizando su mano
por mi cabello.
Agarro su muñeca, presionando su mano contra el cristal.
―Así ―murmuro, colocando su otra mano en la misma posición.
Veo que echa otra mirada fugaz y nerviosa a lo que hay al otro lado del
ventanal antes de volver a acercar mis labios y mi lengua a su clítoris, sus
ojos se cierran de puro gozo.
No tardo mucho en hacerla correrse. Está empapada, su dulce
excitación fluyendo sobre mi lengua, un escalofrío la recorre cuando
deslizo una mano por su muslo, introduciéndole dos dedos al tiempo que
paso la lengua por su clítoris. Se aprieta a mi alrededor, con el cuerpo
pegado al cristal, la cabeza echada hacia atrás, jadeando y
convulsionándose, grita mi nombre al alcanzar el clímax en mi lengua.
―Buena chica. ―Le doy un último beso en el clítoris, pasando la
lengua una vez más por la carne palpitante, y me incorporo. Amalie abre
los ojos y su pecho se agita tratando de recuperar el aliento, pero no tengo
intención de darle ni un momento para recuperarse.
La agarro por la cintura y le doy la vuelta para que la parte
delantera de su cuerpo quede pegada al ventanal, a la vez que me
desabrocho el pantalón y lo empujo hacia el suelo junto con los bóxers.
Hay algo profundamente erótico en follármela completamente vestido
mientras ella está desnuda, pero quiero sentir mi piel contra la suya.
Separo sus tobillos, agarro sus muñecas y elevo sus manos por encima de
su cabeza al tiempo que introduzco la mano entre nosotros, alineando la
cabeza hinchada de mi polla contra su goteante entrada.
―David... ―Amalie jadea mi nombre, y juro que es el puto sonido
más dulce que he oído nunca. Tiene la espalda arqueada y el culo
apretado contra mí. Quiere esto, me quiere a mí, pero oigo el miedo en su
voz, veo la mirada perdida cuando baja la vista―. David...
―Estás a salvo. ―gruño al introducir la cabeza de mi polla en ella,
sintiendo cómo se aprieta instantáneamente a mi alrededor―. No pasará
nada. Pero es excitante pensar que podría pasar, ¿verdad?
―Yo... ―jadea en voz alta cuando la penetro duramente,
hundiéndome hasta la empuñadura en un largo y ardiente deslizamiento
con el que casi se me ponen los ojos en blanco de puro placer―. No sé...
―Sí, lo sabes. ―Mi mano se tensa alrededor de sus muñecas, la otra
agarra el costado de su cadera cuando vuelvo a penetrarla, empujándola
contra el cristal. Sus suaves pechos se moldean contra él, formándose un
contorno de su cuerpo por el calor de su piel―. No hay nada más que un
cristal entre nosotros y lo que hay ahí abajo. Y no hay nada en absoluto
que impida que todos allí... ―hago un gesto con la cabeza hacia el edificio
de enfrente―, vean exactamente lo que te estoy haciendo. Que me vean
follarte así. Nada que les impida verte y desear ser ellos los que estén
dentro de ti.
Puntualizo las palabras con otra fuerte embestida, hundiéndome en
ella y haciendo rechinar mis caderas contra la perfecta suavidad de su
culito.
―Piénsalo, Amalie. Podría haber algún hombre allí, mirándonos
ahora mismo, empalmándose porque está viendo cómo te follan. ¿Crees
que podría mantener las manos quietas viéndote así? No lo creo.
Jadea, estremeciéndose y contrayéndose a mi alrededor, y aprieto
los dientes contra la repentina sacudida de placer. La fantasía es casi
demasiado para mí y quiero prolongarla.
Deslizo la mano por su cadera, entre sus piernas, abriendo sus
pliegues. Empujo con fuerza, balanceándola hacia delante, presionando
su clítoris contra el cristal y comenzando a follarla con movimientos
cortos y rítmicos, rozando su carne empapada contra la fría superficie.
―Mírate ―murmuro en su oído, tirando de sus caderas hacia atrás
y acariciando su clítoris con los dedos―. Expuesta, siendo follada así
para que cualquiera lo vea. Y lo deseas, ¿verdad? Va a hacer que te corras.
Vas a correrte sobre mis dedos. Sobre mi polla...
Su gemido de asentimiento, la forma en que gime mi nombre al
rodear su clítoris con mis dedos, me tienen al borde del abismo. Consigo
aguantar hasta el momento en que la siento tensarse contra mí, el
momento en que la siento arquearse hacia delante contra el cristal, todos
sus miedos y reservas se olvidan en ese instante de éxtasis orgásmico.
Siento endurecerme y palpitar dentro de ella, y no es hasta el momento
en que pierdo el control, con todo mi cuerpo preso de la agonía del
orgasmo más fuerte que creo haber tenido nunca, cuando recuerdo que
una vez más me olvidé de usar preservativo.
Joder. Joder, joder...
No puedo parar. No puedo retirarme. Ella se aprieta a mi
alrededor, caliente y ondulante a lo largo de mi polla al llenarla con mi
semen, y es la puta mejor sensación que he tenido en mi vida. No
recuerdo haberme corrido nunca así, haber sentido un orgasmo que
oscureciera ligeramente el mundo, el sonido de sus gemidos y la
obscenidad de follármela contra el ventanal mientras me grita,
llevándome a lo que parece un segundo clímax, o quizá solo el más largo
que he tenido nunca.
―Mierda, ―respiro cuando me deslizo fuera de ella, sintiendo mis
piernas ligeramente inestables. Sigo goteando semen, puedo verlo en sus
muslos y presiona la frente contra el cristal, como si sus rodillas también
fueran a ceder. Está absolutamente preciosa así, ruborizada y despeinada
con mi semen goteando de ella, y mi polla se retuerce traidora incluso
cuando empiezo a pensar en cómo resolver la situación.
Se da la vuelta, su mirada se desvía hacia abajo, y veo el momento
en que ella también se da cuenta.
―Nos hemos dejado llevar un poco ―susurra débilmente, y asiento
con la cabeza.
―Me olvidé. ―Froto mi boca con una mano y busco mi pantalón―.
Es culpa mía. Mierda.
―Todo irá bien. ―No parece del todo segura, pero al menos no tan
aterrada como me siento yo en este momento. Buscaré un Plan B. Todo
irá bien. No es que nadie se equivoque nunca. La próxima vez nos
acordaremos del preservativo.
Me dedica esa sonrisa, burlona y seductora, y me dan ganas de
llevarla a mi cama y llenarla de nuevo. Y en el momento en que ese
pensamiento entra en mi cabeza, no puedo quitármelo de encima.
―No te preocupes ―murmuro, acercándome y tirando de ella.
Siento que estoy perdiendo la cabeza, mi autocontrol se hace añicos a su
alrededor y no logro recoger los pedazos―. Haré que lo traiga el conserje.
Lo tendrás por la mañana. Y como ya la hemos cagado una vez...
―¿Podríamos seguir disfrutando hasta mañana? ―Una sonrisa
perversa curva sus labios, y cuando se inclina para besarme, vuelvo a
tener el mismo pensamiento que tuve en el coche.
No tengo la menor idea cómo voy a dejarla marchar cuando acabe
esta semana.
9

Amalie
No sé qué me pasó.
El shock de darme cuenta que David se había corrido dentro de mí
sin preservativo pasó más rápido de lo que debería. Pero me dije a mí
misma que tenía fácil solución y, después de todo, no importaría cuántas
veces más se corriera dentro de mí de aquí a que tomara el anticonceptivo
por la mañana.
Me gustaba. Era sexy y obsceno, y me hacía sentir deseada y
completamente libertina, sensaciones que nunca supe que pudieran
excitarme tanto como lo hacían. Cuando me llevó de vuelta al dormitorio,
casi eché de menos la sensación de vulnerabilidad y exposición que sentí
en el baño del restaurante y contra el cristal de su salón. No sabía lo que
eso decía de mí, pero no estaba segura que me importara.
Esta semana voy a hacer lo que me dé la gana. Ser quien quiera ser. No
necesito examinarlo demasiado de cerca.
Nuestra semana juntos pasa volando más rápido de lo que yo
quisiera. Si David se había reservado algo, desaparece en el momento en
que Claire y los demás se marchan y me tiene toda para él. Cada día es un
torbellino de lujosas extravagancias, sexo escandaloso y él mimándome
exactamente como prometió. Y, tal como prometió, todo lo que hago para
complacerle es recompensado. Una mañana le despierto con una
mamada, deslizándome bajo las frescas sábanas de lino para envolver su
polla con mi boca, lamiendo y chupando hasta que se despierta al mismo
tiempo que se corre realmente, inundando mi boca con su liberación
caliente y salada. Eso, descubro, se ve recompensado con que él me
devuelva el favor dos veces, una en la cama y otra en la ducha juntos,
antes de pedir el mejor servicio de habitaciones que he probado en mi
vida, y nos lo comemos juntos en la cama. Me da bocados de la comida
mientras nos acurrucamos desnudos bajo las sábanas espesas, contra
almohadas lujosas, sonriéndome cada vez que gimo de placer por lo
bueno que está todo.
No es que no esté acostumbrada al lujo. La familia Leone es -era-
una de las mafias más conocidas y respetadas tanto en Estados Unidos
como en Sicilia, solo superada en Chicago por la familia Mancini. He
crecido con riqueza, con un personal al servicio de mis necesidades y con
lo mejor de todo, pero aquí todo se eleva por el puro hedonismo de todo
ello. He probado comida tan deliciosa como las crepes de salmón
ahumado y las tortitas de limón aireadas que David me da bocado a
bocado, la mezcla dulce y salada seguida de sorbos de mimosa
perfectamente elaborada, pero desde luego nunca la he comido desnuda
en la cama con el hombre más hermoso que he visto en mi vida.
Y, desde luego, nunca he rodado sobre mi espalda después cuando
todo está limpio, y él declara que sigue hambriento sumergiéndose de
nuevo entre mis muslos.
Rápidamente descubro que es incansable cuando se trata de sexo,
tanto dando como recibiendo. No sé lo suficiente para saber si todos los
hombres se empalman tan rápido, pero estoy deseando descubrir hasta
qué punto me mima, y lo hago con creces. Al chupársela y dejar que me
folle en la parte de atrás del coche, me recompensa con un paseo de
tiendas hasta dejar su dormitorio repleto de bolsas, lo suficiente como
para que tenga que comprar una segunda maleta para llevármelo todo a
casa. Cuando le permito que me introduzca los dedos bajo la mesa
mientras comemos en un restaurante junto a la playa, me promete una
tarde en el spa al día siguiente.
También cumple todas sus promesas. Mi tarjeta de crédito
congelada hace tiempo que está olvidada, todo pagado sin apenas un
pestañeo por parte de David. Está claramente acostumbrado a lo mejor en
todo, y más de una vez me pregunto quién es él para que el personal de
cada restaurante, cada tienda, cada spa y cada bar atienda cualquier
necesidad que él -o yo, en su lugar- pueda tener. Ninguna comida es
menos de cinco estrellas, cada bebida está perfectamente preparada, y él
nunca tiene que esperar nada. Es suficiente con que alguien mire una lista
y, de repente, nos vemos arrastrados a cabinas privadas, habitaciones
privadas, lujos privados.
Pero cada vez que se me ocurre preguntar, aparto la idea. Sé
suficientemente bien, por mi vida como hija de Enzo Leone, qué clase de
hombre podría atraer este tipo de atención. Un multimillonario de algún
tipo, probablemente, con un patrimonio ilícito, posiblemente. Pero
hacerle preguntas le invita a hacer las suyas, y no quiero que sepa quién
soy. Puede que conozca el apellido Leone e incluso que tenga conexiones
con ellos. Podría conocer la caída en desgracia de mi padre y los
problemas que tenemos ahora con la Familia.
No quiero que nada de eso estropee la situación. Y la verdad es que
no me importa, excepto por una curiosidad natural por el hombre con el
que he pasado todas las noches en la cama desde que me salvó en aquel
restaurante.
No vuelve a olvidarse de utilizar el preservativo, lo cual es un
alivio, aunque una parte de mí se arrepienta ligeramente de no volver a
sentirlo desnudo... sobre todo cuando se corre dentro de mí. No merece la
pena por las posibles consecuencias, me recuerdo a mí misma, pero en el
calor del momento, a veces me encuentro deseando que se olvide, aunque
no ocurra.
El último día lo pasamos casi entero en el hotel. Hay una piscina
privada en la azotea, y David se asegura que la tengamos toda para
nosotros. Me folla una vez en la piscina y otra vez de espaldas en una de
las tumbonas, y se levanta para deshacerse del preservativo y traernos
bebidas del bar, completamente desnudos, mientras yo me registro para
mi vuelo de esta noche. Me siento felizmente decadente tumbada
desnuda al sol, con las piernas aún palpitantes por la serie de orgasmos
que he tenido, y desplazándome por la aplicación para confirmar mi
vuelo. Estoy relajada hasta la médula, más feliz que nunca, hasta que veo
la notificación y la sensación se rompe bruscamente.
―¿Qué ocurre? ―pregunta David, dejando una copa a mi lado al
ver la expresión de mi rostro―. ¿Ha pasado algo?
―No puedo creer que no pensara en esto. Han cancelado mi vuelo
a casa. Por culpa de la tarjeta congelada, creo... ―Se me hace un nudo en
la garganta, el pánico olvidado vuelve a invadirme. Mis amigos hace
tiempo que se fueron, y mi acuerdo con David era por el tiempo que
pasáramos aquí, juntos. No sé si llevarme a casa forma parte de eso, y
después de una semana ignorando el conflicto con mi madre y
posponiéndolo hasta tener que ocuparme de él, no creo que se muestre
muy comprensiva con mi situación.
No puede dejarme aquí tirada. Intento calmar la sensación de pánico
que atraviesa mi pecho. Soy su hija. Su clave para solucionar los problemas de
nuestra familia. Pero no estoy convencida de si no hará lo posible, durante
un tiempo, por hacerme suplicar y arrastrarme. Solo para demostrar que
puede castigarme por mi pequeña rebeldía de escaparme con mis amigos.
David parece totalmente despreocupado, y siento un repentino
destello de ira hacia él. Estoy completamente a su merced, y él lo sabe. Él
no corre el riesgo de quedarse varado aquí sin dinero ni recursos. Él no
está a merced de las expectativas de su familia, ni de las tradiciones de la
mafia, ni de los implacables roles de género que me han impuesto desde
que era una niña.
Él puede hacer lo que jodidamente quiera.
David se recuesta en la tumbona y coge su bebida. Sigue estando
magníficamente desnudo, con los abdominales firmes y brillantes por el
aceite bronceador, el vello oscuro de su pecho tatuado suave y atractivo.
Quiero recorrer cada centímetro de su cuerpo con mis manos y, al mismo
tiempo, quitarle esa mirada indiferente de su rostro.
Su mirada recorre perezosamente mi cuerpo desnudo, y su polla se
estremece contra su muslo, engrosándose al instante.
―Quiero tu boca ―me dice despreocupadamente, cogiendo el
teléfono―. Adelante. Quiero mi polla entre tus labios antes de estar
completamente empalmado, Amalie.
La orden es clara y creo que sé lo que está haciendo. Es el pago por
sacarme de un apuro más, y mis mejillas se ruborizan, una oleada de
vergüenza y rabia me inunda.
Puedes arrastrarte ante él, o puedes suplicar y arrastrarte ante tu madre.
No hace falta mucho para saber qué prefiero. Puede que David sepa
humillarme, pero también hay placer en ello. Y después de hoy, no
volveré a verle.
Mi madre nunca me dejará olvidarlo, aunque tenga que rogarle que
me ayude a volver a casa.
Me deslizo fuera de la tumbona, me meto entre sus piernas y busco
su polla. Aprendí rápido que me gusta chupársela así, cuando aún está
parcialmente erecta, sintiendo cómo se endurece y crece en mi boca. Más
de una vez le he despertado así por esa misma razón.
Me ignora por completo cuando lo tomo en mi boca, consultando
su teléfono. No me mete la mano en el cabello ni emite gemidos de placer;
la única señal de su placer es la forma en que su polla se endurece y se
retuerce contra mi lengua, goteando semen sobre ella mientras la chupo y
lamo de arriba abajo. Noto la tensión cada vez mayor de sus muslos, veo
cómo se contraen sus abdominales cuando consigo metérmela en la
garganta por un momento, pero salvo eso, es casi como si yo no estuviera
allí, como si solo fuera una fuente inanimada de su placer y nada más.
Es degradante, exasperante y, de algún modo, hace que me
humedezca, todo a la vez. Me avergüenzo de mí misma, tanto por dejar
que me utilice de ese modo como por disfrutar con ello, y me duele la
necesidad de correrme. Me siento utilizada, obscena y terriblemente
excitada, y gimo alrededor de su polla cuando se agita y se sacude en mi
boca, haciéndome saber que está al límite.
David teclea algo en su teléfono mientras yo deslizo los labios todo
lo que puedo, luchando por meterlo de nuevo en mi garganta. Sus
caderas se levantan un poco de la tumbona, sus muslos se flexionan, y
teclea una cosa más antes de sentir todo su cuerpo estremecerse. Su mano
roza mi nuca, justo cuando su polla palpita, y de repente me inunda la
boca con su semen.
Casi me atraganto cuando me entra por la garganta, todavía con la
guardia baja, y me esfuerzo por tragarlo todo como sé que él quiere que
lo haga. Un poco resbala de mi boca, descendiendo por mi barbilla, y sus
dedos lo atrapan, empujándolo entre mis labios antes de incorporarse
ligeramente, tendiéndome la mano y tirando de mí hacia arriba.
La silla se reclina hacia atrás de repente, y jadeo. Las manos de
David en mi cintura impiden que me caiga, levantándome por encima de
sus hombros, de modo que estoy a horcajadas sobre su rostro, encima de
su boca.
―Tienes un billete de primera clase para volver a casa ―murmura,
sus dedos deslizándose entre mis pliegues―. Comprado y confirmado.
Tu vuelo sale a las siete.
Sus dedos se deslizan dentro de mí, curvándose y atrayéndome
hacia su boca, y grito. La cabeza me da vueltas, aun intentando conciliar
que mi medio de llegar a casa está arreglado mientras sus labios se
cierran alrededor de mi clítoris.
―Tan jodidamente húmeda ―gime, cuando se aparta un segundo
para respirar, sus dedos siguen trabajando dentro de mí―. Te gustó que
te utilizara así, ¿verdad? Hacer que me chuparas la polla por un billete de
avión. Pequeña pervertida...
Me arrastra de nuevo hasta sus labios antes de terminar la frase,
como si estuviera hambriento de mí. Percibo vagamente el movimiento
de su otra mano por debajo de mí, los rápidos movimientos indicándome
que está masturbándose con la mano izquierda al tiempo que me penetra
con la derecha, devorándome a plena luz del día en la azotea del hotel.
Es suficiente como para hacerme desear, agarrándome al borde de
la silla y corriéndome con fuerza en su lengua, no abandonarle esta
noche.
Puedo sentir que algo ha cambiado al hacer las maletas para
marcharme. Desde el momento en que terminamos en la azotea, pude
sentir cómo se despegaba, cómo se alejaba de mí. Todo lo que dice es
cortante y frío, y se va mientras recojo mis cosas, volviendo justo antes de
la hora de irme y enviándome la información de mi vuelo y el billete.
―Haré que el chófer te lleve al aeropuerto ―me dice con
indiferencia cuando llevo las maletas al salón―. Ya he llamado para que
alguien venga a recoger tus cosas. Puedes reunirte con el chófer abajo.
Se aparta de mí, mirando por el enorme ventanal, dando un sorbo a
la bebida en su mano, y se me hace un nudo en la garganta. No sé qué
esperaba cuando llegara el momento de separarnos ―ni gestos
románticos ni declaraciones de amor―, pero esto tampoco me parece
bien. Miro el enorme cristal que tiene delante, un escalofrío me recorre al
recordarle follándome contra él, y me pregunto si eso es realmente lo
último que va a decirme. Puedes reunirte con el chofer abajo.
―David... ―Trago saliva al decir su nombre, insegura respecto a
qué más puede salir de mi boca. Ni siquiera sé qué quiero que haga o
diga, solo quiero algo. Tal y como se comporta ahora, es como si no
hubiera pasado nada de la última semana y media. Es peor que la noche
en que me arrebató la virginidad, porque hemos pasado muchos más días
juntos. Me conoce más íntimamente que nadie. Aunque nunca iba a salir
nada de ello, aunque no quiero que salga nada, quiero saber que al menos
le importé un poquito.
Quisiera al menos sentir que no es fácil para él dejar que me vaya,
por más irracional que sea. Pero simplemente se vuelve y me mira, con el
rostro totalmente inexpresivo.
―¿Todavía estás aquí?
La forma en que lo dice me afecta profundamente. Es un rechazo,
puro y simple. Necesito todas mis fuerzas para no echarme a llorar y
girar sobre mis talones, coger el bolso y obligarme a abrir la puerta
despacio, saliendo en lugar de correr como me gustaría. Casi choco con el
botones que viene a por mis maletas, y veo cómo mira con curiosidad mis
ojos llenos de lágrimas al dirigirme hacia el ascensor, sin desear de
repente otra cosa que salir de aquí.
Presiono mi mano contra el pecho, intentando calmar el dolor que
siento allí. Esto nunca debió significar nada, me recuerdo. No es que quisiera
que se enamorara de mí, pero no puedo evitar sentir que la frialdad con
la que se ha comportado, la forma en que parece no importarle en
absoluto, significa que toda la pasión de la última semana era en cierto
modo una mentira.
Ya no importa, me digo al acomodarme en mi asiento de primera
clase del avión, intentando que esto no me lleve a pensar en David. La
semana ha terminado y ahora tengo que volver a casa. De vuelta a mis
responsabilidades, a mi vida, con mi madre y lo que espera de mí. De
vuelta a las expectativas de la Familia sobre mí, ante la realidad que mi
matrimonio con cualquier heredero de la mafia que me acepte es lo único
que puede salvar el nombre de nuestra familia.
La mansión está oscura y silenciosa cuando llego a casa. He
encontrado suficiente dinero en el bolso para llamar a un taxi desde el
aeropuerto, y cuando entro en el cavernoso vestíbulo, sé que mi madre
probablemente hace tiempo que se ha ido a la cama. Dejo escapar un
suspiro aliviado subiendo lentamente las escaleras, dejando las maletas
para que el personal las suba más tarde. Me siento completamente
agotada, emocional y físicamente, y aunque he vuelto a casa, a una
mansión, me parece horriblemente deprimente comparada con Ibiza y
todo lo que acabo de dejar.
Nunca volveré a tener unas vacaciones así. Este pensamiento me pesa
al desnudarme y meterme en la cama, echando una mirada distraída a mi
portátil antes de decidir que me ocuparé de los ejercicios que me faltan
más tarde. Por ahora, lo único que quiero es quedarme dormida y soñar
con el sol y la playa, en un lugar donde, durante un breve espacio de
tiempo, podría hacer todo lo que quisiera.
Por fortuna, cuando me quedo dormida, no sueño con David. Y
albergo la esperanza de poder olvidarme de él, igual que él se olvidó de
mí antes incluso de marcharme.
10

Amalie
―¡Amalie! Llevo quince minutos llamándote por tu nombre.
¿Cómo no me has oído?
La voz de mi madre es interrumpida por el sonido de mis arcadas y
mis vómitos en el inodoro por segunda vez esta mañana. Me pregunto
vagamente si alguna vez podré volver a disfrutar de la comida, buscando
a tientas la manivela para tirar de la cadena antes de vomitar más.
Cuando mi madre llama con fuerza a la puerta, agarro con pánico el
bastoncillo de plástico de la encimera, apretándolo en la mano.
Aún no he mirado el resultado. No puedo. No quiero saberlo.
He vomitado casi todas las mañanas durante la última semana. Me
dije a mí misma -y a mi madre- que era una gripe estomacal. Claire vino
con los apuntes de clase y mi sopa tailandesa favorita, que siempre parece
calmarme el estómago, pero también volví a vomitar, y he estado
demasiado agotada para hacer mucho más que echar un vistazo
superficial a mis deberes.
A mi madre no le han importado las clases perdidas, piensa que la
universidad es más que nada una distracción, y algo de lo que solo la
convencieron porque sabe que Gianna Mancini tenía permiso para ir,
pero sí le importa el hecho de estar demasiado indispuesta para ir a una
gala benéfica a la que quería que asistiera con ella el fin de semana
pasado, después de haberse ido a Boston una vez más.
Esta vez, cuando se marchó, tenía el doble de seguridad siguiendo
cada uno de mis movimientos, asegurándose de no volver a escaparme.
La poca libertad que tenía antes se ha visto fuertemente recortada
después de escaparme a Ibiza. Y cuando regresó ―sin decir nada sobre si
había conseguido negociar el matrimonio que ha estado intentando
organizar para mí―, su humor era mucho, mucho peor que de
costumbre.
―¡Amalie! ―Suena el pomo de la puerta―. ¿Por qué está cerrada la
puerta? ¿Qué haces? ―El picaporte vuelve a sonar, y yo hago una mueca
de dolor y vuelvo a tener arcadas sin poder vomitar―. Necesito hablar
contigo.
―Estoy indispuesta. ―Mi mano se flexiona alrededor del
bastoncillo de plástico que tengo en la palma. Es solo la gripe, me digo,
cerrando la tapa del inodoro y apoyando la mejilla arrebolada contra la
fría porcelana, pero en el fondo creo que sé lo que voy a ver cuando mire
el test de embarazo. He estado vomitando y agotada, pero no he tenido
fiebre. No tengo escalofríos. Tengo buen apetito, pero no puedo retener
nada.
No es gripe.
―¿Me das un minuto? ―Odio la nota suplicante de mi voz, pero no
puedo evitarlo―. Solo necesito un minuto.
Mi madre suelta un suspiro al otro lado de la puerta.
―Bien ―dice secamente―. Tengo una cita. Pero no llegues tarde a
casa hoy, si vas a clase. ¿Me has entendido? Ni café con esa amiguita
tuya, ni ir a su casa, ni desviarte a la ciudad para ir de compras. Ven
directamente a casa. Quiero que conozcas a alguien.
Mi estómago se retuerce por un motivo totalmente distinto. Esto es
todo, me doy cuenta, se desvanece la última de mis esperanzas en que
quizá nadie aceptaría el desesperado negocio de mi madre. Voy a acabar
casada con un desconocido. Y ahora...
Vuelvo a sentarme en la alfombra junto a la bañera cuando sus
pasos se alejan por el pasillo, dispuesta a despegar los dedos y mirar el
resultado de la prueba que me espera en la mano. La posible
consecuencia de mi imprudencia y la de David.
Un hombre cuyo apellido ni siquiera conozco.
Aprieto los ojos al tiempo que abro la mano. Me cuesta
enormemente abrirlos, ver lo que ya sé que será el resultado.
Dos líneas rosas me miran desde la ventanita de la prueba, y todo
mi mundo se detiene.
Por un momento, no puedo pensar. No puedo respirar. El pánico se
apodera de mí y arrojo el test al otro lado de la habitación, el plástico
golpea la puerta con un sonido sordo y rompo a llorar.
Un estúpido error y ahora estoy embarazada.
¿Qué voy a hacer? Lo primero que pienso es que Claire podría
ayudarme. Puede que no me perdone fácilmente por haber sido tan
imprudente, pero creo que me ayudaría a encontrar la manera de
solucionarlo.
El problema, por supuesto, es mi seguridad, y lo mucho más
estricta que ha sido desde que volví de Ibiza. No creo que pueda
escaparme a una clínica con Claire, como hubiera podido antes. Y no
puedo acudir a nuestro médico de cabecera, la privacidad médica puede
aplicarse a la mayoría de las personas, pero no a mí, no en esta situación.
Los médicos en los que se confía lo suficiente para tratar a miembros de
familias mafiosas saben a quién deben lealtad, y no será a mí, la hija que
se quedó embarazada por accidente. Guardar secretos así tiene sus
consecuencias.
Lo averiguaré. Tengo tiempo. Solo ha pasado un mes; puedo intentar
encontrar una solución. Intento calmar el pánico levantándome del suelo
y volviendo a mi habitación, con la intención de llegar a clase hoy. Quiero
evitar a mi madre cuando llegue a casa, aunque solo sea eso.
Recibo un mensaje de Claire en el trayecto al campus diciéndome
que no se encuentra bien, y siento una pequeña punzada culpable de
alivio. Me conoce lo suficiente como para darse cuenta que algo me
preocupa, y no tengo fuerzas para esquivar sus preguntas ni para
inventar una mentira convincente.
Confío en que no lo hayas pillado de mí ―respondo rápidamente,
sintiendo de nuevo esa pequeña punzada de culpabilidad, sé muy bien
que no lo ha hecho y casi inmediatamente recibo un mensaje de
respuesta.
¡Yo también! Debes de encontrarte mejor. Toma notas por mí, ¿de
acuerdo?
De acuerdo, respondo rápidamente y meto el móvil en el bolso,
apoyando la cabeza en el fresco asiento de cuero. Mi estómago sigue
dando vueltas a pesar de estar vacío, y respiro lentamente, intentando
controlar las náuseas. Este día ya ha sido suficientemente malo, lo último
que necesito es vomitar en mitad de la clase.
Me cuesta concentrarme. Me las arreglo para tomar notas
medianamente decentes para Claire, creo, pero mi mente divaga
constantemente, pensando en cuáles son mis opciones. Incluso con la
prueba del examen delante de mí esta mañana, no parece real. No parece
que aquel desliz pasional, aquella noche, pudiera convertirse en esto.
Tenía que haber dejado a David en Ibiza. Durante el último mes, he
hecho todo lo posible por no pensar en él, por no echar de menos las
noches que pasé en su cama, por no desear más cuando eso es imposible.
Sigue siendo imposible, no tengo forma de encontrarlo, aunque quisiera.
Si mi madre me ha encontrado un marido, tampoco va a ser posible
hacer pasar al bebé por suyo, a menos que nos casáramos anormalmente
rápido. Puede que mi madre presione para que la boda sea rápida para
asegurarse que el novio no cambie de opinión, pero no creo que sea
suficientemente rápida, pase lo que pase.
Decir la verdad es una opción, pero no sé qué sucederá entonces.
Definitivamente, no me gusta pensar en cuál será la reacción de mi madre,
ni en cómo tendrá que vivir con ello. Puede que quiera que se ocupen de
ello, aunque solo sea para poder seguir casándome, pero prefiero
ocuparme yo misma, para que nunca tenga que enterarse.
Brevemente, hacia el final del día, considero la posibilidad de
ignorar sus instrucciones de volver directamente a casa después de
clase... o de intentarlo, en cualquier caso.
Prefiero no encontrarme con quien quiera que sea. Podría ir a casa
de Claire si consigo burlar mi seguridad, decirle la verdad, intentar trazar
un plan. Pero incluso pensándolo, sé que las consecuencias de desafiar a
mi madre, sobre todo ahora, no merecen la pena por la libertad
momentánea que tendría. Así que vuelvo a casa después de mi última
clase y, como era de esperar, mi madre me está esperando en el vestíbulo,
como si hubiera estado contando los minutos que faltaban para que
entrara por la puerta.
―Te he dejado ropa en la cama ―me dice secamente, llevándome
hacia las escaleras―. Te veré en la sala de estar informal cuando estés
vestida. No me hagas esperar. Y ponte exactamente lo que te he dejado
―añade, entrecerrando los ojos cuando se detiene al pie de la escalera.
Es todo lo que puedo hacer para no poner los míos en blanco, pero
subo a mi habitación. Como había prometido, hay un vestido verde
oscuro con un fino cinturón sobre la cama y unos zapatos de tacón nude a
su lado, y frunzo el ceño. Es exactamente el tipo de ropa que a mi madre
le gusta que me ponga y que yo detesto, algo que me hace sentir diez
años mayor de lo que soy y mucho más remilgada y correcta de lo que
nunca quisiera ser. Esta no es la colina en la que quiero morir, me recuerdo a
mí misma mientras la cojo, me quito los vaqueros y la camiseta que me
puse para ir a clase y me suelto el cabello del coletero. Se ve una marca, y
voy a enchufar la plancha, sabiendo que a mi madre le dará un ataque si
mi cabello no está tan perfecto como todo lo demás cuando baje las
escaleras.
El estómago se me retuerce de nuevo cuando me pongo el vestido y
subo la cremallera. He almorzado galletas de trigo y refresco de jengibre,
y me he quedado tranquila, pero la ansiedad por lo que pueda esperarme
abajo hace que mi estómago esté a punto de rebelarse de nuevo. Tal vez
vomite encima de quienquiera que haya traído para recibirme, pienso
sombríamente pasándome la plancha caliente por el cabello, retocándome
un poco el maquillaje y haciendo todo lo posible por alargar los minutos
hasta que me vea obligada a bajar y enfrentarme a esto. Seguro que eso hará
que se lo piensen dos veces antes de casarse conmigo.
Oigo la voz de mi madre saliendo por la puerta que da a la sala de
estar informal y, tras ella, una débil y profunda voz masculina que me
resulta extrañamente familiar, aunque no consigo ubicarla. Hay una pizca
de acento italiano, teñido de ese particular sabor bostoniano, lo cual no
me sorprende, pues sabía que mi madre estaba intentando arreglar algo
con una de las familias mafiosas de Boston. No pensaba que fuera a
conseguirlo.
Hasta aquí hemos llegado. No hay forma de huir de esto, así que será
mejor que lo afronte de cara. Empujo la puerta y las voces cesan
abruptamente.
Al igual que la mía, en el momento en que entro en la habitación y
veo quién está sentado en el sofá de cretona floreada frente a la chimenea.
Mi madre está allí, por supuesto, vestida de punta en blanco y tan
elegante como siempre, con una expresión satisfecha y victoriosa en el
rostro. Y junto a ella hay un hombre que reconozco, un hombre que
nunca dejaría de reconocer, aunque pasaran años antes de volver a verlo.
Un rostro que no creo que pudiera olvidar, aunque quisiera, y una parte
de mí lo ha hecho desesperadamente.
Sentado junto a mi madre, en mi casa, como si perteneciera a ella,
está David.
11

David
Por un momento, no puedo creer lo que estoy viendo.
Esto no puede ser. El mundo no puede ser tan pequeño. Mi padre me
había dicho en términos inequívocos que cogiera un vuelo a Chicago esta
mañana, y había obedecido. Hace una semana me informaron que había
concertado un matrimonio y supe que no tenía sentido discutir. No me
había molestado en preguntar el nombre de mi futura esposa, no me
había importado. Si mi padre había aceptado el acuerdo, confiaba en que
fuera lo mejor para nuestra familia. Desde el principio comprendí que,
como hijo mayor, era mi deber proporcionar a la familia un heredero que
me sucediera. La mitad de la razón por la que fui a Ibiza era aplazar ese
deber concreto todo lo posible, pero no podía retrasarse eternamente.
Sabía que mi padre estaba trabajando en ello, y yo simplemente me lo
había sacado de la cabeza. Tampoco me había molestado en preguntarle a
Marianne Leone el nombre de su hija, una vez más, porque sencillamente
no me importaba. Lo sabría el día de mi boda y eso era lo único que
realmente importaba.
Ni en mis sueños más salvajes había esperado que vería a Amalie
mirándome desde el otro lado de la habitación, su rostro reflejando el
mismo horror que siento en este momento.
―Esto es un error. ―Hago fuerza para pronunciar las palabras a
través de mi garganta que se cierra rápidamente, buscando una razón
viable. Oigo el grito ahogado de Marianne y veo que abre la boca en señal
de protesta. Sorprendentemente, la mujer lleva meses trabajando con mi
padre para arreglar esto―. No puedo casarme con ella.
―¿Y por qué no? ―Marianne ya tiene las manos retorcidas sobre el
regazo y lanza una mirada acusadora a su hija, como si Amalie debiera
saber por qué. Sí que lo sabe, pero por la cara de estupefacción que tiene,
no creo que vaya a decir nada a corto plazo.
―No es una novia adecuada para la mafia ―le digo sin rodeos,
sintiendo un pequeño y cruel placer al ver cómo se queda blanca la cara
de Amalie, excepto por dos sofocos rojos en lo alto de los pómulos―. No
es virgen.
―Tú... ―balbucea Amalie desde el otro lado de la sala,
comenzando a encontrar la voz, pero Marianne no la mira. Ahora me está
mirando a mí, totalmente conmocionada, horrorizada al reflejar los gestos
de su hija en sus facciones contraídas.
―¿Cómo lo sabes? ―pregunta fríamente, y hago un gesto.
―Porque él es la razón por la que no lo soy ―suelta Amalie desde
el otro lado de la sala―. ¿También pensabas rellenar esa parte, David? ¿O
solo ibas a avergonzarme delante de mi madre?
―No parecías tan avergonzada en Ibiza. ―Le sonrío, y sus ojos se
agrandan con una furia chispeante, provocándome una sacudida
lujuriosa totalmente inapropiada.
Incluso aquí, en Chicago, a un mundo de distancia de la lujosa y
hedonista semana que compartimos, parece que sigue teniendo un efecto
similar en mí.
―Exijo una explicación. ―Marianne se levanta bruscamente,
mirándome primero a mí y luego a su hija―. ¿Os conocisteis en la mal
concebida escapadita de mi hija? ¿Cómo? ¿Lo sabías de alguna manera y
la seguiste?
Amalie suelta un pequeño grito ahogado, y me doy cuenta que
nunca se le había ocurrido esa posibilidad.
―No ―digo simplemente, devolviendo la mirada a su madre―.
Fue una coincidencia. La conocí en un bar. Estaba bastante ansiosa.
Incluso parecía estar a la caza de alguien. Dudo en creer su historia acerca
de haber sido yo su primera vez, sinceramente...
―Maldito cabrón ―respira Amalie, y el odio de sus ojos es tan
claro que, por un momento, me pregunto si realmente está diciendo la
verdad. Tengo un destello de recuerdo -pequeñas manchas de sangre en
las sábanas blancas después de aquella primera mañana- y una sensación
enfermiza se retuerce en mis entrañas. Me había dicho a mí mismo que
era debido a mi tamaño, que no sería la primera chica que sangraba un
poco porque era demasiado estrecha para mí, pero ahora todo parece
cuestionarse.
―¿Puedes concederme un momento? ―Miro a Marianne―. O a
nosotros, más bien. Me gustaría hablar a solas con tu hija.
Los labios de Marianne se afinan, poniéndose blancos en los bordes,
y la veo sopesar sus opciones. No quiere consentir, eso está claro, pero me
doy cuenta que desea fervientemente que se celebre este matrimonio.
―Bien. Quince minutos. ―Su voz es clara y tensa, y gira
bruscamente sobre sus tacones, saliendo de la habitación con otra mirada
fulminante hacia su hija. Amalie tiembla con lo que parece una rabia
apenas contenida y, tan pronto Marianne desaparece, dirige toda la
fuerza de su mirada hacia mí.
―¿Qué diablos está sucediendo? ―sisea, y yo me encojo de
hombros, poniéndome en pie y caminando hacia la chimenea apagada
con las manos metidas en los bolsillos.
―Dímelo tú. ¿Sabías algo de esto cuando me tiraste los tejos en
Ibiza? ¿Era una forma de meterme en este matrimonio a toda costa?
―Frunzo el ceño, volviéndome hacia ella―. ¿Tu tarjeta estaba realmente
congelada porque tu madre estaba cabreada, o era todo, una estratagema
para que yo acudiera en tu ayuda e intentar que me enamorase de ti, para
que me sintiera aún más inclinado a aceptar?
―Estás loco si crees que algo de eso es cierto. ―La voz de Amalie
es tan aguda y fría como la de su madre―. Uno, ni siquiera sabía tu puto
apellido, sigo sin saberlo, así que no sé cómo demonios habría sido capaz
de seguirte hasta ese club para tenderte una trampa. Y desde luego no
sabía que vendrías a ese restaurante. No sé si odiarte aún más por creer
que soy capaz de todo eso o sentirme halagada porque realmente pienses
que soy tan brillantemente intrigante, pero todo esto no es más que una
coincidencia realmente jodida, y...
Se interrumpe, sin aliento, y no puedo apartar los ojos de ella.
Incluso furiosa, de pie, prácticamente escupiendo rabia al gritarme, es
posiblemente la mujer más hermosa que he visto nunca.
―No tenía la menor idea de nada de esto ―resopla, con el pecho
agitado mientras cruza los brazos sobre los pechos―. Todo esto es tan
chocante para mí como para ti. Excepto que ahora le has contado a mi
madre algo que tenía planeado que no supiera...
―¿Oh? ¿Se suponía que debía guardar silencio? ¿Aceptar la novia
arruinada que me ofrecían? ―Doy un paso hacia ella, y otro, incapaz de
detenerme, aunque sé que no debería. Me siento atraído por ella, esa
sensación como de polilla a la llama otra vez, y quiero agarrarla por los
hombros y sacudirla en el mismo momento en que quiero besarla hasta
marearla.
Apenas lo digo, veo cómo se le abren los ojos de rabia. Aprieta los
dientes y vuelvo a ver cómo la recorre ese temblor de furia.
―Si estoy arruinada ―sisea―, es por tu culpa. Porque tú me has
jodido.
―¿Intentas decirme que eras virgen? ―Me acerco aún más, hasta
casi tocarla. Ella retrocede, y la sigo, como si me arrastrara hacia ella,
junto a ella, sin proponérselo―. ¿Pretendes decirme eso, ahora? Porque
no te has comportado como tal.
―¿Oh? ―Su labio superior se curva y da otro paso atrás―. ¿Cómo
se comporta una virgen, David? Por favor, ilumíname sobre qué se
suponía que debía hacer. ¿Llorar? ¿Suplicar? Deseaba perderla. Eso no
significa que no fuera virgen, solo que no quise darle mucha importancia.
Las últimas palabras salen en un suspiro cuando su espalda choca
contra la pared, y deja escapar un pequeño jadeo al reducir la distancia
que nos separa.
―David...
―Estabas deseosa. ―Levanto la mano y aparto un mechón de
cabello de su rostro, casi con delicadeza―. Me deseabas. Tú te acercaste a
mí en un club, con todas esas otras chicas a mi alrededor. Te mostraste
segura de ti misma, no fuiste tímida. Y la forma en que bailaste sobre mí...
―Mi mano desciende hasta su cadera, apretando ligeramente―. Sabías lo
que hacías.
―Sé bailar, y ¿eso me convierte en una zorra? ―Amalie se ríe,
sacudiendo la cabeza―. Salgo a bailar a menudo con Claire y sus amigas,
aquí en Chicago. He bailado con muchos chicos. Eso no significa que me
haya abierto de piernas para ellos. Puedes discutir conmigo todo lo que
quieras, David, pero tú fuiste el primero. Simplemente no te lo dije,
porque no quería darle demasiada importancia.
―Así que o me mentiste entonces, o me estás mintiendo ahora.
―Quise elegir quién sería mi primero. ―Amalie levanta la barbilla,
mirándome desafiante―. No creí que hubiera tanta diferencia si lo sabías
o no. ¿Me estás diciendo que te habría importado?
―No lo habría hecho ―le digo sin rodeos, y quiero creer que digo la
verdad. Que saberlo habría significado que no me la habría follado, que
no habría utilizado su situación como una forma de mantenerla en mi
cama, a mi entera disposición para mi placer durante otra semana. Pero
incluso cuando la miro, no estoy seguro si eso es cierto.
―¿Oh? ―La voz de Amalie baja un poco, suave y sensual―. ¿Estás
totalmente seguro que no lo habrías hecho, David? ¿Estás seguro que no te
habría gustado la idea de tener a una virgen en tu cama, deseosa por que
la arruinaras?
Algo en la forma en que pronuncia esa última palabra hace que
algo se rompa dentro de mí. La agarro antes de poder detenerme, una
mano en su cintura y la otra agarrando su barbilla con los dedos y me
abalanzo sobre ella, inmovilizándola contra la pared cuando mi boca se
estrella contra la suya.
Es tan suave y dulce como la recuerdo, incluso sazonada de ira. Su
boca está caliente, sus labios ceden al instante bajo los míos, como si lo
deseara tanto como yo. Noto que el resto de su cuerpo se endurece bajo
mi contacto y, por un momento, creo que intentará darme un rodillazo en
las pelotas, pero entonces sus manos agarran la parte delantera de mi
camisa y me acercan. Su lengua se desliza en mi boca al tiempo que mi
polla se pone rígida, y cuando la aprieto contra el interior de su muslo,
tengo la certeza inmediata que dos cosas son absolutamente ciertas.
Es imposible que esta chica fuera virgen hace mes y medio, y no
creo que me importe.
Lo único que puedo pensar cuando me besa, arquea su cuerpo
contra el mío y me trae un torrente de recuerdos relacionados con su
suave carne desnuda y su calor envolviéndome, es que me casaré con ella
si eso es lo que hace falta para follármela otra vez.
Aunque me odie. Aunque me vuelva loco.
Aunque estar casados signifique que podríamos matarnos el uno al
otro.
―No eras virgen ―susurro contra su boca, soltándole la barbilla y
deslizando la mano por su cabello―. No tenías miedo. Una virgen habría
sido tímida y habría tenido miedo. Especialmente de esto. ―Agarro una
de sus manos, la separo de mi camisa y la presiono entre ambos, contra
mi palpitante polla―. Estabas tan jodidamente apretada, pero...
―Cree lo que quieras. ―La mirada de Amalie es desafiante, me
mira fijamente con sus labios a un suspiro de los míos―. Digo la verdad.
Su voz vacila un poco al decirlo, y eso refuerza mis dudas. Aun así,
recuerdo aquellas manchas de sangre y me pregunto si no dirá la verdad.
Y sinceramente no creo que me importe.
Si nos casamos, tendré toda una vida para sonsacarle la verdad. Y,
de un modo u otro, le haré pagar por ello si me ha mentido en algo.
Su madre quiere este matrimonio y lo conseguirá. Si descubro que
ella y Amalie me engañaron o que Amalie no era virgen, lo utilizaré a mi
favor. Siempre se me ha dado bien eso. La familia Leone me necesita más
que yo a ellos.
Y quiero volver a tener a Amalie en mi cama lo suficiente como
para arriesgarme.
Comienzo a inclinarme para besarla de nuevo, con su mano aún
firmemente atrapada contra mi polla y mis dedos enroscados en su
muñeca, cuando oigo un fuerte golpe en la puerta.
―Quince minutos. ―La voz de advertencia de Marianne llega
desde el otro lado de la misma, y suelto a Amalie, retrocediendo varios
pasos, dándole un momento para recomponerse. Se ve como si la
hubieran inmovilizado contra una pared y la hubieran besado, el vestido
arrugado, el cabello alborotado alrededor de su rostro, las mejillas y los
labios sonrojados. La veo respirar hondo y le hago un guiño que es
respondido con una mirada fulminante cuando llamo a su madre.
―Hemos terminado de hablar ―le digo claramente―. Puedes
pasar.
La puerta se abre y entra Marianne Leone, mirando a su hija con
detenimiento antes de volver a dirigirse a mí.
―¿Y bien? ―pregunta con frialdad―. Espero que la conversación
haya sido satisfactoria.
Le sonrío fuertemente, recuperando en un momento el aplomo y la
calma inherentes a mi posición en la vida y exhalando lentamente un
suspiro, e ignorando por completo a Amalie.
―Lo fue ―le digo a Marianne con calma―. Y mis preocupaciones
se han disipado. Estaré encantado de casarme con tu hija, como hemos
debatido.
Oigo un pequeño jadeo ahogado de Amalie, y veo el horror en su
rostro en el mismo momento en que reprimo la sonrisa que amenaza con
brotar en el mío.
Creyó que se había librado.
Pero ya la dejé marchar una vez y no tengo intención de volver a
hacerlo.
12

Amalie
No puedo creer que esto esté pasando. Si realmente no cree que fuera
virgen, que él es el único con el que he estado, ¿de qué manera puede seguir
funcionando esto? Me puse furiosa porque me desafiara, haciendo
acusaciones tan descabelladas, aunque una pequeña parte de mi mente
gritaba que si no me creía, eso significaría que no querría casarse
conmigo.
Tendría mi libertad durante un poco más de tiempo. Quizá más
tiempo aún, si se extendía la noticia que ahora estaba arruinada. Tal vez
mi madre no pudiera organizar un matrimonio para mí. Eso tendría
consecuencias, por supuesto, pero en este momento concreto no estoy del
todo segura si no preferiría sufrirlas.
La idea de casarme con David me aterroriza. No le conozco, aunque
mi cuerpo responde a él de un modo que sé que le otorga una ventaja
sobre mí, incluso mayor de la que tendría por el mero hecho de ser mi
marido. Y hay algo en él...
Aquí está diferente. Más rígido, más frío, más airado. Se parece más
al hombre que me preguntó fríamente si seguía en la habitación después
de despedirme, cuando me fui de Ibiza, y nada al hombre que me mimó y
folló sin sentido durante una semana seguida. Eso también me asusta, ese
tipo de duplicidad en una persona. Una cosa era cuando pensaba que no
volvería a verle.
Otra muy distinta es cuando me enfrento a la perspectiva de ser su
esposa.
Apenas oigo sobre qué más hablan David y mi madre. Él dice algo
en voz baja, y veo que ella tensa la boca, y luego asiente.
―Hablaré con mi hija ―dice. Si no te importa esperar aquí,
saldremos.
Cuando su mano se cierra alrededor de mi codo, casi grito de dolor.
Sus dedos se clavan en mi carne con fuerza, pellizcándome, una clara
señal de lo furiosa que está conmigo. Me saca de la habitación antes de
poder hacer mucho más que mirar a David, y la expresión ausente de su
rostro es casi más aterradora que su enfado de antes. La puerta se cierra
pesadamente a nuestras espaldas y mi madre nos conduce por el pasillo,
lejos de la sala de estar.
―¿De qué demonios estaba hablando? ―sisea, y me encojo. Mi
madre nunca maldice, y que lo haga ahora significa que está más furiosa
conmigo de lo que creo que ha estado nunca.
―Está mintiendo ―fuerzo las palabras―. No debe querer casarse
con alguien de nuestra familia, después de...
La bofetada llega tan rápido que ni siquiera veo moverse la mano
de mi madre. Un dolor al rojo vivo estalla en mi mejilla, y los dedos de su
otra mano me aprietan un poco más el codo. Mi madre nunca me había
pegado anteriormente, pero si tenía que haber una primera vez, supongo
que hoy tiene sentido.
―Si vuelves a mentirme, la próxima será peor ―me suelta―. Ahora
dime la verdad, Amalie Leone. ¿De qué está hablando?
Brevemente, considero la posibilidad de redoblar la apuesta. Pero
no estoy segura de verle sentido. David, me crea o no, parece inclinado a
casarse conmigo de todos modos. Y, me doy cuenta con un repentino
torbellino muy próximo a la esperanza, que podría haber alguna parte de la
verdad que me sacara de esto después de todo.
―Me acosté con él en Ibiza ―murmuro, apartando los ojos de la
mirada acusadora de mi madre―. Lo conocí en un club, como él dijo. No
sabía quién era. Nunca me dijo su apellido y nunca se lo pregunté. Sigo
sin saberlo ―añado con no poco sarcasmo―. Y, al parecer, voy a casarme
con él.
―Carravella. ―me dice rotundamente mi madre―. Ese es su
apellido, pequeña zorra. ¿Tienes idea de lo que esto podría habernos
hecho? Esto podría haber arruinado nuestra última oportunidad de...
Vagamente, reconozco el nombre, y se me revuelve el estómago,
hasta que creo que podría vomitar por la ironía de todo aquello.
Recuerdo haber pensado en Ibiza que David estaba tan alejado de mi vida
aquí, la clase de hombre que no tenía lazos ni conexiones con lo que había
dejado atrás, y no podía estar más equivocada.
Carravella. Una familia mafiosa bostoniana-italiana con vínculos con
Sicilia y la principal familia mafiosa de allí, los Ricci. Recuerdo haber oído
hablar vagamente de algún escándalo relacionado con ellos en el pasado,
pero no me había preocupado lo suficiente como para prestarles
realmente atención. Nunca habían aparecido en ninguna de las galas o
actos a los que había asistido aquí con mi familia, y yo nunca había ido a
Boston. Aun así, David y yo orbitábamos el uno alrededor del otro sin
saberlo nunca, y ahora nos hemos visto abruptamente arrastrados a una
unión que no creo que ninguno de los dos desee.
Él lo desea lo suficiente como para aceptar casarse conmigo, aunque no
crea que yo fuera virgen. Se me vuelve a apretar el estómago y me muerdo
los labios nerviosamente.
―No quería que mi primero fuera cualquier hombre con el que me
obligaran a casarme. ―Hago lo que puedo para devolverle la mirada a mi
madre, tan intimidante como es en este momento―. Quería que fuera mi
elección.
―¡Por Dios! ―me suelta, sacudiendo la cabeza como si no pudiera
creer lo que está oyendo―. ¿Cómo he podido criar a una hija tan
testaruda y estúpida? No tienes elección. En nuestro mundo, las mujeres no
pueden elegir. ¿Crees que elegí casarme con tu padre? ¿Crees que lo
quería? ¿Crees que quería que me dejaran con todo esto, tras el fracaso de
sus maquinaciones? ¿De verdad crees que disfruto con esto, Amalie?
Trago saliva.
―No va a querer casarse conmigo ―digo en voz baja, y los ojos de
mi madre se entrecierran.
―Ya le has oído. ―Ella aprieta los labios fuertemente―. A pesar de
tus errores, sigue queriendo...
―Estoy embarazada.
Las palabras flotan entre nosotros y veo que tarda un momento en
asimilar lo que he dicho. Abre ligeramente la boca, como un pez, y luego
niega con la cabeza.
―Estás mintiendo otra vez. No te vas a librar de esto, jovencita...
―He tirado el examen, pero puedo hacer otro. ―Inclino la barbilla
hacia arriba, intentando no parecer tan asustada como me siento ahora
mismo. Si esto no funciona, David Carravella será mi marido. Algo en eso me
llena de un pavor que no puedo explicar del todo, la sensación que, de
todos los hombres que podrían ser, este es el que menos debería desear.
Me aterra imaginar que podría haberle conocido tan lejos, en
circunstancias tan completamente distintas, y acabar aquí así después de
todo―. No miento.
―¡Jesús! ―Mi madre sisea la palabra, otra cosa que nunca antes
había oído de ella―. Estás decidida a arruinarnos, ¿verdad? Por si lo que
hizo tu padre no fuera suficiente. ¿Es suyo? ―Me señala con el dedo la
habitación donde espera David, y mi estómago vuelve a dar un vuelco.
―No lo sé ―susurro, y de nuevo su mano golpea el otro lado de mi
cara. Mis rodillas casi se doblan, y alzo la mano para palpar el punto
ardiente de mi mejilla con un gemido a medida que las lágrimas inundan
mis ojos. Lo sé, por supuesto, no puede ser de nadie más. Pero el
embarazo parece mi única posibilidad de salir de esto, y si él sabe que es
suyo, esa posibilidad se desvanece.
―¿Me estás diciendo que puede ser de otra persona? ―El rostro de
mi madre está pellizcado por la ira, más que nunca―. Dios mío, Amalie.
No puedo creer que haya criado...
Se calla y respira hondo.
―No importa ―me dice finalmente, y la miro fijamente.
―¿Qué quieres decir con eso de, que no importa...?
Mi madre se vuelve hacia mí, con una repentina determinación en
el rostro la cual me hace retroceder.
―Hazle creer que es suyo ―suelta con vehemencia―. Nuestra
familia lo necesita, Amalie. Y si cree que llevas en tu vientre a su
heredero, no importará si cree que fue el primero o no. Mientras pueda
estar seguro que el bebé es suyo. ―Hace una pausa, y puedo ver cómo
giran los engranajes de su mente―. No se lo digas hasta que sea
absolutamente necesario ―dice finalmente―. No hasta después de la
boda. ¿Cuánto ha pasado, un mes?
Asiento con la cabeza, tragando saliva.
―Me he hecho la prueba esta mañana.
Aprieta los labios.
―Y has estado indispuesta una semana. Debería haberme dado
cuenta... Bueno, no creí que hubiera criado a una putita semejante. ―Esta
vez lo dice casi sin rodeos, como si empezara a aceptarlo―. Puedes estar
un tiempo todavía sin ver a un médico. Lo suficiente para que se celebre
la boda. Puedes decírselo después, y querrá creer que es suyo.
―¿Y si no quiere? ―le desafío de todos modos por pura
desesperación, aunque sé que estoy jugando a un juego de tontos, el bebé
es de David, y por mucho que finja que hay alguna posibilidad que no lo
sea, eso no cambiará―. ¿Y si no quiere creerlo sin más? ¿Y si exige
pruebas? ¿Una prueba de paternidad?
―Entonces nos ocuparemos de ese problema si surge. Podemos
hacer que le resulte más difícil salir de este matrimonio que entrar en él.
―Mi madre se aleja un poco por el pasillo y vuelve, claramente tramando
algo―. Podemos hacer que le merezca la pena mirar más allá, tal vez...
Mi estómago se hunde, un nudo de desesperación como el hielo lo
llena. Aunque exija pruebas, no querrá abandonar el matrimonio cuando
sepa que es su bebé. La única forma de salir de esto es evitar que se
celebre el matrimonio, y puedo sentir cómo se cierran los muros. No veo
ninguna escapatoria.
―Vas a guardar absoluto silencio sobre esto ―sisea mi madre,
acorralándome una vez más―. Haré que te arrepientas si dices una sola
palabra, Amalie Leone. ¿Me entiendes?
La comprendo. La comprendo perfectamente, y puedo oír la
sentencia de muerte de mi libertad mientras miro los afilados ojos azules
de mi madre.
―Sí ―susurro en voz baja―. Lo comprendo.
―Bien. ―Se endereza, recuperando un poco la calma―. He
dispuesto que vayamos a la iglesia y terminemos el contrato de
esponsales. Iremos a buscar a tu futuro marido.
Me hace un gesto para que la siga y lo hago, entumecida. David
está de pie junto a la chimenea apagada, mirando por la ventana como
ensimismado, y se vuelve cuando nos oye entrar. Vuelvo a sorprenderme
de lo atractivo que es, pero aquí se trata de un atractivo diferente. En
Ibiza tenía una indolencia, un atractivo desaliñado que provenía de su
forma de comportarse, como si estuviera un poco por encima de todos los
que le rodeaban, un poco mejor que todos los niños de los fondos
fiduciarios y los hijos de multimillonarios que inundaban los complejos
turísticos y los clubes.
Aquí simplemente encaja. Con su traje a medida, la cara bien
afeitada y una expresión tranquila, se siente como en casa entre las
antigüedades, los muebles antiguos y los tejidos caros del salón informal.
Pertenece a este tipo de lugares, no a los nuevos, sino a los antiguos, y
viéndole ahora, no sé cómo no me di cuenta antes. He crecido rodeada de
hombres como David -como mi padre y mi hermano y todos sus colegas
y amigos- toda mi vida. No sé cómo no me di cuenta antes, excepto,
quizá, porque sencillamente no quería.
―El chófer llegará con el coche en cualquier momento ―dice mi
madre secamente, ignorándome y dirigiéndose directamente a David―.
Podemos ir a la iglesia y ultimar el contrato.
Hace una pausa, mirando entre nosotras dos.
―Hay una cosa que tengo que hacer ―dice finalmente―. Llevaré
mi propio chófer y volveré dentro de unas horas. Entonces podremos
irnos.
Parece que a mi madre le va a dar un aneurisma. No estoy segura si
alguien, aparte de mi padre, le ha dicho alguna vez que aguarde a su
gusto, en lugar de saltar inmediatamente a obedecer su itinerario.
―El sacerdote...
―Puede esperar ―dice David secamente―. Iré a la iglesia contigo,
si es lo que prefieres. Pero necesitaré unas horas antes.
Me destierran a mi habitación esperando a David. Paso el tiempo
paseándome de un lado a otro, intentando pensar en una salida,
intentando pensar en una escapatoria, pero no hay ninguna. No puedo
hacer nada, y lo sé.
Las tres horas pasan demasiado deprisa antes del retorno de David,
sin decir una palabra sobre dónde ha estado. No me dice nada durante el
trayecto a la catedral. Ni una palabra. Se sienta al otro lado del coche,
reclinado hacia atrás, consultando despreocupadamente su teléfono, y me
arden las mejillas al pensar en aquella última tarde en Ibiza. Cuesta creer
que el hombre frío y sereno que está sentado frente a mí sea el mismo que
me folló contra un ventanal, el mismo que me susurró cosas tan obscenas
mientras me corría en sus dedos, su lengua, su...
Aprieto los ojos por un momento, intentando desterrar los
pensamientos. Mi madre está sentada rígidamente a mi lado, y yo cruzo
las manos sobre mi regazo, intentando calmar mi acelerado corazón. Me
parece impensable que dentro de poco vaya a comprometerme con
David, con un hombre al que creí que nunca volvería a ver.
Esa sensación persiste cuando entramos en la iglesia y nos
dirigimos al altar, donde nos espera el sacerdote. Mi madre sostiene el
folio de cuero con el contrato, y siento que se me hace un nudo en el
estómago y se me revuelve, ese pozo de náuseas que amenaza a medida
que nos acercamos. Me siento atrapada, encerrada, como un animal en
una jaula. Quiero gritar, entrar en pánico, huir... cualquier cosa para salir
de esto, pero no hay escapatoria.
Miro fijamente al altar, con el pecho contraído intentando respirar.
La última vez que estuve aquí fue en el funeral de mi padre. Ataúd
cerrado, ya que su cuerpo no estaba en condiciones de ser visto. La
sensación en la iglesia era diferente entonces, un sentimiento de ira y
frustración impregnaba el aire de los dolientes e invitados reunidos.
No podía haber represalias por la muerte de mi padre. Ninguna
represalia contra la familia Mancini. Esa fue la palabra de Sicilia, la orden
que dio Don Fontana. Su juicio podría haber arruinado a cualquiera de
las familias implicadas, pero eligió a la nuestra. Decidió que mi padre era
el culpable. Se llevó a mi hermano. Y ahora lo único que queda para
salvar el nombre de nuestra familia es hacer esto, casarme con David, e
intentar reparar lo que se rompió.
―¿Tienes el anillo contigo? ―pregunta mi madre con crudeza, y yo
la miro primero a ella y luego a David, sobresaltada al abandonar mis
pensamientos. No esperaba que me diera un anillo, me parece casi una
burla de todo esto. Nadie me ha preguntado qué quiero, e
independientemente de si llevo o no una joya en el dedo, voy a verme
obligada a ser suya. Cuando saca del bolsillo una cajita de terciopelo
negro, casi me dan ganas de reírme.
Por favor, no te arrodilles, pienso desesperada acercándose a mí. Si lo
hace, no sé si podré evitar estallar en una histérica carcajada.
Afortunadamente, se limita a abrir la caja. Y allí, brillando contra el
terciopelo oscuro de su interior, está el anillo de compromiso más bonito
que he visto nunca. Lo más sorprendente no es el tamaño -al menos cinco
quilates solo la piedra central- ni lo caro que debe resultar, sino que no es
el anillo más tradicional. En lugar de un diamante blanco, la piedra
central es de un gris intenso, casi negro, con dos diamantes blancos talla
trillón a cada lado, engastados en una sencilla banda de platino.
―Es... ―Trago saliva, mirando el anillo, con el corazón traidor
latiéndome en el pecho.
―No eres una chica muy tradicional ―me dice David en voz
baja―. Pensé que también preferirías algo menos tradicional.
Lo miro totalmente confusa, sin palabras por primera vez, cuando
lo saca de la caja y lo desliza en mi dedo. No le entiendo, ni siquiera un
poco. Es todo pasión ardiente en un momento y luego fría indiferencia,
despreocupado por mis sentimientos en un momento y reflexivo al
siguiente. Su latigazo emocional formó una persona, y la idea de pasar el
resto de mi vida con él hace que me dé vueltas la cabeza.
Podríamos matarnos el uno al otro, pienso mientras desliza el anillo en
mi dedo. Encaja perfectamente, los diamantes grises y blancos brillan en
la penumbra de la iglesia, y me trago el nudo de mi garganta. Quiero que
signifique algo, pero no es así. No puede, porque yo no quiero esto, y creo
que él tampoco.
Entumecida, repito las palabras que nos dice el sacerdote, cojo la
estilográfica que me entregan y firmo el contrato con mi nombre. David
hace lo mismo y, cuando el cura confirma nuestro compromiso, toma mi
mano y se acerca, sus dedos tocan mi barbilla y se inclina para besarme.
No se parece en nada a sus besos de Ibiza, ni a la forma abrasadora
en que me besó contra la pared esta tarde. Su boca pasa como un
fantasma sobre la mía, un mínimo roce de labios, y mi cuerpo se tensa al
recordar, con un repentino e inoportuno torrente de deseo, todas las
formas en que me ha besado antes. Todos los lugares de mi cuerpo que su
boca ha tocado, todos los sonidos que he emitido por ello.
Cuando retrocede, quiero volver a sentir su boca en la mía. Lo
odio… odio que tenga ese tipo de control sobre mí, que pueda hacerme
desearlo así. Aprieto los labios y me alejo de él, sintiendo de repente el
anillo como un grillete en la mano, oprimiéndome.
―Esta noche vuelvo a Boston ―le dice David secamente a mi
madre―. Volveré a recogerla dentro de dos semanas, para volver a
Boston con ocasión de la boda.
No vuelve a mirarme. No me dirige la palabra al alejarse,
caminando por el pasillo y saliendo de la iglesia. Y me doy cuenta, con
creciente horror, que eso significa que dentro de dos semanas me mudaré
a Nueva Inglaterra.
De pronto se me saltan las lágrimas. Nunca he estado allí, pero
tengo la impresión al pensar que será un lugar frío, desolado y aislado, y
el pánico me oprime el pecho. No te vas a mudar a la jodida Alaska, me digo
cuando sigo a mi madre hasta el coche, intentando razonar conmigo
misma, pero no sirve de nada. Ni siquiera es la perspectiva de dejar a mi
madre y a mi familia en casa -esa parte no parece tan mala-, sino que
todos mis amigos están aquí. Mis únicos lazos con una vida normal están
aquí. Me lo van a arrancar todo y me quedaré sola con un marido al que
apenas conozco y en el que, desde luego, no confío.
Ni siquiera sé si podré terminar la universidad.
El peso de todo ello recae sobre mis hombros cuando entro en el
coche y miro el anillo que llevo en el dedo, brillando aún en la penumbra.
Es precioso, pero haría cualquier cosa por que desapareciera.
Antes quería que la semana con David se alargara más, pasar más
tiempo con él.
Ahora, deseo desesperadamente no volver a verle.
13

Amalie
Obtengo mi respuesta sobre la universidad al día siguiente, cuando
mi madre me dice bruscamente durante el desayuno que me han retirado
del programa.
―¿Qué? ―la miro fijamente, dejando caer la cuchara de pomelo
contra el plato de porcelana con un tintineo suficientemente fuerte como
para que suene como si hubiera astillado la porcelana―. No puedes...
―¿Qué sentido tiene continuar? ―Mi madre se encoge de hombros,
recogiendo con elegancia un poco de requesón y melocotones troceados
en una cucharilla―. Te vas a Nueva Inglaterra dentro de dos semanas.
¿Para qué perder el tiempo en clase si puedes estar preparándote para la
boda y la mudanza? Hay que ir de compras, necesitarás ropa nueva. He
tenido cuidado con el dinero desde la muerte de tu padre, pero no puedo
enviarte a los Carravella sin...
No deja de parlotear sobre ropa, zapatos y joyas, sobre lo que
podría necesitar para el ensayo de la boda, y yo no oigo absolutamente
nada. Sigo atascada en la parte en la que me dijo que me había retirado de
las clases, y doy un manotazo en la mesa sin pensar, sacándola de su
divagación.
―Amalie. ―Me fulmina con la mirada―. Si alguna vez ha llegado
el momento de empezar a aprender a comportarte como una dama, es
ahora...
―¿Cómo pudiste retirarme sin más? ¿Sin mi consentimiento?
¿Cómo es posible? ―Trago saliva con fuerza, intentando contener las
lágrimas que brotan de mis ojos, lágrimas que son más de rabia que de
otra cosa. Me había hecho a la idea de poder estudiar a distancia, de
poder cambiarme a clases por Internet, cualquier cosa con tal de terminar
la carrera que sería lo único enteramente mío y ahora también me lo han
quitado.
―Soy tu madre ―dice rígida, volviendo a coger la cuchara―. Lo
único que necesitaba era firmar unos papeles. Sigues estando a mi cargo,
quieras o no, Amalie. Y más allá de eso, el apellido Leone sigue gozando
de cierto respeto, aunque sea más por nuestro dinero que por otra cosa.
Créeme cuando te digo que no hay nada que puedas hacer al respecto. Y
en cuanto a tu amiguita... ―Mi madre empuja la cuchara en mi dirección,
con los ojos entrecerrados―. Te he quitado el teléfono y el portátil. No
volverás a ponerte en contacto con ella ni a verla. Tienes dos semanas
para cambiar tu forma de pensar, Amalie, y aceptar tu nueva situación.
Ver a esa amiga tuya no te ayudará a ello. Es hora de centrarte en el
futuro para el que naciste, y no en esas ideas idiotas y modernas de
independencia que tienes. Claire March no tiene nada que ver con
nuestro mundo, y no tiene cabida en tu nueva vida.
Miro fijamente a mi madre, completamente muda. Siento que todo
se derrumba a mi alrededor, y las lágrimas brotan por completo antes de
poder detenerlas, goteando sobre mis pestañas y deslizándose por mis
mejillas.
Mi mejor amiga ni siquiera estará allí para ayudarme a elegir el
vestido de novia. Ni siquiera sabrá por qué he dejado de hablarle, aunque
creo que podría sospecharlo. El repentino aislamiento me aplasta y me
muerdo el labio, intentando contener el torrente de lágrimas. Es
totalmente inútil.
―Deja de comportarte como una niña. ―La irritación en la voz de
mi madre es evidente―. Te las has arreglado para quedarte embarazada,
por el amor de Dios, así que ya es hora de madurar, Amalie.
Mi estómago elige ese momento para rebelarse, el recordatorio me
golpea mientras empujo la silla hacia atrás y salgo corriendo del comedor,
ignorando las protestas de mi madre, lanzándome al baño más cercano.
Si esto sigue así, David no tardará en descubrir la verdad, diga lo
que diga mi madre.

