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No está en mi naturaleza rogar, pero me quedaré de rodillas hasta
que sienta que la llama se apaga.
Y entonces…
Haré pedazos el mundo.
He caído en una oscuridad tan profunda que es difícil ver la luz,
mis pétalos se curvan hacia adentro mientras escondo mi cara del sol.
Me escondo de mis acciones monstruosas.
Traidora.
Asesina.
Gran Maestra.
Mis errores me persiguen, y me veo arrastrada a un tira y afloja
político, equilibrando el bienestar de Ocruth en el filo de una espada
ensangrentada. La luna se hincha, el peso sobre mis hombros se
compacta, y mi infalible curiosidad sigue tejiendo sus raíces en la
dirección equivocada.
Horribles verdades se desvelan, arrojando una luz explosiva sobre
todo lo que creía saber. No tendré más remedio que despojarme de
mi moral, de mi marchita autopreservación, y sembrar la semilla de
un plan dispuesto a florecer bajo una luna llena.
Un movimiento en falso podría destruirlo todo.
Destruirme a mí.
Las líneas se desdibujarán, la sangre se derramará y aprenderé lo
frágil que soy en realidad, a un coste mucho mayor de lo que podría
haber imaginado.
El destino es una bestia voraz, y solo puedo huir hasta cierto punto.
To Flame a Wild Flower es el tercer libro de la serie Crystal Bloom,
un romance de fantasía oscura lleno de imágenes envolventes y una
angustia sobrecogedora.
Stony Stem: la torre de Orlaith.
Bitten Bay: la bahía en la parte inferior del acantilado debajo de
Castle Noir.
Línea de seguridad: la línea que Orlaith no ha cruzado desde que
llegó a Castle Noir cuando era niña. Rodea la propiedad, recorriendo
el límite del bosque y atravesando la bahía.
El laberinto: el laberinto de corredores sin utilizar en el centro del
castillo que Orlaith usa para viajar de una manera más eficiente. Estos
pasillos normalmente no tienen ventanas.
Sprouts: El invernadero.
Zonas oscuras: lugares que Orlaith aún tiene que explorar.
La Guarida: las cámaras personales de Rhordyn.
La Fortaleza: las grandes puertas pulidas custodiadas por Jasken.
Una de las zonas oscuras de Orlaith.
Plank: el árbol que ha caído sobre el estanque selkie y que a
menudo se usa para el entrenamiento de Orlaith.
Spines: La biblioteca gigante.
La caja fuerte: la pequeña puerta donde Orlaith coloca su ofrenda
todas las noches.
Susurros: el pasillo oscuro y abandonado de Orlaith se ha
convertido en un mural.
La tumba: la sala de almacenamiento donde Orlaith descubrió Te
Bruk o 'Avalanste.
Puddles: Los baños comunales/fuentes termales.
Hell Hole: la habitación donde Baze suele entrenar a Orlaith.
Caspun: una bombilla rara en la que Orlaith confía para calmar sus
ataques provocados por sus pesadillas y sonidos agudos.
Exothryl/exo: la droga de contrabando que Orlaith toma por la
mañana para contrarrestar los efectos de una sobredosis de caspun
todas las noches para garantizar un buen sueño.
Cónclave: Una reunión que consiste en todos los Maestros y
Maestras de todo el continente.
Tribunal: la reunión mensual donde los ciudadanos pueden
expresar sus problemas con su Gran Maestro/Maestra.
Fryst: Territorio del Norte.
Rouste: Territorio del Este.
Bahari: Territorio del Sur.
Ocruth: Territorio Occidental
Arrin: Territorio central que fue destruido durante la Gran Purga.
Lychnis: La isla de cristal.
Monte Éter: Hogar del Profeta Maars.
Alpes de Reidlyn: Las montañas que bloquean la frontera entre
Fryst, Ocruth y Rouste.
La franja: franja de tierra estéril en la base de los Alpes Reidlyn que
está plagada de trampas Vruk.
Parith: La capital de Bahari.
Río Norse: El río que atraviesa el continente. La principal ruta
comercial.
Punta Quoth: La única zona de la costa occidental que no es un
acantilado. Aquí se han librado batallas territoriales en el pasado.
La Gran Purga: El acontecimiento que acabó con los Unseelie.
La plaga: La enfermedad que se extiende.
Candescencia/Candy: Espinas de Aeshl.
Whelve: Los anillos de piedra de obsidiana esparcidos por el
continente que ofrecen refugio de los Vruk.
Te Bruk o' Avalanste: El Libro de la Creación.
Valish: La lengua antigua.
Shulák: Fe dedicada a las palabras que el Profeta graba en las
piedras del Monte Éter.
Moal: Gente que trabaja las trampas de Vruk en La franja.
Forjadura: El lugar donde se hacen imitaciones de las cuplas.
Mala: La otra vida.
Gran Septum: El líder de los Shulák.
Mano de la Sombra: el Aeshlian que persiguen los Shulák, el que
creen que provocará el fin del mundo.
Juicio del Éter: tradición Bahari/Shulák. Una prueba en la que un
Maestro/Maestra/Gran Maestro/Gran Maestra que se acopla a un
puesto de poder debe demostrar su valía a los Dioses saliendo de la
Fuente, imitando a las criaturas que se derramaron del lago del cráter
del Monte Éter en el amanecer de los tiempos.
Impuristas: aquellos a los que los Shulák han marcado como almas
sucias que necesitan redención para llegar a Mala, la otra vida.
Guardias Cenicientos: milicia shulák.
Bane líquido: veneno mortal elaborado con semillas de un arbusto
de perdición.
Semilla de senka: un potente antídoto contra el bane líquido.
Árbol de la correspondencia: el depósito de mensajes de los
duendecillos.
Madriguera de duendecillos: La red de túneles subterráneos que
utilizan los duendecillos para desplazarse. A menudo, estos túneles
tienen salidas cerca de los árboles de la correspondencia.
El final: El vacío entre la vida y la muerte.
Krah: Criaturas aladas, carnívoras, con largas colas y plumaje de
plumas. Están vinculadas a presagios de muerte inminente.
Endagh Ath Mahn: La Espada del Fin.
Ceremonia de acoplamiento: ceremonia de unión de dos personas
que deciden pasar su vida juntas. Es diferente en cada territorio.
Hace 18 años
Si me hago pequeña, nadie sabrá que estoy aquí.
Me arrastro más cerca de la pared, abrazándome las rodillas, como
techo tengo el colchón sobre mi cabeza que huele a plumas y paja. Me
castañetean los dientes, los párpados intentan cerrarse, como cuando
necesito dormir. Pequeñas bocanadas de blanco salen cuando respiro.
El frío dentro de mi pecho es tan grande y pesado. Pero me gusta
este frío: es lento y tranquilo. Es mejor que mis sueños, que son
calientes y dolorosos.
Este frío parece tener un final. En alguna parte.
¿Quizás si lo alcanzo, recordaré quién soy?
Mis recuerdos… son una mancha negra. Un dibujo garabateado
que no tiene sentido.
Creo que me estoy perdiendo algo importante…
La puerta cruje al abrirse, pero tengo demasiado sueño para
girarme hacia el sonido de los pasos que entran en la habitación.
—¿Dónde dijiste que estaba?
El corazón me da un vuelco que me pone enferma.
No conozco esa voz.
No es la de mis pesadillas, no es una de las voces que me susurran.
No es la voz de aquella noche en la que empezaron mis recuerdos, la
voz profunda que me dijo que estaba a salvo, pero que nunca he
vuelto a oír.
—Bajo la cama. Mis brazos no son lo bastante largos para
alcanzarla, y la maldita cosa está atornillada al suelo.
Conozco esa voz. La mujer que me da mimos cálidos por la noche
y me dice que todo va a salir bien.
Dice que necesito más sol. Que me hará sentir mejor.
Pero a mí me gusta la oscuridad.
Más lágrimas resbalan por mis mejillas mientras los pies descalzos
se mueven alrededor de la cama. Observo cada paso y me hago un
ovillo. Otro escalofrío y apoyo la cabeza en las rodillas, respirando
aire frío sobre ellas.
Aprieto los ojos…
Si yo no puedo verte, tú no puedes verme.
—¿Orlaith?
Siguen usando ese nombre.
No soy.
No soy.
No soy yo.
Soy otra persona. Alguien feliz… creo. Pero no sé a dónde fueron
mis risas.
¿Qué es esta gran negrura en la que no puedo dejar de deslizarme?
Algo tira de mí y me arrastra por el suelo, arañando las tablas. Grito
más fuerte que nunca, pero mi sonido no llega. Nunca llega.
Creo que también cayó por ese agujero.
Me arrastran hacia la luz del sol que hace que me duelan los ojos;
me tiran contra un pecho cálido que huele a flores y madera, me
envuelven en grandes brazos que sangro con los dientes y las uñas.
Me tienen…
Me revuelvo, araño y pataleo, desesperada por volver a meterme
debajo de la cama.
Para esconderme.
—No pasa nada —dice la mujer desde al lado de la puerta, una y
otra vez—. Se llama Baze. Está aquí para ayudar.
Su cara se frunce y se da la vuelta. El olor de su tristeza llena la
habitación.
Los brazos me aprietan hasta que pierdo las fuerzas. Hasta que dejo
de luchar y de intentar emitir mi sonido asustado que siempre me
hace daño en la garganta.
El hombre me pone las manos en la mejilla y en el brazo, y me
invade un calor que hace que me castañeen menos los dientes. Me
hace sentir menos somnolienta.
—Sé que el dolor es fuerte, pero no lo será siempre. —Me sujeta las
manos, como si fueran mariposas atrapadas en un cálido abrazo—.
Un día dejará de gritarte. No será más que un susurro.
Son los susurros los que más me asustan. Hay tantos, y siempre
están ahí, hablándose entre ellos.
Hablándome a mí.
Tal vez debería dejar que ese enorme agujero en mi pecho los
engulla. Tal vez los sueños horribles se detendrían. Esos en los que
oigo esas mismas voces pero de personas reales que siempre acaban
quemadas en la tierra con los ojos muy abiertos que no parpadean.
—Las semillas pequeñas se convierten en cosas grandes y fuertes.
—Me sopla aire caliente en las manos—. Pero necesitan luz solar y
calor para echar raíces en la tierra. Y te guste o no… eso no se consigue
debajo de la cama.
Levanto la cabeza y veo unos ojos medio ocultos por un pelo
desordenado del color de las castañas. Sonríe y, aunque no le llega a
los ojos, me gusta. Me gustan sus manos cálidas y la suavidad con
que me mira. Hace que me piquen los ojos.
—No llores, Laithy. —Me pasa el pulgar por la mejilla, recogiendo
parte del frío y sustituyéndolo por una mancha de calor.
No sé por qué me dice que no llore cuando él también tiene
lágrimas en las mejillas.
—Estaré aquí para ti. —Su voz es más áspera que antes y su sonrisa
pierde la forma—. Siempre.
Me balanceo, apiñada y atada a mí misma, llenando mis pulmones
con una ráfaga de aire narcotizante que es todo él.
Demasiado él.
Está pintado sobre mí. Manchas horribles en mis manos y brazos.
Secándose.
Agrietándose.
Como las grietas que atraviesan mi pecho.
«No llores».
«No llores».
«No llores…»
El eco ahogado de las últimas palabras de Rhordyn me golpean
como puñetazos en mi corazón desprotegido. Saco la vaina vacía de
la garra de donde estaba guardada en la parte trasera de mis
pantalones y la arrojo como un carbón caliente.
¿Qué he hecho?
«No llores».
Suelto un grito tras otro, un sonido que se desvanece con cada
doloroso roce de mi garganta en carne viva y arruinada, hasta que
cada uno de ellos apenas es un hilo de ruido.
Me paso los dedos por el pelo. Lo estrujo. Tirando de las raíces. Las
imágenes se suceden en la parte posterior de mis párpados:
La madriguera. Las pequeñas celdas y sus marchitos habitantes.
El Aeshlian encadenado bajo un único haz de luz.
Un corte en la palma de mi mano. Un rastro de sangre.
Rhordyn pisando entre una manada de Irilak, validando las
condenatorias acusaciones de Cainon.
He salvado vidas, me digo, martilleando las palabras en mi cerebro
hasta que está maduro e hinchado.
He salvado vidas…
Entonces, ¿por qué me siento tan mal?
Mi rostro se desmorona, sollozos silenciosos me recorren…
No es real. Solo una horrible pesadilla.
—Despierta.
Mi voz es cristal roto. Es un árbol astillado en la base, ahora
esparcido por el suelo con llamas lamiendo sus ramas enjutas.
Es arrepentimiento. Pena. Pena.
Es la sensación de haber arrancado algo vital de mi pecho, dejando
una profunda red de agujeros donde se sembraron las raíces. Donde
salieron ensangrentadas y quebradas por partes.
Perusas aceitosas me atraviesan desde todos los ángulos, haciendo
que mi piel se erice.
Levanto la cabeza, el estruendoso oleaje de la cascada es un rugido
constante en mis oídos. Un grupo de Irilak se agrupa a mi alrededor,
observándome, anidando junto a los árboles enredados como negros
vapores que se derraman de los nudosos troncos. Espectadores
macabros de mi violento desenredo.
Él era cálido…
Me estremezco.
Una pesadilla. Una pesadilla terrible y devastadora en la que oí
verdades terribles e hice cosas terribles.
—Despierta.
Me doy una bofetada. Una y otra vez, con las mejillas ardiendo por
la brutal agresión. Cuando eso no funciona, me paso la mano por
detrás del brazo y me pellizco un centímetro de carne.
Con fuerza.
El dolor no ayuda. No me alivia.
No me despierta.
Unos cuantos Irilak se acercan, extendiéndose de una bolsa de
sombra a otra como caramelos oscuros.
—Despierta.
Suelto el cierre de mi collar. Siento cómo la piedra, la caracola y la
cadena se deslizan por mi frente y caen sobre mi regazo. Me quito la
camisa del hombro derecho y deslizo los dedos sobre la mancha
levantada y barbilampiña que crece en mi piel, sollozando cuando mi
mano roza un puñado de protuberancias sedosas.
Aprieto los ojos, frunzo el ceño mientras respiro hondo.
Aguanto hasta que me arden los pulmones.
Me meto la mano bajo la camisa y saco la daga de la vaina
improvisada que llevo atada a la cintura.
Abro los ojos.
—Despierta —gruño, mirándome el hombro.
Tres flores de cristal se abren ante mí, como remolinos iridiscentes
sumergidos en un cielo lleno de destellos, la mayor del tamaño de
una ciruela. Agarro primero la más pequeña —no más grande que un
dedal— y aprieto su saludable racimo de pétalos antes de apoyar mi
daga contra el tallo negro.
—Despierta.
Corto.
Un dolor feroz y ardiente me atraviesa la clavícula, me arrebata el
aliento, me llena los ojos de lágrimas que se derraman rápidamente
por mis mejillas.
Esta horrible realidad no se disuelve. No me despierto en sábanas
sudadas con un grito astillándome la garganta.
Dejo que la flor que se endurece caiga de mi mano y agarro otra.
Inclino la cabeza.
—Despierta.
Otro golpe de dolor me arrasa, derramando fuego por mis venas
mientras jadeo para respirar en mis tambaleantes pulmones. No
espero a que el dolor disminuya para sujetar la flor más grande, juntar
los pétalos y colocar la hoja contra su grueso y leñoso tallo.
—¡Despierta! —gruño. Gruño y corto una, dos, tres veces antes de
cortar la cabeza, soltando un gemido de tortura mientras se derraman
más lágrimas. La flor se me cae de los dedos. Cae al suelo.
Sin embargo, esta pesadilla sigue inmovilizándome con su fuerza
aplastante.
—Por favor, despierta…
Un soplo de aire húmedo me rocía la cara con el rocío de la cascada,
y mi mirada se desvía hacia la derecha. Mi mirada se desvía hacia la
derecha, hacia el saliente por el que cayó, el espumoso fondo que se
lo trago de un sorbo, iluminado por un rayo de sol que se abre paso
entre las copas de los árboles, creando prismas de color casi
tentadores.
Me quedo mirando, hipnotizada por el atractivo de su
embriagadora belleza. Como un suave hola. Ven a mirarme. Tócame.
Juega conmigo.
Un extraño anhelo me invade, y me doy cuenta de que ésta es una
de esas horribles pesadillas en las que la única forma de despertar y
escapar… es caer.
Seguirle.
El alivio me recorre las venas y dejo que la espada se me resbale de
la mano, el collar cae al suelo y me pongo en pie. Me acerco a la
cornisa, a la luz del sol que baña mi piel con su lustrosa calidez,
acariciada por otra ráfaga de viento brumoso.
Imagino a alguien susurrándome que me despierte, cada vez más
insistente, azotándome con una demanda, luego gritando. Imagino
que alguien me sacude con tanta fuerza que vuelvo al ahora,
acurrucada en una cama de sábanas de tinta en una habitación de
bordes curvos y ventanas bañadas por el sol, repleta de un aroma
botánico.
Esas perusas aceitosas garabatean mi piel con movimientos
erráticos…
Otro paso adelante.
Me hormiguean las puntas de los dedos de los pies, la sensación
recorre los arcos de los pies, sube por las piernas y la columna
vertebral y me hace estremecer. Mi pelo, una maraña de gruesas e
iridiscentes cuerdas, se me revuelve alrededor de los hombros por el
estruendoso y ondulante rocío que sale a mi encuentro.
«No llores…»
—Despierta —susurro, las palabras se pierden entre el rugido del
agua que se agita sobre el borde.
Se me cierran los ojos y muevo los dedos de los pies hacia delante.
El estridente graznido de un crac cruje desde arriba, seguido de un
chillido estridente.
Me doy la vuelta, con la atención puesta en las sombrías entrañas
de la jungla, hasta donde una duendecilla se dirige en espiral hacia el
suelo, impulsada por su única ala que cuelga en un ángulo extraño.
Otro le persigue, de la mitad de tamaño y haciendo el doble de ruido.
Se oye un suave golpe cuando el herido se zambulle entre la
maleza, perseguido con más delicadeza por la niña, que lanza
nerviosas miradas a su alrededor antes de revolotear bajo una hoja
azul plateada en las mismas inmediaciones.
Los Irilak se estiran desde sus más oscuras bolsas de sombra,
enroscándose alrededor de troncos de árboles y arbustos de aspecto
ceroso, olfateando en dirección a la comida caída. Una sinfonía
traqueteante sacude el silencio, y mi corazón se zambulle, con los
pensamientos revueltos.
Como un estanque lleno de agua turbia, los Irilak convergen sobre
las indefensas duendecillas.
Algo dentro de mí se rompe.
—¡Alto!
La voz que me desgarra la garganta no es la mía, sino la de otros
cien que luchan libres con la fuerza de un cristal hecho añicos. Es ira,
miedo, dolor. Es toda mi angustia y mi dolor afilados en trozos
afilados que cortan.
Los Irilak se agazapan, se encogen, se esconden: chillan de miedo,
algunos se condensan en charcos negros, otros se estiran hasta
confundirse con los troncos de los árboles larguiruchos.
Sigue el silencio, austero y tan vacío que parece como si mi corazón
fuera el único que latiera en el mundo. La atención colectiva de los
Irilak se dibuja en mi cara. Mi brazo.
Mi mano extendida.
Mirando hacia abajo, se me caen las tripas.
Las grietas se extienden por mi piel, conteniendo a duras penas la
materia negra y abultada que chamusca los bordes de mi carne
deshilachada como una amenaza silenciosa de liberación.
De acuchillar, serrar y matar.
Vuelvo a mirar a los Irilak, cada uno de los cuales se sobresalta ante
mi mirada arrolladora.
Casi me vuelco. Casi los mato a todos.
Una sensación de malestar se apodera de mi pecho…
—No era mi intención.
Se estremecen al unísono, como si esquivaran el golpe de mis
palabras.
Doy un paso adelante y vuelven a estremecerse.
Una vergüenza helada me empapa de pies a cabeza y hago un
ovillo con la mano.
Me tienen miedo.
Estos depredadores que succionan la vida húmeda de todo lo que
entra en su dominio —que se alimentan de miedo— tienen miedo de
esto que hay bajo mi carne.
De mí.
—Lo siento —suplico, con el corazón tan apretado en la garganta
que me cuesta hablar—. No quise decir eso.
Nada de eso.
Agarro la cuerda de la oscuridad que fluye por mis venas, sintiendo
cómo me chamusca el alma mientras se agita contra mí como un pez
en un sedal, cediendo finalmente a mi tirón firme y persistente. Lo
enrollo en largos y profundos tirones, hasta que se convierte en un
nudo que se desliza enroscado en el abismo que hay bajo mis costillas.
Las grietas de mi piel se entretejen, dejando arañazos por todas
partes, pero no dejo de tirar. No dejo de disculparme.
No lloro.
Mis dedos internos se enredan con las espinosas enredaderas de
emociones sueltas que me desgarran la garganta, tirando de ellas
hacia dentro de una en una.
—Lo siento mucho —ronroneo, desenrollándolas alrededor de mis
costillas y mi corazón podrido, dejando un rastro de carne destrozada
que sé que nunca sanará.
Reúno toda la herida, la pena y el dolor en una sola bola de púas y
arranco pequeñas gotas de brillo de las ramas de mis venas,
aplastándolas. Alisándolas. Formando con ellas una cáscara de cristal
alrededor del nudo de dolor punzante.
Ya no quiero sufrir.
Sentir.
No quiero nada, dichoso, vacío, nada que no me haga pensar en lo
horrible que he hecho. Porque esto no es una pesadilla en absoluto.
Es real.
Las fisuras crepitan en la superficie de la cúpula, así que añado otra
capa. Otra.
Otra más.
Sigo desplumando, oscureciendo mi interior una gota pellizcada
cada vez. Sigo aplastando, alisando, aplicando… hasta que el cristal
está espeso y brillante, esa bola de emoción metida hasta el fondo y
encerrada.
El siguiente suspiro me llega desahogado, exhalado en un suspiro
estremecido. Parpadeo, liberando las cálidas lágrimas que se habían
acumulado en mis ojos, sintiéndome pesada pero ligera. Hueca pero
llena. Rota pero entera.
Sin nada.
Esto es mejor…
Mi mirada se posa en mi daga y mi cadena y en las tres flores
ensangrentadas en la hierba, la grande demasiado grande y
voluminosa para meterla en el bolsillo. Hago un hoyo en el suelo y la
entierro, removiendo la tierra antes de recoger con cuidado las otras.
Me aseguro el collar al cuello, sucumbiendo al apretado trago de mi
falso exterior mientras clavo la daga en la vaina improvisada que
llevo atada a la cintura.
Miro la sangre de mis manos, frunzo el ceño, estiro los dedos, los
retuerzo…
Unas grietas finas atraviesan la cúpula.
—Mierda —murmuro, aplastando más gotas de luz, tapando los
huecos. Por desgracia, no es una solución mágica. Solo tengo que…
seguir desplumando, aplastando y empantanando. Para siempre.
Puedo hacerlo.
La maleza cruje y salta bajo mis pies descalzos mientras camino
hacia el lugar donde cayeron las duendecillas. Cada paso, cada
respiración, rastreados por incontables pares de ojos.
Los Irilak retroceden ante mi aproximación, manteniendo una
distancia prudencial. Me arrodillo, aspirando el embriagador aroma
de la tierra húmeda y la vegetación en descomposición, rozando el
suave y frágil follaje para descubrir a las duendecillas: la más
pequeña, con las mejillas llenas de lágrimas y ramitas en el pelo rojo
fuego.
Me mira, arrastrando el atuendo desgarrado de la otra, tratando de
arrastrarla hacia un pequeño resquicio de luz que se filtra entre las
copas de los árboles.
—¡Ge ni ve lashea te nithe ae nah! ¡Ge ni ve lashea te nithe ae nah!
Algo, algo, persecución, preocupación… ¿pastel? ¿O es comer?
Hmm.
Lástima que haya suspendido lingüística de duendecillos.
Miro a la más grande, boca abajo en la tierra, con el pelo del mismo
rojo brillante. ¿Quizá son madre e hija? Incluso lleva un vestido
oscuro similar, pero en lugar de su ala izquierda hay una punta
deshilachada de la que gotea un líquido transparente.
Otro graznido agudo atraviesa el dosel, y miro hacia arriba,
entrecerrando los ojos hacia una única brizna de luz y la forma oscura
que da vueltas, vueltas…
—¡Ge ni ve lash te nithe ae na!
—No pasa nada —murmuro, acercando suavemente a la
duendecilla herida a mi dolorida palma, que lleva una herida que me
niego a reconocer, y estrechándola contra mi pecho. La más joven
revolotea hasta quedar cerca de mi cara, con los ojos abiertos e
impregnados de emociones que hacen que aparezcan más grietas en
la cúpula de cristal, grietas que yo nublo con otra capa de luz
arrancada de mis oscuras entrañas.
El siguiente parpadeo me resulta más pesado que el anterior.
—¿Adónde las llevo?
Ella mira a los Irilak que aún se esconden en las sombras.
—No nos harán daño. —No sé por qué estoy tan segura, tan segura
como estoy de que no quiero volver a sentir.
Jamás.
Nada es todo lo que nunca supe que necesitaba. La capacidad de
patinar por la superficie de mi mente consciente, levantar los pies y
avanzar. Para continuar por este vacío sin pulso ni sonido.
Es… seguro.
Con una mirada de dolor hacia su madre, la duendecilla hace un
gesto con la mano para que la siga.
Los Irilak nos abren camino mientras la sigo a través de la selva,
sintiendo a cada paso que me alejo de la cascada como si una cuerda
me atara a las costillas, estirándose.
Estirando.
Sintonizo con las respiraciones agitadas de la duendecilla herida,
acompasando las mías a su golpeteo.
Rescata esta vida. Ponla a salvo.
Una tarea. Una pequeña y temblorosa tarea. Algo en lo que
concentrarme.
Un faro tenue en este manto sombrío.
—No me importa si tienes que salir y matar a las bestias tú mismo,
Grimsley. Estamos hasta los topes —le digo mirándolo fijamente por
debajo de las cejas, aparentando despreocupación cuando siento todo
lo contrario.
Grimsley está sentado en el borde de su asiento ante mi escritorio,
sin un mechón de pelo fuera de su sitio, con facciones tan largas y
afiladas que parece un niño rata bien cuidado, recogido de la cuneta
y luego vestido muy bien.
—Soy consciente, Gran Maestro. —El sudor motea su frente, y su
penetrante olor me revuelve las tripas—. Hacemos todo lo que
podemos.
—Si así fuera, no estaríamos en este aprieto.
Baja la mirada y la mía se clava en el reloj de la chimenea.
Es casi la hora.
Cruzo los tobillos, haciendo rebotar el pie al ritmo frenético de su
corazón.
—Si nuestras reservas de petróleo no vuelven pronto a un nivel
saludable, me veré obligado a dar un escarmiento a alguien. Ahora
lárgate de una puta vez —le digo, arrugando la nariz.
Se levanta de un empujón, hace una reverencia y se dirige a la
puerta con paso rígido, como si intentara no correr.
—Ah, ¿y Grimsley?
Se vuelve y sus ojos brillantes se clavan en mí.
—¿Sí, maestro?
—Si nos quedamos sin petróleo, tu familia será la primera en
perder sus raciones.
Su rostro adquiere un aspecto enfermizo antes de agachar la
cabeza, retroceder hacia la salida y marcharse, cerrando la puerta tras
de sí.
Mi ira hierve y mi mirada se desvía hacia la pila de pergaminos
apilados en una bandeja al borde de mi escritorio. Levanto el brazo,
los hago volar y la bandeja cae al suelo.
Miro el desorden y suspiro.
Un golpe resuena en la espaciosa habitación.
—Pasen.
Una hilera de sirvientes atraviesa mi despacho, con las cabezas
gachas, llevando cada uno las delicias que he pedido para el té de la
mañana: un montón de bollos, fruta rociada con miel, té de moras,
rollitos de espárragos. Solo los mejores ingredientes, importados de
todo el continente.
Los sirvientes salen al balcón, donde se ha preparado una mesa, y
yo me levanto y me acerco al escritorio, interceptando a la mujer que
lleva un cuenco de nata.
—Limpia ese desastre de ahí —murmuro, pasando el dedo por la
nata y metiéndomela en la boca: el toque de vainilla me anima al
instante.
La cocinera ha puesto la cantidad justa. Al menos alguien sabe
hacer bien su puto trabajo.
La chica se va corriendo a recoger los pergaminos mientras yo salgo
al balcón con el cuenco en la mano.
—Déjenlo —grito a los criados, que intentan encontrar sitio para
todos los platos, cuencos y utensilios, y fracasan estrepitosamente.
Se dispersan, se meten dentro y desaparecen de mi vista.
Dejo la nata en el suelo y lo reordeno todo hasta que está en su sitio.
Asintiendo para mis adentros, me dirijo hacia la balaustrada, desde
donde tengo una vista panorámica de la ciudad desde el quinto piso.
Veo salir del Nórdico una barcaza robusta, apilada con cubos de
cristal, tan baja que es un milagro que el agua no se deslice por los
costados. Pasa junto a un ballenero que es todo lo contrario, mucho
más alto de lo que debería para un barco que regresa, a pesar de sus
sucias velas de retazos, tributo a un viaje largo y agotador.
Maldito infierno.
Fijando mi mirada en Parith brillando a la luz del sol matutino,
recorro los edificios de la plaza como si estuviera caminando por las
calles.
Buscándolos.
Golpeo con el dedo la barandilla para aliviar mi paciencia que se
agota.
Ya debería estar de vuelta, de rodillas, suplicando mi perdón. Verá
lo fácil que puede ser una vez que se entregue a mí por completo. Le
demostraré que soy mejor que él, que soy todo lo que siempre ha
soñado, y me amará por ello.
Me amará de verdad.
Unos pasos se acercan por detrás y mi portero se aclara la garganta.
—Gran Maestro, la Gran Septum está aquí para verlo.
Mi corazón da un vuelco.
—Hazla pasar. Asegúrate de que no haya más interrupciones hasta
que se vaya.
Inclina la cabeza y se marcha, y yo vuelvo mi atención a la mesa de
los refrescos, aliso el mantel gris que cubre la piedra y vuelvo a
colocar los platos, los cuencos y los utensilios. Unos pasos arrastrando
los pies se acercan y frunzo el ceño, girando para ver a la Gran
Septum cojeando en mi balcón, los pliegues de su túnica gris
ondeando con el ligero viento.
Al oler la sangre, me apresuro a sujetarla del brazo.
—Heira, ¿qué te has hecho?
Me mira desde debajo de la sombra de su capucha y me dedica una
sonrisa tensa que dibuja líneas en las comisuras de sus ojos púrpura
con destellos de estrella.
—Llevo una espuela de metal alrededor del muslo hasta que cace
a la Mano de la Sombra. Quiero sentir el paso de cada día, ya que
seguramente todos sentirán las consecuencias si no lo consigo.
Me trago las ganas de decirle que me parece una idea terrible.
—Estoy seguro de que los dioses toman nota de tu servidumbre —
le digo, acompañándola a una de las dos sillas de la mesa cuadrada y
poniéndole una servilleta sobre las rodillas. Tomo asiento en la otra y
me arremango—. ¿Un refresco?
—Té, por favor. —Se echa la capucha hacia atrás y se echa los largos
mechones dorados sueltos por encima del hombro; el pelo
enmarañado está salpicado de vetas plateadas que rebotan con la luz
del sol, un saludo a su edad que su piel relativamente suave disimula
bien.
Me pican los dedos de cepillarlo.
Trenzarlo.
Para domarlo y convertirlo en algo menos salvaje y rebelde.
—Y un bollo —continúa, mirando el cuenco lleno de nata—. Oh,
Cainon. ¿Nata cuajada? Hace meses que no la consigo.
Le ofrezco una sonrisa indulgente.
—Solo lo mejor para ti. Le pedí al cocinero que le echara vainilla.
Sé que es tu favorita.
Me acaricia la mejilla, con los ojos brillantes.
—Eres demasiado bueno conmigo.
—Nunca.
Saca el cepillo de cerdas suaves de entre los pliegues de su capa y
lo deja sobre la mesa, apoyando la mano en el mango. Se me acelera
el corazón mientras le sirvo el té y le preparo dos platos de bollos con
una cucharada de nata, con la mirada clavada en el cepillo.
Su mano.
Con un brillo cómplice en los ojos, la suelta y mira hacia el océano
agitado por la cálida brisa, dejándome ver sin obstáculos sus
mechones despeinados. Ladea la cara hacia el sol: el cielo está
despejado, salvo por algunos mechones de nubes que se mueven
lentamente.
—Los dioses nos han bendecido con un hermoso día. —Abriendo
un ojo, pregunta—: ¿No lo pasarías normalmente en alta mar?
—Hoy no. —Le pongo el bollo delante y vuelvo a mirar la maleza—
. Tengo demasiadas cosas en la cabeza. ¿Están en orden los
preparativos para la ceremonia de acoplamiento? Estoy deseando ver
qué criatura ha elegido Orlaith.
—Por lo que tengo entendido, sí. —Ella levanta una ceja—. Y con
la limpieza de los cielos, creo que los Dioses favorecen esta unión.
Esperemos.
Revuelvo un terrón de azúcar en mi té.
—¿Has elegido a los Impuristas?
—En efecto —dice con firmeza—. Mi hija habría tenido el gran
honor, pero optó por prestar juramento ante las piedras. La he
enviado esta mañana.
El golpe de orgullo es potente en su tono.
Arrastro la cuchara por el borde de la taza y levanto la vista.
—¿Ah, sí?
—Por fin, después de tantos años. Incluso se hizo tallar el tercer ojo
—presume, señalando la marca entre sus ojos con un gesto de la
mano—. Yo me hice profundizar el mío al mismo tiempo.
Inclino ligeramente la cabeza y le ofrezco una pequeña sonrisa,
mientras miro el bollo que aún no ha tocado: la nata empieza a
amarillear y a derretirse por el intenso calor del sol. Me aclaro la
garganta, arranco una uva del frutero y me la meto en la boca,
saboreando cómo estalla bajo mis dientes penetrantes.
—¿Por qué ese cambio repentino?
Nunca me pareció que Gael siguiera los pasos de su madre, y su
tensa relación nunca me había amenazado.
Pero ahora…
—No cuestioné su vuelta a la fe, simplemente la recibí con los
brazos abiertos. Pasará algún tiempo expiándose en el Palacio de
Cristal, fortaleciendo su cuerpo y su mente. Espero que se una a mí
en la búsqueda de la Mano de Sombra.
Asiento con la cabeza, viendo esa nata gotear, gotear, gotear,
mierda…
—Bueno, espero que sigamos disfrutando de nuestros tés
matutinos mensuales —pregunto, luchando por evitar que los celos
que burbujean en mi pecho se filtren en mi tono. Cuento dos enredos
visibles, por no hablar de los pocos mechones sueltos que retozan
alrededor de su cara como una puta burla.
Me ofrece una sonrisa reconfortante y me tiende la mano.
—No me voy a ninguna parte.
Siento alivio en el pecho.
Por fin agarra su bollo y le da un buen mordisco, tarareando su
agradecimiento mientras mastica.
—Siento haberme perdido el último. —Lo deja en el suelo, bebe un
sorbo de té y se pasa un mechón suelto por detrás de la oreja. Aprieto
los dientes, con ganas de agarrar el cepillo y pasarlo por esos
mechones dorados.
—Viajé al monte Éter para hablar con Maars en persona.
Dejo caer mi maldito bollo, con los ojos desorbitados.
—¡Deberías haberme avisado! Te habría proporcionado una
congregación de escoltas.
Me mira con las cejas levantadas.
—¿Quién se habría interpuesto en mi camino?
Me muerdo el interior de la mejilla, respiro hondo por la nariz y
suelto el aire.
—¿Cómo ha ido?
—Bien. Le llevé una cabra y vi cómo se daba un festín con su cálido
corazón —dice con tal salvajismo que casi puedo imaginármela de pie
con el órgano en la mano, con la sangre chorreándole por el brazo—.
Me dijo que mi hija se encontraría cara a cara con lo que buscamos.
—Levanta la barbilla, una fiereza enciende sus ojos—. Nos estamos
acercando, Cainon. Puedo sentirlo.
Asiento con fuerza.
Quiero creerle, pero después de tantos años, esas palabras parecen
más un mito que una realidad. Una falsa sensación de consuelo, sin
duda, pero mi mente está en otra parte últimamente.
Doy un sorbo a mi té, limpio sus mechones desordenados con el
cepillo antes de mirar por encima de la balaustrada la barcaza apilada
con bloques de cristal que brillan a la luz del sol. Va a la deriva hacia
la estrecha boca de la bahía, rodeada por dos torres gemelas de piedra
azul, cada una de ellas cargada con un enorme engranaje que enrolla
la gruesa cadena de hierro que se extiende por el fondo del océano.
La convierte en una trituradora de cascos cuando se tira de ella.
Sí, las orillas poco profundas agazapadas bajo las olas son
peligrosas con mal tiempo, pero la cadena vale mucho más que una
simple advertencia para cuando sube la marejada. Protege a Parith de
un ataque oceánico casi tan eficazmente como los famosos
acantilados de Ocruth.
—¿Estás contento con el último envío?
—Mucho. La claridad es impecable. Eso es lo último que se
transporta a Kilth —digo, señalando la barcaza—. Si todo va según lo
previsto, saldrá del continente en la próxima luna llena.
Los troncos que recibo a cambio aumentarán enormemente la
producción de mi flota, y no me ha costado ni un solo árbol
bahariano.
—Nuestro acuerdo funciona bien para ambos —dice ella,
moviendo las cejas, y tarareo de acuerdo.
—Por los sacrificios.
Asiente y yo sorbo el líquido humeante, con la mirada fija en el
perfil de la ciudad. Muerdo otra uva.
—Ahora, ¿qué hay de las noticias que prometiste en tu pergamino?
—Por supuesto. —Me trago el bocado, echo un vistazo al cepillo,
carraspeo y me quito el polvo de las manos, saboreando el momento.
Lo saboreo como el festín que es.
—Es demasiado pronto para decirlo con seguridad, pero… puede
que haya encontrado la forma de eliminarlo del tablero. Para siempre.
—¿Quieres decir…?
Sonrío.
Los ojos de Heira se abren de par en par y su mano cruza la mesa
para agarrar la mía.
—Oh, muchacho. Lo has hecho muy bien.
El elogio, el tono, la expresión de su cara…
Me infunde un arrebato que hace que se me dispare la sangre.
—Tan pronto como me convierta en el Maestro Consorte de
Ocruth, tendrás acceso ilimitado para recorrer el Bosque de
Vateshram en busca de la Mano de la Sombra. También tendrás
acceso a los recursos ilimitados que necesitas desesperadamente para
mantener a tu creciente milicia.
—Maravilloso —exclama, apretándome la mano, esgrimiendo una
sonrisa tan grande que se me infla el pecho de orgullo.
—Me alegro tanto de que seas feliz…
—Estoy más que contento. —Señala el cepillo con la cabeza y yo lo
tomo, con un movimiento lento y controlado.
Lo saboreo.
Me acerco a la mesa y le recojo el pelo. Se lo paso por encima del
hombro.
El pelo le cae por la columna vertebral y deslizo las cerdas por sus
mechones de lino, uno a uno, hasta convertirlos en un río de seda.
Apacigua esa voz salvaje en mi cabeza.
—Hace mucho tiempo que nos arrodillamos ante las piedras —
predica mientras me cepillo—. Hemos sentido esas palabras como si
estuvieran grabadas en la carne misma de nuestros corazones. Hemos
sido verdaderos siervos de los Dioses, y ellos nos recompensarán.
Mis manos se flexionan alrededor del mango.
Debería haberle contado primero las malas noticias, pero este
pelo… los nudos…
Su mano se echa hacia atrás, me agarra de la muñeca y detiene mi
movimiento en seco. Se vuelve y me mira por encima del hombro.
—Estás ansioso. Lo noto en la forma en que me cepillas.
Suspiro larga y profundamente.
—Tengo algo… controvertido de lo que necesito hablar contigo.
—Nada sale de este balcón, ya lo sabes. —Se pasa el pelo por
encima del hombro, fuera de mi alcance, y aprieto el cepillo—. Nunca
te haría daño.
Mi mano se afloja, las palabras alivian viejas heridas que pueden
haber dejado de sangrar hace tiempo, pero que aún conservan
cicatrices que me recuerdan cosas que desearía poder olvidar. La
mayoría de las veces.
Otras veces, me alegro de recordar. De que el dolor arda en mi
interior como la llamarada de un atizador de fuego clavado en mi
pecho.
Me aclaro la garganta y vuelvo a sentarme, dejando el cepillo sobre
la mesa y haciendo un ovillo con las manos que apoyo en las rodillas.
—Orlaith…
Heira inclina la cabeza hacia un lado.
—¿Qué pasa con ella?
El sudor me punza la nuca mientras reúno las palabras
envenenadas.
—Quiero conservarla, si no públicamente, sí personalmente —
digo, haciendo una pausa—. Sea como sea que se desarrolle esto.
—Espera… —La comprensión de Stark ensancha sus ojos, la
desaprobación espesa en su tono—. ¿La chica no está intacta?
—Creo que sí, pero no estoy seguro.
Sus ojos se convierten en rendijas.
—Hay comprobaciones que uno de los Hermanos podría hacer…
—No —le digo—. Ninguna comprobación.
Nadie la toca excepto yo.
Heira aprieta los dientes con tanta fuerza que oigo cómo rechinan
entre sí.
—A ver si lo he entendido bien, muchacho. ¿Solicitas que no
tratemos de entender las razones por las que los Dioses remiten su
favor si ella fracasa en la prueba, y que no la castiguemos en
consecuencia?
Asiento con la cabeza.
Ella hace un gesto de dolor y se echa hacia atrás contra su silla.
—Esto es una blasfemia.
—Lo sé.
Pero hay algo dentro de mí, una certeza hambrienta de la que no
puedo deshacerme, sembrada desde el día en que miré por primera
vez esos ojos de orquídea.
Orlaith es más que un peón político para mí. No quiero dejarla ir.
Si los Dioses la encuentran indigna de ser mi Gran Maestra, la tendré
de otra manera.
De cualquier manera.
—Si fracasa —castiga Heira—, los Dioses seguirán esperando que
se derrame sangre. No dejarán pasar esto sin castigo. Sin una dosis
igual de expiación.
—Siempre y cuando quede algo de ella que yo pueda guardar.
Heira levanta la barbilla, mirándome por la línea de su nariz.
—Una flagelación pública. Y toda una vida enfundada en una
espuela de metal. También tendrás que mantenerla fuera del ojo
público para que crean que los dioses se han llevado su merecido.
—Un sacrificio que estoy dispuesto a hacer.
Se hace el silencio y puedo sentir sus pensamientos agitándose en
el remolino de viento que nos separa. En la forma en que me mira,
como si le preocupara que Jakar pudiera rasgar el cielo y convertirme
en cristal en ese mismo instante.
—Los Dioses también esperan donaciones extra para la causa.
Saludables.
—Por supuesto. Se pueden tomar de las islas. Tengo una afluencia
de refugiados, y los ahogamientos son comunes con la alta mar y el
mal tiempo. Especialmente en la bahía. Será fácil explicárselo a los
dolientes padres.
Sus ojos se suavizan.
—Que así sea, pero estás cometiendo un grave error.
Probablemente, pero quiero a Orlaith. Quiero el fuego que ella
enciende en mí.
El brillo intrépido en sus ojos.
Quiero que me mire como lo mira a él. Que se enamore de la forma
en que yo la consumo, mierda.
Siento un cosquilleo en la lengua y trago saliva.
La mirada de Heira se vuelve contemplativa.
—Se suponía que esto iba a ser político, pero te has quedado
prendado de la chica…
Me encojo de hombros, arranco otra uva del cuenco y me la meto
en la boca, reventándola entre los dientes.
—Tal vez.
Suelta un hondo suspiro y me fulmina con la mirada.
—Cuidado, muchacho. Los grandes sentimientos pueden herir.
Pueden apuñalarte en el pecho mientras duermes. Tú lo sabes mejor
que nadie.
Levanto la taza y vuelvo a mirar la ciudad.
Sí, lo sé.
La jungla se abre en un claro verde bañado por la luz del sol y el
olor a hierba joven, con un árbol solitario en el centro, olvidado desde
hace mucho tiempo, como si la naturaleza se lo hubiera tragado hace
muchas lunas. Su tronco grueso y blanqueado está nudoso y lleno de
agujeros lúgubres del tamaño de mi puño; sus ramas están llenas de
pequeñas linternas oxidadas, con los cristales empañados o rotos.
Un árbol de la correspondencia.
Nos acercamos, nos movemos bajo un tramo de ramas pálidas que
no tienen hojas, y me llevan al otro lado, protegido por un denso
arbusto espolvoreado de pequeñas flores azules que parecen estrellas
pintadas.
La duendecilla revolotea alrededor del arbusto y se queda
suspendida en el aire, recordándome a los pajarillos nectarívoros que
revoloteaban por los jardines de Castle Noir. Mueve los dedos,
haciéndome un gesto para que la siga, luego se enrosca entre el follaje
y desaparece.
¿Eh?
Miro por encima del hombro a los Irilak que anidan en las densas
sombras de la jungla, observando, haciendo que se me erice la piel.
Al menos ya no parecen tan asustados de mí.
La duendecilla herida se estremece contra mí y la arropo más cerca
de mi calor.
Rescata esta vida.
Ponla a salvo.
Aparto algunas ramas y descubro una pequeña hendidura en el
tronco del árbol, de bordes lisos. Acercando a la duendecilla a mi
pecho, me agacho y meto la cabeza, contorsionando el cuerpo
mientras lucho contra el arbusto, cuyos dedos de ramita rasgan mi
ropa.
Deslizo una pierna por la hendidura y me encuentro en una
estrecha cavidad, con la luz que se filtra entre el follaje de los arbustos.
—¿Este lugar es de dominio público o…?
El duendecillo que flota en la entrada pronuncia una serie de
palabras desconocidas y me hace un gesto con la mano.
—Qué pregunta más tonta —murmuro, y trepo por un laberinto de
raíces nudosas para seguirla por una hondonada, donde el aire huele
a tierra húmeda.
El débil zumbido de las alas llena el espacio y frunzo el ceño.
Abrazada a la herida, maniobro a través de la tenue escalera de
nudos y gruesos tendones que se retuercen mientras descendemos en
la penumbra. La duendecilla revolotea a mi alrededor, agitando las
manos, parloteando, aunque ambas sabemos que no tengo ni idea de
lo que dice, hasta que por fin piso un terreno más firme.
Agachada, veo que estamos en una especie de madriguera.
Unas raíces sinuosas se entrelazan por todo el espacio, salpicado de
pequeñas cavidades que albergan gusanos que brillan desde sus
bulbosas barrigas, tiñendo el túnel de una suave luz dorada. Los
duendecillos van y vienen, algunos portando pergaminos, otros joyas
brillantes, piedras u otras chucherías. Algunos se mueven tan rápido
que no son más que borrones polvorientos; otros se detienen en mitad
del vuelo para mirarme con ojos grandes y curiosos. Algunos incluso
se posan en mi hombro y me tocan el pelo, el costado de la cara,
emitiendo trinos que me estremecen.
Retiro la mano y examino a la duendecilla herida, que gime con
cada exhalación. Su ropa y su pelo están manchados con la sangre de
Rhordyn, una visión que me estremece.
Rescata esta vida.
Ponla a salvo.
La joven me hace señas para que me acerque, su pelo rojo brillante
es un faro fácil de seguir en medio de la agitada conmoción.
Doy pasos tentativos, con cuidado de no pisar ninguno de los
gusanos gordos y brillantes escondidos entre las bolsas de tierra,
mientras sigo a la duendecilla por otro pasadizo bajo, pasando por
muchos túneles pequeños que surgen de alturas aleatorias por el
camino. Finalmente, nos desviamos por uno más grande que nos
conduce a una colmena abovedada repleta de duendecillos y su
agudo alboroto de parloteo.
Su parloteo se detiene bruscamente en el momento en que
entramos; los duendecillos se posan en las raíces, balanceando las
piernas, mientras otros se estiran sobre el borde y me miran desde
arriba.
Retiro la mano de mi pecho y descubro a la duendecilla herida
enroscada en mi palma, temblorosa.
Se hace el silencio durante un instante y, a continuación, varios de
ellos bajan revoloteando, lanzándome miradas tentativas mientras la
cargan en sus brazos y la llevan al interior de la oscura cavidad entre
dos grandes raíces.
Se ha ido.
Una solitaria pesadez se instala en mi pecho como una roca y estiro
las manos vacías, sintiendo los residuos escamosos de su sangre.
Mi corazón martilleante golpea la cúpula de cristal y me
estremezco, con las rodillas a punto de doblarse cuando las grietas se
entretejen en la superficie. Lucho por recoger esas pequeñas gotas de
brillo, aplastándolas.
«He salvado vidas», grito internamente, tapando los agujeros. «He
salvado vidas…»
Se me eriza el vello de la nuca y me giro, vacilante, para ver una
mancha pálida y brumosa que se cierne ante mí.
Frunzo el ceño, mantengo el equilibrio y levanto el brazo a modo
de percha.
La duendecilla se posa en mi antebrazo, coronada por un nido de
esponjoso pelo blanco, con un alfiler negro atravesándole la punta
afilada de la oreja. Agarra una araña negra por el trasero con ambas
manos, me evalúa con ojos grandes y sombríos mientras le araña los
brazos.
Su mirada se concentra en la sangre que mancha mi mano y mueve
la cabeza hacia un lado. Me mira con una intensidad que me hace
parpadear.
—¿Ha te… nah ve heilth neh?
—No sé hablar su idioma —admito, y ella levanta sus cejas
esponjosas, mirando de nuevo mi mano antes de levantar a la araña
y meterse la cabeza en la boca, crujiendo.
Un escalofrío me recorre la piel y me estremezco cuando ella traga
y muerde el abdomen con un jugoso chasquido que hace que el
líquido marrón se deslice por su barbilla. Inclina la cabeza hacia el
otro lado, ofreciéndome el resto del torso y las ocho patas enroscadas
que parecen haber renunciado a luchar.
Se me revuelven las tripas.
Sacudo la cabeza.
—Se ve deliciosa. Pero no, está bien. Yo, ah… comí antes. De hecho,
me comí un bol entero.
Sus ojos se abren de par en par, me mira de arriba abajo como si
fuera una deidad y se mete el resto en la boca. Con unas cuantas patas
que aún sobresalen de sus labios, me hace señas con la mano para que
la siga, moviéndose hacia delante como un borrón.
Si me lleva a cazar arañas, estoy acabada.
Trepo tras la duendecilla, atravesando pasadizo tras pasadizo,
hasta llegar a un estrecho túnel cargado de olores familiares a carne
estofada, vino y humo de leña.
Debemos de estar cerca de la plaza del mercado de Parith.
Se cierne ante mí, balbuceante, indicándome con un gesto de la
mano un rastro de enredaderas y raíces que parecen serpentear hacia
el cielo.
Asiento con la cabeza y le doy las gracias con una sonrisa. En un
abrir y cerrar de ojos, se ha ido, dejándome sola salvo por los gordos
gusanos y mis pensamientos que siguen intentando abrirse paso
hacia esa cúpula de cristal.
Hacia todo lo que contiene.
Respiro entrecortadamente, meto la mano en el bolsillo y saco la
flor más pequeña, ahora totalmente calcificada, aunque un poco
astillada por haberla metido en el bolsillo mientras me arrastraba por
un laberinto de túneles.
Las pequeñas fracturas crujen en la cúpula, y yo arranco, aplasto y
aliso esas pequeñas perlas de lustre, tapando los huecos. Una ráfaga
de frío me recorre las venas, me tambaleo y me agarro a una raíz para
estabilizarme.
Dejo caer la barbilla sobre el pecho, trago saliva y aprieto la mano
ensangrentada alrededor de la flor, con los pétalos endurecidos
clavándose en la herida abierta por el fragmento de cristal.
Se me hace un nudo en la garganta al darme cuenta de lo que tengo
que hacer.
***
Mis brazos sufren la mayor parte del daño cuando me abro paso a
través de un arbusto espinoso que amortigua la base del árbol de la
correspondencia de Parith. Tropiezo con una abertura resguardada
por ramas frondosas que se extienden a lo largo y ancho, ensartadas
con ristras de farolillos que emiten un resplandor dorado, que ahora
me doy cuenta de que probablemente procede de los gusanos que han
metido dentro de los ataúdes vidriosos.
La valla de piedra azul que rodea el árbol lo protege de la gente que
regatea, ríe y canta al otro lado.
La plaza del mercado.
Me arrastro alrededor del tronco nudoso y entro en la caseta de
madera situada junto a la base del árbol. El revoloteo se ralentiza y
un mar de rostros diminutos se asoma por los sombríos agujeros,
mirándome desde sus frágiles perchas.
Me invade una oleada de aceitosa culpa.
¿Saben los duendes lo que he hecho? ¿Cuchichean entre ellos sobre
la chica que salvó a uno de los suyos? Qué extraño, cuando sus manos
estaban cubiertas de la sangre de otro.
Asesina.
Aparto la mirada de sus curiosas miradas y empujo el espinoso
pensamiento hacia el fondo, enterrándolo junto a la cúpula de cristal.
Con un suspiro tembloroso, abro el pestillo de madera del buzón,
tomo uno de los diminutos trozos de pergamino de la pila y me
inclino para garabatear mi mensaje con un palo de carbón afilado: el
papel es demasiado fino y delgado para palabras tan duras y pesadas.
Después de enrollarlo en un apretado pergamino, escribo un nombre
en él, lo sujeto con un cordel y luego agarro el largo cordel, adornado
con cascabeles dorados que tintinean cuando doy un fuerte tirón.
—Tengo un mensaje para alguien…
Se hace el silencio, un silencio incómodo y hambriento, como si
estuvieran esperando a que confesara.
Acabo de asesinar al Gran Maestro del Oeste.
Una parte de mí quiere gritarlo para quitarse un poco del peso
paralizante que tengo acumulado en el pecho.
Por fin, un duendecillo desciende revoloteando y aterriza sobre la
mesa en un revuelo de pelo largo y rubicundo y alas del color de las
hojas de otoño. Mira el nombre y asiente, agarra el pergamino y lo
desliza en la funda que lleva entre las alas; sus movimientos se
ralentizan cuando se percata de mi cupla.
Carraspeo, me la meto más arriba en el brazo y rebusco en el
bolsillo. Pellizco la flor más pequeña y la saco, extendiéndola hacia
ella.
Sus ojos se abren de par en par al mirarla, luego a mí, luego arriba.
Yo hago lo mismo y veo a todos los duendecillos del árbol colgando
por el borde de las ramas o por los labios de sus huecos, con las
miradas clavadas en la pequeña flor de cristal.
Se me eriza la piel.
El duendecillo rebota en mi mano, recoge la flor, me hace una
tímida reverencia y se lanza al aire en un revoloteo de tonos leonados,
desapareciendo entre las ramas con mi pena atada a su espalda…
Es un milagro que pueda volar.
Me apresuro a atravesar calles atestadas de gente, el aire de la tarde
cálido y pegajoso, rico en olores a carne asada, humo dulce y
salmuera salada. Los adoquines están calientes bajo mis pies,
saturados del sol que cae a martillazos desde un cielo casi despejado.
Me mantengo en las sombras donde puedo, lejos del calor
abrasador. Del resplandor del sol sobre mi piel.
De mi alma.
Finalmente encuentro una fuente en el lateral de un edificio y
sumerjo las manos en el agua fría, clavándome los pulgares en las
palmas y restregándome con fuerza. Se arremolina por el desagüe en
vueltas perezosas, y se me forma un nudo en la garganta.
—He salvado vidas —murmuro mientras más grietas se entretejen
en la cúpula de cristal, y arranco y aplasto y aliso y empano, para
luego untar una capa de luz sobre el escudo. El mundo parece
inclinarse, el hielo me recorre las venas, y me tambaleo, apoyando mi
peso en un farol alto, con los dientes castañeteando.
Respira…
Respira…
Respira…
Parpadeando con pesadez, miro por encima del hombro el carro de
un mercader arrimado a la pared del fondo. Un remolino de gente
adula los diversos productos colocados sobre las mesas, pero mi
atención se centra en un perchero de madera repleto de ropa, que se
engancha en una capa de terciopelo del color de los arándanos.
Me tambaleo hacia delante.
La descuelgo de la percha y acaricio el material, grueso y cremoso.
Pesado.
Compruebo el precio en la etiqueta, extiendo mis monedas al joven
comerciante de aspecto cansado y murmuro un gracias mientras me
cubro los hombros con la prenda. Me acurruco entre ella, me cubro la
cabeza con la profunda capucha y saboreo la reconfortante
penumbra.
La seguridad de estar oculta.
Luego camino, dejando que mis pies lleven el peso que mi corazón
está demasiado entumecido para soportar, cada paso no es más que
una distracción.
Apenas soy consciente de los hombres, las mujeres, los niños que
se agolpan a mi alrededor, su parloteo zumbando en mis oídos como
moscas. Apenas oigo la voz retumbante de un guardia que grita a
través de un cono ante un montón de gente, pronunciando palabras
como escasez de petróleo, restricciones y conservar nuestros recursos.
Apenas me doy cuenta de la puesta de sol, el cielo salpicado de
cintas de color púrpura, melocotón y rojo sangre cuando un edificio
familiar aparece en mi periferia, su pared rocosa iluminada por el
resplandor de una farola.
Mis pies se detienen. Mi corazón también.
Lentamente, mi mirada asciende tres pisos por la mampostería, el
mismo camino por el que bajé ayer mientras me asfixiaba con el olor
de Rhordyn, la horrible amenaza que le escupí a la cara
persiguiéndome como un alud.
Se me aprieta el pecho al ver su ventana. Cerrada.
Vacía.
Desvío la mirada tan rápido que la cabeza me da vueltas,
arrancando más luz de mis oscurecidas entrañas y reforzando esa
cúpula de cristal, usando la pared como muleta mientras lucho contra
la ola de letargo que me responde y me hiela hasta los huesos.
Parece empeorar…
Aprieto la mandíbula para contener el castañeteo de mis dientes y
rodeo el edificio, recuperando la compostura cuando llego a la puerta
principal, coronada por un toldo con un letrero que se balancea.
Graves Inn
Agarro la manilla deslustrada y tiro.
Me golpea una bocanada de aire caliente con olor a pan horneado
y entro en una habitación repleta de hombres rudos, de pelo negro,
ojos oscuros y piel aceitunada. Su barítono colectivo me aborda, y la
puerta se cierra con un golpe seco cuando me apoyo en ella,
contemplando el mar de capas de mercaderes rojas como la sangre
que llevan puestas al azar y que dejan entrever oscuras vestimentas
territoriales debajo.
—Mierda —murmuro, bajando la mirada al suelo mientras me
aseguro de que mi cupla está oculta, aspirando un aire que de repente
me parece demasiado denso.
Hombres de Ocruth.
Los hombres de Rhordyn.
Los que él introducía de contrabando en Bahari, listos para navegar
en los barcos en cuanto estuvieran asegurados. Los que le son leales
y responden ante él.
Me matarían en un abrir y cerrar de ojos si supieran lo que he
hecho.
Me apuñalarían en el pecho. Me reventarían el corazón. Verían la
luz desangrarse de mis ojos, sus cánticos victoriosos manchando el
aire junto con el olor de mi sangre traidora.
Frunzo el ceño y me doy cuenta de que me consuela saber que si
grito mis transgresiones al techo, aquí y ahora, los hombres de
Rhordyn me darán el mismo destino que yo le di a él. Una parte de
mí incluso… quiere hacerlo. Como una picazón morosa que pide ser
rascada.
La puerta a mi espalda se abre de un empujón, catapultándome
entre dos mesas de bar rodeadas de hombres cuyas cabezas giran en
mi dirección. La charla se apaga y un oscuro mar de ojos se clava en
mí.
Me bajo la capucha y me enderezo.
Consciente de mis pies desnudos y sucios, me dirijo hacia un par
de taburetes vacíos y desparejados en el extremo izquierdo de la
barra, arrastro uno hacia atrás y las patas de madera rozan el suelo
manchado y abollado. Me encorvo hacia delante en el asiento,
apoyando todo mi peso en la lisa losa de caoba, maldiciendo para mis
adentros las persistentes miradas que me erizan la piel.
Una mujer con una larga y desordenada trenza lateral del color del
maíz se acerca a mí envuelta en una tela azul, con un delantal atado
a la cintura. Me ofrece una sonrisa tensa, pero hay cautela en su ceja
levantada cuando evalúa mi rostro amortajado.
—¿Puedo ofrecerte algo?
Me meto la mano en el bolsillo y me detengo al chocar con el trozo
de caspun que siempre tengo cerca, rozando con el dedo su piel
curtida una vez… dos…
Un sudor frío me recorre la nuca.
Aparto el caspun, arranco tres monedas y las deslizo por la barra.
Me tiembla la mano cuando señalo al hombre que está sentado a unos
pasos de mí.
—Lo que tenga.
Mira el vaso, del tamaño de la mitad de su cabeza y lleno de un
líquido negro cubierto de espuma blanca.
Lo bastante grande y peligroso como para calentarme las entrañas.
Con una curiosa mirada a mi atuendo y un apretado movimiento
de cabeza, agarra las monedas y se dirige a la estantería de la pared
donde hay un montón de tazas vacías. Miro hacia la pared del fondo,
donde hay un espejo moteado, y observo mi reflejo.
O mejor dicho, mi ausencia de reflejo.
Mi capucha está tan echada hacia delante que en lugar de mi cara
no hay más que una bola de negrura, parecida a las sombras a las que
me he pasado toda la vida aprendiendo a aferrarme. Mi mirada se
desvía hacia el mar de hombres, casi todos ellos mirándome.
Dejo de mirar la barra.
Un vaso de agua cae ante mí con un golpe sordo, el líquido
chapotea por los lados.
—No he pedido agua —digo, e intento devolverlo cuando un
cuenco con algo humeante y fragante cae ante mí—. Desde luego, no
he pedido…
—No. Sin embargo…
La voz me sorprende, más grave que la de la camarera y con un
tono cínico.
Despacio, miro a la mujer que ocupa el taburete a mi lado.
Lleva el pelo largo y espantoso, los mechones de un blanco crudo
retorcidos en las sienes y atados con un peinado medio recogido,
medio suelto, que contrasta con su piel oscura y hace alarde de sus
rasgos severos: ojos grises pálidos, nariz afilada, pómulos altos. La
cicatriz que le recorre desde la comisura de los labios hasta la mejilla
me recuerda al hombre al que me entregué, un pensamiento que
podría resultar tierno si no estuviera tan felizmente adormecida.
Me resulta familiar, pero no recuerdo dónde ni cuándo la he visto.
—¿Quién eres?
—Cindra —me dice, y espero a que dé más detalles.
No lo hace.
—Sin embargo… —le pregunto, observando cómo se quita la capa
de comerciante de los hombros, dejando al descubierto el atuendo de
Ocruth: pantalones y camisa, con las mangas remangadas hasta los
codos. Un chaleco de cuero se ciñe a sus curvas regordetas, y en la
solapa lleva prendido el emblema de Ocruth, una espada que
atraviesa una luna creciente.
Deja la capa sobre la barra y se echa hacia atrás, rebuscando en el
bolsillo de sus ajustados pantalones.
—Tendrás que consumir ambas cosas si quieres esto. —Golpea la
barra con una llave de latón e intercepta a la camarera, que toma lo
que supongo que es mi pedido original y se bebe el líquido de tres
tragos.
Debería enfurecerme. Probablemente lo estaría. Excepto que hay
un leve rastro de almizcle de cuero con un toque de escarcha…
Mi mirada cae a la llave de nuevo, se aferra a ella mientras dibuja
profundamente, dándome cuenta de que Rhordyn ha tocado esa
llave. Ha sujetado esa llave. Ha usado esa llave.
¿Abre la puerta de su habitación?
Me pican los dedos para alcanzarla y sostenerla. Para acunarla
cerca de mi pecho roto.
Trago saliva, cierro las manos sudorosas en puños y vuelvo a
estirarlas.
Creía que mis pies me habían guiado hasta esta posada, pero me
equivocaba. Fue mi corazón magullado y maltrecho. La parte de mí
que quiere estar rodeada de él. Saborearlo en el aire que respiro.
La parte de mí que casi dio ese último paso por el acantilado y lo
persiguió a través de las puertas de la muerte.
—¿Qué es eso? —Finjo pasar el nudo en mi garganta.
—No hagas preguntas de las que ya sabes la respuesta, Maestra.
Mi corazón vacila, luego galopa hacia delante.
La miro con fijeza y sus ojos emiten un destello de complicidad.
Lentamente, deslizo mi mirada más allá de ella hacia los hombres
sentados alrededor de las mesas, paladeando sopa y pan, bebiendo
cerveza a grandes tragos, lanzando alguna que otra mirada en mi
dirección.
Todos saben quién soy.
La bilis me sube por la garganta. Amenaza con ahogarme.
Asesina.
—Siempre podría trepar por la ventana —digo apretando los
dientes.
—Tendrías que romperla y, al hacerlo, molestar al señor Graves. —
Ladea la cabeza, con un movimiento casi depredador—. Pasó treinta
años saqueando tuberías de cobre de los bajos fondos de la ciudad
para cumplir su sueño de toda la vida de convertirse en posadero, y
el vidrio no es barato. ¿De verdad quieres costarle el sueldo de un
mes para sustituir el cristal de una ventana solo para evitar comer la
famosa sopa de pescado de su mujer?
—Aunque tuviera hambre, no es asunto tuyo.
—Todo lo contrario. Es mi trabajo asegurarme de que todo el
mundo esté bien alimentado, y me tomo mis órdenes muy en serio.
Puedo oír tu estómago aullando desde aquí.
—¿Quién…? —Respiro entrecortadamente, deseando que mi
corazón se calme—. ¿Quién te dio las órdenes?
—¿Quién crees? —Me mira con complicidad y luego se vuelve
hacia su cuenco. Sostiene la cuchara de madera, sopla sobre un trozo
de pescado que saca del caldo y lo devora con gusto mientras más
fracturas crepitan en mi cúpula.
La punta afilada de una enredadera se asoma por una de las
hendiduras.
Si supiera lo que he hecho, que se ha ido, dudo que me tratara con
tanta hospitalidad.
¿Y si le dijera lo que era? ¿Las cosas que ha hecho? ¿Que salvé
vidas?
Su monstruo.
Cierro los ojos y rebusco en mis sombrías entrañas, arrancando,
aplastando, alisando esas pequeñas gotas de luz. Metiendo brillo en
las grietas. Mi sangre se vuelve lenta y viscosa, plagada de fractales
de hielo que me hacen apretar la mandíbula, me crispan los músculos.
Abro los ojos y miro la sopa. Los rizos calientes de vapor que se
desprenden de ella.
Parece un intercambio fácil, pero mi interior me dice lo contrario.
Podría tomar la llave y correr hacia la escalera que tengo a mi
espalda. Es muy probable que sea más rápida…
Como si leyera mis pensamientos, Cindra pone la mano sobre la
llave y se la acerca al pecho, protegiéndola con el cuerpo.
Algo surge en mi interior, feroz y salvaje, con una violencia que me
rompe los dientes. Considero las consecuencias de exigirle que me
entregue la llave con la punta de mi daga y vuelvo a echar un rápido
vistazo a la habitación. A los hombres, que sin duda ocultan armas.
Percibo tensión en sus miradas, como si estuvieran evaluando la
violenta trayectoria de mis pensamientos.
Si ella es su supervisora, como sospecho… Daría una buena pelea,
pero sería estúpida.
Cindra se mete un langostino en la boca y parte en dos un trozo de
pan, dejando la mitad junto a mi cuenco y usando el suyo para fregar
un poco de caldo.
Frunzo el ceño.
Partir un pan para compartirlo es una señal de respeto en la
mayoría de los territorios. Sería un poco grosero si ahora la
amenazara con apuñalarla.
Con un suspiro resignado, planto los codos sobre la mesa y me
acurruco sobre mi cuenco, agarrando la cuchara con la mano
rebanada. Como hasta hartarme de la abundante comida, una
saciedad que no hace nada por alimentar el hueco de mi pecho; el
vacío como un páramo agrietado por la ausencia de mis emociones
enjauladas.
Atisbo la llave metida en el escudo protector de sus brazos y
engullo toda la taza de agua de un largo trago. Golpeo la taza contra
la barra, raspo lo que queda de sopa y me la meto en la boca, luego
dejo caer la cuchara en el cuenco y extiendo la mano.
Con la mirada fija en la pared del fondo, espero y los dedos se
enroscan en torno a la llave en el momento en que la tengo en la
palma. Me bajo del taburete y me dirijo hacia la escalera.
—Orlaith. —Pronuncio mi nombre con la precisión segura de
alguien demasiado familiarizado con él.
Con un pie en el primer escalón, miro por encima del hombro a la
mujer, de espaldas a la barra, con un codo apoyado encima y los ojos
afilados buscando la sombra dentro de mi capucha.
Levanta la otra mano para mostrar mi daga colgando de sus dedos.
Se me acelera el corazón y me precipito hacia delante, captando las
miradas curiosas de otros clientes. Cuando mis dedos agarran la
empuñadura, Cindra me atrae hacia sí y me sisea al oído: cinco
palabras afiladas que me erizan la piel.
—Te queda mejor el negro.
Estoy ante su puerta, agarrando su llave con la misma mano que
apretó el fragmento de cristal que me desgarró la carne y me
desangró.
Lo atrajo hacia mí.
La misma mano que agarró la empuñadura de esa garra y se la
clavó en el pecho.
Más fracturas, y me apresuro a remendarlas, apoyando la cabeza
en la puerta mientras respiro entre dientes castañeantes…
No pienso.
Meto la llave en la cerradura y echo el pestillo a un lado. Empujo la
puerta hacia dentro y doy un paso al frente, sorprendida por la oleada
de él que penetra en mis pulmones como un diluvio tormentoso.
Es un viento helado que se cuela por mi garganta y alivia el camino
asolado. Es una lluvia torrencial que cae sobre la brasa de mi odio a
mí misma. Es un relámpago de vida que electriza mi corazón y lo
obliga a latir más deprisa.
Más rápido.
Más rápido.
Agarrándome la garganta, doblo mi peso contra la puerta,
cerrándola tras de mí mientras trago saliva como si estuviera muerta
de sed. Como si fuera la primera vez que salgo a respirar desde que
se me escapó de las manos con palabras no dichas atrapadas en su
pecho partido.
Mi respiración entrecortada se calma por fin en lentas y pausadas
respiraciones, y contemplo la habitación con el corazón latiéndome
con fuerza.
Las paredes de piedra parecen planas a la luz mortecina, en
marcado contraste con el mapa de la ciudad, que parece real gracias
a su minuciosidad. El escritorio a mi derecha sigue lleno de trozos de
piedra y de su boceto a medio terminar…
Aparto la mirada. Miro la cama.
Su espada yace en el extremo, como si hubiera tomado la decisión
consciente de dejarla antes de seguirme al bosque. Aparte de eso, las
arrugas de las sábanas no se han movido desde que caí de espaldas
sobre ellas. Desde que bajó su peso sobre mí y aplastó su cuerpo
contra mis partes doloridas.
Desde que me dijo que le enseñara mis daños.
No, no me lo dijo.
Me lo pidió.
En lugar de hablar, convertí ese daño en un arma curva y le
atravesé el pecho de un puñetazo.
Mis rodillas ceden y me derrumbo en un montón de miembros
anudados, con los dedos buscándome el cuello, arañando.
Garras.
Puede que fuera un monstruo de una época oscura y sangrienta,
puede que fuera un asesino, pero era mi monstruo.
Mío.
—Salvé vidas —cacareo, a la caza de menguantes gotas de luz. Las
esparzo por el caparazón protector, los párpados me pesan tanto que
es una batalla mantenerlos abiertos. Un escalofrío me envuelve las
costillas y me sacude, me sacude, me sacude…
Me agarro por el medio y me desplomo hacia un lado, mi mirada
se clava debajo de la cama y cae sobre un paquete negro de la mitad
de la longitud de mi antebrazo.
Mi mirada recorre su forma, su ubicación. La misma posición que
mi escondite en Stony Stem.
El corazón me da un vuelco.
Este paquete es para mí.
Una parte de mí quiere lanzarse al suelo, sostenerlo y desenredarlo.
El resto de mí tiene miedo de lo que pueda ver, es consciente de la
cúpula de cristal dentro de mi pecho, que se vuelve más frágil cada
segundo que pasa. Como si las emociones agitadas, afiladas y
escurridizas atrapadas debajo la estuvieran desgastando.
Tú hiciste esto.
Tú lo has hecho, mierda.
Alargo la mano. Hago una pausa.
Gruño y avanzo sobre manos y rodillas, aplastándome contra el
suelo mientras me meto debajo de la cama y agarro el paquete.
Retrocedo, me balanceo sobre las rodillas y lo sostengo en la palma
de la mano, jadeando ante su peso desequilibrado. Pesado.
Me resulta familiar.
Con el corazón desbocado, aflojo el cordel y desenredo la tela. Cae
al suelo, un pequeño pergamino aterriza a su lado y mi pico de
diamante descansa sobre mi mano temblorosa.
Mis ojos arden con lágrimas no derramadas que distorsionan mi
visión.
La ha recuperado.
Toco el mango con los labios y respiro hondo, percibiendo el tenue
residuo de él empalmado con capas y capas de mí.
Suelto un sollozo y muerdo el puño, apretándolo con tanta fuerza
que los nudillos se me ponen blancos.
Ha estado hablando… pero no lo he escuchado.
Las cabezas de campanilla…
La vaina…
Esto…
Baratijas de afecto me pasaron con silenciosa esperanza que
acuchillé y apuñalé.
Dejo el pico en el suelo, recupero el pergamino, lo desenredo…
gimoteando al contemplar la obra maestra extendida. El hermoso
desastre que ha manchado sobre el pergamino, trazo a trazo.
Reconocería ese pasillo empedrado en cualquier parte, su curva
casi me pide que caiga en él y me rompa contra las miradas de las
muchas personas que se alinean a un lado.
Susurros.
Y allí, acurrucada en el suelo, con la cara inclinada y la mirada
clavada en la pared, estoy yo. Inconfundiblemente yo. Como si
acabara de caer sobre el papel en una maraña de miembros forjados
y mejillas manchadas de lágrimas.
Él estaba allí aquel día, observándome desde la oscuridad. Me vio
desmontarme cuando por fin miré a los ojos del hermano que perdí.
Vio las peores partes de mí. Mi debilidad.
Mi horrible secreto.
Vio todo el horror desprotegido de mi monstruoso error. Mi
horrenda confesión, dada involuntariamente desde un subconsciente
culpable que rebosaba de todas las vidas que había arrebatado.
Me vio… y aun así vino a Bahari. Se paró ante mí y absorbió mis
golpes. Intentó consolar mi dolor y evitar que me hiciera daño.
¿Yo?
Eché un vistazo a su monstruo y lo asesiné.
Un gemido profundo y agónico me desgarra por dentro. El
pergamino cae de mi mano, enroscándose sobre sí mismo mientras
me inclino hacia delante, las manos asaltando el suelo.
«Simple, Milaje. Me niego a vivir en un mundo en el que tú no
existas».
La cúpula de cristal de mi interior se hace añicos con un estridente
estallido que me hace sonar los dientes, con afiladas astillas
alojándose en mi corazón, mis pulmones y mis huesos. Otro sollozo
gutural cuando esas enredaderas espinosas estallan con una
venganza despiadada, cortándome en tiras. Me serraron la garganta,
paralizándome.
«No llores…»
Con la cara desencajada, abro la boca con un grito silencioso, el eco
de sus palabras es un golpe con púas en lo que queda de mi corazón
desprotegido.
Me doblo, me pliego ante el dolor, lucho por recoger esas
enredaderas espinosas con las manos desgarradas y ensangrentadas,
un débil intento de contener su alboroto aserrador.
Es inútil.
Hay demasiados trozos rotos. Demasiadas espinas cortantes.
Demasiados errores y palabras no dichas que se posan en mi pecho
como una montaña dentada e inescalable.
Rebuscando en mi bolsillo con movimientos espasmódicos y
temblorosos, saco la raíz de caspun.
Ya no quiero hacer daño.
Solo quiero dormir.
«No llores. No llores. No llores. No llores. No llores».
Me meto el caspun entre los dientes y arranco un trozo, dejando
que el resto caiga al suelo. Mastico la carne crujiente y amarga, me
arranco la capa y me arrastro hacia la camisa negra pulcramente
doblada que hay sobre la mesa auxiliar.
Agarro la parte delantera de la túnica con las dos manos y la abro,
desabrochando los botones, con el hombro sensible palpitando en mi
prisa por desvestirme hasta quedar desnuda salvo por la ropa
interior.
Fría.
Sola.
Culpa mía.
Me pongo la camisa de Rhordyn, empapándome de él.
Tenía algo que enseñarme…
¿Tal vez era su propio daño? Pero no tuvo la oportunidad porque
el mío lo hizo pedazos.
Porque empujé esa garra hacia adelante.
Me ataca la imagen de él cayendo, la garra alojada profundamente
en su pecho…
Un suspiro estremecedor, y manoseo su parte superior, haciéndola
crujir en mis puños. Nunca podré volver a ese terrible, terrible
momento y tomar una decisión diferente. Nunca experimentaremos
la belleza sin todo el dolor.
Nunca podré mirarlo a los ojos y decirle que escucho sus palabras
silenciosas.
«No llores…»
Agarro el caspun y le doy otro mordisco amargo, me subo al
colchón, con el cuerpo cada vez más pesado mientras me arrastro por
las sábanas y caigo sobre su almohada. El frío golpea mi médula y se
filtra por mi carne, volviendo lechosas mis exhalaciones.
Lenta.
Siento como si él me envolviera, rozándome la piel.
Me acurruco contra su almohada, tragando saliva.
Ya no quiero huir. Alejarlo.
Hacerle daño a él o a mí misma.
Quiero acercarme tanto a él que todo sentido pierda forma, que
nuestros errores sean un huesudo campo de batalla sobre el que
construir nuestro castillo. Uno que no sea bonito ni extravagante, sino
profundo y oscuro y un poco roto.
Demasiado tarde.
Otro mordisco crujiente. Otro trago amargo.
Tirándome de las mantas por encima de la cabeza, me hago un
ovillo más apretado, mis párpados cargados se cierran mientras mi
mente se sumerge en ese charco de tinta del sueño, consumida por un
frío abrazo que se siente como en casa.
No tengo angustia, pena ni arrepentimiento. Sin los matices del bien y el
mal y la mancha gris entre ellos.
Sin el cálido amanecer de la esperanza ni la fría gota del miedo.
No tengo dedos que enreden verdades que ya no importan. Sin manos
que sostengan y acaricien y hieran.
Sin sustancia para romper.
Estoy sin aliento para llenar pulmones que ya no existen. Sin piel tensa
que me contenga.
Sin sangre que gotee. Para derramar o escurrir o salpicar o manchar.
Para regalar.
Estoy sin…
Él.
El peso ya no me atenaza, las raíces arrancadas del suelo que se
desprende mientras doy tumbos con estrellas de gotas de rocío flotando en
un mar de tinta negra. Me lanzo a través de un bosque de ébano que parece
extenderse eternamente, corriendo pequeños globos de luz que zumban
entre los troncos.
Los árboles no tienen hojas, no tienen vida, pero puedo sentir su violento
pulso a través de lo que queda de mí mientras paso zumbando por un lugar
que podría reconocer. Un castillo negro como los sombríos árboles, el cielo,
el suelo, sus muros entrecortados en algunas partes, como inacabados.
Quiero ir allí, pero estoy a merced del tirón.
El terreno se inclina y caigo en picado hacia un iris resplandeciente que
desemboca en una pupila insondable.
Disminuyo la velocidad.
El ojo me mira. Me evalúa.
Una voz estratificada susurra en voz baja, arrastrándome hacia la
oscuridad hambrienta. Dos palabras resonantes graznan como un krah a
través de la oscuridad de medianoche y dicen mi verdad hueca y
condenatoria…
«No lo tienes»
***
Unas manos ardientes me agarran por los hombros y me sacuden,
me sacuden, me sacuden, arrancándome de ese final que me ve.
Alargo los dedos, estirándolos, suplicando que me trague…
Me disuelva.
Que me desparrame en un billón de pedazos insignificantes.
Me meten en un cuerpo helado y hostil. Eso se siente demasiado de
una vez, abrasando mi corazón hueco.
—Orlaith… mierda…
Una voz suave. Preocupada.
—Despierta…
Enfadada.
—¿Qué has hecho?
Cosas terribles que pesan demasiado.
Cosas terribles que no puedo deshacer.
Otra fuerte sacudida me hace girar la cabeza. La barbilla me golpea
el pecho y un estallido de rojo me recorre la parte posterior de los
párpados mientras me muerdo la lengua, fría y torpe, saboreando la
sangre.
Abro los ojos y veo el perfil borroso de una mujer de forma
familiar…
Colores…
Olores…
Mantequilla y especias, cortadas con el agudo aroma de emociones
feroces y en erupción que luchan contra el almizcle de él.
Manos demasiado cálidas y pequeñas que no son suyas.
Porque se ha ido.
Porque yo…
Yo…
—No quiero sentir.
Las palabras fluyen sin forma ni corazón ni voluntad de hundir sus
raíces en la tierra. Sin los pétalos de la esperanza, la felicidad, la
tristeza, la pena…
Vacío como mi corazón vacío confirmado por una entidad
poderosa e insondable. Palabras graznadas que me llaman ahora.
Parpadeo, abro los ojos al vacío, al frío, al final.
Miro dentro de esa pupila insondable.
Me acerco…
Más cerca…
«No lo tienes»
Algo duro choca contra mi cara, golpeándome contra mi piel
demasiado apretada, metida en todos los recovecos.
—No te atrevas a morir.
Me envuelven en un mar de mantas suaves entre las que quiero
marchitarme. El hielo me obstruye las venas cuando las manos se
deslizan bajo mis rodillas y mi espalda, y me siento arropada contra
un pecho cálido, elevada, flotando…
Flotando lejos de su olor.
Murmuro.
Gimo.
Suplico.
—¡Geis ta ne vale-es tin nah!
La retahíla de palabras agudas y torcidas se me echa encima, los
bordes rizados ruedan por la lengua de Zali como una suave
palmadita después de una bofetada hirviente.
Supongo que recibió mi nota. Significa que sabe que yo…
Gimoteo y el vaho caliente se posa en mis mejillas y mis manos. A
mi alrededor surgen gorgoteos y chapoteos, que resuenan y provocan
que la imagen de una cascada espumosa se grabe en la parte posterior
de mis párpados.
De nuevo, estoy de pie al borde de ese acantilado, viéndolo
desaparecer a través de la niebla, cayendo de mi vida con un detalle
devastador.
Puedo ver el dolor en sus ojos, sus manos extendidas invitándome
a caer con él.
Un pequeño paso. Una pequeña zambullida.
Una profunda zambullida en nuestro «para siempre» que nunca
fue, antes de que una nada de tinta se derrame en mis pulmones y
apague mi llama…
Me doblo hacia delante contra algo duro y frío. Me abren la
mandíbula, me meten los dedos hasta la garganta y me dan espasmos
estomacales. La bilis me asciende por la garganta en un derrame
grumoso y salpicado de ácido y caspa a medio digerir.
—Ya está. Sácalo todo.
De nuevo, sus dedos penetran profundamente. De nuevo, mi
garganta arde con ira ardiente hasta que estoy tan vacía que lo único
que me queda por vomitar son mis doloridas tripas.
Me arrastra hacia atrás, con la cabeza caída, y luego me levanta.
Flotando de nuevo.
El agua hirviendo me martillea el pecho y me asfixia en un derrame
hirviente, librando una guerra con mi piel helada.
Un grito me desgarra la garganta.
Intento retorcerme, agacharme, huir, pero mis miembros están
cubiertos de hielo.
—Para…
Estoy segura de que mi carne se está ampollando. ¿Se desprenderá
de mis huesos en gotas sanguinolentas que se arremolinan en el
desagüe y desaparecen para siempre?
«No llores».
Mi grito ronco resuena en las paredes y alzo los brazos, enredando
los dedos en los largos mechones empapados del pelo de Zali.
—Por favor… demasiado… caliente…
—Si no te caliento, morirás.
Las palabras se desvanecen en un eco suave y distante mientras me
tambaleo hacia ese infinito de tinta… la cabeza se inclina… el brazo
cae sobre la piedra…
«No lo tienes»
Otra bofetada me sacude la cabeza tan rápido que el mundo se
inclina sobre su eje.
—No te duermas.
Su voz me golpea como un martillo y abro los ojos. Esbozo la forma
borrosa del rostro de Zali, sus ojos gemelos, remolinos de oxidada
resolución.
Me deposita en el suelo de piedra, con la cabeza en su regazo, y
rebusca entre algo que cruje. El agua sigue golpeándome mientras sus
dedos se enroscan entre mis labios y giran mi mandíbula. Me mete
algo bajo la lengua antes de que mis dientes se cierren y la sustancia
viscosa se ablande.
Derritiéndose.
Un sabor familiar se desliza por mis papilas gustativas, tirando de
los hilos de mi mente consciente…
Exothryl.
—Traga —ordena Zali, y el brillo lechoso se desliza por mi
garganta, sembrando una semilla de calidez en mis entrañas.
¿Por qué intenta ayudarme?
—Maté… a tu… prometido…
—Y ahora estás atrapada conmigo —murmura—. Espero que mis
superiores habilidades de comunicación me salven de que me
apuñalen en el corazón.
Gimo y mis párpados ceden al tirón hacia abajo. De nuevo me
abren los labios, y otro nódulo calcáreo se apodera de la parte inferior
de la lengua.
El agua sigue pisándome el pecho, descongelándome desde fuera
mientras el calor arraiga en mi interior, plantando una brasa en mi
corazón que apenas late. Agitando mi pulso.
En mi mente.
Aun así, la atracción por seguirlo es feroz. Si me hiciera un ovillo,
estoy segura de que la gravedad me empujaría hacia un final rápido.
Como si estuviera atada a él, mi alma buscando la suya.
Cierro de golpe ese espinoso pensamiento y abro los ojos,
entrecerrándolos a través de las lloviznas de agua.
Con el ceño fruncido, Zali me estudia, con el pelo formando una
cortina alrededor de la cara y los labios en una fina línea, como si se
estuviera mordiendo las palabras que amenazan con salir. Como otra
bofetada en la cara, me doy cuenta de que estoy desnuda, con todas
mis debilidades a la vista de esta mujer tan elegante. Tan equilibrada,
perfecta, fuerte.
Nunca me había sentido tan cruda. Tan vulnerable.
Tan jodidamente perdida.
—Solo quería dormir —balbuceo, y su palma vuelve a chocar
contra mi cara. Mi cabeza se inclina hacia un lado y mi mejilla sufre
una bofetada de dolor.
—Para ya —le digo, con el labio superior a punto de despegarse.
Me agarra la barbilla y me empuja hacia un lado, obligándome a
mirarla.
—No se lo pongas tan fácil —sisea, agitando el trozo de caspun a
medio masticar en mi cara.
—No tiene sentido —gimo, cerrando los ojos contra el implacable
chorro de agua. Contra el remolino de ira, decepción y preocupación
que tiñe sus ojos.
Se preocupa. Se preocupa por mí.
No sé qué hacer con eso. Cómo manejarlo. Es más fácil… no
hacerlo. Porque lastimo a la gente que se preocupa.
Siempre.
—Tiene todo el sentido del mundo —me dice, y me arrastra hasta
una posición sentada, meciéndome como una flor en la brisa. El agua
me golpea la espalda y se filtra a través de mi abundante cabellera,
con los hombros inclinados hacia delante, parpadeando lenta y
profundamente mientras capto lo que nos rodea.
Estamos en el lavabo de Rhordyn, en medio de un mar de vapor
cargado del olor a cuero y escarcha de él. De nosotros aplastados
juntos. Hacinados en la atmósfera del otro. Antes de que mi daño lo
devorara.
Antes de matar al hombre que amo.
La capa empapada de Zali, de un rojo brillante, se arrastra por el
suelo como un reguero de sangre mientras camina hacia la esquina
de la habitación, deja caer el muñón mordido de caspun en la letrina
y tira de la cadena.
El corazón me da un vuelco tan rápido que casi me caigo de cara
sobre la piedra.
—¿Qué haces?
—Bienvenida a tu ajuste de cuentas —suelta.
—Lo necesitaba.
Me mira tan fijamente que me veo obligada a dejar de mirarla.
Probablemente no son las palabras adecuadas teniendo en cuenta el
estado en el que me acaba de encontrar.
Da una zancada hacia mí y se arrodilla. Levanto la vista a tiempo
para ver cómo me tiende la mano. Atrapo la muñeca un segundo
antes de que su palma vuelva a chocar con mi mejilla.
Sus ojos se abren de par en par, se oscurecen como tarros de miel
ardiendo sobre un lecho de carbón caliente mientras la agarro para
acercarla tanto que su aliento me golpea: el agua cayendo sobre su
cabeza, su pelo del tono oscuro del vino tinto ahora que está pegado
a sus mejillas.
—No lo hagas.
Sus labios esbozan una sonrisa malvada.
—Ahí está.
Gruño.
Se levanta y se frota la cara con las manos.
—¿Se lo has dicho a alguien más?
—No…
—Eso ya es algo —murmura, luego se sienta sobre los talones y se
queda mirando todos mis trozos rotos como si no temiera cortarse
con ellos. Su mirada se posa en mis ojos, y la hendidura entre sus cejas
se hace más profunda—. Necesitas sol.
Otras mil versiones de la misma proclama me escarban desde el
pasado. Mersi, Baze y, finalmente, él…
Frunzo el ceño, todavía meciéndome con una marea propia.
—No sabes lo que necesito.
Nadie lo sabe.
—Tu especie necesita la luz del sol para sobrevivir —gruñe,
obligándome a mirar.
A ver.
Me quedo con la boca abierta y el corazón me da un vuelco.
Sabe lo que soy.
—Tú… ¿Cómo…?
—Por eso Rhordyn te alojó en la torre norte todos estos años. Le
sacó el máximo partido.
—¿Él te lo dijo?
—Porque se puede confiar en mí —declara—. Porque soy una
aliada, no una enemiga.
Mi visión se nubla.
Rhordyn confió a Zali mi identidad oculta. Confió en Baze.
No confiaba en mí.
Estaba tan enfadada con Baze por saberlo. Por ocultármelo. Estaba
tan enfadada con Rhordyn por lo mismo que dejé que eso pudriera
mi percepción de él. Dejé que toda esa rabia se convirtiera en un
veneno espeso, potente y mortal.
Ahora lo veo desde un ángulo diferente, sin el dolor, la angustia y
los sentimientos de traición que afloraron en el momento en que me
quitó el collar del cuello.
Una pregunta bulle en mi pecho, las raíces se enroscan alrededor
de mis costillas mientras el brote comienza a subir por mi garganta.
¿Qué me estoy perdiendo?
Zali mira al suelo, parece pensárselo, y luego me mira a mí.
—¿Estás segura de que le diste en el corazón?
Las palabras me atraviesan y me devuelven al presente, y me
estremezco al recordar lo que sentí al empuñar aquella garra mientras
se deslizaba por su pecho.
Me entran ganas de vomitar otra vez.
—Sí —hago fuerza entre los dientes.
—¿Llevaba algo colgado del cuello? —pregunta, con un tono de
voz parecido a la esperanza—. ¿Una cuerda de algún tipo?
Me viene a la mente una visión de Rhordyn. Sangrando. Luchando
por el aire que sus pulmones no le daban. De un hilo de cuero
alrededor de su cuello, atado a algo oculto bajo su camisa.
Aparto la imagen, con el corazón rebotando en una caja torácica
que de repente me parece demasiado pequeña.
Demasiado apretada.
—Sí.
Su rostro palidece, maldice y sus ojos se convierten en charcos de
doloroso cálculo.
—¿Y ahora qué? —grazna, crucificándome con una mirada
vidriosa.
—¿Qué quieres decir?
—Ocruth es tuyo.
Las palabras me atraviesan como una espada, deteniendo la feroz
aceleración de mi corazón.
Mi boca se abre, se cierra, se vuelve a abrir.
—N… no…
—Eres su pupila, Orlaith. No tenía hijos. Ni familia.
No.
No, no, no…
—Pero tú eres su prometida…
—Un emparejamiento político que estaba lejos de ser sellado. —
Saca la cupla de Rhordyn de su bolsillo y me la agita en la cara—. Esto
no significa una mierda para mi gente ahora.
—No quiero esto… ¡No quiero nada de esto, maldición!
—Demasiado tarde.
Dos pequeñas palabras que me encadenan, añadiéndose a las mil
esposas demasiado tarde ya envueltas alrededor de mis brazos y
piernas. Hundiéndome hacia abajo.
Rhordyn me mostró lo que realmente soy. Me besó como si yo fuera
su salvación. Me dijo que se esforzaría más.
Demasiado tarde.
Demasiado tarde.
Demasiado tarde.
Dijo que me mostraría lo peor…
Demasiado tarde.
Alguien ya me había mostrado lo peor y había apostado su muerte
en el suelo de mi corazón desnutrido. Y ahora que estamos aquí —
ahora que se ha ido— hay una voz que brama en mis oídos,
diciéndome que me equivoqué.
Que debería haberme fijado en la mancha gris entre el blanco y el
negro de Rhordyn. Que debería haber esperado un poco más.
Escuchar las palabras que apagué en su lengua cuando le clavé la
garra en el corazón.
Me estremezco.
Demasiado tarde…
Empapado en el embriagador olor de mi propio sudor y vómito,
apoyo las manos en la ventana y miro a través de ella, escudriñando
las turbias entrañas de la posada. Todos los apliques están apagados
excepto uno, detrás de la barra, que proyecta un hilo de luz cálida
sobre un hombre ancho inclinado sobre la caja, apilando monedas y
garabateando en un trozo de pergamino.
Olisqueando, bordeo el edificio bajo el pesado velo de una noche
silenciosa, observo el cartel de Cerrado en la puerta antes de agarrar
de todos modos la manilla deslustrada y darle un tirón.
Siento la mirada abrasiva del hombre mientras me muevo entre
mesas altas cargadas de taburetes invertidos, levanto uno de la barra
y lo dejo caer al suelo. Me siento pesadamente, inhalando el olor a
cera de abeja mezclado con el rico almizcle de la cerveza, el licor
fuerte y el humo de la caña de azúcar.
—Hemos cerrado, hijo.
—Lo sé —murmuro, echándome hacia atrás la capucha. Rebusco
en los pliegues de mi capa, saco una bolsa de monedas y deslizo una
de oro por la barra—. Tomaré una botella de whisky.
Miro a través de mi pelo y observo la profunda hendidura entre las
pesadas cejas de Graves. Lleva el pelo rubio recogido en un moño bajo
y una barba bien recortada que contrasta con su mugriento delantal,
testimonio de un duro día de trabajo.
Ladea la cabeza y entrecierra los ojos.
—Te reconozco…
—No.
Me observa con astucia.
—¿Vas a causarme algún problema? —pregunta con voz ronca.
Levanto las cejas y le sostengo la mirada.
—No si me traes ese whisky.
Con un gruñido bajo, saca una botella de líquido ámbar de la
estantería del fondo, así como un vaso, y coloca ambos delante de mí
entre un montón de pálidas manchas anulares. Al notar una única
línea negra —casi imposible de ver— cosida a través del cuello de su
camisa azul noche, le empujo la mancha dorada, saco otra y la añado
al montón.
Percibo su creciente confusión en el aire que nos separa mientras
descorcho y envuelvo la botella con la mano. Pesada.
Fría.
Desesperado por quitarme el sabor agrio del vómito, ignoro el vaso
y bebo directamente de la fuente. El frío ardor se desliza por mi
garganta, carbonizando parte de la tensión —las palabras no dichas—
que me han estado ahogando desde que Zali recibió a la duendecilla
de Orlaith.
Me bebo una cuarta parte del contenido y los gritos encadenados
de mi pecho se suavizan con cada trago. Siseando entre dientes, dejo
la botella sobre la barra y rebusco en el bolsillo, saco un pequeño
frasco con corcho y se lo pongo delante.
Graves da un fuerte suspiro y retrocede a trompicones, apoyándose
en los estantes mientras observa el morboso y sangriento contenido:
dos espinas de cristal, con las raíces aún húmedas de donde las
arrancaron de la carne.
—Quiero venderlas —le digo, inclinando la botella hacia el tarro—
. Me preguntaba si conoces las normas de la calle por estos lares.
Abre mucho los ojos y traga saliva, con la tez grisácea.
La tensión corta el aire y reina el silencio. No es de extrañar. Los
labios sueltos hunden barcos, una lección que la mayoría de las ratas
callejeras aprenden por las malas. Pero tengo tiempo. Y paciencia.
Mucha maldita paciencia.
—Vamos, Graves —digo sonriendo—, sé que creciste en los bajos
fondos.
Su tez palidece aún más mientras espero, y espero. Bebo más de la
botella y espero, mierda.
Quizá no sea tan paciente después de todo.
Finalmente, se llena el pecho y se aclara la garganta, echando un
vistazo a las espinas.
—La mujer que buscas es Madame Strings.
Ya me lo imaginaba.
—Dicen que perdió a sus padres muy joven y que viajó muchas
veces por el continente, aunque no aparenta más de dos años y medio
—dice, con una sombra de complicidad oscureciéndole los ojos—. No
me cuadra.
Engullo la información, miro las espinas, el corazón me retumba a
un ritmo feroz…
Debe consumir.
Regularmente.
—Está con esas túnicas grises —dice, agarrando el paño que lleva
colgado del hombro y usándolo para secarse la frente moteada—. Ya
sabes cuáles.
Claro que sí.
—¿Y cómo encuentro a esta… Madame Strings? —pregunto,
intentando ocultar el hambre feroz que me corroe la garganta. La
venganza es un plato con el que estoy decidido a darme un festín, la
única cosa lo bastante poderosa como para mantener mi mente
ocupada.
Para no pensar en él.
En ella.
Este maldito lugar.
—Ella es bastante difícil de localizar. Es una gran ciudad, y no
siempre está aquí… aunque según los murmullos que he oído, creo
que actualmente está a este lado del muro. Si te arriesgas, puede que
la encuentres alrededor de uno de los campamentos del corazón de
la ciudad, contando cuentos a los niños y repartiendo caramelos.
Lo que significa que tendré que cazarla como a un perro.
Si el zapato encaja.
Graves me observa atentamente mientras me bebo el resto de la
botella, la dejo en la barra, me guardo la jarra en el bolsillo y me bajo
del taburete en lugar de empujarlo por el suelo. Viejos hábitos, o lo
que sea.
Estoy a medio camino de la puerta cuando la voz de Graves me
persigue.
—Tiene corredores.
Me detengo y me giro.
—¿Corredores?
—Hombres que engatusan a los niños para que prueben caramelos
mientras les obligan a susurrarles palabras sobre un futuro mejor,
libre de los horrores grabados en las piedras. Se dice en la calle que
algunos de estos niños están desapareciendo. Para siempre.
La sangre se me escurre de la cara tan rápido que la cabeza me da
vueltas, obligándome a agarrarme a una mesa cercana. O quizá la
botella de alcohol me ha golpeado de porrazo. En cualquier caso,
siento que voy a vomitar por quinta vez desde que se puso el sol, y
por todo el suelo recién fregado de Graves.
—No hace ni tres días que vino un tipo aquí alardeando de una
reunión con Madame Strings. Algo relacionado con la sustitución de
un corredor que contrajo la peste. —Levanta las cejas, con la mirada
fija—. Pero yo no te lo he dicho.
—¿Cuándo?
—No mañana por la noche, sino pasado mañana, si mis oídos no
me fallan. Y normalmente lo hacen.
Estiro las manos y luego las aprieto, con esa rabia monstruosa que
me invade el pecho cobrando vida salvaje.
—¿Sabes dónde vive?
Con un movimiento de cabeza, Graves agarra una pila de
pergaminos junto a la caja registradora, y me acerco mientras rasca
algo en la hoja superior con un trozo de carbón afilado.
—Querrás deshacerte de esa capa negra, hijo —dice, mirándome
por debajo de las cejas mientras dobla el pergamino y lo desliza por
la barra.
—Estoy bien —murmuro, me meto la nota en el bolsillo y me
levanto la capucha—. Esta es importante para mí.
Suelta un profundo suspiro.
—Espera aquí —refunfuña. Murmura algo sobre un deseo de
muerte y desaparece por la puerta trasera, que se detiene chirriando
tras él.
Me miro y frunzo el ceño.
Me aclaro la garganta, me desabrocho la capa y la tiendo de mala
gana sobre la barra. Todavía estoy frotando el tejido entre los dedos
cuando Graves regresa, con un grueso fajo de terciopelo azul bahari
en los brazos.
—Solo tengo una de invierno, pero servirá.
—Me sudan las pelotas solo de mirarla.
Hace un sonido a medio camino entre un uff y un gruñido.
—Cuidaré de la otra hasta que vuelvas.
—Te lo agradezco —murmuro, agarrando la capa, pero él la sujeta
con fuerza.
Le dirijo una mirada cortante y llena de advertencias.
—Cuídate, ¿me oyes?
Se me pone la piel de gallina.
Me asiente con la cabeza, me suelta, toma la papelera y se la lleva a
la parte de atrás, dejándome a solas con el silencio hambriento.
Arrastro la mirada por mi capa negra y resisto el impulso de
arrebatármela, aprieto los dientes mientras me envuelvo los hombros
con la azul y me dirijo a la puerta, a punto de abrirla de un empujón
cuando percibo un aroma a flores silvestres con un toque de especias.
El corazón me salta a la garganta tan rápido que me ahogo al
respirar.
Laith…
Vuelvo la cabeza y me dirijo hacia la escalera con los puños
apretados a los lados, deteniéndome en el momento en que mi bota
toca el último escalón. La respiración entra y sale dificultosamente de
mis doloridos pulmones, y un nuevo remolino de náuseas me
revuelve las tripas mientras intento imaginar cómo la recibiré.
Qué le diré.
Si la envolveré en mis brazos, le diré que todo va a ir bien, aunque
no sea así, y la apretaré hasta que deje de luchar contra mí.
Luchar contra sí misma.
O si dejaré que mis instintos se desaten y me lanzare contra ella
hasta que se estrelle contra la pared, y entonces me lanzaré sobre ella
con toda mi ira, mi pena y mi amarga decepción. Que vea el lado feroz
de nuestra naturaleza en todo su esplendor.
Mierda, sabe que lo necesita.
Otro latido y me trago el gruñido que intenta brotar, mirándome
las botas.
Si subo ahí arriba, le diré verdades que calarán hasta los huesos.
Las escupiré como metralla porque ahora no me siento bien.
Me siento forjado y crudo y enfadado con el mundo, enfadado con
ella. Tal vez incluso un poco borracho. Y ella se merece algo mejor
que eso. Puede que haya cometido un error devastador, pero sigo
queriéndola, mierda.
Gruño, doy un puñetazo a la pared, me dirijo hacia la salida y me
adentro en la noche.
Un gran candelabro envuelve la habitación en un cálido resplandor
y el olor de la cera de abejas. Los resortes de la silla giratoria chirrían
mientras pataleo hacia delante y hacia atrás, acurrucada entre un
mullido edredón, con la mirada clavada en el dibujo extendido sobre
el escritorio de Rhordyn.
Trazo las inclinaciones de las calles grabadas en el papel con gran
precisión. Estudio cada línea sombreada.
No me atrevo a volver a mirar su cama. Aquella mañana estaba
llena de tanto potencial. Podía sentirlo punzando mi piel, besando
mis labios con una esperanza fantasma, vertiéndose en mis pulmones
con cada respiración. Podía saborearlo en la fruta que me daba de
comer, en el agua que dejaba en la mesilla de noche.
Estaba en su forma de vestir informal, como si estuviera quitándose
una de sus muchas capas duras, dejándome entrever un lado más
suave.
Lo estaba intentando.
Y yo…
Estaba demasiado perdida para verlo.
Zali arrastra la cuchara por el fondo de su cuenco y yo percibo otro
rastro de sopa de pescado en el aire. Un escalofrío me recorre las
venas, y me hundo más en el plato, tragando, con la lengua aún
manchada del acre residuo de mi propia ración regurgitada.
—Necesitamos un plan —dice, dejando el cuenco vacío en el suelo
bajo la ventana junto a la que está apoyada y descorriendo la cortina
para contemplar la sombría calle. Una sencilla túnica azul oscuro y
unos pantalones de cuero negro se ciñen a sus curvas torneadas; su
capa empapada cuelga de un gancho junto a la puerta.
—¿Necesitamos? —balbuceo, y ella me mira, dejando caer la
cortina, sus ojos brillando como joyas de color ámbar a la luz
parpadeante de las velas.
—Tú y yo. Nosotras.
Frunzo el ceño.
—No… ¿No me odias?
Enarca una ceja mientras se cruza de brazos y se apoya en la pared.
—¿Quieres que lo haga?
Vuelvo a clavar mi mirada en el dibujo.
Sí.
Rhordyn estaba a punto de conseguir las naves que su pueblo tanto
necesita, y yo lo maté. Maté a cientos, tal vez miles de los suyos con
ese golpe infiel.
Pero esa pequeña palabra de dos letras se encuentra dentro de mí
como una costilla entallada en su lugar correcto. Como un antídoto
que no sabía que necesitaba hasta este momento.
Nosotras…
Necesito su odio. Lo merezco. Pero creo…
Creo que quiero más su amistad.
—Te has cargado al hombre más formidable del continente. —
Levanto la vista y capto la mirada de Zali—. Cainon tiene ventaja, y
su padre siempre iba un paso por delante. Dudo que la manzana
cayera lejos del árbol. Sea cual sea el gran tapiz que ha estado tejiendo
ante tus ojos, tienes que suponer que está entretejido con los hilos de
su propia motivación para ganar tracción política.
Recuerdo la conversación que mantuvimos en la madriguera de los
Unseelie y me alejo de ese pensamiento venenoso.
¿Realmente fui tan ingenua?
¿Me ha estado utilizando como peón todo este tiempo,
convirtiéndome en su asesina personal?
Una vergüenza caliente y nociva enciende mis mejillas,
ahuyentando los restos de mi escalofrío inducido por el caspun.
—Las incursiones de los vruk son cada vez peores, y Rhordyn era
uno de los pocos que los atajaba activamente —continúa Zali,
haciendo que la bilis me suba por la garganta—. Sin él, habrá más
bajas, más aldeas arrasadas en Ocruth y Rouste. Entonces, ¿cuál es
nuestro plan?
—Todavía necesitamos las naves…
—Sí. —Se aparta de la pared y empieza a caminar por la habitación,
con sus botas negras hasta las rodillas golpeando el suelo a cada
paso—. Supongo que Rhordyn no ha averiguado dónde están
atracadas.
—No que yo sepa. ¿No puedes enviar a un duendecillo a buscarlas?
—No —murmura, luego planta las manos en las caderas y lanza su
mirada al techo—. Los vientos son demasiado fuertes.
Dejo que la manta me caiga por los hombros, me estiro hacia
delante y arranco el pergamino de la mesa. Abro el cajón del
escritorio, busco un bote de pegamento y uso el pincel rechoncho que
hay en la parte inferior de la tapa para deslizarlo por el reverso del
dibujo de Rhordyn.
Con la mirada fija en el mapa que domina la pared, trazo las calles
como los hilos de mis pensamientos: anudándose, entrelazándose,
chocando. Sigo los pasos que di para llegar hasta aquí.
Desde el momento en que subí a ese barco, anduve a tientas por el
mundo como un potro recién nacido. Me alimenté de libertades que
iban en contra de todo lo que había esperado conseguir. Fui miope,
crédula, impulsiva.
Prometí tanto y di tan poco, que luego intenté retirarme.
Con razón Zali me abofeteó tan fuerte.
Soy una egoísta sin lugar y sin sentido del mundo, dejando un
rastro de destrucción, autodetonándome porque mis propias acciones
duelen.
Mi estómago se revuelve, la visión ante mí se emborrona por las
lágrimas no derramadas.
Este espejo… Es implacable. Enfermizo.
Aleccionador.
Vuelvo a mirar el dibujo, inacabado, igual que nuestra historia. Una
lágrima recorre mi mejilla mientras coloco el pergamino en la pared
en el lugar que le corresponde y acaricio los bordes.
Llevar una vida enclaustrada me ha llevado a dejarme llevar
fácilmente, ya sea por el silencio de Rhordyn o por el ruido de Cainon.
Pero ya es hora de que aprenda a pensar por mí misma.
Ya es hora de que crezca.
Siento otro escalofrío que me hace castañear los dientes, pero los
aprieto, me quito la lágrima de la mejilla y sigo recorriendo las calles,
una red esquelética bajo el ajetreado mundo de arriba.
Estiro mis instintos, intentando ver si alguno me duele cuando le
doy un tirón firme.
No hay ninguna voz que me diga que corra. Nada me grita que dé
la espalda y tome el camino fácil. En cambio, hay algo que me da
vueltas. Insta a mi mirada a perseguir el túnel que se sumerge bajo el
palacio antes de enhebrarse a través de la bahía.
—Tengo que volver —murmuro, preguntándome si ése es el túnel
por el que acabaré entrando una vez que atraviese la pared de la sala
de los tapices—. Mantener a Cainon ocupado mientras continúas con
la búsqueda de los barcos de Rhordyn. Hay un grupo de hombres
abajo que introdujo de contrabando en la ciudad que pueden
navegarlos una vez asegurados…
—Orlaith, no.
Giro mi silla, chocando con la mirada cautelosa de Zali.
—¿Tienes prisa por volver a tu territorio? Si necesitas irte, está bien.
Puedo idear otro plan.
Sus ojos se endurecen.
—Mi regente es más que capaz de velar por mi pueblo mientras yo
trabajo para asegurar su futuro. Eso no me concierne.
Me aparto los mechones de pelo de la cara cuando su mirada se
desvía hacia la quemadura del interior de mi muñeca, ahora una
herida reventada y llorosa de carne enfadada y levantada.
Me la tapo con la mano.
—Hice una promesa —le digo—. Tengo que cumplirla. Es la única
forma de asegurar las naves sin provocar una guerra territorial que
ambas sabemos que costará cara a Rouste y Ocruth.
Se adelanta y golpea el escritorio con la mano.
—¿Estás dispuesta a entregarte a un hombre que hizo un trueque
para poseerte? ¿En serio?
Me arden las mejillas.
Ella sacude la cabeza, el labio superior tembloroso, los ojos
vidriosos de emoción no derramada.
—No —gruñe—. Sácale los dientes. Ponlo de rodillas si es
necesario. Cualquier cosa es mejor que volver con ese hombre y
ofrecerte en bandeja de oro. Fingiendo ser suya cuando ambas
sabemos que no lo eres.
Las palabras apuñalan esa herida cruda y tierna, haciendo que
quiera doblarme a su alrededor.
«No llores».
—Dijiste que Ocruth es mío —digo con aspereza—. Eso implica que
es mío para protegerlo de la forma que crea conveniente.
Un asentimiento entrecortado.
—Correcto. Pero estás en una guarida de boas, Orlaith. Estás a un
paso de que te muerdan.
Clava la declaración como una estaca, haciéndome estremecer.
—Al emparejarse contigo, se convierte automáticamente en tu
consorte. Entonces está a una baja imprevista de tener el control total
de Ocruth.
La palabra no dicha se interpone entre nosotras como una lápida.
De mí.
—Por no mencionar que gobierna más del cincuenta por ciento de
la masa terrestre del continente, la mayor flota de los cinco mares y el
mayor ejército que estas tierras hayan visto jamás. La mayor parte de
la milicia de Rhordyn está estacionada actualmente en Punta Quoth.
Si de repente respondieran ante Cainon, son una oleada de fuerza
mortal dolorosamente cerca de mis fronteras. Mi gente.
—No tengo intención de sellar nuestro acoplamiento —admito,
sacando mi desordenada y egoísta verdad de donde la había
escondido—. Saldré de esa estúpida Fuente y completaré la
ceremonia como prometí. Te daré tiempo para encontrar las naves.
Para apoderarte de ellas antes de que él tenga la oportunidad de
acostarse conmigo y darse cuenta de que no es el primero…
Zali parpadea y se le va el color de las mejillas. Se endereza y se
hace un largo silencio, solo alterado por la respiración agitada
mientras nos miramos fijamente, sin pestañear.
—¿Quién?
—No sé su nombre —digo, y algo brilla en sus ojos cada vez más
abiertos, una mirada que sugiere que está empezando a darse cuenta
del vasto alcance de mi autodestrucción. Por desgracia, la tumba que
me he cavado es tan profunda que la única salida es cavar y rezar
para salir del otro lado.
Sus ojos se suavizan lo más mínimo.
—Orlaith, esta es una misión suicida. Si Rhordyn supiera…
—Rhordyn no está aquí —digo de sopetón, con el pecho agitado
por el residuo humeante de las palabras que aún arden entre nosotras.
No quiero pensar en Rhordyn. Pensar en él hace que mi columna
vertebral se debilite tanto como mi corazón roto, y no puedo
permitirme ser débil ahora mismo.
