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¿Cuarenta años de democracia?

Por Alfredo Espinosa Rodríguez1


Cuatro décadas de una democracia secuestrada por la dictadura de la corrupción, cuyo clímax lleva
los apelativos de “Arroz Verde” y “Lucas Majano”, y a la vez dolida por la sodomía causada por el
autoritarismo verde flex que dejó todo menos la “mesa servida”, nos llevan a reflexionar sobre el tipo
de democracia que heredamos a nuestros hijos e hijas y la necesidad de reinstitucionalizar el país.
Conmemorar este pasado oprobioso, el de la corrupción electoral y la genuflexión de la justicia ante
el dictamen del ahora autoexiliado expresidente Correa es casi tan oprobioso como celebrar la
ruptura consecutiva de la voluntad popular en las urnas a través de los vericuetos legales y las
interpretaciones antojadizas de la Constitución, realizadas por los representantes de la
“partidocracia”, quienes decidían poner y sacar mandatarios en nombre de la estabilidad de la
república y la nación. Decisiones que vale anotar eran elucubradas por la élite política asentada en
El Cortijo y ejecutadas por sus vasallos en el antiguo Congreso Nacional, el del “hombre del
maletín”, los gastos reservados, los cenicerazos, las golpizas, las alianzas contra-natura y la
legitimización anticonstitucional del interinazgo presidencial de “cinturita” (Fabián Alarcón).
Es esa democracia administrada por misóginos civiles y militares la que degradó la imagen política
de la mujer al mero espacio de la tarima y al de acompañante protocolaria y silenciosa en actos
oficiales. La misma que impidió a Rosalía Arteaga asumir la Presidencia de la República mucho
antes de que los feminismos ultraizquierdistas desnuden sus pechos en el Pleno del Parlamento
como estrategia para visibilizar sus luchas y discursos. Entonces la violencia política contra la mujer
–ahora pregonada como verborrea para justificar la ignorancia y la desidia política de algunas
lideresas- no existía en el imaginario de demócratas y pseudo-revolucionarios, blanco-mestizos e
indígenas.
Frente a este relato poco halagador para el onomástico de la democracia ecuatoriana, cabe
preguntarnos: ¿Hasta qué punto a los ecuatorianos nos gusta vivir en democracia? Y ¿En qué
medida el país cuenta con referentes democráticos? El Estado de propaganda verde flex personificó
y limitó la democracia a la figura del mandatario populista que hacía carreteras, hospitales,
viviendas; que “posiblemente robaba” –sí- pero “estaba bien porque todos los gobiernos y
funcionarios públicos roban”. Ese es el referente democrático que todavía añoran algunos
comensales del paternalismo sanduchero a los que el prófugo de la justicia se les llevó sumas
iguales o mayores a las del feriado bancario de Mahuad.
Los reacomodos institucionales y el devenir de los acontecimientos en el país han dictaminado que
la brújula moral y política de la república –en tiempos de Lenin Moreno- señale con dirección a una
transición incierta en donde posiblemente la democracia sea una vez más reducida al mero acto del
sufragio, el proselitismo burdo, la proliferación de partidos de papel y la recolección de firmas (con o
sin conocimiento de los firmantes) sobre los cuales han germinado a placer los pútridos
1
Magíster en Estudios Latinoamericanos, mención Política y Cultura. Licenciado en Comunicación Social.
Analista en temas de comunicación y política.
autoritarismos de izquierda y derecha que representan el caldo de cultivo al que ahora se abona la
desconfianza que sienten los ciudadanos a que se respete su voluntad electoral.
Sí hemos tenido cuatro décadas de democracia a la ecuatoriana, es decir, maltrecha y vilipendiada
por la clase política del país y los propios ciudadanos que la alimentan. No obstante, la contracara
de esta ruindad es una tradición incólume en defensa de los derechos humanos y cuestionadora a
ultranza de los crímenes perpetrados por la delincuencia organizada con bandera política de
revolución o del terrorismo de Estado disfrazado de orden y progreso. Asimismo, la presencia del
movimiento indígena en las calles llenó el vacío que dejó una élite sindical vetusta y hasta cierto
punto acomodada a costa de sus propias bases. En sí, la sola presencia organizativa de los pueblos
y nacionalidades indígenas en la calles dotó de significado al concepto de participación.
En todo caso, lejos de embriagarnos en celebraciones y festejos por estos 40 años de democracia,
los ecuatorianos debemos tener una mirada crítica frente al presente y el pasado vergonzante; solo
así podremos aspirar a construir una democracia de acuerdos y no de componendas; de
participación y no de sumisión; de libertades e igualdades sin sacrificar a quemarropa el porvenir de
nuestra descendencia.

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