Ni siquiera ir de compras y elegir mi vestido de novia consigue


levantarme el ánimo, aunque en realidad no esperaba que lo hiciera. Mi
madre nos concierta una cita privada en un salón nupcial, donde me
llevan a un camerino y me entregan una bata de satén mientras una
dependienta me trae una selección de vestidos previamente escogidos
para que yo elija. No tengo oportunidad de echar un vistazo por la
tienda, ni de pensar en lo que podría querer para mí. En lugar de eso,
sorbo nerviosa el zumo de manzana espumoso que me han puesto en una
copa de champán, maldiciendo el no poder tomar alcohol y el que,
precisamente en el banquete de mi boda, tampoco podré hacerlo.
No sé muy bien cómo voy a aguantar sobria.
Hay una gama bastante amplia de estilos, aunque todos son muy
modestos. Acabo eligiendo un vestido con falda de seda y corpiño de
encaje, con mangas tres cuartos que terminan en el mismo encaje de
pestañas con flecos que se aplica en el dobladillo del vestido. La adición
de un velo hasta la punta de los dedos con el mismo estilo de encaje
perfecciona el look nupcial, y mi madre está encantada con él, lo que hace
que mi día sea un poco menos miserable.
Pero al mirarme en el espejo cuando la dependienta me abrocha el
vestido para los arreglos, no puedo imaginarme que dentro de dos
semanas me lo vaya a poner de verdad para ir al altar y casarme con
David. Aún me parece un sueño extraño del que voy a despertar en
cualquier momento. Empujo el anillo de un lado a otro con el pulgar,
sintiendo las puntas de los diamantes bajo la almohadilla de carne,
clavándolo lo suficiente para que duela ligeramente. Siento que pierdo la
cabeza.
Nada de esto parece real. Pero lo es.
Mi madre paga el vestido y me lleva a otra tienda, donde elige los
zapatos y las joyas a juego. No tengo muchas opiniones al respecto, pero
eso no parece importar; mi madre sí las tiene y, de todos modos, no creo
que las mías hubieran sido escuchadas. Escoge unos pendientes de zafiro
y perlas, diciéndome que harán juego con el collar de perlas que me va a
regalar, algo prestado y azul, y discute sin cesar sobre la altura del tacón
que debo llevar en el altar.
En privado, espero que sean lo suficientemente altos como para
tropezarme bailando y romperme el cuello. Esa parece ser la mejor opción
posible para todos nosotros.
Puede que yo me sienta miserable, pero mi madre no oculta que
está pasando uno de los mejores días que ha tenido en mucho tiempo.
Puede que no le gustara mucho mi padre, pero siempre le han gustado
los adornos y las tradiciones de la vida mafiosa, y esto le permite
imaginarse exactamente lo que le gustaría ser, una mujer importante que
viste a su hija para enviarla a una alianza matrimonial.
Mi madre nació realmente varios siglos tarde.
Ni siquiera parar a comer es un respiro. Para colmo de males,
vamos a uno de mis pequeños bistrós favoritos de la ciudad, pero acabo
pidiendo lo más soso que se me ocurre en el menú ―una ensalada de
fresas y queso de cabra con pollo y aliño aparte―, ya que no tengo ni idea
de cuándo decidirá mi comida volver a subir para decir hola. Después de
comer, en lo único que puedo pensar durante el resto del viaje de
compras es en la mejor manera de mantener a raya mis náuseas. En la
última semana he bebido más ginger ale del que nunca hubiera querido,
y sospecho que después de esto no querré volver a probarlo.
Las dos semanas que faltan para que David venga a recogerme se
hacen interminables. Sin clases, sin Claire ni ninguna otra distracción
excepto los interminables sermones de mi madre sobre cómo
comportarme con la familia de David y de qué familias mafiosas de
Boston debería saber los nombres, casi empiezo a tener ganas que llegue
la boda. Al menos entonces tendré algo en lo que ocupar mi atención,
aunque no sea bueno.
Dedico parte de mi tiempo a preguntarme qué versión de David me
tocará cuando venga a recogerme, y lo descubro apenas entra por la
puerta. Malhumorada, elegí vestirme de negro para este viaje, un
pantalón negro de pitillo y una blusa de seda negra sin mangas, con unos
sencillos pendientes de diamantes y un collar solitario de diamantes que
me regalaron por mi decimoctavo cumpleaños. Estoy esperando en el
salón formal con mi madre cuando él entra, y veo que su mirada se dirige
al anillo de compromiso de mi mano izquierda, como si quisiera
asegurarse que sigo llevándolo.
Su rostro es frío e impasible cuando mira a mi madre.
―¿Está lista para irse? ―pregunta sin rodeos, y al instante me
pongo furiosa.
―Estoy jodidamente justo aquí ―escupo, comenzando a
levantarme, y mi madre me agarra del codo con el mismo apretón
tirándome de nuevo al sofá.
―Lenguaje ―sisea, y yo casi me rio a carcajadas, pensando en
algunas de las cosas que David consiguió arrancarme de los labios
mientras me volvía loca de placer en Ibiza, cosas que harían estallar la
cabeza de mi madre si alguna vez me oyera decirlas.
―Puedes hacerme preguntas, ¿sabes? ―La ignoro, sin dejar de
fulminar a David con la mirada―. ¿O es una de las costumbres mafiosas
de Boston que se supone que debo aprender? ¿Todas las preguntas entre
maridos y mujeres pasan por un tercero?
Estoy siendo sarcástica, pero la forma en que sigue ignorándome
casi me hace dudar.
―¿Están listas sus cosas? ―pregunta―. La mayor parte de su
equipaje debe enviarse a la mansión, pero unas pocas maletas pueden ir
en el avión. Puedo imaginar cuánto debe tener.
La forma despectiva en que lo dice, como si yo fuera la criatura más
mimada que existe, me dan ganas de abofetearle.
―Ya he organizado el envío de la mayoría de sus cosas ―dice mi
madre con calma―. Sus otras maletas están junto a la puerta. Amalie,
¿estás lista?
Casi tiemblo, estoy muy enfadada. Su tono es despectivo, como si
finalmente se dignara a hablarme, y me pregunto qué pasaría si me
negara en redondo a seguir adelante con todo esto, si me pusiera firme y
dijera que no.
Al menos una pequeña parte de mí sabe que es mi propia cobardía
la que me impide hacerlo, porque no tengo la menor idea cómo sería mi
vida si eso ocurriera. Estaría sola, sin recursos, y nunca he tenido que
valerme por mí misma de esa manera. Claire no me ayudaría; creo que es
una buena amiga y me tiene verdadero afecto, pero tiene su propio
estatus y riqueza. Si cayera tan lejos, no me tendería la mano para
levantarme.
Mi futuro es aterrador elija lo que elija, pero al menos con esto sé lo
que me espera.
Me levanto lentamente y, esta vez, mi madre no me tira hacia abajo.
―Estoy lista ―digo con calma, aunque interiormente estoy al borde
del pánico, y David hace un gesto hacia la puerta.
―Vamos, entonces.
No me dice ni una palabra mientras el conductor carga mis maletas
en la parte trasera del coche negro que espera fuera. Me pregunto si
recibiré alguna pequeña muestra de afecto de mi madre, un abrazo, un
beso en la mejilla, algo, pero ella se limita a agarrarme de la muñeca antes
de poder apartarme, acercándome un momento y hablando en voz baja.
―Recuerda por qué haces esto ―me dice bruscamente―. No
avergüences a nuestra familia más de lo que ya lo has hecho, Amalie. Y,
por el amor de Dios, guarda tu secreto hasta después de la boda.
Susurra esto último lo suficientemente bajo como para que David
no pueda oírlo, pero a mí se me revuelve el estómago. Me giro cuando me
suelta y veo que ya está en el coche, y me deslizo dentro para seguirle
cuando el conductor me abre la puerta y me siento enfrente de él. El
silencio persiste conforme el coche sale a la autopista, y retuerzo las
manos en mi regazo, intentando contener las palabras mordaces hasta
que ya no puedo más.
―¿Todo nuestro matrimonio va a ser así de silencioso? ―exclamo,
y David levanta bruscamente la vista del teléfono.
―Quizá no todo. ―Levanta una ceja, sus labios se tuercen en una
sonrisa cómplice, y mis mejillas se acaloran. Sé exactamente a qué se
refiere y odio que, en este momento, haya decidido recordarme lo
susceptible que soy a sus encantos cuando decide utilizarlos.
―Ya no es mi elección. ―Me alejo de él, miro por la ventanilla el
paisaje que pasa―. Así que quizá no lo disfrute tanto.
―¿Después de cómo me besaste en el salón? No puedo decirte que
lo crea. ―Hay una certeza satisfecha en la voz de David que hace que me
piquen de nuevo las palmas de las manos de ganas de abofetearle, una
sensación que me resulta cada vez más familiar con cada día que
pasamos juntos.
―Hubiera preferido no enterarme, pero aquí estamos. ―Me alejo
de él todo lo que puedo, hacia la ventanilla del lado opuesto, con la
mandíbula apretada. El que siga pensando en aquel beso hace que se me
caliente la sangre y se me acelere un poco el pulso, pero me niego a que
sepa que me afecta de ese modo, incluso ahora. No quiero hacerle saber
que aún puede excitarme, incluso cuando se comporta como un completo
gilipollas. Es más poder del que debería tener, o del que debería saber que
tiene.
David hace un ruidito en el fondo de la garganta y el coche vuelve a
quedarse en silencio. Permanece así hasta que llegamos al hangar donde
está el jet privado, y el coche se detiene en la pista. El conductor abre la
puerta y David se escabulle, sin molestarse en esperarme mientras se
dirige hacia el jet.
―¿Vas a llevar mis maletas? ―Miro al chófer, insegura, y cuando
asiente, voy tras David, maldiciendo mis tacones altos. Mi madre tiene
una particular venganza contra los zapatos planos, sobre todo para
ocasiones como esta, pero me prometo a mí misma que si hay una
libertad de la que voy a hacer uso cuando esté lejos de casa y viva en
Nueva Inglaterra, es la de poder elegir mi propio calzado.
David ya está en el avión cuando subo. Está diciéndole algo al
piloto y me mira cuando doy el último paso hacia la cabina, indicándome
el pasillo.
―Elige un asiento ―me dice tajantemente―. Solo estaremos
nosotros en el vuelo.
Asiento con la cabeza, preguntándome si es demasiado esperar que
se siente en otro sitio, no a mi lado, mientras dure el vuelo. Será un vuelo
corto, de unas dos horas, pero incluso eso es más de lo que quiero pasar
en la fría compañía de David ahora mismo.
Como era de esperar, no tengo tanta suerte.
Me acomodo en uno de los mullidos asientos de cuero beige, saco
una chaqueta de cachemira negra de mi bolso de mano -por hoy me he
comprometido a llevar todo negro, a pesar de lo mucho que sé que
enfadó a mi madre- y me la pongo cuando oigo los pasos de David.
Como si fuera plenamente consciente de lo mucho que prefiero el espacio,
se acomoda en el asiento de enfrente y su mirada fría y oscura se cruza
con la mía.
―Dos horas ―me dice pensativo, recorriéndome con la mirada.
Odio lo apuesto que resulta, incluso ahora, la forma en que me mira me
hace estremecer de una manera que no tiene nada que ver con el débil
frío de la cabina―. ¿Cómo deberíamos pasarlo, Amalie? ¿Qué te parece?
―He traído un libro ―murmuro, ignorando la traidora reacción de
mi cuerpo ante la clara insinuación de su voz―. Creo que ha salido un
disco nuevo de un grupo que me gusta, así que también he traído
auriculares... ―Demasiado tarde, recuerdo que en realidad ya no tengo
teléfono, pero por la forma en que David me mira, no creo que vaya a
importar.
Me lanza una mirada fría y apreciativa que, de algún modo, aún
está llena de lujuria, y me recuerda al modo en que me miró aquella
última tarde en Ibiza, cuando me compró el billete de avión. Aquella fue
una de las experiencias más humillantes de mi vida, en una semana en la
que había tenido varias, y aun así se me retuerce el estómago al
recordarlo, se me aprietan los muslos al sentir una palpitación familiar
entre ellos. Se me corta la respiración en la garganta, el calor me inunda,
incluso preparándome para discutir con él si realmente intenta lo que
creo que podría intentar.
―Quítate la chaqueta de punto, Amalie ―me dice con
indiferencia―. No es muy favorecedora. Me gusta ver más de ti expuesta
para mí. De hecho, ya que estás, desabróchate los dos botones superiores
de la blusa.
Lo miro fijamente, con el deseo momentáneamente olvidado en el
arrebato de ira que me produce su tono arrogante.
―No puedes hablarme así...
―Oh, sí que puedo. ―David se echa hacia atrás, mirándome con
esa misma expresión despreocupada en el rostro―. ¿O prefieres que te
diga que te desnudes por completo, aquí donde cualquiera podría pasar
por el pasillo y ver? Tengo dos azafatas en este vuelo, ¿sabes? ¿Te
gustaría pasar las próximas dos horas desnuda en ese asiento, extendida
para mi placer visual? Me imagino lo que pensarían de eso si lo vieran.
Me arde la cara y veo en su rostro el placer de haberme irritado. Le
gusta conseguir esa reacción en mí, llevarme tan rápidamente de la
excitación a la ira... y viceversa, si soy sincera conmigo misma.
No quiero obedecerle. Pero también creo que hará exactamente lo
que amenaza si me niego. Y eso, creo, sería una humillación excesiva.
Lentamente, me quito la chaqueta de cachemira y la dejo sobre el
bolso en el asiento contiguo al mío. Rápidamente, antes que mis dedos
comiencen a temblar demasiado, me desabrocho los dos botones
superiores de la blusa de seda, lo suficiente para que David pueda echar
un vistazo a mi pequeño escote.
―Muy bonito ―resopla, moviéndose en su asiento. Una mirada
hacia abajo es todo lo que necesito para ver que está excitado, con la
prominencia visible de su polla presionando gruesa y dura contra la tela
de su pantalón de traje. Su mirada vuelve a deslizarse sobre mí,
tomándose su tiempo, y luego señala con la cabeza el espacio que hay
entre nosotros―. De rodillas, Amalie. Me la has puesto dura, y creo que
me gustaría que me chuparas la polla un rato, hasta que decida qué más
me gustaría hacer contigo.
Lo miro fijamente, momentáneamente dividida entre el odio y el
deseo, el latigazo de sentimientos que me deja sin habla.
―Aún no estamos casados ―protesto, las palabras salen
entrecortadas―. No podemos...
David resopla, ya desabrochándose el cinturón mirándome.
―Me chupaste la polla una docena de veces en Ibiza ―me dice
bajándose la cremallera―. El cambio de huso horario no te convierte en
virgen otra vez, Amalie. De rodillas, antes que se me ocurra algo más
entretenido que decirte que hagas.
Mis mejillas arden. Vuelve a asentir hacia el suelo, abriendo un
poco más las piernas para hacerme sitio. Siento la misma horrible
sensación de humillación de la última tarde junto a la piscina, y también
de excitación. Cuando obedezco, deslizándome fuera del asiento de cuero
y poniéndome de rodillas delante de él, noto que estoy húmeda. La
sedosa tela de mis bragas se aferra entre mis muslos, húmeda por esa
necesidad dolorosa, y no me cabe duda que él lo descubrirá antes de
acabar el vuelo. Ese pensamiento es suficiente para que se me salten las
lágrimas de vergüenza, justo cuando libera su gruesa polla, rodea la base
con el puño y me hace señas para que me acerque.
―No estoy de humor para que me tomen el pelo ―murmura,
acercando una mano a mi nuca mientras me guía hacia su polla―. Abre
la boca, bellisima.
El apelativo italiano es suficiente para recordarme lo idiota que fui
en Ibiza. Una idiota, por oír su voz, su acento, y no sospechar que su
riqueza procedía del mismo tipo de fuente que la de mi familia. No
pensar ni por un momento que pudiera ser mafioso.
No quería pensarlo, así que había alejado por completo esa
posibilidad de mi mente. Ahora estoy descubriendo las consecuencias.
Su mano pesa sobre mi nuca, conduciendo mis labios hasta la punta
hinchada de su polla. Ya puedo ver cómo se acumula el precum en la
punta, suplicándome que saque la lengua y lo pruebe, que gire la lengua
alrededor de la tensa carne, que acaricie ese suave punto justo debajo,
como sé que a él le gusta. Se lo hice en Ibiza, aprendí lo que le gusta,
intenté repetir esas cosas para complacerlo, pero en este momento en
particular, tengo el impulso rebelde de hacer cualquier cosa menos las
cosas que sé que más le gustan.
Ha dicho que no quiere que le tomen el pelo, así que decido que
simplemente no lo haré.
Deslizo los labios por la punta cuando levanta las caderas, con las
manos dirigiendo la polla y mi boca exactamente donde él quiere. Nunca
fue tan controlador, ni siquiera en Ibiza, y odio cómo me excita, que la
fuerte presión de sus dedos contra mi nuca me haga sentir una necesidad
palpitante. Desearía que me tocara, Dios, incluso que me diera permiso
para tocarme, aunque tengo la sensación de saber exactamente cómo
acabaría si lo intentara.
Lo último que quiero es acabar tumbada sobre su regazo mientras
me azota a la vista de cualquiera que pase por allí, aunque una parte de
mí se retuerza de excitación no deseada al pensarlo.
Incluso en el mes que ha pasado desde Ibiza, he olvidado el truco
de poder introducirlo fácilmente en mi boca. Lucho mientras se desliza
sobre mi lengua, empujando hasta el fondo de mi garganta, y me doy
cuenta rápidamente que no va a darme mucha oportunidad de
acostumbrarme de nuevo. Se trata de lo que él quiere, no de ponérmelo
fácil, ni siquiera de hacerlo tan placentero.
Me pregunto si así es como piensa delimitar lo que fuimos en Ibiza
y lo que seremos ahora, como marido y mujer mafiosa.
―Buena chica ―respira, presionando aún más mi cabeza hacia
abajo―. Tómalo todo. Joder…
La forma en que gime en voz alta envía una sacudida de excitación
por mi columna vertebral, acumulándose entre mis muslos. Gimo
alrededor de su polla antes de poder contenerme, y la forma satisfecha en
que se ríe pasando los dedos delicadamente por el cabello, claramente
satisfecho de sí mismo, hace que le odie aún más.
Lo odio, lo deseo y va a volverme loca. Esto va a ser el resto de mi
vida, y no tengo idea cómo voy a superarlo. Cómo vamos a poder existir
juntos, tal y como están las cosas ahora.
Me ahogo cuando se introduce más en mi garganta, sus dedos me
presionan la nuca gimiendo de placer. Lo siento palpitar en mi lengua al
apoyar las manos en sus muslos, luchando por no ahogarme. Las
lágrimas de mis ojos se calientan en las comisuras y siento su mano
apretando con más fuerza mi cabello.
―Joder ―vuelve a respirar, sus caderas se sacuden y mi garganta se
convulsiona fuertemente a su alrededor, y entonces me aparta de su
polla, con una mano rebuscando en el bolsillo.
―Quítate el pantalón ―gime, rasgando un paquete de papel de
aluminio―. Ahora, Amalie...
Casi me rio, al ver el preservativo. Quiero decirle lo jodidamente
ridículo que es, lo inútil, que hace tiempo que pasó el momento de
acordarse de la protección. Pero la voz de mi madre reprendiéndome
para que guarde el secreto resuena en mi cabeza, amortiguando
momentáneamente mi excitación y mantengo la boca cerrada.
De todos modos, eso ya no me sacará de esta. El bebé es de David y
revelarlo solo servirá para unirnos aún más. Tanteo el botón de mi
pantalón y vuelvo a sentir la vergüenza en las mejillas ante la idea que
alguna azafata venga por el pasillo y me vea así. A David no parece
importarle, su polla sobresale dura y palpitante de la bragueta abierta,
tiesa en la mano mientras enrolla el preservativo en su pene.
Apenas espera a que me quite el pantalón, me agarra de la cadera y
tira de mí hacia delante. Tropiezo y él me empuja hacia su regazo,
separándome los muslos para colocarme a horcajadas sobre él, y sus
dedos se deslizan por debajo del borde de mis bragas. Jadeo cuando las
yemas de sus dedos rozan mi clítoris, una sacudida de puro placer me
recorre, y no puedo contener el gemido que se escapa de mis labios
cuando la sensación desaparece. Quiero más, y me agarro a sus hombros
cuando siento la presión de la cabeza de su polla contra mi entrada, su
mano aún dura en mi cadera al arrastrarme hacia abajo sobre ella.
Grito. No puedo evitarlo, es demasiado grueso y al principio siento
como si me abriera en canal. Ni siquiera el preservativo lubricado y mi
propia humedad son suficientes para eliminar por completo el ardor de la
primera embestida. Se hunde en mí hasta el fondo, levantando las caderas
para enterrarse dentro de mí gruñendo, ahora con ambas manos en mis
caderas, y comienza a follarme.
―Estás tan jodidamente húmeda ―gime, moviendo una mano para
arrastrar sus dedos por mis pliegues, sobre mi tenso y dolorido clítoris.
Mi carne se estira a su alrededor, hinchada y palpitante, y suelto otro
gemido jadeante, odiándome por ello. Quiero callarme, no darle el placer
de saber cómo me está afectando, pero no puedo contener los sonidos que
salen de mis labios. Se siente tan bien, llenándome así, follándome con
fuerza, utilizándome. No sé por qué me gusta tanto, ni qué dice eso de mí,
pero no puedo negar lo que me hace sentir.
David me empuja hacia delante, contra su pecho, con los labios
pegados a mi oído y sus caderas rodando implacablemente dentro de mí.
―Piensa, bellisima ―murmura―. Cuando estemos casados, no
habrá más preservativos. Nada entre nosotros. Te llenaré de mi semen
todos los días, igual que ahora. ¿Te gusta cómo suena eso, cara mía?
¿Goteando mi semen todo el día, con ese precioso coñito lleno?
Me niego a contestarle, aunque no tengo por qué hacerlo. Se ríe
cuando me aprieto contra él, mi cuerpo delata exactamente cómo me hace
sentir, el deseo tembloroso que me recorre al presionar los labios contra
su hombro en un esfuerzo por ahogar otro gemido. Ha retirado los dedos
de mi clítoris, provocándome deliberadamente, pero no creo que importe.
Voy a correrme de todos modos, solo por la sensación de tenerlo así
dentro de mí, follándome al aire libre. Noto que la presión de mi interior
comienza a desplegarse, que mi cuerpo se tensa y se estremece arqueando
mi espalda. Le oigo gemir en lo más profundo de su garganta cuando me
aprieto a su alrededor, ondulando a lo largo de su polla.
―Oh, joder… Amalie... ―gime mi nombre, provocándome otro
estremecimiento de placer al introducirse en mí por última vez. Incluso a
través del preservativo, puedo sentir el palpitar caliente de su polla, la
forma en que se endurece y se retuerce en mi interior derramando su
semen dentro de él en vez de dentro de mí, y por un instante de locura,
deseo que estuviera dentro de mí en su lugar. Lo odio y lo deseo y, por un
momento, quisiera que no hubiera nada entre nosotros.
Entonces se mueve levantándome de su regazo, de modo que me
quedo de pie, con las rodillas débiles y casi desnuda de cintura para
abajo, obligada a buscar a tientas mi pantalón en el suelo cuando David
pellizca el condón y lo desliza por su polla reblandecida.
Dolor y vergüenza me invaden al mismo tiempo, me pongo el
pantalón de nuevo y tanteo insensiblemente el botón a la vez que me giro.
Odio que haya hecho correrme, que lo desee incluso cuando me trata así,
que sepa que volveré a caer en la trampa. No me dirige la palabra cuando
se retira y se levanta para deshacerse del preservativo, y sé que ha
terminado conmigo por esta noche.
Así será el resto de mi vida, a su entera disposición.
Y no puedo hacer nada para escapar.
14

David
La noche anterior a la boda, presenté a Amalie a mi familia.
Pasamos la noche anterior en habitaciones de hotel separadas, la
suya bien vigilada por seguridad, tanto por su propia seguridad como
para asegurarme que no se le ocurriera intentar escaparse. Conozco su
afición a intentar escabullirse de las cosas -después de todo, la conocí
cuando hacía precisamente eso en Ibiza- y sé muy bien el tipo de
vigilancia que hay que tener sobre ella. Mi plan es vigilarla tanto en todo
momento que no haya la menor posibilidad de huida.
Había pensado en compartir cama con ella, por esa misma razón,
pero necesitaba espacio. Necesitaba recordarme a mí mismo que las cosas
son diferentes ahora, que cómo éramos en Ibiza no es cómo podemos ser
aquí, como marido y mujer.
Amalie, durante una semana, fue embriagadora. Durante el resto de
mi vida...
Podía hacer que me enamorara de ella. Ella podría sacar de mí
sentimientos que he mantenido encerrados, cuidadosamente, porque no
quiero sentirlos. Que eso ocurra, en lo que a mí respecta, es inaceptable.
Perdí el control con ella en su casa, aquella tarde en que su madre la
dejó a solas conmigo durante unos minutos. Estuve a punto de empujarle
el aburrido vestido que llevaba por los muslos y follármela contra la
pared, con la mano en la boca para ahogar los gemidos que sabía que
habrían brotado de sus labios.
De la misma forma que ella habría estado goteando por mí, si yo
hubiera hecho eso.
Está claro que me desea, no puede evitarlo, aunque lo intente. No
debería encontrar eso tan satisfactorio como lo hago. No debería excitarme
que pueda manipularla tan a fondo, que pueda atraerla hacia mí con
facilidad, por mucho que intente alejarla entre medias.
Me planteé, durante el resto de la noche pasada y todo el día de
hoy, intentar encontrar una forma de salir del matrimonio. Pero, en
última instancia, no hay salida que yo vea. El momento para ello pasó
cuando firmé el contrato de esponsales; romper algo así tiene
consecuencias de largo alcance. Nuestra familia ya ha sufrido demasiado
para que yo corra ese riesgo.
Si quería evitar el matrimonio con Amalie Leone, tendría que haber
dicho que no en Chicago, y haberme enfrentado a la frustración de mi
padre al fracasar su intento. Pero había pensado con la polla, mientras la
tenía presionada contra aquella pared y retorciéndome contra ella, y
ahora voy a tener que atenerme a las consecuencias.
Está impresionante cuando baja las escaleras para reunirse conmigo
en el vestíbulo del hotel. Por un momento, lo único que puedo hacer es
mirarla fijamente. Se detiene al final de la escalera y su mirada se fija en la
mía. Me recuerda al instante el momento en que la vi por primera vez en
aquel bar de Ibiza, aquel instante en que sentí una sacudida de algo que
ninguna otra mujer me había hecho sentir jamás.
Tengo que apartar la mirada para recuperar la compostura,
volviéndome como si necesitara aclararme la garganta. Precisamente esta
noche, necesito que comprenda que no es ella quien tiene la sartén por el
mango. Que aquí, en Boston, en casa de mi familia, en todas partes a
partir de ahora, soy yo quien tiene el control.
Cuando me vuelvo hacia ella, Amalie está casi al pie de la escalera.
Lleva un vestido largo de color crema salpicado de hilos plateados, los
tirantes son lo suficientemente finos como para romperse con un dedo, y
la parte delantera del vestido desciende bruscamente para dejar al
descubierto un pequeño escote a ambos lados. Vislumbro su muslo
cremoso en la abertura de un lado del vestido, y su cabello castaño oscuro
está recogido en lo alto de la cabeza, dejando las clavículas y los hombros
hermosamente desnudos. Algunos mechones están ingeniosamente
sueltos y me duelen los dedos de querer apartarlos de su rostro.
Toda ella me hace sentir así. Las lágrimas de rubíes y diamantes
colgando de sus orejas me hacen querer trazar su forma, y luego la
envoltura de su delicada oreja a cada lado. La cadena de oro fino a juego
que se extiende sobre sus clavículas, terminada en un rubí del tamaño de
un huevo rodeado de diamantes, hace que desee seguir su línea con la
lengua. Parece un regalo esperando a ser desenvuelto, una hermosa
escultura que solo yo podré profanar a partir de este momento, y todos
los pensamientos de escapar del matrimonio huyen en el momento en
que la observo. La sensación es sustituida por un deseo repentino y
posesivo que nunca he sentido por ninguna mujer, y que por sí solo
debería hacerme querer huir aún más.
En cambio, me dan ganas de agarrarla, besarla, reclamarla en todos
los sentidos... y no soltarla nunca.
―David. ―Su voz es suave y fría cuando se acerca a mí―. ¿Estás
listo para irnos?
En su voz hay un leve hilo sarcástico, y sé que está imitando lo que
dije ayer antes de salir de su casa. Lo ignoro deslizando su mano por el
pliegue de mi brazo y conduciéndola por el vestíbulo de estilo Art Decó
hasta el coche que está esperando.
―Mis padres son muy formales ―le advierto, cuando el coche se
adentra en el tráfico―. Tendrás que cuidar tu lengua durante la cena y no
decir nada que pueda ofenderles.
Los ojos de Amalie se entrecierran. Ha elegido para esta noche un
pintalabios burdeos que casi hace juego con el tono de su cabello, y lo
único en lo que puedo pensar es en cómo me envolvería la polla con sus
labios carnosos.
―¿O qué? ―ronronea, con un tono desafiante, y esa imagen no
hace más que intensificarse, hasta que siento que mi polla se alarga contra
mi muslo expectante.
―O te pondré de rodillas en el camino de vuelta a casa ―le digo
despreocupadamente, y sus ojos se abren ligeramente. Me lanza una
mirada furibunda, pero por su respiración entrecortada me doy cuenta
que no odia la idea tanto como quiere hacerme creer―. Puede que lo
haga de todos modos ―añado, incapaz de quitarme las ganas de hacer
exactamente eso, y Amalie resopla.
―¿Qué sentido tiene comportarse, si vas a hacerlo de todos modos?
―pregunta con una mueca, y le sonrío, con una sonrisa depredadora
curvando mis labios.
―Porque si te portas bien ―murmuro, bajando la voz hasta
convertirla en un grueso susurro en el aire que nos separa―, puede que
te deje correrte a ti también, cara mía.
Ella aparta la mirada bruscamente.
―Te odio ―sisea, sin encontrar mi mirada, y yo me rio.
―Aún quieres que te haga correrte. ―Me encojo de hombros―.
Ódiame todo lo que quieras, pero no puedes fingir que no es verdad.
La terquedad de su boca mirando por la ventanilla me dice que va a
intentarlo. Puedo pensar en una docena de cosas que me gustaría hacerle
antes que el coche llegue a la mansión de mis padres, comenzando con
ella de rodillas y terminando con su falda levantada y sus piernas
alrededor de mi cabeza lamiéndola hasta alcanzar un clímax estridente
que el conductor no podrá evitar oír, pero lo dejo, por ahora.
Necesito demostrarme a mí mismo, aunque solo sea eso, que puedo
evitar satisfacer todos mis caprichos con ella. Yo controlo su deseo, no al
revés.
La cena en la mansión de mis padres se celebra en el comedor
formal, un poco ridículo, creo, para una comida de cinco comensales. La
mesa se extiende un buen trecho más allá de donde estamos sentados: mi
padre a la cabeza, mi madre a su derecha y yo a su izquierda. Amalie se
sienta elegantemente a mi lado, frente a mi hermana Bianca. Esta sonríe a
Amalie, balanceando su cabello oscuro alrededor de la cara al echar la
cabeza hacia atrás.
―¡No me habías dicho que mi nueva cuñada era tan hermosa!
―exclama, y su sonrisa se amplía cuando Amalie se ruboriza con ese
particular tono rosa que solo las pelirrojas parecen conseguir―. Bien por
ti, David.
―Bianca ―reprende mi madre, sacudiendo la cabeza y mirando a
Amalie―, lo siento por mi hija. Intentamos enseñarle modales, pero es
muy difícil hoy en día. ―Su mirada azul grisácea se desliza sobre Amalie,
y sé lo que está pensando―. Estoy segura que tu madre y yo podríamos
compadecernos de eso.
―Bueno, tendrás una oportunidad en la boda. ―La voz de Amalie
sale un poco más mordaz de lo que creo que pretende, y toco su muslo
por debajo de la mesa en tono de advertencia. La forma en que se
estremece con solo tocarla me produce una sacudida de deseo: el poder
que parezco tener sobre ella es embriagador.
Tengo que asegurarme de mantener el espacio entre nosotros, después de la
boda. Quizá habitaciones separadas. Incluso cuando lo pienso, siento que me
rebelo contra la idea. Quiero tener a Amalie siempre en mi cama,
desnuda y lista para mí cuando me plazca, y mi polla se retuerce contra
mi pierna, deseándola de nuevo.
―Tu madre es una mujer formidable ―le dice mi padre a Amalie,
sacándome de mis pensamientos justo cuando traen la sopa. Aparto la
mirada de ella, intentando no fijarme en cómo brillan las joyas de sus
orejas y garganta bajo la luz de la lámpara de araña situada sobre la mesa,
cómo parece resplandecer con el vestido que ha elegido. Es
increíblemente hermosa, y me resulta imposible pensar con claridad
cuando estoy cerca de ella―. Ella no iba a aceptar un no por respuesta, en
lo que respecta a este matrimonio.
―No sé nada al respecto ―dice Amalie fríamente―. No se me
consultó. Solo me dijeron dónde presentarme, dónde colocarme y dónde
firmar.
Mis dedos se aprietan contra su muslo, otra advertencia, mientras
cojo la botella de vino y lleno mi copa hasta la mitad. Espero que ella
haga lo mismo, pero lo ignora, y la miro curiosamente. De todas las veces
que no ha bebido, esta elección en concreto me sorprende. Quizá solo
quiera evitar un desliz delante de mis padres, pienso, pero ni siquiera eso
tiene todo el sentido, dada su lengua afilada hasta ahora.
―Bueno, así son las cosas, ¿no? ―El tono de mi madre es
despreocupado al sumergir la cuchara en su sopa―. Las señoras hacemos
lo que nos mandan y mantenemos las tradiciones. Y a cambio, llevamos
una vida bastante cómoda y agradable. Tendré que pensar en alguna
forma de mantenerte ocupada, querida, cuando acabe la boda. Estoy
segura que lo necesitarás, hasta que llegue el primer pequeño Carravella.
Amalie hace una mueca y lucho por no fruncir el ceño. Sin duda no
puede esperar que haga otra cosa que dejarla embarazada lo más rápidamente
posible. De hecho, mi único objetivo es conseguirlo tan pronto como
pueda, para poder dedicarme a otras cosas... y a otras mujeres. Cuanto
antes resuelva el control que ella parece tener sobre mi mente y mi deseo,
tanto mejor, y no se me ocurre ninguna forma de conseguirlo mejor que
ocuparme de la tarea para la que ella está destinada, y luego poner el
mayor espacio posible entre nosotros. Un largo viaje de negocios al
extranjero, tal vez, hasta que nazca el bebé.
――Solo estoy emocionada por los nietos ―continúa mi madre, con
el rostro envuelto en una sonrisa educada―. Bianca aún no ha hecho un
buen matrimonio, así que hasta que lo consigamos, David es nuestra
única esperanza.
La mirada que me lanza mi madre me incomoda, sabiendo lo que
hay detrás, pero intento que no se note. Amalie tenía sus secretos en
Ibiza, y yo tengo los míos aquí. Hay cosas que, si me salgo con la mía, ella
nunca sabrá.
No necesita saberlo.
―La boda ya está planeada ―continúa. Mi padre la mira, pero no
dice nada, prefiere quedarse callado y mi madre continúa―. He
disfrutado mucho organizándolo todo.
―Estoy impaciente por saber cómo será mi boda. ―La voz de
Amalie es poco menos que educada, su tono suave, pero la conozco lo
suficiente como para oír el sonido punzante que se esconde tras ella. Le
aprieto el muslo una vez más, aunque sé que me ignora.
―Bien. La voz de mi madre es tensa y formal, como siempre―. No
podíamos permitir que la reciente desgracia de tu familia empañara tu
boda con nuestro hijo. Nadie pensará siquiera en ello, con algo como esto
organizado para celebrarlo.
Puedo sentir la vibración que recorre el cuerpo de Amalie ante eso.
―Como he dicho. ―Mi padre la mira, con el rostro impasible―.
Fue todo un trato el que hizo tu madre para que te aceptáramos. No
escatimó nada para convencerme. ―Hay un punto de amargura en su
voz que me hace preguntarme qué fue exactamente lo que dijo Marianne
Leone, cuál de los esqueletos de nuestra familia le echó en cara―.
Nuestras familias han tenido tratos en el pasado. Esto parece una buena
jugada para ambas, pero especialmente para ti, querida.
―Nunca he oído hablar de ninguno de esos tratos. ―Amalie se
lame los labios, cogiendo su vaso de agua mientras el plato de sopa es
barrido y sustituido por ensaladas―. En realidad, no recuerdo haber oído
el nombre Carravella en absoluto.
―Bueno, no has salido mucho, ¿verdad, querida? ―Mi madre tiene
esa misma sonrisa tensa y educada dibujada en el rostro―. Tu familia te
ha mantenido bastante protegida.
―Quizá pueda enseñarte Boston, antes de marcharte. ―Habla
Bianca, tratando claramente de romper la tensión que reina en la mesa.
Un esfuerzo admirable, pero no estoy convencido que pueda surtir
efecto―. Hay tanto que ver, y...
―Bueno, eso dependerá de David. ―Mi madre sonríe
primorosamente, y siento que otro escalofrío de ira recorre a Amalie―.
Seguro que tiene planes para ellos una vez casados. Seguro que estás
deseando volver a la mansión, ¿no es cierto?
―¿Dónde está tu casa? ―interrumpe Amalie, y le dirijo una mirada
de advertencia. Su etiqueta es pésima, y tomo nota mental de hablar con
ella al respecto antes que tenga que asistir de mi brazo a alguna cena o
gala―. No has dicho nada al respecto.
―Pensé que sería una sorpresa para después de la boda ―le digo
suavemente, con la mano aún apoyada firmemente en su muslo―. Ahora,
¿por qué no me hablas de la cena, mamma 2? Dijiste algo de una nueva
cocinera...
Mi madre está más que deseosa de entrar en detalles sobre cómo ha
planeado el menú de esta noche. Tiene dos grandes amores en su vida:
gastar el dinero de mi padre y organizar cenas. Sé que debe haber pasado
días, si no semanas, agonizando sobre qué servir exactamente esta noche.
Es probable que Amalie apenas se haya dado cuenta de nada, lo cual me
irrita irracionalmente, pero mi madre está encantada porque alguien se
haya interesado por ello.
―He sustituido a la cocinera ―dice, dando un pequeño bocado a la
ensalada―. ¡La última hacía tantas sustituciones y cambios! Es tan difícil
encontrar una buena ayuda que sepa seguir las instrucciones...
―No me lo puedo imaginar ―dice Amalie secamente―. Después
de todo, ¿no es por eso por lo que alguien va a la escuela de cocina? ¿Para
tener a otra persona que nunca ha dado su opinión acerca de las recetas?
―¡Amalie! ―gruño su nombre en voz baja, afortunadamente justo
cuando vuelven a cambiar los platos. Veo la cara de mi madre, que nunca
pierde la compostura, pero puedo ver que el comentario de Amalie la ha
disgustado.
Se calla, y noto cómo aumenta la tensión en la mesa. Sirven el plato
principal -cordero asado con tubérculos crujientes y patatas al ajo batidas-
y Amalie permanece sentada en silencio, tensa. Su expresión me dice que
no está contenta y siento que me invade una oleada de amargura.
Apenas termina la cena, la cojo del brazo y me inclino hacia ella.
―Quiero hablar contigo a solas ―murmuro, y noto que se pone
rígida, pero asiente.

2 En italiano.
―Tomaremos el postre y las bebidas en el salón ―dice mi madre
con un brillo forzado, y me levanto junto con Amalie, dedicándole una
sonrisa tensa.
―Adelante ―digo a los demás―. Nos reuniremos allí en breve.
Amalie me sigue por el pasillo, abro la puerta de un tocador y entro
con ella. Cierro la puerta detrás de nosotros y la rodeo al instante cuando
se apoya en la encimera, con los ojos entrecerrados mirándome.
―¿Y bien? ―Cruza los brazos sobre sus pechos―. ¿Qué es lo que
quieres gritarme? Veo esa expresión en tu cara. Adelante.
―Tu actitud es totalmente inapropiada. ―No se lo grito, pero ella
me fulmina con la mirada como si lo hubiera hecho―. No puedes hablar
así a mi familia. No puedes comportarte así. No si quieres ser...
―No. ―Lo dice secamente, inclinando la barbilla hacia arriba―.
No quiero ser tu esposa. Pero tu familia, mi madre y tú decidisteis que lo
fuera. Así que, por favor, perdóname por no fingir y sonreír ante la
estúpida conversación de tu madre, y fingir que esta es la cálida
recepción familiar con la que siempre soñé.
―No he dicho nada grosero sobre tu madre...
―¡Siéntete libre de hacerlo! ―Amalie levanta las manos―. No
soporto a mi madre. Y no me gusta la tuya. Es egoísta y arrogante, y
empiezo a preguntarme cuánto de eso hay también en ti, ya que parece
que no te conozco de nada.
La miro con el ceño fruncido.
―¿Qué demonios significa eso?
Ella se burla, negándome con la cabeza.
―Ya sabes lo que significa. No eres la misma persona que conocí en
Ibiza. Diablos, si no tuviera ojos, no estaría tan segura que fueras la misma
persona. No me hablas igual, no me tratas igual, ni siquiera... ―Se
interrumpe, con las mejillas sonrojadas, y yo sonrío.
―Sigue. Termina lo que ibas a decir. ―Levanto una ceja, sabiendo
exactamente qué es lo que se dispone a decir. Pero quiero oírselo en voz
alta.
―Tampoco me follas como antes.
―Ahí está. ―Me reclino contra la puerta, cruzando los brazos
reflejando su postura―. ¿Sabes por qué, Amalie?
―¿Por qué no me iluminas? ―responde ella. No cede ni un ápice, y
me irrita sobremanera al excitarme tanto como lo hace.
―Porque ahora las cosas son diferentes ―le digo rotundamente―.
Tú no eres una cabeza hueca de vacaciones, y yo no estoy a un océano de
distancia de mis responsabilidades. Aquí soy el heredero de los
Carravella y pronto seré tu marido. Tu único trabajo es hacer lo que te
digo, casarte conmigo sin protestar y darme herederos. Tu deber es mi
placer y el futuro de esta familia, y el tuyo, te lo recuerdo. ¿O no sabes
exactamente los problemas que ha tenido tu madre para encontrarte
marido después de lo que hizo tu padre?
Aparta la mirada y veo que sus mejillas se tiñen de rojo, creo que
tanto por la ira como por la vergüenza.
―Sabes exactamente en qué situación te encuentras y sabes que no
puedes permitirte el lujo de salir de esta hablando, aunque yo estuviera
dispuesto a dejarte salir.
―¿Por qué? ―La mirada de Amalie vuelve a la mía y entrecierra
los ojos―. ¿Por qué aceptaste esto, si tienes tan mala opinión de mi
familia? ¿Por qué me quieres?
Porque me vuelves completamente loco. Porque cada vez que abres la boca
solo puedo pensar en cómo se siente en la mía. Porque quiero enterrar mis manos
en tu cabello ahora mismo y follarte hasta que ninguno de los dos pueda pensar
con claridad.
Me muerdo la lengua para no decir nada de eso.
―Porque tu familia es rica, Amalie. El dinero habla, aunque tu
reputación esté manchada. El nombre de tu familia puede rehabilitarse en
el futuro, y mi padre ha decidido que quiere contribuir a ello. Sus razones
son suyas, y yo estoy tan sometido como tú a lo que él quiera de mí.
―No me lo creo ni por un segundo ―suelta ella―. Creo que haces
lo que quieres. No te bloquearon tu tarjeta cuando te fuiste a Ibiza de
vacaciones indefinidas.
―Uno de los privilegios que tengo. ―Le sonrío fuertemente―.
Tienes que aprender cuál es tu lugar, Amalie. Cuanto antes lo hagas, más
agradable te resultará esta vida.
―¿Oh? ―Mueve la cabeza, dejando caer algunos mechones
castaños―. ¿Cuál es mi lugar, David?
El último hilo de mi autocontrol se rompe. Doy dos zancadas
rápidas hacia ella, todo lo que necesito para acortar la distancia que nos
separa, y la hago girar, colocándola frente al espejo.
―Como esposa mía ―gruño en su oído, empuñando su falda―, tu
lugar está en la punta de mi polla. Y voy a comenzar a demostrártelo
ahora, para que vuelvas a familiarizarte con ello.
Amalie jadea cuando empujo la falda hacia un lado, dejándola caer
sobre su cadera, y deslizo los dedos bajo el borde de sus bragas, tirando
también de ellas hacia un lado. Ya estoy empalmado, duro y deseoso de
ella en un instante, y la mantengo sujeta al mostrador con mis caderas
mientras me bajo la cremallera, liberando mi polla con un rápido
movimiento.
―Mantente callada ―le advierto mientras presiono mi punta
hinchada contra su entrada, apretando los dientes contra mi propio
gemido de placer―. A menos que quieras que toda mi familia y el
personal sepan lo que estamos haciendo aquí. ―Está caliente y húmeda
para mí, y me rio sombríamente, deslizando la cabeza de mi polla por sus
pliegues antes de empujar dentro de ella―. ¿Luchar conmigo te
humedece, bellisima? Creo que no faltarán discusiones en nuestro
matrimonio, así que me alegra saber que siempre estarás preparada para
mi polla.
Entonces la embisto con fuerza, empujándola hacia delante sobre el
lavabo mientras envuelvo mi mano en su cabello. Es suave y espeso
alrededor de mis dedos cuando los hundo en su recogido, y Amalie
chilla, tapándose bruscamente la boca con la mano mientras mi polla se
hunde en ella hasta la empuñadura.
―David, mi cabello...
―Puedes arreglarlo después ―gruño, volviendo a penetrarla. Dios,
está tan apretada y tan jodidamente húmeda. La noto gotear alrededor de
la base de mi polla cuando balanceo las caderas contra ella, y deslizo la
otra mano por la parte delantera de su muslo, encontrando su hinchado
clítoris. No se merece correrse, no realmente, pero en ese momento no me
importa. Quiero sentir cómo se corre sobre mi polla, quiero demostrarle
una vez más que no importa cuánto me odie o cuánto luche contra mí. Es
mía y su cuerpo se someterá a mí quiera o no.
Aprieta con fuerza la palma de la mano contra su boca,
amortiguando los gemidos de placer que se escapan mientras la follo con
fuerza. Noto sus caderas presionadas contra el mostrador de granito con
cada embestida, y sé que mañana estará magullada. Ese pensamiento me
estimula aún más, la idea de las marcas que le quedarán como recuerdo
de esta noche, y vuelvo a penetrarla, cada vez con más fuerza, mientras
siento que comienza a estremecerse contra mí.
―Oh, Dios, David... ―gime impotente detrás de la mano,
mirándome con ojos grandes y vidriosos reflejados en el espejo. Está
increíblemente hermosa así, sonrojada y arruinada, con el cabello
revuelto, las mejillas teñidas de rojo y las pupilas oscuras de lujuria. Así
es como me gusta follarla, y siento que mi polla se hincha y palpita al
pensarlo, ante el exquisito placer que me recorre con cada deslizamiento
en sus profundidades húmedas y calientes.
―Joder, ―jadea de nuevo, arqueando la espalda, y sé que está a
punto de correrse. Veo que su otra mano se agarra al borde de la
encimera, siento cómo se agita contra mí. Hago rodar los dedos sobre su
clítoris, acariciando el punto que sé que más le gusta mientras inclina la
cabeza hacia delante, haciendo todo lo posible por no gritar cuando la
llevo al borde del orgasmo.
La forma en que se aprieta a mi alrededor es como el paraíso, como
seda caliente y húmeda retorciéndose alrededor de mi polla mientras la
empujo. Yo también estoy al límite, y creo que ella se da cuenta, porque
su mirada se cruza con la mía en el espejo, sus ojos se abren de repente de
horror y jadea.
―Mierda, David, un preservativo...
La ignoro y suelta otro gemido.
―Prometiste... ―respira entrecortadamente, cada palabra
puntuada por una pequeña inhalación mientras mi polla la penetra con
fuerza―. No hasta después de la boda...
―Cambié de opinión ―gruño, apretándole el cabello con la mano y
balanceándome hacia delante, gimiendo al sentir cómo me aprieta de
nuevo―. Prefiero pensar en ti sentada en el salón de mi familia, tomando
copas con ellos y llena de mi semen. Tus bragas van a quedar empapadas
―siseo, penetrándola tan profundamente como puedo―. Vas a estar
empapada.
―David, por favor... ―me suplica ahora, con las mejillas encendidas
por la idea de verse obligada a pasar el resto de la velada con mi semen
empapándole las bragas, pero no me importa. La fantasía se ha
apoderado de mí y me agarro a su cadera con una mano, disfrutando de
otras dos embestidas largas y duras antes de liberarme.
―Sé buena, Amalie ―gimo contra su oído al sentir que mi polla se
pone rígida dentro de ella, palpitando al borde de mi liberación―. Toma
mi jodido semen.
Vuelve a gemir detrás de la mano que tiene apretada contra los
labios, los ojos se le llenan de lágrimas mientras todo su cuerpo comienza
a temblar, y siento que ella también se corre otra vez. Siento sus espasmos
alrededor de mi polla y me rio, rozándole el cuello con los dientes cuando
el primer chorro caliente estalla dentro de ella.
―Eso es. Córrete en mi polla, cara mía. Quieres hasta la última gota,
¿verdad? Saca todo ese semen, bellisima.
Amalie se desploma hacia delante, aun estremeciéndose de placer
mientras la lleno con mi semen, el placer es vertiginoso. Se siente tan
jodidamente bien, tan perfecta, y mi mano se desliza fuera de su cabello
para agarrar su nuca mientras empujo mis caderas contra ella una vez
más, gimiendo a medida que introduzco mi semen tan profundamente en
ella como puedo.
―Si sigues quejándote ―le susurro al oído al liberarme, sintiendo
el caliente goteo de mi semen filtrándose por su coño rebosante al
hacerlo―, me aseguraré de darte así también antes de ponerte el vestido
de novia. Piensa si eso es lo que quieres, cara mia. Caminar por el pasillo
chorreando semen. Estaré encantado de complacerte.
Con suavidad, le vuelvo a poner las bragas en su sitio, acariciando
ligeramente sus pliegues. Suelta un gemido humillado mientras se arquea
hacia mí, y suelto una risita, dando un paso atrás mientras me arropo.
―Arréglate ―le digo acercándome al pomo de la puerta―. Estás
hecha un desastre.
Me mira llorosa por encima del hombro, todavía agarrada al borde
de la encimera.
―Te odio ―susurra, y yo me rio.
―Afortunadamente para ti ―le digo con calma―, sentir lo
contrario no es un requisito para casarse en nuestro mundo. De hecho, no
importa cómo te sientas. Ni siquiera un poco, Amalie. Deberías
acostumbrarte a eso cuanto antes.
Cuando salgo y cierro la puerta, me parece oírla soltar un pequeño
sollozo. Me da un tirón en lo más profundo del pecho, algo que me he
esforzado mucho por mantener bien encerrado.
Y si sé lo que es bueno para ambos, lo mantendré así.
15

Amalie
Tenía la esperanza que mi madre no viajara el día de mi boda, pero
debería haberlo sabido. Este es su mayor logro, su éxito al casarme a
pesar de todo, y no hay forma alguna que se lo pierda. Está en mi
habitación de hotel bien temprano, abriendo la puerta con una tarjeta que
no le he dado, corriendo las cortinas mientras me llevo una mano a la
cara y gimo.
―¡Levántate, Amalie! Tenemos unas horas por delante antes que
tengas que presentarte en la iglesia, y todo tiene que estar perfecto.
Mi único consuelo en todo esto es que, si mi madre está aquí, al
menos David no podrá entrar y cumplir su amenaza de dejarme llena de
su semen en mi camino hacia el altar. Me arde la cara cada vez que pienso
en la humillación de anoche, sentada en el sofá junto a él con aquella
humedad entre los muslos, recordándome su control sobre mí. No solo
por dejarme así, sino por hacerlo y hacerme disfrutar. No quiero que me
siente tan bien como lo hace, pero cada vez que me folla, siento que me
corro más fuerte que nunca. Me siento increíble, y una parte de mí piensa
que es por lo mucho que le odio, por lo mucho que me abochorna y me
avergüenza. Creo que me excita, y eso hace que le odie aún más.
Es un ciclo interminable, en el que sé que estoy parcialmente
atrapada por mi propia voluntad.
Me envían al servicio de habitaciones, solo una taza de fruta y
requesón para mí, y zumo de naranja natural en lugar de una mimosa.
Anoche, en casa de los padres de David, me costó librarme de las copas;
rogué que no me sirvieran oporto con el postre, diciéndoles que hacía
poco que había tenido la gripe y que aún tenía el estómago sensible. Su
madre hizo que me trajeran zumo de manzana con gas, pero vi que David
me miraba de reojo. No creo que lo sospechase, exactamente ―se
enteraría por él si lo hubiera hecho―, sino que supuso que estaba siendo
difícil a propósito.
No me importa, me digo mientras desenvuelvo la lencería que
compré en el viaje de compras previo a la boda, o mejor dicho, que mi
madre insistió en que comprara y yo elegí a desgana. Es suficientemente
bonita: unas bragas de encaje blanco con un pequeño lazo de raso en la
espalda y una cinta de raso que atraviesa el encaje por delante, y un
corpiño de seda blanca lisa que me dará un poco más de soporte bajo el
vestido de novia... aunque no lo necesito. Lo dejo en la encimera del baño
mientras me ducho, demorándome demasiado bajo el agua caliente, con
el cabello recogido para que no me estorbe. Anoche me informaron que
vendrían un peluquero y un maquillador profesionales a prepararme -por
cortesía de la madre de David- y Dios me libre de hacerme nada en el
cabello antes de eso.
Sé que se supone que debo estar agradecida por todo esto, por todo
lo que se ha hecho para que sea una boda fastuosa, cuando mi familia ha
caído tan bajo. Pero no confío en ello. Creo que hay algún motivo oculto
por el que el Signore Carravella aceptó la propuesta de mi madre de
casarme con su hijo. Me enfurece que nadie me haya consultado ni
discutido nada de esto conmigo. Estoy segura que incluso David sabe
más que yo, que todo el mundo espera de mí que sea simplemente una
bonita muñeca de porcelana, vestida y llevada al altar, y luego tumbada
boca arriba con las piernas abiertas hasta que nazca un bebé.
Lo cual ocurrirá antes de lo que él cree, pienso sombríamente saliendo
finalmente de la ducha y secándome, poniéndome la lencería y
echándome un albornoz por encima.
Los estilistas ya están en la habitación cuando salgo. Mi madre me
lanza una mirada mordaz que dice claramente que he tardado demasiado
en ducharme, mientras me colocan delante del espejo del tocador y dos
manos me depilan, acicalan, rizan y maquillan hasta que soy la viva
imagen de la novia perfecta de catálogo el día de su boda. Maquillaje
suave y difuminado disimulando mis ligeras pecas sin que parezca que
llevo nada, una ligera mancha rosa en los labios, el cabello artísticamente
rizado y recogido con horquillas de perlas en un moño que se caerá con
un par de tirones aquí y allá, y un par de mechones sueltos alrededor del
rostro. Mi madre se acerca al armario y saca mi vestido de novia, me
quito la bata y voy a su encuentro frente al otro espejo de cuerpo entero.
Todo parece un sueño, como aquella tarde en que David resultó ser
el hombre que mi madre quería que conociera. Un sueño del que, por
mucho que lo intente, no puedo despertar.
Me pongo el vestido y permanezco muda mientras mi madre me lo
abrocha, me engancha el collar de perlas al cuello y me desliza una
peineta de época por el cabello para sujetar el velo mientras me lo coloca
sobre los hombros y finalmente me lo pasa por la cara. Tengo todo el
aspecto de la muñeca que parezco. Parezco exquisita y miserable.
―Intenta sonreír ―suelta irritada mi madre―. Actúas como si
fueras a morir, no simplemente a casarte con el tipo de hombre con el que
siempre estuviste destinada a casarte. Este es tu derecho de nacimiento,
Amalie, y es el único que te queda, ya que tu padre arruinó el resto.
Siento que se me humedecen ligeramente los ojos de lágrimas, ante
eso. No es que eche de menos que mi padre esté hoy aquí; nunca
estuvimos muy unidos y nunca fue el tipo de hombre al que nadie
pudiera acercarse. Pero es un recordatorio de lo profundamente que ha
decaído nuestra familia que hoy no esté aquí nadie más que mi madre.
Nunca me ha gustado especialmente mi familia, pero ella es todo lo que
me queda.
―No olvides lo afortunada que eres ―me reprende una vez más
cuando el coche se detiene delante de la iglesia―. Tienes suerte que
David Carravella te quiera como novia. No lo estropees.
―Haré lo que pueda. ―No puedo evitar el sarcasmo en mi voz al
deslizarme fuera del coche, la pesada falda de seda me envuelve los pies
y mi madre me entrega el ramo. Las anchas puertas de la iglesia se abren
y oigo los acordes de la música al entrar. Debería calmarme, pero solo
consigue crispar aún más mis nervios.
Cuando se abre el segundo par de puertas y veo a David de pie al
final del pasillo, se me retuerce el estómago de una forma que me hace
preguntarme si conseguiré llegar al altar sin vomitar. Las náuseas del
embarazo parecen haber remitido ligeramente en los últimos días:
siempre que me he ceñido a unos pocos alimentos 'seguros', la mayor
parte del tiempo he podido contenerlas. Pero la ansiedad que me inunda
al comenzar mi lento camino hacia el altar me hace dudar si hoy voy a
arruinar esa racha.
Me siento muy sola. No he hablado con Claire desde que mi madre
me quitó el teléfono, y no tengo idea si ha hecho algún esfuerzo por
ponerse en contacto conmigo, o simplemente me ha dado por una causa
perdida. No tengo damas de honor, y no me consuela que mi madre me
acompañe al altar. Tampoco me consuela que David me coja de la mano
cuando ella me entrega a él, y se me vuelve a hundir el estómago al ver la
expresión ausente en su rostro.
No hay sentimiento en su voz cuando recita sus votos. Mi voz
tiembla cuando repito los míos, pero lo consigo, intentando respirar
cuando él desliza la alianza a juego en mi dedo junto con el anillo de
diamantes gris y blanco que eligió para mí. No se mueve cuando deslizo
el suyo en su dedo; bien podría ser una estatua, inmóvil, insensible,
repitiendo solo lo que debe. Y cuando el sacerdote le dice que puede
besar a la novia, apenas roza mi cintura, su boca se desliza sobre la mía
como lo hizo la noche en que se firmó el contrato de compromiso.
No hay ni rastro del hombre que conocí en Ibiza. Ni rastro del
hombre que me folló violentamente sobre el mostrador de la mansión de
sus padres. No lo reconocería si no pudiera ver, delante de mí, que es el
mismo hombre.
Y ahora este hombre caprichoso y mercurial es mi marido.
Me siento entumecida mientras caminamos de nuevo por el pasillo,
cogidos de la mano. Ya está hecho, pienso para mí, aspirando el aire fresco
a bocanadas rápidas en el espacio que media entre salir y volver al coche.
Ya no hay vuelta atrás. Al menos ya no tengo que temerlo.
David guarda silencio de camino a la recepción. Estos largos
silencios en el coche son algo a lo que empiezo a acostumbrarme, y al
menos no intenta follarme. Yo también me callo, no quiero darle motivos
a enfadarlo y, humillarme en nuestro banquete.
La sala en la que entramos está decorada con toda la suntuosidad
que podía imaginar, basándome en lo que dijo su madre en la cena. Hay
flores rosas y blancas por todas partes, rosas y peonías, y cualquier otra
flor de ese color que pudiera imaginar, las mesas cubiertas de seda,
invitados elegantemente vestidos mezclándose ya en la barra libre. Una
vez más, cuando David me lleva a nuestra mesa nupcial, ignoro la botella
de vino y él me mira con curiosidad.
―¿No quieres una copa? ―pregunta, y yo me encojo de hombros,
mordiéndome el labio.
―Estoy agobiada ―le digo, cogiendo mi vaso de agua―. Y tengo el
estómago revuelto. Creo que el vino lo empeoraría. ―Veo que hace una
mueca de disgusto al mencionar mi malestar estomacal, pero me encojo
de hombros. Quizá si le disgusta la idea, me deje en paz esta noche.
Tengo que picotear en la cena, lo que me parece como añadir un
insulto a la injuria. Es exquisita, todo un menú temático en torno a
diversas comidas francesas, todas perfectamente cocinadas y presentadas
en una serie de pequeños platos de degustación. No me atrevo a
deleitarme tanto como quisiera -todo tiende a alterar el delicado
equilibrio que he encontrado con las náuseas del embarazo- y pico un
trozo de muslo de conejo con compota de cerezas, maldiciendo la noche
en que David decidió olvidarse de usar preservativo. Si tengo que estar
casada con este hombre, me gustaría al menos ahogar mis penas en rica
comida y mucho vino, pero ni siquiera puedo hacer eso.
―Trata de no parecer tan miserable ―murmura en un momento
dado, mientras retiran nuestros platos y los sustituyen por un trozo de
pescado al vapor con salsa de limón y mantequilla―. También vas a
quitarle el apetito a los demás. Al menos podrías poner cara de
agradecimiento, o felicidad.
―¿Estás feliz? ―Lo miro, intentando leer algo más allá de la
máscara inexpresiva y sin emociones que ha mantenido todo el día―. No
puedes estarlo. No realmente...
―Me complace tener los medios necesarios de cumplir con mi
deber para con mi familia, producir un heredero y preservar nuestro
linaje y nuestras tradiciones. ―Las palabras salen casi como un recitado,
y apenas me mira al decirlo. Un escalofrío me recorre la espina dorsal,
revolviéndome el estómago, y dejo el tenedor en la mesa.
No cortamos juntos la tarta, la madre de David al parecer lo
considera una tradición vulgar, así que en su lugar se pasan delicados
platos de porcelana con trozos de bizcocho de limón, acompañados de
una salsa caliente de moras y natillas de vainilla. Yo también lo pico, y el
resentimiento aumenta lentamente a medida que pruebo un trozo de
bizcocho y deseo devorarlo inmediatamente.
Puede que la madre de David sea una zorra egocéntrica, pero sabe
cómo confeccionar un menú.
Me pregunto si podría sentir algo de calor por su parte cuando
bailamos, pero esa frialdad persiste, confundiéndome aún más. Si hay
algo con lo que siempre he podido contar, es que estar tan cerca de mí,
tocarme, erosiona el control de David. Hace casi soportable la forma en
que puede manipular tan fácilmente mis reacciones, pero esta noche no
hay nada de eso. Me sujeta con rigidez mientras nos movemos por la
pista de baile, apenas me mira, sus manos descansan ligeramente en mi
brazo y en la parte baja de mi espalda. Es como si quisiera tocarme lo
menos posible, y no lo entiendo.
La recepción parece eternizarse. Casi me siento aliviada cuando
David finalmente me coge de la mano y me acompaña a la salida entre los
educados vítores de nuestros invitados. Aún queda la noche de bodas,
pero después, al menos, podré dormir. Y mañana me ocuparé de lo que
venga después.
Espero que nos lleve a algún hotel de lujo del centro de Boston, y lo
miro confusa cuando me doy cuenta que el conductor se dirige a las
afueras de la ciudad.
―¿Adónde vamos? ―pregunto, intentando recordar si en algún
momento mencionó una luna de miel y yo me olvidé de ello. Sin
embargo, no puedo imaginar que se me olvidara algo así, y dudo mucho
que David haya organizado algún tipo de sorpresa elaborada para mí.
Aunque miro mi anillo y recuerdo cómo me sorprendió. Siempre
hay una posibilidad, pero no me hago ilusiones.
―Vamos a casa ―dice David secamente―. A mi mansión. Me
gustaría pasar mi noche de bodas en casa.
Mi noche de bodas. No, nuestra. No me extraña la forma punzante
en que lo dice, y aprieto los dientes, intentando no replicarle y mantener
la calma. Precisamente esta noche, no creo que tenga energía para
pelearme con él. No tengo energía para afrontar lo que me hará a cambio.
―¿Dónde está tu mansión? ―pregunto curiosamente. Ya estamos
fuera de los límites de la ciudad, y me parece ver una pista de aterrizaje y
un hangar a lo lejos―. ¿Está lo suficientemente lejos como para que
tengamos que volar hasta ella?
―Newport ―dice David, encogiéndose de hombros―. Un viaje
más rápido, de esta manera. Un vuelo de treinta minutos.
En cuanto estamos a bordo del jet, comienzo a dirigirme hacia el
dormitorio trasero. David me agarra de la muñeca, con los ojos
entrecerrados.
―¿Adónde vas?
―Iba a cambiarme. ―Mi vestido de novia no es terriblemente
incómodo, pero eso no significa que quiera quedarme con él puesto
durante el vuelo a Newport, y el viaje en coche hasta casa después―. ¿Te
parece bien? ―No puedo evitar el sarcasmo en mi voz, y veo que su
expresión se ensombrece.
―No, no me parece bien ―me dice tajantemente―. Pienso
quitártelo yo mismo, en nuestro dormitorio. Siéntate, Amalie.
Lo miro fijamente. Durante un breve y acalorado instante, me
planteo rebelarme, mandarle a la mierda y volver al dormitorio,
encerrarme allí para cambiarme y quizá tener media hora de paz.
―Tienes que estar de broma ―consigo decir finalmente, y David
sonríe, sacudiendo la cabeza mientras me dirige hacia uno de los
mullidos asientos de cuero.
―No lo estoy ―me dice tranquilamente―. Ahora siéntate, Amalie,
y agradece que haya decidido que quiero esperar a quitártelo cuando
estemos en casa, en privado.
La amenaza es clara, no muy distinta de la que me hizo la última
vez que volamos juntos y obedezco antes de decirme que haga otra cosa,
como chupársela durante los treinta minutos que estamos en el aire. Me
conformo con lanzarle una mirada furibunda mientras estoy sentada,
mirando por la ventanilla y negándome a hablarle cuando el avión
comienza a despegar.
Aunque, durante el resto del vuelo, tampoco me dirige la palabra.
No tengo idea cómo es su casa. Me imagino una mansión lujosa,
algo exagerado y ostentoso, y eso hace que la realidad sea aún más
sorprendente cuando el coche de la ciudad se detiene delante de la casa
de David.
Es vieja. Eso es lo primero que veo: debe figurar en algún registro
histórico, por la arquitectura y la forma que tiene. Solo una luz ilumina la
pesada puerta principal de madera oscura, lo que hace que la mansión
parezca especialmente ominosa cuando salgo del coche y miro hacia ella.
El camino de piedra está agrietado y necesita reparaciones, y cuando
David abre la puerta para dejarme entrar, enseguida veo que lo mismo
ocurre con el resto de la casa. Incluso en verano, el aire del interior es
muy frío, y me estremezco siguiendo a David por el pasillo.
Está claro que está en plena renovación, o reparación, o ambas
cosas. Veo lugares en los que se ha despegado el papel pintado, suelos
que necesitan un repaso, paredes desnudas con el contorno de obras de
arte que colgaron en su día. Casi le pregunto por qué todo tiene este
aspecto, pero estoy demasiado cansada para oír la respuesta, o para
arriesgarme a que me lo eche en cara de alguna manera.
La mansión me da escalofríos, de eso estoy segura. Y David, tan frío
y distante como ha estado desde anoche, también está comenzando a
hacerlo.
Me lleva a la tercera planta y abre un par de puertas dobles con una
llave antigua.
―La suite principal ―me dice empujando las puertas, y entro
vacilante, mirando a mi alrededor.
Esta habitación parece estar en uno de los mejores estados de la
casa, aunque no creo ni por un segundo que sea en mi beneficio. Las
paredes están empapeladas en verde oscuro y ribeteadas en un dorado
apagado, y en una de ellas hay una chimenea de ladrillo blanqueado,
cuyo hogar aún necesita algunas reparaciones. Hay una cama con dosel a
lo largo de una pared, con puertas francesas de cristal a la izquierda al
parecer con salida a un balcón. El suelo de esta habitación está acabado en
una reluciente madera oscura a juego con los muebles. Aquí dentro hace
el mismo frío, y miro a David, preguntándome si va a encender un fuego.
No quiero ser yo quien se lo pregunte.
Se quita la chaqueta y la deja sobre uno de los sillones que hay
frente a la chimenea. Después se quita la corbata, y no se me escapa cómo
me mira mientras se la desabrocha, comenzando a notarse la expectación
en sus ojos. Cuando miro hacia abajo, veo que su polla comienza a
endurecerse contra su muslo, presionando la ligera lana de su pantalón
de traje, y me pregunto si habrá alguna forma de librarme de esto esta
noche.
―Estoy cansada ―le digo en voz baja, mordiéndome el labio. ¿Hay
algo ahí a lo que pueda apelar? ―¿Quizá podamos hacer esto por la
mañana? No es que vaya a dejar sangre en las sábanas para que nadie la
vea, ya lo sabes. Por favor...
Su mandíbula se tensa imperceptiblemente ante la mención de la
sangre, y me pregunto si aún no me cree que él fue mi primero.
―Vamos a hacer esto ―me dice lentamente, con esa mirada dura
aún en el rostro al observarme―, como corresponde. Date la vuelta,
Amalia, para que pueda desabrocharte el vestido.
Se me encoge el corazón.
―David...
―No discutas conmigo. ―Sus manos tocan la parte trasera de mi
vestido, justo donde el encaje se une a mi piel, y me estremezco. No
puedo evitarlo, mi piel se calienta al instante al contacto con sus dedos, y
cuando me aparta el cabello del cuello casi con suavidad, cierro los ojos,
anhelando no desearle. Queriendo que no me hiciera sentir así.
Se inclina hacia delante y comienza a soltar los botones, sus labios
rozan el borde de mi oreja.
―¿Quieres negarme el placer en nuestra noche de bodas, cara mia?
¿Es así como quieres que comience nuestro matrimonio? ―Su aliento es
cálido contra mi piel, y trago saliva con fuerza, intentando luchar contra
las oleadas de deseo que ya me inundan.
Me está seduciendo, y lo hace con tanta facilidad. Botón a botón, las
yemas de sus dedos recorren un camino lento y fundido por mi columna,
provocándome escalofríos. Sus manos suavizan la seda del corpiño que
llevo debajo y aprieto los labios, reprimiendo un gemido cuando sus
manos se deslizan por debajo del vestido para abrazarme un instante por
la cintura.
David tira de mí hacia atrás, mi trasero apretado contra él, e incluso
a través de las capas de tela, puedo sentir la dura forma de su polla
apretada contra mí―. A nadie le importarán las sábanas, Amalie
―murmura, y sus dedos vuelven a mis botones.
―Tu familia está demasiado deshonrada para eso. A nadie le
sorprendería que no fueras virgen el día de tu boda. De todos modos, soy
yo quien te ha arruinado, ¿no es cierto? Si tu historia es creíble.
Siento que sus dedos se enroscan en los hombros de mi vestido y
tira de él hacia abajo con un rápido tirón, las mangas se deslizan libres al
tiempo que el corpiño se enreda alrededor de mi cintura.
―Esto es bonito ―me dice, con voz grave y cargada de deseo, y sus
manos se deslizan para acariciarme los pechos, moldeados en la seda del
corpiño―. Pero te prefiero desnuda.
Me desabrocha los últimos botones del vestido, cayendo en cascada
hasta el suelo. Entonces siento la repentina y ardiente presión de sus
labios sobre mi nuca cuando comienza a desabrochar los corchetes de la
lencería.
―Puedo hacer que esto sea bueno para ti, Amalie ―murmura―.
Sabes que puedo. Si eres una buena chica.
―¿Qué quieres? ―Las palabras salen en un siseo, y parpadeo para
contener las lágrimas frustradas―. Me casé contigo, como me dijeron.
Estoy aquí de pie dejando que me desnudes, como me dijeron. ¿Quieres
que me arrodille? ¿Qué coño quieres, David?
―Tu sumisión. ―Me hace girar bruscamente mientras el bustier
cae, dejándome desnuda salvo por las bragas de encaje, de pie frente a él,
con él aun completamente vestido―. Quiero que admitas que deseas esto
―murmura, inclinándose de nuevo para rozar sus labios sobre mi
garganta, sus dedos enganchándose en el borde de mis bragas―. Pídeme
lo que quieres que te haga. Suplícamelo y te lo daré.
Me baja las bragas de un tirón, desechándolas como si mi lencería
de la noche de bodas no significara nada, solo algo que arrancarme. Una
llamarada de ira arde en mi pecho y hundo los dientes en el labio inferior,
impidiéndome hacer exactamente eso. De suplicarle, porque hay muchas
cosas que sí quiero de él.
Quiero sus manos sobre mí. Quiero su boca entre mis piernas.
Quiero que me haga venirme, una y otra vez, jadeando, estremeciéndome
y gritando su nombre. Quiero todo el placer y la pasión que tuvimos en
Ibiza, y nada de la frialdad que ha invadido lo que tenemos ahora, nada
del dolor, nada de complicaciones.
Quiero volver a una habitación de hotel bañada por el sol donde
pasamos una semana sin hacer otra cosa que estar el uno con el otro, sin
importar que al final no volviéramos a vernos.
Esto no. No una mansión fría y prohibitiva y un marido que ni
siquiera parece el mismo hombre.
Me hace retroceder hacia la cama, mis tacones se enganchan en el
montón de seda y encaje que hay a mis pies. Noto que la parte posterior
de mis muslos roza el suave edredón y caigo de espaldas, el cabello
soltándose del recogido al aterrizar sobre la cama. Siento que David se
cierne sobre mí y, al levantar la vista, lo veo arrodillarse, con sus manos
anchas y de dedos largos abriéndome las piernas.
―Dios, estás jodidamente húmeda ―resopla, sus dedos
presionando con fuerza mi carne―. Mi sucia y joven esposa. Estás
impaciente por recibir mi polla.
Para mi sorpresa, siento que sus manos se deslizan hacia abajo en
vez de hacia arriba, me tocan brevemente las rodillas y luego se deslizan
por mis pantorrillas, hasta las tiras de las sandalias de tacón alto que
llevo. Siento cómo desabrocha hábilmente las hebillas, las afloja y las
desliza hasta liberarme del calzado, emitiendo un gemido involuntario
cuando me presiona con los pulgares sobre los arcos de los pies.
―¿Ves lo bueno que puedo ser, cuando dejas de resistirte a mí?
―murmura, sus dedos masajeando a lo largo de la curva de cada pie. Es
una jodida sensación de felicidad, y le oigo soltar una risita, grave y
profunda desde la garganta, cuando se inclina para besarme en el lateral
de uno de los arcos.
Vuelve a inclinarse y me agarra con las manos la cara interna de los
muslos mientras arrastra los labios por la suave carne. Tiene un rastro de
barba en la barbilla, y no puedo evitar un grito ahogado cuando siento
que me roza la piel, provocándome escalofríos. Su aliento es cálido contra
mi húmeda carne, y mi respiración se acelera cuando siento que roza mis
pliegues con sus labios.
Quiero su boca, su lengua, quiero que me devore. Quiero que me
haga correrme así, chupándome y lamiéndome hasta un orgasmo
desordenado y devorador como sé que él puede hacerlo.
Pero me niego a suplicárselo.
Cuando desliza su lengua sobre mí, caliente y suave en todos los
lugares adecuados, encontrando esos puntos que sabe me harán
estremecer, gemir y gritar, le odio. Cuando aprieta sus labios contra mí,
succionando mi carne hinchada en su boca y presiona mis caderas contra
la cama, le odio. Y cuando se aparta justo sabiendo que estoy a punto de
correrme, sus labios brillando con mi excitación, inclinándose sobre mí y
comenzando a desabrocharse la camisa, le odio más que nunca.
Todo mi cuerpo está tenso, palpitando al borde de la liberación, y
lágrimas de frustración arden en las comisuras de mis ojos. Sabe lo que
hace, lo sabe, puedo verlo en sus ojos al quitarse la camisa. No voy a
suplicar, pienso con fiereza recorriéndolo con la mirada, mientras mi
cuerpo responde impotente a la visión de su torso desnudo y musculoso,
la tinta estampada sobre su piel, el cabello oscuro que me hace sentir
picazón al pasar los dedos por él. Es imposiblemente apuesto, un hombre
perfectamente esculpido, y sabe exactamente cómo utilizarlo contra mí.
Sabe cuánto le deseo.
Se desabrocha el cinturón empujando el pantalón por las caderas y
no puedo evitar gemir cuando su polla se libera, dura y gruesa contra su
abdomen. Ya puedo ver el precum perlando la punta, su longitud tensa
por la excitación, y siento que me aprieto de anticipación, con el pulso
latiéndome con fuerza en la garganta.
Jadeo cuando sus manos me agarran por las caderas, tirando de mí
bruscamente hacia el borde de la cama y empujando su polla entre mis
muslos. A pesar de lo mojada que estoy, siempre me resulta estrecho, y él
gime cuando comienza a empujar dentro de mí, y mi cuerpo se tensa aún
más al sentir las fuertes sacudidas de placer que me atraviesan.
―Dios, te sientes jodidamente bien ―gruñe apretando los dientes,
rodeando sus caderas con mis piernas y comenzando a embestir―. Tan
jodidamente apretada...
Se introduce en mí con fuerza y profundidad, hasta la base,
mientras el repentino placer me arranca el aire de los pulmones.
―Te correrás, aunque no te toque el clítoris, ¿verdad? ―murmura,
inclinándose para susurrármelo al oído, con las caderas rechinando
contra mí―. Deseas tanto esta polla, joder.
Aparto la mirada de él, odiando que tenga razón. La presión que
ejerce dentro de mí, la plenitud, la fricción, son casi suficientes para
llevarme al límite, incluso sin la estimulación adicional. Me siento
increíble, como siempre, y me muerdo el labio para no gemir, pero se me
escapa de todos modos cuando vuelve a empujarme, y mis piernas se
tensan alrededor de sus caderas como si quisieran hundirlo más. Sé que
lo siente cuando se ríe, oscuro y grave en su garganta, y vuelve a girar
lentamente sus caderas contra mí, dejándome sentir cada centímetro de
él.
―Dime la verdad, Amalie ―murmura en mi oído cuando vuelve a
embestirme―. ¿Fui realmente tu primero? Ya me he casado contigo,
puedes ser sincera.
Quiero abofetearle. Quiero apartarlo de mí. Quiero enredar mis
brazos y mis piernas a su alrededor y mantenerlo dentro de mí hasta que
me haga correr. Nunca había sabido que fuera posible sentir tantos
sentimientos contradictorios y horribles por una misma persona, y lo
miro fijamente, con el cuerpo temblando al borde del orgasmo mientras le
escupo las palabras a la cara.
―Tú fuiste el primero ―siseo―. Eres el único. Y Dios, ahora
mismo, desearía que no fuera verdad.
David me agarra el cabello con fuerza, su boca choca contra la mía
con el primer beso que me da desde el castísimo en el altar, y sus
embestidas vuelven a ser duras e implacables. Siento el momento en que
llego al límite, su lengua se enreda con la mía gruñendo algo contra mis
labios sonando casi como mi nombre. Noto cómo se hincha y se endurece
dentro de mí, cómo el torrente caliente de su semen prolonga mi
orgasmo, gritando contra sus labios. La fuerza del placer me hace
derramar lágrimas, me estremezco y me arqueo debajo de él, mis dedos
arañando sus hombros con tanta fuerza que podría sangrar. No me
importa si lo hago, casi espero hacerle daño. Quiero hacerle daño. Quiero
que sepa lo que se siente.
Se separa de mí, respirando con dificultad, y se da la vuelta.
Observo mareada cómo se dirige al baño, sin mirar cuando cierra la
puerta con fuerza tras de sí, veo cómo se enciende la luz del otro lado y
oigo cómo empieza a ducharse.
Ahuyento el impulso de preguntarme qué he hecho mal
arrastrándome hasta la cama y deslizándome bajo las sábanas. No
importa. No creo haber hecho nada. Creo que David quiere algo que yo no
le he dado o no puedo darle, y no sé si alguna vez sabré qué es.
No sé si me importa.
La cama está helada y tiemblo bajo el grueso edredón, escuchando
el rocío de la ducha del cuarto de baño y esperando poder entrar en calor
rápidamente. Esta mansión parece una tumba, y me pregunto si mejorará
por la mañana, a la luz del día.
Me pregunto si algo lo hará.
16