Zali levanta la barbilla y, de nuevo, sus ojos brillan con algo que no
logro adivinar.
—Como aliada política tuya, no puedo apoyar esto. —Abro la boca
para hablar, pero me interrumpe—. Suponiendo que Cainon sepa que
Rhordyn y yo aún no hemos sellado nuestro acoplamiento, no hay
nada que le impida asesinarte en cuanto se entere de que Rhordyn se
ha ido. Ocruth caería en una brutal guerra civil mientras sus Maestros
y Maestras inferiores luchan por el trono de plata. Un territorio en
guerra consigo mismo es vulnerable, y las recientes jugadas de
Cainon demuestran que es sospechosamente de gatillo fácil.
Maldición. Tiene razón.
Habría un baño de sangre por la sede del poder de Rhordyn.
Me trago el nudo que se me hace en la garganta mientras ella clava
el dedo en el tablero de la mesa.
—Debemos mantener la muerte de Rhordyn en secreto hasta que
encontremos otro al que culpar. Hasta que estés a salvo fuera de este
territorio y no corras el riesgo de ser asesinada por el bien de tu trono
heredado.
—Entonces… ¿qué sugieres?
—Descansa, bebe, come —se apresura a responder, tres palabras
que pican mi alma inquieta—. Mantente fuera de mi vista hasta que
haya investigado un poco y hayamos tenido la oportunidad de
pensarlo detenidamente. Ponte delante de esa ventana cuando salga
el sol y toma un poco de maldita luz solar porque pareces la muerte
calentada.
—Eso suena muy parecido a mi vida en Castle Noir.
—Entonces debería ser fácil —bromea, con un brillo en los ojos.
Dejo de mirarla y calo hondo, con los pies hormigueando de una
inquietud que no puedo quitarme de encima. La necesidad de
avanzar y moverme.
De expiar.
Miro hacia la ventana. Suelto un suspiro tembloroso.
Zali tiene razón. Necesitamos tiempo para pensarlo.
—Bien —concedo finalmente, con la palabra envenenada en los
labios. Porque no está bien, en absoluto. Soy totalmente responsable,
pero incapaz de arreglar nada. La sensación se adhiere a mí como una
sustancia pegajosa que no puedo quitar.
El alivio suaviza el ceño de Zali, pero mi mente sigue girando tan
deprisa que se me revuelven las tripas, los pensamientos me llevan a
lugares que no quiero mirar.
No quiero ver.
No quiero llorar.
—Abajo hay una mujer de pelo blanco que parecía estar al mando.
Cindra. Me hizo comer la sopa de pescado —digo con ronquera, sin
poder evitar correr a la letrina y volver a intentarlo—. Ella podría
ayudarnos.
—Hablaré con ella cuando te deje dormir. Es una guerrera general
de Ocruth y una de las pocas personas de confianza de Rhordyn.
Estaba en contacto con Baze mientras íbamos hacia el sur.
El corazón me da un vuelco y me veo obligada a agarrarme al
escritorio para estabilizarme.
—¿Has visto a Baze?
Las palabras salen entrecortadas.
—Sí. —Vuelca una papelera de madera vacía y se sienta en ella, de
espaldas a la pared, con las piernas cruzadas por los tobillos mientras
se hace una trenza de fresa con el pelo largo y húmedo—. Estuvo
conmigo hasta que llegamos a la frontera y me reuní con dos de mis
escoltas de mayor confianza. Lo dejé en el puesto de avanzada
mirando un barril de vino. —Su breve pausa me da la oportunidad
de tragarme el nudo que se me hace en la garganta mientras me lanza
una mirada cómplice desde debajo de sus pesadas pestañas—. Le
ordené que se mantuviera alejado de Bahari.
Me viene a la mente la imagen de Cainon atado contra la pared de
Vástago Pétreo, sujeto por una daga clavada en la garganta, con un
hilillo de sangre burbujeando en la punta.
«Debería cortarte la cabeza por eso, muchacho».
Esa brizna de oscuridad hirviente enroscada en mi interior se
desenreda como un nudo que se afloja, y un escalofrío me recorre la
columna vertebral vértebra a vértebra.
—Bien.
Escucho los pasos de Zali desvanecerse hasta que no hay nada más
que silencio, del tipo que se asienta pesadamente en mi pecho,
haciéndolo latir con más fuerza.
Más fuerte.
Lentamente, levanto la mirada hacia la cama iluminada por la luz
de las velas. Hacia la espada envainada que anida entre las sábanas
arrugadas.
Un repentino dolor me aprieta la garganta, trago saliva y me pongo
en pie, envuelta en la caída de mi pelo alborotado, rodeando el
escritorio y deteniéndome justo al lado de la cama.
Estudio la vaina, los intrincados detalles que la recubren solo son
visibles cuando la luz la toca justo en el punto exacto, como volutas
de humo que besan sus sombras sobre la superficie. La empuñadura
de la espada está dominada por una piedra de tinta no muy distinta
de la pesada que cuelga de mi pecho… El mismo negro sin fondo. La
misma atracción infinita que me hace sentir como si cayera en una
contemplación sin fin.
Parpadeo y golpeo con la palma de la mano el poste de la cama
para detener mi repentino balanceo, con un hormigueo en los pies,
como si me encontrara en el peligroso nudo de una caída mortal.
Con el corazón desbocado, alargo la mano, vacilante, antes de
forzarla a desplegarse y agarrar la empuñadura. Jadeo cuando una
repentina sacudida me bloquea los huesos y hace que mi corazón se
detenga brevemente.
Una oleada de inquietud me recorre la garganta.
Respiro entre dientes, con el ceño fruncido. Sacudo la cabeza y tiro.
La espada se libera en un susurro, con el sable brillando a la luz de
las velas, de un negro tan intenso que me recuerda de nuevo la
oscuridad en la que caí mientras me precipitaba hacia aquel iris
resplandeciente.
La alzo lo suficiente para poder estudiarla, y mi brazo tiembla con
su peso, como si la espada estuviese cargada con la vida que he
quitado. Con cada gota de sangre que derramé de su pecho. Con el
peso aplastante de mi arrepentimiento.
Mi mano se aprieta, el fondo de mis ojos me escuece con lágrimas
no derramadas. De repente, la idea de no soportar esta carga me
parece egoísta.
Vuelvo a enfundar la espada y estudio la correa de cuero que he
visto atada al pecho de Rhordyn, mientras mi mirada se desvía hacia
la daga que está sobre la mesa auxiliar.
Rodeo la cama y la agarro.
Alisando el cuero sobre la madera, coloco la punta de la hoja mucho
más alta que el resto de los agujeros y perforo el grueso material.
Zali me ha dicho que descanse y me esconda hasta que formemos
un plan sólido, pero la idea de meterme en esa cama y quedarme
dormida envuelta en su olor es un lujo que no merezco. Y quedarme
quieta, girando en la silla de Rhordyn mientras miro ese mapa
inacabado, son arenas movedizas. No haré más que deslizarme por
los barrancos de mi mente y empinarme en mis errores. Hundir los
pies en la tierra de mil «y si».
No.
Necesito irme. Rodar como una planta rodadora arrastrada por el
viento. Mover los pies y evitar que mis pensamientos se agiten en la
dirección equivocada.
Me cubro los hombros con la capa, me paso la correa por el pecho
y sujeto la hebilla entre los pechos, cargando con el peso de la espada.
Cierro los puños con tanta fuerza que tiemblan y miro al suelo, con la
vista oscurecida por las lágrimas encharcadas.
Ruedo como una planta rodadora hasta que encuentro un lugar en
el que apoyarme. Para aliviar esta energía inquieta.
La suciedad lo mejora todo.
Levanto la cabeza y miro hacia la ventana, hacia la luna que asoma
por el hueco de las cortinas. Dentro de unas horas saldrá el sol y la
ciudad se despertará. Puedo estar de vuelta para entonces, escondida
de miradas indiscretas, como ha sugerido Zali.
Me paso la mano por la mejilla y agarro la bolsa de cuero que está
apoyada en el escritorio, y la meto llena de la camisa de Rhordyn, mi
pico de diamante y el dibujo que hizo, reacia a dejarlos ni siquiera
unas horas mientras expulso mi energía inquieta. Me tomo un vaso
de agua, me sujeto la daga al muslo con unas tiras de tela que he
confeccionado a modo de funda y me dirijo hacia la ventana,
abriéndola de un tirón.
Me agacho en el alféizar, trago aire profundamente mientras
contemplo la somnolienta quietud de la ciudad. Una tenue mancha
blanca se acerca lo suficiente como para que sienta bocanadas de aire
besar mi mejilla, una presencia familiar y reconfortante que alivia el
latido de mi corazón.
El duendecillo no se detiene lo suficiente para que pueda distinguir
su forma y confirmar mis sospechas. Se aleja como una estrella por el
callejón, arrastrando mi mirada hacia el norte, hacia el muro que
abraza la ciudad.
Mi curiosidad se agita, royendo sus ataduras.
Desde el momento en que Rhordyn se hizo presente en los
alrededores de Castle Noir, intentó que saliera de mi zona de confort.
Mi línea de seguridad.
Para vivir.
Hasta hace poco.
«No escales el muro que bordea la ciudad. Es peligroso».
Puso la advertencia sobre mi pecho y me sentí pisoteada. Me lo
quité de encima y lancé mis propias palabras, afiladas en púas
destinadas a mutilar.
No presté suficiente atención a la ruptura de su patrón. Su
contradictorio deseo de mantenerme en esta ciudad que obviamente
le desagradaba. Lo que plantea la pregunta…
¿Qué hay al otro lado?
La luna empapa la ciudad de una descarnada luminiscencia que no
llega a filtrarse en las hendiduras entre los altos edificios. Sigo estos
caminos, trazando el mapa de carbón que tengo grabado en los
pliegues del cerebro.
Los callejones se estrechan con cada curva, las sombras espesas y
encharcadas dificultan la visión de los extraños bultos dormidos
arrimados a las paredes, con los rostros ocultos entre las capuchas
deshilachadas de sus capas remendadas. Me sujeto más la capucha y
me aseguro de que mi rostro quede envuelto en la oscuridad.
Una capa de niebla se arremolina bajo mis pies cuando me
introduzco en una calle más ancha, cuyo final está atrincherado por
el empinado muro, una presencia premonitoria que sujeta la ciudad
con su abrazo iluminado. Unas torres llameantes se alinean en lo alto,
apuntando al cielo ennegrecido como las puntas de una corona
dorada.
Arrastro la mano a lo largo del muro y sigo su suave curva,
bordeando entre los edificios que anidan cerca, hasta que encuentro
uno que me deja espacio suficiente para trabajar: una estructura de
cuatro pisos con un tejado plano que mide la mitad de la altura del
gigantesco muro que rodea la ciudad.
Guardo mi mochila, mi espada y mi capa detrás de un cajón de
madera y miro hacia arriba. Los surcos entre las rocas parecen
pequeñas fracturas, pero mis dedos de los pies son ágiles.
Mis manos también.
Aprieto las manos contra las estructuras adyacentes y aprovecho la
fuerza para elevarme y quedar suspendida entre ellas, lo que me
permite subir por el espacio vacío arrastrando los pies como una
araña. Subo rápidamente los cuatro pisos, aunque cada respiración
me quema cuando llego al tejado, sacudiéndome las manos y los pies
mientras miro el abrupto terreno que aún me queda por escalar, esta
vez sin la columna vertebral del edificio adyacente para reforzar mi
ascenso.
Despego los dedos de los pies del borde del tejado, me inclino hacia
delante y piso la piedra con ambas manos, encontrando una frágil
hendidura en la que hundo las puntas de los dedos. Hago lo mismo
con el pie derecho, luego respiro hondo, giro el pie izquierdo hacia
delante y clavo los dedos en una ranura, trasladando mi peso a la
pared.
Con el corazón palpitante, localizo la siguiente hendidura justo
encima de mi cabeza y empujo.
Alcanzo, tiro, repito.
El viento me despeina la cara y amenaza con arrancarme.
Me tira hacia abajo.
No hay emoción. No hay emoción que me corra por la sangre. Esa
parte de mí cayó por el acantilado con él, dejando esta pesada
sensación de alivio inminente sobre mi pecho como una roca, lista
para arrastrarme hacia una muerte rápida y repentina en el momento
en que baje la guardia.
Me niego a mirar ese pensamiento a los ojos y sigo adelante.
Sigo subiendo.
Me arden los muslos, las pantorrillas y los hombros cuando golpeo
con la mano la parte superior de la pared, la cara se me contorsiona
con un gruñido silencioso mientras pongo toda mi fuerza en el brazo
y empujo. En el momento en que mis costillas rozan el borde afilado,
lanzo mi peso hacia delante, estiro el otro brazo y agarro una clavija
de metal clavada en la piedra.
Con las piernas colgando, me arrastro hasta la superficie lisa y
plana, bañada por la luz del fuego de dos torretas ardientes. Giro
sobre mi espalda y extiendo los brazos, una mano colgando sobre el
borde mientras el viento se entrelaza entre mis dedos palpitantes.
Trago la brisa marina, miro fijamente las estrellas que parpadean y
que parecen estar casi tan cerca como para tocarlas, mientras el sudor
me resbala por la cara…
Maldición.
Inclino la cabeza hacia un lado y frunzo el ceño al darme cuenta de
que podría rodar cinco veces antes de caer al otro lado.
Tomo otra bocanada de aire fresco, me pongo a cuatro patas, me
arrastro hacia el borde exterior y me asomo por el lateral.
Mi mirada cae en sinfonía con mis tripas.
No estoy segura de lo que esperaba ver, pero desde luego no era…
esto.
La apretada ciudad no tiene nada que envidiar a esta robusta franja
de civilización aplastada en el amplio barranco entre el muro en el
que me encuentro y otro que corre paralelo a este más grande hasta
donde alcanza la vista en ambos sentidos. Como las bandas de un
arco iris, pero mucho menos bonitas.
Pequeñas viviendas destartaladas parecen haber sido construidas
toscamente con todos los trozos rotos que el resto de Parith no
utilizaba; tejados remendados unidos al azar con tablones de madera
desiguales. Entre algunas de las viviendas hay cuerdas con telas
deshilachadas y ropas harapientas que se agitan con la ligera brisa.
Hay un silencio inquietante y triste, solo perturbado por el rugido
de las torretas en llamas y un lamento desolado procedente de algún
lugar de abajo…
Con la piel erizada, recorro con la mirada el muro exterior,
siguiendo su trayectoria en la distancia de derecha a izquierda, tal vez
protegiendo a sus habitantes del mundo exterior. De los ataques de
los Vruk que llegarán hasta aquí.
Que ya han llegado hasta aquí.
Pero el muro de allí… es más corto, forrado de torretas rechonchas
que la iluminan con una luz débil y oxidada. Desde mi percha puedo
ver que es delgado, desmoronándose en algunos lugares, como si
quienes se alojan en esas viviendas abandonadas fueran considerados
menos que quienes habitan en el lado de la ciudad.
Otro lamento agudo resuena en el aire estancado, seguido de una
tos gorgoteante, y frunzo el ceño.
¿Quiénes son los que viven allí? ¿Por qué están aislados del resto
de la ciudad?
Veo un cubo y una cuerda enrollada atados a otra estaca metálica
mucho más cerca del borde norte. Con los labios fruncidos, me acerco
y echo un vistazo al interior del cubo, observando el brillo aceitoso
mientras me atraganto con el rancio olor a manteca de cerdo fundida.
Debe de ser lo que utilizan para transportar combustible de
repuesto para las torres en llamas.
Utilizo la espada para abrir el cubo, guardo la daga y doy un tirón
a la cuerda, comprobando que aguanta mi peso antes de recogerla y
arrojarla por la borda. El extremo choca contra la pared a un metro y
medio del suelo.
Con el corazón latiéndome con fuerza y rapidez, agarro la cuerda
y me doy la vuelta, exhalando un suspiro estremecido mientras
retrocedo por la pared arrastrando los pies a ciegas, alejándome cada
vez más de la refrescante brisa marina. Más profundamente en el
hedor estancado de la leche agria, la suciedad y algo asqueroso que
cubre la parte posterior de mi garganta.
Un débil zumbido se hace más fuerte… más fuerte…
Al acercarme al suave golpeteo de la cuerda contra la pared con mi
descenso, miro por encima del hombro, respiro hondo y me dejo caer.
Un enjambre de moscas se levanta del suelo cuando aterrizo en
cuclillas, con la suciedad hinchándome las pantorrillas. Utilizo el
cuello de la camisa para aislar parte del hedor putrefacto que me
obstruye los pulmones, y las moscas se posan en mis brazos y mi cara,
haciéndome cosquillas en la piel. Las alejo de un manotazo, me
enderezo, giro y observo mi entorno.
Las sombras se desprenden de unas chozas demasiado pequeñas
para albergar algo más que un perro pariendo. Desvío mi atención
hacia un camino torcido que serpentea entre ellas, iluminado por la
luz del fuego que llega desde arriba.
Frunzo el ceño y veo lo que parece ser un sonajero de madera de
niño tirado en el suelo. Hago una pausa, me agacho y estiro la mano
para tocarlo…
Un movimiento me llama la atención.
Miro a la derecha y entrecierro los ojos en las sombras.
Al retroceder, el corazón me da un vuelco al ver las siluetas turbias
de la gente amontonada en el suelo, saliendo de sus puertas torcidas.
Gente grande. Gente pequeña. Gente grande acunando a gente
mucho más pequeña.
Están apiñadas, quizá buscando consuelo unas en otras. Y hay
silencio… No hay respiraciones sibilantes. No hay susurros. Incluso
los trágicos lamentos han cesado.
Algo se aferra a mi mano izquierda y me agarra con fuerza.
Se me corta la respiración, giro la cabeza, me pica la clavícula.
Un hombre sale de entre las sombras, con la cara surcada de
cráteres de podredumbre plagados de gusanos que le arrancan la
carne llorosa.
Un grito se atasca en mi garganta cuando unos ojos que podrían
haber sido azules se tambalean sin ver, con las pupilas tan dilatadas
que solo queda un frágil anillo de color, bordeado de oscuras
abolladuras que hacen juego con sus mejillas hundidas.
—Ayúdame… —dice ásperamente a través de unos labios pálidos
y agrietados, mostrando unos dientes cariados—. Por favor…
La plaga.
Tiene la plaga.
Suelta una tos gorgoteante y yo retrocedo un paso, otro más,
jadeando el aire estancado, tropezando con las grietas de la tierra
mientras libero la mano, con la mirada desviada de él a las muchas
personas que ahora gimen hasta recobrar el conocimiento.
Levantando la cabeza. Saliendo de las sombras.
Mirando en mi dirección con ojos trágicos y vacíos.
Esto no es solo otro eslabón de la ciudad. Es un cementerio. Es el
lugar al que han enviado a los enfermos para que se olviden de ellos.
A morir.
Rhordyn tenía razón. No debería haber venido.
—Lo siento mucho —digo con aspereza a través de una garganta
espesa, trepando hacia la pared. Agarro la cuerda y subo tirando
frenéticamente de ella, con los brazos ardiendo y las manos tensas.
Estoy a mitad de camino cuando me doy cuenta de que la cuerda se
sacude debajo de mí.
Una mirada hacia abajo y mi corazón se hunde en el pozo de mi
conciencia podrida.
Una mujer joven de pelo negro intenta trepar por la cuerda. Aparte
de tener las manos llenas de lesiones, parece sana, con un rostro
luminoso, casi hermoso. Como si la enfermedad acabara de empezar
a mordisquearla.
Como si aún no se hubiera sentado y se hubiera dado un verdadero
festín.
Me invade una oleada de profunda tristeza.
A la luz de las torretas encendidas, puedo ver la desesperación en
su mirada. Su deseo de vivir.
Me arde el fondo de los ojos cuando me doy cuenta de que me está
clavando una estaca en el pecho.
Si la dejo salir de este macabro corral, propagará la enfermedad por
toda la ciudad. Matará a cientos, quizá miles de personas.
Con un gemido de dolor, se acerca… se acerca… mientras otros
cojean y se arrastran por la dura tierra, tosiendo y balbuceando,
acercándose a la cuerda como si fuera la llave de su salvación.
Todo lo que puedo ver es el cuadro de la hermana mayor de Zane,
la pequeña niña que tenía la misma marca de nacimiento en forma de
corazón que yo.
Viola.
Todo lo que puedo oler son las lágrimas de su madre mientras
Gunthar relataba la muerte de la niña. La misma muerte despiadada
que ahora araña esta cuerda, amenazando con llevarse más vidas.
De extenderse.
La voz de Cainon atraviesa mis nebulosos pensamientos como una
cuchilla…
«Sacrificios».
Cierro los ojos, reprimiendo un grito que amenaza con salir por mis
dientes mientras mis espinosas emociones se agudizan, se acuchillan
y se serruchan. Echo mano a la vaina que me envuelve el muslo,
odiándome a mí misma. Odio el hecho de que Cainon sea mi voz de
la razón en este jodido momento.
Con la conciencia agitada, me libero de la daga y dejo caer la mano
sobre la cuerda tensa que tengo debajo, emitiendo un sonido
entrecortado.
Me obligo a mirar a la muchacha con los ojos muy abiertos mientras
apoyo la hoja en las gruesas fibras.
—Lo siento —susurro.
Se queda inmóvil, con la boca abierta. Cierro los ojos con fuerza y
atravieso la cuerda con la hoja de un golpe seco y limpio.
Siento el peso caer del extremo de la cuerda. Oigo su grito
demasiado corto… el golpe carnoso que lo corta.
—Lo siento mucho —sollozo, negándome a mirar la escena de
abajo, con las palabras hechas ceniza en la lengua. Porque no importa
lo que diga, lo que sienta, no desgarrará su cuerpo. No salvará a esta
gente de su sufrimiento.
De ser un muro humano que protege la preciada ciudad de Cainon
de cualquier ejército que se atreva a atravesarlo.
Rhordyn estaba tan desesperado por sofocar la mortífera ola que
atacaba su territorio, mientras Cainon está ocupado blandiendo la
suya como arma. Carente de empatía para darles un final cómodo
cuando su ciudad está bañada en oro.
La furia acuchilla mis costillas. Una furia devastadora y destructiva
que me hace trizas desde dentro.
Mis emociones salvajes y rebeldes… son tan salvajes como mi
cáustica negrura.
Igual de mortales.
Y ahora mismo, están deseando que ponga a Cainon de rodillas, tal
y como dijo Zali.
Pero eso no es lo que acordamos.
Mi rostro se contorsiona y lo inclino hacia el cielo, con una furia
ardiente subiendo por mi garganta en un grito áspero que derramo
sobre las estrellas.
Extraigo gotas de brillo de mis oscuras y sombrías entrañas,
moldeándolas en una pequeña pila de cúpulas de cristal que utilizo
para atrapar mi odio, mi dolor, mi pena. A continuación, arranco
también los pétalos de mi moral y los meto en una cuarta cúpula.
Sellada como una seta brillante.
Una gran calma se apodera de mí mientras mi grito se apaga. Aún
así, estudio las estrellas mientras gritos escalofriantes y gemidos
gorgoteantes resuenan desde abajo, las almas de los muertos se
levantan para perseguirme, arrastrando sus dedos fantasmales por
mi piel de guijarros.
Sacrificios.
Creo que por fin empiezo a entenderlo.
Aterrizo pesadamente sobre la piedra, de vuelta al lado seguro del
muro, y me sacudo las manos, mirando hacia el cielo relampagueante.
Necesito volver.
Mis cúpulas tiemblan, como si todo lo que hay debajo de ellas no
estuviera de acuerdo. La que contiene mi rabia es la que más tiembla,
con fisuras que crepitan en la superficie brillante.
Tapo los huecos, pinto cada una de ellas con otra capa de luz y
tropiezo un paso hacia mis cosas escondidas junto a la pared.
Tras asegurarme la espada de Rhordyn en el lomo, me cuelgo la
mochila al hombro y empiezo a avanzar por el estrecho callejón.
Dos hombres de hombros anchos, vestidos con el atuendo
decorado de los guardias de palacio, doblan la esquina y me cortan el
paso, y cada paso de botas pesadas resuena en la pared y apedrea el
silencio.
Me detengo al ver las lanzas doradas que llevan atadas a la espalda.
Al ver las miradas hoscas en sus rostros bien afeitados, apenas
visibles en la luz mortecina.
Tal vez solo estén… dando un paseo. Completamente armados. A
las cuatro de la mañana.
Lo dudo.
Si me ven con la espada de Rhordyn, estoy jodida. Habrá preguntas
que apunten en la misma dirección condenatoria.
Que maté al Gran Maestro occidental.
Doy un paso atrás, casi tropiezo con los pies al girar e irrumpo por
la salida opuesta justo antes de que otros dos guardias se lancen
contra mí. Los evado, esquivando una ráfaga de manos que me rozan
la cabeza.
Mierda, mierda, mierda…
Corro calle abajo, con el corazón como un tambor en el pecho. Los
bramidos de mando y las botas que golpean los adoquines atraen a la
gente a sus ventanas y a las puertas de sus casas.
Lo que enturbia aún más la situación.
Me desvío hacia un callejón oscuro y tropiezo con los adoquines
resbaladizos. Golpeo con la mano para estabilizarme y, al echar un
vistazo por encima del hombro, veo una estampida de guardias
bañados en oro que se precipitan calle abajo, arrastrando la niebla
tóxica.
Vienen directos hacia mí.
¿De dónde demonios han salido? ¿No deberían estar durmiendo?
Me precipito por el callejón, apartando la ropa mojada de mi
camino, saltando por encima de contenedores caídos y charcos de pis
mientras me confundo en mi aprieto.
Esto cambia las cosas…
Tengo que volver con Zali para que podamos formular un nuevo
plan ahora que Cainon me ha echado el guante.
Salgo disparada del callejón y me meto por otro que es casi
demasiado estrecho para mí. Al echar un vistazo detrás de mí, veo a
un guardia que intenta seguirme, pero su placa pectoral inflada le
impide moverse hacia los lados como yo, tratando de impedir que vea
bien la espada que llevo atada a la espalda.
Acelero el paso y me muerdo el labio inferior concentrada mientras
me muevo.
Me muevo.
Me muevo.
Atravieso un arbusto y entro en un pequeño patio empedrado,
donde veo un círculo de guardias armados, hombro con hombro.
El corazón me da un vuelco.
Tienen los brazos cruzados, expresión severa, están tan cerca que
puedo distinguir sus olores del olor a orina y moho.
Con la respiración agitada, aparto el arbusto para mirar hacia el
callejón. Uno de los guardias más pequeños se ha quitado la placa del
pecho y se mueve más rápido que yo, bloqueando mi única salida.
Mis cúpulas oscilan, las espinosas lianas de la emoción raspan su
parte inferior y producen un chirrido desgarrador.
Resoplo entre dientes apretados y vuelvo a mirar al escudo de
guardias. Cada uno de los hombres lanza miradas perspicaces a la
espada que llevo atada a la espalda.
Algunos incluso fruncen el ceño.
Lo veo en sus ojos. Se preguntan por qué llevo la espada del Gran
Maestro del Oeste. Si revisaran mi mochila, también encontrarían la
camisa de Rhordyn.
Un malestar pegajoso y empalagoso inunda mi pecho, obstruyendo
mis pulmones y dificultando la respiración en mis pulmones
hambrientos.
Zali dejó muy claras las implicaciones de que Cainon descubriera
el destino de Rhordyn. Pero no hay forma de evitarlo ahora que estoy
rodeada por un muro de hombres de Cainon que parecen dispuestos
a arrastrarme de vuelta al palacio.
Llevando la espada de Rhordyn.
Mierda.
Si no admito lo terrible que hice para adquirir dicha espada, no hay
forma de que Cainon reavive nuestro acuerdo. Me dijo explícitamente
que mientras Rhordyn siguiera husmeando no habría acoplamiento.
Es la única línea que tengo para atraerlo y asegurar esas naves…
Un riesgo venenoso que ahora no tengo más remedio que tragar y
esperar lo mejor.
—Caballeros —digo en tono áspero, levantando la barbilla,
escudriñando mi austera multitud—. Han madrugado.
—Necesitamos que venga con nosotros a palacio —anuncia un
guardia con voz ronca, dejando caer la mano para posarla sobre la
empuñadura de una daga dorada enfundada en la cadera.
Se me eriza la piel y mis dedos se agitan para estirarse.
Para agarrar la pesada hoja que me atraviesa la columna vertebral.
Frunzo el ceño y descubro una espinosa hierba de rabia escondida
entre mis costillas. La arranco y la meto bajo mi cúpula de ira,
aplastando los zarcillos desviados que intentan liberarse mientras la
inmovilizo en su sitio. Aliso otra capa lustrosa sobre cada cúpula,
vacilante ante una oleada de frío que me cala hasta los huesos.
—Es una caminata muy larga —digo entre dientes—. Estoy
bastante agotada de mi caminata matutina.
Y necesito desesperadamente hablar con Zali.
Uno de los guardias levanta una ceja. Me encojo interiormente al
reconocerlo como uno de los hombres que me escoltaron de vuelta a
Cainon después de pasar la noche en coma en la cama de Rhordyn.
Seguro que a él también se le está haciendo viejo.
—¿Qué tal si fingimos que no me has visto y nos separamos? Nos
vemos allí después de una siesta.
—Si te resistes, tenemos instrucciones de llevarte allí, pateando y
gritando.
Mastico una maldición.
Encajonada entre un enjambre de hombres imponentes, me
escoltan por el laberinto de calles, con una luz cada vez menos turbia.
Zali se despertará pronto. Cuando descubra que me he ido, va a
pensar lo peor…
Maldición.
Debería haber controlado mi energía inquieta y haberme quedado
en la habitación de Rhordyn. Ahora estoy cuidando un cultivo
brillante de emoción abovedada, arrancando las malas hierbas que se
cuelan por las grietas mientras me escoltan de vuelta al palacio los
guardias de cara dura de Cainon.
Las cosas han empeorado mucho.
Dadas las nuevas circunstancias, solo me queda una opción… y va
en contra de mi tierno y dolorido corazón.
Mi alma.
No voy a pensar en eso ahora.
No puedo.
Un borrón blanco me llama la atención y el corazón se me sube a la
garganta, la esperanza se me agolpa en el pecho. No me atrevo a girar
la cabeza mientras mi mirada persigue al pequeño duendecillo que
retoza a nuestra alrededor a la velocidad del rayo, como una abeja a
la caza de trozos de polen.
Por favor, que sea el duendecillo que me vio salir de la posada de
Graves…
—Solo quería un poco de aire fresco —suelto, recibiendo miradas
de reojo de los guardias—. Ah, bueno. Hace una mañana preciosa
para pasear hasta el palacio con tan alegres acompañantes.
Uno de ellos se aclara la garganta.
—¿Se encuentra bien, Maestra?
—¡Estoy bien! —grito con la voz más alegre que puedo evocar,
pisoteando un charco de algo pútrido que me sube por las
pantorrillas. Aprieto los dientes—. Perfectamente.
Los dos guardias que están detrás de mí susurran entre ellos, en
voz tan baja que probablemente creen que no puedo oírlos, cavilando
sobre mi marchita cordura.
Preguntándose si Cainon se ha comprometido con un fiasco o no.
—Aunque me gustaría tener la oportunidad de decirle a Cindra
que no me reuniré con ella para desayunar —continúo, rezando para
que el duendecillo entienda mis extrañas divagaciones y transmita mi
mensaje. Que le llegue a Zali, cuyo nombre es demasiado explosivo
como para soltarlo delante de los guardias de Cainon.
»Supongo que me pondré en contacto con ella más tarde. —
Esquivo otro charco que se parece sospechosamente al contenido del
orinal vacío de alguien—. Seguro que lo entenderá.
El duendecillo se aleja en dirección a la posada Graves y yo respiro
aliviada.
Doblamos una esquina, un soplo refrescante de brisa marina me
despeina la capucha y vislumbro el palacio de lapislázuli brillando a
la luz de la mañana. Se me eriza la piel al pensar en lo que estoy a
punto de hacer…
Caer de rodillas ante Cainon y rogarle que vuelva a establecer
nuestro acoplamiento.
Un brote afligido asoma por encima de la superficie de mi dolorido
corazón y se arrastra por mi columna vertebral, con delicados
zarcillos que se enroscan alrededor de mis costillas y lo anclan en su
sitio. Al desplegar su flor, inclina la cabeza hacia mí y despliega unos
pétalos plateados que hacen que me escuezan los ojos.
Parece un grayslade.
Lo corto por el tallo, desenredo su enroscada longitud y meto su
cadáver enroscado bajo una cúpula donde no tenga que mirarlo.
***
Barcos de remos de madera surcan el océano, pescadores
encorvados en sus proas con brillantes sedales enhebrados en las
profundidades. El aire salino huele a vísceras de pescado y el suave
golpeteo del agua sobre la roca resuena en la parte inferior del puente
a medida que nos acercamos al palacio.
Ya no me maravilla su belleza. Ni por los adornos dorados que
brillan al sol ni por los enormes bloques pulidos de piedra azul que
nunca había visto antes de pisar estas costas.
Todo lo que puedo ver son esas chozas que apenas se sostienen.
Todo lo que puedo oler es el olor pútrido de las cosas podridas que
aún se aferra a la parte posterior de mi garganta.
¿Cuántos hombres, mujeres y niños de Ocruth y Rouste están
haciendo el peligroso viaje a Parith con la esperanza de encontrar
refugio tras su impenetrable muro, solo para acabar en esa franja
infestada con la plaga?
Las gaviotas graznan, revolviendo unos despojos arrojados, y
recuerdo a la mujer que cayó demasiado rápido.
Gritó demasiado bajo.
Aparecen grietas en la superficie de mis numerosas cúpulas de
cristal y mis manos se amontonan en bolas que tiemblan.
«No pienses. Solo hazlo».
Hurgo en el bosque que se oscurece en mi interior, aplastando
gotas de brillo. Los párpados se vuelven pesados mientras tapo los
agujeros.
Entraré.
Le diré que estaba equivocada, que era tonta e ingenua.
Interpretaré a la niña rota con la que se cruzó en aquel pasillo de
Castle Noir.
Me arrodillaré y le rogaré que me acepte de nuevo, que me
mantenga a salvo.
Jugaré a lo malditamente seguro.
El sol mandarina se eleva por encima de un mechón de nubes bajas,
derramando rayos sobre el océano brillante. Atraviesan la barandilla
del puente y se hunden en el interior de mi capucha, empapando mis
mejillas con un calor que se filtra bajo mi piel, gotea sobre mis venas
agrietadas y lubrica mis entrañas con una oleada de calor líquido.
Florecen más cuentas lustrosas.
Me conducen a la sombra del palacio antes de que pueda saciar mi
sed, y dos guardias más se despegan de sus puestos, con sus pesadas
botas golpeando tras nosotros al unísono. Un enjambre de guardias
armados se coloca ante la puerta dorada que se eleva sobre nosotros
como dientes desnudos.
Frunzo el ceño.
¿No me estará… esperando?
Un guardia se aclara la garganta y avanza a grandes zancadas, con
una lanza de punta dorada asomando por encima del hombro.
—Lo siento, Maestra. Debo registrar las armas antes de que entre
en palacio. Empezaré por su espada —dice tendiéndome la mano—.
Órdenes del Gran Maestro.
Una hendidura dentada se forma en la cúpula que contiene mi
rabia, derramando una enredadera espesa y espinosa que me sierra
la garganta. Una calma helada se instala en mí, agudizando mi mente,
mi percepción y las palabras que se posan en mi lengua como espinas.
Mi cabeza se inclina hacia un lado y sostengo su mirada, sin
pestañear.
—Tendrás que arrancármela de mi cadáver sin vida.
Sus ojos se abren de par en par, la boca se le queda abierta y se le
escapa algo parecido a una palabra. Mientras rebusco frenéticamente
en mis entrañas, arrancando…
Inténtalo, casi grito.
Aplastando…
¡Inténtalo!
Empantanando el agujero.
La emoción se apaga como la llama de una vela y mis pesados
párpados se agitan mientras vacilo, apaciguándome. Como si me
hubieran metido en un cuenco de aceite.
Me aclaro la garganta, saco la espada de su vaina y la dejo en el
suelo. Hago lo mismo con mi daga carbonizada y me obligo a dar un
paso atrás.
El hombre me lanza otra mirada nerviosa, luego se agacha y
examina las armas. Otro guardia se acerca, me levanta el brazo
izquierdo y empieza a cachearme.
Se me eriza la piel y pienso en otra cosa mientras me roza el
antebrazo… el hombro… la espalda…
Ve con cuidado.
No te arriesgues.
Juega seguro…
—Déjenla pasar.
Las profundas y estruendosas palabras resuenan desde el otro lado
de la puerta.
Mi mirada pasa entre los hombres, a través de los barrotes dorados,
y baja por la garganta de la entrada abovedada hasta el hombre de
hombros anchos con los brazos cruzados, una mirada severa
frunciendo el ceño.
Kolden, vivo y sano.
Sus atrevidos ojos azules me miran.
—Voy a examinarla.
Siento alivio en el pecho.
El hombre que tiene su mano incómodamente cerca de mi cintura
retrocede y yo me agacho para recuperar ambas armas y las coloco en
su sitio.
Un guardia del patio acciona la palanca.
La puerta se levanta, los hombres de la barricada se apartan y yo
avanzo por el corto túnel, manteniendo el contacto visual con Kolden
hasta que estoy de pie frente a él.
Frunce el ceño.
—Tienes los labios azules. Y estás pálida.
—Estoy bien.
El músculo de su mandíbula rebota.
—Disculpa —dice, y yo asiento con la cabeza.
Se arrodilla y finge palparme las piernas, ocultas por la caída de mi
capa. La sorpresa florece en mi pecho cuando se levanta y continúa el
truco hasta mi cintura y mis caderas, con una mirada severa.
Una leve sonrisa se dibuja en mis labios.
—Todo despejado —brama por encima de mi hombro, y enarco
una ceja.
Gira, se acerca y me iguala zancada a zancada. Salimos al patio
iluminado por cuencos de aceite ardiente, nuestros pasos son un eco
desgarrador.
—Esperaba que eludieras la partida de caza —retumba en voz baja
y me pone la mano entre los omóplatos para guiarme hacia la gran
entrada de la derecha.
Frunzo el ceño y miro de reojo a mi antiguo guardia. Su mirada está
fija hacia delante, el músculo de su mandíbula saltado y prominente.
—Harto de verme por aquí, ¿verdad?
—Me temo que todo lo contrario.
Desvío la mirada hacia las puertas gemelas mientras los lacayos las
abren de par en par.
Voy sobre seguro.
Me conducen a través del vestíbulo central, donde varios sirvientes
iluminan los candelabros con largas varas, y luego suben por la
amplia escalera hasta el pasillo que conduce a mis aposentos. Me
detengo, me quito la bolsa del hombro y la meto en una gran urna
dorada que descansa sobre una mesa apoyada en la pared.
—¿Qué haces? —sisea Kolden, escudriñando a nuestro alrededor.
Vuelvo a colocar la tapa en su sitio, sabiendo exactamente cómo
acabará esta inminente conversación si Cainon descubre que tengo la
camisa de Rhordyn metida en una bolsa que robé de su habitación.
—Jugar sobre seguro —murmuro, instándonos a avanzar. También
metería ahí la espada si los guardias no la hubieran visto ya.
Entramos en el pequeño vestíbulo que conduce a mi habitación y
nos detenemos ante la puerta opuesta a mi suite, por la que nunca he
pasado. Kolden llama tres veces a la puerta y un portero responde,
agachando la cabeza mientras yo entro en un amplio espacio
adornado con tumbonas de terciopelo y alfombras de felpa. Kolden
me sigue y yo me detengo, girándome.
—Gracias. Eso es todo.
Sus ojos se endurecen y sus manos se cierran en puños. Con la
mirada clavada detrás de mí, se acerca.
—Ten cuidado —me dice al oído antes de acompañar al portero a
la puerta, encerrándome en la habitación.
Sola.
El alivio se filtra en mis pulmones.
No quiero que Kolden vea este intercambio. Que me vea
desmoronarme en una forma que se ajuste a la perfecta percepción de
Cainon de lo que él cree que debería ser.
Me dirijo a la única salida que queda: unas puertas dobles en la
pared del fondo. Al abrirlas, entro en una habitación con grandes
ventanas cuadradas que dan al puente.
Una mesa de lapislázuli domina el espacio, coronada por un cerdo
glaseado sobre un lecho de tomates estofados, huevos cocidos y
patatas perfumadas con aroma de limón. La mesa está preparada con
suficiente comida y asientos para ocho personas, aunque solo uno
está ocupado.
Cainon está sentado en la cabecera como una estatua de bronce, con
una pierna sobre el brazo de su asiento mientras bebe de una copa
dorada, abrasándome con su mirada ardiente. Tiene la cara cepillada
por el sol, el pelo recogido en un nudo flojo, la camisa azul oscuro
remangada hasta los codos y el emblema bahari prendido en el pecho.
Mira la espada de Rhordyn antes de que nuestras miradas choquen
como rocas lanzadas juntas, astillando aquellas cúpulas, el sonido me
atraviesa como una advertencia atronadora.
—Buenos días, pétalo. Te he echado de menos —dice, levantando
la comisura de los labios, como un gato al que le han dado la nata—.
Me alegró mucho ver a mis guardias escoltándote por el puente, sobre
todo después de cómo terminó nuestra última conversación. He
estado preocupado por ti. Sé que esas verdades fueron difíciles de
tragar.
«Juega sobre seguro».
Me lo grito a mí misma mientras revuelvo mis entrañas, barriendo
mis venas, buscando esas gotas de brillo, encontrando siete… diez…
trece diminutas que brillan en la penumbra.
No son suficientes.
Las reúno, las aplasto y empantano solo las peores grietas,
guardando lo que queda y metiéndolo en un lugar seguro.
—Ven. —Puntos negros distorsionan mi visión de él mirando de
nuevo a la espada de Rhordyn, antes de que haga un gesto hacia los
trozos de carne apilados en su plato—. Llegas justo a tiempo para que
rompamos juntos nuestros ayunos.
Mis pasos se sienten pesados cuando atravieso la sala, desabrocho
la espada de Rhordyn y la apoyo suavemente sobre el suelo de piedra
pulida. Me dejo caer en el asiento del extremo opuesto de la mesa, sin
molestarme en echarme la capucha hacia atrás.
Miro fijamente al cerdo. Miro la pera posada entre sus mandíbulas
inertes.
Su carne carbonizada y marcada.
Cainon levanta la pierna del brazo de la silla y se sienta recto.
—Estás muy callada, pétalo. ¿Va todo bien?
No.
Me siento como su marioneta: cuerdas atadas a mis brazos, piernas
y corazón. La sangre del hombre que amo gotea de mis manos.
—¿Quizás tu silencio tiene algo que ver con esa espada en el suelo?
¿Necesitas desahogarte?
Otro sonido astillado y casi gimoteo, usando lo que me queda de
lustre para empañar la hendidura de la cúpula que contiene mi rabia
voraz, aunque aún la deja fina como una cáscara de huevo. El furioso
poderío que la asierra por debajo la muele desde dentro hacia fuera.
Vacilante, trago grueso, captando el surco entre las cejas de Cainon
mientras las verdades sucias se acumulan en mi lengua, amenazando
con ahogar mis vías respiratorias si no las libero.
Su ceño se frunce y su mirada se clava.
Hago un ovillo con la mano, la que tiene un corte que ha dejado un
rastro de sangre.
Que lleva…
—¿Hiciste… algo, Orlaith?
Sí.
Maté al hombre que amo.
—¿Cómo obtuviste la espada del Gran Maestro del Oeste?
Apenas oigo las palabras, ensordecida por el sonido de esas
cúpulas de cristal que estallan, una a una, cediendo a la presión
interna que se hincha bajo su frágil forma. A los brotes de emociones
que llenan mi pecho de una pena que me ahoga y de una punzada de
dolor que me paraliza. Con un rubor de moral gris y un ramalazo de
rabia espinosa que me desgarra el pecho, me sube por la garganta y
se me enrosca en la lengua como una serpiente sentada.
Respiro estremecida, soplo.
Siento como si el mundo se meciera debajo de mí.
—¿Mataste a Rhordyn?
Rhordyn…
Su nombre revolotea a través de mí como una mariposa de alas
plateadas, buscando un lugar donde posarse. Tal vez una flor bonita
donde posarse.
Pero solo hay un cementerio de astillas de cristal y enredaderas
espinosas esperando a ser atravesadas.
Lo siento…
—¿Lo hiciste?
Las dos breves palabras llegan a mí como un tirón lejano —que se
repite— y me doy cuenta de que tengo los ojos cerrados. Los abro de
golpe y espero a que los puntos negros se desvanezcan mientras me
agacho, absorbiendo el golpe hueco que me recorre cuando levanto
la espada de Rhordyn del suelo y la dejo sobre la mesa.
El escalofrío que me recorre las venas ya no me sacude. Sin
embargo está conmigo.
—Sí —admito, las lágrimas resbalan por mis mejillas mientras
estudio el arma…
Lo siento.
Lo siento.
Lo siento.
—Lo hice.
Hay un compás de pausa mientras un grito que rechina los dientes
amenaza con clavarse en mi garganta. Mientras intento recordar qué
es lo que tengo que hacer…
Decirle a Cainon que me equivoqué, que fui tonta e ingenua.
Interpretar a la niña rota con la que se cruzó en aquel pasillo de Castle
Noir.
Arrodillarme y rogarle que me acepte de nuevo.
Mi rabia espinosa se enrosca alrededor de esos pensamientos
seguros y sumisos, les quita la vida y luego se da un festín con sus
restos mientras las palabras más fuertes y feroces de Zali se deslizan
hacia abajo y observan la carnicería, listas para atacar.
«Cualquier cosa es mejor que volver con ese hombre y ofrecerte en
bandeja de oro. Fingiendo ser suya cuando ambas sabemos que no lo
eres».
—¿Cómo, Orlaith?
A la mierda con esto.
Engancho la mirada cada vez más oscura de Cainon mientras mi
labio superior se despega para exponer la rabia venenosa de mi
interior, más lágrimas encharcando mis párpados inferiores.
—Me dijiste exactamente cómo.
Una breve pausa, su mirada se clava.
—¿Y estás segura de que le diste en el corazón?
Demasiado segura. Cainon empuñaba el arma perfecta.
A mí.
Me pongo en pie de un empujón y paso entre varios asientos vacíos
antes de detenerme junto al cerdo, imaginando a Cainon tendido en
esta mesa con esa pera entre los dientes. Saco la daga de su vaina y la
golpeo, sin poder reprimir un estremecimiento cuando atraviesa
carne y hueso, clavándose en el hueco que solía albergar su corazón
palpitante.
A Cainon le duele la garganta, y le sostengo la mirada,
preguntándome si se estará arrepintiendo de haber decidido
emparejarse conmigo.
—Parece una pregunta tonta.
No respondo.
Asestar un golpe mortal en el corazón fue una de las primeras
lecciones que me enseñó Baze. Pero cuando me recogió y me dijo que
las semillas pequeñas se convierten en cosas grandes y fuertes, dudo
que supiera que me convertiría en una hierba cáustica que usaría ese
golpe asesino en alguien que significaba tanto para él.
Para mí.
La mirada de Cainon se desvía hacia mi daga, que sigue clavada en
el cerdo, hacia la espada de Rhordyn, hacia mis ojos. Ladea la cabeza.
—¿Crees que voy a hacerte daño?
—Creo que sabes que Ocruth es mío.
Silencio y sus dos cejas se levantan, toda la confirmación que
necesito.
Suelto la hoja y vuelvo a mi asiento, encorvada, con las piernas
abiertas mientras giro la daga, el metal caliente y resbaladizo por el
rico y fragante jugo de la bestia cocinada. El olor me revuelve la
barriga y me pregunto si volveré a comer.
—Derribaste a un monstruo, Orlaith.
Mi monstruo.
Una oleada de cruda emoción acuchilla mi corazón desprotegido,
y me cuesta un esfuerzo mantener el rostro terso mientras todo mi
cuerpo amenaza con doblarse por el dolor.
«No llores».
—Deberías alegrarte. Has rescatado a innumerables personas de un
destino peor que la muerte y nos has allanado el camino para
continuar nuestro cortejo. Los dioses estarán complacidos, y no dudo
de que escalaras La Fuente la próxima vez que lo intentes. Entonces
no habrá nada que nos impida unir nuestros grandes territorios.
Parece como si hubiera elegido cada palabra de entre una vasta
colección de sobras que no eran lo bastante perfectas para pasar el
corte.
—Excepto mi conciencia —digo, volteando la hoja de nuevo. Veo
cómo baila para mí mientras la mirada de Cainon recorre mi rostro.
—¿Por qué no bajas la daga, Orlaith? Mírame a los ojos para que
podamos mantener una conversación en condiciones.
Mírame a los ojos para que pueda tejer una red con mis palabras y
aguijonearte con fragmentos de verdad. Hacerte lo suficientemente
flexible para moldearte a mi voluntad.
Endurezco mi mirada y hago lo que me pide, destrozando el
silencio con mis propias palabras antes de que él tenga la oportunidad
de esgrimir las suyas.
—Tenía la intención de venir aquí y rogarte que me aceptaras de
nuevo. Ahora me doy cuenta de que no tengo estómago para ello.
Su ceño se frunce.
—No entiendo lo que quieres decir.
—Más allá de tu muro hay una ciudad de enfermos pudriéndose.
Lentamente. Dolorosamente.
Echa la cabeza hacia atrás y cruza los brazos sobre el pecho.
—¿Prefieres que los vuele a todos? —pregunta indignado.
Imbécil.
—No. Prefiero que les des a elegir. Tira un palé de bane líquido en
la mezcolanza. Deja de usar su desventaja a tu favor.
Pone los puños sobre la mesa, se inclina hacia delante y me mira
como si tuviera salsa en la cara.
—Sé que eres nueva en esto, pero un corazón sangrante no hace
nada para apilar las piedras de un gran territorio. Algo que debes
dejar atrás, ya que pronto compartirás mi trono.
Me erizo hasta los dedos de los pies.
—Tendrás que soldarme a él.
Arquea una ceja, la comisura de su boca se curva en una sonrisa
salaz mientras echa un vistazo a mi cupla.
—Soy bueno en eso.
Sí que lo eres, mierda.
Le sostengo la mirada y hago girar la daga, atrapando la punta
afilada entre el pulgar y el índice.
—Y soy buena con la daga.
Un familiar destello de emoción se enciende en sus ojos, haciendo
que mis mejillas ardan.
—Está claro. Pero si he de ser sincero, eso me excita.
La clavo en la funda improvisada, pero su sonrisa no hace más que
crecer.
Sostiene una copa, apura su contenido con el resto de mi paciencia
y se limpia la boca con el dorso del brazo mientras apura el cáliz
vacío.
Me observa.
Rompo su mirada. Dejo que mi mirada recorra el cerdo y la bandeja
de huevos, patatas y tomates en la que anida: todos los productos de
Ocruth transportados por el gran río que serpentea por el continente
antes de desembocar aquí, en Parith. Pasé años merodeando por
Castle Noir, escuchando conversaciones que no estaban destinadas a
mis oídos. Bahari no produce nada más que azúcar, marisco y una
tonelada de oro así que compra casi todo lo que no puede saquear del
mar…
«Sácale los dientes. Ponlo de rodillas si es necesario».
Las palabras de Zali me animan, y alzo la barbilla, obligándome a
sostenerle la mirada.
—Aunque tu territorio brille al sol, es codependiente. Vulnerable.
Por fin se le borra la sonrisa de la cara.
—¿Vulnerable, dices?
Las palabras parecen retorcerse sobre la mesa, enroscarse en mi
regazo y sisearme.
Asiento con la cabeza.
—Enviarás las naves a Ocruth. Ahora mismo. O detendré todo
comercio con Bahari e impediré que cualquier barcaza navegue más
al sur de la frontera. Actualmente hay escasez de petróleo, ¿no?
Sus ojos se abren un poco y me mira como si me viera por primera
vez.
Un silencio.
Otro.
—Eso no es todo.
—Continúa —me dice, y me lo imagino contra la pared con mi daga
apuntándole a la garganta mientras le grito como él me gritó a mí, con
la cara llena de las mismas lesiones llorosas e infestadas de gusanos
que ahora roen a su gente.
El pueblo de Zali.
El pueblo de Rhordyn.
—Además de donar tus naves a la causa, reabrirás la vasta red de
túneles subterráneos bajo tu capital. Utilizarás este espacio extra para
ofrecer refugio a cualquiera que se precipite hacia tu frontera, un
pequeño precio a pagar.
Sus pupilas se abren tanto que sus ojos son más negros que azules,
y su tez broncínea palidece ligeramente.
Siento que mi corazón se acelera. Siento que cobra vida.
Rhordyn tenía razón… Cainon esconde algo ahí abajo.
—Harás todo esto o no solo cesaré el comercio, sino que ordenaré
al ejército de Ocruth estacionado en Punta Quoth que abra un camino
a través de tu preciada selva, dejando a Parith más vulnerable a los
vruk que ya están atravesando tus defensas. Tu pueblo perderá la fe
en tu capacidad para protegerlos, y te verás obligado a huir a las islas
y ceder tierras que aceptaré encantada porque, francamente, después
de lo que he visto más allá del muro de la ciudad, ahora estoy
convencida de que ves a todos menos a ti mismo como peones
sacrificables.
Chasqueo los dientes, relajando el labio superior que se me había
curvado por la rabia que escupía.
—Amenazas… —murmura, y yo me encojo de hombros.
—Si así quieres llamarlo.
—No sabía de lo que eras capaz.
Ignoro el manotazo y le sostengo la mirada. Observo cómo su
mente se agita en el fondo de sus ojos.
Todo esto es un maldito juego político. Ahora lo veo. Creo que
Rhordyn intentó decírmelo una vez a su manera brutal, pero yo
estaba demasiado ocupada acobardándome para escuchar.
Demasiado ocupada vertiendo mi energía en los círculos que hilaba.
Ahora tengo demasiada energía. Responsabilidad.
Arrepentimiento. Demasiados pensamientos y emociones
desenfrenadas revoloteando dentro de mi cabeza. Mi corazón.
Demasiadas cosas que expiar.
—No quiero una guerra, Cainon. Y no quiero tu tierra. La verdad
es que no. Solo quiero esos barcos para poder asegurar Ocruth.
Por él.
Para poder terminar lo que él empezó y poner a salvo a su gente.
—Estás empezando a sonar como Rhordyn —dice, la mirada
arrastrando por mi cuerpo, hacia arriba de nuevo—. Aunque me
atrevería a decir que es una versión más deliciosa.
Suspiro, me pongo en pie, agarro la espada de Rhordyn, me la paso
por la espalda y me la abrocho entre los pechos.
—Te daré tiempo para que consideres tus opciones —digo, antes
de dirigirme a grandes zancadas hacia la puerta.
—¿Y qué pasa con Zali?
Las palabras se abalanzan sobre mí, deteniendo mis pies.
La oscuridad que se desliza en mi interior se agita.
Lentamente, giro, mirándolo por la línea de mi hombro.
—¿Qué pasa con Zali?
Inclina la cabeza hacia un lado, con el ceño fruncido.
—¿Qué piensas hacer con ella, claro?
Mastico sus palabras, sin querer admitir que no tengo ni idea de lo
que está hablando, pero al final, la ignorancia no me llevará a ninguna
parte.
Ahora me doy cuenta.
—No lo entiendo —admito, empujando las palabras más allá de
mis dientes apretados.
Cainon suelta un profundo suspiro y se pasea por la mesa,
deteniéndose junto al cerdo, arrancándole la pera de las fauces.
—¡Lyra! —exclama, apoyándose en la piedra e inspeccionando
cada lado de la fruta verde brillante.
Un movimiento me llama la atención y alzo la vista para ver a una
de las sirvientas de palacio atravesar una puerta de la pared del fondo
con una larga vara de alumbrado en un puño blanco. La mujer es
pálida como el pergamino, con los hombros encorvados y los ojos
sombreados por la punta de la cabeza hacia delante. Su sencilla túnica
azul se balancea alrededor de sus esbeltas piernas mientras se acerca
a la mesa.
Noto las huellas de sudor en sus sienes. Salpican su frente.
Está nerviosa.
Se me hace un nudo en la garganta y avanzo un paso.
Otro.
Lyra se detiene a unas largas zancadas de Cainon, con la cabeza
inclinada. Sigue inspeccionando su pera, sacando una pequeña daga
del interior de su bota.
—¿Has estado escuchando nuestra conversación, Lyra?
—N… no, Maestro. No estaba…
Le clava la daga en la cara, haciéndola estremecerse.
—No me mientas —grita, las palabras resuenan en las paredes.
Se me escapa el aliento cuando ella suelta un gemido.
Doy unos pasos más y las yemas de los dedos rozan la empuñadura
de mi daga.
—¿Has oído a mi prometida admitir el asesinato del Gran Maestro
de Ocruth?
Silencio.
—Sí o no, Lyra.
Me lanza una mirada nerviosa, traga saliva y asiente.
—S… sí, Maestro. Lo hice.
—Bien. Gracias por tu sinceridad. —Ella hace una profunda
reverencia y comienza a arrastrar los pies hacia atrás, pero Cainon la
detiene con una mirada aguda—. Quédate ahí —dice, cortando una
rodaja de pera y mordiéndola, mirándome de reojo—. En cuanto se
corra la voz de que has matado al prometido de Zali, los Maestros y
Maestras esperarán que te rete a duelo.
Una sensación de hundimiento me invade al recordar la severa
advertencia de Zali: debemos mantener la muerte de Rhordyn en
secreto hasta que encontremos otro lugar al que culpar. Las palabras
tienen un peso diferente ahora que estoy sentada aquí, ahogándome
con el agudo sabor del miedo de Lyra.
—Hasta la muerte —añade Cainon, clavándome la última palabra
como una lanza.
Mis rodillas amenazan con doblarse.
—La tierra de Zali es en su mayor parte arena. Difícil labrar
búnkeres fiables. Al difuminar la línea entre sus fronteras, Rhordyn
ofrecía refugio a muchos que, de otro modo, perecerían en la oleada
de ataques de los vruk. Les has estafado recursos extra, tierra extra e
ingresos. Seguridad extra. Si Zali no te desafía por el derecho a
reclamar Ocruth, será vista como débil, y solo será cuestión de tiempo
que la usurpen.
La sangre se drena de mi cara, la mirada se desvía hacia Lyra que
se está marchitando por segundos.
Mierda.
Abro la boca, pero no sale nada: la lengua pegada al paladar, el
corazón bombeando tan fuerte y deprisa que la cabeza me da vueltas.
«Nunca muestres tu mano a menos que sepas exactamente a qué te
enfrentas».
Las palabras de Rhordyn me golpean como un hacha lanzada
desde el pasado, otro consejo sensato que dejo rebotar en mi pétrea
mirada. Demasiado cegada por mi propia rabia y por la danza del mal
de amores que se arremolina en mi interior.
Al darme cuenta, se me agrian las entrañas, me tiemblan las
mejillas y mi mente se agita mientras sopeso mis opciones.
Un sudor frío me recorre la nuca…
—Realmente eres un egoísta —le digo, y sus ojos se suavizan.
—Ábreme tu corazón y te demostraré que te equivocas.
Mi mano se tensa en torno a la empuñadura de mi daga, mi mirada
se desvía entre Cainon y Lyra, pero el instinto me impide sacar la
hoja. Arrojársela a la cabeza.
Su postura segura, la forma en que corta otro trozo de pera y
muerde el fragmento crujiente, guiñándome un ojo… todo me dice
que tendría el sigilo para esquivarlo. Entonces me quedaría sin daga,
sin más arma que una espada de combate cuerpo a cuerpo que nunca
he usado.
—Parece que estamos en un callejón sin salida. —Otro bocado
crujiente. Otra lánguida mascada—. Podemos mantener su muerte en
secreto por ahora, y yo me encargaré de tu pequeño… problema para
que puedas reclamarlo como un accidente —proclama, agitando el
extremo puntiagudo de su daga hacia la temblorosa mujer encogida
a su sombra—. Aunque necesitaré un seguro para mantener la boca
cerrada. —Me mira directamente—. A ti.
No.
»A todos ustedes. Una vez que estemos oficialmente acoplados,
estarás bajo mi protección, lo que eliminará la mayoría de nuestros
problemas. Y si eres una buena chica, adornaré el trato con algunos
barcos. Pero primero tendrás que probarte a ti misma completando la
prueba. Estoy seguro de que comprenderás que yo también he
perdido la confianza.
Mi mirada se desvía entre él y Lyra, gotas de sudor cubren mi
frente.
Me tiene acorralada contra un muro de lanzas preparadas para
deslizarse entre mis costillas.
En el supuesto de que consiga salir de La Fuente, solo hay tres
resultados posibles para esta mierda política:
Uno, se emparejará conmigo, se acostará conmigo, me quemará en
la hoguera una vez que no sangre por él, y luego reclamará Ocruth
como suyo.
Dos, si soy flexible —dejo que use y abuse de mi cuerpo y mi
postura política— puede que me deje vivir, aunque dudo que sea
muy indulgente una vez que una parte de su flota desaparezca sin su
consentimiento.
Porque no hay forma de que me entregue esos barcos.
Ahora lo veo.
Y la última opción, la que deja a Cainon tan lejos de poner sus
garras en el territorio de Rhordyn como lo estaba antes de que yo
aceptara estúpidamente su cupla, acepto el duelo, me sacrifico y dejo
a Zali a cargo de Rouste y Ocruth, un fácil cambio de poder puesto
que la gente de Rhordyn ya la ha aceptado. Lyra no morirá, y Zali
puede poner en marcha el cese del comercio. Matar de hambre a
Cainon hasta que se vea obligado a ceder las naves.
Rhordyn confió en ella.
Confío en ella.
—¿El gato te comió la lengua, pétalo?
Parpadeo, levanto la barbilla y vuelvo a centrar mi atención en
Cainon.
—Acepto el maldito duelo.
Suspira, largo y profundo.
—Ya estás otra vez, apartándome.
Extiende el brazo.
Se oye el silbido del metal rompiendo el aire antes de que un golpe
metálico me haga sobresaltar. Lentamente, dejo que mi mirada se
arrastre hasta la daga que ahora sobresale del pecho de Lyra, en
medio de una flor roja que florece en su túnica. Levanta la cabeza, me
mira y abre la boca, derramando un hilo de sangre que le cae por la
barbilla.
El poste de la luz cae al suelo y ella se desploma en el mismo
instante en que mis rodillas golpean la piedra.
Saboreo el perfume metálico de su sangre en el aire mientras
respiro entrecortadamente, llevándome las manos a la boca en un
intento fallido de detener el violento grito que me desgarra la
garganta.
Él la ha matado.
Él…
Cainon arranca una servilleta de la mesa, abriéndola de un tirón.
Se acerca a su sirvienta inmóvil y la tumba boca arriba.
—Mira lo que me has hecho hacer —murmura, exponiéndome a su
mirada vacía y con los ojos muy abiertos.
Me obligo a ver cómo le saca la daga del pecho. Aguanto el sonido
húmedo al soltarla antes de que limpie el filo en la servilleta azul
oscuro que engulle el rojo.
—Aprecio el hecho de que lo intentes por el bien de tu nueva
responsabilidad, pero lo único que estás haciendo en realidad es herir
a más gente. —Me mira desde debajo de las cejas fruncidas—. Si
estuvieras mejor preparada para el mundo exterior, no cometerías
constantemente errores tan costosos.
Camina hacia mí y me pasa las manos por debajo de los brazos,
levantándome como a una marioneta ensartada; mi cuerpo es un
caparazón que se pliega a su antojo. Me sienta en mi sitio y, con la
cuchilla que acaba de sacar del pecho de Lyra, corta un trozo de carne
del cerdo y lo coloca en un plato de sobra.
—Pero está bien, ahora me tienes a mí. —Me pone la comida
delante y se me revuelven las tripas.
Me baja la capucha, me pasa el pelo por encima del respaldo de la
silla y lo recorre con los dedos, separándolo en tres largas secciones.
—Nunca te lo cortarás, ¿entendido?
No contesto.
Me hace una trenza que tira de las raíces, y mi cabeza se sacude con
cada giro brusco mientras miro el charco que florece bajo el cuerpo
sin vida de Lyra.
—Sé que hemos tenido un comienzo difícil, pero estoy seguro de
que juntos podemos superar cualquier cosa.
Un escalofrío me recorre la espina dorsal…
Y estoy segura de que está delirando.
Me tira de la trenza con tanta fuerza que mi cabeza se echa hacia
atrás.
Me veo obligada a mirar sus rasgos contraídos con una expresión
ilegible.
—¿Sería tan difícil? ¿Quererme?
Cierro los ojos con fuerza.
Se aclara la garganta, me suelta el pelo y vuelve a su asiento.
Miro fijamente la pared en blanco. Siento que estoy clavada contra
ella.
Su silla rechina contra el suelo, los utensilios raspan entre sí
mientras él trincha su comida y yo me ahogo con el almizcle de la
sangre de Lyra.
Por un momento, me planteo arrancarme el collar. Dejar que mi
fealdad se derrame. Hasta que imagino el palacio cargado con el
hedor de la muerte ardiente, los pasillos ennegrecidos llenos de los
restos carbonizados de hombres y mujeres que no eran más que
espectadores inocentes.
—Se lo daré, pétalo.
—¿Qué? —digo en tono áspero.
Se mete un trozo de carne en la boca, mastica, una mejilla abultada
mientras dice:
—Bane líquido. Nadie lo tomará. La enfermedad solo tiene una tasa
de mortalidad del noventa por ciento. La mayoría se aferra a ese
resquicio de esperanza con los puños apretados y temblorosos hasta
que exhala su último aliento. —Se encoge de hombros, ahogando su
bocado con un trago de vino tinto que le sangra por la barbilla—.
Tómate tu tiempo para llorar, luego levántate, planta esa sonrisa
deslumbrante en tu cara e inténtalo.
Me siento de espaldas a los barrotes, con las piernas abiertas y los
cordones de las botas tan sueltos que se me abren. Entre mis muslos
hay un farol encendido y una botella de whisky. En un suspiro,
levanto la botella y me la llevo a los labios, bebiéndola de un trago
que no hace nada por calentarme las entrañas ni suavizarme la piel
llena de piedras.
La gruesa capa azul oscuro que me prestó Graves me pesa sobre los
hombros, pero se agradece aquí, donde el frío cala hasta los huesos.
Los rayos de sol se cuelan por los agujeros del techo, pero no llegan
a las esquinas traseras de la pequeña celda. Echo miradas nerviosas a
las bolsas de oscuridad, asegurándome de que no se mueven.
Se deslizan para asfixiarme.
Abro una cuchilla de afeitar plegable y la vuelvo a colocar en su
sitio. Repito el proceso una y otra vez, bebo otro trago de whisky y
me sumerjo en el hedor a polvo, muerte y miedo que desprende la
piedra. El colchón lleno de bultos y manchado de mierda. La única
sábana medio devorada por las polillas.
Este lugar solía parecer tan jodidamente grande.
Ahora las paredes me aprietan, como si me apretujaran.
Asfixiándome.
Vuelvo a girar la hoja, recorriendo a mi prisionero con una mirada
virulenta.
Tiene las manos atadas a los reposabrazos de una silla de madera
desgastada, los amplios pliegues de su bata gris ocultan un cuerpo
muy denso. Puede que viva en una zona de mierda de la ciudad, pero
desde luego no come como un indigente, con unos músculos que casi
me rompen la espalda al arrastrarlo hasta aquí.
No soy nada si no soy dedicado.
Respira hondo a través de su boca abierta que gotea un hilo de
baba. Un resoplido, luego un gemido grave. Levanta esa cabeza
grande, desnuda y bulbosa de su hombro, los ojos inyectados en
sangre se posan en mí, entrecerrando los ojos. La roncha que tiene en
la sien, de cuando me acerqué por detrás y lo dejé inconsciente, está
levantada y parece enfadado.
—Buenos días, guapo.
Sus ojos se abren de par en par, su mirada se posa en la hoja y su
respiración se acelera a un ritmo feroz y aterrado mientras asimila
nuestro estrecho espacio, sin duda para hacerse a la idea de su
espinosa situación. Clava la mirada entre los barrotes, a mi espalda,
y emite un sonido ahogado al contemplar las vistas del otro lado del
pasillo. El cadáver olvidado hace tiempo sigue aferrado a los barrotes,
con la boca atrapada en un grito eterno.
Saco otro trago, la silla raspando y chocando contra el suelo en su
esfuerzo por liberarse de sus ataduras.
—¡Socorro! —grita, estridente y desesperado.
Otra vez.
Una y otra vez.
—Es inútil —murmuro una vez que deja de tragar aire, con la
cabeza salpicada de gotas de sudor—. Nadie puede oírte.
—¿Quién eres? —balbucea—. ¿Qué quieres de mí?
Vuelvo a colocar la cuchilla de afeitar en su sitio y hago rodar el
recipiente de espinas por el sucio suelo empedrado. Se detiene a sus
pies y, aunque palidece, un rayo de esperanza se enciende en sus ojos.
—¿Quieres Candy? —dice ásperamente—. ¡Puedo conseguirte
algunas! Mi primo organizó una reunión para mí y Madame Strings.
Mañana. Voy a ser su nuevo corredor para el oeste de la ciudad.
—Eso he oído —murmuro, apartándome el pelo de la cara y
poniéndome en pie. Me tambaleo hacia la pared y mis botas rozan el
brillo calcáreo que cubre el suelo. Restos pulverizados de los antiguos
habitantes de la madriguera.
Arrastro el dedo por un surco grabado en la piedra, uno por cada
persona que sacaron muerta.
—¿Y cómo has demostrado ser digno de esta reunión?
—Hay muchos niños pequeños en la ciudad que necesitan
dirección y estabilidad. Necesitan la esperanza de que el mundo no
acabe en sombras. Compré un frasco de Candescencia que utilicé para
traer a más de veinte niños a las puertas del templo, cada uno de ellos
con la mente abierta tras probarlo por primera vez.
Se me revuelven las tripas y me trago la amarga sensación de asco
que me sube a la garganta.
—¿Y qué les pasa a esos niños? —pregunto, pasando el dedo por
otro surco dentado.
Otro.
—Los traen a los brazos abiertos de los shulák, por supuesto.
Algunos son llevados a la tierra sin sombra. Al gran Templo de Cristal
—proclama, y yo giro la cabeza, con los ojos entrecerrados. Los suyos
están vidriosos, con expresión melancólica—. Un lugar que muchos
de nosotros solo soñamos con ver.
De cristal…
Sin sombra…
Este lugar debe de estar en Arrin.
Me aclaro la garganta y miro a través de los barrotes hacia los rayos
de luz que penetran desde arriba. Incluso ahora me parecen tan
hermosos, tan trascendentes, que me escuecen los ojos.
Hubo un tiempo en que esos rayos de luz estaban tan, tan lejos.
Cuando una penumbra se filtraba a través de mí, poco a poco, día a
día.
Cuando esas sombras se acercaban.
Más cerca.
—Aquí hay luz en pleno día. Pero por la noche… las sombras
bailan. —Giro, abriendo la hoja y cerrándola de nuevo, haciéndole
saltar—. Se arrastran, se arrastran y se deslizan. Cantan una melodía
traqueteante que te hace temblar.
Me guardo la espada y me acerco, parándome lo bastante cerca
como para que su aliento rancio me manche la garganta. Hago una
mueca salvaje con los labios y aprieto la mano, me obligo a soltar, con
el corazón desbocado mientras agarro el anillo y lo empujo más allá
del nudillo.
Que se estrelle contra el suelo.
Una pesadez se instala sobre mis hombros, como si de repente mis
pies estuvieran clavados a la piedra. Mi columna quiere curvarse, mis
miembros quieren doblarse. Es un esfuerzo no hacerme un ovillo y
arrastrar los pies hacia la parte más iluminada de la habitación
cuando mi piel falsa suelta el alambre de espino que sujeta mi
verdadero yo.
Se queda con la boca abierta, los ojos se abren de par en par con un
miedo desenfrenado. El pelo que cuelga ante mis ojos pasa de castaño
a iridiscente, y el aire madura con el hedor de su orina.
Este lugar parece hacerle eso a la gente.
—Tú… Tú…
—Desafortunado, lo sé. Ambos lo somos, supongo, dada tu
situación actual.
Palidece.
Me pellizco una de las espinas de la oreja derecha y respiro
entrecortadamente antes de arrancármela. El costado de la cara se me
inflama en un dolor profundo y lacrimoso que me penetra hasta la
mandíbula, haciendo que hasta los dientes me duelan por el
implacable ardor. Una cálida humedad se desliza por un lado de mi
cuello y parpadeo, liberando las lágrimas que se habían acumulado
en mis ojos.
Olfateando, sopeso la espina ensangrentada en la palma de la
mano; tan fina y delicada en la punta, rechoncha en la base, las raíces
largas y puntiagudas que constituyen su mayor parte.
Levanto la vista, clavándolo con una dura mirada.
—¿Sabías que cada vez que se arranca uno de estos, se siente como
si se arrancara toda la oreja?
Sacude la cabeza con vigor, como si creyera que eso lo absolverá.
—N… no. No tenía ni idea.
Qué terrible mentira. Es imposible que pensara que se sentía bien.
—Impactante, ¿verdad? —Dejo la espina en el suelo, me arrodillo a
su lado, meto la mano en el bolsillo y saco unos alicates. Sus ojos se
abren de par en par, sus dedos se retuercen a pesar de las ataduras
mientras aprieto la uña del pulgar derecho entre las mordazas
metálicas. Le sonrío—. Se siente un poco así.
Tiro del brazo hacia atrás.
Grita tan fuerte que se le quiebra la voz, la mano le tiembla y la
sangre salpica el suelo. Su cara se derrumba, el pecho le tiembla,
sollozos guturales salen de sus labios.
—Por suerte, las espinas nos vuelven a crecer más rápido que las
uñas —digo con una risa retorcida que no tiene gracia, tirando las
pinzas ensangrentadas a un lado.
Mucho, mucho más rápido.
Tal vez me sentiría mal por eso, pero el adormecimiento del alcohol
suaviza cualquier arista afilada.
El mundo parece tambalearse debajo de mí y tropiezo con el
trasero, aterrizando tan pesadamente que me traquetea el cerebro.
Decido que este es un lugar decente para sentarme, echo la mano
hacia atrás y agarro mi menguante botella de whisky.
—Te voy a contar un secretito. —Bebo un largo trago, inclino la
botella hacia el hombre y enarco las cejas mientras trago—. Conozco
a la que buscas —digo en un suspiro—. La que crees que traerá el fin
del mundo.
Sus gemidos entrecortados se apagan, los ojos casi se le salen de las
órbitas, y observo el profundo tono azul que envuelve las pupilas de
tinta. Lejos de la combinación perfecta con los míos, pero los
mendigos no pueden elegir.
—La que utilizas para justificar este comportamiento enfermizo —
escupo, lanzándole mi espina a la cara.
Se estremece.
—Ella también podría hacerlo. —Inclino la cabeza hacia un lado,
intentando reducir mi visión doble—. Podría acabar con todos
nosotros. Pero quizá sea exactamente lo que nos merecemos.
De nuevo, su rostro se derrumba, más sollozos brotan de su boca
retorcida, como si creyera que el sonido le salvará. Pronto aprenderá
que es un desperdicio de aire. Un desperdicio de lágrimas.
Un desperdicio de esperanza.
Tal vez traficaría con misericordia si alguna vez me hubiera llenado
los bolsillos. Pero todo lo que han hecho es tomar, tomar, maldita sea
tomar.
—Esto es lo que va a pasar —murmuro, inclinándome para buscar
en el bolsillo la cuchilla de afeitar y abrirla. La levanto y deslizo el filo
afilado por mi cuero cabelludo, cortando mechones de pelo
iridiscente que llueven sobre mis hombros y caen al suelo—. Me dirás
dónde has quedado con esa tal Madame Strings…
Otro afeitado.
—Qué se espera de ti…
Otro.
—Cualquier otra cosa que se te ocurra. Y con cada chispa de
información, te daré una de éstas —digo, señalando la cesta que tengo
a mi lado, llena de velas altas y sencillas y un pedazo de pedernal—.
Llama preciosa que necesitarás cuando el sol se oculte y esas sombras
empiecen a cantar.
Sentada en el gran sillón de Graves, de espaldas a nuestra
compañía, miro fijamente la estantería de madera medio repleta de
libros, trazando los verticilos de las vetas de la madera que me
recuerdan las ondulantes dunas de Rouste.
Casi puedo oler la arena quemada por el sol. Casi puedo saborear
el fruto dulce y acuoso de un pino espinoso reventando entre mis
dientes. Una distracción perfecta y tranquilizadora que me impide
girar la silla.
Tomar la iniciativa a pesar de los riesgos.
—Mire, señora, no tengo ni idea de dónde está guardada su flota.
—La voz rasgada del Capitán Rowell retumba—. Si lo supiera,
robaría un barco, reuniría a mi familia y me largaría de este agujero
de mierda infestado de la plaga. Y no soy el único que piensa así.
—¿Cuántos otros crees que… se sienten así? —pregunta Cindra a
mi lado, apoyada contra la pared, con los brazos cruzados sobre el
pecho, la capa roja de mercader colgando torcida sobre su cuerpo
curvilíneo y el pelo largo y espantoso recogido en una trenza.
—Muy pocos. Conozco un puñado de tripulaciones balleneras a
punto de tirar el barril. Algunos tienen hijos adolescentes que
conocen el camino de los mares.
Hago los cálculos.
Pasamos de contrabando sesenta y siete miembros de la milicia de
Rhordyn por Norse. La mayoría de los barcos balleneros tienen una
tripulación de alrededor de treinta a cuarenta hombres sanos.
Si Rowell tira a través de… podríamos tener suficiente.
—¿Y tienes acceso a tu barco almacenado en el muelle de la ciudad?
—pregunta Cindra.
Rowell suelta una carcajada sin gracia.
—Sí. Tengo acceso a ese viejo montón de mierda de ballena. Nos
hacen volver a por más. Llenar con petróleo las barrigas de la bestia.
—Esto podría funcionar —reflexiona Cindra, lanzándome una
mirada.
Asiento con la cabeza.
—Tu… amigo —refunfuña Rowell, haciendo una pausa.
Siento su atención clavada en la nuca, frustrada, y tengo que darle
la espalda. Pero no pueden verme conspirando para esquilmar la
población y los recursos de Cainon. Desde luego, no antes de que
tengamos todas las piezas en el tablero.
—¿Pueden garantizar la protección de mi familia? ¿De toda la
familia de mi tripulación?
—Sí. También pueden garantizar la protección de cualquier otra
persona que puedas reclutar. Preferiblemente tripulantes que estén
familiarizados con la navegación en mares agitados y puedan
mantener la boca bien cerrada.
—Van a requerir algo para solidificar su fe en ti —dice Rowell—.
Mis hombres han estado muy quemados últimamente, y la mayoría
de ellos están luchando para alimentar a sus crías.
Me meto la mano en el bolsillo de mi capa roja y saco una bolsa
llena de cuentas de topacio, la mayoría no más grandes que la punta
de mi dedo meñique, pero lo bastante grandes como para alimentar
a una familia durante un par de años en la mayoría de los rincones
del continente.
Me bajo la capucha y le doy la bolsa a Cindra, que la deja sobre el
escritorio.
Se oye el sonido de unas cuerdas que se aflojan antes de decir:
—Maldición…
—Cada recluta recibirá una cuenta al comprometerse —dice
Cindra—. Una segunda al llegar al destino. Directamente de la
bóveda personal de sus benefactores. Usted, capitán Rowell, recibirá
una bolsa entera si nos reúne suficientes marineros aptos para
tripular al menos cuarenta barcos.
De nuevo, siento la atención de Rowell clavada en mi nuca
mientras sigo trazando esas dunas boscosas.
Se aclara la garganta.
—Y una vez que lleguemos a Ocruth, ¿qué garantía tenemos de que
nuestras familias estarán a salvo de los vruks?
Una tormenta de arena me revuelve el pecho, y casi doy vueltas.
Dile que nosotros somos la garantía. Que sin esas naves, estamos todos
jodidos, ya sea ahora o dentro de unos años. Por la dura mirada de los
pálidos ojos grises de Cindra, me doy cuenta de que está reprimiendo
palabras similares.
—Por todos es sabido que Castle Noir es el lugar más seguro del
continente —dice con voz quebradiza y fría—. Cada uno de ustedes
tendrá residencia dentro de los muros del castillo hasta que la
amenaza haya cesado.
—¿Y eso es lo que ofrecen? —pregunta Rowell, y su tono de voz
me hace preguntarme si se ha dado cuenta de quién soy.
—Sí —afirma Cindra.
Hace una larga inspiración antes de decir:
—Muy bien, entonces.
Mordisqueo mi alivio, me crujen los dientes y lo vuelvo a escupir.
Cuando vivía en Vein, vestida de arena y magulladuras y con mi
propia rabia, siempre había una sombra más grande y más mala a la
vuelta de la esquina. Siempre había otra batalla que ganar.
Nada ha cambiado.
No estás en la cima a menos que seas un Dios, e incluso ellos
pueden caer.
Le entrego a Cindra un pequeño pergamino, que ella le pasa a
Rowell.
—Aquí está todo lo que necesitas saber sobre lo que requerimos de
ti. Prepara a tu familia. Y si hablas de esto con alguien que pueda
poner en peligro la misión, te herviré las pelotas.
Enarco las cejas y deslizo la mirada hacia los lados, observando el
perfil perfectamente sereno de Cindra. Tengo que reconocerlo, no
creo que yo hubiera sido capaz de pronunciar esa frase con la cara tan
seria.
—Mierda, señora. No será necesario. —Se oye el ruido de la silla de
Rowell raspando el suelo y luego sus pasos se alejan. La puerta se
abre y se cierra.
Giro la silla y miro fijamente el escritorio de madera de Graves. Nos
dejó usar su despacho, lo cual fue muy amable y solo me costó tres
cuentas de topacio. Hay que respetar a un hombre que está dispuesto
a mirar a los ojos a una Gran Maestra y hacer un trueque.
—Me gusta Rowell —dice Cindra—. Creo que saldrá adelante.
—No puedo imaginar por qué no lo haría. —Sonrío irónicamente—
. Creo que ha recibido el mensaje alto y claro.
Me sonríe.
—Apunta al punto débil. Nunca falla. —Su sonrisa se desvanece y
se mueve alrededor del escritorio, acomodándose en el asiento de
Rowell. Se inclina hacia delante, con las manos entrelazadas—. ¿Qué
vamos a hacer con Orlaith?
Pienso en el duendecillo que se acercó a Cindra justo antes de
nuestra reunión, parloteando un mensaje incoherente que solo podía
haber salido de la boca de una persona. Ni siquiera me molesté en
comprobarlo en su habitación.
Respiro, con los labios fruncidos. Suelto el aire despacio.
—Ella quiere las naves tanto como yo, y no podemos hacer nada
hasta que las localicemos. Una vez que tengamos algunas
coordenadas podremos idear un plan. —Me encojo de hombros—.
Mientras se mantenga en contacto y no hable de Rhordyn, todo irá
bien. Nos concentraremos en conseguir lo que hemos venido a buscar
y la atraparemos al salir. El resto podemos resolverlo más tarde.
—Así que… ¿la dejamos sola?
Levanto una ceja, mirando a Cindra.
—Piensas en ella como en la niña que has visto corretear por el
castillo. Un lastre.
—Es difícil no hacerlo después de lo que ha hecho.
—Hay una fuerza en ella que necesita tiempo para eclosionar, y no
va a hacerlo conmigo respirándole en la nuca —digo, jugueteando
con mi trenza.
Ahora que lo pienso, era más bien un peligro para sí misma,
sentada en aquella habitación del piso de arriba sin hacer nada más
que pensar. Rodeada de las cosas, la ropa y el olor de Rhordyn.
No es de extrañar que salió por la ventana. Yo habría hecho lo
mismo.
—Entonces, ¿cómo vamos a encontrar esas naves? —Cindra
pregunta, frunciendo el ceño—. ¿Estibarnos en una barcaza?
Sacudo la cabeza.
—Demasiado arriesgado. He colocado un duendecillo en el barco
de Cainon. Con la escolta de una vela, supongo que la cosita debería
ser capaz de rastrear un camino y volver a retransmitirlo con
seguridad.
—Eso es…
—Inútil si no zarpa antes de la ceremonia de acoplamiento —
murmuro—, lo sé.
No hay plan sin un plan de respaldo. Si pones todos los huevos de
la boa en la misma cesta, te conviertes en comida para gato.
Los ojos de Cindra se endurecen y asiente.
—Entonces será mejor que ideemos un plan B.
Le dirijo una sonrisa ladeada.
Me gusta esta mujer.
Inténtalo.
Inténtalo.
Inténtalo.
Canto internamente la palabra cada vez que mi cincel hiende la
piedra con la fuerza de mi salvaje determinación, arrancando trozos
que se acumulan en el pequeño agujero que he cavado en la pared.
Todavía tengo el pelo mojado por haberme pasado casi todo el día
intentando salir de la Fuente —obteniendo fugaces sorbos de luz solar
cada vez que atraviesan las nubes— y las tripas doloridas por
violentas explosiones de vómitos entre mis intentos fallidos.
El tapiz es una pesada carga sobre mi espalda, el aire es denso y
rancio y lo siento entre los dientes apretados, los residuos del
esfuerzo me gotean por las sienes.
Las ampollas de las palmas hace tiempo que reventaron, el sudor,
el polvo y los trozos de piedra agravan la carne tierna y llorosa del
profundo corte de la palma mientras apuñalo.
Inténtalo.
Inténtalo.
Inténtalo.
Mi mano resbala.
Una llamarada de escozor me abrasa los nudillos cuando los raspo
contra la piedra devastada. Siseando, echo la mano hacia atrás y la
sacudo, y el cincel cae sobre mi regazo. Me doy la vuelta y me apoyo
en la pared.
Utilizo la manga para limpiarme la cara y empujo el tapiz con la
pierna, lo que permite que entre aire fresco en el estrecho espacio con
una ráfaga de luz dorada procedente de la linterna que tengo al otro
lado del agujero. Respiro hondo, aliviada, y recorro con la mirada el
reverso del tapiz. A través de las líneas arremolinadas de hilo pálido
y puntadas negras irregulares que parecen lo bastante enfadadas
como para trascender el material.
Frunzo el ceño.
Los hilos no se parecen en nada a la imagen de la parte delantera.
Desenredo mis miembros y me libero del estrecho espacio,
esparciendo por el suelo un montón de fragmentos de piedra con mi
cincel al pasar con facilidad por el pesado tejido.
De pie en el oscuro y polvoriento pasillo, alzo la linterna y estudio
el tapiz montado con una varilla de madera, cuyos extremos están
atados con una cuerda enganchada a un clavo. Dejo el farol a un lado,
agarro el borde inferior y camino hacia atrás, separándolo de la pared
antes de darle la vuelta, y los ojos se me abren de par en par cuando
vuelve a su sitio con el reverso hacia delante.
Tropiezo un paso y levanto la mano para darme una bofetada.
La magnífica obra de arte casi provoca la erupción de un volcán,
pero no es lava lo que brota del cráter. Es una tormenta de vapor
salpicada de relámpagos. Es un enjambre de bestias que merodean
por la escarpada ladera, su pelaje gris y pálido, sus fauces rechonchas
encerradas en feroces gruñidos que desnudan sus sables de marfil.
Vruk.
Me trago la oleada de bilis que me quema el fondo de la garganta
mientras mi mirada se desvía del tapiz y se dirige al que está justo a
su derecha. Me lanzo hacia delante y lo agarro por el dobladillo,
dándole la vuelta.
Suelto un pequeño sollozo.
Recorro la brutal escena de los Vruks destrozados en el tejido:
hocicos salpicados de rojo, trozos de sus salvajes matanzas esparcidos
por todas partes.
Manos cortadas, brazos, cabezas…
En el centro, una mujer de ojos negros y pelo del color del fuego
está tendida sobre una roca, con el rostro ferozmente bello en un gesto
de angustia.
Me quedo sin aliento al ver sus caninos extendidos. Las puntas
afiladas de sus orejas.
Unseelie.
Su mirada carece de vida, su cuerpo roto a merced de la bestia
encorvada que se da un festín en su abdomen. Su pata descansa sobre
su pecho, una garra extendida perfora el lugar donde estaría su
corazón, la sangre se filtra por la herida.
Me asalta la visión mental de Rhordyn caminando entre los Irilak,
con las orejas aguzadas. Sus caninos alargándose. Luego, sus ojos que
no ven mientras yo ardo al sentir un beso fantasma apretado contra
mi frente.
«No llores».
Mis rodillas amenazan con desmoronarse, en mi pecho surge un
dolor que me hace doblar la columna vertebral.
Con la respiración agitada, me arrastro hacia la derecha con pasos
desiguales, haciendo lo poco que puedo para contener mi corazón
antes de voltear suavemente otro tapiz.
La forma de Arrin está tejida sobre un fondo negro, y dentro de los
límites del territorio perdido hay un montón de rosas
ensangrentadas. La mayoría son rojas, pero algunas tienen el
inquietante tono de las rosas que brotan de mi hombro, enhebradas
con un cordel brillante que resplandece a la luz del fuego.
En lo alto del montículo hay un hombre vestido con una capa
verde, los colores de Arrin.
Puedo distinguirlo por las puntas de sus orejas perforadas y el duro
corte de su bello rostro. Por la sangre opalina que gotea de sus caninos
extendidos.
Una silueta de hombros anchos lo empequeñece por detrás, y su
amenazadora presencia hace que se me erice el vello de los brazos.
Me tiemblan los dedos para extenderlos hacia delante y frotar la
negrura para poder verle la cara.
Sus ojos.
Mi mirada se detiene en la punta afilada de una garra de marta que
sobresale del pecho del Unseelie. La sangre se ha filtrado a través de
su capa verde, como si el hombre que está detrás de él acabara de
apuñalarle en el corazón.
Me precipito hacia el siguiente tapiz, hojeándolo como si pasara las
páginas de un libro que no puedo devorar lo bastante rápido.
Esta escena es similar, pero la silueta negra ha desaparecido, el
hombre de la capa verde sobre la montaña de rosas está doblado en
un bulto sin vida. El borde ya no es negro, sino una hermosa y
espantosa ilusión que hace que parezca como si numerosas espadas
ensangrentadas estuvieran enhebradas a través de la trama,
apuntando hacia Arrin, cada una empuñada por gruñidos Unseelie.
Guerra.
Alguien asesinó al Gran Maestro de Arrin, y todo el continente
entró en guerra por la tierra no reclamada…
Mi corazón late tan fuerte que puedo oírlo en mis oídos.
Paso al siguiente tapiz.
Las dunas plateadas están dominadas por un alboroto de nubes
furiosas e hinchadas, plagadas de horquillas luminiscentes. La gente
reunida —no, los Unseelie— se detienen a medio paso, las armas se
les caen de las manos mientras huyen de los rayos que caen de las
nubes grises y bulbosas.
Hay un miedo salvaje en sus ojos de tinta que lloran lágrimas
sangrientas, bocas abiertas, líneas dentadas de plata garabateadas
sobre su piel, tragándose a algunos de ellos enteros.
Siento que la imagen arraiga en mi pecho. Me pesa.
Alargo la mano y trazo las bifurcaciones de los relámpagos; una
parte innata de mí sabe que estos tapices ocultos son antiguos hilos
de la historia. Que estoy espiando a través de los pliegues del tiempo
la aniquilación de los Unseelie.
Dado lo que sé de su historia, debería contemplar estos tejidos
sintiéndome aliviada…
En cambio, me invade una profunda tristeza.
Frunzo el ceño, mi mirada se desvía hacia la derecha y me tiemblan
las manos cuando me agacho y agarro el dobladillo del siguiente
tapiz. Este es grande, más difícil de voltear, y me duelen los músculos
de los hombros mientras lucho con él.
Dejo caer el tapiz contra la pared en una nube de polvo que me hace
toser. Golpeo el remolino, entrecerrando los ojos a través de la bruma.
Mis ojos se abren de par en par y un frío pavor me recorre las venas,
helándome hasta los huesos.
Una colina solitaria adorna el centro del tapiz, sembrado de cientos
de flores silvestres cosidas con los colores más vivos.
He visto una imagen parecida antes, en Castle Noir. Colgado ante
el pasadizo oculto que conducía a mi rincón secreto donde observaba
el Tribunal mensual. Un tapiz que he mirado muchas veces, con el
corazón henchido de una curiosa tristeza que nunca pude
comprender. Una tristeza que ahora siento en el fondo de mis ojos al
estudiar las puntadas perfectas. La forma en que las flores inclinan
sus rostros hacia la luz. La forma de los pétalos, como una ráfaga de
pequeñas llamas.
Y solo lo sé…
Ambos tapices fueron tejidos por el mismo par de manos.
***
La noche se cierne sobre los hombros del palacio como un peso,
ahogando su vida y confiriéndole un aura solitaria y fría a pesar del
aire húmedo. Aun así, no me sorprende encontrar a la anciana Hattie
en su habitación del vestíbulo, sentada en un taburete ante su telar,
con su larga trenza de plata enrollada en el suelo.
Escondida tras una puerta entreabierta, apenas siento el cansancio
de mis ojos mientras la observo tejer, acurrucada dentro de un orbe
de luz de linterna. Sus dedos se mueven con gracia y rapidez, como
si los dos que faltan nunca hubieran estado allí.
Me muero de hambre al ver cada giro y cada nudo, hilos brillantes
tejidos y tensos como sus hombros encorvados. Utiliza el palo de
urdimbre para tensar el hilo y mi mirada se desvía hacia la obra
maestra a medio terminar.
Un nido de flores rodea lo que parece ser el esbozo de un rostro
pálido; los vibrantes estallidos de color me resultan tan
dolorosamente familiares que se me hace un nudo en la garganta.
Flores silvestres.
Emite un pequeño gruñido que rompe el silencio somnoliento y
levanta la mano de los hilos. No se aparta de su tarea y hace un gesto
con el dedo para pedirme que me acerque.
Un escalofrío me recorre la espalda.
Estoy segura de que la mayoría de la gente no me percibe yendo y
viniendo, corriendo por los pasillos y deslizándome por las
habitaciones. Fundiéndome con las sombras.
A menos que yo quiera.
Me aclaro la garganta, me paso el pelo por detrás de las orejas y
observo el oscuro y vacío vestíbulo a través de la puerta de la derecha
antes de avanzar con cuidado. La anciana Hattie se acerca al taburete
de madera, deja el farol en el suelo y palmea el espacio vacío.
Respiro entrecortadamente y me siento.
Me sostiene las manos ampolladas y ensangrentadas y me las
aprieta; su piel es tan fina y pastosa que me hace respirar
entrecortadamente.
Ni siquiera parecen reales.
Frunzo el ceño y la miro a los ojos pálidos, notando el brillo de las
lágrimas que los cubren mientras aprieta con fuerza, acunando mis
heridas visibles. Pero hay algo en su mirada apenada que me hace
pensar que ella también ve el dolor bajo mi piel.
—Estoy bien —miento.
Sonríe suavemente y niega con la cabeza.
Rompo el contacto visual y cierro los párpados, sintiendo cómo sus
dedos recorren la marca de la quemadura en el interior de mi muñeca.
Hace un suave zumbido y me acerca las dos manos al tapiz.
Al darme cuenta de sus intenciones, intento apartarme.
—No sé lo que hago —le digo, pero su agarre se intensifica antes
de que enrosque carretes de colores alrededor de mis dedos y me guíe
para tejer.
Me resigno a su capricho, incómoda al principio «insegura», pero
hay confianza en las instrucciones silenciosas de Hattie. En la forma
en que manipula mis manos para que, juntas, nos movamos casi tan
rápido como ella sola.
El martilleo de mi corazón se ralentiza, mis preocupaciones se
disipan y mi mente se concentra en la torsión del hilo mientras ella
me guía a través de su arte.
Pasan muchos minutos y me pregunto cuánto tiempo ha invertido
Hattie en los tejidos que ha hecho. Sobre las historias que ha contado
a su manera abstracta.
Quizá, como yo, teje en círculos para escapar del ruido de su
cabeza.
Utiliza su vara de urdimbre para tensar otra línea, dando a las
flores un poco más de forma, y yo la miro.
Sus manos se calman y su mirada empolvada me impacta.
—He visto estas flores antes —susurro, y una línea se forma entre
sus cejas—. En la pared de Castle Noir.
Se tapa la boca con la mano y suelta un gemido, sus rasgos se
desmoronan y se le saltan las lágrimas.
Mierda.
Tal vez he cometido un terrible error. He echado sal en viejas
heridas que aún no han cicatrizado.
Le tiendo la mano…
Suena el reloj sobre la chimenea y Hattie da un respingo, con la
mirada perdida en la puerta. Entonces sus manos se mueven con
rapidez: el codo descansa sobre la palma aplastada, la otra apunta al
techo. Da la vuelta a la mano de apoyo y estira los dedos de la mano
extendida, haciendo que parezcan ramas ondeando al viento. Se
mueve de nuevo, haciendo una V con los dedos, la punta del dedo
corazón tocando la parte superior de la mejilla antes de hacer el
mismo gesto hacia delante, gruñéndome.
Sacudo la cabeza.
—No lo sé, Hattie. Lo siento mucho…
Un gemido zumba de ella, y empuja su linterna en mi pecho,
robando miradas nerviosas al reloj. Luego me da un puñetazo en la
camisa y me levanta con una fuerza que contradice su frágil estatura.
Me empuja hacia la puerta con tanta fuerza que tropiezo y me paro
antes de caer de culo.
Mi mente zumba, mi corazón martillea.
—¡Abo!
Su voz ronca me estremece hasta los huesos.
Puede hablar… pero no lo hace bien.
Vuelve a hacer el gesto de la segunda mano, agitando la mano
estirada.
—¡Abo!
—No…
—¡Abo!
Abo… Abo…
Árbol.
—¿Quieres… que vaya al árbol?
Asiente tan rápido que temo que se le caiga la cabeza de sus
huesudos hombros.
Probablemente esté a punto de salir el sol, y yo solo he visitado el
árbol de noche…
Aprieto con fuerza la linterna, que proyecta sombras desgarradoras
sobre su rostro, ahora iluminado con una chispa de esperanza.
Una hermosa esperanza que me rompe el pecho.
Le ofrezco una suave sonrisa y asiento con la cabeza.
***
Al salir de la selva sombría, el mundo se abre ante mí como cortinas
que se abren al cálido beso de la mañana.
Con el pelo suelto y la camisa bailando al compás de la brisa
marina, me acerco al árbol que se aferra al borde del acantilado como
una mano nudosa, el sol naciente tiñe el océano de ondas de bronce,
calienta mi piel y enriquece mis sentidos.
A pesar del calor que me recorre las venas, que hace brotar gotas
de brillo y me hormiguea los dedos, una profunda melancolía me
invade como la subida de la marea…
La última vez que estuve aquí, él me encontró.
Me abrazó.
Me consoló.
Entonces le grité y le dije cosas terribles, ecos fríos que me calan
hasta los huesos.
Me rodeo la cintura con los brazos y me acerco lo suficiente al
acantilado como para ver la pedregosa orilla de abajo, el bote
desgastado por el tiempo que vi cuando Cainon me condujo a la
madriguera abandonada de los Unseelie.
Dejo que mi mirada recorra el océano hasta la pequeña isla de la
bahía, y el corazón me da un vuelco.
Otro.
Allí, sobre el sencillo montículo, hay una mancha de color.
Rojo, naranja, rosa, púrpura, amarillo…
Flores silvestres. Miles de ellas se mecen con la brisa, con sus
pétalos vibrantes al sol naciente. Agrupadas en algunos lugares,
dispersas en otros, protegidas por una hierba verde y exuberante tan
brillante y audaz que me recuerda a los jardines de Castle Noir.
Mis rodillas ceden y me derrumbo, presionando las palmas de las
manos sobre mi pecho agitado mientras una energía inquieta se
retuerce y bombea por mis venas…
Hay algo ahí fuera; algo que Hattie quiere que vea.
Apoyado en una pila de cajas, volteo la ficha entre los dedos
mientras observo el largo transbordador que cruza el río con las velas
hinchadas. Entorno la nariz ante el olor a pescado y desechos
corporales que se cuecen bajo los rayos del atardecer.
Un coro de gritos desesperados atrae mi atención hacia tres shulák
embozados, de pie en la parte trasera de un carro, que lanzan hogazas
de pan a un grupo de niños con las mejillas quemadas por el sol, los
labios agrietados y las camisetas hechas jirones. Se lanzan sobre las
ofrendas como gaviotas y luego caen en un montón de chillidos y
rasguños.
Me estremezco y desvío la mirada.
El barquero, un hombre corpulento que ocupa todo un asiento
construido para tres personas, arrastra su embarcación contra el
muelle de madera. Inclinado hacia delante, resopla y agita una cuerda
alrededor de un poste, con la cara enrojecida por el esfuerzo.
Dos hombres escuálidos pasan a mi lado, con sombras oscuras que
amortiguan sus ojos huecos, con aspecto de muerte regurgitada. Se
detienen en el transbordador, rascándose la piel, mordisqueándose
las cutículas, yendo de un pie a otro. Entregan al barquero unas
sencillas monedas de plata y bajan al barco.
Me adelanto y pongo la mía en su mano regordeta y sudorosa. Él
cierra un ojo y mira a través de la pequeña ventanilla de cristal
perforada en el centro.
Según Blythe —el desafortunado hombre cuya túnica llevo
puesta—, esta moneda en concreto es especial. Dice que soy de fiar.
Que he sido investigado, que mi fe ha sido puesta a prueba y que he
demostrado ser digno de la iniciación. De este encuentro personal, en
carne y hueso, con la infame Madame Strings. El barquero levanta
una ceja, mirándome desde debajo de la capucha de su túnica gris.
—¿Eres Blythe?
Asiento con la cabeza.
Me ofrece una media sonrisa viscosa que me hace querer frotarme
la piel con una piña.
—Hombre afortunado.
No diría eso si viera el estado en que dejé a Blythe.
El barquero se embolsa la moneda y señala con la barbilla un
asiento vacío justo delante de él. Desata la barca y nos aleja del
embarcadero, la vela se llena de un soplo de viento que nos empuja
hacia delante, cortando el flujo de la corriente.
Navegamos hacia la orilla opuesta, el pequeño trozo de Parith al
otro lado del Norse, aún abrazado por el muro.
El viento me amortigua con el hedor agrio del cuerpo del barquero
mientras éste silba una melodía zumbona de la que, sin duda, podría
prescindir. Nos acercamos a un enorme templo gris, formado por
agujas tan altas como el muro de la ciudad, cuya ominosa fachada me
resulta tan aborrecible como la presencia montañosa a mis espaldas.
Me estremezco.
Nos acercamos al embarcadero, la cuerda asegurada por un
hombre de túnica gris que nos examina.
Los dos fantasmas de delante siguen inquietos.
—Espera aquí —refunfuña el barquero y sube al muelle, haciendo
que el barco rebote tanto que me sorprende que no vuelque. Habla en
voz baja con el otro shulák, las monedas tintinean cuando las entrega.
Me señala.
Me inclino hacia delante, apoyo los antebrazos en las rodillas y
concentro mi atención en las manos entrelazadas, fingiendo
desinterés, sintiendo aún los residuos de la juerga de anoche a pesar
de la hora que es.
Despertarme con una salpicadura de mierda de gaviota en la cara,
envuelto alrededor de una farola, empapado en lo que espero que
haya sido mi propio charco de vómito ha sido un nuevo bajón. Si
Rhordyn me hubiera visto, se habría sentido amargamente
decepcionado.
Pero él no está aquí porque el bastardo cometió sus propios errores.
Todos cometimos errores.
Me encadeno el pensamiento en algún lugar profundo y oscuro
cuando el otro hombre con túnica se adelanta, extendiendo las manos.
—Bienvenidos. Soy el Hermano Beryll. Por favor, desembarquen
del navío y pisen nuestra sagrada orilla, en los brazos de nuestros
grandes dioses, donde serán alimentados por su generoso seno.
Qué montón de mierda.
Nos conducen a través del patio, la piedra bajo nuestros pies
inscrita con un mar de escrituras.
Las profecías de Maars.
A pesar del denso calor, se me pone la piel de gallina.
Empequeñecido por el tamaño montañoso del templo, mantengo
la mirada al frente mientras subimos unas escaleras, atravesamos un
gigantesco conjunto de puertas y entramos en un interior elevado
iluminado por rayos de luz diurna que caen desde arriba. Una visión
que me revuelve las tripas. Hace que me piquen los dedos por tomar
la petaca que guardo en el discreto bolsillo de mi bata.
Un par de Guardias Cenicientos de rostro estoico, con su
característica cota de malla y su sencilla coraza, empujan a los otros
dos hombres a través de un arco alto, con más brío en sus pasos que
hace media hora.
Frunzo el ceño.
—¿Adónde van?
—A purificarse. Por aquí.
El Hermano Beryll me guía por un laberinto de pasillos silenciosos,
y yo tomo nota de cada giro, guardando la información en el fondo
de mi mente. Un rayo de luz ilumina las partículas pulverulentas que
flotan en el aire en una mezcla de colores apagados.
Candescencia.
Mis rodillas amenazan con doblarse, mis encías palpitan mientras
mis caninos se clavan bajo mi máscara, mis instintos se encienden con
una vida feroz y salvaje.
Aprieto los dientes con tanta fuerza que temo que se hagan añicos,
que fuerzo mis pies hacia adelante.
Obligo a mis facciones a permanecer suaves.
El Hermano Beryll recibe un llavero de un guardia que se encuentra
junto a una puerta abierta y me conduce a una estrecha sala repleta
de mesas de caballete cargadas de rocas de azúcar, espolvoreadas con
el fino polvo que impregna el aire. Toso y lucho contra la tentación de
levantarme la bata y taparme la boca mientras nos movemos entre las
filas.
Hombres con la cabeza rapada se encorvan sobre morteros y me
lanzan miradas cautelosas mientras muelen trozos de azúcar que
arrancan de los bloques. Aunque algunos no muelen azúcar.
Están moliendo espinas, mezclándolas con azúcar.
Diluyéndola.
Unos crujidos estridentes me penetran hasta la médula,
arrastrando las uñas por mis tímpanos. La violencia se hincha,
golpeándome las costillas, bombeando mi sangre en una furia
ardiente.
Nos dirigimos hacia una puerta en el otro extremo de la sala, y veo
a un hombre espolvorear más de los delicados y cristalinos picos
sobre un pequeño conjunto de escamas de un frasco lleno…
Sin orejas.
Controlo el gruñido que amenaza con masticar mi tono mientras
pregunto:
—¿Vienen ya desplumadas?
—Por supuesto —alardea el Hermano Beryll, introduciendo una
llave en la cerradura y haciendo sonar el pestillo a un lado—. Se sacan
directamente de machos vivos.
Un escalofrío me recorre.
Machos vivos…
—Si hay más hembras, están bien escondidas —continúa el
Hermano Beryll, abriendo la puerta de par en par—. Hemos hecho
nuestra parte, cazado por todas partes en nombre de las piedras.
Aunque hace años estuvimos a punto de encontrar la Mano de la
Sombra, aún no hemos cumplido con nuestro deber para con los
dioses y su gran creación. Pero lo haremos —dice con una
determinación tan estable que siento un cosquilleo en las mejillas.
Estoy seguro de que todos en la sala pueden oír el golpeteo errático
de mi corazón. Que se dan cuenta de que soy un intruso vestido con
la piel de un muerto.
Que quiero arrancar la hoja del interior de mi bota derecha y
atravesarles la yugular.
Pero entonces, ¿quién me llevaría hasta Madame Strings?
Me hace un gesto para que pase, y me cuelo en una habitación más
oscura bordeada de hileras de estanterías de madera. Algunas están
apiladas con monedas grises, otras con oro, otras con frascos de la
mezcla de azúcar con Candescencia.
Se me encoge el corazón mientras recorro el espacio con la mirada,
con las manos apretadas en puños ocultos bajo mis mangas recogidas.
—Aquí se almacenan nuestras reservas. —Agarra un frasco y lo
lanza hacia arriba, lo sostiene con tal despreocupación que me
imagino mi mano rodeándole el cuello.
Imagino su piel volviéndose de un enfermizo tono azul.
—Pagarás por uno de estos, lo tomarás, lo venderás y volverás a
por el siguiente. Los fondos se envían al Palacio de Cristal.
Interesante.
Extiende su mano vacía y me aclaro la garganta, rebusco en mi
bolsillo y saco un drab dorado. Hago el intercambio y se me eriza la
piel cuando mis dedos rodean el cristal con tanta fuerza que me
sorprende que no se rompa.
—Tienes muchas existencias —digo, guardándome el frasco.
—Sí, pero se acaba rápido, por eso la diluimos. La ciudad está más
sedienta que nunca. El cargamento de este mes ha llegado esta tarde
del Palacio de Cristal. —El Hermano Beryll deja caer unas monedas
grises lisas en una bolsa de cuero y me las entrega—. A cualquiera
que esté enganchado y no pueda pagar el coste se le puede dar una
de esas. El pago de su viaje a través del río, donde tendrán la
oportunidad de arrodillarse ante las piedras a cambio de un
suministro regular.
Asiento con la cabeza, recordando a los machos demacrados y
nerviosos que se unieron a mi travesía. Dándome cuenta de lo
manejable y jodida que es esta operación.
—Y no olvides limitar lo que das a los niños. No queremos un
ejército de enanos. Necesitamos que maduren del todo antes de que
se conviertan en consumidores habituales.
Trago bilis, asintiendo, imaginándome mis pulgares corneados en
su cráneo, reventándole los ojos como globos hinchados.
—Por supuesto.
—A cambio de tu duro trabajo, se te dará tu propia habitación aquí
en el templo: comida, agua limpia y la bendición de los Ancianos.
También se te regalará una dosis diaria de Candescencia.
—Bien —murmuro, escudriñando la habitación mientras mi rabia
se convierte en algo espeso. Potente.
Mortal.
—Entonces… ¿cuándo conoceré a Madame Strings?
Levanta una ceja.
—¿Estamos ansiosos?
No tienes ni idea.
***
Me conducen por una escalera de caracol y luego por un largo
pasillo de piedra iluminado por candelabros encendidos. Los
guardias abren enormes puertas de piedra que chirrían en señal de
protesta, y el pesado aroma del incienso especiado se arremolina a mi
alrededor.
—Disfruta —dice el Hermano Beryll, guiñándome un ojo viscoso
que me eriza la piel.
Unos gemidos suaves me hacen fruncir el ceño cuando paso entre
las cortinas de tela gris transparente atadas al techo. Al salir al
exterior, mis botas se atan a la piedra.
Delante hay un abarrotado pozo de carne: personas con miradas
vidriosas y lejanas, emparejadas o reunidas en grupos que se
retuercen, desnudas a excepción de las mujeres decoradas con ristras
de cascabeles de plata que se ajustan a sus voluptuosas curvas y
tintinean mientras rebotan, ruedan y empujan.
Gemidos guturales, gemidos saciados y gritos de pasión llenan la
gran sala encendida por cuencos de aceite en llamas en equilibrio
sobre pedestales. El techo es alto, el suelo está acolchado con muebles
grises de felpa: tumbonas, enormes cojines de suelo, alfombras
gruesas y mullidas y una enorme cama con dosel en el centro del
espacio.
Mi mirada recorre los montones de carne y sexo, y veo pequeños
cuencos de polvos iridiscentes colocados sobre almohadas y taburetes
por toda la habitación, brillando a la luz del fuego.
Un gruñido me hierve en la garganta, mi rabia se convierte en una
bestia que sisea y escupe.
Una mujer curvilínea se desprende de una maraña de miembros y
partes del cuerpo que se mueven alrededor de la cama, con una
elegancia que hace que cada paso parezca ligero como una pluma.
Vetas grises se arremolinan en su piel bronceada, manchada en
algunos lugares.
Nuestras miradas chocan: sus ojos azules y atrevidos contrastan
con la negrura que los rodea y que se extiende hacia sus sienes. Unos
afilados trozos de hueso le perforan los lóbulos y unas delicadas
líneas de tinta le recorren el labio inferior, la barbilla y el cuello, antes
de flamear sobre unos pechos turgentes que rebotan cuando se
balancea hacia mí.
—Debes de ser el nuevo corredor —ronronea, con un tono de voz
insinuante que normalmente iría directo a mi polla. Pero estoy
demasiado distraído por las cuerdas con diminutos cascabeles que se
enroscan en los temidos mechones de su larga melena leonada. Eso y
el brillo dominante de sus ojos, como si estuviera acostumbrada a
mandar.
Mi corazón retumba en mis oídos.
Madame Strings.
Echándome hacia atrás la capucha, me paso las manos por el cuero
cabelludo, echando de menos el tirón de mi pelo.
—Sí.
Sus ojos recorren con hambre mi rostro. La extensión de mis
hombros.
—Estoy aquí para la inducción —continúo, y ella se acerca tanto
que me impresiona el toque cítrico de la fragancia que lleva.
