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Estoy aquí.
La agarro, la arrimo a mi pecho, miro su espada, inspiro por la
nariz, exhalo por la boca…
Respiro…
Está aquí.
No era un sueño.
Agarro la nota como si fuera una venda que me oprime el corazón
y sigo calmando mi respiración con grandes dosis de él, mientras mi
mirada recorre mis estrechos confines.
La gran ventana da a la selva, los árboles están lo bastante lejos
como para pensar que esto debe de haberse construido en un claro.
Hay un banco de trabajo a lo largo de toda la pared, un fregadero en
el centro —justo debajo de la ventana— y el resto del espacio está
lleno de herramientas, armas y vajilla, además de trozos de cristal,
faroles rotos y tarros de fruta y conservas.
La pared del fondo tiene una pequeña mesa de comedor pegada a
ella, así como una estufa independiente con una chimenea perforada
en el techo y un sillón mullido que ha visto días mejores, con la tela
marrón remendada en algunas partes. En el techo se entrecruzan hilos
de hierbas secas que aromatizan el aire con olores botánicos que me
recuerdan a Stony Stem.
Se me encoge el corazón al pensarlo.
Aunque el lugar está repleto de la vida de alguien, hay un vacío en
él. Un aura hueca que me hace pensar que hace mucho que no está
habitado.
Rhordyn debió traerme aquí después de que me desmayara de…
Lo evito.
Estoy bien.
Estoy bien.
Me aclaro la garganta, me acerco el vaso a los labios y bebo, el agua
fresca y nectarífera resbala por mi garganta como un regalo directo
de los dioses.
Lo juro, Rhordyn tiene un toque mágico para verter.
Un latido brutal de agudos sonidos desgarradores llega hasta mí
justo cuando percibo la insinuación de humo que tiñe el aire. Frunzo
el ceño, dejo el vaso vacío, así como la nota, y me bajo de la cama. Los
tablones de madera del suelo son una extraña mezcla de aspereza y
suavidad bajo mis pies, como si hubieran sido fresados con dureza
pero hubieran sufrido el desgaste de tantos pasos que sus partes
afiladas se hubieran amortiguado.
Acerco el cuenco de bayas a mi pecho y me meto una en la boca,
gimiendo ante la explosión más dulce y sensual de delicia que jamás
haya agraciado mis papilas gustativas mientras avanzo por la
habitación. Sigo delante de la ventana, mirando más allá de los rayos
polvorientos del sol poniente y hacia el claro que hay más allá,
suavizado por altas matas de hierba silvestre y pequeñas flores
blancas que parecen estrellas salpicadas.
Hay una pequeña hoguera encendida dentro de un anillo de
piedras carbonizadas, con algunos tocones de madera esparcidos
como rústicos asientos. Una abrazadera metálica sujeta el fuego y
sostiene una olla negra, cuyo interior desprende una vaharada de
vapor.
Sobre una tabla de cortar hay dos conejos desollados, con las pieles
amontonadas a un lado. Detrás de ella, Rhordyn…
Sin camisa.
Bañado por el sol.
Cubierto de sudor y hollín.
Una torre de músculos oscuros mutilándome salvajemente con
cada barrido sacrificial de mis ojos. Lo consumo como hice con el
agua, tragando con avidez.
Egoístamente.
Vierte un montón de leña sobre una pila y se detiene, mirando a un
lado, como si escuchara un secreto susurrado por el viento.
Me acerco a la ventana y muerdo otra baya que derrite el alma
mientras él se seca el sudor de la frente y se acerca a un hacha clavada
en un tocón. La arranca.
Se me para el corazón.
Brilla a la luz del sol cuando la blande en alto, con todo su cuerpo
como una fuerza de músculo ondulante, seguido del sonido del tocón
al romperse.
Lo evito.
Me alejo de la escena, me froto el pecho y olvido el cuenco de bayas.
En busca de una distracción, me acerco a la pila de armas y recorro
con los dedos la longitud de algunas lanzas cortas, una daga y una
espada delgada. Todo el conjunto es más corto que mi brazo y está
plagado de mellas y abolladuras, pero cuando agarro la empuñadura
desatada, sosteniendo la espada ante mí, la siento equilibrada en la
mano.
—No está mal —murmuro.