Amalie
Nada resulta mejor a la luz del día. Me despierto en la cama, sola y
dolorida, con las mantas estiradas del lado de David, sin rastro de él, ni
siquiera una nota que me diga dónde está o qué quiere que haga. Me
incorporo, restregándome los ojos para despejarme, e inmediatamente me
doy cuenta que la mansión está tan fría como anoche.
Es verano, y esta casa parece tan gélida como una tumba.
La única solución que veo para ello es una ducha caliente, y me
deslizo fuera de la cama, haciendo una mueca de dolor en las caderas y la
pegajosidad en los muslos según atravieso la habitación. El cuarto de
baño está tan inacabado como el resto de la casa, hay un espacio que
parece destinado a una bañera de hidromasaje que está vacío, con los
azulejos levantados a su alrededor, y hay un lavabo en la encimera doble.
La cabina de ducha es la única parte que parece estar terminada, es
grande, suficientemente grande para varias personas, con un banco de
granito a un lado y azulejos de mosaico oscuro, nichos en las paredes
para colocar artículos como champú y jabón.
La ducha es un placer. Me lavo el cabello para quitarme todo el
producto del día anterior, y casi gimo al frotarme el cuero cabelludo con
los dedos aliviando el dolor provocado por las horquillas que lo sujetaban
y por la mano de David, cuando anoche lo agarró bruscamente. Siento un
escalofrío al recordar esto y sacudo la cabeza, tratando de disiparlo.
Tengo que dejar de desearlo. Siempre va a utilizarlo en mi contra, y
siempre va a hacer que las cosas sean más difíciles. Seguro que no puede ser
así siempre, me digo al frotar los restos que quedan de él con jabón
perfumado con miel, intentando reafirmarme con ese pensamiento. Es
lujuria, que tiene que desaparecer con el tiempo. Él se aburrirá de mí y yo
me cansaré de él. Entonces, poco a poco, nos iremos distanciando cada
vez más, hasta que nos convirtamos en uno de esos matrimonios que
simplemente existen en la órbita del otro, en lugar de ser lo que somos
ahora.
Simplemente tengo que esperar a que pase. Intento consolarme con
ese pensamiento secándome con la toalla y vistiéndome, recogiéndome el
cabello húmedo en un moño suelto sobre la cabeza y optando por unos
leggins y una camiseta larga de tirantes con una chaqueta de punto
durante la mañana. Normalmente, no necesitaría un jersey en esta época
del año, pero el frío en la casa es penetrante, y me estremezco al bajar los
dos pisos hasta la planta principal. Mi estómago ruge hambriento y al
mismo tiempo se retuerce por las náuseas, por lo que espero que haya
algo de comer que no me haga vomitar.
Para mi consternación, encuentro a David en la mesa de la cocina.
Como en la mayor parte de la casa hasta ahora, observo signos de
renovación en curso, y me hundo en el borde de la mesa, mirándole con
aprensión.
―Buenos días. ―Suelta el teléfono y me contempla con una simple
mirada―. ¿Tienes frío?
―Aquí hace fresco. ―Me subo un poco las mangas y se me eriza el
vello de los antebrazos―. ¿Tiene algo que ver con la antigüedad de la
casa?
David asiente.
―La piedra es un buen aislante, especialmente con la humedad,
impide que entre el frío y que se vaya el calor. Aún no está equipada con
calefacción central y, con tantos trabajadores entrando y saliendo, no me
he molestado en mantener encendidas las chimeneas. Además, hace
tiempo que no vengo por casa ―me dice significativamente, y siento que
mis mejillas se acaloran al recordar Ibiza.
―¿Cómo funciona aquí el desayuno? ―pregunto, y al instante me
arrepiento al verle sonreír satisfecho.
―Ve a la cocina a ver qué encuentras. Siento no tener todavía
personal para servirte personalmente, pero veré lo que puedo hacer...
Antes de poder terminar la frase, me levanto de la silla y salgo
furiosa. Cómo se atreve, maldigo en dirección a lo que espero sea la cocina,
con la rabia invadiéndome hasta que estoy segura que me va a salir vapor
por las orejas. Sé que él también se habrá criado con personal doméstico,
que es perfectamente normal en familias como la nuestra, pero, por
supuesto, lo convertiría en algo para hacerme sentir mal conmigo misma.
Casi tropiezo con una pila de tablas al entrar en la cocina, y
maldigo en voz alta.
―¡Mierda! ―siseo al vacío, dirigiéndome al frigorífico. Al menos
parece nuevo y reluciente, al igual que la cocina, pero no tengo la menor
idea cómo utilizarla. Es decir, sé encenderla, pero no sé realmente cocinar
nada.
No quiero confesárselo a David, así que rebusco en el frigorífico con
la esperanza de encontrar algo que no tenga que preparar. Encuentro
yogur no caducado, de fresa y vainilla, y busco una cuchara. Odio las
fresas, pero todo lo demás tiene pinta de necesitar ser cocinado.
Cuchara en mano, me apoyo en la encimera, comiéndolo a
pequeños bocados. No tengo ningún deseo de volver al comedor con él, y
espero que no venga a buscarme.
Por desgracia, lo hace. Me estoy comiendo el último yogur cuando
veo su sombra extenderse por el suelo de baldosas, y levanto la vista
suspirando.
―No te preocupes, no me he escapado. Aunque ni siquiera sabría
dónde huir, desde aquí. ―La mansión parece estar un poco alejada de la
civilización de Newport; puedo ver el agua a un lado, y un jardín a medio
cultivar detrás, pero no mucho más. Sean cuales sean los vecinos de
David, están fuera del alcance de la vista.
―Veo que has encontrado algo capaz de prepararte. ―Señala el
vaso de yogur, y me planteo brevemente tirárselo, aunque consigo
contenerme y tirarlo a la basura en su lugar. En realidad, no es suficiente
para el desayuno, pero no confío en poder comer más.
―Deberías pensar en contratar personal. ―Me alejo del mostrador
y empiezo a pasar junto a él, justo cuando me sujeta el codo. No con la
fuerza suficiente para hacerme daño, pero sí para hacerme saber que
quiere que me detenga y hable con él.
―Iba a enseñarte la casa ―me dice con voz tranquila y neutra―.
¿O no te apetece ver tu nuevo hogar?
No, la verdad es que no. Toda la casa tiene una atmósfera
incómoda, y no es ni mucho menos el lugar al que David pensaba
llevarme. Creí, como mínimo, que la casa en la que viviría estaría
terminada.
―Claro. ―De todos modos cedo, porque no merece la pena la
inevitable pelea―. Muéstrame el lugar.
―Bien, desde aquí se ve el jardín. ―Me conduce hacia la gran
ventana que hay a un lado de la cocina, desde donde puedo verlo
mejor―. Necesita algo de jardinería y que arreglen la valla, pero tengo a
gente que vendrá para eso.
―Necesita mucho más que jardinería ―murmuro, y él me lanza
una mirada ceñuda.
―¿Esto no está a tu altura, Amalie? Te prometo que, en otro
tiempo, este lugar era impresionante. Una mansión tan lujosa como
aquella en la que creciste, pero con historia detrás. Mi familia se trasladó
a Boston hace unos años y se deterioró, pero yo me he encargado de
arreglarlo.
―Te refieres al ejército de trabajadores que has contratado. ―Echo
la cabeza hacia atrás, mirándole―. No me imagino que hayas levantado
un solo dedo o clavado un solo clavo.
David me mira con el ceño fruncido.
―Te haré saber que yo también he hecho algunas cosillas ―me dice
rotundamente. Me gusta trabajar con las manos.
Esto último lo dice con una pizca de lascivia, lo suficiente para
recordarme las cosas que puede hacerme, lo rápido que puede ponerme
de rodillas, literalmente. Entrecierro los ojos, intentando no morder el
anzuelo.
―Aunque ―añade cuando no digo nada―, me parece que suele
ser mejor dejar que los que tienen experiencia real hagan el trabajo. Ven
conmigo, te enseñaré más.
Su mano roza la parte baja de mi espalda al sacarme de la cocina, e
intento no reaccionar. Intento que no vea el calor que me inunda con ese
simple contacto, la forma en que deseo inclinarme hacia él. Lo sigo al
vestíbulo y me lleva a la sala de estar, que ahora es una habitación
enorme con las paredes desnudas y una chimenea sin hogar ni piedra
alrededor, con fundas guardapolvo sobre los muebles.
―Mi hermano comenzó a repararla ―dice, señalando la estancia
con un gesto―. De ahí que gran parte de ella parezca a medio terminar.
Decidí hacerme cargo poco después...
Hace una pausa y lo miro con curiosidad. Es la primera vez en
mucho tiempo que percibo algún atisbo de emoción en su voz, se aclara la
garganta y aparta la mirada.
―Falleció hace dos años ―dice David en pocas palabras―.
Comencé a ocuparme de terminar las reparaciones después de aquello.
Pero ha llevado algún tiempo. Han pasado muchas cosas.
Siento una punzada en el pecho. Sé lo que es perder a un familiar,
aunque mi padre no era alguien por quien sintiera la pérdida demasiado
profundamente.
―Lo siento ―digo en voz baja―. ¿Estabais... unidos?
―Hasta cierto punto. ―La mandíbula de David se tensa―. No es
necesario que hablemos de ello. Pero sí quería explicarte por qué el lugar
está tan desordenado, por expresarlo de algún modo.
Abro la boca para decir algo en respuesta -aún no estoy segura qué-
y me asalta una repentina oleada de náuseas que me hace girar sobre mis
talones y correr hacia el baño más cercano. Abro dos puertas distintas que
conducen a habitaciones equivocadas, a punto de vomitar antes de llegar
a una de ellas, hasta que finalmente encuentro la puerta que da a un baño
a medio terminar y me derrumbo frente al inodoro, jadeando.
El yogur no está en la lista de alimentos seguros, pienso mareada
aferrándome al borde de la taza, las lágrimas resbalando por mis mejillas
al vaciar el estómago por completo.
Tocan a la puerta y doy un respingo.
―¿Amalie? ―la voz de David suena a través de ella, más que algo
confusa―. ¿Estás bien?
―Sigue así y empezaré a pensar que te importa ―murmuro, antes
que una nueva oleada de náuseas me haga tambalearme de nuevo hacia
delante.
Suelta un fuerte suspiro.
―¿Estás indispuesta?
―Sí. ―Vuelvo a sentarme, intentando calcular si es seguro
enjuagarme la boca y marcharme, o si voy a acabar de nuevo aquí―.
Estoy indispuesta.
No he pensado cuándo contarle lo del embarazo. Mi madre se
empeñó en decirlo después de la boda, y henos aquí. Estamos casados, pero
también me dijo que esperara lo máximo posible. Supongo que el tiempo
suficiente para que él pensara que podía ser fruto de relaciones sexuales
después del matrimonio, y no antes.
La cuestión es que no creo que haya nada que haga a David
divorciarse de mí. Si lo hubiera, creo que intentaría utilizarlo solo para
salir de este infierno de matrimonio. Pienso, ante los interminables años
de esto extendiéndose frente a mí, podría hacer cualquier cosa para evitar
que esto sea todo mi futuro.
Me levanto despacio, tiro de la cadena y meto la mano bajo el grifo
para enjuagarme la boca. Quiero subir a por mi cepillo de dientes, quiero
volver a la cama. En lugar de eso, sé que voy a tener que vérmelas con
David, el cual puedo ver que sigue rondando junto a la puerta.
La abro de golpe, y la forma en que retrocede brevemente,
sobresaltado, me satisface de algún modo.
―¿Amalie? ―Me mira receloso―. Anoche no parecías enferma. ¿Te
sentó mal algo del banquete de bodas? Comimos lo mismo...
―Quizá la noche de bodas no me sentó bien. ―Comienzo a
empujarle y, una vez más, me detiene―. ¿Vas a dictar mi ir y venir a todas
partes, todo el tiempo, o solo cuando estemos cerca? Quiero subir.
―¿Y no terminar la visita? ―David me mira con desconfianza―.
¿Tienes una intoxicación alimentaria? ―Se acerca de repente,
presionando el dorso de su mano contra mi frente―. No tienes sensación
de calor. ¿Qué te pasa, Amalie?
Le miro furiosa, sintiendo cómo me invade la rabia. De repente me
siento demasiado frustrada con todo esto, con su arrogancia, su
prepotencia, su necesidad de controlarme. Me aparto bruscamente de su
mano, sintiendo que la rabia afloja mi lengua hasta que no puedo
contenerme más.
―Estoy embarazada ―le escupo, y tengo un momento de
satisfacción al ver el absoluto estupor en su rostro antes que su expresión
se endurezca en una desconfiada sospecha.
―Estás embarazada. ―Lo dice despacio, entrecerrando los ojos
hacia mí―. Y si lo sabes ahora, justo ahora, eso significa que lo sabías
antes de la boda.
―Quizá me he hecho un test esta mañana. ―Cruzo los brazos sobre
el pecho―. Desde luego, no estuviste en la cama conmigo para saberlo de
un modo u otro.
―Pequeña zorra conspiradora ―respira David―. Tú y tu madre. Y
no me digas que querías que me acostara contigo esta mañana, porque los
dos sabemos que no es verdad.
―¿No me dijiste hace dos noches que no hablara así de tu madre?
―Suelto un chasquido, dando un paso atrás poniendo algo más de
espacio entre nosotros. David viene a por mí, su mirada es depredadora,
y doy otro paso.
―Dijiste que no te importaba la forma en que hablaba de tu madre.
―La mandíbula de David se aprieta―. ¡Oh, joder, Amalie, eso ni siquiera
importa! Estás desviando el tema a propósito. ¿Qué cojones? Sabías que
estabas embarazada antes de la boda y no me lo dijiste. Y sé que también
me lo ocultaste a propósito. ―Sacude la cabeza―. ¡Y tuviste el descaro de
enfadarte conmigo por no usar preservativo! Como si hubiera importado
una mierda...
―Era cuestión de principios ―siseo―. Lo prometiste.
―¡Y tú me prometiste que eras virgen antes de mí! No es que te
creyera nunca. Ahora es aún menos probable que te crea... ―Sus labios se
afinan y le veo inspirar profundamente, estremeciéndose―. ¿Es siquiera
mío, Amalie? ¿O hubo otros tipos a los que dejaste que te follaran
duramente en Ibiza?
Intento abofetearle antes de poder contenerme. Siento mis mejillas
encendidas, todo mi cuerpo hierve a fuego lento de rabia, y lo único que
me detiene es su mano, agarrándome de la muñeca antes que mi palma
pueda conectar con su rostro. Me hace girar sin esfuerzo, apoyándome
contra la pared y sujetándome la muñeca con la mano.
―Buen intento, Amalie –gruñe―. Ahora, probemos otra vez. ¿Es
mío?
―¡Sí, insufrible hijo de puta! ―siseo―. Es tu bebé. ¿Estás contento?
Te dije que fuiste el único hombre con el que follé, y lo dije en serio. ¡Pero
realmente estoy empezando a arrepentirme!
Me fulmina con la mirada, sus ojos oscuros arden de rabia.
―No ―gruñe―. No estoy contento, porque no me creo ni una puta
palabra de lo que dices. No estoy convencido que sea mi hijo, ni siquiera
un poco. No estoy convencido que la mía fuera la primera polla dentro de
ti, pues es mi suerte que acabe con una zorrita mentirosa por esposa. Pero
al final lo averiguaremos. Y si no es mío... ―El músculo de su mandíbula
salta mirándome con una frialdad que me hace estremecer hasta los
dedos de los pies―. Entonces me suplicarás clemencia, Amalie.
David me suelta bruscamente, gira sobre sus talones y se aleja de
mí por el pasillo. Me llevo la mano a la muñeca que tenía agarrada y
masajeo la articulación viéndolo marchar, temblando no solo de frío.
Realmente no quiero volver a nuestro dormitorio, pero es la
habitación más acabada de la casa y la única en la que puedo estar
mínimamente cómoda. Cierro las puertas y me apoyo en ellas cerrando
los ojos, intentando calmar el pánico que me invade.
No importa, me digo acercándome a la cama, hundiéndome en su
borde e intentando ordenar mis pensamientos. Es suyo, así que, me crea o
no, acabará descubriendo la verdad. Pero no me asusta tanto pensar en esa
pregunta.
David tiene un lado que me da miedo. Un lado frío y oscuro que no
se parece en nada al hombre que yo deseaba en Ibiza. Y cada vez que lo
veo, me parece más frío. Más oscuro. Si me permito pensar en ello
durante demasiado tiempo, me aterroriza. Sé muy bien lo que un hombre
como él, un hombre impregnado de tradiciones y expectativas mafiosas,
podría hacerle a una esposa a la que odian... o peor aún, de la que
desconfían. En la mafia no existe la sacralidad de la vida, ni la creencia en
que alguien esté por encima de la venganza. En todo caso, es más fácil
deshacerse de una esposa. Deshacerse de ella. Estos hombres guardan los
secretos de los demás, por oscuros que sean. Si David quisiera hacerme
desaparecer, podría. No tengo ninguna duda de ello.
Esto ha sido aún peor. Tengo miedo de saber lo peor que podría ser
y, al mismo tiempo, no sé cómo dejar de incitarle. Sabe cómo meterse en
mi piel, cómo hacerme perder los nervios y el sentido común.
Escucho durante mucho tiempo sus pasos en el piso de arriba y, al
no oírlos, finalmente me relajo lo suficiente para tomar un descanso. Me
acurruco en la enorme cama, me tapo con una gruesa manta de lana y
cierro los ojos.

La casa está en silencio cuando me despierto, y siento alivio al


pensar que puedo estar sola. Me duele un poco la cabeza, me froto los
ojos con una mano, parpadeando ante el sol procedente de las puertas de
cristal que dan al balcón.
Me pongo una chaqueta de punto, camino por el frío suelo de
madera y abro las puertas, saliendo al exterior. Hace calor y cierta
humedad, así que las abro completamente, esperando que algo de calor
entre en la casa. A este lado del edificio, veo la amplia extensión de
césped parcialmente cuidado, no está cubierto de maleza, pero no se ha
hecho nada especial con él. Más allá hay una hilera de árboles, y me
pregunto si habrá vecinos al otro lado, si es que viene alguien alguna vez.
Si David tiene amigos aquí, o si se mantiene al margen.
Los hombres de su posición, según mi limitada experiencia de mi
padre y mi hermano, no tienen tantos amigos como colegas. Algunos jefes
se hacen amigos de sus matones o subjefes; en Chicago, es bien sabido
que el jefe de los Irish Kings, Theo McNeil, está tan unido a su matón
como si fuera su hermano. Mi padre siempre fue un hombre arrogante y
reservado, así que quizá eso formara parte del problema, pero también lo
son la mayoría de los mafiosos que he conocido.
Amigos de David significa la posibilidad de otras esposas mafiosas,
y me encuentro con que la idea no me molesta tanto como en el pasado.
Sería, en todo caso, un bálsamo para la soledad que ya siento invadirme.
En Boston, habría tenido más formas de mantenerme ocupada.
Aquí me siento apartada y aislada, y una sensación de pánico ya está
comenzando a instalarse en mí. Seguro que no me va a dejar aquí, me digo
agarrada al borde de la barandilla del balcón. Seguro que iremos a Boston. A
otros lugares. Esta no puede ser mi vida ahora.
Me ciño la chaqueta y vuelvo a entrar en casa, dejando las puertas
abiertas para que entre el calor. Sigo sin oír señales de vida, así que salgo
del dormitorio y camino descalza por el pasillo a echar un vistazo a las
demás habitaciones.
La mayoría son habitaciones de invitados inacabadas, y una gran
biblioteca con una chimenea en mal estado, así como algunos muebles
descoloridos de terciopelo y estanterías vacías que, en su mayoría,
necesitan ser sustituidas. La habitación -como la mayor parte del resto de
la casa- me eriza un poco la piel, y salgo rápidamente.
Lo único que encuentro es una escalera que parece conducir a un
cuarto piso parcialmente. La miro insegura, preguntándome si debería ir
a curiosear a algún otro sitio sin el permiso de David. Me lo imagino
enfadado por ello y, al final, eso es lo que me empuja a hacerlo de todos
modos. No puede controlar todos mis movimientos, pienso amargamente,
comenzando a subir la escalera, apretando los dientes contra la sensación
de ansiedad que se ha instalado en mi estómago.
Cuando llego al rellano, compruebo que aquí arriba solo hay una
puerta. El resto es una habitación vacía y abierta, con el suelo de madera
dañado por el agua y una ventana mugrienta, y me muerdo el labio
mirando la puerta. Me da la sensación de ser una habitación en la que
probablemente no deba entrar, aunque David no me haya dicho
explícitamente que haya algún lugar de la casa al que no pueda ir. Sin
embargo, esa sensación me hace desear aún más averiguar qué hay
dentro.
Está cerrada, lo que no me sorprende, pero tampoco me disuade.
Mi primer pensamiento es que la llave podría estar escondida en algún
lugar, y que es más fácil de encontrar de lo que podría haber pensado. Mi
instinto inicial resulta ser el correcto: cuando me pongo de puntillas para
palpar la parte superior del dintel, noto una llave gruesa y pesada. Es
anticuada, del tipo que cabría esperar encontrar en una casa histórica, y
encaja perfectamente en la cerradura.
Durante un breve instante, me pregunto si será una trampa, si
David dejó la llave en un lugar donde no tuviera que buscar demasiado
hasta encontrarla, para ver si entraba en un sitio en el que claramente no
debía hacerlo. Y entonces, cuando la cerradura se abre con un clic, decido
que en realidad no me importa.
La puerta cruje cuando la abro de un empujón, y de inmediato
huelo a polvo y naftalina. Hay un interruptor de la luz en la pared
revestida de madera que hay junto a mí, y lo enciendo; la única fuente de
luz es una bombilla desnuda colgada del techo.
La habitación es, esencialmente, un desván. Hay algunos muebles
viejos, algunas obras de arte apiladas y enmarcadas contra una pared, y
una pila de cajas. Me pica la curiosidad y me acerco a las cajas, a
sabiendas que probablemente no debería estar fisgoneando, pero incapaz
de preocuparme por ello.
La primera caja parece contener parafernalia familiar, libros de
recetas y algunas fotografías antiguas a las que echo un vistazo
superficial. Algunas parecen bastante antiguas, el tipo de fotos familiares
que probablemente alguien reunió en un lugar para convertirlas en un
álbum de recortes o de fotos, y nunca lo hizo. Está claro que David decía
al menos la verdad sobre que esta era su casa familiar, algunas de las
fotos están tomadas delante de ella y se remontan a varias generaciones.
También reconozco vagamente algunas de las habitaciones, aunque no
puedo asegurar que fueran tomadas aquí. No tengo dotes de arquitecto, y
la mayoría de las características de la casa me parecen las de cualquier
otra antigua.
Vuelvo a meter las fotos en la caja. Si esto es todo lo que hay aquí,
no sé muy bien por qué está cerrado. Nada de esto parece especialmente
interesante, solo fotos de familiares muertos hace tiempo y recetas de
guisos, pasteles y pan que probablemente no se han mirado en décadas.
No me imagino a ninguna esposa de mafioso que se precie cocinando
ahora las comidas de su familia.
Sentada en el suelo polvoriento donde he estado agachada, cojo la
siguiente caja, esperando más de lo mismo. La verdad es que ya me
aburre, pero lo único peor que estar aquí sentada hurgando en la antigua
historia familiar de David es estar abajo sin nada que hacer. Así que abro
la caja y me detengo al instante, mirándola fijamente.
Las pertenencias que hay dentro parecen de mujer, de alguien que
debió de poseerlas hace poco. Hay un espejo de mano con el reverso
plateado, un cepillo a juego que aún tiene mechones de pelo castaño
oscuro pegados a las cerdas, varias joyas aparentemente valiosas, una
blusa de seda bien doblada en el fondo y un recipiente de cerámica
pintado a mano con rosas parecido al que se pondría en una mesilla para
guardar joyas o llaves.
Inmediatamente me siento extraña al mirar los objetos, como si
estuviera tocando cosas que en su día fueron muy personales para
alguien y que ahora se han guardado en este viejo y polvoriento desván.
Pero lo que realmente me revuelve el estómago es lo que hay en las
otras dos cajas.
Están llenas de cosas de niños. Ropa, juguetes, algunas cosillas
como un móvil de cuna y chupetes. Y, de nuevo, no parecen viejas, como
si hubieran pertenecido a David o a su hermano cuando eran niños. No
tienen el olor rancio de la ropa que lleva años guardada en cajas, y las
telas no parecen envejecidas. Los juguetes parecen recién comprados;
incluso veo un pequeño libro ilustrado de un dibujo animado infantil
bastante actual.
Siento un escalofrío en la espalda al ver el contenido, y casi
inmediatamente cierro las cajas y las vuelvo a meter en un rincón. Sacudo
las manos rápidamente apenas las tengo fuera de mi alcance, como para
quitarme la sensación de los dedos. Pero aún puedo oler los débiles
aromas de perfume floral de las cosas de la mujer y los toques de talco de
bebé de la ropa del niño.
Hay algo en todo esto que me resulta extraño.
Mencionó a un hermano que había fallecido. Me digo a mí misma
que tal vez tenga algo que ver con eso, que el nudo que tengo en el
estómago se debe a la total agitación que ha sufrido mi vida en las dos
últimas semanas. Que estoy paranoica.
Sé que no debería mencionárselo a David. Estoy arriba en el
dormitorio cuando llega a casa, acurrucada en la cama bajo una manta
gruesa e intentando concentrarme en un libro. Oigo abrirse la puerta y
casi me sobresalto, y él me lanza una mirada inquisitiva.
―Estás muy nerviosa, ¿no? ―Levanta una ceja―. Ven abajo. He
traído comida de un restaurante italiano de Newport. Es buena, te
gustará.
Aprieto los labios, estrujándome el cerebro en busca de alguna
razón para suplicar y quedarme arriba, y David pone los ojos en blanco.
―No puedes esconderte en el dormitorio para siempre, Amalie.
Ven a comer. Apuesto a que no has comido en todo el día, y eso no es
bueno para el bebé.
Lo dice tan despreocupadamente que hace que el corazón me salte
extrañamente en el pecho―. ¿Así que ahora me crees?
David frunce el ceño.
―Creo que estás embarazada. Que sea mío o no es otra cosa. ―Se
encoge de hombros, se quita la chaqueta y se dirige al armario para
colgarla. Cuando comienza a desabrocharse la camisa, el corazón me da
otro salto traicionero en el pecho, y hago todo lo posible por ignorarlo.
Me está vacilando, lo sé. Sabe exactamente cómo reacciono al verlo
desnudo y quiere demostrarme, una vez más, que no importa cómo se
comporte ni cómo me haga sentir.
Le voy a desear a pesar de todo.
Aprieto los dientes, marco mi sitio en el libro y lo dejo a un lado.
―No tengo mucha hambre ―le digo, con una pizca de desafío en la
voz, y David suelta un sufrido suspiro, llevándose la mano al cinturón.
―Solo baja a comer, Amalie. Un rato en mi compañía no te matará.
Al oír eso, se me corta la respiración. Es una tontería, pero hay algo
en la forma en que lo dice que me provoca un nudo en el estómago. Estás
paranoica, me digo levantándome. Me mira y frunce el ceño.
―¿Eso es lo que llevas por casa?
Miro mi ropa. No son más que unos leggings negros y una camiseta
negra larga de tirantes con encaje de ganchillo en el escote, y mi chaqueta
de cachemira aún me envuelve.
―¿Sí? Hace frío aquí y quería estar cómoda.
―¿No puedes ponerte algo más bonito para cenar? ―David se está
vistiendo mientras habla, sacando un pantalón chino doblado y un
henley. Lo miro con rabia.
―¿Viene la reina a cenar con nosotros? Porque si no, no veo ningún
motivo para arreglarme. Es comida para llevar en tu comedor medio
derruido, no un banquete.
Una ira repentina salta en la expresión de David, y veo que ese
pequeño músculo de su mandíbula vuelve a saltar. Nos llevábamos
mucho mejor cuando lo único que hacíamos era follar, ir de compras y
salir a cenar, cuando nuestra relación tenía fecha de caducidad. Ahora,
estoy segura que me odia tanto como creo odiarlo yo a él.
―Se está renovando ―me dice con frialdad―. No está derruida.
Bien. Baja a cenar con lo que quieras. Pero deja de comportarte como una
niña.
Pasa a mi lado dando un portazo y yo resisto el impulso de coger lo
que tengo más a mano y arrojarlo contra la puerta. Entonces sí que pensará
que soy una cría, me digo, y en lugar de eso voy al baño a cepillarme el
pelo con rabia y a recogérmelo en un moño. Ahora sí que puedo hacer como
si me importara una mierda.
Aún me persigue la idea de lo que he encontrado hoy en el desván.
No quiero bajar las escaleras, en su casa, ya de por sí espeluznante, que
ahora lo es aún más por esos descubrimientos y fingir que todo marcha
bien. No lo está y no sé si alguna vez lo estará.
Tampoco puedo preguntarle sobre lo que he encontrado. En el
mejor de los casos, no me dará una respuesta directa. En el peor de los
casos, se pondrá furioso conmigo y se repetirá la pelea de esta mañana, o
algo peor.
David ya está en el comedor informal a medio renovar cuando bajo,
con dos de las ventanas abiertas para dejar entrar la brisa cálida y salina
del atardecer, cuando saca recipientes de comida preparada de bolsas de
papel y los coloca sobre la mesa.
―Elige ―me dice, poniendo también dos platos y un vaso de agua
para mí. Deja un vaso de vino junto a su plato―. Creo que en la lasaña
hay requesón, no deberías comerlo.
Le miro con el ceño fruncido al sentarme, preguntándome cómo
sabe tanto sobre lo que deben y no deben comer las mujeres
embarazadas. Vuelvo a pensar en las cajas que encontré en el desván, en
la ropa y los juguetes de los niños que estaban guardados. Esa misma
sensación de inquietud vuelve a anudarse en mi estómago cuando pongo
en mi plato un par de pequeños bocados de fettuccine alfredo. Todo
huele increíble, pero no me fío de mi estómago.
David pone un poco de todo en un plato y se sienta frente a mí,
cogiendo su copa de vino. No dice nada más y me muerdo el labio,
sintiendo que el opresivo silencio nos envuelve a ambos.
―No puedes ir empujándolo por el plato ―me dice de repente, el
chasquido de sus palabras rompiendo el silencio―. Por el amor de Dios,
Amalie, no voy a mantenerte prisionera.
Le miro bruscamente.
―Exploré un poco más la casa durante tu ausencia ―le digo, de
pronto incapaz de callarme lo que había encontrado un momento más―.
Encontré algunas cosas interesantes en el desván.
Un gesto parpadea en su rostro, pero no consigo descifrarlo,
aunque me esfuerzo por observarlo atentamente al decirlo. Da otro
bocado a su comida, dejando que el momento se alargue, y siento que el
nudo de aprensión de mi estómago se tensa.
―¿Qué tipo de cosas 'interesantes'? ―pregunta finalmente, con un
deje sarcástico en su voz, y aprieto los dientes. Siempre tengo la sensación
que está jugando conmigo, y eso solo hace que me enfade más con él.
―Cosas. ―Apuñalo un poco de pasta, haciéndola girar alrededor
de mi tenedor―. Había toda una pila de cajas que me pasé un rato
revisando. No era lo que esperaba encontrar allí. ―Soy imprecisa a
propósito, esperando que se incrimine con una mirada, una reacción, algo
que me diga que mi presentimiento era cierto. Que hay algo siniestro en
lo que he encontrado y que no estoy paranoica.
―¿Oh? ―Sigue sin reconocer nada en su tono, y eso me cabrea aún
más.
―Cosas de mujer. Joyas, un espejo, cosas así. Y ropa de niños.
Juguetes. Todos parecían nuevos, reconocí un dibujo animado de los
anuncios que he visto que no hace tanto tiempo que ha salido. ―Entorno
los ojos hacia él―. ¿No decías que esta era la casa de tu familia? No
parecían suficientemente viejos como para haber sido tuyos, o... ―voy a
decir, o de tu hermano, pero el repentino destello irascible en los ojos de
David me detiene. Incluso yo sé que no debo hurgar en una herida.
―Eso no es asunto tuyo. ―Clava el tenedor en un trozo de ternera
a la parmesana, y me encojo.
―Ahora vivo aquí. ―Aprieto los labios y aspiro. Sé que le estoy
presionando, pero es tan jodidamente difícil no hacerlo. Él lo hace tan
difícil―. Ahora estamos casados, David, ¿o lo has olvidado? Ahora esta
casa también es mía. Lo que ha pasado aquí es asunto mío. Sobre todo, si
voy a criar aquí a tu heredero...
David levanta la vista, silenciándome con una mirada que me
provoca un escalofrío hasta los dedos de los pies. Aprieta la mandíbula y
me quedo muy callada.
―Si llevas o no 'mi heredero' está por ver ―dice con fuerza, su voz
cuidadosamente tranquila. Lejos de mí decirte por dónde tienes que
vagar y husmear. Pero no esperes que te entretenga con historias sobre lo
que sea que encuentres.
Me muerdo el labio y me sobresalto al sentir que las lágrimas arden
de repente en el fondo de mis ojos. No sé cómo reconciliar a este hombre
frío y carente de emociones con el hombre con el que pasé una semana en
Ibiza, un hombre que disfrutaba jugando conmigo, es cierto, pero que era
apasionado y estaba lleno de vida. Este hombre me parece tan implacable
e inflexible como una estatua.
El comedor se queda en silencio, lo suficiente para que casi pueda
imaginar oír los latidos de mi propio corazón retumbando en mi pecho.
―¿Has pensado en una luna de miel? ―pregunto tímidamente,
intentando cambiar de tema hacia algo más agradable. Tal vez sea esta casa,
puede que sea regresar al hogar, estar de nuevo cerca de su familia, pienso
desesperada, sin dejar de dar vueltas con el tenedor a una pasta que aún
no he probado. Lo único que se me ocurre es que quizá, de algún modo,
si nos alejamos lo suficiente a algún lugar que le recuerde a Ibiza, podré
vislumbrar su otra cara. Quizá pueda encontrar alguna forma de conectar
con él capaz de hacer que la vida juntos sea menos miserable.
David hace un ruido que está a medio camino entre la risa y la
burla, y cualquier esperanza de esa posibilidad se desvanece.
―¿No fue suficiente con las vacaciones que pasamos? ―pregunta,
su voz cargada de sarcasmo, y la forma en que me mira mientras lo dice
me dice que está intentando hacerme estallar. Está intentando empujar y
presionar, para que pierda los nervios y así no tenga que sentirse el malo
de la situación.
―Desde luego que sí. ―Aprieto los labios, dejando caer el tenedor.
De repente, hasta la vista de la comida me produce náuseas―. ¿Hay algún
lugar en esta casa que tenga una bañera que funcione? ―Deseo
desesperadamente deslizarme en agua caliente y remojarme, y que aún
no haya bañera en el cuarto de baño principal es como añadir un insulto a
la injuria.
David se encoge de hombros.
―Tal vez en uno de los cuartos de baño de invitados ―dice
tajantemente, y vuelve al trozo de lasaña que tiene en el plato.
Empujo la silla hacia atrás, dejando allí la cena sin tocar y
alejándome. La casa huele a polvo, a madera sin tratar y a cola de
empapelar, y arrugo la nariz. Odio este lugar cada vez más con cada
momento que paso aquí, y el que tenga que buscar una bañera hace que
me sienta peor. La manera que tiene David de tratarme como si eso me
convirtiera en una mimada es solo la horrible guinda del pastel.
Los cuartos de baño de invitados aún no se han tocado en las
'renovaciones' y uno de ellos está lo suficientemente limpio y agradable
como para que me esconda allí, cerrando bien la puerta mientras me doy
un baño caliente. No encuentro burbujas ni aceites de baño que añadir,
pero el agua caliente es suficiente, y me hundo en ella suspirando y,
cerrando los ojos. Me duelen todos los músculos de lo tensa que he
estado, y dejo que se me pase un poco, esperanzada en que, si
permanezco en la bañera el tiempo suficiente, David se habrá dormido
para cuando suba a la cama.
Vuelvo a llenar la bañera dos veces cuando el agua se enfría,
prolongándolo hasta que estoy arrugada y sonrosada, sintiéndome
anegada. Me seco y me envuelvo en un albornoz, recojo la ropa del suelo
y subo de puntillas al dormitorio principal. Para mi alivio, cuando abro la
puerta, veo que las luces están apagadas y David está en su lado de la
cama, inmóvil.
Lentamente, encuentro un pantalón corto para dormir y una
camiseta de tirantes, me los pongo y me deslizo tan silenciosamente como
puedo hacia mi lado de la cama. Noto el gran peso de él tendido a mi
lado, y me quedo acostada, rígida, preguntándome cómo voy a soportar
esto el resto de mi vida.
No podemos evitarnos para siempre. Y tengo mucho miedo pensar
cuánto puede empeorar esto antes que él se canse de mí y simplemente
nos distanciemos.
Nunca me he sentido tan sola. Y ahora también estoy asustada.
17

David
En las cuarenta y ocho horas transcurridas desde que di el «sí,
quiero» a Amalie, siento que mi vida se ha complicado aún más de lo que
era antes.
Esto fue un error. No he dejado de pensar en ello desde que la traje
aquí para nuestra noche de bodas, y cada momento desde entonces no ha
hecho sino acentuar esa sensación. Mi deseo por ella lucha
constantemente con mi irritación por lo poco dispuesta que está a
instalarse en su nuevo hogar, a intentar hacer algo por sí misma, a no
hacer pucheros constantemente por haber sido arrancada de su vida
anterior. Este iba a ser siempre su futuro, pienso una y otra vez, cada vez
que se muestra infeliz. ¿Realmente era tan ilusa como para pensar que no
acabaría casada con alguien a quien no deseaba necesariamente?
El embarazo no fue más que otro contratiempo en una situación en
la que ya me arrepentía de haberme dejado enredar. No estaba seguro de
haberme creído su historia de ser virgen cuando nos acostamos por
primera vez en Ibiza, y esto me hace dudar aún más. Y lo que importa es si
el bebé es mío o no, por razones que van más allá de mi propio ego.
Nuestros hijos llevarán mi apellido y heredarán la fortuna, las casas
y el legado de la familia Carravella. Me niego a que todo eso recaiga en el
hijo de algún gilipollas fiduciario al que Amalie se folló en vacaciones,
cuyo nombre probablemente ni siquiera recuerde... y que probablemente
tampoco recuerde el de ella.
Cuando llegué a casa anoche, le traje algunas cosas que podría
comer sin tener que ponerse a cocinar, con la esperanza que al menos eso
mejorara su estado de ánimo. Tiene razón en que necesito contratar
personal, simplemente no lo he necesitado hasta ahora. Me las he
arreglado bien con comida a domicilio cuando no he estado fuera del
país, lo que me recuerda que ahora tengo a otra persona además de mí de
la que preocuparme. Por no hablar que me gusta la privacidad y
aislamiento de no tener amas de llaves, cocineros y jardineros trajinando
por ahí. Ya es suficientemente malo tener a los obreros que están
renovando la casa entrando y saliendo constantemente, y nunca me
libraré del destacamento de seguridad que es un requisito para un
hombre de mi posición. Además, ese servicio de seguridad ha aumentado
ahora, debido a Amalie y a la necesidad de garantizar su seguridad.
Amalie ha puesto mi vida patas arriba en cuestión de días. Tenía mi
vida cuidadosamente organizada como a mí me gustaba. Ahora, su
presencia combinada con ese trastorno solo ha aumentado mi
resentimiento hacia ella. Sabía que tendría que casarme, aunque esperaba
que fuera con alguien que comprendiera que se trataba de un matrimonio
por obligación. Alguien que se mantuviera al margen, que gestionara sus
propios asuntos y que solo interactuara conmigo cuando fuera necesario.
Posiblemente incluso alguien lo suficientemente autosuficiente como para
no precisar una casa llena de personal que atendiera todas sus
necesidades lo antes posible.
Todo esto sería mucho más fácil si pudiera cuidar de sí misma, pero
no estoy del todo seguro que sea capaz de hacerlo. Por otra parte, pienso
a la vez que me visto, contratar personal podría significar que finalmente
me dejara en paz. Podrían servirme de amortiguador, ocupándose de sus
necesidades y deseos para que yo no tenga que oír hablar de ellos. Puede
que sea la única forma de conseguir vivir las vidas separadas que
esperaba, sin dejar de convivir en la misma casa.
Hay una única forma de averiguarlo, pienso sombríamente bajando
a desayunar. Anoche vino a la cama cuando ya me había dormido y, para
mi sorpresa, esta mañana, cuando desperté, ya no estaba. Pensé que
podría haber intentado huir, y la aguda punzada de temor que sentí ante
esa idea me sobresaltó.
Me dije a mí mismo que lo único que me hacía sentir así era la
perspectiva de lo furioso y decepcionado que estaría mi padre, pero no
estoy del todo seguro. Amalie tiene una forma de hacerme sentir cosas
que normalmente no siento. Es una de las razones por las que no quise
acercarme demasiado a ella en Ibiza y una de las razones por las que
debería haberle dicho no a casarme con ella.
Está en la mesa cuando entro con mis copos de avena y una taza de
café, picoteando lo que parece un cuenco de yogur, cereales y fruta.
―Veo que has conseguido manejar un cuchillo de cocina sin
lastimarte ―le digo secamente, sentándome frente a ella. Sé, por
supuesto, que compré fresas enteras en la tienda, y sé que el comentario
va a molestarla. Y así es, lo noto inmediatamente en la mirada que me
lanza.
―No soy una inútil ―suelta, hundiendo la cuchara en el cuenco y
empujándola. Está claro que su apetito desaparece apenas entro en la
sala, lo que me irrita sobremanera. Nunca le he hecho daño. No he hecho
nada excepto casarme con ella, lo que su familia necesitaba
desesperadamente, y aun así me trata como si fuera una especie de
villano.
―No he dicho que lo fueras ―sonrío, dando un mordisco a mi
propio desayuno. Veo que Amalie lanza una mirada anhelante a mi café,
y doy un sorbo significativo, disfrutando de la frustración en su rostro.
Especialmente después de la tontería del ático de anoche, disfruto
haciéndola sentir un poco incómoda.
Lo que haya arriba en ese ático no es asunto suyo, tal como le dije, y
por milésima vez desde que dije que sí, ojalá mi padre hubiera elegido
para mí a una mujer que supiera cuándo dejar las cosas como están.
Seguro que hay muchas mujeres que encontrarían una puerta cerrada y la
dejarían así, pero Amalie no.
La culpa es, al menos en parte, mía por no coger la maldita llave y
ponerla en otro sitio. No obstante, eso no cambia el que, al parecer, no
hay nada sobre lo que Amalie crea que no tiene derecho a respuestas.
No importa, pienso sombríamente, dando otro sorbo a mi café. Si
me salgo con la mía, jamás descubrirá ni un solo detalle de nada de eso.
―Voy a Boston unos días a ver a mi familia y a ocuparme de unos
asuntos ―le digo rotundamente, dejando la taza―. Quiero que te quedes
aquí. Y me refiero aquí, es decir, en esta propiedad, cerca o dentro de la
casa. No quiero que salgas por tu cuenta. ¿Lo has entendido?
Entorna los ojos hacia mí.
―Creí que habías dicho que no me tenías prisionera.
Dejo escapar un suspiro lento y pesado.
―Son directrices para tu protección, Amalie, no para mantenerte
prisionera. No hay necesidad de ser tan dramática todo el tiempo.
―Entonces dame algo que hacer. ―Se echa hacia atrás en su
asiento, con la ira envolviendo sus facciones―. Estoy aburridísima,
David, y ya han pasado dos días. ¿Y quieres que me quede aquí, sola, en
esta horrible casa? Ahora mismo podría estar trabajando a distancia en
mis clases de la universidad, pero mi madre me sacó sin mi
consentimiento.
Aprieto los dientes. Me cabrea muchísimo cuando insulta a la
mansión -mi casa familiar- simplemente porque no está en las mismas
perfectas condiciones que la suya. Pero su comentario sobre la
universidad me sorprende. No tenía idea que su madre tomó esa decisión
por ella, y eso también me enfurece.
―No tuve nada que ver con que te sacaran de la universidad,
Amalie ―le digo secamente.
―Excepto por haberte casado conmigo. ―Frunce los labios―. Pero,
por supuesto, no es en absoluto culpa tuya. Nada lo es.
―No habría tenido ningún problema en que continuaras tus clases
desde aquí. Eso fue cosa de tu madre, nada que ver conmigo ni con mi
familia. Si quieres volver a matricularte, no dudes en hacerlo.
Amalie me fulmina con la mirada.
―¿Y quién me va a pagar la matrícula? Mi madre no, ahora. ¿Lo
harás tú? No tengo capacidad para hacer esa llamada por mí misma.
Resisto el impulso de levantarme y frotarme las sienes.
―Lo discutiremos cuando vuelva ―le digo finalmente―. No tengo
tiempo para resolverlo ahora mismo.
―Tú no... ―Vuelven a aparecer esos puntos altos de rojo en sus
pómulos, señal inequívoca de estar a punto de estallar contra mí―.
David...
―Realmente tienes que aprender a controlar tu temperamento ―le
digo con firmeza―. Ese tipo de hipertensión probablemente sea malo
para el...
―Juro por Dios... ―Se levanta de un salto, empujando la silla hacia
atrás antes de poder decir bebé, y desaparece en un instante.
Oigo el fuerte repiqueteo de sus pasos en la escalera y me echo
hacia atrás, cerrando los ojos contra el dolor de cabeza que siento cómo se
va formando.
No podemos pasar más de cinco minutos juntos en la misma
habitación sin pelearnos. ¿Cómo vamos a seguir casados? Sé que la mayoría
de las parejas mafiosas no disfrutan especialmente de la compañía del
otro. Al cabo de un tiempo, tienden simplemente a evitarse el uno al otro
en la medida de lo posible, mostrando el semblante adecuado cuando hay
algún acontecimiento. Pero Amalie ni siquiera parece dispuesta a hacer
eso. Parte de la razón por la que no la llevo a Boston es porque no confío
en que no cause más problemas con mi familia de los que merece la pena.
Me enfurece. Lo complica todo. Me vuelve loco y, aun así, hace que
la desee con una ferocidad que casi duele. Me doy cuenta, allí sentado,
viéndola salir enfurecida, su rostro magníficamente enrojecido, su ira
brillando a su alrededor como una ola de calor, que estoy duro como una
roca, mi polla tensándose contra la bragueta.
Tengo tantas ganas de follármela como de gritarle.
Empujando mi propia silla hacia atrás, subo tras ella las escaleras
hasta nuestro dormitorio. Me lleva ventaja, por lo que abro las puertas
justo a tiempo para verla despojarse de la camiseta holgada que llevaba
puesta, con el cabello recogido en la cabeza como si estuviera a punto de
meterse en la ducha.
Se da la vuelta con la camiseta pegada al pecho y sonrío.
―No me hagas caso. Cruzo los brazos sobre el pecho, asintiendo en
su dirección―. Termina de quitarte el resto. Yo miraré. Y luego sé una
buena chica, e inclínate a un lado de la cama para mí.
Abre mucho los ojos.
―¿No tienes nada mejor que hacer? ―suelta, dándose la vuelta―.
Voy a ducharme. Déjame en paz.
―No. ―La veo ponerse rígida, y mi polla palpita contra mi
muslo―. Termina de desnudarte, Amalie. A menos que quieras que vaya
y te quite el resto. O tal vez quieras que te dé unos azotes, cuando
finalmente te hagas a la idea de inclinarte sobre la cama para mí, tal como
te he dicho.
Puedo ver la tensión, la rabia que la recorre.
―¿Por qué siempre tengo que inclinarme en algún sitio? ―sisea―.
Sobre el lavabo de aquel baño de Ibiza. Sobre el mostrador de la mansión
de tus padres. Sobre nuestra cama. ¿Tienes algún fetiche en particular por
follarme por detrás, David?
Eso me hace reír, levemente.
―No ―le digo despreocupadamente―. Pero al menos así no tengo
que preocuparme por que me escupas a la cara.
―Maldito... ―sisea sus palabras entre dientes, y me rio de nuevo.
―Date prisa, bellisima. Tengo que coger un vuelo.
Afortunadamente, es mi propio avión privado, así que me esperarán. Sin
embargo, tu actitud me está excitando esta mañana y, bueno, realmente
necesito correrme. Así que pórtate bien y haz lo que te digo, así tendré un
lugar donde meterla.
Me llevo la mano al cinturón al decir esto último, y Amalie vuelve a
ponerse rígida al oír el sonido. Veo caer la camiseta al suelo mientras me
desabrocho la cremallera y libero la polla. Estoy tan jodidamente duro
que duele, con las pelotas ya tensas por la necesidad de vaciarme dentro
de ella, y envuelvo mi mano alrededor de mi longitud, dejando escapar
un siseo de placer al tan necesario contacto.
―No me obligues a arrastrarte hasta allí y a desnudarte yo mismo
―le advierto, gruñendo por lo bajo en mi garganta al tiempo que deslizo
la mano por mi polla en un movimiento suelto―. Desearás no haberlo
hecho. ¿O prefieres que te ponga de rodillas y me corra en tu cara?
Veo cómo aprieta los dientes a medida que desliza los leggings por
las caderas, cada movimiento me dice exactamente lo enfadada que está.
En un momento, se desnuda para mí, con su cuerpo perfecto
completamente expuesto, desde la curva de su cintura hasta la forma de
corazón de su culo. Se acerca a la cama negándose a mirarme e
inclinándose hacia un lado. Sus dedos se enroscan con rabia en las mantas
y avanzo hacia ella, con la polla dolorida.
Apuesto a que, cuando la toque, estará empapada.
Antes de hacer nada, agarro su melena, suelto la goma de terciopelo
que la sujeta y la tiro a un lado. Su espeso cabello rojizo cae en cascada
alrededor de su rostro y sus hombros, formando de ondas desordenadas,
y envuelvo una mano en él, tirando de su cabeza hacia atrás al tiempo
que deslizo los dedos entre sus muslos.
Como sospechaba, está empapada.
―Tanta lucha para nada ―respiro en su oído mientras acaricio su
entrada, frotando con los dedos sus empapados e hinchados pliegues―.
Está claro que me deseas, Amalie. Quieres mi polla gruesa y dura
follándote, haciendo que te corras. Quieres mi semen dentro de ti, así que
no puedes evitar pensar en mí mientras no estoy. Quieres todo esto. Si no
fueras tan obstinada, cara mía, todo esto sería mucho más divertido.
―Que te jodan ―sisea, girando la cabeza para mirarme―. No
quiero pensar en ti para nada.
―Aunque eso sea cierto, Amalie, lo vas a hacer de todos modos.
Eres mía. Mi esposa. Mi posesión. Mía para follar. Mía para tenerte como
me plazca.
Embisto con fuerza cuando lo digo, introduciéndole hasta el fondo
cada centímetro de mi polla, hasta la base. Deja escapar un grito mitad
dolor, mitad placer, produciéndome una ráfaga de satisfacción cuando
vuelvo a penetrarla y ella gime impotente.
―Eso es ―murmuro, rozando su oreja con mis labios―. Te encanta
que te folle así. Quieres hacerme creer que no es cierto, pero puedo
sentirlo. Me estás apretando jodidamente, bellissima. No te cansas de mi
jodida polla.
Es verdad, y ambos lo sabemos. Puedo sentirlo. La sensación es
exquisita, la forma en que se aprieta y ondula a mi alrededor, como si su
cuerpo quisiera arrastrar mi polla tan profundamente como pueda dentro
de ella y retenerme allí para siempre. Estoy seguro que nada me ha hecho
sentir tan bien como esto, y que nada lo hará jamás. Puede alegar todo lo
que quiera y decir que no quiere esto, que me odia, que desearía librarse
de mí y de nuestro matrimonio. Pero el apretón de su coño a mi
alrededor, el arco de su espalda, la forma en que sus uñas se clavan en la
cama, abriendo la boca en un silencioso gemido... todo eso me cuenta una
historia muy distinta.
―Que te jodan ―jadea, sintiendo cómo se retuerce sobre mi polla
al deslizarme fuera de ella, su culo empujando contra mí como si no
pudiera soportar perder esos gruesos centímetros que la llenan ni un
instante―. Jódete, maldito...
Aprovecho ese momento para hacer rodar su clítoris entre mis
dedos, frotándolo exactamente como sé que más le gusta, ese punto cerca
de la parte superior de su capullo que la hace correrse casi
instantáneamente. La oigo jadear sin aliento, siento que todo su cuerpo se
agarrota... y entonces mi polla se empapa de su excitación al correrse,
arqueando la espalda y desplomándose sobre la cama, con un apretón
casi insoportablemente bueno.
―Eso es, cara mía ―gruño, apoyando la mano en su nuca y
presionando su rostro contra la cama, acelerando el ritmo a medida que
me la follo con fuerza y rapidez―. Córrete en mi jodida polla. Dios, te
sientes tan jodidamente bien...
Grita, perdida en el placer, mientras la penetro una y otra vez, sin
reparar en la rudeza con que la estoy follando. Nunca en mi vida había
estado tan furioso y excitado a la vez, y me desquito con ella con cada
brutal embestida. Mis dedos abandonan su clítoris con su primer
orgasmo, mis manos se ocupan ahora de sujetarla por el cuello y la cadera
mientras la machaco sin piedad, pero la siento correrse de nuevo
igualmente. Su grito de placer llena la habitación, todo su cuerpo se
estremece con una oleada tras otra de liberación, y no aflojo. Sigo
follándola, tan fuerte como puedo, hasta que siento que se me tensan las
pelotas y se me hincha la polla y, empujándola contra la cama, la tumbo
boca abajo e inclinándome sobre ella le susurro al oído.
―Podría retirarme y correrme sobre ti. Debería hacerlo. Debería
empaparte de mi puto semen y hacer que lo llevaras puesto, para que
recordaras a quién perteneces. Pero, en lugar de eso, voy a llenarte.
―Vuelvo a empujar, apretándome con fuerza contra ella, haciendo rodar
mis caderas―. No me importa que ya estés embarazada, bellísima. Voy a
dejarte goteando con mi semen de todas formas.
Amalie grita, y retomo el ritmo, introduciéndole la polla con otras
dos fuertes embestidas que me llevan al límite. El sonido que sale de mis
labios al hundirme en ella por última vez es casi primitivo, el placer me
recorre con una intensidad cercana al dolor mientras mi polla emana
esperma caliente, llenándola con un torrente de esperma al tiempo que la
inmovilizo y la sujeto para liberarme.
No quiero salir de ella, ni siquiera cuando mi orgasmo retrocede y
mi polla se ablanda. Sigo palpitando por las réplicas, y me encuentro
deseando quedarme enterrado en su húmedo calor, permanecer allí hasta
que se me ponga dura de nuevo y pueda follármela por segunda vez.
Esa sensación, ese deseo de permanecer cerca de ella, es lo que me
hace separarme bruscamente, apartándome de ella y poniendo distancia
entre nosotros cuando vuelvo a meterme rápidamente la polla en el
pantalón. Amalie no se mueve durante un largo rato, sus ojos
fuertemente cerrados, para finalmente levantarse de la cama, negándose a
mirarme al sentarse en el borde. Sus piernas están fuertemente apretadas
y cubre sus pechos con los brazos, mirando hacia otro lado.
Hay algo en ella que me enfurece. No sé exactamente qué es ni por
qué, pero me lanzo hacia ella, acortando la distancia que nos separa en un
par de pasos, la agarro de la barbilla y vuelvo su rostro hacia el mío.
La siento jadear cuando aplasto mi boca contra la suya, mis dedos
agarran su mandíbula... e ignoro qué me ha pasado.
Apenas la he besado desde nuestra boda. Me he propuesto no
besarla. No quiero que haya nada romántico entre nosotros, aunque
tampoco este beso pretende ser romántico.
Pero, de algún modo, se siente como tal. Y ella también lo siente.
Me doy cuenta por la forma en que se gira hacia mí, ablandándose ante
mis caricias y abriendo la boca bajo la mía. Durante un breve instante,
ambos nos perdemos en el beso, y de repente siento el impulso de volver
a arrojarla sobre la cama, de recorrer cada centímetro de su cuerpo con
mis manos como hice en Ibiza, de tenerla allí conmigo el resto del día.
Me separo de ella y la suelto con un brusco giro de la mano
haciéndola retroceder ligeramente. Sus ojos parpadean al mirarme,
sorprendida, como si no esperara que la besara así. Sé que no se lo
esperaba.
―Tengo que coger un vuelo ―le digo fríamente, dándole la
espalda―. No salgas de las inmediaciones de la casa, Amalie. Me
enfadaré mucho si al volver descubro que me has desobedecido. Dejaré
aquí seguridad, y ellos te vigilarán.
Su rostro se tensa instantáneamente, desaparece toda suavidad y su
expresión se torna rebelde. Pero se limita simplemente a asentir, sus
brazos aun fuertemente cruzados sobre el pecho, cuando cojo mi bolsa de
cuero y salgo de la habitación.