Me pasa la mano por la nuca, se acerca a mi oreja y aspira
profundamente antes de dejar caer su aliento sobre mi lóbulo.
—Esto es la inducción —murmura, y se me eriza la piel por todas
las razones equivocadas.
Ladea la cabeza y juguetea con mi bata de forma sugerente.
Trago saliva y me hago un ovillo con las manos. Lucho contra el
impulso de empujarla. Deseo haber tenido la precaución de
emborracharme hasta quedarme ciego antes de subir a ese puto ferry.
Contrólate, Baze.
—Creía que los Shulák valoraban la castidad antes que el
acoplamiento. No veo ninguna cupla en tu muñeca.
Sus ojos se encienden, la comisura de sus labios se curva mientras
me estudia como si viera mi despreocupación y quisiera sacármela a
la fuerza.
—Estoy acoplada con mi fe —dice, luego desliza el dedo por sus
labios y chupa, ahuecando las mejillas.
El más leve revuelo de excitación golpea la parte más básica de mí,
mientras que un torrente de asco casi ahoga el resto.
Con un brillo cómplice en los ojos, saca el dedo con un chasquido
húmedo y lo sumerge en el cuenco de Candescencia que hay sobre un
taburete a nuestro lado. Se me hiela la sangre cuando me acerca la
brillante sustancia a los labios, acercándose tanto que sus pechos se
aplastan contra los míos.
—Abre.
Los fantasmas me roen el cerebro como gusanos carnívoros…
«Ríndete a mí, mi chico bonito».
«Tu Maestro te cuida y te da lo que necesitas».
Se me abre la boca, como si alguien me hubiera clavado una barra
entre los dientes y me los hubiera abierto de par en par.
El asco me recorre las venas.
Me pasa el dedo por la lengua, haciéndome cosquillas.
—Cierra los ojos.
Lo hago, cierro los ojos al mismo tiempo y siento cómo esas
moléculas de brillo estallan en mi boca.
—Ahora —dice, con voz ronca—. Chupa.
Mis demonios me arañan la parte inferior de la piel mientras
obedezco, seguro de que el tupido velo que cubre mi verdadero yo
no existe en absoluto. Que estoy desnudo, de rodillas sobre un frío
suelo de piedra, suplicando a mi Maestro que incline mi cabeza hacia
un lado, que alargue mi cuello como a mí me gusta.
Para que me golpee con su mordisco narcotizante.
Un gemido se escapa y me desnuda.
—Buen chico —susurra, y un escalofrío me sube por la columna.
Me aprieta las pelotas.
«Eres mi favorito, chico bonito».
«Tu Maestro te adora».
Me saca el dedo de la boca y lo vuelve a sumergir en el cuenco,
chupando el polvo antes de rodearme y quitarme la bata.
Cae al suelo en un pesado montón.
Me levanta la camisa por encima de la cabeza, dejando al
descubierto el torso y los pantalones. Me recorre con la mirada
mientras tararea, y nunca me había sentido tan sucio.
Tan pequeño y patético.
Tan jodidamente sobrio.
El almizcle de su excitación me mancha la garganta.
Se detiene ante mí, con las pupilas dilatadas, los ojos vidriosos con
un brillo familiar que sugiere que está empezando a sentir el golpe de
luz que ahora recorre su organismo.
Para la mayoría de los Aeshlianos, consumir la materia dura,
afilada y brillante que nuestro cuerpo produce distraídamente es una
receta para la amnesia a corto plazo. Unos pocos y potentes minutos
de feliz nada. Cuando era pequeño, me golpeaba tan brutalmente que
olvidaba quién era. Dónde estaba.
Por qué el mundo era tan feo.
Luego me hice mayor, más grande. Maduré sexualmente. Empezó
a tener… otros efectos que me erizaban la piel cuando por fin volvía
en mí.
No es que me detuviera.
Después de años de masticar mis propias espinas, el impacto
perdió su brillo.
Da un paso atrás, y su mano roza su abdomen, más allá de su
ombligo.
—Eres perfecto. —Inclina la cabeza y me mira desde debajo de los
párpados pesados—. Una mascota tan bonita.
«Mi chico bonito sabe cómo complacerme».
«Tu piel estalla tan perfectamente».
Su dedo corazón se hunde en su núcleo mientras se masturba al son
de sus gemidos guturales y se pellizca el pezón moreno hasta
endurecerlo.
—¿Ya lo sientes? —Su voz es una súplica sedienta, su hombro se
mueve más rápido, más rápido…
«¿Puedes sentirlo, mi lindo, chico bonito? Eso es maldito amor, lo
es.
—Sí —digo.
Mentira.
Ella gime, me agarra de la mano y me arrastra hacia la cama.
Ataviada con mi pesada capa y una nueva capa de determinación,
avanzo por la sombría jungla iluminada por el canto de los grillos,
con un aire tan denso y cálido que se me pega a la piel.
Guiada por los jactanciosos destellos de la luz de la luna, me abro
paso a través del espeso follaje, encontrando el sendero por el que me
llevó Cainon cuando me condujo a la madriguera de los Unseelie.
Al salir a la orilla expuesta, me recibe el silencio, el océano, un
tramo de plata que parece lo bastante suave como para cruzarlo de
puntillas, hasta la isla sombría que se agazapa en la distancia.
Suspiro.
Ojalá fuera tan fácil.
—Por favor, que estés ahí —murmuro, recorriendo la cala,
distinguiendo los picos más afilados por la forma en que la luz de la
luna golpea sus caras dentadas—. Por favor, que estés ahí…
Al ver el pequeño bote entre las rocas, mis hombros se hunden de
alivio.
Me deshago del nudo que la ata a una gran piedra, tiro la capa al
casco, me arremango los pantalones y arrastro la barca por las rocas
hacia la bahía de cristal, con una mueca de dolor ante los sonidos
estridentes y chirriantes que marcan el silencio.
No es exactamente la escapada tranquila que esperaba, pero ya no
hay vuelta atrás.
Me meto hasta los muslos en el agua fría, alejo la embarcación de
la orilla y la deslizo por la superficie, luego medio salto, medio caigo
en el casco, con las extremidades agitándose mientras el barco se
balancea. Me levanto, encuentro el equilibrio y me acomodo en el
asiento, deslizo los remos por las palancas, los hago rodar hacia
delante y tiro.
Los remos rozan el agua, surcando la calma.
No me muevo ni un milímetro.
Frunzo el ceño y miro por encima del hombro hacia la isla…
Esto puede llevar un rato.
Con un gruñido, los hago rodar tanto hacia delante que me raspo
los nudillos en el borde, luego hundo los remos en el agua y empujo.
La barca se sacude unos metros, y un sonido alegre sale de mí,
rápidamente sofocado.
«Chupa piedras, Cainon. Mira quién puede remar su propia
barca».
Lanzo los remos hacia delante y los hundo una y otra vez, con los
hombros ardiendo, los brazos tensos, ganando tracción lenta pero
constante hacia mi destino. Salgo de la pequeña bahía y me adentro
en el océano abierto. El agua es un espejo debajo de mí y me devuelve
un reflejo perfecto de la luna y las estrellas. Es casi desgarrador trazar
una línea recta por el medio.
Al echar un vistazo a mi alrededor, siento un hormigueo en los
pies, una sensación que me sube por las piernas hasta las tripas. Me
detengo, consciente de repente de la inmensidad que hay bajo mí…
Suelto un gruñido y sumerjo los remos en el agua.
No pienses.
Solo hazlo.
***
Cuando el barco roza unas rocas poco profundas que amenazan
con abrir un agujero en el casco, una espuma de sudor me recorre la
columna vertebral. Miro hacia atrás y veo la orilla a no más de quince
metros.
Suspiro aliviada.
Tiro de los remos y los coloco en el casco, estiro los músculos
doloridos y me agarro al costado antes de bajar del asiento, despacio
y con cautela.
Aprieto los dientes y levanto una pierna.
El barco se tambalea sin control.
—¡Mierda! —chillo mientras se inclina más allá del punto de no
retorno, sumergiéndome en las profundidades saladas, mi pelo en un
pesado remolino alrededor de mi forma agitada. Recordando a los
tiburones que persiguieron nuestro bote cuando desembarcamos, me
empujo desde las rocas y me pongo de pie, encontrándome con el
agua hasta la cintura.
El barco se autocorrige, como si se burlara de mí.
Sin perder de vista el agua que me rodea, tiro los remos al casco,
busco a tientas a mi alrededor hasta que los dedos se me enredan en
la capa, la recojo y la tiro al suelo. Enrollo la cuerda alrededor de mi
mano y tiro de la barca hasta la orilla, donde la empujo entre dos
rocas.
Cruzo los dedos para que aguante.
Me enrosco el pelo en un nudo chorreante y me lo aseguro por
encima de la nuca, observando la escarpada orilla, buscando el
camino más sencillo hacia el montículo de hierba. Me agarro a las
rocas para estabilizarme y escalo la cresta, sin aliento cuando mis pies
desaparecen entre la hierba espesa y esponjosa.
La luz de la luna pinta mi cara respingona mientras hundo los
dedos de los pies en el suelo, inhalando aire endulzado por el almizcle
de las flores silvestres que rozan mis pantorrillas, pintándolas en
susurros…
Me duele el pecho.
He pasado tantos años preguntándome por ese tapiz de Castle
Noir. Ahora que estoy aquí, de pie en las profundidades tejidas bajo
una camada de estrellas mironas, me siento como si me balanceara
sobre un océano muy diferente del que acabo de atravesar.
Un océano de secretos.
Al oír el eco desesperado de la voz oxidada de Hattie, avanzo,
abriéndome camino por el montículo, escudriñando la tierra.
Buscando… algo.
Cualquier cosa.
Mis pies se hunden en un trozo de tierra recién labrada y frunzo el
ceño, agachándome para escudriñar un poco entre los dedos.
—Qué raro —murmuro, y sigo adelante, golpeándome un dedo del
pie contra algo duro enclavado entre la hierba.
Conteniendo un grito, me arrodillo, apartando mechones de hierba
y altas frondas de flores, y descubro un conducto artificial rematado
con una rejilla metálica.
Se me revuelve el estómago.
Giro la cabeza y observo el paisaje iluminado por la luna. La
mancha oscura y distante del palacio.
No puede ser…
Con un hormigueo de tensión nerviosa, vuelvo a la escarpada orilla
de la isla y desciendo. Exploro la circunferencia, buscando entre las
rocas brillantes, y se me corta la respiración cuando descubro un túnel
sombrío como donde Cainon me guió cuando me llevó a la
madriguera.
La madriguera de los Unseelie.
El corazón me palpita como un animal salvaje aprisionado bajo las
costillas y tropiezo de lado, agarrándome a un saliente rocoso para
estabilizarme. Sintiendo que se me eriza el vello de los brazos, miro
por encima del hombro y contemplo el palacio. Vuelvo al túnel
oscuro.
Mis instintos se abalanzan sobre mi espina dorsal, intentando
arrastrarme a través de la bahía. Gritándome que me suba a ese bote
y reme por mi maldita vida.
Pero mi curiosidad tiene la nariz en el aire, instándome a avanzar
para que ella pueda escabullirse en ese sombrío agujero y descubrir
sus secretos.
Bueno, he llegado hasta aquí…
Arrastro la mano por la pared llena de bultos y sigo la escalera que
desciende hacia la oscuridad. El aire se espesa con cada paso incierto
y se impregna de un aroma potente y demasiado familiar.
A sangre.
Pero lo enturbian otros almizcles que me hacen querer respirar a
través de mi camisa empapada; olores agrios y putrefactos que me
recuerdan al barrio de cuevas más allá del muro. Hace que la voz en
el fondo de mi mente grite más fuerte.
Más fuerte.
«¡Corre!»
Con la piel enrojecida, salgo a un pasillo curvo iluminado por
antorchas encendidas, y mi corazón se hunde al ver las celdas
alineadas en ambas paredes.
Otra madriguera Unseelie.
Me obligo a mirar dentro de la primera celda a mi derecha y se me
hace un nudo en el estómago.
La luz de la hoguera bruñida se cuela por los barrotes, encendiendo
a una persona delgada y dormida metida en un rincón bajo una
manta sucia. Tiene el pelo cortado de forma irregular, las mejillas
hundidas y la boca floja mientras respira suave y lentamente.
Demasiado lento.
Heridas supurantes empañan su piel oscura, como si alguien… o
algo le hubiera dado mordiscos tan profundos que casi le arrancaran
trozos de carne.
Mi visión se nubla con las lágrimas no derramadas, mi corazón es
un trozo de plomo.
Esta madriguera… no es una cicatriz antigua y fea de la que ya
nadie habla.
Es una herida fresca y abierta. Es todo contra lo que Cainon me
advirtió.
«¡Corre!»
—No —ronroneo y busco en la siguiente celda, soltando un suave
gemido que sale directamente de mi pecho partido.
Una mujer pelirroja está encorvada en un colchón mugriento, con
apenas un centímetro de su piel visible y pálida, intacta de
verdugones, moratones y mordiscos.
No puedo imaginarme a Rhordyn haciéndole esto a nadie.
Simplemente… no puedo.
Esa voz sigue gritándome mientras me fuerzo a avanzar por el
serpenteante pasillo, contando cada habitante que respira dentro de
cada pequeña y sofocante celda.
Hombres.
Mujeres.
Niños.
Nadie se mueve a mi paso, sus sueños quizá sean un lugar mejor
para estar que los horrores de su realidad.
A través de un rayo de luna, veo a un hombre acurrucado junto a
los barrotes de su celda. Una mata de sucios rizos iridiscentes cae
sobre su frente, ocultando todo excepto el pico de su espinosa oreja.
Me detengo a trompicones.
Aeshlian.
Tengo una visión de Baze. De su piel llena de cicatrices y sus ojos
pálidos y apagados después de que le arrancara el anillo de la mano.
De cómo se arrastraba la camisa abierta por el pecho como si estuviera
desesperado por ocultar sus cicatrices.
Sé que el dolor es fuerte.
Sus palabras pasadas, que antes eran un bálsamo para mis heridas,
ahora anclan mi corazón en algún lugar profundo y oscuro donde no
hay luz.
¿Era este su dolor ruidoso que todavía le susurra ahora?
Se me forma un nudo en la garganta cuando miro hacia arriba a
través de las capas enrejadas. Me fijo en las enjutas siluetas de unas
delicadas flores silvestres que se arquean sobre el borde del agujero
del cielo, como si estuvieran asomándose.
Un doloroso pensamiento envuelve mi corazón en una espinosa
enredadera…
Hattie conocía este lugar. Lo sabía y de alguna manera envió un
tapiz a Castle Noir que representaba perfectamente esta misma isla.
Una bonita imagen para adornar los oscuros pasillos… ¿o una pista?
¿Una súplica?
¿Un grito tejido que no podía expresar, enviado para que alguien
lo viera?
Tal vez ella sabía algo que no me permití explorar: que hay una
bondad en Rhordyn en la que ella confiaba. Que si él hubiera recibido
el mensaje y entendido su significado, habría ayudado a esa gente
destrozada.
Él habría ayudado.
Esa herida dentro de mi pecho palpita tan fuerte y profunda que
mi mano vuela hacia arriba, los dedos hurgando en mi pecho
mientras me sumerjo en el charco de culpa que me empuja hacia la
garganta.
Asfixiándome.
Mientras lucho contra el impulso de usar el poco lustre que tengo
para forjar una cúpula y acorralar la espinosa culpa contra mis
costados, porque quiero sentir esto. Merezco sentir esto.
Mi.
Maldita.
Culpa.
Vuelvo a mirar al chico roto…
Mi penitencia.
La determinación se desenrolla en mi interior como una serpiente,
las fauces desencajadas listas para atacar, los colmillos feroces
goteando gotas de veneno opalino. Me quito una lágrima de la mejilla
y continúo por el pasillo enroscado. Sigo mirando a izquierda y
derecha, me quedo sin dedos para contar, castigándome con la
macabra visión de cuerpos marchitos y heridas supurantes.
No dejaré que esta gente se pudra aquí.
Los liberaré. Los sacaré de esta isla.
¿Pero cómo?
Necesitaré un barco mucho más grande que en el que vine. Menos
mierda.
Necesito ayuda… mucha ayuda.
El pasillo es recto y una luz filtrada ilumina una caverna
abovedada, parecida a la de la madriguera abandonada, pero más
grande.
Doy un grito ahogado al ver a un hombre monstruoso apiñado en
el centro, vestido únicamente con un par de pantalones andrajosos.
Sus pómulos altos y afilados, sus pesadas cejas, su pelo enmarañado
y su espesa barba no distraen la atención del cruel corte de su
mandíbula. Respiraciones profundas y somnolientas salen de su boca
entreabierta, dejando al descubierto las afiladas puntas de sus largos
caninos…
Unseelie.
Mis rodillas ceden, golpeando el frío suelo de piedra.
Un rayo de luz de luna se derrama sobre las bolsas de músculo
abultado, encendiendo las venas vidriosas que se bifurcan a través de
una parte de su espalda de bronce como relámpagos. Unas esposas
de metal sin brillo le atan las muñecas, cada una atada a unas cadenas
tan gruesas que es un milagro que pueda moverse, la carne que las
rodea doblada hacia atrás como mangas de piel que cicatrizan y luego
se desgarran, cicatrizan y luego se desgarran, dejando un amasijo
sanguinolento que cuenta la historia de su aprisionamiento.
De su dolor.
Su enorme brazo se extiende sobre un hombre delgado, de pelo
leonado y sin brillo, con ojos grandes e imperceptibles que apuntan
hacia el agujero del techo. Como si lo último que buscara fuera el
lejano cielo.
Mi mente zumba tan rápido que estoy segura de que la habitación
se está volcando…
«¿Qué demonios es esto?»
Un sonido arrastrando los pies me susurra desde atrás, y giro.
Unas manos pequeñas y pálidas se aferran a los barrotes de la celda
del fondo, miro más allá del metal y veo un nido de rizos sonrosados,
una cara delicada y unos ojos grandes y castaños que me miran
fijamente, sombreados con demasiado dolor para ser tan jóvenes.
Se me revuelve el estómago.
La niña parpadea, las lágrimas resbalan por sus mejillas
manchadas y suelta un sollozo que rompe el silencio.
Me arrastro hacia ella y la hago callar.
—Está bien —susurro, suavizando mis facciones con una sonrisa
que rezo para que ella no pueda ver.
Alargo la mano entre los barrotes y le acaricio la cara.
Sus párpados se agitan, como si hubiera olvidado lo que se siente
cuando te tocan con ternura. Es una flecha que atraviesa mi corazón,
encendida con el fuego que enciende mis venas.
Quizá no pueda salvarlos a todos esta noche, pero puedo salvarla
a ella.
Puedo salvar a una.
—Voy a sacarte de aquí —prometo, mi voz es un puñetazo de
acerada determinación.
El alivio se apodera de su rostro.
Unos enredos húmedos y pesados me caen por la espalda mientras
tiro de la horquilla y la introduzco en la cerradura, luego giro, sacudo,
empujo, inclinando la cabeza para poder escuchar de cerca. Me
tiemblan las manos y me impiden avanzar. La urgencia se hincha en
mi pecho como un nubarrón.
Un gruñido amenaza con desgarrarse, cada giro de mi mano uno
de más.
Vamos.
Vamos, vamos.
Vamos…
Se me eriza el vello de la nuca.
Un movimiento atrae mi mirada hacia la niña que retrocede
arrastrando los pies y desaparece en el rincón sombrío de su pequeña
y maloliente celda.
Mis manos se detienen.
Giro, el corazón me da un vuelco al ver a Cainon detrás de mí, los
candelabros en llamas proyectando su rostro en sombras macabras
que recortan sus rasgos en segmentos duros y aterradores.
Jadeo y me pongo en pie de un empujón.
Se lanza hacia delante en un movimiento borroso, y mis pulmones
se aplastan, la cabeza me golpea contra los barrotes con tanta fuerza
que las luces centellean en mi visión, un profundo latido me abulta el
cerebro. Mi horquilla cae al suelo cuando los duros e implacables
cristales de su cuerpo me aprisionan contra el metal, encerrándome
en su esencia dominante, dificultando mi respiración.
Me tapa la boca con su mano salada y mis ojos se desorbitan,
rebotando entre los suyos.
Sus pupilas se han hinchado tanto que no queda nada del azul.
—Cai…
—Calla, pétalo. —Su susurro ronco asalta mi piel punzante,
haciendo que mi corazón se acelere ferozmente.
Frunce el ceño, me aparta un mechón de pelo húmedo de la cara y
me roza la carótida con sus cálidos dedos.
Dos veces.
Se inclina hacia delante y me roza el cuello con los labios, como una
caricia amorosa, flotando sobre ese latido frenético y agitado.
—No queremos despertarlo —murmura con voz grave y peligrosa.
Un rayo de miedo me recorre la columna vertebral.
Él…
Mi mirada se clava en el monstruo dormido y encadenado al suelo,
y trago saliva: una sensación de pavor se instala en mis hombros
como pilas de ladrillos.
Cainon me acaricia el cuello y sus palabras golpean mi frágil carne.
—Este es el único momento en el que está realmente en paz.
Me arqueo hacia atrás y, con la yema del pulgar, le muevo el labio
inferior hasta dejar al descubierto sus dientes apretados. Luego le
paso los dedos por el pelo, que a la luz abrasadora parece miel,
enredado en una maraña de nudos que me muero por domar.
Tiene las mejillas sonrojadas, la camisa empapada se ciñe al
contorno de sus pechos turgentes, y esa mirada atrevida me mira a
los ojos. Me busca sin miedo.
Ella no sabe que eso es exactamente lo que quiero. Lo que agita mi
maldito pulso.
Ese brillo intrépido que hace que sus ojos brillen con un fulgor que
anhelo atrapar. Acunar.
Consumir.
El mismo brillo intrépido que tenía cuando me inmovilizó contra
la pared con su horquilla en la garganta. Cuando sus espesos
mechones dorados se desenrollaban y caían alrededor de su cara,
sobrepasando su cintura en un revuelo de desorden indomable.
Mi feroz belleza oculta, enclaustrada y sin mancillar, con una piel
flexible y virgen que suplicaba ser marcada.
Reclamada.
Es perfecta.
Mis manos se cierran en puños que aplastan su pelo, apretando las
hebras contra su cuero cabelludo. No se inmuta, aunque sé que debe
de dolerle.
Suspiro.
—Jodidamente perfecta.
Aspira como si fuera a hablar, pero las palabras se le mueren en la
lengua. Ansío inclinarme hacia delante y saborear sus restos
estrangulados. En lugar de eso, apoyo la frente contra la suya,
empujando hasta que no cede.
—Ojalá no hubieras visto esto, pétalo.
Siento el pulso de su mente zumbona…
¿Se da cuenta de lo que ha arruinado? ¿Lo que ha arrancado de mi
mano extendida al venir aquí?
Una oportunidad de normalidad.
Se hace el silencio, la tensión crepita como una llama moribunda a
la que quiero insuflar vida. Pero ya ha visto demasiado. Ahora tengo
que plantar mi bonita flor en la tierra y tomar Ocruth por la fuerza.
Qué maldita vergüenza.
Detrás de mí, retumba en su sueño…
—¿Quién…?
—Mi padre —admito, y su respiración se entrecorta.
—Tú… me dijiste que había fallecido.
Hundo los dedos en su pelo desordenado, tirando de las marañas
húmedas.
—Así es.
Estudio sus ojos. Las preguntas que nadan en sus profundidades
de orquídea la hacen parecer un duendecillo aturdido que parpadea,
ahogándose en su propia ingenuidad. No tiene ni idea de lo grande
que es el mundo. De lo pequeña y delicada que es.
Lo rápido que podría desgarrarla.
Beberla hasta dejarla seca.
Lo rápido que podría tenerla gritando que la deje ir mientras su
cuerpo pide más.
¿Y si realmente me desato? ¿Si escucho la voz que me instiga, me
instiga, me instiga, si cedo a la necesidad salvaje que se agolpa en mi
pecho, amenazando con estallar, haciendo que mis dedos se
enrosquen y mi mente se arremoline con posibilidades
espeluznantes?
Mi mano se enrosca alrededor de su cuello como un collar,
apretando suavemente, un latido cobra vida en mi endurecida
polla…
Podría controlar la respiración que entra en sus pulmones agitados.
Ver cómo sus labios se vuelven azules, cómo el pánico enciende sus
ojos. Sentir su lucha debajo de mí, impotente ante mi fuerza
aplastante. Sumirla en un sueño del que nunca despertaría, luego
arrancarle la piel para examinar su interior.
Convertirla en un hermoso y sangriento mosaico. Mi obra maestra
personal.
Pero nunca le haría eso.
No podría.
En el momento en que la miré a esos ojos de orquídea y sentí que
nuestras almas chocaban, vi su respiración entrecortada como si ella
también pudiera sentirlo, supe que era para mí.
Mía.
Regalada a mí por los mismos Dioses.
Ella no podía alejarse lo suficientemente rápido, pero ya me tenía
enganchado. Bajo su maldito hechizo.
Persigo ese pulso agitado…
Solo necesita tiempo para alcanzarme. Para saborearme.
Para que yo la pruebe a ella.
Tendrá mucho tiempo aquí abajo mientras reflexiona sobre sus
errores. Una eternidad enjaulada para acogerme en su pecho de
hierro y aceptar la maldita verdad que tiene delante. Aceptarnos y
olvidar al bastardo enfermo que la manipuló haciéndole creer que era
suya.
—¿Qué le pasó? —dice ronca, sacándome de mis pensamientos.
—La Gran Purga casi lo destroza —murmuro, aunque las palabras
salen como si hubieran sido aguzadas en una piedra de afilar—. Lo
redujo a sus impulsos más básicos. Lo convirtió en un animal.
La última palabra es como un golpe y mi delicada flor se estremece.
Miro por encima del hombro y estudio al monstruo. Recuerdo al
hombre fuerte y astuto que conocí. Está ahí, en alguna parte. Cada
vez que suplica la muerte, veo un poco de mi padre asomando a
través de sus ojos de tinta. Un poco más del hombre que alimentó esa
parte bestial y rota de mí y la llamó perfecta.
Me llamó perfecto.
Nunca me miró cobarde y tembloroso. Nunca me rogó que
cambiara. Me lo dio todo.
Hasta que Rhordyn me lo arrebató.
—Eso es todo lo que queda del hombre que me crió. Si no lo hubiera
mantenido a salvo todos estos años, hecho todo lo posible para
mantenerlo alimentado y saludable para que no tuviera que
abandonar este lugar, lo habrían perseguido. Asesinado.
La niña encerrada en la celda detrás de Orlaith deja escapar un
chillido.
La miro con los ojos entrecerrados: una pequeña sombra
acurrucada en la penumbra que me mira con ojos saltones de puro
miedo. Su próxima maldita comida si ella no deja de mirarme así.
—Tú le das de comer niños —dice Orlaith, distrayéndome, su voz
apenas un susurro.
Suspiro.
Casi perfecto.
—Él es quisquilloso. A veces se niega a alimentarse a menos que le
den algo… irresistible. Tengo que mezclarlo. Variar su dieta. Hacer
que se entusiasme.
Su mirada mata, desgarrándome sin miedo. Una mirada que se
dirige directamente a mi ingle.
Encogiéndome de hombros, paso el dorso de mi mano por la suave
extensión de su garganta.
—No tengo elección, pétalo.
—Siempre hay elección—me reprende.
Mi corazón se detiene, un susurro del pasado arrastrándose a la
superficie, envolviéndose alrededor de mi cuello.
Apretando.
«Ignora la voz en tu cabeza, Non. Escucha la mía».
«Mi voz nunca te lastimará ni te dirá que hagas cosas horribles».
«Mi voz es correcta, no incorrecta».
«Mi voz es amor».
—No me hables así —espeto, y me doy cuenta de que mi mano se
ha cerrado. Orlaith la agarra, con la boca abierta, los ojos saltones
como canicas de vidrio que brillan a la luz del fuego—. Madre me
habló así. —Inclino la cabeza, me inclino hacia atrás, luego agarro mi
camisa por el cuello y rasgo, regando los botones reventados.
El frente bostezante expone la cicatriz casi directamente sobre mi
corazón. Los restos pálidos y resucitados del momento en que mi
propia carne y sangre decidieron que el mundo estaría mejor sin mí.
Otro corazón sangrante.
Recuerdo la mirada en los ojos de mi madre cuando me desperté
con esa garra deslizándose a través de mi pecho, como si le doliera
más que a mí.
—Ella nunca volverá a hablar porque su puntería no era tan buena
como la tuya —resoplo, mostrándole a Orlaith una media sonrisa—.
Tú, por otro lado, sacrificaste a Rhordyn tan bellamente.
Las lágrimas se deslizan por sus mejillas.
La dejo ir, esperando que caiga de rodillas. Decepcionado cuando
no lo hace.
Se pliega contra los barrotes, el color inunda su rostro mientras tose
y jadea, acunando su garganta sonrojada.
Siempre jodidamente peleando conmigo.
—Solo porque tú —exhala a través de respiraciones rápidas y
dentadas—, jugaste conmigo…
Lo hice.
Había algo poético en manipular a la mujer que creía que era suya
para apuñalarlo en el corazón. La mujer que amaba, podía verlo en
los ojos del hijo de puta.
—No tenía otra opción —digo, sirviendo pedazos pequeños de una
verdad demasiado grande para tragarla entera—. Estaba olfateando
demasiado cerca.
Su mirada inyectada en sangre se clava en Padre mientras toma
aire, aferrándose a los barrotes de su espalda como si le hubieran
arrancado la columna.
Rhordyn puede haberme perdonado hace años cuando irrumpió
en el palacio como Kvath vino a pesar mi corazón hueco. Cuando
miró a un niño asustado e impotente con la patética sangre de mi
madre mortal fluyendo por mis venas, pero no se dio cuenta de que
la sangre de mi padre calentaba mi corazón sucio.
¿Y si supiera que estaba albergando a mi padre bestial y destrozado
que no murió del todo durante la Gran Purga?
—Fuiste el único que pudo acercarse lo suficiente para eliminarlo.
—Doy un paso adelante y enrosco mi mano para ahuecar su mejilla—
. Me salvaste. Lo salvé —digo, señalando con la barbilla al hombre
por el que me rompería en pedazos para proteger.
—Sacrificios —balbucea.
Una vez más, arrastro mi mano por su delicado cuello, manchado
de rojo por mi fuerte agarre.
—Sí. —Mis dedos descansan sobre su carótida, madura e hinchada
por la necesidad palpitante.
Una llama chisporrotea dentro de mi pecho, su pulso caliente
golpea mis dedos, agitándose cada vez más rápido. Rogándome que
le desgarre la piel.
Que la deje libre.
Mi garganta se mueve mientras rozo mi pulgar sobre su lienzo
sedoso e inmaculado.
—No puedo dejar que te vayas, Orlaith.
La niña comienza a sollozar, atrayendo mi mirada hacia su frágil
figura. Todavía me está mirando de la misma manera inquietante.
De la misma manera que ella me mira.
La niña suelta otro gemido, y un gruñido brota de mi pecho, mis
dedos ansían apretarse alrededor de su pequeña garganta y contener
ese maldito sonido
—Lo sé —susurra Orlaith, y el aire tiene un sabor a especias
metálicas, interrumpiendo mi línea de pensamiento.
Mi atención se centra en el hilo de sangre que brota de la nariz de
Orlaith, que desciende sobre sus labios, su barbilla, el ruido de fondo
palidece ante la sed repentina y dolorosa que hace que los nervios
debajo de mi lengua estallen con hormigueo…
Sus pestañas se cierran cuando lo unto en sus labios, pintándolos
de rojo como la noche en que los probé por primera vez. La noche que
usó un vestido que parecía sangre derramándose por sus curvas,
formando charcos alrededor de sus pies.
Mi musa perfecta, siguiendo mi ejemplo, bailando solo para mí.
Mía.
Sus párpados revolotean y abre la boca, pareciendo vacilar.
—Yo también tengo una confesión.
Inclino mi cabeza hacia un lado, girando un húmedo cabello color
miel alrededor de mi dedo.
—¿Sobre qué?
—Rhordyn me bebió.
Una violenta sacudida de celos casi me parte en dos, y mi mano
aprieta sus mechones empapados, tirando su cabeza hacia atrás.
Con el corazón acelerado, mi mirada entrecerrada recorre su cuello
intacto en busca de alguna señal que pueda haber pasado por alto de
que el pagano melancólico desgarró mi hermosa flor. Marcó su
delicada piel con sus monstruosas fauces.
Todo lo que encuentro es una perfección suave e inmaculada que
pide ser marcada.
Sangrada.
No puede estar refiriéndose a la cicatriz en su muñeca. Es
demasiado pequeña para ser hecho por un hombre como él. Siempre
la imaginé haciéndose esa marca ella misma.
—¿Me estás mintiendo, Orlaith? —Trago con dificultad, golpeando
suavemente su carótida—. No hay nada más primitivo que beber de
aquí mismo. Nada más dominante que extraer de una fuente tan
vulnerable.
—Él nunca bebió de mi cuello —dice con voz áspera, y yo frunzo
el ceño, luchando con sus abrumadoras acusaciones que simplemente
no comprendo.
Nada me acerca más a sentirme como un Dios que cuando estoy
aferrado a un cuello cálido, escuchando el latido lento de un corazón
moribundo. Decidiendo entre mi codicia voraz y mi piedad
fulminante. Rhordyn puede pensar en salvar vidas pequeñas y
patéticas, pero la misma hambre voraz que se sienta dentro de mi
pecho lo domina doblemente.
Si bebió de ella, no hay forma de que mordiera lo que es mío. En
algún lugar.
A menos que me esté haciendo el tonto…
—¿Dónde? —gruño en su oído, sintiendo que se estremece contra
mí.
Si es la parte interna de su muslo
Sus ojos brillan con lágrimas no derramadas. Lentamente, levanta
la mano, mostrando las puntas de los dedos.
Diminutos puntos pálidos los estropean, apenas perceptibles
incluso para mis ojos.
—Pinchazos de aguja —susurra, y mi corazón se detiene. Los ojos
se abren. La suya se endurece con un dolor insondable, una mirada
que atraviesa mi pecho y sacude mi corazón podrido—. Todas las
noches durante diecinueve años me vertía en una copa de cristal y
ponía mi ofrenda en una pequeña puerta postiza, aunque no sabía lo
que era. Por qué lo necesitaba. Todas las noches durante diecinueve
años subió a esa torre y tomó, tomó y tomó.
Mi corazón se detiene.
—¿Cada noche? —Confirmo, frunciendo el ceño cada vez más—.
¿Alguna vez bebiste de él?
Una risa burbujea en la parte posterior de su garganta que está
bellamente desquiciada.
—¿Rhordyn? ¿Sangrar por mí? Por supuesto que no. No hasta que
lo apuñalé en el corazón —muerde, y juro que parte de la luz se
desliza de sus ojos mientras un escalofrío recorre su delicado cuerpo.
Mierda.
Me acerco más, la mente da vueltas mientras ella se estremece
contra mí.
—Pétalo…
—Me encantó —admite, y mi sangre se calienta cuando no veo
ninguna mentira en sus ojos abiertos y doloridos.
A la criatura lujuriosa e impactante le gusta sangrar…
—Lo amaba.
Quiero estrangular el susurro fracturado de la existencia en el
momento en que sale de sus labios.
Empujo mis caderas hacia adelante, aplastándola contra los
barrotes.
Ella traga, sus ojos pierden más de su brillo mientras las siguientes
palabras cantan libremente a través de los dientes castañeteantes.
—Y todo lo q… quería, todo lo que jodidamente necesitaba, era q…
que él me quisiera tanto como yo lo quería a él. Ver el placer en sus
ojos cuando tomó lo que le estaba dando libremente.
Atrapo su muñeca, agarrándola con fuerza.
Debería haber sido mía desde el principio, escondida en mi palacio,
mi cama, comiendo mi comida.
Dándome su maldita sangre.
—¿No lo ves, Cainon? Rhordyn nunca me amó. —Otra lágrima
gorda rueda por su mejilla cuando se muerde la punta del dedo,
liberando una perla de color rojo brillante de ella. Condimentando el
aire con más de ese rico y potente aroma que me hace imaginar brasas
crujiendo contra mi lengua.
Gotea a lo largo, y observo; paralizado.
Jodidamente hipnotizado.
Aprieta la punta, liberando otro bulbo, y mi corazón salta cuando
me lo lleva a la boca. Su rostro se contrae, rasgos bebiendo la luz del
fuego enojado como si estuvieran hechos para arder juntos.
—Simplemente amaba mi sangre —gruñe, luego la empuja más
allá de mis labios.
Aquel garabato negro e hirviente me raja la parte inferior de la piel,
el cráneo, pero el intenso dolor palidece en comparación con el aleteo
de feroz determinación que me invade mientras un calor líquido me
rezuma por la nariz.
Por la barbilla.
Mantengo la mirada de tinta de Cainon, sin pestañear, mientras lo
veo chupar.
Lo escucho tragar.
Me niego a que mi cara se desmorone. A desvelar las grietas que se
entretejen en mi corazón, mi alma y mi colección de cúpulas de cristal
que forjé frenéticamente para evitar que se desmoronaran cuando me
desnudé. Alimenté con mi sangre al hombre equivocado.
«No llores…»
Un zarcillo de tristeza se entreteje a través de una fisura y se
enrosca alrededor de mi corazón, oprimiéndolo, haciendo que cada
latido del tierno órgano me escueza. Un sollozo amenaza con estallar
y corto la mala hierba, luego me arranco el lustre ralo para remendar
la cúpula de la que se ha derramado.
Un escalofrío me recorre y le arranco el dedo de la boca.
Cainon jadea, se agita y me estudia con una complejidad
asombrosa, dibujando cada mota de mis ojos como si trazara líneas
entre ellos, tratando de esbozar una forma.
«Los Unseelie se alimentaban de la fuerza vital de otros, Orlaith.
Hombres. Mujeres. Niños. Los reforzaban. Les dio a algunos de ellos
rendimiento sobre los elementos. A otros les dio una fuerza sin igual».
Observo, recordando las palabras de Cainon, preparándome para
lo que venga.
¿Un chisporroteo de poder chamuscando el aire? ¿Una oleada de
fuerza que rompa los huesos? Tal vez abra un agujero en la piedra
con un chasquido de dedos, o forje llamas como la Gitana de La
Gitana y el Rey de la Noche.
Cainon sigue mirándome a los ojos con un vigor inquietante.
—¿Qué pasa?
Ladea la cabeza, entrecierra los ojos y me veo obligada a sufrir una
pausa.
—Yo… esperaba algo —dice finalmente—. Un tirón, tal vez.
¿Un tirón?
Haciendo a un lado mi confusión, agarro el hilo suelto como si
fuera mi salvación, sazonando mi mirada con desafío, algo que
aprendí de un hombre duro que estoy segura me desollaría si
estuviera aquí.
Vivo.
Si supiera lo que estoy haciendo. Lo que estoy a punto de decir.
Pero no lo está.
Pinto una bonita mentira en mis ojos y recojo mis sucias palabras.
—Bueno… ¿quizás necesites un poco más?
El ceño fruncido desaparece de la cara de Cainon y sus rasgos se
endurecen.
Se afilan.
—¿Te estás ofreciendo a mí, pétalo?
Abro la boca, casi derramando un espinoso brote de negación antes
de cortarlo de raíz. Siento cómo se marchita contra mi lengua.
—¿Y si es así?
Suelta un gruñido profundo y áspero que me eriza el vello de la
nuca, luego enreda los dedos entre mis mechones empapados y me
agarra con tanta fuerza que ahogo un grito.
—¿Por qué?
Esa cosa cáustica bajo mi piel se hincha hasta desgarrarme. Todo
me parece demasiado apretado.
Demasiado pequeño.
El corazón me retumba, la cabeza me da vueltas, las palabras
chocan entre sí como rocas y me cuesta elegir las correctas.
—¿He dicho por qué?
Porque necesito volverme indispensable.
Porque necesito tu confianza si quiero salir de aquí y salvar a esta
gente.
Se acerca, su cuerpo duro y caliente vuelve a aplastarme contra los
barrotes.
Demasiado cerca.
Concéntrate, Orlaith. Concéntrate.
—Porque sé lo que se siente al ocultar al monstruo que llevas
dentro —digo con aspereza, respirando entrecortadamente—. Poner
cara de valiente mientras todo lo feo que llevas dentro se atiborra de
todo lo que amas.
El músculo de su mandíbula rebota, su mirada inquebrantable,
penetrante: una torre de fuerza amenazadora que se derrama sobre
mí, rezumando arrogancia y algo… más.
Algo que hace que otro zarcillo de tristeza me suba por las costillas
y me picotee el corazón.
«Ya estás otra vez, apartándome».
«¿Sería tan difícil? ¿Quererme?»
«Su puntería no era tan buena como la tuya».
Sus palabras anteriores me golpean como una andanada de
piedras, y ese órgano palpitante dentro de mi pecho se clava en una
costilla mientras recompongo los fragmentos de su daño…
Su bestial padre roto en el suelo.
La forma en que hablaba de su madre.
La cicatriz de su pecho.
Miro en sus ojos huecos, y todo lo que veo es un chico perdido,
solitario, desesperado por demostrar su valía. Está buscando un amor
que no es suyo, y entiendo a esa bestia brutal demasiado bien.
Estuve pendiente de todos los movimientos de Rhordyn desde que
alcancé la mayoría de edad y me fijé en él en el castillo. Realmente me
fijé en él como algo más que el Gran Maestro que me ofrecía refugio
y aceptaba mi ofrenda diaria. Me fijé en su dominio estoico y sus
modales inquebrantables. Sus palabras roncas y profundas me
calaban hasta los huesos.
Al alma.
Noté cómo mi corazón empezaba a acelerarse cada vez que lanzaba
miradas fugaces en mi dirección, como si una sola palabra de su boca
pudiera detenerlo.
Para empezar.
Crecí en una maceta de amor no correspondido, y luego entré en
estado de shock cuando vino a Bahari, desmenuzó esa maceta con la
fuerza de sus puños aplastantes y sacudió toda la tierra de mis raíces.
Así que lo aparté. Lo destrocé.
Le hice un daño irreparable.
Escuché hablar a otro hombre y silencié al que amo.
Este dolor profundo y pesado cuelga de mis costillas, haciendo que
se arqueen por el peso… un dolor que me niego a disimular mientras
miro profundamente a los ojos de Cainon, dolorosamente consciente
de la jaula a mi espalda. Las vidas que se esconden tras los barrotes
de este muro enroscado.
Mi determinación se endurece.
Cainon se aprovechó de mi vulnerabilidad cuando me llevó a esa
madriguera y me convirtió en su asesina personal. Aunque detesto la
idea de blandir esas mismas horribles herramientas, no estoy
dispuesta a luchar en el pozo del fango moral.
Aquí no. No ahora.
—Sé lo que es sentirse indigno de cualquier tipo de amor, excepto
del que no es correspondido —digo ronco, y su cuerpo se bloquea.
Se queda inquietantemente inmóvil.
Pongo la mano sobre su cicatriz, las esporas del odio a mí misma
ensucian mi interior como un manto sin limpiar.
—Ambos hemos sido forjados por un amor condicional que nos
rompió en migajas con las que la gente aún consigue atragantarse.
¿Quizás haya algo poético en eso? En nosotros.
Las palabras son viles, cosas podridas…
Cainon mira mi mano, estudiándola como si fuera algún tipo de
regalo que no está seguro de cómo recibir.
Nunca me perdonaré haberme aprovechado de su debilidad. Pero
con los sollozos de esa niña resonando en mis oídos, haré lo que sea
necesario.
Seré un monstruo, por ella.
Por ellos.
Golpeo mi cupla con la punta de mi dedo ensangrentado.
—Podría amar esto —susurro, la agria y grumosa mentira
resbalando de mi lengua.
Sus ojos adquieren un devastador tono negro que me estropea las
entrañas, abrasándome la cara de la forma en que imagino que el sol
abrasa las dunas de Rouste.
Tal vez eso es exactamente lo que merezco.
Arder.
Me limpio la barbilla, arrastrando la mancha sedosa y húmeda por
el lateral del cuello. Persigue el movimiento, como si se alimentara
del cuadro carmesí que estoy pintando.
—Dame lo que Rhordyn nunca me dio —digo, mientras pienso en
sus labios helados rozando mi pulso anhelante, que casi me hace caer
de rodillas.
Un nudo del tamaño de un pozo se me hincha en la garganta…
«No llores».
—Dame lo que ansío.
Otro gruñido grave y cortante le sacude el pecho. Me atraviesa con
un golpe de miedo que me apresuro a sofocar.
—Te dolerá, pétalo. Mis dientes… no son tan afilados como los de
un Unseelie de pura sangre. Mi mordisco no tiene nada de suave.
Una sonrisa atrevida curva mis labios.
Quiero que me haga tal destrozo en el cuello que no pueda volver
a mirarme de la misma manera, recordando eternamente este
asqueroso acto de supervivencia que me hace desear destrozarme la
piel.
—Bien.
Me agarra por un lado de la cara, un duro asalto en el que me
inclino mientras me unta los labios con más sangre.
—Mi flor bonita. Tan llena de sorpresas.
Se me eriza todo el cuerpo.
Si lo supiera.
Con ojos vidriosos de lujuria, explora mi cuello de la misma forma
que yo lo hago con una roca antes de esparcir pintura por su
superficie perfecta y virgen. Si vivo para pintar otra, será dentada y
hendida, llena de agujeros para que las pesadas verdades se
escabullan de la luz. No usaré nada más que los grises y sus diferentes
tonos de plata y ceniza.
«No llores».
—¿Dónde, pétalo? ¿Dónde morderé este bonito cuello tuyo?
¡Corre!
Tragándome un gemido, me aparto el pelo del lado derecho del
cuello y me arqueo hacia Cainon. Una flor que prospera en la sombra
inclinándose hacia el sol abrasador.
—Aquí —susurro, y golpeo mi carótida palpitante, arrancando la
maleza del autodesprecio que florecen dentro de mi pecho.
Los meto bajo una cúpula.
Sus ojos se encienden, su garganta trabaja, y sé que lo he
complacido con mi podrida respuesta, construyendo otra cúpula para
una espinosa enredadera de vergüenza que no deja de pinchar todos
mis lugares tiernos.
Cainon retumba por lo bajo, arrastrando el pulgar hacia delante y
hacia atrás por la piel sensible, y yo cierro los ojos, me escondo en
algún lugar feliz. Imagino una espiral de escaleras y piedra negra y
fría.
El sabor de los bollos de miel.
Los ricos olores de la cocina. La escarcha mordisqueando la tierra
fértil y un tapiz de brotes frescos y vibrantes que a menudo asomaban
a la superficie una estación antes de tiempo. Destinados a morir.
Pienso en él.
Rhordyn.
Pienso en cómo su mirada recorría mi piel, haciendo que mi
corazón se estremeciera, como si intentara saltar de mi pecho al suyo.
Pienso en cómo se sentía tener su poderoso peso sobre mi cuerpo,
aplastándome contra el colchón.
Haciéndome sentir segura.
Casi puedo sentir su aliento helado cayendo sobre mí con cada
estruendosa exhalación. Casi puedo oír su voz, un gruñido gutural
que me decía que no llorara.
«No llores…»
—Maldita perfección —murmura Cainon, con sus cálidos labios
acariciando mi carne de guijarros, abriendo un agujero en la ilusión
como un puñetazo en la cara.
De repente, solo puedo oler sal y cítricos, esos susurros en mi
interior que cobran vida salvaje, un suave gemido que se abre paso
entre el desordenado parloteo…
«¡Corre, Serren!»
Me tiemblan las rodillas, una sensación enfermiza y retorcida me
recorre el pecho y me sube por la garganta.
Un diluvio de miedo denso y floreciente.
Demasiado.
Rebuscando en mis entrañas, rebusco granos inmaduros de lustre,
como una camada de arena centelleante que aplasto, aliso…
Golpea, aferrándose al tenso tramo de músculo y carne, y yo estallo
en una llamarada de dolor paralizante que me desgarra la mandíbula
y me atraviesa el hombro. Me estremezco, la cúpula a medio terminar
cae en el olvido mientras lucho contra el deseo de curvar mi columna
vertebral. De meterme en una pequeña bola protegida mientras me
libero de la herida en carne viva en un torrente caliente y burbujeante.
Me araña el cuerpo, el pelo, me echa la cabeza tan hacia atrás que
siento que se me va a romper el cuello, y sus gemidos guturales me
hielan la sangre. Abro la boca, un grito me sube por la garganta, pero
no lo oigo.
El único sonido es el de él tragando de nuevo.
Otra vez.
Otra vez.
El pánico estalla, pataleando, arañándome las costillas. Pierde la
lucha como un aliento gastado.
El mundo se desvanece, dejándome solo un dolor paralizante y el
tirón inquebrantable y glotón de mi piel. Me pican los bulbos en el
hombro, en la clavícula, y me imagino el rubor fresco de las flores
desplegándose mientras mis pulmones se llenan de una pesadez que
parece hielo líquido.
Un frío glacial me cala hasta los huesos.
Mis músculos se crispan y se tensan, los párpados se vuelven
pesados, y me marchito contra su brazo como un tallo en
descomposición. Las llamas de las antorchas se difuminan hasta
convertirse en una bonita mancha blanca, naranja y roja.
Negra.
Voy a la deriva.
Flotando…
Flotando…
Ingrávida, me desplazo hacia el final de la visión, zumbando a través del
bosque oscuro con un enjambre de orbes brillantes. De nuevo, pasamos
zumbando junto a un castillo decrépito situado al borde de un acantilado y
me aclama una voz dulcísima que cabalga la corriente del viento con notas
cadenciosas que quiero perseguir:

El destino se encenderá por la tormenta y la piedra,


corazones rotos por el rasguño de la muerte.
La podredumbre sembrará, el odio crecerá.

Un calor persistente rezuma a través de mí…


Una negrura más profunda y exigente me atrapa con sus garras y me
empuja contra la corriente. Siento que caigo en la dirección equivocada, lejos
de esa canción suave y triste de la que quiero escuchar el resto.
Espera…
¡Espera!
—No.
Un abrazo acuoso me arranca, atada a un antiguo y poderoso desconocido
que me electriza con rabia helada y me desafía a respirar.
Unas manos árticas me acunan la cara, un beso fantasma me presiona los
labios y parece un susurro que toma forma. Un susurro con vida y amor y
un latido agitado y martilleante.
Un susurro por mis errores. Otro por mis aciertos.
Un susurro por las palabras que cortaron, las mentiras que golpearon, y
por un amor que tomó más de lo que tenía oportunidad de dar.
Un susurro por cada piedra que coloqué en ese muro rizado. Pedazos de
mí misma que purgué para un hombre que lo mantuvo todo a salvo excepto
a sí mismo.
Un susurro por…
Él.
«… Rhordyn.»
El pensamiento áspero y susurrado me llega como un golpe de viento que
agita los árboles. Como una estrella que atraviesa mi frío olvido.
Me esfuerzo por atrapar el siguiente, sintiéndolo estallar contra mí. Un
puñetazo de calidez.
… haciendo que mi corazón se sacuda, como si intentara saltar de mi pecho
al suyo… su poderoso peso sobre mi cuerpo…
Aplasto el pensamiento contra mí —una bolsa de aire en este vacío de
tinta— en busca de otro.
…de sentirme a salvo… su aliento helado cayendo sobre mí…
No llores.
Las últimas palabras no suenan bien, demasiado profundas y duras.
Suenan como… como…
a mí.
Choco contra algo duro y hostil, mi esencia se compacta, se estira
contra el espacio limitado. Demasiado estrecho. Demasiado…
Real.
Abro los párpados, aprieto las pupilas y respiro con dificultad,
entrecerrando los ojos a través de mi visión borrosa, intentando
desenredarme de la pegajosa telaraña del sueño.
Siento el sonido del agua en movimiento y parpadeo para despejar
las telarañas que se aferran a mi mente. Un río ondulante refleja la luz
de la luna, tejiéndose entre árboles arqueados unidos por cortinas de
enredaderas desordenadas.
¿Dónde demonios estoy?
Resoplo húmedo en mis pesados pulmones y giro la mirada. Me
doy cuenta de que estoy amontonado contra un precario haz de
troncos apilados unos sobre otros por la corriente arremolinada del
agua. Ramitas y ramas rotas me han empalado la pierna y el torso,
asomando por el otro lado, ensartándome en el sitio.
Mierda.
Mi vista se centra en la garra que aún tengo clavada en el corazón.
A pesar del dolor punzante en lo más profundo de mi pecho, me
siento sádicamente orgulloso de su tiro perfecto.
Buen intento.
Gimiendo, intento moverme, pero es como si mis músculos y mis
huesos se hubieran agarrotado. Algo me da un codazo en el hombro,
seguido de un tirón sordo.
Giro la cabeza hacia un lado en incrementos lentos y dolorosos,
dibujando la forma de un enorme krah negro encaramado a un tronco
húmedo detrás de mí, iluminado por los trozos de luz de luna que se
cuelan entre las copas de los árboles, con una astilla de carne gris y
podrida atrapada entre sus manos llenas de garras.
¿Es eso…?
Creo que lo es, mierda.
Su cola empenachada se asoma por encima de su hombro como una
serpiente encantada, balanceándose de un lado a otro, ambos pares
de alas coriáceas enroscadas alrededor de su cuerpo agazapado
mientras parpadea con esos grandes ojos sombríos. Con la cabeza
ladeada, se lleva el trozo de carne a la boca y lo engulle.
¿Acaba de… comerme?
Suelta un chillido, mostrando unas fauces salvajes llenas de dientes
afilados como cuchillas, y salta sobre mi brazo, con las garras
clavadas en mi carne. Levanto la otra mano para apartarlo de un
manotazo y grito de agonía cuando un dolor lacerante me atraviesa
la mano. Como si me la hubieran atravesado con un clavo.
El krah se desprende y entrecierro los ojos al ver la herida
supurante en la palma. Le doy la vuelta a la mano e inspecciono los
surcos negros de venas podridas bajo la superficie de mi piel viscosa
y encharcada.
¿Cuánto tiempo lleva la garra clavada en mí?
Mi mirada se dirige hacia arriba, más allá de la pequeña bandada
de krah guiada en círculos por el que se estaba dando un festín con
mi carne, en busca de la luna llena que se posa baja en el cielo.
Burlándose de mí con su casi plenitud.
El pánico me parte en dos.
Vuelvo a respirar agitadamente, comprobando que una diminuta
semilla lustrosa, como una estrella, se ha desprendido del cielo y se
ha posado entre mis costillas. Un faro brillante y titilante que
contrasta con mi maldita penumbra.
La única estrella ante la que me arrodillaré.
Un miedo rico, retorcido y extraño se retuerce a través de mí como
una lombriz de tierra, y mi corazón ensartado se detiene, la piel se me
eriza por todas partes. Esa cosa dentro de mí se eriza, arqueándose,
con la cabeza hacia un lado.
¿Qué diablos está pasando?
La semilla desprende un aroma salado.
Cítrico.
Suyo.
El dolor séptico de mi corazón no es nada comparado con la herida
devastadora que me desgarra el hombro y me llega hasta la
mandíbula…
No es mi dolor.
Es el suyo.
La violencia fría y carnal de mi interior ruge y mis colmillos se
deslizan hacia abajo, con una rabia asesina crepitando por mis
venas…
Él.
Mierda.
La mordió.
Un trueno sacude el cielo, electrificando el aire, y las antiguas runas
de otro mundo grabadas en mi carne clavan sus dientes lo bastante
profundo como para extraer sangre. Más de su agonía me atraviesa,
audaz y gritona y tan jodidamente clara que me duelen lugares que
no sabía que existían.
Cainon es hombre muerto.
De repente siento que el cuello se me va a romper, me duele la
garganta de las ganas de gritar…
Mi sonido no llega.
Sus pensamientos golpean como esa maldita garra, y mis músculos
se abultan con el impulso de destrozarse. Encadeno esa oscuridad
palpitante en mi interior, gruño entre dientes apretados mientras
intento incorporarme.
Intento moverme.
Una mugre espesa y pútrida me sube por la garganta con un
chasquido y me cae por la barbilla. Un dolor punzante me atraviesa
el pecho cada vez que mi corazón tropieza con un latido punzante,
que palidece en comparación con el tirón fantasma que siento en la
piel. Como si la estuviera vaciando en ávidos sorbos… mordiendo
más hondo…
Más profundo.
Otro trueno, y la malicia que llevo dentro hace crujir sus cadenas.
Mis pulmones se llenan de un hielo líquido que parece que no
puedo desplazar, una sensación que me hiela hasta la médula. Porque
no son mis pulmones…
Son los suyos.
Intento alcanzar esa semilla…
Su brillo se apaga.
Otro violento rugido me sacude las costillas y me da un vuelco el
estómago. Con la cabeza inclinada hacia un lado, más mucosidad
espesa sale de mí en bocanadas estranguladas.
Orlaith…
Extraigo cada gramo de calor de mi sangre y lo aporto a las raíces
que atan la preciosa semilla a mi desdichada alma, deseando que
germine.
Que prospere.
¡Vence!
Mi grito interno no tiene respuesta. Ni siquiera el fugaz susurro de
un pensamiento que domestique la sombra que me acuchilla por
dentro, haciéndome pedazos.
Busco más retazos de calor en todos mis rincones oscuros y
polvorientos, un frío descarnado y condenatorio me recorre las venas.
¡Vence, maldición!
Esas raíces empiezan a chamuscarse, enroscándose, arrancándose
de mis entrañas en tirones lentos y agonizantes. La semilla empieza a
implosionar, como si cayera sobre sí misma, creando un agujero en el
que estoy seguro de que podría hundirse toda la existencia.
Cada célula de mi cuerpo se paraliza y me invade una calma mortal
mientras la veo intentar morir.
¿No sabe que la seguiría hasta el maldito final?
Clavo mi mano interna entre mis costillas y hundo mis garras en la
semilla, sintiendo cómo atraviesan esa dura coraza exterior que me
forcejea. Intenta arrancarse de mi agarre como si quisiera irse.
Morir.
Espera.
Su voz tensa y frenética llega hasta mí.
Espera.
Me cansé de esperar, Orlaith.
No.
El más leve destello se enciende y retraigo las garras, atrapándolo
como una luciérnaga. Me agacho hacia delante y soplo más calor
sobre la frágil y palpitante brasa, dándole todo lo que tengo.
Respira, gruño, acariciándola con el hocico. Le rozo con los labios y
le ordeno que viva, mierda.
Otro pulso luminoso…
Otro.
El alivio me recorre de pies a cabeza, pero reprimo esa sensación.
Me necesita.
Me necesita.
Sin dejar de acunar esa semilla, mi salvación, levanto la pierna y
deslizo el muslo hasta liberarlo del sable de madera, soltando un
chorro de sangre tinta que apesta a muerte inminente. Un aullido me
sube por la garganta, casi partiéndome por la mitad.
Toso, balbuceo, resoplo, la vista se me emborrona, el montículo de
madera que hay debajo de mí cruje mientras miro el resto del palo
que sobresale de mis entrañas.
Que me jodan.
Tuerzo la cara, me arqueo y el palo se desliza por mis entrañas,
cada curva rechinando contra mis huesos.
Gruño con los dientes apretados, respiro entrecortadamente, más
sangre podrida y maloliente sale de la herida abierta y cae al agua en
un remolino de tinta.
Con la barbilla pegada al pecho, vuelvo a mirar la garra…
Creía que si me golpeaba lo bastante fuerte, si me infligía el dolor
que me merezco, me sentiría mejor con… todo. En lugar de eso, ese
dolor punzante no se calma, y cuanto más miro la maldita garra que
sobresale de mi pecho, más empeora esta sensación.
Gruñendo, busco la empuñadura…
La masa desvencijada que tengo debajo se mueve y yo me quedo
quieto, en posición de firmes. Siento el siguiente crujido en mi jodida
médula.
Todo cede con un chapoteo turbulento que me traga entero.
Me agitan, me zarandean, me inmovilizan bajo la fuerza de los
troncos de los árboles. Más líquido se derrama dentro de mí y mi
corazón, que apenas late, se ralentiza, mis pulmones se convulsionan
mientras mi cuerpo se sacude y sufre espasmos.
«No te odio en absoluto…»
El eco susurrado de sus palabras es la bocanada de aire que no
puedo respirar. Son el sol en mi cara y el olor de la primavera
aplastado contra mí. Son una mano cálida y reconfortante que me
escolta hacia la sombra eterna de un olvido amargamente frío con el
que me he familiarizado demasiado.
Algo duro choca contra mi cabeza, y el dolor se desvanece.
La oscuridad me consume.
Gotas gordas de lluvia helada me salpican la mejilla, la nariz, los
labios, y salgo de un sueño viscoso en el que quiero volver a caer.
Todo se mece debajo de mí con un violento vaivén que me sacude las
entrañas huecas, el profundo y doloroso latido que me taladra el
costado del cuello tan crudo, tierno y expuesto. Un dolor que se siente
sucio e incorrecto.
Tan malo.
Un dolor que quiero cubrir con la mano y ocultar.
Otra gota de lluvia me salpica en la frente, borrando algunas de las
enredaderas espinosas que rodean mi mente, enturbiando mis
pensamientos. Sintonizo con el golpeteo y el chapoteo mientras mi
mundo avanza en incrementos lentos y constantes, con el olor de una
tormenta de verano en el aire.
Abro los ojos.
Un revuelo de nubes bulbosas cubre el cielo de pizarra.
La conmoción me recorre el pecho y me hace respirar
entrecortadamente.
Cainon me ha dejado salir.
Ha funcionado.
El alivio me sube por la garganta, y luego me ahoga cuando aparece
una visión: cortos remolinos de pelo lozano; ojos grandes y
aterrorizados y sonidos espantados; células y células de vidas
maltratadas, ahora totalmente dependientes de mí.
Mi nueva realidad se arrodilla sobre mi pecho como una montaña.
Conmigo.
Aplastada bajo el poderoso peso, mis párpados ceden al tirón hacia
abajo y cierro los ojos.
Otra gota de lluvia golpea mis labios con una salpicadura de frío
que me estremece.
El cielo llora.
Quiero gritar. Decirle que pare.
Que no desperdicie sus lágrimas conmigo. Decirle que merezco
esta carga.
El dorso de mis párpados destella con un estallido blanco que
electriza el aire, y le sigue un crujido ensordecedor, tan violento que
me estremezco.
Otro empujón hacia delante hace que el agua suba por el costado
del barco mientras una mirada fervorosa me recorre la piel y deja un
rastro espinoso.
—Eres mía.
La voz familiar me atraviesa, cuajándome la sangre, derramando
mi voluntad de pensar y sentir.
Caigo ansiosa en la oscuridad.
Me doy golpecitos en el muslo con el vial, observándola desde
donde estoy recostado contra la pared. Tiene la columna encorvada,
los hombros echados hacia delante, ese pelo largo y plateado
desatado y encharcado detrás de su taburete mientras trabaja las
brillantes hebras enredadas en sus dedos temblorosos. Los enhebra
en su sitio.
Hundo la nariz en el aroma embriagador de desesperación que
desprenden sus poros.
Llegó tarde, pero la culpa es suya. Al fin y al cabo, estaba limpiando
el maldito desastre que ella había hecho.
Levanto la mirada y me fijo en el tapiz a medio terminar en el que
está trabajando. Se nota la atención que ha puesto en el diseño: los
colores, la tensión de cada hilo. Todo encaja en perfecta y feliz
armonía, y estoy seguro de que eso es todo lo que siempre ha querido.
Lo único que le importa.
La perfección.
Su amor por el oficio… es infinito, derramado por todas las paredes
del piso de abajo; una cosa en constante mutación que crece y crece,
mierda. Tengo pesadillas en las que esos tapices engendran bocas y
me dan grandes y sangrientos mordiscos, masticando mi cara hasta
que apenas me reconozco.
Debería quemarlos a todos, pero soy demasiado bueno con ella
para planteármelo siquiera.
Demasiado indulgente.
Utiliza su vara de trama para apretar la capa, el instrumento se
sacude con el temblor incontrolable de sus manos. Suelta un gruñido
frustrado y se empuja unos mechones rebeldes detrás de la oreja con
un movimiento de la mano. De nuevo, golpeo el vial contra mi muslo.
—¿Te divierte?
Su respingo es como un látigo que me golpea el corazón y hace que
la voz de mi interior se agite.
Escoge.
Escoge.
Siempre lo hace, siempre.
Hay una pausa antes de que asienta con la cabeza, pero no me mira.
No me busca con la tierna mirada que ansío. Antes lo intentaba, pero
sus ojos no mentían, y yo podía ver el miedo hirviendo bajo la
superficie.
Vuelvo a mirar el tapiz, inclino la cabeza hacia un lado mientras
estudio el trozo a medio terminar de un rostro envuelto en un nido
de flores. Observo la forma de los ojos de la mujer y los iris en forma
de media luna, el estallido de hilos de orquídea que contrasta con el
resto de la pieza.
En ella veo a Orlaith.
—Te gusta —murmuro, y el aire entre nosotros se tensa.
Mueve la cabeza. Lentamente.
Cautelosa.
—A mí también me gusta. —Avanzo, con las pesadas botas
martilleando la piedra—. La garra con la que vino Orlaith ya no está.
Sus manos se quedan quietas. Incluso el temblor disminuye por un
instante antes de reavivarse diez veces más.
La decepción me obstruye la garganta.
Tenía mis sospechas, pero verlas confirmadas es algo totalmente
distinto.
—La usó con Rhordyn —admito, forzando una respiración cargada
por su miedo indomable. Supongo que ya debería estar
acostumbrado, pero no debería tener derecho a tenerme miedo.
Soy su maldito hijo.
—Un pajarito me dijo una vez que enviaste un tapiz al territorio de
Rhordyn. Llámame sentimental, pero intenté encontrarlo. Ya sabes,
quería conservar todo el conjunto intacto porque soy un buen hijo. —
Estudio las flores que ha unido hilo a hilo tediosamente—. Fracasé,
por supuesto. Aunque, para ti, supongo que no es ninguna sorpresa.
Pero después de encontrar a Orlaith en la isla esta noche, me
pregunto… ¿intentabas enviar pistas?
Sus hombros se endurecen en el silencio.
Bendito silencio.
Cruzo los brazos y estudio su nuca.
—¿Es eso cierto, madre? ¿Esperabas que Orlaith me viera a través
de tus ojos e hiciera lo que tú no hiciste? —Agarro su taburete y lo
azoto, con las patas de madera chirriando contra la piedra—. Pero,
¿dónde estarías sin mí?
Se estremece de nuevo cuando me agacho, poniéndonos cara a
cara. Ni siquiera se molesta en ocultar el miedo en sus ojos grandes y
pálidos.
—Muerta —pronuncio—. Estarías muerta. No hace falta que te
recuerde que la única razón por la que sigues respirando es porque
necesito tu asquerosa sangre para evitar que mi Padre desaparezca
del todo.
Hace algunos sonidos que finjo no oír, moldeando sus manos en
formas cuyo significado nunca me molesté en aprender.
Agacho la cabeza y me masajeo el puente entre los ojos. Si quisiera
escucharla hablar, nunca le habría cortado la lengua.
—Te oí hablar con papá. Cuando era pequeño. Estabas
suplicándole. —Se queda quieta y siento el cosquilleo de su atención
indivisa en mi cara.
Otra vez intentando manipular la situación dándome esperanzas
de que le importo.
Levanto la cabeza y la miro por debajo de las cejas.
—Te he oído decir que lo que me falta de poder también me falta
de empatía.
Se queda boquiabierta.
—Que te asustan mis capacidades. Irónico, ya que te apareaste con
un monstruo. No sé con qué esperabas acabar.
Todo el color se desliza de su cara que solía ser hermosa en otro
tiempo. Antes de que empezara a privarla de lo que mantenía su
juventud. Un poco mezquino, pero guardo un buen rencor.
—Cualquier debilidad que tenga es por tu culpa —me burlo—. Mi
patética madre mortal que ni siquiera puede mirar a su propio hijo
sin estremecerse. Tú eres la razón por la que no soy más fuerte. La
razón por la que soy pura sed de sangre y ningún puto poder. —
Levanto la mano y ella se estremece cuando agarro unas hebras
plateadas y las aprieto entre el pulgar y el dedo, desesperado por
domarlas.
Más tarde. Después de ocuparme de mi flor bonita.
Ahora ella es mi prioridad.
—Cuando haya hecho lo que mi padre nunca pudo y haya
reclamado a Ocruth como mío, tal vez por fin sea digno de tu amor
—le digo, pasándole el pelo por detrás de la oreja.
Su rostro se tuerce y las palabras confusas caen de su boca como
guijarros. Se le llenan los ojos de lágrimas, y todo lo que veo es una
táctica miserable, desesperada y dramática para ganar la partida.
Hoy no.
Le agarro la cara por los dos lados para calmar su mandíbula y esos
ruidos mutantes.
—Casi lo estropeas todo —ardo en cólera, con el labio superior
despegado hacia atrás y las encías doloridas por la promesa de unos
caninos alargados que nunca salen—. ¡Casi lo arruinas todo!
Las palabras salen disparadas con una violencia que rebota en las
paredes.
Aprieto la frente contra la suya, girando la cabeza a un lado y a
otro.
—Pero me quiere —susurro, con una carcajada lenta y estruendosa
que se apodera de mi garganta—. Me quiere como tú nunca me has
querido.
Mi madre tiembla en mis brazos, las lágrimas resbalan por sus
mejillas y su mano nudosa y frágil se posa en mi corazón. Me pone la
carne de gallina, una sensación que me recorre la espina dorsal.
—T ooh am ewe, Gnong. T ooh am ewe!
«Te amo, Non».
Quizá yo también necesite coserle los putos labios.
—No, no me amas. —Le arranco la mano del pecho, la empujo
hacia atrás y me pongo de pie, mirándola desde arriba. Se me
revuelve el estómago—. Tengo la cicatriz que lo demuestra.
Otro gemido, y mi boca se tuerce de desagrado.
Levanto la barbilla hacia el lugar vacío en el taburete junto a ella.
—La mano. Ahora.
Su respiración se detiene, su rostro se desmorona con un sollozo
gutural. Sacude la cabeza, murmurando palabras que no encuentran
cabida.
—¡Ahora!
Otro respingo. Se oyen sonidos patéticos mientras levanta la mano,
tirando débilmente de su ropa con sus dedos en forma de garras.
Como si eso fuera a ayudar.
Jadea cuando la agarro por la muñeca, un simple palo en mi firme
agarre. Coloco su mano sobre el taburete, con la palma hacia arriba
para que pueda ver los callos que se han formado a lo largo de los
años por el constante retorcimiento y tirón de los hilos que tanto ama.
El del medio es el que más tiene.
Lo miro como al enemigo que es, sabiendo que habla el idioma del
único amor que realmente conoce: su oficio. Saco la espada de la bota
y se la clavo en la base del dedo, cortándolo justo por debajo del
nudillo.
La sangre me salpica la cara y ella suelta un grito ahogado que
recorre todo el palacio.
Creo que yo proferí un sonido similar cuando ella trató de
derribarme.
—Agradece —murmuro, envainando mi daga—. Debería llevarme
dos.
Se lleva la mano sangrante al pecho y la acuna, con grandes
sollozos que sacuden su frágil figura mientras me mira con ojos
vidriosos de inconmensurable dolor. Como si ella no se lo hubiera
buscado.
Un reguero de sangre cae del taburete y se acumula en el suelo.
Destapo el frasco vacío y sujeto la mano de mi madre, recogiendo
el líquido rojizo del muñón cortado mientras su pecho se agita con
sollozos silenciosos. Vuelvo a colocar el tapón en su sitio y utilizo su
jarra de agua para enjuagarme las manos. Las seco con un trapo que
tiro al suelo y saco el otro frasco del bolsillo para agitarlo en su
dirección, con la sangre de mi padre chapoteando.
Un sonido desesperado resuena entre sus dientes castañeteantes
cuando tropieza con el taburete y cae de rodillas, mirándome como
un perro suplicante.
—Hoy no —le digo con una sonrisa en los labios. Me meto el tarro
en el bolsillo antes de darle la espalda.
Hoy puede sufrir.
El embriagador almizcle de Madame Strings se adhiere a mí y hace
que me pique la piel más de lo normal. Me dan ganas de frotarme con
un estropajo seco hasta que desaparezca la sensación, aunque dudo
que sirva de algo.
Esta sensación, este asqueroso picor, me llega hasta la puta médula.
Ahora que estoy aquí, ahogándome en su aroma, me doy cuenta de
que he pasado tanto tiempo viviendo en mi propia mugre que había
olvidado lo que se siente al respirar aire fresco… pero es difícil
justificar una existencia diferente cuando cada latido de mi jodido
corazón se siente robado.
Inmerecido.
Tragándome las náuseas que me suben por la garganta, miro la
mano de Madame Strings que descansa sobre mi muslo desnudo.
Tiene la cabeza apoyada en mi pecho, las pestañas extendidas sobre
las mejillas, los labios ligeramente entreabiertos mientras respira
suave y lentamente. La pintura gris de su piel cremosa se extiende
por sus curvas regordetas. La misma pintura gris que ahora está en
mis manos. En mi cuerpo.
Manchando mi maldita alma.
La saliva se acumula bajo mi lengua y lucho contra las ganas de
vomitar.
Ella gime en sueños, se revuelve y sus largos cabellos dorados se
abren a un lado mientras se tumba boca arriba, acurrucándose en las
sábanas grises. Se abre de piernas, arquea la espalda, como si incluso
dormida la Candescencia siguiera vagando por su organismo,
diciéndole a su codicioso cuerpo que quiere más.
Me pregunto cuántos años tiene realmente. Cuánto tiempo lleva
reforzando su eterna juventud y belleza con espinas arrancadas a mi
gente.
Probablemente mucho, por la forma en que folla.
Murmura como si fuera a despertarse, luego se acomoda en un
ritmo constante de respiraciones profundas y uniformes. Me sentiría
aliviado si pudiera sentir algo, pero mi mente es un cementerio lleno
de huesos de demasiada gente que conocí y amé.
Perdidos.
Si un krah se abalanzara sobre mí y me cagara encima,
probablemente lo agradecería.
Me incorporo, me paso la mano por la cara y miro más allá de las
cortinas que cubren la cama y de los remolinos de incienso que
impregnan el aire. Hay hombres y mujeres desmayados en montones
enmarañados o tirados por las alfombras o los muebles. Dondequiera
que los haya llevado la última oleada de placer inducido por la
Candescencia.
Me bajo de la cama, localizo mis pantalones y me los subo, sin
molestarme en encontrar mi camisa o la bata con la que vine. Paso por
encima de un hombre que se quedó dormido con la polla en la mano,
agarro una botella de licor de una mesa baja de piedra y la vuelco
sobre la mullida alfombra mientras me dirijo a la chimenea.
Agarro un atizador de metal y otro chorro de náuseas me sube por
la garganta. Salpico la habitación con más licor, sobre las tumbonas,
los cojines del suelo y los lados de la cama, bebo un sorbo de saludo,
dejo caer la botella vacía y doy una patada a un cuenco de aceite
ardiente, cuyo contenido chapotea por el suelo.
Se escurre hacia la alfombra de felpa.
Sin molestarme en mirar por encima del hombro, agarro otra
botella de licor y me dirijo a la puerta, donde un violento rugido cobra
vida mientras un calor catastrófico me chamusca los hombros y la
nuca.
Apenas siento la quemadura.
Cierro las puertas tras de mí, pasando el atizador metálico por las
manillas y sellando el hedor a carne frita en el interior. Me cierro a los
golpes de puño contra la piedra. Los gritos de auxilio.
Los lamentos que hielan la sangre.
Un humo espeso y blanco sale de debajo como una cascada
invertida, salpicado de pequeñas chispas de brillo iridiscente que
siembran una semilla de determinación en lo más profundo de mis
entrañas.
Las puertas empiezan a temblar…
—Gleish nam vel arft tha ke, astan da. Gleish nam vel arft tha ke —
murmuro, y luego le doy la espalda al humo y a los gritos—. Gleish
tes ta vaka nam vel arft tha ke.
Hay un silencio espeluznante en el templo mientras avanzo por los
pasillos fríos y elevados como un fantasma en busca de su próxima
guarida, siguiendo el camino que tracé en mi mente cuando el
Hermano Beryll me trajo por aquí. El camino que me imaginé
recorriendo una y otra vez mientras estaba sumido en esa mujer y en
mi propio odio hacia mí mismo, sin sentir nada más que lo que mi
cuerpo me decía que sintiera.
Lo que ella me decía que sintiera.
Un polvo fino y evanescente resplandece en los rayos de luna que
se cuelan por los agujeros del techo, haciendo que me duelan las
encías cuando veo a un guardia solitario que se pasea de un lado a
otro ante la puerta de la sala de producción.
Dejo la botella en el suelo, me acerco al hombre corpulento, le
agarro la cabeza y se la arranco de cuajo, con un crujido gutural que
resuena en el silencio.
Su cuerpo cae al suelo a mis pies.
Al ver mi reflejo en su mirada perdida, gruño, le desabrocho la
vaina y me la pongo sobre el pecho. Saco la lanza corta de punta
dorada que siento extraña en el puño, frunzo el ceño y la sopeso.
Supongo que no es el momento de ser exigente.
Dejo al hombre detrás de una columna, recojo la botella y entro en
la silenciosa sala repleta de largas mesas de caballete sobre las que se
ha depositado un polvo espeso como una capa de nieve brillante.
Frunzo el ceño y veo huellas en el polvo que cubre el suelo.
Dejo la botella sobre una mesa y, suavizando mis pisadas, sigo las
huellas arrastradas hasta el almacén del fondo, asomándome por la
puerta que se ha resquebrajado un poco.
El Hermano Beryll está encorvado junto a los estantes de espinas,
con la luz de una antorcha encendida que tiñe su túnica gris de tonos
naranjas y negros. Levanto la frente cuando destapa un frasco, se
embolsa dos espinas de la pequeña reserva, agarra otra y repite el
proceso. Como una rata codiciosa y maloliente.
Ahora me cae aún peor.
—Yoo —digo, abriendo la puerta de par en par.
Salta tan alto que se golpea la nuca contra la estantería y se frota el
dolor mientras se endereza y me mira. Tiene los ojos desorbitados, la
boca abierta, la mirada clavada en mi pecho desnudo y la lanza en mi
puño.
—Tú…
—Sí —murmuro, sacándome el anillo del dedo y guardándomelo
en el bolsillo. Mi piel falsa se afloja, como si el agua fría se derramara
sobre mi carne, lo cual no me hace sentir menos sucio—. Yo.
Al Hermano Beryll se le va todo el color de la cara y se tambalea
hacia atrás, aplastándose contra las estanterías.
Avanzo.
Su mirada de pánico recorre mis repugnantes cicatrices, y me
pregunto si siente lástima por mí. Si está asustado, o arrepentido, o si
simplemente me ve como un puto animal que se ha escapado de su
jaula.
—Yo… yo no…
—No te molestes —muerdo, con el labio superior despegado hacia
atrás. Le atravieso el pecho con mi lanza robada, abriéndoselo entre
las costillas y destrozándole el corazón. La sangre brota de su boca
abierta y cae al suelo—. No te salvará.
El pulso me ruge en los oídos mientras veo cómo la luz abandona
sus ojos, con la esperanza de que me haga sentir mejor.
Me decepciona que no sea así.
Carraspeo, meto la lanza en su funda y recojo una cesta de gran asa
del suelo. Arrastro el brazo por los estantes, barriendo los frascos de
espinas y Candescencia molida en el hueco de la cesta. Llevo hasta la
última onza a la sala de producción, junto con la antorcha del
Hermano Beryll, destapo cada tarro y esparzo el contenido sobre las
mesas de caballete de madera: una bonita y morbosa ofrenda al único
Dios que adoro. El único Dios que tiene el poder de traer justicia a
este mundo jodido y desequilibrado.
La muerte.
Rompo la botella de licor, la rocío sobre las mesas y, con la antorcha
encendida, prendo fuego a las tres. El color y la luz estallan, el calor
violento me escalda los nudillos mientras retrocedo hacia la puerta
más despacio de lo que debería.
—Gleish nam vel arft tha ke, astan da. Gleish nam vel arft tha ke —
ronroneo, y luego aprieto los dientes sobre la promesa.
Los encontraré, hermanos.
Los encontraré.
Sentado contra un peñasco de cristal, meto la mano en el arroyo
rojo sangre que atraviesa la meseta cubierta de hierba en borboteantes
giros. A mi alrededor, las salvias iridiscentes se extienden hacia las
nubes rosadas y tenues, y en sus puntas se abren pequeños cristales
lo bastante grandes como para asomar la cabeza.
Lo justo.
Algunas dejan caer enredaderas con flores púrpuras que se
inclinan hacia los rayos de luz matutina que se cuelan entre los
huecos.
Es un espectáculo digno de contemplar, de otro mundo, pero
Lychnis nunca se ha sentido… normal.
Se cree que la Diosa de la Luz no podía soportar ver la destrucción
de sus hermosas creaciones. Que se desprendió del cielo en luna
creciente y cayó como polvo de estrellas, tragada por el mar. Que el
océano la dio a luz en la forma de esta isla; el géiser su sangre,
fluyendo para siempre.
Todo lo que sé es que no siempre existió. Que el océano nos aclamó:
una llamada a las armas que susurraba a través de las olas.
«¡Agarra la manzana! ¡Agarra la manzana!»
—No quiero una puta manzana —le gruño a Zykanth,
escudriñando el árbol en el que centra su atención, diez veces más
grande que la última vez que lo vi.
Hace muchas lunas.
Sus ramas se inclinan bajo el peso de los frutos verdes y gordos que
recogen y colocan en cestas un par de aeshlianos envueltos en capas
marrones.
La mujer se pasa un mechón de pelo por detrás de la espinosa oreja
y su atención se posa en mí.
Rápidamente desvío la mirada.
Verlos el otro día me sacudió hasta la médula. Volví a nuestro nido
dando tumbos, incrédulo, agotado de repente, seguro de que iba a
despertarme y darme cuenta de que todo había sido un sueño. Que
no me vería obligado a mirar a los ojos de aquellos a los que había
fallado y fingir que no había pasado nada.
Y eso hice durante días.
Evitarlo.
Esta mañana, Vicious me sujetó de la mano y me arrastró hacia la
puerta, conduciéndome por el camino demasiado familiar hacia el
oasis, ejerciendo su poder único sobre mis impulsos. Quizás sabiendo
que la seguiría a cualquier parte.
«¡Agarra la manzana!»
Me aclaro la garganta y meto un fragmento suelto de cristal en el
bolsillo de mis pantalones cortos que Vicious ha sacado de su
destartalado montón.
—Ya está. Tesoro en mi bolsillo. Ahora deja de hablar de las
manzanas —le digo, mientras miro a Vicious.
«Preciosa pequeña salvaje. Mía».
Está con las piernas cruzadas en una parcela de tierra labrada,
vestida con una camisa demasiado grande y con las piernas delgadas
y bronceadas cubiertas de tierra. Su pelo es un mechón de garabatos
blancos, sus ojos como el horizonte en llamas.
Mi interior se enciende.
Sí. Trago saliva. Tuya…
Dos niñas se tambalean bajo su atenta mirada. La más pequeña
juega en la tierra, con sus rizos lustrosos rebotando en su cara en
forma de corazón, mientras amontona tierra en montones a los que
da diferentes formas. La otra no puede tener más de seis años, con el
pelo más largo, un lado trenzado con cuentas de cristal. Arranca
hortalizas de la tierra, las inspecciona con mirada seria mientras les
quita el polvo y las amontona en una cesta en la que podría
acurrucarse.
Le ofrece una zanahoria a Vicious, que frunce el ceño durante un
largo rato antes de agarrarla.
La muerde.
Su cara se tuerce y escupe trozos de naranja en el suelo, luego se
limpia la lengua con la manga de la camisa al son de las carcajadas de
la niña.
La más leve sonrisa inclina mis labios, desapareciendo cuando
siento que la mujer Aeshlian vuelve a observarme, llenando mi pecho
con una oleada de culpabilidad.
¿Me reconocerá?
¿Me hará responsable?
No la culparía si lo hiciera. Si me empujara contra una salvia y me
maldijera en la cara, con lágrimas corriendo por sus mejillas.
Este oasis… Solía ser el hogar de decenas de habitantes de Aeshli
que se dedicaban a sus tareas cotidianas: cortar herramientas con
trozos de cristal, cuidar los cultivos, preparar verduras para cocerlas
en hornos excavados en el suelo. Niños retozando en el arroyo,
recogiendo flores silvestres al sol. Felices y despreocupados.
Una existencia pura ahora contaminada.
Un recuerdo punzante golpea… gritos petrificados rebotando entre
las agujas. Del aire marino agriado con el potente sabor de la sangre
que salpicaba el suelo cerca de la base de aquel manzano de gran
tamaño. Un árbol que parece haber engullido la oferta como si se la
hubieran dado gratis, expandiéndose por el antinatural golpe de luz
que recibió de la sangre Aeshlian.
Mi barbilla cae sobre mi pecho.
«Agarra la manzana».
Gimo.
Al notar movimiento a mi izquierda, el corazón me da un vuelco y
los ojos se me abren de par en par cuando Anver se sienta a mi lado,
con los brazos sobre las rodillas dobladas y las manos juntas. Una piel
de pelaje acentúa sus anchos hombros, el pelo rapado por ambos
lados, enmarcando unas orejas espinosas, el resto retorcido en una
cuerda de trenzas de cuentas que le caen por la columna vertebral.
Gira la cabeza, dejando al descubierto una cicatriz acuchillada en
la ceja y el ojo que no estaba allí la última vez que lo vi, su fuerte
mandíbula y cincelados pómulos suavizados por la fina elegancia de
su etérea raza.
—Ha pasado mucho tiempo, viejo amigo.
Su voz ronca rueda como olas embravecidas que golpean mi pecho.
—Yo… creía que los habían capturado a todos.
Juro que la luz de sus ojos se apaga, y dirige una mirada a las niñas
mientras una pesadez se instala entre nosotros.
—Casi. —Se aclara la garganta—. Algunos de nosotros
sobrevivimos en las profundas hondonadas de la isla, escondidos tras
uno de mis escudos. Solo salimos una vez que estábamos demacrados
por el hambre, y para entonces la isla estaba abandonada.
El fracaso me araña las costillas y se posa sobre mis hombros como
una bestia carnívora.
Hubo años de paz antes de que la isla fuera descubierta por
forasteros, y para entonces nuestras guardias habían bajado. Muchos
bruák llegaron a la vez, volando a través del océano en barcos con
lanzas de hierro atornilladas a sus cubiertas. Con cascos vacíos listos
para llenarse de cuerpos calientes.
Ráfagas de poder rasgaron el aire y abrasaron el mar, y no pudimos
detenerlos a todos.
El océano corría brillante y rojo mientras el sonido de la muerte
llenaba el aire, acentuado por los gritos agonizantes mientras los
bebés eran arrancados de los pechos de sus madres.
Se habían llevado nuestro tesoro.
El cielo tembló y la oscuridad se extendió por encima. El mar se
agitó y luego se aquietó hasta la muerte, convirtiéndose en una voraz
trampa carnívora para los que sobrevivimos. Nuestra penitencia, tal
vez. Una en la que muchos de nosotros nadamos hacia las fauces.
Plagados de una culpa inimaginable, algunos originales desafiaron
a tierra firme para cazar a nuestros preciados amigos, pero no
consiguieron sacar sus colas cuando volvieron al océano, ya que
habían pasado demasiado tiempo con patas. Algunos buscaron
demasiado y acabaron en el océano equivocado en el momento
equivocado, alcanzados por el rayo de poder convocado desde el
cielo que acabó con la mayoría de los Unseelie.
Pero los Aeshlianos…
Primero se dieron un festín y luego fueron cazados hasta la
extinción delante de nuestras narices.
—Les fallamos —me ahogo, bajando la mirada hacia la hierba.
—No, no nos fallaste.
Miro de reojo a Anver, frunciendo el ceño.
—Puede que seamos inmortales, pero es tan antinatural carecer de
fin como de sombra. Incluso Dioses y Diosas eligieron arrancarse de
su olvido porque conocen la verdad.
—¿Cuál es?
Deja caer su voz a un murmullo bajo.
—Sin un final, la pérdida se apila sobre tu pecho como piedras. La
pérdida de tu hogar, de tus seres queridos, de tu mente. He sido
testigo tanto de la creación como de la destrucción de mi especie y, a
través de todo ello, me he dado cuenta de que la mortalidad es un
don. Los que tienen una vida infinita acaban destruyéndose a sí
mismos —dice con el rostro marcado por la tristeza—. O a otros.
Sus palabras me desgarran el pecho mientras evoca una falsa
sonrisa y vuelve a mirar hacia delante, dando la bienvenida al hombre
y la mujer que llevan la cesta de manzanas hacia nosotros. Me aclaro
la garganta cuando ambos aeshlianos bajan la cabeza, y la mujer
extiende una manzana en mi dirección.
Mis ojos se abren de par en par.
Un regalo.
Zykanth estalla en un remolino de vértigo mientras el shock me
electriza por dentro, y extiendo la mano para aceptarlo.
—Gracias.
Mueve la cabeza y me ofrece una tímida sonrisa antes de alejarse
con el macho. Pasan por debajo de una cuerda cargada de carne de
pescado secándose al sol y desaparecen por la entrada de una de las
agujas de cristal.
Miro la manzana, consciente de su peso, del tono brillante y
saludable de su piel verde lima. Casi puedo saborear su agudo
dulzor, la parte inferior de mi lengua hormigueando en anticipación
de la crujiente comida a la que no me atrevo a hincar el diente.
A disfrutar.
No después de ver toda la sangre que se derramó por ese suelo.
Con los pensamientos nadando mucho más rápido que el
nauseabundo revoltijo de mis tripas, miro hacia un sendero. La ruta
más rápida al océano desde aquí.
—¿La has reclamado? —gruñe Anver, la pregunta me sorprende.
Mi atención se desvía hacia la marca de mi mordisco en la nuca de
Vicious, medio oculta por un chorro de pelo salvaje mientras cava
pequeños agujeros con sus propias manos, abriendo paso a la bolsa
de semillas que la mayor de las niñas está esparciendo por la parcela.
«Atrás, patitas brillantes. Mi salvaje compañera elegida».
Un sonido retumbante hierve en el fondo de mi garganta.
—Yo soy suyo, y ella es mía.
—Entonces, ¿por qué los ojos sombríos?
Suspiro y me paso las manos por el pelo, apretando los mechones.
—Porque sé de otra Aeshlian —admito, con la voz baja, temiendo
que el viento se lleve mis palabras a algún lugar peligroso—. Una
hembra.
Él suelta un suspiro y siento que su mirada se clava en un lado de
mi cara.
—¿Eludió la caza?
Me recorre un escalofrío entre las costillas, profundo, y capto su
abultada mirada. Capto su tez blanquecina.
—Pasó la mayor parte de su adolescencia en la costa de Ocruth.
Desde entonces ha viajado al sur a bordo del barco que disparó a mi
Dragón marino.
Zykanth se estremece, enroscándose en un nudo, y yo le doy una
tierna caricia.
—Bahari…
Asiento con la cabeza, y una sombría máscara de presentimiento se
instala en el rostro de Anver.
—Su verdadero ser está oculto por una fuerza que no es de este
mundo, pero he visto demasiado como para no preocuparme. —Para
imaginarla colgada de un árbol. Descuartizada.
Quemada en la hoguera.
Me aclaro la garganta y desvío la mirada, temblando.
—Mi Dragón ya está curado. En algún momento, quizá pronto,
tendré que arriesgarme en las aguas. No puedo llevar a Vicious
conmigo. Si la bestia que guarda estas islas le hiciera daño… —
Sacudo la cabeza, con los dientes apretados mientras Zykanth se
desenreda, golpeando contra mis costillas, una vez, y otra, y otra.
No puedo arriesgarme.
No lo haré.
—¿Puedo preguntar… cuánto tiempo lleva aquí?
Noto que Anver me observa atentamente, con una leve línea entre
las cejas.
—Un tiempo —dice finalmente, como si escogiera las palabras con
cautela—. Llegó a nosotros salvaje. No parecía entender lo que estaba
bien y lo que estaba mal, ni cómo comunicarse. Era simplemente…
—Vicious —termino, y él asiente, volviendo la mirada hacia el
huerto.
—Ailith y Siah son las primeras crías nacidas en esta isla desde la
Gran Cacería, y tu Vicious ha creado un vínculo especial con ellas.
Pero han hecho falta años de suaves persuasiones y cautelosos regalos
para llevarla tan lejos en nuestro redil.
Años…
La palabra se me clava en las tripas como una piedra, confirmando
mis sospechas.
Años… sin su cola.
Lo que significa que mi hermosa y salvaje Vicious tiene una lápida
en el pecho en lugar de la agitada y palpitante fuerza vital sin la que
no podría imaginar vivir.
En mi interior, Zykanth libera un profundo lamento que sacude
mis huesos y las cuerdas de mi corazón, e intento tragarme la bola de
emoción que sube por mi garganta.
—Quizá perder a su Dragón la golpeó tan fuerte que dejó escapar
su humanidad…
El silencio se prolonga tanto que resulta incómodo, y capto la
mirada de Anver. Me observa con precisión, algo se agita tras sus ojos
cristalinos.
Levanta una ceja.
—Llevas demasiado tiempo en tierra, viejo amigo.
Las palabras son pesadas, como si me estuviera pasando algo
sagrado.
—¿Qué…?
Un movimiento borroso hace que mi atención se centre en la niña
más pequeña, que viene hacia nosotros dando saltitos, con una risita,
una sonrisa radiante y los rizos rebotando.
—¡Geil de neh veshta, nav Ashta! —exclama, aplaudiendo con sus
manos sucias, oliendo a tierra húmeda y flores.
Me recuerda a Orlaith.
—¡Geil de ne veshta, nav Ashta! Hath te nei…
Anver le rodea los hombros con sus grandes manos, calmando su
constante rebote.
—Usa la lengua común, Ailith. Recuerda tus lecciones.
Con el suspiro más dramático que he visto en mi vida, ella frunce
el ceño, como si se lo pensara mucho.
—Por favor, por favor. —Se da golpecitos en los labios, mirando al
cielo, y vuelve a mirar—. ¿Un regalo… para Ashta?
No puedo evitar sonreír.
Anver ríe por lo bajo antes de juntar las manos.
—Casi —dice, con una luz nítida que se cuela entre los huecos de
sus dedos: un don nacido directamente del cuenco que no ha pasado
de generación en generación, lo que convierte a Anver en el último
con la capacidad de solidificar su luz. Unos instantes después, levanta
la mano y muestra una delicada flor de cristal luminiscente.
«¡Tesoro!» Zykanth trina mientras la niña aplaude y salta, chillando
de alegría. «Tesoro, tesoro, tesoro».
—Te agradezco el favor. —Agacha la cabeza, agarra la flor y corre
hacia un camino entre las agujas, con la capa ondeando a su paso.
—Será mejor que la siga —gruñe Anver, poniéndose en pie y
dejándome a su sombra—. Asegúrate de que no se caiga por el
agujero.
«Me gustan los agujeros. Los agujeros esconden cosas brillantes».
—¿Adónde va? —pregunto por encima del alboroto interno de las
divagaciones de Zykanth.
Hay un latido de silencio, y una reverencia enciende los ojos de
Anver.
—A el pozo.
Zykanth casi se libera de su jaula al desbordarse su excitación, y las
escamas brotan en mi pecho, haciéndome picar. «Vamos. Mueve las
patitas. Sigue a la pequeña brillante y al grande brillante. Consigue
un bonito tesoro para la pequeña salvaje».
Vicious me mira levantarme y guardarme la manzana en el bolsillo,
y un calor se hincha en mi interior bajo su mirada curiosa. Sigo a
Anver por el sendero elevado entre bloques de cristal, frenando
cuando se convierte en una escalera que desciende en túnel. La luz se
filtra a través del cristal, proyectando prismas de color sobre nuestra
piel a medida que nos adentramos en las entrañas de la isla.
El aire es fresco, pero inquietantemente quieto, lo que me hace ser
cauteloso con cada respiración superficial, no sea que revuelva algo
que no debería.
La escalera se abre a una pequeña cueva, cuyas paredes y techo
están adornados con grupos de cristales largos y romos. Ailith se
detiene a unos pasos de una hendidura irregular en el suelo, se
agacha sobre el vientre y se mueve hacia el borde afilado, colgando el
brazo por el lado, sosteniendo la rosa en alto.
La deja caer.
Al oír un plop lejano, Zykanth se impulsa contra mis costillas,
tratando de impulsarme hacia el borde.
«Muévete, hombrecito. Ponte debajo de las grandes costillas.
Zykanth consigue un tesoro para la amiguita suave».
—¡No cabes, tonta serpiente de mar! —gruño internamente,
rascándome las escamas que surcan mi mejilla mientras avanzo
sigilosamente.
—¿Por qué dejarlo caer ahí abajo? —digo con aspereza, mi voz me
devuelve el eco.
Anver sonríe.
—Es un regalo —retumba, y dirijo la mirada hacia la sima, bañada
por una luz moteada que se filtra desde arriba.
Algo brilla debajo, acelerando mi pulso, encendiendo a Zykanth en
un remolino hirviente.
«Tesoro» balbucea. «Sumérgete, hombrecito».
Lucho contra él y lo encierro, pero mi corazón sigue latiendo a un
ritmo feroz…
Es un tesoro escondido.
Levanto los brazos por encima de la cabeza y el gemido que emito
al estirarme se transforma en una mueca de dolor sibilante cuando
una llamarada de dolor me atraviesa el cuello.
Abro los ojos, mi visión es una neblina dorada y azul, y mis manos
tocan una venda que me rodea la garganta como un lazo.
Me incorporo, jadeando, segura de que me falta el aire.
Que me estoy ahogando.
Con el corazón palpitante, desenredo la venda con movimientos
frenéticos y temblorosos y la arrojo a un lado, con los dedos
acariciando el tierno trozo de piel desgarrada que palpita con un
profundo dolor.
Me trago un gemido y me obligo a respirar más despacio.
Más despacio.
Veo una habitación con muebles de oro y paredes de lapislázuli.
Un vestidor repleto de vestidos llamativos que no están hechos de
gran cosa. Una vista espectacular de una ciudad resplandeciente que
esconde tantos secretos horribles.
Mi habitación.
Miro las sábanas blancas que me rodean y siento un cosquilleo en
la lengua mientras una oleada de náuseas me invade.
Definitivamente mi habitación…
«No pasa nada», me recuerdo a mí misma, inspirando por la nariz
y espirando por la boca. «Estás fuera».
«Eres útil».
Pienso en la niña pelirroja. Imagino que puedo liberarla de esa
jaula, abrazarla y decirle que todo va a salir bien.
Aferrada a ese pensamiento, agarro un vaso que hay en la mesilla
de noche y casi lo tiro con las prisas. Lo agarro con las dos manos, me
lo llevo a los labios y bebo tanta agua que noto que me revuelve la
barriga.
«Todo va a salir bien».
Me pongo de lado, paso las piernas por el borde de la cama y apoyo
los pies en el frío suelo de piedra, con un camisón azul cayendo sobre
mis piernas…
Trago grueso, prefiriendo no pensar en cómo me pusieron esta
prenda sedosa y de tirantes. En mi larga trenza, casi perfecta, atada
con un lazo azul a juego, en algunos mechones de pelo sueltos por el
sueño.
El sudor se desliza entre mis pechos, por mi columna vertebral,
mientras vuelvo a dejar el vaso vacío sobre la mesa, aferrándome a él
con una mano en forma de garra. Echo la cabeza hacia delante y
respiro.
Respiro.
«Todo va a salir bien. Voy a sacarlos».
De algún modo.
Echo un vistazo a la habitación y mi mirada se estrecha hacia una
jarra de cristal llena de agua que hay sobre mi tocador. Siento una
necesidad profunda e insaciable. Es como si llevara días dando
tumbos por un desierto polvoriento y por fin hubiera encontrado un
pozo.
Agarro el vaso vacío y me pongo en pie, con el cuerpo demasiado
pesado, en contraste con la cabeza demasiado ligera, mientras me
arrastro hacia el tocador. Me agarro a la silla para estabilizarme, me
sirvo el vaso lleno y lo bebo de un trago, derramando un poco en mi
impaciencia.
Lo dejo de golpe en el suelo y, con el pecho agitado, me limpio la
boca y me atrevo a mirarme en el nuevo espejo que ha sustituido al
que tenía destrozado.
Una respiración entrecortada atraviesa mis labios entreabiertos.
Ha tomado demasiado…
Mis ojos planos y sin brillo se cubren de ojeras, mis labios se tiñen
de azul, mi piel es de un gris enfermizo, tan fina en algunos puntos
que se puede ver el mapa de mis venas dibujado bajo la superficie.
Parece como si acabara de recuperarme del borde de una muerte
que aún se aferra a mis bordes. ¿Cómo puedo salvar una madriguera
de gente, salvar un territorio, si apenas puedo salvarme a mí misma?
«Tu especie necesita la luz del sol para sobrevivir. Por eso Rhordyn
te alojó en la torre norte todos estos años. Le sacó el máximo partido».
Las palabras de Zali me golpean como una bofetada, y mi mirada
se desplaza hacia las puertas abiertas del balcón. Hacia las franjas de
luz mantecosa que se cuelan entre las cortinas ondulantes, trayendo
consigo el olor de la lluvia recién caída. Mis pies se mueven por sí
solos y avanzo hacia las puertas como si estuviera atada a una cuerda.
Cuando salgo al balcón, las cortinas se descorren y un cálido sol me
abraza.
Me estremezco desde los párpados hasta la punta de los pies.
Paso junto al banco, me apoyo en la pared, bajo al suelo y estiro las
piernas, levantándome el vestido para exponer más parte de mi
cuerpo a los rayos abrasadores. Me quito los tirantes de los hombros,
apoyo la cabeza en la piedra, cierro los ojos y dirijo mi atención hacia
el interior.
Fascinada, observo cómo brotan gotas de luz en mis sombrías
entrañas. Una a una se hinchan, como estrellas parpadeantes
esparcidas por un cielo oscuro.
Las pequeñas semillas se convierten en cosas grandes y fuertes…
El dorso de mis ojos palpita con la promesa de lágrimas mientras
me maravillo ante la belleza feroz y etérea. En innumerables semillas
de la fuerza que necesito para apuntalar mi columna vertebral y
salvar esas vidas inocentes.
Arranco algunas con lentitud y delicadeza, las estrecho y las adoro
como adoro una piedra perfecta recogida de la orilla de Bitten Bay.
Las aplasto, las aliso, me tomo mi tiempo para moldearlas en
pequeñas pero poderosas cúpulas que apilo en mi pecho. Mientras
tanto, ese dolor crudo y vergonzoso en mi cuello palpita con cada
martilleo de mi corazón.
No puedo permitirme otro error. Otra debilidad.
Hay demasiado en juego.
***
Cada escalón que bajo hace eco del golpeteo de mis tacones, con la
barbilla alta y la columna tan fuerte como mi determinación recién
soldada.
De mi muñeca cuelga un retículo, la cupla de Cainon atada a la otra,
más pesada que nunca. Llevo el pelo ondulado sobre los hombros y
el vestido es un laberinto de tiras doradas y azules que muestran
demasiado mis hombros bronceados, mis piernas… cualquier otra
parte de mí.
Pero era la que estaba tendida.
Izel me encontró dormida en el balcón y me dijo que me habían
ordenado que me preparara. Que Cainon tiene algo que mostrarme
en la ciudad.
Un regalo que recibiré ante el pueblo de Parith.
Todo lo que oí fue ciudad y pueblo de Parith y un plan tomó forma
dentro de mí como una red de cables que tropiezan: arriesgado.
Peligroso.
Todo lo que tengo.
Rechacé su ayuda para vestirme y así tener tiempo para hacer los
preparativos adecuados.
Al pasar junto a un espejo alto del pasillo, me miro y me detengo,
impresionada por mis ojos, brillantes como el sol, pero duros como
pedernales. Como si me hubieran arrebatado el alma y la hubieran
metido bajo una de las muchas cúpulas de cristal clavadas contra mis
entrañas. Un bonito cementerio para todo lo que me hace vulnerable.
Me levanto el pelo y compruebo la marca del mordisco: levantada,
en carne viva y de aspecto irritado, palpitando con su propio latido.
Me recuerda su vergonzosa existencia.
El vendaje llama demasiado la atención, me hace parecer débil,
pero mi pelo es el camuflaje perfecto.
Vuelvo a dejar caer mis pesados mechones sobre la herida y
continúo bajando, acercándome al vestíbulo, donde Cainon aparece
de espaldas a la escalera.
Lleva una túnica de hilo fino ribeteada en oro, los brazos cruzados,
el pelo rozándole los anchos hombros en ondas sueltas y saladas que
le dan un aspecto algo distinto del normal, aunque eso no engaña a
mi atronador corazón. No frena mis ganas de retroceder.
De huir.
Sigue siendo el mismo depredador cuyos ojos perdieron toda su
tonalidad antes de desgarrarme el cuello y casi dejarme seca. Sigue
siendo un antiguo animal forjado en una época en la que el poder
dominaba el mundo.
Trago grueso y alzo la barbilla mientras rodeo las escaleras, como
si estuviera entrando en una madriguera dorada de los Unseelies. Me
recuerdo a mí misma que tengo un plan: solo tengo que apretar los
dientes y aguantar hasta mañana por la noche.
Solo tengo que hacer el maldito papel.
Cainon habla con una mujer vestida con una vaporosa túnica gris.
Tiene el pelo entretejido en una corona de sedosos mechones dorados,
finas líneas que bordean unos ojos morados oscuros, de los que brota
el azul de las pupilas.
El mismo bonito tono que el de mi amigo Gael.
Su madre.
Algunas de mis cúpulas traquetean, emociones viciosas y
espinosas que amenazan con brotar cuando recuerdo la historia que
me contó Gael.
Recuerdo las cicatrices de su espalda.
Mientras miro la v invertida tallada entre sus ojos y lucho para que
no se me desmoronen las rodillas.
Sostengo la mirada de la mujer hasta el final de la escalera, y su
ceño se frunce.
Cainon se vuelve.
—Orlaith. Iba a buscarte —dice ásperamente, con su mirada
caliente y hambrienta recorriéndome la piel—. Pero me sorprendes
hablando con la Gran Septum…
Dibujo una suave sonrisa en mi rostro, mirándolo a sus ojos
voraces.
—Siento haberme adelantado.
Se le hace un nudo en la garganta.
La Gran Septum le sujeta de la mano y tira de él hacia ella.
Frunciendo el ceño, interrumpe mi mirada y se inclina hacia ella.
Le susurra algo al oído.
Cainon me mira de reojo y me da la espalda. La Gran Septum
vuelve a mirarme, con los ojos entrecerrados, y le suelta la mano del
brazo antes de cruzar cojeando el vestíbulo y desaparecer por una
puerta lateral, haciendo estallar la tensión que no me había dado
cuenta de que me aplastaba los pulmones y me dificultaba la
respiración.
Cainon se aclara la garganta, se gira y me tiende la mano.
—Una belleza tan exquisita debería colgar de mi brazo. Siempre.
Actúa el papel.
Refuerzo mis cúpulas, le dirijo una tímida sonrisa y enrosco la
mano alrededor de su brazo, con cada célula en vilo cuando me
arropa demasiado a su lado y me lleva en dirección a la salida
principal.
Echo un vistazo a la puerta lateral.
—¿Es la Gran Septum la… líder de los Shulák?
—Sí —dice riendo—. Ella supervisará tu juicio y oficiará nuestro
acoplamiento mañana.
Qué mala suerte, estoy segura de que ya me odia. O al menos no
confía en mí.
Probablemente justificado, ya que el sentimiento es mutuo en
ambos casos.
—Estás impresionante —continúa—. Realmente comestible.
Le dirijo otra sonrisa falsa a pesar de que se me eriza la piel.
—Gracias.
Gira y me lanza detrás de la gran puerta dorada, dejándome sin
aliento. Me aprisiona contra la pared con una fuerza tan dominante
que me tiemblan los dedos en busca de la espada que suelo llevar
atada a la cintura o al muslo. Agradezco no tenerla, porque encuentro
una pequeña liana de rabia enroscada entre mis vértebras. La
desenredo.
La meto bajo una cúpula.
—Me gusta que te hayas quitado la venda —ronronea—. Que lleves
mi mordisco con orgullo bajo este bonito, bonito pelo.
Sus palabras se arrastran por mi piel como las orugas espinosas que
mordisquean mis rosales. Las que me dejaban un sarpullido en las
manos cuando las arrancaba.
—Me alegro tanto de que lo apruebes —miento con un sensual
sorbo que sabe a fruta estropeada, colocando otra capa sobre mis
crujientes cúpulas mientras pienso en un cálido beso sobre mi cabeza
y en una voz profunda y estremecedora que se filtra a través de las
capas de mi piel.
Una voz que daría mi vida por volver a oír…
«No llores».
Cainon me aparta el pelo del cuello, sus dedos rozan la marca de la
mordedura, y se me pone la piel de gallina por todas las razones
equivocadas. Pero contribuyen al engaño. Hacen que parezca que
disfruto de su embelesada atención.
Como si mi cuerpo respondiera al ruido sordo que bulle en su
pecho cuando se acerca tanto que apenas tengo espacio para respirar.
—Todavía está muy crudo. —Traga saliva, el sonido hace sonar las
cadenas del doloroso recuerdo de él aferrado a mi carne, atrayendo
ávidos tragos.
Me pica el hombro.
—Todavía huele como sabe tu sangre. —Me arrastra la nariz por el
cuello y suelta un gemido de dolor—. Y si no dejo de hacer esto, voy
a desgarrar este bonito cuello y arruinar tu precioso vestido.
Reprimo un escalofrío cuando se echa hacia atrás y me sujeta la
mano, besándome los nudillos mientras me mira a través de las
pupilas dilatadas. Bebiéndome de una forma más suave que la que
estoy segura de que está imaginando.
Anhelando.
—Más tarde —me promete, mostrándome una sonrisa
serpenteante y llena de dientes antes de dejarme el pelo sobre su
marca y tirar de mí hacia la salida.
«Más tarde».
Vuelvo a reforzar frenéticamente mis cúpulas…
Actúa el maldito papel.
Tragando oleadas de náuseas, me conducen a través del patio y
fuera de las puertas del palacio, con el sol abrasándome la cara y todas
mis partes de piel desnuda. Nos acercamos a un tropel de caballos
ensillados y guardias armados, cada uno adornado con cascos
dorados alados a los lados. Los ojos de los caballos están semiocultos
con anteojeras, sus crines ocultas por cáscaras de oro planas y
entrelazadas que se amoldan a su forma.
Avanzamos entre la multitud y nos acercamos a un enorme caballo
blanco sujetado por Kolden de rostro estoico. Cainon me agarra por
la cintura, me levanta y me coloca sobre la gruesa manta de la silla de
montar, mientras el animal se agita en una cabriola tensa y agitada.
Me agarro a una correa de cuero cuando un golpe de viento
despeina las tiras de mi vestido, dejando al descubierto la turgencia
de mis pechos y la curva interior de mis muslos.
Sonrojada, aliso la tela lo mejor que puedo con una mano, mientras
agarro el caballo con la otra. Pero una rápida mirada a los guardias
me asegura que, o bien no se han dado cuenta, o bien saben que no
deben echar un vistazo a lo que se considera propiedad de su Gran
Maestro.
Un estampido rompe el silencio y me sobresalto. Algunos de los
caballos corcovean y chillan, y el que está debajo de mí sacude la
cabeza y me da un vuelco el corazón. Una lluvia de luz azul cae del
cielo y se apaga antes de llegar a la bahía.
Cainon le arrebata las riendas a Kolden y salta detrás de mí,
estrechándome contra su pecho. Estoy sellada entre sus piernas, con
el corazón latiéndome en las costillas, mientras capto la fugaz mirada
de Kolden: la mandíbula desencajada, los ojos duros.
Se vuelve hacia su caballo, y mi mirada se clava en el puente, con
el miedo en mis entrañas.
—¿Tenemos que ir muy lejos antes de llegar a este… regalo?
—No muy lejos —me susurra Cainon al oído, su emoción evidente
en su voz entrecortada.
Se me erizan los pelos de los hombros. Me suben por el cuello.
Cainon clava los talones y avanzamos bruscamente. La bestia salta
a un trote rocoso, luego a un galope más suave que hace que todo mi
cuerpo suba y baje entre los muslos de Cainon.
—Relájate, pétalo. Solo muerdo a puerta cerrada.
Aplasto otro caparazón preparado sobre la cúpula que contiene mi
autodesprecio y me obligo a inclinarme hacia atrás, amoldándome a
él, sintiendo que se me cuaja la sangre cuando un estruendo de
agradecimiento retumba desde su pecho a través de mi espalda. Está
tan cerca, tan íntimo, que siento que un trozo de mi corazón se
desprende y se desmorona como tierra quemada por el sol.
Respira.
Actúa el maldito papel.
Corremos por el puente bajo el intenso resplandor del sol, seguidos
por una orquesta de cascos que repiquetean contra los adoquines.