Sigo avanzando por el banco de trabajo y vuelvo a mirar a Rhordyn
a través de la ventana, disfrutando de la forma en que su poderoso
cuerpo se mueve cuando agarra un trozo de madera a medio partir y
lo separa con las manos desnudas, tan bellamente bárbaro. Un
delicioso escalofrío me recorre la espina dorsal y se instala entre mis
piernas, haciéndome doler en lugares que envían un rubor de calor a
mis mejillas.
Mi mano recorre las ásperas cerdas de algo y recorto la mirada
hacia un cepillo, cuyo mango está atado con una cinta azul bahari
para el pelo. Se me hiela la sangre al pensar en las manos de Cainon
en mi pelo, domándolo en apretadas trenzas que hacían que me
doliera el cuero cabelludo.
Lo evito.
Sacudo la cabeza con movimientos bruscos y espasmódicos,
intentando sacudir los pensamientos de su percha, y dirijo otra
mirada de odio a mi cupla. Intento liberarla de nuevo mientras ojeo
la colección de herramientas clavadas en pequeños tocones huecos.
Mis ojos se entrecierran en un cincel y un martillo.
¿Quizá pueda… desprenderla?
Encuentro un trapo aceitoso en uno de los contenedores, lo
envuelvo alrededor del mango del cincel, coloco el extremo afilado
contra la cadena de la cupla y enrosco los dedos a modo de garra,
manteniendo el cincel en su sitio. Apunto con el martillo, echando
una rápida mirada a Rhordyn antes de golpear al mismo tiempo que
él.
Mi débil agarre del cincel se resbala y el extremo afilado me hace
un corte en la muñeca antes de caer al suelo.
—Mierda.
Con una mueca de dolor, uso el paño para contener la sangre, con
la cupla de Cainon todavía firmemente sujeta alrededor de mi
muñeca.
Bueno, ha sido una pérdida de tiempo.
—¿Qué estás haciendo?
Casi me mata de un susto, tiro el martillo al suelo con estrépito. Me
arden las mejillas cuando me vuelvo hacia Rhordyn, que está en la
puerta, y me pongo las manos a la espalda, con el corazón latiéndome
fuerte y deprisa.
Es todo músculos abultados hechos a medida a la perfección, sudor
corriendo a través del rastro de pelo oscuro que enhebra una línea
desde su ombligo hacia abajo…
—Orlaith.
Levanto los ojos y profundizo en sus insondables pozos negros.
Anhelo volver a ver la plata. No sé por qué me la oculta.
—Nada —suelto, apretando con fuerza la tela—. ¿Dónde estamos?
Avanza lentamente.
Como un depredador.
Se me eriza el vello de la nuca.
—Una cabaña abandonada. La limpié mientras dormías.
Las palabras son terciopelo aplastado, demasiado profundas y
oscuras para ser presentadas tan tranquilamente. Y cuando se funden
con la forma en que merodea hacia mí, estoy medio segura de que mi
columna está a punto de ceder.
Mantiene el contacto visual hasta que estamos frente a frente y cada
respiración borra el espacio que nos separa. Suavemente, levanta la
mano y me rodea por la espalda.
El corazón me da un vuelco, pero mantengo el rostro terso.
Impasible.
Le sostengo la mirada sombría mientras me agarra la frágil muñeca
con la fuerza aplastante de su mano grande y callosa, aunque no me
está aplastando en absoluto. Su agarre es casi… tierno. Como he
imaginado que mima el carbón cuando está dibujando.
Por alguna razón, me pica el fondo de los ojos.
Parpadeo, pero sigo mirándolo, algo en esas profundidades de
tinta me pide a gritos que confíe en él.
El problema es que no confío en mí misma. Ni ahora ni nunca.
Ni ahora ni nunca.
—Te esperaré siempre, Milaje.
Las palabras son suaves como la mantequilla. Sal para mi herida.
¿Cuándo aprendió a manejar las frases con tanto cuidado? ¿Por qué
ahora?
«Te esperaré siempre…»
Lo malo es que le creo. Y no puedo soportar esta tensión ni un
minuto más, y mucho menos para siempre.
Lentamente, y con el pulso desbocado en mis oídos, suelto el paño
y suelto el brazo, permitiendo que él tire de él entre nosotros, dejando
al descubierto la herida de mi muñeca por la que gotea una línea de
sangre.