En el corto vuelo a Boston, hago todo lo posible por no pensar en


mi mujer. Debería ser fácil: no quiero pensar en ella y tengo muchas otras
cosas que considerar, ya que mi padre me quiere allí para hablar de
negocios. Pero parece que no puedo sacar a Amalie de mis pensamientos.
Aquí es diferente de la chica que conocí en Ibiza. Allí era
despreocupada y coqueta, salvaje y un poco temeraria. Aquí, está ansiosa
y petulante, enfadada y desconfiada por momentos, y al parecer,
empeñada en enfurecerme constantemente. Cuando pienso en aquella
tarde en la biblioteca, tengo la certeza absoluta, que debería haberme
negado a casarme con ella. Puede que mi padre se sintiera frustrado por
el fracaso del acuerdo, pero rápidamente empiezo a pensar que preferiría
haberme enfrentado a eso que a la frustración de haber sido empujado a
casarme con Amalie Leone. Está lejos de ser el tipo de chica que yo habría
elegido como esposa.
Quería a alguien que comprendiera mis expectativas, que deseara
paz y seguridad por encima de todo. Esas cosas puedo proporcionárselas,
siempre que me den a cambio mi propia paz. Pero Amalie...
Quizá debería haberla traído conmigo. El problema del ático asoma
en el fondo de mi mente, y aprieto los dientes, comprendiendo que
debería haberlo cerrado de nuevo y haberme quedado con la llave. Si ella
continúa husmeando...
Tengo la esperanza que se aburrirá con esa línea particular de
investigación antes de convertirse en un problema mayor. Sin embargo,
sé perfectamente que Amalie no es ese tipo de mujer. Es testaruda y
persistente, y puedo decir, incluso en este corto periodo de tiempo, que
no se limitará a sonreír y poner una cara agradable en cenas y actos
benéficos, para luego volver a ignorarnos en casa. Va a seguir pinchando,
empujando e insistiendo en que responda a sus preguntas hasta que las
cosas estallen entre nosotros. A estas alturas, casi espero que el bebé no
sea mío, y así tener una excusa para acabar con ella.
¿Es eso realmente lo que quieres? Esa pregunta persistente me
atormenta. Por mucho que insista en que quiero un abismo de distancia
entre mi mujer y yo, que solo se cierre cuando bajemos un puente
levadizo mutuamente acordado, no reacciono así cuando estoy cerca de
ella. No consigo entenderla y eso me hace sentir obsesivo. Lo contrario de
lo que quiero.
A decir verdad, no sé qué es lo que ella quiere. Y al parecer no
podemos dejar de pelear el uno con el otro el tiempo suficiente para
averiguarlo.
Sé que mi padre va a sacar el tema de mi matrimonio desde el
momento en que me siento en su despacho esa noche, después de cenar.
Reconozco en su rostro una mirada cautelosa pero cómplice, y me
estremezco al tomar la copa de oporto que me ofrece, esperando a que
diga lo que sea que esté pensando.
No le lleva mucho tiempo.
―Tienes que dejar embarazada a tu nueva mujer lo antes posible
―dice mi padre sin preámbulos, y tengo que obligarme a no
atragantarme con mi oporto―. Don Fontana no está encantado con el
arreglo que he hecho. No lo desaprobó lo suficiente como para intervenir,
obviamente, pero creo que quiere a la familia Leone permanentemente
enterrada en la mugre por los problemas que han causado, no
rehabilitada. Todavía tiene al chico Leone bajo arresto domiciliario. No
me sorprendería que desapareciera uno de estos días y sencillamente no
se volviera a saber de él.
La idea no es impactante. No me extrañaría que Fontana hiciera
algo así, si pensara que es por el bien de la Familia.
―No te preocupes ―le digo secamente, dando un sorbo a mi
vino―. Hago todo lo posible para que haya un heredero cuanto antes.
Intento mantener una expresión moderada, pero la conversación
hace que vuelva a enfadarme con Amalie. Por mucho que insista en que
era virgen la primera vez que nos acostamos, que el bebé debe ser mío, no
estoy del todo seguro de creerla. Si el bebé es mío, entonces la cuestión de
un heredero ya está resuelta. Pero si no lo es...
Entonces Don Fontana se cerciorará absolutamente que la familia
Leone nunca se recupere de esta vergüenza final. Si la familia de Amalie
fuera la única afectada, podría decir que se lo tiene merecido por intentar
hacer pasar por mío al hijo de otro hombre. Pero la deshonra de haber
sido engañado al concertar un matrimonio con una novia arruinada
portadora de un hijo ilegítimo podría muy bien ser el último clavo en el
ataúd también para nuestra familia.
Mi padre se ríe, volviendo a sentarse, afortunadamente sin notar
nada raro en mi estado de ánimo.
―Estoy seguro que eres todo un novio emprendedor en ese
sentido. Será un día feliz para todos cuando sepamos que la familia
Carravella vuelve a tener un heredero que continúe después de mis hijos.
Me estremezco ante el plural. Mi hermano ya no está, aunque mi
padre a menudo hace referencias a él que me hacen creer que sigue aquí.
Como si sus errores no fueran la razón por la que me han colocado en
una situación tras otra de la que no quiero formar parte. Como si no
fueran la razón por la que me he visto obligado a casarme cuando de otro
modo podría haber seguido soltero, un segundo hijo con menos
responsabilidades y más libertad, con la vida que me correspondía por mi
orden de nacimiento.
―Serás el primero en saberlo ―le digo uniformemente―. Y luego
mamma, por supuesto.
Mi padre sonríe, termina su vaso de oporto y se sienta.
―Me gustaría enviarte a Sicilia en mi lugar la próxima primavera
―me dice lentamente―. Pero todo dependerá del momento, claro. Si tu
mujer está embarazada, podrías traerla aquí para que se quedara con
nosotros, y tú podrías hacer el viaje solo. Creo que preferirías eso. ―Me
mira con complicidad, y respiro lentamente.
Tiene razón, por supuesto. Aunque un viaje a Sicilia no es tan
agradable como una juerga por Ibiza, sigue quedando lejos de aquí, y hay
mucho en ella y sus alrededores para divertirse, sobre todo si estoy allí
sin Amalie. Pero, claro, para entonces Amalie ya habrá tenido a su bebé.
Tendrá un recién nacido, lo cual es aún más motivo para que quiera
dejarla aquí con mi madre para que la supervise y marcharme solo a
Sicilia.
Amalie, lo sé, le dará un ataque ante la perspectiva.
―Me lo pensaré ―le digo, terminando mi propia bebida y
levantándome para rellenar el vaso―. Después de todo, el tiempo que
pasamos separados nos hace más cariñosos, ¿no?
Mi padre se ríe. Conoce como nadie la dinámica de un matrimonio
mafioso y las dificultades y trampas que conlleva. Puede que no sea
propio de un buen padre de familia dejar a mi mujer y a mi hijo recién
nacido, si es que el niño es mío, con su familia política, pero pocos
mafiosos pueden considerarse buenos padres de familia. Lo que se nos
exige es que seamos buenos tratando con la Familia, la organización que,
hasta cierto punto, nos controla a todos. Somos responsables de mantener
las apariencias, siempre, algo en lo que Amalie tendrá que aprender a ser
mejor... algo que ya debería saber hacer. ¿Quién puede culparnos si,
cuando no estamos lidiando con las presiones de gestionar estos
imperios, nos gusta desahogarnos en otro lugar que no sea nuestro
propio hogar, si preferimos no pasar las tardes con esposas a las que no
queremos e hijos que han sido engendrados con un propósito?
Ciertamente, no culpo a ningún hombre que lo haga, y mucho
menos a mí mismo. Amalie debería haber sido educada para esperar un
matrimonio de conveniencia, no uno de confianza, compañerismo o
fidelidad. Y sean cuales sean las ideas que se le hayan metido en la
cabeza, pronto aprenderá lo contrario.
―Puede ser. ―Mi padre ladea ligeramente la cabeza, como si
pensara―. ¿No estás contento con ella?
―Lo estoy. Es lo suficientemente buena para lo que necesitamos,
¿no? ―Hay un montón de cosas que escondo bajo esas palabras: mis
dudas sobre la veracidad de Amalie, la escandalosa lujuria que me
provoca cada vez que está cerca, la forma en que no estoy del todo seguro
de poder salir de este matrimonio sin matarnos el uno al otro. Pero fuerzo
una sonrisa tensa, y mi padre parece tomarla al pie de la letra.
Ya se acostumbrará, me digo mientras él habla de otros asuntos:
nuestros negocios en Boston, las finanzas, los cargamentos, los asuntos
que quiere que le ayude a llevar fuera de Newport. Dejará de pelearse
conmigo y podremos encontrar algo de paz. Una tregua, al menos. Y hay que
considerar al bebé.
Si el bebé es mío, entonces el asunto de un heredero estará resuelto,
siempre y cuando Amalie me dé un hijo. Ella se distraerá con nuestro
hijo, y yo seré libre de seguir con mi vida como me plazca. Y si el bebé no
es mío...
En ese caso, pienso, apretando los dientes ante la simple idea e
intentando concentrarme en lo que dice mi padre, ella seguirá el mismo
camino que el resto de su familia.
Y en ese caso, me digo, me alegraré de verla marchar.
18

Amalie
Ni por asomo iba a hacerle caso a David y quedarme en la casa.
En todo caso, estaba encantada con la oportunidad de salir de
aquella horrible y espeluznante mansión durante un tiempo. La
compañía de David no contribuye en absoluto a caldear el lugar, en
sentido figurado, pero estar sola allí es, de algún modo, aún peor. La
noche siguiente a su marcha, tardo horas en conciliar el sueño, cada
crujido y quejido del viejo edificio me despierta de un sobresalto. No soy
tan tonta como para creer en fantasmas, pero la atmósfera antigua y
oscura combinada con mis descubrimientos en el ático y la sensación de
estar completamente sola es suficiente para ponerme tan nerviosa que no
descanso bien. Es una pena, porque me habría gustado tener la cama -uno
de los pocos privilegios que hay ahora en la mansión, lujosa y enorme-
para mí sola.
David tiene seguridad desplegada por toda la mansión, pero son
buenos escondiéndose. No sé si esperan que intente huir o no, aunque
todo ese tiempo esquivando a mi propio equipo de seguridad en Chicago
para pasar tiempo con Claire ha merecido la pena. Por lo visto, el chófer
es el único miembro del personal al que no le han dicho que debo
quedarme cerca de la casa -creo que David dio por sentado que la
seguridad sería suficiente- y cede ante mí cuando le pido que me lleve a
Newport a pasar el día.
No tengo idea si David recibirá una llamada de seguridad cuando
se den cuenta que me he ido, pero no me importa. La sensación de
abrupta libertad y de salir a explorar por mi cuenta hace que cualquier
consecuencia merezca la pena.

La vertiginosa dicha de la libertad solo se ve empañada por los


recordatorios de lo enjaulada que estoy. No tengo teléfono ni tarjeta de
crédito. Encontré algo de dinero en el despacho de David -dejado sin
cerrar, como si realmente pensara que no me atrevería a husmear- y lo
metí en mi bolso para pasar el día. Es más que suficiente para comprar y
comer, y dejo que mis preocupaciones se desvanezcan al caminar por la
acera, con la falda de mi vestido de verano erizándose alrededor de mis
rodillas intentando decidir adónde quiero ir primero.
Hay muchas tiendas, algunas bonitas y cursis, otras turísticas y
otras más elegantes. Nada es tan lujoso como lo que puedo encontrar en
el centro de Chicago; aquí no hay nada de diseño, pero decido dejarme
llevar por su encanto en lugar de desanimarme por la idea. Nunca en mi
vida he pisado una tienda de segunda mano, así que me meto en una
situada en un pequeño edificio de piedra blanca, entre una cafetería y una
joyería, curiosa por lo que pueda encontrar.
La campanilla de la puerta suena cuando entro, y una mujer de
mediana edad con el cabello rubio y canoso levanta la vista de un libro de
contabilidad que está hojeando en un mostrador de cristal. Veo que el
interior del mostrador está lleno de todo tipo de cosas -sobre todo joyas,
pero también otros objetos- y me acerco a él.
―¿Puedo ayudarte a encontrar algo, amor? ―pregunta, con voz
amable, y la miro. Hay en ella una amabilidad casual a la que no estoy
acostumbrada. Tardo un segundo en comprender que aquí, para ella,
podría ser una lugareña o una turista, pero desde luego no la esposa de
un heredero de la mafia.
Eso también tiene algo de agradable libertad.
―Solo estoy curioseando. Nunca había estado en una tienda como
esta. ―En el momento en que sale de mi boca, me doy cuenta que podría
sonar grosero, sin embargo, la mujer se limita a reírse.
―No, no parece que lo hayas hecho.
Me muerdo el labio.
―Simplemente quería decir con tanta… variedad.
Vuelve a reírse, pero agradablemente, desprovista de resentimiento.
―Bien, echa un vistazo. Puede que encuentres algo que te guste.
No estoy muy segura de ello, sin embargo, para mi sorpresa,
descubro que hay más cosas interesantes en la tienda de las que podría
haber esperado. Las antigüedades y los enseres domésticos son un poco
pintorescos para mi gusto -aunque parece que encajarían perfectamente
en la vieja mansión en ruinas de David-, aunque, cerca ya del fondo de la
tienda, encuentro un tesoro sorprendente.
En uno de los percheros, colgada de una percha envuelta en seda,
encuentro una vieja estola de piel. Está en muy buen estado, sin duda es
de época, y paso la mano por ella, maravillada por su suavidad. El
intenso color gris, salpicado de negro, quedaría precioso con mi cabello
castaño rojizo, e inmediatamente decido que la quiero. El hecho evidente
que horrorizaría a mi madre si supiera que estoy comprando algo en una
tienda de segunda mano solo hace que esté más decidida a comprarlo.
El precio me sorprende, solo cincuenta dólares.
―¿Seguro que es auténtico? ―le pregunto a la mujer tras el
mostrador de cristal, y vuelve a reírse.
―Por supuesto. Lo compré en una venta de bienes. Una pieza
preciosa. Seguro que le darás un buen uso. ―Coge mi dinero y lo
envuelve en papel, metiéndolo en una bolsa de papel marrón. Reprimo
una pequeña sonrisa, pensando en una futura oportunidad de
ponérmelo, quizá en la primera gala o fiesta a la que David me lleve como
su esposa. Me emociona la idea de llevar algo que le avergonzaría si
supiera de dónde procede.
La compra me hace sentir lo suficientemente rebelde como para
probar algo nuevo. Toda mi vida, o bien he comido las comidas que
nuestro experto cocinero ha preparado, o bien he cenado en restaurantes
de cinco estrellas. Ibiza no fue una excepción. La primera vez que he
comido en un restaurante 'normal' ha sido comida para llevar que David
trajo a casa, e incluso eso era excepcional. Estoy atenta para ver de dónde
la habrá comprado, pero no me llama la atención ningún sitio, y empiezo
a preguntarme dónde podría ir a comer.
Hacia el final de la calle Támesis hay un pequeño restaurante en el
que me fijo, un pequeño edificio de terracota que claramente sirve comida
mexicana. Huele de maravilla, rico y picante, y entro preguntándome si
me gustará. Una vez más, me siento un poco rebelde, yendo a un lugar al
que normalmente nunca iría, que mi madre definitivamente rechazaría...
que David podría desaprobar. Es el mismo sentimiento temerario que me
envió a Ibiza, pero a una escala mucho menor.
En el momento en que me siento, me ponen delante un cuenco de
salsa y una cesta de plástico con patatas fritas, junto con un menú
plastificado con los bordes un poco agrietados. Está muy lejos de
cualquier otro sitio al que haya ido en el pasado, pero de eso se trata, me
recuerdo. Había pasado por delante de muchos restaurantes más
elegantes, pero quería probar algo diferente.
Quizá por eso David vive en esa mansión, pienso de repente, mientras
examino el menú. Quizá quiera algo distinto a lo que está acostumbrado.
Rechazo la idea casi en cuanto se me ocurre, no quiero excusarle por vivir
allí, ni acostumbrarme a ello. Odio la casa vieja y destartalada desde el
momento en que entré en ella. Y definitivamente no quiero pasar allí el
resto de mi vida.
Miro con nostalgia la lista de margaritas y, cuando vuelve el
camarero, pido lo que me parece más familiar del menú: tacos callejeros
con pollo desmenuzado y algún tipo de salsa que desconozco. Los únicos
tacos que he probado han sido deconstruidos, una especie de plato de
fusión de alta cocina, y me pregunto si éstos me gustarán.
¿Y si pudiera convencer a David para que volviera a Boston? Mojo una
patata en la salsa, sorprendida por lo mucho que me gusta, y reflexiono.
Parece tolerar a su familia y, seguramente, su padre preferiría tenerlo
cerca para ayudar con sus negocios. Y una vez que David esté convencido
que el bebé es suyo, es posible que su madre quiera tener a su nieto más
cerca. Por mucho que me disguste su madre y la idea de tenerla tan cerca,
preferiría vivir en una casa más nueva y moderna cerca de ella que
aislado en la fría y lúgubre mansión de aquí.
Existe la posibilidad que, una vez, sepa que estoy diciendo la
verdad sobre el embarazo, sea más cálido conmigo. Más agradable, al
menos. Y seguro que le hace la vida más fácil que su mujer sea feliz.
Devoro la mitad de la cesta de patatas fritas antes de darme cuenta
que las he terminado, y me sobresalto al darme cuenta también que mi
estómago no parece rebelarse hasta ahora. Tanto si han pasado las peores
náuseas del embarazo como si es por el sol y el aire fresco y salado, creo
que voy a ser capaz de retener una comida completa.
Cuando doy el primer bocado de taco, mejor que cualquier otro
deconstruido que me hayan servido y lo trago sin incidentes, decido que
este puede ser uno de los mejores días que he tenido en mucho tiempo.
Me da esperanzas que tal vez, las cosas no siempre serán tan malas
como se han sentido desde mi boda.
Tal vez, solo tal vez, no tengo que sentir que mi vida ha terminado.

La esperanza perdura hasta el atardecer, cuando vuelvo a la


mansión con mis pocas compras del día. No me atrevo a considerar el
lugar como mi hogar, pero me siento un poco menos abatida que cuando
me escapé esta mañana. Entro por la puerta trasera de la misma forma
que salí, y nadie parece darse cuenta ni decirme nada.
Parece que me he salido con la mía en mi pequeña rebelión, y eso
también me hace sentir un poco más feliz.
Me siento en el comedor, a medio reformar, con una hamburguesa
de Wagyu que compré en un bistró antes de regresar, está más exquisita
que mi almuerzo, con confitura de tomate, cebolla caramelizada, alioli de
ajo y rúcula. Conseguí mantener mi almuerzo en el estómago,
haciéndome sentir valiente y voraz al mismo tiempo, no puedo recordar
la última vez que fui capaz de comer algo que no fuera comida insípida,
sin vomitar. Mordisqueo la hamburguesa y las patatas fritas de boniato
que la acompañan, sintiéndome una vez más victoriosa al no tener la
sensación de volver a sentirme mal, decidiendo subir después a darme un
baño. El silencio de la casa me parece ahora más relajante que aterrador, y
no he pensado en el ático ni en ninguna de mis preocupaciones sobre este
lugar o mi matrimonio, en todo el día.
Cuando me voy a la cama, somnolienta y relajada tras el baño, casi
echo de menos a David. Sin él, mi mente no deja de recordar cómo era en
Ibiza, exigente y un poco controlador, sí, pero también apasionado y
atento. Me quito la bata que me he puesto después del baño, me siento
atrevida al deslizarme sobre las sábanas, dejando que mi mano
descienda.
La idea de Ibiza, y de David, ya me tiene húmeda. Lo noto,
pegajoso entre mis pliegues, incluso antes de deslizar los dedos entre mis
piernas, y gimo suavemente cuando las yemas de mis dedos rozan mi
clítoris. Estar sola en una casa esencialmente vacía me hace sentir
atrevida, y abro más las piernas, imaginando que estoy de nuevo en Ibiza,
en aquella suite del ático a la que me llevó David tras rescatarme en el
restaurante. Cierro los ojos, arqueo la espalda y me abro al imaginarle a
los pies de la cama, incitándome.
Aún estaría a medio vestir, su camisa desabrochada y abierta para
revelar su musculoso pecho tatuado y espolvoreado de vello oscuro, su
pantalón desabrochado y su puño alrededor de la polla. Vuelvo a gemir,
suave y entrecortadamente al pensar en él, en su polla, gruesa, larga y
dura, y en lo perfecta que se siente dentro de mí. Me había echado a
perder por tenerlo a él por primera vez. No puedo imaginarme que
ninguna otra polla pueda sentirme tan bien.
Buena chica. Me lo imagino gruñendo y acariciándose lentamente,
sin prisa, disfrutando del espectáculo. Me imagino abriendo los ojos,
viendo su mano apretada alrededor de su polla, sus ojos oscuros de
lujuria. Frota ese coño dulce y húmedo para mí, murmuraría, su pulgar
deslizándose sobre la cabeza húmeda de su polla, haciéndome ver cuánto
me desea también. Su polla estaría goteando precum, resbaladiza y
húmeda para mí, su mandíbula apretada por el esfuerzo de no subir a la
cama y follarme. La moderación de esperar y disfrutar del espectáculo.
Jamás habría pensado que fuera tan exhibicionista, pero nunca me
había corrido más fuerte en mi vida que cuando me tuvo apretada contra
aquel ventanal de cristal. No tengo la menor idea si realmente había
alguien mirando o no, si había algún otro hombre acariciándose la polla
ante la visión de mi cuerpo desnudo presionado contra el cristal, mi
excitación dibujada en él a medida que David frotaba mi coño. En
realidad, no importaba; de un modo u otro, la idea me hizo correrme.
Igual que imaginar a David mirándome ahora está a punto de hacer que
me corra más deprisa de lo que quisiera.
―Quiero tu polla ―digo las palabras en voz alta, sorprendiéndome
a mí misma con ellas, por el anhelo que contienen. Deslizo la otra mano
hacia abajo, deslizando dos dedos en mi dolorido coño, pero no es
suficiente. Necesito más. Necesito sentir a David dentro de mí.
Mierda. Estoy tan cerca, pero no quiero correrme así. No será
suficiente. Aparto las manos con esfuerzo, me levanto de la cama y
atravieso desnuda la habitación hurgando en una de las cajas que guardé
en el armario, confiando en que a David no le importara lo suficiente
como para mirar. Lo último que quería era soportar sus burlas -o su
irritación- si se topaba con mis juguetes sexuales. Ya tiene bastantes
problemas en creer que era virgen.
Pero ese no es el hombre con el que fantaseo. Lo único en lo que
puedo pensar es en la versión de David que conocí en Ibiza. Esa versión
es tan diferente del hombre con el que me casé que casi siento que engaño
a mi marido. Es suficiente para casi hacerme sentir como si estuviera
imaginando la polla de otro hombre dentro de mí completamente cuando
saco de la caja un consolador que compré al volver de Ibiza, caminando
rápidamente de vuelta a la cama. Me las arreglé para conseguirlo
enviándolo a casa de Claire y pidiéndole que me trajera la caja a la
universidad, y ahora me alegro de haberlo hecho.
Me vuelvo a recostar, pero me muerdo el labio cuando un
pensamiento diferente y perverso invade mi cabeza. Me tumbo boca
abajo, empujando las caderas hacia arriba y hacia atrás en el aire, como a
él le gusta follarme tan a menudo. Pero esta vez imagino que me está
mirando. Acariciándose la polla mientras me ve deslizar el grueso
consolador dentro de mí, casi tan grueso como David, estirándome al
máximo a la vez que mis dedos vuelven a encontrar rápidamente mi
palpitante clítoris.
Esto hace que me resulte fácil imaginar que estoy de nuevo en
Ibiza, de vuelta en ese lugar licencioso y cálido donde podía ser quien
quisiera, hacer lo que quisiera y no sentir ninguna vergüenza por ello.
Imagino a David gruñendo al mirarme, prometiendo correrse en todo mi
culo, incitándome a seguir follándome con el consolador. Te estás
imaginando que soy yo, ¿no? gruñe detrás de mí, y el duro golpe de su
puño contra su polla se hace eco del sonido húmedo y sucio de mi
juguete deslizándose dentro y fuera de mi coño. Siento que me aprieto a
su alrededor, imaginando ver cómo su polla se contrae en su puño
mientras él mira, toda mi carne tensa y empapada deseándole
frotándome frenéticamente el clítoris, repentinamente desesperada por
correrme.
Deseo que sea él. Quiero que sea él, su polla sobre la que me corro
cuando todo mi cuerpo se tensa, mi espalda se arquea, mi grito de placer
amortiguado por la almohada. Mis piernas se abren al máximo, mis
caderas se agitan empujándome hacia atrás sobre el juguete, mis dedos
siguen rodando sobre mi clítoris intentando extraer del orgasmo todas las
sensaciones que puedo. Siento mi excitación brotar sobre el juguete, e
imagino a David corriéndose sobre mi culo, el caliente chapoteo de su
semen sobre mi piel, gimiendo mi nombre, parte del cual gotea sobre mis
dedos y mi coño. Imagino que recubre el juguete, hundiéndolo dentro de
mí al tiempo que empujo una vez, dos veces más, y otro gemido
impotente sale de mis labios cuando una oleada de réplicas recorre mi
cuerpo.
Sin aliento, me dejo caer en la cama, suelto el juguete y lo dejo caer
a un lado desplomándome contra las almohadas. Siento mi cara enrojecer
por un instante avergonzada: estoy acostumbrada a darme placer en
silencio, bajo las sábanas a altas horas de la noche, con cuidado para que
nadie pueda oírme. Nunca había hecho algo así, y me digo que no tiene
importancia. Aquí no había nadie que pudiera verme, nadie que pudiera
juzgarme. Nadie lo sabrá jamás, excepto yo.
Me levanto, con las rodillas débiles, para limpiar el juguete y volver
a esconderlo con cuidado. Vuelvo a meterme en la cama desnuda,
disfrutando de la sensación de las lujosas sábanas contra mi piel, otra
reminiscencia de Ibiza. Cierro los ojos, esperando soñar con ello. Con
aquella versión de David, y no con la que estoy atrapada ahora.
No reparo en ningún momento, ni siquiera por un segundo, en la
pequeña luz roja e intermitente de la esquina de la habitación.
19

David
No supe hasta que fue demasiado tarde que Amalie se escabulló de
la casa y abandonó los terrenos, exactamente como le dije que no hiciera.
Pasé toda la mañana y la tarde, después del desayuno, ocupado con las
tareas para las que mi padre dijo que precisaba ayuda. Nadie me llamó ni
me avisó. Se las arregló para dar esquinazo a mi seguridad, y no me había
molestado en avisar al conductor. La verdad es que no había pensado que
fuera a necesitarlo.
Lamentablemente, estaba muy equivocado.
No es hasta que estoy arriba en mi habitación de la mansión de mis
padres, cambiándome para la cena, cuando me doy cuenta de mi error.
Tengo la costumbre de comprobar mis cámaras de seguridad cuando
estoy fuera de la ciudad, lo que me resulta fácil gracias a una aplicación
que me permite desplazarme por las grabaciones, y solo me lleva unos
segundos darme cuenta de lo que ha hecho Amalie. O hizo, mejor dicho,
en el momento en que me entero. También la veo regresar: también están
esas imágenes.
No quiero admitir que la furia que me invade es algo más que rabia
porque me ha desobedecido. Quiero dejarlo así... que sean solo su
insolencia, su terquedad y su clara falta de respeto por mis deseos lo que
me hace desear atravesar las cámaras y sacudirla hasta que le castañeteen
los dientes. Pero hay algo más.
Está embarazada. Y aunque no creo del todo que sea mío... sigue
existiendo una clara posibilidad que lo esté. Esa posibilidad es suficiente
para que me invada una oleada de feroz protección cuando la veo entrar
en el vehículo, apretando la mandíbula al contemplar su marcha.
Podría haberle ocurrido cualquier cosa. Estaba paseando por el centro, en
un lugar desconocido, sola. Su imprudencia me da ganas de gritarle, un
impulso que solo consigo contener recordándome que no está en la
habitación. Guardo todo lo que quiero decirle para más tarde, cuando
llegue a casa, lo cual ocurrirá antes de lo que ella espera.
Había planeado quedarme todo el fin de semana para asistir a la
gala benéfica que organizan mis padres. Ahora, después de esto, tengo
intención de volar de regreso por la mañana, ir a buscar a Amalie a pesar
de las protestas que pueda formular, y traerla de vuelta aquí. No me fío
de ella para dejarla sola después del numerito que ha montado hoy.
Tan pronto como las imágenes la muestran volviendo a la casa, dejo
de saltarlas, presa de un repentino deseo de ver cómo fue su velada tras
su mal concebida aventura. Observo, cada vez más irritado, cómo se
sienta con su comida para llevar como si no pasara nada, mordisqueando
la hamburguesa y las patatas fritas sin ninguna preocupación. Sé que
debería alegrarme porque no parezca tan indispuesta como hasta ahora
con la comida, pero lo siento como una afrenta personal, como si
estuviera siendo demasiado dramática por mi causa estando yo en casa, y
todo fuera mejor cuando no estoy.
Es irracional, pero no puedo evitarlo. Todo lo que hace parece
diseñado para enfadarme o excitarme, y lo que sigue después de su cena
solo hace que parezca más cierto.
Por un momento, pienso que va a volver al ático a husmear, ahora
que tiene la casa para ella sola. Casi me sorprendo cuando desaparece en
el cuarto de baño de invitados, donde había encontrado la bañera por un
momento. Avanzo saltando por las imágenes hasta que emerge con el
cabello recogido y una gruesa toalla de rizo envolviéndola. No es la vista
más excitante, pero en el momento en que entra en el dormitorio -nuestro
dormitorio- todo cambia.
Siento que se me corta la respiración cuando se afloja el cinturón de
la bata, dejándola caer descuidadamente al suelo. Está desnuda debajo, y
de pronto me siento sumamente agradecido por haberme gastado el
dinero en las mejores cámaras posibles, con la visión más nítida. No es
una grabación granulada en blanco y negro: veo cada centímetro de ella,
tan hermosa como siempre, caminando hacia la cama. Siento una
pequeña decepción cuando comprendo que simplemente se desliza hasta
la cama para dormir, pero cuando se estira sobre ella, mi boca se queda
seca.
Cuando su mano se desliza hacia abajo, sobre su vientre aún plano,
hacia la piel suave y desnuda entre sus muslos, apenas puedo creer lo que
estoy viendo. La convencí para que hiciera muchas cosas conmigo en
Ibiza, pero esta no fue una de ellas. Nunca me dejó contemplarla
acariciándose. Y ahora, sabiendo que estoy mirando en tiempo real sin
que ella tenga la menor idea de que estoy viendo, siento que se me pone
dura al instante.
Bajo mi mano cuando ella se desplaza sobre la cama, y froto mi
polla con la palma de la mano al verla introducirse los dedos entre las
piernas. Tengo una visión perfecta de ella desde la posición de la cámara,
orientada de modo que puedo ver sus dos dedos deslizarse entre sus
pliegues, empezando a rodear su clítoris. El sonido no es tan bueno como
hubiera esperado, pero puedo imaginarme los sonidos húmedos y
resbaladizos que emiten sus dedos, y tanteo la cremallera. La idea de
acariciarme sin dejar de mirarla me tiene demasiado cerca, incluso antes
de tocar mi polla.
Cuando gime suavemente, eso sí lo oigo.
―Joder ―susurro en voz alta liberando mi polla, gimiendo al rodear
mi eje con la mano. Y cuando ella abre más las piernas, la cámara me da
la visión exacta que quiero de su coño abierto, siento palpitar
peligrosamente mi polla.
Ella arquea la espalda, sus dedos se mueven más deprisa, y yo
aprieto los dientes. No quiero correrme todavía, no hasta que ella lo haga.
Tiene los ojos cerrados, los labios entreabiertos, y veo cómo sus pechos se
agitan con cada respiración cuando sus dedos rodean el clítoris y la otra
mano mantiene los labios inferiores abiertos para mí.
Excepto que ella no sabe que es para mí. No sabe que la estoy
observando, no tiene la menor idea que hay una cámara grabándola, que
voy a tener esta jodida grabación guardada en mi teléfono para cada viaje
en el que necesite masturbarme en un próximo futuro. Me he olvidado de
otras mujeres, de esa libertad tan cacareada de la que hablábamos mi
padre y yo. Me he olvidado de todo excepto de Amalie y de cómo suena
cuando gime, de cómo se ve su coño húmedo y abierto frotándose el
clítoris para un espectador invisible.
Más amplia, pienso, acariciando mi mano a lo largo de mi palpitante
longitud, y como si pudiera oírme, hace exactamente eso. Sus rodillas
caen a un lado, sus pliegues se abren, su carne resbaladiza e hinchada se
exhibe ante mí. El semen gotea de mi polla, facilitando el deslizamiento
de mi mano y frotando la punta con la palma, siseando ante la sensación.
Me muero de ganas de correrme, y necesito todo mi autocontrol para no
hacerlo antes de tiempo. Veo su clítoris hinchado, imagino cómo se
sentiría bajo mis dedos y mi lengua, rígido y palpitante por su excitación.
Súbitamente estoy deseando saborearla, y cuando introduce los dedos en
su interior, deslizando dos de ellos en su entrada al tiempo que sus
caderas se arquean hacia arriba, me siento casi desesperado por poder
metérmelos en la boca y lamer su excitación.
―Quiero tu polla ―exhala en voz alta, y las palabras se disparan
directamente al objeto de su lujuria, palpitando peligrosamente en mi
puño. Tengo las pelotas tan apretadas que duelen, removiéndome en la
silla en la que me he sentado, medio tentado de desnudarme,
simplemente para aliviarme un poco de la estrechez de mi pantalón.
Pero no puedo apartar la mano de mí, ni dejar de mirar lo suficiente
para hacerlo. No quiero perderme ni un segundo del espectáculo
involuntario que mi bella esposa está montando para mí.
Sus dedos se hunden en su interior al mismo ritmo que su otra
mano mantiene contra su clítoris, pero veo que no es suficiente. Es
evidente por el movimiento inquieto de sus caderas, por la forma en que
sigue gimiendo, un sonido tan lleno de frustración como de deseo.
Necesitas mi polla, pienso complacido, un eco de su gemido de hace unos
instantes. Nada será tan bueno ahora que la has tenido.
Estoy tan cerca, temblando al borde, cuando de repente aparta las
manos de su coño. La veo abierta completamente, con su carne rosada
húmeda e hinchada, antes de apartar las piernas de la cama. Suelto mi
polla como si estuviera ardiendo, sintiendo cómo la punta se inflama al
gotear más precum por el tronco, consciente de estar a solo un segundo
de mi propio orgasmo. Se me escapa un siseo frustrado cuando la veo
caminar hacia el armario.
Es imposible que haya acabado, ¿verdad? Estaba cerca... la conozco lo
suficiente para saberlo, incluso desde este otro lado. Por un momento, me
pregunto si sabía lo de la cámara, si pensó que yo podría estar mirando y
decidió joderme. La idea me enfurece momentáneamente, pensar que
podría haberme estado tomando el pelo a propósito, tendiéndome una
trampa sin intención de seguir adelante, hasta el punto de perderme lo
que estaba haciendo en el armario hasta que vuelve a salir, aún desnuda y
con algo en la mano.
Cuando me doy cuenta que es un consolador, casi del mismo
grosor y longitud que la mía, casi vuelvo a perder el control de mi
orgasmo.
No estoy seguro de haber visto nunca nada tan
enloquecedoramente erótico como Amalie tendida sobre la cama, abierta
de piernas y pasando la punta del consolador entre sus pliegues,
gimiendo al rozar su clítoris. Desliza justo la punta en su entrada, sus
dedos empiezan a desviarse de nuevo hacia su clítoris... y entonces la veo
dudar.
Antes de poder comprender lo que está a punto de hacer, se pone
boca abajo, empuja las caderas hacia atrás, levanta el culo y abre bien las
piernas, y la punta de la polla falsa vuelve a encontrar su entrada.
Aprieto la base de mi propia polla, fuertemente. Es un último
esfuerzo para evitar correrme antes de estar preparado, y apenas
funciona. Aprieto los dientes, incapaz de creer lo que estoy viendo
conforme Amalie comienza a follarse a sí misma con el consolador, sus
dedos encuentran su clítoris al tiempo que empieza a empujar. Estoy casi
seguro de oírla gemir mi nombre.
No puedo contenerme cuando mi mano empieza a moverse de
nuevo sobre mi polla, empujándome rápidamente hacia el inevitable
final. Nunca he visto nada tan bueno como esto. Ningún porno jamás
filmado podría compararse a esto, espiar a mi mujer follándose a sí
misma con su escondido juguete, su culo y coño abiertos para mi
contemplación. Ahora, puedo oír los sonidos, el húmedo golpeteo de la
polla llenándola una y otra vez, y tengo la súbita imagen de ella haciendo
exactamente eso mientras empujo mi propia polla en su culo, llenándola
hasta el fondo mientras grita su orgasmo con ambas pollas. Nunca dejaría
que otro hombre la tocara, pero un juguete...
Con el que pudiera disfrutar compartiéndola.
Sé cuándo está a punto. Me duelen los huevos por el orgasmo
demorado, la polla rígida y tensa, un chorro constante de excitación
goteando sobre mi puño. Empujo mi mano hacia arriba viendo cómo su
cuerpo se endurece, su espalda se arquea y escucho su grito de placer
cuando se corre con fuerza sobre el juguete. Veo su excitación goteando
sobre las sábanas, la veo apretarse alrededor del juguete. El deseo de ser
yo quien esté dentro de ella es tan fuerte que gruño su nombre en voz alta
cuando comienzo a soltar esperma caliente sobre mi puño, sacudiendo las
caderas y corriéndome con ella.
Quiero correrme dentro de ella, sobre ella, por todo su cuerpo.
Quiero empaparla con él, por dentro y por fuera. Quiero ser el único
sabor que recuerde en su lengua. Si alguna vez hubo otro hombre, quiero
follarme su recuerdo y luego borrarlo de la faz de la tierra. Nunca he
sentido un deseo tan feroz y posesivo por ninguna mujer.
Amalie vuelve a empujar el juguete, gimiendo y estremeciéndose
por el orgasmo. Mi polla palpita en mi puño, goteando más semen sobre
mis dedos, y gimo cuando ella se deja caer sobre las almohadas,
consciente de repente del desastre que he hecho tanto con mis manos
como con el pantalón de mi traje.
No consigo que me importe. No he visto un espectáculo más erótico
en toda mi vida. Me levanto al mismo tiempo que ella, para asearme,
pero sigo sin poder quitármela de la cabeza. Y me doy cuenta, al meterme
en la ducha, que echo de menos a mi mujer.
No solo el placer de estar enterrado dentro de ella, o la exquisita
sensación cuando me hace correrme. Siento el extraño impulso de
acurrucarme junto a ella y quedarme dormido, una especie de dolorosa
decepción al pensar que, cuando salga de la ducha, no estará en la cama
esperándome. Siempre he preferido dormir solo, pero ahora la idea de
una cama vacía me resulta fría y solitaria.
La idea hace que mi corazón se acelere con un repentino pánico.
No voy a enamorarme de ella. Me quito esa idea de la cabeza,
obligándome a dejar de pensar en ella por completo. Dije que mantendría
las distancias con cualquier mujer con la que me casara, y eso incluye a
Amalie. Especialmente de Amalie. Lo que siento por ella ya es demasiado
fuerte, demasiado volátil.
No voy a repetir los errores de mi hermano. Hay un momento y un
lugar para la pasión, y no es este, no en mi matrimonio. Lo que Amalie y
yo tenemos es una base inestable sobre la que construir el nuevo legado
de nuestra familia, y no permitiré que nada ponga en riesgo su
desmoronamiento.
Ya está embarazada. Si tiene un hijo, y es mío, pienso tocarla lo
menos posible después de eso. Si mi padre realmente quiere enviarme a
Sicilia, lejos de Amalie y de estos sentimientos, tanto mejor.
No quiero enamorarme. No de ella.
Ni de nadie.
20

Amalie
Cuando me despierto a la mañana siguiente, lo primero que pienso
es que quiero volver a escaparme. Me gustaría explorar más Newport,
volver a sentir un poco esa sensación de libertad, pero sé que no debo
tentar a la suerte dos veces.
Así es como, después de desayunar, acabo de nuevo arriba, en el
ático.
Me llevé la llave cuando me fui, la última vez. Me pregunté si
David la buscaría -quizá con la idea de cogerla él mismo e impedirme
volver a entrar-, pero si intentó encontrarla, no me lo hizo saber. La
escondí en uno de mis neceseres del cuarto de baño y, evidentemente, no
se le ocurrió buscarla allí.
El ático está tan polvoriento y sucio como antes, y empiezo a
estornudar apenas entro. Tal vez haya sido una mala idea, pienso
caminando alrededor, en busca de algo que se me haya pasado por alto.
Ya no me parece tan ominoso como antes, y me pregunto si toda mi
aprensión no era más que la dificultad de instalarme en un lugar nuevo,
sobre todo en uno tan aislado y solitario como este. Me siento un poco
tonta por estar tan preocupada y me muerdo el labio, preguntándome si
debería decirle algo a David al respecto la próxima vez que lo vea. Tal vez
incluso podría ser una especie de rama de olivo entre nosotros… yo
admitiendo que exageré.
Hay un escritorio de madera junto a una pared, rodeado de obras
de arte enmarcadas y cubiertas de polvo, con una caja medio abierta
delante llena de luces de Navidad enredadas. Doy un paso alrededor de
la caja, apartándola de mi camino y empiezo a abrir los cajones.
Los dos primeros que abro están vacíos, con una capa de polvo en
su interior. Los cierro, medio preguntándome si estoy perdiendo el
tiempo, aunque tampoco es que tenga nada mejor que hacer abajo. Abro
un tercero, y encuentro un libro que parece ser solo un libro de
contabilidad, con notas dispersas sobre diversos negocios... y entonces, en
el cuarto, encuentro finalmente algo interesante.
Hay un delgado sobre de papel manila metido dentro. Sé que no
debo abrirlo, sin duda es algo personal, pero la curiosidad me puede.
Cuando lo abro, encuentro unas cuantas fotos brillantes, metidas dentro
en un ordenado montón.
Son recientes, eso seguro. Quizá de hace un par de años, a juzgar
por la ropa que lleva la mujer de la foto. Es muy guapa y elegante, con el
cabello castaño hasta los hombros y una agradable sonrisa. En cada una
de las fotos está con un hombre moreno que no reconozco, en una,
inclinada sobre la mesa de un restaurante, en otra, de pie junto a la puerta
principal. Es evidente que las fotos fueron tomadas por alguien que la
observaba desde lejos, probablemente sin su conocimiento.
Hay algo en una de las fotos que me llama la atención, la miro tres o
cuatro veces antes de darme cuenta de lo que es. El collar que lleva -largo,
tipo lazo, con un rubí en forma de lágrima, colgando sobre un elegante
jersey- me resulta familiar.
Me resulta familiar porque lo vi en una caja en el otro lado del ático,
hace solo unos días.
Siento que el pulso me late con fuerza en la garganta. Empujo el
cajón para cerrarlo, sosteniendo aún las fotos y el sobre en una mano, y
atravieso la habitación hasta la pila de cajas que había encontrado en mi
primera visita. Estoy imaginando cosas, me digo, inclinándome ante las
cajas y vuelvo a meter las fotos en el sobre, dejándolo en el suelo. Vi algo
diferente. No puede ser el mismo collar.
Pero cuando abro la caja, allí lo veo, en la maraña de joyas que hay
sobre la blusa de seda. Un collar de oro blanco, con un rubí en la parte
inferior brillando en la penumbra, exactamente igual al que lleva la mujer
de la foto.
Por un momento, siento el horrible impulso de cogerlo y
ponérmelo, de llevarlo puesto cuando vuelva David. Entonces no podría
ocultar su reacción, pienso sombríamente, extendiendo la mano para tocar
el rubí. Seguro que eso le impresionaría lo suficiente como para que yo
pudiera vislumbrar cuáles son sus verdaderos sentimientos, si hay algo
realmente malo en todo esto, o si estoy siendo una paranoica. Casi valdría
la pena que se enfadara, pienso, enredando los dedos en el collar.
Entonces la blusa de debajo se mueve, y vislumbro el rojo óxido de
la tela.
Durante un breve segundo, siento que mi corazón se detiene y
escalofríos me recorren. No se trata de eso. No es lo que pienso. Vuelvo a
sentarme en el suelo, dejando caer la caja, con los dedos entumecidos.
Miro fijamente la manga descosida, la mancha en el borde alrededor del
botón dorado, y me digo que no es sangre.
Pero sé qué aspecto tiene la sangre. No es algo fácil de confundir.
Hay una explicación. Hay varias razones por las que puede haber
una mancha de sangre en la blusa de una mujer. No es una mancha muy
grande: quizá se deba a un corte. Una herida accidental. Esta misma
mañana he estado a punto de rebanarme el dedo cortando fresas en la
cocina.
Podría haber una explicación. Al igual que podría haber una
explicación para las fotos de la mujer morena -la mujer a la que estoy
segura que pertenece esta blusa- tomadas sin su conocimiento. Una
explicación para que el collar estuviera guardado aquí arriba, junto con la
blusa manchada de sangre.
Una explicación que no apunte a que mi marido, el hombre con el
que me he casado y al que he seguido hasta esta vieja casa aislada, un
hombre con el poder y la riqueza mafiosa a sus espaldas, esté implicado
de algún modo en esa mancha de sangre y en esas fotos.
Con manos temblorosas, cierro la caja, deslizándola de nuevo
donde estaba antes. Quiero coger el collar, pero no lo hago. Lo dejo allí, y
vuelvo a meter las fotos donde estaban antes, en el cajón del escritorio
donde las encontré. Hasta que no tenga una idea más clara de lo que está
pasando, no me atrevo a arriesgarme a que David encuentre algo de esto
en mi poder, o a que venga aquí y descubra que ha desaparecido.
Pero eso no significa que no vaya a preguntárselo, tan pronto como
regrese a casa.

Regresa a casa antes de lo que esperaba. Hasta que no oigo el


chasquido de la puerta al abrirse y sus pasos por el pasillo, no tengo el
más mínimo indicio de su regreso.
Me invade una extraña mezcla de temor, decepción y euforia.
Temor, porque aún no estoy del todo segura de haberme salido
completamente con la mía en mi pequeña excursión a Newport, y por lo
que he encontrado hoy en el ático. Decepción, porque pensaba que tenía
dos días más de paz antes de su regreso, dos días más para asimilar mi
descubrimiento y cómo abordar el tema con él. Y euforia...
No sé por qué siento eso. No debería. No quiero que esté aquí. Pero
los latidos de mi corazón se aceleran en mi pecho cuando le oigo entrar
en el salón informal donde estoy sentada.
Sigo hojeando la revista de decoración de interiores que he
encontrado. En realidad, no me interesa, pero me aburro mucho aquí y
casi no me quedan libros que leer. Y no quiero que David vea la
expresión temerosa de mi rostro, así que no levanto la vista hasta que está
casi de pie frente a mí.
―Pensaba que te sorprendería más verme en casa. ―Su voz grave
me produce un temblor, y lo odio. Odio la forma en que mi cuerpo se
despierta instantáneamente al oírla, mis manos empiezan a temblar un
poco donde sostengo la revista. Me siento como un instrumento de
cuerda, afinado para responder inmediatamente a él, y desearía que no
tuviera ese poder sobre mí. No quiero que nadie tenga ese poder sobre mí.
―Nunca me sorprende que hagas algo inesperado sin decírmelo
―mantengo la voz fría dejando la revista a un lado, y finalmente le miro
como si no me importara lo que haga―. Después de todo, no te importa
exactamente mi opinión, ¿verdad?
Su mandíbula ya está tensa, su postura rígida, y veo que su
expresión se ensombrece ante eso. Su mirada me recorre y de repente me
alegro de haberme puesto hoy ropa más bonita. Un pantalón negro
ajustado y una blusa de seda sin mangas color crema bajo la chaqueta. No
sabía que iba a volver a casa, así que me había hecho a la idea de intentar
escaparme de nuevo.
Por suerte no lo hice.
―De rodillas. ―La orden es rápida y tajante, pero hay un gruñido
excitante en su voz que no deja lugar a dudas del porqué quiere que me
arrodille. Me produce una sacudida de deseo y me muerdo el labio,
reprimiendo el gemido que amenaza con salir a la superficie―. Ahora,
Amalie.
Obedezco sin pretenderlo. Me acuerdo de aquel día en Ibiza,
después de ayudarme en el restaurante, cuando me llevó a su ático y me
puso allí de rodillas. Era la primera vez que tenía la polla de un hombre
en la boca.
Entonces lo deseé. Lo deseaba a él. Y en contra de mi buen juicio y a
pesar de todo lo que ha pasado desde entonces, todavía lo deseo.
Hundiéndome de rodillas, me aparta la chaqueta de los hombros,
dejándola caer al suelo. Alcanzo su cinturón, veo la dura cresta de su
polla ya tensándose contra su bragueta, y la quiero en mi boca. No me
importa saber que lo hace para exigir mi sumisión, que le estoy dando
exactamente lo que quiere, que se supone que es una especie de castigo.
Le deseo.
David gruñe cuando extraigo su polla y mi mano rodea el grueso y
duro miembro.
―Buena chica ―murmura, pasándome la mano por el cabello
cuando presiono los labios contra la cabeza de su polla―. Excepto que no
fuiste tan buena chica en mi ausencia, ¿verdad?
Me pongo rígida, y él presiona un poco mi cabeza hacia delante,
empujando su polla entre mis labios.
―No pares, cara mía. Puedes chuparme la polla y escuchar al
mismo tiempo.
Al oír eso, siento una pequeña oleada de desafío y echo la cabeza
hacia atrás, mirándole fijamente.
―Pero no puedo responderte así.
―Ah, ahí está la esposa que dejé atrás. ―Hay un brillo oscuro y
humorístico en sus ojos―. Abre entonces tu bonita boca, Amalie, y dime
la verdad. ¿Fuiste una buena chica?
―Eso depende de tu... ―Casi me ahogo cuando aprieta su mano
contra mi cabello, manteniéndome inmóvil mientras se introduce en mi
boca. Su polla se desliza sobre mi lengua, su sabor salado llena mis
sentidos, y aprieto los labios en torno a él por reflejo, gimiendo al sentir
mi boca envuelta en él.
―Justo así. Qué hermosa estás con la boca llena, bellísima. ―Su
pulgar me acaricia el pómulo, y vuelve a empujar, despacio, su polla
deslizándose dentro y fuera entre mis labios al succionar―. Esto se siente
jodidamente bien. Echaba de menos tenerte ahí para complacer mi polla
siempre que quisiera. Mi preciosa esposa.
David empuja de nuevo, esta vez más profundamente, su mano en
mi cabello sujetándome y penetrándome casi hasta la garganta. Mis ojos
se llenan de lágrimas ante la invasión, pero siento el palpitar de la
excitación entre mis piernas, mis muslos se tensan y me encuentro
deseando que me ponga sobre el sofá y me utilice de esa forma.
Saca la polla de un tirón y el tronco brilla a la luz.
―Respóndeme, Amalie. ¿Has sido una buena chica? No, espera.
Seré más directo. ―Su mano abandona mi cabello y sujetando mi
barbilla, levanta la cabeza de manera que no pueda apartar la mirada―.
¿Te escapaste, después de decirte que te quedaras en casa?
―¿Por qué debería decírtelo? ―Lo miro fijamente, y él se ríe.
―Porque ya tengo imágenes de ello, cara mia. Igual que tengo
imágenes tuyas follándote tu coñito para mí. Pero no me gusta que me
mientan, así que quiero oírlo de tus propios labios.
Siento que mi rostro se vuelve blanco, y a continuación de un rojo
ardiente al darme cuenta de lo que quiere decir. Me ha visto. Me ha
observado. Me siento terriblemente avergonzada y, al mismo tiempo, noto
un torrente excitante entre mis muslos, empapándome las bragas al
darme cuenta que ha visto la lasciva exhibición que ignoraba estar
ofreciendo a otra persona.
Sin embargo, esperabas que así fuera. Y ahora lo sabes.
―Me hice una paja contemplándote ―me dice, casi conversando.
Su pulgar roza mi labio inferior, presionando la suave carne que hay
allí―. Y guardé el vídeo, por supuesto. Para que puedas complacerme
siempre que yo quiera.
Gimo sin poder evitarlo y mis labios se enroscan en su pulgar.
Siento oscilar hacia delante, con los muslos apretados, deseando fricción
en mi clítoris. Me siento desesperadamente excitada, con las bragas
pegadas a la piel, queriendo que me folle.
―Respóndeme, Amalie. Tienes una oportunidad más antes de
llevar mi cinturón a ese culo perfecto que tienes. Y antes que pienses que
eso no es un castigo, no dejaré que te corras después. Te lo prometo.
Estoy tan excitada ahora mismo que no estoy segura que pudiera
detenerme. No estoy segura que los azotes por sí solos no me excitaran.
Aunque no estoy dispuesta a poner a prueba esa teoría.
―Sí ―susurro, levantando la vista hacia él, con su polla aún a un
palmo de mis labios―. Me escapé y fui a Newport.
―¿Después de haberte dicho expresamente que no lo hicieras?
―Sí ―susurro, y veo su rostro tensarse.
―¿Por qué?
Le dirijo una última mirada desafiante.
―Porque quise hacerlo.
Soy sincera, al menos. David gruñe, sus dedos se introducen en mi
boca, obligándome a abrir los labios, o eso intenta. Realmente no tiene
que hacerlo. Me duele todo el cuerpo, casi tiemblo de deseo, y mi boca se
abre para su polla cuando vuelve a deslizarse sobre mi lengua con una
risita grave y oscura.
―Tan hambrienta de mi polla. ―Su mano alisa mi cabello―.
Tómala toda, bellisima. Todo hasta el fondo. Joder.
Gruñe al introducirse en mi garganta, sacudiendo las caderas al
empujarme hacia delante, y mi nariz casi roza sus abdominales cuando su
polla se desliza más profundamente. Me ahogo a su alrededor, pero él no
se detiene, su respiración es rápida y fuerte mientras mi garganta se tensa
alrededor de su polla.
―Joder… joder. Tu boca es tan jodidamente buena. Ahora voy a
follarte la cara, dolce. Coge mi polla. Joder, buena chica...
Gruñe las palabras comenzando a empujar, su voz tan gruesa y
oscura de pura lujuria que creo poder llegar al orgasmo sin tocarme.
Tiemblo de necesidad, apretando las manos contra mis muslos, enreda su
mano en mi cabello hundiendo su polla en mi garganta una y otra vez.
Siento cómo se hincha y se endurece, esa palpitación rígida que me dice
lo próximo que está, y entonces, para mi sorpresa, se libera bruscamente.
Me presiona el labio con el pulgar, manteniéndome la boca abierta
mientras con la otra mano recorre la longitud de su polla, con la
mandíbula tensa por el placer que se aproxima.
―¡Voy a correrme en-tu-jodida-cara-bonita! ―gruñe la última
palabra, todo su cuerpo se pone rígido y su semen sale a chorros de su
polla salpicando mi mejilla en una línea caliente y haciéndome gemir en
voz alta. Los ojos de David se abren de golpe al oírlo, y su polla se sacude
en su mano, salpicándome la nariz y la barbilla con más semen.
―Jodido Dios ―gruñe, su mano recorriendo su longitud―. Frota tu
clítoris, cara mía. Ahora.
Introduzco la mano en mis bragas antes que cambie de opinión, ya
que su semen sigue brotando sobre mi cara. Mis dedos se deslizan sobre
mi palpitante clítoris, húmedo y resbaladizo, y en el instante en que lo
toco, yo también me corro. Así de cerca estoy del límite. Grito cuando el
último chorro de su semen cubre mis labios, goteando por mi barbilla.
Mis caderas se agitan contra mi mano gimiendo en voz alta, y David
suelta un último gemido restregando su semen sobre mis labios con la
cabeza de su polla aún hinchada, introduciéndomela en la boca.
―Límpiame, bellisima ―murmura―. Sigue frotando tu clítoris
hasta que acabes.
Se siente como si todavía estuviera corriéndome. Mis caderas
ruedan contra mi mano, mis dedos empapados y lamiendo la polla de
David, absorbiendo cada rastro de su semen, gimiendo y
estremeciéndome. Deslizo la mano hacia abajo, introduciéndome dos
dedos y apretando el clítoris con el talón, sintiendo cómo me recorren las
réplicas del orgasmo, haciéndome gemir alrededor de su polla.
―Joder ―David vuelve a respirar y retrocede, apartándose. Sé lo
que debo parecer, arrodillada en el suelo con la mano en las bragas, y la
libero bruscamente―. Límpiate tú también ―me dice, con voz igual de
severa, y sé lo que quiere decir―. No te levantes hasta que lo hagas.
Puedo ver la lujuria en sus ojos al observar cómo me limpio el
semen de la cara, lamiéndolo, y mi propia excitación en los dedos. Su
polla ya se está hinchando de nuevo, empujando contra su bragueta, pero
él lo ignora.
―Levántate ―me dice finalmente cuando me he limpiado la mayor
parte de su semen de la cara―. Sube y haz la maleta.
Tardo un minuto en levantarme. Mis rodillas tiemblan y mi cara
está ardiendo, enrojecida por la vergüenza persistente.
―¿Qué?... ¿Por qué...?
―Porque está claro que no puedo fiarme de ti aquí sola ―dice
David sin rodeos―. Así que sube y haz las maletas para volver a Boston
conmigo. Llévate un vestido de noche, iremos a una gala que organiza mi
familia.
Parpadeo.
―Un...
―Me has oído. ―Su mandíbula se tensa pasando a mi lado y,
hundiéndose en el sofá―. Tienes media hora antes de irnos.
Y así, sin más, su humor ha vuelto a cambiar por completo. Aprieto
los labios, conteniendo una réplica. Por un lado, estoy harta de lo caliente
y lo frío que es, de lo voluble que es, que un momento me exija que lo
complazca y al siguiente me rechace.
Por otro lado, deseo desesperadamente salir de aquí, aunque sea
por un fin de semana. Incluso si eso significa ver a los padres de David.
La promesa de estar lejos de esta casa y en la ciudad es suficiente
señuelo. Estoy más que disgustada porque no me llevara con él en un
principio, siento como si estuviera consumiéndome aquí desde que entré
en esta mansión, y la idea de una fiesta suena increíble. La idea de
mezclarme con otras personas, de bailar y escuchar música y un poco de
animación, me hace más feliz de lo que me he sentido desde que volví de
Ibiza.
Quizá pueda hacerle entender que podríamos volver a Boston. Mantengo
ese pensamiento cerca, aferrándome a él como consuelo. Después de
todo, esto es lo que sé hacer, para lo que me educaron. Para ser una
esposa mafiosa, para lucir hermosa del brazo de mi marido, para encantar
y deleitar a sus socios y amigos. Si ve que soy capaz de hacer todo eso a
pesar de nuestros problemas matrimoniales, si ve cuánto más florezco en
el ambiente de la ciudad, quizá reconsidere quedarse aquí. O incluso...
Quizá incluso se le pueda convencer que me deje tener una casa en
la ciudad. Vivir separados, pasar parte del tiempo conmigo y con su hijo
en Boston, y otra parte aquí, en esta vieja casa con corrientes de aire,
cuando quiera su intimidad y su espacio. No es el arreglo más tradicional,
pero podría convencerlo. Y yo estaría rodeada de ojos y oídos, de su
familia y de sus socios; no es como si pudiera hacer algo que pudiera
avergonzarle.
Cuando sepa que el bebé es suyo, confiará más en mí. Me lo digo a mí
misma mientras guardo mi vestido de noche favorito en un portatrajes.
Tras pensarlo un momento, guardo también en la bolsa la estola de piel
envuelta, sintiendo una pequeña emoción ante la idea de llevar algo que
escandalizaría a todo el mundo en una fiesta como a la que vamos si
supieran de dónde procede. David nunca lo sabrá, nadie lo sabrá, pero yo
sí. Lo siento como una pequeña venganza contra mi madre, y contra
cualquiera como ella, que siempre intentó obligarme a ser la perfecta hija
de la mafia, que intentó moldearme para ser la perfecta esposa de la
mafia.
Un papel que ahora no tengo más remedio que encarnar.
Se me hace un nudo en el estómago mientras cierro la maleta y mis
pensamientos se remontan nerviosos a mi segunda incursión en el ático.
No quiero creer lo peor de lo que he encontrado, me siento ridícula y
paranoica por haberlo considerado siquiera. Pero mi marido es un
hombre peligroso. Más peligroso de lo que pensé cuando lo conocí en
Ibiza e imaginé que no era más que un multimillonario rico en petróleo
repartiendo su riqueza por una ciudad marchosa. Es un hombre que, si
me equivocara con él, podría arruinarme la vida. Podría acabar con mi
vida, si quisiera. Y nunca le pasaría nada.
Eso podría muy bien ser lo que le ocurrió a la mujer morena cuyos
efectos restantes están escondidos en el polvoriento ático de la casa en
ruinas de mi nuevo marido.
No había escuchado nada acerca que David hubiera estado casado
antes. Pero, al mismo tiempo, me doy cuenta, con esa creciente sensación
atemorizante, que tampoco sé si no lo haya hecho. Nunca se me ocurrió
preguntar y, a decir verdad, no estoy segura de haber obtenido una
respuesta. Puede que se hubiera limitado a decir, como ha hecho con
otras cosas, que no es asunto mío.
Está empezando a parecer que podría ser.
Sin personal que me ayude, bajo las escaleras con la maleta y el
portatrajes, después de ponerme algo que pueda hacer que David se
sienta menos inclinado a comentar mi elección de atuendo para el vuelo.
Cuando entro en el salón, le sorprendo mirándome, observando el
vestido verde con estampado de hojas y las sandalias nude que he
elegido, y su boca se tuerce.
―Vestida de veraneo, según veo ―me dice secamente, y ese furioso
ardor casi vuelve a apoderarse de mí.
―¿Alguna vez tienes algo bonito que decir? ―suelto, dejando la
maleta con un fuerte golpe contra el suelo de madera―. ¿Todo tiene que
ser una burla?
David se encoge de hombros, despliega su cuerpo largo y
musculoso del sofá y se levanta. Lo odio por lo atractivo que es, por cómo
hace que el corazón me dé un vuelco en el pecho cuando camina hacia mí,
tan cerca que podría tocarlo... si no estuviera tan concentrada en
asegurarme que no llegue a enterarse cuánto lo deseo.
―Sé decir cosas bonitas. ―Sus ojos oscuros brillan con un humor
apenas contenido al coger mi maleta―. Por ejemplo, me impresiona que
hayas hecho la maleta tan ligera esta vez.
―Solo vamos el fin de semana. ―Inclino la barbilla hacia arriba,
fulminándole con la mirada―. ¿Para qué iba a llevar más?
Se encoge de hombros, negándose a morder mi anzuelo.
―El conductor está esperando ―dice, llevándose la maleta―. Has
tardado más de lo que debías.
¡Oh, por el amor de Dios! Me dan ganas de abofetearle, de arrebatarle
la maleta de la mano y decirle que me la llevo yo, pero ya se dirige a la
puerta. Aprieto los dientes, cuestionándome de repente si la posibilidad
de tener compañía y entretenimiento durante la noche merece la pena
tener que pasarla con David.
Desafortunadamente, no se me da ninguna opción. De un modo u
otro, iré a Boston con él.
Y de un modo u otro, estoy decidida a obtener respuestas.
21