Mantengo el pelo pegado al cuello mientras salimos a la explanada y
avanzamos despacio por las calles de la ciudad, un mar de hombres,
mujeres y niños que salen de puertas, tiendas y callejones estrechos
para seguir nuestro camino. Algunos de los niños más pequeños tiran
de las camisas o las manos de los adultos, fruncen el ceño y sus bocas
se llenan de preguntas en un revoltijo de palabras confusas.
—¿Qué hacemos, Maami?
—¿Vamos a ver el bonito destello del cielo?
Los adultos permanecen callados, acallando las preguntas de los
niños mientras lanzan miradas furtivas a los guardias que nos
escoltan por las calles.
Una pesada sensación de temor se apodera de mis hombros,
aunque albergo una semilla de esperanza escondida en mi retícula:
busco entre la multitud una cara conocida.
Solo necesito una.
Cada vez más gente se agolpa a nuestro alrededor, hasta que
llegamos al final de la calle, que desemboca en una enorme plaza
adoquinada. Los edificios que la rodean son altos y gruesos, cada uno
de ellos con balcones repletos de gente, cuya atención se centra en un
gran objeto envuelto en tela azul.
Un sudor frío me recorre la nuca.
Me recorre la columna vertebral.
Los guardias que nos siguen se despliegan por todo el perímetro y
detienen sus caballos en una formación constante y unificada
mientras cientos de hombres, mujeres y niños nos siguen.
Tanta gente…
Tantos pares de ojos que es difícil convencerme de que no pueden
ver a través de mis grietas. No pueden ver la mentira en la forma en
que me apoyo en el pecho de Cainon, o en la suave sonrisa que le
dedico cuando me planta un beso demasiado caliente en la oreja.
Casi espero que alguien se levante y lo grite. Que me llame la
atención.
Para sembrar semillas de duda en la mente de Cainon que me
impidan salvar a esos pobres inocentes atrapados en la madriguera
de su padre.
Cainon detiene nuestro caballo junto a un podio de piedra cubierto
de ondulantes cortinas azules adornadas con hilos de oro. Se baja de
un salto y me ayuda a bajar.
Apenas siento que me agarra por la cintura, ni que mis zapatos se
asientan sobre la piedra. Apenas siento la presión de su mano contra
mi espalda, que me lleva escaleras arriba, a la cala protegida del
podio, a gran altura sobre el suelo.
Nos acercamos a la balaustrada, desde donde observamos a la
multitud que sigue agolpándose en la plaza, con filas paralelas de
guardias armados y de rostro pétreo que impiden que se abran paso
en el espacio vacío que hay entre nosotros y la estructura oscurecida.
La multitud estalla en abucheos, gritos, obscenidades hacia una
persona que es arrastrada por dos fornidos soldados.
El corazón me da un vuelco.
¿Qué es esto?
El prisionero lleva la cabeza oculta con un saco atado al cuello, por
lo que no ve las frutas y verduras que le lanzan. Rebotan en la
armadura de los guardias, pero el prisionero se estremece cada vez
que una encuentra su blanco.
El estómago se me revuelve cuando los hilos de la comprensión
empiezan a entretejerse.
No es un regalo normal.
Mantengo mi actitud pasiva y me agarro a la balaustrada para
evitar que se me desmoronen las rodillas cuando Cainon se coloca
detrás de mí y pone sus manos a ambos lados de las mías,
atrapándome. Respiro con fuerza y el corazón me retumba tanto que
temo que pueda oírlo.
—Todo esto es por ti, pétalo.
Inclino la cabeza para mirarlo.
—¿Por mí?
Tiene los ojos muy abiertos y una sonrisa brillante y expectante
mientras asiente.
Mi mirada se desplaza hacia una pila de flechas con plumas azules,
cuyas cabezas están protegidas por bandas de material blanco, tal vez
para evitar que las puntas hieran a alguien por accidente.
Me recuerdan a las crisálidas que solía encontrar en el algodoncillo
de Castle Noir. Las arrancaba del tallo, subía montones a mi torre y
las ponía en un jarrón para mantenerlas frescas y poder ver nacer a
las mariposas. Me encantaba verlas volar por primera vez y salir
revoloteando por una de mis ventanas abiertas.
Me aferro a este feliz recuerdo con los puños temblorosos mientras
la cortina se desgarra en una onda azul, revelando una pira que se
yergue orgullosa en el centro de la plaza, construida con heno, ramas
y un tronco alto.
Con los músculos en tensión, lucho por controlar el temblor que
amenaza con partirme por la mitad mientras el prisionero es atado al
poste de madera.
Se hace el silencio entre la multitud.
El silencio escalofriante me persigue, los músculos tensos, las
palabras de Rhordyn retumbando en mis oídos como una tormenta:
«Aquí las cosas se hacen de otra manera. Ese límite solo se rompe
cuando se preparan para quemar a alguien en la hoguera».
El recuerdo de la carne potente y carbonizada me revienta el fondo
de la garganta cuando me quitan el saco, dejando al descubierto a un
hombre de piel dorada, pelo arenoso y ojos azules que me descubren
al instante: afilados por el dolor y el miedo, oscurecidos por la ira.
Se me hiela la sangre.
Vanth.
Me alejo de la balaustrada, con las manos temblorosas extendidas,
como si de algún modo fueran a protegerme de la escena.
Cainon me sujeta de la muñeca, me gira hacia él y jadeo cuando me
pone un arco largo en la mano, con la mirada fija en el elevado arco
de madera pulida.
Una terrible conciencia florece bajo mis costillas…
—¿Sabes disparar?
El tono áspero de su voz desata una tormenta en mi estómago y
miro a sus ojos, incómodamente serios. Mi mirada se desvía hacia un
gran cuenco de metal colocado sobre un pedestal de piedra a mi lado,
rebosante de aceite en llamas, y luego hacia las flechas y sus puntas
esponjosas e inflamables.
La pesada carga del pavor me invade, expulsándome el aire de los
pulmones y dejándome poco espacio para respirar.
—Yo…
Mierda.
Asiento con la cabeza y una sonrisa de satisfacción se dibuja en sus
labios. Comprueba las ataduras de cada extremo del lazo que tengo
en el puño.
Apenas los veo, escudriño la aglomeración de gente que entra en la
plaza mientras la tempestad que se agita en mi interior me destroza
los nervios y amenaza con subírseme a la garganta. Las fisuras se
entretejen en mis cúpulas de cristal, liberando tenues zarcillos de
emociones enmarañadas que se arrastran por los costados de mi
pecho.
—No puedo…
—No te preocupes —Cainon murmura—. Nadie se atreverá a
reírse si fallas.
—No, quiero decir que no puedo hacerlo, Cainon. —Empujo el arco
y lo suelto. Se tambalea un poco antes de sujetarlo, lanzando una
mirada a la multitud—. No puedo… no encenderé la hoguera.
Se abalanza sobre mí como una estatua amenazadora, haciendo
que el espacio parezca demasiado pequeño.
Demasiado estrecho.
Se me acelera el corazón cuando se inclina hacia mí, rozándome la
mejilla con la punta de sus dedos, demasiado calientes; su ira es un
oleaje violento que me azota en olas.
—Te olí en él, ¿sabes? —Las palabras disparan mi ritmo cardíaco,
escamándome la piel como cardos—. Olí los restos del… deseo de
Vanth encerrados entre las fibras de su ropa después de que lo
detuvieran por casi asesinarte.
—No entiendo lo que estás diciendo…
El silencio se alarga, sus cejas se fruncen mientras me mira con una
especie de aplastante finalidad.
—Tienen que ver que eres mía. No tocan lo que es mío, Orlaith. A
menos que quieran morir. —De nuevo, sus dedos rozan mi mejilla,
recorren mis labios—. Y si no das el primer golpe, se verá que estás
dando la bienvenida a su cruda atención. Y puede que lo hicieras.
¿Cómo sé que no le estabas suplicando que te follara?
Se me corta la respiración.
—No lo estaba…
Sus ojos se endurecen como pedernales, una oscuridad se agita en
sus profundidades.
—Demuéstralo —dice mordazmente, enredando mis dedos
alrededor del arco, esas dos palabras lapidándome una y otra vez…
encadenándome a esta pesadilla.
A este infierno.
Me trago una oleada de palabras violentas, y el corazón se me
desboca cuando me acaricia la mejilla, me inclina la cabeza y me
mueve el pelo, con la mirada clavada en ese punto devastado de mi
cuello. Cainon retumba, golpeándome con promesas brutales y
sangrientas.
«Demuéstramelo…»
Quiero estirar esas palabras y convertirlas en una cuerda que se
enrosque en su garganta. Ver cómo se le desorbitan los ojos mientras
me suplica clemencia.
Suena una campana entre la multitud, sacándome de mi violento
ensueño. Cainon suelta su mano pero permanece cerca, su cuerpo es
un calor abrasador contra el mío mientras dirigimos nuestra atención
a la hoguera.
Un escudero sube a su base, vestido con una túnica azul, medias y
un cinturón de cuero. Lleva una pluma en el sombrero que revolotea
con la brisa cálida y húmeda.
Desenrolla un pergamino blanco y comienza a leer en voz alta, su
barítono se transmite fácilmente entre la silenciosa multitud.
—Vanth Augustine, Segundo, ha sido condenado por graves
crímenes contra la prometida del Gran Maestro.
—Recuerda, solo enciende la chispa —me murmura Cainon al
oído, y es una batalla no retorcerse ante su aliento mordaz—.
Significará mucho para mí.
Mis piernas amenazan con doblarse y me veo obligada a apoyarme
en la balaustrada.
—Por sus fechorías —continúa el escudero—, ¡ha sido condenado
a morir en la hoguera! Rechazado en vida, también será rechazado en
la muerte.
—¡Rechazado en la muerte! —La multitud ruge las palabras al
inquietante ritmo de los tambores—. ¡Rechazado en la muerte!
No quiero estar aquí, aspirando el olor del sudor y el miedo, viendo
a una multitud abuchear pidiendo sangre. Quiero estar en mi jardín
de rosas, arrastrando los dedos por las flores, admirando la
profundidad de su color.
—¡Rechazado en la muerte!
Quiero estar empapada y salada, estirada en la playa de piedra
negra, con el sol en la cara mientras Kai se agita entre las olas, siempre
mirando.
Siempre cerca.
—¡Rechazado en la muerte!
Quiero estar en la guarida de Rhordyn, acurrucada bajo las sábanas
y rodeada de paredes negras, durmiendo todo el día.
Escondiéndome del mundo.
Cainon da un paso detrás de mí, y puedo sentir el ritmo frenético
de su corazón palpitante, su hombría dura y palpitante apretada
contra mí.
Está… disfrutando con esto.
—Tiene que sufrir —gruñe Cainon, su voz esculpida con un deje
amenazador.
—¡Rechazado en la muerte!
No puedo pensar, no puedo hablar, apenas puedo respirar
mientras escudriño a la multitud salvaje, algunos con una v invertida
grabada en la frente.
Sus puños golpean el cielo cada vez que vociferan las viles
palabras.
Alcanzo a ver a un hombre alto, de pelo rubio y ojos azules que me
atraviesan, y mis mejillas se calientan de vergüenza. Rompo la mirada
de Gun y miro a Zane, que está a su lado, envuelto en la capa que le
compré. Me mira con los ojos muy abiertos, como si no me
reconociera.
Ninguno de los dos está cantando.
Se me hincha la garganta y desvío la mirada, parpadeando. La
campana vuelve a sonar y la multitud enmudece, aunque los
tambores siguen sonando.
Cainon pone sus manos sobre las mías, instándome a levantar el
arco. Obligándome a mirar por la línea del arma desarmada hasta
donde Vanth está atado a unos treinta metros de distancia, con los
ojos ahora desorbitados por un miedo inconfundible.
Cainon señala hacia un bulto de heno.
—Dispara justo ahí. Encenderá la base de la hoguera y arderá
lentamente.
Sus palabras son el olor de la carne quemada arrancada del pasado,
que se me presenta como un regalo. Son más muerte clavada contra
mi conciencia ya atormentada.
Un terrible temblor me sacude desde dentro…
—Has hecho cosas mucho peores —ronronea, creando más fisuras
en mis cúpulas.
Engendrando más brotes de emoción paralizante.
—Esto será pan comido comparado con apuñalar a alguien en el
corazón a quemarropa.
Juro que el suelo se ablanda bajo mis pies, mis manos ahora
recubiertas de su sangre mientras lo veo escabullirse.
Lo veo caer de espaldas en una cascada espumosa.
Es un esfuerzo no sollozar. Para no desgarrarme y gritar.
Paso de tragedia en tragedia, llevando la muerte como lápidas que
se acumulan bajo mis costillas. Y me doy cuenta con desgarradora
finalidad de que me equivoqué de monstruo en aquella jungla.
Me equivoqué de monstruo.
—No te pongas nerviosa. —Tras plantarme un beso en la mejilla,
Cainon se acerca a la pila de flechas, agarra una y pasa la punta
vendada por el fuego. Una oleada de llamas se traga el haz de
material blanco, y un grito ahogado colectivo resuena entre la
multitud.
Un mar de ojos se vuelven hacia mí mientras Cainon me ayuda a
clavar la flecha, y una mujer aúlla en algún lugar, un sonido áspero y
gutural que me hiela la sangre.
No miro en esa dirección. No quiero ver a quién pertenece ese
inquietante remolino. Vanth puede haber hecho algo terrible, pero
sigue siendo un hijo. Un hermano.
Tal vez un prometido.
Mi pecho se llena tanto de malezas salvajes de emoción que cada
respiración se siente ahogada, y lucho por recordar las razones por
las que estoy mordiendo las palabras como cristal que cruje. Por qué
estoy haciendo un nudo con mi moral mientras pongo el rostro
estoico de una mujer a la que empiezo a odiar.
La niña pelirroja que sigue enjaulada en esa madriguera, la forma
en que se estremeció cuando metí la mano entre los barrotes y le
acaricié las mejillas.
El macho que yace muerto en el suelo, con la mirada fija en el rayo
de luz de la luna que cae desde arriba.
Me doy cuenta de algo terrible…
No tengo elección. Tengo que sembrar más muerte en mi ya
mancillada conciencia.
Tengo que actuar el maldito papel.
Me dejo caer en mi interior, recojo una pila tambaleante de conchas
de cristal y empiezo a desenredar el revoltijo de mis emociones que
se arrastra por los desiguales cadáveres de mis cúpulas desatendidas.
Las acorralo donde deben estar, coloco nuevas cúpulas en su sitio e
inhalo profundamente.
«Respira, Orlaith. Busca un lugar tranquilo en tu interior y persigue
el silencio».
Las palabras de Baze me llegan desde el pasado y afianzo el agarre
del arma, la alzo y miro por la línea de la flecha más allá de la punta
ardiente. Mi mirada no se posa en Vanth, sino en un hombre de
hombros anchos que se encuentra entre la multitud, detrás de él,
envuelto en una capa azul real, con los brazos cruzados y el rostro
oculto bajo la sombra de su capucha.
Mi corazón da un salto y luego tropieza con una incursión de
latidos frenéticos.
No necesito ver sus rasgos para saber quién es. Para recordar el
tormento que bullía en sus ojos antes de que le diera la espalda y lo
dejara tendido en la arena, roto y golpeado, con sus cicatrices a la
vista, tratando desesperadamente de cubrirse.
Baze…
Una parte de mí quiere correr hacia él. Suplicarle que me saque de
este infierno, pateando y arañando su piel mientras lucho por gritar,
porque él sabe que no es así.
Siempre lo sabe.
El resto de mí quiere hacerse un ovillo y esconderse del hombre
que me enseñó a usar el arco, que ahora me ve apuntar con él a una
persona atada contra un tronco con una mancha de humedad
floreciendo en su entrepierna.
—Te tiemblan las manos…
La voz de Cainon atraviesa mis pensamientos, y recuerdo que hay
un depredador detrás de mí. Un depredador con el que Baze tiene
una espinosa historia.
«Debería cortarte la cabeza por eso, muchacho».
Mi interior se estremece ante el escalofriante eco de las palabras de
Cainon, casi una promesa.
Un paso en falso podría incitar a Baze a hacer algo estúpido que
llame la atención para que lo hieran.
Que lo maten.
Esa oscuridad chisporroteante se desliza libre del abismo dentro de
mi pecho, y siento cómo se arrastra bajo mi piel como anguilas
ardientes. Una promesa mortal.
Trago saliva, enderezo los hombros, alzo la barbilla y vuelvo a
mirar la hoguera. Si finjo que no está aquí, que no mira, no llamaré la
atención sobre él. No tendrá que mirarme a los ojos y ver cuánto he
cambiado.
Ver el monstruo en el que me he convertido.
—¿Orlaith?
—Estoy bien —digo una bonita mentira para mi venenosa y
vergonzosa verdad.
Cainon se hace a un lado y yo tiro del brazo hacia atrás, rozándome
la oreja con las plumas. La punta flameante baila con el viento, y mi
pelo hace lo mismo mientras capto la amplia y dolorida mirada de
Vanth.
Sus labios se mueven, murmurando algo eclipsado por los aullidos
de la mujer.
No consigo que mi corazón se calme, recordando la mirada rota de
Vanth después de disparar a su hermano en el corazón. La forma en
que bebió de aquella botella de licor como si realmente creyera que
iba a quemarle la sangre de las manos.
Recuerdo cómo me gruñía para que gritara, como si mi propio
dolor fuera el único remedio para el suyo.
Ya ha sufrido bastante.
Levanto un poco la mirada y dejo escapar un suspiro entre mis
labios entreabiertos. Cierro los ojos, encuentro un pequeño resquicio
de silencio bajo mis costillas y suelto la cuerda.
La flecha se suelta y oigo un ruido sordo y lejano, seguido de un
silencio que envuelve a la multitud.
Los aullidos cesan, el único sonido es ahora el rugido de mi propia
sangre corriendo por mis oídos mientras golpeo más proyectiles
sobre mis cúpulas de cristal que se desmoronan.
—Has fallado.
Abro los ojos.
La cabeza de Vanth está inclinada hacia delante, con un brote de
sangre hinchándose en el lugar donde mi flecha sobresale de su
corazón.
No, no he fallado…
No hay una oleada de alivio para el fuego en mis venas. No hay
bocanada de aire fresco que pueda limpiar la suciedad podrida de
mis pulmones.
Se me llenan los ojos de lágrimas, pero me niego a derramarlas,
cerrando de golpe otro caparazón sobre la cúpula que contiene mi
floreciente autodesprecio.
Miro a Cainon, que está agarrado a la barandilla, mordiéndose el
labio.
—Lo siento.
—No pasa nada —murmura, sujetando la proa. Con un par de
movimientos rápidos, agarra otra flecha, la enciende, le hace una
muesca y la lanza por el aire a una velocidad imposible de seguir.
Aterriza entre la paja, y un violento estallido de llamas lame el
costado de la hoguera. Por las piernas de Vanth.
Por su cuerpo.
El olor a carne quemada golpea, y es un esfuerzo no doblarse hacia
adelante y vomitar mientras me obligo a ver su piel burbujear y
ampollarse, ennegrecerse y derretirse, hasta que todo lo que queda
son sus restos carbonizados y un remolino de ceniza en el viento.
***
Cainon habla con uno de los guardias bajo el podio mientras yo
permanezco de pie junto a la balaustrada, con los dedos enredados
en la barandilla y trozos de ceniza esparcidos por mi vestido y mi
pelo.
A la deriva por mi torpe interior.
Observo a la multitud cada vez más escasa, a la caza de una capa
azul oscuro y un rebelde mechón de pelo arenoso. Quizá Zane siente
mi mirada clavada en él, porque por fin se gira y me mira cuando su
tío se detiene para hablar con alguien.
El corazón se me sube a la garganta.
Me desabrocho el retículo de la muñeca y lo meto entre dos
peldaños de la barandilla, con los ojos desorbitados por la
desesperación.
Frunce el ceño, pero asiente con la cabeza.
Un alivio puro y desprotegido me inunda las venas, y su fuerza me
hace vomitar, aclarándome la garganta mientras le ofrezco una
sonrisa tensa.
Si alguien más se fijara en la bolsa y la sacara de su escondite, la
encontraría vacía.
Pero Zane…
Escudriñará el forro, encontrará la pequeña hendidura en el lateral,
luego deslizará los dedos hacia abajo y palpará las notas dobladas que
he metido dentro. Una es un ruego, la otra una súplica; rezo para que
llegue pronto a manos de su tío, porque se me acaba el tiempo.
Cainon me ayuda a bajar las escaleras y me sube de nuevo al
caballo. Un soplo de viento azota los altos edificios, jugando con los
mechones de mi vestido, levantándome el pelo del cuello justo
cuando Cainon sube detrás de mí y me acomoda entre sus muslos.
Pero mi atención no está en el hombre que tengo a mi espalda, que
me rodea como los barrotes de una celda. Está en Baze, de pie entre
la multitud.
Aunque su rostro está en la sombra, noto el calor de su mirada
sobre la marca del mordisco cuando me echo el pelo hacia atrás para
ocultarla. Siento esa misma mirada raspar mi muñeca, mi cupla, como
si la viera por el grillete que es.
Comienza a zigzaguear entre la multitud, apartando a la gente con
sus prisas.
Viene hacia mí.
El corazón me late tan fuerte y deprisa que estoy segura de que voy
a vomitar, los ojos se me abren de par en par con una súplica
silenciosa.
Sacudo ligeramente la cabeza.
No, Baze.
No…
No se queda quieto, ni siquiera aminora el paso y se acerca lo
suficiente para que yo salte por los aires y aterrice en sus brazos. Está
a punto de zafarse de la multitud cuando Cainon da una patada al
caballo y nos catapulta por el sendero con tanta fuerza y rapidez que
me empuja contra su pecho.
Me rodea la cintura con el brazo, acercándome a él, y quiero sentir
repulsión. Quiero sentir esa sensación hasta que se filtre por mi piel y
me pudra hasta la médula. Pero no puedo sentir nada más allá de este
miedo salvaje luchando dentro de mi pecho…
Baze la vio.
Con los pulmones convulsionados por un aliento que no puedo
extraer, busco a tientas en el agua y el río me arroja contra las rocas
que me golpean y perforan.
Atravieso la superficie de la furiosa corriente tosiendo y con
arcadas. Un torrente de líquido espeso y pútrido me sube por la
garganta, perdiéndome en la violenta agitación de los rápidos
espumosos que me arrastran, con el entorno borroso de azul y blanco.
Empuño la garra e intento sacarla, gritando cuando me sacuden
contra una roca tan dura que desplaza el arma hacia un lado,
clavándose más profundamente en mi carne podrida.
Sal del río.
Sal del puto río.
El agua me golpea la nariz y me salpica la cabeza. La corriente me
arrastra por una curva cerrada hacia un abismo burbujeante, y ahogo
un suspiro antes de ser succionado por el empinado diluvio, escupido
en una corriente constante de agua más tranquila que me permite
respirar un momento.
Miro a mi alrededor.
Veo una rama que cuelga un segundo demasiado tarde, intento
forcejear contra la corriente y rozo con los dedos antes de que mi
cuerpo pierda la fuerza. Me veo arrastrado por el agua, dando
tumbos, sin fuerzas para moverme.
Para volver a intentarlo.
Veo su cara en la parte posterior de mis párpados.
Rugiendo, mis músculos entran en acción y vuelvo a golpear la
superficie, levantando mi brazo de plomo para engancharme a una
liana que cuelga de otra rama baja. Me golpeo contra un peñasco con
una fuerza demoledora, y mi pecho absorbe el impacto. Una brizna
de dolor me atraviesa y me expulsa más líquido de los pulmones con
un ahogo burbujeante.
Los puntos negros se multiplican y mi siguiente latido es más lento
que el anterior…
No…
Con un gruñido, me abro paso a través de la mancha y rodeo con
el otro brazo la gran roca resbaladiza, aferrando todo mi cuerpo a su
peso. La corriente me tira de las piernas y amenaza con hundirme.
Me subo a la roca, arrastrándome dolorosamente una y otra vez,
hasta que llego a una meseta donde puedo rodar sobre mi espalda.
Gruño, aprieto los dientes y miro la empuñadura de la garra que
sobresale de mi pecho, atormentado por las visiones de su mano
rodeándola.
Mierda.
La agarro y tiro de ella.
Desgarra la escalera de costillas con un rayo de dolor abrasador y
un chorro de sangre que huele a rancio. Echo la cabeza hacia atrás y
rujo.
El cielo se estremece, los krah se agolpan mientras ejerzo presión
sobre mi pecho roto. Levanto la vista, obligándome a concentrarme
en lo que me rodea, resollando entre los ecos desgarrados del dolor
paralizante.
Estoy en la base de un barranco, entre paredes escarpadas de
piedra azul oscuro, con escasa luz que atraviesa el espeso dosel de la
jungla.
Sigo en Bahari.
A través de los huecos, lazos de color surcan el cielo maduro.
Es de noche.
No.
¿Cuánto tiempo llevo fuera? ¿Un día? ¿Dos?
¿Más?
Busco desesperadamente un atisbo de luna que me permita
cartografiar su fase.
Una oleada de frenesí se apodera de mí al no encontrarla.
Exhalo un suspiro traqueteante y ruedo de lado, tosiendo bilis de
mal sabor sobre las rocas mientras ahueco esa diminuta semilla
entallada en mi pecho, encendida con un brillo centelleante, sus
delicadas raíces entretejidas profundamente donde deben estar.
El alivio afloja algunos de los músculos de mi pecho y garganta,
haciendo que mi siguiente respiración sea más fácil.
Más suave.
—Sigue latiendo. —Gruño la orden mientras me pongo a cuatro
patas y miro el escarpado acantilado entre mis cabellos empapados.
Mi corazón cae en picado.
No puede medir más de cuatro metros, pero ahora mismo, con un
agujero medio cicatrizado en las tripas y la pierna y una brecha en el
corazón, parece una puta montaña.
—Sigue latiendo, mierda.
Con la garra aún agarrada en el puño, me arrastro, tropiezo y me
deslizo por las rocas cubiertas de algas, con la sangre negra goteando
de la herida podrida de mi pecho. Alcanzo el acantilado vertical,
cartografío sus hendiduras y protuberancias, ignoro las manchas
negras que se acumulan en mi visión como un enjambre de moscas.
Me pongo en pie y golpeo con el puño, clavando la garra en la
pared rocosa a un metro por encima de mi cabeza. Aprieto la
empuñadura, cuelgo mi peso y me elevo con un aullido que me hace
hervir el pecho, seguro de que mis entrañas se derraman por el
agujero de mis tripas.
Que los músculos de mi muslo se están separando.
Hundo los dedos en una hendidura de la piedra, rozo con mi bota
sucia otra hendidura, arranco la garra y me elevo. Vuelvo a clavar la
garra.
De nuevo.
Más manchas negras enturbian mi visión, mi cuerpo se vuelve frío
y pesado, obligándome a hacer una pausa. Miro hacia abajo, a las
rocas afiladas y resbaladizas…
Ahora no.
Volveré a morir, mierda.
Aprieto con fuerza la garra mientras el mundo se vuelve borroso y
las palabras de Orlaith me rechinan en el corazón.
En mi alma.
«Te quiero tanto que duele».
Rujo al cielo y a la piedra y a este agujero en mi maldito pecho que
me roba toda la fuerza, preguntándome si ella puede oírme destrozar
el aire mientras arranco la garra y la clavo en la roca. Más sangre
rezuma de mi pecho partido, empujando entre los dientes apretados,
burbujeando más allá de mis labios.
No tiene ni idea de lo que le espera.
Tiro y apuñalo, tiro y apuñalo, hasta que por fin salgo por la
cornisa. Me dejo caer sobre el suelo firme, luchando con la respiración
entrecortada.
«Eres el felices para siempre que no merezco».
Una risa profunda y áspera me sube por la garganta, húmeda y
pegajosa, apestando a la podredumbre que se filtra por mis venas.
«No puedes escapar de mí, Milaje. Tendrás que atraparme en un
ataúd de hierro y dejarme caer en medio del maldito océano, y aun
así, perseguiré tus sueños».
«Tus pesadillas».
«Te perseguiré incluso cuando intentes morir».
Mis tatuajes me roen mientras me golpeo el pecho, enganchando el
trozo de cuero que cuelga de mi cuello.
Los músculos bajo mi lengua hormiguean…
No.
Gruño y me pongo en pie de un empujón, con el torso cada vez más
caliente. Me tambaleo y me golpeo contra un árbol musgoso,
encontrando el otro lado desnudo.
Sur.
Levanto una pesada bota. La dejo caer.
Otro paso.
Otro.
Sigo moviéndome, empujando arbustos de cera, arrimando los
hombros a los árboles, con la mano arañándome el pecho como si
quisiera abrirse paso entre mis costillas y acunar esa semilla
centelleante.
Tengo que llegar hasta ella…
Tengo que llegar hasta ella.
Mi corazón tartamudo se ralentiza, mi respiración se tambalea. Mi
cabeza se vuelve ligera y etérea, las sombras danzan en el borde de
mi visión.
—¡Mantente despierto! —Resoplo entre la mugre podrida que se
acumula en mis pulmones. Me ahogo un poco más con cada bocanada
de aire húmedo.
Me pesan los miembros y juraría que el suelo empieza a ondularse
bajo mis pies, haciendo que cada paso sea menos firme que el
anterior. Mis rodillas ceden y caigo al suelo como una roca.
Un familiar escalofrío mortal me recorre las venas y mi cabeza gira
hacia un lado, como si el mundo se inclinara…
—Mierda —gorgoteo mientras la negrura se apodera de mí.
—¿Segura que estás bien, pétalo?
Asiento con la cabeza, ofreciéndole a Cainon una suave sonrisa
incluso cuando el mundo se inclina, utilizando el picaporte de la
puerta de mi suite para evitar caer.
Caer en picado.
—Por supuesto —digo, mientras los candelabros se balancean.
Parpadeo, intentando no arrastrar las palabras—. Ve a tu reunión.
Necesito tiempo para prepararme para el juicio de mañana.
—Sí, lo necesitas. —Se acerca, retumbando en el fondo de su
garganta. Es una batalla de dientes apretados para no estremecerse.
No retroceder cuando me da un beso demasiado caliente en la cabeza
que me parte otro trozo de corazón.
Lo desmenuza hasta el fondo.
Huele a carne frita…
Los dos lo hacemos.
—Duerme un poco —me dice mientras se acerca a la puerta del
vestíbulo y la abre lo suficiente como para que vea a Kolden de pie,
un centinela en el pasillo, con la mirada fija en otro lado—. Mañana
es un gran día.
Me dedica una sonrisa hambrienta y se marcha, cerrando la puerta
tras de sí.
Imagino la tapa de un ataúd colocándose en su sitio.
Suelto un suspiro estremecido y cierro los ojos, esperando a que sus
pasos se desvanezcan por el pasillo antes de desplomarme contra la
puerta, doblándome hacia delante y llevándome la mano a la herida
de la garganta. La mordedura de Cainon, recién arrancada.
Recién devorada.
Abro los ojos. Veo que la habitación da vueltas.
Reprimo un gemido.
Entra, entra.
Giro el pomo de la puerta y tropiezo al empujarla. Se me doblan las
piernas y veo cómo el suelo de piedra se precipita hacia mi cara.
Un cuerpo duro me levanta de un tirón.
—Mierda —sisea una voz profunda y familiar.
Kolden.
Me sujeta en brazos, cierra la puerta, me lleva al interior de la suite
y me tumba en la cama. La luz plateada de la luna se cuela por las
puertas abiertas del balcón y hace que me duela el corazón roto.
Con la mente a la deriva entre la bruma turbia de mis pesados
pensamientos, busco la luz, deseando enredar los dedos en ella…
Kolden sujeta mi mano extendida, la envuelve en un vaso y me lo
acerca a la boca.
—Bebe —me ordena, acercándomelo a los labios.
Me meto el agua por la garganta hasta que no queda más y él baja
el vaso, agachándose ante mí.
Un silencio doloroso se instala entre nosotros mientras desenredo
suavemente una enredadera que me rodea las costillas y la columna
vertebral, recogiéndola como un carrete antes de arrancar sus raíces
del tierno órgano de mi pecho. Una enredadera que brotó de las
grietas de mi corazón, floreciendo en un estallido de flores opacas y
plateadas mientras Cainon me arañaba con sus dientes, tan clavados
en mi carne que podía sentirlos rechinar contra mis tendones. Como
si intentara decirme que esto está mal.
Todo está mal.
Aprieto los pétalos de las grandes flores cenicientas con vetas
plateadas, las meto entre la masa enroscada de la enredadera y luego
agarro una de mis cúpulas prefabricadas y la introduzco en el hueco,
acunando su cadáver marchito hasta que ya no puedo ver cómo se
escapa. Hasta que ya no puedo sentir su aliento moribundo besado
en mi frente.
«No llores».
Lo aprisiono contra mis entrañas con el resto de las cúpulas que
empiezan a parecer lápidas.
—Tienes que irte —susurro, parpadeando, con una lágrima
rodando por mi mejilla. Si Cainon sorprende a Kolden en mi
habitación, habrá otra quema.
Prefiero morir antes que volver a pasar por eso. Antes que ver cómo
esas llamas lo engullen.
—No —gruñe, el impasse hierve—. Con el debido respeto, mi
lealtad ahora está contigo.
—¿Por qué?
Suspira, sosteniéndome la mirada mientras dice:
—Simplemente lo hago.
Mi rostro se desmorona y miro hacia otro lado, desesperada por
evitar sus ojos mientras esta repentina oleada de emoción me
estrangula.
El aire entre nosotros se tensa y siento su mirada rozándome la
garganta. A través de ese crudo dolor que me palpita en el cuello y
me revuelve el estómago con ganas de vomitar.
Me arden las mejillas cuando agarro la trenza recién atada y me la
echo al hombro.
—Estoy bien, Kolden. Me lo he buscado.
Su mirada se endurece.
—Pedir por deseo y pedir por necesidad son dos cosas
completamente distintas.
Lo que quiero, lo que necesito y lo que es correcto son tres cosas
completamente distintas.
El dorso de los ojos me arde, las palabras de Rhordyn me golpean
de forma distinta a como lo hacían cuando estaba atada a un vestido
rojo y a mi propia ingenuidad enclaustrada.
Le dije que no era tan inocente como él creía. Me dijo que recordaría
el momento y me daría cuenta de que estaba equivocada.
Duele cuánta razón tenía.
Echando un vistazo a la puerta por la que entramos, Kolden se
aclara la garganta.
—¿Qué necesitas que haga, Orlaith?
Con el corazón latiendo débil y esperanzado, inclino la cabeza
hacia un lado.
—¿Hacer?
Se inclina hacia delante, con una mirada intensa.
—¿Cómo puedo ayudar?
Me invade una oleada de alivio, una repentina lucidez mental que
despeja parte de la niebla de mi cerebro.
Quiere ayudarme.
Me quito una lágrima de la mejilla, moqueando.
—¿Sabes… por casualidad dónde está estacionada la flota del Gran
Maestro?
Kolden frunce el ceño y me hace un gesto con la cabeza que me
haría caer de rodillas si no estuviera ya sentada.
Se me hace un nudo en la garganta y siento punzadas en la parte
posterior de los ojos cuando suelto un suspiro estremecido, sintiendo
cómo las mareas se arremolinan a mi alrededor, girando…
Por fin giran, mierda.
—La curva de ahí —digo, levantando una mano temblorosa para
señalarla—. Hay algunos trozos de pergamino y un palo de carbón
afilado escondidos dentro.
Se levanta y se acerca a la urna, levanta la tapa y mete la mano.
Cierro los ojos y respiro, intentando que la habitación deje de
balancearse.
Todo va a salir bien.
Kolden me pasa un trozo de pergamino, lo aprieto contra el muslo
y escribo una nota nerviosa en la superficie, difícil con una mano
temblorosa.
Firmo el papel y se lo entrego.
—Por favor, lleva esto al árbol de la correspondencia y pide que se
envíe a Cindra a la posada de Graves. Si pudieras garabatear tus
propias instrucciones sobre cómo encontrar la flota, te lo agradecería
mucho.
Hago una pausa cuando veo la pequeña flor de cristal que tiene en
la palma de la mano. La imperfecta, con algunos pétalos mellados de
donde los partí.
El corazón me da un vuelco y me quedo quieta mientras levanto
los ojos y lo miro.
—La encontré en el mercado —susurro.
La dureza de su mirada me dice que no me cree incluso antes de
hablar.
—Si uno de los Ancianos se topara con eso…
—Me desharé de él. —Las palabras salen más duras de lo que
pretendo, sembradas con una semilla frenética.
Su mandíbula se endurece y me mira con intensa concentración.
Con otro gesto brusco, me la pone en la palma de la mano, me rodea
con los dedos, agarra el pergamino y se dirige a la puerta, cerrándola
tras de sí con silenciosa decisión.
El pulso me retumba en los oídos y vuelvo a temblar con tanta
fuerza que, cuando me pongo en pie, casi vuelvo a caer al suelo. Me
dirijo a la pared y me apoyo en ella, ahogando el olor a humo, cítricos
y sal que me empapa el pelo. La piel.
Este maldito vestido.
Gimo y rasgo las tiras de tela que apenas me mantienen unida,
sintiendo cómo se desgarran bajo mis dedos nerviosos mientras
avanzo a trompicones hacia el lavabo. No me molesto en girar el dial
de la linterna, sino que opto por la comodidad de la luz plateada que
se cuela por las ventanas esmeriladas.
Dejo la flor en el suelo, abro el grifo y me meto bajo el chorro de
agua que sale de la hendidura de la pared, jadeando ante el torrente
de agua fría que me empapa de pies a cabeza. Llevo las manos a la
boca y trago hondo, tragando saliva que baja por mi árida garganta,
expulsando hacia atrás las imágenes de la boca de Cainon sobre mí.
De sus dientes desgarrando mi carne ya destrozada, emitiendo el
mismo sonido espeso cada vez que tragaba.
«Sangras tan maravillosamente por mí…»
Mi cuerpo se rinde al peso sobre mis hombros y me derrumbo en
el suelo, con la mano golpeando para absorber la fuerza. Entorno la
cara y suelto un grito silencioso que se transforma en sollozos
desgarradores.
Todavía hay muchas cosas que tienen que encajar, y con este nuevo
latido en el cuello, con el olor a carne quemada en la parte posterior
de mi nariz como una espesa niebla tóxica, me siento desesperada.
Agotada.
No puedo permitirme sentir ninguna de esas cosas.
Golpeo la pared a ciegas y pongo el grifo en caliente, agarro una
pastilla de jabón de piedra pómez y me froto: el agua caliente desata
las complejidades de la pastilla con aroma a cítricos y me dan ganas
de vomitar.
El tiempo pasa mientras me froto con más fuerza que nunca, la
pastilla se vuelve fina como el papel y se desintegra contra mi piel
irritada.
Apoyo la cabeza en la pared, con el agua encharcándose en mi
regazo, y miro fijamente hacia delante, con la visión del lavabo
distorsionada por la pared que fluye y me hace pensar en Kai. Cómo
todo parecía más ligero con él cerca. Cómo me mostraba una de sus
sonrisas traviesas que no podía evitar imitar y mis preocupaciones
desaparecían.
Solo pensar en él casi me hace sonreír.
Me acerco su caracola a los labios, la inclino y vierto cuatro
pequeñas palabras en el hueco que las engulle…
—Te echo de menos.
Al instante me odio a mí misma cuando las palabras salen crudas
y ahogadas, lastrando la concha. Porque sé que se preocupará, y eso
es lo último que quiero.
Trago grueso y acerco la caracola a mi corazón. Algo pequeño se
mueve más allá del agua derramada, atraviesa la puerta y se posa en
el suelo. Mi curiosidad hace acopio de los restos de energía que me
quedan y me pongo de rodillas, empujando la parte superior del
cuerpo más allá de la lámina que brota.
Enjugándome los ojos, miro a la familiar duendecilla perdida entre
el vapor, aunque aún puedo distinguir el pequeño piercing negro en
la punta de su oreja, que asoma libre entre los rizos turbios que
sobresalen en todas direcciones.
—Hola, Mordedura de Araña.
Parpadea.
Mi mirada se posa en el paquete que abraza contra su pecho, como
si fuera lo más preciado que le han dado nunca.
—¿Es para mí? —pregunto, componiendo mi voz.
Mi cara.
Ella asiente, saltando hacia delante, con las cejas fruncidas y la
preocupación manchando sus grandes ojos de tinta.
—Estoy bien —digo con aspereza, dejando caer la mano sobre la
piedra que nos separa con la palma hacia arriba—. Es que… hoy no
he comido suficientes arañas.
Frunce el ceño y me maldigo internamente. Probablemente acabaré
con un montón de ellas debajo de la almohada.
Da otro salto hacia delante, el feroz aleteo de sus alas de encaje
suaviza su aterrizaje cuando se posa junto a mi mano y deja su
paquete en mi palma.
Enrosco los dedos a su alrededor.
—Gracias —susurro, recupero la flor y la acerco, empujándola
hacia ella—. Por los problemas ocasionados. Has estado revoloteando
mucho por mí últimamente. Seguro que es muy cansado…
Se agacha, la recoge y se la pone contra el pecho, mirando la flor y
luego a mí, con la cabeza ladeada y los ojos muy abiertos. Con un
lento movimiento de cabeza que gana fuerza y velocidad, salta del
suelo en un borrón polvoriento y se lanza a través de la puerta,
desapareciendo de mi campo de visión.
Abro la mano y miro el paquete. Con curiosidad.
Con esperanza.
Toco el delicado nudo de cuerda que lo une todo, desenredo la capa
de seda y descubro una semilla redonda y blanca, no más grande que
la punta de mi dedo meñique.
Por un momento, lo único que puedo hacer es mirar fijamente, con
un nudo en la garganta difícil de tragar.
Lo ha conseguido.
Zane recibió mi mensaje. Se aseguró de que llegara a su tío. Lo que
significa que Zali también recibió el suyo.
«Eres increíble, chica…»
Aprieto la semilla en mi puño y la acuno cerca de mi corazón, luego
me tumbo boca arriba, con los ojos cerrados, luchando contra la ola
de emoción que amenaza con agotarme.
Una semilla tan pequeña, aparentemente insignificante, pero para
mí… lo es todo.
Es la esperanza.
No solo tengo el antídoto que necesito desesperadamente para que
mi plan funcione, sino que esta semilla es una señal de que Gunthar
está de acuerdo con todo lo que necesito de él.
El resto depende de mí.
Abro los ojos de golpe y gruño, rodando sobre mi espalda y
poniéndome sobre manos y rodillas. Me arrastro hasta el marco de la
puerta, me levanto y me envuelvo el cuerpo tembloroso con una
toalla.
Me acerco a mi tocador, beso la diminuta semilla de senka y la
introduzco en la tierra entre las flores silvestres que, con suerte,
ocultarán su eventual floración.
Llaman a mi puerta y gimo, con el dedo aún hundido en la tierra.
—¿Sí?
Se abre con un chirrido y la voz de Kolden retumba a través de la
rendija.
—Izel está aquí con su té de la tarde y pastel. ¿La aceptas?
Casi me niego, pero entonces pienso en mi creciente colección de
bayas de arbusto bane, las que he estado recogiendo de la mayoría de
las comidas que me entregan en mi habitación.
No estaría mal tener unas cuantas más.
Me limpio el dedo sucio en la toalla y empiezo a soltarme la trenza.
—Gracias. Hazla pasar.
Izel entra por la puerta, balanceando una taza de té y un plato con
una gran rebanada de… algo que nunca había visto antes: capas de
crema pastelera y hojaldre superpuestas en una bonita pila. La miro
con curiosidad, aún desenredando mi trenza, mientras ella coloca los
refrescos ante mí con un pequeño tenedor dorado.
—Pensé que te apetecería un té de manzanilla para dormir —me
dice, ofreciéndome una suave sonrisa que ilumina sus ojos azules,
normalmente duros como pedernales.
Casi me hace caer del taburete.
La luz de las velas ilumina su moño arreglado y su piel bruñida
mientras respira entrecortadamente.
—Ha sido un día… duro para todos —grazna, y siento que esas
palabras se me clavan entre las costillas, con ganas de enroscarme en
el dolor.
—Lo ha sido. —Le devuelvo la sonrisa—. Gracias, Izel. Te
agradezco mucho el detalle.
Inclina la cabeza y se marcha, cerrando la puerta tras de sí.
Mi sonrisa se transforma en ceño fruncido.
Parecía… sincera.
¿Quizá nuestra relación está dando un giro?
Me echo el pelo por encima de los hombros, levanto la capa
superior de hojaldre, encuentro tres pequeñas bayas manchadas entre
las natillas y suspiro.
Puede que no.
Las limpio con la toalla, aparto los dos platos y abro de un tirón el
cajón. Recojo el frasquito que he estado llenando con las bayas del
arbusto de la perdición y cierro el tapón antes de sacar la daga y agitar
el largo, ya carbonizado, a través de la llama de un candelabro de
pared.
Un profundo sentimiento de nostalgia me envuelve como un
aliento helado que me recorre el cuello…
Ladeo la hoja en el aire y espero a que se enfríe antes de presionar
la punta afilada contra la yema del pulgar. Una gota de sangre se
hincha, rica y roja y más espesa de lo habitual.
Dejo que una, dos, tres gotas salpiquen directamente sobre la
semilla, luego la cubro con tierra y extiendo mi trenza, regando el
montículo con un buen chorro de agua.
—Por favor, que florezca —susurro.
Por favor.
—Puedes hacerlo. Sé que puedes.
Doy una palmadita alentadora a la pequeña maceta, me chupo la
herida del pulgar y dirijo mi atención a la cama, acercándome a ella
con unas piernas frágiles que parecen recobrar la fuerza. Meto la
mano bajo el colchón y los dedos rozan la funda de cuero que me dio.
Tiro de ella, rozando con el pulgar las correas, las hebillas,
acercándola y aspirando profundamente por la nariz, captando el
más leve rastro de su vigoroso aroma.
Mis cúpulas se agitan, la semilla de un gemido se desliza por mi
garganta tensa…
Vuelvo a guardar la vaina con una ternura que desearía que él
viera, luego cierro los ojos y sacudo la cabeza. Una vez.
Dos veces.
Agarro el cincel y lo saco, un fuego se enciende en mi pecho.
Tengo un agujero que terminar.
Está atada contra mi caja torácica, metida bajo mi brazo,
hermosamente desnuda, con las mejillas sonrojadas por un glorioso
resplandor que hace que mi corazón palpite de satisfacción. Eso hace
que otra parte de mí palpite con el calor creciente de un deseo
profundo y voraz.
Gimo mientras mi polla se agarra a las pieles. Me acerco para
rozarle la mejilla con el dorso de la mano cuando Zykanth me golpea
las costillas con la cola, como castigo.
Mi mano se echa hacia atrás y le muestro los dientes, soltando un
gruñido interno que hace sonar su jaula. «¿Por qué has hecho eso?»
«El hombrecito deja que su suave compañerita duerma gran sueño.
Suave amiguita cansada».
Frunzo el ceño y me estiro hacia atrás, deslizando la mano bajo mi
cabeza en lugar de pasarla por sus curvas, y miro hacia el techo de
cristal que arde en un derroche de color por la luz de la luna que entra
por la ventana. Me pregunto cuándo se convirtió Zykanth en la voz
de la razón.
No estoy seguro de cómo me siento al respecto.
Tiene razón, sin embargo. Probablemente esté exhausta. Pero solo
pensar que está agotada de mí me pone jodidamente más duro, y eso
no va a arreglar nada.
Debería levantarme, tomar algo de aire. Tal vez… ir a dar un paseo.
Zykanth retumba su aprobación. «Sí, camina patitas. Por el camino,
sobre la hierba, por la senda, por las escaleras. Abajo, abajo, abajo…»
—Sé lo que estás tramando —murmuro, quitándome las pieles
nevadas. Enrollo otra y la envuelvo como un nido antes de darle un
beso en la sien. Me pongo los pantalones cortos —demasiado cortos
y ajustados— y, con un gemido, meto mi polla palpitante en el ceñido
material. Enhebro los botones en sus agujeros y vuelvo a mirar a
Vicious…
«Tal vez solo un rapidito…»
Zykanth me rodea las costillas con sus fauces, y yo hago una mueca
de dolor, decidiendo que es mejor llevar esta pelea afuera.
Salgo por la puerta, cerrándola tras de mí.
El aire fresco de la noche me refresca la piel. Hace maravillas en
mis ardientes y duras ganas mientras recorro senderos de cristal,
escoltado por cintas de colores que cuelgan del cielo.
«Suave compañerita necesita descansar. Hombrecito ciego».
—Y tú eres un dolor en mis pelotas.
Me digo a mí mismo que solo voy a echar un vistazo al huerto que
las crías han plantado hoy temprano, al menos hasta que paso por
delante del huerto y ya no puedo seguir mintiendo.
No tenía ni idea de que hubiera un tesoro bajo esta isla. Algún
afortunado dragón debió de camuflar muy bien la entrada hace tantos
años. Es imposible imaginar qué improbables tesoros habría
atesorado una bestia tan astuta… hasta que sin duda se convirtieron
en un festín para la bestia que ahora vaga por estas aguas.
Un tesoro sin descifrar de más de mil años de antigüedad…
Babeando, trago saliva.
—Solo una mirada —advierto a Zykanth, que prácticamente me
arrastra hacia adelante con su agarre mordido en mi bazo—. No tocar.
«¿Tocar un poco?»
—Siempre haces más que solo tocar.
«¿Robar en su lugar?»
Exacto.
Corro por el silencioso túnel bañado por la luz filtrada de la luna,
moteada con todos los colores del arco iris, que se adentra en la
caverna, y me detengo a pocos pasos del pozo en el que vi caer a la
joven aquella rosa brillante.
«¿Por qué te detienes?»
—No lo sé —murmuro, con un escalofrío que me recorre la
columna vertebral mientras miro la grieta torcida, con algo que me
golpea y que no puedo identificar. Algo va… mal.
«Hombrecito convertido en hombre blando». Zykanth golpea mi
caja torácica con tanta fuerza que gruño, pero no se detiene. Sigue,
sigue, sigue, haciendo que me cueste respirar, como si estuviera
recibiendo puñetazos en el pecho. «Olvidó cómo ser un dragón».
—¿Y si te meto una almeja en la boca? —le digo entre golpes
violentos.
«Hablas mucho para un hombrecito con piernas diminutas».
Suspirando, me inclino hacia delante, miro hacia el agua que brilla
debajo y siento que se me ponen los ojos vidriosos.
Zyke se queda quieto, cautivado por la visión, lanzando un tap-
tap-tap hacia el abismo mientras trago saliva, con el impulso de tener,
sostener, acunar y robar hirviendo en mi pecho…
«¡Sí! ¡Sí! ¡Sí! Robar tesoros. Construir un gran tesoro para la
pequeña elegida. Mucho trabajo. Zykanth es el único que piensa cosas
importantes. Hombrecito piensa con la cabeza equivocada».
En realidad, él tiene un punto. Necesitamos un tesoro más grande.
Más tesoros para impresionarla.
«Más algas para la cama suave.»
—Bien, me has convencido —concedo, rezando para que haya una
salida que no me escupa al océano. O que pueda encontrar una
manera de subir por el agujero de nuevo después. Estaría bien sacar
la cola…
Anver tiene razón, ha pasado demasiado tiempo.
«Sí. Demasiado tiempo. Ejercita la cola en el trove. Remolino,
remolino, remolino».
—Si encontramos algo bueno, supongo que podemos llevarlo de
vuelta a la cabaña y guardarlo entre el montón de chucherías de
Vicious.
«¡Sí! Impresiona a la pequeña salvaje» trina Zykanth, girando tan
rápido que es un borrón escamoso. «¡Roba, manitas! Ahora».
Con el corazón latiéndome con fuerza, me quito los calzoncillos,
feliz de tirarlos a un lado mientras me muevo hacia el extremo
pellizcado del agujero. Me desplazo hasta el borde, pongo una mano
a cada lado de la hendidura dentada y me inclino hacia delante, dejo
caer todo mi peso sobre los hombros y bajo los pies hacia las
profundidades.
Siento un hormigueo en la punta de los dedos de los pies que me
sube por las piernas. La piel se me desgarra, las escamas salen a la
superficie, los huesos se extienden y las puntas romas se estrechan.
Mis pies se alargan, se extienden como ondas ondulantes que se
mecen al ritmo de la danza de mis poderosos músculos.
Una sonrisa se dibuja en mis labios cuando la punta de nuestra cola
roza la superficie del agua, la euforia inunda mis venas…
«Te echo de menos»
Las palabras susurran desde las profundidades del agua,
afilándose, atravesando mi corazón y haciendo que mi estómago se
convulsione. Haciendo que Zykanth se quede quieto tan rápido que
se me doblan los brazos.
«Tesoro…»
Mi sonrisa cae mientras me aferro al borde del pozo, su voz cruda
y entrecortada. Se le escapa un sollozo. Sus palabras no son una
confesión, sino una súplica.
Me trago la bilis que me sube por la garganta y suelto un gemido
de dolor…
Orlaith me necesita.
***
Sus palabras me persiguen, su escalofriante susurro me recorre la
columna vertebral mientras miro a Vicious, profundamente dormida,
enroscada en el nido donde la até.
Estudio sus hermosas líneas y me duele la idea de dejarla.
Sé que no tengo elección.
Es demasiado peligroso para ella en el gran océano. Puede que yo
mismo no logre cruzar el abismo, así que no puedo arriesgarme a
llevarla en la boca de Zykanth.
No lo haré.
Se agita, parpadea, sus ojos son como soles soñolientos que brillan
en la oscuridad entre su blanca cabellera.
—Mío —dice, acercándose a mí con un brazo.
Le dirijo una sonrisa melancólica.
—Tuyo, Vicious. Siempre tuyo.
Ella frunce el ceño cuando me quito los pantalones y me meto entre
las pieles a su lado, alargando su cuerpo para que la curva regordeta
de su culo se apriete contra mis muslos. Se estira, gira la cintura para
ponerme la mano en la mejilla y luego me mira a los ojos con
movimientos lentos, como si intentara sumergirse en las aguas.
—Mío —repite, levantando mi mano de su cadera y haciéndola
descender por la pendiente de su vientre.
Más allá.
Acercándome a su entrada húmeda e hinchada.
Gimo, recorriéndola con los dedos, girando alrededor de ese punto
que la hace estremecerse contra mí.
Cierra los párpados y se retuerce, arquea el cuello y deja al
descubierto una hermosa piel besada por el sol ante mi boca
hambrienta. La lamo, sintiendo cómo su piel se pone de gallina bajo
mis labios, rozando con los dientes su delicada carne.
—Mío —grita, inclinando las caderas hasta quedar pegada a mi
endurecida polla, meciéndose, levantando la pierna y pasándola por
encima de mi muslo, para decirme exactamente lo que quiere.
Levanto la pierna izquierda y separo la suya.
—Tuyo, Vicious —susurro en su garganta mientras la abro con los
dedos, empujando la cabeza de mi gruesa y dolorida polla contra su
entrada—. Tuyo —gruño, y me introduzco en sus profundidades con
una lanza de mis caderas, deseando que esto pudiera arreglarlo todo.
Deseando poder quitarme la pesada culpa de encima.
Devastado por pensamientos que ella no entenderá.
Me deslizo por el hueco de la escalera, mirando por encima del
hombro mientras entro en el vestíbulo por unos escalones silenciosos,
con el cincel metido en el bolsillo trasero de mis pantalones de cuero.
Me dirijo rápidamente a la habitación de la anciana Hattie, pero
frunzo el ceño al asomar la cabeza y encontrar su taburete vacío, con
el palillo de la trama todavía alojado en un ángulo extraño en su tapiz
a medio terminar.
Una incómoda sensación de temor se posa en mi pecho.
Me obligo a continuar, esquivando sombra tras sombra por si hay
alguien más rondando por el palacio a estas horas de la noche. Pero
está tranquilo.
Vacío.
No es hasta que estoy bajando la escalera que conduce a la sala de
los tapices cuando oigo los primeros sonidos de vida: un débil pum,
pum, pum procedente de la dirección de mi agujero.
Mi pulso se dispersa.
Meto la mano en el bolsillo para agarrar el cincel, me asomo por
encima del hombro y me aseguro de que mi pelo mojado esté pegado
a la herida mientras avanzo de puntillas por el oscuro pasillo,
acercándome a las frágiles rendijas de luz ardiente que salen de detrás
del tapiz que oculta mi agujero en progreso.
Se agita y se hincha como si alguien se amontonara detrás de él, ese
pum, pum, pum amortiguado rompiendo el silencio con una fuerza
implacable.
Me acerco con lentitud y cautela y doy pasos suaves hasta que oigo
un gemido sordo. Se me pone la piel de gallina.
Conozco ese sonido…
Levanto el tapiz y libero un torrente de luz de linterna, viendo a la
anciana Hattie metida en mi agujero con su camisón sucio, sus
miembros nudosos todos desgarrados y rozados.
Jadeo.
Sorprendida, se gira. Con las mejillas bañadas en lágrimas, sus
grandes ojos inyectados en sangre casi me atraviesan. El potente
golpe de su miedo me obstruye la garganta y casi me hace caer de
rodillas, pero entonces su rostro se desmorona con lo que parece
alivio.
Todo su cuerpo se estremece con profundos y silenciosos sollozos;
su sonido consigue mantenerse encerrado en el pecho y más lágrimas
frescas ruedan por sus mejillas. Sus hermosas y talentosas manos se
amontonan en su regazo, nudosas y ampolladas, una de ellas
aferrando todavía la empuñadura de un desgastado cuchillo de
cocina y un trapo arrugado que debe de haber estado utilizando para
amortiguar el sonido.
Una venda ensangrentada cubre su mano derecha, aunque la forma
es… diferente. Como la del dedo corazón.
Golpeo la pared con la otra mano para estabilizarme.
El dedo ha desaparecido.
Sigue convulsionándose, con sollozos insonoros que sacuden su
frágil figura.
Me cuesta creer que Cainon permitiera que algo así le ocurriera a
su institutriz. No bajo su techo.
A menos que…
Un horrible pensamiento se agolpa en mi mente, crujiendo carne y
huesos para llegar a él.
—¿Cainon te hizo esto, Hattie?
La deformación de su cara, el silencioso jadeo de su pecho… Es
toda la respuesta que necesito.
Recuerdo la bonita historia que me contó sobre esta pobre mujer
rota, haciéndose pasar por su héroe. Qué mentiras tan feas y
podridas.
Levanto el caparazón traqueteante que contiene mi ira, dejando
que se retuerza por un camino acuchillado hasta mi garganta. Se me
endurece la mandíbula, me castañetean los dientes con la fuerza de
mi rabia desatada, ese profundo dolor que me presiona los caninos,
como si quisieran salirse de las encías.
Me agacho, le quito el cuchillo de las manos, las sujeto con
suavidad y aprieto mi frente contra la suya, esperando a que la marea
de sus emociones baje. Cuando las convulsiones cesan, me alejo y
capto su mirada cansada.
—Lo tengo controlado —susurro, forzando una suave sonrisa
cuando siento todos los bordes afilados.
Punzantes.
—Voy a hacerlo mejor, Hattie. Te lo prometo.
Se le escapa un sonido estrangulado y me toma la mejilla,
asintiendo. La ayudo a salir del agujero, sus miembros nudosos se
desenredan con un chorro de fragmentos de piedra que me hacen
parpadear ante el desastre, preguntándome si olvidé deshacerme del
último lote.
Debí hacerlo. Hay… demasiado.
Hattie me da la linterna y se aleja por el pasillo sin mirar atrás, con
los pies descalzos y el pelo suelto, como un rastro de plata que se
arrastra por el suelo a su paso.
Desaparece en la oscuridad.
El tapiz se abomba lo más mínimo y yo lo retiro, frunciendo el ceño
mientras rozo más fragmentos en el pasillo. Metiéndome en el hueco,
dejo la linterna y paso la mano por las profundas abolladuras del
avance de Hattie, encontrando un agujero por el que casi me cabe el
puño.
Por un momento, lo único que puedo hacer es mirar fijamente,
deslizando los dedos por los bordes afilados, aspirando el olor a
humedad que entra por detrás, teñido del lejano y familiar olor a
muerte.
A sangre.
Sacudo la cabeza con incredulidad…
Ha pasado al otro lado.
Las calles están bañadas de gris, el aire aún está espeso por el humo
de la quema que recorre los callejones, tapando los rayos del sol
naciente.
Los fieles ataviados se desplazan por las calles en bandadas
silenciosas. Incluso los guardias cenicientos salen en tropel, ataviados
con sus características cotas de malla y corazas de hierro con una v
invertida, arcos largos en las manos y carcajs enfundados en sus
espinas dorsales.
Me meto en un callejón lateral para esquivar otra embestida; dos
de los guardias hablan de un incendio en el templo ayer por la
mañana. De que sus almacenes se perdieron en el incendio.
Solo puedo adivinar lo que eso significa.
Una sonrisa de satisfacción se dibuja en mi rostro…
Karma, cosa feroz.
Sus pisadas se desvanecen y sigo adelante, con la capucha echada
hacia delante para ocultar mi rostro de cualquiera que se asome por
las ventanas para ver a qué viene tanto alboroto. No todo el mundo
sería capaz de reconocerme sin mi espada atada a la espalda o mi
sigilo prendido a la capa, pero nunca se es demasiado precavido.
El letrero de la posada cruje con la brisa y levanta las volutas de
humo que se han depositado sobre los adoquines cuando abro la
pesada puerta. La campana me da la bienvenida a primera hora de la
mañana y me vuelvo a poner la capucha sobre los hombros,
sorprendida de encontrar a Graves ya levantado, mirándome desde
detrás de la barra.
Con la pluma sobre un trozo de pergamino, levanta una ceja.
Asiento con firmeza.
Todo listo. Ahora solo queda esperar.
Graves me dedica una sonrisa cansada y me hace un gesto con la
mano para que me vaya antes de desaparecer por la puerta trasera,
dejando en la sala un aroma a pan recién horneado. Me escabullo
entre las mesas con sillas volcadas y me dirijo a las escaleras para
subir al segundo piso.
De pie ante mi habitación, estoy a punto de meter la llave en la
cerradura cuando me doy cuenta de que la puerta ya está abierta de
par en par. El aroma intenso y amaderado de la belladona me
sorprende desprevenida y me golpea en la garganta, casi haciéndome
perder el equilibrio.
Baze.
Me trago el nudo empalagoso de la garganta, luchando contra el
temblor del labio superior que amenaza con curvarse hacia atrás.
Debí saberlo…
Abro la puerta de un empujón, entro en la habitación en penumbra
y la cierro tras de mí.
Con la mano apoyada en la pared, Baze está de pie ante la ventana,
contemplando el mundo despierto.
Me quedo quieta, frunciendo el ceño ante la fina barba incipiente
de su cabeza. Mi mirada recorre la extensión de sus anchos hombros,
y mi corazón se desploma ante la piel pelada y ampollada que se
extiende por la tensa espalda.
—Baze… —Me precipito hacia él, con los dedos posados sobre un
parche de heridas burbujeantes.
Quemaduras.
Me aclaro la garganta, voy al baño, humedezco una toallita y
vuelvo corriendo, a punto de pasársela por las llagas.
Se gira tan rápido que es un borrón de movimiento y me sujeta la
muñeca con el puño.
—No lo hagas —dice, la palabra como una herida silenciosa, sus
ojos sombreados con una sombra desalentadora que me eriza la piel.
Respiro su aroma, amaderado y floralmente especiado, y el
embriagador almizcle del… sexo.
Se ha estado follando a alguien.
Mi labio superior amenaza con despegarse antes de que perciba
algo más mezclado con el potente olor…
El acre sabor del humo. De carne frita, no la suya.
O estaba en la quema, o…
Al recordar a los guardias cenicientos lanzándose por las calles, se
me revuelve el estómago.
No lanzándose.
Cazando.
—El templo —susurro, retrocediendo un paso y mirándolo como si
lo viera por primera vez.
Me suelta la muñeca, mantiene los labios apretados y me observa
retroceder otro paso.
Otro más.
—Tú eres la razón por la que los guardias han salido en tropel —
gruño, sintiendo que toda la sangre se me cae de la cara, sustituida
por un puñetazo de rabia—. ¡Te dije que te mantuvieras alejado!
Su pecho se estremece con una risa silenciosa, una sonrisa retorcida
se dibuja en su rostro mientras se pasa la mano por la cara.
—¿Qué sentido tiene?
—No digas eso —gruño con un chasquido de dientes.
Su rostro se suaviza en un abrir y cerrar de ojos, se apoya en el
alféizar de la ventana, estira las piernas y las cruza por los tobillos.
—Necesito preguntarte algo.
Las palabras son entrecortadas, y aunque sus ojos están
sombreados por la falta de luz en esta habitación, puedo sentir el corte
acusador de su mirada.
Parte de su ira… está dirigida a mí.
—Bueno, pregúntame.
Su mirada baja hasta el suelo, a mis pies, y parece contener la
respiración, como si lo estuviera reconsiderando.
Mi paciencia se agota.
—No te acobardes ante la maldita pregunta, Baze. Pregunta.
Suspira, condenándome con una mirada sin pestañear.
—La he visto hoy. En la quema. Intentaba ocultar una marca de
mordisco en el cuello.
Mis pulmones se convierten en piedra arenisca y me llevo la mano
a la boca.
Cainon se alimentó de ella…
Algo se oscurece en los ojos de Baze, haciéndome retroceder al
darme cuenta.
—Creías que lo sabía.
Su silencio es respuesta suficiente.
Me dirijo hacia la cama y, agachada, meto la mano por debajo para
agarrar una pequeña caja de madera, inclinando la tapa mientras me
levanto.
—No hay nada aquí que sugiera que ha estado en peligro —digo,
mostrándole la nota que un chico me dejó en el bar después de la
quema, así como la que Cindra recibió de Kolden y Orlaith. Aprieto
la caja contra el pecho y lo miro a los ojos—. Nada.
—Pero ella sí —gruñe, golpeándome con su aliento, no
contaminado por los espíritus. De hecho, parece completamente
sobrio, con los ojos más claros que he visto en años, lo que hace que
sus acciones y la energía errática que emana de él sean aún más
escalofriantes—. Está en peligro. Y hay algo en sus ojos que me dice
que no le importa una mierda.
Maldición.
Esta conversación no es mía. Es de ella. Desafortunadamente, soy
incapaz de mentirle.
No me atrevo a hacerlo.
—Lo sé —admito, respirando lentamente mientras dejo caer mi
mirada hacia su pecho—. También he visto esa mirada en sus ojos.
La tensión corta el aire.
Hay una pausa palpable antes de que me pase el dedo por debajo
de la barbilla y me incline la cabeza, obligándome a recuperar el
contacto visual.
—Voy a necesitar que seas un poco más específica.
El más suave empujón de su dedo, y algo dentro de mí se derrite.
—Yo… la encontré en su cama, con una sobredosis de caspun. No
creo que fuera su intención, pero… —Trago saliva y veo cómo se le
va el color de la cara—. Me di cuenta de que quería seguirlo… si sabes
a lo que me refiero.
Sus ojos se vuelven vidriosos y se quedan mirándome durante un
buen rato. Luego me empuja hacia la puerta.
Me giro.
—¿Adónde vas?
—Por ella, mierda —ladra, y se me acelera el pulso.
Corro hacia delante.
Abre la puerta, pero la cierro de un puñetazo. Se da la vuelta, mira
al frente y se queda quieto.
Con los pensamientos revueltos, vuelvo a apretar la caja contra su
pecho, empujándola suavemente. Le insto a que mire.
A que lea.
—Hay un plan, Baze. Estamos muy cerca de conseguir lo que
necesitamos para entrar en el territorio de Vadon y detener los
ataques vruk en su origen, pero todo depende de que se celebre la
primera parte de la ceremonia. Es la única forma de conseguir las
naves sin incitar a la guerra.
—Me estás diciendo que ponga las naves por encima de ella —
afirma, con voz llana.
Peligrosa.
—Es lo que ella querría.
Gira tan rápido que de repente me veo presionada contra la puerta,
sus manos golpeando mi cabeza, una mirada desatada en sus ojos.
—¡Porque tiene culpa de superviviente!
Mi labio superior se despega hacia atrás, mi energía se hincha
contra la suya hasta que nos convertimos en un furioso choque de
tensiones.
—Estamos demasiado metidos. Si desconectamos ahora, lo
perderemos todo.
Dejo que mis ojos digan lo que mis palabras no dicen. Que perderé
esta única oportunidad de conseguir lo que necesito para proteger a
mi gente.
La única familia que tengo.
—Dime —gruñe, bajando la cabeza para que estemos frente a
frente, rociándonos mutuamente con violentas exhalaciones—. ¿Se
quedaría Rhordyn cruzado de brazos si estuviera aquí? ¿Si hubiera
visto lo que yo he visto hoy en la plaza?
Aprieto los dientes con tanta fuerza que me duelen.
Tiene razón, por supuesto. Pero tengo un deber. Si me guiara por
mi corazón, nunca habría sobrevivido a Vein.
Las dunas.
No me habría convertido en Gran Maestra.
Ahí fuera, todo es un arma si estás lo suficientemente desesperado.
Me pregunto si Orlaith está empezando a darse cuenta de eso,
también. No puedo imaginarme una realidad en la que dejaría que
Cainon la mordiera a menos que tuviera una buena razón.
Pero no puedo pensar en eso ahora.
—Tengo que tomar la decisión correcta para mi pueblo —digo, con
la voz como un golpe de nudillos.
Baze chasquea la lengua, se aparta de la puerta y se echa hacia atrás,
cruzando los brazos sobre el pecho mientras inclina la cabeza hacia
un lado.
La mirada que me dirige es como una cuchillada en las costillas.
—Tal vez eso es lo que has estado haciendo todo el tiempo. Tal vez
ésa es la verdadera razón por la que no me dijiste que ella estaba
escuchando fuera de la oficina aquel día en que Cainon propuso su
acoplamiento.
Las palabras caen como un golpe en la mandíbula, y de repente
deseo que esté borracho.
—No querrás decir que…
Resopla, se gira y agarra su espada del extremo de mi cama.
—Haré lo que me has ordenado —dice, con la voz tan cargada de
veneno como para parar un corazón—. Pero si le pasa algo, nunca te
lo perdonaré. Ni a mí mismo.
Me empuja la caja contra el pecho, abre la puerta de un tirón y me
deja ahogándome en olor a humo, sexo y rabia.
Con pasos pesados, subo por la escalera dentada tallada en la alta
torre de cristal y, al llegar a la cima de una colina, salgo a una pequeña
meseta, como si alguien hubiera sacado algo de piedra y hubiera
hecho una ensenada protegida.
Una plataforma de buceo.
Miro hacia el océano, que es una extensión de cristal bañada en el
mismo suave melocotón que el cielo. Sería casi imposible precisar el
horizonte si no fuera por los icebergs esparcidos por el alambique.
Miro por el acantilado hacia el océano, muy abajo, un salto que he
hecho muchas veces.
Antes.
Ahora la perspectiva se me antoja como saltar a unas fauces
monstruosas y abiertas, dispuestas a aplastarme, sorber la carne de
mis huesos y escupirlos en la orilla. La bestia que vaga por estas aguas
no discrimina entre lo que come y lo que no.
«Destruye».
¿Está ahí abajo ahora? ¿Mirándome? ¿Esperando a que salte para
abalanzarse?
En cuclillas, me paso las manos por el pelo, tirando de las raíces
mientras la admisión de Orlaith me hace pum, pum, pum.
«Te echo de menos».
«Te echo de menos».
«Te echo de menos».
Los dientes de sierra de esas tres palabras me parten el corazón por
la mitad.
Si le pasa algo, nunca me lo perdonaré.
Ella necesita estar aquí, con su gente.
Tiene que volver a casa.
¿Qué hacemos?
Zyke ha estado tan silencioso dentro de mí, enroscado en un nudo
de escamas y volantes, observando a través de sus grandes ojos
verdes. El latido errático de su indecisión me recorre la sangre y los
huesos.
«Suave compañerita a salvo en la brillante cabaña. No está a salvo
en un mar demasiado tranquilo». Zykanth nada muy rápido con su
cola grande y fuerte. «Revisa el tesoro. Encuentra a la suave
compañerita en la roca brillante. Hombrecito empuja a suave
compañerita con pequeño palo de amor. Suave y pequeña compañera
dar el gran perdón».
Mierda.
Necesito hablar con ella. Al menos intentar que lo entienda.
Empujo hacia arriba, girando. El corazón se me para al ver a
Vicious subiendo los escalones.
Tiene el pelo alborotado, los ojos como soles nacientes, aún pesados
por el sueño, y las cejas níveas fruncidas. Su mirada se tiñe de
confusión, mira hacia el desnivel que hay detrás de mí y vuelve a
mirar hacia atrás.
Mi piel se eriza y responde a su proximidad como las mareas a la
luna.
Sacude la cabeza y las dos mitades de mi corazón se separan.
Sabe que me voy.
—Tengo que hacerlo, Vicious… —Doy un paso adelante,
aplastando el espacio que nos separa mientras ella me mira con los
ojos muy abiertos—. Debo ayudar a un ser querido. Tú te quedas. Yo
me voy. Peligroso.
Demasiado peligroso para ella.
—Mío —gruñe, sacudiendo la cabeza, las lágrimas resbalando por
sus mejillas sonrojadas mientras da un paso adelante y se pone de
puntillas, luego me sujeta la cara entre las manos—. ¡Mío!
El dolor de sus ojos atraviesa mis capas como un maldito garfio.
—Sí —digo ronco—. Tuyo. Volveré pronto. —Mi determinación de
huir de las aguas hambrientas también me hará volver. Por ella—.
Quédate. A salvo. Nada puede atraparte aquí mientras permanezcas
fuera del agua.
La confusión se refleja en sus ojos brillantes, luego su expresión se
endurece, el labio superior se despega hacia atrás mientras un
gruñido se acumula en el fondo de su garganta.
—Voy.
Mis pulmones se compactan.
Voy…
Es la segunda palabra que pronuncia y es otra lanza que me
atraviesa el puto pecho. Porque quiero que venga más que nada.
Quiero llevarla a mi escondite y mostrarle mis tesoros.
Ella es mi elegida. Quiero ir a todas partes con ella, siempre.
Para siempre.
Pero hay una bestia hambrienta acechando en el agua. Nunca me
perdonaría que le pasara algo por haberla alejado de su red de
seguridad.
—¡Voy! —grita, las palabras me arañan mientras me da zarpazos
en la cara, en los brazos. Mientras se acurruca en mi pecho.
«La pequeña elegida se cree grande y fuerte. Un mordisco y
desaparece».
Un sonido de dolor me desgarra la garganta.
La vuelvo a colocar contra el cristal hasta que somos un choque de
dureza y suavidad, y le sujeto la cara entre las manos, mirándola a los
ojos.
—No puedes, Vicious. No puedes.
Sus facciones se contraen y siento que mi corazón hace lo mismo.
Hundo la cara en su cuello y le doy un beso en la carne.
Me empuja el pecho con tanta fuerza que tropiezo hacia el borde,
respirando agitadamente, mirándome a los ojos salvajes.
«Hmm. Pequeña elegida un poco fuerte…»
Tiene los labios despegados de los dientes, la frente aplastada por
finas cejas níveas mientras respira entrecortadamente, los ojos
ardiendo con una desgarradora mezcla de dolor y rabia.
Ella no lo entiende…
Cierro los ojos, ahogándome bajo el peso opresivo de esta dura
realidad.
«Vamos, hombrecito. Haz un gran salto. Zykanth encontrar
grandes tesoros. Haz que la pequeña salvaje no se vuelva loca».
Tiene razón. Prolongar este dolor no va a hacerlo mejor. Solo tengo
que irme.
Cuanto antes me vaya, antes volveré.
—Volveré —digo ronco, retrocediendo un paso.
Otro.
Me hormiguean los pies con la promesa de volantes y escamas.
—Volveré —gruño, y un gruñido sierra su garganta.
Cuando ya no puedo soportar el dolor en sus ojos, giro.
Corro.
Salto.
La caída es demasiado rápida, la zambullida demasiado lenta: el
agua es un trago crujiente para mi corazón hambriento de mar.
Respiro por las branquias y siento la fuerza del océano en mi
torrente sanguíneo mientras mis huesos se estiran y se hinchan, la
mandíbula estalla.
La piel se desgarra.
Pantalones cortos desgarrados.
Una hilera de dientes punzantes se clava en mis encías, que se
expanden con fuerza, y las escamas se desprenden y asfixian mi suave
piel. De entre mis costillas brotan alas de agua, que se abren en
abanico, y mis piernas se unen en una cola enorme y poderosa.
Con una poderosa sacudida de nuestro cuerpo, Zykanth se lanza a
través de las aguas cristalinas como una mancha plateada en un cielo
lleno de negro: una carrera desesperada y palpitante. El océano
retumba contra nuestra piel, y una corriente furiosa comienza a
empujar y tirar.
Se retuerce y se agita.
A chorrear contra nuestras escamas y hacer revolotear nuestros
volantes.
¡Mierda!
—¡Más rápido, Zyke! Estamos demasiado a la intemperie.
«Silencio. Zykanth no se concentra cuando el hombrecito
lloriquea».
Nos lanzamos hacia los icebergs cambiantes, sus raíces brillantes
llegan a las profundidades oscuras. Nos deslizamos entre su fuerza
cambiante, sorbidos por huecos cada vez más estrechos, perseguidos
por golpes retumbantes mientras evitamos por poco ser aplastados,
una vez.
Dos veces.
Llegamos a un vasto espacio vacío: el siguiente iceberg es un faro
lejano en la penumbra.
«El hombrecito aguanta la costilla grande».
Hago lo que me dice mientras nos adentramos en el vacío, la luz
moteada y parpadeante que nos llega desde arriba apenas compensa
la oscuridad que nos rodea, casi en el iceberg cuando aparece un
remolino que se enrolla debajo.
Una corriente hambrienta que nos atrapa.
Somos arrastrados a sus turbias profundidades, rodando y
agitándonos, impotentes ante la furia en espiral. Hay el destello de
una cola mantecosa en el remolino embravecido, un chorro de
burbujas que sopla contra nuestra cara, antes de que seamos
escupidos en medio de la calma como un bocado masticado.
Libres.
Jodidamente libres.
—Vamos, Zyke. Vamos.
Nos impulsamos a través del océano, liberándonos del abismo, el
corazón martilleando, la cola agitándose. Empujándonos más y más
lejos de nuestra Vicious.
Zykanth suelta un chillido escalofriante en el mar agitado, mi
corazón sigue posado en un acantilado a nuestras espaldas.
Sabiendo que he hecho lo correcto. Odiándome de todos modos.
Perdóname, Vicious…
Observo a la multitud, disfrutando de su palpable excitación.
Alimentándome de ella.
Cada centímetro del patio de butacas está abarrotado de hombres,
mujeres y niños con los ojos muy abiertos que se empujan y ríen, y el
olor de su impaciencia y codicia me recuerda que hace años que no se
celebra un juicio público. No desde que mis Maestros y Maestras
inferiores se engancharon a la Candescencia.
La gente dejó de morir; dejó de traer carne nueva a mi bien apilada
monarquía.
Me gusta así. Cuando tu esperanza de vida es interminable,
aprendes rápidamente la gran cualidad de rodearte de gente en la que
confías.
O controlas.
Me reclino en la silla, con los brazos cruzados, la rodilla rebotando
de expectación. Me siento como uno de esos niños que no paran de
moverse en su asiento, preguntando cuándo va a empezar. Mi
mirador personal se encuentra entre las filas de asientos, en lo alto de
la Fuente, y ofrece una vista despejada de todo el anfiteatro.
La mejor vista.
Una sutil llamada a mi puerta me hace girar la cabeza hacia un lado.
—¿Sí?
Se abre con un chirrido y mi guardia habla a través del hueco.
—La Gran Septum, Maestro.
—Déjala entrar —digo, poniéndome en pie.
La puerta se abre de par en par y Heira entra cojeando, vestida con
su túnica ornamental —similar a la habitual, pero con una capa
brillante— y la puerta se cierra tras ella.
—Por fin. Tomo su mano y la meto en el pliegue de mi brazo,
acompañándola hasta su cátedra de oro macizo, justo al lado de la
mía—. Empezaba a pensar que tendría que hacer el anuncio sin ti.
Me sonríe, pero le falta su brillo familiar.
—No me lo perdería por nada del mundo. La tempestad está
tranquila hoy, ¿verdad? —Heira musita con una mueca de dolor
mientras baja a su asiento, y yo pienso en el golpeteo que suele
tamborilear contra el acantilado bajo el que está excavada esta
caverna—. Parece que los dioses están escuchando.
—Espero que sea una buena señal —murmuro, apartando su
capucha para revelar una larga trenza perfectamente tejida.
La decepción cae en mis entrañas como una roca.
Frunzo el ceño, la acomodo en el asiento y la dejo caer.
—Ya la has trenzado…
—Sabía que íbamos a tener poco tiempo —dice, y se inclina sobre
su hombro para darme una palmadita tranquilizadora—. Pero me
encantaría tomar algo.
—Por supuesto —digo, aclarándome la garganta—. Tengo todos
tus favoritos.
Echando un vistazo a las grandes puertas de piedra por las que
pronto saldrá Orlaith, me dirijo a la mesa a la espalda de Heira,
repleta de comida, y empiezo a poner algunas fresas en un cuenco,
luego algunas uvas y dados de queso.
—¿Va todo bien? —le pregunto—. Pareces… tensa.
—Estoy especialmente preocupada, lo acepto. Ayer por la mañana
hubo una situación en el templo. Es de lo que quería hablar contigo
antes de que tu prometida bajara las escaleras y robara tu atención.
Mierda.
Hago una pausa, mirándola por encima del hombro.
—Mis disculpas, Heira. Tenía intención de cruzar el río anoche,
pero tuve una reunión con un Maestro Regional que se retrasó.
No le digo que se retrasó porque empezó tarde. Porque me distraje
deleitándome con mi bonita flor. Tengo la sensación de que no le va
a sentar bien, dado su gélido encuentro de ayer.
—¿Es por eso que ha habido más Guardias Cenicientos en este lado
del río? —pregunto.
—Correcto.
—¿Nada demasiado serio, espero?
—Desgraciadamente, sí. Mucho.
Frunzo el ceño.
Dejo el cuenco en la mesita junto a ella, noto la tirantez alrededor
de sus ojos mientras me envuelvo en mi cátedra y le hago un gesto
para que continúe.
Ella agarro una fresa del montón y le arranca la parte verde.
—Una rata impía se infiltró en nuestras filas y prendió fuego a las
provisiones de Candescencia para un mes —se queja, y mis ojos se
abren de par en par.
—¿Cómo ha ocurrido?
—No lo sé, pero estamos buscando al culpable. —Muerde la fresa
con un salvajismo brutal que sé apreciar, y se traga el bocado—.
También prendieron fuego a una sala llena de fieles. Solo sobrevivió
una. Está malherida, sufre quemaduras e inhalación de humo, pero
confío en que recibamos una descripción completa de la vil rata
escurridiza una vez que pueda hacerlo.
No me extraña que Heira parezca tan jodidamente irritada.
—Lo siento. Sé cuánto afectará esto a tus deberes con los Dioses. —
Le tiendo la mano—. ¿Hay algo que pueda hacer?
—Reza para que los Dioses tengan un plan que nos favorezca —
dice, dedicándome una sonrisa tensa que no llega a sus ojos—. Es un
revés doloroso, no solo para nosotros, sino para todos. —Examina a
la multitud como si escrutara cada rostro—. Me niego a dejar que
nada se interponga en mi camino para encontrar la Mano de Sombra,
y mucho menos este golpe de maldad impía.
Asiento con la cabeza mientras arranca la fresa verde y muerde su
carne sonrosada.
Los tambores empiezan a retumbar, retumbos profundos y
estruendosos que hacen que el aire parezca latir contra mi piel. El
corazón me da un vuelco y mi atención se desvía hacia las puertas de
la escalera, que se abren con un chirrido.
Un silencio envuelve a la multitud.
Una hilera de fieles vestidos bajan los escalones con las capuchas
bajas cubriéndoles la cara. Se reúnen en torno a la Fuente, formando
un círculo completo, con las manos entrelazadas de manera que las
mangas de sus camisas se unen.
Los tambores adquieren un ritmo diferente, más frenético, que
acelera el ritmo de mi corazón, y dos Ancianos entran en la escalera
en armonía sincronizada, ataviados con sus ropajes ceremoniales
similares a los de la Gran Septum.
Orlaith emerge tras ellos vestida con una tela gris lisa, robándome
el aliento. Lleva la capucha sobre los hombros y el pelo trenzado para
que parezca una corona de oro sobre la cabeza. La multitud estalla en
un ensordecedor rugido de júbilo que llega hasta mi endurecida
polla.
Me aclaro la garganta y me muevo en mi asiento para verla
descender las escaleras con esa forma líquida con la que se mueve,
como si sus pies apenas tocaran el suelo. Al llegar abajo, se detiene
entre dos de los altos acuarios de cristal que rodean la Fuente.
Sus ojos planos miran al frente mientras los Ancianos le quitan la
capa de los hombros.
Mierda.
Un body gris se ciñe a cada curva de su cuerpo ágil y etéreo como
una segunda piel, cubriéndole los brazos, las piernas y el cuello,
ocultando la hermosa carne que tanto me gusta. Mi avariciosa
naturaleza se siente satisfecha.
Su cupla se exhibe atrevida, tan brillante contra el gris.
Mía.
Toda mía.
—Es una mujer muy hermosa, Cainon.
Miro de reojo a Heira, que observa a Orlaith con una especie de
intriga.
—Sí lo es.
—Para alguien que ha pasado la mayor parte de su vida demasiado
asustada como para salir de los terrenos de Castle Noir, no esperaba
encontrarme con una presencia tan ardiente. —Aparta la mirada y me
observa desde debajo de su capucha—. Creía que la chica era muda y
asustadiza.
Mi mente vuelve a la noche anterior. A la forma en que el cuerpo
de Orlaith se abrió para mí como una flor floreciente cuando me
aferré a su cuello y bebí su calor sedoso. Al gemido profundo y
gutural que soltó y que casi me hizo desgarrarla de otras maneras.
Hago girar la cupla alrededor de mi muñeca.
—Cualquier cosa menos —ronroneo, devorando las curvas de
Orlaith con mi mirada voraz—. Cualquier cosa menos eso.
—No va a robarte, ¿verdad?
La voz tensa de Heira me toma desprevenido y me arrebata la
mirada. Levanto su mano y rozo sus nudillos con mis labios.
—Nunca —gruño, una promesa y una súplica. Una respuesta que
creía que ella ya sabía.
Sus ojos se llenan de alivio y me dedica esa sonrisa suave y
nutritiva que tanto me gusta. Juntos, observamos cómo otros Shulák
salpican a Orlaith con agua sagrada recogida del cuenco del Monte
Éter, preparándola para la prueba mientras cantan al ritmo del
retumbar de los tambores.
Orlaith no parpadea, no se inmuta y, por primera vez, me fijo en
las ojeras que tiene. Su tez pálida.
Frunzo el ceño.
Es evidente que su cuerpo se esfuerza por seguir el ritmo de mis…
rabiosas exigencias. Debo intentar parar antes la próxima vez, pero es
jodidamente difícil controlarme con ella cuando se entrega a mí tan
maravillosamente.
Tan gustosamente.
—Se han hecho arreglos —dice Heira, interrumpiendo mis
cavilaciones internas.
—¿Para qué?
—Si Orlaith fracasa en el juicio de hoy, no habrá quema, sino
flagelación. En la plaza de la ciudad. Treinta latigazos. Suficientes
para que parezca irreparable, aunque estoy segura de que aún le
encontrarás utilidad.
El alivio inunda mis venas mientras aprieto la mano de Heira.
—Agradezco tu discreción.
—Pero en caso de que falle, tengo contingentes de Guardias
Cenicientos acampados cerca de la frontera occidental entre Bahari y
Ocruth, y he ordenado al grueso de nuestra milicia más al interior,
más cerca de los nórdicos. Estamos más que preparados para
ayudarte a tomar la sede del poder de Ocruth por la fuerza.
Se me endurece la mandíbula, asiento tenso y observo cómo uno
de los Ancianos extiende el limo gris de las orillas del Monte Éter por
la frente, la nariz, los labios y la barbilla de Orlaith. Los tambores
aceleran su retumbar, golpeando como el latido de un corazón presa
del pánico.
—Estoy seguro de que no será necesario. Tengo plena fe en que
Orlaith saldrá de la Fuente y esta transición será tranquila.
—Vamos a ver. Como siempre, pongo mi confianza en los Dioses.
Hay una inflexión en el tono de Heira que me hace fruncir el ceño,
y entonces se levanta y agarra el amplificador que hay sobre la mesa
a su lado. Se lo lleva a los labios y su voz severa se extiende por la
multitud como una avalancha.
—Hombres, mujeres, niños de este magnánimo territorio, nos
hemos reunido aquí esta mañana antes de la salida de la luna llena
para presenciar nuestro primer Juicio del Éter en más de cien años.
Heira levanta ambos brazos hacia el cielo.
Todos aplauden, la energía es contagiosa.
—Hoy, los dioses juzgarán a esta mujer de pie ante todos ustedes
con el color del Éter. La considerarán digna de sentarse al lado de este
gran hombre —me mira con esa sonrisa sana, encendiendo un fuego
en mi pecho hinchado que arde como mil ascuas—, ¡para acunar a su
descendencia en su vientre y apoyarlo en sus esfuerzos
desinteresados por proteger nuestro territorio contra lo que podría
abatirnos!
Hay otra erupción de aplausos, como puños golpeándome las
costillas, y una sonrisa ladeada se dibuja en mi rostro.
—La tempestad calla… —Sus palabras, más suaves ahora, son
como un escalofrío verbal que siento hasta los huesos—. Los dioses
están escuchando, sopesando los pensamientos y temores de esta
mujer. Sus faltas. Hoy, ante todos los presentes en este anfiteatro,
emitirán su juicio.
La multitud corea al unísono, zapateando a un ritmo feroz,
llenando el espacio con el sonido de un trueno.
—¡Juicio!
—¡Juicio!
—¡Juicio!
—Durante nuestros preparativos —dice Heira, sedando a la
multitud—, se le preguntó a Orlaith por qué criatura se sentía atraída.
Como es tradición, esa misma criatura será liberada ahora en la
Fuente.
Por fin.
Padre solía decir que esta importante decisión decía verdades sobre
el carácter de alguien.
La anticipación hace que mi corazón se acelere cuando los tambores
empiezan a sonar —duros y rápidos— y mi mirada rebota alrededor
de los tanques mientras espero a ver cuál va a drenar.
¿Qué criatura la atrajo? Quiero saberlo todo sobre mi pétalo: sus
puntos fuertes, sus debilidades. Lo que mueve esa mente
enmarañada.
El tanque que contiene las anguilas eléctricas empieza a burbujear,
y el pavor cae en mi estómago como una bolsa de hielo mientras las
criaturas desaparecen por el zócalo y luego se retuercen desde las
profundidades de la Fuente.
Mierda.
Mi mirada se dirige a los ojos de Orlaith, que se abren de par en
par, y luego a Heira, que vuelve a llevarse el amplificador a la boca.
—¡Que comience el juicio!
La multitud estalla, coreando, golpeando con sus puños hacia ese
agujero en el techo.
Me siento caer por ese precipicio emocionado, cayendo en picado
rápidamente.
—¿Ella eligió las anguilas? —susurro, sudoroso y díscolo, con el
control deshilachándose por milisegundos.
—A mí también me pareció interesante. Son unas asesinas tan
escurridizas y silenciosas —dice Heira, volviendo a dejar el
amplificador sobre la mesa, siseando un sonido de dolor mientras se
acomoda a mi lado—. ¿Sabías que, contrariamente a su nombre, no
están estrechamente emparentadas con otras anguilas, sino que son
una forma de carpa? Y respiran aire. Su aspecto es una mentira. —
Arranca otra fresa, ni siquiera se molesta en arrancar lo verde antes
de morder la carne rojiza.
Esto es un puto desastre.
—Nadie ha elegido nunca a las anguilas ni a las pirañas —muelo
entre dientes apretados, intentando que mis labios no se muevan
demasiado—. ¿Por qué demonios iban a hacerlo?
Heira se encoge de hombros, tragando saliva.
—¿Quizá siente que tiene algo que demostrar?
Frunzo el ceño y miro a Orlaith, con los ojos muy abiertos en el
borde de la Fuente. Le ha vuelto todo el color a las mejillas, lo que
hace que parezca sonrojada.
—¿O quizá no era consciente de que la elección tenía un papel tan
importante?
Heira me fulmina con la mirada.
—No prepararse es prepararse para fracasar. Una Gran Maestra
bahari debería ser muy previsora. —Toma mi mano entre las suyas,
y muerdo palabras venenosas mientras su pulgar rodea mi nudillo.
Miro nuestros dedos entrelazados y vuelvo a mirarla a los ojos.
—Ahora está en manos de los dioses, hijo mío. Si tiene que ser así,
saldrá de esa fuente, se ganará el respeto de tu pueblo y gobernará a
tu lado con gran honor. Confía en el proceso.
Sus palabras me martillean, haciéndome ver la situación desde un
ángulo diferente. Uno no gobernado por mi maldito corazón.
Ella tiene razón…
Siempre la tiene.
Trago saliva y asiento con la cabeza antes de levantarle la mano,
besarle los nudillos y volver a centrarme en la Fuente.
Los Ancianos retroceden.
Orlaith da dos pasos firmes hacia la Fuente, con las fosas nasales
dilatadas, la respiración acelerada en el pecho y un destello de fuego
y fortaleza en esos ojos de orquídea.
La multitud murmura, una energía inquieta se arremolina y suelto
la mano de Heira, apoyando los codos en las rodillas para poder
prestar toda mi atención a mi hermosa flor.
La mirada de Orlaith se posa en el zócalo de piedra sobre el que se
asienta el tanque de anguilas vacío, y luego se mueve en el sentido de
las agujas del reloj. Recorre el arco metálico que atraviesa la Fuente y
fija la mirada en la cuerda atada al punto más alto, perfectamente
centrada, que suspende la campana dorada sobre la masa de agua.
Vuelve la vista hacia el tanque vacío antes de esbozar una sonrisa
acerada.
Frunzo el ceño, junto las manos y miro a Heira. Su expresión es
pensativa y observa la escena absorta.
Orlaith se pasea por la Fuente —más entrañable de lo que
debería— y luego se detiene junto al tanque vacío, mirando más allá
para lanzarle a Heira una mirada que me produce escalofríos.
¿Qué está haciendo?
Frunzo el ceño y el tiempo parece dilatarse.
Orlaith me lanza una mirada fugaz y luego gira el cuerpo, impulsa
el pie hacia delante y golpea el tanque con el talón.
Un grito ahogado colectivo anima a la multitud mientras se
derrumba…
Y se hace añicos en el suelo.
Cainon me observa mientras el cristal patina sobre la piedra, con el
ceño fruncido y los ojos muy abiertos, como si no tuviera ni idea de
lo que está pasando.
O de que está sentado junto a una serpiente.
Es casi suficiente para sentir lástima por él, pero entonces recuerdo
que está ahí arriba mientras yo estoy aquí abajo, luchando contra
viento y marea para rescatar a gente que considera desechable, y ese
sentimiento se ahoga hasta morir.
El aliento se apodera de mis pulmones agitados mientras miro a la
Gran Septum, con un hervor de fuego en los ojos. Mi mente se
traslada a un momento anterior en el que una mirada similar,
coronada por una marca similar, atravesó a alguien a quien amaba
antes de que se blandiera un hacha.
Antes de que la sangre de mi hermano se encharcara en el suelo.
Reprimo un respingo, la tensión crepita entre nosotros. Se levanta
tambaleándose y se apoya en la balaustrada, como si estuviera a
punto de regañarme desde su elevada y ornamentada posición.
Un leve atisbo de satisfacción me recorre las costillas.
«Adelante, zorra».
Echo un vistazo al grupo de hermanos que rodean la Fuente,
murmurando entre ellos. No me sorprende que Elder Creed me mire
fijamente, con ojos de desaprobación bajo la capucha. ¿Quizá le
molesta que haya ensuciado su inmaculado anfiteatro?
Me sentiría mal si no fuera tan imbécil.
Anguilas eléctricas mi trasero. ¿Dónde está mi maldito pez roca?
De nuevo, miro a la pecera. A las anguilas que recorren sus
profundidades iluminadas. He intentado salir de esa cosa tantas
veces, y girar en círculos no me ha llevado a ninguna parte.
Las instrucciones de Elder Creed del primer día resuenan en mis
oídos…
«Solo una vez que logras salir por tu cuenta, los dioses te
consideran digna de este acoplamiento».
Él no dijo nada acerca de no hacer uso de mi entorno. Tampoco
mencionó que la prueba estaría amañada con dos anguilas eléctricas
dispuestas a matarme de una descarga antes de que tuviera la
oportunidad de arreglar las cosas.
Me imagino que me he quitado los guantes.
Le dirijo al anciano una sonrisa lupina, fingiendo que disfruto de
esta farsa mucho más de lo que realmente lo hago, y luego me agacho
y recojo un trozo de cristal del suelo.
Esquivando la traicionera camada de fragmentos que brillan a la
luz del sol, me pongo de puntillas por el borde de la Fuente y llego
hasta el grueso poste metálico que se arquea sobre la masa de agua y
sostiene la cuerda que cuelga de su punto más alto. La cuerda de
rescate con una campana en el extremo que golpeaba cada vez que
casi me ahogaba durante mis intentos fallidos de liberarme de esta
estupidez.
Si suena, pierdo.
Fracaso.
Esta vez no.
Muerdo el trozo de cristal, sacudo las piernas, me limpio las manos
sudorosas en los muslos y aprieto el poste, casi vertical a estas alturas.
Alzo el brazo, me agarro con fuerza y me subo, con los hombros
ardiendo, agradeciendo de repente este sedoso body que me permite
deslizarme con relativa facilidad. Enrosco las piernas y, apoyando los
pies en el poste, levanto la otra mano y me elevo hacia el cielo con un
movimiento de deslizamiento.
Repito.
Cuanto más subo, más me hormiguean los pies por el rápido
aumento de la altura, una sensación que trato de ignorar cuando el
poste empieza a curvarse, obligándome a concentrarme en mantener
mi centro de gravedad.
Siento la mirada de la Gran Septum como una marca sobre mí, que
me hace rechinar los dientes. Si algo me ha enseñado este lugar es que
cada uno tiene sus propios motivos. La mayoría de la gente está más
que feliz de pisar un cadáver si eso les da un pie extra de altura sobre
su enemigo.
Tengo la tentación de agitar el dedo corazón hacia la mujer,
simplemente para satisfacer mi odio floreciente.
Pero no quiero perder el equilibrio.
Otro tirón reabre el corte en mi palma, y miro por la línea de la
cuerda hacia la Fuente, muy por debajo, mientras la sangre gotea.
Gotea.
El corazón me salta a la garganta. Desde aquí arriba, puedo ver las
formas largas y oscuras que merodean por el agua, perturbando la
quietud, y se me eriza la piel al pensar que me rozan.
No debería haber mirado hacia abajo.
Levanto lentamente la mano para arrancarme el trozo de cristal de
entre los dientes, consciente de los murmullos de la multitud,
mientras empiezo a cortar la cuerda con cuidado, en cortes
constantes. Cada corte deshilacha más las fibras leonadas y el
fragmento me muerde la palma de la mano, que ya está destrozada.
Hago una mueca de dolor y más sangre gotea de mi puño cerrado.
Gotea.
Gotea.
Muy por debajo, el agua ondea con cada gota de sangre que sale de
mi herida cada vez más profunda.
Una vez que solo quedan unas pocas hebras, me centro de modo
que mi pecho esté apoyado en la barra para mantener la estabilidad
y agarro la cuerda con la mano que me sobra mientras corto la última
cuerda. El peso de la cuerda cae en mis manos. Una sonrisa se dibuja
en mis labios antes de que los jadeos resuenen a mi alrededor y me
dé cuenta de que me estoy inclinando hacia un lado.
—Mierda…
Me veo obligada a soltar el cristal y la cuerda, colgando boca abajo
con las manos y las piernas atadas al poste, sin estar preparada para
afrontar lo inevitable. Se oye un chapoteo debajo de mí, y toda la
sangre se me sube a la cabeza mientras la dejo caer hacia atrás, viendo
cómo la cuerda se desliza ahora por debajo de la superficie, con su
extremo deshilachado perseguido por una anguila que se desliza
hacia ella con embelesada curiosidad.
Gruño.
Qué suerte la mía de tener anguilas curiosas.
Siento un cosquilleo en la piel bajo el escrutinio de mil pares de ojos
que observan cada una de mis respiraciones, cada parpadeo, cada
gota de sangre que cae en ese charco. Vuelvo a sujetarme para que
ambas manos miren en la misma dirección, respiro hondo y descruzo
las piernas por el tobillo, dejándolas caer.
Mi mano ensangrentada empieza a perder agarre, el meñique se
suelta, la tensión crece en mi pecho como algo elástico atado
alrededor de mi corazón martilleante.
Miro fijamente la peligrosa caída en picado, a la anguila que agita
la cola en la superficie como una amenaza silenciosa.
—Por favor, no me electrocuten —suplico, llenando los pulmones
mientras aflojo el agarre de la barra.
La gravedad me empuja hacia abajo.
El agua caliente me engulle de un trago.
Me sumerjo profunda y rápidamente, choco con el fondo de piedra
y la presión me abulta los tímpanos. Un estallido de burbujas sale de
mis pulmones, la piel me hormiguea con la sensación instantánea de
que no soy el único ser vivo en las oscuras entrañas de esta fuente en
este momento.
Tanteo en busca de la cuerda, estiro los brazos hasta que mis dedos
topan con el bulto enrollado. La agarro y la empujo desde el fondo,
escapando más burbujas mientras doy una patada hacia el cielo,
alcanzando la luz del sol que pinta mi cara respingona.
Me libero de mi prisión de tinta y respiro con avidez, pisando el
agua, girando la cabeza y buscando con la mirada cualquier señal de
mis escurridizos amigos. Una anguila asoma el hocico por encima de
la superficie y traga una bocanada de aire a menos de tres metros de
distancia, y un escalofrío me recorre la espina dorsal.
Que sea rápido.
Tamizo la cuerda entre mis dedos torpes, intentando arrastrar la
pesada campana hacia la superficie.
Algo choca contra mi brazo.
Se me corta la respiración, como si acabara de saltar a un lago
helado que se ha apoderado de mi pecho.
No muevo las manos, mi mirada se desplaza hacia abajo y se fija en
la anguila que me empuja. Mi atención se centra en una ondulación
del agua revuelta: la otra anguila se acerca rápidamente desde otra
dirección. Los jadeos y gritos de la multitud se desvanecen en el
olvido mientras cada célula de mi cuerpo se pone en alerta.
«Por favor, no me asustes».
Se ralentiza, luego desaparece bajo la superficie y siento cómo se
desliza contra mi pierna, cómo se enrosca alrededor de mi pie. Se
aleja, pero esta vez la otra choca contra mi hombro y se me eriza el
vello de la nuca.
«Por favor, por favor, no me asustes…»
Parece que retuerce todo su cuerpo a lo largo de mi espalda, y la
piel se me pone de gallina y me dan ganas de estremecerme. Se aleja
y los gritos de júbilo resuenan entre la multitud mientras una
bocanada de aliento se apodera de mis pulmones. Giro para
comprobar que se han ido y dejo que el escalofrío me recorra desde
la base del cuello hasta la punta de los pies.
Miro de reojo los ojos llameantes de la Gran Septum y sigo
levantando la cuerda hasta que por fin puedo agarrar la campana,
luego intento introducir mis dedos temblorosos en el nudo y aflojarla.
En el fondo de mi garganta hierve un gruñido de frustración. Pruebo
con los dientes, pero lo único que consigo es arrancármelos de las
encías.
Maldiciendo, miro hacia abajo, más allá de mis piernas agitadas…
Tengo que encontrar el cristal.
Con los pulmones llenos, me zambullo, pongo el cuerpo boca abajo
y tiro del agua con la mano libre, impulsándome hacia el fondo de un
tirón desigual cada vez. Todos los ruidos de arriba se apagan en el
olvido cuando llego a las oscuras profundidades, igualando el dolor
de oídos antes de pasar la mano por el suelo de piedra. Busco el fondo
más bajo, donde espero que se haya asentado el cristal.
El aliento de mis pulmones empieza a arder, haciendo que mi
pecho se sacuda con la sofocante necesidad de inflarse. Estoy a punto
de salir a la superficie cuando oigo el roce del cristal con la piedra.
El corazón me da un vuelco.
Hago el mismo barrido, esta vez más despacio, y el borde afilado
del fragmento se clava en mi dedo. Me aprieto la mano y una anguila
se desliza a lo largo de mi brazo, dándome ganas de mudar de piel.
Me dan espasmos en la garganta, se me escapa un gorgoteo y me
empujo hacia el cielo, pataleando frenéticamente, con las piernas
enredadas en la cuerda. Siento que la anguila me persigue y me
recorre un escalofrío mientras subo, rompiendo la superficie.
Con la respiración entrecortada, golpeo la cuerda con golpes cortos
y frenéticos, enjuagando el agua con el constante rezumar de sangre
que se filtra por el tajo urticante en la palma de mi mano.
Los curiosos murmullos de la multitud son un zumbido lejano.
Alteraciones y ondulaciones esporádicas acechan mi periferia,
agitando mi pulso y esta bola ansiosa que se retuerce por mi pecho.
Arranco la campana, sosteniendo la mirada sombría de Elder
Creed mientras contengo el impulso de lanzársela a la cabeza. Con las
extremidades pesadas por el cansancio, suelto la campana y el
fragmento de cristal, y luego ato un extremo de la cuerda en un gran
lazo. Giro, con las piernas gritando sus objeciones, y mi mirada se
posa en el rechoncho zócalo de piedra donde se alojaban las anguilas.
Levanto la cuerda por encima de mi cabeza y, ante el grito ahogado
de la multitud, le doy la vuelta y la lanzo, sujetando el extremo
mientras el lazo vuela por el aire… y choca contra el lateral de la
Fuente.
Me invade una oleada de decepción.
Esto era mucho más fácil en mi imaginación.
Acerco el lazo, respiro entrecortadamente y lo vuelvo a lanzar. El
sonido de la cuerda húmeda golpeando la piedra me atraviesa con la
lanza del fracaso y maldigo.
Mucho, mucho más fácil en mi imaginación.
No me atrevo a mirar a la plataforma de Cainon, no quiero ver la
satisfacción en el rostro de la Gran Septum.
Una y otra vez, enrollo la cuerda y la lanzo. Una y otra vez, la
multitud me distrae con sus murmullos inquietos mientras fracaso.
Fallo.
Fracaso.
—Vamos —gruño, sentándome más profundamente en el agua
mientras mis piernas empiezan a cansarse, los hombros se vuelven
pesados, tensos. Lucho por meter aire en mis doloridos pulmones, el
agua me entra por la boca y me ahoga.
Arrastro el largo empapado hasta la superficie y me agarro al lazo,
con la piel enrojecida por esta agua tibia que me hierve lentamente.
Con todas mis fuerzas, lanzo la cuerda y me dispongo a enrollarla de
nuevo cuando el lazo encaja perfectamente en el zócalo.
El estómago se me revuelve y parpadeo para contener las lágrimas
de alivio. Jadeos y vítores llenan el anfiteatro de una emoción
desenfrenada que puedo sentir en mis huesos.
Tenso la cuerda y compruebo si está bien agarrada a la piedra. El
orgullo me recorre las venas con fuerza y calor, y casi me río,
tambaleándome hacia un lado. Pongo los pies en el borde y me agarro
con firmeza, preparándome para subir…
Algo chasquea contra mi cintura antes de que un rayo de dolor
paralizante me atraviese, desgarrándome el brazo hasta donde la
cupla se apoya en la muñeca. Cada músculo de mi cuerpo se contrae
antes de que un frío entumecimiento sustituya mis huesos.
Una oleada de gritos es lo último que oigo antes de que un zumbido
estridente me llene la cabeza.
Caigo por las gradas de una tumba profunda y acuosa, incapaz de
respirar. La conmoción y el miedo son sustituidos por una sensación
de ligereza y vivacidad… como si me hubiera desprendido de las
capas de una pesada existencia cuyo significado no puedo
comprender.
¿Quién soy? ¿Por qué estoy aquí, deslizándome hacia una
oscuridad sedosa?
Mi espalda choca contra algo duro y ya no me hundo, sino que miro
hacia una ventana redonda de luz demasiado pequeña y lejana.
Como si nunca fuera a poder atraparlo, aunque lo intente.
Intentar…
La palabra me picotea, haciéndome sentir algo.
Incómoda.
Una sombra oscura y agitada se mueve en círculos en lo alto, como
si se moviera dentro de ese rayo de sol que casi parece una luna,
agitándolo. Quiero agarrarme a ella, un impulso que se desvanece y
se escapa de mi alcance.
Estoy enjaulada en este extremo acuoso.
Dentro de este cuerpo que no funciona.
Enjaulada…
Un pensamiento me atormenta, me empuja y luego me muerde:
visiones que parpadean.
Barras de metal.
Ojos grandes.
Pelo rojo rizado.
Una promesa, su eco acerado floreciendo en mi interior como una
flor silvestre.
«Voy a sacarte de aquí».
Un gorgoteo me sube por la garganta mientras una ardiente
determinación flamea dentro de mi corazón, convirtiendo mi sangre
en un chisporroteo. Obligo a mis músculos agarrotados a trabajar. A
moverme. A recoger el agua con tirones impotentes que no me
mueven lo bastante rápido hacia la lejana superficie, pero me
mueven.
Me mueven.
Con cada patada fangosa, con cada vadeo desesperado, mi cuerpo
se compromete más.
Atravieso la superficie entre los jadeos frenéticos de la multitud,
pisando el agua mientras me ahogo con sorbos de aliento. Le doy más
fuerza a mis músculos, que aún se sienten agarrotados y rotos. Me
desplazo hacia un lado, aleteando hasta que mi mano choca con la
cuerda, expulsando más agua de mis pulmones cargados.
Mi gruñido salvaje corta el aire y me duelen las encías superiores
mientras levanto las piernas, apoyo los pies en la piedra, aprieto las
manos y tiro, sacando mi cuerpo agotado del agua tibia, volcando
todo lo que tengo, todo lo que soy, en el lento pero constante ascenso.
«Voy a sacarte».
Me repito la promesa a mí mismo hasta reventar el borde de la
Fuente.
El público estalla en gritos, vítores y chillidos de alegría mientras
mi cabeza da vueltas, con los párpados pesados amenazando con
caer.
Miro a Cainon y lo veo de pie, aplaudiendo. Con una sonrisa
orgullosa que me revuelve las tripas.
A su lado, Heira también aplaude a pesar de sus labios finos y su
mirada mordaz que llena mi vientre hueco con un festín glotón de
satisfacción.
Me arrastro por un montón de fragmentos afilados, me levanto y
me arrodillo ante Elder Creed, con los cristales rotos cortándome las
rótulas mientras lo miro a los ojos y le sonrío con los dientes.
—Buen intento —murmuro, tambaleándome—. Espero que te den
un susto mientras intentas cribarlos.
Oscuridad.
Pasado
Antes de la gran purga
Tengo el estómago tan vacío como el aire que entra en mis
pulmones, los muslos me arden con cada paso frenético que doy por
el sendero derruido de la cima del monte Éter, siguiendo el rastro del
aroma de las vainas de vainilla y la tierra húmeda hasta este final
muerto y polvoriento.
Mi camisa, pegada a la piel bañada en sudor, apesta a mi viaje
frustrado, y mi mente corre aún más deprisa que mis pies. El aire frío
se mezcla con el vapor caliente que se eleva de las grietas entre las
piedras, otro aroma que le pisa los talones a la rica mancha sulfúrica
que este lugar respira en la atmósfera…
Mierda.
No he parado desde que me di cuenta de que Rai se había ido. No
me he cansado. Me canso ahora, sorbiendo el olor de su sangre.
Un sonido salvaje me sierra la garganta y acelero el paso,
moviéndome tan rápido que la piedra escarpada y gris que me rodea
se desdibuja. Aquí, en este lugar, solo hay más angustia. Más giros de
la garra que ya está clavada en una herida podrida.
El sendero inclinado se convierte en escaleras tan empinadas que
un paso en falso me haría caer en picado, pero las subo de dos en dos,
impulsándome hacia arriba y hacia arriba…
Llego a la cima del volcán, una franja plana de terreno escarpado
que rodea la caldera y sostiene un grupo de monolitos de piedra,
cuyas puntas afiladas se pierden entre el remolino de nubes. Unas
escaleras se enroscan alrededor de los enormes fragmentos de roca
gris, creando peligrosos senderos que escalan las distintas agujas y
dan acceso a palabras de tinta grabadas en la superficie.
El pum, pum, pum del cincel de Maars resuena desde arriba,
calándome los huesos mientras busco desesperadamente a mi
alrededor.
No la veo.
La salvajada que llevo dentro ruge.