Gotea.
Gotea.
Gotea.
La oscuridad de sus ojos sangra en la piel que los rodea, sus caninos
se deslizan hacia abajo tan rápido que tengo una escalofriante imagen
de lo rápido que podría desgarrar la garganta de alguien. Suelta un
estruendo tan profundo que siento que me vibra en los huesos.
Me mira de una forma que me rompe en pedacitos.
—¿Lo has hecho a propósito?
Mi respiración se entrecorta, el corazón me retumba. Toda la
suavidad ha desaparecido de sus palabras, ahora afiladas y duras
como el hacha que blandía.
—¿Qué? No. Yo…
Me roza con el pulgar la muñeca, donde me ha salido un moratón
por todas las veces que he intentado soltar la mano.
Frunce el ceño.
—Milaje, desabróchalo.
Mierda.
Al girar suavemente la cupla, su ceño se frunce aún más. Toca el
cierre y luego retira el dedo, revelando un sello de carne quemada.
Se queda mortalmente quieto, su energía llena la habitación tan
ferozmente que apenas puedo respirar.
—Me descubrieron sin él, y Cainon…
Mis palabras se atascan en la garganta cuando vuelvo a vislumbrar
esa profunda oscuridad en sus ojos. La que me hace sentir que me
vigilan.
Me persiguen.
Como si me estuvieran rodeando a pasos lentos y acechantes que,
por alguna razón, no había registrado hasta este momento.
Me rodea la muñeca con la mano y desmenuza mi cupla en un
amasijo de trozos que caen al suelo como guijarros.
Doy un grito ahogado y retrocedo un paso, observando todos los
trozos de azul y dorado esparcidos por el suelo mientras llevo la
mano al pecho y me froto la muñeca desnuda.
Tan hermosamente desnuda.
Podría llorar, un sentimiento que se disuelve rápidamente en
confusión cuando levanto la vista y veo a Rhordyn respirando hondo
y con fuerza, sus anchos hombros parecen hincharse.
Y sus ojos…
Son agujeros negros en los que estoy segura de que podría caer.
—Respóndeme a esto, Milaje. —Cruje el cuello, cierra las manos en
puños y las estira—. ¿Por qué entraría uno voluntariamente en una
ceremonia de acoplamiento con alguien que te ha soldado la cupla a
la muñeca?
Se me abren los ojos y lo miro fijamente, con un enredo de palabras
en mi lengua floja.
¿Cómo sabe siquiera que fui a la ceremonia?
—Apestas a su sangre —me dice, y frunzo el ceño—. Tu palma,
Orlaith. En Bahari, parte de su cultura consiste en mezclar sangre
durante sus perversas ceremonias de acoplamiento.
Mi corazón se detiene de golpe y mi mirada se posa en la tira de
seda que envuelve mi mano. Siento que los ojos se me ponen
vidriosos y que retazos aturdidos de la ceremonia salen a la
superficie:
El corte afilado en mi palma antes de que Cainon me tomara la
mano, la suya untada con algo húmedo y cálido.
—Háblame, Milaje.
Parpadeo.
¿Qué quiere que le diga? ¿Que entré en aquella ceremonia sin saber
si mi plan funcionaría o no? ¿Que me atormentan los pensamientos
de lo que podría haber sido si esa niebla de dopaje no hubiera hecho
efecto en mi organismo a tiempo para que pudiera sortear el
acoplamiento? Tener los medios para engatusar a Cainon con un beso
venenoso y evitar que…
No.
¿Quizás quiere que le cuente cómo casi me ahogo con bane líquido?
¿Que todo lo que podía pensar era que iba a morir como un fracaso?
¿Que la niña de la celda iba a morir con la esperanza insaciable en su
corazón, creyendo tal vez las sucias y viles palabras que tejí para que
Cainon me diera una segunda oportunidad de liberarla?
¿Quizá quiere que le diga que entré en la arena de alimentación de
Calah con lágrimas de alivio porque no quería seguir viviendo en un
mundo en el que él no existía?
¿O tal vez quiere que le hable de cómo me arranqué el collar en
aquel muelle e intenté matar a Cainon? De lo fantásticamente que
fracasé en acabar con ese hombre retorcido y egoísta porque estoy
rota.
Maldita.