Amalie
Consigo guardarme para mí las preguntas sobre lo que he
encontrado en el ático hasta que llevamos casi una hora de vuelo a
Boston, aunque se deba únicamente a que me aterrorizan las respuestas.
A mitad de camino, junto los dedos en el regazo y miro a través del
pequeño espacio que nos separa, donde David está sentado en el lujoso
asiento de cuero, trabajando en algo con su portátil.
―¿Estaba casado tu hermano? ―suelto la pregunta, esperando que
la respuesta sea afirmativa. Que David me la describa como una mujer de
cabello castaño y porte elegante, que mencione un collar de rubíes que le
regalaron. Que la mujer de esas fotos deje de importar, porque no tendrá
nada que ver con David, más allá de haber sido su cuñada.
Me mira bruscamente, con un desagrado instantáneo reflejado en
su rostro.
―No me gusta hablar de eso. ―Su voz es plana, señal inequívoca
de querer que la conversación termine ahí. Pero no estoy dispuesta a
dejarlo estar. No después de lo que encontré la segunda vez que subí al
ático.
Respiro, buscando el valor para seguir insistiendo.
―Creo que deberíamos hablar de ello ―le digo, con toda la calma
de la que soy capaz―. Soy tu mujer, David. Voy a estar cerca de tu
familia. Hablando con ellos. ¿Cómo me vería si no supiera nada de tu
vida anterior a mí, de tu vida real? Si no sé nada de tu hermano, ni de
cómo eran las cosas antes...
David aprieta la mandíbula. Casi puedo ver cómo sus dientes
rechinan.
―Se vería como si mi mujer me respetara lo suficiente como para
no hacer preguntas que no quiero responder. ―Sus labios se aprietan
finamente―. No somos amigos, Amalie. Ni siquiera somos compañeros, o
cualquier ridícula noción que a otros les guste pensar sobre el
matrimonio. Eres un medio para un fin. Me proporcionas lo que necesito:
la otra mitad de los cimientos de una familia y, con el tiempo, si
demuestras que has sido sincera conmigo, un heredero. Yo te
proporciono los medios para salvar el nombre de tu familia y la
oportunidad de recuperar tu estatus. Esto es un intercambio, Amalie, un
acuerdo comercial. Si de vez en cuando ambos disfrutamos un poco,
bien... ―se encoge de hombros, y una sonrisa lasciva asoma por un lado
de su boca―. Supongo que es una pequeña ventaja para lo que podría ser
una experiencia poco satisfactoria.
Lo fulmino con la mirada.
―¿Puedes responder a una sola pregunta sin hablarme en círculos?
¿Por qué es tan difícil, David? ¿Por qué no puedes decir simplemente sí o
no?
―¿Eso es todo lo que quieres? ¿No hay ningún motivo oculto para
preguntar? ―Hay un destello en sus ojos haciéndome sentir un frío y
temeroso nudo que empieza a formarse en mi estómago, un indicio que él
podría saber cuál es la causa de esta línea de interrogatorio―. Sí. ¿Eres
feliz? Mi hermano estaba casado.
Trago saliva.
―¿Vive ella ahora en Boston? ¿Dónde fue después de...?
Las finas líneas que rodean la boca de David se hacen más
profundas y su expresión se endurece.
―¿Ves? Nunca es solo una pregunta. Nunca estás contenta con lo
que te doy.
―David. ―Suelto un suspiro, totalmente exasperada―. No tiene
por qué ser tan difícil...
―Sí, tiene que serlo, cuando te niegas a respetar mi intimidad. Una
mujer bien educada, el tipo de mujer que deberían haberme ofrecido como
futura esposa, sabría cuándo callarse. Cuando no acosar a su marido con
preguntas sobre cosas de las que no quiere hablar. Para qué sirve
realmente su boca. ―Hay de nuevo ese brillo en sus ojos, esa insinuación
de cruel diversión, y ese frío temor serpentea por mi espina dorsal―. Ella
se ha ido, Amalie.
―¿Se ha ido? ―La palabra sale como un chillido, más de lo que me
hubiera gustado. Veo la mancha de sangre en la seda de color crema, las
fotos secretas, todo pasa por mi mente, observando la fría expresión de
David―. Ella...
―Se marchó ―me dice con calma, su mirada se detiene en la mía
un segundo más antes de volver a bajar la vista hacia su portátil,
descartándome claramente a mí y la conversación―. Ya no hablamos con
ella. He terminado de hablar de esto.
Sé que no tiene sentido hacer más preguntas. Ni siquiera estoy
totalmente segura de lo que preguntaría. David lo dice como si ella se
hubiera marchado a causa de la pérdida, tal vez incluso hubiera vuelto
con su propia familia. No me atrevo a creer que hubiera amor en ese
matrimonio; es algo raro de encontrar en nuestro mundo. No se fomenta,
ni siquiera se desea. Su hermano fue el heredero antes que él; ese
matrimonio se habría hecho de forma pragmática, no por sentimiento.
Habría estado aún mejor organizado que el nuestro.
Lo más probable es que una viuda de la mafia sin hijos volviera a
vivir con su familia. Encaja con lo que ha dicho, pero no con el tono en
que lo ha dicho. Quiero preguntar si tenía hijos, pero no debe haberlos.
No puedo imaginarme a la madre de David permitiendo que su nuera se
fuera sin más con un nieto, ni siquiera, aunque fuera una hija.
No puedo dejar de sentir que hay algo raro en todo esto, pero, una
vez más, oigo la voz de David en mi cabeza, diciéndome que estoy
paranoica. Es muy sencillo. La viuda sin hijos de su hermano volvió con
su familia -seguramente una familia mafiosa muy respetada- tras la
muerte de su marido. A estas alturas, puede que incluso se haya casado
con otra persona, algún consigliere de la mafia más preocupado por un
heredero que por una novia virgen. No sería raro.
Cuando el avión aterriza, intento deshacerme de la sensación
inquietante. Si quiero tener alguna posibilidad de convencer a David de
volver a la ciudad, tengo que demostrarle que aquí seremos más felices,
que seré una esposa mejor. No puedo hacerlo si estoy distraída y tensa,
con mis pensamientos a kilómetros de distancia en la vieja casa que deseo
abandonar desesperadamente.
―Intenta ser más educada con mi madre ―es todo lo que me dice
en el trayecto hasta nuestro hotel. Me siento aliviada porque no nos
alojamos en la mansión de sus padres... hasta que se me ocurre, a mitad
del trayecto en ascensor, por qué es probable que nos haya alojado en un
hotel. El pensamiento me detiene de golpe, antes de poder responder a su
burla.
Me doy cuenta, con un sentimiento mitad nerviosismo, mitad
anticipación, que quiere estar en un lugar donde pueda disfrutar de mí
sin importarle quién lo oiga.
―Bienvenida de nuevo al lujo moderno ―me dice, con una voz
llena de seco sarcasmo, al entrar en el ático del hotel, los olores del cuero
frío y la madera reluciente llenan mis sentidos cuando cierra la puerta
tras nosotros―. Sé que esto te va más que la vieja casa de Newport,
Amalie, así que no hace falta que finjas lo contrario.
―No lo había planeado. ―Sí, me siento al instante más como en
casa aquí, con los pies firmes sobre la madera pulida y parada en una
estancia llena de muebles modernos, dentro de una estructura totalmente
acabada. Hay un enorme ventanal en un lado del salón con vistas al
horizonte de Boston, y siento una momentánea punzada de deseo
anticipatorio en el estómago, recordando de nuevo Ibiza.
No me importaría que se acostumbrara a follarme contra un ventanal en
todos los hoteles en los que nos alojemos, pienso con un arrebato acalorado, y
al instante siento un torbellino confuso. No sé cómo puedo temerle y
odiarle tanto y, al mismo tiempo, desearle con un arrollador deseo
desconocido.
―Por cierto, la gala es esta noche ―me dice David, mirando
descuidadamente su reloj―. Saldremos dentro de unas tres horas. Creo
que deberías empezar a prepararte.
Es todo lo que puedo hacer para no quedarme con la boca abierta.
Es una prueba, sé que lo es. Podría haberme dicho fácilmente antes de
irnos que la gala es esta noche, yo había supuesto que sería mañana por la
noche, pero quiere ver qué pasa soltándomelo.
Quiere saber hasta qué punto soy capaz de recomponerme en unas
horas para algo así. Y, al ver el desafío en sus ojos, me invade una
repentina y sombría determinación para asegurarme de hacerlo tan bien
que le sorprenda.
Puede que no sea la esposa que él quería, pero esto es lo que me
enseñaron a hacer, por mucho que odiara esas lecciones. Si esta noche
quiere a la esposa mafiosa perfecta, eso es exactamente lo que obtendrá.
―Entonces, supongo que debería meterme en la ducha ―le digo
arrogantemente, mostrándole una sonrisa y disfrutando del atisbo de
sorpresa que veo brevemente en su rostro antes de borrarlo. Por un
momento me pregunto si me seguirá a la ducha, pero simplemente me
deja en paz, y tan solo me sigue el silencio al desaparecer con mis cosas
en la suite principal del ático.
Por una vez, no me siento inclinada a demorarme tanto como de
costumbre. Pese a todo, las cosas están tensas entre David y yo. Incluso
teniendo en cuenta que sus padres estarán sin duda en la gala, la
perspectiva de mezclarnos y disfrutar de una cena fuera y de una fiesta
me tiene prácticamente vibrando expectante. Me tomo mi tiempo para
arreglarme, me recojo el cabello con rulos en lugar del rizador, para
conseguir unos rizos gruesos y flexibles, y me maquillo ligeramente. Solo
un poco de brillo por aquí, un toque de colorete y delineador por allá, y
consigo tener el aspecto de descuidada elegancia que siempre se espera
de las mujeres que cuelgan de los brazos de los ricos y poderosos.
Importa, sobre todo cuando David quiera presumir de su joven y guapa
nueva esposa.
El vestido que he traído es de un azul zafiro intenso, en
consonancia exacta con las joyas que llevo a juego. Tiene mangas de gasa
cayendo sobre mis hombros, mostrando bellamente la línea de mis
clavículas, y un escote redondeado con un corpiño incorporado, dejando
entrever el escote. La falda de seda desciende sobre mis caderas, un poco
fruncida a un lado, abriéndose hasta medio muslo. Lo suficientemente
sexy como para atraer las miradas, pero no tanto como para avergonzar a
mi marido: el tipo de vestido que hace que otros hombres le tengan
envidia, reforzando su ego porque al final de la noche le pertenezco.
Un escalofrío me recorre la espalda al pensarlo, sin saber totalmente
si es desagradable o no. Me aterroriza David, el potencial de lo que
podría hacerme si le enfado lo suficiente, los secretos que he comenzado a
desvelar un atisbo insatisfactorio y aterrador cada vez. Pero también hay
una especie de excitación oscura y retorcida que despierta en mí cada vez
que estamos cerca, una batalla de deseos que siento siempre como si
deseara perder.
Nunca había conocido a nadie tan confuso, ni a alguien que me
hiciera sentir tantas cosas, tanto buenas como malas.
David me espera en el salón cuando salgo. Hay un segundo
dormitorio en el ático que ha debido de utilizar para arreglarse, porque
tiene un aspecto perfecto, tan increíblemente magnífico que, por un
momento, no puedo evitar detenerme y mirarle. Sus ojos se cruzan con
los míos, una pequeña sonrisa se dibuja en la comisura de sus labios, pero
ni siquiera me importa que vea tan claramente cómo me afecta. No lo
había visto tan elegante desde nuestra boda, y eso me deja sin aliento.
Lleva un traje azul oscuro perfectamente entallado, el color es un
complemento tan perfecto con mi vestido que me pregunto si de algún
modo habrá echado un vistazo a lo que he metido en la maleta. No sé
cómo es posible, pero empiezo a pensar que puede averiguar lo que
quiera, si así lo desea. Es una sensación inquietante, pero ahora no puedo
pensar en ello. Solo puedo pensar en él.
Esa sonrisa se extiende por su boca, y no puedo dejar de mirar sus
labios, carnosos y suaves, su mandíbula bien afeitada. Camina hacia mí,
sin apartar su mirada de la mía, y siento empezar a temblar. El deseo me
invade, pesado y empalagoso, y sé que estoy perdida cuando se trata de
este hombre. No importa cuánto nos odiemos: nos deseamos más. Y eso
siempre será mi perdición.
Es un pequeño consuelo saber que también es la suya.
―Estás preciosa. ―Lo dice en voz baja, con un ligero matiz en la
voz, y percibo en su mirada que también me desea. Puedo oír el
cumplido reticente, la admisión de haberme planteado un desafío y
haberlo superado con creces. Sé que para él es un gran paso ceder incluso
tanto.
Alarga la mano, despacio, y su dedo recorre el borde del collar de
diamantes y zafiros colgado entre mis clavículas. Su tacto eriza mi piel,
me calienta, haciendo mi respiración entrecortada. Siento como una
promesa de algo diferente esta noche, una posibilidad de dulzura y
placer, como lo que tuvimos antes. Su mano se desliza por mi brazo,
rozando la estola de piel, y no puedo evitar tensarme un poco cuando
frunce el ceño.
―Es algo extraño de llevar. ―Me mira, confuso―. Hace un poco de
calor para llevar pieles, ¿no?
―Me entra frío. Y además, seguramente que en la gala hará frío.
¿No se preocupan siempre estos sitios de tener una temperatura gélida
para compensar a tanta gente? ―Le sonrío dulcemente, preguntándome
interiormente por qué sentí el impulso de llevarlo. Es una rebeldía, llevar
algo que sé, lo avergonzaría si supiera de dónde viene, en una noche en la
que necesito más que nada complacerle de principio a fin.
Y eso, al final, es el porqué. Estoy en deuda con su placer, obligada
a actuar para él tanto si quiero como si no, y esta pequeña rebelión me
parece que me da un mínimo de poder esta noche. De todos modos, nunca
se enterará, me digo cuando sus dedos rozan el pelaje, y se encoge de
hombros.
―Siempre que estés cómoda. ―Me ofrece el brazo, y lo tomo―.
¿Vamos?
El coche nos espera abajo. Observo el horizonte de Boston
deslizarse conforme nos dirigimos a la gala, recordando incómodamente
mi noche de bodas, no hace tanto tiempo, y lo que sentí marchándome
para acabar la noche en un lugar extraño. Todo lo relativo a mi relación
con David me ha mantenido desprevenida desde el principio, y siento
como si eso no fuera a cambiar nunca. Incluso con lo formal y educado
que es ahora, sin ningún atisbo de ira o crueldad como sé que podría
aflorar, estoy esperando a que caiga el otro zapato.
Y no dejo de pensar, una y otra vez, en lo que encontré en el ático y
en su pobre explicación de todo ello.
David sale del coche cuando este se detiene y el conductor abre la
puerta, y respiro profundamente. Actúa, me digo cuando salgo tras él, con
cuidado de mi vestido, cogiéndole del brazo con una perfecta sonrisa en
mi rostro. Estoy feliz. Satisfecha. Encantada con mi matrimonio. Nada puede
salir mal esta noche. De ello depende la posibilidad de ser feliz en el
futuro.
La gala se celebra en la Biblioteca de Boston, un espacio enorme y
elegante brillantemente iluminado cuando entramos, con un cuarteto de
cuerda tocando. La sala está llena de invitados moviéndose por el
opulento espacio decorado casi por completo en crema y marfil, con
mesas cubiertas con pesados manteles de brocado y vajilla de porcelana
fina. Siento relajarme ligeramente: esto me resulta familiar. Ya he estado
en estas ocasiones, como hija de mi padre y no como esposa de un
heredero de la mafia, pero todo es muy parecido.
―¡David! ―Una mujer alta, elegantemente vestida, con el cabello
canoso perfectamente peinado y, evidentemente, una excelente cirugía
plástica, se acerca a él con un vestido dorado, recordándome a la
estatuilla de una entrega de premios. Tiene el rostro perfectamente
maquillado, parece que la edad apenas le ha afectado, y coge las manos
de David entre las suyas, poniéndose de puntillas para besarle en cada
mejilla―. Me alegro mucho de verte. No pensaba que estarías aquí esta
noche. Imaginaba que estarías de luna de miel con tu encantadora nueva
esposa. Pero aquí está. O al menos, espero que sea ella.
La mujer se ríe de su propia broma y David me empuja hacia
delante con una sonrisa educada en la cara.
―Margary, ella es Amalie, mi esposa, tengo la fortuna y la suerte
de decir. Te eché de menos en la boda.
Ya le conozco suficientemente bien como para saber, por el cuidado
de su tono, que no está decepcionado porque esta mujer no haya asistido
a nuestra boda. Pero está claro que es alguien cuya aprobación le importa,
así que le sonrío y acepto su mano cuando busca la mía.
―Encantada de conocerte, Margary ―le digo con dulzura―. Y
también siento saber que no pudiste asistir a la boda.
―Bueno, ¿no mencionó David por qué no pudimos asistir? ―Ella
resopla ligeramente―. Mi marido tenía negocios en Francia y no podía
perder la oportunidad de ir. Al fin y al cabo, es muy raro tener un
cónyuge en cuya compañía aún puedas encontrar placer después de
tantos años.
Aprieto los labios, manteniendo la sonrisa educada en mi rostro
que coincide con la de David. Nunca he tenido dinero propio para jugar,
pero si lo tuviera, apostaría a que a esta mujer no le gusta su marido más
que a cualquier otra esposa mafiosa. Lo que le gusta es su riqueza y la
posibilidad de ser mimada y consentida en París mientras él hace
negocios allí. Lo cual no puedo reprocharle. Después de todo, yo misma
pasé una semana más en Ibiza con David exactamente así. Solo que
entonces no sabía quién era realmente.
―Todos deberíamos ser tan afortunados ―dice David
suavemente―. Ahora, si nos disculpas, creo que veo a mis padres en
nuestra mesa.
Es todo lo que puedo hacer para no estremecerme. Lo último que
quiero es pasar la noche cenando con mis suegros, pero es un precio que
estoy dispuesta a pagar por estar fuera de esa mansión. Puede que estas
personas no me gusten exactamente, pero sé cómo manejarme aquí, qué
decir y qué hacer. No me siento tan fuera de lugar, y aquí, al menos,
David se comportará igual.
Sus padres están sentados a la mesa con otras dos parejas: un
hombre de la edad de su padre sentado junto a una mujer que aparenta
ser más o menos de la mía, y otro hombre aparentemente más cercano a
la edad de David. Está sentado junto a una guapa rubia de expresión
impasible, otra esposa, según veo por el brillante diamante solitario y el
anillo a juego que lleva en el dedo. La madre de David me lanza una
mirada apreciativa y, por su expresión, lo aprueba.
Nunca es fácil saber lo que piensan estas personas. Lo he sabido
toda mi vida. Es parte de la razón por la que disfruté tanto de la
compañía de Claire, por la que me sentí mucho más feliz durante aquella
primera parte de mi viaje a Ibiza. Puede que ella y sus amigos de fondos
fiduciarios sean dinero nuevo, puede que sean más groseros y mimados
de lo que nadie aquí admitiría, pero hay menos engaño, menos artificio.
Había una honestidad en su libertinaje que resultaba casi refrescante,
después de haber crecido entre las maquinaciones mafiosas.
Ahora estoy casada con uno de ellos. Mi futuro puede arruinarse
tan fácilmente como David me arruinó para cualquier otro hombre, si le
desagrado. Si desagrado a su familia. Permanezco sentada, con una
sonrisa encantadora en la cara y una pequeña charla goteando de mis
labios, y espero que sea suficientemente buena.
El hombre mayor del otro lado de la mesa me observa. Veo que sus
ojos se desvían hacia el zafiro que tengo sobre los pechos y que su mirada
se oscurece a medida que desciende. Se inclina y murmura algo al
hombre sentado a su lado, y capto que la mirada del hombre más joven
también se desvía hacia mí. La mano de David roza mi muslo, separando
la seda para que sus dedos toquen la carne desnuda, y sé que los ha visto
mirar.
Déjale. La idea de sus celos despierta algo en mí. Encuentro la
mirada del hombre mayor, dirigiéndole esa sonrisa encantadora, y su
boca se tuerce hacia arriba.
―¿Amalie Carravella? ―Sonríe más ampliamente, y vacilo. Mi
nuevo nombre sigue sonando extraño; no estoy acostumbrada a que se
refieran a mí por mi nombre de casada, en lugar de Leone. Debería
alegrarme de haberme librado de mi apellido de soltera y de toda la
vergüenza asociada a él, pero me siento más como si hubiera perdido otra
atadura que me unía a quien solía ser.
―En carne y hueso. ―Inclino la cabeza con timidez―. ¿Y a quién
tengo el placer de conocer?
―Vicenzo Ferretti. ―Su sonrisa no vacila―. Un primo lejano de la
familia de Nueva York, por supuesto, si te resulta familiar.
No me suena, pero nunca llegué a prestar tanta atención como a mi
padre le hubiera gustado, cuando intentaba inculcarme la jerarquía de la
mafia en mis lecciones. Finjo que sí, asintiendo con la cabeza. Es dudoso
que este hombre quiera que hable lo suficiente como para que importe si
realmente las recuerdo o no.
―Por supuesto ―digo en voz baja, y siento que David me fulmina
con la mirada. Dudo que a él le importe si realmente sé quiénes son esas
personas. Lo que importa es que finjo lo suficientemente bien como para
que me crea.
―Es un placer, Sr. Ferretti. ―Tomo un sorbo de vino para seguir
fingiendo ante su familia que no estoy embarazada. David no me ha
dicho explícitamente que lo haga, pero sé muy bien que querría que fuera
un secreto, por ahora. No me extraña que los ojos de Vicenzo se dirijan a
mis labios cuando tocan el borde de mi copa, y a David tampoco, por la
forma en que sus dedos presionan mi muslo. Me invade un rubor
sofocante, y dejo que la estola se separe un poco de mis brazos, la piel
repentinamente demasiado cálida.
―Tu marido es un hombre afortunado. Si hubiera sabido que
estabas en oferta, te habría arrebatado yo mismo. Un viudo solo podría
esperar ser tan afortunado como para casarse por segunda vez en su vida
con una hermosa novia virgen.
Es un insulto, y lo sé. Si sabe quién soy, quién era mi familia y debe
saberlo, insinuar que mi padre le habría considerado siquiera como
posible marido es una grosería. Este hombre ni siquiera es un consigliere,
solo un asociado a hombres como el padre de David. Me está haciendo
saber, expresado con bonitas palabras, que sabe exactamente lo
desesperada que estaba mi madre por encontrar algún posible partido tras
nuestra desgracia.
―No podría imaginar haberme casado con nadie más. ―Inclino la
cabeza hacia David, dejando que una dulce sonrisa incline mis labios, y
su mirada se desvía hacia mi boca. Su mirada carece de emoción, una
perfecta cara de póquer, pero se inclina cerca de mi oreja, sus labios rozan
la envoltura de la misma mientras su mano se tensa en mi muslo.
―Imagínatelo si lo supiera ―murmura David, su voz tan baja que
estoy convencida que nadie más puede oírlo―, que esta misma tarde has
tenido mi polla entre esos bonitos labios, mi semen por toda tu cara.
Mi pulso salta al oír eso, mi corazón late a un ritmo rápido en mi
pecho.
―Imagina ―continúa, con su aliento aún caliente contra mi oreja―,
si te pusiera de rodillas ahora mismo, solo para demostrarle que eres mía.
Si cubriera esa bonita cara con mi semen, solo porque puedo, y luego le
mostrara lo que hago a los hombres que codician lo que me pertenece.
Me recorre una sacudida de inesperada lujuria, mis muslos se
aprietan bajo la mesa mientras el corazón me da un vuelco en el pecho.
Esto no debería excitarme, pienso desesperadamente, pero lo hace. Sus
dedos deslizándose bajo la seda de mi vestido, su voz susurrándome
obscenidades al oído, la amenaza de mi degradación y violencia, la
promesa de pertenecerle a él y a nadie más... Todo esto me marea, me deja
sin aliento y mis mejillas se ruborizan.
―No sé si toda nuestra compañía actual disfrutaría con eso
―susurro suavemente, volviendo la cara hacia la suya, y por un
momento, sus labios están tan cerca de los míos que casi se tocan. Sé que
puede sentir el susurro de mi aliento contra su boca, y noto que se pone
rígido, que su mano presiona la suave carne de mi pierna. Sé que, si
deslizara la mano por debajo de la mesa ahora mismo, encontraría su
polla dura y preparada para mí; que, a la menor provocación, podría
encontrarme de rodillas de todos modos, en algún lugar de este enorme
recinto.
David alza la mano, apartando un mechón de cabello de mi mejilla,
la suavidad de su contacto me hace perder el aire de los pulmones.
―¿No lo sabes, cara mía? ―susurra, con la mano pegada a mi
mejilla acercándose de nuevo a mi oído―. El único disfrute que me
importa es el mío.
Pero no es verdad. Sé que no es cierto, por la forma en que me dio
placer en Ibiza, por las cosas que sé que puede hacerme si quiere. Me
tiemblan los dedos en torno a la copa de vino y casi me salgo de la piel
cuando oigo que el padre de David se aclara la garganta, sacándonos a
ambos de ese momento.
―Bien, así que… ―dice, lanzando a su hijo una mirada sombría―,
recién casados, ¿eh? ¿Qué podíamos esperar trayéndolos a ambos aquí
esta noche?
Vicenzo se ríe alzando su copa por ello, pero veo los celos en su
rostro. Es exactamente lo que David quería, el único propósito del
pequeño espectáculo que acaba de montar. Le pertenezco a él y David
quiso asegurarse que todo hombre que se atreviera a mirarme lo supiera.
Quería que Vicenzo viera el poder que tiene sobre mí, cómo David puede
hacer que me derrita con solo tocarme.
Quiere que Vicenzo imagine, esta noche cuando se vaya, lo que
David me hará más tarde.
Yo tampoco puedo dejar de imaginármelo. Esta misma tarde, en el
vuelo, estaba aterrorizada, temiendo que David me tocara. Ahora siento
la sangre fundida, la piel temblorosa y sensible con cada roce de la mano
de David contra ella, como si tuviera fiebre. Apenas saboreo la cena, ni
siquiera podría decir qué nos han servido, dando pequeños bocados para
no alterar el estómago entre pequeños sorbos de vino. Nadie se da cuenta,
cualquiera que me vea comer como un pájaro asumirá que estoy
preocupada por mi figura. Siento un pequeño resentimiento al pensarlo,
pero se disuelve en el momento en que siento los dedos de David rodear
los míos, tirando de mí para levantarme de mi asiento y apartando su
plato de postre.
―¿Un baile, con mi nueva y bella esposa? ―Me lanza una mirada
llena de deseo, llena de afecto, incluso, esto último más de lo que jamás
había visto en él. Sé que es un espectáculo, que es para cualquiera que
pueda estar mirando, para cualquiera que pueda desearme, pero es difícil
no creerlo. Interpreta tan bien este papel.
Todo lo que puedo pensar, cuando me lleva a la pista de baile, es en
lo que podríamos hacer juntos más tarde. Su mano en la parte baja de mi
espalda parece desgarrar la tela, mi corazón se acelera como lo hizo la
primera noche que nos conocimos, cuando le vi y sentí algo que nunca
antes había sentido. Nos mecemos al ritmo de la música, el baile no se
parece en nada a lo que hicimos juntos aquella noche en el club de Ibiza,
pero estar tan cerca de él me excita tanto como antes. Y si la forma en que
me mira es un indicio, él siente lo mismo.
―Quizá no fuiste tan mala elección ―me dice David suavemente al
oído tirando de mí, con mi cuerpo pegado al suyo y moviéndonos
lentamente por la pista. Su voz es casi provocadora, su mejilla está
pegada a la mía, y quiero creerlo. Quiero inclinarme hacia su repentina
ternura, absorberla en mí, sentir que es real. Que tal vez por fin está
recapacitando―. Nadie más aquí parece pensar que lo fueras.
―¿Y eso te importa? ―Es una pregunta tonta, por supuesto que sí,
pero sé que debo preguntarlo. Inclino ligeramente la cabeza hacia atrás,
mirándole fijamente y sintiendo que se me vuelve a apretar el pecho por
la forma en que me mira―. Tienes celos de ellos. De los otros hombres
que me miran. ―No debería gustarme la idea tanto como me gusta, lo sé,
pero no puedo evitarlo. Y creo que lo percibe en mi tono de voz, porque
su boca esboza una sonrisa al hacerme girar y volver a abrazarme.
―Quiero que sepan que eres mía. ―Su mano se tensa en la parte
baja de mi espalda, y siento la hinchazón de su polla presionándome
donde nuestras caderas se tocan, medio dura, una promesa de lo que me
dará más tarde―. Toda tú. Mi esposa. Mi mujer.
Sé que puede sentir cómo me estremezco contra él. Nunca supe lo
que podía ser una embriagadora combinación de miedo y deseo, pero lo
descubro entonces, apretada contra él en la pista de baile cuando la dulce
música de los instrumentos de cuerda nos envuelve. Casi desearía poder
congelar el momento, quedarme justo aquí, en el punto intermedio entre
la adoración y el deseo, donde ambos hemos olvidado que cada uno odia
al otro por un momento. Deseo lo que vendrá después, pero también
temo lo que vendrá después, cuando recordemos.
El deseo de David es casi palpable cuando salimos de la gala, sus
dedos se entrelazan fuertemente con los míos al conducirme hasta el
vehículo que nos espera. Una vez dentro, se sienta a mi lado, en lugar de
enfrente como hasta ahora, y antes de poder respirar, su mano está en mi
cabello y sus labios en los míos, inclinándome hacia atrás en el asiento y
jadeando.
Es implacable. Su otra mano acaricia mi cabello enrollándolo
alrededor de sus dedos al tiempo que me deposita de nuevo sobre el
cuero frío, su rodilla empujando mis piernas para separarlas. Está duro
como una roca, presionando firmemente contra mí a través de la ajustada
tela de su pantalón, impidiéndome respirar al besarme, su boca sabe a
vino de la cena cuando su lengua se desliza contra la mía. Sus caderas se
balancean contra las mías, firmes e insistentes, y por un momento pienso
que va a apartarme las bragas y follarme aquí mismo, en la parte de atrás
del coche.
Pero no lo hace. Su boca se desliza sobre la mía, cálida y más suave
de lo que ha sido desde Ibiza, un beso lleno de ternura y pasión. Había
olvidado que podía besarme así, había olvidado cómo me sentía ya,
perdida en nuestra batalla constante, y me encuentro arqueándome
contra él, con mi pierna enroscada en la suya, mi respiración rápida y
caliente contra sus labios mientras me besa imprudentemente.
Todo se desvanece. El momento en mi casa en que descubrí quién
era realmente, nuestro matrimonio negociado, nuestra incómoda boda,
cada pelea que hemos tenido desde entonces, cada palabra gritada. El
descubrimiento en el ático, el sexo duro, todos los momentos en los que
he sabido que está resentido conmigo y que lo odio: todo se desvanece. Se
esfuma y únicamente puedo pensar en cómo siente su boca en la mía, en
su cuerpo tenso y agitado por la excitación, en cómo se me retuerce el
corazón de deseo cuando se quita la chaqueta y la deja caer al suelo del
coche, en sus manos ahuecando mi rostro y besándome de nuevo.
Jadeo cuando sus labios se dirigen a mi garganta, a mi clavícula,
recorriendo la línea del collar de zafiros hasta la turgencia de mis pechos.
Sus manos los moldean a través de la seda, se deslizan por mi cintura y,
de pronto, su peso se eleva sobre mí al girarme sobre el asiento de cuero,
empujando la falda de mi vestido hacia arriba y apartándola al separarme
las piernas.
―Estas no son necesarias ―murmura, enganchando los dedos en el
borde de mis bragas al deslizarlas hasta el suelo, arrodillándose entre mis
piernas. Al principio no me doy cuenta que me las está quitando, tan
conmocionada por la escena que tengo delante. David, arrodillado
delante de mí, mirándome con una lujuria tan abyecta en los ojos que es
sorprendente, tirando de mí hasta el borde del asiento y metiéndose las
bragas en el bolsillo del pantalón, abriéndome aún más para él―. Quiero
hacer que te corras, bellisima ―resopla. Tantas veces como puedas
correrte en mi lengua, hasta que seas todo lo que pruebe.
Presiona su boca entre mis muslos, sus manos los mantienen
separados, y mi mundo se disuelve bajo el calor de su lengua. Siento sus
labios contra mi clítoris, su lengua deslizándose hasta rodear mi entrada,
y entonces empuja su lengua dentro de mí, su suave calor me hace gritar
antes de recordar que el conductor puede oírnos. Me muerdo el labio, con
la intención de no hacer ruido, y entonces David tensiona la lengua,
enroscándola dentro de mí y empuja, olvidándome si puede importarme.
Ni siquiera en Ibiza me había comido así. Me devora, me folla con
la lengua hasta que tiemblo, el placer se estanca de tal forma que me dan
ganas de suplicarle que me lleve al límite. Creo que me hará suplicar,
claro que lo hará, es lo que le gusta, pero no lo hace. Introduce su lengua
una vez más dentro de mí, como si no tuviera suficiente. Entonces suelto
un gemido ahogado de placer cuando sus labios se cierran en torno a mi
clítoris, chupando con fuerza mientras su lengua revolotea sobre la carne
rígida y crispada.
El placer supera todo lo que he sentido nunca. Mi mano se desliza
por su cabello, agarrándolo, con las uñas clavándose en su cuero
cabelludo, pero él no se detiene. La sensación de succionarme el clítoris,
con la lengua revoloteando sin cesar, me lleva al límite en un instante,
mis muslos se tensan bajo su agarre y grito su nombre en una oleada de
placer. Siento el torrente de mi excitación cuando me corro, empapando
su cara, pero él no se detiene. Aprieta más su boca contra mí, su lengua
sigue encontrando cada punto haciendo que el mundo gire y mi visión se
nuble, y entonces siento como introduce dos dedos, enroscándolos igual
que hizo con su lengua.
Vuelvo a correrme casi al instante. Es casi demasiado, la presión y
el calor incesantes, la sensación cuando añade un tercer dedo, follándome
implacablemente con ellos al tiempo que su lengua se desliza sobre mi
clítoris. No vacila, ni siquiera respira, al lanzarme a una oleada tras otra
de placer, como si los orgasmos no acabaran realmente, sino que fluyeran
y refluyeran hasta que casi me desplomo sobre el asiento, jadeando.
―No puedo... ―gimoteo cuando se aparta un momento, sus
mejillas sonrojadas y los labios hinchados, la cara húmeda por mi
excitación. Parece invadido por la lujuria, con los dedos aún enterrados
dentro de mí, moviéndose de una forma que consigue hacerme gemir a
pesar de lo que acabo de decir.
―Puedes ―murmura, su voz tan espesa de deseo que me hace
estremecer―. Porque quiero que lo hagas, Amalie.
Me doy cuenta, vagamente, que el coche se ha detenido. Mis
mejillas se calientan a medida que lo percibo, justo cuando David enrosca
de nuevo sus dedos dentro de mí y acerca su boca a mi coño hinchado y
palpitante, que el conductor está esperando a que acabemos, escuchando
cómo David me hace correrme una y otra vez.
Incluso en este momento, es una demostración de poder. Cómo
todo el mundo, incluso yo, espera su placer, incluso cuando es él quien lo
da en lugar de recibirlo.
Pero ni siquiera eso es suficiente para pedirle que pare. No cuando
se siente tan bien.
Me hace correrme una vez más, arqueando la espalda, clavando las
uñas en el cuero del asiento y en su cuero cabelludo y gimiendo sin poder
evitarlo, con todo el cuerpo estremecido por la embestida de sensaciones.
Siento el clítoris hinchado, demasiado sensible, el placer es casi doloroso
cuando David retrocede de nuevo, me coge de la mano y me levanta del
asiento. Por un momento, vuelvo a preguntarme si va a follarme aquí, en
el coche, mientras hace esperar al conductor, pero entonces lo veo golpear
bruscamente en la pantalla, que nos separa de la parte delantera del
coche.
Un momento después, la puerta se abre. No puedo mirar al
conductor a los ojos cuando David me ayuda a salir, y siento que mis
mejillas se calientan al pensar en lo que habrá oído, en mi aspecto, con el
vestido arrugado y el cabello enmarañado alrededor de mi rostro. Siento
las miradas clavadas en mí cuando David y yo atravesamos el vestíbulo
del hotel, y una parte de mí se siente tan emocionada por ello como
avergonzada. Todo el que me ve sabe lo que me va a hacer el hombre que
me lleva de la mano; puede imaginar lo que ya me habrá hecho. Me
siento deseada, valorada, querida, y esa sensación no hace más que
intensificarse cuando David me empuja contra la pared del ascensor,
introduciendo su tarjeta llave en la ranura mientras vuelve a besarme
hambriento.
―Quiero follarte aquí mismo. ―Me hace girar, con la mano en el
cabello, los dedos apretados contra mi nuca y levantándome la falda―.
Necesito mi polla dentro de ti, ahora.
Jadeo cuando me empuja la falda a un lado, arrastrando la
cremallera hacia abajo. Siento el calor de su polla gruesa y dura contra la
cara interna de mi muslo cuando empuja entre mis pliegues, y grito
cuando me penetra con fuerza, manteniéndose allí. Sus caderas presionan
la suave curva de mi culo, enterrándose en mí tan profundamente como
puede, su boca rozando mi garganta y haciéndome gemir mientras se
mece contra mí.
―Joder ―respira, y yo me aprieto a su alrededor, ondulando a lo
largo de su eje y haciéndole gemir en voz alta. Voy a mantenerte aquí, así,
hasta que lleguemos al piso de arriba.
Pensar en eso, en su polla enterrada dentro de mí a medida que
asciende el ascensor, me hace gemir de nuevo.
―¿Y si entra alguien? ―Respiro, y David se ríe sombríamente,
empujando más profundamente a la vez que sus dientes raspan mi
garganta.
―Entonces podrán mirar.
Sus manos se posan en mí, una en la nuca, enroscada en mi cabello,
la otra en mi cadera. Empuja despacio, superficialmente, con los labios
pegados a mi hombro.
―Buena chica ―gime, haciendo rodar sus caderas contra mí―.
Mantén mi polla bien caliente. Estaré jodidamente duro para ti, así.
Joder…
Vuelvo a apretarme contra él, con ese dolor placentero que va en
aumento, la sensación de tenerlo dentro de mí es ahora más una
provocación que otra cosa. Vuelve a embestirme, cada movimiento lento
aumenta el placer, hasta que el ascensor llega a la última planta y se
detiene. Me retiene un instante, hasta que creo que las puertas se abrirán
con él dentro de mí, y luego se desliza hacia fuera, volviendo a meter su
dura polla en el pantalón del traje con un gemido. Echo un vistazo a su
erección, hinchada y resbaladiza por mi excitación, y casi gimo por la
necesidad de volver a tenerlo dentro de mí.
―Paciencia, bellisima. ―David me besa, sus dedos se deslizan
contra mi clítoris, haciéndome arquear hacia él―. Te follaré como
necesitas, cara mía.
Le creo. Sea lo que sea lo que ha sucedido para que cambie de
humor, esta noche desea mi placer tanto como el suyo propio, y eso me
hace estar desesperada por llevármelo a la cama. Tomo su mano,
oyéndole reír al salir a toda prisa del ascensor, y es todo lo que puedo
hacer para no volver a agarrarle cuando introduce su tarjeta negra en la
puerta y la abre bruscamente.
Apenas se cierra a nuestra espalda, vuelvo a besarle. Me siento
vacía, hueca después de haberse deslizado fuera de mí, y David gime, sus
manos encuentran la cremallera de mi vestido y la arrastran hacia abajo.
―Te quiero desnuda, cara mia ―murmura, buscando ansiosamente
mi carne desnuda cuando la seda se desprende, deslizando las manos por
mi cintura hasta mis caderas―. Desnuda, salvo por esas joyas. Empapada
en pedrería para mí, y nada más.
Las palabras salen de su lengua, con su acento marcado por la
lujuria, e inclino la cabeza hacia atrás al besar mi cuello, haciéndome
retroceder hacia el dormitorio principal. Veo todas las superficies en las
que ya podríamos estar follando ―la barra del bar, el sofá de cuero,
contra el enorme ventanal―, pero David parece decidido a tenerme en la
cama. Se quita la camisa retrocediendo a trompicones, tirando de los
botones, y cuando llegamos al borde de la enorme cama, los dos estamos
desnudos.
Me echo hacia atrás, sin aliento, al mirarlo. Parece un puto dios,
cincelado de músculos y tatuado, con el vello oscuro esparcido por el
pecho y estrechándose hasta la gruesa línea para desembocar justo debajo
del ombligo, donde su enorme polla se estira hacia arriba. Alargo la mano
hacia él, rodeando su longitud, y caigo de rodillas.
―Bellisima ―gruñe en voz alta, mirándome con ojos oscurecidos
por la lujuria―. Amalie...
Es la primera vez que se opone a que haga esto, aunque sea un
poco. Normalmente, lo exige.
―Te quiero en mi boca ―susurro, y lo digo en serio. Estoy
deseando que vuelva a estar dentro de mí, pero también quiero
saborearlo, y disfruto con el sonido de placer casi espasmódico que emite
cuando aprieto los labios contra su hinchada y sensible verga. Saco la
lengua, saboreando mi propia excitación mezclada con su semen, y algo
de eso me provoca un nuevo torrente de deseo. Me siento gotear,
empapada de necesidad, lo rodeo con los labios, deslizando su polla
sobre mi lengua y luchando por introducirla más profundamente en mi
boca.
―Oh, Dios. ―David me agarra por detrás de la cabeza y sus
caderas se balancean hacia delante―. Tu puta boca, esos bonitos labios,
joder. Me encanta verte chuparme la jodida polla... ―Su mandíbula se
tensa, y noto cómo su muslo se flexiona bajo mi mano al luchar por
dejarme marcar mi propio ritmo, por no follarme la boca como sé que él
quiere. Siento la misma oleada de deseo que sentí en Ibiza, el deseo de
complacerle, y deslizo aún más los labios, intentando meter en mi boca
todo lo que puedo de él.
Su mano aprieta mi cabello cuando la cabeza de su polla presiona la
parte posterior de mi garganta, de pronto se libera de mi boca, con la
polla tan tiesa que casi hace presión contra su vientre al retroceder,
tirando de mí para incorporarme.
―Te necesito. ―Su voz es ronca, casi desesperada, al agarrarme
por la cintura y levantarme, tumbándome de nuevo en la cama―.
Necesito estar dentro de ti. Joder…
La lujuria en el aire es tan densa, tan fuerte, que siento por
momentos la falta de aire. La boca de David vuelve a aplastarse contra la
mía y se introduce entre mis piernas con tanta fuerza y rapidez que me
deja sin aire en los pulmones. Tiene las manos en mis caderas,
sujetándome mientras me folla con movimientos largos y lentos
haciéndome arquear y gritar, retorciéndome sobre su polla, arrastrando
su boca hasta mi garganta. Sus dientes rozan los diamantes que reposan
sobre mi piel, las joyas frías en comparación con el sofoco que me abrasa,
el deslizamiento caliente de su polla dentro de mí una y otra vez. Embiste
con más fuerza, golpeando mi clítoris con cada impacto de su cuerpo
contra el mío, y percibo vertiginosamente que voy a correrme otra vez,
cada músculo de mi cuerpo tensándose.
―Quiero correrme dentro de ti ―me susurra al oído―. Quiero
jodidamente llenarte de ello. Quiero que gotee de ti, mi pequeña y bonita
esposa. Quiero mantenerte llena de ello, por si algún otro hombre se
atreviera a tocarte, fuera yo el que esté en sus dedos. Su polla. Mía. ―Casi
gruñe la última palabra, las caderas golpeando con fuerza contra las mías,
la plenitud de su polla dentro de mí casi llevándome al límite.
―Matarías a cualquiera que me tocara ―respiro, mirándolo con
ojos brillantes de lujuria, y la idea me provoca otra sacudida de deseo―.
Sé que lo harías.
―Les obligaría a ver cómo te follo primero. ―David me enreda la
mano en el cabello, saliendo de mí lentamente, hasta que solo la punta
hinchada queda enterrada entre mis pliegues. Empuja superficialmente,
rozando con la punta de la polla el punto sensible que hay dentro de mí,
y entonces sus caderas se abalanzan hacia delante, enterrándose dentro
de mí tan bruscamente que casi grito―. Les haría ver cómo te corres, una
y otra vez, gritando mi nombre. Me aseguraría que pensaran largo y
tendido en que nunca tocarían a otra mujer.
Hay unos celos intensos en su voz que me asustan. Durante un
breve instante, entre el placer estremecedor del cuerpo de David
empujando el mío, recuerdo las fotos del ático, claramente tomadas por
otra persona, alguien que seguía a aquella mujer. Recuerdo la blusa
manchada de sangre. El collar, escondido.
Me pregunto si, después de todo, aquella mujer se casó realmente
con el hermano de David.
Su boca vuelve a cubrir la mía tragándose mi grito de placer cuando
su polla vuelve a penetrarme hasta el fondo. Mueve las caderas contra las
mías y siento el roce de mi clítoris hinchado contra su piel, ese último
roce me hace arquearme y retorcerme bajo él, mi mundo se desmorona
cuando otro orgasmo me destroza. Mis músculos se agarrotan, mi cuerpo
se consume de placer, y siento cómo mis uñas recorren su espalda al
tiempo que su polla se endurece y palpita dentro de mí, escupiendo
esperma caliente cuando el orgasmo de David se une al mío. Le oigo
gemir, su placer y el mío entrelazados. Siento su pulso dentro de mí al
correrse, y no quiero que se detenga.
No quiero que nada de esto termine. Quiero que me folle, una y
otra vez, y que el placer sea eterno.
No quiero volver a lo que teníamos antes de esta noche.
David se retira, y me sorprendo al darme cuenta que he susurrado
algo de eso en voz alta, contra sus labios mientras me corría.
―No te preocupes, cara mia ―murmura, moviendo lentamente las
caderas, y me doy cuenta, para mi repentina sorpresa, que sigue duro―.
Puedes tener toda la polla que quieras esta noche.
Vuelve a embestir, sintiendo la pegajosidad de su semen en mis
muslos, goteando de mí mientras me penetra hasta liberarse, cada vez
más profundamente con cada movimiento de sus caderas. Siento otra
oleada de placer, la lenta acumulación de otra ola en ascenso, y me acerco
a él, atrayendo su boca hacia la mía.
―Tenemos toda la noche ―susurro contra sus labios―. Por favor,
no pares.
22

Amalie
No se detiene. La segunda vez es larga y lenta, la tercera
somnolienta y lánguida, y me duermo en sus brazos por primera vez
desde Ibiza. También por primera vez desde Ibiza, empiezo a sentir que
vuelvo a enamorarme de él.
Las náuseas que me impulsan a salir de la cama por la mañana y a
ir al baño me recuerdan por qué no puedo. Por qué nunca me enamoraré
de él, ni siquiera cuando sepa que no miento y que el bebé es suyo.
David llama pesadamente a la puerta al tiempo que tiro de la
cadena, me limpio la boca cerrando la tapa y apoyo un momento la frente
en la fría porcelana. ¿Parará esto algún día? me pregunto en voz baja,
apretando la otra mano contra el estómago. Todavía no hay señales reales
del bebé, salvo estas horribles náuseas, y a veces cuesta creer que sean
reales, que no se trate solo de una gripe persistente.
Pero es real. Me siento sobre los talones y me levanto despacio
cuando David vuelve a llamar a la puerta.
―¿Amalie? Amalie, ¡contéstame!
―¡Un minuto! ―suelto enfadada, abriendo el grifo y cogiendo una
botellita de enjuague bucal. Siento una nueva oleada de rabia por su tono
exigente, por la forma en que parece creer que puede tener mi atención
cuando y como quiera, sin importarle lo que me traiga entre manos.
Anoche tenía miedo que la ternura momentánea que había entre nosotros
fuera pasajera, y esto me parece la primera señal irrefutable de tener
razón.
Entonces abro la puerta de golpe y veo preocupación en su rostro.
―¿Estás bien? ―Me mira, con auténtica preocupación en los ojos, y
lo miro confusa.
―Estaba indispuesta. El... el bebé. ―Es difícil decirlo en voz alta,
sabiendo que duda de mí. Saber que no cree que realmente sea suyo, que
realmente era virgen, que él es el único hombre con el que he estado. Que
es el único hombre con el que he querido estar, lo que a veces me parece
ahora más una maldición que otra cosa.
―Dúchate. ―Alarga la mano y retira un mechón de cabello
enmarañado de mi rostro, y me sobresalto ante su delicadeza. Pero veo
por la forma en que su rostro se enfría al instante que lo ha interpretado
como algo más―. No quiero estar aquí todo el día ―me dice, su voz se
vuelve plana. Así que intenta que no sea larga.
Cuando se da la vuelta, se me encoge el corazón. Existía la
posibilidad -una pequeña posibilidad- que lo de anoche hubiera
continuado hoy. Incluso más tiempo. Pero un pequeño gesto lo deshizo
todo, y la frustración que me produce hace que se me llenen los ojos de
lágrimas. No puede concederme el beneficio de la duda ni siquiera un momento,
pienso amargamente, empujando la puerta del baño y dirigiéndome a la
ducha. Hoy vamos a volver a la mansión, después del almuerzo
organizado con sus padres, y nunca he deseado menos.
David vuelve a estar callado en el breve vuelo de vuelta a casa. El
brunch no fue más que una pequeña charla con sus padres, se ignoró
cualquier mención a la posesividad de David sobre mí la noche anterior
delante de sus invitados. Su madre hizo un comentario sobre mi estola de
piel, diciéndome lo bonita que era, lo que me produjo un momento de
pícaro placer, sabiendo que se horrorizaría si supiera de dónde procedía
realmente.
Sé que debería intentar romper el silencio, entablar algún tipo de
conversación con mi marido, pero no encuentro la voluntad de hacerlo.
Cada minuto que pasa, la noche anterior me parece más y más lejana,
como una especie de sueño febril que realmente nunca ocurrió. Siento
que mi estado de ánimo se deteriora cuanto más nos acercamos a la
mansión, y sé que David se da cuenta. El aire entre nosotros se siente
cada vez más tenso, esta vez con ira en lugar de lujuria, y no duda en
gritármelo apenas estamos dentro de la casa, con la puerta firmemente
cerrada tras él.
―¿Qué demonios te pasa, Amalie? ―me suelta, y lo miro fijamente,
apretando los labios con fuerza.
―No quiero tener esta conversación. ―Me doy la vuelta y siento
que me agarra de la muñeca, pero consigo zafarme de él y me dirijo
directamente hacia las escaleras. Siento la opresión de la casa cerrándose
a mi alrededor, el aislamiento, esa sensación constante que todo lo que
digo y hago aquí está mal. Que haga lo que haga, no hay forma de salir
de este lugar.
―¡No puedes alejarte de mí! ―Su voz se eleva, y lo oigo seguirme.
Se me acelera el pulso, latiendo con fuerza en mi garganta cuando subo
corriendo las escaleras, sin desear de repente nada más que poner una
puerta entre él y yo. He notado que se enfriaba desde que me alejé de él
esta mañana, y mi pecho duele. Quiero detener ese ir y venir, dejar de
odiarle y desearle a la vez, dejar de preguntarme cuándo su frialdad
podría convertirse en algo peor.
Subo corriendo las escaleras hacia el dormitorio, y sé que está justo
detrás de mí. No me atrevo a mirar atrás, no quiero ver la expresión de su
rostro, si es ira, lujuria o ambas cosas. Estoy casi segura de ser ambas
cosas. Entre nosotros, una cosa siempre parece alimentar a la otra, y no sé
cuánto tiempo más podré soportarlo.
Cuando intento cerrar la puerta de la habitación, David la bloquea.
Entra empujando en la habitación tras de mí, cerrando la puerta con
fuerza justo delante de ella, y me giro hacia él, mirándole con toda la
rabia que puedo reunir.
―¡Déjame en paz!
―No. ―Su voz es dura y llana―. No puedes irte así como así en mi
casa, Amalie. Si quiero hablar contigo...
―Nuestra casa ―siseo, y él se echa a reír.
―Oh, ¿Así que ahora es nuestra? Pero si la odias. No soportas este
lugar, cosita malcriada. ―David me fulmina con la mirada, con expresión
dura―. No quieres tener nada que ver con esto, salvo que puedas
utilizarlo como medio para discutir conmigo.
―¿Por qué querría alguien vivir aquí? ―Levanto las manos,
haciendo un gesto alrededor de la habitación―. Esta es una de ¿cuántas?
¿tres habitaciones terminadas en toda la casa? Ni siquiera hay bañera en
el cuarto de baño. Cualquiera se avergonzaría de vivir aquí...
Veo que la mandíbula de David se tensa, que ese músculo se
contrae como cuando tiene dificultades para controlarse. Siento una
chispa de temor, se me retuerce el estómago ante la expresión de su
rostro, pero estoy demasiado enfadada para detenerme, demasiado
disgustada por haber sido empujada de nuevo aquí tras un breve respiro
en Boston.
―Esta es la casa de mi familia, Amalie ―me dice lentamente, con
las palabras cargadas de ira―. Deberías tener más respeto...
―¡Entonces no deberían haberla abandonado, si tanto importa!
―grito las palabras, lanzándolas como si pudieran hacer daño, y en el
momento en que aterrizan, veo, de repente, que así es.
David se queda totalmente callado, y sé que he ido demasiado lejos.
Siento que la tensión en el aire se rompe y se convierte en una fría
pesadez que me hace desear retractarme de lo que he dicho. No sé por qué
le ha molestado tanto, solo sé que lo ha hecho. Sé que he dado un paso
más en el camino de dañar irrevocablemente la poca ternura que pudiera
haber entre nosotros.
Pero él ha hecho -y sigue haciendo- lo mismo. El resentimiento que
siento por ello parece pesar más que cualquier otra cosa, en cada ocasión.
―Hay otra fiesta este fin de semana ―me dice finalmente―. Una
aquí en Newport, para una junta benéfica de la que formo parte. Se
espera que asistas conmigo, por supuesto. Imagino que darás el mismo
espectáculo encantador de anoche. Me impresionó lo bien que
interpretaste el papel de perfecta esposa mafiosa, teniendo en cuenta que,
en el fondo, esta... ―me hace un gesto con la mano… ―personalidad
arpía es lo que realmente eres.
Trago con fuerza, sintiendo de nuevo ese dolor apretado en el
pecho. No es eso, quiero decir. Es que, de algún modo, soy así contigo. Incluso
cuando no quiero serlo.
―Pero queda toda una semana hasta entonces ―continúa, con la
voz aún plana y sin emoción―. Te sugiero que empieces a hacer trabajo
voluntario, Amalie, o que encuentres algo que hacer con tu tiempo. No
puedo atenderte siempre y mantenerte entretenida.
Le miro fijamente, sintiendo cada palabra como si me hubiera
abofeteado. Cree que soy una mimada y una egoísta, y no sé cómo
convencerle de lo contrario.
―¿Por eso me deseabas tanto anoche? ―pregunto en voz baja,
sintiendo como si la pregunta me quemara la lengua al formularla―.
¿Porque interpreté el papel que tú querías?
En su rostro no hay ni un atisbo de emoción al alejarse de la puerta
y caminar hacia mí.
Me dan ganas de retroceder, pero me mantengo firme hasta que se
acerca y me pone la mano en la mejilla.
―Fuiste una buena chica ―murmura, su mirada acaricia mi rostro
del mismo modo que sus dedos acarician mi pómulo―. Fingiste tan bien.
Pensé que merecías una recompensa. Y seguiste fingiendo toda la noche,
¿verdad?
Parpadeo, sobresaltada.
―No estuve fingiendo ―susurro, antes de poder contenerme. Una
parte de mí preferiría que pensara que lo hacía, si eso significara que no
se da cuenta de la influencia que ejerce sobre mí, del dominio que tiene
sobre mis deseos. Y otra parte de mí no puede creer que realmente piense
eso, que pueda haber visto otra cosa que no fuera absoluta sinceridad en
mi deseo de anoche, igual que yo la vi en él.
Debe existir alguna razón por la que quiera pensar que fue fingido. Me
doy cuenta en el mismo momento en que su mano se desliza por mi
cabello, tirando de mi cabeza hacia atrás y su otra mano recorre mi
mandíbula, a lo largo de mi garganta.
―Eres mía, Amalie ―murmura―. Mi esposa. Si digo que te quiero
aquí, te quedarás aquí. Si te digo que vayas a algún sitio conmigo, irás.
Me obedecerás, y si hace falta fingir para que seas una buena esposa
mafiosa, entonces eso es lo que harás...
Le abofeteo antes de poder detenerme. Mi mano choca con su
mejilla, no lo bastante fuerte como para dejarle una marca, pero sí lo
bastante como para escocerle.
Lo noto en el asombro de su expresión, lo siento en la forma en que
su mano se suelta brevemente de mi cabello antes de volver a agarrarlo,
esta vez con más fuerza.
Me hace girar hacia la cama, haciéndome retroceder hacia ella tan
deprisa que casi me caigo.
―¿Es eso lo que quieres? ―gruñe, clavándome la mano en la
cadera―. ¿Quieres que sea duro? ¿Quieres abofetearme, hacerme daño?
Inténtalo otra vez, Amalie.
Le miro fijamente, de repente congelada de miedo. No estoy segura
de haberlo visto nunca tan furioso, sus ojos oscuros de ira, su mano
tirándome del cabello hasta que gimo con miedo e incomodidad.
―Hazlo ―sisea, y algo oscuro y furioso surge también en mí. Todo
el resentimiento por el control que todo el mundo parece tener sobre mi
vida excepto yo, todo el odio que siento por la vida en la que nací, lo
enfadada que estoy por las decisiones que tomaron mi padre y mi
hermano y que me pusieron aquí, en este matrimonio, con este hombre.
Vuelvo a levantar la mano, golpeándole en un lado de la cara, y cuando
me empuja de nuevo sobre la cama en respuesta, veo que está duro.
―Buena chica. Ves, puedes acatar órdenes, siempre que sean
órdenes que tú quieras. ―David se tira del cinturón, la cresta de su polla
se tensa contra la bragueta, y siento que el pulso me salta en la garganta a
mi pesar. Incluso cuando estoy furiosa con él, sigo deseándolo.
Se baja la cremallera de un tirón, su gruesa polla se libera y la rodea
con la mano mirándome.
―Abre las piernas ―gruñe, deslizando la mano a lo largo de
ellas―. Quiero verte.
Las palabras son afiladas, exigentes, y cada una de ellas me hace
sentir ardor, manchándome las mejillas del pudor. Hago un ovillo con la
falda del vestido de verano y la levanto abriendo las piernas, con las
rodillas abiertas hacia los lados. Esta mañana he elegido unas bragas de
seda y encaje de color melocotón, y veo que los ojos de David se
oscurecen al mirar entre mis muslos, con la boca contraída por un
divertido deseo. Mi cara se enrojece más al saber lo que está viendo: la
tela húmeda pegada entre mis piernas, donde ya estoy mojada para él.
―Quítate las bragas ―murmura, su mano sigue acariciando
lentamente su polla―. Ahora, Amalie ―añade, cuando vacilo un instante,
con la mirada fija en su polla palpitante. Veo el semen perlando la punta,
y no puedo evitar relamerme cuando él la frota con el pulgar,
presionando con la yema la carne hinchada.
―Quieres mi polla en tu boca, ¿verdad? ―murmura, con esa
sonrisa lasciva aún en su rostro, deslizando mis bragas por los muslos―.
Pero tendrás que volver a ganarte mi polla, Amalie. Estuviste muy bien
anoche, pero me temo que lo has deshecho todo. Así que abre las piernas
como una niña buena. Como hiciste para mí mientras estuviste sola aquí,
y yo en Boston.
Le miro fijamente, sin comprender por un momento. Mis piernas se
cierran de golpe y me siento sobre los codos, parpadeando confusa.
―¿De qué estás hablando? ―susurro, y David suelta una sombría
risita, mientras su mano vuelve a deslizarse perezosamente a lo largo de
su polla.
―¿No te has dado cuenta? ―Se dirige hacia un rincón de la
habitación, con la mano aún en movimiento, como si darse placer fuera
una parte más de la conversación. Me giro en la dirección en la que mira,
aún confusa, y entonces veo la pequeña luz roja parpadeante.
El horror me invade al darme cuenta de lo que quiere decir.
―No... ―susurro, recordando aquella noche, cómo me había
tocado, cómo me había follado con el juguete de una forma que nunca le
habría dejado verme si hubiera estado allí, cómo había gemido su
nombre. Siento lágrimas humillantes punzándome en el fondo de los
ojos, al darme cuenta que él sabe cuánto fantaseé con él cuando no estaba,
que por mucho que diga odiarle, le deseo aún más.
―Qué putita... ―David se acerca más, entre mis piernas, y su mano
vuelve a enredarse en mi cabello―. Follándote así para que yo te vea. Me
excita verte. Verte así, mojada y abierta para mí, ignorando que lo estaba
viendo todo. Me corrí tan fuerte, bellísima. Me moría de ganas de volver a
casa y follarme tu bonita boca. Mi pequeña esposa putita. ―Me empuja
de nuevo hacia atrás, su mano moviéndose a lo largo de su polla con más
rapidez―. ¿Y esperas que me crea que eras virgen?
Le fulmino con la mirada, y la furia vuelve en un instante.
―Lo era ―siseo―. Fuiste el único. Has sido siempre el único,
aunque a veces...
Su mirada chisporrotea peligrosamente, y se agacha, agarrándome
de la rodilla y abriéndome.
―Cuidado con lo que dices, cara mia ―murmura―. Ahora
muéstrame lo húmeda que estás para mí. Lo mucho que te excita la idea
de ver como te corres. Te gusta que te mire, ¿verdad? Aunque también te
avergüence.
Lo odio. Resuena en mi cabeza, incluso cuando le obedezco, con el
cuerpo dolorido por la necesidad de ser tocada, de ser follada, de dejar
atrás todos los juegos y luchas y simplemente sentir. Odio que no me
haya hablado de la cámara. Sin duda, esperaba que ocurriera exactamente
eso: que le diera un espectáculo sin saberlo, para que él pudiera
ocultármelo. Odio que se burle de mí con ella, en lugar de convertirla en
algo juguetón y dulce. Odio que nada entre nosotros pueda ser bueno
nunca, y odio no entender del todo por qué.
Mis piernas se abren por sí solas, mi cuerpo palpita de necesidad.
Observo, sin aliento, cómo su mano se desliza sobre su polla, cuya
longitud brilla por su excitación, y su mirada se fija entre mis muslos.
―Ábrete, bellísima ―murmura, con voz gruesa y ronca de deseo―.
Déjame ver.
Me siento ruborizada y caliente, con la piel demasiado tensa para
mi cuerpo. Me inclino, me abro con los dedos, noto lo resbaladiza y
húmeda que estoy, mi clítoris hinchado asomando incluso antes de
separar mis pliegues, dejándole ver cada centímetro de mi excitada carne.
Sé que puede verlo cuando me retuerzo, cuando mi cuerpo se aprieta
contra nada, cuando lo deseo, cuando mis caderas se arquean al contacto
con mis dedos, cuando mi clítoris se estremece por la necesidad de que lo
toquen.
―Justo así ―murmura―. Quédate así, bellísima.
Por la forma en que lo dice, sé que no puedo tocarme más. Mis
dedos están a una fracción de mi clítoris, manteniendo mis pliegues
abiertos a su vista. Gimo sin poder evitarlo mientras le veo acariciarse la
polla, con el antebrazo musculoso flexionándose bajo la manga enrollada
y la mandíbula tensa por el placer. Su mano se frota sobre la cabeza de la
polla, extendiendo su excitación a lo largo del tronco, sus caderas se
sacuden hacia delante mientras se folla con el puño, deseando
desesperadamente ser yo en su lugar.
―Buena chica ―murmura, su mano se desliza hasta la base y
aprieta, su mirada fija oscuramente entre mis muslos―. Creo que te
mereces una recompensa, cara mia.
Me doy cuenta en ese momento, mientras David se adelanta con la
mano deslizándose por mi muslo, que no es tan insensible ante lo que le
hago sentir como tantas veces me hace creer. Quiere que piense que me
está haciendo un favor al ceder y follarme, que me está recompensando,
pero la verdad es que desea estar dentro de mí tan desesperadamente
como yo lo deseo a él. Es solo una forma de fingir que no lo necesita
tanto.
Me agarra la cadera, me aprieta, me presiona el hueso de la cadera
con el pulgar y me empuja hacia el borde de la cama, soltando mi mano.
No puedo contener el sonido que emito, el gemido que se le escapa
cuando me abre las piernas y sus dedos se clavan en la suave carne, casi
dolorosamente, mientras su polla presiona mi entrada. Puedo sentir cómo
palpita, incluso así, dura y dolorida por mí, y siento un repentino
estremecimiento, una ráfaga de satisfacción por poder excitarlo tanto.
Que pueda llevarlo más allá de los límites de su autocontrol.
Pero él también me lleva más allá de los míos. Cuando me penetra
con fuerza, llenándome de un solo golpe, no puedo evitar gritar. No
puedo dejar de rodearle las caderas con las piernas, de acercarme a él, de
querer más arqueándome dentro de él. Lo quiero todo, todas las
sensaciones que puede darme, la sensación de su cuerpo contra el mío,
mis pechos rozando su pecho, la flexión de sus músculos cuando me
clava la polla una y otra vez, como si quisiera descargar toda su ira en mí.
Y quiero permitírselo.
Gime cuando vuelve a clavármela y se levanta para cogerme las
manos donde mis uñas se clavan en sus hombros. Sus dedos se cierran en
torno a mis muñecas, arrastrando mis manos por encima de mi cabeza e
inmovilizándolas allí mientras se mece dentro de mí, rechinando contra
mi clítoris con cada embestida.
―Te vas a correr para mí de nuevo ―gruñe, su expresión tensa de
placer, su voz enronquecida por el mismo―. No puedes evitarlo. No
podrías parar, aunque quisieras.
La forma en que dice la última parte me hace preguntar si me lo
está diciendo a mí o a sí mismo, las palabras están tan llenas de desdén
que el corazón me duele. Vuelvo la cara hacia otro lado, pero él aprieta su
boca contra la mía, inclina las caderas y vuelve a penetrarme, de modo
que grito dentro del beso, con la cabeza hinchada de su polla rozando ese
punto de mi interior que a punto está de hacerme desbordar de nuevo.
Se siente tan bien, en todo momento. Siento que me arqueo, que mis
músculos se tensan, que esa deliciosa presión se despliega en mi interior
mientras él me empuja cada vez más cerca. Noto su ritmo entrecortado,
sus embestidas más erráticas con cada deslizamiento caliente de su
cuerpo dentro de mí, y sé que está cerca. Cuando me aprieto a su
alrededor, jadeando su nombre al alcanzar el clímax, oigo su gemido
entrecortado y sé que no puede contenerse más.
―Joder... ―gime en voz alta, sacudiendo las caderas y apretando
casi dolorosamente las muñecas con sus dedos; su polla está más dura de
lo que creo haberla sentido nunca, mientras me sujeta a la cama y me
llena de su esperma, chorro tras chorro. Puedo sentirlo, caliente y espeso,
y eso me produce otra sacudida de placer, ondulando a su alrededor
cuando aprieta su boca contra mi hombro y gime.
Y entonces, casi tan rápido como se introdujo dentro de mí, se
libera, se levanta y se aleja de mí. Algo en ese repentino alejamiento me
produce una punzada, y me impulso sobre los codos, medio sentada,
metiendo las piernas debajo de mí. Quiero encogerme cuando se vuelve
para mirarme, con un rostro tan inexpresivo que es casi peor que su ira,
pero me obligo a no moverme. No quiero darle esa satisfacción. Incluso
así, completamente desnudo, con la polla reblandecida pegada a su
muslo, me sigue asustando.
Siempre tendrá el poder de destruirme por completo, si quiere.
―Siento que me odias ―susurro en voz baja, y siento la punzada
de las lágrimas detrás de mis párpados, ardiendo allí en las comisuras.
Las palabras quedan suspendidas en el aire entre nosotros, y espero a que
las niegue. Incluso oírle decir que estoy exagerando sería algo. Pero su
expresión sigue siendo fría e inexpresiva, sin inmutarse lo más mínimo.
―Es mejor que estar enamorado de ti ―me dice finalmente, con
una voz tan fría como sus ojos, dándose la vuelta para marcharse.
Me quedo un momento en estado de shock, mirándolo marcharse.
Coge su ropa del suelo y sale de la habitación como si ya se hubiera
olvidado de mi presencia.
Sé que no debería sentirme herida por su abandono, pero lo estoy.
Lo miro irse, esas últimas palabras siguen calándome hasta los huesos
una y otra vez, cada vez que las repito en mi cabeza siento que no puedo
respirar.
Siempre fue demasiado esperar que el hombre con el que me casé
me amara. Pero tenía la esperanza, en una pequeña parte de mí misma,
que no me despreciara tanto como parece hacerlo David.
Cojo la manta que hay al final de la cama y me envuelvo en ella
mientras empiezo a llorar, haciéndome un ovillo en el centro del colchón.
Toda la soledad me invade y se extiende por mi cuerpo tendida allí, con
el cabello cayéndome sobre la cara y sollozando. Me pregunto, por un
instante, si David lo oirá y se sentirá mal por lo que ha dicho, si se
acercará a consolarme.
No lo hace. Y lloro hasta quedarme dormida.
23

David
Sé que lo que he dicho ha sido demasiado duro en el momento en
que ha salido de mi boca. Y me arrepiento en el instante en que lo hace.
Me arrepiento de todo: de la expresión de su rostro cuando lo asimila, de
reconocer que la he lastimado. Realmente la he herido, lo que me dice más
de lo que me ha dicho cualquier otra cosa en nuestra breve relación.
Ella se preocupa por mí. A pesar de pelearse conmigo como si a
veces también me odiara, a pesar de rebelarse de formas que me ponen
furioso y frustrado en más de un sentido, le importa lo que siento por
ella. Y recordando la última noche en Boston, su sorpresa cuando me
ablandé con ella, me pregunto cómo no me di cuenta antes.
No quiero sentir nada por ella. No quiero las complicaciones ni la
vulnerabilidad. Pero al ver la expresión de su rostro, la conmoción
cuando se dio cuenta que lo que había dicho era cierto -aunque me
arrepintiera de haberlo dicho en voz alta-, me pregunto si tal vez dice la
verdad sobre las cosas en las que he dudado de ella.
No baja a cenar, y cuando subo más tarde, una vez terminado mi
trabajo del día, la encuentro ya dormida y todas las luces del dormitorio
apagadas. Las puertas del balcón están abiertas, dejando entrar el aire
cálido del verano, y me dirijo hacia las cortinas de gasa, con la intención
de cerrarlas.
¿Por qué? Me detengo con la mano en el pomo. Mi primer instinto
fue cerrarlas porque sé que Amalie las quiere abiertas -siempre lo hace,
por alguna razón-, pero ¿por qué? ¿Por qué tengo tantas ganas de hacer lo
contrario a sus deseos? La llevo al límite constantemente, pinchando y
punzando cada punto blando, como si quisiera que me demostrara que es
imposible. Como si buscara que me hiciera odiarla.
La brisa es agradable, cálida y ligeramente salada, suavizando el
frío de la habitación. Tengo que admitir que es agradable, y me retiro a la
cama, deslizándome junto a ella. Ella está en el borde mismo de su lado,
como si quisiera poner la mayor distancia posible entre nosotros antes
incluso de venir yo a la cama. Tengo la mitad de ganas de alcanzarla y
acercarme a ella, solo para demostrarle que puedo tener lo que quiera,
pero algo me lo impide. No sé exactamente qué es, pero me quedo
tumbado, observándola dormir. Recuerdo haberla visto en Ibiza, con su
aspecto tan diferente, exhausta y despreocupada al final del día. Ahora
parece más pequeña, más frágil. Siento el impulso repentino e inesperado
de volver a agarrarla, pero esta vez para calmarla. De decirle que no era
mi intención.
Pero lo hiciste, ¿verdad? Rechazo la idea, recordando su fisgoneo, su
terquedad, las preguntas que sigue insistiendo en hacer. Todas las formas
en que me ha hecho la vida más difícil desde que acepté casarme con ella.
En lugar de eso, cojo el teléfono y envío un mensaje a mi ayudante.
Puedo hacer algo para intentar compensar lo que he dicho antes, sin
dejarme caer demasiado cerca del borde de preocuparme realmente por
ella.
Aunque mis actos de anoche me digan que ya me he acercado
demasiado a ese límite.