Corro hacia la derecha y atravieso una piedra tras otra hasta que
llego a la que predice los elementos de la desintegración de Rai, justo
en la base. Una de las primeras cintas de escritura arrancadas del
cuenco y grabadas en esta piedra.
Tengo que agacharme para pasar la mano por las palabras que
están cinceladas igual de profundamente en los pliegues de mi
cerebro:
El destino se encenderá por la tormenta y la piedra, corazones rotos por el
rasguño de la muerte. La podredumbre sembrará. El odio crecerá, se cernirá
sobre un final que fallará en asestar su golpe. Siete veces, de su muerte
resucitará. Ocho, el golpe acertará. La ira se derramará de una mano
ensangrentada. Su ira se derramará de una mano ensangrentada.
Una nueva mancha de carmesí se extiende por la piedra y la froto
entre los dedos, oliéndola.
—Mierda.
El suelo tiembla, como si una bestia bajo mis pies acabara de
respirar y refunfuñar.
Como si algo hubiera perturbado su sueño.
Me dirijo hacia el borde de la fuente. Deslizándome hasta
detenerme, miro hacia la pendiente que cae en picado hasta el gran
lago del cráter, todavía agitado por el eco del gemido del Monte Éter.
Cintas de escrituras negras juguetean bajo la opaca superficie gris,
agitándose, como si suplicaran ser arrancadas e inspeccionadas.
Astilladas en las piedras por las manos nudosas de Maars.
Mi mirada se detiene en el afilado saliente que sobresale hacia el
centro. En la mujer que está de pie cerca del extremo, con su vestido
negro ondeando alrededor de su pequeña y frágil figura, las tiras
rotas arrastradas por el viento manoseado.
Su mano derecha está cubierta de sangre que gotea de la punta de
la garra que tiene apretada en el puño.
El corazón me da un vuelco.
«Su ira se derramará de una mano ensangrentada».
Salto y me deslizo por la escarpada ladera con una andanada de
rocas sueltas y fragmentos de piedra que caen al agua, alterando el
vapor que flota en la superficie. Otro inquieto estruendo sacude el
suelo y el mundo entero parece temblar. Me tambaleo, dando pasos
vacilantes hacia el frágil saliente.
—¡Rai! —bramo, y ella gira, sorprendiéndome con sus atrevidos
ojos negros enmarcados en el lienzo de su feroz y regia belleza.
Sus rasgos son afilados, sus pómulos coinciden con los ángulos
afilados de sus hombros, brazos y piernas; su tez pálida contrasta con
sus labios, del rojo intenso de la sangre derramada.
Incluso demacrada y medio muerta de hambre, es incomparable.
Todo lo bueno de este mundo, impregnado de la amargura de la
pérdida.
Me subo a la cornisa, el vapor sulfúrico me humedece la piel. Ella
me tiende la mano y las nubes se encienden con un relámpago que
cae del cielo.
—Detente. —Su voz desgarrada atraviesa el espacio vacío que nos
separa.
Le sostengo la mirada y doy otro paso lento y firme.
—No te atrevas.
Ahora habla en voz baja, con un tono suave como el de las
canciones que mamá nos cantaba cuando éramos pequeños. Mi
gruñido de respuesta es tan duro y tosco como la mirada pétrea de
mi padre.
Busco el brillo desquiciado de sus ojos de ébano, la oscuridad que
se extiende por la piel circundante como venas oscuras que salen a la
superficie. Persigo esa garra cortada que cuelga de su mano como la
amenaza persistente que es, masticando mi compulsión de lanzarme
hacia delante y arrancársela de sus huesudas garras.
Un paso más. Otro.
Se retira arrastrando los pies y mi corazón se acelera.
Me quedo quieto y cierro los puños con tanta fuerza que me
estallan los nudillos.
El silencio se instala entre nosotros, una gran bestia agazapada
sobre sus ancas, planeando sobre cuál de nosotros va a abalanzarse.
—Lo sabías —me regaña, con las palabras como el chasquido de un
látigo.
Sabía la profecía. Sabía que lo encontraría.
Que lo perdería.
—Sí.
Lo sabía y nunca se lo dije. Nunca le advertí del dolor en el que
estaba pavimentado su camino.
Otra capa de dolor se incuba en sus ojos.
—¿Por qué no me lo dijiste? —grita—. Esperaba eso de mi madre y
mi padre, pero tú… —Se le quiebra la voz y siento que algo se me
retuerce en el pecho, que me desgarra por dentro—. Creía que te
importaba.
Me importaba verla encontrar un amor que la hacía brillar. Era oírla
hablar de sus sueños de tener su propia familia, una familia que yo
sabía que nunca tendría.
Me importaba buscar formas de manipular el destino mientras ella
vivía en un apacible olvido, sin saber que los días más felices de su
vida estaban a punto de llegar a un final abrupto y desgarrador. Que
se vería obligada a contemplar cómo su compañero se descomponía
de dentro a fuera, impotente para curarlo.
Salvarlo.
Echa los hombros hacia atrás y levanta la barbilla, enjugándose una
lágrima de la mejilla.
—Mamá y papá…
—Ya vienen. —Mi voz se corta con la promesa de algo feroz que
amenaza con atravesarme la piel—. Fui más rápido.
Atravesé la llanura a toda velocidad cuando me di cuenta de que
había escapado del castillo. El sol surcó el cielo cinco veces mientras
rastreaba su olor, impulsado por la certeza de que ella estaba aquí,
sola, siendo devorada por su corazón roto.
Miro su brazo ensangrentado mientras el viento arrastra su olor
hasta mí, impregnado del sabor metálico no solo de su sangre, sino
también de la de una cabra.
Mierda.
—Le hiciste una pregunta a Maars…
Su mirada se calcifica en una máscara fría y amarga.
—Sí.
—¿Y?
—Me dijo por qué no muero, no importa cuántas veces me apuñale.
Me estremezco ante el golpe que me asestó con tanta precisión, y
me vienen a la mente visiones de ella: su cuerpo sin vida tendido
sobre la cama empapada en sangre; la habitación oliendo a la muerte
que ansiaba, la muerte que no se mantuvo la primera vez… ni
ninguna de las siguientes.
Una cinta suelta cae de su pelo, la tira blanca se arremolina en el
aire antes de aterrizar sobre el lago en una salpicadura de
chisporroteo y vapor, el material desintegrándose rápidamente.
Doy otro paso robado hacia delante, con la mano levantada como
si quisiera domar a la bestia salvaje y rota que tengo ante mí.
—¿Qué ha dicho? —pregunto, imaginando mi mano hurgando
entre sus costillas, aferrándose a su dolor.
Aplastándola.
—Nuestro padre. —Echa la cabeza hacia atrás y suelta una
carcajada maníaca y retorcida—. ¡Nuestro padre! —grita y agita la
garra en el aire, tambaleándose.
Tropezando.
Su pie toca el borde y una locura me recorre las entrañas; todos los
músculos de mi cuerpo están a punto de saltar cuando un trozo de
piedra se desprende y cae al agua, esparciendo las escrituras.
Exhalo mientras ella recupera el equilibrio, se endereza y se gira a
medias para observar las ondas que se proyectan sobre el agua pálida.
Lentamente, su mirada se posa en la garra, su severa longitud
curvada en la punta, goteando sangre.
—La única forma de unirme a él es atravesarme el corazón con esto.
Debe estar cubierto de su sangre.
Su…
La de su compañero.
—¿Y dónde carajo voy a conseguir eso? Está muerto. —Las
palabras salen de ella con una burbuja de risa sucia—. Es ceniza en el
viento porque las estrellas se negaron a responder a mi súplica. Ni
siquiera un susurro. —Sigo la lágrima que acaricia su mejilla—.
Porque no les importa, Rhor. Porque no somos más que una colorida
salpicadura de entretenimiento en el tapiz de su olvido inmortal.
Otro estruendo lanza más ondas sobre el agua mientras intento
recordar a la chica que era Rai antes de que la arrojaran a esta sombra
de pérdida…
Todo lo que puedo ver es el dolor en sus ojos cuando Heath exhaló
su último aliento, su hermoso rostro retorciéndose en algo que podía
sentir en mi pecho.
Todo lo que puedo oír son los gritos agudos que desgarraron su
garganta. Me suplicó que la dejara marchar cuando la sorprendí
intentando saltar por el acantilado de su casa, decidida a hacerse
pedazos contra las escarpadas rocas.
Se drogaba con sorbos de una semimuerte que creía que la acercaría
a él.
Siete veces vi cómo sus ojos se apagaban y se vaciaban, luego me
senté junto a su cama y esperé a que se abrieran de nuevo, con la
esperanza de que tal vez volviera mejor. Que las cosas volvieran a ser
como antes.
Que las palabras de las piedras estuvieran equivocadas.
—Pero creo que he encontrado la forma de llamar su atención —
susurra, mirando hacia el lago, y un escalofrío me recorre la espalda.
Me recorre la piel—. Después de todo, ese estúpido libro que encontré
decía que toda la creación surgió de… aquí.
Al darme cuenta, mi mirada se desvía hacia su mano
ensangrentada.
La garra cerrada en su puño.
«Su ira se derramará de una mano ensangrentada. Su ira se
derramará de una mano ensangrentada. Su ira se derramará de una
mano ensangrentada…»
Ella va a tirar la garra en el agua…
—Rai, no…
—¿Por qué no? —grita ella, con el rostro contorsionado por una
mezcla de angustia y rabia—. Lo vieron pudrirse de adentro hacia
afuera. —Encogiéndose de hombros, da un paso hacia la peligrosa
caída hasta que los dedos de los pies rozan el borde—. Su precioso
mundo puede hacer lo mismo.
—No estás pensando con claridad —gruño—. Lanzas esa garra al
fondo y te rindes a las palabras. Te rindes, mierda.
Inclina la cabeza y ríe, el sonido envenena mis oídos.
Por un momento, me alegro de que mamá y papá fueran más lentos
que yo. De que no estén aquí para presenciar esto.
Los mataría.
—Cualquier cosa podría derramarse —continúo—. Y no serán los
Dioses los que sufran. No de verdad.
Será la gente.
Los inocentes.
—¿Puedes soportar el peso de eso? —Su risa se apaga cuando doy
otro paso adelante y sostengo su mirada entrecerrada—. Porque la
Rai que conocí lloró cuando tuve que sacar a un potro de su miseria
después de que lo aplastaran contra ese árbol y le rompieran la
columna.
—Tu Rai se ha ido —gruñe, con el labio superior despegado hacia
atrás para revelar sus penetrantes caninos. Levanta la barbilla y me
mira por debajo de la nariz, como si me despreciara, como si me
despreciara de verdad—. Pero no espero que lo entiendas, Rhordyn.
No has perdido nada.
—Te estoy perdiendo a ti —le digo con rudeza, y sus ojos se
desorbitan, sus hombros se arquean como si una flecha acabara de
atravesarle el pecho.
La miro fijamente, sin pestañear, con un remolino de viento
ceniciento que agita su melena plateada y la desordena aún más.
Ella baja la cabeza, rompiendo mi mirada, y sus hombros se doblan
aún más.
—Rai…
—No puedes arreglarme, hermano mayor. No puedes borrar mi
dolor.
Otro paso, y casi podría alcanzarla y tocarla. Agarrarla. Arrancarla
del borde y tirar de ella hacia mi pecho. En lugar de eso, doblo la
rodilla y me arrodillo, dejándome caer en su campo visual.
Su respiración se entrecorta cuando se ve obligada a mirarme
directamente. A ver la cruda desesperación en mis ojos cuando digo:
—No, si no me dejas intentarlo.
Sus párpados se cierran, la barbilla se tambalea y, por un momento,
creo que va a dar un paso al vacío.
A saltar.
En lugar de eso, la garra cae estrepitosamente sobre la piedra y el
alivio me golpea en las tripas cuando se desploma sobre un montón
de miembros afilados y carne mugrienta.
Resisto el impulso de alcanzarla, sabiendo que el momento es
frágil.
—Es agotador, ¿sabes? —abre los ojos y me mira con expresión
desinflada—, tenerte como hermano.
Levanto una ceja.
—Es broma. —Sus labios se curvan en una sonrisa cansada—. Te
quiero, aunque estoy tan enfadada que podría hacer trizas el mundo.
Gruño, dejando que mis hombros se doblen mientras me froto los
ojos.
Maars y su maldito cincel.
—¿Recuerdas aquel viejo fuerte que cavaste para mí en la
madriguera de los duendecillos después de que te suplicara un
castillo propio?
La miro.
—Me llevó tres ciclos lunares —murmuro, echándome hacia atrás
sobre el culo y restregándome la cara llena de arañazos—. Un
enjambre de duendecillos me pellizcaba cada vez que sacaba un cubo
de tierra.
Su sonrisa crece, sus rasgos empiezan a suavizarse, la oscuridad se
hunde en la piel que rodea sus ojos, las pupilas se tensan hasta que el
gris ha vuelto por primera vez en semanas.
Meses.
El alivio me invade por dentro.
—Así aprendí mi primera palabrota. —Frunzo el ceño mientras
continúa—. Te vi salir de detrás del árbol de la correspondencia
aplastándolas como abejas, y tenías esa expresión en la cara como si
quisieras pisotearlas pero no quisieras.
Pensé que no se daba cuenta, que su castillo excavado era una
completa sorpresa.
—¿Sabías que lo estaba haciendo?
Asiente avergonzada, apartándose un mechón de pelo anudado de
la cara.
—Parecías ridículo arrastrando por la hierba ese carrito lleno de
mis muñecas, osos de peluche y almohadas de encaje. Estaba tan
emocionada porque sabía que eso significaba que estaba casi listo.
Que estaba a punto de verlo. —Hace una pausa, traga saliva y se mira
las manos—. Entonces me enseñaste…
Recuerdo aquel día con claridad. Recuerdo cómo se le iluminaban
los ojos cuando corría de una habitación a otra, chillando, casi
tropezando con los pies de la emoción. Recuerdo el silencio que
reinaba en la madriguera cuando mi padre se agachaba y merodeaba
por su fortaleza cada noche durante un ciclo de luna llena: Rai insistía
en que tenía que dormir allí, decidida a que una princesa nunca dejara
su castillo sin vigilancia.
Por supuesto, eso también nos afectaba a nosotros.
Nuestros padres adoraban a Rai como si fuera todo su mundo, y yo
nunca se lo reproché. No cuando sabían que su tiempo era limitado.
Además, también es mi persona favorita..
—Fue el día más feliz de mi vida —susurra, y una extraña
sensación se apodera de mi garganta, apretándola y ahogándola.
Despejándola, apoyo los brazos en las rodillas y miro fijamente la
piedra que tenemos debajo, deseando poder pronunciar las palabras
dentro de mi cabeza. Sabiendo que saldrían mal.
Confusas y demasiado agudas. O demasiado contundentes.
¿Cómo puedo expresar lo mucho que significa para mí?
Tal vez debería decirle que yo también la amo.
Abro la boca.
El volcán ruge con un estallido de furia que hace que el suelo se
sacuda junto con mi corazón, y un estridente crujido rompe el silencio
mientras una fractura atraviesa la piedra entre nosotros.
Mi cabeza se levanta.
El suelo cede.
Ella cae en picado.
Un estallido de miedo puro abre los ojos de Rai y me electriza desde
dentro. Me lanzo hacia delante, con el brazo extendido, reteniendo el
aire.
El tiempo parece ralentizarse, su cabello es una tormenta alrededor
de su rostro, su mano ensangrentada se extiende hacia mí, una súplica
desesperada y sin esperanza. Su mirada aterrorizada nunca deja la
mía mientras su boca se abre en un grito torturado.
Su cuerpo se pliega, los brazos extendidos.
Hay un chapoteo, y por una fracción de segundo, su mirada trágica
me atraviesa, resignada a su destino…
Entonces se ha ido.
***
Presente
Abro los ojos y me encuentro estirando los brazos por entre la
hierba, con los músculos contraídos como si estuviera preparándome
para saltar a través de los siglos y fracasar de nuevo, con ese dolor
lastimero en las tripas tan punzante como siempre.
Gimoteo, me doy la vuelta y entrecierro los ojos para ver los rayos
de luz que atraviesan el denso follaje, el aire más cálido.
Más denso.
¿Cuánto tiempo ha pasado ya?
Me doy un zarpazo en el pecho, palpándome los bordes de la
herida dolorida y pegajosa que no cicatriza lo bastante rápido, y luego
agarro la ampolleta blanda que cuelga de la cuerda de mi cuello. Me
pongo de rodillas, me inclino hacia atrás, destapo el tapón e inclino la
cabeza como si fuera a exponer la garganta al contenido de esta
maldita cosa. Suspendo la boquilla sobre mi boca y espero a que
gotee.
«Maté a mi madre…»
Las palabras de Orlaith me atacan mientras golpean mi lengua en
un chapoteo frío, y dejo que su confesión estropee cada centímetro de
mi cuerpo que no esté llorando podredumbre.
Me dijo esas palabras como si fueran un arma ensangrentada que
hubiera usado por primera vez para apuñalarse a sí misma. Si me
hubiera dado tiempo para hablar, le habría dicho la verdad. Le habría
dado otra razón para clavarme esa garra en el pecho, confesando que
fui yo quien calmó el corazón de su madre.
Yo.
Cierro la boca en torno a su crepitante brasa, incapaz de evitar
respirar por la nariz y saborear su aroma…
Es un prisma arremolinado de color y luz que cosquillea mis
papilas gustativas. Es ámbar calentado por un rayo de sol, filtrándose
por la ladera de un pino y amontonándose en el suelo, rogándome
que lo extinga de un trago embriagador.
Es una flor, tan fresca y llena de vida, aplastada entre mis dientes
mientras trago. Es un sol en mi garganta, que se hunde y me enciende
por dentro.
Es todo lo que amo.
Todo lo que odio.
Los pelos de mis brazos y piernas se erizan cuando ella calma cada
célula erizada; los bordes afilados amenazan con atravesar mi carne.
Ella calma los dientes que crujen y los filos dentados que nunca se
apagan.
Esa bestia inquieta bajo mi piel ruge, un sonido profundo y saciado,
mientras mi sangre empieza a hervir y me dan ganas de arrancarme
las venas. Ese mismo calor se acumula en las puntas de mis dedos, la
electricidad crepita en mis músculos, haciendo que se retuerzan y se
tensen.
Haciendo que mis ataduras se mastiquen.
Inclino la cabeza y me río hacia el cielo.
—Lo arruine —murmuro mientras mis sentidos se afinan y me
vuelvo terriblemente consciente de cada raíz bajo el suelo, del pulso
de energía que las atraviesa. Del aire que pasa a mi lado como un
soplo que podría ahogar o alimentar. Del agua que se precipita por el
abismo que hay debajo, viva con una fuerza que puedo sentir
agitándose por mis arterias.
Y bajo la tierra, bajo las raíces y las rocas, bajo las capas de muerte
y podredumbre y huesos y secretos olvidados…
Obsidiana.
—Nunca la dejaré marchar —gruño, y caigo hacia delante,
clavando las manos en la tierra, vertiendo hasta la última puta gota
de ese calor en el suelo. Dándosela a la tierra, a los árboles, a las
semillas y a la piedra, cuando lo único que quiero es tenerla bajo mis
costillas.
A salvo.
Un poderoso estruendo rompe el silencio, y una bandada de krah
se dispersa cuando el suelo empieza a temblar. Los árboles se
quiebran y caen, abriendo un agujero en el dosel.
El suelo se resquebraja, la misma sensación me recorre la punta de
los dedos cuando un anillo de enormes sables de obsidiana salta en
un estallido de tierra y piedra, clavándose hacia arriba. La hierba
adquiere un tono verde más intenso. Enredaderas plateadas trepan
por las piedras negras, brotando, enrojeciendo con flores argentadas
que inclinan sus rostros hacia el cielo.
No hay nada silencioso en la forma en que maldigo a los dioses,
plantando este refugio en el suelo. Un anillo de seguridad
permanente para cualquiera que pueda estar tropezando entre las
sombras, cazado y hambriento.
No caeré silenciosamente en su destino.
Ni ella tampoco.
Mi columna se arquea, la piel me pica, los dedos se enhebran tan
profundamente que los pierdo de vista por completo. Me derramo
hasta que ni una gota de su lustrosa calidez queda atrapada en mi
pecho. Nada más que la semilla palpitando silenciosamente.
Y durante un precioso instante, casi puedo creer que se ha librado
de mí.
De esto.
Simplemente… libre.
Hombres, mujeres y niños se escabullen por los rincones,
mirándome con ojos grandes y saltones mientras paso de una celda a
otra. Como si creyeran estar viendo a Kvath en persona, a la caza de
la próxima alma que desea arrebatar.
A pesar de que esas miradas me irritan, una poderosa sensación
recorre mis venas, haciéndome sentir más grande.
Más fuerte.
Aquí abajo, yo muevo los hilos. Tejo lo que me da la maldita gana.
Tengo el control.
Pronto estaré alimentando este deseo, tan cerca de tomar el asiento
del poder en Ocruth. Tomaré la casa de su familia. La aplastaré hasta
el suelo.
Un gran y final jódete.
Será aún más dulce con Orlaith a mi lado. Esperaré hasta que esté
en celo, entonces me la follaré entre los escombros. Llenaré su vientre.
La haré mía en todos los sentidos.
Después de esta noche, me sorprenderá si ella vuelve a pensar en
él. Planeo mantenerla encerrada en la cámara de acoplamiento hasta
que esté tan agotada, tan empapada de mi semen y mi olor, que la
única palabra que recuerde decir sea mi nombre.
El mío.
Salgo del vestíbulo y encuentro a mi padre enroscado en el suelo,
al borde de su zona de alimentación, con las cadenas al límite,
tensando la piel retorcida y arrugada de sus muñecas. Tiene la cabeza
metida entre los brazos, las manos entrelazadas y apoyadas en la
espalda como un escudo.
Está temblando, agazapado en su propio charco de orina, la sangre
le gotea por la espalda, señal inequívoca de que se ha estado
moviendo, estirando las extremidades, y las puntas afiladas de los
pernos de cristal le han destrozado los músculos y la carne.
Miro a la mujer que está tirada en el suelo, con la garganta
desgarrada y el pelo cubierto de vino de fresa. Sus grandes ojos, que
no ven, brillan como gemas de ámbar en el haz de luz del atardecer
que se proyecta desde arriba.
Me pellizco el puente de la nariz.
—Maldita sea —murmuro sacudiendo la cabeza y cerrando los
ojos.
Lo último que me apetece hacer antes de acoplarme es cavar un
puto agujero, pero no puedo dejar el cuerpo aquí. Si no los saco lo
bastante rápido, se vuelve posesivo, se aferra a ellos como a una
especie de mascota, los pasea, les habla.
Les dice que los quiere.
Pienso en la vez que se aferró tanto a una que empezó a deshacerse
y me obligó a quitársela a trozos.
—He ido demasiado lejos.
Abro los ojos al oír la voz nudosa y oxidada de mi padre y lo miro
fijamente. Tiene la cabeza levantada y me mira con ojos de tinta, pero
hay… algo en ellos que le hace parecer más animado de lo normal.
—¿Padre?
Vuelven a aplanarse, llenándome las tripas de decepción.
—Fui demasiado lejos —repite, y suspiro, arrastrando una mano
por mi cara.
—No pasa nada. —Paso por encima de la línea, dirigiéndome hacia
la mujer muerta—. No hiciste nada malo. La enviaste a un lugar
mejor.
Saco la llave del bolsillo, me agacho junto al cadáver y le quito el
grillete de la muñeca. Arrojo el grillete de hierro sobre la piedra y
hago una pausa para masajearme las sienes.
Mierda.
¿Quizá la lleve de vuelta a su celda? No podrá verla desde allí.
Puedo dejarla hasta mañana por la noche y rezar para que no apeste
el lugar.
—Fui demasiado lejos. Fui demasiado lejos. Fui demasiado lejos…
—Mierda —murmuro, metiendo la llave en la segunda cerradura.
El sonido de las cadenas azotando la piedra me hace desviar la
mirada, y un grito ahogado se apodera de mí al verlo, justo ahí, a un
palmo de mi cara, con sus ojos en un resplandor de horror.
Caigo de espaldas, apoyándome en los codos.
Se arrastra sobre mí y me aprieta la camisa, su aliento putrefacto
me golpea la cara al acercarse tanto que nuestras narices se aplastan.
—¡He ido demasiado lejos!
Un rayo de miedo me atraviesa y hace que se me agarroten los
pulmones.
Trago saliva, obligándome a respirar. Pensar.
Hablo.
—Tranquilo, padre. No pasa nada. Me ocuparé de ello… siempre
lo hago. Siempre lo haré.
Sus ojos se suavizan.
—No pasa nada —repito, con palabras lentas y suaves—. No pasa
nada…
Parpadea, frunce el ceño, se echa hacia atrás y se escabulle por el
suelo. Agarra una vieja camisa de mamá de su retorcido nido de
harapos y se la aprieta contra el pecho antes de arrimarse al borde del
círculo e intentar empequeñecer su cuerpo. Una vez que no es más
que un nudo tembloroso de músculos y tendones, empieza a
balancearse hacia delante y hacia atrás con un vaivén torturador, las
grietas vidriosas de su piel brillan plateadas a la luz de la luna, hilos
de carmesí gotean por su espalda.
—Tráemela. Tráemela. Tráemela…
Dejo caer la cabeza contra la piedra, suspiro y me limpio la saliva
de la cara.
—Sabes que no puedo hacerlo. ¿Y si la rompes? Nunca te lo
perdonarías.
Y yo te perdería por completo.
—Además —desmenuzo, rodando de lado, empujando hacia
arriba—, no la necesitas. Me tienes a mí.
Su cántico constante es un maldito hachazo a mi cerebro mientras
suelto el puño que me queda, agarro a la mujer muerta por los tobillos
y la arrastro hacia el pasillo, dejando a nuestro paso un rastro de su
largo pelo color fresa.
Todos nos miran pasar, sus miradas me agujerean desde todos los
ángulos.
Arrastro a la mujer al rincón de su celda y recojo el gancho que dejé
apoyado junto a su puerta. No me molesto en encerrarla y avanzo por
el pasillo, arrastrando la mano por los barrotes mientras examino a
cada uno de los temblorosos habitantes, deteniéndome junto a la niña
de pelo rojo rizado.
Frunzo el ceño.
Está en medio de la celda, atada de lado, con los ojos abiertos pero
sin vista. Me cuesta creer que respira hasta que su pecho se dilata con
una inhalación irregular.
Supongo que no le sentó bien ver cómo mataban a su madre.
Probablemente debería haber considerado eso antes de ponerla en la
celda justo al lado de la arena de alimentación. Una mirada como
esa… prácticamente está rogando por la muerte. Dudo que corra si la
encadeno.
Tendría tanta suerte sacándola de su espiral si arrojara el cadáver
de su madre a la arena.
—Mierda —murmuro, retrocediendo.
Me detengo ante la celda que contiene a un Aeshlian masculino con
espirales de pelo iridiscente. Unos ojos grandes y cristalinos
parpadean hacia mí, un poco apagados por el brillo.
Necesita la luz del sol. Una excusa perfecta para darle tiempo con
las cadenas.
—Te toca —digo, apoyando el palo contra la pared.
Se le va todo el color de las mejillas.
Meto la llave en la cerradura y él se arrastra hacia la pared del
fondo. El fresco olor a pis me llena la nariz.
—¡No! ¡No, por favor! No puedo volver a salir.
—Necesita que le levanten el ánimo —digo, agarrando el palo.
Entro en la celda mientras el chico se hace un ovillo tembloroso. Es
jodidamente difícil ponerles las pinzas alrededor del cuello cuando
actúan así.
Le doy una patada en las costillas y su cabeza se echa hacia atrás,
soltando un grito mientras le pinzo la garganta y lo arrastro hacia la
puerta. Sigue pataleando, retorciéndose y chillando, y sus sonidos
desesperados se transforman en sollozos grandes y forzados que
atraen a todos los demás habitantes a la primera fila de sus celdas.
—Shh, shh, shh —arrullo, encadenando un grillete alrededor de la
muñeca del joven, atándolo a una larga cadena atornillada a un poste
en el centro del círculo. Una cadena más larga que la de mi padre, que
da a su presa una falsa sensación de seguridad en esta pequeña banda
exterior.
Dándoles esperanza.
Una puta esperanza patética. El ingrediente principal de la
decepción.
Temblando, Padre intenta alejarse, con más sangre saliendo de sus
muñecas destrozadas.
—No —grita—. No, no, no, no, no…
—Sé lo que necesitas, padre. —Coloco el segundo grillete en su
sitio—. Está bien.
Aflojo el gancho, lo tiro a un lado y me dirijo hacia el hombre por
el que daría la vida. Me agacho ante él, agarro un puñado de sus
propias cadenas y les doy un tirón juguetón, mostrándole una sonrisa
tranquilizadora.
—Vamos. Solías decir que su sangre te hacía sentir bien. Y no hay
nada malo en sentirse bien.
Gira la cabeza y me mira con ojos muy abiertos y doloridos.
—Quiero que termine, hijo mío. Por favor.
Se me para el corazón.
—¿Qué has dicho?
Se le hincha el pecho.
—¡Hijo mío! —ruge con la ferocidad de mil tambores de guerra.
Me golpea el pecho con las manos y me deja sin aliento al lanzarme
hacia atrás. Mi cabeza se golpea contra la piedra, las luces se bifurcan
en mi visión desgarrada mientras lo miro, erguido en toda su
estatura, como el guerrero poderoso y vigoroso que fue una vez. Con
los dientes descubiertos, sus caninos brillan a la luz del fuego, y sus
ojos de tinta se muestran desgarradores.
—Padre…
La palabra sale entrecortada.
Su rostro se contorsiona y se derrumba, como si alguien le hubiera
arrancado varios discos de la columna vertebral. Arrebata la blusa a
mi madre del suelo y se escabulle hacia el otro extremo de la arena,
donde reanuda su silencioso balanceo.
«Hijo mío…»
Hace siglos que no me llama así.
La garganta se me engrosa, respiro el eco de sus palabras como el
alimento que son, observándole estremecerse en la esquina…
Mi rostro se endurece, una feroz bola de determinación se agolpa
en mi pecho.
Quiere que lo deje ir, poner fin a su sufrimiento. No puedo. No lo
haré.
Jamás.
«Hijo mío…»
Esas dos palabras podrían alimentarme durante una eternidad.
Me levanto y me pongo en pie, frotándome la nuca, y me dirijo
hacia el chico en tres largas zancadas. Agarrando su túnica rota y
sucia, lo arrastro por el suelo hacia el rayo de luz que cae desde arriba.
Patalea y grita, arañándome el brazo. Lo arrojo al suelo, observo
cómo se le encienden los ojos mientras se revuelve sobre su trasero,
con la mirada entre mí y mi padre, que murmura incoherencias,
meciéndose a su propio ritmo retorcido.
Doy un paso atrás, sostengo la mirada amplia y asustada del chico,
que brilla en la luz, y susurro:
—Buena suerte.
Se pone en pie y corre hacia esa línea calcárea que cree que le
salvará del depredador desquiciado que tiene a su espalda.
La cabeza de mi padre se levanta y sus rasgos se afilan. Sus
hombros se hinchan mientras gruñe.
Saliva.
El chico no llega muy lejos antes de que mi padre lo derribe con
fuerza, clavándolo en el suelo y estirándole el cuello hacia un lado. Se
aferra a la carne opalina y la sangre iridiscente estalla en su rostro
rabioso.
Duele verlo así, una sombra retorcida del hombre que solía ser. El
hombre que me amaba a pesar de…
Todo.
Pero es mejor que no tenerlo en absoluto.
Me baño en leche, miel y aceites perfumados durante exactamente
una hora. Lo sé porque veo pasar cada minuto, cada segundo, en un
reloj sobre la chimenea, mientras un equipo de sirvientes silenciosos
me frota, me depilan, me afeita en lugares que me dan ganas de
hacerme un ovillo y esconderme. En lugar de eso, meto cada brizna
de debilidad emocional bajo mi campo de pequeñas cúpulas, y luego
coloco otra cúpula más grande y fuerte encima: una doble capa de
protección que afloja instantáneamente mis huesos, mis músculos, y
me deja con nada más que la determinación pétrea que, con suerte,
me llevará a través de las próximas horas.
Nadie parece pestañear ante la herida de mi cuello mientras me
secan con una toalla gruesa y caliente. Me peino en una cascada de
rizos ondulados y me unto la piel con una loción que huele a
orquídeas, dulce y almizclada.
Me envuelven en una bata de seda azul y me acompañan fuera de
la cámara de baño. Seis mujeres se agrupan a mi alrededor y
avanzamos por los elevados pasillos como una sola unidad, entre
guardias que asienten con la cabeza y sirvientes que se inclinan o
hacen reverencias, como si mis pasos estuvieran ahora pavimentados
por los dioses.
Nada más lejos de la realidad.
Kolden abre la puerta de mi suite, pasamos a toda velocidad y la
puerta se cierra tras nosotros. Izel y otra sirvienta están junto a mi
tocador, lleno de frascos rechonchos, cuencos de bazofia gris y botes
de cosméticos.
Miro por la ventana abierta, la luna glotona que se eleva sobre el
paisaje urbano que brilla en la distancia, hinchado de pesadas
promesas que no tienen el mismo impacto cuando me siento…
Nada.
Los sonidos de la alegría se extienden por la bahía: el estruendo de
los tambores, un coro de voces y más de esos estallidos cuando las
semillas de luz se disparan hacia el cielo y explotan en una miríada
de estrellas fugaces.
Izel me hace un gesto para que me siente ante mi tocador, y unas
cuantas trenzas finas se atan alrededor de la coronilla de mi cabeza,
sujetas con alfileres y adornadas con diminutas flores azules. Me
pintan las uñas con algo que hace que las puntas parezcan bañadas
en oro y me empolvan las ojeras con un polvo del mismo tono que mi
piel. Mis pestañas se rizan con un líquido que tiñe su longitud y las
puntas se adornan con gotas de rocío doradas. Por último, me tiñen
los labios de rojo sangre y cada pasada del pincel me hace cosquillas.
Me acompañan hasta el lugar donde un pesado rayo de luz
plateada entra a raudales por las puertas abiertas del balcón, me
quitan la bata de los hombros y dejan al descubierto mi cuerpo
desnudo, que parece que ya no me pertenece, un pensamiento que
roza la superficie de mi mente endurecida en lugar de roer su carne
esponjosa.
Alguien me levanta el pelo y tira del cierre de mi collar. Me doy la
vuelta y le arrebato la muñeca.
Se hace el silencio en la habitación y sacudo la cabeza.
—Esto se queda puesto.
—Pero, Maestra —balbucea la desconocida sierva, con sus grandes
ojos azules clavados en Izel—, debemos quitar todas las joyas excepto
tu cupla. Es la tradición.
—Entonces lo haré yo misma cuando esté preparada.
Hay un momento de vacilación antes de que ella baje la cabeza en
silenciosa sumisión, y la suelto.
Vuelvo mi atención a la luna y suspiro internamente.
Los sirvientes sostienen sendos cuencos de esa bazofia gris que
huele a azufre, empuñando delicados pinceles. Se ponen manos a la
obra para pintarme el cuerpo, adornándome con frías y cosquilleantes
líneas, remolinos y movimientos que me hacen estremecer.
Miro hacia abajo y mis ojos se abren de par en par cuando me doy
cuenta de lo que están haciendo. Me pintan con escrituras que ya he
visto antes, esparcidas por la piel de Rhordyn, adaptándose a cada
hendidura, curva y pico endurecido de mi cuerpo.
Mejorándome.
Esa gran cúpula interna vibra, como si las que están debajo se
hubieran desprendido o roto. La cubro con más luz y me obligo a
mirar la luna. Observo cómo se eleva a pasos agigantados.
Concentrarme en todo lo que debo hacer y en los pasos que debo dar.
Simple. Vacío.
Superficial.
Una ráfaga de viento salvaje azota las cortinas y me acaricia la piel,
levantándome los pelos de los brazos como una carga eléctrica que
parece envolverme. Como si me inclinara hacia ella, todo mi cuerpo
se balancea…
Una doncella me sujeta del brazo y me insta a meterme en una
prenda encharcada a mis pies. El vestido se levanta: una funda
transparente y brillante que parece menos resistente que un
pergamino de seda… aunque supongo que esa es la gracia.
Fácil de destrozar.
¿Quién necesita ropa adecuada cuando de lo único que se trata esta
noche es de lo que tengo entre las piernas?
Otro pensamiento que se desliza por la superficie antes de que lo
sople como las semillas de un diente de león.
Me colocan la bata sobre los pechos pintados y la colocan en su
sitio, con el escote en línea recta de un hombro al otro. La espalda es
baja y drapeada, con mangas largas en forma de campanas. Es opaco
de las rodillas para abajo, pero a través del resto vislumbro los
garabatos de las escrituras enredados en mi piel besada por el sol. Las
partes más íntimas de mi cuerpo están hábilmente ocultas bajo
remolinos de gasa brillante.
Es algo que agradezco.
Los sirvientes que me fregaron en la cámara de baño retroceden,
con las cabezas inclinadas, y sus palabras murmuradas se arrastran
por mi piel como hormigas: «Servimos como uno. Servimos como
uno. Servimos como uno…»
Salen por la puerta con la doncella desconocida y solo queda Izel,
que tapa los cosméticos de mi tocador. Sus movimientos son ruidosos
y perturbadores ahora que las demás se han ido, cerrando tapas y
colocando las cosas en su sitio.
—Te dejo con tus oraciones preceremoniales —dice, mirándome a
través del espejo con expresión cautelosa. Quizá esté enfadada
porque no me bebí su té envenenado ni me comí su pastel
envenenado—. Volveré con el tónico de la fertilidad.
Sus palabras me golpean como un puñetazo en la cúpula, gira sobre
sus talones y se marcha.
Todo lo que puedo hacer es mirar fijamente la puerta cerrada,
luchando por recordar qué es lo que tengo que hacer. El siguiente
paso que debo dar.
Nadie ha dicho nada de un tónico de fertilidad…
Me sacudo un escalofrío, me pongo otra capa de luz sobre la cúpula
temblorosa y me pongo en marcha: me quito el collar. Apenas tengo
tiempo de despegar la piel falsa antes de enrollar dos veces la cadena
alrededor del tobillo y volver a cerrar el broche, agradecida de que el
dobladillo opaco de mi vestido oculte el contrabando.
Destapo la laca de labios, abro el cajón del tocador, saco la capa y
recupero el pequeño frasco que escondí detrás. Se me desploma el
corazón cuando veo el corcho: ya no tiene un tono leonado, sino que
está manchado de negro, empapado del líquido que debía taponar.
Mierda.
Echo un vistazo a la puerta detrás de mí, luego meto la mano en el
cajón y agarro el frasco de bayas de bane bush que han sobrado de los
presuntos intentos de asesinato de Izel. Las vuelco sobre el banco y
recojo las más maduras, recupero mi mortero del otro cajón,
espolvoreo las pequeñas bayas en el hueco con unas gotas de agua y
las muelo hasta convertirlas en una papilla.
El líquido es espeso y gris al principio, antes de volverse finalmente
suelto y oscuro como la tinta.
Levanto el mortero e inclino el líquido hacia el bote de tinte rojo
para labios.
Una gota.
Dos…
Suficiente para matar a una cena si se dispersara en una jarra de
agua.
Frunzo el ceño.
¿Tal vez intente exprimir un poco más? Cainon es mitad Unseelie,
y necesito noquearlo por un buen rato. Como mínimo, necesito que
duerma hasta que la Gran Septum abra nuestra cámara de
acoplamiento al amanecer, en busca de pruebas de mi virtud recién
despojada… o eso me han dicho.
Otra gota.
Otra…
La puerta se cierra con un clic.
Mi atención se centra en el espejo que tengo delante. En él, veo a
Izel cerca de la entrada, pausada, con una botellita de líquido color
hierba en la mano. Su mirada perspicaz se desplaza sobre el mortero.
Las bayas esparcidas sobre la mesa. El frasco de laca de labios roja.
Finalmente, me mira.
En sus grandes ojos azules hay una profunda semilla de
conocimiento. Un conocimiento vil, conmovedor y acusador que no
hace más que confirmar mis sospechas.
Para empezar, me echó las bayas en la comida.
La tensión corta el aire y dejo el mortero sobre la mesa, tragando
saliva, brutalmente consciente de lo frágil que se ha vuelto esta
situación. Quemarme en la hoguera en lugar de asociarse conmigo,
frágil.
—Izel, por favor no…
Gira hacia la puerta y el tónico de fertilidad golpea la alfombra.
Se me nubla la vista al moverme demasiado rápido y de golpe,
masticando el espacio que nos separa en unas pocas zancadas,
haciéndome sentir como si me hubiera dejado la piel junto al tocador.
Tragando una violenta y oscilante oleada de desplazamiento, la ato
con el brazo y le golpeo la boca con la mano.
Ella se agita y se retuerce e intenta zafarse, pero mis huesos están
endurecidos por la aleación de mi desesperación.
—Para, Izel. Por favor. Tienes que escuchar.
Sigue retorciéndose y gruñendo, con los dientes rozándome la
palma, intentando hundirse en mi carne.
Presiono mis labios cerca de su oído, mi susurro agudo y urgente.
—Es un hombre muy malo, muy retorcido. Deja de intentar
morderme la mano y dame un segundo para explicarte.
Se queda completamente inmóvil y suspiro aliviada, cerrando los
ojos.
—Es un Unseelie —susurro, contaminando el aire con la
inquietante confesión—. Tiene hombres, mujeres… niños enterrados
en una madriguera de alimentación bajo una isla de la bahía.
Espero alguna reacción.
Nada.
Solo el sonido de su respiración fuerte y rápida por la nariz.
—Tengo un plan para rescatarlos. Sus vidas dependen de ello.
Doy tiempo a que esa información se asiente, sintiendo que cada
segundo pasa más rápido que el anterior mientras miro fijamente la
puerta. Esperando que alguien irrumpa en cualquier momento para
llamarme a la ceremonia.
No podemos quedarnos aquí toda la noche…
Respiro con fuerza.
—Voy a dejar que hables ahora. Por favor, no hagas ninguna
tontería.
En cuanto levanto la palma de la mano, ella grita.
Le golpeo la cabeza y se desmaya. Los puños golpean la puerta
mientras el cuerpo inerte de Izel cae al suelo a mis pies.
—¿Orlaith?
Mierda.
Salto por encima de Izel y me abalanzo hacia la puerta, abriéndola
lo justo para asomarme por el hueco y ver la expresión de desaliento
de Kolden.
—¿Puedes dejar a todo el mundo fuera un momento?
Mira más allá de mí, con los ojos muy abiertos.
—¿Va tod…?
—¿Le va a doler mucho la cabeza cuando se despierte? —
murmuro, y una fuerte maldición me golpea.
—¿Cómo?
—Me ha visto mezclando bane líquido con mi laca de labios.
Se le cae todo el color de la cara e intenta empujar la puerta.
Frunzo el ceño y empujo contra ella.
—¿Qué haces? Deja de hacer eso.
—Hazte a un lado —gruñe—. Lo haré rápido. No sentirá nada.
¡Santa petunia!, quiere matarla.
—¡Eso no va a pasar! —susurro—. No necesita morir. Solo… vigila
la puerta para que pueda meterla en algún sitio.
Se le desencaja la mandíbula, pero el ruido de unas botas le hace
mirar por encima del hombro.
—Los guardias vienen a buscarte. Puedo conseguirte otros dos
minutos como mucho.
La puerta se cierra de golpe.
Respiro hondo y tembloroso, observo la habitación e intento
averiguar dónde esconder a mi sierva inconsciente para no tener que
preocuparme de que se despierte en mitad de la ceremonia y lo
arruine… todo.
No puedo atarla y amordazarla. ¿Y si nadie la encuentra y perece?
Eso no me gusta, ni siquiera con mis emociones amontonadas bajo
una barrera a prueba de puñaladas.
Mi mirada se concentra en mi camerino y una idea cobra vida como
la llama de una linterna…
La haré bajar a escondidas por la escalera y apoyaré una silla en la
puerta. Cuando se despierte, podrá salir por la salida oculta que la
escupirá en medio de la jungla, lo bastante lejos como para que yo ya
me haya ido cuando se entere.
Buen plan.
Arranco el tónico de la fertilidad, le rodeo las muñecas con las
manos y la arrastro hacia atrás, resoplando, haciendo fuerza contra
su peso.
—Todo esto es… por nada —murmuro, como si pudiera oírme—.
Estoy casi… un noventa y cuatro por ciento segura de que ni siquiera
puede matarlo. Solo se echará una… larga siesta. No es que puedas
hablar. Tu brújula moral no apunta exactamente al norte. ¿Qué ibas a
decir? «¿Encontré a la prometida del Gran Maestro usando las bayas
con las que intenté envenenarla? Por favor. Eres más inteligente…
que eso, Izel.»
Abro la puerta secreta, la empujo escaleras abajo, coloco un farol a
su lado para que esté protegida de los Irilak si se aventura en la noche
y me reclino con las manos en las caderas mientras recupero el
aliento.
—Intenta no rodar por las escaleras mientras duermes —digo con
un suspiro, luego me dirijo al vestidor, cierro la puerta-espejo secreta
tras de mí y empujo una de las pesadas y ornamentadas sillas de
tocador frente a ella.
Ya está.
Entro en mi suite y veo una sombra oscura posada sobre la mesa
del comedor. El corazón se me sube a la garganta y me quedo inmóvil,
con el sonido de mi pulso acelerado rugiendo en mis oídos.
Un enorme krah negro ladea la cabeza y me observa con ojos de
tinta que parecen atraparme.
¿Quizá ha venido a cagarse en mí y a clavar mi muerte en el suelo?
—Ahora no —siseo, avanzando con un movimiento de manos—.
Tengo mucho que hacer. ¡Fuera!
Se eleva en el aire, trazando círculos de alas coriáceas sobre el techo,
y luego aterriza sobre el poste que une dos de los postes de mi cama,
correteando hasta sentarse. Me mira desde su elevada percha con un
extraño porte imperial que me pondría de los nervios si no estuviera
tan ocupada manteniéndome al margen.
Se da la vuelta, enrosca su larguirucha cola alrededor de la barra y
luego cae en picado hacia atrás, colgando boca abajo mientras mueve
las alas hasta que se las enrolla alrededor del cuerpo como un capullo
de hollín. Creo que se está echando una siesta, pero no cierra los ojos.
Sigue mirándome.
Suspiro, me siento en el taburete y uso el pincel largo para
difuminar el bane líquido a través de la laca de labios roja.
—No me juzgues —murmuro, mirando el krah en el espejo antes
de pintarme los labios con trazos cuidadosos que ahogan el tono
sanguinolento, sustituyéndolo por un color rico y mortífero.
Un fuerte golpe casi me saca de mis casillas y, a tientas, guardo la
laca en el cajón.
—¡Ya voy!
Introduzco las manos en la apretada mata de flores silvestres, como
si partiera un libro por la mitad, y descubro el gran capullo blanco
que sobresale unos centímetros de la tierra por encima de un grueso
tallo, todo atado y con sus secretos escondidos.
Le soplo.
Cinco pétalos se despliegan, cubriendo un puñado de filamentos
lechosos coronados por diminutas gotas de luz, cada pétalo del
tamaño y la forma de la yema de mi pulgar.
Una sonrisa me llena las mejillas y aspiro la fragancia rica y
especiada que hace que me pique la parte posterior de la nariz.
—Qué lista eres —susurro, arranco dos pétalos y los meto bajo la
corona de trenzas que envuelve mi cabeza.
Vuelvo a mirar al krah y me pongo el dedo en los labios
envenenados mientras me parpadea.
—Shh…
Me escoltan por un vasto pasillo de piedra toscamente tallada, gris
como las túnicas de mis pesadillas.
Cada paso es mimado por una jaula de guardias sincronizados,
cada uno adornado con una reluciente armadura dorada. Dudo que
haya nada que pueda penetrar el muro de metal y músculo que me
rodea desde todos los ángulos. Parece un poco exagerado, ya que la
sala está vacía aparte de nosotros: la mayoría de los sirvientes del
palacio celebran en las calles con la gente de Parith, disparando su
bonito espectáculo de luces desde la explanada, emborrachándose y
drogándose y cantando sus alegres melodías.
El sonido sordo de un tambor retumbante sigue llamándonos hacia
delante, fortaleciéndose a cada paso que doy, latiendo al ritmo de mi
lánguido corazón. Sé que debería estar nerviosa. Que en algún lugar
profundo, bajo las capas de brillante defensa que he apilado en mi
interior, no soy más que una niña pequeña y asustada que quiere
acurrucarse bajo la cama y esconderse.
Pero el miedo es un lujo que ya no me puedo permitir, no para mí
misma.
Pongo más capas sobre la cúpula de cristal que me mantiene dócil.
Me impide pensar demasiado.
Sentir demasiado.
Llegamos al final del pasillo y los guardias delanteros se retiran,
dejando al descubierto un par de grandes puertas de granito
flanqueadas por dos Shulák ataviados con túnicas que inclinan la
cabeza y hacen una reverencia.
Me estremezco por dentro. No hay ni una sola parte de mí que
desee su respeto, y si no estuviera tan ocupada atiborrándolo todo,
probablemente lo diría.
Aliso otra capa de luz sobre mi cúpula retumbante.
Las puertas se abren de par en par, liberando un rollo de humo
blanco y espeso que se derrama por el suelo, empalagándome los
tobillos como insípidas enredaderas plagadas de destellos
iridiscentes. Frunzo el ceño y me agacho. Acerco un poco a mi cara
para olerlo.
—Orlaith —sisea Kolden, alargando la mano como si fuera a
agarrarme de la muñeca y arrastrarme lejos, antes de que su mirada
se desvíe hacia los otros guardias. Se aclara la garganta y vuelve a su
posición mientras el aliento me recorre la garganta hasta el fondo de
los pulmones.
Una sensación cálida y pegajosa se despliega en mi interior.
Es extraño.
Vuelvo a mirar el humo, tan absorta en el remolino seductor y
resplandeciente que la siguiente salva de tambores hace que levante
la mirada.
Respiro con fuerza.
La enorme cámara cuadrada que hay delante… Es extraña.
Los candelabros en llamas están atornillados a las altas paredes que
contienen un océano de humo espeso que se extiende ante nosotros,
salpicado de motas de color que se reflejan en la luz anaranjada del
fuego que se derrama por toda la extensión. De vez en cuando, un
movimiento ondulante hace que el humo se mueva, revelando un
destello de carne o un mechón de pelo color miel.
El espeso almizcle de sudor, especias y sexo me llena de sórdidas
promesas con cada ronca inhalación. Y los sonidos, los gruñidos
profundos y desesperados y los gritos agudos de pasión… Se instalan
en mi interior como un brote de flores tibias que se despliegan de sus
coacciones enroscadas.
Me recuerda a la guarida de una ninfa del bosque, salvo que toda
la acción queda atrapada bajo ese mar de humo. Dudo que puedan
ver lo que están haciendo. A quién están tocando.
Unas rocas redondas y planas se asientan justo sobre la superficie
de la espesa niebla como peldaños, salpicando un camino que
atraviesa el centro hasta un par de puertas de piedra sostenidas por
otros dos Shulák.
Mi curiosidad aumenta a medida que la atmósfera que se derrama
se enreda en mi pelo y lame escalofríos por mi piel. Besa una línea por
la escalera de mi columna vertebral. Me pellizca los pezones y me
calienta el cuerpo. Con hormigueo.
Un poco más… libre.
—¿Qué es este lugar? —Mi voz suena rara. Incluso sensual.
No sé por qué.
Uno de los Shulák se lleva un paño a la boca, luego sigue un rastro
de pasos en picado hacia el humo y desaparece de la vista, el otro
vuelve su atención hacia mí.
—El pozo de la impureza. Los impuristas están realizando el acto
por el que fueron marcados. Diez han sido elegidos al azar para
redimir sus almas sucias convirtiéndose en Vasijas de los Dioses. El
mayor privilegio.
—Oh.
Eso no tiene sentido.
Kolden me da un codazo en el pie con su bota, y lo miro: un pilar
de fortaleza apostado a mi lado.
—No respires más, me dice.
Frunzo el ceño.
No es un buen consejo.
Estoy a punto de decirle exactamente eso cuando el Shulák sube la
escalera y se libera del vapor que emana de él. Lleva de la mano a una
mujer desnuda hasta que está de pie a mi lado: ojos azules vidriosos,
pezones en punta, mejillas tan sonrojadas como sus labios manchados
de purpurina. Lleva el pelo rizado y cremoso, que le cae por debajo
del trasero.
Me recuerda a… alguien. Pero creo que ese alguien tenía los ojos
de otro color. ¿Una amiga, creo? Tengo su nombre en la punta de la
lengua, pero no consigo precisarlo.
Se me escapa.
—Aquí es donde te dejan tus escoltas —anuncia uno de los shulák,
sujetándome de la mano y haciéndome avanzar—. Tú «una dechado
de pureza glorificada por los dioses» cruzarás ahora el Sendero de
Athandon, caminando por encima de los impuristas que no han
conseguido pasar a Mala esta víspera.
«No han conseguido pasar…»
¿Eh?
Miro por encima del hombro y vislumbro por última vez el ceño
fruncido de Kolden antes de que las puertas se cierren con un golpe
final que parece significativo.
Lo pienso.
¿Quizá no sea tan importante?
Me acurruco en el calor que aún anida en mis pulmones y me
decido por lo segundo.
Nuestros anfitriones nos hacen señas con los brazos cubiertos por
la túnica y me doy cuenta de que quieren que saltemos de una piedra
a otra hasta llegar a las puertas del otro lado. Como no sé cómo la
mujer que tengo a mi lado va a conseguirlo en su estado actual,
engancho el dobladillo de mi funda decorativa, la sostengo de la
mano y la conduzco por el traicionero terreno.
Levantamos remolinos de humo con cada salto, algo pesado me
golpea el tobillo con cada paso juguetón, las risitas de la chica son un
eco tintineante que me salpica la piel, como si esto fuera un alegre
juego de rayuela.
¿Quizá lo sea?
—¡Espera!
La chica aparta su mano de la mía y me asomo por encima del
hombro para verla agachada, con los ojos brillantes de travesura. El
pelo le cuelga hacia delante, dejando ver unas largas marcas en la
espalda, levantadas y rojas, que parecen dolerle.
Esta cosa grande y brillante dentro de mí se sacude.
Qué extraño.
Recoge un poco de humo y lo sopla hacia mí como si quisiera
provocar un combate de niebla. Me golpea la cara como una
agradable salpicadura de agua espumosa.
Sonrío, su alegría contagiosa me calienta la sangre.
Saltamos de piedra en piedra, deteniéndonos aquí y allá para
salpicarnos mutuamente con humo. Me doy cuenta de que yo
también me estoy riendo.
Esto es divertido. Me gusta este lugar.
¿Por qué no quería venir aquí?
¿Y qué es esta cosa blanca flotante? Huele a cosas sexis. Me hace
querer sentirme como se ve esta mujer.
Cautivadora y libre.
Me echa más humo, que se desliza por mi garganta como una
bebida fresca y crujiente, y luego se asienta en mis pulmones con una
reconfortante pesadez que estalla y crepita.
Vuelvo a reírme, segura de estar flotando sobre pies alados.
Saltamos a un podio y dos personas con túnica abren unas puertas
de piedra. Una brisa cálida me pellizca la piel mientras subimos un
tramo de escaleras que parece atravesar el cielo antes de rodear el
exterior de una torre de piedra.
Cantamos a las estrellas, al viento y al sonido de las olas mientras
subimos las escaleras que giran y giran.
Me gustan estas escaleras. Creo que me llevarán a un lugar seguro
y soleado, pero no sé por qué.
Me detengo y miro hacia abajo, por donde hemos venido…
La chica me tira de la mano.
—¡Vamos!
—Quiero contarlas.
—La próxima vez. —Se ríe y me da otro tirón—. ¡Ya casi estamos
en la cima! Quiero volar a las estrellas contigo.
Suena bien.
Sonrío y sigo dándole vueltas. Llegamos a un gran escenario
circular que sostiene un anillo de altas torres, cada una de ellas tallada
con extrañas palabras. Miro hacia arriba, buscando sus puntas
afiladas, y abro la boca de asombro al ver lo cerca que estamos de la
luna, enorme, plateada y hermosa, pintando mi cara respingona con
un chorro de luz fresca que enciende cada célula de mi cuerpo.
Quiero bailar desnuda para ella. Arrastrarme los dedos por el pelo
y acariciar mis pesados pechos. Quiero ponerme a cuatro patas y
aullarle como un animal lleno de nada más que sonidos ricos,
primarios y deseo que se retuercen por mi garganta.
—¡Esto es el país de las maravillas!
Mis palabras resuenan…
Resuenan…
Resuenan…
La mujer suelta una risita, me empuja y giramos hacia la luna, con
su pelo cremoso como plata líquida bajo los rayos de luz.
No sé por qué me duele el pecho.
Vuelvo a mirar la luna plateada mientras alguien me empuja hacia
un lado.
Caigo de rodillas sobre una almohada grande y mullida, y mi
mirada se nivela con un par de ojos azules.
El hombre que tengo delante tiene el pelo del color de una planta
rodadora, con las puntas despeinadas rozando unos hombros anchos,
desnudos y musculosos. Tiene pintadas unas bonitas palabras grises
a los lados del cuello, sobre el pecho y el cincelado vientre, donde
desaparecen bajo la cinturilla de los pantalones.
Saboreo las palabras. Una parte de mí incluso quiere tocarlas. Pero
hay algo raro en ellas. Como si estuvieran en el lugar equivocado…
O algo así.
Es un hombre hermoso, pero mi cuerpo no responde a él como a
los gemidos, los olores y los gruñidos profundos y guturales.
Como a la luna plateada.
¿Por qué estoy aquí con este hombre que no conozco en este lugar
tan extraño?
Mi mente se aprieta, como un músculo que intenta contraerse.
Estoy segura de que si aprieto lo suficiente todo esto volverá a tener
sentido.
—Pétalo —dice el hombre con una carcajada gutural—. Te ha
golpeado fuerte, ¿verdad? Apenas puedo ver el morado de tus ojos.
Tendremos que aumentar tu inmunidad.
No sé de qué está hablando. ¿Quién es pétalo? No creo que sea yo.
Escucharlo no me hace sentir bien.
Alguien empieza a decir palabras extrañas que no tienen sentido, y
miro a una mujer con túnica, pelo largo recogido en una trenza muy
ordenada, ojos de una bonita mezcla de púrpura y azul, aunque no
me gusta cómo me miran.
Creo que no le caigo muy bien a esa mujer.
Arrodillada ante ella está la mujer desnuda con la que bailé bajo la
luna, sus ojos amables me miran fijamente.
Se ríe.
Un sonido tan contagioso.
Un destello de algo largo y afilado capta mi atención, y una
salpicadura de calor me golpea la cara. Un líquido oscuro brota de
una línea que cruza su garganta y desciende por sus pechos.
Frunzo el ceño y la miro a los ojos, pero ya no me ven.
Ya no se ríe. Tiene la boca abierta.
Parte de ese líquido oscuro se recoge en un cuenco, y más personas
con túnicas se acercan para llevarse a la chica, dejando un rastro de
salpicaduras húmedas que me hacen fruncir el ceño. Intento estrujar
mi mente de nuevo, pero no puedo hacerlo lo suficiente.
Lo intento desde otro ángulo. Nada.
Creía que esto era el país de las maravillas… Ahora no estoy tan
segura.
Piensa.
Piensa…
Miro al hombre que tengo delante.
Ladea la cabeza, el azul de sus ojos da paso a un negro cada vez
más intenso.
—¿Es la primera vez que ves un sacrificio?
No sé lo que es eso.
—¿Tal vez no?
Parece una buena respuesta, a medio camino entre el sí y el no.
Tan confusa como yo.
Hace un zumbido bajo.
—Se hacen para apaciguar a los dioses. Principalmente a Kvath,
Jakar y Bjorn, que crearon el universo con la convergencia de sus
poderosos poderes. Muerte, sangre y un número equilibrado de
sacrificios para un acoplamiento fructífero.
Frunzo el ceño, no estoy segura de querer ese fruto del que habla.
Sus palabras no suenan como las risitas de la chica.
No me hacen sentir feliz por dentro.
Estiro el cuello, intentando ver adónde ha ido mientras la mujer de
la túnica dice más palabras que cada vez significan menos.
El hombre que tengo delante sumerge los dedos en el cuenco de
líquido oscuro, pintando la sustancia resbaladiza sobre el brazalete
de piedra que me rodea la muñeca mientras me mira a los ojos; hay
algo posesivo en su mirada que me hace sentir extraña.
—Esta noche, los dioses traspasarán el velo entre nuestros reinos
para verme traspasar el velo entre nuestros cuerpos. Esta noche, te
reclamo ante ellos, como mía. Para siempre.
Frunzo el ceño, no estoy segura de querer que se perfore el velo.
Suena doloroso.
Desagradable.
Me sujeta la mano y sumerge mis dedos también en la humedad.
Como una marioneta en un hilo, me engatusa para que pinte su
brazalete de piedra mientras me dice que repita las cosas:
—Esta noche, abriremos el velo a los dioses mientras abro mi cuerpo a este
hombre, entregando mi sangre y uniéndonos para la eternidad.
No me gusta el sabor de las palabras. Cómo se sienten en mi boca.
Quiero retirarlas.
Me agarran la muñeca con fuerza y me obligan a aplastar la mano.
Algo afilado se arrastra a lo largo de ella, dibujando una línea de
aguijón que hace temblar algo grande y brillante y suave dentro de
mí.
Tiembla.
Tiembla.
El hombre aprieta mi mano entre las suyas, y las suyas están
húmedas y calientes.
Aprieto la mente con tanta fuerza que estoy segura de que la estoy
destrozando, convirtiéndola en un bulto destrozado mientras intento
liberar sus jugos.
¡Piensa!
Me atan las heridas con una tira de tela y el hombre me ayuda a
ponerme en pie. Me lleva entre dos de las torres y sobre una línea de
esas bonitas palabras escritas y pintadas con algo rojo y húmedo que
me dice que no manche.
De todos modos, no estoy segura de querer tocarlo.
Nos adentramos en una inmersión grande y poco profunda con la
misma forma que la luna que hay sobre nosotros. Está cubierto de
almohadas blancas que parecen suaves como nubes. Hay mantas
blancas, alfombras blancas y más almohadas blancas con las que
tropiezo porque no puedo dejar de mirar hacia arriba. La luna es tan
grande, brillante y plateada. Encaja perfectamente en el cielo.
Me encanta.
Quiero tocarla, atraparla, acercarla a mi pecho.
¿Por qué estoy aquí? Debería estar ahí arriba…
Tropiezo con otra almohada, pero el hombre me sujeta del brazo.
Se ríe, me pone de rodillas y se acerca a mi oído.
—Ahora van a convocar a los dioses para que presencien nuestro
acoplamiento.
Acoplamiento.
Acoplamiento.
Acoplamiento…
No sé qué es eso, pero no creo que sea algo que quiera hacer. Solo
quiero sentarme aquí y mirar la luna. Imaginar lo que sentiría si
pudiera arrastrar mi dedo por ella. ¿Se desprenderían trozos de plata
bajo mis uñas? ¿O tal vez se raparía en rizos? ¿Quizá no sería dura en
absoluto, sino una pintura húmeda que podría untarme por todo el
cuerpo?
Creo que me gustaría.
Más cánticos extraños con palabras que no entiendo, y miro a mi
alrededor, viendo a mucha gente con túnica de pie entre las torres.
—Vliagh, ashten de na, malika nei. Vliagh, ashten de na, malika nei.
Vliagh, ashten de na, malika nei.
Frunzo el ceño, sintiendo cada extraño sonido acariciar mi piel,
volviéndose más insistente con cada repetición… como si trataran de
decirme algo.
—Vliagh, ashten de na, malika nei. Vliagh, ashten de na, malika nei.
Vliagh, ashten de na, malika nei.
El hombre arrodillado ante mí me mira raro, me agarra las manos
con fuerza.
—¿Estás bien, pétalo? Te has puesto muy pálida.
Sus palabras son tan suaves y blandas comparadas con las que se
cantan. Tal vez sea la repetición lo que me hace mirarlas con más
atención. Haciéndome examinarlas desde sus infinitos ángulos.
No…
Es algo que puedo saborear en el aire. Algo que llega más allá de
los límites de mi mente, como si fueran antiguos. De otro mundo.
Como si hubieran sido talladas en una estrella lejana.
Las palabras se hacen más pesadas cuanto más se apilan unas sobre
otras, construyendo una torre estática que parece alcanzar la luna.
Más allá.
—Vliagh, ashten de na, malika nei. Vliagh, ashten de na, malika nei.
Vliagh, ashten de na, malika nei…
Una corriente cálida y punzante se agita bajo mi piel y me hace
estremecer, parece envolverme… ¿el hombro? ¿Mi cuello?
¿Más profundo?
Tira, tira, tira, como si intentara arrancar un gusano de la tierra.
Un silbido agudo cobra vida, taladrándome los oídos. Quiero
tapármelos con las manos y bloquear el sonido, pero no puedo
porque el hombre las tiene atrapadas. Igual que esta cosa atrapada en
mi clavícula, como si estuviera en el extremo de un cabo.
—¿Qué es ese zumbido?
El hombre frunce el ceño, mirándome aún más divertido que antes.
—No hay ningún zumbido, Orlaith.
No creo que ése sea mi nombre…
—Vliagh, ashten de na, malika nei. Vliagh, ashten de na, malika nei…
El sonido sube un tono —o diez— y mi visión se tambalea, como si
algo dentro de mí intentara soltarse. El dolor en los oídos aumenta
hasta que siento el derecho caliente, el tímpano hinchado por una
presión pulsátil que se está doblando. Es como si todo mi esqueleto
intentara desprenderse de su piel y colarse por mi oreja derecha.
Suelto la mano y la uso para ahuecar la herida, bloqueando la
diminuta salida; las facciones se retuercen mientras la niebla nebulosa
que cubre mi cerebro parece succionar el agujero como arena que
fluye a través de un reloj de arena. Me estalla la oreja, como cuando
me sumerjo demasiado sin equilibrar, y lo que intentaba salir vuelve
a su sitio con tanta fuerza y rapidez que solo el hombre que me agarra
de la mano impide que me vaya de lado.
—Vliagh, ashten de na, malika nei. Vliagh, ashten de na, malika nei…
Las cosas vuelven a mí como gordas gotas de lluvia mojando la
tierra quemada por el sol…
La ceremonia de acoplamiento.
Promesas.
—Vliagh, ashten de na, malika nei. Vliagh, ashten de na, malika nei…
Mi concentración mental agudiza la imagen del hombre que me
sujeta, frunciendo el ceño.
—¿Estás bien?
Cainon.
Labios venenosos.
—Vliagh, ashten de na, malika nei. Vliagh, ashten de na, malika nei…
Él… se ha ido.
La última no es una gota en absoluto, sino un empapamiento.
Un ahogo.
Mi mente blanda se endurece y se concentra de forma devastadora,
como si me hubieran levantado de un sitio y me hubieran dejado caer
en otro. No tengo ni idea de hacia dónde está el norte. Cuánto tiempo
ha pasado desde que esas puertas se cerraron ante Kolden.
No tengo ni idea de adónde fue la chica con la que bailé bajo la luna.
Pero Cainon y yo estamos arrodillados en una enorme cama de
almohadas y mantas blancas, y eso solo puede significar una cosa…
El pánico se apodera de mí cuando compruebo mi cúpula, la
encuentro fuerte y segura, el alivio casi me desmorona, aunque pinto
otra capa encima para estar segura.
—Estoy bien —miento, dedicándole una sonrisa dulce y venenosa.
El canto se detiene.
Nos invade un silencio inquietante. Tan silencioso que puedo oír el
constante funcionamiento de mi cuerpo: el chasquido de un
parpadeo, el silbido de mi corazón apretándose, la forma en que mis
pulmones se aplastan con cada respiración.
Algo frío que no puedo ver ni oler me roza la cara, dejando un
rastro espinoso que hace que mi corazón lata a un ritmo que estoy
segura de que todo el mundo puede oír.
Miro a los ojos de Cainon, un sonido retumbante que hierve en su
pecho como una promesa codiciosa.
Labios venenosos.
Mi mirada se desvía hacia un lado, hacia donde la Gran Septum y
cada uno de los Shulák con túnica se dirigen entre dos de las torres,
desapareciendo a través de la cortina.
—¿Adónde van? —Mi voz es demasiado alta, gritando a pesar de
que las palabras fueron susurradas.
—Al techo celeste del palacio. Se inclinarán ante la luna hasta que
se hunda —dice Cainon, adoptando ese tono más grave que tiene
cuando tiene hambre.
De mí.
Labios venenosos.
—Nos han dejado solos para consumarnos ante los dioses.
Frunciendo el ceño, sigo la dirección que señala.
La vista me hace sentir como si algo me hubiera metido el brazo
por la garganta, me hubiera agarrado las tripas y me las hubiera
arrancado.
Oh, Dios…
No.
No, no, no…
La hermosa y feliz mujer a la que conduje a través de los peldaños
está clavada a una de las agujas, con la sangre derramándose por su
cuerpo desnudo, el pecho hendido con instrumentos especiales que
dejan al descubierto su cavidad vacía.
Está quieta, como una muñeca rota clavada contra la pared, y…
Me está mirando.
Pero sus ojos no parecen como antes. Los orbes, ahora dorados,
deslumbran a la luz de la luna como soles resplandecientes. Solo con
mirarlos me dan ganas de apretar los párpados y esconderme del
resplandor radiante.
Lucho contra las ganas de vomitar y arranco la mirada de ese
espectáculo. Miro a la siguiente.
Me arrepiento al instante.
Otra mujer —esta con el pelo más corto y curvas más
voluptuosas— se presenta del mismo modo macabro. Sus ojos
amplios y videntes son como niebla atrapada en una bola, girando
tan rápido que me hacen dar vueltas la cabeza.
Mi sangre se cuaja, el corazón late con fuerza para deslizarse por
mis venas mientras cierro los ojos y respiro…
Respiro…
¿Qué carajos es esto?
¿Qué. Mierda?
Mi curiosidad morbosa roe sus cadenas y le da otro mordisco a la
escena.
Unos iris rojos como la sangre y unas pupilas negras y rasgadas me
miran desde la siguiente víctima desafortunada de este asesinato
masivo: un hombre delgado de pelo largo y manos enjutas clavadas
en la piedra. Pero esos ojos son cualquier cosa menos muertos, y me
miran como si fuera una presa; una mirada penetrante que me hace
sentir como si tuviera algo enredado en la garganta.
Me aprieta.
Esa voz interior me grita que corra.
Otra estela helada recorre mis labios. Un toque fantasma, tan
seguro y familiar que quiero inclinarme hacia él. Arroparme y
esconderme de esta pesadilla viviente.
Miro por encima del hombro de Cainon a un hombre ancho
clavado en la piedra, con la cabeza erguida por clavos clavados junto
a las orejas. Tiene las costillas abiertas, dejando al descubierto otra
cavidad torácica. Sin corazón, pulmones ni intestinos.
Está vacío.
Pero sus ojos son un remolino de azogue salpicado de estrellas que
me pondrían de rodillas si no estuviera ya aquí.
Son lo opuesto a sus entrañas huecas, agitándose con tanta
violencia que las olas ondulan a través del espacio entre nosotros,
salpicando contra mi pecho al compás de mi corazón atronador.
Y me están mirando directamente.
Sin aliento, estoy cautiva de esa mirada magulladora, como si el
propio hombre tuviera mis pulmones en sus puños fantasmales,
apretando su agarre.
Más fuerte.
Esa niebla brillante que estaba inhalando debe haber creado
ilusiones en mi mente. Es la única forma de razonar con… esto.
Con él.
¿Quizás me estoy volviendo loca?
Aún así, quiero soltar la mano de Cainon y correr hacia allí. Caer
de rodillas ante esa pobre vida desperdiciada que cuelga de la piedra
y suplicar el perdón de Rhordyn. Decirle lo estúpida que fui. Qué
ingenua.
Decirle que estoy haciendo todo lo que puedo para expiarlo.
Esos hermosos ojos se mueven, dejando un rastro helado sobre mis
labios… mi barbilla…
Cainon me pasa los dedos por el pelo y me lo sujeta con firmeza
por un lado de la cabeza, dejando al descubierto mi garganta
desgarrada, mostrando más carne a esa mirada cargada que se desliza
por mi cuello como una avalancha.
Un rayo atraviesa el cielo y me sobresalto.
—No tengas miedo —murmura Cainon, un arrullo reconfortante
que apenas oigo por encima del zumbido de mi oído palpitante.
Señala hacia la tormenta—. Jakar está mostrando su aprobación.
Se me sube el corazón a la garganta cuando se inclina hacia delante,
retumbando por lo bajo, sus labios casi rozando los míos. Como si
estuviera a punto de robarme un beso.
Sí.
Me arqueo hacia delante, incitándole.
Hazlo.
El cielo hace sonar sus cadenas con tanta fuerza que la piedra
tiembla bajo nosotros.
El aliento de Cainon me roza los labios mientras emite un
chasquido y luego se retira, con los ojos brillantes de lujuria.
—Paciencia, pétalo —dice con una risa áspera, mirándome con
tanta intensidad que me siento inmovilizada en más de un sentido—
. Quiero saborear tu cuerpo antes de probar esos bonitos labios.
No quiero eso. Ni un poco.
Quiero que pruebe mis labios venenosos y que caiga al suelo para
no volver a sentir su aliento sobre mí. O sus dientes en mi carne.
Para que nunca tenga que saber lo que se siente cuando se mueve
dentro de mí.
Se mueve tan deprisa que el mundo se desdibuja, y entonces me
tumba de espaldas, sin aliento en los pulmones, mientras él me
aprisiona con su fuerza flexible, estirado sobre mí de una forma que
me hace marchitarme por dentro.
Hace que esa cúpula traquetee y retumbe, un arañazo, arañazo,
arañazo rechinando bajo ella.
Me hunde la cara en el pliegue del cuello.
—Eres mía —gruñe, sus palabras manchadas con su afecto
retorcido y contaminado. Su tacto demasiado caliente me roza la
pierna y sus dedos se enredan en el dobladillo de la bata. La desliza
hacia arriba y todo mi cuerpo se paraliza.
Otro rayo surca el cielo y la desesperación me sacude desde dentro.
Si llueve, el veneno se borrará de mis labios. Todo esto será en vano.
Y tendré que… con…
No.
Cainon mordisquea mi mandíbula. Pasa su lengua por la piel.
Endurezco mi espina dorsal —mi corazón— y lo agarro por ambos
lados de la cara, obligándole a encontrar mi mirada de acero.
—Bésame —le ordeno con voz ronca.
Otro violento estruendo sacude las paredes y sus ojos se encienden,
como si acabara de encenderlos con una cerilla.
—Ahora.
Con un gruñido estremecedor, junta nuestros labios.
Dejo caer las manos y me abro, víctima voluntaria de su lengua
feroz mientras él derrama sonidos espesos y guturales por mis labios
envenenados.
Pero no solo necesito que me bese…
Necesito que trague.
Se echa hacia atrás para respirar, sus manos acunan mi cara como
si fueran una prisión, y yo me meto el labio entre los dientes y lo
muerdo con tanta fuerza que el calor me llega hasta la barbilla.
Suelta un sonido de sierra y vuelve a arremeter contra mí,
metiéndome la lengua tanto en la boca que apenas puedo respirar.
Me atusa el pelo con las manos, como si quisiera enredármelo a
propósito para pasarse horas desenredándolo después.
Rompe el beso y se apoya en los talones.
—Eres una criatura deliciosa —exclama. Su garganta trabaja, y me
imagino una mezcla de sangre nociva deslizándose hacia su vientre
mientras sus ojos se vuelven de tinta—. Mía.
Lucho contra el impulso de estremecerme.
La palabra me hiere siempre. Porque no soy suya. Ni de nadie.
Ya no soy de nadie.
Pertenezco a las sombras plateadas de mis propios errores.
Intenta agarrarme el tobillo derecho, pero yo le empujo el izquierdo
hacia el pecho y meto el otro debajo de la almohada.
Una sonrisa hambrienta se dibuja en su rostro mientras su mano se
aprieta alrededor de mi tobillo, rozándome la pantorrilla con las
yemas de los dedos.
—Esta noche nos hemos puesto pesados, ¿verdad?
Asiento con la cabeza.
Suelta una risita oscura que me estremece y me planta un beso en
el arco del pie. Lo único que quiero es arrancarme de su contacto
cuando me da otro picotazo en la parte interior del tobillo…
Justo encima…
El corazón se me clava en la garganta como una roca.
Contengo la saliva que se acumula en mi boca, sabiendo hacia
dónde se dirigen esos besos. Sé que prefiero tragarme este veneno a
sentir sus labios allí.
Me observa y deja un rastro inquietante hasta mi rodilla, la fibra
sensible deshilachándose un poco más con cada picotazo sobre mi
piel palpitante.
Quiero que me lo quite de encima.
Quiero que se vaya, quiero que se vaya…
Su siguiente beso vacila y mi estómago se revuelve cuando sus
pupilas se hinchan. Una espuma negra y burbujeante se filtra por la
comisura de sus labios, y me escuece el fondo de los ojos, mi cara
amenaza con desmoronarse. Las rodillas me tiemblan con ganas de
apretarlas, como si se hubieran liberado de un hechizo catatónico.
Me suelta la pierna. Se agarra a la garganta.
Todo mi cuerpo empieza a temblar.
La sangre se le sube a la cabeza, las venas de la sien y la frente
afloran a la superficie mientras su pecho respira profunda y
entrecortadamente, recordándome a la gente a la que ha condenado
a pudrirse en las afueras de su ciudad.
Una gota de satisfacción gotea sobre mi pecho.
Una tos burbujeante y ahogada, y algo relampaguea en sus ojos
desorbitados mientras se rasga la piel del cuello: una mezcla de
emociones demasiado complejas para que yo pueda rastrearlas.
—Tú… me has envenenado…
«Jaque mate, imbécil».
Sus párpados se cierran y su cuerpo inerte se balancea hacia
delante, haciendo que mi corazón se acelere. Intento retroceder…
No lo bastante rápido.
Su cuerpo cae sobre mí con tanta fuerza que me deja sin aliento,
con la boca abierta. Un hilo de saliva me resbala por la garganta,
haciendo que los músculos se me contraigan como un acto reflejo.
Mierda.
Gimo, empujo su cuerpo e intento apartarlo de una patada con la
pierna libre. Más saliva se acumula en mi garganta. Un relámpago
amenaza con romper el cielo en pedazos y oigo el golpeteo de las
gotas de lluvia antes de que golpeen mi piel.
Mis movimientos se vuelven frenéticos, esta sensación atrapada en
mi interior se hincha.
Se hincha.
Me lo quito de encima…
Cainon se echa hacia atrás, cayendo hacia un lado en un pesado
bulto, dejando ver a Kolden de pie sobre mí con una bufanda
enrollada alrededor de la mitad inferior de su cara. Se la baja de un
tirón para que le cuelgue del cuello, se arrodilla y tira de mí para
sentarme.
Me hundo los dedos en la garganta. Se me aprieta el estómago y un
torrente de bilis me sube y me sale a borbotones. Escupo, balbuceo y
vomito sobre la almohada, sintiendo cómo numerosas miradas
celestiales me recorren la piel, como si estuvieran observando el
espectáculo con gran atención.
Jadeando, me echo hacia atrás, con las lágrimas cayendo por mis
mejillas, mezclándose con la lluvia que cae sobre las almohadas
blancas, empapándome el pelo y la piel. Lanzo una mirada a los ojos
rojos y rasgados mientras me limpio los labios con el dorso del brazo,
pintándolos con una mancha venenosa.
Llámalo intuición, pero algo en ellos me hace pensar que ese Dios
en particular quiere que me atragante.
—¿Dónde lo has puesto? —ladra Kolden, y yo me rasgo las
pequeñas trenzas que me rodean la coronilla, con las manos
temblorosas, buscando los pétalos que metí debajo de ellas. Cuando
no tengo nada, me pongo a cuatro patas y empiezo a dar la vuelta a
almohadas y mantas mientras Kolden hace lo mismo.
Me doy cuenta de algo.
Deben de haberse caído… Puede que hayan volado…
Miro a Kolden de reojo.
—No están aquí.
Sus ojos se abren de par en par.
—¿Te has tragado alguna?
A lo mejor lo he sacado a tiempo…
Asiento con la cabeza.
—Mierda —gruñe Kolden, levantándose la bufanda. Se saca otra
de debajo de la pechera, me envuelve la cara con ella y me abraza.
Gira y veo esos escalofriantes ojos plateados que me atraviesan
como una prenda salvaje. Una mirada que nos sigue hasta que nos
perdemos de vista.
***
—Creo que estoy bien —digo, quitándome la bufanda de la cara.
Estoy segura de que me está dificultando la respiración—. Puedes
acostarme…
—No —suelta Kolden entre respiraciones ahogadas mientras
avanza por pasillos inquietantemente silenciosos conmigo pegada a
su armadura—. Acelerarás tu ritmo cardíaco y bombearás la peste por
tu sistema más rápido.
Voy a discutir, pero en vez de eso me sale una tos que me sube por
la garganta.
—Mierda —sisea Kolden, se mete en un armario y me tapa la boca
con una mano.
Lucho contra el impulso de volver a toser, el pecho se me sacude
cuando unos pasos con botas se acercan y luego se alejan. Quizá un
guardia haciendo la ronda.
Kolden saca la cabeza y mira a ambos lados antes de bajarse la
bufanda y seguir adelante. Suelto la tos, esta vez más húmeda que la
anterior.
Llegamos hasta el vestíbulo principal antes de que la vista se me
parta. Cuando corre hacia la puerta donde suele montar guardia, ya
respiro entrecortadamente y se me hace un nudo en la garganta con
cada trago.
Gimoteo, el estómago se me hiela y luego se me entumece; el
mismo entumecimiento me sube por la garganta mucho más rápido
de lo que me gustaría.
Los pensamientos ruedan por mi cabeza como rocas…
¿Y si muero? No le he dicho a Kolden que tengo gente que salvar
ni mi plan para liberarlos. Y ahora mi respiración es tan húmeda que
dudo que pueda sacar las palabras antes de mi último jadeo.
Mierda.
—Estás bien —gruñe, empujando hacia el vestíbulo mientras ese
entumecimiento llega a la parte posterior de mi lengua, haciéndola
sentir floja. Pierdo la capacidad de mantener la cabeza erguida—. Te
vas a poner bien. Aguanta.
Traspasa la puerta y entra en mi suite iluminada por la luna, y veo
cómo el mundo se desliza al revés. Me tumba en el suelo, con las
extremidades como ramas caídas.
Kolden se aleja con pasos apresurados y vuelve a trotar.
—¿Cuál, Orlaith? Apúntalo.
Resollando, miro con los ojos entrecerrados los cuatro pétalos de
distintos colores que me está agitando, y suelto un gemido
desgarrado cuando no consigo mover el brazo. Me centro en el blanco
e intento sacudirle la barbilla. Supongo que lo consigo, porque me
abre la boca y me la pone en la lengua.
—¡Mastica! —brama, cerrándome la boca de un pisotón, como si
pensara que voy a escupirlo y volver directamente a morirme.
No puedo morirme todavía. Tengo promesas que cumplir.
Ese escalofrío premonitorio me sube por la lengua, el
entumecimiento mortal me sigue, y aprieto los dientes uno contra
otro, masticando lentamente y entrecortadamente cada vez. El pétalo
picante se mezcla con la espuma que se estaba formando,
incendiando mis papilas gustativas y haciendo que me arda la parte
posterior de la nariz.
—Traga —me ordena, y yo obedezco, sintiendo cómo se abre
camino por mi garganta y se acumula en mi vientre, ahuyentando esa
sensación de adormecimiento con todo lo que toca.
Antorchas.
El alivio extiende sus raíces por mi pecho.
Kolden me abre la boca y me pone otro pétalo en la lengua.
—Otra vez.
Quiero decirle que es innecesario, que esto es tan potente que
podría volver a encender un cementerio de gente envenenada, pero
masticar requiere menos energía.
La sensación de ardor se extiende por mis venas y me hace sentir
un hormigueo en las manos y los pies. Agito el brazo flexible hasta
que mi mano toca la urna dorada, quito la tapa y la envuelvo. Todo
mi cuerpo se convulsiona con la fuerza de una tos violenta que me
raspa los pulmones.
La humedad se desprende de mi pecho y me salpica goteando por
la barbilla.
Vuelvo a toser.
Con los dientes castañeando, me asomo a la urna, aferrándome a
ella como un liquen atado a una roca. Kolden está de pie junto a mí,
con los brazos medio cruzados, la mano derecha masajeándose la
mandíbula mientras me observa con ojos severos.
—¿Barcos? —pregunto.
—Aún no lo sé, pero no tener noticias es bueno.
Asiento con la cabeza y suelto otra salpicadura de tos que resuena
en la urna, escupiendo más materia espesa de mi pesado pecho.
Eso está bien.
Vuelvo a mirar hacia arriba, sintiendo la sustancia viscosa que me
cae de la barbilla como una telaraña pegajosa, y veo la mancha de
sangre en la pechera de Kolden.
Frunzo el ceño y capto su mirada.
Él baja la mirada, ve lo que yo estaba mirando y empieza a rasgar
una de las correas de cuero de su hombro que sujeta el peto a su
cuerpo.
—Uno de los Ancianos se quedó atrás y estaba rezagado junto a la
puerta, dejándose llevar por los sonidos. Llevabas demasiado tiempo
ahí dentro. Me preocupé —dice, con movimientos cada vez más
bruscos y desesperados, hasta que la hebilla por fin se suelta—. Hice
lo que tenía que hacer y lo metí en una urna antes de entrar.
Se me revuelve el estómago.
Cainon podría seguir despierto. Alguien en el pozo de humo
podría haber salido y haberlo visto, aunque lo dudo. Estaban bastante
ocupados.
Aun así…
—Tú —me aclaro el cosquilleo de la garganta— me salvaste.
No solo a mí.
Se rasga la correa del otro hombro, con la mandíbula desencajada
mientras desabrocha los lados y levanta la pieza, luego la deja caer
sobre la cama. Se pasa una mano por la cara.
—Gracias, Kolden.
Agarro un trozo de pergamino de papel de mi tocador y me lo
entrega.
—Puedes pagármelo saliendo de esta ciudad. Ahora.
Oh, vaya.
—Un pequeño problema…
Frunzo el ceño mientras trago saliva y le dirijo una mirada
superficial antes de agarrar el pergamino y usarlo para limpiarme la
barbilla. Arrojo la bola arrugada a la urna, vuelvo a colocar la tapa en
su sitio y le doy una palmadita antes de ponerme en pie.
Vacilante, espero a dejar de ver dobles antes de levantar la barbilla.
—Hay algo que tengo que hacer primero, y no me iré hasta que esté
hecho.
Una tormenta se agita a nuestras espaldas, sacudiendo las olas y
dándonos un empujón hacia delante que ha acelerado nuestro viaje a
un ritmo que revuelve las tripas.
Me gustan las olas de arena. Las húmedas… no tanto.
Solo espero que no esté demasiado agitado para que Gunthar y su
pequeña tripulación puedan salir de la bahía una vez que Orlaith esté
libre de la ceremonia. Y espero como el demonio que nadie levante la
puerta del mar antes de que se vayan.
Mis pensamientos se vuelven hacia Baze y las palabras cortantes
que me espetó antes de abandonar mi habitación…
«Si le pasa algo, nunca te lo perdonaré. Ni a mí mismo».
El estómago se me revuelve de nuevo.
Nunca se reunió con nosotros en los muelles, a pesar de que le
envié un duendecillo para informarle de nuestros planes. Como si se
hubiera separado de la manada.
De mí.
Al final, probablemente fue algo bueno, ya que cada hombre fue
revisado por quemaduras por un rebaño de Guardias Cenicientos
antes de que se les permitiera abordar los barcos cargados con
suficientes reservas para durar unos meses en el mar. No es que lo
necesitemos todo.
Precauciones.
Los tripulantes también apilaron los cascos con barriles «vacíos»
que contenían a los seres queridos de cada marinero que abordó uno
de los siete barcos balleneros que ahora nos siguen a través de la
noche aullante y empapada de luna, cuyas tapas se rompieron en el
momento en que zarpamos.
Todos los guerreros de Ocruth que Rhordyn y Cindra han
introducido clandestinamente en la ciudad durante las últimas
semanas visten de azul, ocultan sus armas y mantienen una actitud
tranquila mientras trabajan en la cubierta al son de la tormenta lejana
y lanzan miradas al frente. Un mar de rostros pétreos que no delatan
los nervios que estoy segura que todos sienten.
La nota de Kolden hablaba de un puesto vigilado que suele contar
con hasta diez soldados supervisando la construcción de los barcos,
pero lo creeré cuando lo vea.
Las únicas certezas en este mundo son las que te forjas tú mismo.
Atravesando un oleaje denso y agitado, nos desviamos por el borde
de una isla con montículos, cubierta de espesa maleza y numerosas
palmeras, visibles bajo la audaz luz de la luna.
Frunzo el ceño y me seco una salpicadura de agua de mar.
—Esto no puede estar bien —murmuro, y Cindra se pone a mi
lado—. Esperaba cultivos de cedro. —Golpeo el suelo con la bota—.
De eso están construidas sus naves…
—Hmm. —Ella se aferra al mástil mientras bajamos por la cara de
una ola más pequeña, las aguas finalmente se calman ahora que
estamos navegando alrededor del lado protegido de la isla—. ¿Tal
vez están subcontratando la madera para los barcos?
—Buena observación… a menos que tengan sus propias
plantaciones más lejos. De cualquier manera, me gustaría saber que
estamos en el camino correcto. ¿Tal vez consultar con Rowell?
Si nos han dado las coordenadas equivocadas, estamos jodidos.
Cindra asiente, desapareciendo hacia la parte trasera de la nave.
Con el feroz viento amainando, el barco se ha ralentizado, y los
hombres se apresuran a tensar las velas mientras navegamos por la
oscura costa a un ritmo suave. Bordeamos un promontorio rocoso y
siento un gran alivio cuando la isla prácticamente bosteza, mostrando
sus fauces abiertas. La bahía protegida es más grande que Parith,
recortada con un empinado fondo de piedra.
Los cascos de los barcos se alinean a lo largo de la orilla en distintas
fases de construcción, suspendidos en enormes cunas de madera.
Observo el amplio paseo marítimo iluminado por antorchas
encendidas colocadas a intervalos alrededor de la bahía. Unos treinta
y cinco barcos de velas azules surcan las aguas.
No son tantos como pensaba.
Mierda…
Vamos a ser pocos, y no tendré el privilegio de hundir los barcos
que queden como una silenciosa despedida a Cainon.
Miro hacia atrás, asegurándome de que Cindra está agitando la
bandera para que los demás se contengan mientras atravesamos el
agua hacia un muelle grueso y rechoncho que sobresale justo después
de la punta, cuyo extremo está iluminado por dos antorchas gemelas.
Siete hombres armados nos acechan.
—Esto va a ser interesante —murmura Cindra a mi lado mientras
Rowell empuja el barco contra el muelle y otro lanza una cuerda a
uno de los guardias que esperan, cada uno de los cuales nos mira con
las cejas fruncidas, los ojos vidriosos y las mejillas sonrojadas.
Uno de ellos tiene hipo.
—Creo que están borrachos.
—Cualquier excusa es buena para salir de juerga —reflexiona
Cindra, y asiento en señal de reconocimiento, colocándome un
mechón de pelo negro y grasiento detrás de la oreja; mis mechones
ardientes están cubiertos de una mezcla de polvo de carbón y
manteca de cerdo que me hace oler como la fregona podrida de
debajo de la cubierta. Sucio, pero necesario.
Los guardias borrachos tienen menos probabilidades de ver a
través de mi disfraz.
Los tripulantes bajan la pasarela y yo soy la primera en cruzarla.
Uno de los soldados me mira con demasiada atención, como si
estuviera descifrando mi disfraz de hollín. Huelo el alcohol en su
aliento antes de que diga:
—¿Quién demonios eres tú?
Siento alivio.
El hombre de delante, con el pecho desorbitado y pesadas líneas en
las comisuras de sus ojos azules como el pedernal, levanta la mano
sin mirar atrás, una orden silenciosa para que la cierre.
—¿Qué significa esto? —ladra, arrugando la nariz mientras me
mira de arriba abajo, y luego hace lo mismo con Cindra.
Se me eriza la piel.
Saco un pergamino aplastado del bolsillo de cera de abejas de mi
capa, agradecida de ver que no se ha colado agua de nuestro
empapado viaje.
Se lo entrego y él abre el pergamino, frunciendo el ceño mientras lo
lee.
—La dote de la Gran Maestra, ¿no? Ningún coño vale tantos barcos.
Me muerdo la lengua con tanta fuerza que me sangra, y mi mano
se mueve para agarrar la espada…
—Es la primera vez que oigo hablar de este montón de mierda krah
—refunfuña, y luego lanza un escupitajo al muelle.
No me sorprende.
—Sea como fuere, estaba acordado de antemano. Nos han
ordenado escoltar tantos barcos como podamos hasta la costa.
La tensión corta el aire cuando levanta la vista del pergamino, lo
dobla y se lo guarda en el bolsillo.
—Tendrás que esperar hasta mañana. Una vez que pueda
confirmarlo con el Gran Maestro —dice con un tono
condescendiente—. Estoy seguro de que lo entiendes.
Estoy segura de que no.
—Maestro, son órdenes directas de su nueva Gran Maestra.
Escupe una burbuja de risa.
—Podría ser la ubre de una vaca por lo que me importa. No
respondo ante ninguna mujer. Nunca lo he hecho y nunca lo haré. Así
que puedes dormir en tu barco y esperar hasta mañana; irte a la
mierda por donde has venido en ese montón de mierda en el que has
navegado hasta aquí; o entrar en ese edificio de ahí abajo —hace un
gesto con el pulgar por encima del hombro—, ponerte boca arriba,
separar los muslos y hacer algo útil, zorra arrogante…
Un silbido atraviesa el aire y un cálido chapoteo me besa la mejilla
antes de que la cabeza del guardia se desprenda de sus hombros y
caiga al suelo junto a la punta de mi bota.
Su cuerpo le sigue rápidamente.
—Odio esa maldita palabra —dice Cindra, pateándole la cabeza
contra el borde del muelle—. Hombres como él son la única razón por
la que renuncié a ellos para siempre.
Los otros hombres desenvainan sus espadas, bramando de
confusión.
Los soldados de Rhordyn se agrupan detrás de nosotros, y el
sonido de sus armas es música para mis oídos.
—Me impresiona que te me hayas adelantado —digo, quitándome
la capa de los hombros y sacando mi propia espada, azotándola en el
aire mientras otro guardia se lanza al ataque.
Le atravieso el vientre como si fuera mantequilla.
Parece que el disfraz era innecesario después de todo.
***
Vestida con sangre y agua de mar, observo cómo las lanchas
neumáticas de madera transportan a los tripulantes, mujeres y niños
de los barcos balleneros en los que llegamos aquí, dispersándolos
uniformemente por nuestra flota recién adquirida.
Cindra sube al muelle y se dirige hacia donde me encuentro, entre
la sangre de los hombres que matamos. Tras deshacerse de su
atuendo azul, presume de su indumentaria de Ocruth, que se adapta
a sus feroces curvas: su pálido cabello salpicado de rojo como la sed
de sangre de sus ojos grises.
—Hay una barcaza apilada llena de bloques de cristal más allá del
puerto —dice, señalando a través de la ajetreada bahía—. Así como
otra que ostenta una curiosa vela roja apilada llena de cedro.
Interesante.
—Supongo que está intercambiando vidrio por los troncos que ha
utilizado para construir sus barcos —musito, y ella asiente.
Sabía que Parith recibía abundantes barcazas cargadas de vidrio
por el Nórdico, pero supuse que se utilizaba en la próspera ciudad,
no que se comerciaba con él fuera del continente.
—Voy a echar un vistazo —murmuro, bajando por el muelle
empapado de sangre.
Paso junto a un gran edificio de madera al final, construido contra
el acantilado. Una vivienda que atravesamos una vez acabamos con
los guardias. Estaba casi vacía, aparte de los dormitorios, una
tonelada de ron y dos mujeres jóvenes, de pelo negro y escasamente
vestidas que parecían estar drogadas con Candescencia. Demasiado
colocadas para hacer otra cosa que permitir que Cindra las llevara de
vuelta a la nave, donde podrían recuperar la sobriedad.
Ambas tenían moratones.
No me sentó bien. Aún no lo hace. Hay una rabia que me corroe la
piel y no sé cómo apagarla.
El muelle desemboca en una orilla excavada que amortigua la base
del acantilado y me lleva junto a pilas de madera, muelles de madera
que se adentran en la bahía y más cascos de barcos en construcción.
¿Dónde están los constructores?
Llego a una hendidura dentada en el acantilado y me doy cuenta
de que estoy en la entrada de una cueva, con la nariz encogida al
aspirar una fétida mezcla de excrementos y olor corporal.
Frunzo el ceño, saco una antorcha encendida de una de las fundas
clavadas en la pared y me adentro en el sombrío interior, entre cajas
de madera repletas de herramientas. El único sonido es el de mis
pasos a medida que me adentro en el sistema de cuevas y los olores
se hacen más densos, hasta que la pared de piedra da paso a barrotes
metálicos.
Celdas.
Miro en su lúgubre interior y el corazón me da un vuelco.
Montones de hombres, mujeres e incluso algunos niños están
apiñados y sucios. Vestimentas negras y leonadas con los dobladillos
deshilachados y agujeros del tamaño de puños que delatan los
frágiles cuerpos que hay debajo.
Los refugiados, las personas que han huido a Bahari con la
esperanza en sus corazones de que estaban entrando en una
existencia más segura…
Los ha estado usando como esclavos.
—Maldito perro —gruñe Cindra desde detrás de mí, y casi me mata
de un susto. Estaba tan metida en mi cabeza y en mi dolorido corazón
que no la oí acercarse.
—Tenemos que encontrar las llaves —digo bajo, tragando saliva.
Lucho por evitar que mi labio superior se despegue de mis doloridos
dientes—. Es posible que algunos no quieran venir, ya que vinieron
aquí para escapar de los vruks, pero tenemos que ofrecerlo.
Me aclaro la garganta, odiando la emoción que me hormiguea en
la parte posterior de los ojos. Odiando haberle fallado a tantas de estas
personas.
A mi gente.
Vinieron a Cainon en busca de refugio, y él los puso en jaulas.
Voy a matarlo.
—Realmente cavaste esto con un… —Kolden asoma mi cincel romo
más allá del tapiz que ha embutido detrás, dándome intimidad
mientras me cambio el top—. ¿Con esto?
—No siempre fue tan rechoncho —murmuro, pasando los brazos
por los agujeros de la camisa de Rhordyn; su cartera de cuero está en
el suelo a mis pies, sacada de la urna en nuestro descenso a las
entrañas del palacio. Me pongo la camisa por encima de la cabeza, sin
poder evitar meter la nariz entre las fibras y aspirar profundamente.
Saciar mis pulmones de él.
Esa cúpula de mi interior retumba tanto que un poco de cristal se
desprende de la superficie, por lo demás perfecta.
Mierda.
La camisa me cae a medio camino de las rodillas, las piernas
enfundadas en cómodos pantalones de cuero, los pies descalzos, el
pelo suelto y pesado desde que perdí la horquilla en la madriguera.
La vaina que me dio Rhordyn está atada a mi muslo, con la daga
dentro.
Me abrocho la espada de Rhordyn sobre el pecho, meto su mochila
de cuero en mi morral, luego deslizo la empuñadura sobre el hombro
y cierro las manos en puños, sintiéndome más yo misma de lo que me
he sentido en…
Demasiado tiempo.
Recojo mi espada de madera del suelo e imagino la enredadera de
glicinas de Rhordyn enredándose entre mis dedos, subiendo por mi
muñeca y mi brazo, infundiéndome una fuerza poderosa.
—Estoy bien —digo áspero, apretando mi mano alrededor de la
empuñadura—. Vamos.
Kolden se echa hacia atrás, me mira, asiente con firmeza y vuelve a
meter su cuerpo cuadrado por el agujero muy pequeño y muy
redondo. Cuando sus botas ya no cubren el tapiz, lo retiro y me meto
tras él, arrastrándome sobre el polvo azul y algunos fragmentos de
piedra.
Asomo la cabeza por el otro lado y miro de derecha e izquierda por
el túnel apenas iluminado por nuestra antorcha en el suelo, con el acre
olor a muerte y podredumbre que llega hasta mí en una suave brisa
que silba por las esquinas.
Kolden está a un metro y medio por debajo, levantando las manos
vacías. En mi suite se despojó de toda su armadura dorada y solo le
quedaba lo que llevaba puesto debajo: unos sencillos pantalones
marrones y una túnica azul; su lanza de punta dorada sujeta a la
espalda y el pelo leonado medio suelto sobre los hombros.
—¿Has explorado este túnel? —pregunta—. Hay un montón de
pasadizos bajo el palacio, vestigios de la antigua estructura que se
derribó hace años. ¿Estás segura de que éste lleva al lugar correcto?
—Estoy segura. —Le entrego mi espada, que él deposita en el suelo,
y luego muevo el cuerpo hasta que mis piernas cuelgan del borde,
esperando a que me agarre por la cintura antes de dejarme caer.
Me deposita en el suelo, entre un montón de fragmentos de piedra,
y me limpio las manos en los pantalones.
—Lo he recorrido esta mañana para comprobar si va al lugar
correcto —digo, recogiendo mi espada—. Apenas llegué a tiempo
para los preparativos del juicio. Por aquí.
Salgo hacia la izquierda.
Kolden me pisa los talones, acompañado por el silbido de nuestra
antorcha encendida mientras avanzamos por el túnel que se sumerge
y rueda, como si surcara las olas de las corrientes del océano, el
océano que casi puedo sentir empujándonos desde arriba con su
poderosa fuerza.
El túnel se hace corto y ancho, y luego tan alto y estrecho que
tenemos que girar de lado para bordearlo. Algunos segmentos de las
paredes son lisos, otros tan afilados como para rebanar una piel.
Este túnel… lleva tantas emociones que cuando corrí por aquí esta
mañana, sin mi propio relleno profundo, algunas zonas me dieron
ganas de acurrucarme y llorar.
Seguimos persiguiendo el hedor de la muerte hasta que nos escupe
por una pequeña entrada al otro lado del comedero abovedado de la
madriguera, iluminado por antorchas ardientes. El padre de Cainon
está tumbado de lado, con los ojos cerrados, amontonado cerca del
centro, donde un torrente de agua de lluvia cae a borbotones desde el
agujero del cielo y se vierte a través de una rejilla en el suelo.
Fieras ráfagas de luz se derraman desde el cielo enfurecido,
encendiendo las venas vidriosas talladas en su carne. Los secos y
dentados hilos de sangre que se han filtrado de ella se cosen a través
de su piel.
Retumba en sueños, cada respiración profunda y uniforme es un
desprendimiento de rocas que me eriza el vello de los brazos.
—Está encadenado —susurro por encima del hombro, dejando la
espada de madera y la mochila en el suelo—. Antes estaba durmiendo
al borde de esa línea blanca y sus cadenas estaban tensas. No puede
alcanzarnos.
La tormenta sigue haciendo sonar su tambor mientras Kolden me
sigue por el borde de la arena, pegado al lado exterior de la línea
blanca que traza toda la circunferencia. A pesar de saber que estamos
a salvo, no pierdo de vista a su adormecida figura, aunque no es hasta
que nos acercamos a la boca del túnel de la celda de la prisión cuando
noto algo en una ráfaga esporádica de luz que destella desde el
agujero perforado del cielo.
Un rizo iridiscente…
Una oreja puntiaguda con espinas de cristal que recubren el
cascarón…
Alguien está metido bajo el brazo del monstruo.
Mis pies se detienen, la cúpula de mi interior cruje mientras
contemplo la profunda marca del mordisco en el cuello del Aeshlian,
sus ojos cerrados, los labios ligeramente entreabiertos. Miro su pecho,
deseando que se infle.
Deseando que respire.
El más leve aleteo de sus pestañas, y siento el movimiento en mi
pecho como el de una mariposa que brotó a la vida.
Está vivo.
—Orlaith —me susurra Kolden al oído, me asusto—. Debemos dar
prioridad a la gente de las celdas.
Tiene razón. Tendré que dejar a este chico para el final.
Con el corazón encogido, desvío la mirada de la inquietante escena
y me apresuro a doblar la esquina para caer de rodillas ante la niña
de pelo rojo rizado. Está inclinada de lado en medio de su celda,
hecha un ovillo, con la mirada perdida. A través de mí… como si ni
siquiera me viera.
Una muñeca de porcelana rota en el suelo.
Frunzo el ceño, el pavor se posa sobre mis hombros como una
bestia con garras que acaba de posarse sobre mí, esperando para
arrebatarme la vida.
—Hola, cariño —susurro.
Ni siquiera pestañea.
El corazón me da un vuelco.
Encuentro mi horquilla en medio del pasillo, coloco mi espada
sobre la piedra.
«Debemos dar prioridad a la gente de las celdas».
Las palabras de Kolden me golpean el pecho.
¿Cómo sabía que había celdas? Todo lo que le dije fue que había
gente que rescatar, oculta bajo una isla en la bahía. Que conocía una
entrada secreta por la que podríamos entrar y salir con relativa
facilidad.
Un tintineo metálico se interpone en mis pensamientos y mi mano
se dirige a la daga, apretando los dedos en torno a la empuñadura.
Las pupilas de la niña se entrecierran, registrando algo más allá de
mí con un destello de familiaridad.
Registrándolo a él.
Trago saliva y siento que el aire cambia cuando Kolden se acerca
por detrás. Se me desploma el corazón cuando mete la llave en la
cerradura.
La gira.
La abre.
¿Por qué tiene una llave?
Un pensamiento espinoso me atrapa como alambre de espino…
—Te conoce —susurro, con voz ronca y frágil.
—Sí.
Endurezco mi determinación y refuerzo mi temblorosa cúpula, con
la mano temblorosa para alcanzar la daga que tengo apoyada en el
muslo.
Me niego a aceptar una realidad en la que no consiga salvar la vida
de esta niña.
Me niego.
Si tengo que enfrentarme a Kolden aquí mismo, delante de ella, lo
haré.
Se acerca a mí con la otra mano, y suelto un ruido crudo y primitivo
desde algún lugar profundo de mis entrañas. Se detiene un segundo
y empuja la puerta.
Espero que me sujete e intente meterme a empujones, preparada
para la pelea que seguramente se producirá. La tensión crepita entre
nosotros, mis encías se inflaman con un intenso deseo de rechinar los
dientes contra algo duro e implacable.
Con un profundo suspiro, Kolden saca la llave de la cerradura y
siento que se acerca, como si estuviera agachado. Con la voz caliente
en mi oído, dice:
—Me ordenaron cuidar de Calah mientras el Gran Maestro estaba
fuera.
Mis pensamientos se dispersan, convirtiendo mi interior en un
campo de batalla.
Tuvo la oportunidad de salvar a esta gente, y no lo hizo.
Mierda. No lo hizo.
La cúpula de cristal retumba con tanta violencia que me tiembla
todo el cuerpo.
¿Qué quedará de mí si la cúpula entra en erupción? ¿Qué quedará
de él? Han pasado tantas cosas desde que la construí. No tengo ni
idea de lo que ha crecido debajo. A lo que me veré obligada a
enfrentarme cuando por fin levante la tapa.
Miro por encima del hombro, directo a unos ojos azules y
melancólicos, y Kolden da un respingo, como si acabara de golpearle
con algo afilado.
Es curioso, porque eso es exactamente lo que estoy pensando.
Encorvado detrás de mí, baja la cabeza con las llaves colgando de
sus manos inertes.
—Yo… —Suspira, manteniendo la atención fija en el suelo—. Muy
pocos vendrán conmigo, pero puedo ayudar abriendo las puertas.
Se levanta de un empujón y, sin mirarme siquiera, camina hacia la
celda contigua al son de la melodía interna de mi cúpula que cruje
mientras las palabras sucias se agolpan en mi lengua.
«Ahora no, Orlaith. Ahora él no es la prioridad».
Esta gente lo es.
Aplico otra capa de luz a mi cúpula y centro mi atención hacia
delante.
Con la mirada fija en el lugar donde Kolden estaba agazapado, la
muchacha está inmóvil, con la piel sin color y el pelo resplandeciente
contra su palidez enfermiza.
Las sombras bajo sus ojos son tan oscuras e intimidantes.
Tiene una mirada que he sentido antes, en mi pecho. Como una
sanguijuela parásita que engulle ávidamente tu voluntad para
levantarte de la cama por la mañana. Para pensar.
Para respirar.
Es la mirada de alguien que se siente atrapado dentro de su cuerpo.
—Voy a limpiar las otras celdas —susurro, dedicándole una suave
sonrisa a pesar de que sigue mirándome fijamente—. Vuelvo
enseguida, ¿bien?
No hay respuesta.
Otro crujido de mi cúpula mientras me recojo el pelo en un moño
y salgo disparada hacia la siguiente puerta abierta, sonriendo a un
hombre de pelo castaño. Está atado con una manta mugrienta en un
rincón de su celda, mirándome con unos ojos grandes que me parten
el pecho a pesar de estar todo tan metido.
—No pasa nada —susurro—. Hemos venido a sacarte.
Su ceño se frunce.
—No puedes ser real. Estabas muerta.
Sus palabras me roban el aliento.
Sacudo la cabeza.
—No estoy muerta. Soy muy, muy real, lo prometo. Y no tenemos
mucho tiempo, así que…
—He visto qué aspecto tiene la muerte —dice, helándome hasta los
huesos. Se desenmaraña, se apoya en la piedra y se yergue en toda su
estatura, aunque su cuerpo permanece encorvado por pasar
demasiado tiempo agazapado en la esquina—. Estabas muerta. —Su
desgarradora mirada se desliza hacia el grupo de gente que pasa
arrastrando los pies. Pone una mano temblorosa en la puerta y sale
tambaleándose de su jaula.
Qué extraño.
Dejo de lado sus palabras y me concentro en sacar a más gente de
sus celdas; sus expresiones de aturdimiento y confusión se convierten
en puro terror a medida que nos acercamos al borde de la zona de
alimentación y pasamos junto al monstruo dormido.
Dejo al desaliñado grupo en el túnel con instrucciones de esperar y
luego voy a ayudar a los cautivos restantes.
Treinta y tres hombres, mujeres y niños huesudos, temblorosos y
con los ojos muy abiertos después, me detengo junto a una celda en
la que se encuentra una mujer pelirroja arrellanada en su colchón de
espaldas a mí. Intento abrir la puerta, pero no se mueve.
Me vuelvo hacia Kolden, que está haciendo pasar a un hombre y
una mujer, ambos atados con harapos que sujetan con fuerza contra
sus escuálidos cuerpos. Los dos últimos prisioneros, aparte de esta
mujer, la niña y el chico de la arena de alimentación.
Algunos de ellos han acudido a Kolden, siguiéndolo a la salida. La
libertad aún sabe dulce, incluso cuando la sirve el hombre que llevó
a otros cautivos a la muerte.
Extiendo mi mano.
—¿Puedes pasarme la llave, por favor?
Hace una pausa, me mira con expresión cautelosa y luego insta a
los demás a continuar; uno de ellos se apoya tanto en el otro que es
sorprendente que no se caigan.
Kolden echa un vistazo detrás de mí y se adelanta.
Retrocedo.
Suspira, mira a los prisioneros que siguen cojeando por el pasillo y
luego a la mujer que está detrás de mí.
—Esa no —dice, bajando la voz más de lo habitual—. La encerré
por una razón.
¿Qué demonios…?
—No voy a dejar a ninguna —gruño, y sus ojos se suavizan.
—Ya se ha ido, Orlaith.
Me da un vuelco el corazón y sus palabras me impiden
mantenerme en pie.
Saco la mano y cuelgo mi peso de una barra mientras él corre para
alcanzar a los demás, sujetando el brazo de la mujer que arrastra el
pie y enrollándoselo alrededor del cuello, soportando la mayor parte
de su peso.
Giro la cabeza y mi mirada se pierde entre los barrotes. El pelo rojo
de la mujer se esparce por la piedra, y la comprensión ahoga mi
siguiente respiración, esa cúpula dentro de mí temblando,
temblando… como si algo crujiera debajo de ella.
¿Es la hermana de la niña? ¿La madre?
¿La niña la vio morir?
Avanzo por el pasillo, sintiendo cada paso más pesado que el
anterior. Como si hubiera algo dentro de mí que crece a cada
segundo. Me acerco al espacio de la niña.
No se ha movido.
Al entrar en su celda, me agacho y suavizo mis pasos para no
asustarla. Le retiro el pelo de la mejilla, su carne está caliente a pesar
de sus ojos vacíos.
—Tu historia no acaba aquí, cariño…
No contesta. No parpadea. No se inmuta.
Mis pulmones se compactan.
—Las semillas pequeñas se convierten en cosas grandes y fuertes
—digo con rudeza, metiendo las manos bajo su cuerpo doblado. La
levanto, acercándola a mi pecho para que pueda sentir el latido de mi
corazón—. Pero necesitan luz y calor para echar raíces en la tierra.
