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Los diálogos entre un gobierno sin base social, secuestrado por sus limitaciones
conceptuales y políticas; y sus captores: tres organizaciones indígenas que lo
arrinconaron durante 18 días de movilizaciones acompañadas de hechos violentos
de tinte vandálico y político, arrojaron como resultado algo casi imposible: 218
acuerdos que se concibieron en medio de tensiones y amenazas que hasta la
presente no cesan, quizás porque la paralización pasó de ser una acción social de
carácter reivindicativo a una estrategia utilitaria para operativizar chantajes de
todo tipo hacia el Estado. Pero también las medidas de hecho son un
emprendimiento que genera réditos políticos a dirigentes como Leonidas Iza,
presidente de la CONAIE, o Gary Espinoza, presidente de la FENOCIN, quienes en la
beligerancia del tumulto y la acriticidad de sus bases, cimentan sus liderazgos, sus
verdades y su intento por elevar a política pública agendas particulares que se
mezclan con los intereses de minorías étnicas históricamente excluidas. Lo cual,
desentona con los pedidos de reconciliación nacional, gobernabilidad y cese de la
violencia que marcaron las agendas de las mesas de diálogo posteriores al paro de
julio.
Más allá de esta amenaza y del poco probable éxito que pueda tener una
paralización en solitario y en un escenario caracterizado por el estado de
excepción en las provincias de la Costa, las agendas políticas de la CONAIE y la
FENOCIN, superan los flancos de oposición a un gobierno de turno, ya que su
estrategia a largo plazo es crear una aplanadora de violencia paralela a la que -en
teoría- ejerce por mandato de la ley, el Estado republicano. El famoso “Estallido”
que dignifican Iza y compañía.
Las mesas de diálogo, por más acuerdos alcanzados, demostraron que son
insuficientes ante la nostalgia de los dirigentes de las organizaciones indígenas por
salir a las calles, paralizar el país e instituir su democracia de tumulto con alta
dosis de chantaje.