Por la mañana, espero a que Amalie se despierte para levantarme,


repasando algunas cosas en la cama mientras ella duerme. Se muestra
sorprendida al abrir los ojos y verme allí, y luego cautelosa, como si
esperara exigirle algo.
―Buenos días ―me dice vacilante, y sonrío, intentando
tranquilizarla un poco. Me inclino y retiro un mechón de su rostro
mientras la beso suavemente, y noto que se queda quieta, como si
intentara no retroceder.
Quiero gritarle algo como ¿por qué siempre tienes que hacer esto tan
difícil? pero me detengo. Si sigue enfadada, puedo intentar suavizar la
situación. Ese pequeño paso podría hacer que las cosas fueran más
tranquilas para los dos y, además, ya he hecho algo para intentar
conseguir exactamente eso.
―Tengo una sorpresa para ti abajo ―le digo, apartándome, y ella
parece sobresaltada.
―Oh. ―susurra, incorporándose ligeramente, y veo que aún tiene
esa expresión de cautela en la cara. Me entran ganas de volver a gritarle,
de decirle que solo fue un comentario, que está exagerando, pero en lugar
de eso respiro.
―Ya verás. ―Tiro las sábanas hacia atrás levantándome, y veo que
su mirada se dirige hacia mí casi como si no fuera su intención. Por muy
disgustada que esté, no puede evitar desearme. A menudo desearía no
sentir lo mismo, pero al verla medio sentada en la cama, con la sábana
pegada a sus pechos desnudos y su espeso cabello rojizo cayendo sobre
sus hombros, siento que mi polla se retuerce interesada, que mi cuerpo
reacciona al instante ante la visión de mi mujer. Soy tan susceptible a ella
como ella lo es a mí, y es un ciclo interminable que está decidido a
volvernos locos a ambos.
En lugar de eso, me alejo de la cama a y voy a ducharme. Cuando
salgo, Amalie está vestida, con los leggings y la camiseta holgada que
parecen haberse convertido en su uniforme en casa. En mi opinión,
parece descuidado, pero me recuerdo que aquí no hay nadie más que mi
seguridad. Si quiere estar cómoda, ¿qué importa?
Y, cuando se da la vuelta para dirigirse a la puerta, no puedo negar
que la visión de su culo en la ajustada tela es un argumento para dejarlo
pasar.
―Está en el comedor ―le digo siguiéndola escaleras abajo, y ella
me mira por encima del hombro, con expresión mitad curiosa, mitad
suspicaz. Esperaba que me preguntara qué era, que intentara
sonsacármelo al menos un poquito, pero no dice nada cuando
atravesamos la planta principal de la casa, deteniéndose en la puerta del
comedor.
―Oh ―me dice suavemente, de nuevo, con la voz más aguda que
antes. No puedo ver su rostro, mirando lo que hay en la mesa del
comedor frente a ella, un jarrón lleno de rosas rojas y una caja blanca,
avanzo a su lado acercándome a ella para girarla y verla de frente.
Para mi sorpresa, aún hay confusión en su rostro, y sus ojos brillan
con lágrimas.
―Se suponía que esto te haría feliz. ―Me inclino y retiro una de las
lágrimas de sus pestañas―. Pensé que te gustaría una sorpresa.
―Lo hace ―susurra, pero se lame los labios nerviosamente,
apretándolos mientras mira a la mesa―. Es que... nunca sé cuándo te vas
a enfadar o no. ―Amalie inclina la cabeza hacia arriba, las palabras salen
apresuradas, como si casi tuviera miedo de decirlas―. Lo de anoche fue
algo… y ahora esto… es un ir y venir, todo el tiempo y casi desearía que
simplemente...
Se interrumpe, mordiéndose el labio, y suelto un suspiro. Mi primer
instinto es impacientarme, decirle que es una desagradecida, pero me
contengo. Intenta ser paciente, me digo, acercándola y rozando su
mandíbula con el pulgar.
―Mira lo que hay en la caja. Sé que te has sentido frustrada por no
tener cosas ya cocinadas para ti. ―Me inclino, rozando ligeramente mis
labios sobre los suyos―. Vamos a intentar que hoy sea mejor.
Amalie suelta un suspiro lento, asintiendo. Se desenreda de mis
brazos y se acerca a la mesa. Siento una extraña sensación de calidez
cuando se inclina para oler las rosas del jarrón, con una pequeña sonrisa
en el borde de su boca. Me he dicho a mí mismo una y otra vez que no me
importa que sea feliz aquí, que debería estar contenta y agradecida
simplemente por haberme casado con ella y haber salvado a su familia de
la ruina, pero siento que algo en mí se ablanda al ver un destello de
felicidad en ella.
Abre la caja y su sonrisa se agranda. En la caja hay un surtido de
pasteles, todos ellos de una pastelería cercana que me consta es bastante
buena, y me acerco a ella por detrás, apoyando suavemente una mano en
la parte baja de su espalda.
―Pensé que esto sería algo que podrías comer. Incluso le he pedido
a mi ayudante que te traiga café descafeinado. Voy a prepararlo. ―Me
inclino, besándola ligeramente en la mejilla y, para mi sorpresa, ella se
vuelve hacia mí. Me toca el pecho con la mano, casi como si quisiera
atraerme, y por un instante me planteo la idea de desayunar con ella.
Bastaría con ponerla en el borde de la mesa y podría devorarla a ella en
lugar de los pasteles, oírla gemir mi nombre una y otra vez mientras le
recuerdo que es mía. Que puedo ordenar su placer siempre que lo desee.
El romance nunca me ha resultado fácil, y ahora me es más difícil
que nunca. Pero me alejo de ella, dejando que el beso siga siendo breve
mientras voy a prepararnos una taza de café a cada uno.
Hay una domesticidad en ello que me resulta extrañamente
placentera. He mantenido la casa casi desprovista de personal por mi
propia paz y privacidad, pero a la cálida luz de la mañana, al preparar
café para los dos, me encuentro deseando poder convencer a Amalie que
no los contrate. Casi podría disfrutar de esto, si me dejara, si las cosas
fueran diferentes entre nosotros.
Si el bebé es mío, tal vez podrían serlo. No sé de dónde me viene ese
pensamiento cuando llevo las tazas de vuelta al comedor, viéndola
sentada con un bollo relleno de limón delante, picoteándolo y
esperándome. Está de espaldas a mí, su perfil iluminado por el sol
procedente del ventanal, tiñendo su cabello de un rojo más vivo, y su
aspecto es tan encantador como el de la primera noche que la vi en Ibiza.
Incluso más, porque ahora es mía. Porque al verla allí sentada
tranquilamente a la luz de la mañana, vislumbro lo que podría tener, si
no es demasiado tarde.
―No quiero que salgas a buscar un vestido para la gala de este fin
de semana ―le digo dejando las tazas en la mesa, eligiendo sentarme hoy
a su lado en lugar de enfrente. Niego con la cabeza cuando ella abre la
boca para discutir y coge un pastelito de la caja―. Tendrías que ir a
Providence para tener la oportunidad de encontrar algo decente, y no me
gusta la idea, no cuando no puedo ir contigo. Aquí, en casa, puedo estar
seguro que tanto tú como el bebé estáis a salvo.
―David. ―Amalie me mira, se le forma una fina línea entre las
cejas al fruncir el ceño―. No puedes tenerme encerrada en esta casa para
siempre. No es...
―Solo compláceme. ―Tomo aire, intentando mantener la paciencia
con ella―. He pedido a mi ayudante que haga llegar hoy a casa una
selección de vestidos y joyas. Puedes probártelos todos y elegir el que
más te guste. Incluso más de uno, si quieres; seguro que habrá muchos
más acontecimientos para los que necesitarás algo. ―Alargo la mano,
giro su rostro hacia el mío y rozo su labio inferior con un dedo―. Hoy
estaré en casa, así que incluso puedes enseñármelos.
Dejo que en mi voz se cuele un poco del deseo que ella siempre
despierta en mí, una promesa para más tarde, y veo cómo los ojos de
Amalie se agrandan, cómo se le corta la respiración.
―De acuerdo ―dice en voz baja, cerrando ligeramente los labios en
torno a la punta de mi dedo―. Puede ser divertido.
―Bien. ―Le doy un golpecito burlón en el labio, retirando la
mano―. Ahora come. También le he pedido a mi ayudante que te remita
a un buen médico, no podemos permitir que nada vaya mal, ¿cierto?
―Estiro la mano, tocándole el muslo al decirlo, y Amalie me lanza una
mirada sorprendida. Es la primera vez que insinúo que podría creerle que
el bebé es mío, la primera vez, de verdad, que me permito albergar la
esperanza que esté diciendo la verdad. Todo en mí se rebela contra esa
esperanza, contra la posibilidad que las cosas cambien para mí... para
nosotros... pero lucho contra el impulso de arremeter contra ella por ello.
Si dice la verdad, Amalie y yo estamos unidos, para bien o para
mal, hasta que la muerte nos separe. Si uno de los dos, o los dos, no
encuentra la forma de vivir con el otro...
Lo último que quiero es que esas palabras me parezcan una
bendición, en lugar de una maldición.
24

Amalie
No tengo la menor idea sobre cómo sentirme ante el cambio de
humor de David. Desde luego, no creo que pueda fiarme de él, pero no
puedo evitar inclinarme un poco hacia él, a aceptar este respiro que me
ofrece respecto a lo furioso que estaba ayer. Así que me siento allí con él,
comiendo el delicado pastel -que está delicioso, casi tan bueno como
algunos de los que comimos juntos en Ibiza- e intento no pensar
demasiado en que todo esto es casi con seguridad temporal. Que diré algo
malo, haré algo malo, y él volverá a la ira y al sarcasmo.
Decía en serio lo que dije, cuando vi la sorpresa. Casi preferiría que
me tratara como si me odiara todo el tiempo a que se mostrara tan
ardiente y frío. Podría resistir la ira y la crueldad: muchas esposas de
mafiosos tienen que soportar eso. Lo que no puedo soportar es no saber
nunca con qué marido me voy a despertar por la mañana, no saber nunca
si va a ser cruel o encantador, dulce o sarcástico.
Los vestidos llegan por la tarde, tal como él dijo que harían: un
perchero de bolsas de ropa, cajas de zapatos, una bandeja de joyas
cuidadosamente empaquetada. Todo está colocado en el salón informal
del piso de abajo, casualmente justo enfrente del despacho de David y él
me sonríe indulgentemente mientras el personal que lo entregó lo ordena
todo y luego desaparece rápidamente.
―Quiero verlos todos ―me dice, dejando caer otro ligero beso
sobre mis labios―. Ven a enseñármelos, será una agradable distracción
de mi trabajo.
Casi me inclino para besarlo de nuevo, pero me detengo. Lleva
tocándome así desde esta mañana, con cuidado y reserva, como si
intentara evitar hacer algo más que eso. Irónicamente, me ha hecho lo
contrario: esa sensación de tener cierto poder sobre él y sus deseos me ha
hecho desearlo más.
―De acuerdo. ―Le dedico una pequeña sonrisa, con la esperanza
que mi aquiescencia anime su buen humor, y me vuelvo hacia el perchero
de vestidos cuando David sale de la sala.
Son todos preciosos. Primero saco un vestido azul oscuro, de silueta
entallada y gasa drapeada sobre una falda de seda, más elegante que
otros vestidos que he llevado. El escote es más bajo de lo habitual, en una
profunda V, y creo que podría ser demasiado sexy para el tipo de gala a la
que vamos a asistir. Pero David dijo que quería verlo todo, y me pongo el
vestido, eligiendo un par de tacones de seda a juego con piedras preciosas
en la punta y un par de pendientes de diamantes color champán.
Me sonríe cuando entro en su despacho y me mira cuando me doy
la vuelta lentamente.
―Ese no, creo ―me dice, frunciendo un poco el ceño―. Llevabas
uno azul en el último evento. Si hay uno verde, no te molestes en llevarlo,
no te sentará bien al cabello.
Al decir esto, me doy cuenta que siente un cierto placer de control
al tener el poder de vetar mi elección de la noche. Quiero discutir con él
solo por eso, luchar por el vestido que llevo, pero en realidad no me gusta
tanto. Puedo ceder un poco en esto, me digo, tomando aliento, y me retiro de
nuevo a la otra habitación.
―Mírate ―me dice David burlonamente cuando estoy en el cuarto
vestido ―las opciones azul y verde ya han sido apartadas―, su mirada se
pasea sobre mí al girar para él con el vestido de seda rojo fuego que he
elegido―. Con todos estos vestidos y joyas... ―Se acerca a mí, me rodea
la cintura con el brazo y me atrae hacia su regazo, con la falda
desbordándose por encima de sus rodillas―. Una esposa tan mimada.
No es nada que no haya dicho antes, pero esta vez no es mordaz. Lo
dice de un modo ligeramente burlón, casi dulce, dándome unos
golpecitos en la nariz, e inclinándose para besarme.
―Estás preciosa así ―me dice en voz baja. Quizá te siente bien que
te mimen.
Empiezo a discutir, a decirle que no soy una mimada, pero él
profundiza el beso y me doy cuenta que no puedo respirar lo suficiente
como para decir nada. Cuando tira de mí para que me siente a horcajadas
sobre él, sus manos levantando la falda de seda, no quiero que se
detenga.
―Creo que tenemos que quedarnos con este si me follas con él
puesto ―susurro, atreviéndome a burlarme un poco de él, y David se ríe,
pasándome la mano por el cabello.
―Me quedaré con todos los que quieras, cara mia ―murmura, sus
labios en los míos de nuevo y una mano deslizándose entre nosotros para
liberar su tensa polla del pantalón. Deslizándose dentro de mí con un
gemido, deseo que todo siga así.
Este hombre podría hacerme feliz. A este hombre podría incluso
amarlo, con el tiempo.
Pero no si nunca puedo confiar en que sea realmente él.

La noche de la gala, no he visto a David en todo el día. No es nada


raro, a menudo se ha ido a ocuparse de diversos asuntos de su empresa
de los que no me habla, pero noto que vuelve la inquietud. Me he
mantenido alejada del ático y he evitado husmear más en las habitaciones
de la casa que aún no he visitado, pero la sensación de aislamiento
empieza a afectarme. Lo único que me lo ha impedido es que el buen
humor de David ha persistido durante días, y no he querido romper el
hechizo.
Desde aquella tarde en su despacho, no nos hemos peleado. Solo
han pasado tres días, pero hasta ahora es todo un récord en nuestro
matrimonio. No ha sido sarcástico ni mordaz, y aunque a menudo ha
estado callado, lo he preferido a las discusiones casi constantes. La falta
de estrés también me ha ayudado: no he estado indispuesta por el
embarazo desde la mañana en que salimos de Boston. Sentada ante mi
tocador, preparándome para la gala, casi puedo ver un atisbo de ese
resplandor del que siempre hablan las embarazadas. Mi piel parece más
clara, un poco más luminosa, y uso una mano ligera con el maquillaje.
Quiero que David me vea así, feliz, ruborizada por el resplandor de llevar
a su hijo, y espero que empiece a creerme cuando le digo que es suyo.
El vestido que más le gusta a David es de un gris metálico intenso,
con un tejido de hilos que centellean con la luz. Tiene la cintura alta, lo
que le da un aire retro de los años veinte. Aunque todavía no tengo
ningún signo externo de estar embarazada, la cintura holgada me hace
sentir un poco mejor. No quiero que aparezca todavía ningún signo de
ello, ninguna posibilidad para que alguien comente lo rápido que debe de
haberse puesto David a trabajar, o para que alguien eche la cuenta atrás y
se dé cuenta que definitivamente no pudo ser después de la boda cuando
me dejó embarazada. Esta noche es otra oportunidad de demostrarle que
me crezco, estando rodeada de otras personas, no aislada como ahora. No
quiero que nada lo estropee.
Llaman a la puerta y David entra. Silba por lo bajo cuando me
levanto y cruza rápidamente la habitación hacia mí, me pone la mano en
la cintura y se inclina para besarme.
―¿Puedo ayudarte en algo? ―pregunta, y asiento entregándole el
collar de perlas que pensaba ponerme.
―¿Me ayudas con esto? ―Me paso la mano por debajo del cabello,
apartándolo de mi cuello, y no puedo evitar estremecerme al sentir el
roce de sus dedos en la nuca cuando abrocha el collar. Se detienen un
momento, rozando el suave cabello, y cuando me vuelve hacia él, eleva
mi barbilla y me besa más profundamente.
―Si sigues así, llegaremos tarde a la gala ―susurro, un poco
temblorosa. En los últimos días se ha mostrado notablemente comedido
en sus deseos, deseándome solo por la noche antes de irnos a dormir, y
nunca de la forma brusca o exigente que yo esperaba. Casi echo de menos
que me ordene arrodillarme o que insista en que haga cosas que me
avergüenzan y me excitan a la vez. Trato de no pensar demasiado en lo
que eso dice de mí: que echo de menos su rudeza, cuando intenta ser
amable.
―Soy el jefe de su junta ―murmura David, besándome de
nuevo―. Si quiero llegar tarde, puedo llegar tarde.
―También hemos devuelto todos los demás vestidos. Si estropeas
este como hiciste con el vestido rojo, ¿qué me pondré? ―La pregunta es
ligera, burlona, pero incluso yo puedo oír el hilo de deseo en mi voz,
recordando lo que hizo en su despacho. La falda del vestido rojo acabó
desgarrada, cuando me levantó de su regazo y me inclinó sobre su
escritorio, rasgada en su prisa por apartarla de su camino para poder
estar dentro de mí de nuevo.
Me gustaba el vestido, pero no me importaba. Me había gustado
más cómo se sentía la urgencia de sus manos, la forma en que me había
deseado tanto.
―Quizá debería hacerte desfilar desnuda delante de todos ellos.
―Su mano se desliza por mi cadera, recogiendo la tela ligeramente entre
sus dedos―. Mostrarles a todos lo poderoso que puedo llegar a ser.
Entonces no habría duda, cuando todos esos viejos empezaran a mirarte,
que eres mía.
―Todos esos viejos se desmayarían. ―Suelto una risita, besándole
ligeramente―. O morirían de un infarto. No te quedaría nadie para
dirigir las cosas.
―Puede que sea lo mejor. ―David me besa de nuevo, me aprieta la
cadera con la mano y me atrae hacia él, y yo reprimo un gemido al sentir
su polla presionándome. Por primera vez, nos sentimos como una pareja
casada de verdad, incluso mejor que la mayoría de las parejas de la mafia.
Es el tipo de bromas domésticas que me hacen sentir como si las cosas
pudieran ir bien, finalmente, entre nosotros, o que al menos podrían ir en
esa dirección―. Por eso quiero que te ofrezcas voluntaria con ellos, cara
mia. Estarán más dispuestos a seguir mis deseos si mi mujer forma parte
de la junta.
La afirmación es suficiente para distraerme del deseo que había
empezado a despertar en mí. No es la primera vez que David me
menciona como voluntaria en uno de los diversos comités o para alguna
de las organizaciones benéficas en las que participa. Sin embargo, es la
primera vez que lo dice de un modo que sugiere la idea que puede
deberse a que valora mi opinión de algún modo, o al menos me considera
útil. Siempre lo ha expresado como si fuera algo para ocupar mi tiempo,
una forma de distraerme de cualquier otra tontería de chicas que pueda
hacer, para evitar que me aburra y cause problemas. Pero la forma en que
me mira ahora, con ojo avizor y expresión calculadora, sugiere que piensa
en mí como un heredero de la mafia piensa en una esposa que pueda
ayudarle.
Que, con el tiempo, pueda influir de otras formas, más allá de
sentarse en un comité e informar a su marido de lo que discuten en su
ausencia.
Después de todo, eso forma parte de las funciones de una esposa
mafiosa. Además de proporcionar herederos y organizar fiestas, las
esposas se hacen amigas entre sí. Se enteran de los cotilleos, escuchan
fragmentos de conversaciones de pasada y aprenden a leer a los hombres
de la sala, incluso cuando éstos las ignoran. Mi padre no daba mucha
importancia a lo que mi madre sonsacaba a las demás esposas, ni
respetaba especialmente su opinión, pero hay maridos que sí lo hacen. La
idea que David me vea así, que seamos el tipo de pareja que comparte el
poder en lugar de vivir siempre bajo su sombra, me produce un
estremecimiento que no puedo ignorar por completo.
Pero no puedo dejar que arraigue. Unos pocos días no son suficientes
para confiar. Seré más feliz si controlo mis expectativas, si no me permito
esperar que acabe confiando en mí y respetándome tanto, cuando ahora
mismo ni siquiera cree que le esté diciendo la verdad sobre mi embarazo.
―¿Quieres que vaya a reuniones de juntas benéficas y luego te
informe en la cena? ―Presiono mi mano contra su pecho, dándole un
provocador beso―. Tendré que pensármelo. Podría ser divertido.
―Inclino la cabeza hacia atrás al decirlo, sonriéndole, pero quiero mirar
su rostro y ver qué versión de David me encuentro. Si veo al hombre que
me diría que haga lo que él dice, quiera o no, o al que me seguirá el juego.
―No lo pienses demasiado. ―David me da un golpecito en la
nariz, liberándome―. No te conviene.
Pues en algún punto intermedio, creo al darse la vuelta, mordiéndome
la lengua contra la réplica que quiero hacer. Recuerdo que mi madre me
dijo, hace mucho tiempo, que ser una esposa mafiosa es interpretar un
papel. Odiaba la idea entonces... y la odio aún más ahora, cuando el
hombre para el que tengo que representar ese papel es alguien que me
hace desearlo en lugar de despreciarlo.
―Ponte esto esta noche. ―David aparta la estola de piel del sillón
de orejas sobre el que la he colocado, tendiéndomela―. Puede refrescar
junto al agua, incluso en verano. Y te quedaba muy bien en la fiesta de
Boston. Combina perfectamente con tu vestido.
De algún modo, consigo no estremecerme y mantener la sonrisa.
Había pensado que hacía juego con el vestido, incluso había pensado
ponérmelo esta noche, pero no quería arriesgar el buen humor de David
si descubría de alguna manera dónde lo había comprado. No quiero ser
rebelde esta noche. Solo quiero pasar la fiesta, ser la versión perfecta de la
esposa que él necesita y demostrarle que puede confiar en mí. Que no le he
mentido sobre ninguna de las cosas de las que sospecha.
Pero tampoco puedo decirle por qué no quiero ponérmelo sin
admitir de dónde lo he sacado.
Asiento manteniendo la sonrisa en mi rostro al quitárselo de la
mano, envolviéndomelo alrededor de los hombros.
―Ya está ―dice David, inclinándose levemente a besarme una vez
más―. Tienes exactamente el aspecto que debería tener la esposa de un
hombre poderoso. ―Sus manos se posan en mis hombros, girándome
hacia el espejo de cuerpo entero, sus dedos rozando mis desnudos brazos
al tiempo que sus labios pasan como fantasmas sobre mi oreja―. Tan
bella como una obra de arte.
Los halagos me reconfortan más de lo que debiera. Quiero
complacerle, hacerle feliz, y sé lo peligroso que puede ser eso. Con qué
facilidad podría caer en la trampa de intentar siempre satisfacer todos sus
deseos y necesidades, y perderme en el intento. Es lo que siempre he
temido, la razón por la que me opuse durante tanto tiempo al futuro que
habían planeado para mí.
Para una mujer, en este mundo es demasiado fácil dejarse consumir
totalmente por un hombre.
Sigo a David escaleras abajo, hasta el coche que espera. Se sienta
frente a mí, se sirve dos dedos de coñac y se reclina en el asiento de cuero,
observando el paisaje a medida que el coche se aleja de la casa y sale a la
calle. Le observo, con el pulso latiéndome a un ritmo acelerado en la
garganta, preguntándome cómo transcurrirá esta noche. Si la noche
acabará como acabó nuestra última velada en Boston, o si algo irá mal.
A pesar de su grandeza, esta fiesta parece más íntima. Se celebra en
una de las otras mansiones, una magnífica finca propiedad de una pareja
con gran influencia pública en esta organización concreta: el Sr. y la Sra.
DeRosa.
―Son la cara pública de la organización ―me dice David cuando
nuestro coche entra en el largo y sinuoso camino de entrada, siguiendo la
fila de otros vehículos en dirección al aparcacoches―. Ellos responden
ante mí, por supuesto, la familia DeRosa ha tenido vínculos con la mafia
durante generaciones. Mantenemos esos vínculos en secreto, y nos dan
los medios para canalizar nuestro dinero hacia algo legítimo y respetable.
―David se encoge de hombros, se incorpora y deja el vaso a un lado al
tiempo que el vehículo aminora la marcha hasta detenerse―. Todo forma
parte del juego. Así que esta noche fingimos formar parte de la élite sin
las conexiones delictivas. Aunque... ―sonríe, sus ojos brillan con humor
negro al mirarme―. No existe la élite y la riqueza sin ser una especie de
criminal. Solo se trata de si puedes admitirlo ante ti mismo o no.
La puerta se abre y David sale, intentando tomar mi mano y
ayudarme a salir tras él. La mansión que tenemos delante es enorme,
iluminada por dentro, los árboles ajardinados de la parte delantera
ensartados con cientos de luces de hadas haciendo que parezca que todo
lo que rodea la casa brilla. La mansión es toda de piedra color crema, con
enormes y anchos escalones de piedra conduciendo hasta las puertas
dobles de ébano. Veo a los aparcacoches apostados al borde de la
escalinata cuando salimos del coche y nos dirigimos hacia allí con el resto
de invitados. David ya me ha pasado el brazo por el suyo, su postura
erguida y su expresión cuidadosamente inexpresiva, la imagen misma de
un hombre poderoso dispuesto a asegurarse que nadie más pueda leer lo
que está pensando.
Hubo un tiempo, en Ibiza, en que creí entenderlo en parte, o al
menos comprender sus deseos. Ahora sé que no debería imaginar que
alguna vez podría tener ventaja sobre él, aunque he llegado a
comprender que la familia de David tiene esqueletos en el armario, al
igual que la mía, y que su control del poder no es tan fuerte como les
gustaría que pensaran los demás.
También sé que David se pondría furioso si eso llegara a deslizarse.
¿Es eso lo que ocurrió con ella? ¿La mujer de la foto? ¿Lo descubrió y pagó
el precio de no callárselo? ¿Los desafió, o lo desafió a él? Siento un escalofrío al
pensarlo y me ciño un poco más la estola de piel, intentando no pensar en
ello: ni en la mujer que supuestamente era la esposa del difunto hermano
de David, ni en la blusa manchada de sangre ni en el ático de la ominosa
mansión en la que ahora vivo. Me obligo a centrarme en el momento, en
la calidez con aroma floral de la casa cuando entramos, el sonido de la
música, la charla de los invitados en la sala contigua.
―David Carravella. ―Nos intercepta un hombre alto aparentando
unos cuarenta años, sonriendo y tendiendo la mano para que David la
estreche―. Es un placer veros por aquí. Mi esposa estará encantada de
conocer a tu nueva esposa. Me enteré que te habías casado y la habías
escondido de todos nosotros.
―No puedes culparme por querer tenerla para mí solo durante un
tiempo. ―La sonrisa de David es jocosa, pero puedo escuchar el filo en su
voz, igual que puedo percibir lo mismo en la del otro hombre. ¿Es que en
estos círculos nadie se gusta de verdad? Yo solía preguntarme lo mismo en
este tipo de fiestas con mis padres y mi hermano. Todos se sienten como
buitres, rodeándose constantemente unos a otros, esperando a que
alguien caiga para poder reunirse todos juntos y recoger los huesos.
―Por supuesto que no. ―La mirada del hombre me recorre, lo
suficiente para que pueda ver la forma en que me valora antes de volver a
mirar a David. Alguien suficientemente listo, pues, para no dejar que
David vea si me encuentra atractiva―. La mayoría de los invitados están
en el exterior… la Sra. DeRosa pensó que era una noche suficientemente
agradable para una fiesta en el jardín.
―Entonces deberíamos unirnos a ellos. ―David mantiene mi brazo
entre los suyos, su mano cubre la mía al conducirme a través de la sala
contigua hasta las puertas francesas abiertas completamente, revelando
exactamente eso. Una fiesta en el jardín llena de invitados que ya beben,
comen y socializan, camareros con bandejas de aperitivos y bebidas
moviéndose a discreción entre la multitud, la música flotando en el aire.
Hay más de esas diminutas y delicadas luces de hadas colgadas entre los
árboles y setos, convirtiéndolo todo en algo aireado y hermoso, una
preciosa fachada para los cotilleos y maquinaciones que tienen lugar
entre bastidores. Veo cómo se vuelven las cabezas cuando salimos a
reunirnos con los demás, curiosos por ver con quién se ha casado David.
Imagino que mañana habrá cotilleos al respecto, de los que yo no formaré
parte, ya que no conozco a ninguna de esas mujeres. Si hago lo que me ha
pedido David y me uno a esos comités y organizaciones en los que él
tiene algo que ver, ya estaré un paso por detrás. Todas se habrán formado
una opinión de mí, habrán hablado de mí, y que esas opiniones sean
buenas o malas depende totalmente de cómo vaya esta noche.
Me arropo un poco más con la estola y, cuando David me suelta
para ir a hablar con un pequeño grupo de hombres que están cerca de la
barra, respiro hondo.
Puedo hacerlo.
No es tan desagradable como pensaba. La conversación es banal en
su mayor parte y gira en torno a sus maridos e hijos, pero es una
conversación a la que, al menos, estoy acostumbrada. Permanezco de pie
con una copa de champán que he cogido de una bandeja que pasaba,
dando pequeños sorbos de vez en cuando para ahuyentar cualquier
pregunta, y actúo como si me fascinaran sus vidas. Como si no pudiera
esperar a ser uno de ellos, a entrar en su círculo. Y mientras tanto, escucho
casi sin querer cualquier cosa que pueda ser de interés para David.
Cualquier mención de los negocios de sus maridos, de sus opiniones
sobre la organización, la obra benéfica en la que participan. Y de vez en
cuando, al echar un vistazo y ver dónde está David, veo que me observa.
No de un modo que parezca calculador o irritado, sino casi como si
estuviera complacido conmigo. Me mira de un modo que casi podría
hacerme pensar que desearía estar pasando la velada a mi lado, en lugar
de cualquier conversación que esté teniendo.
Pero no es solo eso. Es la forma en que toca mi mano cuando viene
a recogerme para cenar, su pulgar rozando el dorso de mis nudillos
mientras la hunde en el pliegue de su brazo como si quisiera tocarme. La
forma en que me mira durante la cena, entre la charla y la conversación
educada, una mirada casi cómplice, como diciendo, esto nos aburre a los
dos, ¿no?
Casi parece una noche romántica entre marido y mujer. Casi puedo
imaginarme una noche como esta en el futuro, los dos yendo juntos a casa
después -no a la vieja mansión en ruinas en la que estamos ahora, sino a
algo más parecido a esta finca- y mirando a nuestros hijos para
asegurarnos que duermen antes de deslizarnos de vuelta a nuestra
habitación, los dedos de David deslizándose por mi espalda al bajar la
cremallera de mi vestido...
Respiro suavemente al pensarlo, y un rubor se apodera de mis
mejillas, y cuando vuelve a mirarme, sé que lo ve. Hay un brillo en sus
ojos indicándome que ha captado el aleteo del deseo, que él también lo
siente, y eso solo hace que mis mejillas se ruboricen aún más.
Esa felicidad es la más peligrosa de las fantasías. Pensar que David
y yo podríamos tener esa clase de compañía, esa clase de domesticidad,
es la esperanza más peligrosa que podría tener. No es algo común en
nuestro mundo. No es el tipo de matrimonio al que me educaron aspirar,
aunque fuera lo que yo hubiera querido. Y con un hombre tan
aparentemente voluble como David...
Creer en eso podría hacerme complaciente. Podría hacerme suya, en
los aspectos en los que aún no lo soy, no del todo. Sería aún más doloroso
si un día decidiera que ya no me quiere. Si volviera a enfriarse.
Y sin embargo, cuando su mano roza mi muslo por debajo de la
mesa, cuando me lleva a la pista de baile después de cenar y empezamos
a mecernos al ritmo de la música, su mirada se encuentra con la mía con
una dulzura que no había visto en su rostro desde escasos momentos en
Ibiza, que casi podría creer que eso fuera posible.
―Estás perfecta esta noche ―murmura tirando de mí, con el sonido
de los instrumentos de cuerda y el gorjeo de la flauta envolviéndonos.
Hay otras parejas haciendo lo mismo, bailando cerca, pero se siente casi
como si la sala se redujera a nosotros, como si solo estuviéramos él y yo,
allí bajo las lámparas de araña brillantemente iluminadas. Puedo oler su
especiada fragancia y sentir la presión de su mano en mi espalda, sus
dedos entrelazados con los míos cuando me aparta y me atrae de nuevo
hacia sí, y deseo tanto que todo siga así. Que pasemos otra noche como la
que pasamos en Boston. Que este David sea mi marido hasta que la
muerte nos separe.
―Esperaba que pensaras así ―le digo suavemente, con la mano
libre apretada contra su pecho al movernos―. Quería causarte una buena
impresión.
―Ciertamente lo hiciste. La Sra. DeRosa me detuvo de camino al
bar y me dijo con insistencia que asistieras a la próxima reunión del
consejo. Que estaba impaciente por conocerte mejor. ―Una pequeña
sonrisa curva la comisura de sus labios, como si supiera exactamente lo
poco atractiva que me resulta esa idea―. También mencionó invitarte a
tomar un café. Todo el mundo está intrigado con mi nueva esposa. Un
poco de cotilleo para animar sus días.
―Intenté asegurarme que fuera un buen cotilleo. ―Siento un
malestar en el estómago al oír eso, pero lo ignoro. Siempre hay
habladurías, siempre hay cotilleos, siempre hay conversaciones sobre
otras esposas a sus espaldas en los pequeños grupos de amigas que las
mujeres hacen entre sí. Mi trabajo consiste en asegurarme de no hacer
nada que pueda perjudicar a David.
―Has hecho un buen trabajo. ―Me hace girar de nuevo, y esta vez,
cuando me atrae hacia sí, noto que su mano se desliza por mi espalda,
casi hasta la curva de mi trasero, apretándome contra él posesivamente.
Se inclina, mejilla contra mejilla, su aliento caliente contra mi oído―.
Quizá me precipité al arrepentirme de mi elección.
Inesperadamente, se me saltan las lágrimas. Parpadeo rápidamente,
no quiero que me vea llorar, no ahora, no cuando las cosas van tan bien.
No esperaba oírle decir eso y, por mucho que me asuste confiar en ello,
quiero apoyarme en la repentina amabilidad que me está mostrando.
Creer que tal vez se ha dado cuenta que este matrimonio no es un error
como creía.
―No deberíamos quedarnos hasta muy tarde ―murmura, cuando
la canción se ralentiza y emprendemos el regreso a nuestra mesa―. Voy a
mantenerte despierta un buen rato esta noche, cara mía. Y tú necesitas
descansar. ―Su mano se posa en mi cintura mientras lo dice, los dedos
rozándome el borde del estómago, y sé lo que quiere decir. Es la primera
vez que se acerca a sugerir que tal vez me cree, que tal vez el bebé es
suyo, que me ve como la mujer que lleva a su heredero. La pequeña
chispa de esperanza que ha encendido se ilumina y me muerdo el labio al
volver a sentarnos a la mesa, con el pulso agitándose en mi garganta por
razones que no tienen nada que ver con su promesa de llevarme a la
cama más tarde.
―¡David! ―Una mujer se sienta de repente a su lado en una silla
que quedó vacía, con el rostro arrugado envuelto en una sonrisa. Es
suficientemente mayor para ser su abuela, lleva el cabello corto y blanco
cuidadosamente peinado y un vestido azul oscuro de aspecto señorial―.
He oído antes toda la cháchara sobre tu esposa. ¿Ella es tu esposa?
―Amalie Carravella. ―Sonríe, echándose un poco hacia atrás para
que pueda decir hola a la invitada más reciente en exclamar sobre el
matrimonio de David―. Amalie, ella es Marie Montrose. Una vieja amiga
de la familia.
Hay un ligero énfasis en la palabra amiga, lo que me indica que la
familia Montrose debe de hacer algún tipo de negocio con la de David.
Me inclino un poco hacia delante, sonriendo.
―Encantada de conocerla, señora Montrose.
―Oh, solo Marie. ―Hace un gesto con la mano―. Mi marido
murió hace años, así que nada de esas tonterías de señora. Ahora mis
hijos lo llevan todo. No tardarán en ir a verte, David, ahora que has vuelto
a la ciudad. Espero que pienses quedarte una temporada, en lugar de
pasar tanto tiempo en Boston.
―Ahora estoy muy centrado en renovar la mansión, así que pienso
estar por aquí más a menudo. ―David tiene esa sonrisa vacía y agradable
en el rostro que me he acostumbrado a ver, la que luce cuando se cuida
de no mostrar sus verdaderas emociones―. Diles que llamen y mi
ayudante concertará una cita. Ahora tengo despacho en casa.
―Quizá yo también me pase uno de estos días. Sería estupendo ver
cómo recomponen la casa. Tu familia la quiso tanto, una vez. Eres un
buen chico, asegurándote de restaurarla y no dejando que se convierta en
polvo.
―Lo menos que puedo hacer. ―Hay una repentina tirantez en la
sonrisa de David, y veo una oportunidad. Está claro que la conversación
empieza a incomodarle, y sonrío a Marie, tendiéndole la mano.
―Desde luego, deberías pasarte por allí. Podemos tomar un café, o
un té... Ah, y David me ha hablado de una pastelería maravillosa que hay
en la ciudad. Puedo pedir que me traigan algo. Podrás contarme todo
sobre la familia Carravella. ―Dejo que mi sonrisa se agrande,
ligeramente, como si no hubiera nada que me gustara más―. Pero... ―Me
vuelvo hacia David―. Estoy un poco cansada. ¿Quizá deberíamos irnos a
casa? No quiero ser grosera, pero se está haciendo tarde...
Le dirijo una mirada un poco extrañada, lo suficiente para dar a
entender que soy una recién casada que está deseando que su marido
regrese a casa. Funciona, porque Marie suelta una cómplice carcajada,
recostándose en su silla.
―Ah, recuerdo aquellos días. A mí también me gustaba mi marido,
hace tiempo, cuando nos casamos. ―Me guiña un ojo―. Bien, dejaré que
los tortolitos sigáis con lo vuestro. No puedo ofenderme porque prefiráis
la compañía del otro, y Dios sabe que te la mereces, David. ―Se agacha y
aprieta su mano―. Es tan agradable volver a verte feliz. Pensábamos que
nunca lo serías, después del fallecimiento de la primera Sra. Carravella.
La sala se queda muy quieta. La miro fijamente, con el pulso
retumbando de repente en mis oídos. No puedo mirar a David, solo a la
dulce anciana, con una sonrisa en la cara como si no hubiera dicho nada
raro.
―¿Qué? ―La palabra sale casi estrangulada, y ella me mira
inquisitivamente, como si yo supiera de qué está hablando. David se
levanta abruptamente, alejándose de la mesa con una zancada rápida y
corta, y miro de su figura huidiza a Marie confundida―. ¿Qué quieres
decir? ―parpadeo, preguntándome si la he oído mal.
Marie me mira con el ceño fruncido.
―Él te lo habrá contado. No fue hace tanto… dos años, aunque sé
que eso puede ser mucho tiempo para un hombre de su edad. Fue
terriblemente triste. Estaba destrozado, por eso nos alegramos tanto al ver
que ha encontrado a alguien. Ninguno de nosotros esperaba que lo
hiciera.
Oigo un extraño zumbido en los oídos. Me giro lentamente y miro a
David. Su rostro se ha quedado totalmente inmóvil desde donde lo veo,
de pie junto a la barra, y en ese momento sé que mis sospechas no son
infundadas. Me ha estado mintiendo más de lo que imaginaba.
―Por favor, discúlpame. ―Me levanto, siento que mis manos
tiemblan al caminar entumecida en dirección a David. Apenas puedo
hablar por encima del nudo formado en mi garganta, pero siseo las
palabras en voz baja, mirándolo fijamente mientras permanezco lo
suficientemente cerca para que nadie más pueda oírme.
―David. ―Siento mi voz temblar, pero apenas puedo oírme hablar
por encima del estruendo de los latidos de mi propio corazón―. ¿De qué
demonios está hablando?
25

Amalie
Antes de poder decir otra palabra, David me sujeta el codo
alejándome de la barra. Sus dedos se clavan bruscamente en mi piel y
jadeo al oírle disculparse con Marie, apartándome de la mesa y
llevándome hacia la entrada de la mansión. Intento zafarme de su agarre,
pero su mano me aprieta aún más y me muerdo el labio para no emitir
ningún sonido.
―David...
―Si montas una escena, Amalie, juro por Dios que haré que te
arrepientas.
Se me hiela la sangre. Vuelvo a recordar la blusa manchada de
sangre, su negativa a hablar de lo que encontré en el ático, y todas mis
sospechas y temores se agolpan. El corazón me late tan fuerte que duele.
Me aterroriza volver a la mansión, quedarme a solas con este hombre
que, hace tan solo unos minutos, creía que finalmente podría haber
empezado a preocuparse realmente por mí.
He sido tan estúpida. Sé el tipo de hombre que es David, el tipo de
hombre que son casi todos los mafiosos. Nunca debí bajar la guardia, ni
siquiera por un momento. Jamás podré hacerlo. Y ahora temo que todo
esté a punto de empeorar.
―¿De qué estaba hablando? ―Intento apartar de nuevo el brazo de
David cuando llegamos al coche, y me invade el impulso de clavar los
talones y negarme a entrar―. ¡Nadie me ha dicho nada sobre que
estuvieras casado antes! Tienes que explicarme...
―No, no tengo por qué. ―Su voz es llana y aterradoramente fría, y
me apremia a entrar en el coche, bloqueándome para que no tenga más
opción que hacerlo. Me sigue y, por un momento, creo que va a decirle al
conductor que nos lleve a casa, pero el coche permanece inmóvil―. No es
asunto tuyo, Amalie.
Algo dentro de mí se quiebra. Necesito todas mis fuerzas para
quedarme donde estoy sentada, con las manos aferradas al borde del
asiento de cuero, en lugar de lanzarme contra él con absoluta furia.
―¿Qué quieres decir con que no es asunto mío? ¡Soy tu mujer,
David! Tu segunda esposa, al parecer, de la que nadie se molestó en
hablarme. ¿No crees que debería saberlo? ¿No querrías saberlo si fueras
mi segundo jodido marido? ¿Si muriera el primero?
Ya casi estoy gritando, pero no puedo detenerme. Los cristales del
coche están suficientemente tintados para que nadie pueda verlos, pero
eso no me hace sentir mejor. Lo único que eso significa es que nadie
podrá ver si David me hace algo.
Cada músculo de su cuerpo está tenso, su voz tan fría como su
expresión al hablar.
―No estoy totalmente convencido que no hubiera un hombre antes
que yo, Amalie. ¿Quién sabe cuántos hombres? Después de todo, te
conocí en Ibiza. No estabas casada entonces, claro, ¿y no es eso peor?
―Hay un crudo desprecio en su voz que me enfurece aún más, y siento
que mis uñas se clavan en el asiento. Quiero desgarrar el cuero en su
lugar, gritar hasta que se me ponga la garganta en carne viva. Me siento
como si estuviera atrapada en una pesadilla, como si me estuviera
volviendo loca.
―Fuiste mi primero ―susurro, mi voz enronquecida―. Lo fuiste. Y
el bebé es tuyo, sería imposible que fuera de otra persona, porque no hubo
nadie más. No estoy celosa, David, ¡pero no puedes mentirme así! ¡Soy tu
mujer! Tengo derecho a saberlo. Como tu mujer, tengo derecho...
―Te equivocas. ―La frialdad de su voz parece calarme hasta los
huesos ―Nunca he oído a nadie hablar así, ni siquiera a mi padre. No
hay emoción alguna en ella, ni siquiera ira u odio. Suena como si hablara
desde muy lejos, como si ya se hubiera desprendido de todo aquello―.
Me obligaron a casarme contigo, Amalie. Tu madre consiguió engatusar a
mi padre para que hiciera un trato del que yo no formaba parte, y fui lo
suficientemente tonto como para no ponerme firme y negarme a casarme
con una mujer con la que ya me había acostado. Ningún futuro Don que
se precie se casaría con una mujer que conoció en la jodida Ibiza, pero yo
lo hice, porque estaba convencido que era lo mejor para nuestra familia.
Puede seguir siendo bueno para nuestras familias, si aprendes a...
―¿A qué? ―Siento que mis labios tiemblan, que el temblor se abre
paso por mi cuerpo al mirar al hombre con el que me he casado, un
hombre al que estoy atada para el resto de mi vida y que, en este
momento, me está asustando más que nunca―. ¿Aprender a callar? ¿A
no hacerte nunca preguntas? A ser...
―Ser una buena esposa. ―Su mandíbula se aprieta―. Tu madre
convenció a mi familia diciéndole que te había enseñado a hacerlo. Si
hubiera sabido que lo había hecho tan mal...
―¿Es eso lo que le pasó a tu primera esposa? ¿No era
suficientemente buena? ―Estoy otra vez al borde de las lágrimas,
hundiendo los dientes en mi labio inferior para intentar detener el
torrente que sé se desataría si me permitiera llorar siquiera un poco―.
David...
―No tengo que hablar contigo de nada que no quiera. ―Hay un
timbre de irreversibilidad en su tono de voz semejante a un mazazo y,
cuando abre la puerta del coche, siento el impulso de empujarlo, de
volver corriendo a la mansión y suplicar ayuda, que alguien me escuche.
De suplicar la verdad sobre lo ocurrido, ya que mi propio marido no me
lo cuenta. Ya que parece decidido a atormentarme con ello.
O simplemente no le importo lo suficiente como para contármelo. En el
fondo, sé que esa es la verdad. Simplemente no quiere decírmelo. No me
está torturando intencionadamente, es solo que no soy nada para él, no
realmente, excepto lo que puedo proporcionarle. Y ahora mismo, no le
aporto nada.
Igual que sé que, si entrara en la mansión, nadie me ayudaría.
Nadie me lo diría. Me devolverían a David y se darían la vuelta.
No tengo a nadie que me ayude.
David da un golpecito en el tabique que separa los asientos del
conductor.
―Llévala a casa ―dice bruscamente, y luego sale del coche sin
decir una palabra más, cerrando la puerta con fuerza. Me quedo en el
oscuro interior, temblando, todavía agarrada al borde del asiento cuando
el coche empieza a alejarse.
Me mandan a casa sola, y no sé si eso es mejor o peor que volver a
casa con David. Me alegro de no tener que pasar ni un minuto más con él,
de poder sentarme aquí y lidiar con el hecho de sentir como mi corazón
se resquebraja a solas, porque no sé si habría podido soportarlo con él
aquí.
No sé cómo este hombre, que tan a menudo me ha tratado con
desprecio y en ocasiones con crueldad, puede romperme el corazón una y
otra vez. No sé cómo puedo seguir enamorándome de los momentos en
los que es amable, en los que me hace pensar que podría haber otro lado
en él. Y no sé cómo voy a soportar seguir haciéndolo, una y otra vez.
Las lágrimas empiezan a caer en el camino de vuelta a casa,
resbalando por mi rostro sentada y temblorosa, sin motivos para
contenerlas por más tiempo. Me da igual lo que piense de mí el
conductor, o la seguridad de David, si es que los veo al llegar a casa. No
hay nadie a quien ocultar mis emociones, nada más que esa vieja casa
vacía, aún más llena de secretos de lo que creía.
Apenas miro al conductor cuando me abre la puerta del coche,
abriéndome paso con la falda recogida en la mano y subiendo a
trompicones las escaleras hasta nuestro dormitorio. Cada bocanada de
aire acaba en un ahogado sollozo, me deshago de la estola de piel y,
tirando de la cremallera del vestido, desesperada por quitármelo.
Deshacerme de todo esto, de cada pedacito de esta horrible noche. Me
arranco las horquillas del cabello esparciéndolas por el tocador. Siento
toda la rabia y el miedo dentro de mí, estallando cuando cojo el joyero y
lo arrojo contra el espejo de cuerpo entero que hay junto a la cama. Se
hace añicos, esparciendo fragmentos de cristal por el suelo de madera, y
los contemplo con el pecho agitado permaneciendo de pie sobre el charco
de tela que es mi vestido.
Espero que David se corte con ellos cuando vuelva a casa, pienso
sombríamente, con las lágrimas aun corriéndome por el rostro. Me veo en
el espejo del tocador, con el rímel y el lápiz de ojos resbalando por mis
mejillas, y sé que David se enfadará si llega a casa y me ve así.
Sin embargo, no me importa.
Cojo el vestido del suelo, me dirijo al armario, abriendo las puertas
de golpe, y veo todas mis cosas colgadas, toda la ropa que mi madre
insistió en que comprara para mi nueva vida, todos los accesorios de un
matrimonio que ni siquiera deseo. Me agarro a ellas, a las cajas y las
bolsas, las tiro por el suelo en otra oleada de ira, gritando una y otra vez,
sabiendo que nadie me oirá. A nadie le importará.
Y no puedo evitar preguntarme, llorando de pie, si la primera
mujer de David estuvo aquí y pensó lo mismo. Si quiso suplicar ayuda y
no pudo.
Adormilada, me dirijo desnuda a la cama, arrastrándome bajo las
sábanas. Me hago un ovillo, apago la luz y, antes de cerrar los ojos, veo
brillar la luz de la luna sobre los trozos de cristal del suelo.
Cuando David vuelva a casa, quiero estar dormida.
Desgraciadamente, duermo demasiado ligera para no despertarme
al oír sus pasos. Me quedé dormida, sumida en un sueño tras otro sobre
lo que encontré en el ático, sobre David persiguiéndome por la casa, sobre
tener a nuestro bebé y que él se niegue a creer que es suyo, solo para
despertarme sobresaltada por el ruido de sus zapatos en el suelo de
madera.
Mantengo los ojos cerrados y la respiración lo más tranquila que
puedo. No enciende ninguna luz y, por la cadencia inestable de sus pasos,
me doy cuenta que está al menos algo borracho. Se me aprieta el pecho y
le oigo maldecir en voz baja cuando se detiene al borde del espejo roto.
Puedo sentirle allí de pie, mirándome.
Y entonces oigo el ruido de su caminar hacia el otro lado de la
cama, desvistiéndose. El deslizamiento de su ropa hasta el suelo, el golpe
de sus zapatos y su cinturón contra la madera, y el miedo y la expectación
se anudan en mi vientre, preguntándome qué vendrá después.
No me muevo, no le doy ninguna pista acerca de estar despierta.
Permanezco tumbada, aun respirando cuidadosamente, sintiendo el peso
de su cuerpo en la cama junto al mío, el calor de su piel desnuda. Su
aliento desprende un tufillo a alcohol, y entonces sé que ha estado
bebiendo, y probablemente mucho.
Su mano roza mi cadera. No con brusquedad, como esperaba, sino
casi con cautela, como si intentara no despertarme. Se me ocurre
preguntarme por qué está ebrio, nunca le he visto beber más allá de un
ligero colocón, ni siquiera en Ibiza. Se mostró tan frío en la mansión
durante nuestra discusión, como si no le hubiera afectado en absoluto.
Me cuesta creer que estuviera tan disgustado por ello como para
emborracharse en un acontecimiento importante, uno en el que la
percepción de los demás importa tanto.
Su mano se desliza hasta mi cintura, y necesito todo lo que hay en
mí para evitar que su contacto me deje sin aliento. Incluso ahora, la
sensación de su mano deslizándose sobre mi piel me produce una oleada
de calor, el comienzo de un dolor placentero creciendo entre mis piernas.
Lo oigo gemir en voz baja detrás de mí, acercándose cuando su mano se
desliza hasta tocarme el pecho, y mi pulso se acelera. Espero que no lo
note, que piense que sigo durmiendo. Me pregunto si le importará si lo
estoy o no.
Su pulgar roza mi pezón y casi jadeo. Algo en el esfuerzo de
intentar permanecer callada y no reaccionar, de fingir que estoy dormida,
hace que esto sea aún más excitante. Siento su roce en la parte baja de mi
espalda cuando sus dedos vuelven a pasar por mi pezón, y me doy
cuenta que está duro. No me sorprende, pero lo que sí me sorprende es la
oleada de excitación que me recorre, mi cuerpo se tensa, húmedo de
necesidad, cuando su mano se desliza hacia abajo para posarse sobre la
parte plana de mi vientre.
Es una reminiscencia de Ibiza, no de David tocándome mientras
dormía, sino de todos esos días y noches en los que aprendí cosas sobre
mí misma que nunca habría imaginado ni me habría atrevido a fantasear.
Cuando lo descubrí, me excitó que me ordenara arrodillarme, que me
ignorara al chuparle la polla, que me humillara por lo mucho que le
deseaba a pesar de su arrogancia y sus exigencias.
Espero sentir cómo me empuja entre los muslos, que me baje las
bragas y coja lo que quiera. En lugar de eso, siento que suelta un fuerte
suspiro detrás de mí, que su mano se queda muy quieta sobre mi pecho al
darse cuenta -o pensar, al menos- que no voy a despertarme.
―Joder ―respira, y lo siento girarse sobre su espalda, un espacio
repentino entre nosotros. Hay un momento de silencio, y entonces noto
que se mueve, oigo el movimiento de la tela y su respiración se acelera.
Al principio no me doy cuenta de lo que ocurre, hasta que suelta un
gemido bajo y sordo, y oigo el suave sonido de la carne sobre la carne.
Me quedo paralizada, preguntándome si me estoy imaginando lo
que está pasando. Me cuesta creer que David elija darse placer a sí mismo
en lugar de simplemente coger lo que quiere: a mí, en este caso. Pero no
vuelve a tocarme ni a despertarme. En lugar de eso, percibo el sonido de
algo húmedo y luego de él acelerando el ritmo, un sonido que me
provoca un repentino dolor entre los muslos. Casi me doy la vuelta,
deseando ver la imagen de él semidesnudo en la cama con la mano
alrededor de su polla, empujando su propio puño en lugar de a mí para
aliviar su necesidad.
Pero si lo hago, me follará a mí en su lugar. Y después de lo que ha
pasado esta noche, no sé si podré soportarlo ahora mismo.
No tarda mucho. No sé si simplemente está tan excitado o si le
excita la idea de darse placer en la cama junto a mí dormida, pero un
momento después lo oigo gemir de nuevo, un sonido estrangulado que
reconozco. Siento que se tensa a mi lado y puedo imaginármelo
eyaculando sobre su mano, con el pulgar rozando ese punto que conozco
tan bien, prolongando su placer mientras se corre sobre sus dedos en
lugar de en mi interior.
Si ahora mismo extendiera mi mano y me tocara, podría hacer lo
mismo. Aprieto los muslos, sabiendo que, si lo hago, pensaré en él.
Tampoco puedo soportar eso. No cuando me confunde tanto. No cuando
hace solo unas horas que he descubierto con certeza que mi marido me
miente.
Se levanta de la cama arrastrándose silenciosamente hacia el cuarto
de baño. Permanezco tumbada con los ojos cerrados, fingiendo dormir,
hasta que siento que vuelve a tumbarse y oigo su respiración suave y
uniforme.
Entonces, y solo entonces, dejo que las lágrimas acumuladas en mis
ojos resbalen por mis mejillas.
Siempre supe que la vida a la que estaba destinada sería difícil.
Pero no tenía la menor idea de lo aterradora que podría llegar a ser.

Me despierta una mano áspera en el hombro, sacudiéndome. Abro


los ojos sombríamente y veo que David se cierne sobre mí,
completamente vestido, con el rostro arrugado por una ira que me
sorprende ver a primera hora de la mañana.
―¿Qué demonios es esto? ―gruñe, empujándome un trozo de papel
a la cara, y parpadeo, cogiéndolo reflexivamente de sus dedos mientras
doy un respingo hacia atrás.
―Yo no... ―me levanto apartándome de él, aturdida por haberme
sacado tan bruscamente de mi sueño―. Es...
Se me retuerce el estómago cuando me doy cuenta que es un recibo,
y no uno cualquiera, sino el de la tienda de segunda mano donde compré
la estola de piel. A la luz del día, puedo ver el desastre que hice anoche en
la habitación: la ropa y las cajas arrancadas del armario y esparcidas por
todas partes, los cristales que aún brillan en el suelo bajo el sol de la
mañana, el espejo hecho añicos.
―Yo...
―No te molestes en poner excusas. ―La cara de David es todo un
cúmulo de ira, su cólera es más aguda y ardiente de lo que creo haber
visto nunca―. No puedo creer que anoche te dijera que quizá me
equivocara al arrepentirme de casarme contigo. ¿Te pusiste algo de una
tienda de segunda mano para ir a una gala con mis jodidos padres? ¿A la
fiesta de anoche? ¿Eres idiota, Amalie? ¿Tienes idea de cuánto me habrías
avergonzado si alguien se hubiera enterado? ―Su mandíbula se tensa, el
músculo salta al clavarme la mirada―. Puedo oírlo ahora, los cotilleos
sobre cómo el heredero Carravella no puede permitirse vestir
adecuadamente a su esposa, después de nuestra desgracia. Todos me ven
renovando esta mansión como un gesto de nobleza familiar, pero esa
sintonía cambiaría si...
―¿Cómo lo sabrían? ―Me incorporo, aferrando la sábana a mis
pechos, mi ira igualando de repente la suya... ―No lo sabrían, porque era
una buena prenda. Sé elegir la ropa, después de todo, es una de esas
habilidades que me enseñó mi madre y que son tan demandadas. ¿Qué
importa su procedencia? No es como si alguna de esas mujeres hubiera
pisado esa tienda...
―¡Y tú tampoco deberías hacerlo! ―David brama las palabras,
haciéndome agradecer de repente que no tengamos personal que lo
oiga―. ¡Para empezar, nunca debiste salir! No has sido nada más que un
problema para mí, Amalie, desde el momento en que entré en casa de tu
madre...
―¡No parece importarte estar casado conmigo cuando me follas!
―¡A ti tampoco! ―Lo grita, con las manos crispadas a los lados,
como si quisiera alcanzarme y agarrarme, y yo retrocedo―. Gimes y
suplicas por mi polla como si no tuvieras suficiente. Así que no finjas...
―¿No finjas qué? ¡No he fingido nada contigo! ―Puedo sentir cómo
se me llenan los ojos de lágrimas, y parpadeo, negándome a que me vea
de otra forma que no sea enfadada en este momento―. ¡Ninguno de los
dos dijo quién era en Ibiza y ninguno de los dos preguntó! ¡Se suponía
que no volveríamos a vernos! Te dije la verdad acerca de todo...
―No que estuvieras embarazada. ―La mirada de David es
fulminante―. Lo mantuviste en secreto hasta después de la boda. Imagino
que porque sabías que lo pospondría hasta que hubiera pruebas
fehacientes que el niño era mío. ¿Y por qué no esperar, si lo es? La única
razón que se me ocurre es que hagas pasar por mío al mocoso del hijo de
un multimillonario...
―¡Tú fuiste el único! ―Vuelvo a gritarlo, con las manos
retorciéndose en la sábana contra mi pecho―. ¡Y lo lamento tanto como
tú lamentas haberte casado conmigo! Mi madre me obligó a mantenerlo en
secreto. Le preocupaba que encontraras otra novia si tenías que esperar.
Nunca he tenido ninguna elección sobre nada, excepto la que hice contigo,
en Ibiza. ¡Y por Dios que desearía haber elegido a otro!
―Yo también desearía que lo hubieras hecho. ―David respira con
dificultad, la mandíbula apretada, los bordes de las fosas nasales blancos
por la tensión―. Si hubieras sido sincera conmigo...
―Tú tampoco fuiste sincero conmigo ―susurro―. No me dijiste
que estuviste casado. Sigues sin contarme lo que pasó. Así que los dos
nos hemos ocultado cosas. No eres mejor que yo.
Nos miramos fijamente desde el otro lado de la cama, pasando los
segundos. David emite un sonido parecido a un gruñido en lo más
profundo de su garganta y finalmente se da la vuelta, los músculos de sus
hombros contraídos por la rabia.
―No vuelvas a dejar que te vea con eso puesto ―dice finalmente―.
Y limpia este puto desastre. Aunque tuviera personal, no lo enviaría aquí
para ayudarte.
Y se aleja saliendo precipitadamente de la habitación.
Tardo mucho tiempo en limpiar el desorden, después de
asegurarme que David se ha ido y de haber tenido la oportunidad de
vestirme. Tengo que vagar por la parte baja de la casa, buscando una
escoba y cualquier otra cosa que pueda necesitar para limpiar, y puedo
oírlo en su despacho tras la puerta cerrada, su voz baja y callada. El
enfado de nuestra discusión de antes sigue latente y me muerdo el labio,
obligándome a no irrumpir en su despacho y exigirle respuestas. Sé que
eso no me ayudará a obtenerlas, pero el impulso sigue ahí.
La única forma de obtener respuestas es encontrándolas yo misma.
La actitud de David hacia mí ha vuelto a enfriarse. Al día siguiente,
cuando salgo de casa con la intención de visitar la iglesia y el cementerio
cercanos, no siento el más mínimo sentimiento de culpa. Hoy no está en
casa, se fue por negocios antes incluso de despertarme, y no me molesto
en pedir a nadie de su seguridad que me acompañe. Sé exactamente
cómo se sentirá al respecto, pero estoy demasiado furiosa y desesperada
por saber la verdad como para que me importe. Si no me lo dice, lo
averiguaré yo misma.
Es un cálido día de verano, y el paseo me hace sentir un poco mejor.
Camino por los senderos que se alejan de la finca hasta la vieja iglesia que
hay a unos kilómetros, y descubro que estar al aire libre me tranquiliza el
estómago y alivia algunos de los síntomas del embarazo que parecía estar
a punto de reaparecer. Ha quedado muy claro que el estrés los exacerba,
y no ha faltado desde el momento en que entré en el salón de mi antigua
casa y vi a David allí de pie.
El cementerio está detrás de la histórica iglesia, lleno de piedras
cubiertas de musgo, cuya antigüedad me recuerda a la mansión de
David. Camino entre las filas, buscando la parcela de los Carravella,
suficientemente fácil de encontrar. Hay un puñado de tumbas, todas
marcadas con fechas, y miro cada una de ellas, intentando encontrar la
más reciente.
Hay cuatro, en los últimos diez años. Maricia Carravella. Lucio
Carravella. Bria Carravella. Marcus Carravella.
El último me sorprende más que el resto, cuando miro las fechas.
Marcus era un niño cuando murió, no llegaba a los cuatro años. Recuerdo
el pensamiento que tuve cuando David me dijo que su hermano se había
casado, que la familia nunca habría echado a su viuda si hubiera tenido
un hijo y me pregunto si fue ese el motivo. Pero cuando vuelvo a mirar
las fechas, me doy cuenta que Marcus murió hace poco más de dos años.
Lucio Carravella, cuya fecha de muerte coincide con lo que insinuó David
murió, dos años antes.
La fecha de la muerte de Bria es solo ligeramente posterior a la de
su hijo.
Me apoyo sobre mis talones en la hierba, al borde de las tumbas,
con el corazón acelerado. Siento un escalofrío a pesar del calor,
intentando reconstruirlo todo. La negativa de David a hablar de ello, su
intento de ocultarme su anterior matrimonio, sus sentimientos
contradictorios sobre mi embarazo. La forma en que se muestra frío y
apasionado, la forma en que todo el mundo parecía tan sorprendido y
complacido de verle casado de nuevo... y las cosas que encontré en el
ático, las fotos y las pertenencias que habían sido de una mujer y de un
niño.
Las piezas no encajan totalmente, pero de todas las formas que se
me ocurren, apuntan a algo terrible. Algo que podría suponer un peligro
tanto para mí como para mi hijo.
Presiono mi mano contra el pecho, intentando calmar mi acelerado
corazón. Quizá sea tan frío porque no desea que lo lastimen de nuevo, intento
razonar, dejando de lado mis temores por un momento. Si Bria era
realmente la mujer de David, si Marcus era su hijo, perderlos tan pronto
después de perder a su hermano habría sido un golpe terrible. Puedo
entender cómo podría resistirse a cualquier sentimiento que sintiera por
mí, cómo sentir cualquier cosa podría hacerle retroceder al instante.
Puedo ver cómo la inesperada noticia de mi embarazo podría hacerle
arremeter contra mí. Y...
Marcus nació antes que David se casara con Bria, si estoy
calculando bien las fechas. Puede que no fuera hijo de David. Podría haber
algo de eso, alguna otra parte del misterio que explicara la paranoia de
David sobre si mi hijo es suyo.
Pero las manchas de sangre. Las fotos, fueron tomadas claramente por
alguien que seguía a la mujer que aparecía en ellas. No sé si la mujer es Bria, si
ella y la mujer de Lucio no son dos personas distintas. Pero no puedo
ignorar que hay pruebas que indican que algo terrible debió ocurrir en
esa casa.
El miedo vuelve a invadirme, imposible de ignorar. Puedo
imaginar fácilmente lo peor, y lo peor significa que estoy en peligro.
Pienso en la ira de David anoche, esta mañana, y una oleada de náuseas
me recorre. Toco mi estómago, mi pulso se acelera de nuevo, y sé que
necesito más respuestas. Necesito saber con certeza quiénes eran esas
personas, intentar atar cabos antes de llegar a ninguna conclusión.
Y tengo que intentar encontrar la forma de apaciguar a David hasta
que lo sepa.
El paseo hasta la biblioteca pública es otro kilómetro y medio, pero
lo consigo, agradecida de haber llevado zapatos adecuados. David
odiaría verme así, con leggings de entrenamiento, zapatillas de deporte y
un top largo, pero no está aquí para verlo. Si alguien se lo dice, ya me
encargaré yo de ello. Ahora, por primera vez, desearía no haber tratado
con tanto esmero de mantener en secreto mi embarazo, es una excusa
excelente para mi aspecto.
Por supuesto, no tengo carnet de la biblioteca, lo que me lleva
tiempo configurar para poder utilizar los ordenadores. Tampoco tengo
ningún tipo de identificación, pero cuando menciono mi apellido de
casada, el ayudante del mostrador se apresura a ayudarme. Acabo con
una tarjeta plastificada que meto en el bolsillo con cremallera de mis
leggins, dirigiéndome a uno de los ordenadores del fondo para hacer mi
investigación.
Al igual que con las tumbas, no tardo en descubrir algunas de las
respuestas que tan desesperadamente he intentado sonsacarle a David.
Me pregunto la razón por la que se negó a decirme nada, aunque al
mismo tiempo no puedo imaginar que esperase que hiciera esto, que
escarbara. Esperaba que fuera una esposa dócil, que aceptara su negativa
a darme respuestas y que supiera cuál era mi lugar.
Me niego a que me mantenga en la oscuridad. No cuando mi propia
seguridad puede estar en juego, y menos aun cuando puede estarlo la de
mi hijo.
Lo primero que me sorprende es saber que Maricia Carravella era la
madre de David. Me doy cuenta conmocionada que la mujer que conocí
en Boston, cuando cené con su familia, debe tratarse de su madrastra. Su
actitud tiene entonces más sentido: el modo en que me trató, la forma en
que se comportaba como si necesitara supervisar cada pequeño detalle de
la casa y la vida de los Carravella. Se me ocurre que el traslado del padre
de David a Boston debió estar motivado por su segundo matrimonio. Me
pregunto si esa es una de las razones por las que a David le irrita tanto mi
aversión a la mansión, tan fácilmente provocado por cualquier alusión a
que pueda querer que la abandonemos. Si está resentido con su
madrastra por animar a su padre a hacer exactamente eso, y abandonar la
ancestral casa familiar por algo más moderno.
Se confirman mis sospechas respecto a que Lucio es, de hecho, su
hermano. Hay muy pocos detalles sobre cómo murió, lo cual no me
parece extraño: si hubiera algo raro, algún conflicto o implicación de otra
familia, se habría ocultado bajo la alfombra. Sería imposible que alguien
encontrara fácilmente detalles sobre la muerte de mi padre o el exilio de
mi hermano, todo ello cuidadosamente ocultado por Don Fontana.
Imagino que, pasara lo que pasara aquí, se trató de forma similar.
Pero lo que sí he descubierto es que Bria y Lucio estaban casados.
Que Marcus era su hijo. Reviso los anuncios de compromiso, de boda y
de nacimiento, con una sensación aterradora creciendo poco a poco, hasta
que encuentro una foto de Bria y Lucio el día de su boda, y casi se me
para el corazón. Tengo que taparme la boca con la mano para no emitir
un sonido lo bastante alto como para molestar a los demás usuarios de la
biblioteca.
La mujer de las fotos que encontré en el ático y Bria Carravella son
sin duda la misma persona. Y encuentro, fechado hace poco más de dos
años, el anuncio de boda de Bria y David, dos años después de la muerte
de Lucio. Indagando un poco más, descubro los obituarios de Bria y su
hijo pequeño, una vez más sin ningún detalle sobre sus muertes. El modo
en que murieron es dolorosamente confuso, al igual que en el caso de
Lucio. A otra persona podría no parecerle nada. Para alguien como yo,
que me he pasado la vida creciendo impregnada de los peligros y las
maquinaciones de la mafia, consciente de hasta dónde pueden llegar esos
hombres poderosos para encubrir sus crímenes, es como un golpe físico.
Veo cómo se va formando el patrón. El hermano de David, Lucio,
se casó con Bria. Nace su hijo, Marcus. Y entonces Lucio muere. David se
casa con Bria, ¿por qué? Entonces ella y su hijo mueren, dos años
después, y encuentro, en esta casa aislada donde vivían, objetos que les
pertenecían. No son recuerdos preciados, sino cosas extrañas guardadas
en un ático como si ocultaran pruebas de culpabilidad.
Estoy siendo paranoica. No tengo pruebas. Pero pienso en lo que he
encontrado en la casa: las fotos, los juguetes de un niño, la blusa con las
manchas de sangre de la ira de David, en su insistencia en que nada de
esto es asunto mío. Pienso en sus estados de ánimo, en su negativa a
decirme la verdad, y vuelvo a sentir ese temor glacial calándome hasta los
huesos.
Si estoy siendo paranoica y le acuso, me odiará aún más por ello. Y
si no lo estoy...
Tengo que encontrar la forma de salir de esto. Se me hace un nudo en el
estómago, me invade una sensación de malestar que nada tiene que ver
con mi embarazo. Nunca me había sentido tan en peligro, tan segura ante
la posibilidad que mi marido represente una amenaza muy real para mí.
Que si tiene la más mínima inclinación a que yo pueda descubrir todo
esto, a que pueda volver a avergonzar a su familia además de a la mía...
Soy prescindible. Mi hijo es prescindible. Dos esposas muertas en el
transcurso de tan poco tiempo podrían levantar cejas, pero un hombre tan
poderoso y fascinante como David podría encubrirlo, darle la vuelta,
convertirse en objeto de dolorosa compasión en lugar de alguien de quien
sospechar. E incluso si alguien sospechara de él, ¿qué haría? Es el
heredero de un poderoso nombre mafioso, con Sicilia aún a sus espaldas,
aunque los Carravella disminuyeran algo tras...
Tras una desgracia. Eso es lo que me dijeron. Presiono la palma de las
manos contra los ojos, las piezas empiezan a encajar finalmente. La
muerte de Lucio. El nuevo matrimonio de su viuda. Su muerte, y la
muerte de su hijo, el futuro heredero.
Posiblemente a manos de David. Algo que ocultar. Me sorprende
que Fontana ayudara en algo así, sobre todo teniendo en cuenta el duro
golpe que asestó a mi familia, pero no se sabe qué otras capas hay, qué
favores se debían, qué razones podría haber. Las ruedas del poder
siempre están girando, y las mujeres siempre somos las últimas en saber
por qué ocurre algo, si es que alguna vez lo sabemos.
Cierro la sesión del ordenador bruscamente, otra oleada de náuseas
me invade. Tengo un largo camino hasta casa y demasiadas cosas en las
que pensar. Demasiadas cosas a las que enfrentarme, cuando no tengo
ninguna salida real.
Pensaba que la mansión parecía una prisión cuando David me llevó
allí por primera vez.
Ahora me preocupa que pueda ser mi tumba.
26

David
Una vez más, llego a casa y descubro que Amalie me ha ignorado y
ha vuelto a dejar la casa sola. La sorprendo entrando de nuevo por la
puerta trasera, silenciosa como un ratón, sin darme cuenta de haberla
visto caminando por el largo sendero que la aleja de la mansión. Puedo
adivinar dónde ha ido: probablemente a husmear en la muerte de Bria, a
intentar encontrar las respuestas que me niego a darle. También puedo
adivinar que no podrá reconstruir mucho a partir de unas cuantas
lápidas. No lo suficiente para comprender lo que ocurrió realmente.
Lo cual es mejor, me recuerdo una vez más. Amalie no necesita saber
nada de mi pasado. Lo que debería importarle es el futuro, tanto el de mi
familia como el suyo, y el que haremos juntos si no me ha mentido. No la
he interrogado sobre los sucesos acaecidos a su familia, ni falta que me
hace, pues sé perfectamente lo que hizo Enzo Leone, al igual que sé
perfectamente lo que le ocurrió a su hermano. No obstante, no se lo he
preguntado.
Cierra la puerta casi silenciosamente, se gira y se sobresalta al
verme sentado a la mesa.
―¡David! ―Se lleva una mano al pecho, como para impedir que el
corazón se le acelere, y veo cómo se le drena la sangre del rostro―. Me
has asustado...
―¿Qué crees que hacías? ―aprieto los dientes, me levanto y
camino hacia ella. No la he tocado desde que volví borracho de la fiesta y
me masturbé mientras dormía ―cosa que me hizo sentir más que
culpable por la mañana―, y el mero hecho de estar cerca de ella hace que
mi polla se mueva inquieta. Siento el impulso repentino de inclinarla
sobre la mesa y castigarla. Casi puedo sentir el calor de su culito desnudo
contra la palma de mi mano, oír cómo gemiría por mí, imaginar su
apretado y húmedo calor alrededor de mi polla después, excitada muy a
su pesar.
―Salí a dar un paseo. ―Levanta la barbilla desafiante,
devolviéndome a la realidad. Cruza los brazos sobre sus pechos,
mirándome fijamente, y su rebeldía me enfurece de nuevo.
―Te dije que no salieras de casa...
―¡No puedo hacer nada si no salgo de casa! ¡Y aquí dentro no tengo
nada que hacer! ―Su voz se eleva casi de inmediato, luego baja, sus
mejillas palidecen un poco más. Es casi como si tuviera miedo de
gritarme, lo que me hace gracia, teniendo en cuenta que nunca antes
había actuado así―. No soporto estar encerrada ―me dice, bajando la
voz y apretándose un poco más los brazos―. Siento que me estoy
volviendo loca aquí.
―Estás siendo dramática y malcriada. ―Aprieto los dientes, mi
frustración aumenta bruscamente―. Actúas como si te mantuviera en
una prisión...
―¡Así se siente! ―Su voz vuelve a elevarse y yo inspiro
largamente, intentando contener parte de mi ira.
―Esto es ridículo. ―Siento que aprieto más la mandíbula―. Solo
porque aquí no te mimen ni te atiendan, ni te traten como a una
princesa...
―¡No necesito eso! Solo quiero un poco de libertad, y...
―¿Y qué? ―la agarro por los hombros antes de poder detenerme,
empujándola de nuevo contra la pared. No sé si pretendo gritarle de
nuevo o besarla, todo mi cuerpo está tenso y frustrado por el deseo, pero
algo en la cara de Amalie me impide hacer ninguna de las dos cosas.
Parece asustada. Siento que retrocede, que sus ojos se abren
demasiado y su rostro palidece excepto por los pequeños puntitos rojos
en lo alto de sus mejillas, y que sus manos caen hacia su estómago,
presionándolo de forma protectora. Como si temiera que le hiciera daño.
Como si temiera que hiciera daño al bebé.
Suelto las manos al instante, sobresaltado, y me alejo de ella.
―¿Adónde has ido que era tan importante, Amalie? ―intento
preguntarlo con toda la calma que puedo, y la veo aspirar aire, aún
pegada a la pared. La veo temblar débilmente, y suelto otro suspiro lento,
intentando no alterarla más. Estoy frustrado con ella, pero me molesta
verla temblar como una hoja, como si pensara que realmente fuera a
lastimarla de alguna manera.
―Fui al cementerio. ―Sus manos siguen apoyadas en su vientre, la
boca apretada en las comisuras―. Quería ver sus tumbas. Ya que no me
dices nada.
Dice esto último casi desafiante, como si me retara a gritarle de
nuevo, a decirle que no debería haber ido. Pero en ese momento,
mirándola encogida contra la pared, con las manos protegiendo a su
bebé, nuestro bebé, posiblemente, no soy capaz de decir nada. Mi pasado
me alcanza, choca con mi presente, y ya no sé si me reconozco.
Ya no sé si tengo alguna idea del tipo de vida que quiero construir
aquí.
Así que, en lugar de eso, me doy la vuelta y me alejo.
Aislado en mi despacho, lejos de las miradas acusadoras de Amalie,
puedo pensar con más claridad. Me siento detrás de mi escritorio,
frotándome la boca con una mano, intentando pensar qué hacer. No lo
dejará en paz, eso está claro. ¿Cuánto más va a hurgar y husmear? Mi
frustración con la mujer con la que me he casado aflora una vez más, una
buena esposa mafiosa, la clase con la que se suponía debía casarme, la
clase que habría elegido, entendería que lo dejara estar. Una esposa no
debe desenterrar los esqueletos de su marido. Se supone que debe evitar
que otros hagan lo mismo, mientras ella misma los deja enterrados.
Podría decirle la verdad. No es la primera vez que me lo planteo. Me
pregunto si lo habría hecho, si me hubiera casado con el tipo de mujer
tranquila y capacitada que imaginé que sería mi esposa, cuando supe que
me vería obligado a casarme de nuevo tras la muerte de Bria. Alguien que
pudiera tomarse la información con calma, que comprendiera todo lo
ocurrido y no perdiera la compostura. No confío en Amalie para eso. No
confío en que me escuche, en que no me lo eche todo en cara, en que no
me acuse de secretos y mentiras.
Pasé una semana con ella en Ibiza porque la deseaba, pero no como
esposa. Nunca, ni por un momento, me planteé algo más con ella en
aquellos últimos días antes de separarnos. Aunque la deseaba, aunque
sentí que seguiría pensando en ella mucho después de su vuelo de vuelta
a Chicago y de mi regreso a casa, supe que no era una compañera
adecuada para mí. Y, sin embargo, acabé casado con ella. También intenté
distanciarme de ella después de la boda, pero cada vez me sentía atraído
de nuevo hacia ella, magnetizado por la frustración y el deseo.
No podemos mantenernos alejados el uno del otro. Y en los
momentos en que no me está volviendo loco, me he dado cuenta que
empiezo a interesarme por ella, lo cual es lo peor de todo.
No quiero acercarme a ella. No quiero sentir nada por ella, y por
eso me he esforzado tanto en obligarme a verla como una persona
testaruda y malcriada, en lugar de alguien lo suficientemente decidida y
valiente como para seguir enfrentándose a mí una y otra vez. Me he
obligado a no ver cómo se ha esforzado en los difíciles comienzos de un
embarazo que no deseaba, cómo ha hecho todo lo posible por
complacerme cuando ha podido, cómo se ha comportado
admirablemente en los eventos a los que la he llevado. Excepto por esa
estúpida piel, me recuerdo a mí mismo, pero a la hora de la verdad sé que
mi furia por eso se debía más a desear estar enfadado con ella que a estarlo
realmente. Y tenía razón en que nadie se habría enterado. E incluso si lo
hubieran sabido, la riqueza antigua respeta la capacidad de encontrar
algo valioso sin gastar en exceso. Incluso podría haber sido admirada por
encontrar una pieza así.
Si la tratara mejor, si me preocupara por ella, si la animara... Amalie
podría ser la esposa que necesito. La esposa que querría, incluso, que es
precisamente por lo que me alejo una y otra vez, ya que no quiero querer a
nadie.
Antes de poder detenerme, abro el cajón de la derecha de mi
escritorio y busco una foto en su interior. La mujer que aparece en ella se
está riendo, con el cabello oscuro echado hacia atrás y los ojos brillantes.
Lleva un collar de rubíes en el cuello, brillando como la sangre sobre su
piel aceitunada, y mi pecho se contrae al verlo. Siento una oleada de
tristeza y resentimiento, los únicos sentimientos que tengo cuando miro
una foto de mi difunta esposa. Cuando recuerdo a Bria y cuántos estragos
causó esta familia en ella.
Dejo la foto encima, golpeando el escritorio con los dedos, sumido
en mis pensamientos. No quería volver a casarme para nada. Me habría
quedado soltero si hubiera podido, pero esa nunca fue una opción para
mí. Un heredero necesita otro heredero que le siga, y con mi hermano
desaparecido, es mi responsabilidad proporcionárselo. Simplemente
había pensado que lo conseguiría con una mujer más dócil que Amalie.
Inclinado hacia delante sobre los codos, me paso las manos por el
cabello con creciente frustración, un sentimiento que he llegado a asociar
estrechamente con pensamientos sobre mi actual esposa. Me encuentro
deseando, más que nada, que hubiéramos podido dejar las cosas en Ibiza.
Que mis recuerdos de ella siguieran siendo felices, recuerdos de diversión
y placer, en lugar de en lo que se han convertido, inextricablemente
ligados a mi vida real hasta que todo lo bueno es absorbido por ella.
Vuelvo a tocar la foto, rozando con la yema de un dedo la mejilla de
Bria. Recuerdo claramente la vida con ella, y esta foto apenas la refleja. Lo
que recuerdo es su miedo y su tristeza por la muerte de Lucio, su
agobiante culpabilidad, su negativa a mirarme o tocarme al principio. La
forma en que yacía en nuestra cama, rígida e inmóvil, incapaz de tocarme
de una forma que enfriaba nuestro matrimonio, para no sentir que la
estaba violando. Habíamos discutido por ello. Le había dicho, una y otra
vez, que necesitábamos otro hijo. Que Marcus no sería suficiente para mi
padre, que él querría que nuestra estirpe estuviera más consolidada que
eso.
Recuerdo cómo se apartó de mí, diciéndome que tomara lo que
quisiera. Como si alguna vez la hubiera querido realmente así. Como si
alguna vez realmente la hubiera deseado.
El tiempo en que se hizo esa foto, en que la recuerdo feliz, fue tan
breve. Lo suficientemente breve como para que, sin esto para recordarla,
quizá no pudiera siquiera hacerlo.
Veo que mi vida con Amalie va en la misma dirección. Y siento una
chispa de temor en que, si algo no cambia, nuestro tiempo juntos pueda
tener el mismo final.
27

Amalie
David no vuelve a hablarme durante el resto del día. No viene a
comer ni a cenar -ambas cosas las preparo con sobras de comida para
llevar que recaliento- y no sube a la cama. O, al menos, estoy dormida
cuando él lo hace, y cuando me despierto ya se ha ido.
Tengo que hacer algo para apaciguarlo, al menos brevemente,
mientras decido qué hacer. Quería que fuera a una de sus reuniones del
consejo de administración -cosa que, obviamente, no puedo hacer sin salir
de casa-, así que decido, al menos esta vez, llevar conmigo a alguien de
seguridad. El jefe de seguridad de David es un hombre alto y corpulento
el cual me hace sentir minúscula en el momento en que me acerco a él,
mirándome como si fuera una molestia por interrumpir su día.
—Necesito un coche y algo de tu seguridad para llevarme a una
reunión —le digo, haciendo todo lo posible por dirigirme a él como si
tuviera derecho a pedir esas cosas. Lo hago, por supuesto, pero el tiempo
que llevo como esposa de David hasta ahora no me ha hecho sentir que
eso sea cierto―. Tengo que ir a una reunión de la junta directiva en
nombre de David.
No es enteramente cierto, pero consigo decirlo con la suficiente
confianza para que haga lo que le pido. Diez minutos después, llega un
todoterreno con tres miembros del equipo de seguridad que, sin duda,
me vigilarán e informarán a David, además de protegerme. Pero me da
igual. Hoy no pienso hacer nada que me importe que él sepa.
La reunión transcurre casi como esperaba. Me he vestido con
cuidado: falda negra tubo y tacones con una modesta blusa roja de gasa
anudada al cuello, el cabello recogido a los lados y delicadas joyas de
diamantes. Veo la aprobación en los rostros de las demás mujeres, su
entusiasmo apenas disimulado por tenerme allí, una indicación clara que
David está satisfecho de cómo van las cosas. Me siento y las escucho
hablar de donativos a diversas iniciativas educativas, de una campaña de
recaudación de fondos para la biblioteca y de los planes para la próxima
gala, asintiendo y estando de acuerdo cuando me parece oportuno.
Escucho todo lo que creo que David podría querer saber -no hay nada
que me llame la atención-, pero la parte para la que estoy aquí es lo que
viene después.