Su cuerpo permanece flácido contra el mío… No hay nada.
Ninguna señal de que está viva, salvo el suave latido de su corazón.
Demasiado lento.
Demasiado constante.
Quiero gritarle. Suplicarle que me muestre algo.
Cualquier cosa.
En lugar de eso, susurro en su frente, liberándola de la jaula, con
un nudo formándose en mi garganta.
—No puedes tener ninguna de esas cosas aquí.
Una frágil respiración la estremece, y es el regalo más hermoso que
jamás he recibido. Una lágrima rueda por mi mejilla mientras aprieto
mi agarre.
Es algo.
Pongo a la niña en brazos de una de las mujeres más sanas, que
parece capaz de soportar su propio peso. Aparto un rizo de la cara de
la niña y sonrío a la mujer.
—Abrázala, por favor.
Ella asiente y deja de mirarme con ternura.
Me doy la vuelta y me acerco a Kolden, que está ayudando a un
hombre a ponerse en pie, preparándose para nuestro viaje de vuelta
a través del túnel.
—¿Tienes la llave de los grilletes? —pregunto, señalando al chico
que está bajo el brazo de Calah.
Kolden me mira con recelo.
—Sí, la tengo. Pero…
—Haz que se muevan por el túnel: los más débiles en el centro, los
más fuertes delante y detrás. Luego nos vemos en la arena.
—Orlaith…
—No me iré sin él —digo, marchándome, la única arma en mi
cuerpo es la daga enfundada en mi muslo. El resto es inútil donde
voy, de todos modos.
Irrumpo en la arena, rodeando el borde hasta estar a la vista del
Aeshlian atrapado bajo el brazo del Unseelie. Lleva un grillete en la
muñeca derecha y probablemente también en la izquierda, si tenemos
en cuenta los trozos de cadena que yacen en el sucio suelo.
Su mirada amplia e iridiscente se clava en mí.
Una vez más, miro el brazo grande y voluminoso que cubre el torso
del chico, y siento que una pesada comprensión se me clava en el
pecho como una montaña.
En cuanto intente soltarse, la bestia despertará.
Lo que me deja una opción.
Una lágrima brillante se desliza por el rabillo del ojo del chico,
como si pudiera ver el hilo de mis pensamientos. La intención de mi
mirada.
Vete, dice, y siento que la palabra se me clava entre las costillas y se
convierte en algo viscoso.
Sacudo la cabeza, sintiendo la presencia de Kolden como un alud
que se aproxima.
—No podemos acercarnos lo suficiente para soltar los grilletes sin
despertarlo —me machaca al oído—. La única manera de sacarlos
cuando están bajo su brazo de esa manera es arrastrarlo y agarrar la
cadena, luego arrastrarlos más allá de la línea, pero no quieres hacer
eso a menos que estén muertos. Calah se excita si intentas arrancar su
juguete. La mayoría de las veces hace pedazos los cuerpos al salir.
Estar borracho hasta una muerte lenta y somnolienta sería una forma
mucho más amable de morir.
Me estremezco desde la base del cráneo hasta la punta de los pies.
Ya había pensado en esa opción y había llegado a una conclusión
parecida, pero oírlo explicarlo así seguro que me perseguirá el resto
de mi vida.
—El chico está atrapado ahí —añade Kolden, golpeando las
palabras como si fueran el golpe de un hacha—. Lo sabe. Por eso te
acaba de decir que te vayas. Tenemos un túnel lleno de gente que
tenemos que sacar de Parith antes de que el Gran Maestro se despierte
y les dé caza. Tenemos que irnos.
Su lógica es clara. Pero al igual que mis emociones enclaustradas,
sus palabras no asestan su golpe contra el poder de mi cúpula de
cristal y la pétrea arenilla de mi determinación.
Me niego a que ese chico vea cómo lo dejamos aquí para que muera.
Prefiero pudrirme aquí.
Observo las cadenas amontonadas en el suelo, enroscadas en
espirales, y trazo su trayectoria si el hombre o el monstruo se mueven
en una dirección u otra.
Un destello de luz atraviesa el agujero del cielo, encendiendo los
ojos de Kolden mientras retrocedo sobre la línea al son de un trueno
retumbante. Kolden pierde todo el color de sus mejillas mientras
avanzo lentamente hacia la zona muerta.
Hacia el monstruo.
Me giro.
—Orlaith, no…
—Yo distraeré a Calah —le digo a Kolden por encima del
hombro—, pero necesito que actúes en cuanto se mueva. Libera al
chico. Si Calah me atrapa, vete. Corre y no mires atrás. Lleva a todos
directamente a la nave personal de Cainon. El capitán Gunthar está
allí con una tripulación lista para zarpar hacia Ocruth.
Una lágrima se desgarra por mi mejilla cuando la última palabra
cae de mis labios, y me doy cuenta de que es de una tierna enredadera
de alivio que se enrosca alrededor de todos los pedazos rotos de mi
corazón… una emoción que no pensé en disimular.
¿Por qué iba a hacerlo?
He estado fingiendo que mi alma no cayó por el borde de un
precipicio con el hombre al que asesiné, me he mantenido ocupada
por todos esos círculos que aún me quedaban por girar…
Asegurando las naves.
Saliendo de la Fuente.
Rescatando estas vidas.
Ahora, con mis círculos conectándose, el cieno asentándose, estoy
mirando la garganta de una vida sin él, y hay este vacío debajo de mis
costillas que me hace sentir que sería más fácil simplemente…
desvanecerme.
Me hace más desechable que el chico.
Otro rayo enciende el espacio y me eriza el vello de la nuca.
Desenvaino mi espada, envuelvo la mano atada alrededor del
extremo afilado y corto, abriendo la misma herida que utilicé para
atraer a Rhordyn hacia su muerte.
El monstruo levanta la cabeza y, con las fosas nasales abiertas,
aspira largas bocanadas de aire como un perro que olfatea el viento.
Un gruñido grave sale de algún lugar profundo de su pecho y se pone
en cuclillas como un depredador, con el pelo sucio y enmarañado
cayéndole por la frente.
Su mirada me desgarra la piel. Me cala los huesos. Me sorbe el
tuétano, como si estuviera saboreando todos los trozos que se
utilizaron para armarme.
Hay un destello de algo más en sus ojos de tinta…
¿Alivio?
Se enciende y se apaga tan rápido que me pregunto si estaba ahí.
Mi visión se estrecha y mis sentidos se agudizan. Sigo
moviéndome, cada paso planeado perseguido por el sonido de mi
sangre goteando, goteando, goteando a mi paso mientras atraigo su
atención hacia la arena. Por fin se mueve y arrastra la pierna por el
torso del Aeshlian, apartándose por completo de él, sin dejar de
mirarme. Ni siquiera pestañea.
Kolden se arrastra hacia el chico, con el rostro marcado por una
feroz determinación. Doy gracias por otro relámpago cuando el
Aeshlian se ciñe las cadenas a su cuerpo marchito. El constante chorro
de agua absorbe el sonido de sus lentos y tambaleantes movimientos
por el suelo, tratando de acortar la distancia, con su amplia y
aterrorizada mirada clavada en la nuca de Calah.
Mientras tanto, Calah merodea más cerca de mí, con un gruñido
profundo y áspero que le arranca los dientes, y su cuerpo encorvado
con toda su fuerza.
Esa voz interior me grita que corra.
Lo esquivo.
Él me imita, con el brillo de sus ojos aullando su excitación.
Me vuelvo a apartar.
Gruñe y golpea la piedra con los puños como si se dispusiera a
lanzarse.
Soy vagamente consciente de que Kolden se acerca al chico.
Introduciendo la llave en el primer grillete, lenta y silenciosamente,
como un ratón que se arrastra alrededor de un gato dormido.
Vuelvo a escabullirme justo cuando el primer grillete se deposita
en el suelo con delicada precisión y se ponen a trabajar en el segundo.
Kolden tantea con la llave, y mi corazón da un vuelco cuando
repiquetea contra la piedra tan fuerte que lo siento en los huesos.
Todo el cuerpo de Calah se bloquea y su cabeza da vueltas.
No.
Le doy un manotazo, salpicándole la cara con mi sangre.
Su cabeza se inclina hacia mí, más despacio que una luna creciente.
Cuando por fin veo sus ojos, un grito ahogado se apodera de mí.
Ha perdido hasta la última gota de humanidad, sus rasgos son más
afilados y sus colmillos más largos. Como si todo su ser se hubiera
perfeccionado hasta convertirse en el depredador perfecto, todo
oscuro y antiguo salvajismo.
Oigo el segundo brazalete caer al suelo, veo que Kolden levanta al
chico y corre mientras Calah carga, su rugido me hace vibrar.
Giro y corro.
Me golpea como una roca y me deja sin aliento. Me agarra
despiadadamente por el pelo, me echa la cabeza hacia atrás y me
desgarra la garganta. Golpea, arrancándome el grito de los pulmones,
liberando mi sangre en un chorro caliente.
Una oleada de dolor me oprime la garganta, me llena el cráneo, me
azota la parte inferior de la piel. Me desgarra los músculos, los
tendones y los huesos con profundas, poderosas y glotonas
embestidas, marchitándome por dentro.
«Aléjate», grito internamente mientras me araña.
Me dobla como si fuera de arcilla.
Una presión húmeda y cálida brota de mi nariz y mis oídos,
desangrándome más.
—Aléjate… —Me agarro el tobillo y enredo los dedos con el
collar—. Por favor…
Calah suelta un aliento burbujeante contra mi carne, y el tirón
drenante en mi piel disminuye. Sus labios se desencajan y yo me zafo
de su agarre, cayendo sobre la piedra en un lánguido jadeo. Me
agarro débilmente a la sustancia resbaladiza que me cae del cuello.
Se tambalea de un lado a otro en un vaivén que se hunde, la sangre
le gotea por la barbilla mientras toda la oscuridad se filtra de sus ojos,
dejándolos del azul más brillante que he visto nunca.
Me mira directamente y me deja sin aliento, con la sonrisa más pura
e impoluta rozando sus labios ensangrentados.
—Por fin —ronronea, y sus ojos se ablandan con un alivio
inconfundible antes de apagarse y perder toda su luz.
Se desploma con un fuerte golpe que hace sonar sus cadenas, con
la mirada perdida, el pecho inmóvil.
Los ojos no parpadean.
Está muerto.
Suelto un sollozo y mi mirada recorre los pliegues de una capa
negra que me resulta familiar, profundizando en los ojos iridiscentes
de un hombre al que solo he visto una vez. En la playa de Castle Noir.
Mi siguiente respiración es ahogada.
Las cicatrices de su cuello se ven elevadas y nudosas bajo la luz de
la hoguera, y su pecho se agita con un latido frenético que no tiene
ritmo. Es como si trepara por cada una de ellas, luchando para
someterlas.
Los ojos de Baze están clavados en Calah, y yo miro hacia donde él
tiene la mirada fija: hacia la punta curvada de una garra vruk que
sobresale de su corazón.
La visión me provoca algo. Hace que la cúpula de mi interior suelte
un gemido grande y chirriante cuando algo la raspa, la raspa, la raspa
desde abajo.
«No llores».
Interrumpo la mirada y me pongo en pie.
—¿Baze?
No hay respuesta, ni siquiera un parpadeo.
Doy un paso tambaleante alrededor de Calah, me detengo cuando
veo sombras luchando en las tumultuosas profundidades de sus ojos.
Un destello de conflicto.
Miro a Calah, vuelvo a mirar a Baze y, con una mano temblorosa,
le acaricio la mejilla. Se estremece y sus pupilas se extienden al
mirarme.
La más leve chispa de… algo, y una línea se forma entre sus cejas,
su mirada se desplaza hacia mi cuello, hasta mis ojos de nuevo. Emite
un sonido gutural profundo antes de pasarme la mano por el pelo y
aplastarme contra su pecho.
Me doblo.
Me rompo.
Cada brizna de emoción que anidaba en zonas oscuras y se
escondía entre mis costillas se congela en una enredadera que me
desgarra, mostrando mis desordenadas entrañas al hombre que
siempre ha visto mi corazón magullado y maltrecho.
Aprieta los brazos y hunde la cara en mi pelo.
—No llores, Laith…
Me aferro a él y sollozo con más fuerza.
—Deberías odiarme —consigo decir por fin—. Yo… Yo…
He hecho tantas cosas terribles.
Me planta un beso en la frente y se echa hacia atrás para limpiarme
las lágrimas de las mejillas con el borde de la mano.
—Una parte de mí sí —admite, y me deleito con la forma en que
cae ese golpe.
Me lo merezco.
Me merezco mucho más.
Vuelve a mirar la herida de mi cuello y su mandíbula se endurece.
Mete la mano bajo la capa y arranca una tira de tela del dobladillo de
la camisa, con el ceño fruncido por la concentración mientras me ata
suavemente.
—Estoy seguro de que el sentimiento va a ser mutuo cuando
tengamos un momento para aclarar las cosas, pero lo solucionaremos
—dice, atando el envoltorio. Se lame el pulgar y lo utiliza para frotar
un poco la pintura de mi hombro—. Eso es lo que hace la familia,
Laith. Desenredamos nuestra mierda, no importa lo desordenado que
sea el nudo.
Familia.
No sabía cuánto necesitaba oír esa palabra hasta ahora. La meto
muy dentro, como si me acabara de regalar un árbol con raíces y me
dijera que lo plantara en algún sitio que me trajera alegría.
—No huimos el uno del otro, mierda. Luchamos el uno por el otro.
Y punto. Y si vuelves a dejarme tirado en una playa como esa, te
patearé el trasero de aquí a las putas estrellas y de vuelta. ¿Lo
entiendes?
Otra lágrima recorre mi mejilla, una sonrisa casi se escapa mientras
asiento, pasando la mano por su cabeza desnuda.
Familia.
Después de todo, tengo algo por lo que luchar.
—Siento interrumpir —gruñe Kolden—, pero vamos justos de
tiempo.
Mis ojos se abren de par en par cuando dos caninos gemelos salen
de la mandíbula superior de Baze y le hacen hoyuelos en el labio
inferior. Se da la vuelta como un rayo y avanza hasta que Kolden y él
quedan frente a frente.
—¿Quién es este imbécil?
La expresión de Kolden no vacila mientras mira a la amenazadora
torre de músculos y fortaleza feroz y primitiva que se derrama sobre
él.
—Mi guardia. Él… —Me tropiezo con ellos, olfateo, intento
interponerme pero no encuentro fuerzas—. Me salvó la vida.
—No desde donde yo estaba —muerde Baze, como si acabara de
masacrar las palabras y luego las escupiera en la cara de Kolden—.
No era a él a quien usaban como carnada viva.
Dioses.
—Idea mía. Y no ahora, más temprano en la noche. Cuando casi me
ahogo con bane líquido.
Baze se queda inquietantemente quieto, diseccionándome con una
fracción de segundo de barrido de sus ojos.
—Bien por él. Yo también. Más de una vez, si cuentas aquella vez
que te caíste por un sumidero en el jardín cuando tenías seis años.
Lo había olvidado.
—Impresionante —digo, metiéndome entre ellos. Pongo una mano
en el pecho de los dos y les doy un empujón que probablemente no
sea tan fuerte como creo, porque todavía tengo el cuerpo un poco
flácido. Los dos dan un paso atrás, cosa que agradezco—. Pero
tenemos que irnos. Los demás ya estarán a mitad del túnel.
Baze me mira a mí y luego al Aeshlian que está pegado a la pared
junto a la salida, observando a través de los huecos de sus miembros.
Mirando de nuevo a Kolden, Baze aspira aire entre los dientes, saca
el anillo del bolsillo y se lo pone en el dedo, tiñéndose la piel y las
cejas y alisándose los bordes afilados de las orejas, manteniendo todo
el tiempo el contacto visual con Kolden.
—Díselo a alguien y estás muerto. —Se da la vuelta en un revuelo
de tela negra, arrancando la garra de la espalda de Calah con un
crujido húmedo que me hace estremecer.
Kolden se aclara la garganta.
—Haré un barrido del lugar —murmura Baze, dirigiéndose furioso
hacia la sala de celdas con una espada atada a la espalda—. Ve tú
delante.
Se pierde de vista y yo suspiro aliviada, dejando caer mi mano del
pecho de Kolden. Se aclara la garganta y se aleja por el túnel.
Miro a Calah. Miro su charco de sangre y sus grandes ojos azules
que miran fijamente al frente.
Pienso en esa sonrisa inquietante. En la forma en que me miraba
cuando olía mi sangre, como si pudiera ver la oscuridad oculta bajo
mi piel.
Como si viera mi capacidad para acabar con él y lo deseara.
Es un viaje lento y tedioso a través del túnel con solo unas pocas
antorchas para iluminar nuestro camino, Baze y yo ofreciendo apoyo
a los que necesitan alguien en quien apoyarse. Un soplo de viento
silba por las esquinas y me eriza el vello de la nuca, haciendo que la
oscuridad se sienta tan dominante que estoy segura de que podría
aplastarnos en un abrir y cerrar de ojos.
Echo un vistazo por encima del hombro a la penumbra que se
arrastra tras nosotros, siempre tres pasos por detrás.
No sé cuánto tiempo ha pasado desde la ceremonia, pero me parece
demasiado. Tengo la sensación de que el tiempo es lo que silba por
las esquinas, instándome a seguir adelante como una advertencia
susurrada.
Me llegan murmullos desde la fila y miro hacia delante, viendo
cómo la multitud se desvía hacia un lado como agua que se inclina.
Me quedo sin aliento cuando veo a la anciana Hattie cojeando, vestida
con la misma ropa demacrada que la última vez que la vi, con la
venda aún manchada de sangre y de la suciedad que acumuló
mientras cortaba la pared con un cuchillo de cocina.
Sus pasos son inseguros, el cuerpo encogido hacia delante, los ojos
insípidos fijos en el frente, como si viera algo que nosotros no vemos.
Como si estuviera enganchada a un sedal, arrastrada hacia delante
paso a paso.
Su rostro es una mueca de lúgubre agonía que desencadena algo
dentro de mí. Hace que esa gran cúpula retumbe tan fuerte que estoy
segura de que todo el mundo puede oírla…
Lleva una daga en una mano, con la otra se destroza el pecho, los
dedos arañados y los tendones tensos; como si intentara atravesarlo
y arrancarse su propio corazón.
—Hattie. —Alargo la mano cuando pasa—. Hattie… Los tenemos
a todos.
No me reconoce, su trágica mirada fija hacia delante.
Doy un paso adelante y rozo su mano con los dedos. Ella se detiene,
baja la mirada al punto de contacto y luego me mira a los ojos, los
suyos encendidos con una chispa de reconocimiento. Suelta un
gemido y me acaricia la mejilla con la mano que tiene libre, apoyando
la frente en la mía.
—Ven con nosotros —susurro, y ella se aparta; la ternura de su
mirada me deja sin aliento.
Sacude la cabeza, se echa hacia atrás y avanza tambaleándose; el
rastro enmarañado de su pelo plateado es lo último que veo de ella
antes de que desaparezca en la penumbra como una aparición que se
disuelve.
Un peso lúgubre se posa en mi pecho, haciendo que me piquen los
ojos. Porque sé, como un susurro silencioso que me musita bajo la
piel, que anida bajo mis costillas con los demás fantasmas que he
escondido, que nunca volveré a verla.
***
En el palacio reina la quietud mientras avanzamos por los pasillos
ornamentados, entre apliques dorados con velas casi consumidas,
siguiendo una ruta tranquila que he planeado de antemano porque a
estas horas no hay sirvientes.
Nadie hace ruido. Ni siquiera los más jóvenes, acurrucados en los
brazos de otros o arrastrándose con los dedos enredados en el
dobladillo de la ropa ajena.
Llegamos a un pasillo de la planta principal, uno de cuyos lados
está bordeado de ventanas que reciben el azote de la lluvia, cuyos
pequeños golpes crean una melodía inquietante para nuestra
silenciosa carga.
Los rayos de luz preceden a un trueno en algún lugar a lo lejos.
Baze me arrebata la camisa y me empuja contra la espalda cuando
algo se mueve desde la sombra detrás de una gran urna.
El corazón me salta a la garganta y otro destello revela a una
persona pequeña que se adelanta y se quita la capucha, con una
sonrisa pícara en la cara.
Zane.
—¿Cómo has entrado aquí? ¿Y qué demonios haces tú aquí? —
siseo, soltándome del agarre de Baze y rodeando a Zane con los
brazos, hundiendo la cara en su pelo—. Es peligroso…
Se retira.
—Me preocupé. El tío dijo que llegabas tarde. Y no había nada en
tu nota sobre… —lanza una mirada a los demás que siguen
avanzando por el pasillo—, ellos.
Doy un respingo.
No podía ser demasiado específica, por si la nota llegaba a las
manos equivocadas. Pedí la semilla senka, preparé el robo de la nave
de Cainon y pedí a Gun que le pasara una segunda nota a Zali
explicándole el plan para sacarme de allí; era todo lo que podía
arriesgar.
—Los encontré al salir —le digo, ofreciéndole una suave sonrisa
antes de empujarlo hacia delante—. Ahora vamos a sacarte de aquí.
Pobre Gunthar. Puede que no se haya dado cuenta de que Zane ha
desaparecido, pero si lo ha hecho, no va a estar contento.
Alcanzamos a los demás en la puerta del patio, amontonados,
temblando y mirando a su alrededor con nerviosismo. Me abro paso
entre la multitud y encuentro a Kolden con la mano en el pomo de la
puerta y una expresión sombría en el rostro.
—¿Qué ocurre?
—Hay un gran contingente de Guardias Cenicientos. La Gran
Septum aún debe de estar en este lado del puente.
—¿Cuántos? —pregunta Baze desde justo detrás de mí,
agarrándome por la parte superior del brazo como si pensara que
estoy a punto de irrumpir por esa puerta y hacer alguna estupidez.
Parece que su confianza ha volado por la ventana.
—Demasiados —gruñe Kolden, lanzando a Baze una mirada
sombreada—. Si alguien los aleja, puedo abrir la puerta. Al otro lado
habrá dos guardias de palacio: Jahk y Tier. Ambos son buenos
hombres, de buena moral, y uno de ellos tiene un hijo en camino. Me
gustaría que vivieran.
—¿No hay otra ruta hacia el embarcadero? —pregunta Baze, y
Kolden y yo negamos con la cabeza, los segundos pasan como los
latidos acelerados de mi corazón.
Mierda.
—¿Podríamos bajar todos por el balcón de Orlaith? Así es como
entré yo. —Baze, Kolden y yo miramos a Zane—. No es tan difícil —
se jacta, saca una ciruela de uno de sus muchos bolsillos, la ilumina
en su capa y se la entrega a un chico que está a su lado sin siquiera
mirarlo de reojo—. Orlaith lo hace todo el tiempo. La he visto desde
donde pesco calamares en las rocas.
Abro la boca, la cierro, Baze y Kolden me miran ahora.
—No todo el tiempo…
—La mayoría de las noches —aclara Zane, y le doy un codazo en
las costillas.
Pequeño soplón.
Kolden se aclara la garganta.
—En cuanto choquen las espadas, más guardias de palacio
irrumpirán por los cuatro costados. Será un espectáculo de mierda.
Cerrarán el palacio, levantarán la puerta del mar y seremos blancos
fáciles.
Se hace el silencio, espeso y empalagoso, y puedo sentir el pesado
golpe de los pensamientos de Baze mucho antes de que los pronuncie.
—Yo lo haré. Esos Guardias Cenicientos están hambrientos de mi
sangre desde que incendié su templo. Solo tendría que pasearme
delante de ellos, enseñarles las quemaduras de mi espalda, y me
perseguirían hasta los Mares Shoaling.
La sangre se me hiela, las tripas se me acalambran, los ojos se me
abren tanto que estoy segura de que se me van a salir de la cabeza
cuando Kolden y Zane susurran:
—¿Has sido tú?
Baze le guiña un ojo a Zane, que lo mira con reverencia, como si
quisiera ser él de mayor. Lo cual es inquietante. No es un ejemplo de
aptitud moral al que uno deba aspirar.
—No lo vas a hacer —le digo, dándole un puñetazo a Baze en el
hombro.
—Ay —dice con una media carcajada, frotándose el punto de
contacto—. Eso sí que ha dolido.
Bien. ¿Quién prende fuego a un puto templo en una ciudad llena
de Shulák?
—La familia se mantiene unida —murmuro, regurgitando sus
palabras. No quiero dejarlo atrás. Sobre todo sabiendo que se ha
granjeado tantos enemigos poderosos en el poco tiempo que lleva
aquí.
Suspira, levantando la mano para pasársela por el pelo que ya no
está. No es lo único que ha cambiado.
Sigue siendo mi Baze, pero también… no.
Lo veo en su forma de moverse: no es tan fluido como antes. Como
si estuviera menos en paz con la piel que lo contiene. Lo veo en la
tirantez alrededor de sus ojos y su boca, y en la forma en que sus ojos
se quedan en blanco cuando cree que nadie lo está mirando.
—Pensé que tendríamos más tiempo —me ahogo.
—Actúas como si estuviera a punto de llegar a mi perdición —se
burla—. Eso es ofensivo. Sé que me pateaste el trasero en la playa,
pero mantengamos las cosas en perspectiva. —Me quita una lágrima
de la mejilla y esboza una sonrisa demasiado ligera para el
momento—. Haré un pequeño baile para ellos, los haré sudar un
poco, antes de buscar un sitio donde matarlos discretamente o
esconderme (preferiblemente lo primero) y luego nos vemos en casa.
De todos modos, antes tengo que tachar algunas cosas de mi lista.
Esto es realmente una conveniencia.
No sé por qué me pinta un cuadro tan bonito. En mi experiencia,
algunas de las imágenes más bonitas cuentan los secretos más
mortales.
Odio esto. No quiero esto. Pero puedo ver que es lo que quiere por
la forma en que la vena de su sien ha salido a la superficie, de la
misma forma que suele hacerlo cuando él y yo estamos a punto de
pelearnos y él se anima.
Ese brillo en sus ojos.
—¿Me lo prometes?
—Lo prometo, maldición. —Las palabras salen con tal convicción
que se entrecortan con un gruñido.
Respiro entrecortadamente y exhalo muy despacio.
—Entonces… ¿nos vemos en casa?
En casa.
Siento la palabra hasta los huesos. La necesidad de volver.
Baze me estrecha para darme un abrazo que se acaba demasiado
rápido, luego pasa de un codazo, despeina el pelo mojado de Zane y
empuja a Kolden con el hombro, que suelta un gruñido gutural.
Fuerza la puerta y se asoma mientras mi corazón se revuelve contra
sus límites…
Siento que es solo un sueño del que estoy a punto de despertar. Y
no quiero hacerlo.
Todavía no.
—¿Baze? —susurro-grito.
Me mira por encima del hombro, con las cejas levantadas y la luz
ardiente de una lámpara de pared brillando en sus ojos.
—Te quiero.
Sus facciones se suavizan tanto que veo cómo se le frunce un
hoyuelo en la mejilla.
Por un momento es el Baze que me sacó de debajo de la cama y me
dijo que no llorara. El que me hizo mi primer pincel, me enseñó a
escribir mi nombre y a tejer mi mochila.
—Yo también te quiero, Laithy.
Y luego se ha ido.
***
Kolden mantiene la puerta entreabierta hasta que oímos el pesado
golpe de las botas, el sonido se dispersa en un eco de rozaduras
mientras mi corazón se afana. Mientras la cúpula de mi interior cruje
y gime, como si algo intentara liberarse.
Me hace un gesto seco con la cabeza y abre la puerta de un
empujón.
Me guardo las palabras de despedida de Baze en el pecho mientras
salimos al tranquilo patio y nos arrastramos por el borde interior,
entre columnas de piedra azul y urnas doradas. Kolden se desliza por
el corto arco que conduce a la puerta del palacio, y oigo el pesado
chirrido al levantarse, luego ruidos de rozaduras. Un gruñido de
barítono.
Otro.
Unos instantes después, asoma la cabeza por la esquina y nos hace
avanzar.
Conduzco a todos por el túnel, pasando junto a dos guardias
inconscientes pegados a la pared. Uno a uno, hombres, mujeres y
niños avanzan hacia el suelo encharcado que hay más allá, con los
cuencos de aceite en llamas que emiten la luz suficiente para
guiarnos.
Un niño se ha detenido, con las manos en alto mientras recoge las
gotas de lluvia que se enredan en sus dedos, haciendo que se me
acalambre la garganta con un dolor hinchado…
Es la mirada de la libertad, tan pura y rica que podría ponerme de
rodillas.
Kolden nos guía por la hierba y rodea un seto, luego por un sendero
sombrío que se funde en escalones de piedra que serpentean
alrededor de la isla. Una escarpada pared de rocas se extiende a
nuestra izquierda, y una pronunciada caída a nuestra derecha se une
al agitado mar. El último tramo hasta llegar al barco, visible a lo lejos
cada vez que un relámpago cruza el cielo, con una única linterna
encendida colgando de su mástil.
La señal de que podemos embarcar.
Ya casi ha terminado…
Algo cálido se apodera de mí cuando Zane y yo tomamos la
retaguardia, el resto del grupo mantiene un ritmo rápido. Como si
pudieran saborear la dulzura de su inminente libertad en los vientos
ascendentes.
Otro relámpago cruza el cielo, incómodamente cerca, casi como si
nos alcanzara. Algunos de los niños gritan, una ráfaga de viento nos
azota tan fuerte que golpea con una ráfaga de rocío marino arrancado
del agitado océano, salándome los labios.
—¡Va a ser un viaje duro fuera de la bahía! —grita Zane, con su
capa ondeando a su paso—. Menos mal que el tío conoce tan bien las
aguas o todos seríamos comida para tiburones.
A la luz de otro relámpago, veo cómo su capa se desprende de su
cuello y revolotea sobre mi cabeza. Se detiene de golpe y gira,
corriendo tras ella.
Mi corazón da un bandazo, como si tratara de liberarse de mis
costillas y perseguirlo.
—¡Zane!
Mierda.
Entrego mi espada de madera y mi mochila a uno de los hombres
que nos preceden, y luego corro tras Zane, con la pinza del pelo
cayendo víctima de otra violenta ráfaga de viento.
—Déjala —grito por encima del aullido del vendaval, observando
cómo la capa salta por los aires hasta enredarse con el cadáver de un
pequeño árbol nudoso a medio camino de la orilla, colgando de sus
ramas enjutas—. Te traeré otra. Vamos.
Se detiene en la base de la orilla, mirando entre la capa y yo, antes
de encaramarse a las rocas mojadas por la lluvia y empezar a trepar.
—Mierda —murmuro, echando un vistazo a nuestro grupo que se
extiende a lo largo del muelle, algunos trepando por la inestable
pasarela.
Me detengo bajo el árbol, con la capa empapada ondeando al
viento.
—Zane, por favor. No tenemos tiempo.
—¡Casi la tengo! —grita, agarrándose al árbol, inclinándose hacia
delante, intentando doblar la rama lo suficiente para poder soltar la
capa. Finalmente lo consigue…
La rama se rompe.
Zane cae en picado, gritando.
Me abalanzo sobre él para amortiguar su caída y caemos al suelo
enredados, con la cabeza golpeándome contra la piedra y un dolor
que me parte el cráneo.
—¿Estás… bien? —gruño.
Él gime y se baja de mí.
—Sí, tengo mi capa. Tengo mi capa, estoy bien. ¿Y tú?
Suena una bocina por encima del aullido del viento, seguida de un
estruendo que me hace temblar los huesos. Una única semilla
brillante sale disparada hacia las nubes bulbosas, tiñéndolas de rojo
sangre cuando estalla con tal violencia que todo el cielo parece
temblar.
El pavor me cae en el estómago como una roca y una intuición
innata cobra vida.
Cainon está despierto.
Esa voz interior grita más fuerte que nunca…
—Corre. —Me pongo de lado y empujo a Zane para que se ponga
en pie, corriendo tras él—. ¡Corre!
Entramos en acción, con los pies golpeando la piedra mojada. Nos
apresuramos a bajar las empinadas escaleras, luego nos lanzamos al
muelle, y otro rayo enciende las agitadas olas que salpican los lados,
empapando los tablones en un residuo espumoso.
El muelle está vacío, aparte de nosotros, y el barco se agita con las
fuertes subidas y bajadas del océano. Kolden está de pie en cubierta,
junto a la pasarela, gritando palabras que no puedo distinguir por el
rugido del viento. Pero cuando el profundo vibrato del tintineo de las
cadenas atraviesa la bahía, incluso el viento parece detenerse.
Para escuchar.
Están levantando la puerta del mar.
Mierda.
—¡Empujen! —grito a través del torrente helado de lluvia que me
golpea la cara, saludando—. ¡Saltaremos!
Kolden parece dudar, y me parece oír un grito de mujer antes de
que se levante la pasarela.
Un rayo de luz rasga el cielo cuando el barco comienza a
resquebrajarse.
—¡Más rápido, Zane!
Por un momento, la lluvia se convierte en una sábana blanca,
tamborileando sobre el muelle, empañando mi vista de todo. Pero
siento que nos estamos acercando.
Casi llegamos.
—Vamos a tener que saltar, ¿de acuerdo? —Trato de alcanzarlo—.
¡Toma mi mano, lo haremos juntos!
Sin respuesta.
Miro a mi lado
No hay nada más que la lluvia y los postes de madera y el mar
agitado arañando el muelle.
Giro, el pulso se desvanece ante la vista de Zane clavado en el suelo
bajo la bota de un guardia blindado, la mejilla contra la madera, los
ojos muy abiertos y salvajes.
Asustado.
Mi cúpula cruje y gime cuando más Guardias Dorados se
arremolinan alrededor de Zane como un río de fuerza aplastante.
Cinco, ocho, diez de ellos.
Toda la lucha se desangra en mí.
Caigo de rodillas, jadeando, sosteniendo la mirada de Zane a través
del obstáculo movedizo de las espinilleras doradas. Esta sensación de
desesperanza me agarra por los hombros y me empuja hacia abajo
con tanta fuerza que estoy segura de que el muelle se va a astillar
debajo de mí.
Se oye el ruido de las armas que se sueltan, lanzas con puntas
doradas que brillan en esporádicas ráfagas de luz que surcan el cielo.
De nuevo, esa mujer grita en la distancia, más lejos que antes,
parecido al sonido que hizo mi madre al blandir el hacha.
Herida.
El rostro de Zane se desmorona, y siento que esa mirada me
atraviesa como pequeñas grietas en el pecho, en las costillas, en los
pulmones.
Más profundo.
El tiempo se detiene cuando una grieta atraviesa mi cúpula de
cristal, el sonido es tan agudo y cataclísmico que estoy segura de que
el mundo se está fracturando.
Una garra de tinta se cuela por la brecha, untada en una capa de
sustancia viscosa que se extiende entre las puntas afiladas de las uñas
de espino de rosa y se aferra al borde afilado de la grieta. Una
segunda garra le sigue, sujetando el otro lado.
Más del sonido de división que amenaza con reventar mi cráneo, y
la brecha se ensancha.
Se ensancha.
Algo se agita bajo la superficie, arañando, dándome ganas de
hacerme un ovillo y gritar.
Araña.
Araña.
Araña.
Más sonidos de raspado mientras una red de fracturas se teje a
través del cristal…
La cúpula explota con un estallido de fragmentos que se incrustan
en mis órganos, mis huesos, mis músculos y mi carne. Dejando mis
entrañas hechas jirones de sangre. En medio de la macabra
penumbra, rodeado de fragmentos de hueso, cristal y carne
desmenuzada, hay un animal óseo envuelto en más de esa sustancia
viscosa y elástica de la que se deshace, desparramando el amasijo
contra mis costados y desvelando más de la espantosa forma de la
criatura:
Me recuerda a un krah, pero tiene ramas como alas, hojas muertas
como plumaje y unos ojos negros e insondables que estoy segura de
haber visto antes. Una tercera parte de su cara se ha rendido a la vil
putrefacción, dejando al descubierto hileras de dientes de zarza y
bolsas de carcasa nudosa cubiertas de lianas negras marchitas.
Su esbelta cola se enrosca y la punta, un mechón de hojas
chamuscadas, se balancea de un lado a otro mientras la criatura
inclina la cabeza y chilla, un sonido estridente que hace que me
duelan los huesos, que amenazan con desmoronarse de tanto oírlo.
Se me encharcan los ojos de gruesas lágrimas y, cuando resbalan por
mis mejillas, huelo a sangre.
La criatura revolotea en mi interior, agitando fragmentos de cristal
que destrozan mi corazón y mis esponjosos pulmones, arrancándome
la carne de los huesos. Revolotea en lo alto de mi pecho, anida en mi
garganta y grita al cielo mientras una rabia ciega y helada pinta de
rojo mi visión.
Zane se retuerce y grita, y la lanza se posa en su mejilla dibujando
una tenue línea rosada que me sacude por dentro y por fuera, como
si acabara de tocarme la punta enjuta de un relámpago que surca el
cielo.
Me pongo en pie y arranco la espada de la vaina que llevo a la
espalda. Un ruido sordo me golpea la palma de la mano, me sube por
el brazo y me recorre la sangre como el compás de una canción tan
compleja que siento que está reescribiendo el tejido de mi ser.
Un grito me sube por la garganta con sabor a sangre y arremeto
contra él, con los dientes desnudos, con esa criatura agitándose en mi
interior, chillando al son de la tormenta mientras azoto a un hombre
y le atravieso la carótida con mi espada. Su sangre caliente salpica mi
mano, y el ritmo retumba más fuerte.
Más fuerte.
Lo arrojo a un lado, gruñendo al viento, a la lluvia y a la frenética
agitación de la armadura de oro, como avispas zumbando,
amenazando con picar lo que es mío para proteger.
Mío.
Mi entorno se emborrona y golpeo, esquivo y apuñalo,
alimentando esa canción terminal hasta que es un estruendo en mis
oídos. Penachos rojos salpican el muelle. Sobre mi cara y mis brazos,
empapándome el pelo.
Estoy sorda a la lluvia. Sorda a todo excepto a la canción de la
espada que me empuja a una danza mortal de destrucción masiva.
Atiborrándome de cada arteria cortada. Cada miembro y cabeza
cortados.
Cada grito agonizante.
Soy una bestia hambrienta, y no importa cuántas veces apuñale,
corte, mate, sigo voraz.
Corto los ligamentos tensos en la parte posterior de las piernas de
alguien.
Se tambalea hacia delante.
Desciendo sobre él, le empuño el pelo y le arranco la cabeza hacia
atrás hasta dejar su garganta al filo de la espada de Rhordyn. Empiezo
a darle un tajo lateral cuando un sollozo desesperado me llega a
través de las tinieblas de mi rabiosa ira.
Miro más allá de un montón de cuerpos descuartizados, la mayoría
de los cuales no recuerdo haber descuartizado. Apuñalado.
Destripado…
Mi mirada se posa en Zane, que ya no está apoyado contra la
madera, sino de rodillas, con la capa pegada al pecho. Cainon está de
pie detrás de él, con los ojos muy abiertos, bolas de tinta de acusación
ardiente. Está empuñando el pelo de Zane, desnudando su tierna
garganta ante una espada dorada.
Aquella macabra criatura se detiene, luego se escabulle hacia el
abismo de mi pecho tan rápido que levanta fragmentos de cristal en
su prisa.
Toda la lucha se derrite de mis huesos.
—No, no, no —suplico. Dejo caer la espada, bajo la guardia y
levanto las manos a ambos lados de la cabeza en señal de rendición.
Cainon me mira por debajo de la nariz, con la lluvia goteando por
sus brutales facciones, mientras Zane se retuerce en su agarre.
Me arrodillo y avanzo arrastrando los pies, con un arrebato de
desesperación ablandándome las entrañas destrozadas.
—Cainon, por favor. Quítame la vida. Por favor.
Otro relámpago, más cercano ahora, se refleja en los ojos de Cainon
como las fisuras plateadas de un plato roto.
Empuja la hoja más profundamente en la carne de Zane.
Dejo de moverme. Dejo de respirar.
Demasiado asustada para pestañear siquiera.
Cainon contempla la escena que nos rodea, su único guardia
superviviente, ahora atado en un montón de gemidos, alcanzando la
espada de Rhordyn. Cainon mira detrás de mí, hacia donde no dudo
que el barco surca las olas salvajes, con la esperanza de pasar la
cadena ascendente. Su labio superior se despega hacia atrás y sus
rasgos se afilan hasta convertirse en algo verdaderamente horrible.
No hay ni una gota de piedad en su mirada cruel cuando vuelve a
clavarse en mí.
Tembloroso, Zane mete los dedos en uno de los muchos bolsillos
escondidos entre los pliegues de su capa. Veo un destello de oro
cuando saca una moneda bahari que le robó a uno de los marineros.
—Tengo una moneda —suplica, agitándola lo bastante alto para
que Cainon la vea, y mi corazón se clava en la punta de una costilla
rota.
Está intentando comprar su vida…
Cainon baja la mirada. Le quita la moneda a Zane y la sopesa en la
mano. La esperanza estalla en los ojos de Zane, una esperanza
infecciosa y frágil.
Cainon me mira, y en esos ojos de tinta veo demasiado.
Demasiado poco.
Veo cómo se desarrolla esta historia, lo inútil que es para mí
intentar reescribir el final que ya está grabado en piedra. Cambiar el
destino de este chico que va a morir simplemente porque lo quiero.
Porque soy un agujero negro que engulle todo lo brillante, bueno y
vivo.
Porque existo.
Desvió la mirada de Cainon y miro a Zane. Fuerzo una sonrisa para
que se aferre a ella; una bonita mentira para suavizar la afilada
verdad que se clava en su garganta.
No pasa nada, muevo los labios, aunque no sea así. Lo repito una y
otra vez mientras sus ojos se llenan de lágrimas.
No pasa nada. No pasa nada.
—Tú hiciste esto —dice Cainon, con una voz monótona y
escalofriante llena de promesas atroces.
Me encojo por dentro porque sé que tiene razón.
No pasa nada. No pasa nada. No pasa nada.
La hoja baja…
Los ojos de Zane se abren de par en par y se desploma hacia delante
mientras yo miro a Cainon, con una semilla de esperanza floreciendo
en mi corazón.
¿Lo está reconsiderando?
La moneda de oro cae con un ruido sordo en un charco rojo junto a
mi rodilla.
Mi corazón se detiene.
El grito espeluznante de Zane me desgarra por la mitad mientras
Cainon lo levanta del suelo por el pelo y lo cuelga del borde del
muelle.
—Creo que dejaré que lo hagan los tiburones.
—No —sollozo, arrastrándome hacia delante, alcanzándolo—. ¡No!
—Tú. Hiciste. Esto.
Me suelta.
Zane cae demasiado rápido y a la vez agonizantemente lento,
atiborrándome de cada horrible detalle:
Rasgos arrugados…
Una mano extendida, la otra aferrándose a su capa como si le
fueran a crecer alas para salvarlo…
El miedo puro y sin diluir en sus ojos…
Corro hacia el borde, pero Cainon me da un puntapié en las
costillas y choco contra el muelle en un torrente de sangre y agua. El
sonido de Zane chapoteando en el océano hambriento me clava una
estaca en las tripas, y me desenredo a su alrededor. No lento y
constante, sino tan rápido que todo mi ser acaba en un montón
enmarañado y desordenado.
Latigazos de negrura cáustica se deslizan desde ese abismo en lo
profundo de mi pecho, sacando sus puntas afiladas, rajando mi piel
desde dentro hacia fuera. Pidiéndome que mate.
Mata.
¡MATA!
Ya no oigo el viento, ni los truenos, ni los latidos de mi propio
corazón. Ya no oigo el océano embravecido que se agita y se revuelve,
plagado de bestias que no piensan antes de masticar.
Todo lo que soy es presión cerebral y siseos de venganza.
Mis dedos se retuercen con la cadena alrededor de mi tobillo,
brutalmente consciente de que el embarcadero es de madera. Que
soltarme me matará a mí también.
He perdido la voluntad de preocuparme.
Yo.
Hice.
Esto.
La sangre emana de mis ojos mientras sostengo la mirada de
Cainon y me arranco el collar.
¡MATA!
La presión no disminuye inmediatamente. La negrura no atraviesa
mi piel y destroza todo lo que me rodea.
Espoleo a la oscuridad, gritándole que mate.
Mata.
Mata…
La presión aumenta hasta que apenas puedo ver a través de la
sangre de mis ojos, y estoy segura de que mi cráneo tiene tantas
fracturas como mi corazón.
Algo va… mal…
La sangre me brota de la nariz y me recorre la barbilla.
Mi grito se desvanece en el silencio mientras mis pulmones se
desinflan y la columna vertebral se arquea hacia atrás. Mi pecho se
inclina hacia el cielo y estoy segura de que la presión está a punto de
hacerme estallar los ojos.
Cainon me da un puñetazo en el pelo empapado y me empuja hacia
delante mientras me parto de dentro a fuera, con los brazos y las
manos garabateados en líneas tan calientes que seguramente se me
están derritiendo los huesos.
Me pellizca la barbilla y me pica el hombro cuando me veo obligada
a levantar la vista. El cielo vuelve a resquebrajarse con otro destello
fluorescente, encendiendo los grandes ojos de Cainon. Encendiendo
mi brillante reflejo que estalla en el espejo de su mirada de sable.
—Eres una…
Gruñendo, convierto mis manos en garras e intento destrozarle el
pecho. Mira hacia abajo y jadea. Me suelta el pelo.
Retrocede a trompicones.
Parpadeo, intentando limpiarme más sangre de los ojos, viendo las
hendiduras de mis manos extendidas, subiendo por los brazos,
estrechándose hacia los codos. Veo el resbalón de oscuridad
chisporroteante justo debajo de la superficie, una promesa silenciosa
de una muerte que no llegará.
No llegará.
Todo el color ha desaparecido de la cara de Cainon mientras la
presión sigue aumentando, empujando mis puntos débiles. Miro
hacia donde Zane fue arrojado por el borde del muelle…
Culpa mía.
Se oye el sonido de una hoja que se afloja, y veo la espada larga y
dorada que Cainon acaba de robar de un cadáver mientras se guarda
la daga en la bota, mirándome como si por fin viera el monstruo que
soy en realidad.
Todo lo que puedo ver es a Zane sosteniendo esa moneda dorada,
suplicando por su vida.
Lo único que siento es el cálido beso de Rhordyn en mi frente.
Sonrío a Cainon, que vuelve a blandir la espada. Riendo, inclino la
cabeza y desnudo mi garganta atada, esperando un corte limpio.
Porque he terminado.
No tengo nada más que dar.
Ya no quiero estar aquí.
El aire está tan cargado que siento que me golpea la piel, como si
tuviera pulso propio. La atmósfera se resquebraja cuando un
relámpago de vetas negras desciende desde lo alto y besa la punta de
la espada de Cainon, despidiéndose en dentadas cuchillas. Un sonido
estridente y chillón me tritura el cerebro, seguido de un estampido
tan fuerte que otro grito me arranca la garganta.
El suelo se desploma bajo mis pies con un sonido similar al de un
cristal al romperse y caigo en picado en un mar helado de agua
agitada y turbulenta que me araña el cuerpo y me hace rugir.
Mi cabeza choca contra algo duro.
La oscuridad.
Después de tantos años viviendo en una celda, volver a meterme
en una no me sacude como debería. No me asalta un ataque de
pánico. No araño los barrotes con esperanza en el corazón y un salvaje
deseo de libertad luchando bajo mis costillas.
No tiene sentido.
Todo lo que hace es expulsar la energía que necesito para respirar,
parpadear y realizar mis funciones corporales regulares que me
mantienen existiendo. Es la única razón por la que sobreviví tanto
tiempo hace tantos años, cuando mi celda se convirtió en mi frío y
pétreo abrazo. Mi hombro sobre el que llorar, romperme, apoyarme.
Mi maldito universo.
Perdí la esperanza y me forjé en el tipo de criatura que prospera en
las cadenas. Se alimenta de ellas. Renuncié a tantas cosas importantes
que me quedé con esta versión destrozada de mí mismo cuando
Rhordyn me liberó.
No del todo triste de ser libre. No del todo feliz por ello tampoco.
Así es como me siento ahora: no del todo feliz de estar encerrado
en esta pequeña celda que huele a desesperación y juventud con una
vista perfecta e inquietante de la arena de alimentación.
Pero tampoco triste.
Porque si yo no estuviera aquí, él estaría solo. O en las tripas de una
bestia oceánica.
Dejo que mi mirada se desvíe a través de los barrotes hacia la celda
del lado opuesto del pasillo. A la pequeña persona de la esquina,
acurrucada bajo una capa de terciopelo azul.
Durmiendo.
Un chico por quien me zambullí en aguas infestadas de tiburones
para recuperar porque, mierda, me cae bien. A Orlaith le gusta el
chico.
A todos nos gusta el chico.
No tengo esperanzas para mí, pero para él…
Daría un puñetazo a un puto océano de tiburones para asegurarme
de que no acabe tan mutilado por dentro y por fuera como yo.
Aparto la mirada y la dirijo hacia el polvoriento rayo de sol de la
luz matutina que se derrama por el agujero del cielo: la tormenta ha
pasado hace un par de horas. Una tormenta que se convirtió en una
bestia agitada e inquieta que acuchilló el cielo, destrozando la
atmósfera en cintas estáticas.
Asentó la herida interna que he estado albergando desde que Zali
y yo recibimos al duendecillo de Orlaith, incluso antes de ver el rayo
caer del cielo: un garabato de cegadora luz blanca enhebrado con una
vena negra que salpicó lateralmente la punta de una espada alzada e
hizo añicos el muelle. Tan brillante que aún puedo ver sus residuos
en la parte posterior de mis párpados cuando los cierro.
Así que ese rayo de sol derramándose en la madriguera… es una
señal segura de que Orlaith logró liberarse del océano furioso.
¿Porque si no lo hubiera hecho? El maldito cielo se habría caído. Y ese
hombre de ahí, agachado sobre el cuerpo sin vida de Calah en medio
de la arena de alimentación, estaría muerto.
Probablemente todos estaríamos muertos.
Cainon se adelanta y aparta el pelo largo y plateado de la cara de
una anciana acurrucada en el abrazo inerte de Calah, con las muñecas
marcadas cruzadas ante su forma marchita.
¿Autoinfligido?
No me fijo demasiado. Tampoco lo pienso demasiado. Es el tipo de
agujero negro en el que podría caer si me quedara mirando el tiempo
suficiente.
Mi mirada se desvía hacia los grandes ojos de Calah, que no ven, y
casi espero que parpadee. Que los mire en mi dirección. Que se
levante y venga hacia mí apestando a decepción.
«Eras mi chico bonito favorito».
«¿Cómo pudiste herirme así?»
«Yo también creía que me querías».
Algo me aprieta el pecho, dificultándome la respiración, y corto la
mirada hacia el techo.
—Se querían a pesar de sus diferencias —dice Cainon, con una voz
cargada de emoción que me hace querer golpearme la cabeza contra
la pared—. Él la arrastró hasta su madriguera, pensó que olía bien,
luego la probó y se dio cuenta de que era mucho más que una
mascota…
Solo una mascota.
Solo un animal en una jaula.
—Él era el grillete que ella aprendió a acunar contra su pecho a
pesar de sus… defectos. Luego llegué yo —dice Cainon, y sus
palabras resuenan en el hueco de la madriguera—. Yo era el defecto
que ella no podía ver más allá.
—No quiero la historia de tu vida, imbécil. No podría importarme
menos si te cagaron por el culo de un burro. Ha sido un día muy largo
y me apetece encontrar la postura más cómoda en este agujero de
mierda y echarme un sueñecito. —Me muevo arrastrando los pies y
me vuelvo a colocar contra la pared, con una mueca de dolor cuando
el movimiento me desprende la capa superior de carne de las
quemaduras de los omóplatos—. Así que, si eres tan amable de irte a
la mierda —siseo entre dientes apretados—, tendrás mi no tan eterna
gratitud.
El ruido de sus botas resuena en el pasillo mientras yo fijo mi
atención en una grieta del techo.
—Eres terriblemente engreído…
—Eso me dicen las señoras.
—… para alguien que está en una jaula.
Nunca dejé la primera.
Se agacha junto a mi celda, el olor a sangre mezclado con su aroma
ácido se cuela en mi espacio personal, algo que no aprecio.
No tengo mucho.
—Sabes, aún me pregunto por qué Jakar eligió a Rhordyn para ser
el portador de sus runas. Del gran don de su poder divino. Estoy
seguro de que se arrepintió cuando ese salvaje aniquiló de inmediato
a casi toda la raza de los Unseelie, y luego cazó a los que quedaron
como perros.
Me río para mis adentros, fuerte y retorcidamente. No tiene ni idea
de lo equivocado que está…
Ni. Una. Maldita. Idea.
Jakar no le regaló una mierda a Rhordyn, excepto cadenas de púas.
—Que a algunas personas se les haya hecho creer que Jakar
masacró a sus propias creaciones solo demuestra lo cobarde e indigno
que era Rhordyn. Bendito sea Dios —musita Cainon, las palabras un
gruñido de disgusto—. ¿Ese animal? ¿De verdad? La única vez que lo
he visto apoyar a los shulák fue cuando invitó a dos al baile, aunque
estoy seguro de que tenía razones blasfemas detrás.
Me río un poco más.
Al chico le gusta tener la polla flácida por cortesía de su herencia
medio mortal. Podría haber cosas peores, como ver a todas las
hembras de tu raza ser cazadas y asesinadas mientras los machos son
criados como animales.
—Ese sí que es un bendito —murmuro, tratando de picarme un
punto bajo el grillete de la muñeca derecha, pero sin llegar a
alcanzarlo. Eso va a ser un dolor—. Solía levantarse cada mañana y
dar gracias a los dioses por su gran contribución a su alegre
existencia.
El silencio se alarga tanto que podría estrangularme, y tengo la
sensación de que a Cainon no le impresiona mi tono. Probablemente
no debería acosarlo, pero este imbécil me da ganas de lanzar mierda
desde mi jaula. Me imagino que las palabras son el mal menor.
Rhordyn debería haber acabado con él hace años.
Apuesto a que ahora mismo es un nudo salvaje. Pobre Laith. Puede
que haya sobrevivido a Cainon, pero Rhordyn es otra historia. No
sobrevives simplemente a ese hombre después de ir contra su
corriente. Lo capeas como una tormenta.
Te atrincheras y rezas para que no te arranque el tejado y te haga
pedazos. Y cuando salgas nuevamente, el mundo no será como antes,
porque él no es una tormenta que pise a la ligera.
Él remodela el maldito terreno.
Y ella no solo le dio un codazo, lo apuñaló en el corazón.
Se la comerá para desayunar si no tiene cuidado.
Cainon se pone en pie, mete una llave en la cerradura y abre la
puerta de golpe. Me excitaría un poco si no estuviera encadenado al
suelo por un trozo de cadena que apenas me permite rascarme el
trasero sin tirarme de un músculo.
Se me eriza el vello de los brazos cuando se agacha ante mí y enredo
los dedos entre sí.
—Sabes, siempre pensé que eras la mascota de Rhordyn —dice
Cainon, y eso llama mi maldita atención. No lo suficiente como para
mirarlo, pero sí lo suficiente como para cerrar mi mente y escuchar—
. Que te ha estado alimentando con su sangre y regalándote una larga
vida porque le gustaba tu sabor.
Trago grueso, esperando… Sabiendo que hay una razón para esta
línea particular de balbuceo que hace que me arda la piel como si
acabara de revolcarme en ortigas urticantes.
Me toca el anillo con la punta del dedo, helándome la puta sangre
en las venas.
—Eso de ahí… Orlaith lleva un collar con una joya parecida.
Se me desploma el corazón y lo miro por primera vez desde que
recuperé la consciencia, con los ojos desorbitados.
Maldición.
Su ojo derecho es un orbe de tinta, un estallido de capilares negros
entrelazados en la piel que lo rodea.
Y el izquierdo… es de cristal, igual que el trazo de finas fracturas
vidriosas que se entretejen en su mejilla y sien y se extienden hasta el
nacimiento del pelo.
Es una mezcla monstruosa de carne y grietas translúcidas, algunas
zonas gotean hilos de sangre que fluyen hasta el suelo.
Supongo que la salpicadura lateral le dio en la cara. Poético, todo
sea dicho.
Me fijo en los restos manchados de escritura gris pintados en su
torso desnudo, como los de Rhordyn. Como si hubiera estado
jugando a disfrazarse.
Se me escapa una sonrisa.
—Estás hecho una mierda.
Me arranca el anillo.
Mi respiración se hace entrecortada y furiosamente rápida a
medida que mi piel se va despellejando, centímetro a centímetro,
hasta que cada parte visible de carne frágil y nacarada queda al
descubierto.
Cada bocado de vergüenza.
Cainon no parece sorprendido, solo satisfecho de haber acertado.
Una sensación de náuseas se arremolina en mis entrañas con toda el
agua salada que aún chapotea alrededor.
—Esto tiene mucho más sentido —dice, clavando su mirada en mis
cicatrices y deteniéndose en una que tengo en la garganta. Su mirada
se vuelve pensativa, creo. Es difícil saberlo—. Rhordyn siempre ha
tenido debilidad por los seres inferiores de nuestro mundo.
Mi corazón se estrella contra mi columna cuando pasa la punta de
su dedo por una marca de mordisco en mi cuello, tan pequeña que
siempre me ha servido una cucharada extra de perturbado con mi
ración diaria.
No recuerdo haberla recibido, ni ninguna de las otras pequeñas.
Tampoco quiero.
Me estudia como si fuera una comida de tres platos con una copa
de sangre brillante para acompañarla.
—Me acuerdo de ti —ronronea, las palabras son de seda y me
envuelven en un brote pegajoso que me dificulta la respiración.
Esta sensación de hundimiento me atraviesa las tripas.
Ladea la cabeza.
—Padre me dejaba alimentarme de ti cuando estabas dopado.
Decía que tu sangre era su favorita.
La bilis sube y me ahoga. Me obligo a tragar.
«Nadie sangra por mí como tú».
Las viejas heridas muerden más profundo, un gruñido bajo
burbujea en el fondo de mi garganta…
«Mi chico bonito. Mi favorito».
Dejo caer la barbilla y miro a Cainon por debajo de las cejas.
Frunce el ceño, y otro hilo de sangre se entrelaza entre sus ojos, baja
por su nariz y gotea sobre mi rodilla doblada.
—Creo que en secreto pensó que podría despertar alguna parte
sensible de mí, aunque nunca lo expresó.
Sus palabras son un zumbido en mis oídos, que apenas se abre paso
entre el profundo zumbido de siglos de rabia contenida desesperada
por liberarse.
Hago un ovillo con las manos. Imaginándolas apretadas alrededor
de su cuello.
—Creí que los dioses me habían dado a Orlaith… Que ella sería
todo lo que Madre fue para Padre. —Se encoge de hombros—. Ahora
me doy cuenta de que solo me han dado la oportunidad de demostrar
lo digno que soy de su trato especial. Jakar intentó golpearla hoy y
falló. —Se lleva una mano a la cara jodida—. No lo haré.
Mis colmillos se deslizan tan rápido que apenas siento el escozor.
—Rhordyn te va a joder —digo, mortalmente calmado—. Te
clavará una garra en el pecho muy despacio, justo ahí. —Señalo la
cicatriz situada justo encima de su corazón… justo—. Pero un poco
más abajo.
—Imposible. Orlaith se aseguró de eso. Como una puta marioneta,
acabó con la bestia para siempre. —Suelta un sonido que me hiela la
sangre—. ¿No lo sabías?
Orlaith le dijo que mató a Rhordyn…
—Jugué con ella, Baze. Y ella bailó para mí. Oh, cómo bailó para
mí. Deberías haber visto cómo arqueaba ese bonito cuello: como una
maldita puta por mis mordiscos.
Hasta mis huesos vibran de rabia, y desvío la mirada, mirando a
través de los barrotes al chico acurrucado en la esquina de la celda de
enfrente, y el corazón se me para de golpe cuando me doy cuenta de
que me está mirando. Asomándose por encima de la capa, con los ojos
visibles entre los mechones de pelo suelto.
Lo está asimilando todo.
Mierda.
Ojalá se tapara los oídos. Cerrará los ojos.
Ojalá hubiera llegado a esa puta nave.
—La Mano de Sombra, delante de mis narices —musita Cainon,
sacudiendo la cabeza, riendo.
Se me para el corazón.
¿Ha visto su verdadero yo?
¿Su maldita marca?
—Los dos la han estado escondiendo todo este tiempo.
Las palabras me destrozan por la mitad. Me sacan las entrañas y las
tiran al suelo, amontonadas en un montón humeante.
Aprieto los ojos. Me sacudo contra las cadenas con tanta fuerza que
siento cómo me arrancan un poco de piel de las muñecas, calmando
inmediatamente ese picor.
Él lo sabe…
Y yo estoy atrapado aquí en una puta celda.
—Estoy deseando matarla. La colgaré de una pica para que todos
puedan ver la Mano de Sombra en carne y hueso antes de prenderle
fuego mientras tú y el chico miran.
Mis ojos se abren de golpe, un gruñido se abre paso entre mis
dientes desnudos.
«No escuches, chico».
Rasgo mis cadenas una y otra vez.
Cainon me dedica una sonrisa de serpiente y se levanta de un
empujón, elevándose sobre mí. Mirándome como el Dios que se cree
que es.
—Hasta entonces, irás al Palacio de Cristal —dice, dirigiendo una
mirada a Zane, y mi gruñido se transforma en un gruñido profundo
y pectoral que hace sonar mis putos dientes.
Cainon me dedica una sonrisa burlona.
—Los dos.
Me despierto con un puñetazo en el corazón.
Abro los ojos y respiro entrecortadamente, con la mirada
recorriendo una red de hojas de palmera hasta el cielo azul más allá.
Me rasgo el pecho con los dedos llenos de garras, brutalmente
consciente de los fragmentos de cúpula de cristal que aún tengo
clavados en los pulmones y el corazón marchito. Asomando por mis
huesos destrozados y astillados.
Hay un bosque nudoso y crecido de emociones espinosas dentro
de mí, llenando cada rincón oscuro y sombrío. Una emoción cruda y
dolorosa que me da demasiado miedo tocar. Manejar.
Como si hubiera olvidado cómo hacerlo.
Unas enredaderas plateadas se han enroscado alrededor de mis
huesos y órganos, haciendo brotar un nido de bonitas hojas grises de
color pizarra con filamentos de carbón, tan jodidamente hermosas
que me duelen lugares que no sabía que existían.
No merezco esas flores.
No las merezco.
Gimoteo y me pongo de lado, mirando hacia el chapoteo del
océano.
Una franja de agua turquesa brilla a la luz del sol. Pequeñas olas
espumosas bañan una fina franja de arena azul oscuro que se me pega
a la piel. Se me revuelve el estómago y, al toser, expulso una vil
mezcla de agua salada y bilis.
La tormenta debe de haberme arrojado a la playa…
La camisa de Rhordyn cuelga de mi hombro, desgarrada por partes
pero seca como un hueso. Como si llevara aquí mucho tiempo. Me
palpo el muslo y veo que mi vaina está vacía, aunque tengo un peso
familiar alrededor del cuello…
Me toco el collar, confusa.
¿Cómo lo aseguré después de arrancármelo?
Después…
«Tú hiciste esto».
La acusación siseada de Cainon me ataca como un látigo de púas
clavado en el corazón, y veo la mirada de Zane al caer. Veo cómo
intentó alcanzarme, aferrando la capa con la otra mano.
Un gemido gutural se transforma en sollozo mientras me arrastro
hacia el agua.
«Tú hiciste esto».
Me pongo en pie a empujones, tropiezo antes de correr, choco con
las olas y caigo de rodillas. El agua me rodea la cintura mientras me
agarro el pecho y la garganta. Mientras me paso la mano por detrás
del brazo y me pellizco con más fuerza que nunca.
«Tú hiciste esto».
Respiro estremecida, suelto un grito agónico.
Esa jungla de emociones se agita y se retuerce, enredaderas
espinosas que luchan entre sí por la libertad, haciéndolas imposibles
de desalojar. Mi grito se convierte en sollozos profundos que me
oprimen el pecho y amenazan con partirme.
«No llores».
Sus palabras me llegan como un soplo de viento helado que me
eriza la piel.
Miro a través del agua azul, recordando la capa que le compré a
Zane, que envolví para él, en la que volqué todo mi amor.
La capa que hizo que lo mataran. Igual que hice que mataran a mi
hermano.
Mi madre…
Rhordyn…
Tantos otros.
Pienso en las medusas que una vez observé desde el borde de un
acantilado. Lo celosa que estaba de su libertad para simplemente… ir
a la deriva. Todo mi cuerpo cede a la idea, dolorido por el repentino
impulso de nadar hacia las profundidades.
Simplemente a la deriva.
Me pongo de pie, vadeo el agua, avanzo…
—Detente.
El corazón me salta a la garganta, el barítono dominante es un
golpe por detrás, como una cuerda que se me engancha en las rodillas
y casi me arranca las piernas.
Lentamente, me doy la vuelta.
Mi corazón se detiene.
Primero veo sus ojos: remolinos plateados que atraviesan el
desorden de sus rizos teñidos de mar y me azotan por dentro. Su
mirada devoradora hace que un sollozo me suba por la garganta.
La barba incipiente pinta sus rasgos cincelados, su rostro es una
hermosa obra maestra de barbarie. Está descamisado, de pie entre las
densas sombras de la jungla, cruzado de brazos, con unos pantalones
negros hechos jirones que se le pegan a las piernas como salvajes tiras
de arte. Sus tatuajes plateados guiñan y parpadean, abrazando su
poderoso físico, cediendo a cada abultado ladrillo de músculo, mucho
más grandes de lo que eran antes…
Antes.
Incluso mi imaginación está olvidando cómo era Rhordyn en
realidad. Lo está pintando más grande, más afilado.
Más ferozmente cautivador.
Solo más combustible para la hoguera de dolor que he estado
acunando desde que le quité la vida. ¿O tal vez estoy equivocada?
¿Quizás no llegué a esta orilla? Quizá ambos llegamos a Mala y esto
está ocurriendo de verdad; él está aquí de verdad.
Quizá yo también esté muerta.
Esta rica sensación de paz me envuelve el corazón con cálidas
manos mientras corro hacia él, con profundos sollozos que me suben
por la garganta mientras levanto arena a patadas. Me acerco lo
suficiente como para oler su almizcle helado en una ráfaga de viento
antes de que baje los brazos, llamando mi atención sobre el estado
andrajoso del lado izquierdo de su pecho…
Parece como si le hubieran arrancado los tatuajes de la piel, uno a
uno. Arrancados en tiras desordenadas alrededor de la cicatriz roja y
levantada justo encima de su corazón. Justo donde yo…
Donde yo…
Mis pies se quedan quietos.
Lo miro a los ojos y veo que son duros como pedernales. Registro
la energía que se desprende de él, que me golpea el pecho y me
dificulta la respiración.
—Expusiste. Tu. Garganta.
Carga, acortando el espacio que nos separa en unas pocas zancadas
explosivas.
Un rayo de miedo me atraviesa.
Me doy la vuelta y corro, tambaleándome a ciegas por la arena,
hasta chocar con una palmera. Se abalanza sobre mí, aplastándome
contra el tronco, dejándome apenas espacio para hinchar los
pulmones.
Su puño golpea el árbol, el crujido de la madera al partirse tensa
todos los músculos de mi cuerpo. Me clava la cabeza en el cuello y
resopla entrecortadamente sobre la venda con la que Baze me ha
atado.
—Has… expuesto… tu… garganta…
Su tono es inquietantemente tranquilo.
De algún modo, eso es mucho peor.
—Yo…
No entiendo qué está pasando. Creí que Mala era un lugar rico y
feliz. Todo colorido y brillante y…
—Miraste a la muerte a los ojos y le enseñaste el dedo medio —
gruñe, empujándome la cabeza hacia un lado. Sus labios rozan mi
oreja y me recorren la espalda mientras su mano me rodea el pecho y
me aprieta el corazón. Como si estuviera comprobando su latido.
Un tierno escudo a pesar de la energía catastrófica que me azota la
piel y me recorre los pulmones.
Sus labios rozan más abajo, sobre el nudo que rodea mi garganta, y
las siguientes palabras se pronuncian a través de un crujido en su voz
cuando esa mano aplica más presión.
—Te has rendido, Orlaith.
—Estás muerto —digo, mi voz es un sollozo estrangulado—. Yo…
Hice cosas terribles, imperdonables.
Me empuja más cerca y siento el latido profundo y catastrófico de
su fuerza vital golpeándome la espalda como el golpe de un hermoso
y poderoso martillo.
—Obviamente no.
Mi alma se tambalea, todo mi ser se aferra a un único pensamiento
salvaje…
Un hilo de esperanza.
Está vivo. Está detrás de mí.
El mundo se desgarra bajo mis pies tan rápido que la cabeza me da
vueltas, un sonido de alivio me sube por la garganta y me parece
robado.
No es mío.
No entiendo esta realidad. No sé cómo manejarla ni por qué me la
han regalado.
No la entiendo.
Vivo…
Pero…
—Te di en el corazón…
—Fallaste.
—Imposible. —Sé dónde golpear. Baze me enseñó bien—. ¡Sentí
que te atravesaba!
—Siento decepcionarte —dice, las palabras mordidas con tal
malicia que oigo las que no dice. Siento cómo se clavan en mi pecho
y me deslizo entre ese bosque desordenado y destrozado, víctima
voluntaria de esas espinas punzantes.
Por primera vez, oigo, mierda.
—Yo…
Me arrepentí en el momento en que lo hice.
Casi te sigo por la cascada más de una vez.
—¿Sí, Milaje?
Las palabras no salen. Las tengo tan atascadas en la garganta que
estoy segura de que la única forma de liberarlas será vomitándolas.
Él está aquí.
No está muerto.
Una enredadera de alivio brota del amasijo carnoso de mi corazón
hecho puré, con la punta perfectamente afilada, como la aguja que
usaba todas las noches para pincharme la punta del dedo. Se sumerge
y teje alrededor del órgano tambaleante, enhebrando todos los trozos
rotos, tirando de los bordes desgarrados unos hacia otros como si
intentara coserme de nuevo.
Me corren las lágrimas por las mejillas mientras entrelazo la mano
para salir de entre nosotros y seguir la flexión de su fuerte brazo hasta
llegar a la mano que aún me aprieta el corazón…
Me empuja tan rápido que me desmorono, dando vueltas. Me
fallan las piernas y caigo de lado, pierdo el equilibrio y vuelvo a caer
sobre la arena, dándome de bruces contra el suelo.
Rhordyn se yergue sobre mí como una tormenta arrancada
directamente del cielo, moldeada en un hombre.
Un monstruo.
Sus ojos son negros, sus orejas afiladas, sus rasgos tan recortados y
refinados que estoy convencida de que fue esculpido por los mismos
dioses. Que lo tallaron desde los rincones más profundos y oscuros
del universo.
Mirarlo me hace querer caer de rodillas y llorar.
Está aquí. Realmente está aquí.
Se lleva la mano a la espalda y se arranca la garra de donde debía
de estar metida en la parte trasera de los pantalones. Me golpea el
corazón contra las costillas cuando la deja caer con estrépito en la
arena, a mi lado, con su longitud curvada brillando a la luz del sol.
Me observa con la atención de un cazador que se fija en su presa.
—Recógela.
Mi respiración se hace entrecortada, torpe…
No hay sentimiento en su tono, un desafío a sangre fría que me
hiela hasta la médula.
—N… no —balbuceo, sintiendo lo que queda de mi corazón
triturar a través de su puño cerrado.
—RECÓGELA. —Y sollozo, echándome hacia atrás. Consigo
ponerme en pie sin perderlo de vista.
Recupera la garra y me acecha cada vez que retrocedo por la arena,
con una mirada salvaje, mezcla de inquebrantable determinación y
gélida condena.
Me doy cuenta, como si una piedra me golpeara en el cráneo, de
que ha estado ocultando mucho de sí mismo desde el principio. No
soy más que un ratón colgado de la cola ante su poder insondable.
Esperando a que se abalance sobre mí y me engulla.
Mis emociones salvajes se agitan entre mis entrañas apretadas,
abrasando mis partes más tiernas.
Luchando por espacio.
Por aire.
—Fue un error —suelto, corriendo sobre las frondas caídas y los
trozos de cáscara de coco—. Pensé que eras un…
—¿Un monstruo? Lo soy.
—Asesino.
—También es correcto —me dice, como si arrancara las palabras de
un cadáver y me las escupiera.
—¡Creía que te alimentabas de gente!
Sus ojos se suavizan un poco.
—Solo de una. Ahora y siempre.
Tropiezo con un tronco que casi me saca los pies de debajo, su
admisión me calienta y me revuelve las entrañas.
Cosas buenas que no merezco sentir.
—Aunque ella es literalmente un dolor en mi pecho —añade, y mi
mirada se posa en la cicatriz roja y levantada de su pectoral.
La cicatriz que yo hice.
Otro conjunto de enredaderas se amontona en mis entrañas,
atiborrándome tanto que apenas puedo respirar por miedo a que las
espinas me perforen la piel.
Atravesándome desde dentro hacia fuera.
Casi vuelvo a tropezar, algo que no puedo permitirme ahora. Estoy
segura de que si caigo al suelo, me aplastará como a una manada en
estampida.
—Cainon dijo…
—Me importa una mierda lo que dijo Cainon, Orlaith. Tú
escuchaste. Le creíste —me suelta, sus palabras son púas de piedra
lanzadas directamente a mis entrañas—. Me decepcionaste.
Mi corazón se hunde en un pozo ácido de culpa, y vacilo, obligada
a golpear la mano contra un tronco para estabilizarme. Él no frena su
avance merodeador, como una sombra que persigue a su captor.
Me pongo en acción de nuevo, gimoteando, con el pulso
retumbándome en los oídos.
—Me mostró una madriguera abandonada…
—La madriguera de su padre. De la que saqué a Baze hace años.
Tropiezo con nada más que mi propia ingenuidad, recordando las
cicatrices de Baze.
Calah las hizo…
Al recordar el conflicto en los ojos de Baze después de apuñalar a
Calah en el pecho, todo encaja como cuchillas de afeitar.
Parpadeo, con las lágrimas cayendo por mis mejillas, la cara
torcida, los ojos entrecerrados en la poderosa sombra que acecha cada
uno de mis pasos.
—¡Esto es lo que pasa cuando guardas tantos secretos, Rhordyn! Se
apuñala a la gente.
Su labio superior se despega hacia atrás, una oscuridad que cae
sobre nosotros, como si toda la luz acabara de ser succionada de la
atmósfera. Grandes y pesadas gotas de lluvia comienzan a caer a
través de las copas de los árboles y repiquetean sobre la maleza.
—No me sermonees sobre secretos —dice entre caninos
alargados—. Estás plagada de ellos. Puedo olerlos en ese vendaje. —
Me señala la garganta, haciendo que me ardan las mejillas, y levanto
una mano para sofocar la vergüenza—. Esa mano. Hasta tus putas
lágrimas apestan a ellos. Pero no te preocupes. —Me agita la garra—
. No voy a clavarte esto en el pecho por eso.
Otro tajo en el corazón, golpeado con tanta precisión mientras me
revuelvo físicamente.
Mentalmente.
Emocionalmente.
—Me dijiste que ibas a mostrarme lo peor de ti y…
—Me apuñalaste en el corazón.
—¡Dijiste que fallé!
—Lo hiciste —me dice mientras retrocedo sobre un árbol caído.
Pasa por encima como si fuera una ramita que pudiera aplastar con
su puño desnudo.
—¿Qué pasa, entonces? —le pregunto con curiosidad, mientras la
lluvia cae con más fuerza, pegándome el pelo a las mejillas—. ¿Qué
es lo peor?
—No puedes con lo peor. Me apuñalaste en el corazón. Por error.
Porque Cainon te lo dijo.
—¡Pensé que tenías tu propia madriguera bajo el Castillo Noir!
Creía que encadenabas y enjaulabas a mi gente.
Sacude la cabeza; un solo tajo a un lado.
—Ni una sola vez. Aunque podría reevaluar mi moral si sigues
intentando morir.
Me estremezco hasta el tuétano desnudo.
Demasiado visto.
—Para.
—Nunca.
Gimo, casi tropezando de nuevo.
—Yo… pensé que estabas…
—¿Muerto? —muerde, la palabra una convicción apuñalada que se
desliza entre mis costillas y se clava en algo blando—. Lo estaba.
Se me derrumba la cara, me caen más lágrimas por las mejillas y se
mezclan con la lluvia. En todo caso, eso solo hace que me mire con
más fuerza.
Más feroz.
Su cabeza se inclina hacia un lado mientras me acecha
adentrándose en la jungla, obligándome a lanzar miradas por encima
del hombro, esquivando más escombros a cada paso torpe.
—¿Te hizo sentir mejor, Serren? ¿Verme sangrar por ti?
Otro respingo.
Otra oleada de dolor espinoso que me oprime el pecho y que no sé
cómo manejar.
Mi espalda choca contra algo duro y frío, una gran losa de piedra
azul que no es ni de lejos tan brutal como el cuerpo de Rhordyn
cuando se abalanza sobre mí, arrancándome de nuevo el aliento de
los pulmones. Con un poderoso golpe de su mano, clava la garra en
la piedra justo al lado de mi cabeza.
Jadeo, cada célula de mi cuerpo tiembla de adrenalina.
«Recuerda mi nombre…»
Mis sollozos silenciosos se convierten en profundos sonidos
guturales, feos y desordenados, que me suben por la garganta y la
nariz cuando me inclina la cabeza con un pellizco en la barbilla,
obligándome a mirarle a los ojos de ébano. Me obliga a enfrentarme
a mi expresión desordenada que rebota.
—¿Te. Hizo. Sentir. Jodidamente. Mejor?
Mi boca se abre; se cierra.
Quiero hablar. Decirle que no quería vivir en un mundo sin él.
Que todavía no quiero.
Quiero decirle que no solo lo quiero a él. Que una sola palabra de
cuatro letras nunca podría definir lo que siento, ni explicar la forma
en que mi alma sangra con su ausencia, llevándome a hacer cosas que
siempre se pegarán a mi piel como una capa de suciedad.
Quiero decirle que estaba ciega.
Que sufría.
Que mi odio hacia mí misma salía de la página y lo manchaba
porque estaba enferma. Traumatizada. Que no tenía ni idea de cómo
pedir ayuda, o decirle que no estaba bien.
Que todavía no lo estoy.
Que mi pecho está tan lleno de cosas espinosas que tengo
demasiado miedo de tocar. Manejarlas.
Pero no puedo decirle nada de eso porque la gente a la que quiero
es golpeada con un hacha o con mi propio poder cáustico. Los echan
a los tiburones.
La gente que quiero muere.
—Respóndeme, Milaje.
Las palabras son una fuerza contundente que me sacude hasta la
médula. Golpean mi garganta, arrancan verdades de mi corazón y las
sacan, sus raíces colgantes gotean sangre sobre los dos.
—No. Nunca he sentido un dolor tan insoportable…
Algo se suaviza en su mirada cuando suelto un grito ahogado, con
la garganta en carne viva, como si acabara de exhalar fuego a través
de ella. Resoplo, pero él no se mueve. No deja de pellizcarme la
barbilla ni de obligarme a mirarlo a los ojos.
—Entonces supongo que es bueno que no tuvieras puntería. —Su
siguiente exhalación es una ráfaga helada que me golpea los labios—
. Ahora, necesito que me escuches porque solo voy a decir esto una
vez.
Me deja caer la barbilla y se acerca tanto que puedo sentir todas las
protuberancias de su cuerpo duro como una roca. Puedo sentir la
sólida evidencia de su deseo por mí.
Un gemido me sube por la garganta. Un sonido desesperado,
egoísta y necesitado que me hace morder el polvo.
«No por ti. Lo has arruinado».
Me pasa el pelo por detrás de la oreja y me acaricia la cara; un
movimiento tierno en el que anhelo apoyarme.
Caer en él.
Un contraste polar con las duras palabras que lanza de su boca.
—Considera esta tu primera y última advertencia —dice,
inclinándose tanto que sus labios rozan los míos, como si arrastrara
un iceberg por mi arco de cupido—. Si vuelves a exponer así tu
garganta, el mundo entero sufrirá. —Me da un vuelco el corazón
cuando se inclina un centímetro hacia atrás, mirándome con una
dureza que empequeñece cualquier otra mirada que me haya
dirigido—. No puedo hacerme responsable de lo que me arranque si
me veo obligado a verte morir.
¿Cómo le digo que no estaba exponiendo mi garganta ante la
espada de Cainon, sino ante el peso de mi letal existencia?
Mi rostro se desmorona.
Su mirada flamea.
—¿Está claro?
Me trago un sollozo y asiento con la cabeza.
Un tono negro más profundo se extiende por sus ojos, haciéndome
sentir como si estuviera en medio de algo… más. Como si no solo él
me estuviera observando.
Algo cataclísmico.
—Di las palabras —retumba entre sus caninos que estoy segura se
han hecho más gruesos, más largos; su pecho se hincha contra mí con
promesas aplastantes—. Necesito oírte decir que lo tienes claro como
el puto cristal.
—Lo tengo, Rhordyn.
Suelta un sonido bestial que me hace estremecer desde la punta de
los dedos de los pies hasta los pezones, y retrocede. Me desplomo
sobre la arena agitada, tosiendo, palpitante, con todo el cuerpo
enrojecido por un calor que amenaza con deshacerme.
Arranca la garra de la piedra y se aleja.
Recupero el aliento y lo observo a través de sus cabellos mojados y
enmarañados mientras se mueve entre los árboles, salpicado por la
lluvia, mientras agarra su espada y se ciñe la vaina al torso, una torre
ondulante de poder amenazador. Agarra otra cosa del suelo y carga
contra mí, mirándome fijamente como si fuera un desastre natural en
el que quisiera caer.
—¿Quieres algo?
Se ha detenido a unos metros de mí, con la espada en su sitio, los
ojos negros como la oscuridad entre las estrellas.
Respira… su corazón late…
Aquí.
Vivo.
Tan hermosamente vivo.
Tal vez sea una especie de sueño, pero es perfecto. Está enojado,
feroz, temible… pero está aquí.
¿Hay algo que quiero?
Sí.
—No.
Este sonido retumbante hierve en el fondo de su garganta, y me
levanta.
—Te dije que no me mintieras si no podías hacerlo de forma
convincente. —Me agarra por las costillas y me tira hacia delante, mis
pechos rozan su torso mientras me mete algo en la vaina.
Miro hacia abajo y frunzo el ceño al ver la empuñadura de mi daga
asomando por la parte superior, luego levanto lentamente la mirada
hacia sus ojos.
¿Tenía mi espada todo este tiempo?
¿Por qué?
Algo se abre paso en el fondo de sus ojos como un látigo de
cuchillas.
—Porque no confiaba en que te despertaras con ella, Milaje. Por
una buena razón.
Se me para el corazón.
Pensó que yo…
Dejo de mirarlo, recordando el momento en que su voz me golpeó
y me paró los pies.
Me impidió seguir…
—El chico está bien, Orlaith.
Frunzo el ceño y lo miro fijamente.
—¿Qué?
—Vi a Baze sacarlo del agua —dice, con un tono más suave que
antes—. Está bien.
Me doy cuenta y abro los ojos.
Me quedo con la boca abierta mientras Rhordyn gira, merodeando
por la jungla mientras mi pulso ruge en mis oídos. Mientras los
árboles parecen balancearse con mi percepción de vuelco.
Zane está bien…
Della no perdió otro hijo.
Me tiemblan las rodillas y extiendo la mano para apoyarme en un
árbol mientras recojo las palabras que me acaba de regalar y las acerco
a mi pecho. Las aliso hasta convertirlas en un caparazón que uso para
acunar mi corazón roto.
Baze salvó a Zane.
Sacudo la cabeza, gimoteando.
Rhordyn está vivo. Los que estaban enjaulados en la madriguera
son libres y, con suerte, ya están de camino a Ocruth. El resto de los
barcos, con suerte, también están navegando hacia Ocruth…
Parece demasiado bueno para ser verdad.
Otro gemido, y me tapo la boca con la mano para atrapar el sonido
de alivio, porque es demasiado bueno para ser verdad.
Si me dejo llevar por esta sensación, mis muros se derrumbarán.
Bajaré la guardia.
Todavía tengo a la muerte enroscada en el abismo que hay dentro
de mi pecho, cazando cada paso que doy.
Cazando a los que amo.
Puedo haber perdido el corazón de Rhordyn, pero esa oscuridad
chisporroteante… Tomó mi propia carne y sangre.
No.
Pellizco la enredadera de alivio que amenaza con coserme entera
de nuevo y la arranco de mi corazón, bucle a bucle, los desordenados
trozos de carne que se desprenden unos de otros en incrementos
devastadores. Lo arranco de raíz, con una mueca de dolor que casi
me provoca arcadas, y luego lo recojo en un manojo en la base del
pecho.
Forjo una cúpula —solo una— y la coloco sobre el cadáver
ensangrentado antes de dirigir mi atención hacia el bosque de
emociones que se agolpa en mi pecho. Son tantas y tan salvajes que
no tengo ni idea de por dónde empezar a desenredarlas sin armar un
lío mayor. Sin perturbar potencialmente a esa extraña y macabra
criatura que incubé en el muelle, la que puedo sentir escondida en
algún lugar entre el doloroso desorden.
Quizás si simplemente… ¿me alejo? ¿Ignoro todo?
Evito la neblina de los últimos días. Las vendas. Las heridas
escondidas bajo mi piel. Evito los recuerdos asquerosos que intentan
domarme en una trenza jodida.
Sí.
No lo toques. No lo mires. No lo pienses.
Evítalo.
Salgo de puntillas, vuelvo al ahora y dejo escapar un suspiro
tembloroso.
—Sigue así —grita Rhordyn desde adelante—. Tenemos mucho
terreno por recorrer si alguna vez queremos llegar a casa.
Froto mi cara, permitiendo que la más leve sonrisa se escape, junto
con mis lágrimas acumuladas.
Casa.
Con él.
Rhordyn marca un ritmo riguroso sobre troncos derribados y
grandes fragmentos de piedra azul, a veces atravesando cortantes
cortinas de lianas con su espada, el terreno es una constante subida y
bajada. A veces nos vemos obligados a escalar acantilados casi
verticales, otras bajamos por la espina dorsal de barrancos rocosos,
con el agua corriendo hasta los tobillos, deteniéndonos
periódicamente para llenar el estómago con los crujientes arroyos.
El silencio se interpone entre nosotros como el aire caliente y
pegajoso que me obstruye los pulmones y se me pega a la piel
mientras nos adentramos en la selva, rozando hojas gruesas y cerosas,
con un dosel tan denso que apenas parece escapar humedad de este
infierno húmedo.
Resisto el impulso de acortar la distancia que nos separa y tocarlo.
Para asegurarme de que realmente está aquí, y de que mi mente no
me está jugando una mala pasada, arrastrándome a través de la
jungla por los hilos de mi corazón marchito.
No parece que quiera que lo toque: los hombros tensos, los
movimientos rígidos. De vez en cuando cierra las manos en puños tan
apretados que me lo imagino estrangulando algo.
O a alguien.
Avanzo detrás de él, respirando entrecortadamente, con las
pantorrillas y los muslos cada vez más temblorosos. Siento la cabeza
ligera y aireada, quizá por la altitud. Me devano los sesos intentando
recordar la última vez que comí…
Pero no puedo. Desde que me desperté en la playa esta mañana, he
estado caminando a través de un sueño; los últimos días han sido un
borrón grande, desordenado y doloroso en el que no quiero pensar.
O hablar de ello.
Nunca.
Zane y Baze están bien. Rhordyn está vivo, sombrío, pero vivo.
Él está aquí. Conmigo.
Nunca volveré a dar eso por sentado.
Manteniendo mi mirada firmemente clavada en la nuca de
Rhordyn, tiro de mi cupla, intentando arrastrarla sobre mi mano
aplastada por enésima vez en el día. Sin éxito.
Quiero quitármela para no tener que mirarla. Llevar un
recordatorio constante de todo lo que he dado desde que pisé suelo
bahariano no me está ayudando a evitar el bosque desordenado de
emociones espinosas aplastadas dentro de mi pecho.
Está haciendo lo contrario.
Tras otro doloroso tirón, suspiro. Si sigo así, me haré sangrar, y
entonces Rhordyn estará encima de mí, inspeccionando la herida.
Entonces me preguntará por qué no me desabrocho la cosa.
Evítalo.
Mi vejiga llena hace que cada paso apresurado sea más incómodo
que el anterior. Gruño y me detengo inquieta, me paso los dedos por
el pelo sudoroso y me lo aparto de la cara.
Rhordyn se detiene y me mira por encima del hombro.
Ni siquiera respira con dificultad. Si no fuera por los jirones de sus
pantalones o el sudor que se desprende de sus esculpidos cristales,
casi parecería que está dando un paseo a media mañana.
Levanta una ceja.
—Tengo que… irme.
Frunce el ceño y me mira arrastrando los pies antes de echar un
vistazo a su alrededor. Señala un tronco caído a unos metros de
distancia.
—Ahí hay un sitio perfecto. Te daré la espalda para que tengas algo
de intimidad.
Parpadeo, y vuelvo a mirarlo. Ese tronco tiene toda la intimidad del
cubo que usaban los marineros en el barco.
—Prefiero perecer.
Me lanza una mirada tan dañina que siento que me cala hasta los
huesos.
Doy un respingo.
Mala elección de palabras después de nuestra conversación
anterior.
Suspiro y me masajeo la tripa, aunque eso solo me da más ganas de
mear.
—Vuelvo enseguida. Solo… espera aquí —digo, metiéndome entre
los gruesos arbustos, sintiendo su gélida mirada seguirme hasta que
salgo de su campo de visión.
Resoplo con un suspiro estremecido y desciendo por una pequeña
colina hasta encontrar un lugar protegido detrás de una roca donde
puedo acuclillarme sin peligro de perder el equilibrio y caer a mi
perdición. Me estoy asegurando la vaina al muslo, a punto de volver
a subir, cuando me llega una voz suave:

El destino se encenderá por la tormenta y la piedra,


corazones rotos por el rasguño de la muerte.
Las palabras se sienten como lianas que se menean en el viento, se
enganchan en mis costillas y se retuercen alrededor de mi columna
vertebral. Me dan pequeños tirones.
Atrapada en las garras de una especie de trance, mis pies se
mueven por sí solos, facilitándome el descenso por la empinada
ladera, corriendo en algunos tramos, cayendo de culo y resbalando
en otros, un montón de tierra y escombros persiguiendo mi rápido
descenso a través de la húmeda oscuridad.
La podredumbre sembrará, el odio crecerá.
He oído fragmentos de esta canción antes… en alguna parte. Como
gotas de un sueño que sigue deslizándose por los huecos de un puño
cerrado.
Quiero más, el resto. Quiero coleccionar cada letra giratoria y
acercarla a mi pecho. Dejar que susurren sus secretos sobre mi piel.
Se cernirá sobre un final que fallará en asestar su golpe
La melodía se hace más tenue y de repente me doy cuenta de que
suena una sinfonía familiar, como un mar de cigarras cantando. Salgo
de la jungla cerca de la base de un frágil desfiladero que se inclina
hacia la derecha, como si unas manos poderosas hubieran bajado del
cielo, agarrado la montaña y comenzado a partirla en dos, para luego
detenerse. Dentro de esa grieta hay un tajo cavernoso que se estrecha
en la cima y escupe una luz gris radiante.
La luz del sol no se filtra a través de las copas, como si los árboles
de ambos lados se estuvieran dando la mano. Una enorme manada
de Irilak se apiña en la densa sombra de la boca de la caverna, justo
al abrigo de la luz que escupe, como delgadas esbeltas de vapor
atrapadas en una especie de trance ondulante.
Están observando ese agujero de la misma forma que Shay solía
observar mis golosinas para ratones antes de que las arrojara por
encima de mi Línea de Seguridad…
Un profundo estruendo sale de la cueva y el corazón me da un
vuelco. Los Irilak se mueven al unísono, como si se estuvieran
preparando para saltar, y veo una garra con garras que se abalanza
sobre las sombras que merodean como un gato amenazado.
Me doy cuenta de golpe.
Vruk.
Más de esa voz cantarina:
Siete veces, de su muerte resucitará.
La melodía es una sedosa serenata a mi violento desgarro: se me
hace un nudo en la garganta, no consigo respirar y llenar mis
doloridos pulmones. Retrocedo un paso, otro, y me fijo en el extraño
terreno en el que anidan los Irilak: bultos deshidratados de pelaje,
garras, fauces muy abiertas y colas flojas y esponjosas.
Un cementerio.
Es un maldito cementerio.
Esa bestia acorralada gruñe de nuevo, el sonido es un tajo en mi
pecho.
Giro y choco contra algo duro y frío.
Los brazos de Rhordyn me rodean, y todo mi cuerpo tiembla contra
la fuerza de su abrazo, un aliento que se agolpa en mis pulmones y
que es todo él correoso y terroso. Su mano se enreda en mi pelo y me
sujeta la nuca, y yo me acurruco contra su pecho, que ya no es frío
como el hielo, sino cálido. ¿Por qué está caliente?
Porque está aquí.
Está aquí.
Me agarra con más fuerza.
—No pasa nada. —Su voz es un rumor gutural, mucho más gruesa
de lo habitual. Algo se instala en mi interior, como un rosal recién
plantado que entreteje sus raíces en territorio desconocido.
Me arropa detrás de un árbol y presiona su frente contra la mía.
—Ahora vuelvo. —Se da la vuelta y echa a correr por el mórbido
terreno de pieles grises antes de que yo pueda darme cuenta de lo que
acaba de decir.
Los Irilak se apartan como agua hirviendo mientras él salta de
montículo firme y esponjoso en montículo firme y esponjoso, hacia su
única jodida debilidad.
—¡Rhordyn!
—¡Quédate ahí!
Mi corazón cae en picado.
Si una garra le atraviesa el corazón esta vez, él…
Ocho, el golpe acertará.
Me vienen visiones de él al borde del acantilado, con la sangre
brotándole de los labios y una garra atravesándole el pecho.
De él cayendo, sus ojos planos, sin vida.
Una combinación letal de miedo y rabia me sierra la garganta y me
cuesta llenar los pulmones.
Me miro las manos, segura de que están cubiertas de sangre. Que
se está secando, agrietando. Esas mismas grietas me atraviesan el
pecho.
«No llores».
Esa criatura sale a toda prisa de mi oscuro abismo, surcando mi
bosque interior, sin inmutarse siquiera mientras mueve su cola como
una guadaña, cortando mis espinosas enredaderas y desgarrándolas
con sus garras de espino de rosa.
Haciendo espacio.
Desenrosca unas alas ramificadas, las estira y aletea, aletea y aletea,
acumulando restos de cristal y trozos de emoción salvaje. Inclina la
cabeza, abre las fauces y chilla.
El sonido me parte por la mitad.
Todas las enredaderas del miedo se marchitan, se vuelven
crujientes y negras y dejan más espacio para el aleteo de mi criatura.
Saco mi daga de la vaina y cargo, sin apenas sentir el terreno irregular
bajo mis pies desnudos y ágiles, saltando de un macabro montículo a
otro.
Me abro paso por el camino que Rhordyn ya había pavimentado a
través de la manada de Irilak, que parecen girar al unísono, con sus
perusales aceitosos garabatos sobre mi piel.
Tengo cuidado de esquivar las afiladas garras que asoman de los
cadáveres arrugados mientras la caverna emite otro estruendoso
eructo, con el espeso olor a azufre en el aire. El Vruk ya no está en la
boca de la caverna. Está tirado en el suelo, con la garganta cortada, y
la herida grisácea deja escapar un penacho de sangre negra.
Rhordyn no aparece por ninguna parte.
Me duelen tanto las encías que aprieto los dientes, alcanzo la
rendija destrozada, paso alrededor de la bestia y me abalanzo sobre
ella.
La ira se derramará de una mano ensangrentada.
Mi criatura llama a la inquietante serenata: aleteo, aleteo, aleteo.
Agitando mis entrañas hasta convertirlas en un revoltijo.
El aire espeso y rancio vibra contra mi piel con cada rugido que
brota de las entrañas de la caverna mientras avanzo sobre afilados
fragmentos de piedra, apenas sintiendo cómo me muerden los pies,
con el puño apretado alrededor de mi pequeña daga carbonizada.
«No llores».
Rhordyn se impulsa al doblar una esquina escarpada, con los
brazos, el pecho y la cara salpicados de una sustancia negra
asquerosa, los ojos como lunas de ébano, que se ensanchan.
Estrechándose hacia mí: la oscuridad sangrando en la piel
circundante.
Gruñe entre colmillos largos y nacarados. Le devuelvo el puto
favor mientras acorta el espacio que nos separa con unas pocas y
poderosas zancadas.
—¡Cómo te atreves a meterme detrás de un árbol y luego lanzarte
de cabeza a una posible muerte!
—¿Qué diablos estás haciendo? Te dije que te quedaras…
—¡Como un perro!
Se abalanza sobre mí, cortando nuestros desplantes mientras me
lanza por encima del hombro, sacándome todo el aliento de los
pulmones. Aun así, consigo levantar la cabeza.
Una estampida de frágiles Vruk se precipita por la luminosa
garganta de la caverna, galopando a grandes zancadas. Chocando
contra las paredes.
Los unos contra los otros.
Tienen las fauces desnudas, los colmillos goteando hilos de saliva,
las costillas y las caderas tan afiladas que casi atraviesan su pelaje
opaco y desaliñado. Algunos presentan sangrientas heridas de tajo,
como si llevaran tanto tiempo ahí abajo, escondiéndose de los Irilak,
que hubieran estado luchando entre ellos. Tal vez matando a los
débiles y heridos en sus esfuerzos por no morir de hambre.
Rhordyn atraviesa la entrada y se adentra en el desfiladero
sombrío; uno de los vruk se lanza tras nosotros en un salto
desesperado, con las zarpas extendidas, las garras desplegadas y la
cola en punta. Choca contra el suelo justo fuera del abrazo iluminado
de la cueva.
Los Irilak surgen como una nube de langostas, asfixiándolo y
convirtiéndolo en un montón de vapor negro.
Me estremezco y pierdo de vista el frenesí alimenticio cuando
Rhordyn irrumpe entre los árboles, subiendo por la orilla tan rápido
que mi entorno se desdibuja. Mi criatura pliega las alas y se escabulle
por el desastre que ha provocado, arrastrándose de vuelta a mi
abismo con un movimiento de su frondosa cola, de la que salen
disparadas ramitas de emoción que me vuelven a llenar las entrañas.
Llegamos a la cresta y Rhordyn me tira del hombro. Tropiezo hacia
atrás, me apoyo contra un árbol y miro hacia arriba. Sus rasgos son
una oscura expresión de ira y feroz condena, pero no tienen nada que
ver con el miedo y la rabia que me desgarran por dentro.
Podría haber muerto.
Podría haber…
Sus cejas chocan y me quita las capas con una mirada que se
suaviza.
Giro, dándole la espalda mientras me hago un nudo, metiéndome
las manos en el pelo, segura de que un puño me rodea la garganta y
me aprieta.
Está bien.
Respira…
Me restriego la cara, intentando aflojar la serpiente que me rodea el
cuello, restringiéndome el flujo de aire, haciendo que mis pulmones
se convulsionen en busca de un aliento que no llega.
¡Respira!
—Orlaith, abre los ojos. Mírame. —Está bien, está bien, está bien—
. Escucha mi voz. Estoy aquí. Respira.
Mi cabeza nada, los ojos en blanco.
Ingrávida.
Soy vagamente consciente de que mi cuerpo está pegado a su pecho
retumbante antes de sucumbir a las garras de mi pánico salvaje.
Me despierto en una nebulosa, con la mente tan mullida como las
mantas que me envuelven y la almohada que tengo bajo la cabeza. La
cálida luz del sol vespertino se cuela por un ventanal, me besa la
mejilla y enciende un remolino de ácaros que se arremolinan en el
aire.
¿Dónde… estoy…?
Levanto la mano para frotarme la garganta dolorida y hago una
mueca de dolor cuando la mano roza la venda y rompe las heridas
que hay debajo. Me vienen visiones, duras y brutalmente rápidas:
La carne de Vanth desprendiéndose de sus huesos mientras se
achicharraba.
Yo hundida en el fondo de la Fuente, atrapada en un cuerpo que no
funcionaba.
El peso de Cainon sobre mí mientras luchaba por liberarme, con el veneno
goteando por mi garganta.
Calah crujiendo sobre mi cuello.
Zane cayendo.
Yo tratando de alcanzarlo.
Cada recuerdo me atraviesa el pecho como una flecha, tan fuerte y
rápido que no puedo respirar antes de que otro me golpee.
Rhordyn… vivo. Empujándome contra un árbol. Azotándome con
emociones que me desnudaban.
Diciéndome que Baze y Zane están bien.
La última golpea como un martillo en mis costillas, aplastándolas.
Demasiado bueno para ser verdad.
¿Era todo un sueño? ¿Era solo mi imaginación jugándome una
mala pasada?
El pánico me desgarra por la mitad mientras revuelvo mi mente
turbia, luchando por meter aire en los pulmones. Estoy a punto de
pellizcarme la parte posterior del brazo cuando por fin respiro
entrecortadamente por la nariz: él.
Demasiado.
Me incorporo. La cama doble en la que estoy tumbada está en un
rincón de lo que parece ser una pequeña cabaña de madera, con la
espada de Rhordyn apoyada en la pared junto a la única salida. Junto
a la cama hay un barril con un cuenco de bayas rojas, un vaso de agua
y un pliegue de pergamino.
Una nota con dos hermosas palabras garabateadas que aflojan la
cuerda que me ata a la garganta:

Estoy aquí.
La agarro, la arrimo a mi pecho, miro su espada, inspiro por la
nariz, exhalo por la boca…
Respiro…
Está aquí.
No era un sueño.
Agarro la nota como si fuera una venda que me oprime el corazón
y sigo calmando mi respiración con grandes dosis de él, mientras mi
mirada recorre mis estrechos confines.
La gran ventana da a la selva, los árboles están lo bastante lejos
como para pensar que esto debe de haberse construido en un claro.
Hay un banco de trabajo a lo largo de toda la pared, un fregadero en
el centro —justo debajo de la ventana— y el resto del espacio está
lleno de herramientas, armas y vajilla, además de trozos de cristal,
faroles rotos y tarros de fruta y conservas.
La pared del fondo tiene una pequeña mesa de comedor pegada a
ella, así como una estufa independiente con una chimenea perforada
en el techo y un sillón mullido que ha visto días mejores, con la tela
marrón remendada en algunas partes. En el techo se entrecruzan hilos
de hierbas secas que aromatizan el aire con olores botánicos que me
recuerdan a Stony Stem.
Se me encoge el corazón al pensarlo.
Aunque el lugar está repleto de la vida de alguien, hay un vacío en
él. Un aura hueca que me hace pensar que hace mucho que no está
habitado.
Rhordyn debió traerme aquí después de que me desmayara de…
Lo evito.
Estoy bien.
Estoy bien.
Me aclaro la garganta, me acerco el vaso a los labios y bebo, el agua
fresca y nectarífera resbala por mi garganta como un regalo directo
de los dioses.
Lo juro, Rhordyn tiene un toque mágico para verter.
Un latido brutal de agudos sonidos desgarradores llega hasta mí
justo cuando percibo la insinuación de humo que tiñe el aire. Frunzo
el ceño, dejo el vaso vacío, así como la nota, y me bajo de la cama. Los
tablones de madera del suelo son una extraña mezcla de aspereza y
suavidad bajo mis pies, como si hubieran sido fresados con dureza
pero hubieran sufrido el desgaste de tantos pasos que sus partes
afiladas se hubieran amortiguado.
Acerco el cuenco de bayas a mi pecho y me meto una en la boca,
gimiendo ante la explosión más dulce y sensual de delicia que jamás
haya agraciado mis papilas gustativas mientras avanzo por la
habitación. Sigo delante de la ventana, mirando más allá de los rayos
polvorientos del sol poniente y hacia el claro que hay más allá,
suavizado por altas matas de hierba silvestre y pequeñas flores
blancas que parecen estrellas salpicadas.
Hay una pequeña hoguera encendida dentro de un anillo de
piedras carbonizadas, con algunos tocones de madera esparcidos
como rústicos asientos. Una abrazadera metálica sujeta el fuego y
sostiene una olla negra, cuyo interior desprende una vaharada de
vapor.
Sobre una tabla de cortar hay dos conejos desollados, con las pieles
amontonadas a un lado. Detrás de ella, Rhordyn…
Sin camisa.
Bañado por el sol.
Cubierto de sudor y hollín.
Una torre de músculos oscuros mutilándome salvajemente con
cada barrido sacrificial de mis ojos. Lo consumo como hice con el
agua, tragando con avidez.
Egoístamente.
Vierte un montón de leña sobre una pila y se detiene, mirando a un
lado, como si escuchara un secreto susurrado por el viento.
Me acerco a la ventana y muerdo otra baya que derrite el alma
mientras él se seca el sudor de la frente y se acerca a un hacha clavada
en un tocón. La arranca.
Se me para el corazón.
Brilla a la luz del sol cuando la blande en alto, con todo su cuerpo
como una fuerza de músculo ondulante, seguido del sonido del tocón
al romperse.
Lo evito.
Me alejo de la escena, me froto el pecho y olvido el cuenco de bayas.
En busca de una distracción, me acerco a la pila de armas y recorro
con los dedos la longitud de algunas lanzas cortas, una daga y una
espada delgada. Todo el conjunto es más corto que mi brazo y está
plagado de mellas y abolladuras, pero cuando agarro la empuñadura
desatada, sosteniendo la espada ante mí, la siento equilibrada en la
mano.
—No está mal —murmuro.
Sigo avanzando por el banco de trabajo y vuelvo a mirar a Rhordyn
a través de la ventana, disfrutando de la forma en que su poderoso
cuerpo se mueve cuando agarra un trozo de madera a medio partir y
lo separa con las manos desnudas, tan bellamente bárbaro. Un
delicioso escalofrío me recorre la espina dorsal y se instala entre mis
piernas, haciéndome doler en lugares que envían un rubor de calor a
mis mejillas.
Mi mano recorre las ásperas cerdas de algo y recorto la mirada
hacia un cepillo, cuyo mango está atado con una cinta azul bahari
para el pelo. Se me hiela la sangre al pensar en las manos de Cainon
en mi pelo, domándolo en apretadas trenzas que hacían que me
doliera el cuero cabelludo.
Lo evito.
Sacudo la cabeza con movimientos bruscos y espasmódicos,
intentando sacudir los pensamientos de su percha, y dirijo otra
mirada de odio a mi cupla. Intento liberarla de nuevo mientras ojeo
la colección de herramientas clavadas en pequeños tocones huecos.
Mis ojos se entrecierran en un cincel y un martillo.
¿Quizá pueda… desprenderla?
Encuentro un trapo aceitoso en uno de los contenedores, lo
envuelvo alrededor del mango del cincel, coloco el extremo afilado
contra la cadena de la cupla y enrosco los dedos a modo de garra,
manteniendo el cincel en su sitio. Apunto con el martillo, echando
una rápida mirada a Rhordyn antes de golpear al mismo tiempo que
él.
Mi débil agarre del cincel se resbala y el extremo afilado me hace
un corte en la muñeca antes de caer al suelo.
—Mierda.
Con una mueca de dolor, uso el paño para contener la sangre, con
la cupla de Cainon todavía firmemente sujeta alrededor de mi
muñeca.
Bueno, ha sido una pérdida de tiempo.
—¿Qué estás haciendo?
Casi me mata de un susto, tiro el martillo al suelo con estrépito. Me
arden las mejillas cuando me vuelvo hacia Rhordyn, que está en la
puerta, y me pongo las manos a la espalda, con el corazón latiéndome
fuerte y deprisa.
Es todo músculos abultados hechos a medida a la perfección, sudor
corriendo a través del rastro de pelo oscuro que enhebra una línea
desde su ombligo hacia abajo…
—Orlaith.
Levanto los ojos y profundizo en sus insondables pozos negros.
Anhelo volver a ver la plata. No sé por qué me la oculta.
—Nada —suelto, apretando con fuerza la tela—. ¿Dónde estamos?
Avanza lentamente.
Como un depredador.
Se me eriza el vello de la nuca.
—Una cabaña abandonada. La limpié mientras dormías.
Las palabras son terciopelo aplastado, demasiado profundas y
oscuras para ser presentadas tan tranquilamente. Y cuando se funden
con la forma en que merodea hacia mí, estoy medio segura de que mi
columna está a punto de ceder.
Mantiene el contacto visual hasta que estamos frente a frente y cada
respiración borra el espacio que nos separa. Suavemente, levanta la
mano y me rodea por la espalda.
El corazón me da un vuelco, pero mantengo el rostro terso.
Impasible.
Le sostengo la mirada sombría mientras me agarra la frágil muñeca
con la fuerza aplastante de su mano grande y callosa, aunque no me
está aplastando en absoluto. Su agarre es casi… tierno. Como he
imaginado que mima el carbón cuando está dibujando.
Por alguna razón, me pica el fondo de los ojos.
Parpadeo, pero sigo mirándolo, algo en esas profundidades de
tinta me pide a gritos que confíe en él.
El problema es que no confío en mí misma. Ni ahora ni nunca.
Ni ahora ni nunca.
—Te esperaré siempre, Milaje.
Las palabras son suaves como la mantequilla. Sal para mi herida.
¿Cuándo aprendió a manejar las frases con tanto cuidado? ¿Por qué
ahora?
«Te esperaré siempre…»
Lo malo es que le creo. Y no puedo soportar esta tensión ni un
minuto más, y mucho menos para siempre.
Lentamente, y con el pulso desbocado en mis oídos, suelto el paño
y suelto el brazo, permitiendo que él tire de él entre nosotros, dejando
al descubierto la herida de mi muñeca por la que gotea una línea de
sangre.
Gotea.
Gotea.
Gotea.
La oscuridad de sus ojos sangra en la piel que los rodea, sus caninos
se deslizan hacia abajo tan rápido que tengo una escalofriante imagen
de lo rápido que podría desgarrar la garganta de alguien. Suelta un
estruendo tan profundo que siento que me vibra en los huesos.
Me mira de una forma que me rompe en pedacitos.
—¿Lo has hecho a propósito?
Mi respiración se entrecorta, el corazón me retumba. Toda la
suavidad ha desaparecido de sus palabras, ahora afiladas y duras
como el hacha que blandía.
—¿Qué? No. Yo…
Me roza con el pulgar la muñeca, donde me ha salido un moratón
por todas las veces que he intentado soltar la mano.
Frunce el ceño.
—Milaje, desabróchalo.
Mierda.
Al girar suavemente la cupla, su ceño se frunce aún más. Toca el
cierre y luego retira el dedo, revelando un sello de carne quemada.
Se queda mortalmente quieto, su energía llena la habitación tan
ferozmente que apenas puedo respirar.
—Me descubrieron sin él, y Cainon…
Mis palabras se atascan en la garganta cuando vuelvo a vislumbrar
esa profunda oscuridad en sus ojos. La que me hace sentir que me
vigilan.
Me persiguen.
Como si me estuvieran rodeando a pasos lentos y acechantes que,
por alguna razón, no había registrado hasta este momento.
Me rodea la muñeca con la mano y desmenuza mi cupla en un
amasijo de trozos que caen al suelo como guijarros.
Doy un grito ahogado y retrocedo un paso, observando todos los
trozos de azul y dorado esparcidos por el suelo mientras llevo la
mano al pecho y me froto la muñeca desnuda.
Tan hermosamente desnuda.
Podría llorar, un sentimiento que se disuelve rápidamente en
confusión cuando levanto la vista y veo a Rhordyn respirando hondo
y con fuerza, sus anchos hombros parecen hincharse.
Y sus ojos…
Son agujeros negros en los que estoy segura de que podría caer.
—Respóndeme a esto, Milaje. —Cruje el cuello, cierra las manos en
puños y las estira—. ¿Por qué entraría uno voluntariamente en una
ceremonia de acoplamiento con alguien que te ha soldado la cupla a
la muñeca?
Se me abren los ojos y lo miro fijamente, con un enredo de palabras
en mi lengua floja.
¿Cómo sabe siquiera que fui a la ceremonia?
—Apestas a su sangre —me dice, y frunzo el ceño—. Tu palma,
Orlaith. En Bahari, parte de su cultura consiste en mezclar sangre
durante sus perversas ceremonias de acoplamiento.
Mi corazón se detiene de golpe y mi mirada se posa en la tira de
seda que envuelve mi mano. Siento que los ojos se me ponen
vidriosos y que retazos aturdidos de la ceremonia salen a la
superficie:
El corte afilado en mi palma antes de que Cainon me tomara la
mano, la suya untada con algo húmedo y cálido.
—Háblame, Milaje.
Parpadeo.