Porque lixivio toda la bondad del mundo pero dejo los restos feos.
¿Quiere que le diga que miré a la muerte y me reí porque, en ese
momento, creí de verdad que Cainon estaba a punto de matar a un
monstruo tan digno de la muerte como él mismo?
Lo evito.
Giro y me dirijo hacia el fregadero, donde abro el grifo; las tuberías
gimen durante unos instantes antes de que el agua salga a
borbotones.
—No tengo nada que decir —murmuro, llenándome las manos. Me
salpico la cara y luego paso la muñeca por debajo de la gotera,
observando cómo mi sangre se arremolina por el desagüe—. ¿Quieres
que ponga algo de esto en una copa, o ya está contaminado?
Me odio en el momento en que las palabras salen de mis labios,
pero es más fácil atacar que defenderse.
—No te desvíes —gruñe, y lo miro por encima del hombro. Está de
pie con los brazos cruzados, mirándome desde el otro lado de la
habitación—. Hay cosas que te estrangulan y tú se lo permites.
Interrumpo nuestra mirada y me arranco la atadura de la mano, la
tiro al fregadero y froto el corte con tanta fuerza que sangra.
—No tienes ni idea de lo que estás hablando.
—¿En serio?
Sacudo la cabeza, enjabonándome la mano con una pastilla de
jabón.
—Cada vez que te metes algo en la boca, aprietas el nudo —me
dice, y yo froto más… más. Veo cómo se desliza más sangre por el
desagüe—. ¿O tal vez eso es exactamente lo que quieres?
Lo evito.
Me pongo las manos temblorosas bajo el chorro de agua que vuelvo
a salpicar contra mis mejillas.
—Te equivocas. —Agarro un paño junto al lavabo y hundo la cara
en él, restregando con fuerza—. Estoy perfectamente.
Mi tono es firme.
Despectivo.
Un punto y aparte.
Su cuerpo se alinea con mi columna y mi corazón se desboca. Al
bajar el paño, veo sus manos agarrando el lavabo a ambos lados de
mí, enjaulándome.
Sus labios rozan mi oreja como un soplo de viento invernal,
robándome la capacidad de pensar con claridad mientras me recorren
escalofríos por el lateral del cuello y por el hombro desnudo, expuesto
por el escote abierto de la camisa extragrande de Rhordyn. Al sentir
sus ojos clavados en mí, alzo la vista para encontrarme con su mirada
en nuestro reflejo, el sol ya hundido bajo el toldo, convirtiendo el
cristal de la ventana en una superficie perfectamente reflectante.
—Miénteme otra vez —murmura, lanzando la amenaza con tal
precisión que siento cómo me recorre la columna vertebral como una
hoja helada—. Te desafío.
Es demasiado. Demasiado pesado.
Demasiado intenso.
Cierro los ojos, ignorando cada célula de mi cuerpo que me pide a
gritos que me incline hacia él. Que le rodee la nuca con la mano y tire
de él hacia abajo hasta que nuestros labios sean un choque de fuego
y hielo.
No, yo arruiné nuestra oportunidad. Lo arruinaré.
Otra vez.
Lo evito.
Sus manos frías se posan en mis brazos y su voz es demasiado
suave cuando dice:
—Tienes que encontrar la forma de liberarte del peso de tu daño,
Orlaith. O te arrastrará.
Y se marcha.
Me doblo en el momento en que la puerta se cierra, estiro los brazos
y me aferro al borde del banco mientras respiro lenta y
constantemente a través de la garganta, que se me contrae. Inhalo por
la nariz, exhalo por la boca…
Ya estoy inconsciente.
***
Abro la puerta y su mirada me roza la piel en cuanto salgo de la
cabaña. Evitando sus ojos, me abro camino entre la hierba hasta
situarme en el anillo de luz de la hoguera, mirando hacia la columna
de humo que se eleva para besar las estrellas.
Mi corazón es un duendecillo salvaje e inquieto atrapado en una
jaula…
«Tienes que encontrar la forma de liberarte del peso de tu daño».
Al sentir su gélida mirada bajando por mi brazo hasta las tijeras
que cuelgan de mi mano, dejo de mirarlo.
Está sentado en uno de los troncos, con los codos apoyados en las
rodillas separadas, las manos juntas, observándome desde debajo de
la espesa y oscura mata de pelo enroscado, todo él de una perfección
toscamente labrada.