Estoy aquí para ver qué me dicen cuando termine la reunión y


tengamos tiempo para charlar ociosamente.
No lleva mucho tiempo. Apenas me he levantado para tomar un
vaso de agua después de terminar la reunión cuando se me acerca una
guapa mujer, aparentemente de unos treinta años, creo reconocerla de la
fiesta.
―Caroline, ¿verdad? —pregunto, mordiéndome el labio como si
me avergonzara no recordar del todo su nombre―. Lo siento mucho, esa
fiesta fue un torbellino. ¡Tanta gente nueva que conocer! Y nunca he sido
muy buena con los nombres. Soy mejor con las caras. —Me rio
despectivamente, y ella sonríe, agitando una mano.
—Lo comprendo, a mí me pasa lo mismo. ¡Pero has acertado! Es
Caroline. Y, sinceramente, no puedo culparte por haberlo olvidado.
―Baja la voz y vuelve a mirar a las otras mujeres―. Todas no podemos
creer lo que hizo Marie, sacando a relucir lo que le pasó a Bria de esa
manera. Y en una noche en la que todo el mundo estaba tan emocionado
por conocer a la nueva esposa de David. Fue muy insensible por su parte.
Pero claro, estoy segura que supuso que lo sabías todo.
Hay una aguda mirada en los ojos de Caroline, indicándome que
trata de determinar cuánto sé. Tomo un sorbo de agua y dejo escapar un
pequeño suspiro.
―A David no le gusta hablar de ello. Me hizo sentir tonta
realmente, apenas sabía nada sobre la historia de mi propio esposo.
Aunque comprendo que es un tema un poco delicado.
Cuento con que su afición a los cotilleos anime a Caroline a
contarme más cosas. Pero en lugar de eso, se estremece y parece
preocupada de repente, como si hubiera dicho demasiado.
—Bueno... —Vuelve a mirar hacia atrás, pero esta vez como si
esperara que alguien acudiera a rescatarla―. Estoy segura que tiene sus
razones para mantenerlo en silencio por ahora. Después de todo, acaba de
casarse.
Ya puedo sentir que se aleja de mí. Las otras mujeres están
empezando a prestar atención a nuestra conversación, y una de las
señoras mayores se acerca, mirándome con curiosidad.
—¿Todo bien? —Mira a Caroline, que asiente.
—Estaba diciendo lo que Marie dijo en la fiesta. Pero la Sra. Carra-
Amalie decía que su marido no le había hablado mucho de...
La reticencia a hablar de ello me pone tensa, mis sospechas me
aguijonean con más fuerza que nunca.
―Creo que duda en hablar de ello. Pero siento curiosidad por su
familia, y esa vieja casa...
―Bueno, la verdad es que está muy bien que le dedique tanto
trabajo. Pero todo eso es por su hermano, claro. Una vez estuvieron muy
unidos.
—¿Una vez? —Frunzo el ceño y la otra mujer se tensa, de manera
similar a como Caroline se alejó.
—Realmente no te ha contado nada, ¿verdad, querida? Bien, eso es
algo que debe decidir él, estoy segura. Debe tener sus razones para
guardar silencio al respecto.
Es casi lo mismo que dijo Caroline, palabra por palabra. Respiro
hondo antes de decir algo de lo que pueda arrepentirme, o que pueda
meterme en problemas con David, si alguien lo repite.
―En realidad solo tengo curiosidad...
—Deberías preguntárselo a él. —La tensión en la sala se intensifica,
y en ese momento sé que tengo que dejarlo pasar. Puedo sentir cómo el
ambiente se une contra mí y tengo la sensación que, si no tengo cuidado,
no volveré a asistir a ninguna de estas reuniones. A David no le haría
ninguna gracia.
—Lo comprendo. Gracias por recibirme ―Fuerzo una sonrisa
agradable, hago la ronda para despedirme antes de marcharme y
retrocedo hasta el vehículo que me espera. La presencia de la seguridad
de David se siente opresiva en el trayecto de vuelta a casa, y tengo que
obligarme a mantener la calma. Cada vez siento más como si volver a la
mansión fuera regresar a mi celda.
Aunque estoy nerviosa por la recta final del embarazo, casi me
muero de ganas de tener al bebé, aunque solo sea para tener algo que
hacer. Estoy aburrida e inquieta, y eso se refleja en mi forma de actuar en
casa, en todos los crujidos y ruidos que me ponen nerviosa y asustadiza.
David lo nota durante la cena, y puedo decir que le irrita.
—¿Ocurre algo? —pregunta finalmente, dejando el tenedor. La cena
es, como de costumbre, comida a domicilio de los mejores restaurantes de
Newport. Delante de David hay un plato de porcelana con filete, gambas
a la plancha, arroz pilaf y verduras asadas, y una copa de vino junto a su
mano. He picoteado mi propia cena, una pechuga de pato asada con
glaseado de cerezas y rodajas de patatas y verduras. He visto cómo la
mirada de David se desviaba hacia mí más de una vez desde que estamos
sentados en silencio―. Apenas vuelves a comer. Amalie...
―Me siento incómoda aquí. En esta casa, siento que siempre hay
alguien mirándome por encima del hombro. ―Lo suelto sin querer, pero
vuelvo a sentir esa sensación de arrastre deslizándose por mi espalda. Sé
que no debería decir nada; puedo ver el suspiro sufrido que suelta David,
pero aún me siento nerviosa por la reunión de hoy y más inquieta que
nunca―. Podríamos volver a visitar pronto a tus padres en Boston. Creo
que preferiría encontrar un médico allí que...
—Hay un médico perfectamente bueno en Providence al que
puedes ver. Ya conoce a la familia. Ella... ―David se interrumpe y veo
cómo se le tensa la mandíbula. Ya me imagino lo que iba a decir, y mi
estado de ánimo me hace hablar antes de pensarlo mejor.
—¿Era la doctora de Bria? ¿Tal vez la de Marcus? ¿Es eso lo que
estabas a punto de decir? —Tan pronto como las palabras se derraman, sé
que es un error. David mira su comida, casi con pesar, como si supiera
que no terminará su cena, y me mira.
— Vete arriba, Amalie. No quiero verte ahora.
Siento que un arrebato de ira ardiente me inunda.
―No puedes ordenarme que haga lo que quieras. Yo...
—¿No puedo? ―Su oscura mirada se vuelve hacia mí, llena de una
expresión que conozco demasiado bien, y siento que otro tipo de calor
parpadea en la boca de mi estómago―. Podría decirte que hicieras lo que
quisiera, Amalie, y lo harías.
—Eso no es cierto. —Con decir eso solo conseguiría provocarle, y
desearía poder retractarme en el momento en que las palabras salen de
mi boca. Intento cambiar de táctica, rápidamente―. Estás más a la
defensiva con esta casa que conmigo. Solo porque me pone nerviosa...
―Estás siendo infantil y demasiado imaginativa. ―Hay una
finalidad en la voz de David, como si lo que dijera fuera la verdad
absoluta, sin discusión―. Pero quizá pueda darle un mejor uso a tu
imaginación. ¿Qué crees que voy a decirte que hagas a continuación,
Amalie?
Se me ocurren muchas cosas, y no quiero sugerirle ninguna. Siento
que un escalofrío temeroso sigue a ese calor que sentí hace un momento,
y recuerdo que debo tener cuidado. David tiene una forma de
provocarme, de hacerme olvidar todo instinto de conservación que tengo.
¿Fue así con Bria? pienso, y el calor de mi estómago se convierte en hielo.
¿También la hizo olvidar? ¿Hasta que fue demasiado tarde?
―Ve arriba ―me dice en voz baja, su voz repentinamente
aterciopelada―. Ahora, Amalie, antes que se me ocurra una forma más
interesante de ayudarme a terminar la cena.
Veo la forma en que su cuerpo se ha tensado, cómo se mueve en la
silla. Estoy en sintonía con lo que quiere, con las señales de su deseo, y
puedo verlo ahora en él.
Si subo, lo más probable es que me deje en paz. Podría darme un
baño, irme a la cama y pasar el resto de la noche en lo que aquí, en esta
casa, se considera paz. Pero si no lo hago...
—Amalie. —Se siente un filo acerado bajo su voz aterciopelada, una
clara advertencia.
No me muevo. No puedo. Dejar que me dé órdenes así, que me diga
que suba como una niña que se ha portado mal, me resulta más
embarazoso que lo que vaya a hacer a continuación. Me siento rígida en
la silla, con las mejillas sonrojadas, horriblemente consciente porque una
parte de lo que me mantiene pegada aquí es mi curiosidad por lo que
piensa 'obligarme' a hacer. Que una parte de mí quiere saberlo... y quiere
hacerlo, sea lo que sea lo que él desea.
David coge su copa de vino y se la bebe. Se pasa la lengua por los
labios, recogiendo allí una gota, y vuelvo a sentir ese destello de ardor,
una terrible anticipación de lo que podría hacer. Y cuando se levanta, con
la mirada oscurecida por la lujuria, siento que empieza a palpitarme.
Alarga la mano, girando mi silla hacia él. Su mano se hunde en mi
cabello, recorriendo con los dedos las gruesas hebras, cerrándolo en un
puño mientras con la otra se lleva la mano a la cremallera. Como
sospechaba, ya está duro. Veo cómo hace fuerza contra la bragueta del
pantalón. Contemplo con muda fascinación cómo se baja la cremallera,
cómo su tatuado antebrazo se flexiona y toma la polla con la mano en
cuanto se suelta. Su expresión es dura y fría cuando la lleva hasta mis
labios, pero en lo único que puedo pensar al mirarlo es en lo
increíblemente atractivo que está bajo la tenue luz, como un Adonis
cincelado, un dios que podría ordenarme que me arrodillara con una sola
palabra.
—Abre la boca, cara mia —murmura, y mis labios se separan sin
pensarlo.
Frota la cabeza de su polla sobre mi labio inferior, untando de
precum la suave carne, y gimo. No es mi intención, y él lo sabe por la
forma en que se ríe oscuramente en el fondo de su garganta. Saco la
lengua, absorbiendo su sabor salado, y siento que ya no controlo mi
propio cuerpo. Como si estuviera sentada fuera de mí misma, viendo a
mi apuesto marido introducir su polla entre mis labios, viéndome mirarlo
con los ojos muy abiertos mientras se desliza sobre mi lengua.
―Siempre me deseas. ―Hay una satisfacción casi viciosa en su voz,
como si necesitara decirlo en voz alta. Como si necesitara confirmar que es
verdad―. Siempre. ―Sus caderas se mecen hacia delante, empujando su
polla más profundamente en mi boca. Mis labios se cierran en torno a él,
chupando, mi lengua deslizándose por el tronco, acariciando el punto
blando justo debajo de la punta, consciente de ser sensible. Él gruñe, me
aprieta el cabello con la mano, y siento un arrebato de placer, seguido del
humillante ardor, porque todo lo que dice es cierto. Pase lo que pase entre
nosotros, no puedo dejar de desearlo. Incluso en este momento, sentada
aquí en la silla, agarrada al borde de la mesa mientras David penetra en
mi boca, no me parece suficiente. Quiero arrodillarme, deslizar la mano
bajo la falda, darme placer mientras él me folla la cara. Mi otra mano me
aprieta el muslo, y creo que él lo ve, porque me da unos golpecitos en la
barbilla instándome a que lo mire.
—Aún no hay placer para ti, bellísima ―murmura―. Pero estás tan
preciosa con mi polla entre tus labios, que no creo que pueda negártelo
después. ―La mano en mi cabello vuelve a recorrerlo, sus dedos se
deslizan contra mi nuca, y me estremezco―. Trágate mi semen como una
buena chica y te recompensaré. Demuéstrame cuánto lo deseas, Amalie.
―Casi gime mi nombre al final, como si el mero hecho de decirlo le
excitara aún más.
Gimo alrededor de su polla. No puedo evitarlo, y veo la forma en
que su mandíbula se aprieta ante la sensación, siento el balanceo de sus
caderas mientras se empuja hacia la parte posterior de mi garganta.
Deslizo mi lengua sobre las venas palpitantes, tratando de llevarlo lo más
lejos posible a medida presiona mi cabeza hacia abajo. Siento que me
ahogo, mi garganta se convulsiona alrededor de él, y escucho a David
gemir.
—Sigue haciéndolo y obtendrás tu recompensa más pronto que
tarde. —Sus dedos acarician mi nuca, instándome a seguir adelante―.
Dios, sí. Así...
A estas alturas ya conozco el ritmo que le gusta, la forma en que
puedo agitar mi lengua contra la base cuando finalmente logro llevarlo
más profundo, la forma en que todo su cuerpo se estremece cuando
deslizo mi boca casi fuera de él y aprieto mis labios alrededor de su
punta. Chupo con más fuerza, dándole la presión justa que le gusta, y lo
siento palpitar contra mi lengua, el movimiento entrecortado de sus
caderas al borde del abismo.
—Joder... —respira—. Dios, Amalie, sí...
Hay una sinceridad en su deseo que es embriagadora. Me impulsa
a esforzarme más, a lamer y chupar hasta que gime cada dos
respiraciones, su polla rígida entre mis labios, y lo miro con los ojos muy
abiertos, suplicando sin palabras que se corra. Giro mi lengua contra su
punta, deslizándome hacia abajo de nuevo hasta que se frota contra la
parte posterior de la misma, y siento que todo su cuerpo se pone rígido
cuando la primera ola de su orgasmo lo alcanza, su mano fuertemente
agarrada a mi cabello cuando empieza a correrse.
—Amalie…
La forma en que gime mi nombre, hace temblar todo mi cuerpo.
Siento el torrente caliente de su semen sobre mi lengua, espesa y salada, y
me lo trago. Mi garganta trabaja convulsivamente alrededor de su polla
mientras se derrama por ella, sin querer derramar una gota, queriendo
que ese momento sea tan bueno para él como me susurró antes. No me
detengo, ni siquiera cuando él se inclina sobre mí temblando, sus caderas
empujando mientras lo último de ella brota sobre mi lengua. Ni siquiera
cuando se libera de mi boca por su propia voluntad, respirando con
dificultad, su pulgar presionado contra la comisura de mis labios como
para asegurarse que no se escapa nada de su semen.
Sin decir una palabra, me levanta de la silla y me lleva al otro
extremo de la mesa, donde está vacía y desnuda. Me levanta como si no
pesara nada, me deja en el borde de la mesa, con una mano ya
levantándome la falda y alcanza una silla con la otra, arrastrándola hacia
adelante. Hay una mirada oscura y hambrienta en sus ojos enviando
oleadas de deseo a través de mí, y soy vagamente consciente de lo mojada
que estoy, del dolor hueco entre mis piernas. Gimo de impotencia cuando
me sube la falda, me separa las piernas y se hunde en la silla que hay
entre ellas, tirando de mí hasta el borde de la mesa e inclinándose arrastra
la lengua por la parte delantera de las bragas de seda que llevo debajo de
la falda.
Él gime, el sonido amortiguado, las vibraciones estremeciéndose
sobre mi piel.
―Sabes a... ―exhala las palabras, cálidas contra mi carne, y vuelvo
a gemir. Mis piernas están enganchadas a sus hombros, sus manos
sujetando mis muslos y vuelve a lamer la seda, aumentando la humedad.
Jadeo cuando siento que engancha un pulgar bajo el borde de la tela,
tirando de ella hacia un lado, y entonces su lengua se hunde entre mis
pliegues.
No se burla de mí, no la arrastra. Es como si no pudiera esperar. Su
lengua se desliza dentro de mí, lamiendo, dando vueltas, hasta que mis
caderas se arquean y jadeo súplicas que no llegan a formar palabras.
Tengo el clítoris hinchado y palpitante, deseando que lo toque, y al
mismo tiempo no quiero que deje de follarme con la lengua. Me retuerzo
contra su boca, suplicándole entre gemido y gemido, y escucho su oscura
y profunda risa cuando, de repente, desliza la lengua hacia arriba,
revoloteando sobre mi clítoris con un movimiento inesperado que me
hace gritar.
—Dios, sí —gruñe—. Gimen por mí, cara mia. Déjame escuchar lo
bien que se siente esto.
Mis uñas arañan la madera de la mesa al retorcerme contra su boca,
y él vuelve a pasar la lengua por mi clítoris, mientras la vibración de su
risa se extiende por mí. Percibo su placer por lo indefensa que me siento
bajo sus caricias, por lo mucho que lo deseo, y noto cómo aprieta su mano
contra mi muslo, sujetándome con fuerza contra la mesa mientras me
retuerzo.
Estoy tan cerca del límite. Me succiona el clítoris con la boca, la
lengua sigue revoloteando sobre él, y siento que no puedo respirar. Cada
músculo de mi cuerpo está tenso de placer, y entonces introduce dos
dedos en mí, enroscándolos al tiempo que los introduce con fuerza en mi
coño, y me desmorono.
No hay duda alguna que cualquiera dentro o alrededor de la casa
me oirá gritar su nombre. El orgasmo me destroza, mi espalda se arquea
con fuerza al correrme sobre su lengua, y siento cómo lame cada parte de
mi excitación, cómo sus dedos empujan al arrastrarme a través de un
clímax aparentemente interminable. Continúa, oleada tras oleada de
sensaciones atravesándome hasta que casi es demasiado, y espero que se
detenga. Que se aparte de mí, que diga algo burlón sobre lo fácil que es
hacerme caer, pero no se detiene.
Su lengua azota mi clítoris, sus labios se aferran a la sensible carne,
succionando tan intensamente como antes lo hice con él. Siento que
desliza un tercer dedo dentro de mí, la plenitud aún no es tan buena
como la de su polla, pero está tan jodidamente cerca que mantiene ese
placer infinito ondulando a través de mí. Me introduce los dedos todo lo
que puede, curvándolos para poder acariciarme desde dentro, y me
siento totalmente indefensa ante la embestida de sus caricias. Siento que
se acerca otro orgasmo, esta vez el placer es rápido y agudo, haciendo
que todo pensamiento consciente desaparezca de mi cabeza.
Es casi excesivo... y entonces es demasiado, la hipersensibilidad
hace que el placer me lleve al filo de la navaja del dolor.
―No puedo... ―jadeo, apretándole el hombro como acto reflejo,
pero vuelve a reírse, ese sonido oscuro y profundo que me invade. Algo
en su insistencia en seguir dándome placer, el interminable aleteo de su
lengua, la forma en que su boca me devora hasta que me hincho y duele,
me lleva de nuevo al límite. Excepto que ya no es un clímax, es un flujo y
reflujo interminable de placer y dolor, cada nervio de mi cuerpo en carne
viva y hormigueando. Me tumbo contra la mesa, retorciéndome bajo sus
caricias, despojándome de cada pedacito de placer que me queda por dar.
Cuando se retira, con el cabello alborotado y los labios hinchados,
su aspecto nunca había sido tan hermoso. Parece medio loco de lujuria,
con la boca reluciente de mi excitación y los dedos aún enterrados dentro
de mí mirando hacia abajo.
―No hemos terminado ―gruñe con voz ronca, retorciendo los
dedos, gimoteo impotente, viendo que está duro de nuevo. Su polla está
rígida contra su vientre, goteando líquido preseminal y palpitando
visiblemente, y antes de poder decir una palabra o moverme, se mete
entre mis muslos, agarrando mis muñecas y sujetándolas sobre mi
cabeza.
―David... ―gimo su nombre, retorciéndome debajo de él mientras
la hinchada cabeza de su polla presiona mi entrada. Me siento maltratada
por el placer, cada parte de mí blanda y dolorida por los interminables
orgasmos a los que me ha arrastrado, y no sé si podré aguantar más. Pero
tampoco sé si me va a dar opción.
No sé si quiero que lo haga.
—Di que me deseas. —Sus caderas se balancean hacia adelante,
empujando solo la punta de su polla dentro de mí, su voz es un gruñido
casi salvaje―. Dime la verdad, cara mía. Dime que necesitas mi polla.
Dime cuánto deseas que te folle.
Hay algo casi suplicante en su voz, sus ojos abiertos y oscuros de
necesidad, solo la punta de su polla rozándome cuando sus caderas se
mueven hacia delante. Una parte cruel y furiosa de mí quiere echárselo
en cara, decirle que no lo necesito, que no lo quiero. Que follarme ahora
mismo sería tomarme contra mi voluntad, pero sé que sería mentira. La
leve presión que ejerce dentro de mí hace que mis caderas se arqueen,
que mi cuerpo pida más, la plenitud que sentiré cuando introduzca cada
centímetro en mí.
―Dilo. ―Suelta una bocanada de aire, sus dedos presionan con
fuerza los pequeños huesos de mis muñecas―. Dilo, Amalie.
Hay algo casi desgarrado en su forma de gemir que me hace ceder.
―Te deseo ―susurro, con la voz entrecortada, las palabras
derramándose en un gemido mientras él me da otro centímetro de su
polla―. Quiero tu polla. Necesito que me llenes. Por favor, por favor, lo
deseo... ―El resto sale casi sin querer, cada centímetro que desliza más
profundamente provoca más súplicas, más gemidos de súplica para que
me la dé toda. Emite un sonido en el fondo de su garganta cercano a un
gruñido mientras me clava los últimos centímetros de su polla,
llenándome totalmente. Me mantiene allí, empalada en su polla
palpitante, mirándome fijamente a la cara con una expresión ilegible.
Cuando me penetra de nuevo, es implacable. Noto que la mesa
tiembla debajo cuando me folla duro, oigo el ruido de una copa de vino
romperse al volcarse y, por el rabillo del ojo, veo el vino corriendo por la
madera y goteando hasta el suelo, rojo como la sangre, mientras David
me mantiene inmovilizada debajo de él. Me penetra una y otra vez,
enviando ondas de placer a través de mí con cada duro choque de sus
caderas contra las mías, y me doy cuenta que voy a correrme de nuevo. El
sonido de su nombre en mis labios sale medio estrangulado cuando él se
precipita dentro de mí, enterrado hasta la empuñadura y estremeciéndose
sobre mí, con la mandíbula apretada al correrse. Su mirada está clavada
en la mía, casi negra de lujuria, y sé que mañana tendré las muñecas
magulladas, pero no me importa. Siento cómo me inunda de calor, cómo
sus caderas se balancean contra mí mientras yo me aprieto y tiemblo con
mi propio clímax, y su cabeza cae hacia delante, su pecho se agita al
permanecer muy quieto dentro de mí.
—Ahora —murmura, mirándome después de un largo rato con mi
cuerpo aún atrapado bajo el suyo—, ahora dime que me odias, Amalie.
Le miro fijamente, sorprendida. Su rostro está tenso, crispado por
emociones que no puedo ni empezar a desentrañar ni a comprender, que
me confunden aún más dadas todas las piezas de información que
conozco pero que aún no he juntado del todo. No sé qué decir, pero
siento cómo sus manos se convulsionan alrededor de mis muñecas, cómo
su polla sigue crispándose dentro de mí al ablandarse, y sé que tengo que
decir algo.
―Odio desearte tanto ―susurro, y al decirlo me doy cuenta que es
una de las cosas más sinceras que le he dicho nunca―. Odio que me
hagas sentir así. ―Para mi horror, noto que las lágrimas se me agolpan en
las comisuras de los ojos, incluso cuando aún siento cómo me agito
alrededor de su polla medio dura―. ¿Qué he hecho yo para que sientas
algo así?
La cabeza de David se levanta bruscamente, todo su cuerpo se
tensa, y luego se libera de mí. Se da la vuelta, se vuelve a meter en el
pantalón, en completo silencio.
—David. —Me levanto, tratando de alcanzarlo, pero él se aparta―.
David...
Se niega a mirarme. Veo cómo se encogen sus hombros, cómo sus
músculos se tensan, pero no vuelve a hablar. Oigo el ruido de su
cremallera al arreglarse la ropa, y luego sale de la sala, dejándome allí,
medio desnuda sobre la mesa del comedor, con su semen acumulándose
entre mis muslos y mirándolo marchar, totalmente conmocionada.
No entiendo qué acaba de suceder. Y en este momento, mientras lo
sigo con la mirada, me pregunto si alguna vez entenderé realmente algo
de él.
28

Amalie
David no sube a la cama más tarde. No tengo la menor idea dónde
duerme en la cavernosa casa -en su despacho, tal vez- y no me
entusiasma la idea de recorrerla para averiguarlo. Permanezco mucho
tiempo despierta en la cama, preguntándome si debería hacerlo, si ir a
buscarlo podría ayudar a reparar algo entre nosotros, pero no sé si lo
haría. Por lo que sé, se enfadaría conmigo por molestarle. Me resulta
imposible leer o predecir su estado de ánimo y, tendida en la cama, me
pregunto si siempre ha sido así. Si era así con ella. Pienso en él
pidiéndome, casi rogándome que le diga que lo deseo, y luego pienso en su
contundente apretón de mis muñecas al final, pidiéndome que diga que
lo odio.
Hay algo más ahí. Hay una razón para su comportamiento, pero me
aterroriza descubrirla. Me aterra descubrir que es algo aún peor de lo que
he sospechado hasta ahora. En la oscuridad del dormitorio, es fácil que
mis pensamientos se desboquen en las posibilidades más oscuras. Me
llevo la mano al estómago, preguntándome si traeré al mundo a un niño
que tiene un monstruo por padre. Un asesino. Alguien capaz de matar a
sus seres más cercanos.
Por la mañana, David no aparece por ninguna parte de la casa, y
me alegro. He dormido intranquila, mis sueños han sido horribles cuando
finalmente me he dormido, y no quiero oír nada sobre lo cansada que
parezco ni sobre las bolsas que tengo bajo los ojos. Desayuno restos de
bollería y una taza de café descafeinado, intentando pensar en algo en lo
que ocupar mi tiempo y que pueda distraerme de los pensamientos que
aún traquetean en mi cabeza, pero no hay nada. Sigo pensando en el ático
y en lo que encontré allí, y me pregunto si habrá algo más en la casa que
se me haya pasado por alto.
Recorrer las numerosas habitaciones, al menos, es algo con lo que
matar el tiempo. La primera planta de la casa ya la he explorado en su
mayor parte: hay dos comedores y dos salones, uno para las ocasiones
formales y otro para las más informales, la enorme cocina, en su mayor
parte sin renovar, prácticamente ignorada sin ningún cocinero en
plantilla, una enorme sala de entretenimiento, un cuarto de baño y un
tocador en la planta baja, y el cuarto de limpieza de la parte trasera.
También está el despacho de David, ahora siempre cerrado, y esa llave
que sé que también lleva encima.
La segunda planta está formada exclusivamente por las
habitaciones de invitados y los baños contiguos, y recorro cada habitación
sin encontrar nada interesante. Algo más de la mitad son habitaciones sin
amueblar, vacías, con el papel pintado descolorido, sintiéndose olvidadas
y huecas. Las amuebladas están polvorientas y aún no han sido
renovadas, y todas tienen un aire embrujado y frío sobrecogedor. La casa
es tan enorme, y está tan olvidada en muchos lugares, que me produce
una sensación de soledad al recorrerla. Pienso en los esfuerzos de David
por renovarla y me pregunto si, en el fondo, la casa también le hace sentir
lo mismo, si renovar este lugar en el que creció es una forma de exorcizar
los fantasmas de las personas que murieron aquí.
O, alternativamente, una forma de borrar lo que hizo.
Siento locura cada vez que lo pienso: paranoia. Todas las mujeres
de la mafia saben que su marido es capaz de asesinar, pero asesinar a la
familia, a una mujer, a un hijo, no es algo inaudito, pero también es algo
tan oscuro y despiadado que se encubriría inmediatamente, se metería lo
más posible debajo de la proverbial alfombra. Ésos son los tipos de
pecados que persiguen a alguien, que lo convierten en objeto de susurros,
de sospechas, de miedo.
Pienso en los misterios que envuelven a David, en la reticencia a
hablar de su historia que he visto en todo el mundo, y me pregunto si
estoy loca... o si tengo derecho a tener miedo.
La tercera planta me parece casi igual de inútil. Deambulo por la
biblioteca, por un estudio, por más habitaciones de invitados
abandonadas... hasta que encuentro una habitación cerrada al final del
pasillo de la tercera planta, cuyo pomo se niega a girar. Alargo la mano y
la deslizo por encima de la puerta, con la esperanza de tener la suerte de
encontrar otra llave abandonada, pero no hay nada.
Me quedo allí, jugueteando con el pomo, sabiendo que debería
dejarlo lo suficientemente en paz. Pero no puedo. Hay muy pocas puertas
cerradas en esta casa, y la última vez que fisgoneé más allá de una de
ellas, eso me llevó a descubrir cosas sobre el pasado de mi marido que
nadie más me habría contado. Sé que las preguntas me volverán loca si
no encuentro la forma de entrar.
No tengo idea cómo forzar una cerradura. He oído hablar de
maneras, y me paso la siguiente hora buscando algún tipo de tarjeta de
plástico que pueda ayudar, o alguna otra cosa que pueda deslizar entre la
cerradura y el marco de la puerta. Al final, encuentro dos viejas tarjetas
de hotel en uno de los bolsillos de David, en el cesto de la ropa sucia, y
cojo unas cuantas horquillas de mi tocador, por si acaso. No tengo
muchas esperanzas en que funcione, pero a estas alturas estoy lo
suficientemente aburrida y curiosa como para dedicar tiempo a
intentarlo.
Una de las tarjetas se rompe al intentar deslizarla y sacudirla por el
quicio de la puerta. Resoplo, frustrada, y empiezo a probar con las
horquillas. Está claro que no tengo la menor idea de lo que hago: las
retuerzo y las giro en la cerradura, pero no pasa nada. La puerta
permanece resueltamente cerrada y, a medida que pasa el tiempo,
escucho atentamente el sonido de la puerta principal abriéndose en el
piso de abajo. Lo último que necesito es que David llegue a casa y me
encuentre haciendo esto.
Vuelvo a intentarlo con la segunda tarjeta, pero es inútil. Se me
ocurre lo ridículo que parece esto, que probablemente debería rendirme,
pero sigo adelante. Vuelvo a deslizar la tarjeta hacia arriba, esta vez
moviendo una de las horquillas en la cerradura al mismo tiempo, y noto
que algo cede.
Mierda. Respiro y trato de concentrarme manipulando la cerradura.
Aprieto el pomo con el brazo, intentando girarlo torpemente con las dos
manos ocupadas... y, de repente, se mueve y la puerta se abre hacia la
habitación.
Por un momento, me siento decepcionada. Parece una habitación
de invitados más: los muebles están cubiertos de una fina capa de polvo,
la ropa de cama está tiesa, el suelo de madera está apagado. Unas pesadas
cortinas cubren la ventana, impidiendo el paso de la luz, pero al inspirar,
casi percibo una pizca de perfume de mujer. Me giro, miro alrededor de
la habitación y veo la fuente del mismo, sobre el tocador, al otro lado de
la habitación.
Me percato que la habitación sigue llena de las cosas de alguien.
Hay un frasco medio lleno de perfume Chanel sobre el tocador, un par de
pendientes de diamantes a su lado. Al acercarme, veo un tubo casi usado
de crema de manos cara y un tarro de crema hidratante, un plato con dos
anillos cerca del espejo. Mi respiración se entrecorta al mirarlos. Es
inconfundiblemente un juego de boda. Uno de los anillos es un solitario
de diamantes, la gran piedra redonda opaca por el polvo, y junto a él hay
una alianza con incrustaciones de diamantes. Ambos son finos y
delicados, tan delicados como aquel collar de rubíes que encontré arriba,
en el desván, y puedo imaginarme a la mujer de la foto llevándolos.
Puedo ver el diamante brillando en sus dedos largos y delgados, la
elegancia con la que llevaría un conjunto tan sencillo.
El corazón me late con fuerza cuando me dirijo al armario y lo abro.
Sigue lleno de ropa, bien colgada, con cajas apiladas debajo. Me siento
débilmente enferma cuando me hundo en el suelo, busco una de las cajas
y, al abrirla, me llevo una mano a la boca.
Son más cosas de niño, para un bebé. Pijamas, ropa más pequeña
que la que encontré arriba, mordedores, un biberón. Los libros de cartón
duro que se darían a un niño muy pequeño. Animales de peluche, una
manta de vellón suave... Acerco la mano, toco la manta con cautela y
siento que se me llenan los ojos de lágrimas. Ahora tengo un nombre que
ponerle al niño. Marcus. El hijo de Bria y, sospecho, sobrino de David.
Empujo la caja a un lado y busco otra. Cuando abro esta, mis dedos
tocan algo rígido y me congelo.
En su interior hay más ropa. Unos pantalones finos de mujer color
crema y una blusa azul claro, ambos manchados de sangre. Retiro la
mano, miro fijamente la ropa y trago saliva intentando resistir las ganas
de vomitar.
No es la mancha más pequeña que había en la manga de la otra
camisa. Hay una mancha de sangre en esta blusa, salpicada sobre la tela
del pantalón, manchada hace tiempo. Lo suficiente para endurecer la tela,
y miro la ropa sin comprender, preguntándome por qué alguien
guardaría esto. Por qué está en este armario, escondido desde hace Dios
sabe cuánto tiempo.
Con cautela, aparto la tela y siento un dolor agudo en el dedo
cuando algo afilado lo presiona.
―¡Mierda! ―retiro la mano y miro hacia el interior de la caja, con la
esperanza de no haberme clavado una aguja. No lo he hecho, pero lo que
veo debajo de la ropa es casi igual de malo. Hay un cuchillo, con la hoja
todavía cubierta de más sangre, y me estremezco, cerrando la mano en un
puño e intentando no asustarme por el hecho de cortarme un dedo con
un cuchillo sucio.
Un cuchillo sucio y ensangrentado, guardado en un armario bajo
ropa ensangrentada, en una habitación cerrada de la casa de mi marido.
Siento la punzada aguda de una migraña, me duele la cabeza por la
confusión, el miedo y el estrés, y trago saliva, mirando la caja como si
pudiera darme alguna respuesta.
Y entonces, en el fondo, veo algo que podría hacerlo.
Hay un libro encuadernado en cuero. Lo alcanzo, sabiendo incluso
antes de tocarlo que es casi seguro que estoy entrometiéndome en algo
privado, pero al igual que no pude evitar irrumpir en la habitación,
tampoco puedo evitar sacar el libro de la caja. Lo abro y veo que las
páginas están llenas de letra primorosa e inclinada, y que la parte
superior de algunas de ellas está fechada.
Es un diario, y el nombre que figura en el interior de la primera
página indica claramente a quién pertenece.
Bria Carravella.
Cierro la caja, con el pulso acelerado en la garganta y haciendo todo
lo posible por recomponer la habitación tal y como estaba antes de entrar,
aún con el diario en la mano. No se puede volver a cerrar la habitación,
pero por el estado del polvo cuando entré, nadie ha entrado en ella en
mucho, mucho tiempo. Solo me queda esperar que David no decida
comprobar en algún momento si la puerta sigue cerrada.
No hay señales de David cuando salgo de la habitación, ni sonidos
que sugieran que está en casa. Es casi la hora de cenar, pero no puedo
imaginarme intentando comer ahora mismo. Tengo el estómago hecho un
nudo, las náuseas a duras penas contenidas, e intento pensar dónde
podría ir a leer el diario sin que me sorprenda y vea lo que hago.
Acabo retirándome a la bañera con medio vaso de vino, lo poco que
sé que me permitirían estando embarazada. Estoy segura que David
tendría algo que decir al respecto si lo supiera, pero no me importa; no sé
cómo voy a superar esto de otra forma. Cierro la puerta del baño tras de
mí, me quito la ropa y la dejo en un montón junto a la bañera al
deslizarme bajo el agua humeante. El diario está en el borde de la bañera,
burlándose de lo que podría haber dentro, así que lo cojo con cautela, con
tanto miedo de descubrir la verdad como de seguir sin saberla.
Al principio, la escritura del interior es elegante y bonita,
serpenteando con mano firme. Está fechado hace poco más de dos años, y
me reclino en la bañera, recuperando el aliento al empezar a leer.
Hoy es el día de mi boda. El día de mi segunda boda, lo cual no es algo que
espere ninguna mujer en mi posición. Mucho menos que la segunda boda sea con
el hermano de la primera. Siempre supe que las familias como la nuestra estaban
jodidas -a veces todo este mundo parece una especie de pesadilla en estado de
vigilia-, pero esto me parece aún peor que lo habitual. No sé cómo voy a
acostarme con él en esta casa, la misma que compartí con Lucio. Si tengo suerte,
iremos a un hotel. Pero sigo sin saber cómo voy a poder tocarlo.
A veces, cuando me miro las manos, pienso que aún veré sangre.
Miro fijamente la página. ¿Por qué tendría sangre en las manos? Otra
pieza inconexa del rompecabezas, algo más que no tiene sentido. Vuelvo
a sentir ese punzante dolor de cabeza, la sensación que todo esto me
supera. Con esa sensación viene la rabia, porque si David me contara lo
que ha pasado, no tendría que hacer todo esto. No tendría que husmear
ni hacer de detective. Sabría si estoy en peligro, si mi hijo lo está. Sabría lo
que ha pasado.
No lo soporto. No soporto este lugar. Siento que quiero gritar cada
momento de cada día. Actúa como si yo fuera la equivocada, como si mi frialdad
le hiciera daño de alguna manera. ¿Por qué no pueden dejarme marchar?
Conozco la respuesta, por supuesto: es Marcus. Mi hijo. Heredará todo esto un
día después de David. Si no hubiera tenido un hijo con Lucio, ahora sería libre.
Me muerdo el labio, escudriñando de nuevo la entrada. Suena casi
como si Bria estuviera resentida con su hijo, y la idea hace que me duela
el pecho al preguntarme si yo acabaré sintiendo lo mismo. ¿Desearé que
David y yo no hubiéramos sido tan imprudentes en Ibiza? ¿Veré a
nuestro hijo como un grillete más que me sujeta a un matrimonio que me
hace desgraciada?
No es que no hubiera acabado teniendo un hijo, de un modo u otro.
Desde el momento en que dije sí, quiero, siempre fue un reloj en marcha
hasta que proporcionara a la familia Carravella su próximo heredero.
Pero la muerte del primer marido de Bria significó que podría haber
tenido una salida. Su hijo la encadenó aún más a algo que no quería.
He convencido a David que nos permita tener habitaciones separadas. No
ha sido tan difícil, de todas formas dice que odia dormir a mi lado, que me
comporto como si fuera a violarme en cualquier momento? ¿Cómo se supone que
debo sentirme, cuando él dice que Marcus no es suficiente? ¿Que su padre
también me exige que tenga un hijo con David? Actúa como si le doliera tener
que follarme cuando sabe que no lo deseo. Como si todos los hombres no quisieran
tener una mujer a su entera disposición. Como si no disfrutara del poder que
tiene sobre mí.
Miro fijamente la página y siento que se me corta la respiración. El
odio que emana de la página es casi palpable. Pienso en David en la cama
con la guapa morena de la foto y siento un arrebato de celos, pero
también pienso en otra cosa. Recuerdo cómo me inmovilizó contra la
mesa, su rostro tenso de necesidad, la forma medio quebrada en que me
pedía que le dijera que lo deseaba. Como si le importara que yo también
lo deseara. Que estuviese tan indefensa ante mi deseo como él.
Es la primera vez que algo de esto tiene realmente sentido. No sé si
estoy en lo cierto, pero al repasar la última entrada, se me ocurre que la
obsesión de David por mi deseo tiene algo que ver con esto, con el que la
primera mujer con la que se casó le hiciera sentir como si la forzara en la
cama.
Entonces, ¿es un monstruo? ¿Es responsable de su muerte? ¿O aquí pasa
algo más?
No lo sé. Y nada me ha dicho con certeza cuál es la verdad. Vuelvo
a coger el diario y paso a la página siguiente.
David está cada vez más frustrado conmigo. No puede dejarme
embarazada a menos que nos acostemos juntos, y se niega a seguir haciéndolo así,
tal como están las cosas. Le propuse que interviniera un médico, pero eso solo
consiguió enfurecerlo más: dijo que sería humillante si se supiera. Si alguien lo
supiera. A veces, cuando mira a Marcus, me pregunto si está resentido con él. No
hay cercanía entre ellos. Es el sobrino de David, no su hijo. Me pregunto si eso
hace que David lo odie.
Un escalofrío me recorre la espalda y paso las páginas más deprisa,
pensando en el cementerio. La lápida del niño junto a la de Bria, más
pequeña, un recordatorio de una vida truncada demasiado pronto.
Marcus está enfermo. El médico dice que es VRS 3, un caso especialmente
grave, que es mala suerte. Que tenemos los mejores cuidados y que harán todo lo

3 El virus respiratorio sincitial, también conocido como virus respiratorio sincicial, es


una enfermedad viral común. Por lo general, causa síntomas leves parecidos al resfriado. Pero
puede provocar infecciones pulmonares graves, especialmente en bebés, adultos mayores y
personas con problemas médicos serios.
posible por él. Pero es culpa mía. Sé que debe serlo. Deseé que desapareciera.
Deseé librarme de todo esto. Y ahora mi bebé está enfermo.
David está enfadado conmigo. Dice que estoy siendo ridícula, paranoica,
que nada de esto es culpa mía. Me consta que está preocupado, pero no creo que
sea porque se preocupe por Marcus. Está preocupado por su preciosa línea
familiar. Esta noche le he oído hablar por teléfono con su padre. Le oí decir que no
sabe qué hará si Marcus muere. Que no sabe cómo podrá tener otro hijo conmigo.
En eso está pensando ahora mismo.
No volveré a hacerlo. No lo haré, no lo haré...
El diario termina ahí, con la escritura arrastrándose en un garabato.
Me llevo la mano a la boca y siento que el corazón me late
incómodamente en el pecho. Esperaba que esto me aclarara algo, pero no
hay nada. Solo más preguntas. Solo más confusión sobre cómo murió Bria
exactamente y qué le ocurrió a su hijo. Ni siquiera estoy totalmente
segura sobre cómo murió Lucio. Todo ha estado rodeado de misterio,
encubierto, y con cada nueva pequeña pista que encuentro, me aterroriza
cada vez más la idea que la razón por la que se ha barrido tan a fondo
bajo la alfombra sea porque David hizo algo terrible.
Si mi bebé está en peligro, tengo que hacer algo para protegerlo.
Tengo que protegernos a ambos.
Unos fuertes y repentinos golpes en la puerta casi me sobresaltan.
―¿Amalie? ―La voz de David llega desde el otro lado, y mi pecho
se contrae asustado. Cierro el diario, intentando no sonar tan aterrorizada
como me siento.
―Estoy en el baño. Simplemente quiero estar sola.
Hay una pausa, y entonces oigo el sonido de una llave en la
cerradura. Un arrebato de ira sustituye al miedo durante un instante por
la absoluta desconsideración de David hacia mi deseo de estar sola, la
arrogancia de pensar que es bienvenido en cualquier habitación a
cualquier hora, pero el miedo vuelve a vencerme con la misma rapidez
con que oigo girar el pomo. Me incorporo, agarro frenéticamente mi ropa
y meto el diario debajo de ella justo cuando la puerta empieza a abrirse y
David entra.
―¿Estás bien? ―Me mira inquisitivamente, cerrando la puerta tras
de sí. Su mirada se desplaza sobre mí, desnuda en la bañera con las
rodillas levantadas hacia el pecho, pero no hay en ella la misma lujuria a
la que suelo estar acostumbrada. Parece casi preocupado―. ¿Siempre te
encierras en el baño?
―¿Por qué te importa? ―Suelto un bufido, y él se estremece. Su
expresión se endurece al apoyarse contra la encimera del lavabo, y esa
suave arrogancia sustituye a la preocupación que vi un momento antes.
―¿Está tan mal que quiera saber dónde está mi mujer? ―Cruza los
brazos sobre el pecho. Me gusta hacer un seguimiento de lo que me
pertenece.
Mis mejillas se ruborizan al instante, y él lo ve. Lo sé por la ligera
inclinación de la comisura de sus labios, por la insinuación de una sonrisa
burlona, pero no hace nada más. Por una vez, tengo demasiado miedo
como para sentir algo más que un principio de excitación. Los latidos de
mi corazón revolotean en mi garganta, el recuerdo de lo que acabo de leer
y todas las sospechas que suscitó están demasiado presentes.
―Puedes ver que estoy bien. ―Trago saliva con fuerza, deseando
hundirme en el agua y desaparecer, deseando que desapareciera de la
habitación―. Solo quería un baño.
―Y un poco de vino, por lo que veo. ―En su cara aparece el gesto
de desaprobación que esperaba y lo fulmino con la mirada.
―Todo el mundo sabe que media copa no supone ningún
problema. ―Aprieto los labios, deseando poder decirle que se vaya. Pero
sé que eso solo conseguiría que se sintiera más inclinado a quedarse.
Exhala lentamente, como si no quisiera replicar.
―Puedo unirme a ti en el baño, si quieres. ―Su mirada se desliza
de nuevo sobre mí, y juraría que aún veo ese atisbo de preocupación. Me
confunde más que cualquier otra cosa.
―¿Por qué no puedes dejarme tranquila? ―Las palabras suenan
más lastimeras de lo que pretendía, y me preparo para que me las eche en
cara, pero se limita a hacer una pausa, mirándome con esa expresión
uniforme e ilegible.
―Quizá quería pasar algún tiempo con mi mujer. Pero si prefieres
quedarte con el agua caliente para ti sola, puedo quedarme aquí.
―Nunca quieres pasar tiempo conmigo. ―Me muerdo el labio,
alejándome un poco más de él. Soy dolorosamente consciente del diario
que tengo debajo de la ropa, a escasos centímetros de su pie, de mi carne
desnuda y vulnerable en el agua caliente mientras él permanece allí
completamente vestido―. ¿Qué? ¿Solo quieres hablar?
―Me preguntabas por mi familia. ―Su voz es tensa y me
estremezco―. Pensé que tal vez podría preguntarte por la tuya.
―¿Y yo debería contártelo, cuando tú no quieres decirme nada
sobre tu pasado? ―Lo miro fijamente, y David suelta una risita en voz
baja.
―Sé lo que pasó con tu familia, Amalie. Por supuesto que lo sé. No
puedo creer que pienses lo contrario. Lo que quería saber es cómo te
sientes tú.
No sé si podría haber dicho algo que me hubiera sorprendido más.
Le miro fijamente un momento, relamiéndome los labios repentinamente
secos.
―¿Cómo me siento?
David suelta un suspiro, como si le estuviera poniendo las cosas
demasiado difíciles.
―Sí ―me dice, ligeramente impaciente―. Cómo te sientes. Tu
padre ha muerto. Tu hermano está en Sicilia. ¿Sabes algo de él?
Parpadeo, intentando no reírme pensando en André llamándome.
―No ―le digo rotundamente―. No estoy segura que André
recuerde que tiene una hermana. Me ignoraba lo suficiente cuando
vivíamos en la misma casa, dudo que piense en mí en Sicilia.
―Así que no erais íntimos.
―No hay nada íntimo en ninguno de los miembros de mi familia.
―Me rodeo las rodillas con los brazos, incómoda con la línea de
interrogatorio de David, pero la media copa de vino y el sofoco se me han
subido un poco a la cabeza. ¿Y si responder a sus preguntas hace que él
responda a las mías? Es una tontería pensar eso, no tengo motivos para
creer que David quiera hacer otra cosa que sonsacarme más información
que le dé ventaja. Pero vuelvo a ver ese destello de preocupación, de algo
casi parecido al interés en su rostro, y me dan ganas de responder―. Mi
familia siempre ha sido muy fría.
―¿Por eso te escapaste a Ibiza? ―David sonríe levemente―. ¿Para
sentir calor?
―Gracioso. ―Pongo los ojos en blanco, consciente de que podría
cabrearlo, pero sin poder evitarlo. A menudo soy incapaz de evitar
reaccionar ante él de formas que podrían salir mal, y siento otro pequeño
temblor de temor al pensar en Bria, preguntándome si ella habría sido
igual. Preguntándome qué podría haber hecho ella para que él finalmente
se pusiera al límite, si realmente fue eso lo que ocurrió―. Si quieres
saberlo, quería perder la virginidad en Ibiza con alguien que yo eligiera,
antes que mi madre me casara. Y lo hice. ―Me encuentro con su mirada
de manera uniforme―. Contigo.
David se queda callado un momento.
―Realmente te has aferrado a esa historia. ―Se agarra al borde de
la encimera, mirándome―. Casi quiero creerte.
Me encojo de hombros.
―Es la verdad.
Respira lentamente.
―Había sangre en las sábanas, la mañana siguiente. No sabía quién
eras, creí que una universitaria, una chica con un fondo fiduciario. No
creí que pudieras ser virgen, y menos cuando te acercaste a mí en aquel
club. Y la forma en que te comportaste en la cama...
―No todo el mundo tiene que ser una flor encogida en su primera
noche. ―Lo miro fijamente, mordiéndome el labio―. Simplemente
porque no lloré ni te supliqué que pararas...
―No, supongo que sí querías estar allí. ―Se frota la boca con una
mano―. Solo me dije que era a causa de mi... ―David agita una mano en
dirección general a su ingle―. Soy consciente de ser… considerable.
Pensé que podría haber sido demasiado para ti. Eras increíblemente
estrecha.
Su voz suena un poco estrangulada al decirlo, y veo la línea de su
polla crisparse contra la bragueta. No sé si reírme o excitarme cuando me
dice que creía que su polla me había hecho sangrar la primera noche, y
presiono los nudillos contra los labios, conteniendo una posible carcajada.
No creo que se lo tomara bien.
―Puedes creer lo que quieras ―digo finalmente, cuando consigo
serenarme―. Pero te dije la verdad. Tú fuiste mi primero.
―Y también quieres hacerme creer que no hubo nadie después de
mí. ―Su mirada sigue sosteniendo la mía, sus dedos enroscados en el
borde de la encimera observándome atentamente―. Que ninguno de esos
hombres con los que te vi flirtear llegó a tu cama. Que incluso después de
despedirte aquella primera noche, sin siquiera pedirte que te quedaras,
no follaste con nadie más.
Dejo escapar un lento suspiro, sintiendo apretar la mandíbula. No
quiero admitirlo ante él, decirle lo bueno que fue, pero no me deja otra
opción. No si quiero convencerlo de estar diciendo la verdad. Tengo la
sensación de estar en el filo de la navaja, que si va en la dirección
contraria, si está convencido que he mentido, podría estar realmente en
peligro.
―Hiciste que fuera difícil desear a alguien más, ¿de acuerdo?
―exclamo, entrecerrando los ojos hacia él―. ¡No quería decirte nada de
esto, porque ya eres jodidamente arrogante! Pero aquella primera noche
estuvo bien. Mejor que bien. Mejor de lo que esperaba que fuera. Y cada
vez que pensaba en follarme a otra persona, no dejaba de pensar en ti y
en lo estupenda que fue aquella noche. Pensé que tal vez debería dejarlo
así, en lugar de acostarme con un tipo que simplemente acabaría
decepcionándome. Ya me sentiría decepcionada una vez casada, ¡no tenía
por qué hacerlo aún más en vacaciones!
La boca de David se curva divertida y, de algún modo, eso me
enfurece aún más.
―Esto no tiene gracia ―muerdo, rodeándome las rodillas con los
brazos―. Se suponía que ibas a ser algo que pudiera recordar, algo que
elegí yo misma, incluso después de regresar a casa y tener que seguir con
la vida que ya estaba planeada para mí. En lugar de eso, te convertiste en
otra cosa que no elegí.
Veo cómo se encoge al oír eso. Su mandíbula se tensa y me mira, la
calidez de sus ojos se apaga.
―¿Seguro que no quieres que te acompañe al baño? ―pregunta,
con voz engañosamente tranquila―. Después de todo, te lo estoy
pidiendo. Así puedes elegir.
El miedo que sentí antes vuelve, serpenteando a través de mí,
haciéndome sentir frío a pesar del calor del agua. No sé si sería mejor o
peor para mí decir que sí, si él preferiría que me rindiera ante él o si, dado
lo que acabo de leer en el diario, fingir solo empeoraría las cosas. Lo
único que sé es que, en este momento, no lo deseo. Ni siquiera el deseo
que parece asomar la cabeza cada vez que está cerca es suficiente para
superar lo que ha ocurrido hoy.
―Quiero estar sola ―digo en voz baja.
Por un momento, no estoy segura que vaya a salir. Que ignore lo
que le he pedido y se una a mí de todos modos. Su mandíbula se tensa y
me mira una vez más, con una expresión en el rostro de cierta tristeza. Y
entonces, para mi alivio, se aparta de la encimera y me da la espalda,
saliendo del baño.
Permanezco sentada durante unos largos instantes, esperando a
que mi pulso se ralentice, esperando a que algo de esto tenga sentido. El
hombre con el que me he casado es un misterio enrevesado, y ya no creo
tener tiempo para averiguar si es uno que deba desentrañar.
No hay una salida fácil para mí. Huir de un matrimonio como el
mío es inaudito. Es insondable. Pero mi instinto me dice que eso es
exactamente lo que tengo que hacer. Que si me quedo, mi bebé y yo
correremos la misma suerte que Bria y Marcus.
Permanezco en la bañera un buen rato, hasta que la piel se me ha
empezado a erizar y el agua empieza a enfriarse, y miro el montón de
ropa que tengo junto a la bañera. El diario sigue metido debajo, y sé que
no puedo volver a dejarlo donde lo encontré, no sin arriesgarme a que me
pillen. Tendré que esconderlo en algún sitio donde, con suerte, David no
mire.
Me envuelvo en una toalla, meto el diario entre mis ropas y subo a
nuestra habitación. Se me revuelve el estómago cuando veo a David ya en
la cama, apoyado en las almohadas y con un libro en la mano. Aprieto
más fuerte la ropa, como si el diario pudiera caerse y delatarme en
cualquier momento. Lo único que se me ocurre hacer es caminar
rápidamente hacia el cesto de la ropa sucia, metiendo la ropa y el diario
dentro y esperando poder recuperarlo más tarde. Por primera vez, me
alegro que no haya personal fijo que pueda llevarse la colada por la
mañana; ahora mismo, David recurre a un servicio semanal para
recogerla, y para eso aún faltan unos días.
David no me mira cuando me meto en la cama, pero noto un
cambio en el aire, la repentina tensión de su cuerpo junto al mío. Me
deslizo bajo las sábanas, de espaldas a él, recordando la noche que llegó a
casa borracho de la fiesta, sus manos deslizándose sobre mí, la forma en
que me tocó cuando creyó que estaba dormida, la forma en que susurró
incluso entonces que lo deseaba. Como si fuera un consuelo, un
recordatorio para sí mismo por el que, incluso dormida, no me estaba
obligando a hacer nada que yo no quisiera.
Después de lo que parece un tiempo muy largo, su luz se apaga.
Está oscuro, solo la tenue luz de la luna a través de las puertas del balcón
ilumina la habitación, y vuelvo a sentir esa sensación punzante. Oigo la
respiración de David detrás de mí, su mano en el espacio existente entre
nuestros cuerpos, y me quedo muy quieta cuando siento sus dedos
rozándome la parte baja de la espalda, justo por debajo del borde de mi
camiseta de tirantes.
―Te deseo. ―Su voz es baja y tranquila, y siento cómo mi
respiración se entrecorta. Nunca antes lo había dicho así, como si
estuviera pidiendo lo que tantas veces dice que es suyo, lo que me dice que
siempre estoy dispuesta a darle sin importar las circunstancias―. Cara
mia…
Cierro los ojos y, por un momento, quiero decir que sí. Hay tantas
razones para ello. Me siento acalorada y aletargada tras el baño y la
pequeña cantidad de vino, y la forma en que se ha comportado esta noche
hace que desee darle otra oportunidad. Sus preguntas sobre mi familia,
sobre mis sentimientos, su alusión a la posibilidad de hacerle saber la
verdad sobre Ibiza, y ahora esto...
Me dan ganas de creer que lo está intentando. ¿Pero cuántas veces
me lo he preguntado antes? Y ahora, con todo lo que he averiguado, un
pensamiento más siniestro se desliza en mi cabeza.
¿Lo hace porque sospecha que le he pillado? ¿Porque cree que, si consigue
que baje la guardia, resbalaré y podrá averiguar cuánto sé? ¿Si sé demasiado o
no?
Se me hace un nudo en el estómago y me pregunto si estoy
paranoica. Si estoy tirando por la borda una oportunidad de algo cercano
a la felicidad con mi marido por sospechas y conjeturas. Si estoy
planeando intentar huir de un hombre que tiene todos los medios a su
alcance para atraparme por algo que he reconstruido sin ninguna
seguridad real de ser verdad.
Si lo estoy empeorando todo diciéndole que no esta noche… la
única ocasión que tengo.
―Estoy cansada ―susurro, sin volver a mirarle. En ese momento,
cuando las palabras salen de mi boca, sé que mi decisión está tomada.
Que no puedo quedarme aquí, cada día más asustada y aislada,
arriesgando la seguridad de mi hijo y la mía.
Es casi imposible abandonar esta vida. Pero tengo que intentarlo.
Me pregunto, con sus dedos inmóviles contra mi piel, si va a
ignorar lo que he dicho. Si va a seguir acariciándome, excitándome como
sabe que puede hacerlo. No he dicho abiertamente que no, pero las
palabras flotan en el aire, y me pregunto si va a fingir que no lo entiende.
Duda un instante. Y entonces retira la mano de mi espalda,
dejándome extrañamente desamparada cuando él se coloca boca arriba y
la habitación se queda en silencio y en calma.
Permanezco largo rato tumbada, preguntándome si la decisión que
he tomado es un error. Si me he equivocado.
Si alguna vez lo sabré con certeza, de un modo u otro.
29