¿Qué quiere que le diga? ¿Que entré en aquella ceremonia sin saber
si mi plan funcionaría o no? ¿Que me atormentan los pensamientos
de lo que podría haber sido si esa niebla de dopaje no hubiera hecho
efecto en mi organismo a tiempo para que pudiera sortear el
acoplamiento? Tener los medios para engatusar a Cainon con un beso
venenoso y evitar que…
No.
¿Quizás quiere que le cuente cómo casi me ahogo con bane líquido?
¿Que todo lo que podía pensar era que iba a morir como un fracaso?
¿Que la niña de la celda iba a morir con la esperanza insaciable en su
corazón, creyendo tal vez las sucias y viles palabras que tejí para que
Cainon me diera una segunda oportunidad de liberarla?
¿Quizá quiere que le diga que entré en la arena de alimentación de
Calah con lágrimas de alivio porque no quería seguir viviendo en un
mundo en el que él no existía?
¿O tal vez quiere que le hable de cómo me arranqué el collar en
aquel muelle e intenté matar a Cainon? De lo fantásticamente que
fracasé en acabar con ese hombre retorcido y egoísta porque estoy
rota.
Maldita.
Porque lixivio toda la bondad del mundo pero dejo los restos feos.
¿Quiere que le diga que miré a la muerte y me reí porque, en ese
momento, creí de verdad que Cainon estaba a punto de matar a un
monstruo tan digno de la muerte como él mismo?
Lo evito.
Giro y me dirijo hacia el fregadero, donde abro el grifo; las tuberías
gimen durante unos instantes antes de que el agua salga a
borbotones.
—No tengo nada que decir —murmuro, llenándome las manos. Me
salpico la cara y luego paso la muñeca por debajo de la gotera,
observando cómo mi sangre se arremolina por el desagüe—. ¿Quieres
que ponga algo de esto en una copa, o ya está contaminado?
Me odio en el momento en que las palabras salen de mis labios,
pero es más fácil atacar que defenderse.
—No te desvíes —gruñe, y lo miro por encima del hombro. Está de
pie con los brazos cruzados, mirándome desde el otro lado de la
habitación—. Hay cosas que te estrangulan y tú se lo permites.
Interrumpo nuestra mirada y me arranco la atadura de la mano, la
tiro al fregadero y froto el corte con tanta fuerza que sangra.
—No tienes ni idea de lo que estás hablando.
—¿En serio?
Sacudo la cabeza, enjabonándome la mano con una pastilla de
jabón.
—Cada vez que te metes algo en la boca, aprietas el nudo —me
dice, y yo froto más… más. Veo cómo se desliza más sangre por el
desagüe—. ¿O tal vez eso es exactamente lo que quieres?
Lo evito.
Me pongo las manos temblorosas bajo el chorro de agua que vuelvo
a salpicar contra mis mejillas.
—Te equivocas. —Agarro un paño junto al lavabo y hundo la cara
en él, restregando con fuerza—. Estoy perfectamente.
Mi tono es firme.
Despectivo.
Un punto y aparte.
Su cuerpo se alinea con mi columna y mi corazón se desboca. Al
bajar el paño, veo sus manos agarrando el lavabo a ambos lados de
mí, enjaulándome.
Sus labios rozan mi oreja como un soplo de viento invernal,
robándome la capacidad de pensar con claridad mientras me recorren
escalofríos por el lateral del cuello y por el hombro desnudo, expuesto
por el escote abierto de la camisa extragrande de Rhordyn. Al sentir
sus ojos clavados en mí, alzo la vista para encontrarme con su mirada
en nuestro reflejo, el sol ya hundido bajo el toldo, convirtiendo el
cristal de la ventana en una superficie perfectamente reflectante.
—Miénteme otra vez —murmura, lanzando la amenaza con tal
precisión que siento cómo me recorre la columna vertebral como una
hoja helada—. Te desafío.
Es demasiado. Demasiado pesado.
Demasiado intenso.
Cierro los ojos, ignorando cada célula de mi cuerpo que me pide a
gritos que me incline hacia él. Que le rodee la nuca con la mano y tire
de él hacia abajo hasta que nuestros labios sean un choque de fuego
y hielo.
No, yo arruiné nuestra oportunidad. Lo arruinaré.
Otra vez.
Lo evito.
Sus manos frías se posan en mis brazos y su voz es demasiado
suave cuando dice:
—Tienes que encontrar la forma de liberarte del peso de tu daño,
Orlaith. O te arrastrará.
Y se marcha.
Me doblo en el momento en que la puerta se cierra, estiro los brazos
y me aferro al borde del banco mientras respiro lenta y
constantemente a través de la garganta, que se me contrae. Inhalo por
la nariz, exhalo por la boca…
Ya estoy inconsciente.
***
Abro la puerta y su mirada me roza la piel en cuanto salgo de la
cabaña. Evitando sus ojos, me abro camino entre la hierba hasta
situarme en el anillo de luz de la hoguera, mirando hacia la columna
de humo que se eleva para besar las estrellas.
Mi corazón es un duendecillo salvaje e inquieto atrapado en una
jaula…
«Tienes que encontrar la forma de liberarte del peso de tu daño».
Al sentir su gélida mirada bajando por mi brazo hasta las tijeras
que cuelgan de mi mano, dejo de mirarlo.
Está sentado en uno de los troncos, con los codos apoyados en las
rodillas separadas, las manos juntas, observándome desde debajo de
la espesa y oscura mata de pelo enroscado, todo él de una perfección
toscamente labrada.
Nunca ha parecido tan real y accesible como ahora.
Y yo nunca me he sentido tan lejos.
—Necesito ayuda con algo.
Asiente.
Me muerdo el labio inferior.
—Probablemente pensarás que es una tontería…
—Pruébame —dice, con voz gruesa. Como si hablara a través de
miel.
—¿Puedes…? —Rompo el contacto visual y miro las tijeras que
tengo en la mano mientras se me hace un nudo en la garganta difícil
de tragar—. ¿Puedes cortarme el pelo?
Las palabras flotan en el aire entre nosotros, como suspendidas de
un hilo. Cuando ya no aguanto más el silencio —mis mejillas están
tan calientes que estoy segura de que arden más que las brasas
crepitantes—, veo las puntas de sus botas besarme los dedos de los
pies.
Ni siquiera me había dado cuenta de que se había levantado.
Se agacha y me quita las tijeras de la mano.
Me aclaro la garganta, lo rodeo, me subo al tronco en el que estaba
sentado hace un momento y me retiro el pelo de los hombros. Me lo
cepillé por dentro, me quité todos los enredos hasta que quedó como
una sábana de seda dorada, y luego vomité en el lavabo, con las
palabras pasadas de Cainon pellizcándome la respiración hasta que
sentí que me iba a desmayar.
«Nunca te lo cortarás, ¿entendido?»
Me di cuenta de que Rhordyn tiene razón.
No soy la misma persona que era. Tengo nuevas cicatrices y grietas
en lugares que antes no estaban allí. Las plantas de mis pies están
astilladas por un campo de cardos que atravesé a toda velocidad para
llegar hasta aquí.
Ya no disfruto entretejiendo mis dedos entre las pesadas hebras, ni
siento seguridad y satisfacción cuando cuelgan a mi alrededor como
un escudo. En cambio, me recuerda cosas feas que me erizaban la piel.
Me hacían sentir impotente y atrapada. Como si me hubieran cortado
la voz.
Como si mi cuerpo ya no fuera mío.
Lo odio.
Quiero que desaparezca.
Rhordyn se agacha ante mí y me arranco una lágrima de la mejilla,
dejando caer la mirada al suelo.
—¿Cuánto?
—Me da igual.
Se estira hacia delante, enganchando su dedo alrededor de un
grueso mechón de pelo y tirando de él por encima de mi hombro para
que quede entre nosotros como una soga.
—¿Estás segura?
Asiento con la cabeza y me quito otra lágrima como si fuera un
insecto molesto que no deja de arrastrarse por mi mejilla.
—Estoy segura.
—No pareces segura, Milaje.
—Hazlo —expreso, y me arriesgo a mirarle a los ojos.
Plateados.
Impresionantemente plateados.
Esa sola mirada me despoja del alma y me deja sin aliento. Me reta
a mantenerlo.
Levanta las tijeras y corta.
Una suave oleada de alivio me salpica y suelto un suspiro
tembloroso cuando un mechón de pelo de medio metro cae sin fuerza
en su mano.
—¿Está bien?
Asiento con la cabeza y agarro el trozo más corto, frotando con el
pulgar las puntas cortadas…
Esto es perfecto.
—Continúa.
Deja el trozo suelto en el suelo y tira de otro trozo hacia delante,
cortando de nuevo, liberándome en silenciosos cortes.
Lo miro a los ojos, pero tiene el ceño fruncido y la mirada
concentrada.
Este hombre enorme, formidable, poderoso, capaz de volver a la
vida con una garra atravesándole el pecho… me está cortando el pelo,
tan concentrado que creo que podría caerse el cielo y ni siquiera se
daría cuenta.
Una sonrisa se dibuja en mis labios, otra lágrima resbala por mi
mejilla.
Su mirada se desplaza, se concentra en mi boca y luego se dirige a
mis ojos, algo centellea en el fondo de los suyos.
—Ahí está —susurra, con palabras tan silenciosas que me pregunto
si quería decirlas en voz alta.
Si se da cuenta de que lo ha hecho.
Se levanta de un empujón y me rodea por la espalda mientras en
mi pecho se arremolina un frío alivio que alivia como un bálsamo
todas las partes en carne viva y arruinadas.
El filo de metal romo me hace cosquillas en la columna cada vez
que abre las tijeras para sujetar otro trozo, lo que me pone la piel de
gallina mientras corta… corta… y me arranca saludables bocados de
pelo. Ensuciando la hierba con espirales manchadas de oro.
Imagino espirales de odio a mí misma marchitándose en su lugar;
cada mechón cortado es un toque cortado.
Una sonrisa aflojada.
Una mentira purgada.
Cada maraña que cae es un peso que se quita de mi alma cargada,
arrancando la maleza del arrepentimiento de mis costillas, de mi
corazón.
Me arranca otra hebra pesada y siento cómo cae por mi espalda
mientras otra enredadera espinosa se marchita en mi pecho,
aflojándome los pulmones.
La respiración.
—No soy muy bueno en esto.
Sonrío de nuevo.
—Seguro que está bien.
Se mueve a mi alrededor y yo escondo la sonrisa antes de que
pueda verla. En cuclillas, frunce el ceño mientras me mete la mano
por detrás de la nuca y me tira de lo que me queda de pelo hacia
delante. Me doy cuenta de que intenta ser suave por la forma en que
se mueve, como un gigante acunando a un ratón con cuidado de no
aplastarlo por accidente.
—Es mucho más corto a la derecha —murmura—. Si no te gusta,
puedo igualarlo…
Veo las palabras no dichas en sus ojos. En la forma en que alisa los
mechones con una especie de cariño orgulloso.
Le gusta.
Solo por eso quiero que siga así.
—No, me encanta. —Me peino con los dedos a los lados, el
izquierdo todavía lo bastante largo como para llegarme a la axila—.
No voy a cambiar nada —susurro—. Gracias.
Él asiente y deja las tijeras en el suelo, agachándose junto a la olla
para remover el guiso. Es ajeno al hecho de que acaba de soltarme
una de las muchas cadenas que tengo atadas al pecho.
Ajeno al hecho de que acabo de enamorarme aún más de él.
Somos dos monstruos en la oscuridad, secretos dolorosos alojados
entre nosotros como púas de doble punta. No puedo acercarme más
sin hacerle daño, y no lo haré.
No lo volveré a hacer.
El guiso burbujea y humea, las llamas lamen la parte inferior de la
olla. Echo otro trozo de leña al fuego y saltan chispas.
Sentado en un tronco, con los codos apoyados en las rodillas, mi
mirada se desplaza hacia ella, que observa las llamas y juguetea con
un trozo de hierba.
El corazón me late en la garganta.
Con menos peso arrastrándolas hacia abajo, esas ondas sueltas
enmarcan su rostro de esa forma ferozmente salvaje que le da un aire
cortante y exótico.
La hace parecer una guerrera.
No le dije que se lo había cortado más corto por un lado porque
pensé que enmarcaría las rosas de cristal que crecen como fantasmas
florales desde esa marca de su hombro, mutada desde la última vez
que la vi. Se había levantado en algunas partes. Se extendía más por
su pecho y por el lateral de su cuello. Desde luego, no le dije que había
contado las flores en la playa antes de asegurarle el collar: doce. La
mayoría del tamaño de una pepita, algunas del de una cereza, y dos
del tamaño de una mandarina.
Impresionante. Y tan jodidamente inquietante.
Dudo que sea consciente de sus capacidades. De que tiene el poder
de manejar su propia luz como los ancianos de su raza, los que se
derramaron del Monte Éter y desde entonces han sido perseguidos.
Asesinados.
Sea o no consciente de ello, su luz se ha estado filtrando a través de
las grietas en momentos de miedo, similar a la emoción que debió
sentir cuando se escondió de los Vruks hace tantos años.
Esas flores me dicen demasiado.
Demasiado poco.
Me dicen las palabras que se está mordiendo. Las que siguen
ahogando su aliento. Los cuatro nudillos cortados y los moretones en
la parte posterior de su brazo me dicen que tiene tendencias dañinas
en las que puede o no tratar de caer.
La palabra clave es tratar.
Demasiado.
Demasiado poco.
Levanta la mirada y capta la mía, con un rubor en las mejillas que
da un color muy necesario a su tez apagada. Se coloca el mechón de
pelo más corto detrás de la oreja y mira hacia otro lado, como si
temiera que yo viera más allá de sus escudos.
Lo que no sabe es que ya estoy debajo de ellos.
—¿Qué era ese lugar que encontré antes? —pregunta, recogiéndose
el pelo suelto y amontonándolo detrás del tronco en el que está
sentada.
Me aclaro la garganta y me acerco para remover el guiso,
esperando que huela bien. En cuanto salió por esa puerta, todos los
ramitos de hierbas que había metido en la olla perdieron su sabor.
Espero que nunca se entere de lo insípido que es el mundo.
Si lo hace, le habré fallado de nuevo.
—La Gran Purga convirtió en cristal una gran parte del continente,
pero empiezo a preguntarme si la explosión liberó una bolsa de gas
que desde entonces ha estallado y forjado esa caverna. Había un pozo
de agua iluminada en su base que parecía y olía igual que el agua de
la fuente del Monte Éter. Vi a un Vruk saliendo del pozo, como si
acabara de nacer.
Sus ojos se abren como platos.
—Así que esa cueva es…
—Engendra Vruks constantemente, sí.
Se hace una pequeña pausa.
—¿Y no había nadie ahí abajo…? —tira de su labio inferior entre
los dientes y lo mordisquea—, ¿cantando?
—¿En la caverna? —Frunzo el ceño—. No. ¿Por qué iba a haberlo?
—Ignórame —suelta, con los ojos agitados por pensamientos
cautelosos. Estoy a punto de presionarla cuando dice—: Tenemos que
volver y destruirla.
Se sienta más erguida, como si quisiera saltar y lanzarse allí ahora
mismo. Me encantaría meterme más en su cabeza y ver exactamente
lo que piensa que podríamos hacer. ¿Rellenar la cosa con troncos? Los
Vruks los atravesarían en un santiamén.
—No tiene sentido —murmuro, más preocupado por el hecho de
que pueda haber más aberturas en otros lugares, tal vez donde no
haya sombras que absorban la humedad para detener el flujo—.
Parece que nada pasa del nido de Irilak.
—No es cierto. Vi un vruk fuera de los muros de Parith.
Levanto una ceja.
—¿Lo viste recientemente?
Asiente.
—Me persiguió. ¿Y si vino de allí?
Inclino la cabeza hacia un lado y pregunto:
—¿Parecía desnutrido?
—Definitivamente tenía hambre —dice, y una sombra se desliza
sobre sus ojos mientras tiembla, luego sacude la cabeza—. Pero no,
no estaba desnutrido. Parecía… poderoso. Una bestia en su mejor
momento. No sabía que podían crecer tanto.
Ella no sabe muchas cosas.
—Bueno, todos los Vruks de la caverna están naciendo en un
mundo donde el perro se come al perro. Aquellos lo suficientemente
desesperados como para escapar del pozo de la muerte inminente
dan el salto a la oscuridad donde son rápidamente eliminados. Dudo
que viniera de ahí. En todo caso, esa caverna mantiene ocupada a una
gran manada de Irilak que, de otro modo, se estarían aprovechando
de cosas menos favorables. Como la gente.
Se estremece, lanzándome una mirada dura, haciendo alarde de
esos instintos protectores que provocan en cierta parte de mí un
revuelo retumbante y voraz.
—No todos son así…
Sí que lo son.
No la presiono. Que piense lo mejor de su amiguita sombra. No le
hará daño, y todos en el castillo saben que no pasará de mi línea
olfativa. No le hará daño a Baze por el anillo que lleva, aunque él
nunca lo ha creído ni ha estado dispuesto a probar la teoría.
Orlaith le da de comer, y nunca me he atrevido a decírselo, pero le
doy de comer para que no se interese por los aldeanos de los
alrededores. Un Irilak no puede sobrevivir con un solo ratón cada
pocos días, aunque me resulta entrañable que ella crea lo contrario.
Vuelvo a remover el guiso y levanto un poco de carne para ver que
empieza a deshacerse.
—¿Qué te ha pasado en el pecho?
Levanto una ceja.
Sus mejillas enrojecen.
—Las marcas donde antes estaban tus tatuajes. No las…
Se interrumpe cuando miro las heridas que me han hecho en la piel,
como si alguien me hubiera arrancado las runas hasta que los bordes
se despegaron y se soltaron como padrastros. También sentí algo
parecido cuando me salieron, pero a una escala mucho mayor y más
dolorosa.
—Me he roto algo —digo, volviendo a centrarme en el guiso.
Ahora solo tengo que encontrar la manera de romper el resto.
—Parece doloroso.
Me encojo de hombros.
Dolor es ver cómo se apaga su semilla, sentir cómo intenta
desarraigarse de mi alma en agónicos arrastres. Dolor es sentir que
cada segundo es un segundo más cerca de perderla.
Dolor es sentir que le importa un carajo estar perdida.
Las marcas son picaduras de insecto en comparación.
—Parece que dejará cicatriz.
Levanto la cabeza, captando su mirada, las llamas rebotando en las
profundidades lilas.
—¿Quizá estoy harta de esconder las cicatrices?
No dura más de un segundo antes de volver a centrar su atención
en el fuego. Podría apuñalarme de nuevo en el corazón y no dolería
tanto.
Remuevo la olla y siento su cálida y espinosa mirada rozándome el
pecho en pequeños pellizcos, como si me estuviera robando miradas.
—¿Puedo… hacerte un ungüento?
Levanto la vista.
Hay algo en sus ojos, un leve destello de luz que casi me rompe.
Como una estrella que cobra vida.
No va a dejar cicatriz. A diferencia de la marca que me hizo, las
heridas sanarán. Con el tiempo. Pero dejaré que me pinte en puré de
hierbas si con ello consigo otro de esos destellos.
Sus mejillas vuelven a sonrojarse cuando se apresura.
—Hay algunas hierbas en la cabaña. Creo que vi algo de Prunella
Vulgaris colgado junto a la puerta. Es muy buena para muchas cosas.
Sé que no te interesan estas cosas, pero pensé… bueno…
No es que no me interese. Rai tenía intereses similares, solo que es
más fácil no mirar.
—Claro, Milaje. Haz lo que quieras.
Casi se le salen los ojos de las órbitas y se levanta tan rápido que
parece que le arde el trasero.
—Prepárate para que te vuele la cabeza. Voy a hacer el mejor
bálsamo que jamás hayas usado.
Nada difícil de conseguir, ya que nunca he usado uno.
Dejo escapar una leve sonrisa mientras se dirige hacia la puerta,
con mi camisa colgando de sus muslos y de su hombro. Desaparece
de mi vista, su olor se desvanece con una brisa insistente, y al instante
me invade el aroma a pechuga del estofado, atrevido y repleto de
olores botánicos que me hacen la boca agua.
He oído el ruido de su estómago. El mío hace el mismo ruido. No
recuerdo la última vez que comí.
Al cabo de un rato, entra corriendo por la puerta con un cuenco de
madera apretado contra el pecho.
—Vas a tener que dejar de remover el guiso —anuncia,
arrodillándose ante mí.
Frunzo el ceño ante la masa de estiércol marrón por la que arrastra
los dedos, que levanta expectante mientras me mira bajo unas espesas
pestañas.
Carraspeo, saco la cuchara, coloco la tapa sobre la olla, me reclino
y le hago sitio entre los muslos. Empieza a pintar mis heridas como si
pasara un pincel por mi piel, mordisqueándose el labio inferior en
señal de concentración.
Aparto la mirada y me concentro en el fuego. Me imagino en un
baño de hielo y finjo que no estoy a punto de quemarme al verla.
Su olor.
Su tacto.
No tiene ni idea del poder que ejerce. Desmoronaría mundos solo
por verla sonreír.
—¿No deberíamos ir hacia los nórdicos? ¿Pedir un aventón en una
barca? —pregunta, arrastrando de nuevo los dedos por la sustancia
viscosa y pintando junto a mi clavícula.
—Demasiado tráfico. Si seguimos en esta dirección, al final
llegaremos cerca de Punta Quoth.
—Al final —repite, y se detiene para mirarme por debajo de las
cejas.
Me encojo de hombros.
—Si fuera la ruta fácil, todo el mundo la tomaría.
Y no lo haríamos en absoluto.
Emite un suave zumbido y sigue pintándome las heridas con lentas
y tiernas pinceladas, echándose hacia atrás para inspeccionar su obra
antes de limpiarse los dedos en la hierba.
—Ya está.
Mi barbilla cae sobre mi pecho.
—Tiene buena pinta.
Su sonrisa es tan brillante que casi me hace reconsiderar mi
próxima acción.
Casi.
Alargo la mano y aprieto el nudo de la venda que le rodea la
garganta justo cuando está a punto de ponerse en pie. Ella levanta la
mano y la anuda alrededor de mi muñeca, con los ojos muy abiertos
iluminados por una ráfaga de fuego salvaje.
—¿Qué estás haciendo?
—Curando tus heridas.
—No acepté que me curaras las heridas —me escupe, me tira de la
muñeca y aprieta los dientes de tal forma que me imagino sus caninos
rompiéndose.
Los míos caen tan rápido que el color se le escapa de las mejillas.
—Y no quiero que te mueras de una infección —le digo, despacio.
Tranquilo. Sin traicionar nada de lo salvaje que me acuchilla la piel—
. Suéltame la mano. Ahora.
Se le despega el labio superior, se levanta sobre las rodillas, acerca
la cara a la mía y gruñe, haciéndome vibrar el corazón.
Mi pulso bombea caliente y fuerte, cada célula de mi cuerpo se
enciende mientras paso la mano por su pelo y tiro suavemente,
inclinando su cabeza.
—Recuerda lo que te dije sobre el fuego, Milaje. —Mi mirada se
dirige a sus labios—. Esta boca hace promesas que dudo que tengas
intención de cumplir.
Frunce el ceño, como si no tuviera ni idea de lo que estoy hablando.
Probablemente sea algo bueno.
—Tu mano. Ahora.
Exhala un suspiro y afloja el agarre. Le quito la mano del pelo
mientras se da la vuelta para mirar las llamas y se tumba en el suelo
entre mis muslos abiertos de par en par. Irradiando tanta rabia como
para prender fuego a la jungla, inclina la cabeza, ofreciéndome acceso
a la sucia venda.
Gruño, le aparto el pelo y empiezo a desenredar la atadura,
impregnando el aire con el olor de su sangre. Aunque ha pasado más
de un día desde que la probé, no hay ni una sola parte de mí que desee
saborearla con el olor de su dolor tan denso en el aire. Con visiones
de esos nudos cortados en su hombro persiguiéndome.
Prefiero una sonrisa embotellada.
Otra vuelta de tuerca de la atadura, y pongo barras inflexibles
alrededor de mis entrañas. Pero eso no impide que intente soltarse en
cuanto revelo el alcance del daño en el costado de su garganta.
Se me hiela la sangre. El fuego se apaga y el aliento de Orlaith se
esfuma como una nube de humo.
Ha sufrido más de un desgarro, ambos lo bastante profundos como
para dejar cicatrices de por vida. Uno de ellos es un colgajo de carne
tan suelto que no sé cómo se las ha arreglado sin analgésicos.
Si hubiera sido más profundo, le habría arrancado la garganta.
Esa cosa dentro de mí me corta, mis venas se encienden con
descargas eléctricas de poder que estallan contra las ataduras que aún
rodean mi cuerpo. Como una nube de tormenta atrapada bajo mi piel,
rugiendo.
Hinchándose.
—Fueron hechas por bocas diferentes —murmuro, con la voz llena
de promesas frías y sangrientas.
—El más profundo era un… hombre llamado Calah —dice
ásperamente, y el corazón me da un vuelco—. Está…
—Muerto. Lo maté hace años.
Sacude la cabeza y su voz tiembla cuando se apresura a decir:
—Ahora está muerto. Baze lo mató en la madriguera que descubrí
bajo una isla de la bahía. Rescatamos a sus prisioneros. Así es como
acabé en ese muelle. El resto subió al barco a tiempo.
Se me ponen los ojos vidriosos.
Otro fallo mío, y éste casi le arranca la garganta.
Una pesadez se cierne sobre el cielo, gotas de lluvia salpican desde
lo alto, haciendo picar los cuencos que había sacado de dentro.
El tiempo se diluye.
Siento calor a ambos lados de la cara.
—Rhordyn…
Su voz me atrae, y tardo un momento en darme cuenta de que ya
no está sentada entre mis muslos, sino de pie ante mí, empapada por
la lluvia que cae, con las manos en mis mejillas.
Estoy temblando.
El fuego se ha apagado. No hay más luz para iluminarla que los
esporádicos rayos que surcan el cielo. Pero no necesito luz para verla.
Ella brilla dentro de mí como una maldita estrella.
—¿Adónde has ido? —pregunta, y yo trago saliva.
—Estoy aquí, Milaje. —La rodeo, desengancho la olla, la sostengo
de la mano y la conduzco hacia la cabaña.
Siempre.
Cierra la puerta de un portazo y el agua resbala a cada paso
mientras me arrastra por la cabaña antes de soltarme la mano. Los
relámpagos hacen temblar el cristal de la ventana, iluminando atisbos
de él colocando la olla en la mesa del comedor, abriendo un armario,
rebuscando en su interior mientras el frío me cala hasta los huesos.
La tormenta se ha desatado y ha absorbido todo el calor tan rápido
que me siento como si hubiera saltado de Puddles directamente a una
nevera.
—¿Puedes hacer otro ungüento? —pregunta Rhordyn, rebuscando
en un arcón del suelo y sacando una vela y unas gasas.
—Se… seguro —balbuceo, con los dientes castañeteando mientras
arrastro la mirada por los manojos de hierbas que cuelgan del techo.
Enciende la vela y la coloca en el banco, junto con la gasa, y luego
procede a apilar el hornillo con algunas ramitas y cáscaras de una
cesta que hay junto a él.
Recojo las hierbas que necesito junto a las luces parpadeantes de la
tormenta y la llama vacilante de la vela, rezo por no haber recogido
accidentalmente algo cáustico. He visto hiedra venenosa por aquí
arriba, no sé por qué alguien querría conservarla.
Lo último que necesito es un sarpullido.
Mientras Rhordyn atiende el fuego, arranco las hojas de las ramitas
y las pongo en un cuenco de piedra azul con un chorrito de agua.
Acabo de terminar de machacarlo cuando Rhordyn aparece detrás de
mí como una montaña movediza y me corta la respiración mientras
sacude una toalla y me la pone sobre los hombros.
Lo miro de reojo cuando cae otro relámpago, y la mirada
cataclísmica de sus audaces ojos negros me empalaga. Tan salvaje y
desequilibrado.
Nunca había parecido tan atormentado, tan despojado, como si le
faltaran pocos latidos para entrar en combustión.
Es un enigma hermoso y monstruoso, y haría cualquier cosa por
asomarme a su cabeza. Para comprender la oscuridad que se oculta
tras sus ojos.
—Gracias —susurro, con el corazón latiéndome fuerte y deprisa.
Saca un taburete y se sienta, tirando de mí entre sus muslos con un
aplomo tan imponente e inquebrantable que mis pulmones se
compactan, la habitación tan llena de él que me parece inútil evitar su
mirada.
Está en todas partes.
A mi alrededor, entrando en mis pulmones en ráfagas de profundo
y helado almizcle. Él es el único elemento que mi corazón bombea a
través de mis venas en rápidos latidos.
Levanta el cuenco de ungüento, hunde los dedos en la suciedad,
me inclina la cabeza hacia un lado y empieza a pintarme las heridas
del cuello con calma y serenidad, en contraste con la energía que
desprende. Se me pone la carne de gallina por el cuello y el hombro,
y su poderosa presencia me presiona tanto el pecho que las rodillas
amenazan con ceder.
En un intento de tranquilizarme, miro por la ventana.
Me pone la gasa alrededor de la garganta, la ata y me levanta la
mano, inspeccionando las heridas removidas.
Otro relámpago, el estruendo resultante es tan fuerte que el cristal
de la ventana casi se desprende de sus límites. Un escalofrío que
siento hasta la médula. Mi mirada se desplaza hacia los tatuajes de
Rhordyn y noto que el pulso luminoso que los recorre es…
Errático.
Frunzo el ceño y levanto la otra mano mientras me pinta la palma
con ungüento, arrastrando las puntas de los dedos por las bonitas
palabras como si las estuviera escribiendo yo misma.
Su piel se eriza bajo mi tacto.
—Están enfadados —susurro, mirando de nuevo por la ventana,
notando que su turbulenta danza está sincronizada con el ritmo feroz
de la tormenta en el exterior.
—Sí.
¿Tanto le afecta la tormenta? ¿Lo agita y lo pone nervioso?
Sigo trazando el guión por el lateral de su cuello, el más alto
termina justo debajo de la carótida. Arrastro el dedo de nuevo hacia
abajo, siguiendo la insinuación de una línea que serpentea alrededor
de su pezón.
—Yo no haría eso, Milaje.
Su voz es un rumor ronco.
—¿Por qué no? —susurro, siguiendo una línea por su esternón,
imaginando que mi dedo es la punta de un pincel. Que él es una roca
sobre la que estoy esparciendo secretos.
—Porque hay una gran parte de mí que quiere ver por sí misma
que estás bien —me dice, como si hablara con los dientes apretados—
. Y si sigues tocándome así, voy a perder el control.
Levanto la vista.
Me está observando como un cazador, con los ojos hundidos en esa
oscuridad profunda que es tan electrizante e inquietante como
emocionante.
Una gran parte de mí quiere seguir. Averiguar qué quiere decir. La
parte curiosa y estúpida que es totalmente egoísta.
No puede ser mío.
Miro la cicatriz de su pecho, entre los restos salvajes de sus tatuajes
destrozados, y luego aparto la mano y me la llevo a la espalda.
No.
Es.
Mío.
Un profundo rugido resuena en su pecho, y él baja la mirada hacia
mi mano herida, usando otro rollo de gasa para volver a vendarla
antes de sujetarme por la parte superior de los brazos, me desplaza
suavemente hacia un lado y se levanta.
—Hay una leñera detrás —dice, sacando una capa de un gancho de
la pared—. Volveré pronto, espero que con más leña seca.
Abre la puerta y se va, cerrándola tras de sí, y yo respiro por
primera vez desde que nos precipitamos aquí. Me estremezco al
recordar todas las razones por las que necesito controlarme. Todas las
razones por las que no puedo dejar caer mis muros y ceder a este
magnetismo que aprieta el espacio entre nosotros como una fuerza de
la naturaleza.
Uno resuena más fuerte que el resto…
Al parecer, una garra en el corazón es lo único capaz de matar a
Rhordyn, pero no creo que vuelva de ser aserrado en pedazos
hirvientes.
Yo amaba a mi madre. Sé que la amaba.
Aun así, mi oscuridad la destrozó.
Me subo la camisa de Rhordyn por la cabeza y la tiro al suelo,
apretando las manos en puños y soltándolas.
—No es mío —gruño, sacudiéndome los pantalones antes de
envolverme con la toalla y asegurarla entre mis pechos.
Suspirando, dejo la ropa en el fregadero y la tiendo sobre un
perchero junto a la estufa.
La tormenta no amaina. En todo caso, se vuelve más intranquila
cada minuto que Rhordyn se va: retumba contra el tejado, azota los
cristales de las ventanas, hace temblar las paredes como si me aullara
desde todos los ángulos.
Me inclino sobre el fregadero y me escurro el exceso de agua del
pelo, mirando por la ventana cuando un relámpago enciende una
enorme sombra negra que merodea por la arboleda.
El corazón me salta a la garganta y el pulso se me desboca. Tropiezo
hacia atrás y caigo de culo con un fuerte golpe.
Me aprieto el pecho con la palma de la mano y me obligo a inspirar
por la nariz y a espirar por la boca, aspirando a tragos profundos y
tranquilizadores el cuero y el hielo.
Respiro…
—Son imaginaciones mías —murmuro mientras me froto la cara
con las manos.
Me sacudo el escalofrío que me recorre todo el cuerpo y que no
tiene nada que ver con el frío, me pongo de pie y vuelvo a acercarme
a la ventana para asomarme. Otro relámpago y todo lo que veo son
árboles que se acercan a las nubes bulbosas.
Quizá me esté volviendo loca.
Me fijo en la olla que está sobre la mesa, donde la dejó Rhordyn.
Levanto la tapa e inhalo el fuerte aroma botánico; mi estómago
gorgotea lo bastante fuerte como para despertar a un gigante
dormido.
No es de extrañar, ya que será mi primera comida en… un tiempo.
Rebusco en un armario y encuentro dos cuencos, cucharas, tazas y
un cucharón, los enjuago y los pongo sobre la mesa junto con una
jarra de agua y un pequeño conejito de cristal que encuentro
escondido al fondo. Está posado sobre sus patas, mordisqueando una
hoja de trébol, con un agujero taladrado desde la cabeza hasta el
fondo, que sostiene los restos de una vela gastada que he
desenroscado.
Dejo el conejito sobre la mesa y recojo un puñado de flores
púrpuras que nunca había visto antes; suspiro cuando las espinas del
cardo se clavan en mis dedos. Frunzo el ceño al ver las flores que
coronan los espinosos tallos mientras chupo los pequeños puntos
rojos y suelto una carcajada.
En realidad, es bastante apropiado.
Arrastro el taburete, me subo, deshago el lazo que sujeta el ramo al
techo, bajo de un salto y —evitando los tallos— introduzco las flores
secas en el jarrón del conejito, con una sonrisa en los labios.
Qué lindo.
Coloco un cuenco, una cuchara y una taza a un lado de la mesa y
me detengo a mirar el otro cuenco, con un remolino de dudas que
nubla mi entusiasmo. Siempre ha habido un cubierto para él… pero
nunca come.
¿Por qué iba a ser diferente esta vez?
Agarro el cuenco y dudo, indecisa. Los gruñidos de mi estómago
deciden por mí y me encojo de hombros. Él también debe tener
hambre, y si no…
Quien no arriesga, no gana.
Acomodo su mesa frente a la mía, coloco el cucharón junto a la olla
y doy un paso atrás, sonriendo por el pequeño toque de luminosidad
que aporta a esta pequeña habitación tan llena de energía inquieta y
palabras no dichas. Respiro hondo, exhalo el aire y me dejo caer en el
asiento frente a la puerta, apoyando la barbilla en las manos
entrelazadas para esperar.
Y espero.
Mi estómago ruge, la tormenta azota las paredes con tanta fuerza
que mi imaginación pinta todo tipo de monstruos justo al otro lado
de la puerta. Al otro lado de la ventana, mirando hacia dentro.
¿Y si no es más que producto de mi imaginación y estoy aquí
sentada esperando a cenar con un fantasma que no va a volver?
Se me aprieta el pecho, mi mirada se clava en la nota del barril de
la mesilla de noche, sorbo sus hermosas palabras garabateadas como
solía sorber mi caspun.
«Estoy aquí»
¿Lo está?
¿Me estoy volviendo loca?
Cierro los ojos y los abro.
Vuelvo a hacerlo.
Otra vez.
No me despierto en una habitación dorada envuelta en sábanas
blancas, encadenada en una cupla con promesas incumplidas
alojadas en mi pecho como astillas. Sigo aquí, respirando su aroma.
Aún convencida de que esto es demasiado bueno para ser verdad.
La puerta se abre de un empujón, y respiro entrecortadamente
cuando Rhordyn entra en la habitación como una nube de tormenta,
metiéndose en el espacio demasiado pequeño, empequeñeciéndolo
todo, arrebatando todo el aire y tomándolo como rehén.
Pero no lo necesito. Ahora no.
Prefiero verlo aquí y vivo que respirar en mis pulmones desde
ahora hasta el fin de los tiempos.
La opresión de mi pecho se disipa y atrae mi atención hacia una
grieta en mi cúpula de alivio desatendida. En una única enredadera
que se enrosca en ondulantes giros, estirándose hacia mi corazón
como si buscara el sol.
La vuelvo a meter por el agujero y tapo la brecha.
Rhordyn cierra la puerta de una patada, con los brazos cargados de
un montón de lo que supongo que es madera envuelta en la capa
húmeda como un paquete grande y nudoso. Con el pelo empapado
de agua y la ropa empapada, se sacude las botas y entra en la
habitación.
Me mira, con expresión indescifrable, mientras sus ojos se hunden
y se levantan de nuevo antes de dirigirse a la mesa, con la mirada
clavada en los platos. El corazón me late por dentro y el mundo entero
parece detenerse.
Incluso la tormenta parece detenerse.
Lentamente, cruza la habitación, y hay algo en su forma de moverse
que no acabo de entender, no es tan suave y grácil como de
costumbre, como si cada paso fuera una batalla ganada. Me echa otro
vistazo y deposita la leña en el suelo, junto a la estufa.
Las náuseas se apoderan de mí y amenazan con quitarme el apetito
por completo.
Él lo odia.
Piensa en una forma de decepcionarme suavemente, como decirme
que en realidad odia el estofado. Que ha hecho tanto porque parecía
que tenía hambre.
Parece cosa de Rhordyn.
Tal vez él es un fantasma, y ni siquiera puede comer…
Tal vez estoy sola en esta habitación.
Se agacha ante la estufa, abre la trampilla y alimenta las llamas con
varios trozos de leña, la luz del fuego acaricia su rostro bellamente
esculpido. Deja la trampilla de la estufa abierta y se queda
mirándome.
Se me para el corazón al verlo: su imponente cuerpo enmarcado
por el rugiente fuego a su espalda.
Lo único que deseo es sentarme con él. Disfrutar del calor, del
sonido de la lluvia sobre el tejado y del guiso cuidadosamente
preparado.
Pero, ¿y si dice que no?
«Contrólate, Orlaith». He estado allí, he hecho eso.
Viví para contarlo.
Reúno todo el coraje que puedo encontrar en mi interior, respiro
hondo y pregunto:
—¿Compartirás la comida conmigo?
—Siempre —retumba, y la palabra casi me hace caer del asiento—
. ¿Si te apetece servirme?
¿Servirle?
Todo lo que he tenido que hacer todo este tiempo para convencerlo
de que comparta una comida conmigo es… ¿servirle la comida?
El calor estalla en mi vientre, y casi me río, tambaleándome en un
largo silencio mientras lucho contra mi delirio para conseguir algo
parecido a una respuesta, limpiando más capas de luz sobre mi
cúpula temblorosa.
—Me encantaría. ¿Quieres quitarte primero la ropa mojada?
Traga saliva y asiente con la cabeza, luego avanza por la habitación,
agarra otra toalla de un estante de la pared y se pone a desabrocharse
los pantalones, bajándoselos…
Al sentir que algo frío me roza la cara, miro hacia la ventana y
nuestras miradas chocan.
Me mira a través del reflejo.
Observándome mirarlo.
Desvestirse.
Respiro y miro hacia otro lado, con las mejillas encendidas al
concentrarme en los cardos y sus afilados pinchos.
Sus pasos golpean las tablas del suelo, haciendo que se me erice el
vello de la nuca cuando pasa tan cerca que estoy segura de que no nos
separa más que un pelo. Se acomoda en el asiento que le he
preparado, con una toalla azul atada a la cintura.
Vuelvo a fijar la mirada en los cardos.
No.
No.
No es mío.
Levanto la tapa de la olla y suelto una bocanada de vapor que
impregna la habitación de una fragancia rica y sustanciosa.
—Interesante elección de jarrón —murmura, y miro al conejito
mientras agarro el cuenco.
—Es lo más bonito que he visto nunca. Y tan realista. Quien lo haya
hecho tiene mucho talento.
Hace un sonido de ahogo que me hace detenerme con el cucharón
a medio hundir en el guiso.
—¿Estás bien?
Asiente, golpeándose el pecho con el puño.
—Estoy bien. Continúa, por favor.
—No te ahogues antes de que podamos compartir nuestra primera
comida.
—Ya he pasado por eso. —Me dedica una leve sonrisa. Cálida.
Juguetona.
—Viví para contarlo.
Mis mejillas se calientan y bajo las pestañas.
Vierto un poco de estofado en su cuenco, sintiendo su mirada
seguir el movimiento.
—¿Es suficiente?
Niega con la cabeza.
Levanto una ceja.
—¿Tienes hambre?
—Siempre.
La palabra es gruñida con una cadencia tan rica y retumbante que
toda la sangre de mi cuerpo se agolpa entre mis piernas, haciendo que
esa parte de mí palpite tan profundamente que casi me resulta
demasiado incómodo quedarme quieta. Recordando lo que dijo
Rhordyn de que podía oler mi deseo, aprieto los muslos y rezo para
que esté demasiado hambriento como para notar algo más que el olor
del guiso.
Le sirvo otra cucharada, casi llenando el cuenco hasta el borde.
Estoy a punto de servirme cuando él agarra la cuchara.
—¿Puedo?
—¿Servirme?
Asiente.
Parece que todos mis sueños se están haciendo realidad, como si
esto fuera un gran y bonito cuadro que mi imaginación ha conjurado
con unos pinceles de lujo.
Me aclaro la garganta, dejo que agarre el cucharón y me llene el
cuenco. Me lo pone delante, ni demasiado ni demasiado poco. La
cantidad exacta que me habría servido yo misma.
¿Quizá me lo haya servido?
Me abofeteo internamente.
«Deja eso, Orlaith».
—Gracias —susurro, y él asiente, agarra la cuchara y la pasa por la
superficie de su humeante comida. Se la lleva a los labios, sopla, me
mira y se lleva el bocado a la boca.
Un escalofrío me enciende por dentro y respiro entrecortadamente,
viéndole masticar con un tierno entusiasmo del que nunca le creí
capaz. Su garganta trabaja mientras traga.
Me sostiene la mirada.
Siento esa mirada en mis pezones en punta. En mi vientre, y en la
cálida palpitación entre mis piernas que amenaza con deshacerme.
—Come, Orlaith.
Come. Sí. Eso es lo que necesito hacer. Concentrarme en mi comida.
No en su profundo sonido de satisfacción, como si fuera la primera
vez que come.
Me pongo en acción de un tirón y me paso el bocado por los labios,
gimiendo incluso antes de soltar la cuchara. La carne se deshace en
mi lengua, la rica y robusta salsa perfectamente sazonada con salvia,
romero, tomillo e incluso un poco de ajo. Mis papilas gustativas
hormiguean mientras mastico, liberando más complejidades.
Sacudo la cabeza, trago, saboreo la sensación de que se desliza
dentro de mí, calentándome el vientre.
—Es el mejor estofado que he probado nunca —digo, las palabras
medio riendo, medio ahogadas. No sé por qué tengo ganas de llorar
por un simple bocado de estofado, pero aquí estamos.
Levanto la vista y veo que sigue mirándome mientras se mete otro
montón en la boca, masticando.
Tragando.
Son cosas tan sencillas, pero me hacen sentir la mujer más rica del
mundo. Puede que sea mi momento favorito.
Termina su tazón mucho antes que el mío y me pide amablemente
que le sirva más. Me sirve un vaso de agua fresca y crujiente que me
bebo de un trago, limpiándome la boca con el dorso del brazo.
Interrumpe mi mirada para limpiar su cuenco, rugiendo alrededor
del último bocado de carne, y me doy cuenta de que estoy sonriendo
de nuevo. Dejo que este momento me llene de muchas maneras, como
un ladrón que roba cosas que no me he ganado.
Cosas que no puedo permitirme.
Al mirar en mi interior, descubro que la molesta enredadera del
alivio ha encontrado otro punto débil para desprenderse de mi
cúpula y ahora me sube por la columna vertebral en línea recta hacia
el corazón. La arranco de raíz, la enrosco y la meto por la grieta. Forjo
otra cúpula y la superpongo a la otra, apretándola tanto contra mis
costados que estoy segura de que no se escapará nada más.
Me aclaro la garganta, apilo los cuencos vacíos y me pongo en pie,
sintiendo la atención de Rhordyn rozar mis omóplatos desnudos
mientras los llevo al fregadero. Abro el grifo y espero a que las
tuberías se pongan en marcha para fregar los platos.
Se pone a mi lado y me empuja justo cuando el agua sale a
borbotones.
—Yo limpiaré. Tú métete en la cama.
Suelto un lento suspiro y me giro, observando la habitación
iluminada por el cálido resplandor de la estufa.
Me doy cuenta de que…
—Solo hay una cama.
Y dos de nosotros.
Rhordyn empieza a fregar los platos.
—Soy perfectamente consciente, Orlaith.
El pánico anida en mi garganta, amenazando con cortar la
respiración que entra y sale de mis pulmones.
No hay una sola parte de mí que no quiera compartir la cama con
este hombre… excepto mi conciencia.
—Me quedaré en el sillón —digo, dirigiéndome hacia él—. Es más
pequeño. Y está justo al lado del fuego, así que estaré bien calientita.
—No pienso dormir. Te quedarás con la cama.
Las palabras llenan tanto la habitación de argamasa que no queda
espacio para moverse.
Entonces me quedo con la cama.
Me muerdo el labio inferior y miro el mullido sillón que parece
demasiado pequeño para él…
Me cuesta creer que no tenga intención de desconectar, ha sido un
gran día. Pero no voy a insistir en que compartamos la cama. No
cuando no confío en no revolcarme en su atmósfera mientras duermo.
Hacer lo que he estado deseando hacer desde que lo vi en la playa
vivo, sano y salvo.
Abrazarlo.
Amarlo.
—Bien —murmuro, me acerco a la cama y me meto en ella,
acurrucándome bajo las sábanas antes de quitarme la toalla y dejarla
caer al suelo. Reorganizo las almohadas y encuentro un lugar cómodo
con la mirada clavada en el techo.
Rhordyn termina de limpiar, la lluvia sigue golpeando los cristales
de las ventanas, aunque los relámpagos parecen haberse calmado.
Recorre la habitación para avivar el fuego y llenar su vientre con un
trozo de leña fresca, y luego se acomoda en la silla, con los muelles
chirriando bajo su peso.
Respiro hondo y suelto el aire lentamente, asustada de cerrar los
ojos por miedo a despertar y darme cuenta de que todo ha sido un
sueño. Que sigo en Parith, fingiendo que mi corazón pertenece a otro
hombre. O que me desperté en aquella playa, pero Rhordyn no está
aquí.
Solo estoy yo, sola con mis demonios y un fantasma que atormenta
mi corazón roto.
Inclino la cabeza hacia un lado, a ver si puedo descifrar la ilusión…
Es absolutamente demasiado grande para la silla, la llena por
completo, con los brazos cruzados sobre el pecho mientras mira por
la ventana, tal vez observando cómo la lluvia salpica los cristales.
Parece real, mejor que real.
Se siente mejor que real.
Quizá por eso no me fío. Como si estuviéramos metidos en una
burbuja a punto de estallar.
Vuelvo a mirar al techo y me froto el pecho, que me aprieta,
rozando con los dedos mi joya. La levanto y miro la negrura
insondable, del mismo tono que las gemas del anillo de Baze.
Pellizco el pestillo que Gunthar ha vuelto a colocar en su sitio, lo
froto entre los dedos y recuerdo aquel horrible día en que desperté
bajo un árbol en llamas vestida con harapos, rodeada de trozos de
carne frita.
Por gente a la que había asesinado.
Recuerdo la forma en que la madre de Zane me miró fijamente
cuando irrumpió en la habitación, como si estuviera mirando a los
ojos de un fantasma. Recuerdo el escalofrío que me recorrió las venas
cuando soltó un sollozo angustiado.
—Alguien ha reconocido mi… piel falsa —susurro,
concentrándome en un manojo de margaritas secas que cuelgan de
las cuerdas tendidas en el techo.
Pequeños soles muertos que me miran fijamente.
El aire se tensa, como si la habitación acabara de llenarse de algo
que no puedo ver ni comprender.
—Me miró a la cara y creyó que era su hija.
Una pregunta se me hincha en el pecho, se hace tan grande e
inquieta que parece que se me están rompiendo las costuras.
Deslizo la pierna por encima de las mantas y siento su fría mirada
recorrer mi muslo desnudo hasta la cadera y volver a bajar,
posándose en la marca de nacimiento que toco con la punta del dedo.
Mi estúpida curiosidad alarga su quebradiza garganta.
Ruega que la muerda.
—¿Cómo sabía una madre que enterró a su hija hace años que yo
tenía esta marca de nacimiento en la pierna?
Silencio.
Me atrevo a mirarle a los ojos y capto su mirada mientras me
estudia con una dureza que hace que cada músculo de mi cuerpo se
prepare para el impacto psicológico de su respuesta. ¿Está a punto de
mentirme? ¿Decirme que no lo entendería? ¿Quizá está pensando en
un acertijo que tejerme para que me quede pegada a todos los hilos
pegajosos, intentando desenredarme?
Una gran parte de mí espera que eso sea exactamente lo que haga.
Mentirme.
Alejarme aún más.
Respira hondo, se frota la mandíbula desaliñada y señala mi collar.
—Esa joya está impregnada de la sangre de Kvath.
Mis pulmones se compactan.
Dios de la Muerte…
Mi mente aturdida vuelve a Te Bruk o' Avalanste, y oigo las
palabras de Kai como si estuviera aquí mismo, hablándome:
Kvath. Dios de la Muerte. Puede adoptar las múltiples formas de
los muertos, y creó a los Irilak con un trozo de su sombra.
Mi mente se agita, se atasca, se ahoga. Abro la boca, la cierro, clavo
mi mirada en los ramos secos.
—Pensé que creías que los dioses no existen. Lo insinuaste justo
antes de arrojar ese hermoso libro a las llamas como si fuera basura.
—Algunos de ellos no deberían existir —afirma con fría y brutal
precisión.
Trago saliva, masticando sus palabras como si fueran un trozo de
cartílago.
La curiosidad levanta otro pie, adelanta su peso y lo deja un poco
más cerca.
—¿Y cómo conseguiste su sangre?
—Él me la dio.
Suelto un pequeño grito ahogado, con la cabeza girada hacia un
lado. Me mira con tanta intención que no puedo sostenerle la mirada
más de dos segundos antes de romperla, clavando de nuevo la mía
en el techo.
¿Es por eso que Shay se siente atraída por mí? ¿La razón por la que
esa manada de Irilak obedeció cuando les dije que no se dieran un
festín con los duendecillos caídos? ¿Porque llevo la sangre de su
Creador alrededor de mi garganta, vestida con la piel de una niña
muerta?
«Él me la dio…»
La pesada y enmarañada declaración me pesa como un bulto de
plomo colocado sobre el pecho.
Un cansancio se filtra por mis huesos, mi mente y mi corazón, como
si alguien se hubiera deslizado bajo mi piel y hubiera apagado todas
las llamas de las velas que me mantenían despierta.
Ruedo hacia un lado, de cara a la pared, dándole la espalda.
Reprendiendo mi curiosidad en el mismo feo latido.
He llevado la cara de una chica muerta todo este tiempo: la de la
hermana de Zane.
No me extraña que me sintiera tan atraída por él.
Y casi lo pierdo, también. Igual que perdí a mi hermano.
Acerco las rodillas al pecho y las rodeo con los brazos.
No debería haber preguntado.
—¿Eso es todo lo que tienes? —Sus palabras retumban en la
habitación.
Me abrazo a mí misma con más fuerza.
—Sí —le digo a la pared.
—¿Dónde se han ido todas tus preguntas?
Casi le digo que murieron con él. Que me equivoqué de camino y
que ahora el camino es oscuro y solitario, con nada más que
monstruos decorando las sombras.
Que soy uno de ellos.
Casi le digo que me da miedo irme a dormir, que temo que no esté
aquí cuando me despierte…
Pero no lo hago.
—Estoy cansada, Rhordyn.
Hay un silencio tan largo que empiezo a preguntarme si se habrá
dormido, pero entonces dice, casi demasiado bajo para que yo lo oiga:
—Buenas noches, Orlaith.
Respira suave y lentamente, todavía en la misma posición en la que
se quedó dormida hace horas. No se ha movido ni una sola vez.
Ni yo tampoco.
La tormenta sigue agitándose fuera. Sigue desgarrándome por
dentro, azotándome en sincronía con mis pensamientos astillados.
Pienso en el conejito de cristal que usó como jarrón, antes blando y
vivo.
Ahora duro y muerto.
Cree que es la sombra más oscura de la habitación, pero no hay
ninguna más oscura que yo. Ningún monstruo que pueda
compararse con la mierda que he hecho.
Se arropó en sí misma y volvió a su daño como si todo fuera a
desaparecer. He visto cómo resulta eso. Vi a mi hermana morir
demasiadas veces como para no derribar los muros de Orlaith.
Sin disculpas.
Estoy tentado de ir hasta allí, quitarle la manta, sacarla de la cama
y ponerla contra la pared. Decirle que no hay ningún lugar donde
pueda esconderse sin que yo la siga.
Ningún agujero por el que pueda meterse que esté demasiado
oscuro para que yo lo vea.
Pero está desnuda bajo las sábanas, así que no lo hago. Hay una
delgada línea entre la rabia y la follada salvaje en la sangre que corre
por nuestras venas, y esta cabaña no puede soportar lo que tengo que
lanzarle.
Las paredes son demasiado frágiles.
Ella grita y todo su cuerpo se sacude, los brazos se agitan mientras
cae de espaldas, con la cara torcida.
Los ojos siguen cerrados.
El corazón me golpea contra las costillas mientras ella agarra algo
que no puedo ver, arañando el aire. Suelta un sollozo, un sonido tan
áspero y gutural que siento que me atraviesa como una hoja de sierra.
—No llores. —Se atraganta—. No llores. No llores. No llores.
Me levanto de la silla y corro hacia la cama. Los relámpagos estallan
y crepitan al compás del martilleo de mi corazón cuando arranco las
mantas y me meto junto a ella, atrayéndola contra mí.
Se despierta entre jadeos, con los ojos desorbitados, las mejillas
manchadas de lágrimas y la respiración entrecortada y aguda.
Estrangulada.
Se contonea para que nuestros cuerpos queden aplastados, una
mezcla de suavidad y dureza. Me da zarpazos, entrelazando sus
piernas con las mías, enredándonos como su enredadera de glicinas
atada a la piedra negra de su balaustrada.
Otro relámpago enciende su rostro arrugado mientras acerca sus
manos a mis mejillas.
—Que esto no sea un sueño…
—Estoy aquí. Esto es real. No voy a ir a ninguna parte.
Un sonido retorcido brota de ella mientras su cuerpo se sacude, los
ojos tan vidriosos que me pregunto si está realmente despierta o
atrapada en algún punto intermedio.
—No estoy bien —susurra entre respiraciones superficiales, y las
palabras por sí solas podrían calmar mi corazón para siempre.
—Lo sé…
Yo tampoco.
Le paso la mano por detrás de la cabeza y la arropo contra mi
pecho, que tiembla al compás del cielo, resistiendo el impulso de
apretarla más de lo que sus frágiles huesos pueden soportar.
No quiero hacerle daño. Quiero curarla, mierda.
No soy el hombre amable que ella necesita. El tipo que se merece.
Pero me cansé de jugar un papel pasivo en su vida. Sé dónde termina
ese camino, lo escuché directamente de la boca de Maars.
Con ella bajo tierra.
Ella cree que es prescindible. Que le debe al mundo, aunque nunca
le haya mostrado las mismas libertades.
Solo otra guerra que necesito librar. Y ganar.
—No me dejes ir —susurra contra mi piel.
Contra la cicatriz que dibujó.
—Nunca.
Le rodeo las costillas con la mano para sentir el latido de su corazón
y la aprieto tanto contra mi cuello que puedo medir el ritmo de cada
respiración entrecortada hasta que se convierten en tirones largos y
somnolientos que me arrastran a las profundidades con ella.
La única. La única.
Milaje.
Salgo de un sueño tan tranquilo y quieto que no quiero despertar.
No quiero resbalar de esta cálida losa de piedra en la que estoy
envuelta. Que sube y baja debajo de mí como si tuviera pulmones
reales y funcionales, arrullada por el ritmo lento y fangoso que golpea
contra mí.
Pum…
Pum…
Pum…
Me acerco con la boca, llenándome de almizcle duro y del olor de
una mañana helada. Un olor que me recorre el pecho, llenándome…
Rhordyn.
Abro los ojos de golpe.
Primero me fijo en la ventana, y el mundo que hay tras ella se llena
del brillo polvoriento de la mañana, que arroja una luz tenue a través
de la cabaña. Miro hacia la silla en la que Rhordyn estaba sentado
cuando me quedé dormida y compruebo que, efectivamente, está
vacía.
El pulso me retumba en los oídos al notar mi desnudez.
Las mantas amontonadas en el suelo.
El peso sobre mi espalda desnuda.
Dos brazos pesados y cálidos me rodean. Brazos que pertenecen al
hombre que está debajo de mí; mis piernas están recogidas y a
horcajadas sobre su torso, la cabeza apoyada firmemente sobre su
corazón palpitante. Mis manos se entretejen bajo sus axilas, se
enroscan en su musculosa espalda, las yemas de mis dedos besan sus
omóplatos…
Mierda, mierda, mierda…
Me asaltan recuerdos de medianoche: él arrastrándome a ras de su
pecho sólido como una roca; yo arañándole, enredándonos juntos;
volviéndome a dormir con el sonido de su corazón latiendo seguro
contra mí.
No era un sueño. Era real.
Está aquí, en la cama conmigo. Abrazándome. Dejándome usarlo
como un colchón.
Mi cúpula tiene una enorme hendidura en el centro, apenas visible
debajo de todo lo que se ha derramado fuera de ella: esas tiernas y
crudas enredaderas de alivio que he estado metiendo y metiendo bajo
la superficie ya no son enredaderas, sino un bosque.
Han utilizado mi columna vertebral como escalera para rodear mis
costillas con tanta fuerza que no queda hueso a la vista, y luego han
cosido mi corazón en un bulto ordenado que me hace sentir tan
maravillosamente completa. Han ahogado todas las demás
emociones a la vista, brotando miles de pequeños capullos que
parecen a punto de partirse la cabeza y florecer.
Aprieto los ojos escocidos y suelto una lágrima.
Creía que mi hogar era un castillo asentado al borde de un
acantilado, mirando a una bahía con forma de monstruo que muerde
la orilla. Creía que mi hogar era una torre asomada entre las nubes,
con mis rocas y mis pinturas y mis plantas. Pero me encantaría vivir
aquí el resto de la eternidad y no volver a sentir nostalgia. Es una
sensación que hace que se me escapen más lágrimas.
Porque este momento, este hermoso y perfecto momento, es
robado.
No es mío.
Su temperatura se enfría tan rápido que jadeo, preguntándome si
lo había imaginado caliente en mi estado de medio sueño.
Debe de ser eso.
Sintonizo con su respiración lenta y constante…
Necesito levantarme. Liberarme de su abrazo antes de cometer una
estupidez, como besarlo para despertarlo. Como estirar la mano y
sostener la suya, empujarla más abajo por mi columna, entre…
«Levántate, Orlaith».
Abro los ojos, levanto un poco la cabeza, lo miro directamente a los
ojos plateados y me quedo paralizada.
El corazón se me revuelve en el estómago, un pequeño sonido
ahogado se escapa mientras mantengo esa mirada paralizante.
Tiene el pelo revuelto por el sueño, las cejas fruncidas, la boca seria,
una tensión tan fuerte entre nosotros que estoy segura de que podría
romperse como un cristal.
El mundo podría estallar ahora mismo y yo no me daría cuenta.
Se le hace un nudo en la garganta y gimo cuando su mano se acerca
para quitarme las lágrimas de la mejilla. Estoy demasiado borracha
para no dejarme tocar por él. Para cerrar los ojos y acariciarle la mano,
robándole un sorbo de serenidad porque estoy ávida.
Feliz.
Despojada.
Porque estoy a punto de dejarlo ir y devolvérselo al viento.
Trago saliva, me obligo a abrir los ojos. No me impide sentarme,
bajarme de él. No mueve un músculo hasta que mis pies besan el
suelo.
Su mano se aferra a mi muñeca y, con un par de movimientos
rápidos, se sienta en el borde de la cama conmigo a horcajadas sobre
su regazo, con la frente contra la frente, la respiración caliente y
agitada, los dedos hundidos en mi pelo, que es un revoltijo de ondas
salvajes y rebeldes alrededor de mi cara.
Noto su virilidad dura y pesada entre nosotros, apoyada en mi
vientre.
Paso las manos por su barba para poner una barrera entre
nosotros… en parte. Pero también porque quiero tocarlo.
Sentirlo.
Amarlo.
Su cuerpo se queda completamente inmóvil cuando rozo mis labios
con los suyos, más suaves que el batir de las alas de una mariposa.
Porque soy una ladrona, robo pequeñas baratijas, las guardo en mi
pecho para cuando el festín se convierta en hambruna. Para cuando
no estemos metidos en un espacio tan pequeño con demasiado de él
y sin espacio para respirar.
Para pensar.
Para alimentar mi autocontrol.
La tormenta se agita en mi estómago.
—No puedo —susurro lastimeramente, más lágrimas resbalan por
mis mejillas cuando él emite un sonido retumbante y luego pasa sus
labios por el borde de mi mandíbula.
—Háblame. —Las palabras repiquetean sobre mi piel picada de
piedras y sus dientes se clavan, un suave mordisco que afloja las
cuerdas de mi compostura. Se me escapa un gemido cuando echo la
cabeza hacia atrás, arqueo la columna vertebral, mis pechos doloridos
empujan tanto hacia delante que mis pezones rozan su pecho, las
puntas romas de mi pelo me hacen cosquillas entre los omóplatos
cuando me pasa los labios por la clavícula derecha.
Me planta un beso y casi puedo sentir cómo roza los pétalos de una
de mis flores. Otro se presiona a su lado, como si trazara una
constelación con su boca, incubando el siguiente beso en mi hombro.
Otro más pequeño y suave.
El placer me recorre como miel deslizándose por mis venas, y gimo,
tragándome un gemido de súplica para que lo haga otra vez.
Y otra vez.
Que lo haga para siempre.
Su boca se adentra en mi cuello, tierno.
Me empuja.
Mi cabeza se inclina hacia un lado y él sopla un aliento helado sobre
el hueco estirado, un escalofrío que me estremece la piel.
Imagino una flor senka desenredando pétalos lechosos.
Arrastra su mano desde mi pelo hasta mi columna, y el roce helado
entre mis omóplatos enciende mis nervios.
Mi deseo.
Me apuntala la espalda con su fuerza inquebrantable, dándome
una percha sobre la que arquearme mientras me da más besos en la
clavícula.
Los cuento y los memorizo.
Los guardo.
Diez…
Once…
—Por favor.
No creía que conociera esa palabra.
Me planta otro beso al unísono con el pesado rodar de mi corazón.
—No tengo nada que decir —le susurro, y él emite un sonido
profundo y dolorido, su mano se introduce en mi pelo para acunarme
la nuca. Me aprieta la frente para que lo mire a los ojos plateados bajo
las pestañas manchadas de lágrimas.
—Entonces lucha conmigo —me dice entre dientes apretados—.
Utilízame si es necesario.
Hay una vulnerabilidad en sus ojos que me rompe el maldito
corazón, un silencio expectante que se interpone entre nosotros y que
parece desarrollar su propio pulso hambriento.
Usé al hombre de la guarida de las ninfas del bosque. No utilizaré
al hombre que amo.
Introduzco los dedos entre sus gruesos mechones y soplo en sus
labios, deseando poder inclinarme hacia delante.
Robarle otro bocado.
—Te mereces algo mejor que eso…
Que yo.
Porque estoy rota.
En pedazos.
Una enredadera negra que lo asfixiará hasta la muerte.
Su mirada recorre mi cara en barridos catastróficos,
oscureciéndose.
—No lo merezco. Merezco muchas cosas, pero tu respeto no es una
de ellas.
—No lo entiendes —gimoteo, con voz suave y frágil. Débil, igual
que mi capacidad para luchar contra la gravedad que acerca mi boca
a la suya y roza sus labios. Otra baratija que guardo, acunando cerca
de mi corazón—. Mi amor te destrozará.
Me clava la mano en el pelo de la nuca.
—Entonces moriré feliz —gruñe, y junta nuestros labios en un
choque de desesperado y salvaje abandono.
Un golpe profundo y doloroso del que caigo sobre la hoja.
De buena gana.
Gimo en su boca, tirando de su pelo mientras inclino su cabeza
hacia un lado y avivo el beso. Saboreándolo.
Devorándolo.
Más enredaderas de tierno alivio se agolpan en todos mis recovecos
hasta que apenas puedo inflar los pulmones y mi cuerpo se afloja
como mantequilla que se ablanda.
Nos deslizamos juntos, una fusión perfecta de hambre y reposo,
nuestras almas parecen rozar con el roce de nuestras lenguas y el tirón
de nuestros labios. Retumba dentro de mí, casi como un ronroneo,
haciendo que el calor se acumule en mi bajo vientre.
Me vuelvo codiciosa… voraz. Muevo las caderas.
Solo una vez.
Una descarga de placer me atraviesa cuando ese tierno manojo de
nervios roza su sólida longitud, como una descarga eléctrica en el
órgano dolorido de mi pecho, recordándome todos mis bordes
chamuscados y dentados.
Rompo el beso y apoyo la cabeza en su hombro, con la respiración
agitada y pesada.
El corazón me late con fuerza.
Respira…
Me rodea con los brazos, me roza la sien con los labios y me da un
beso helado que me pone la piel de gallina.
Abro los ojos y veo la ancha cicatriz levantada en su pecho…
Un escalofrío recorre mis venas, apagando el palpitar entre mis
piernas.
Recuerdo el tacto de su sangre en mis manos, cómo se sentía
cuando se secaba y se agrietaba.
Recuerdo cómo me besó en la cabeza justo antes de desaparecer.
Recuerdo sus últimas palabras, que me dieron tanto y me quitaron
tan poco a pesar de todo lo que acababa de hacerle.
«No llores».
La culpa se abate sobre mí. Una culpa fea y egoísta que satura el
aire y dificulta la respiración.
No puedo controlar lo que llevo dentro.
Hice pedazos a mi propia madre.
No tenerlo en absoluto… vale mucho más que perderlo de nuevo.
Poniendo una mano sobre su cicatriz, la otra sobre su mandíbula,
miro a unos ojos plateados que reflejan mis mejillas sonrojadas, las
pestañas manchadas de lágrimas y el desorden salvaje de mi pelo.
—Milaje…
—Esto ha sido un error.
Sus ojos se cierran, un sonido crudo y furioso hierve en el fondo de
su garganta.
—No puede volver a ocurrir.
Empapada en el embriagador almizcle de nuestros olores
enredados, me quito de su regazo y retrocedo hacia el perchero,
deseando que se quede.
No hagas esto más difícil de lo que ya es.
Sus caninos se alargan. Sus orejas se afilan. Sus ojos se oscurecen.
Por favor…
Se levanta, empequeñeciéndome tanto en tamaño como en
presencia mientras avanza, enorme. Desnudo.
Bestial.
Cuando está tan cerca que siento su estática contra mi piel, se
detiene, me agarra la barbilla y me inclina la cabeza, sus palabras son
una escarcha que roza mis labios cuando dice:
—No me inclino ante nadie, pero me arrodillaré ante los dioses y te
rogaré que elijas esto. Que vivas.
Me planta un beso en la frente y, de nuevo, me lo imagino cayendo
de espaldas por un acantilado, hacia las profundidades espumosas.
Muerto.
—Vístete —murmura contra mí, agarra sus pantalones del
perchero y se los pone, subiéndoselos—. Te llevaré a casa. —Agarra
su espada, se dirige a la puerta y la cierra con un golpe seco.
Me oprimo la garganta, respiro entrecortada y agudamente al
imaginármelo en pedazos, apestando a muerte quemada…
Asesina.
Las enredaderas que estaban tan llenas de brotes y esperanzas se
vuelven amarillas, marrones y luego negras, y se deshacen en un
montón de polvo y semillas de tinta que me obstruyen las entrañas.
Recojo con cuidado esas preciosas y esperanzadoras semillas,
metiéndolas por la hendidura de mi cúpula antes de arrancar gotas
de brillo, llenando con ternura la hendidura irregular mientras me
derrumbo al suelo y lloro.
Masajeándome las sienes, paso por encima de las frondas caídas y
las lianas gordas y aterciopeladas que han tejido caminos entre la
maleza empapada.
Empezó como un leve e insistente picoteo entre todos los pliegues
de mi cerebro, un dolor de cabeza diferente a los que me he
acostumbrado. Ahora parece como si un martillo me estuviera
haciendo agujeritos en el cráneo para guardar sus golosinas
invernales.
Las nubes crepitan en lo alto, con hilos de lluvia que se entretejen
en el dosel y golpetean sobre hojas redondas como platos. Miran al
cielo, buscando el más mínimo rayo de luz que se filtre entre el follaje
opresivo.
El goteo de la sinfonía de la lluvia es un bienvenido respiro para el
silencio que se interpone entre nosotros.
Miro por encima del hombro y veo a Rhordyn cuatro pasos por
detrás, con la espada en la mano y el cuerpo como una torre de
músculos ondulantes.
Su mirada de hollín se clava en mí.
Vuelvo a girar la cabeza, con las mejillas encendidas, incapaz de
evitar que mi mente se sumerja en imágenes de su boca sobre mi piel.
Plantando un tierno rastro de amor que me enciende y me quema el
alma ennegrecida.
Me aclaro la garganta y aparto una enredadera mientras paso por
encima de un tronco caído.
He tropezado con una roca esta mañana y ahora Rhordyn se niega
a tomar la delantera, siguiéndome con pasos casi silenciosos, sin
hablar salvo por alguna que otra instrucción severa.
Una sombra melancólica atada a mi estela.
Tal vez debería agradecer el silencio, pero con su mirada helada
clavada constantemente entre mis omóplatos, y con el recuerdo de su
boca en la mía mientras nuestras almas se rozaban, el fuerte golpeteo
de la lluvia no podría ser más un alivio.
Llegamos a un muro de enredaderas y él me pone la mano en el
hombro, abriéndose paso a través del garabato de cortinas nudosas
de un par de poderosos golpes.
—Gracias —le digo, atravesando el tajo cortado y adentrándome
en otro tupido, húmedo y apretado segmento de la jungla.
Fantástico.
Me reajusto la vaina que me cruza el pecho, la funda que me baja
por la columna vertebral, rellena con la espada que recogí de la
cabaña. Estiro los hombros, luego el cuello.
Vuelvo a masajearme las sienes.
Mi pie se engancha en una piedra y me tambaleo hacia delante. La
mano de Rhordyn serpentea alrededor de mi cintura tan deprisa que
no me doy cuenta de lo que ocurre hasta que me aprieta contra su
duro pecho: respiración agitada, corazón palpitante. Una bandada de
polillas del tamaño de mi cabeza se desprende de los troncos de los
árboles circundantes en una agitación de tonos azules, enjambrando
hacia el dosel de la selva para reubicarse entre los altos árboles.
—Brakenmoth —retumba Rhordyn tan cerca de mi oído que siento
el roce de sus labios helados devastando mis nervios.
Trago saliva y suelto la daga que tengo en el muslo.
—Son bonitas.
—Cuando se sienten amenazadas, paren un aguijón más largo que
tu pulgar, su veneno es lo bastante potente como para matar a un
niño.
Se me hiela la sangre.
—Retiro lo que he dicho.
—Hay bestias que viven en la oscuridad y que han aprendido a
esconderse de los Irilak —murmura mientras las polillas de la muerte
agitan sus alas contra sus nuevos lugares de descanso, cambiando
ligeramente sus colores hasta que se funden con los árboles y
desaparecen ante mis ojos—. Son maestras del camuflaje y de
enmascarar sus olores. —Me mira, frunciendo el ceño—. La jungla es
impredecible, y tus pasos son cada vez más torpes. Tropieza de nuevo
y te llevaré.
Este dolor de cabeza tiene sus garras tan clavadas en mi cráneo que
la idea de que me lleven a cuestas me resulta agradable, aunque
nunca se lo admitiré a él. No hay espacio suficiente en esta densa
jungla para escapar de la tensión paralizante que nos separa.
—Mensaje recibido —murmuro, intentando zafarme de su brazo.
Me agarra con más fuerza y agarra una de las hojas que hay sobre
mi cabeza. La baja hasta que queda a la altura de mis ojos y veo el
charco de lluvia en su profundo hueco.
—Bebe.
—No tengo sed.
De hecho, me duele la garganta, y el plátano por el que Rhordyn se
subió a un árbol hace unas horas no me sienta demasiado bien, a
pesar de ser el mejor plátano que he probado nunca, dulce como un
caramelo con notas de piña y melón.
—Puedo quedarme aquí todo el día —dice con indiferencia, y yo
gimo, levantando las manos para acunar las suyas y poder medir
cuánto inclina la hoja.
A pesar de mi reticencia, agradezco el agua de lluvia fresca y
deliciosa que me refresca por dentro y por fuera, y le doy un codazo
en las manos cuando me he saciado.
—¿Feliz? —pregunto, limpiándome la boca.
Él gruñe y devuelve la hoja a su sitio en nuestro estrecho espacio.
Me suelto de su agarre y sigo adelante, sorteando árboles y un
interminable macizo de grandes rocas azules con vetas doradas. Así
que cuando veo una losa negra de piedra asomando por un hueco
entre el follaje, se me para el corazón.
—No me lo puedo creer —susurro, con una burbuja de esperanza
hinchándose en mi pecho, el fondo de mis ojos ardiendo mientras me
precipito entre los árboles.
¿Estamos casi en la frontera?
¿Están a punto de convertirse la piedra azul, el calor húmedo y el
follaje de pizarra en hierba esponjosa, roca negra y árboles antiguos
y nudosos con hojas del color de las esmeraldas?
Rebaso la gran losa oscura y entro en un bendito claro cuatro veces
más grande que mi habitación en Stony Stem. Cuento doce agujas
planas de piedra perforadas a través del perímetro circular, algunas
vestidas con enredaderas plateadas de grayslades que asoman sus
cabezas hacia el cielo inestable. En el centro del círculo hay una
vivienda pequeña y sencilla, hecha de un montón de troncos
apoyados unos contra otros, que se juntan en el centro con un haz de
lianas que los mantienen en su sitio; lo bastante grande como para
proporcionar una noche de refugio de la lluvia, pero no mucho más.
Y la lluvia… es un tesoro bajo el que me arremolino, con los brazos
extendidos y la cara inclinada hacia el cielo. Aspirando un aire ligero
y fresco.
Por primera vez desde que salimos esta mañana, puedo respirar.
Me detengo, me agacho y enhebro los dedos en la hierba espesa y
mullida mientras Rhordyn pasa a mi lado, asomando la cabeza dentro
de la cabaña.
—¿Qué tan cerca estamos de la frontera? —pregunto, olfateando el
suelo empapado y hundiendo más los dedos.
—Dos días si aceleramos el paso.
Gimo contra la hierba.
No pasará nada hasta que duerma este dolor de cabeza.
Levanto la cabeza y lo miro por debajo de las pestañas.
—¿Podemos dormir aquí esta noche?
—Aún falta una hora para que se ponga el sol, y hoy no hemos
recorrido mucho terreno. —Recorre el claro con la mirada y luego me
mira por encima del hombro, con la boca delineada mientras desliza
la espada en la vaina y asiente.
Gracias a los dioses.
Mi atención se desvía más allá de él, hacía el árbol de la trompeta,
de aspecto antiguo, está más allá del anillo de piedras. Está en plena
floración: pequeñas flores azules en forma de campana cubren las
ramas nudosas que se extienden a lo largo y ancho. Un grupo de setas
altas y pálidas brota de una de las ramas nudosas a unos tres metros
del suelo.
Setas con las que estoy jactanciosamente familiarizada.
La hierba canina suele crecer en la mierda, pero debe prosperar en
este entorno húmedo y, ahora mismo, es la respuesta a todos mis
problemas de dolor de cabeza y de sienes.
Trepo y paso corriendo junto a Rhordyn, zigzagueando entre las
piedras mientras me desabrocho la espada y la apoyo en la base del
grueso y húmedo tronco. Me agarro a un nudo, apoyo un pie en la
robusta superficie y me elevo de rama en rama.
Al llegar a un punto en el que hay una serie de venas vidriosas,
frunzo el ceño y arrastro el dedo por las suaves líneas, trazándolas
hasta que se estrechan…
Interesante.
—Un minuto quieres parar a pasar la noche y al siguiente estás
trepando a un árbol.
El barítono de Rhordyn casi me saca de mis casillas.
—Hay un huerto de Dogwarth ahí arriba —digo, echándole un
vistazo en la base del árbol—. No te quedes ahí, podría caerte encima.
Se mantiene firme, cruzando los brazos sobre el pecho.
No sé por qué me molesto a veces.
—Si caigo…
—Ya hemos hablado de esto —retumba, y yo me detengo,
lanzándole otra mirada.
«No determinaré tus pasos, Milaje. Incluso te dejaré tropezar. Pero
me niego a dejarte caer».
Se me calientan las mejillas y vuelvo a centrar mi atención en el
árbol. Llego a una hendidura del tronco y me subo a la rama de la que
brota el Dogwarth. Me pongo de pie y la rama se tambalea debajo de
mí, sacudiendo algunas de las flores azules y esparciéndolas sobre la
cabeza de Rhordyn.
Sonrío.
La línea entre sus cejas se suaviza.
Sigo avanzando por la rama, dejo atrás los mechones de flores y me
dejo caer sobre el vientre cuando me acerco a las setas, una rama más
grande y gruesa que se arquea sobre mí como el marco de una puerta.
Estiro el brazo y arranco uno de los altos tallos, libero el cepellón y
lo huelo, con las cejas a punto de saltarme de la cara. Lo aparto de un
manotazo y sostengo la carnosa copa bajo una gota de lluvia.
—Bueno, eso tiene más sentido —murmuro, me meto la parte
superior de la seta en la boca y mastico, gimiendo al sentir un alivio
instantáneo. Como si me hubiera metido la mano en el cráneo y
hubiera puesto una manta fría y adormecedora sobre el bulto de
dolor.
Dulce, dulce misericordia.
Concentro mi atención en el rubor restante. En la mancha de
sustancia negra pegajosa que parece haber caído desde arriba,
ensillando la rama como un reguero de alquitrán.
—¿Qué tiene sentido?
Arranco otro capullo, lo enjuago y me lo meto en la boca,
masticando la carne densa y terrosa.
—Esto suele crecer en la mierda —digo, tragando—. Pensé que
estaba desovando aquí arriba debido a la humedad, pero no. De
hecho, está brotando de una mancha de mierda.
Tomo otra taza grande y observo a Rhordyn desde mi elevada
posición, mirando a mi objetivo con el ceño fruncido.
—Atrápalo.
Lo suelto, segura de que le va a dar en la cara, pero su mano se
levanta como un rayo y lo atrapa segundos antes de que le dé en el
ojo. Con los labios erguidos, me lanza una mirada pétrea que me dice
exactamente lo poco que le gusta que le tire setas de mierda a la cara.
—Lo tengo —me dice, agitándolo hacia mí—. Ahora agáchate.
—Estás siendo muy mandón para estar a tres metros por debajo de
mí.
Vuelvo la vista al grupo, buscando mi próximo objetivo. No está de
más tener una buena reserva en el bolsillo para más tarde. Hace un
momento, mi cráneo parecía la jaula de un martillo, y no tengo
ningún interés en volver a sentirme así mientras atravesamos este
infierno húmedo.
—Orlaith, necesito que bajes. Ahora mismo.
Agarro otro tallo gordo y lo suelto.
—Lo que tú necesitas y lo que yo necesito son dos cosas
completamente distintas —digo, colgando mi munición sobre su
cabeza, apuntando a mi objetivo gruñón.
Dejo caer la seta y frunzo el ceño cuando se aparta. Mirando a mi
lado, la deja caer al suelo en lugar de agarrar mi seta de mierda como
un caballero.
Tsk.
—Eso no ha estado bien. Intentémoslo otra vez.
Estoy arrancando otro tallo cuando un soplo de viento sacude la
rama, y alargo la mano hacia la que está arqueada sobre mí para
estabilizarme.
Se mueve bajo mi mano…
Doy un respingo cuando un silbido estridente enciende mis
nervios. Inmóvil, con un cosquilleo en la piel, mi mirada se desliza
por la gruesa y lisa rama.
Pero no es una rama.
Una enorme serpiente se estremece, sus escamas marrones y azules
se transforman en una piel tan negra como la oscuridad que se
enrosca en mi sombrío abismo. Más rápido que un látigo, su cabeza
grande y cuadrada se mueve de golpe, sus ojos rojos se abren
parpadeando y sus pupilas se estrechan hacia mí.
Con el corazón martilleándome, respiro agitadamente mientras la
larga lengua bífida de la serpiente se desliza probando el aire.
Mi piel.
Su boca se abre de par en par, dejando al descubierto una caverna
de tendones y dos grandes sables punzantes que salen de su
mandíbula superior.
Mi mano agarra la empuñadura de mi espada…
Se oye un silbido y la cabeza de la serpiente se desprende de su
cuerpo, salpicándome la cara con un chorro de sangre. Me abrazo al
árbol mientras la gruesa y carnosa longitud de su torso se precipita a
mi lado, cayendo al suelo del bosque en un montón que se retuerce.
Miro por encima de mi hombro y mi corazón tantea una incursión
de latidos dispersos.
Rhordyn está encaramado a la rama que hay detrás de mí como un
felino feroz y poderoso: con los dientes desnudos, las orejas afiladas
y los ojos en un olvido de tinta que sombrea la piel que lo rodea.
Empuña mi espada de plata cubierta de sangre y su hermoso cuerpo
bárbaro está salpicado de tonos rojos.
—Son basiliscos de manada —gruñe, clavándome la espada en la
mano—. Y son muy territoriales. Una vez que su nido es perturbado,
pululan como una maldita plaga. —Salta y aterriza con tanta fuerza
en el suelo que las vibraciones suben por el árbol.
A través de mis huesos.
Saca la espada de su funda.
—Quédate ahí —gruñe, mirándome con ojos desorbitados. Algo
espeso y verde como la hierba se desliza desde un nido de arbustos
cercanos, la piel se estremece en un retorcimiento de oscuridad. La
serpiente se levanta, arqueándose, con las fauces abiertas y los
colmillos desnudos a la espalda de Rhordyn.
Unas manos fantasmales parecen descender desde arriba y me
aprisionan la garganta mientras él gira, atravesando con su espada el
cuello carnoso del basilisco tan rápido que todo el movimiento es un
borrón de negro y plata y piel ricamente bronceada.
De fuerza siseante y gruñona.
Sedosas columnas de sangre se esparcen por la hierba.
Toda la jungla parece oscilar, y mi entorno se convierte en un
enjambre de serpientes hirvientes y escurridizas que cambian de
color ante mis ojos, pasando de azules y marrones y tonos acerados a
una maraña de Rhordyn de tinta cargada de muerte.
Arremetiendo contra él.
Se me aprieta la garganta…
Aprieta.
Rhordyn se mueve demasiado rápido para que pueda seguirlo;
acuchillando, apuñalando.
Matando.
Es una torre de poder, cortando cabezas sibilantes con cada golpe
ciclónico de su espada, pero la negrura sigue retorciéndose hacia él.
Amontonándose a su alrededor.
Asfixiándolo.
Se pierde en un nudo de cuerpos que se retuercen y la mano
invisible que me rodea el cuello me aprieta tanto que apenas puedo
respirar.
De repente, ya no veo serpientes…
Veo mi oscuridad brotando a través de las grietas de mi piel,
arremetiendo contra el hombre que amo. Lo veo en pedazos por todo
el suelo, su carne chamuscada plagada de forúnculos llorosos, los ojos
abiertos sin ver.
Muerto.
Me veo de pie junto a él, con las sombras manchando mis manos.
Con la cara retorcida de angustia mientras me araño el pecho,
intentando abrirme un agujero en las costillas y arrancarme el dolor.
El tiempo se ralentiza.
Esa macabra criatura de la muerte se escabulle por el borde de mi
abismo interno y despliega unas alas ramificadas, con las piernas
recogidas y la cola colgando, mientras agita mis entrañas en un
revuelo tan rabioso que cada enredadera y fragmento de cristal y
mota de restos marchitos estalla en una tormenta de rabia
trabajadora.
Inclina la cabeza y grita.
Dejo de sujetarme al árbol y caigo hacia la cabeza del basilisco con
un rugido que me hace sangrar la garganta, clavándole la espada en
la corona del cráneo, justo entre los ojos. La afilada punta atraviesa
las capas de piel curtida y hueso antes de ceder ante algo blando.
La criatura, inerte, cae al suelo y suelta mi arma con un chirrido
húmedo.
Mi espada se convierte en una extensión de mi brazo mientras
atravieso la garganta de una bestia que se arquea, cortando su silbido,
imaginando otra enredadera de tinta de muerte hirviente
descomponiéndose dentro de mí.
Muerto.
Otro latigazo gruñendo y atravieso a una criatura por la cabeza,
partiéndole la cara en dos.
Me vuelvo hacia la pila de cuerpos negros enroscados que se
retuercen, segura de que estoy en las profundidades de mi abismo
interno, acechando esa oscuridad chisporroteante que no hace más
que matar.
Matar.
Matar.
Levanto los brazos y clavo la espada, cortando los restos ya
destrozados con golpes salvajes que me atraviesan todo el cuerpo.
Rhordyn se libera de la pila como un sangriento necrófago que
resucita de entre los muertos, con los hombros agitados y las manos
arañando, abriéndose camino a través del nido de sangre y negro,
apartando trozos de carroña de su camino hasta que planta los pies
en tierra firme.
Sin embargo, doy tajos, tajos, tajos, destrozando vísceras y sangre
con cada golpe frenético, pintando mi cara, mis brazos y mi cuerpo
con una laca roja.
Pero el rojo es mejor que esa muerte negra y chisporroteante.
El rojo es mejor.
El rojo es mejor.
El rojo es…
Un peso se posa en mi hombro.
Giro, gruñendo, y el arma que tengo en las manos choca con la
espada de Rhordyn en un tintineo de metal entrechocado; el cruce es
tan violento que siento que el golpe me sacude los huesos, y la sangre
salpica nuestras espadas, salpicando sus duras facciones.
Miro a sus grandes ojos de tinta, al reflejo que rebota en su
superficie, y todo lo que veo es la cara de un monstruo que me
devuelve la mirada.
Dondequiera que va, la muerte la sigue.
Todo lo que toca se convierte en cenizas.
De repente, no veo a Rhordyn sosteniendo su espada…
Me veo a mí.
Mi labio superior se despega hacia atrás mientras esa criatura sigue
aleteando. Sigue gritándome en la garganta, arrancándome
fragmentos de emoción que me desgarran por dentro.
Sacudo la cabeza y me río: un sonido salvaje y desatado que se
arrodilla ante las cuerdas de mi enredada locura.
—Te odio —gruño.
Un relámpago enciende la penumbra y atraviesa esa mirada violeta
tan marcada contra el oscuro abismo.
—No haces más que destruir todo lo que tocas —grito a través de
la lluvia torrencial, apartando una oleada de lágrimas—. Todo lo que
amas. El mundo sería mucho mejor si desaparecieras.
—Orlaith…
Sí.
Ella.
Muestro los dientes y arremeto.
Bloqueo su golpe salvaje, el sonido de metal contra metal chocando
a través de la selva como el tañido de una campana de guerra.
—Eres un monstruo —gruñe, la lluvia torrencial le limpia la sangre
de la cara y el pelo, con los rasgos desgarrados por el odio puro y sin
diluir que acaba de lanzarme.
—El tuyo, Orlaith.
Otro golpe, y casi me destripa, la punta de su espada azotando mi
ombligo, tan cerca que un silbido de aliento se apodera de mí.
Mierda.
Bloqueo su siguiente golpe, que va directo a mi garganta, y un
gruñido surge de lo más profundo de mi pecho.
—Has estado cerca, Milaje.
—La has matado —gimotea, lanzándome un golpe que bloqueo,
con la respiración entrecortada.
Se me para el corazón.
—¿A quién, Orlaith? ¿A quién maté?
—¡A ella! —grita, con voz angustiada.
Otro tajo en el abdomen, éste en la cadera, un rasguño demasiado
superficial para sangrar.
Justo.
Pero aguantaré sus golpes afilados hasta que se quede sin ellos y
entonces empezaremos de cero. Resolver lo que sea que haya hecho
que su odio vuelva a dirigirse hacia mí. Si es un ciclo interminable
que dura toda la eternidad, que así sea.
Gira, zumbando, acuchillando mis piernas. Retrocedo de un salto,
tan concentrado en ella que no me fijo en el cadáver del basilisco que
tengo detrás hasta que tropiezo con él y mi columna se estrella contra
un árbol. Su espada me hace una muesca en la garganta y ella gruñe,
con su cálido aliento asaltándome la cara.
Dejo que mi espada cuelgue a un lado.
Con el pecho agitado, de puntillas, se inclina hacia mí, con el pelo
empapado chorreando restos de sangre por los bordes.
Con las cejas fruncidas, busco sus ojos amatistas.
Aprieta la hoja lo suficiente como para que sienta que mi piel
amenaza con partirse, sus ojos vidriosos, su potente ira tiñendo el
aire.
—Y tú también vas a matarlo. —Su rostro se derrumba y siento que
mi corazón imita el movimiento—. Vas a intentar quitármelo otra vez,
¿verdad?
«Pero no te dejaré».
Sus pensamientos llegan a mí como un soplo de humo turbio que
me atraviesa el pecho, y mi ceño se frunce.
A él…
—Te odio —repite ella, siseando las palabras entre dientes
apretados, y la comprensión me golpea como un mazo.
Sus palabras llenas de odio, sus ojos vidriosos…
Está hablando sola.
Me crujen las costillas por el fuerte golpe de la comprensión.
«El mundo sería mucho mejor si desaparecieras…»
Dejo que mi arma caiga al suelo, agarrando el puño cerrado
alrededor del pomo de la suya. Con la otra mano, agarro el extremo
afilado de su espada.
Su mirada se desliza hacia un lado, ensanchándose, el labio
superior temblando mientras la ira retuerce su hermoso rostro en un
nudo. Presiono, sintiendo el filo clavarse en mi palma, enriqueciendo
el aire con el olor de mi sangre. Espesa.
Potente.
Suya.
Sus fosas nasales se agitan y su ceño se frunce. Traga saliva y
parpadea mientras sus ojos se abren y se levantan.
Mirándome directamente.
El terror destella a través de esas gemas púrpuras, destrozándome
hasta la médula.
Retrocede tambaleándose, con la espada ensangrentada cayendo al
suelo mientras se mira las manos temblorosas, estirándolas,
agrupándolas. Me quedo apoyado en el árbol, respirando hondo y
con dificultad, viéndola hundirse en las profundidades, cada vez más
lejos. Como una estrella que cae del cielo en un trágico resplandor de
brillo y muerte.
«No fuiste tú, Milaje».
—Antes de atravesarme el pecho con la garra, me dijiste que habías
matado a tu madre.
Levanta la cabeza y las raíces de su semilla se retuercen en mi pecho
como si la hubiera pinchado con un palo.
Sus ojos se endurecen y levanta la barbilla.
—No sé de qué me estás hablando.
—No me mientas —susurro.
Su mirada se quiebra como el cristal, un leve gemido se escapa.
Sus ojos me suplican que no mire.
Los míos blanden el peso de una disculpa que nunca será suficiente
para levantar la culpa arraigada en mi alma.
—Tú no la mataste.
Oigo cómo le da un vuelco el corazón, cómo algo parpadea en su
mirada demasiado rápido para que yo pueda seguirlo.
—¿Qué quieres decir?
Miro la joya que cuelga de su cuello, vuelvo a su cara, desgarro la
tumba dentro de mi pecho con las manos desnudas y ensangrentadas.
Sabiendo que probablemente nunca la sacaré de lo que estoy a punto
de decir. Una terrible verdad que he guardado en mi pecho durante
demasiado tiempo.
Ella nunca me perdonará, pero eso está bien.
Mientras se perdone a sí misma.
—Solía comprarle sangre a tu madre. Sangre que usaba para
construir duendes de obsidiana como éste —digo golpeando las
piedras con la mano.
Su mirada se desvía hacia ella y vuelve a mí.
—Lugares para que la gente encuentre consuelo de las bestias que
asolan el continente.
Frunce el ceño y niega con la cabeza.
—Yo no…
—La instalé en una casa que creí segura. Pero me equivoqué.
Tan jodidamente equivocado.
Se le llenan los ojos de lágrimas mientras me mira sin pestañear.
Sin respirar.
—La encontré esa noche con una herida de un Vruk.
Sálvala, Rhordyn. Sálvala, Rhordyn. Por favor.
Lo estoy intentando…
—No entiendo…
—Le fallé. Fallé en mantenerla a salvo. Entonces atravesé su
corazón con mi espada.
Un sonido se desliza entre los labios de Orlaith, magullados y
crudos. Parpadea, y las lágrimas caen por sus mejillas, fundiéndose
con la lluvia que resbala por mi camisa hasta su tembloroso cuerpo.
—Yo maté a tu madre, Orlaith. Yo.
Conozco el peso aplastante del dolor. Te martillea hasta que estás
tan aplastado que apenas te pareces a ti mismo. Apenas funcionas,
pero estás maldito a existir. Feliz de que la gente te pisotee con tal de
no tener que levantarte y mirar tu reflejo en sus ojos.
Pero si la pena es aplastante, esto es lo contrario.
Es el antídoto.
No maté a mi madre.
Mi rostro se derrumba, los ojos se me cierran, el pecho me tiembla
con la fuerza de mis sollozos silenciosos. Dejo que esa respiración
cautiva me roce las entrañas, zarandeada por el implacable temblor
de mi pecho mientras busco en mi interior y levanto la cúpula.
La inclino hacia un lado.
Observo con silencioso asombro cómo las semillas de alivio que
había escondido echan raíces y brotan, enroscándose alrededor de
mis costillas, trepando por mis vértebras. Los pequeños brotes se
hinchan, sus pieles se abren en cuatro direcciones y liberan racimos
de pétalos amarillos como la mantequilla, llenando mi interior con el
color del sol. Con un calor reconfortante y un revoloteo de amor.
De comprensión.
Exhalando estremecida, abro los ojos, herida por la mirada de plata
magullada que se me clava. Mirándome como si suplicara un castigo.
Se me parte el corazón.
La culpa…
La herida supurante que ignoras hasta que estás agotado,
tambaleándote entre la vida y la muerte. Intentando levantarte del
suelo y encontrar una razón para vivir de nuevo.
Pero él no pertenece a ese campo de batalla. No puede hacerse
responsable de lo que pasó esa noche.
Yo tampoco pertenezco a ese campo de batalla.
Mi oscuridad no la mató… No era una bestia incontrolable que
todo lo consumía. Significa que hay esperanza, una hermosa
esperanza sin ataduras.
—Gracias —susurro, y Rhordyn frunce el ceño.
Por mostrar piedad a mi madre en la muerte para que no tuviera que
sufrir…
Por liberarme de esta culpa…
—No soy el monstruo que creía ser, y tú tampoco. —Hay un
destello de confusión en sus ojos mientras avanzo hacia él con mi
propia intención.
Desatada.
Me pongo de puntillas, le subo las manos por el pecho, le rodeo el
cuello, le enredo los dedos en el pelo de la nuca y aplasto mis labios
contra los suyos.
Cálidos.
Felizmente cálidos.
Sin embargo, su cuerpo es una estatua, con los brazos rígidos a los
lados. Incluso su pecho está inmóvil, como si no pudiera respirar.
Le meto los dedos en la barba, inclino la cabeza y le fuerzo a separar
los labios.
Su energía cambia.
Se rompe.
Me rodea el cuerpo con los brazos y me aprieta cada vez que hunde
la lengua, mientras me lanza un gemido agónico a la garganta, al
pecho. Me mete las manos en el pelo, me agarra la cabeza y nos
separa, obligándome a aspirar un aire que me resulta insuficiente
porque no procede de él.
Con las cejas fruncidas, me mira a los ojos como si estuviera
buscando entre mis baratijas y luego emite un sonido de dolor. Me
roba el aliento con un beso tierno, profundo y lento. Que se hunde en
mi alma y saborea cada magulladura. Cada dolor.
Cada trozo de dolor.
Me recorren pulsaciones de placer.
Con avidez, manoseo su poderosa figura, recorriendo la exquisita
extensión de su espalda, bajando las manos y metiendo los dedos más
allá de la cintura de sus ajustados pantalones.
Quiero que me tome.
Que me devore.
Quiero que se coma mi alma y la escupa en un montón que nadie
más que él pueda recomponer.
Otro gemido de dolor y me agarra las mejillas, echándome la
cabeza hacia atrás para plantarme un beso en la frente.
—Para…
Levanto la mirada para encontrarme con la suya.
—¿Por qué? —Resoplo entrecortadamente, su pecho sube y baja al
mismo ritmo voraz.
—Porque estoy a punto de desgarrarte tan rápido que dejarás de
saber dónde termino yo y dónde existes tú.
Gimo, mis rodillas casi ceden mientras un calor hambriento golpea
entre mis muslos.
—¿Y si quiero eso? —Me atrevo a susurrar.
Decir mi verdad a las estrellas, preguntándome si me susurrarán
de vuelta.
Por un momento, nada. Nada más que él y yo mientras
comparamos nuestras heridas a través de una sola mirada.
—Todavía hay mucho que no sabes, Orlaith.
—No me importa —digo con seriedad.
Nada podría cambiar lo que siento.
Por él.
Sus ojos se encienden, haciéndome preguntar si ha visto mis
pensamientos entretejerse en el tejido de mi alma.
Doy un paso atrás, zafándome de su agarre que se afloja.
Otro.
Una tensión se extiende entre nosotros, como si tal vez pensara que
estoy a punto de huir de esto.
De nosotros.
El corazón me da un vuelco mientras doy otro paso atrás,
balanceando un poco las caderas.
Al darse cuenta, sus ojos se ensanchan antes de oscurecerse en un
hermoso y devastador tono de olvido. Un profundo rugido retumba
en el aire, pero se queda atrapado en su pecho mientras sus hombros
parecen hincharse y sus músculos se expanden.
Una mirada al bulto de sus pantalones casi me hace arrodillarme,
y me doy cuenta de que lo entiende.
Que lo ve.
No huyo de él… corro hacia él.
—Milaje —dice, con una voz oscura que me hace sentir a la vez
llena y dolorosamente vacía.
Trago saliva.
Otro paso atrás.
—Rhordyn…
—No entiendes el juego al que estás jugando.
Una pequeña sonrisa engancha la comisura de mis labios.
—¿Me enseñas las reglas?
Los tendones de su cuello se estiran cuando llena el pecho de
aliento y luego lo expulsa lentamente.
—Si corres, te perseguiré.
Aprieta los puños, como si imaginara sus manos atrapando mi
huida, y un rayo de emoción me recorre las venas.
—Te atraparé.
Una inhalación estremecida.
—Te cogeré.
Un gemido deseoso.
—Y no habrá vuelta atrás.
Otro paso robado.
Otro.
Su labio superior se despega.
—No más folladas imprudentes.
Las palabras son una sacudida de mi alma. Una pregunta.
Una búsqueda de confirmación.
Trago grueso.
Con las mejillas encendidas, doy otro paso atrás.
Su gruñido serrado me araña la piel, los caninos se deslizan hacia
abajo tan rápido que se me corta la respiración.
—No más —susurro, oyendo el rechinar de sus dientes.
Su poderoso pecho se infla. Suelta por la nariz y cruje el cuello de
un lado a otro.
—No más mentiras para ocultar tu dolor —gruñe, las palabras más
gruesas que las anteriores.
Le sostengo la mirada.
Otro paso atrás.
Todo su cuerpo se bloquea, como si pusiera toda su fuerza en
mantener la columna vertebral clavada en el árbol.
Otro rayo de emoción me recorre las venas, vibrando en lo más
profundo de mi ser, y un gemido casi sale de mis labios, con el
corazón latiéndome tan fuerte que lo siento en la base de la garganta.
—Si huyes, eres mía —me dice con una suavidad tan mortal que
apenas lo oigo por encima del repiqueteo de la lluvia.
Inclino la cabeza hacia un lado.
—¿Y si no lo hago?
Silencio. Incluso la tormenta parece detener su estruendosa
sinfonía mientras algo se agita en el fondo de sus ojos, riachuelos de
agua recorriendo su cuerpo perfectamente esculpido. Tan
bárbaramente bello que me duele el pecho al verlo mientras otras
partes de mí tienen hambre.
Apoya la cabeza contra el árbol y me mira con las pestañas bajas.
—Entonces te diré otra verdad para que puedas volver a odiarme.
Odio…
El amor que siento por este hombre ha crecido sobre los cimientos
de esa palabra de cuatro letras. Él ha visto muchos de mis lados feos.
Yo he visto muchos de los suyos.
Los dos estamos magullados por la batalla que nos costó llegar
hasta aquí, pero los árboles altos se desarraigan en las tormentas de
viento si no se cava un agujero lo bastante profundo para atarlos al
suelo.
Ámalo hoy, ódialo mañana. No voy a ninguna parte.
Le dirijo una sonrisa, giro sobre mis talones y corro.
Deja de llover mientras me adentro en los densos confines de la
jungla, perseguida por el silencio. Pero el cosquilleo de mi piel y los
nervios crispados me hacen ser consciente de que me persigue.
Me caza.
Mis pulmones trabajan, el corazón late al ritmo de mis pies, cada
paso apresurado rasguea ese dolor crudo y tierno entre mis piernas
hasta que cada movimiento hacia delante es una victoria apenas
ganada.
Me lanzo alrededor de árboles parcialmente acristalados, medio
congelados en una inquietante eternidad transparente, las otras
mitades muertas o blanqueadas o desmoronadas. Los rayos de sol
atraviesan el follaje translúcido y crean focos brillantes en la
penumbra. Una parte de mí quiere detenerse y maravillarse ante el
mundo cambiante que me rodea, pero el corazón me late con
demasiada fuerza. El latido de mi corazón es demasiado agobiante.
Mi monstruo me pisa los talones.
Al pasar junto a lo que parece la entrada de una cueva excavada en
el borde de una colina, me arriesgo a echar un vistazo por detrás,
incapaz de verlo, pero siento su gélida mirada recorrer mi rostro
como un escalofriante preludio. Otro rayo de emoción me recorre el
vientre y el pecho, y un gemido me recorre los labios aún manchados
de su sabor.
Perfectamente, maravillosamente él.
Con el corazón en un puño, doy media vuelta y me escondo detrás
de un enorme tronco medio cubierto de musgo, me hago un nudo y
respiro entrecortadamente. Mi mirada se desvía a izquierda y
derecha, arriba y abajo, y lucho contra el impulso de meter la mano
bajo la cintura de los pantalones. De apretar los dedos contra el dolor
hambriento.
Silencio.
Ni el lento golpeteo del agua que sigue cayendo desde arriba. Ni el
crujido de los truenos. Incluso el viento se ha detenido, el mundo a
mi alrededor está tan vacío de ruido que mis respiraciones se
entrecortan, el galopante latido de mi corazón se asemeja al golpeteo
de los cascos contra el suelo duro y empedrado.
Si yo puedo oírlo, él también.
Poco a poco, mi respiración empieza a calmarse. Aún así, el silencio
prevalece, mi piel se eriza de anticipación, mi pulso como una
mariposa atrapada en la base de mi garganta mientras sigo buscando
de izquierda a derecha, arriba y abajo.
¿Dónde está?
Frunzo el ceño y me pongo de rodillas. Me atrevo a echar un vistazo
por encima del tronco y busco en la jungla destrozada cualquier señal
de…
Un fuerte golpe detrás de mí me hace temblar los huesos y,
jadeante, me doy la vuelta y lo veo: una visión de músculos poderosos
y belleza feroz y majestuosa. Todas sus venas han aflorado a la
superficie; sus tatuajes están tan inquietantemente quietos que no hay
luz que atraviese los garabatos plateados.
Sus ojos tienen el tono negro más catastrófico que he visto nunca.
Me abalanzo sobre el tronco en una ráfaga de movimientos
inseguros, las rodillas se me desmoronan en cuanto llego al otro lado.
Él pasa por encima sin esfuerzo, merodeando tras de mí mientras
yo retrocedo. Aviva un calor en mi vientre que se vuelve insoportable,
mis nervios expuestos a cada barrido de su mirada paralizante.
Se cierne sobre mí como una deliciosa losa de sombra.
Mis músculos pierden fuerza y me ablando contra el suelo.
Se arrodilla y me sostiene la mirada mientras se adelanta y me
desabrocha la funda con movimientos lentos y firmes, dejándola a un
lado. Me desabrocha los botones de los pantalones, bajando la
obstinada barrera de cuero. Mi ropa interior cede ante su mano
cortante como si no fuera más que papel de seda, y mis piernas
empiezan a abrirse.
Una cruda invitación carnal.
Hace un ruido sordo, me agarra de los muslos y los abre tanto que
no puedo esconderme.
Atrapada.
Vulnerable.
Está ahí, mirándome directamente. Viendo la evidencia sonrojada
e hinchada de mi frenética necesidad de él.
Se queda totalmente quieto, emitiendo ese sonido retumbante con
cada exhalación profunda mientras su mirada está hambrienta.
Mientras mi interior ansía ser llenado con su dedo.
Su lengua.
Con algo.
—Rhordyn. Te necesito…
Más de lo que necesito aire en los pulmones.
Su mirada se cruza con la mía y vuelve a emitir ese sonido, casi un
ronroneo. Tan animal que traiciona las palabras que no dice.
Me hace perder la compostura y me deja tan deshilachada que
apenas me sostengo.
Muevo las caderas.
—Rhor…
Deja caer la cabeza entre mis muslos y planta su boca sobre mí. Sus
brazos se entrelazan alrededor de mis piernas mientras su lengua
recorre mis pliegues como una bestia hambrienta que se da un festín.
Un vórtice de placer que derrite los músculos se agita, se ramifica
hacia mi centro y desciende por el interior de mis muslos mientras me
balanceo contra su cara, con el estómago apretado, mirando por
encima de mi pecho agitado. Veo cómo este hombre grande y bárbaro
me manosea los muslos mientras ruge su comida, con los músculos
de la espalda abultados y los dedos en forma de garra que me marcan
hoyuelos en la piel.
No hay nada suave en la forma en que me devora, cada remolino
caliente de su lengua me anuda hasta que todo mi cuerpo arde con
este calor enmarañado.
El vaivén de mis caderas cobra fuerza, y él pone una mano sobre
mi vientre. Me inmoviliza con una orden silenciosa.
Me pasa el pulgar por ese punto tan sensible, me enciende y me
mete un dedo. Bombea.
Bombea.
Gimo, me derrumbo, me disuelvo bajo él. Mis uñas se clavan en la
tierra en un patético intento de aferrarme a ella.
Sin dejar de rasguear ese manojo de nervios en carne viva, sustituye
el dedo por la lengua, que penetra profundamente.
Grito y los muslos me tiemblan cuando me separa el vientre,
exponiendo más parte de mí a su devastadora atención. Esos densos
sonidos retumbantes suben hasta mí, su lengua oscila al ritmo
devastador mientras el calor se acumula.
Se extiende.
Alcanza su punto máximo.
Mis músculos se contraen al estallar, la columna se me encoge, los
dedos se enredan en su pelo cuando levanta la mano del bajo vientre
y me suelta.
Tiro de las hebras de tinta, gimiendo a través del violento rayo de
placer salvaje y desatado. Empujo contra su cara, ablandándome con
cada movimiento de mis caderas hasta que mis músculos se funden
en un esplendor mantecoso.
Aplasta su lengua contra mí, lamiéndome, exprimiendo los últimos
latidos de mi orgasmo hasta que llego al final. Me planta un beso en
el interior del muslo y me observa desde la pesada caída de sus
párpados, desencajados, con el aliento exhalado en un gruñido.
Se levanta lamiéndose los labios. Mis piernas siguen abiertas ante
él.
Estoy caliente como la miel y suelta. Pidiendo algo más.
Algo más.
Sus manos bajan hasta sus pantalones, desabrochándoselos, y el
corazón se me atasca en la garganta. Suelto un jadeo estremecido, con
los ojos abiertos de par en par cuando se los quita, liberando su dura
virilidad, tan gruesa y llena de venas tan bombeadas como las de su
cuerpo.
Una gota perlada gotea de la punta.
Gimo, hambrienta de verlo, preguntándome a qué sabría. Mi mano
recorre mi cuerpo al pensarlo, los dedos se deslizan por mis pliegues
resbaladizos, se arremolinan alrededor de ese manojo de nervios.
Deseo.
Necesidad.
Observando cada remolino, cada inmersión, emite un sonido crudo
y carnal. La tensión entre nosotros aumenta.
Más tensa.
Se mueve, me levanta. Me da la vuelta sin esfuerzo, con la espalda
pegada a su pecho.
Le meto las manos en el pelo.
Me ata con el brazo, me aparta la cabeza y me lame la piel sensible
debajo de la oreja mientras su mano se desliza entre mis piernas,
abrazándome.
Sujetándome.
Luego sus dedos se deslizan alrededor de mi entrada.
Separándome. Dentro de mí, empujando.
Estirando.
Enriqueciéndome con una sucesión de bombeos lentos y
constantes.
Todo mi cuerpo se agita con el movimiento, y me balanceo contra
él mientras me besa la oreja, me mete la mano bajo la camisa y me
roza los tiernos picos de los pezones.
Mis gemidos sensuales ensordecen el ambiente.
Retumba mientras intenta introducirme otro dedo, rasgueando las
cuerdas de mi ya cantarina euforia.
—No estás preparada para mí, Milaje…
Ahh…
En un acto reflejo, consigo zafarme de su agarre. De los empujones
de placer con los que sus dedos me están devastando.
Me subo al ritmo de su gruñido de sierra, girando.
Está agazapado en el suelo donde lo dejé: una escultura de
músculos impecablemente tallados, con sus ojos de sombras
arremolinadas mirándome con una concentración paralizante.
—Deja que sea yo quien lo juzgue —declaro, retrocediendo entre la
maleza y observándolo por debajo de los párpados.
Él ruge, apretando su grueso miembro en lentas sacudidas, la
visión es tan cruda y erótica que casi se me doblan las rodillas.
—No soy un hombre normal, Milaje. Mi cuerpo no está hecho para
romperse. Fue hecho para romper.
Recuerdo la forma en que manipulaba mi pelo mientras cortaba los
pesados mechones, como un gigante acunando a un ratón.
Esa chispa de emoción me golpea como una cerilla y doy otro paso
atrás…
—Eres frágil. No quiero hacerte daño.
—Yo decido lo que puedo y lo que no puedo soportar. —Agarro el
dobladillo de su camisa y me la saco por encima de la cabeza,
dejándola caer al suelo.
Su pecho se infla, ese sonido profundo y abrasivo que sale de él
mientras me devora con su mirada arrolladora. Continúa dándome
largos golpes con los nudillos blancos, y yo levanto las manos,
enredando los dedos en mis cabellos húmedos.
—Te quiero dentro de mi cuerpo.
Sus caninos se deslizan hacia abajo y la visión me produce una
oleada de placer.
No quiero esconderme, no con él. Quiero que vea que estoy aquí,
dolorosamente dispuesta a tomarlo.
Tenerlo.
Como yo.
Quiero sentirlo contra una piel que no esté cubierta por una capa
de otra persona.
Piel que es mía.
Piel que no ha sido tocada ni manchada por las manos y el tacto de
otros hombres.
Suelta un gruñido de advertencia cuando agarro la cadena que me
rodea el cuello y suelto el cierre, dejando que el collar, la gema y la
caracola caigan al suelo con un golpe seco. Mi piel se desprende,
disolviendo la última capa que nos separa. Dejo al descubierto mi
verdadero yo.
Mi marca.
El rubor de las flores que pesan sobre mi hombro.
Tantas…
En sus ojos destella algo letal que probablemente me provocaría
una chispa de miedo en el pecho si no hubiera sido testigo de la forma
tan delicada en que manejó mi corte de pelo. En cambio, alimenta otra
llamarada salvaje de pura emoción eléctrica.
Estoy jugando con fuego, lo sé, pero no me iré hasta que me queme.
Levanto la barbilla, rebosante de una confianza feroz y primaria.
—Mi cuerpo, Rhordyn.