Nunca ha parecido tan real y accesible como ahora.
Y yo nunca me he sentido tan lejos.
—Necesito ayuda con algo.
Asiente.
Me muerdo el labio inferior.
—Probablemente pensarás que es una tontería…
—Pruébame —dice, con voz gruesa. Como si hablara a través de
miel.
—¿Puedes…? —Rompo el contacto visual y miro las tijeras que
tengo en la mano mientras se me hace un nudo en la garganta difícil
de tragar—. ¿Puedes cortarme el pelo?
Las palabras flotan en el aire entre nosotros, como suspendidas de
un hilo. Cuando ya no aguanto más el silencio —mis mejillas están
tan calientes que estoy segura de que arden más que las brasas
crepitantes—, veo las puntas de sus botas besarme los dedos de los
pies.
Ni siquiera me había dado cuenta de que se había levantado.
Se agacha y me quita las tijeras de la mano.
Me aclaro la garganta, lo rodeo, me subo al tronco en el que estaba
sentado hace un momento y me retiro el pelo de los hombros. Me lo
cepillé por dentro, me quité todos los enredos hasta que quedó como
una sábana de seda dorada, y luego vomité en el lavabo, con las
palabras pasadas de Cainon pellizcándome la respiración hasta que
sentí que me iba a desmayar.
«Nunca te lo cortarás, ¿entendido?»
Me di cuenta de que Rhordyn tiene razón.
No soy la misma persona que era. Tengo nuevas cicatrices y grietas
en lugares que antes no estaban allí. Las plantas de mis pies están
astilladas por un campo de cardos que atravesé a toda velocidad para
llegar hasta aquí.
Ya no disfruto entretejiendo mis dedos entre las pesadas hebras, ni
siento seguridad y satisfacción cuando cuelgan a mi alrededor como
un escudo. En cambio, me recuerda cosas feas que me erizaban la piel.
Me hacían sentir impotente y atrapada. Como si me hubieran cortado
la voz.
Como si mi cuerpo ya no fuera mío.
Lo odio.
Quiero que desaparezca.
Rhordyn se agacha ante mí y me arranco una lágrima de la mejilla,
dejando caer la mirada al suelo.
—¿Cuánto?
—Me da igual.
Se estira hacia delante, enganchando su dedo alrededor de un
grueso mechón de pelo y tirando de él por encima de mi hombro para
que quede entre nosotros como una soga.
—¿Estás segura?
Asiento con la cabeza y me quito otra lágrima como si fuera un
insecto molesto que no deja de arrastrarse por mi mejilla.
—Estoy segura.
—No pareces segura, Milaje.
—Hazlo —expreso, y me arriesgo a mirarle a los ojos.
Plateados.
Impresionantemente plateados.
Esa sola mirada me despoja del alma y me deja sin aliento. Me reta
a mantenerlo.
Levanta las tijeras y corta.
Una suave oleada de alivio me salpica y suelto un suspiro
tembloroso cuando un mechón de pelo de medio metro cae sin fuerza
en su mano.
—¿Está bien?
Asiento con la cabeza y agarro el trozo más corto, frotando con el
pulgar las puntas cortadas…
Esto es perfecto.
—Continúa.
Deja el trozo suelto en el suelo y tira de otro trozo hacia delante,
cortando de nuevo, liberándome en silenciosos cortes.
Lo miro a los ojos, pero tiene el ceño fruncido y la mirada
concentrada.
Este hombre enorme, formidable, poderoso, capaz de volver a la
vida con una garra atravesándole el pecho… me está cortando el pelo,
tan concentrado que creo que podría caerse el cielo y ni siquiera se
daría cuenta.
Una sonrisa se dibuja en mis labios, otra lágrima resbala por mi
mejilla.
Su mirada se desplaza, se concentra en mi boca y luego se dirige a
mis ojos, algo centellea en el fondo de los suyos.
—Ahí está —susurra, con palabras tan silenciosas que me pregunto
si quería decirlas en voz alta.
Si se da cuenta de que lo ha hecho.
Se levanta de un empujón y me rodea por la espalda mientras en
mi pecho se arremolina un frío alivio que alivia como un bálsamo
todas las partes en carne viva y arruinadas.