Amalie
Durante la semana siguiente, hago planes para marcharme. Me
digo con cada pequeña cosa que hago que aún no me he ido, que aún
puedo cambiar de opinión, que aún no es demasiado tarde. Que puedo
olvidar todo esto y volver a vivir la vida para la que siempre me dijeron
que había nacido. Que puedo decidir no tener miedo de mi marido, y de
las posibilidades de lo que hizo antes.
Consigo esconder el diario de nuevo, donde lo encontré. El estrés y
la ansiedad vuelven a agravar mis síntomas de embarazo, y lo utilizo
como excusa para evitar que David me toque, preguntándome cada vez si
ese será el momento en que decida que ya está suficientemente harto de
complacer mis caprichos y tome lo que sé que debe querer. Siento su
mirada cuando comemos juntos o cuando estamos sentados en la cama, la
tensión que le recorre constantemente, y espero el momento en que
explote. Tengo la sensación de haber establecido una tregua tácita entre
nosotros, aunque no la hayamos pactado ni acordado. Es casi como si
estuviéramos esperando a que el otro traspase una línea desconocida y
nuestro matrimonio vuelva a tambalearse, y es casi peor que pelearse,
porque nunca sé cuál es esa línea ni qué nos hará traspasarla.
Eso también impulsa mi sensación de urgencia por marcharme
antes que ocurra algo que lo impida, antes que me atrape. Dentro de dos
semanas tengo mi primera cita con el médico al que David quiere que
vaya en Providence, y utilizo eso como marcador, como el punto en el
tiempo en el que sé que tengo que marcharme.
Todas las pequeñas rebeliones que practiqué con Claire, hace lo que
parece toda una vida, me resultan útiles ahora. Cómo escabullirme de mi
seguridad después de las reuniones de la junta a las que asisto en las
siguientes dos semanas, para poder ir a una de las tres casas de empeño
en las que he conseguido encontrar y vender algunas de las joyas que he
coleccionado a lo largo de los años. Por una vez, doy gracias por no ser
una sentimental respecto a mi familia; solo puedo imaginar cómo se
sentiría mi madre al ver algunas de sus joyas entregadas para permanecer
tras un cristal, vendidas por mucho menos de su valor. Reúno el dinero
día a día, sacando pequeñas cantidades de la tarjeta de crédito que me dio
David; nada que él pueda pensar, pero lo suficiente para reforzar los
pequeños ahorros que voy reuniendo. Escondo el dinero en el armario,
detrás de la ropa en la cómoda, en cualquier sitio que se me ocurra donde
David no se moleste en mirar, y día tras día intento pensar cómo voy a
conseguirlo. Cómo voy a desaparecer y cómo voy a esconderme cuando
inevitablemente intente localizarme.
La verdad es que no tengo un buen plan. No tengo casi nada más
allá del hecho de saber que no puedo utilizar mi nombre real ni ningún
tipo de tarjeta que pueda rastrearse. No sé dónde voy a ir, salvo que tiene
que ser lejos de Chicago o Boston. No puedo salir del país sin pasaporte
ni identificación, y no conozco a nadie que pueda hacerme falsificar
documentos. Nunca he tenido tan claro lo gruesos que son los barrotes
que enjaulan a las mujeres de mi mundo, pero estoy decidida a no acabar
como Bria.
Estoy decidida a mantenernos a salvo a mí y a mi bebé, aunque
tenga que inventármelo sobre la marcha.
Planeo irme dos noches antes de mi cita. Me escabullo a la
biblioteca esa tarde, busco la estación de autobuses más cercana y anoto
las indicaciones en un papelito que meto en el bolso. Será un largo paseo,
pero si me voy por la noche y cuando David esté dormido, si soy
silenciosa y cuidadosa, no sabrá que me he ido hasta por la mañana. Y
para cuando consiga averiguar dónde he ido, con un poco de suerte,
habré conseguido colarme en otro autobús, en otro tren... hasta que esté
lo suficientemente lejos para poder desaparecer.
En cuanto al resto -cómo sobrevivir sin identificación ni número de
la seguridad social ni nada parecido en un mundo que depende de ello-,
me digo que lo averiguaré cuando llegue el momento. Por ahora, lo único
en lo que puedo concentrarme es en escapar, y hacer lo que sea necesario
para asegurarme que David baje la guardia cuando lo haga.
Capta mi estado de ánimo durante la cena, la noche en que planeo
marcharme. Estamos sentados con comida del restaurante italiano que él
trajo a casa la primera noche que estuve aquí después de nuestra boda -
una coincidencia en la que intento no pensar demasiado- y empujo mi
boloñesa por el plato, incapaz de tocar siquiera la media copa de vino con
la que David no se ha peleado conmigo esta noche. Tengo el estómago
hecho un nudo y, por mucho que me diga a mí misma que tengo que
ocultar mi ansiedad, no consigo hacerlo totalmente.
―¿Qué te ocurre? ―David deja el tenedor en la mesa y me mira
con una expresión de hastío que me indica que, finalmente, podría estar
suficientemente harto de mi actitud distante durante las dos últimas
semanas―. Te has comportado como si fuera a morderte desde que
hablamos la noche que te estabas bañando. Te he dejado tranquila y te he
dado espacio, pero esto es agotador, Amalie. ¿Qué te pasa?
Me muerdo el labio, forzando una réplica que quiero dejar escapar.
Tú eres agotador. Nuestra vida juntos es extenuante. Quiero decirle eso y más,
soltar todo lo que he estado guardando dentro durante lo que me parece
ya tanto tiempo, pero no puedo. No puedo arriesgarme, así que en lugar
de eso, lo que sale es la verdad y no, todo al mismo tiempo.
―Te echo de menos ―susurro, y David enarca las cejas antes de
poder contenerse y enmascarar su sorpresa. Me acerco, casi
impulsivamente, y rozo su muñeca con los dedos―. Echo de menos...
―Creo que sé lo que echas de menos. ―Su voz suena ligeramente
áspera, y veo que sus dedos se flexionan contra la madera de la mesa, que
su mirada se dirige hacia el extremo de esta, como si recordara lo que
hizo conmigo allí. Observo que traga saliva, que su mirada se ensombrece
al mirarme y que, de repente, se levanta y empuja la silla hacia atrás
acercándose a mí.
Por un instante, cuando me levanta del asiento y me besa, olvido
que lo hago para aplacarle. Olvido que se supone que es una forma de
hacerle creer que soy suya, de distraerle para que no sospeche que podría
escaparme esta noche. Su boca es cálida y firme sobre la mía, su brazo
rodea mi cintura al besarme con la urgencia de un hombre que ha estado
esperando esto, el más mínimo indicio de que le deseo. Al darme cuenta
de ello, del delgado hilo de autocontrol del que debe haber estado
pendiente, me siento débil de deseo, mi cuerpo se hunde en el suyo
mientras su boca devora la mía.
―Arriba ―susurra, haciéndome retroceder hacia la puerta,
olvidada nuestra cena. Sus manos agarran mi cintura, sus labios rozan los
míos una y otra vez a cada paso, como si no pudiera soportar dejar de
besarme. Como si casi dos semanas de privación, después de haberme
follado casi todas las noches de nuestro breve matrimonio, hubieran sido
demasiado para soportarlo.
Las escaleras me parecen imposiblemente largas, como si hubiera
demasiadas entre nosotros y el dormitorio. Abre de un empujón la puerta
de nuestra habitación, dejándola entreabierta cuando nos acercamos de
nuevo a la cama, y siento una punzada repentina e inesperada al pensar
que esta es la última noche.
Mi última noche con él, no solo aquí, en esta habitación, sino, si
todo va según lo previsto, para siempre. La última vez que lo tocaré, que
lo besaré, y la última vez que él hará lo mismo. Me pregunto, cuando sus
manos se deslizan sobre mí, arrastrando mi camisa por encima de mi
cabeza y su boca encuentra el hueco de mi garganta, si esto no es lo que
creo que es. Si esto es una traición, en lugar de una huida.
Tengo el convencimiento que jamás me lo perdonará si me pilla, sea
como sea.
Los dedos de David desabrochan el cierre de mi sujetador con
rápida destreza, dejando caer la prenda al suelo junto con mi camisa al
tiempo que besa un camino entre mis pechos, ahuecándolos entre sus
manos y su lengua se desliza sobre mi pezón.
―Eran preciosos cuando los vi por primera vez ―susurra con voz
ronca, rozando con los dientes mi carne sensible mientras jadeo―. Pero
así...
He subido media talla de copa desde que me enteré que estaba
embarazada, mi pecho está más lleno y sensible que antes. La boca de
David se desliza por la curva de mis pechos, sus labios se cierran en torno
a un pezón y sus dedos juegan con el otro. Recorro su cabello con los
dedos, el dolor entre mis muslos aumenta, y me recuerdo a mí misma que
se supone que esta noche hago esto por razones distintas a mi propio
placer.
Quiero que quede tan satisfecho que se desmaye, tan
completamente saciado que no tenga motivos para sospechar de mí.
Estoy tentada de dejar que siga concentrándose en mí, que me vuelva
loca de placer, pero me obligo a caer de rodillas en su lugar,
hundiéndome frente a él y buscando el botón de su pantalón.
―Te quiero en mi boca ―susurro, y una vez más, está a medio
camino entre lo que es verdad y lo que no. No puedo dejarme llevar por
lo mucho que lo deseo, o me olvidaré de lo que estoy haciendo aquí.
Perderé mi determinación y entonces, ¿qué ocurrirá?
Puede que corra la misma suerte que Bria. Puede que sea mi
nombre el que encuentre la próxima mujer, preguntándose qué ha
pasado.
Ni siquiera ese pensamiento es suficiente para impedir que lo
desee, ahora que hemos empezado. Oigo gemir a David cuando deslizo la
mano contra la gruesa cresta de su polla, la libero y envuelvo la base con
los dedos. Susurra mi nombre cuando aprieto los labios contra la
resbaladiza cabeza, lamiendo con la lengua el sabor salado de su
excitación, mientras sus dedos se enredan en mi cabello. Cuando lo rodeo
con los labios y deslizo la boca por su rígida longitud, emite un sonido
medio ahogado por la necesidad.
―Tu boca es tan agradable ―respira, moviendo las caderas hacia
delante con el esfuerzo de no empujar dentro de mi boca. Me sorprende
lo suave que está siendo, la falta de exigencias, el modo en que parece
totalmente dispuesto a dejar que sea yo quien lleve las riendas. Me
pregunto si me habrá echado tanto de menos como para alegrarse de volver a
tenerme tocándolo. No encaja con lo que conocía de él, y vuelvo a sentir ese
destello atemorizante, la paranoia de que me están tendiendo una
trampa.
Lo tomo tan profundamente como puedo, sintiendo el roce de su
cabeza hinchada contra la parte posterior de mi lengua, intentando no
hacer una mueca ante la dureza del suelo de madera contra mis rodillas.
Solo puedo pensar en cómo hacérselo lo mejor posible, deslizando la
lengua por las venas estriadas, alrededor del borde de la cabeza de la
polla, contra la suave piel de debajo mientras succiono... todas las cosas
que ahora sé que lo acercan cada vez más al límite.
―Dios, cara mia... ―Su voz es gruesa, su acento rasposo, cuando de
repente se suelta de mi boca, sobresaltándome―. Necesito estar dentro de
ti. Necesito...
Me levanta tirando de mí, su boca vuelve a chocar contra la mía y
me conduce hacia la cama, sus manos arrancando febrilmente lo que
queda de mi ropa y la suya. Acabamos en la cama, yo desnuda, él con la
camisa abierta y la polla dura contra su vientre, sus ojos oscuros de deseo
aprisionándome contra las almohadas.
―Te deseo ―respira, sus labios presionan con fuerza contra los
míos, y sé lo que quiere oír a cambio.
―Yo también te deseo. ―No tengo por qué mentir. Sí que lo deseo
―todo mi cuerpo está tenso por ello, la humedad resbaladiza entre mis
piernas pegajosa en mis muslos, mi sangre palpitando en mis venas―.
Quiero... ―No puedo decir las palabras. Se me atascan en la garganta y
empujo su pecho, empujándolo hacia atrás. Tarda un segundo en darse
cuenta y sus ojos se agrandan. Por un momento, creo que se va a negar,
que va a querer ser él quien mande, como hace tan a menudo. Siempre
está encima de mí, inmovilizándome contra la cama, la mesa,
inclinándome sobre cualquier superficie que tenga a mano. Creo que no
he sido yo la que ha estado encima desde Ibiza, cuando aún apenas sabía
qué hacer en la cama.
Entonces rueda sobre su espalda llevándome con él, de modo que
quedo encima de él, con su polla rozándome entre los muslos. Me inclino
hacia delante mientras le bajo el pantalón por las caderas, lo beso con la
polla atrapada entre ambos y siento su calor en mi estómago. No resisto
el impulso de apretarme contra él, mientras sus caderas se levantan de la
cama para quitarse el pantalón, y siento más que escucho sus gemidos
contra mi boca palpitando entre nosotros.
―Te pondré boca arriba si no introduces mi polla en ti ―gruñe
contra mis labios, sus dedos hundiéndose en la suave carne de mis
muslos, y no puedo evitar gemir―. Te gusta eso, ¿verdad? Cuando te
digo lo que quiero. ―Una de sus manos se hunde en mi cabello y la otra
dirige su polla entre mis piernas, la cabeza hinchada deslizándose dentro
de mí a medida que mi espalda se arquea y él me muerde el labio
inferior―. Incluso encima, lo quieres así.
Gimo al sentir cómo me llena, sus manos de nuevo en mis caderas
arrastrándome hacia su cuerpo. Pensaba que sería yo la que tomaría las
riendas, que iba a ser yo quien se lo follara, y de algún modo encuentro
fuerzas para romper el beso y sentarme encima de él apoyando las manos
en su pecho y empezando a mover las caderas.
―¿O así? ―susurro al ver cómo me recorre con la mirada,
contemplándome montada sobre él, con los muslos abiertos a ambos
lados de sus caderas. Me arqueo contra su agarre, deslizándome hacia
arriba hasta que solo la punta de su polla está dentro de mí, y luego
vuelvo a descender, rechinando a lo largo de su longitud con cada
centímetro, mientras la cabeza de David se inclina hacia atrás,
escapándosele un leve gemido de placer.
―Joder... ―respira―. Dios, te siento tan jodidamente bien. Tan
apretada y húmeda... ―Una mano abandona mi cadera, sus dedos
encuentran mi clítoris y lo rodean haciendo que me apriete contra él―. Sí,
bellísima. Folla mi polla, así... ―Su voz es ronca, rasposa con cada palabra
cuando sus caderas se impulsan dentro de mí, dejando entrever esa
mirada de placer en su rostro. Me estremece, me acelera el corazón y me
acerca al límite. Cuando estamos así, juntos, todo lo demás se desvanece.
Las cosas que me dan miedo desaparecen y únicamente queda esto: las
manos de mi marido sobre mí, su mirada clavada en la mía, ambos
compartiendo una intimidad que nunca había conocido antes de él.
Pero no es real. Me lo recuerdo a mí misma, intentando no perder la
determinación. Siento que se acerca otro orgasmo a medida que me
penetra con sus dedos, frotando a un ritmo constante entre mis piernas, y
cierro los ojos con fuerza al besarlo, negándome a dejar caer las lágrimas
asomando a mis ojos. Si me ve llorar, querrá saber por qué, y ahora
mismo no sé si puedo mentir lo suficientemente bien como para
engañarlo.
Sus dedos se hunden en la carne de mi cadera, lo bastante fuerte
como para hacerme moratones, un recuerdo de él que tendré mañana.
Siento el calor de su lengua enredarse con la mía y sus caderas se sacuden
debajo, inundándome con otro tipo de calor cuando se corre,
arqueándome contra él y, gimiendo cuando mi clímax sigue al suyo. Me
estrujo contra él, sintiéndolo palpitar en lo más profundo de mí, y
sintiéndome tan bien que, por un momento, no puedo respirar, moverme
ni pensar.
Siento sus manos deslizándose sobre mí, estrechándome contra él, y
por un momento deseo no haberlo conocido en Ibiza.
Pero ni siquiera eso ayudaría. No evitaría que acabáramos aquí,
dividida entre amarle o dejarle, temerosa de cometer un error y
aterrorizada por lo que pueda pasar si me quedo.
Nuestro matrimonio estaba arreglado independientemente de si lo
conocí en Ibiza o no. Aunque nunca hubiera ido, aunque nunca me
hubiera acercado a él en aquella discoteca, David Carravella habría
acabado de pie en el salón de la casa de mi infancia, presentándose como
mi futuro marido.
Esto era inevitable. Ahora, solo es cuestión de lo que voy a hacer al
respecto.
El miedo es casi paralizante cuando me tumbo en la cama a su lado
esa misma noche, esperando a que se duerma del todo. He recogido el
dinero antes, está guardado en el joyero del tocador, esperando a ser
retirado cuando salga del dormitorio. He dejado ropa en una de las
habitaciones de invitados para poder cambiarme sin despertar a David ni
levantar sospechas, mi bolso también está allí, con las indicaciones para
llegar a la estación de autobuses escondidas. Repaso el plan una y otra
vez hasta que oigo su respiración constante y uniforme, imaginando cada
paso hasta que salgo de casa y me escabullo en la oscuridad. Lo que no
esperaba, en toda mi planificación, es lo difícil que resulta encontrar el
valor para levantarse y marcharse.
O lo mucho que desearía que las cosas fueran diferentes, mientras
miro a David durmiendo a mi lado. Los buenos recuerdos se agolpan y
me recuerdan que no siempre fue así. Que a veces me pareció que había
una posibilidad de ser felices.
Lo que finalmente me anima es pensar que, en otro tiempo, Bria
también podría haber pensado eso.
Agradezco que David tenga el sueño pesado. Lo más difícil que he
tenido que hacer nunca es moverme despacio -quiero apresurarme, coger
todo lo que necesito y salir corriendo-, pero así es más probable que se
despierte y me atrape. Con cada paso lento, espero oír el sonido de la
cama moviéndose, de David sentándose y preguntándome sin fuerzas
¿qué demonios estás haciendo, Amalie? Me tiemblan los dedos al abrir el
joyero, casi se me resbala y cae la tapa, e intento respirar al sacar el sobre
de dinero de debajo de lo que me queda. Me planteo llevarme algo para
empeñarlo más tarde, pero sería como pedir que me atracaran.
La luz intermitente de la cámara de seguridad parpadea en la
esquina de mi ojo. David verá lo que he hecho tan pronto vea la cinta,
pero eso no importa. Me habré ido, y no puedo pensar en nada que
pueda deducir de la cinta que no sepa simplemente por haberme ido.
Salgo sigilosamente del dormitorio, vacilando a cada paso y
esperando a que el suelo cruja y me delate. Me siento como si estuviera
constantemente a punto de romper a llorar asustada, con la garganta
apretada por el miedo y el pecho dolorido. Me llevo una mano al
estómago al caminar, recordándome por qué hago esto, por qué arriesgo
tanto, por qué huyo. Aunque pudiera arriesgarme ante la posibilidad de
haberme equivocado, no puedo poner en peligro a mi bebé.
La habitación donde he guardado la ropa está en el piso de abajo.
Me cambio lo más rápido que puedo, atenta a cualquier ruido de David
despertándose por encima de mí. No sé qué excusa se me ocurriría ahora
si me pillara; no puedo fingir que me he levantado sedienta o con ganas
de hacer pis o que no podía dormir. Estoy completamente vestida y no
me creería, aunque intentara mentir.
Cojo el bolso -una bolsa de piel de gran tamaño en la que he metido
una muda- y me dirijo cuidadosamente a las escaleras. No puedo
esquivar los crujidos de la madera y vuelvo a maldecir la vieja mansión
mientras desciendo a la primera planta, respirando con dificultad,
intentando escuchar cualquier señal que me indique si David está
despierto. No le oigo, pero podría no haberlo oído. No hay garantía de
nada hasta que esté fuera de la casa.
Hay menos seguridad en la parte de atrás, y es fácil colarse,
especialmente de noche. Ya lo he hecho antes durante el día y sé dónde
están, no es eso lo que me preocupa.
Vacilo en el borde del comedor, con el camino hacia la puerta
trasera despejado delante de mí. El suelo de madera vuelve a crujir bajo
mis pies, la bolsa me pesa en el hombro y cierro los ojos. Siento como si el
frío de la casa calara mis huesos, me congelara en el sitio, reteniéndome
aquí. Sé que son imaginaciones mías, pero siento que nunca llegaré a la
puerta trasera. Como si me moviera lentamente, como en un sueño, con
los pies en movimiento, pero sin llegar a ninguna parte. Como si nunca
fuera a salir de aquí.
Si me equivoco en todo esto, dejo atrás una vida de comodidad y
seguridad por lo desconocido. Por un mundo en el que no sé cómo vivir.
Nunca he estado por mi cuenta. Nunca he tenido la oportunidad de
intentarlo. Mientras estoy allí, armándome de valor, me pregunto si hacer
esto no es más aterrador que simplemente quedarme.
Y entonces, justo cuando estoy a punto de forzarme a avanzar,
siento que una mano sujeta mi muñeca.
Grito. Es un grito desgarrador, que rompe el aire entre la oscura
silueta que veo detrás de mí y yo cuando me doy la vuelta para intentar
soltar la mano. Es David. Reconozco su figura, su complexión, y puedo
ver sus rasgos vagamente a la luz de la luna entrando por el comedor,
convirtiéndolo en algo espeluznante y aterrador. El monstruo que he
temido que fuera cobra vida.
El pánico me inunda. Dice algo, pero no puedo oírlo por el ruido de
la sangre corriendo por mis oídos, el corazón latiendo dolorosamente en
mi pecho. Me tambaleo hacia atrás, retorciéndome en su agarre, con el
hombro ardiendo de un dolor repentino al intentar liberarme. Tropiezo
hacia delante y él me sigue, tirando de mí hacia atrás, en un horrible tira y
afloja que, de repente, estoy segura que es un juego de vida o muerte. Ya
no puedo disimular lo que estaba haciendo. Lo sabe y voy a pagar por
ello.
David me atrae hacia su pecho y yo arremeto contra él, gritando,
rasguñando y arañando su cara con la mano libre. Empujo con la rodilla
hacia su ingle, pataleo, intento escapar presa de un pánico brutal,
anulando cualquier sentido común o estrategia. Siento que intenta
sujetarme con ambas manos, retorciéndome en su agarre, y tropezando
cuando le doy una patada en los tobillos, el impulso de mi intento de
escapar nos lleva a ambos al suelo. Mi bolso sale volando por los aires,
patinando a un palmo del suelo de madera, sintiendo una aguda
punzada de temor. Tengo que cogerlo, todo el dinero que tengo está ahí.
Sin él, no podré comprar un billete de autobús. No podré irme.
―¡Amalie! ―David grita mi nombre, intentando inmovilizarme.
―¡Amalie, detente! Deja de forcejear. Vas a hacerte daño... al bebé.
¡Amalie! ¿Qué demonios está pasando?
Me grita a la cara, su expresión furiosa y confusa a la vez, y el temor
que siento al mirar su rostro ensombrecido y furioso es peor que
cualquier cosa que haya sentido en toda mi vida. Es paralizante, frío
como el hielo, tan profundo y absorbente, que jamás olvidaré cómo se
siente.
―No, ―grito, retorciéndome debajo de él, sin pensar en nada más
que en lo desesperada que estoy por liberarme―. Vas a matarme como
hiciste con Bria. Suéltame. Suéltame, joder.
Grito las últimas palabras, pataleando y sacudiéndome contra él, y
tardo un momento en darme cuenta de que David se ha quedado
completamente inmóvil encima de mí, sus dedos magullándome las
muñecas y mirándome con cara de auténtica conmoción.
―¿Qué acabas de decir?
30

David
Al principio no estoy del todo seguro de haber oído bien. No puede
ser. Miro a mi esposa forcejeando, veo el miedo en su rostro y me doy
cuenta que lo dice en serio.
Me tiene miedo.
Tiene miedo que vaya a matarla.
Por un momento no sé qué decir. Por una vez, el instinto de
arremeter contra ella, de decirle que está exagerando, que está paranoica,
simplemente no existe. Por una vez es totalmente cierto, pero lo único
que puedo pensar es que no puedo creer que de algún modo haya llegado
tan lejos. Que mi negativa a abrir las heridas del pasado me haya llevado
a esto.
―Amalie. ―Intento hablar tan lenta y cuidadosamente como
puedo―. Dondequiera que creas que vas, comoquiera que pensaras que
ibas a burlar mi seguridad, ahora no lo harás. Ya estarán alertados por
todo el ruido.
―¡No me importa! ―Vuelve a agitarse contra mí, con la voz
entrecortada y rota de miedo. El corazón se me estruja en el pecho al verla
así. Nunca imaginé que la asustaría tanto. Siento como si el pasado se
repitiera de nuevo, e intento aflojar el agarre de sus muñecas lo suficiente
para no hacerle daño. De repente, la siento terriblemente frágil, y siento el
impulso irrefrenable de levantarla y estrecharla contra mi pecho, de
protegerla de sí misma. De este miedo que ella ha azuzado hasta
convertirlo en una cosa espumosa y viva capaz de destruirnos a ambos.
―Amalie, por favor. ―Me arriesgo a soltar una de sus muñecas y
sujeto su rostro en la palma de mi mano. Me duele verla retroceder, sus
ojos se agrandan como si pensara que voy a golpearla―. Por favor, ven
conmigo y siéntate en el salón. Podemos hablar. Lo has entendido todo
mal. Por favor.
Nunca le había suplicado nada. Nunca pensé que lo haría. Veo
cómo se da cuenta de ello en su expresión, cómo lo asimila y lentamente
deja de forcejear. Cuando veo brillar lágrimas en las comisuras de sus
ojos, siento como si se me abriera el corazón.
―Amalie ―susurro su nombre, y ella se relaja debajo de mí,
asintiendo lentamente.
Me retiro, soltando su muñeca y poniéndome de rodillas, extiendo
una mano para ayudarla a levantarse. Está temblando y comienzo a
acercarme a ella, pero cuando se echa atrás, me detengo y levanto las
manos para mostrarle que no voy a tocarla.
Espera a que yo salga por la puerta y, por un momento, pienso que
va a salir corriendo de nuevo. Pero coge la bolsa que se le ha caído al
suelo, se la acerca como si no pudiera soltarla y me sigue hasta el salón
más cercano.
Es el salón enorme y formal, aun parcialmente reformado, con una
chimenea medio desmontada y un único sofá sin cubrir con una tela. De
repente soy consciente de todas las cosas que Amalie ha dicho sobre esta
casa y que yo no quería oír: que no parece un hogar, que es fría y poco
acogedora, como un mausoleo para gente que ya no está. Una casa llena
de fantasmas.
Todo lo que he podido ver es en lo que se convertirá la casa cuando
acabe con ella. Pero comprendo, mirando a mi alrededor, cómo ella no
podría visualizar lo que yo siempre he visualizado. Al fin y al cabo, ella
nunca la ha visto como yo la vi al crecer aquí.
Todo lo que he hecho mal estalla con claridad, todas las formas en
que podría haberlo hecho de otra manera, y tengo tanto miedo a que sea
demasiado tarde.
No sé qué haré si lo es.
Se sienta muy lejos de mí, en el extremo opuesto del sofá, con las
manos anudadas en el regazo y la postura tensa. Veo la expresión
recelosa en su rostro, y enciendo la lámpara de la mesilla auxiliar,
bañando la habitación con un suave resplandor dorado que transmite una
sensación de tranquilidad e intimidad. Quiero que se sienta segura.
Quiero que vea la sinceridad en mi rostro cuando le diga lo que tengo que
decir ―lo que espero que escuche―, aunque al final no sirva de nada.
―Lo siento ―le digo en voz baja―. Debería habértelo contado
todo, Amalie. Jamás imaginé que pensarías...
―¿Cómo? ―pregunta fríamente, clavándome la mirada―. ¿Cómo
se te ocurre pensar que no llegaría a esa conclusión? Cuando no quisiste
contarme nada, cuando todo el mundo pasa de puntillas sobre lo
ocurrido como si fuera un secreto mortal, cuando encontré sus tumbas y
el diario de Bria... tienes que pensar que soy idiota. ¿Ahora quieres que
crea que me equivoco?
―Lo haces ―le digo, con toda la calma que soy capaz de
manejar―. No digo que no tenga algo de culpa, en lo que pasó antes y en
lo que ha pasado entre nosotros. Solo digo que no es lo que tú crees.
Debería habértelo explicado todo, ahora lo veo. Y lo haré, si me dejas.
Tiene los labios tan apretados que los bordes de la boca parecen
blancos. Asiente con un pequeño movimiento rápido como si estuviera a
punto de echar a correr en cualquier momento. Me duele el corazón verla
así, pequeña y asustada, sus ojos fijos en mí como los de un conejo
aterrorizado.
―Te dije que esta era nuestra casa familiar ―digo en voz baja,
manteniendo la voz lo más uniforme y tranquila que puedo―. La familia
Carravella ha vivido aquí desde que llegamos de Sicilia; no se habló de
mudarse, hasta que mi madre falleció y mi padre se volvió a casar. La
casa había comenzado a deteriorarse, como ocurre con las casas viejas, y a
ella no le interesaba. Quería mudarse a Boston, y mi padre cedió para
hacerla feliz. ―Veo que Amalie se estremece ante eso, y suelto un lento
suspiro―. No digo que hiciera bien en enfadarme contigo por odiar la
casa por ese motivo. Debería haberme esforzado por ver que era
diferente, que te sentías sola y aislada, y no solo que no era lo
suficientemente 'bonita' para ti. Lo siento. De veras que lo siento.
―Entonces se mudaron a Boston. ―La voz de Amalie es un
susurro―. Ni siquiera me dijiste que es tu madrastra. Creí que era tu
madre cuando la visitamos. Me sentí como una idiota cuando encontré la
tumba y me di cuenta.
―Lo siento. ―Extiendo las manos, sin saber cómo mejorar la
situación―. Voy a seguir diciéndolo una y otra vez, Amalie, mientras te
cuento esta historia. Quiero que me creas realmente, aunque
comprenderé que no lo hagas.
Me detengo un momento, observándola.
―Mi hermano heredó la casa después que mi padre y su nueva
esposa se mudaran a Boston. Yo también me quedé aquí, con él y su
nueva esposa. Empezó a reformar la casa prácticamente de forma
inmediata, puede que Bria no le quisiera, pero le encantaba la casa. Le
parecía preciosa y se volcó en ayudar. Su matrimonio fue suficientemente
decente al principio, ella se quedó embarazada rápidamente, ocupándose
de la casa, mi hermano no era especialmente cariñoso con ella, pero
tampoco era cruel. Ella y yo éramos amigos. Yo... ―Respiro despacio,
intentando pensar en cómo decir lo que necesito sin que Amalie lo
malinterprete―. Me preocupaba por ella. No la quería, no de esa forma.
Que Lucio estuviera casado con ella, que los dos tuvieran un hijo,
solidificó mi libertad. No necesitaba casarme ni tener herederos, él se
había ocupado de todo eso. Pero él lo vio como... algo más.
―Oh. ―Amalie me mira, y puedo ver un atisbo de comprensión en
sus ojos. Empieza a ver por dónde va esta historia.
―Se puso celoso. Era... posesivo con ella. Lucio era un hombre
difícil. Nunca fue especialmente amable ni cariñoso con nadie, al
principio intentó ser más amable con ella, pero una vez que se le metía
algo en la cabeza, era imposible sacárselo. Era testarudo y una persona
difícil de tratar cuando estaba furioso. Se le metió en la cabeza que Bria y
yo teníamos algo. Que quizá Marcus no era suyo después de todo. Que
quizá incluso había estado con otros.
―Te refieres a las mismas cosas de las que me acusaste a mí. ―La
voz de Amalie corta la conversación, aguda y enfadada―. Entonces
suenas igual que él, ¿lo sabes? Tienes que hacerlo, oyéndote decir todo
esto...
Mi pecho se oprime con una profunda punzada de culpabilidad y
arrepentimiento.
―Sí ―digo en voz baja―. No lo vi en su momento, igual que estoy
convencido que él tampoco lo vio. Ahora lo veo. Sin embargo, yo nunca
habría hecho lo que él hizo. Tienes que creerlo, Amalie. Si hubiera
obtenido los resultados indicando que el bebé era mío, no lo habría
cuestionado.
―¿Y lo hizo?
Asiento lentamente.
―Bria estaba enfadada con él, pero se hizo una prueba de
paternidad. Él estaba convencido que ella seguía mintiéndole. Todo lo
que ella decía, él lo tergiversaba de alguna manera. Creo que la presionó
para que saliera con otra persona, o quizá solo con una amiga. Aún no sé
quién era el hombre...
―El hombre de las fotos. ―Amalie traga saliva―. Las que vi en el
ático.
―Lucio tenía un detective privado siguiéndola. Tomando fotos.
Perdió los nervios cuando se enteró. Ella volvió a casa una noche que yo
no estaba, y él estaba borracho y furioso. Discutieron y la golpeó, casi le
rompe la nariz. Marcus oyó el ruido, se escapó de la niñera y bajó. Lucio
estaba... Me lleva un momento decirlo en voz alta. Incluso todos estos
años después, sigue siendo difícil recordarlo―. Lucio intentó matar a
Marcus. A su hijo. Tenía un arma y, de algún modo, Bria se la quitó. Juró
que no quiso matar a Lucio, que el arma se disparó mientras intentaba
quitársela. Eso podría ser cierto, pero podría no serlo. Creo que no
cometió ningún error, a decir verdad. No con la vida de su hijo en juego.
Amalie me mira con los ojos muy abiertos, su expresión sigue
siendo de desconfianza.
―Comprendo que pienses que me lo estoy inventando todo ―le
digo en voz baja―. Sé que es mucho para asimilar. Sé que puedes pensar
que intento ocultar lo que hice culpando a otra persona. Pero admito mis
errores. Yo...
―La ropa. ―Amalie se muerde el labio―. Encontré ropa manchada
de sangre en una habitación que creo era de Bria. O al menos tenía
algunas de sus cosas. Eso fue... ―se estremece―. ¿Por qué las guardaste?
―Ella las guardó. No lo supe durante mucho tiempo, no hasta que
ella desapareció. Ocultaba bien muchas cosas. Respecto a por qué las
guardé después, no tengo una buena razón para ello. Supongo que tras
haberlas guardado, debido a su sentimiento de culpa, me resultaba
extraño ir en contra de sus deseos y deshacerme de ellos. No puedo
explicarlo de forma coherente. El dolor hace que la gente haga cosas
extrañas.
―¿Intentas decirme que la lloraste? No lo hiciste...
―Yo no la maté. ―Suena tan absurdo saliendo de mi boca, incluso
ahora, pero sé que tengo que tomarme en serio los temores de Amalie si
quiero tener siquiera una oportunidad al menos de conseguir que crea la
verdad―. Mi familia quería ocultarlo todo, lo que le ocurrió a Lucio, la
participación de Bria en su muerte, todo. Hicieron que pareciera un
accidente y me convencieron para casarme con ella, para garantizar que
cuidara de ella y que Marcus siguiera viviendo con cierta normalidad.
Pensaron que el hecho dramático de hacerme cargo de la viuda de mi
hermano distraería a todo el mundo de lo que había ocurrido en realidad,
y tenían razón.
―Leí su diario. ―Amalie lo suelta de pronto, retorciéndose las
manos en el regazo―. Estaba en la misma caja que la ropa. Se muerde el
labio, aún tensa y nerviosa―. Vi lo que decía de vosotros dos, que
queríais tener hijos, y ella...
―Nuestro matrimonio fue difícil. No quiso acostarse conmigo en
nuestra noche de bodas, y no la presioné. Decía que no le importaba que
me acostara con otras, que no esperaba que le fuera fiel, y lo intenté
durante un tiempo. No me gustaba sentirme como si estuviera
engañando a mi mujer, pero tampoco estaba dispuesto a ser célibe.
Parecía un acuerdo decente, aunque no exactamente feliz, hasta que mi
padre empezó a preguntar por qué todavía no se quedaba embarazada.
―Quería más herederos. ―La voz de Amalie es un susurro, y me
percato que dice la verdad. Sí que leyó el diario (tiene que haberlo leído,
para saber tanto y haber sacado las conclusiones que sacó), y no estoy
seguro sobre cómo me hace sentir eso. Me parece una invasión de la
intimidad de Bria, por quien aún siento cierta protección... pero, al mismo
tiempo, puede que así le resulte más fácil creerme.
―En efecto ―confirmo en voz baja―. Así que Bria se acostó
conmigo, pero siempre estaba rígida y fría, y daba la sensación en todo
momento como si la estuviera forzando. Quería recurrir a un médico en
su lugar -para hacer la fecundación in vitro- y ojalá lo hubiera manejado
de otra manera. Pensé que estaba siendo ridícula. Yo había hecho tanto y
ella no quería saber nada de mí. Ya ni siquiera éramos amigos, como lo
habíamos sido antes, excepto en pequeños momentos en que revelaba lo
deprimida que estaba. Creo que estaba resentida con Marcus por
mantenerla atrapada en un matrimonio en el que de otro modo no habría
estado, y se sentía culpable por ello. Proyectaba eso en mí, me acusaba de
odiar a su hijo porque no era realmente mío y de estar desesperado por
tener un hijo propio con ella. Me hacía sentir como un monstruo cada vez
que estábamos juntos en la cama.
―¿Por qué no recurrir a un médico como ella pidió? ―Amalie no
puede mirarme al decirlo. La veo pensar, tratando de asimilarlo todo, de
decidir si me cree.
―No lo sé ―admito, con la voz entrecortada por el
arrepentimiento―. Debería haberlo hecho. Estaba resentido, pero con ella,
no con su hijo. Estaba enfadado y dolido, y también me sentía atrapado.
Nada de eso compensa los errores que cometí, por supuesto. Nunca
podré enmendar nada. Y lo peor es que ahora veo que cometí algunos de
los mismos errores contigo, después de casarnos. Que empecé a repetir el
pasado. Y ahora...
―¿Ahora qué? ―Amalie levanta la vista hacia mí, y puedo ver
cómo vuelven a brillar las lágrimas en sus ojos. Extrañamente, me da un
poco de esperanza. No parece tan enfadada, ni tan asustada. Creo que
podría creer que digo la verdad. Creo, al menos, que podría querer
hacerlo.
―Ahora, no sé si tendré la oportunidad de arreglarlo ―le digo en
voz baja.
Amalie se muerde el labio, apartando la mirada.
―Cuéntame el resto.
―No me di cuenta hasta después de casarnos que me había
encariñado de Bria mucho antes, cuando éramos amigos, cuando estaba
casada con Lucio. Me preocupaba por ella y me decía a mí mismo que no
era ese tipo de amor. Pero después de ser mía, me di cuenta que sentía
algo por ella que iba más allá de la amistad, más allá de ser mi cuñada.
No sé si alguna vez estuve enamorado realmente de ella, pero me estaba
acercando. Podría haber sido eso, si ella no me hubiera alejado como lo
hizo. Lo que pasó... ―Me detengo un momento, luchando por encontrar
de nuevo las palabras. Para ayudar a Amalie a comprender lo horrible
que fue todo y lo mucho que lamento el papel que desempeñé en ello.
―Marcus enfermó. Nada maligno ni extraño, una gripe
especialmente fuerte. Bria perdió la cabeza. Pensó que estaba siendo
castigada de alguna manera, que era culpa suya por querer dejar el
matrimonio, todo tipo de cosas que no tenían sentido. Escuchó una
conversación...
―Sobre herederos ―termina Amalie en voz baja―. Con tu padre.
Estaba en el diario.
Asiento.
―Estaba desolada por lo enfermo que estaba Marcus. Simplemente
no pudo entenderlo. La conversación no era más que puro pragmatismo,
para apaciguar a mi padre, nada más. Pero Bria lo vio como una traición,
una prueba fehaciente que Marcus no me importaba, que ella no me
importaba, solo la línea familiar. ―Suelto un suspiro lentamente,
sintiendo que las lágrimas se me agolpan en el fondo de los ojos, incluso
después de todo este tiempo―. Cuando murió, ambos quedamos
desolados. Bria estaba, por supuesto, inconsolable. Tenía todo el derecho
a estarlo. Pero no me di cuenta de lo mal que estaba. No hasta que llegué
a casa una noche y me encontré la puerta del baño cerrada y a ella en la
bañera, muerta. Había intentado cortarse las venas, vi sangre en su
manga, pero supongo que no pudo hacerlo de ese modo. Así que se tomó
todas las pastillas que encontró.
Mi voz es plana, sin emoción, porque si lo digo de otra forma, sé
que me derrumbaré. A veces sigo teniendo pesadillas con su visión en
aquella bañera, y sigo preguntándome qué podría haber hecho de otra
forma. Si podría haber cambiado algo.
El rostro de Amalie es una máscara horrorizada.
―Por eso irrumpiste en el baño aquella noche ―susurra―. Creí
que solo me estabas faltando al respeto, tratándome como si te
perteneciera. Pero tenías miedo.
Asiento con la cabeza, esforzándome por controlar mis emociones,
por terminar la historia.
―Lo único que podía pensar era que te había hecho tan infeliz que
ibas a hacer lo mismo. Debería habértelo dicho aquella noche. Debería
haberte explicado por qué. Debería haberte explicado tantas malditas
cosas, Amalie. He cometido tantos errores.
―Hubiera intentado comprenderte si lo hubieras hecho ―dice en
voz baja―. Habría ayudado. No quería que las cosas fueran así...
―He sido frío contigo. Cruel, a veces. Ahora veo todo eso, mirando
hacia atrás. ―Las palabras surgen más deprisa, con la voz entrecortada,
casi desesperada por que me escuche, por que comprenda―. Me
aterrorizaba la idea de enamorarme de ti y que pasara algo. Que me
odiaras, o te fueras, o te hicieran daño. Que me preocupara por nuestro
hijo y lo perdiera. Era más fácil alejarte, acusarte sobre cosas en las que no
tenía motivos por los que creer, fingir que te odiaba. Pensaba que sería
más fácil si me odiabas, pero eso lo hizo mucho peor.
―Me preguntaba por qué siempre querías saber que yo te deseaba
―susurra Amalie―. Lo comprendí, después de leer el diario. Después de
leer sobre ti y Bria, la forma en que... ―Se muerde el labio―. Supe que a
mí también me importaba, porque odiaba leer sobre ti en la cama con otra
persona. Aunque entonces fuera tu mujer.
―Detestaba imaginarte con alguien más en Ibiza ―admito―. Pensé
que quería que hubieses hecho algo malo, para que pudiésemos odiarnos.
Para que nunca tuviéramos ninguna posibilidad de hacernos daño. Pero
lo único que ocurrió fue que acabamos haciéndonos daño igualmente. Y
tú pensaste... ―Trago saliva―. Nunca habría podido hacerle daño,
Amalie. Apenas soportaba tocarla cuando no me quería. Todo ha
resultado muchísimo peor por no haber sido sincero contigo.
Ella asiente sin decir palabra, sus ojos brillan en la escasa luz
dorada.
―Deberías habérmelo dicho ―susurra―. Ahora, después de todo
esto...
―Lo sé. ―Siento cómo mi pecho se contrae, cómo mi corazón se
desgarra como si alguien lo hubiera agarrado con la mano y lo hubiera
retorcido―. No puedo compensarte, Amalie. No puedo cambiarlo. Solo
puedo decirte cuánto lo lamento... y que comprendo que quieras
divorciarte después de enterarte de todo esto. No te culparía. Encontraré
la manera de hacerlo sin que te perjudique a ti ni a tu familia. Me
aseguraré que el niño esté bien cuidado. Si...
―¿Si es tuyo? ―Muerde las palabras, cortándome, y niego con la
cabeza.
―Te creo, Amalie ―le digo en voz baja, sintiendo que el corazón se
me estruja de nuevo―. Siento haberte hecho creer que no... que intenté
creer que no... para alejarte. Siento haberte tratado tan mal que te hiciera
pensar algo tan terrible de mí. Me aseguraré que ambos estéis cuidados.
Amalie se queda callada un largo rato, sus dedos retorciéndose en
su regazo.
―Yo también tengo cosas por las que disculparme ―dice
finalmente, su voz es un susurro bajo mientras alza la vista hacia mí―.
No entendía por qué eras tan ardiente y frío, por qué las cosas eran tan
diferentes respecto al tiempo que estuvimos en Ibiza. Las cosas que
encontré me hicieron sospechar y yo… yo dejé volar mi imaginación. Lo
siento...
―No tienes nada que lamentar ―le digo con firmeza―. Tu
imaginación voló por ti ya que me negué a darte respuestas. No te di el
espacio necesario para que pudieras acudir a mí y contarme lo que habías
encontrado, cada vez que lo intentabas, me enfurecía. Durante mucho
tiempo estuve muy enfadado por lo que había pasado, y también
culpable, en cierto modo. No quería hablar de ello ni introducirlo en
nuestro matrimonio, pero en cualquier caso empezó a corroerlo. Podría
haber evitado tantas cosas si hubiera sido sincero contigo. Nada de esto
es culpa tuya, Amalie.
―Mi familia también tiene esqueletos ―dice en voz baja―. Ya lo
sabes. La muerte de mi padre, el exilio de mi hermano... todo porque
tenía ambiciones que no quería dejar de lado. No sé si volveré a ver a
André. No sé enteramente si quiero hacerlo. Pero lo habría entendido,
David. Y habría intentado ayudar, si hubiera podido. Yo…yo me
preocupé por ti, en Ibiza. Si hubiéramos comenzado el matrimonio de
diferente manera, las cosas podrían haber sido...
―Lo sé. ―Trago saliva con fuerza, intentando no pensar en la
ironía de todo esto, que al intentar alejarla para evitar un corazón roto, he
acabado teniendo uno de todos modos. Ya puedo sentir el dolor de su
marcha, incluso con ella sentada frente a mí―. Hablaré con mi padre
mañana.
―No sé si quiero divorciarme ―me dice Amalie,
sorprendiéndome―. Ni siquiera estaba segura de querer irme. Hemos
tenido momentos. Pero tenía tanto miedo.
―Lo siento mucho...
―Fui horrible contigo a propósito, para hacer exactamente eso.
Siempre me arrepentiré de ello. ―Me siento derrotado, como si un peso
se hubiera asentado sobre mis hombros del que no creo poder
desprenderme nunca. He arruinado dos matrimonios. Me siento como en el
más terrible de los fracasos.
―El bebé es tuyo. ―Amalie me mira directamente, su mirada
adquiere un matiz de esa rebeldía que me resulta tan familiar―. De eso
no hay duda. Puede que jugara contigo de vez en cuando para intentar
hacerte dudar, para cabrearte porque estaba muy enfadada contigo y me
equivoqué al hacerlo, pero no fui capaz de desear a nadie más cuando
estuvimos en Ibiza. Nunca hubo nadie más que tú. Necesito que lo creas,
David. Es la única forma de poder tener siquiera una posibilidad de
seguir adelante.
―Te creo. ―Pongo en ello toda la sinceridad que puedo reunir―. Y
no dejaré que os pase nada malo a ninguno de los dos. Haré todo lo que
queráis, os daré todo lo que necesitéis. Te lo prometo.
Amalie guarda silencio durante un largo instante. Veo que se toca el
vientre, que sus dedos rozan la parte delantera de la blusa.
―¿Y ahora qué? ―pregunta en voz baja, y puedo ver la pregunta
como lo que es. Es ella, dándome una oportunidad. Esperando a ver qué
le digo, en este momento en que ha decidido no huir de mí.
Me levanto lentamente y le tiendo la mano.
―¿Quieres intentarlo? ―le pregunto, con toda la delicadeza que
puedo. La miro a los ojos, a esta mujer con la que me he casado, a la que
nunca he dado la oportunidad de ser lo que necesito. Quien, sé, se merece
algo mucho mejor que yo.
Amalie me mira y, por un momento, creo que va a decir que no. Y
sé que si lo hiciera, la dejaría marchar.
No puedo mantener enjaulada a otra mujer que no me ama, diga lo
que diga mi familia. No importa lo que quiera mi padre.
Se levanta y apoya su mano en la mía.
―Sí ―dice en voz baja. Y entonces da un paso adelante y me besa,
su mano contra mi pecho, su cuerpo inclinado hacia el mío.
Juntos, de la mano, nos giramos para volver arriba.
31

Amalie
Cuando me despierto por la mañana, al principio no puedo evitar
preguntarme si todo lo que pasó anoche fue una especie de extraño
sueño. Tardo un momento en recordarlo todo: mis intentos de huir de
casa, David atrapándome, la larga charla en el sofá. La comprensión
respecto a que la realidad era algo similar a lo que había sospechado y
muy alejada de ello, todo a la vez.
La decisión que tomamos ambos de intentarlo.
Esperaba que quisiera sexo cuando regresáramos a la cama, que
quisiera hacer las paces como yo imaginaba que él desearía. Pero, en
lugar de eso, simplemente se volvió a acostar y extendió las manos en el
espacio que había entre nosotros en la cama, cogiendo las mías y
pidiéndome perdón.
Le dije la verdad: que llevaría tiempo. Que no podía prometerle que
todo iría bien en un día, una semana o un mes. Que tendríamos que
aprender a confiar el uno en el otro. A ser vulnerables.
Ha dicho que quiere mantenerme a salvo. Quiero creerle. Y
supongo que solo el tiempo dirá si puedo.
No está en la cama cuando me despierto, y siento una punzada, una
sospecha repentina de que quizá no era tan sincero como yo creía.
Entonces levanto la vista y veo el jarrón de rosas sobre mi tocador,
idéntico a los que había sobre la mesa del comedor hace ya tanto tiempo,
cuando intentó disculparse conmigo sin palabras. No tengo que adivinar
su significado, ni que intenta asegurarme que todo lo que dijo anoche iba
en serio.
Me quedo sentada mirándolas, intentando ordenar mis emociones,
y oigo crujir la puerta del dormitorio. David entra, ya vestido, con una
expresión en su rostro que pocas veces he visto. Es más suave, más alegre
de lo que estoy acostumbrada.
―Esperaba que estuvieras despierta. ―Viene a sentarse a mi lado
en la cama y toma mi mano. Su pulgar roza mis nudillos y exhala
lentamente―. ¿Has cambiado de opinión sobre intentar que las cosas
funcionen entre nosotros? ¿Te lo has pensado mejor a la luz del día?
Porque si no...
―No hay segundas intenciones ―le digo suavemente, enroscando
mis dedos alrededor de los suyos―. Aún va a llevar tiempo. Lo digo en
serio. Pero quiero intentarlo.
―Bien. Porque nos he reservado una luna de miel. ―David me
sonríe tímidamente―. Sé que puedes decir que aquí no se necesitan
grandes gestos, pero una vez me preguntaste por una luna de miel. Mi
respuesta fue, cuando menos, desagradable.
―No me importan los grandes gestos. ―Le sonrío burlonamente, y
veo que sus hombros se relajan y el ánimo se aligera un poco.
―Entonces intentaré pensar qué más puedo hacer. ―Se levanta y se
acerca a mí para darme un beso―. ¿Quieres saber dónde te llevo?
―Creo que preferiría una sorpresa. ―Me dejo llevar por el beso,
largo y lento, y empiezo a sentir un atisbo de esperanza. Creo que existe
una posibilidad para que esto funcione. Si ambos lo intentamos, podemos
tener algo mejor de lo que ninguno de los dos esperaba.
―Todavía falta un poco. Pensé que sería bueno irnos cuando las
partes de la casa en las que pasamos la mayor parte del tiempo estén
siendo muy remodeladas. ―Vacila, retrocediendo un poco―. Sé que
odias esta casa, Amalie. Y en el ánimo de intentar que nuestro
matrimonio funcione, si realmente no puedes soportarlo, nos mudaremos
a Boston. Pero quiero saber si hay alguna forma de hacerte feliz aquí.
Hago una pausa, intentando pensar honestamente si hay alguna
posibilidad, si no seré siempre infeliz. Si hay alguna forma de no sentirme
siempre atormentada cuando la atraviese, de borrar cuánta miseria ha
ocurrido aquí.
―Es importante para ti, ¿verdad? ―pregunto cautelosamente, y
David asiente.
―Sé que no todos los recuerdos que hay aquí son buenos. Sé que
para ti muchos no lo son. Pero... ―Se levanta de repente y me coge de la
mano―. Ven conmigo, por favor.
Sobresaltada, lo único que se me ocurre hacer es asentir. Lo sigo
escaleras abajo con mis pantalones cortos de dormir de seda y mi
camiseta de tirantes, por una vez sin prestar atención al frío mientras me
conduce hasta la cocina.
―Solía ver a mi madre cocinar aquí ―me dice, señalando los
fogones―. Teníamos una empleada doméstica, por supuesto, pero a ella
le gustaba venir aquí e intentar hacer las cosas ella misma. Lo único que
le salía era pan de plátano. Todavía no puedo comerlo sin pensar en ella.
Lo miro fijamente, aún estupefacta y sin palabras. Nunca le había
oído hablar tanto de sí mismo.
―Y aquí dentro. ―Me conduce al comedor más pequeño―.
Solíamos celebrar pequeñas cenas por nuestros cumpleaños, hasta que mi
hermano y yo llegamos a esa edad en la que odias todo lo que tus padres
intentan hacer por ti. Mi madre... ―David vacila, mirándome―. Ella no
amaba la vida mafiosa. Intentaba que todo fuera lo más normal posible
para nosotros. A veces creo que por eso mi padre se casó con alguien tan
diferente a ella, la segunda vez. Creo que ella le importaba de verdad.
Celebrábamos las fiestas en la gran sala de estar: todos decorábamos. Mi
madre se negaba a que el personal tocara nada para decorar en Navidad.
Mi padre nunca participaba, pero miraba, fumando en pipa y
comentando aquí y allá. Era uno de mis momentos favoritos del año.
David se vuelve hacia mí, me coge de las manos y me acerca.
―Aquí también tenemos buenos recuerdos. En el comedor. En
nuestro dormitorio. Podemos hacer más. Puedes opinar todo lo que
quieras sobre las reformas. Cualquier estilo que elijas, lo que te haga feliz.
Podemos hacerlo juntos. Incluso te compraré una segunda casa en Boston
para que la decores a tu gusto, si estás dispuesta a probar aquí. Aunque
solo sea por un tiempo...
Me doy cuenta que tiene miedo a que diga no. Levanto la mano y
presiono un dedo contra sus labios.
―No me gustaba estar aquí porque me sentía sola ―le digo en voz
baja―. Porque me sentía aislada y sola. Pero si las cosas van a ser
diferentes entre nosotros, tal vez yo también me sienta diferente con
respecto a la casa. No puedo prometerte que me vaya a encantar. Pero lo
intentaré, igual que intentaremos que nuestro matrimonio funcione. Y
aún no tienes que comprarme una segunda casa. ―Le sonrío,
inclinándome para darle un beso en los labios―. Esperaremos a ver si
necesitas disculparte por alguna otra cosa, más adelante.
―Pequeña... ―David se ríe, un sonido del que parece liberarse
precipitadamente, como si no se hubiera reído de verdad en mucho
tiempo. Estamos de pie en medio del enorme salón, y me apoya contra la
pared más cercana, con las manos en mi cabello mientras su boca se
aplasta contra la mía. Sabe a café dulce, sus labios rozan mi boca una y
otra vez mientras se inclina hacia mí, y puedo sentir lo duro que está.
Hay una gran ventana junto a nosotros y me rio, tirando de las cortinas
para cerrarlas antes que pase alguien de seguridad y nos vea.
―Creí que te gustaba que te follaran contra las ventanas. ―Sus
dientes atrapan mi labio inferior, y gimo, recordando lo que me hizo en
Ibiza.
―Puedes follarme contra todas las ventanas de nuestro hotel en
nuestra luna de miel. Pero no creo que quieras que tu equipo de
seguridad me vea siendo follada en nuestra propia casa.
―Tendría que matar a cualquiera que mirara ―asiente, sus manos
siguen tirándome del cabello y vuelve a besarme profundamente, con un
hambre que me deja sin aliento.
Se arrodilla y me baja los pantaloncitos de seda, tan deprisa que
jadeo. Su mano se desliza por mi pierna, enganchándola en su hombro,
mientras me abre con los dedos y su lengua busca mi clítoris con ligeros y
rápidos movimientos haciéndome arquear contra su boca.
―Estás provocándome ―susurro, y él suelta una risita, las
vibraciones se extienden por mi piel mientras me mira, con sus ojos
oscuros brillantes de lujuria.
―Voy a provocarla el resto de su vida, señora Carravella
―murmura―. Me encanta tu sabor en mi lengua, cara mía. Y quiero que
te corras para mí. ―David aprieta su boca contra mis pliegues,
recorriéndolos con su lengua en un largo y lento lametón que me hace
estremecer―. Quiero saborear cuánto me deseas.
Enredo la mano en su cabello, echando la cabeza hacia atrás contra
la pared y gimo suavemente.
―Te deseo ―respiro, sintiendo cómo su lengua busca de nuevo mi
clítoris, deslizándose sobre él en lentos lametones que me hacen gritar―.
Quiero que me hagas correrme. Por favor, haz que me corra...
―Paciencia, bellisima. ―Su mano agarra el costado de mi cadera,
sujetándome contra su boca mientras vuelve a arrastrar su lengua sobre
mí―. Haré que te corras.
No me cabe la menor duda que es cierto. Su boca se aprieta contra
mí, su lengua encuentra todos los puntos que sabe que más me gustan,
revoloteando y lamiendo, firme e insistente, y luego aflojando hasta que
me retuerzo contra él y le suplico. Cuando se mete mi clítoris en la boca,
gimiendo como si le excitara tanto mi sabor como a mí la sensación de lo
que está haciendo, siento que todos los músculos de mi cuerpo se relajan,
que el placer me desgarra mientras gimo su nombre y muevo las caderas
contra su boca, con las rodillas a punto de doblarse por la fuerza. Siento
que me sujeta, que su lengua me pasa por el clítoris hasta que cesan todos
los espasmos de mi clímax, y entonces se levanta, con la boca reluciente
de mi excitación.
―Gírate ―gruñe roncamente―. Dios, Amalie...
Me muevo sin vacilar, de cara a la pared, cuando él se coloca detrás
de mí, con la polla caliente y dura contra mi culo. Siento que me empuja
hacia allí, que sus caderas se balancean ligeramente, y suelta un gemido
grave provocándome temblores por todo el cuerpo.
―Te quiero aquí, algún día ―murmura. Te quiero toda, cuando
estés lista.
Y entonces empuja su polla hacia abajo, la cabeza hinchada se
desliza dentro de mí mientras arqueo la espalda, y todos los
pensamientos de mi cabeza se desvanecen al llenarme.
No sé qué nos deparará el futuro. No sé cómo estar casada con este
hombre, cómo hacerle feliz... ni cómo hacerme feliz a mí misma, en
realidad. Pero ambos tenemos la oportunidad de intentarlo. Y mientras él
se hunde en mí, su cuerpo se amolda al mío y convierte mi boca en la
suya para besarme, sé que me alegro de tener esta oportunidad.
Quiero que haya algo más para nosotros. Un futuro.
Y ahora puede que lo haya.

...
Dos meses después, me encuentro bajando de nuestro jet privado
en medio de un ambiente cálido y húmedo, con el olor a mar y sal
llenando mis sentidos.
―La costa de Amalfi ―me dice David, haciendo un gesto amplio
cuando salimos a la pista hacia el coche que nos espera―. Pensé que
disfrutarías aquí. La playa, las compras, los excelentes restaurantes
―Ibiza, pero para adultos, creo ―añade riéndose.
―¿Para adultos a punto de tener un bebé? ―yo también me rio,
llevándome la mano al estómago. Se me empieza a notar un poco, una
ligera redondez en el vientre que a David le encanta. No puede apartar
las manos de mí, y en las últimas semanas he bromeado a menudo
diciendo que si le fuera posible dejarme embarazada dos veces, lo habría
hecho.
Ya es de noche cuando llegamos al hotel. David me ayuda a salir
del coche, solícito, cosa que he notado cada vez más. Se muestra
cuidadoso conmigo constantemente, como si temiera que pudiera
ocurrirme algo a medida que avanza el embarazo, y yo he intentado
tranquilizarle. Para mi gran alivio, es algo que puedo hacer ahora que
está cada vez más cómodo hablándome de cómo se siente.
No sé si David será alguna vez un hombre que hable de sus
sentimientos con gran detalle, pero he aprendido a leerle, ahora que me
ha dejado entrar. Y veo que lo intenta. Su lenguaje amoroso son
claramente los regalos: desde la noche en que acordamos trabajar en
nuestro matrimonio, la casa está llena de rosas todos los días. Cada
comida consiste en algo que él sabe que me gusta comer y que puedo
retener, aunque el embarazo haya avanzado y mis náuseas hayan
desaparecido. Me ha prometido que cuando volvamos a casa de nuestra
luna de miel, tendremos personal, así que ya no habrá comida a domicilio
para todas las comidas, aunque siempre haya sido la mejor comida a
domicilio de restaurante.
―Tengo una sorpresa para ti en nuestra habitación de hotel
―murmura cuando nos hacen pasar por las puertas doradas, y el conserje
saluda a David por su nombre.
―Todo está arreglado, señor Carravella ―le dice, y David asiente,
cogiéndole la tarjeta―llave.
―¿Ya? ―susurro cuando nos encaminamos hacia el ascensor―.
¿Qué has hecho?
―Ya verás. ―Tiene una amplia sonrisa en la cara, y siento un aleteo
excitante en el pecho. Nunca he sido de las que fingen que no me gusta
que me mimen, y David destaca precisamente por eso.
Cuando entramos en la suite del ático, no veo inmediatamente lo
que ha hecho. Es una habitación preciosa, aunque se parece a lo que yo
esperaría de un hotel de cinco estrellas. No noto nada fuera de lo normal,
hasta que mi mirada se desvía hacia las puertas abiertas que dan al
balcón y me quedo boquiabierta.
Hay luces en el balcón y en el techo, bañando el espacio con una luz
suave. La mesa es suficientemente grande para un enorme jarrón de rosas
y velas, y veo champán enfriándose en un cubo, la mesa ya preparada con
nuestro primer plato. David me lleva hasta ella, e inmediatamente veo la
vista que hay abajo: las luces resplandecientes y las amplias y coloridas
vistas de la Costa Amalfitana extendiéndose ante nosotros.
―Esto es precioso ―susurro, y David me vuelve hacia él,
apoyando las manos en mi cintura.
―Tú eres preciosa ―me dice, rozándome la mejilla con los
dedos―. Mi perfecta y preciosa esposa. Debería haber sabido antes lo
perfecta que eras para mí. Pero pretendo pasar el resto de mi vida
demostrándote exactamente hasta qué punto sé que eso es cierto. ―Su
mano se desliza por mi cabello, acercándome, inclinando mi boca hacia la
suya―. Te amo, Amalie Carravella. Y te lo diré todos los días, desde
ahora hasta siempre.
Por un momento, no puedo respirar. Lo miro, atónita, con los ojos
llenos de lágrimas.
―He querido decirlo ―susurro―. Tenía miedo de hacerlo. Pero sé
que no debería haberlo tenido. Debería decirte siempre lo que siento. Yo
también te amo, David. Y estoy deseando que me lo digas una y otra vez,
para poder decírtelo yo también.
La sonrisa que se extiende por su rostro es lo mejor que he visto
nunca. El contacto de sus labios contra los míos cuando me besa va más
allá de la perfección. Y sé, allí de pie en ese balcón, que este es el principio
de nuestra vida juntos. Aquí, en este lugar ―una versión diferente de
aquel en el que nos conocimos―, podemos estar los dos solos hasta que
volvamos a casa.
Y entonces, en ese lugar que hemos convertido en nuestro hogar,
seremos felices.
Ya no tengo ninguna duda de ello.
Epílogo

Amalie
Dos años después

Sostengo a mi hija sobre la cadera y la mantengo en equilibrio


cuando me alejo de los fogones, y miro hacia la puerta principal para ver
si David ya está en casa. Oigo a Frances, nuestra cocinera, murmurando
algo para sí misma al otro lado de la habitación, y no me cabe duda que
tiene algo que ver con mi presencia aquí. No le gusta que ocupe su
espacio, pero para mí era importante hacer esto para David, precisamente
hoy.
Nunca seré una buena cocinera, y eso está bien. No tengo
especialmente ningún deseo de aprender, y a David no le importa que
pueda hacerlo. Ha cumplido su promesa de llenar la casa con personal
que se ocupe de ella, dejándome hacer las cosas que me gustan y cuidar
de nuestra hija. Pero nunca he olvidado lo que me contó sobre lo que
horneaba su madre aquella mañana. A lo largo de muchas horas largas y
furtivas mientras él estaba fuera, creo que finalmente he conseguido
hacer una aproximación.
Oigo abrirse la puerta principal y quito el plato de la encimera, aún
con Marcia en brazos, caminando rápidamente hacia el comedor. Hay un
jarrón de rosas en el centro de la mesa: David las envía frescas todas las
semanas.
No se me ocurre ni una sola promesa que no haya cumplido, ni
nada que no haya hecho para intentar hacerme feliz. Lo ha intentado,
cada día, desde que dijimos que lo haríamos. Como resultado, tenemos
algo que nunca habría imaginado que fuera posible para mí, incluso antes
de saber que David y yo nos casaríamos: un matrimonio feliz.
―¿Amalie? ―Su voz resuena por toda la casa, y dejo a Marcia en su
trona, acomodándome a su lado.
―¡Estoy en el comedor! ―exclamo lo suficientemente alto para que
me oiga, y se me corta la respiración al oír sus pasos en dirección a
nosotras.
Siempre he pensado que era atractivo, pero algo cambió a medida
que lo hacía nuestra relación. Cada vez que lo veo, siento esa oleada de
deseo a la que estoy acostumbrada, pero ahora también hay algo más.
Una calidez, una felicidad, una sensación de seguridad que antes nunca
habría pensado que podríamos encontrar juntos. No quiero darlo nunca
por sentado.
David tarda un momento en ver lo que he hecho para él. Se
abalanza sobre mí para darme un beso y luego le da uno en la cabeza a
Marcia, apartándose antes que ella pueda agarrar su corbata y
estrangularlo con ella. Echa un vistazo a la mesa, como si se preguntara
por qué estoy aquí esperándole, y entonces ve el plato y las tazas de cacao
caliente junto a él.
―No lo hiciste. ―Se ríe, un sonido genuino que empiezo a estar
cada vez más acostumbrada a oír de él―. Aprendiste a hacer pan de
plátano.
―No sé si está bueno ―le advierto―. Pero pensé que sería una
buena forma de celebrar que la casa está terminada. Los últimos
contratistas se han ido hoy y ya está todo firmado. Está completamente
terminada. Y fuera hace frío, así que pensé que el cacao caliente era un
buen detalle.
―Se supone que nevará esta noche. ―David se hunde en la silla
frente a mí, cogiendo un trozo―. ¿De verdad está todo terminado?
Asiento con la cabeza, sintiendo una sensación de felicidad
mezclada con alivio. Las reformas quedaron en suspenso durante un
tiempo hacia el final de mi embarazo, cuando me sentía realmente
desgraciada a un nivel comparable al del principio del mismo y durante
el período en que Marcia era una recién nacida, ya que era imposible
mantener ningún tipo de horario para dormir compatible con tener a
gente trabajando en la casa. Durante los últimos meses, han estado en ello
sin descanso y yo he ocupado el tiempo que he tenido con la decoración,
haciéndome cargo del proyecto casi por completo, ya que David ha
tenido que ocuparse cada vez más de los negocios familiares.
―Espero que te guste ―le digo en voz baja, y él sonríe mientras
parte un trozo del pan de plátano.
―Todo lo que he visto hasta ahora me ha encantado ―me
asegura―. Has conservado la sensación histórica de la casa sin dejar de
actualizar las cosas. Está perfecta, Amalie. Aunque aún te compraré esa
casa de verano en Boston si quieres ―añade burlón, y yo me rio.
―No creo que allí haga más calor. Quizá una en Florida.
Él suelta una risita al oír eso, dando un mordisco, y yo espero un
momento. Su expresión es difícil de leer, y frunzo el ceño.
―Está mal, ¿verdad?
―Está buenísimo ―se las arregla David, dando un sorbo al cacao, y
yo le hago una mueca.
―Me prometiste que no volverías a mentirme.
―Bueno, seguro que si sigues practicando... ―Se atraganta con otro
bocado, y lo fulmino con la mirada, apartando el plato.
―No tienes por qué comértelo. De todos modos, tengo otra
sorpresa para ti. ―Me acerco a Marcia, levantándola―. Voy a dársela a la
niñera y luego te la enseñaré. Sube cuando hayas terminado con tu cacao.
Quince minutos después, Marcia está instalada en su cuarto y veo
que David sube las escaleras. Lo alcanzo en el momento en que está en el
rellano y lo beso suavemente.
―Sabes a cacao ―le digo, y me rodea la cintura con un brazo,
tirando de mí.
―Puedes probar todo lo que quieras ―murmura, y me rio.
―Ven conmigo. ―Tomo su mano y lo dirijo por el pasillo hasta una
puerta que hay justo al final de nuestra suite principal. La abro entrando
con él detrás, y me vuelvo hacia él para mirarlo mientras lo asimila.
―¿Qué es esto? ―David se da la vuelta, mirando la habitación. Las
paredes están pintadas de amarillo pálido, el suelo de reluciente madera
tiene una alfombra con dibujos de un sol, y alrededor hay un
revestimiento blanco. Ya está preparada como habitación infantil: una
cuna blanca con ropa de cama amarilla y una silla mullida a un lado, y
estanterías y cajones ordenados en el otro―. Amalie...
―Nuestra casa es ahora la mezcla perfecta de ambos ―murmuro,
acercándome a él―. Y quería asegurarme en todo momento que no vieras
esta habitación hasta que estuviera totalmente terminada. Creo que
Marcia debería tener su propia habitación. Y dentro de unos ocho meses...
Los ojos de David se abren desmesuradamente.
―¿Estás...?
Asiento, mis propios ojos se llenan de lágrimas.
―Esta estaba planeada para... ―susurro, y él se acerca a mí antes
de que pueda terminar del todo la frase, abrazándome contra él mientras
me besa, larga, lenta y profundamente.
―Esto es cuanto podría desear ―susurra contra mi boca, y cuando
se aparta, puedo ver lo mucho que esto significa para él―. Eligiendo una
habitación de la casa que querías fuera especial... ayudando de la forma
que lo has hecho... otro bebé... Amalie, esto lo es todo. Tú lo eres todo.
Estoy tan agradecido por que seas mi mujer ―me besa de nuevo, sus
dedos se enredan en mi cabello, y siento que las lágrimas resbalan por
mis mejillas sin quererlo.
Lágrimas de felicidad, porque antaño nunca habría sabido que las
cosas podían ir tan bien―. Estoy muy agradecido por que te hayas
quedado.
―Yo también. ―Me pongo de puntillas y vuelvo a besarle, respiro
el aroma de su fragancia y su cálida piel, el deseo me inunda al apretarme
más contra él―. Te quiero.
―Y yo a ti. ―Me hace retroceder hacia la silla, sentándose al
tiempo que me atrae hacia su regazo―. Y nunca te dejaré marchar.
―Nunca te lo pediré. ―Me hundo encima de él, cogiendo su rostro
entre mis manos―. Soy tuya, David. Para siempre.
Después de todo, pienso cuando me besa y busco los botones de su
camisa, perdida en el deseo, siempre estuvo destinado a suceder. Siempre
estuvimos destinados a encontrarnos.
Y ahora, nuestro futuro es todo lo que siempre quisimos que fuera.
Sobre la Autora

M. James escribe romances oscuros y deliciosos protagonizados por


heroínas fuertes y héroes dañados que se enamoran de ellas. Sus libros te
dejarán al borde del precipicio suplicando por más, pero el "felices para
siempre" está garantizado en todas las ocasiones: solo tendrán que luchar
por él.
Créditos
Traducción, Diseño y Diagramación

Corrección

La 99

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