Mi.
Cuerpo.
Se pone de pie y parece más grande que nunca. Como si este
mundo fuera demasiado pequeño para asfixiar su poderosa esencia,
que brota entre las grietas de su compostura despojada. Tan hermosa
y audazmente desnudo, esculpido a una perfección monstruosa.
Gimo al verlo y le instigo a dar otro paso atrás.
Recoge nuestras ropas, mi vaina, aplastándolas en su puño
mientras avanza. Lento.
Depredador.
Hay un desafío en mi mirada cuando me enfrento a él zancada a
zancada.
—Bien —dice con cuidado, demasiado cuidado.
Otro paso adelante.
Doy otro paso atrás, viéndolo agacharse y barrer mi collar con la
fuerza aplastante de su puño.
—Pero si alguien te ve sin este collar —dice, poniéndose en pie—,
no me lo pensaré dos veces antes de acabar con ellos.
Mi corazón se detiene, la afirmación se hace con un aplomo tan
despiadado que siento las palabras deslizándose por mi piel como
una cuchilla.
—¿Qué sugieres, Milaje? —Su cabeza se inclina hacia un lado—.
Porque esas preciosas flores ya no están, y mis ataduras se
deshilachan por momentos.
El corazón se me sube a la garganta, las mejillas se me calientan.
Las ha llamado preciosas…
Su voz profunda acuna la palabra de una forma tan hermosa que
me meto la baratija bajo las costillas, donde podré amarla para
siempre.
Pienso en la cueva que hay a poca distancia, la que pasé durante mi
carrera por la selva.
—Entonces supongo que encontraremos un lugar donde
escondernos juntos —susurro, con una sonrisa en la comisura de los
labios ante la llama de ébano de sus ojos.
Giro y corro, más rápido que nunca. Tan rápido que los árboles a
medio cristal se difuminan en mi periferia mientras esquivo, me
sumerjo y salto.
Detrás de mí ya no hay silencio.
Es atronador.
Lo siento pisándome los talones, respirándome en la nuca. Oigo sus
pasos golpeando el suelo.
Mi frenético corazón casi se sale de mis costillas.
Doy la vuelta a la pequeña colina cubierta de enredaderas que han
hecho suyo este país de las maravillas de cristal y encuentro la cueva
resguardada detrás de una gran roca con vetas de cristal.
Me precipito en un interior algo sombrío, no más grande que mi
habitación en Stony Stem, cubierto por una capa crujiente de hojas
secas que deben de haber entrado con el viento a lo largo de los años.
Dentellados rayos de sol atraviesan un puñado de finas costuras
translúcidas que se extienden por el techo, garabateando luz por el
suelo.
Barro con la mirada, girando mientras la oscuridad llena la entrada,
como una amplia sombra que eclipsa el sol.
La luna.
Eclipsando mi visión de cualquier otra cosa.
La caverna está repleta de su fuerte aroma, que casi me hace caer
de rodillas, y el hambre que se refleja en sus ojos de sombras crudas
hace que el corazón me palpite con más fuerza.
Mi excitación necesitada es una mancha húmeda entre mis muslos,
todavía excitada por la emoción de la persecución. Se alimenta de la
energía inquieta que late en mis venas a pesar del dolor vacío de mi
interior.
Se agacha y deja mi collar, nuestra ropa y mi vaina en el suelo. Sin
dejar de mirarme, me empuja para levantarse.
Levanto una ceja en un silencioso «¿cómo lo he hecho?» Él empieza
a rodearme a zancadas lentas y acechantes.
—Perfecto, Milaje.
El orgullo me llena el pecho, pero no me muevo. No giro para
mantener su contacto visual. En lugar de eso, saboreo la forma en que
su mirada recorre cada centímetro de mi cuerpo desnudo, calándome
los huesos.
—Pero tenemos que tener una charla sobre darle la espalda a los
monstruos que te rodean.
—Pero tú eres mi monstruo. —Sonrío mientras cruza ante mí, y
juro que se le corta la respiración—. Tú no cuentas.
Vuelve a estar detrás de mí, su atención se arrastra por la parte baja
de mi espalda, y un cosquilleo me sube por la espina dorsal.
—No pensarías eso si pudieras ver dentro de mi cabeza.
Creo que se sorprendería.
Me dijo que destrozaría el mundo si volvía a exponer la garganta,
pero yo se la expondría a él en un santiamén. Rogaría ser la única
benefactora de toda esa energía estática rodando de él en olas.
Porque quiero que me tome.
Que me devore.
Quiero ser devorada tan completamente que estemos enredados
por la eternidad.
Quiero hacer lo mismo con él.
Él retumba bajo, rodeando más fuerte.
Más fuerte.
—Estás pensando en voz alta, Milaje…
Su barítono llena la caverna tanto como yo quiero que me llene.
Se cruza en mi campo de visión, casi lo bastante cerca como para
alcanzarlo y tocarlo, nuestras miradas chocan como un choque de
fuego y hielo.
Levanto una ceja.
—Entonces, ¿por qué sigue habiendo espacio entre nosotros?
Se lanza. Nos enreda en una sucesión de labios y gemidos y lenguas
y carne caliente y ardiente.
De necesidad desesperada y deseosa.
Me rodea con los brazos y me levanta, apoyándome contra la pared
lisa con las piernas enroscadas alrededor de él, sus manos
sosteniéndome los muslos con una fuerza sin esfuerzo, mi cuerpo
hinchado y expuesto.
Vacío.
Demasiado vacío.
Rompe el beso y presiona su frente contra la mía. Le oigo tragar
saliva, rozando mi entrada, e incluso conmigo así, tan abierta,
comprendo su preocupación…
Es enorme.
Mi interior se contrae, anticipándose.
Deseándolo.
Ansiosa de que suba y llene el hueco que me duele.
Muevo las caderas, arrastrándome hacia delante y hacia atrás por
su punta gruesa y sedosa. Disfruto de la fricción y me estremezco de
necesidad.
—Mírame, Milaje. —Lo hago, con el corazón desbocado en mi
pecho—. Dime si quieres que pare.
¿Por qué iba a querer eso?
—Por supuesto.
Su rugido profundo y gutural llena la caverna. Me deja caer más
despacio que el sol poniente, y jadeo cuando pasa por mi húmeda y
palpitante entrada.
—Ves —me acicalo, inquieta a su alrededor, intentando mover las
caderas—. Te dije que podía hacerlo.
—Me queda un largo camino por recorrer —sisea entre dientes
apretados.
Oh…
—Más, por favor —digo con aspereza, pasando las manos por sus
brazos y hombros tensos, por los tendones tensos de su cuello y por
su densa barba.
Su pecho se expande, luego se libera, y él me baja suavemente,
deslizándome sobre él en perfectos incrementos de estiramiento.
Cada centímetro glotón me anuda y me desenreda, el sudor se me
acumula en la frente, entre los pechos.
—Ya casi está —retumba, guiándome hacia abajo hasta que reboso.
Me palpitan las encías superiores mientras su gruesa y crispada
longitud me llena tan completamente que estoy a punto de colapsar.
Un sentimiento primitivo de satisfacción me recorre el pecho y me
calienta el corazón.
El alma.
—¿Estás bien? —me pregunta, rozando con sus labios la piel
sensible justo debajo de mi oreja.
Mucho mejor que bien.
Asiento con un gemido y lo acerco, saboreándolo con un beso
profundo y hambriento. Le insto a moverse moviendo las caderas.
Me levanta un poco y luego me baja suavemente, y todo mi cuerpo
se enciende. Gimo en su boca hambrienta y le insto con otro lento
movimiento de la columna.
Me levanta de nuevo, esta vez más alto.
Me deja caer lentamente.
Me derrito a su alrededor, poco a poco. Respiración tras
respiración. Desplazamiento lento tras desplazamiento lento y
doloroso mientras nuestros corazones siguen latiendo al unísono.
—Eres perfecto —susurro, rozando su labio inferior.
—Perfectamente tuyo.
Las palabras van acompañadas de un gruñido grave y retumbante
que hierve en su pecho y me hace vibrar. Se me dibuja una sonrisa en
la cara al ver cómo me pone de los nervios. Me hace arder.
Le planto un beso en la mejilla.
En la sien.
—Me gusta cuando haces eso —respiro cerca de su oído. Sus
hombros tensos se relajan, como si estuviera domando a una bestia
rabiosa.
Vuelve a emitir ese sonido y me eleva, deteniéndose justo antes de
que su punta se libere de mi núcleo apretado… deslizándome de
nuevo hacia abajo con un giro profundo y sensual de sus caderas.
Un gemido gutural me sube por la garganta y echo la cabeza hacia
atrás, otra embestida casi cortando los hilos de mi autocontrol.
Lo miro por debajo de los pesados párpados mientras él se retira y
luego penetra con la fuerza suficiente para hacerme rebotar los
pechos, avivando la llama. Me mira sin pestañear, como si estuviera
bebiendo de algún pozo de vida.
Hay un filo en esa mirada que desata algo dentro de mí. Un
desenfreno que no quiero domar.
Esta palpitación aporreante cobra vida en mis encías, taladra mis
caninos y sus raíces se extienden por el arco de mi paladar. Salivando,
trago, me inclino hacia delante y dejo caer la cabeza sobre su cuello,
sintiendo los tendones flexionarse bajo mis labios mientras él empuja.
Empuja.
Empuja.
Ese dolor se convierte en un dolor agudo y punzante que me hace
gritar y amortiguar el sonido mordiéndole suavemente el cuello.
Algo me perfora las encías.
De repente me encuentro vacía, con los pies en el suelo, apretada
contra la pared por su mano. Me empuja hacia atrás y yo me
derrumbo entre las hojas crujientes, con las encías aún palpitantes y
dos colmillos gemelos en el labio inferior.
Resollando, alzo la vista y veo a Rhordyn al otro lado de la caverna,
cabizbajo, con los puños apretados mientras avanza y retrocede a
grandes zancadas. Cada músculo de su cuerpo bombea.
Bestial.
El cielo desgarra el mundo exterior, láminas de agua visibles a
través del arco de nuestra oscura caverna.
Hace un segundo estaba tan tranquilo, tan dócil bajo mi contacto.
Ahora es salvaje.
Está desatado.
—¿Qué pasa?
—Guárdalos —gruñe, todavía caminando, con los tatuajes
encendidos con un pulso errático en sincronía con las explosiones que
rompen el silencio—. Ahora.
—¿Que guarde qué?
—Tus caninos —ladra—. Necesito que se vayan.
Frunzo el ceño.
¿Cómo demonios voy a hacerlo?
Levanto la mano y toco los extraños y afilados colmillos que siguen
palpitando por la necesidad de morder. Incluso apretarlos me llena
de un placer que me hace gemir.
Vuelve a gruñir, sacude la cabeza con movimientos espasmódicos
y se niega a mirarme. Como si luchara contra su propia sombra.
Les doy otro fuerte empujón, pero solo me separa una lanza más
afilada de placer que casi me revienta de la manera más carnal.
—No puedo —admito, las palabras destrozadas por mi emoción
coagulada. Mi confusión—. No sé cómo. Es la primera vez que…
—No puedes morderme, Orlaith. No puedes.
¿Le preocupa que vaya a hacerle daño? Esa no era mi intención.
Quería saborearlo; quería sentir su calor brotar en mi lengua y
deslizarse por mi garganta.
Aún quiero.
—Solo… me sentí bien —digo, tragando grueso, presionando
contra las cosas extrañas de nuevo para aliviar parte de la tensión,
disparando otra descarga de éxtasis directamente a mi núcleo.
Me agita.
Gimo, deseando que me mire. Que se acerque a mí.
Que me toque.
—Lo sé —dice, restregándose la cara con las manos—. No es culpa
tuya, Milaje. Pero no podemos hacer esto. Tenemos que parar.
Me doy cuenta de que se aleja paso a paso, y el corazón me da un
vuelco.
Me pongo en pie, avanzando.
Su gruñido agudo atraviesa el espacio como el balanceo de una
espada, y se acerca tanto a la pared que casi se la echa al hombro,
paseándose de un lado a otro.
Adelante y atrás.
La mirada clavada en el suelo.
Un pensamiento cruza mi mente, llenándome con una semilla de
esperanza.
Hago una pausa…
—¿Y si no estoy frente a ti? —Sugiero, poniéndome de rodillas.
Su mirada se desvía hacia los lados, paralizándome con esa mirada
oscura. Vuelvo a ver esa entidad más profunda que me devuelve la
mirada y me estremezco hasta los huesos.
Introduzco las manos entre el follaje hasta que se topan con la
piedra que hay debajo, empujando hacia delante.
Dejándome al descubierto.
Gruñe, y observo desde debajo de mi brazo cómo olfatea el aire.
Merodea a mi alrededor, como una gran bestia rodeando a su presa.
—Orlaith.
—Rhordyn.
—Si te veo en esta posición ante otra persona, la mataré —dice, las
palabras demasiado suaves para ser tan brutalmente afiladas: una
amenaza escalofriante que azota mi núcleo caliente y palpitante—.
Me comeré sus putas entrañas. ¿Lo entiendes?
Intento ocultar una sonrisa.
—Lo entiendo.
Empieza a revolver nuestro montón de ropa. Creo oír el sonido de
mi espada aflojándose antes de que se agache a mi lado.
—Siéntate.
Frunzo el ceño y me siento sobre las piernas dobladas.
—¿No te gusta mi idea?
—Sí, pero verte la cara es más de la mitad del festín.
Oh…
—Yo también quiero eso —susurro, haciéndome a la idea de que
tendré que ser paciente. Esperar a que se me contraigan los caninos.
Me pone algo en la mano.
Miro la funda de cuero vacía que me regaló por mi cumpleaños y
que ahora tengo sobre la palma de la mano.
—Voy a necesitar que hagas algo, Milaje.
Inclino la cabeza.
—¿Para qué es esto? —pregunto, mirando más allá de las ondas
enredadas e iridiscentes hacia sus ojos insondables.
—Para tu boca —me dice con ternura, y mi corazón palpita.
Con fuerza.
Mi boca…
—Si vamos a continuar, necesito que muerdas la vaina para que no
sientas la tentación de morderme a mí.
Salivo con sus palabras, mi mirada clavada en su cuello grueso y
acordonado, los caninos palpitando con un deseo profundo y
embriagador a medida que empiezo a comprender.
Trago saliva y vuelvo a clavar mi atención en sus ojos.
—Bien —susurro, cediendo.
—¿De acuerdo?
Asiento y abro la boca.
Soltando un rumor, me acerca la vaina a los labios, rozándolos
contra el inferior antes de introducirla entre mis dientes.
—Eso es —murmura—. Ahora, muerde.
Manteniendo el contacto visual con él, aprieto el diente y hundo los
caninos en el cuero manchado con su olor y su sabor, exhalando un
gemido ahogado cuando una oleada de alivio me recorre las piernas
y convierte mi cuerpo en mantequilla.
Mis párpados se agitan, la columna se arquea.
—¿Mejor?
Asiento con la cabeza y luego mastico tan profundamente que el
resistente material amortigua mis caninos desde todos los ángulos.
Mucho mejor…
Produce un gruñido denso y me planta un beso en la cabeza, luego
se arrodilla y me levanta. Mis piernas lo rodean por detrás y él me
sujeta la columna arqueada con la mano extendida.
—Pon los pies en el suelo y levántate.
Lo hago, mirando más allá de mis pechos turgentes, por la
pendiente de mi ombligo, viéndole frotar la punta hinchada de su
virilidad contra mi entrada en un trance de deliciosos remolinos.
Mis caderas se agitan y jadeo, meciéndome contra él. Deseo.
Necesitándolo.
Tan expuesta, abierta, sensible.
—Maldición —sisea, y nunca me había sentido tan poderosa.
Sexi.
Tan yo.
Otro lento remolino y vuelve a apuntar a mi entrada, tragando.
—Muerde más fuerte mientras me tomas —me ordena, con voz
cruda.
Aprieto la vaina, casi gimiendo de alivio, cediendo a la flexión de
mis rodillas, introduciéndolo dentro de mí un centímetro deslizante
cada vez. Lo observo todo, saboreando el estiramiento, anhelando la
forma en que se sumerge en mí en incrementos devastadores hasta
que estoy sentada hasta la empuñadura, con los músculos tensos
alrededor de su gruesa longitud.
Levanto las pestañas y veo que me está observando con una
intensidad que lo consume todo: su pecho se agita, el sudor se
acumula en sus sienes y le cubre la frente de rizos entintados.
Su mirada besa mis flores. Rastrea los enredos de mi pelo. Trepa
por las espinas de mis orejas.
Vuelve a posarse en mis ojos.
—Es tan hermoso —dice ásperamente, su voz es un crujido de
fragmentos de piedra que me apresuro a robar.
Los guardo.
—No tienes ni idea de lo que me estás haciendo. —Sus palabras
imitan mis pensamientos mientras me acerca la mano a la columna,
me agarra por la cadera derecha y presiona sus labios contra mi
frente—. Ni idea.
Le rodeo el cuello con las manos. Enredo los dedos en su pelo.
Estoy segura de que mi corazón está a punto de estallar.
Me arden los muslos mientras nos movemos, suave y lentamente,
luego más rápido.
Más fuerte.
Soy arcilla a su alrededor. Maleable.
Suya.
Absorbo cada empujón y tirón eufórico, y emito sonidos crudos y
apagados alrededor de la funda de cuero. La correa nos golpea a los
dos, nuestros cuerpos son una marea sincronizada de movimiento.
Nos movemos juntos.
Trabajamos juntos.
Arqueo la espalda, inclino las caderas, exponiendo ese tierno
manojo de nervios a nuestra deliciosa fricción, avivando mi placer
hasta convertirlo en una llama rugiente.
Rhordyn se levanta sobre las rodillas y planta una mano en el suelo
detrás de mí, cubriéndome con el exuberante lecho de hojas crujientes
antes de agarrarme el muslo y levantarlo lo más mínimo.
Empapado en el olor de la naturaleza, junta nuestros cuerpos en un
ángulo tal que cada embestida aviva una paleta de nervios en lo más
profundo de mi cuerpo. Siembra calientes rayos de placer en lugares
que no sabía que existían.
Mis muslos empiezan a temblar y maúllo, arrastrándome sobre los
codos. Devoro la visión de su piel aceitunada y moteada de sudor. De
sus músculos poderosos y bien definidos que se mueven y se hinchan,
su cabeza inclinada mientras me mira desde debajo de unas pestañas
oscuras.
Mis piernas rodean su estrecha cintura, su grueso y aterciopelado
eje se hunde en mí, arrastrándose hacia fuera.
Vuelve a entrar.
Vuelve a salir.
La visión es tan cruda y carnal que se me escapan unos gruñidos
ahogados, y mastico el cuero, provocando un chorro de placer, mis
entrañas agitándose contra su fuerza arrolladora.
Ya no sé dónde está el límite entre nosotros. No sé si volveré a
sentirme completa cuando él ya no esté dentro de mí.
Al sentir su mirada clavada en mi rostro, levanto la vista.
Una sonrisa se dibuja en sus labios, y casi me combustiono cuando
mi corazón amenaza con hacerme un agujero en las costillas.
Le robo la sonrisa. La guardo.
Es mía.
—Tuyo, Milaje.
Su mano, que me sujetaba el muslo, se extiende por mi bajo vientre,
una suave presión que lleva cada embestida a un cegador nivel de
éxtasis. Pulsa ese punto sensible entre mis piernas con la yema del
pulgar, y todo mi cuerpo se convierte en un único nervio expuesto,
fuertemente sacudido y anudado a la perfección.
Desesperado por deshacerse.
En llamas.
Su eje parece hincharse dentro de mí, volviéndose imposiblemente
duro y pesado, y gimo, arqueando la columna, sabiendo que estoy a
punto de romperme.
Quiero que se rompa conmigo.
Se me doblan los brazos y vuelvo a caer sobre las hojas cuando él
se lanza hacia delante, clavándose hasta el fondo. Planta su frente
contra la mía. Enhebra su mano en mi pelo y exhala sobre mi cara,
con una intensidad en su mirada que recoge cada una de las fibras de
mi corazón y tira de ellas.
—Muerde para mí, Milaje. —Su mirada se clava más
profundamente, hasta que estoy segura de que está acunando mi
alma mientras arrasa mi cuerpo con movimientos reivindicativos de
sus caderas—. Muerde tan fuerte como puedas, maldición.
Muerdo con fuerza, atiborrándome del sabor del cuero y su olor,
un rayo de éxtasis recorre mi paladar. Me inclina la cabeza, me
acaricia la oreja y me penetra hasta el fondo, rugiendo una sola
palabra demoledora…
—Córrete.
Mi cuerpo se bloquea, me recorren ondas decadentes de placer que
me atraviesan, me atraviesan la columna vertebral y me penetran
hasta lo más profundo de mi ser. Deshilachando mis nervios uno a
uno hasta convertirme en una maraña de miembros tensos y
músculos oprimidos.
Rhordyn, atado sobre mí en un nudo de fuerza embestida, suelta
un rugido atronador: su gruesa longitud palpita, pintando mi vientre
a chorros calientes mientras me penetra con fuerza y rapidez.
Estoy ciega y temblando de dentro a fuera, con los dedos de los pies
enroscados y la respiración entrecortada. Estoy medio convencida de
que nunca me recuperaré de los golpes volcánicos de euforia que
recorren mi organismo.
Lo araño, desintegrándome a nivel celular.
Recristalizo a su alrededor.
Extrae cada gramo de éxtasis de mi cuerpo tembloroso hasta que
puedo volver a respirar.
Moverme de nuevo.
Sus embestidas se ralentizan, su cabeza desciende hasta mi cuello
y me planta un suave beso por encima de la venda que me pone la
piel de gallina en el hombro.
Mis músculos se derriten, los párpados se me hacen pesados, un
sonido de profundo placer me sube por la garganta. Mis caninos
vuelven a hundirse en las encías con un tirón doloroso y me quito la
funda, tirándola a un lado.
Acerco su cara a la mía y aprieto los labios, aspirando su
respiración ahusada.
Se balancea sobre su espalda, llevándome con él, y golpeamos entre
el follaje seco y arrugado. Le acaricio el pecho, manteniéndolo dentro
de mí, mientras me aparta el pelo y me planta un beso en la punta de
la oreja espinosa. Otro más abajo.
Otro más.
Cierro los ojos, arrullada por su respiración rumorosa y el delicado
cosquilleo que me recorre el cuello…
Quiero estar así para siempre, con hojas en el pelo, rodeada de
naturaleza, llena de él. Oliendo a los dos. Tan perfectamente
fundidos.
Tan bien.
Me siento cálida, segura e íntegra entre sus brazos, y se me hace un
nudo en la garganta con una profunda sensación de pertenencia.
Como si nuestras almas colisionaran en un estallido de luz y la
negrura entre las estrellas, y construyéramos nuestro propio cielo en
el que anidar.
Adorando los pétreos brotes de alivio que crecen en mi vientre, en
mi corazón, voy a la deriva…
Él se retuerce dentro de mí, su pesada hombría se endurece. Me
enciende en una llama inquieta que mece mis caderas a pesar de mi
absoluta falta de energía.
Suelta una carcajada cargada de diversión, y es el sonido más
hermoso que he oído nunca. Rápidamente robado por mis manos
ladronas y guardado en algún lugar seguro.
Aplasto algunas de mis lustrosas cuentas y construyo un cofre de
cristal bajo mis costillas; luego meto su risa en el hueco, junto con el
resto de mis preciadas baratijas.
Sopla un cálido aliento contra una de mis flores, agitando el
remolino de pétalos, y luego se acurruca en mi cuello.
—No podemos dormir así, Milaje. No podré dejarte descansar.
Aprieta un beso en mi incipiente sonrisa, y yo asiento adormilada,
luego gimo a través de mi disgusto cuando me agarra las caderas con
sus fuertes manos y tira de mi crudo y tierno núcleo. Odio el vacío
repentino.
Pero entonces mueve mi cuerpo de modo que mi cabeza queda
plantada sobre su corazón, y el fuerte golpeteo de éste contra mi oído
me llena igualmente.
Junto las piernas a ambos lados de él y paso las manos por debajo
de sus axilas, enroscando los dedos alrededor de sus hombros
arqueados. Las puntas de sus dedos pintan secretos sobre mi rubor
de flores mientras caigo en un sueño reparador…
En casa.
El sol se oculta, luego se eleva y ahora está a medio camino en el
cielo exterior; los rayos de luz se proyectan hacia abajo en audaces
líneas, como una jaula luminosa en la que me gustaría quedarme
atrapado para siempre.
Orlaith suelta un suspiro de satisfacción, aferrándose a mí de la
misma forma que lo ha hecho toda la noche y la mitad del día,
recordándome la forma en que duermen los krah, pero boca abajo y
colgando de sus colas.
Había olvidado lo que se siente al descansar de verdad. Pero en las
últimas dos noches, me ha dado más sueño ininterrumpido del que
había tenido desde antes de que cayera Rai. Esto de aquí domestica
cada célula erizada. Suaviza cada cicatriz.
Ahoga cada grito comprimido.
Le arranco una hoja del pelo y rozo con la mano su mejilla
sonrojada, espolvoreada con una constelación de pecas luminosas
que he contado y vuelto a contar mientras la veía dormir.
Sonrío.
Ella es toda luz, brillo y belleza para mi dura y tosca oscuridad, su
piel de marfil contrasta tanto con el tono de la mía.
Aparto de sus ojos el extremo romo de una onda iridiscente y paso
la yema del pulgar por las afiladas puntas de sus espinas.
Se estremece. Lo pensaría por mi tacto, pero sus dientes empiezan
a castañear.
Noto el fino brillo del sudor sobre su frente y la piel sobre su labio
superior palideciendo.
Se me hiela la sangre.
Extiendo la mano sobre su columna —naturalmente cálida— y la
estrecho con suavidad.
—¿Orlaith?
Murmura algo incoherente y hunde más la cara en mi pecho,
estremeciéndose de nuevo.
Sacudiendo la jaula de la cosa atrapada bajo mis costillas.
—Orlaith —gruño, pasando la mano por su pelo y dándole un
fuerte tirón, tirando de su cabeza hacia atrás, con la boca ligeramente
abierta—. Abre los ojos. Ahora.
—Deja de gritar —murmura, con palabras confusas—. Puedes
transmitir el mismo mensaje sin levantar la voz.
—Entonces abre los putos ojos.
Gime, los abre de par en par, revelando el blanco atravesado por
un estallido de rojo.
Se me para el corazón.
Parte de la luz se ha evanecido de sus iris cristalinos a pesar de las
cuchillas de sol que han estado tallando a través de su espalda toda
la mañana.
—No estás bien.
—Estoy bien —balbucea, cerrando los ojos e intentando
acurrucarse de nuevo contra mí. No aflojo el agarre de su pelo y ella
emite un gruñido frustrado al intentar tirar de la cabeza hacia
delante—. Me duele la cabeza y necesito dormir. Así que si tan solo…
—Es mediodía. Llevas durmiendo toda la noche y medio día. —Sus
ojos se abren, las pupilas se clavan en mí—. Tienes fiebre. Estás
enferma.
Se le forma una línea entre las cejas y su mirada se desvía hacia su
mano derecha. Sus ojos se abren ligeramente antes de volver a
mirarme.
—Estoy bien —suelta.
Demasiado rápido, mierda.
Creía que ya lo habíamos superado.
Me pongo en posición sentada, la rodeo con el brazo derecho y
sostengo su mirada amplia y salvaje mientras le rodeo la muñeca con
la mano y le doy un tirón. Me clava la punta de los dedos en el
hombro y mis ojos se desorbitan.
—No quieres jugar a este juego conmigo. —Fuera, el cielo se
oscurece, opacando los fragmentos de luz solar que se cuelan en la
caverna—. Ahora no.
Una expresión de dolorosa resolución se dibuja en su rostro
mientras murmura una maldición en voz baja y suelta su agarre de
mi hombro, permitiéndome liberar su brazo. Se echa un poco hacia
atrás y le meto la mano entre los dos, con los ojos entrecerrados en la
roncha roja que se le está formando en el nudillo.
Frunzo el ceño y la examino de cerca.
—¿Te ha mordido algo?
—Probablemente —murmura, pero hay vacilación en su voz, su
atención fija en la llaga.
Le agarro la barbilla y le levanto la cara, obligándola a mirarme
fijamente.
—Solo hablo en términos absolutos. Sí o no.
Se muerde el labio y niega con la cabeza. Hay algo que me da
vueltas y que no acabo de entender… pero entonces percibo el aroma
amargo y penetrante que se filtra por sus poros.
Culpa.
Se me hiela la sangre cuando un pensamiento se abre paso en mi
mente, dejando un tajo sangriento. Sus mejillas palidecen, como si
pudiera ver la pregunta preparándose como un jodido hervor de la
Plaga.
—¿Escalaste el muro, Orlaith?
Silencio. Ni siquiera un suspiro.
Me lleno el pecho de aire, lo expulso lentamente, aunque no hace
nada por suavizar los afilados tajos que me destrozan las tripas.
Me astillan los huesos.
—El que te dije que no cruzaras. ¿Escalaste el maldito muro?
Hace una mueca de dolor, como si quisiera acurrucarse en sí misma
y esconderse.
Lentamente, asiente.
Mis caninos se deslizan hacia abajo, cada músculo de mi cuerpo se
tensa mientras mi piel amenaza con partirse. El cielo se abre,
derramando un torrente de lluvia que ruge en la estrecha entrada de
la caverna, la escritura plateada sobre mi piel clavando sus putos
pinchos.
Apuesto a que las estrellas se rieron anoche mientras dormía con
ella sobre mí, seguro de haber encontrado una forma de estar con ella
mientras bordeaba las piedras. Sintiendo verdadera felicidad por
primera vez en más de mil años.
Apuesto a que se rieron mucho sabiendo que las semillas ya
estaban plantadas, que ya habían hecho su jugada.
—¿Tal vez me mordió algo? —espeta mientras muevo mi cuerpo—
. Tal vez…
La acomodo contra la pared, luego agarro su collar y se lo pongo
en la mano.
—Habla en ese caparazón, Milaje. Llama a Kai. Él podría ser capaz
de ayudar.
Si él puede curar una herida en su pierna, puede curar su maldita
enfermedad de afuera hacia adentro.
O al menos intentarlo.
—Vuelvo enseguida. —Camino hacia la salida, halando los
pantalones; a mitad de camino cuando me llama por mi nombre. Me
detengo, mirándola por encima del hombro: los brazos atados
alrededor de sus piernas, las lágrimas encharcando sus párpados
inferiores, los labios despojados de todo su tono. Le pica el forúnculo,
reventándolo.
Este dolor contundente en mi pecho se siente peor que la muerte.
—¿Adónde vas? —susurra, su olor gritando las palabras que no
está diciendo.
Está asustada.
De mí, de la tormenta, o de la herida de su mano, no lo sé. Pero solo
hay una cosa que importa ahora.
Que encontremos una manera de cambiar el curso de esta tragedia
que se está gestando.
—A conseguir nuestras espadas. Dile a Kai que lo encontraremos
en el acantilado de Lotton Cove. Que si no está allí al anochecer, lo
despellejaré vivo.
Sus ojos se agrandan cuando giro sobre mis talones y me voy.
Rhordyn se va a través de la jungla tan rápido que el mundo es una
mancha nauseabunda, obligándome a esconder la cara contra sus
parpadeantes tatuajes y a apretar los ojos, con las gotas de lluvia
salpicando mi férvida piel como rayos helados. Un alivio palpitante
para el fuego de mis venas.
Me deslizo entre capas de conciencia.
Dejándome caer…
…volviendo en mí.
Los colores de la jungla han pasado de azules y marrones y tonos
acerados a una mancha mucho más oscura.
¿Está empezando a ponerse el sol? ¿Nos estamos acercando?
Burbujas nerviosas explotan en mi pecho ante la idea de ver a mi
mejor amigo por primera vez en más de un mes; culpa, vergüenza,
confusión y miedo una andanada de golpes de puño en mis costillas.
No quiero que me vea así…
Solo quiero esconderme. Acurrucarme y dormir. Rhordyn debería
llevarme de vuelta a la caverna donde podamos pasar la semana
juntos, enclaustrados lejos del mundo.
Disfrutar del tiempo que tenemos.
Siempre se sintió robado, de todos modos. Como un sueño. Una
baratija preciosa que estaba condenada a oxidarse en mi pecho.
Ahora entiendo por qué.
Los constantes golpes causan estragos en mi vejiga, haciéndome
gemir en el pecho de Rhordyn.
—Para, por favor…
Sus pies se detienen tan rápido que casi vomito espontáneamente,
mirándole a los ojos llenos de hollín.
—Necesito un descanso.
Eso podría convertirse en un descanso para vomitar.
Ni siquiera respira con dificultad, me deja en el suelo y me agarra
por la cintura cuando mis piernas ceden.
—Estoy bien —le digo—. Solo… mareada. —Aunque me pregunto
por qué el suelo se inclina. Se abomba, como si no supiera qué forma
quiere tener.
Mis dientes castañetean a pesar de que mi sangre es lava, mi piel
falsa se siente más tensa que nunca.
Los dedos se me enredan en el collar y tiro suavemente.
—¿Puedo quitarme el…?
—Por supuesto que no.
Un poco grosero. Ni siquiera se ha tomado el tiempo de
considerarlo.
Suspiro, preguntándome si se opondría a que me despojara de otra
capa, como mis pantalones o mi…
—No te quites la ropa.
No me había dado cuenta de que lo había dicho en voz alta.
—¿No puedo dejármela cuando me vaya? Juro que me las volveré
a poner antes de que lleguemos a la lengua de Kai…
Espero una risa. Como mínimo, una sonrisa.
Una baratija feliz a la que aferrarme.
Pero todo lo que obtengo es silencio, un silencio tácito y tangible
que solo consigue hacerme sentir que él también se escapa.
Inclino la cabeza hacia un lado y lo miro a través de mis cabellos
empapados, echando de menos la sensación de sus labios sobre los
míos. Su aliento entrando en mis pulmones.
Llenándome.
—No quiero morir aplastada bajo el peso de tu ira silenciosa…
Sus ojos se oscurecen aún más.
—No vas a morir —gruñe, las palabras gruesas y feroces me
golpean.
Me agobian.
Lo sé todo sobre la negación; he bebido de su pozo venenoso
demasiadas veces para contarlas. Pero no quiero discutir. Ahora no.
No otra vez.
—De acuerdo. —Le ofrezco una suave sonrisa que parece hacer que
sus ojos se endurezcan, como si pudiera ver la mentira que estoy
untando con mantequilla por toda mi cara. Pero es mejor que la
tristeza. El arrepentimiento.
El miedo.
—Voy a hacer mis necesidades —murmuro, soltando su brazo de
donde sigue atado a mi cintura—. No mires.
—No te alejes mucho —retumba, y yo hago un gesto con la mano,
serpenteando por el terreno inestable. Me pellizco el dorso de la
mano, segura de que hay algo hurgando bajo la piel.
Los árboles siguen oscureciéndose, estirando las extremidades
oscuras.
Se extienden hacia mí.
Encuentro un arbusto agradable y acogedor, me pongo en cuclillas
y hago mis necesidades, me vuelvo a abrochar los pantalones y
empiezo a caminar hacia atrás.
Un zumbido lejano me agita los oídos.
Levanto la vista a tiempo para ver a Rhordyn, un borrón que se
abalanza sobre mí. No tengo tiempo de prepararme antes de que me
tire al suelo con tanta fuerza y rapidez que me deja sin aliento.
Se oye un ruido sordo cuando algo se clava en un árbol a menos de
medio metro y alzo la vista con el corazón en un puño.
Una flecha de punta gris se tambalea en el tronco. Perfectamente a
la altura de donde habría estado mi corazón hace una fracción de
segundo.
—¿Alguien acaba de dispararme?
Rhordyn gruñe, se echa hacia atrás y me aplasta contra su pecho.
Me levanta y me acuna mientras él atraviesa el bosque en zigzag,
esquivando una amenaza invisible mientras mi corazón me da un
vuelco.
Todo se convierte en un borrón de lluvia, follaje oscuro y
estruendosos crujidos del suelo que se clavan en mi sensible cráneo y
amenazan con partirme. El constante cambio de dirección hace que
mis tripas se inclinen, se revuelvan y se retuerzan.
Me trago las arcadas que me suben por la garganta, con un
cosquilleo en las mejillas, y oigo más de esos ruidos sordos.
Demasiado cerca.
Demasiados.
Intento inclinar la cabeza hacia atrás para mirar detrás de nosotros,
pero el violento gruñido de Rhordyn, que corta el aire, me hace
reconsiderarlo.
Nos acercamos a un claro y atisbo tiendas grises entre los árboles,
soldados acorazados saliendo de sus alerones, gritándose unos a
otros.
Enjambres.
Las lanzas y espadas que blanden son de un plateado opaco: las
armas de hierro que vi forjarse en la armería personal de Cainon.
—Mierda —sisea Rhordyn, lanzándose. Se oye el silbido de más
flechas que parten el aire. El sonido de ellas golpeando contra los
árboles. Todo su pecho se sacude, y su suave gruñido me grita.
Le han dado…
Lo miro a los ojos de tinta, a la oscuridad manchada en la piel que
los rodea, y el pánico salvaje me hace un nudo en la garganta.
—Rhor…
Otro golpe me corta la respiración… Otro… Su rostro se crispa con
cada horrendo y punzante golpe, aunque sus pies siguen golpeando
la tierra. El siguiente golpe suena como si cayera más abajo de su
cuerpo, y tropieza un paso.
Mi corazón y mis tripas se desploman cuando gruñe, recupera la
compostura y continúa.
Se me hace un nudo en la garganta.
Una cabeza asoma por el borde de mi abismo interno, con ojos de
tinta parpadeando. La criatura se escabulle y mueve la cola a su paso.
Con las alas plegadas hacia atrás, utiliza mi columna vertebral como
escalera, perseguida por ese deslizamiento de oscuridad que se
desliza por el interior de mi piel y corta para liberarse, con las puntas
afiladas en hojas de afeitar que cortan.
Cortan.
Cortan.
Mi cabeza se llena de tanta presión que estoy segura de que se me
va a partir el cráneo cuando atravesamos los límites de la jungla y
llegamos a una meseta cubierta de hierba que se extiende bajo el cielo
lloroso y luego se desvanece, fundiéndose con el sonido lejano de las
olas rompiendo.
Un acantilado.
Rhordyn no deja de correr, aunque ahora sus pasos son más lentos
y cada respiración es más forzada.
Otro golpe seco, esta vez más fuerte. Siento ese sonido en el pecho
cuando se lanza hacia delante, casi perdiéndome en su tropiezo, algo
afilado atravesándole el hombro y arrebatándome la capacidad de
respirar.
Una punta de flecha grande y puntiaguda.
Esa criatura me rodea las costillas con sus garras, se inclina sobre
mí, estira sus alas ramificadas y empieza a aletear, arrancando restos
de cristal y enredaderas, destrozando la meseta cubierta de hierba.
Estira el cuello, abre las fauces y grita mientras una locura recorre mis
venas y una palabra con púas rebota en mi pecho como una bola de
espinas.
Protégelo.
Protégelo.
Protégelo.
—Bájame.
Recupera el equilibrio, respira agitadamente y nos obliga a avanzar
con otro revuelo de pasos inseguros, como si ni siquiera me hubiera
oído. Gruñe a través de sus caninos alargados, su rostro es una mueca
rabiosa de ira y dolor.
—¡Rhordyn, he dicho que me bajes!
No hay respuesta.
No afloja los brazos.
Esa oscuridad sigue golpeando mi cerebro mientras miro por
encima de su hombro hacia donde la escarpada pared de la jungla se
encuentra con la meseta cubierta de hierba, guardias con armaduras
grises que se derraman por los huecos entre los árboles.
Guardias Cenicientos.
Otro silbido me hace sentir el corazón en la garganta: una flecha
larga y gruesa que surca el aire a la velocidad de un relámpago. Siento
el momento en que golpea la espalda de Rhordyn, como si alguien
me metiera la mano en la garganta y me apretara el corazón con el
puño.
Se tambalea, el tiempo se estira.
El suelo viene hacia nosotros demasiado rápido.
Demasiado lento.
Salgo despedida hacia delante, choco contra la tierra dura y mis
pulmones se paralizan de golpe. Con la boca abierta, intento
moverme.
Respirar.
Miro hacia abajo, hacia donde está agachado Rhordyn, gruñendo.
Los tatuajes de su antebrazo palpitan con una luz que hace que me
duelan los ojos, y lo echa hacia atrás, cierra el puño y golpea el suelo,
abriendo un cráter en el suelo que hace que el mundo se estremezca.
Se me eriza el vello de los brazos, el aire se chamusca con una
descarga de… algo.
Algo que ya había sentido antes.
En el muelle.
Se oye un estruendo ensordecedor, un destello cegador y un
relámpago que cae del cielo, una lanza bifurcada de plata enhebrada
con una fractura negra. Todo se tambalea bajo nosotros, y me golpea
un crujido cataclísmico que lucha contra el zumbido de mis oídos.
Mi mirada se detiene en la dentada hendidura de cristal que ahora
zigzaguea por el suelo, hasta dos soldados detenidos a medio paso.
Sus arcos en alto, flechas con muescas apuntando en nuestra
dirección. Ambas estatuas de cristal se cortan un dedo aquí, una nariz
y una mejilla allá, y los trozos de carne que quedan destilan líneas de
sangre que gotean.
Gotean.
Gotean.
Él… los mató.
Los convirtió en cristal.
La criatura de mi pecho sigue graznando, aleteando y gritando
mientras miro a Rhordyn, y se me corta la respiración.
Se me para el corazón.
Está encorvado sobre mis piernas, con la cabeza gacha, la sangre
burbujeándole de los labios. Sus brazos se doblan, dejándolo caer más
abajo, y veo que está enganchado con flechas cortas y altas, delgadas
y gruesas. Brillantes líneas de rojo gotean de cada sangrienta herida
punzante.
Mi criatura me destroza las costillas con sus garras de zarza,
cortando tan fuerte que creo que podría atravesarlas, la oscuridad
amenazando con rajarme el cráneo.
Más guardias salen de la jungla, otros se retiran a la periferia,
gritando órdenes, formando una línea que se mueve al unísono
mientras alzan arcos largos armados, apuntando hacia el cielo.
—¡Disparen! —brama alguien por encima de la tormenta.
Rhordyn gime, arrastrándose hacia delante. Cubriéndome.
Completamente.
Levanta la cabeza y me mira mientras una nube de flechas oscurece
el cielo. El músculo dolorido de mi pecho se pellizca y me pica el
hombro.
Me sube por el cuello.
—¡No!
Mi grito de dolor se interpone entre nosotros, y él me sostiene la
mirada mientras las flechas llueven sobre él.
Veo cada punzada penetrante en la contracción de los músculos de
su cara. Siento cada brutal empalada en las breves y dentadas
bocanadas de aliento en mis mejillas. Oigo cada golpe nauseabundo
que atraviesa la carne, los músculos y los huesos mientras lo
desgarran en pedazos.
Por mí.
Se me retuercen las tripas, se me rompen las cuerdas del corazón,
se me escapan las lágrimas mientras su sangre cae como lluvia. Se le
ponen los ojos vidriosos y suelta un jadeo burbujeante, con la cabeza
cayendo entre sus abultados hombros.
Su brazo derecho se dobla ligeramente.
Algo me golpea tan profundamente en el brazo que siento que me
atraviesa por el otro lado, golpeándome con una llamarada de dolor.
Grito y aprieto el brazo contra mi pecho.
Rhordyn levanta la cabeza y me mira de un modo que me hiela
hasta los huesos, mientras sus fosas nasales se abren una… dos
veces… y su mirada se desvía hacia la flecha que sobresale de mi
brazo. Su hermoso, poderoso y destrozado cuerpo se estremece y su
pecho se hincha al son del crujido de los huesos.
—¿Qué…?
¿Qué está pasando?
Suelta nuestras vainas de donde están sujetas a su pecho. Ambas
espadas caen al suelo antes de que se eche la mano a la espalda, encaje
unas cuantas flechas y las arroje a un lado como si fueran molestas
ramitas. Apoya su frente en la mía y cierra los ojos.
El aliento que vierte sobre mí está cargado.
—No te hará daño… —suplica con voz grave. Insondablemente
robusta y…
Desconocida.
—¿Qué quieres decir? —Levanto la mano buena hacia su mejilla,
estremeciéndome cuando su mandíbula se desencaja bajo mi
contacto.
Se me corta la respiración y me llevo la mano al pecho cuando abre
los ojos, pero no son suyos. Son globos espantosos enriquecidos con
un tono de oscuridad que parece tallado en un lugar que no es de este
mundo. Así de cerca, veo galaxias lejanas atrapadas en los lúgubres
confines, segura de que estoy dando tumbos por el éter insondable,
atrapada bajo el poder aplastante de mi propia insignificancia.
Así de cerca, me doy cuenta de lo pequeña que soy. De lo frágil que
soy.
Una simple mota de luz.
Sin embargo, me mira como si fuera el sol que orbita.
Los labios de Rhordyn se entreabren con un aullido distorsionado,
la piel de su cara se desgarra, dejando espacio para sus fauces en
expansión, llenas de dientes afilados y rechinantes, sus caninos crecen
más que mi antebrazo.
El tiempo se detiene de golpe, la lluvia como tiras de cuerda
suspendidas a nuestro alrededor mientras observo. Horrorizada.
Hipnotizada.
Su cara cambia de forma. Se vuelve grande y cuadrada, le brota una
piel negra que suaviza su cuello cada vez más grueso con una melena
densa y majestuosa y viste sus hombros abultados y su espalda
hinchada. Se oye el sonido agudo de sus pantalones rasgándose,
jirones de tela negra ondeando en el viento arremolinado.
El miedo me lacera con golpes de garra, inmovilizando mi cuerpo.
Mi mente.
Su cuerpo adquiere proporciones descomunales hasta que ya no es
un hombre acurrucado sobre mí como un escudo, sino una bestia que
me empequeñece con su presencia catastrófica. Un enorme Vruk
negro, como el que vi fuera de Parith.
El que se comió a los hombres que quemé.
Rhordyn es…
Él es…
Emociones salvajes y descontroladas trituran mi carne, mastican
mis huesos mientras mi mente tropieza consigo misma. Trata de
recuperar el equilibrio.
Vuelve a tropezar.
«El monstruo que conoces es más seguro que el monstruo que no
conoces…»
Suelto el aliento e intento aplastarme contra la hierba mientras la
bestia se acerca y me olisquea con su ancha nariz de perro, negra y
húmeda. Me clava el hocico rechoncho en el pliegue del cuello y todo
mi cuerpo se estremece, el miedo helado me paraliza los pulmones.
Mi columna vertebral.
Suelta varios silbidos cortos y luego levanta la cabeza mientras un
gruñido profundo vibra desde su pecho grande y peludo hasta el mío.
Sacude su cuerpo, las flechas restantes vuelan a su alrededor como el
agua sacudida de un perro, antes de que su cabeza dé un giro, con la
atención fija en los Guardias Cenicientos que tropiezan entre sí.
Apuntan.
La bestia se da la vuelta, me pasa una esponjosa cola por la cara y
ruge.
Los Guardias Cenicientos ya no disparan. Están corriendo.
Gritan.
La bestia se abalanza, las garras salen de sus patas. Carga hacia los
árboles con largas zancadas que sacuden el suelo y desaparece.
Mi oscuridad se desliza hacia la sima y me doy cuenta de que mi
monstruo ya no grita; está atada a sus alas, con la cola enroscada
alrededor de una de mis costillas. Cuelga, con la cara metida en su
plumaje hinchado, mientras me pongo en pie.
Sollozando entre medias respiraciones entrecortadas, tropiezo con
una serie de pasos hacia atrás, avanzando hacia los estruendosos
sonidos del océano a mi espalda, sin querer apartar la mirada de la
línea de árboles. Con el brazo herido pegado al pecho, miro el agujero
que Rhordyn ha abierto en el suelo. A la veta de cristal que se bifurca
hacia los dos soldados eternamente corriendo.
Me dijo que había cosas que aún no sabía, pero esto…
No me lo esperaba.
La fiebre sigue recorriéndome las venas a borbotones, y mi corazón,
mi cabeza y mi cuerpo luchan en guerras totalmente distintas
mientras avanzo arrastrando los pies hacia el estruendo de las olas.
Gritos desgarradores y llantos agónicos llegan a mí en un látigo de
viento antes de ser cortados brutalmente rápido, y ese escalofriante y
atronador rugido lucha contra el aullido de la tormenta. Hace vibrar
mi corazón.
Está ahí fuera… matándolos.
Desgarrándolos.
Recuerdo la forma en que se comió a los hombres que mi poder
desmanteló, triturándolos como una bestia voraz, y otro escalofrío
sacude mis huesos.
Mi talón roza la pronunciada caída del acantilado y el corazón me
salta a la garganta. Me tambaleo hacia delante, alejándome del borde,
con las rodillas destrozadas. Gimoteo por el rayo de dolor que me
atraviesa el brazo mientras planto ambas manos firmemente en el
suelo, goteando sangre.
Intento sacar la flecha, pero grito cuando el tirón quema la herida
como un atizador de fuego.
Dejo caer la mano ensangrentada y temblorosa y miro por encima
del hombro hacia un torrente de olas agitadas que chocan contra el
escarpado acantilado de piedra azul.
Ya no hay gritos estridentes que atraviesen la bruma tormentosa.
Ya no hay rugidos sádicos que estremecen el suelo.
Solo estoy yo, la lluvia, el cielo crepitante y el fuerte latido de mis
oídos.
Se me eriza el vello de los brazos y, en mi periferia, una mancha
negra se desprende de la jungla. Un ronco sollozo me sube por la
garganta al ver a la bestia merodeando hacia mí a zancadas lentas y
acechantes, agachado sobre sus ancas, con las fauces salpicadas de
tanta sangre que gotea del resbaladizo pelaje de su barbilla. Me llega
su aroma a cuero y escarcha, mezclado con el sabor cobrizo de sus
víctimas asesinadas.
—No te acerques más —le digo, poniéndome en pie de un
empujón, y sus labios se retraen mientras suelta un estruendo
chirriante que me recorre por dentro.
Las garras se retraen de sus patas ensangrentadas y cae tan cerca
del suelo que su vientre roza la hierba, sus ojos inquietantes me
atraviesan como cuchillas heladas.
Se acerca a un brazo de distancia, un movimiento arrastrándose a
la vez, cada movimiento de su cuerpo hace que sus músculos
carnosos se ondulen y se hinchen.
Cuánto poder. Tanta fuerza.
Tanta muerte.
—Por favor —susurro, levantando la mano buena entre los dos, sin
estar segura de que pueda entenderme—. Por favor, para…
La bestia gime, dejando caer la barbilla al suelo, como si intentara
hacerse más pequeño. Menos aterrador.
Imposible cuando sus ojos oscuros me martillean hasta
convertirme en una pulpa temblorosa.
Se oye un chasquido estridente y mis ojos se abren de par en par, el
corazón me da un vuelco.
Unas fisuras se abren paso hacia mí desde aquel cráter de cristal,
tallando un gigantesco trozo de media luna en el acantilado que me
atrapa a la perfección.
Terriblemente.
Tengo una fracción de segundo para asimilar el destello de agonía
cruda y primaria en los ojos de la bestia antes de que el suelo bajo mí
se desplome al son de su lamento dolorido, sus zarpas azotando para
asir el aire. El viento me desgarra el cuerpo.
Me zambullo con fuerza y rapidez, mi mente se sumerge en su
propio vacío de tinta mientras el océano brama bajo mí, tragándome
en sus monstruosas fauces.
Gotas de agua fría se esparcen sobre mi piel ardiente, sacándome
de mi sueño de cortina de humo. Respiro con dificultad y el olor
salado del océano me llena los pulmones.
Golpecitos sutiles resoplan contra mí como pequeños soplos de
aire…
Me resulta familiar.
Imposible.
Abro los ojos a rastras y veo una mancha de pelo blanco y carne
profundamente bronceada. Veo montones de cosas brillantes que
rebotan penetrantes fragmentos de luz que hieren mi blando cerebro.
Un gemido me sube por la garganta mientras escudriño mi borroso
entorno, intentando afinar la vista, con el pánico arañándome los
pulmones. Destrozándolos.
Apretando un nudo alrededor de mi garganta.
—¿Dónde…?
—Está bien, Tesoro. Está bien…
Kai…
Sollozando, aprieto los ojos.
—Te tengo. Estás a salvo.
No lo estoy.
—Tengo que quitar el perno, Tesoro. Primero tengo que romperlo
y luego sacarlo.
Un profundo dolor punzante penetra en mis sentidos, y desplazo
mi mirada borrosa hacia mi brazo, la mente volviendo a visiones de
él enganchado con flechas.
Estaba agachado sobre mí, sangrando.
Vacilante.
Protegiéndome.
Gimo y suelto un hilo de lágrimas mientras cierro los ojos.
—¿Estás lista?
No.
—Sí —susurro, asintiendo con fuerza.
Me sujeta del brazo y me lo pone suavemente sobre el pecho, una
punzada de dolor ardiente me atraviesa. Se oye un chasquido, un
rebote devastador, y un grito me sube por la garganta cuando el
vástago se desliza, rozando el hueso magullado y sensible.
Mi cuerpo se convulsiona por el dolor que me oprime los músculos
mientras caigo hacia un manto de somnolienta oscuridad… con la
esperanza de que esto sea una pesadilla. Que me despierte en una
caverna envuelta en él, en el olor, la sensación y el dolor de nosotros.
Amándonos.
Anhelándonos…
***
Abro los ojos y percibo el olor húmedo y salado de lo que me rodea,
atravesado por un frío rayo de decepción.
No era una pesadilla…
No me he despertado en un nido de hojas crujientes acurrucada
alrededor del hombre al que amo, cuidando de las flores mantecosas
del alivio y de un corazón desbordante. En lugar de eso, todo mi
cuerpo es un gran dolor. Incluso la simple tarea de mover los
párpados me duele tanto que quiero llorar.
Un agonizante torrente de lava me recorre las venas, el brazo me
cruza el pecho y me produce un ardiente picor, como si unos gusanos
me royeran la parte inferior de la piel y me arrancaran trozos de
carne. Siento ese mismo gruñido glotón en los pulmones, como si la
carne se consumiera a bocados.
Toso y balbuceo, saboreando la sangre y el sabor rancio de la leche
agria, segura de que cada músculo de mi cuerpo está siendo amasado,
estirado o roto.
El agotamiento me clava los pulgares en los ojos, amenazando con
reventármelos. Los pesados señuelos tiran de mis párpados y me
atraganto con otra respiración entrecortada que parece el principio
del fin…
Mi cabeza se inclina hacia un lado y los párpados se vuelven más
pesados.
Más pesados.
A través de la niebla de mi visión, veo a un hombre muy bronceado
con el pelo blanco que sale de detrás de un montón de cosas brillantes.
Se parece a Kai.
No puede ser Kai.
—Tesoro, estás despierta…
Los señuelos que tiran de mis párpados ganan la guerra, y vuelvo
a caer en un sueño de tinta que me envuelve en sus alas negras y
correosas.
Esto es real. Me estoy muriendo: el fin bajo mis pies, esperando
para abrir sus fauces y devorarme. Para sopesar el pesado pesar de
mi corazón y luego escupirme como polvo.
Y todo lo que quiero es a él.
***
¡Ploc! ¡Ploc! ¡Ploc! ¡Ploc! ¡Ploc! ¡Ploc! ¡Ploc! ¡Ploc!
Suelto un gemido que hace que mi pecho se convierta en una
incursión de toses violentas; el pánico me aprieta las costillas, segura
de que me estoy ahogando desde dentro. Profundos y húmedos
chasquidos me destrozan los pulmones e inclino la cabeza hacia un
lado, vomitando la sangre que burbujea con cada bocanada.
—Eso es, Tesoro. Levántate…
El fuego se filtra por mis poros. Gotea de mí en riachuelos que no
hacen nada por sofocar este furioso infierno.
El espasmo disminuye, el pánico se desata y mi cabeza se tambalea.
Respiro con dificultad y entrecierro los ojos esmeralda.
Kai…
—Lo siento mucho —ronroneo, no queriendo morir sin que él
conozca el peso de mi arrepentimiento, carraspeando en otra ronda
de toses que me vacían el pecho mientras trato de restregarme las
larvas de lava masticadas de la pierna.
Mi brazo.
—No, Tesoro… No lo sientas. —Me acaricia la mejilla con una
mano cálida contra la que me acurruco, luego gimo por el dolor,
sintiendo como si la piel se me resbalara del hueso—. Mierda.
Mi gemido se convierte en una tos húmeda y rancia, y me arqueo
hacia un lado en un revolcón agónico, con arcadas cuajadas y
grumosas que saben a mis entrañas podridas desprendiéndose en
trozos.
—Te fallé desde el principio.
No sé lo que quiere decir.
Pero ya no importa.
Me siento desolada mientras vomito otro bocado grumoso en un
cuenco que apenas puedo distinguir. Una muerte prematura siempre
me ha parecido inminente, como una sombra que se desliza a mi
alrededor. Observándome.
Contando los días.
Pero la mirada de los grandes ojos de tinta de aquel Vruk mientras
el mundo se desmoronaba bajo mis pies me perseguirá hasta el final.
Como si le hubiera atravesado el pecho con el puño y le hubiera
arrancado el corazón, agarrándolo con la mano ensangrentada
mientras caía.
Kai me echa hacia atrás y me inclina la cabeza hacia un lado. Doy
un silbido antes de que algo resbaladizo, frío y húmedo se deposite
sobre la herida abrasadora que parece abarcarme media mejilla.
Levanto la mano, intento despegarla, pero Kai me la aparta con
suavidad.
—Te ayudará, Tesoro. Debes dejártelo puesto.
Desearía que en vez de eso hubiera marcado con sus dedos el dolor.
Arrancar las cosas que me roen.
¡Ploc! ¡Ploc! ¡Ploc! ¡Ploc! ¡Ploc! ¡Ploc! ¡Ploc! ¡Ploc!
El sonido me parte el cráneo y gimo.
—Shh, shh, shh… Está bien, Tesoro. Lo estás haciendo muy bien.
Vamos a sacarte de esta. Solo necesito que aguantes un poco más,
¿bien? Sigue siendo fuerte —dice, acariciando la llaga, sus raíces
chisporroteantes contoneándose hasta mi cráneo.
Mi mandíbula.
Igual que la roncha hambrienta de mi mano. El pie.
Me duele todo, y el mundo tiembla al compás de ese repiqueteo: la
caverna, el agua chapoteando en la orilla atesorada hecha de cosas
brillantes que tintinean.
Debo estar en el tesoro de Kai…
Ojalá pudiera verlo bien. Apreciarlo. Decirle lo bonito que es y
adular todos sus preciosos recuerdos.
Cierro los ojos, mi visión inútil de todos modos, una larva en cada
uno, mordisqueando mis córneas, rechinando sus dientes alrededor
de mis pupilas.
Distorsionando las cosas.
¡Ploc! ¡Ploc! ¡Ploc! ¡Ploc! ¡Ploc! ¡Ploc! ¡Ploc! ¡Ploc! ¡Ploc! ¡Ploc! ¡Ploc!
¡Ploc! ¡Ploc! ¡Ploc!
—Ese sonido —gorjeo, sintiendo cómo me picotea el cráneo con
cada golpecito incesante.
Kai gruñe mientras unas garras de tinta se aferran a mi conciencia,
aplastándola en sus puños cada vez más apretados.
Esta vez, cuando abre los ojos, un grito gorgoteante le desgarra la
garganta mientras se estira hacia el techo, sus iris violetas engullidos
por pupilas dilatadas.
—¿Kai? ¿Estás…? —Respira entrecortadamente y busca en el
espacio que me rodea. Por el bamboleo errático de sus ojos me doy
cuenta de que ha perdido la vista.
«Escapar. Escapar. Escapar».
Ignoro los chillidos de Zyke y agarro la mano de Orlaith, atada a
las algas. Hago lo poco que puedo para atarla plantándole un beso en
el interior de la muñeca, justo donde su pulso acelerado me pica.
Demasiado rápido.
Demasiado violento.
Zyke se convierte en un remolino maníaco en mi pecho,
azotándome las costillas con su cola cortante.
—Tesoro…
Sus labios tiemblan, su cara se desmorona. Levanta la otra mano y
me palmea el pecho a ciegas.
—Estás aquí…
Se me parte el corazón.
Debería haber estado allí.
Y ahora…
Examino su cuerpo en guerra, recordando las heridas que descubrí
cuando vino a vernos por primera vez:
Profundos cortes en sus palmas.
Una flecha en el brazo.
Mordeduras en el cuello…
Todas curadas, luego reemplazadas por forúnculo sobre forúnculo
sobre jodido forúnculo. Saco una tira de algas de una mezcla de saliva
y agua de mar y le curo otra herida mientras Zyke suelta un
quejumbroso lamento.
—Estoy aquí, Tesoro.
Por fin estoy aquí.
¡Ploc! ¡Ploc! ¡Ploc! ¡Ploc! ¡Ploc! ¡Ploc! ¡Ploc! ¡Ploc!
Barro las gotas de sudor de su frente, robando una mirada al techo
mientras ese maldito golpecito sigue rebotando hasta llegar a mi
trova.
Es audaz. Implacable.
No ha parado en horas.
Días.
Ya ni siquiera estoy seguro.
Todo lo que sé es que él le hizo esto.
Rhordyn.
Es una bestia terrestre. Debería haberla protegido.
Si ella muere, voy a matarlo. Que Zykanth lo mastique hasta
convertirlo en sangre y tripas y vísceras, luego escupa los residuos en
los cinco mares para que sus células nunca se vuelvan a unir.
No en esta vida. Tal vez si el mundo implosiona, y luego vuelve a
iniciar en forma de otro.
Utilizo una almeja para recoger un chorrito de agua fresca de la
grieta de la pared de piedra negra y se lo acerco a los labios agrietados
de la chica, que levanta la cabeza. Bebe y siento alivio, hasta que se
inclina hacia un lado y vuelve a vomitar, ahora teñida de sangre.
—No pasa nada, Tesoro. —Le froto la espalda mientras vomita—.
Estás bien…
Una sucia mentira que nunca me perdonaré. Ella no está bien.
En absoluto.
Su cuerpo frágil e infectado se dobla al compás de sus arcadas y
una pesadez se agolpa en mi pecho.
¡Ploc! ¡Ploc! ¡Ploc! ¡Ploc! ¡Ploc! ¡Ploc! ¡Ploc! ¡Ploc! ¡Ploc! ¡Ploc! ¡Ploc!
¡Ploc!
Zykanth azota contra mis costillas con tanta fuerza que suelto un
suspiro. «Libera a Zykanth. Come hombre violento y roba palo.
Hombre enfadado paga por herir a Tesoro».
Orlaith cae de espaldas contra el pellejo de algas húmedas, con la
cabeza balanceándose de lado a lado mientras gimotea.
—Ese sonido…
—Lo sé, Tesoro.
Lo sé, mierda.
Si ella pide que la libere, liberaré a Zykanth. Que nade hasta allí y
silencie a Rhordyn para siempre.
Orlaith trata de rascarse la piel llorosa y llena de furúnculos, luego
gime y pone cara de asco cuando se da cuenta de que sus manos son
inútiles, vendadas con cuerdas planas de hierba. Sigue rasgándose la
piel, lo que favorece la aparición de más llagas.
La levanto, la acerco a mi pecho y la acuno suavemente.
La hago callar.
Creo que han pasado más de cinco días desde que se precipitó por
las fauces abiertas de Zykanth al caer del acantilado, y no ha hecho
más que empeorar.
Le he fallado.
Ella gime, extendiendo la mano hacia el cielo de nuevo cuando el
golpeteo de alguna manera se hace más fuerte.
Más brusco.
—Rhordyn…
Zykanth gruñe tan fuerte que el agua que chapotea en nuestra
preciada orilla se ondula, las ondas sonoras rebotan en el techo
curvado. Unas cuantas monedas tintinean en la pendiente de nuestro
montículo.
Le retiro un mechón de pelo de la cara.
—No, Tesoro. Es Kai…
—Lo necesito —dice ásperamente, poniéndome la mano en la cara
mientras intenta mirarme—. Lo necesito.
Su cuerpo sufre otro espasmo al toser y balbucear, y me tiembla el
labio superior.
Echo un vistazo al techo. En dirección a la cabeza de chorlito con el
palo. Pero entonces vuelvo a centrar mi atención en Orlaith y veo una
mirada en esos ojos que no ven que imita el dolor que siento en el
pecho por la ausencia de mi Vicious…
Zykanth detiene su deslizante revuelo, golpeando los bordes de
Orlaith. «¿Tesoro quiere hombre enojado? Tesoro debe tener el
corazón enfermo como la piel enferma.»
—No creo que sea eso —susurro en voz alta mientras sus ojos giran
hacia atrás, su cuerpo se vuelve flácido.
Sin vida.
Si no fuera por el silencioso golpeteo de su corazón, casi creería…
Trago grueso, la bajo suavemente a la piel y le planto un beso en la
frente ardiente. Me odio por no haber podido salvarla.
Zyke suelta otro largo lamento.
El corazón se me encoge y la humedad me cubre las mejillas
mientras vuelvo a mirar al maldito techo, sabiendo exactamente
dónde querría estar si fuera a exhalar mi último aliento…
Con Vicious.
«Mala idea. Zykanth no está de acuerdo con la mala idea.»
—Dejaremos que se la quede —le digo a Zyke, con un tono tan
firme como mi determinación.
Que muera con él.
Que vea lo que ha hecho. Cuánto le ha fallado a ella también.
Zykanth se queda quieto, escucha…
«Una vez que ella se haya ido, puedes matarlo».
El mar de pizarra brama bajo el viento aullante y la lluvia
torrencial, el sol del mediodía se oculta tras un revuelo de nubes
ciclónicas mientras golpeo el poste metálico contra las piedras una y
otra vez.
Su semilla es una estrella que chisporrotea, con raíces que tiran de
donde está anclada a mis costillas y al fondo de mi alma, una violenta
convulsión que amenaza con cada agonizante tirón. Imagino un árbol
milenario arrancado de la tierra en incrementos devastadores, mis
garras clavadas profundamente en la preciada carga. Un ancla que
falla.
Se está muriendo.
Golpeo las piedras una y otra vez, rugiendo al viento y a la maldita
lluvia.
Rugiendo al cielo y al mar.
A mí mismo.
Mi bestia es una sombra inquieta acuchillando mis entrañas.
Desesperada por rasgar mi piel y hacer lo correcto.
Cayó igual que cayó Rai, y no puedo dejar de verlo.
De revivirlo.
El océano se hincha con una erupción de burbujas furiosas, y suelto
un suspiro gutural. Ese pulso invisible me golpea con violencia
mientras tiro el bastón y caigo de rodillas sobre las rocas negras y
dentadas.
El agua brota como cortinas que se abren, revelando una enorme
cabeza cuadrada del tamaño de la mitad de un barco, cubierta de
escamas plateadas. Grandes ojos verdes de serpiente se abren de
debajo de un estante de fragmentos de color musgo y me miran con
fijeza.
Unas columnas de vapor salen de las fosas nasales y la bestia emite
un profundo gemido similar al crujido de un barco. El agua oscila, su
larga masa reptante se agita bajo las olas, lanzando destellos de aletas
y volantes.
—¡Dámela! —La súplica me raspa la garganta—. ¡Por favor!
Nunca he suplicado. Ni una sola vez. Pero me quedaré de rodillas
hasta que sienta que la llama se apaga.
Entonces…
Haré pedazos el mundo.
Otro inquietante estruendo agita el agua mientras mis brazos
cuelgan sueltos a los lados. Patético e inútil.
Tan jodidamente inútil.
Mi animal araña una costilla.
Me duelen los huesos, suplicando crujir, la mandíbula saliéndose
de su sitio mientras mi piel amenaza con partirse.
Esos ojos verdes se endurecen con una promesa letal y se acerca
unos metros más a las rocas, abriendo las fauces y dejando al
descubierto hileras de dientes aserrados. Enroscada en el centro de su
lengua regordeta, con tiras de tela deshilachada y ataduras de algas…
Ella.
Mi corazón se desploma.
Su piel está salpicada de cráteres en carne viva, llorosos, y
forúnculos rosados abultados, algunos con cabezas pálidas que
parecen a punto de estallar. Su hombro afilado está encorvado en
torno a su fragilidad, los huesos de la cadera sobresalen, picos
afilados. Como si la enfermedad se hubiera cebado con ella desde
dentro.
La hubiera convertido en comida.
—Muerde y te acristalaré las putas entrañas —gruño, saltando
sobre un jirón de sables nacarados y adentrándome en la caverna
rosada y sinuosa que apesta a tripas de pescado, aterrizando sobre su
lengua carnosa—. Estoy aquí, Milaje —susurro contra la sien de
Orlaith mientras la recojo en mis brazos. Su cuerpo está flácido y frío.
Demasiado frío.
Salto de las fauces del dragón hacia el viento aullante, corriendo
sobre rocas afiladas que me cortan los pies mientras él sigue atacando
con furia mis costillas, hiriéndome.
Cortando.
Doy la vuelta a la bahía, las olas rugientes se extienden por la orilla,
como si quisieran alcanzarme. Subo a toda velocidad las empinadas
e irregulares escaleras cortadas en la negra pared del acantilado, sin
mirar atrás hasta que estoy a mitad de camino, la mirada más rápida.
Sigue ahí, con los ojos verdes clavados en mí mientras su enorme
cuerpo serpentea bajo la superficie.
No pretendo no saber por qué.
Sé por qué.
Está pensando en todas las formas en que quiere masticarme y
escupirme porque cree que su vida está a punto de terminar.
En cierto modo, tiene razón.
Al subir las escaleras, veo a Mersi con la cara desencajada y la
puerta abierta, los ojos muy abiertos y las mejillas sin color. La lluvia
le cubre la cara con el pelo rubicundo y el delantal chasquea con el
viento.
Se lleva la mano a la boca mientras su mirada castaña roza el cuerpo
de Orlaith.
Su cara.
—Oh, mi niña…
—Atrás —rujo, y ella se aparta de mi camino.
Me abalanzo sobre ella y los pasos de Mersi, apresurados y
arrastrados, persiguen los míos atronadores mientras la puerta se
cierra con estrépito, cortando los aullidos de la tormenta. Abrazada a
mí, la lenta y traqueteante respiración de Orlaith alimenta mi rabia.
Mi autodesprecio.
—Aún podría superarlo por sí misma, Rhordyn…
Las palabras de Mersi son una súplica dolorosa, pero son guijarros
para mi coraza de hierro mientras doblo una esquina tan rápido que
las llamas de una lámpara de pared parpadean.
—Esa oportunidad disminuye cada hora. No arriesgaré su vida.
—La enfermedad alcanza su punto máximo al quinto día. Aún
podría sobrevivir…
Me giro, obligando a Mersi a detenerse cuatro pasos atrás, con la
mirada fija en el cuerpo devastado por la enfermedad de Orlaith, que
cae en mis brazos como un cadáver.
—¿Parece que vaya a sobrevivir?
Mis palabras resuenan al unísono con un relámpago que cae lo
bastante cerca como para hacer vibrar una ventana cercana.
Las facciones de Mersi se suavizan y suspira, con una profunda
tristeza en los ojos.
—Sabes, vi el momento en que se enamoró de ti.
Sus palabras hieren esa parte de mí que ya está en carne viva y
sangrando.
Trago saliva, giro sobre mis talones y salgo corriendo por el pasillo,
perseguido por sus pasos.
—Estaba en el jardín hace poco más de un año, plantando uno de
sus rosales mientras yo la ayudaba a cubrir los otros con mantillo. ¿Te
acuerdas?
Gruño, dejando que la bestia que llevo dentro libere parte de su
rabia en el sonido de sierra que lanza tras de mí mientras corro a la
vuelta de una esquina. Bajando un tramo de escaleras.
Sí.
—Viniste furioso cuando ella aún tenía las manos en la tierra y le
dijiste que estabas celebrando una pequeña fiesta. Que tenía que ver
lo que el mundo le ofrecía para saber lo que se perdía escondiéndose
tras su Línea de Seguridad.
Doblo una esquina. Bajo otro tramo de escaleras.
—¿Cuál es tu puto punto, Mersi?
—Ella esquivó la declaración, como era de esperar. Fingió que no
habías dicho nada. Te preguntó si te gustaba su rosal. Y tú le dijiste…
—«Me gusta todo lo que plantas» —rechino entre dientes
apretados, recordando la luz que se encendió en sus ojos. La luz que
ignoré.
Me reprendí por ello.
—Plantaste una chispa en ella y luego la dejaste cocer a fuego lento
hasta que estuvo tan enferma de amor no correspondido que aceptó
la cupla de otro macho. No has sido más que un despojo para esa
chica, Rhordyn. Y ahora se está muriendo de una enfermedad que
podría haberse evitado si hubieras sido sincero con ella.
Sus palabras son flechas, del tipo de hierro que quema atravesando
la piel y los músculos y me debilita las rodillas.
Tiene razón, por supuesto. Una vergüenza que llevaré el resto de
mi vida.
Al esforzarme tanto por evitar esta situación, la he provocado.
—Y aunque me duela en el corazón decirlo… debo hacerlo. Si estás
haciendo esto por deber o autoservicio, déjala descansar, Rhordyn.
Mi corazón se detiene al unísono con mis pies, el candelabro a mi
lado vacila.
Lentamente, me doy la vuelta.
Mersi se detiene a varios metros de distancia, la fulgurante
tormenta del exterior encendiendo su retorcido rostro manchado de
lágrimas.
—Si no la amas —suplica, las palabras convertidas en un sollozo
estrangulado—, entonces déjala descansar.
Se me hiela la sangre tan rápido que las cuatro velas del candelabro
se apagan, mi animal es una estatua dentro de mí.
Observando.
—Tu primer error fue suponer que una mísera palabra de cuatro
letras podía encapsular lo que siento por ella —digo, inclinando la
cabeza hacia un lado, clavando en Mersi una mirada que espero que
sienta hasta los huesos—. Tu segundo ha sido asumir que la dejaré
marchar. Comete un tercero y se acabó.
Hay un momento de tensa quietud.
Las mejillas de Mersi se hinchan, una sonrisa se dibuja en su cara,
llegando hasta sus ojos. Confundido, frunzo el ceño, viéndola aflojar
el nudo de los cordones de su delantal.
Se lo quita.
Lo aprieta entre las manos y se quita una lágrima de la mejilla.
—Entonces ya no me necesita —dice, mirándome con ojos
vidriosos y una sonrisa fresca, aunque se le borra un poco cuando
mira a Orlaith—. Dale un beso de mi parte. Dile que una mísera
palabra de cuatro letras no puede resumir lo que siento por ella, y que
vendré a tomar el té cuando se recupere.
Mi ceño se frunce.
Se acerca a mí y le doy la espalda, poniéndome rígido a su paso, sin
querer arriesgarme a que haya contacto entre ellas, aunque me pone
la mano entre los omóplatos y me susurra:
—Si vuelves a hacerle daño a mi chica, encontraré la forma de
echarte sen en el estofado.
***
Abro la puerta de una patada, irrumpo en mi habitación y dejo a
Orlaith en la cama, con su cuerpo cayendo sobre el colchón de una
forma que amenaza con destrozarme la piel.
La libero.
—Milaje…
Le paso la mano por la frente mojada de sudor.
Emite un gorgoteo que me parte el pecho y luego abre los ojos, con
las pupilas tan dilatadas que ya no queda nada del violeta. Su mirada
da vueltas, como si estuviera buscando, y su respiración empieza a
serrarse. Más rápido.
Más deprisa.
—¿Rhordyn? —dice ásperamente, alcanzándome…
Agarro su mano de alga y la planto contra mi mejilla.
—Estoy aquí, Milaje. Estás a salvo.
Su ceño se frunce y sus ojos se cierran.
Le sujeto la cara con las manos —lo bastante suaves para que pueda
sentirme allí sin agitar sus heridas— e imagino que puede verme. Que
está entera, sana, sonriendo y no rota en mi cama.
—¿Esto es un sueño?
—No —digo con la garganta irritada.
Es una pesadilla.
Huelo su floreciente alivio y ella solloza entre otra respiración
húmeda, acurrucándose contra mi mano. Grita un agudo gemido de
dolor que me hace querer aplastar este maldito mundo en mi puño.
—Lo siento…
Yo también.
Levanta la otra mano, su rostro se retuerce de agonía mientras
busca a ciegas mi pecho, poniendo la palma sobre mi corazón.
Sus rasgos se suavizan un poco.
—No quiero irme —susurra, en su tono crece una espina de…
determinación—. Necesito que sepas que quiero quedarme aquí para
siempre. Contigo.
Frunzo el ceño.
—No vas a ir a ninguna parte.
Por alguna razón, llora con más fuerza. Su cuerpo se sacude y tose
entre ladridos profundos y húmedos que me hacen masticar las
ataduras.
Respira cansada y entrecortadamente.
—Pero… me duele…
Esas palabras hacen crujir mi corazón partido en dos.
Mi bestia me araña las costillas mientras gordas lágrimas resbalan
por sus mejillas.
—Quiero… quiero que se acabe el dolor, Rhordyn. Por favor.
¿Por favor?
—Yo… quiero pasar mi último aliento besándote.
Mi corazón se detiene.
Me está pasando notas de despedida como si pensara que voy a
atravesarle el pecho con una puta espada y acabar con su sufrimiento.
La comprensión hunde sus dientes en la bóveda de obsidiana
escondida junto a su semilla que se atenúa. Un cofre lleno de heridas
que nunca sanarán, demasiado dolorosas incluso para pensar en ellas.
Tan pronto como este momento termine, meteré este también ahí.
—Bien, Milaje. —Aprieto el susurro de un beso en su cabeza,
vibrando de odio hacia mí mismo—. Voy a parar el dolor, ¿bien?
Su sollozo aliviado me destroza.
—Lo siento —digo, apretando los ojos.
Siento mucho que no haya tenido la oportunidad de florecer. Que
le haya hecho creer que la odiaba a ella y no a mí. Que probablemente
nunca me mirará sin ver a las bestias que sellaron el destino de su
madre.
Que está a punto de ser atada a la cara de sus pesadillas.
Sobre todo, siento que nunca entienda por qué no pude, no puedo
darle la opción que se merece. No si puedo evitarlo. No hay realidad
en la que le ofrezca libremente el peso de su especie caída. Del mundo
entero. No hay realidad en la que ella no se permitiría caer sobre esa
hoja.
Ninguna.
Me inclino hacia atrás mientras una sonrisa reconfortante roza sus
labios, su barbilla se tambalea, los párpados se cierran, más lágrimas
se escapan.
—Seré una flor en tu jardín.
Nunca.
Gruño entre caninos alargados y hundo los dientes en el labio
inferior, dejando correr un chorro de sangre por la boca antes de
acariciarle la cara.
Presiono mis labios contra los suyos.
Gime dentro de mí mientras le meto la lengua hasta el fondo,
llenándola de mil disculpas. Mil súplicas de perdón.
Nunca será suficiente.
Llevo la mano a su garganta y masajeo suavemente su piel herida,
contando los segundos que faltan para que trague, sabiendo que son
sus últimos momentos de libertad. Que a partir de hoy no podrá pasar
un día sin depender de mí, su mayor y más letal debilidad.
Una tierna vulnerabilidad, en constante caída.
Estoy comprando momentos para nosotros, esquivando el destino,
solo para atarlo a nuestros talones donde nos golpeará con cada paso
que demos durante el resto de nuestras vidas. Pero como un ladrón
hambriento, tomaré esos momentos robados y devoraré cada uno de
ellos hasta que no quede nada que robar.
Sorbe un jadeo estremecido y luego profundiza el beso con la
fuerza de un incendio, acercándome la cara. Tragando.
Respira.
Arqueando la columna, gime a través de la oleada de éxtasis puro
e impoluto que siento palpitar en nuestro vínculo mientras mi sangre
enturbia su sistema, borrando su única existencia. Plantando una
semilla maligna y parasitaria en lo más profundo de su pecho.
Una semilla que percibo igual que percibo su presencia cálida y
floreciente cada vez que entra en una habitación, o su mirada
arrolladora sin importar la distancia que nos separa.
Una semilla que adoro, un vínculo directo que me permite llenarla
de fuerza y vida.
Una semilla que nos acerca en todos los sentidos menos en el que
de verdad importa…
Su aceptación de mí.
De nosotros.
Su cuerpo se debilita y yo me retiro, respirando entrecortadamente,
arañándome el pecho. Veo sus labios manchados de mi sangre
mientras respira somnolienta.
—Lo siento —susurro de nuevo, plantando otro beso en su sien,
justo al lado de una herida que se encoge y me revuelve el corazón.
Porque está funcionando.
Reconstruyéndola desde dentro, uniéndola con cada latido de su
acelerado corazón.
Me inclino más hacia atrás, me froto la cara, me paso los dedos por
el pelo y me agarro con fuerza. Mis hombros se encogen, el peso de
mi decisión se agrava…
Es muy probable que cuando despierte me odie más que nunca.
Y eso podría arruinarme.
El frágil chico de la celda tiene los ojos oscurecidos y las raíces de su pelo
iridiscente han empezado a oscurecerse.
Su luz se desvanece.
Su piel está rota.
Se ha mojado.
Llora por alguien a quien llama Maestro…
Me gustaría matarlos a todos de nuevo.
Voy a la deriva…
Tiro una manta sobre el retrato y lo escondo en una habitación donde no
tenga que mirar todo lo que he perdido.
Nunca volveré a pintar en color.
Voy a la deriva…
Hay miedo en sus grandes ojos cuando me mira, buscando una marca
hecha por la hoja que acaba de blandir. La semilla que hay bajo mis costillas
retumba en reconocimiento a su mano sobre mi pecho, justo encima de él.
Estoy cayendo. Sintiendo cosas. Luchando contra ellas antes de que el
destino ponga sus ojos en ella.
Le corte la respiración.
No pueden tenerla.
Voy a la deriva…
Estoy en una habitación fría solo iluminada por un rayo de luz que cae
desde lo alto, bañando la escultura de cristal de un hombre y una mujer…
abrazados para siempre.
Siempre eligiendo no quedarme.
No sé por qué he venido aquí…
Siempre duele.
Voy a la deriva…
Estoy orgulloso. Desolado.
Petrificado.
Rodeado de sus colores y su olor, veo alejarse un barco, con el olor de su
sangre, su miedo y su angustia aún en el fondo de mi garganta.
Casi se ahoga intentando escapar de mí, porque no hablé. Otra vez.
Como siempre.
¿Por qué cerré esa puerta? Mis palabras no dichas podrían cortarle la
garganta. Quemarla en la hoguera. Cortarle las orejas.
Solo podré culparme a mí mismo.
Voy a la deriva…
Su mano me rodea, trabajándome.
Codicioso, caigo en su atención carnal, atiborrándome de sus sobras como
un animal.
Me odio por ello.
Lo que realmente quiero es su corazón.
Voy a la deriva…
Tengo un agujero en el pecho y quiero decirle que no pasa nada. Porque es
cierto.
Merezco llevar su dolor.
Su odio.
Pero por primera vez en mi vida, tengo tantas palabras que decir… y ahora
no puedo tomar aliento para decirlas.
Voy a la deriva…
Está arrodillada en una cama de almohadas blancas, con los labios de un
tono rojo oscuro. Otro hombre la tumba y ella se deja.
«Bésame».
Veo la mentira en sus ojos dorados.
Sus manos están sobre ella. Ahora sus labios.
Soy un asesino.
Impotente.
Esta boca no gritará mis palabras…
Voy a la deriva…
Estoy mirando a los ojos amatista de alguien que llena mi pecho por
completo, su mano en mi mejilla, arrepentimiento en su mirada acuosa.
Mi corazón se rompe incluso antes de que ella lo califique de error.
Voy a la deriva…
Camina por una rama por encima de mi cabeza mientras llueven flores
azules. Mira hacia abajo y mi mundo se derrumba cuando sonríe.
Es lo más hermoso que he visto nunca, y todo es por mí.
Voy a la deriva…
Estoy dentro de ella y no quiero salir nunca.
Me pasa las manos por los hombros y me besa como si fuera frágil. Como
si no me tuviera miedo.
Por primera vez en mi vida, no me siento como un monstruo.
Esto es todo lo que importa. Nosotros.
El mundo puede joderse.
El destino nunca la encontrará.
Voy a la deriva…
Mi bestia revienta el cráneo del hombre entre sus dientes, los sesos salpican
la parte posterior de su garganta.
Está seguro de que si lleva la sangre de sus enemigos, ella verá cuánto la
ama.
Que lo aceptará.
Ojalá fuera tan fácil.
Voy a la deriva…
Ella está cayendo, y nosotros estamos impotentes. No hay equilibrio en
este momento.
Solo hay dolor.
Voy a la deriva…
Un grito ahogado me penetra, llenándome los pulmones de olor a
cuero y a una fresca mañana de invierno.
A él.
Su esencia está viva en el aire cálido que me acuna, en su aroma
que me impregna con cada respiración. Está en mi pecho, como si
hubiera deslizado sus dedos entre mis costillas y labrado un vacío en
lo más profundo de la materia de mi alma, llenándolo con una semilla
negra y aterciopelada que ha enroscado sus robustas raíces alrededor
de los delicados huesos.
Se siente tan bien dentro de mí, como una pieza faltante sembrada
en su lugar, latiendo con su propio latido constante… fuerte y
poderoso.
Anclándome.
¿Esto también es un sueño?
La confusión convierte mi corazón en un rugido atronador.
Abro los ojos y miro a mi alrededor.
Sábanas negras me cubren como un escudo.
Camisa negra, limpia y sin rotos que nada sobre mí.
Paredes negras.
Negras.
Negras.
Negras.
El color se hunde en mi alma como el sol en mi piel.
Castle Noir…
Respiro grandes, claras y hermosas bocanadas mientras miro mis
brazos, estirándolos. Inclinándolos hacia ambos lados.
No hay forúnculos.
Las cicatrices de mis palmas han desaparecido y mis manos vuelan
hacia mi cuello, felizmente lisas.
No hay mordeduras…
¿Cómo…?
Siento un profundo estruendo y mi mirada recorre las paredes sin
barnizar.
Una ventana familiar da a un cielo nocturno tormentoso, y mi pulso
se acelera, deteniendo la mirada en el caballete que exhibe un boceto
inacabado que ya he visto antes, en el que descansan unas manos que
parecen tan tranquilas. Pestañeo para contener las emociones
punzantes y miro hacia la chimenea que brilla con una dispersión de
brasas palpitantes que tiñen la habitación de un cálido resplandor
rojizo. Suelto un grito ahogado y el corazón se me paraliza al ver el
monstruoso montículo de pelaje negro, patas enormes y ojos grandes
que no parpadean.
Mirándome.
Me asalta la visión de la carne de Rhordyn partiéndose, brotando
una piel de tinta que pronto se vio salpicada de sangre.
Los ecos de su doloroso lamento me empalagan, las lágrimas
encharcan mis párpados inferiores.
Goteando por mis mejillas.
Otro suave rodar vibra en mi pecho, su plácida mirada fija.
Sus orejas se aguzan cuando me incorporo para ver mejor.
Los retazos de tela se esparcen por el suelo a su alrededor, como si
hubiera tomado el control tan rápido que Rhordyn no hubiera tenido
tiempo de quitarse los pantalones. Esos ojos grandes y brillantes me
siguen mientras me muevo hacia un lado de la cama y apoyo los pies
en el frío suelo de piedra, con el corazón palpitante.
Otro profundo estruendo llena la habitación. Me llena el pecho
como si me estuviera metiendo el sonido directamente por las
costillas; casi un ronroneo que me llena de una fuerte sensación de…
Seguridad.
Recuerdo el divertido sueño que tuve, que se siente como una
verdad que me acurruca, poniéndome cómoda en medio de la
penumbra cenicienta. Un sueño en el que una bestia sedienta de
sangre formaba parte de mí, cosida a mis costuras. Hacía crujir los
huesos. Enfrentada a esta cruda y arcaica creencia de que la sangre
que extraía equivalía al amor que sentía por… alguien.
Recuerdo la agobiante sensación de incapacidad al ver caer a ese
alguien.
A mí.
Los sueños… son como baratijas de verdad que me han llegado.
Baratijas que guardo para examinarlas más tarde.
Avanzo con pasos lentos y cautelosos, la camisa de Rhordyn me
rodea y roza mis muslos. La bestia permanece atada a sí misma, con
la punta de su larga y esponjosa cola moviéndose de un lado a otro.
La luz oxidada del fuego me calienta la piel cuando me acerco lo
suficiente para que su respiración profunda y retumbante me roce las
piernas desnudas, agitando el dobladillo de la camisa. Quieta, me
arrodillo y miro directamente esos globos insondables.
—Tú…
Mi voz resuena como una canción cosida con miel, y mi mano me
golpea la garganta.
¿Por qué sueno tan extraña? ¿Adónde ha ido a parar mi aspereza?
¿Se ha curado también?
Una sombra se cierne sobre mí antes de que algo suave me roce la
mejilla, y me doy cuenta con un sobresalto de que es su cola, lo que
me produce escalofríos en el cuello.
Me roza la barbilla y vuelve a subir por la mejilla. Se repite en un
movimiento lento y suave.
Una sensación extraña me recorre el pecho, las costillas y me vibra
en la columna vertebral. Me hace sentir cálida y cómoda.
Reconfortada.
Como un suave abrazo a mi corazón.
Otro movimiento de su cola, casi como un pincel deslizándose por
mi mejilla, y sonrío, decidiendo que me gusta mucho.
Cada vez estoy más segura de que no va a comerme.
Avanzo arrastrando los pies hasta colocarme delante de su nariz
grande y húmeda, con los ojos a la altura de sus globos de ébano que
reflejan mi pelo revuelto y mis mejillas sonrojadas.
—Me protegiste —susurro, levantando la mano, y su cola se
detiene a medio movimiento mientras yo me inclino hacia delante,
despacio.
Moderado.
La bestia emite un silbido a través de los orificios nasales,
apartándome las puntas romas del pelo de los hombros mientras bajo
la mano hacia el hueco que hay entre sus ojos y froto su suave y liso
pelaje.
Suelta un ronroneo que sugiere que está disfrutando de la atención
y se me dibuja una leve sonrisa en la comisura de los labios.
La semilla de mi pecho palpita.
Pienso en Rhordyn, escondido en algún lugar dentro de la bestia, y
el corazón me da un vuelco.
¿Puede verme?
¿Oírme?
Me pregunto qué estará pensando. Lo que siente.
Cómo reaccionará cuando le haga las preguntas que bullen en mi
pecho.
—Necesito verlo —susurro.
Hay un silencio largo y tenso.
Otro roce de cola en la mejilla.
Otro.
Me recorre un sentimiento severo y firmemente arraigado de
terquedad, imitando la mirada de la bestia.
No creo que quiera dejarlo salir.
Le doy otro masaje, esta vez detrás de la oreja, y él inclina la cabeza,
acurrucándose. Baja los párpados.
Le gusta ese sitio.
Continúo hasta que cada respiración es un ronroneo profundo,
entonces retiro la mano y retrocedo.
Suelta un pequeño silbido, abre los ojos de golpe, su enorme pata
se desliza por la piedra y me roza el muslo una vez.
Dos veces.
Sacudo la cabeza.
—No más caricias en las orejas hasta que lo vea. Por favor…
Parpadea.
Vuelve a parpadear.
Con un gemido, se inclina sobre sus ancas como una montaña en
movimiento.
El crujido de los huesos al romperse me hiela la sangre y me pongo
en pie con el corazón en un puño cuando el pelaje de medianoche
empieza a retroceder. La espesa melena negra se enrosca en una
cabeza desaliñada, el torso monstruoso se agranda, las extremidades
se afinan hasta que la piel aceitunada se extiende por una espalda
ancha y hermosa.
Brazos.
Piernas.
Hasta que se agacha ante mí, de rodillas, con la cabeza inclinada
entre sus hombros desnudos y poderosos mientras respira
entrecortadamente. Los garabatos plateados de su piel laten al ritmo
de la semilla que hay dentro de mi pecho, tan lenta y fuerte en
comparación con mis pensamientos atronadores y el fuego rápido de
mi corazón martilleante.
Enredaderas de alivio brotan por mis entrañas, enroscándose
alrededor de esa semilla.
Acariciándola.
Brotan flores de mantequilla.
Alargo el brazo y rozo su mejilla con la mano.
Se estremece.
Lentamente, levanta la cabeza, y hay tal vulnerabilidad en su
mirada plateada que me resbalan lágrimas frescas por las mejillas.
Él las mira caer y traga saliva. Inhala profundamente y levanta los
brazos, una invitación que me atrapa el corazón y lo acomoda en el
lugar seguro detrás de sus costillas, mucho más fuertes.
Doy un paso adelante, le rodeo el cuello con los brazos y gimo
cuando me aprieta contra su cuerpo y me pasa la mano por los
omóplatos. Se acurruca contra mí mientras su pecho se infla con una
respiración irregular, y más de esas flores internas estallan,
convirtiendo mi interior en un mar de pequeños soles.
En casa.
Respiro agitada, embriagándome con su aroma a cuero. Mi lengua
empieza a cosquillear y soy primitivamente consciente del latido de
su corazón, un dolor familiar que se extiende por el arco de mi
paladar, hasta mis caninos…
Me viene a la memoria un sabor: una calidez espesa, robusta y
sedosa que se derrama por mi garganta, apagando mi dolor.
Él.
Trago, deseando.
Lo necesito.
—Me diste de comer tu sangre —susurro, tan alto contra su
silencio.
Casi me ahogo con el penetrante olor a culpa que inunda la
habitación.
—Sí.
Su voz es de terciopelo negro y me envuelve en su riqueza.
Hundo aún más la cara en su pelo, con una mano en la nuca y la
otra extendida sobre sus hombros, con los dedos girando sobre su piel
como susurros silenciosos.
—¿Por qué?
—Porque me niego a vivir en un mundo en el que tú no existes.
Mi corazón se rompe, las palabras me llegan con tanta suavidad a
pesar de su áspero timbre que raspa mi carne de guijarros.
Acristalando mis ojos con otro brillo de lágrimas.
—Me salvaste.
No es una pregunta. Siento su fuerza retumbando en mis venas
como piedra líquida.
Otro trago espeso y sediento.
Otro susurro silencioso, esta vez más cerca de su columna
vertebral.
—Sí…
—Estoy curada, ¿por qué sigo…? —Me aclaro la garganta, con las
mejillas encendidas.
Me empuja la cabeza hacia el pecho.
Una larga y angustiosa pausa antes de que su barítono retumbe en
mi mente como una roca luchando contra las paredes de mi cráneo:
—A partir de ahora, necesitarás mi sangre a diario. O te
marchitarás. Enloquecerás lentamente. Si pasas mucho tiempo sin
ella… morirás.
Me atraganto con el pesado golpe de su paralizante admisión,
transmitida a mí de un modo tan profundamente personal que aún
puedo sentir su eco instalándose en los pliegues de mi cerebro.
La caja fuerte…
La copa…
La única gota de sangre…
De repente, todo cobra un sentido explosivo.
Me tiemblan las rodillas, pero él me sostiene, sus manos escalan mi
espalda y me atraen hacia él. Una sola palabra me recorre, emerge del
epicentro de esa semilla escondida entre mis costillas.
Me golpea el corazón.
En el alma.
Me atraviesa como una estrella fugaz, dejando un tajo de confusión
en carne viva.
Sé, sin lugar a dudas, que nunca he pensado una verdad tan pura.
Las lágrimas recorren mis mejillas mientras él traga, apretando los
brazos. Una confirmación sutil que me aprieta el corazón igualmente.
Un recuerdo borroso viene a mí, empujándome.
Empujando para llamar mi atención.
Los dos cerca de mi jardín de rosas, sus palabras cortándome como
el filo dentado de una hoja de sierra…
Respiro entrecortadamente, contengo el aliento y lo expulso
lentamente.
—«Los compañeros, Orlaith, son un cuento de hadas» —susurro.
Se pone rígido.
Extraigo unas tiernas lianas de coraje, las ato alrededor de mi
corazón y continúo.
—«Una tragedia pintada con la cara bonita de un felices para
siempre, pero en el fondo, sigue siendo una puta tragedia».
Silencio…
Me aparto.
Levanta la vista y la sombra de algo ilegible recorre sus rasgos
cincelados.
Tomo aire y me fijo en sus ojos plateados que parecen suplicarme,
como si supiera exactamente lo que estoy a punto de preguntarle.
—¿Por qué somos una tragedia, Rhordyn?
Pasado
Después de dejar Punta Quoth de camino a Bahari
Hay una quietud en este lugar, como si incluso el viento temiera
agitar el lago de mareas de Athandon. De llegar al otro lado del agua
y rozar el escarpado y gris volcán que señorea desde el epicentro del
lago.
El Monte Éter.
Animales muertos ensucian la orilla: caballos, krah, varios gatos de
las dunas. Tras sorber el agua que encierra una verdad maligna, no
llegaron lejos antes de que sus cuerpos cambiaran de dentro a fuera.
Convertidos en piedra.
El volcán excreta minerales tóxicos que salpican el lago, una forma
natural de taxidermia que la mayoría de las criaturas no ven venir;
demasiado desesperadas por beber como para prestar atención a las
inquietantes señales de advertencia.
Respirando un aire espeso y pútrido que huele a azufre, camino de
un lado a otro mientras espero a que aparezcan los escalones.
El único camino seguro hacia el Monte Éter.
El agua quieta refleja el mundo como un espejo a pesar del lento y
silencioso descenso del nivel del agua. No hay olas. No hay suaves
chapoteos en la orilla.
Nadie sabe adónde va el agua cuando baja. No hay salida. Es como
si la tierra la respirara hasta el fondo y luego la expulsara de nuevo
una vez cada ciclo solar. A veces ocurre rápido, otras veces lento, un
viaje arriesgado solo para los verdaderamente desesperados y
devotos.
No soy nada devoto.
Las piedras empiezan a salir a la superficie: setecientas veintidós
asoman por encima del agua brillante y nociva. No me molesto en
esperar a que lleguen a su punto álgido antes de anudar los estribos
de la silla de Eyzar, levantar de su lomo a la cabra que se resiste y
golpearle en el trasero.
—¡Vete a casa!
Con una sacudida de cabeza, se da la vuelta y galopa por los planos
de pizarra, tal vez sintiendo mi agitación. Odio mandarlo solo, pero
desde aquí el camino es demasiado peligroso.
Me subo la cabra a los hombros al son de la retirada de Eyzar y el
balido de la cabra mientras salto desde la orilla gris polvorienta hasta
la primera roca.
El agua cristalina permite una visión perfecta de los hombres,
mujeres y criaturas caídos de todas las clases esparcidos por el suelo
del lago como estatuas de piedra, buscando la luz del día con dedos
estirados y miradas vacías y pétreas. Aquellos que vinieron en busca
de Maars pero no consiguieron cruzar el camino a tiempo.
Víctimas de la subida de la marea.
Tiemblo a pesar de la cálida y gorda cabra que me rodea por los
hombros, cada forcejeo encajado amenaza con desequilibrarme
mientras salto de piedra en piedra, sus balidos me rechinan.
Salto a la orilla más lejana y subo las escaleras envuelto en la niebla.
Mis muslos arden cuando piso la cima del volcán, golpeados por el
sonido de mis profundas respiraciones y el lejano ploc, ploc, ploc. Un
sonido que se clava en mi columna vertebral.
Me acalambra las tripas.
Lo sigo y encuentro a Maars encorvado en la base de uno de los
monolitos de piedra que sobresalen de la cima de la montaña, una
sombra oscura y retorcida envuelta en una capa gris con capucha
deshilachada en el dobladillo. Lleva atado al brazo un hilo de
escritura negra que chirría cada vez que golpea la pizarra con su
martillo de hierro.
En una pausa, Maars inclina el rostro hacia el cielo y exhala un
largo suspiro por las fosas nasales.
Su cabeza gira en mi dirección, dejando al descubierto el rostro
oculto en la caverna de su capucha: liso, a diferencia de la piel de sus
manos. Las cuencas de sus ojos están vacías, como un trozo de piel,
pero eso no impide que te sientas visto. Como si cazara el latido de tu
corazón como el animal en que se ha convertido.
—Maars.
—Rhordyn, Rhordyn, lejos de casa. Qué bien que la bestia por fin
vague.
Gruño, me quito la cabra de encima y suelto las ataduras de sus
pezuñas. La cabra se pone de lado, se levanta y corre con los ojos
desorbitados hacia el depredador que la espera.
Maars suelta un gruñido que corta la piel, dejando su cinta de
escritura medio colgando de la pared mientras suelta su martillo y
salta sobre la cabra.
Destapa sus fauces dentadas y desgarra la suave carne de la
garganta del animal. Un penacho de sangre salpica su níveo pelaje.
Maars sujeta a la criatura hasta que da una última sacudida, con la
boca abierta y la lengua fuera.
Maars se echa hacia atrás, jadeante, esbozando una sonrisa
desgarradora que es pura sangre y horror, y utiliza sus uñas con
puntas de hierro para abrir la cavidad torácica del animal. Mete la
mano en el agujero hasta el codo, rebuscando.
Mierda.
—Veo que tus modales en la mesa han mejorado.
Su risa de respuesta es maníaca y cuajada mientras arranca el
corazón, sosteniendo el órgano humeante en su mano con garras.
Muerde la carne redonda, arrancando un trozo que mastica con
avidez y voracidad, mientras la sangre le chorrea por la barbilla y el
brazo.
—Rico como una ciruela —dice con la boca llena de vísceras
masticadas.
—Me alegro de que te guste.
Vuelve su atención hacia mí, desgarrando el órgano de nuevo,
llenando sus mejillas de carne húmeda y humeante.
—Las preguntas, las preguntas no se hacen solas —dice a través de
un mordisco abultado.
Mis nervios se agitan.
Me aclaro la garganta y clavo la mirada en la piedra que tengo al
lado, con su punta dentada en lo alto.
Con el pecho apretado, estudio las profundidades cinceladas de
innumerables profecías, medio llenas de una sustancia negra y
espesa.
Aunque algunas no lo están.
En algunas, la negrura se ha desvanecido, dejando escrituras
simples y sin entrañas. No muchas, pero algunas. Un puñado.
Esperanza.
Agachado, encuentro las escrituras que están talladas en mi
corazón tanto como en esta maldita piedra y clavo el dedo en el
mórbido mapa de la vida de Orlaith.
—Esto —gruño—. ¿Esto ha cambiado?
Otro mordisco. Más masticación desagradable mientras mi
paciencia se agota.
Se traga un bocado tan grande que puedo ver el montículo bajando
por su larguirucha garganta mientras inclina la cabeza hacia un lado.
—Cuanto más sabes, más te lamentas. Alégrate de no estar
encadenado a la verdad como yo, Rhordyn. La ignorancia es un don.
—¿Ha. Cambiado? —gruño más allá de los colmillos de tamaño
monstruoso que me perforan las encías.
Maars se queda tan quieto como una de las muchas estatuas que
pueblan la orilla del lago.
—No.
La palabra es un clavo clavado en lo más profundo de mi alma.
—Y por mucho que te distancies o intentes poner el destino a tu
favor, a ella no la disfrutaras. El mundo seguirá intentando matarla
hasta que te veas obligado a sellar el vínculo, acunando meses
prestados antes de que las líneas finales saquen sus colmillos. Los
asuntos se te irán de las manos.
Estoy seguro de que acaba de clavarme sus dedos con punta de
hierro en el pecho y arrancarme el corazón. Como si fuera mío y ahora
me estuviera hincando el diente y dándose un festín.
Caigo de rodillas, repentinamente hambriento de aire, con la vista
agitada como la niebla que enturbia la montaña.
—Sabes, esas palabras me llamaban como si quisieran ser libres —
dice entre los sonidos pastosos de su masticación.
No. Ha. Jodidamente. Cambiado.
Golpeo la piedra con las manos para estabilizarme mientras mi
bestia se enfurece en mi interior, inclinando la cabeza para roerme las
costillas con sus molares traseros. Cierro los ojos y respiro
entrecortadamente mientras intento recuperar la compostura.
—Bajé a la pecera con mi caña de pescar, y el bicho salió del agua y
se enroscó en mi brazo como una anguila. Nunca se movió de dolor
mientras la cincelaba en la roca. Nunca gritó. Simplemente se deslizó
en su tumba de piedra como si estuviera demasiado cansado para
portarse mal. Solo una vez antes una de mis escrituras había actuado
así, y ya sabes cómo fue. Decadencia y consternación.
Miro por encima de mi hombro hinchado a las cuencas huecas de
sus ojos sin alma. Veo una nueva oleada de hambre encendiendo sus
rasgos salpicados de sangre.
—Contigo zambulléndote en la fuente tras tu hermana, y luego
siendo escupido como una trucha en la orilla portando la preciada
espada de Kvath, Endagh Ath Mahn —dice, haciendo alarde de
nuevo de esa inquietante sonrisa.
La Espada del Fin.
Trago saliva, obligando a la bilis a volver a mis entrañas mientras
cierro las manos en puños, con los nudillos rechinando contra la
piedra.
Maars inclina la cabeza hacia el otro lado, chasqueando la lengua.
—Me pregunto, me pregunto a menudo. ¿Cómo acabaste con un
arma tan… espectacular?
No digo nada, contento con dejar que el silencio se haga esperar
mientras gruño con la respiración entrecortada, intentando que la piel
no se me parta.
Que no me estallen las articulaciones.
Maars zumba por lo bajo.
—Ha provocado una gran sacudida. —Señala al cielo que se
oscurece con su cincel—. Lo sentí desde abajo. En los huesos. Un
traqueteo que he vuelto a sentir… recientemente.
Mis cejas chocan.
—La espada ya no me sirve. Estoy atado. No soy una amenaza para
ninguno de ellos. —Además, crearon una defensa perfecta justo en
mi camino.
Las marcas alrededor de la garganta de Maars parpadean cuando
abre la boca, aunque todo lo que sale es un chasquido sangriento.
Gruñendo, se lleva la mano a la capucha y se masajea el cuello.
—Somos iguales —se burla—. Si alguna vez necesitas un final,
tienes un amigo. Tal vez, algún día, lo ansíes como yo, y podamos
prestarnos mutuamente un gran servicio.
Hago caso omiso de sus divagaciones y vuelvo a mirar su profecía,
siseando entre dientes apretados. Aunque me deleita la idea de poner
a descansar a la bestia y acabar con la plaga de este maldito lugar, su
miseria caída no es mi prioridad.
Ella sí lo es.
—Dime quién de los dos enhebró nuestros destinos —exijo a través
de un gruñido oxidado.
—¿Quién crees? —Maars se ríe, un sonido salvaje y retorcido que
solo consiste en las notas más agudas, saliva ensangrentada que brota
de los amplios huecos entre sus dientes afilados—. A Jakar le gustan
sus castigos, y que sigan las reglas que los demás hacen. Títeres,
títeres quémenlos a todos —sisea con amargura.
Me giro, mirando al monstruo que anida junto a mi sacrificio
asesinado.
—No puedes engatusar a una serpiente con una comida caliente y
fresca, y luego esperar que no apele. —Se lleva el corazón a medio
comer a la nariz y lo huele profundamente—. ¿Crees que fue un mero
accidente que estuvieras allí esa noche? ¿Que estuviste a punto de
atravesarle el pecho con tu garra para arreglarlo?
Mis uñas se clavan en la carne febril de mis palmas.
—Explícate.
—No puedo. No puedo. —Lanza una mano ensangrentada hacia el
cielo—. Solo que cada hilo está tejido específicamente porque se
alimenta del sufrimiento de la maleza. Es por eso que la caída de tu
padre fue una gran pérdida. Equilibró la locura de Jakar, pero ese
equilibrio se ha convertido en calamidad. Se ha ido.
Tan jodidamente ido.
Lo siento en mis huesos, haciéndolos crujir y gemir por la presión
desviada. Lo sentí arrodillarse en mi pecho como una montaña desde
el momento en que nací.
—Tomemos como ejemplo al Gran Maestro Bahari —continúa
Maars.
Me quedo quieto.
Escucho.
—El hijo de Calah soporta las piedras casi tanto como los Shulák;
nunca sabrá que la Plaga que ha blandido como escudo alrededor de
su ciudad se llevó a su compañera a la tierna edad de menos de dos
años. Nadie está a salvo en este lugar de odio enconado y fe perdida.
Jakar toca el mundo con melodías espantosas para su propio disfrute
enfermizo, pero eso ya lo sabes —dice, arrancándose una vena del
corazón y sorbiéndola como la cola de un ratón mientras mueve las
cejas ausente—. Lo llevas escrito en la piel. Su victoria.
Aparto la mirada, hacia el lago del cráter.
—¿Por qué ella?
Vuelve a emitir ese zumbido. Con las tripas retorciéndose, lo veo
arrancar otra vena, envolviéndola alrededor de su dedo antes de
chuparla de la punta.
—Crees que eres el catalizador. No puedo confirmarlo ni negarlo.
He buscado la respuesta, pero lo único que he encontrado ha sido la
pobre cabeza decapitada de una escritura que antes retozaba. Como
si alguien hubiera metido la mano en mi cuenco y hubiera masacrado
a la pobre alma.
Mi corazón se desploma tan rápido que parece que el mundo se
inclina.
Una prueba más para apoyar mi teoría de la expansión. Pero es solo
eso, una teoría. Desde luego, no es una teoría que vaya a expresar
nunca, guardada en una cámara de obsidiana dentro de mi pecho,
justo al lado de su preciosa y brillante semilla.
Guardada con otras cosas en las que nunca volveré a pensar.
—Permíteme que te diga una verdad más que conseguí esconder
para este día tan especial —dice, y yo lo fulmino con la mirada, con
los ojos entrecerrados—. Ya que por fin has vuelto a agraciarme con
tu presencia.
—¿Cuál es el truco?
Vuelve a colocar los restos carnosos del corazón en la cavidad
torácica de la cabra y sorbe la sangre de sus dedos.
—A cambio, tendrás en cuenta aquello que anhelo. Si alguna vez
quieres… emplear las espadas y dejar el mundo atrás.
Frunzo el ceño, preguntándome cuándo llegó a estar tan
desesperado por morir.
Se me revuelven las tripas cuando inclina la cabeza, encogiéndose
la capucha para dejar al descubierto su calva cabellera. Se mete toda
la mano nudosa en la boca abierta y luego se mete la mano en la
garganta hasta casi el codo. Tira, emitiendo sonidos ahogados, y su
mano ensangrentada vuelve a emerger, apretada alrededor de una
larga y carnosa cinta de escritura negra que se contonea.
Saca de un tirón la profecía chillona y la arroja al suelo junto a mis
pies, donde sisea palabras que se deslizan:
Caerá como la otra. Encontrará su fin, comprenderá, pero se perderá a si
misma. Decaída. Porta lo no hecho.
Se marchita hasta convertirse en una bola destrozada mientras
Maars tose y resopla, limpiándose una gota de sangre negra de sus
labios lechosos.
Repito las palabras en mi cabeza, frunciendo el ceño.
Abro los ojos.
—¿Has oído la última frase?
—¿No estabas escuchando? —Siento su mirada de desaprobación
aunque no tenga ojos—. La pobre pereció sin pena ni gloria. Deberías
haber prestado más atención.
Bloqueándolo, mastico el eco de las palabras siseadas,
saboreándolas. Intento liberar las notas más profundas.
Portar lo no hecho… Estoy seguro de que eso es lo que decía al final.
Girando, me agacho y pongo la mano sobre su profecía. La trazo
con la punta del dedo mientras murmuro las palabras en mi cabeza
por millonésima vez:
La luz florecerá del cielo y de la tierra, la piel empañada por la marca de
la muerte. Mírala crecer, girar y plantar. Asfíxiala mientras duerme o atrapa
la gracia letal. Pronto se estrechará un lazo. Fortalecida por la fuente del
amante, la separación acontece. Debilitada, el ataque llega. O cae de la Mano
de la Sombra. El mundo caerá a la Mano de la Sombra.
—¿Quieres mi consejo, conciso?
—No.
Nunca he deseado más su silencio en toda mi vida.
—Deja de resistirte —me ofrece de todos modos—. La felicidad
sabe mucho más dulce cuando dura poco. Deja que te beba, las raíces
se hundirán. Tómate tu precioso poco tiempo y disfrútalo como una
rima-sublime. Luego desaparece. No puedes salvarla sin renunciar al
mundo, hombre atado. —Señala al cielo que se oscurece, una única
estrella que eclosiona en rojo. La primera que nace cada noche—.
Nadie puede.
Echo un vistazo a la estrella rojiza, luego a la profecía marchita en
el suelo, de nuevo a la de la piedra. Me pongo en pie y me dirijo hacia
las escaleras, de dos en dos.
Ya lo veremos.
Sarah es una autora de bestsellers internacionales que también escribe
bajo el seudónimo de S.A. Parker.

Vive en Australia con su esposo e hijos, y pasa sus días con la nariz
en un libro o la mente en un mundo de su propia creación.

Su género preferido es el romance de fantasía épica, y le encanta soñar


con personajes complejos y mundos inmersivos en los que perderse.

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