El filo de metal romo me hace cosquillas en la columna cada vez
que abre las tijeras para sujetar otro trozo, lo que me pone la piel de
gallina mientras corta… corta… y me arranca saludables bocados de
pelo. Ensuciando la hierba con espirales manchadas de oro.
Imagino espirales de odio a mí misma marchitándose en su lugar;
cada mechón cortado es un toque cortado.
Una sonrisa aflojada.
Una mentira purgada.
Cada maraña que cae es un peso que se quita de mi alma cargada,
arrancando la maleza del arrepentimiento de mis costillas, de mi
corazón.
Me arranca otra hebra pesada y siento cómo cae por mi espalda
mientras otra enredadera espinosa se marchita en mi pecho,
aflojándome los pulmones.
La respiración.
—No soy muy bueno en esto.
Sonrío de nuevo.
—Seguro que está bien.
Se mueve a mi alrededor y yo escondo la sonrisa antes de que
pueda verla. En cuclillas, frunce el ceño mientras me mete la mano
por detrás de la nuca y me tira de lo que me queda de pelo hacia
delante. Me doy cuenta de que intenta ser suave por la forma en que
se mueve, como un gigante acunando a un ratón con cuidado de no
aplastarlo por accidente.
—Es mucho más corto a la derecha —murmura—. Si no te gusta,
puedo igualarlo…
Veo las palabras no dichas en sus ojos. En la forma en que alisa los
mechones con una especie de cariño orgulloso.
Le gusta.
Solo por eso quiero que siga así.
—No, me encanta. —Me peino con los dedos a los lados, el
izquierdo todavía lo bastante largo como para llegarme a la axila—.
No voy a cambiar nada —susurro—. Gracias.
Él asiente y deja las tijeras en el suelo, agachándose junto a la olla
para remover el guiso. Es ajeno al hecho de que acaba de soltarme
una de las muchas cadenas que tengo atadas al pecho.
Ajeno al hecho de que acabo de enamorarme aún más de él.
Somos dos monstruos en la oscuridad, secretos dolorosos alojados
entre nosotros como púas de doble punta. No puedo acercarme más
sin hacerle daño, y no lo haré.
No lo volveré a hacer.
El guiso burbujea y humea, las llamas lamen la parte inferior de la
olla. Echo otro trozo de leña al fuego y saltan chispas.
Sentado en un tronco, con los codos apoyados en las rodillas, mi
mirada se desplaza hacia ella, que observa las llamas y juguetea con
un trozo de hierba.
El corazón me late en la garganta.
Con menos peso arrastrándolas hacia abajo, esas ondas sueltas
enmarcan su rostro de esa forma ferozmente salvaje que le da un aire
cortante y exótico.
La hace parecer una guerrera.
No le dije que se lo había cortado más corto por un lado porque
pensé que enmarcaría las rosas de cristal que crecen como fantasmas
florales desde esa marca de su hombro, mutada desde la última vez
que la vi. Se había levantado en algunas partes. Se extendía más por
su pecho y por el lateral de su cuello. Desde luego, no le dije que había
contado las flores en la playa antes de asegurarle el collar: doce. La
mayoría del tamaño de una pepita, algunas del de una cereza, y dos
del tamaño de una mandarina.
Impresionante. Y tan jodidamente inquietante.
Dudo que sea consciente de sus capacidades. De que tiene el poder
de manejar su propia luz como los ancianos de su raza, los que se
derramaron del Monte Éter y desde entonces han sido perseguidos.
Asesinados.
Sea o no consciente de ello, su luz se ha estado filtrando a través de
las grietas en momentos de miedo, similar a la emoción que debió
sentir cuando se escondió de los Vruks hace tantos años.
Esas flores me dicen demasiado.
Demasiado poco.
Me dicen las palabras que se está mordiendo. Las que siguen
ahogando su aliento. Los cuatro nudillos cortados y los moretones en
la parte posterior de su brazo me dicen que tiene tendencias dañinas
en las que puede o no tratar de caer.
La palabra clave es tratar.
Demasiado.
Demasiado poco.
Levanta la mirada y capta la mía, con un rubor en las mejillas que
da un color muy necesario a su tez apagada. Se coloca el mechón de
pelo más corto detrás de la oreja y mira hacia otro lado, como si
temiera que yo viera más allá de sus escudos.
Lo que no sabe es que ya estoy debajo de ellos.
—¿Qué era ese lugar que encontré antes? —pregunta, recogiéndose
el pelo suelto y amontonándolo detrás del tronco en el que está
sentada.
Me aclaro la garganta y me acerco para remover el guiso,
esperando que huela bien. En cuanto salió por esa puerta, todos los
ramitos de hierbas que había metido en la olla perdieron su sabor.
Espero que nunca se entere de lo insípido que es el mundo.
Si lo hace, le habré fallado de nuevo.
—La Gran Purga convirtió en cristal una gran parte del continente,
pero empiezo a preguntarme si la explosión liberó una bolsa de gas
que desde entonces ha estallado y forjado esa caverna. Había un pozo
de agua iluminada en su base que parecía y olía igual que el agua de
la fuente del Monte Éter. Vi a un Vruk saliendo del pozo, como si
acabara de nacer.
Sus ojos se abren como platos.
—Así que esa cueva es…
—Engendra Vruks constantemente, sí.
Se hace una pequeña pausa.
—¿Y no había nadie ahí abajo…? —tira de su labio inferior entre
los dientes y lo mordisquea—, ¿cantando?
—¿En la caverna? —Frunzo el ceño—. No. ¿Por qué iba a haberlo?
—Ignórame —suelta, con los ojos agitados por pensamientos
cautelosos. Estoy a punto de presionarla cuando dice—: Tenemos que
volver y destruirla.
Se sienta más erguida, como si quisiera saltar y lanzarse allí ahora
mismo. Me encantaría meterme más en su cabeza y ver exactamente
lo que piensa que podríamos hacer. ¿Rellenar la cosa con troncos? Los
Vruks los atravesarían en un santiamén.
—No tiene sentido —murmuro, más preocupado por el hecho de
que pueda haber más aberturas en otros lugares, tal vez donde no
haya sombras que absorban la humedad para detener el flujo—.
Parece que nada pasa del nido de Irilak.
—No es cierto. Vi un vruk fuera de los muros de Parith.
Levanto una ceja.
—¿Lo viste recientemente?
Asiente.
—Me persiguió. ¿Y si vino de allí?
Inclino la cabeza hacia un lado y pregunto:
—¿Parecía desnutrido?
—Definitivamente tenía hambre —dice, y una sombra se desliza
sobre sus ojos mientras tiembla, luego sacude la cabeza—. Pero no,
no estaba desnutrido. Parecía… poderoso. Una bestia en su mejor
momento. No sabía que podían crecer tanto.
Ella no sabe muchas cosas.
—Bueno, todos los Vruks de la caverna están naciendo en un
mundo donde el perro se come al perro. Aquellos lo suficientemente
desesperados como para escapar del pozo de la muerte inminente
dan el salto a la oscuridad donde son rápidamente eliminados. Dudo
que viniera de ahí. En todo caso, esa caverna mantiene ocupada a una
gran manada de Irilak que, de otro modo, se estarían aprovechando
de cosas menos favorables. Como la gente.
Se estremece, lanzándome una mirada dura, haciendo alarde de
esos instintos protectores que provocan en cierta parte de mí un
revuelo retumbante y voraz.
—No todos son así…
Sí que lo son.
No la presiono. Que piense lo mejor de su amiguita sombra. No le
hará daño, y todos en el castillo saben que no pasará de mi línea
olfativa. No le hará daño a Baze por el anillo que lleva, aunque él
nunca lo ha creído ni ha estado dispuesto a probar la teoría.
Orlaith le da de comer, y nunca me he atrevido a decírselo, pero le
doy de comer para que no se interese por los aldeanos de los
alrededores. Un Irilak no puede sobrevivir con un solo ratón cada
pocos días, aunque me resulta entrañable que ella crea lo contrario.
Vuelvo a remover el guiso y levanto un poco de carne para ver que
empieza a deshacerse.
—¿Qué te ha pasado en el pecho?
Levanto una ceja.
Sus mejillas enrojecen.
—Las marcas donde antes estaban tus tatuajes. No las…
Se interrumpe cuando miro las heridas que me han hecho en la piel,
como si alguien me hubiera arrancado las runas hasta que los bordes
se despegaron y se soltaron como padrastros. También sentí algo
parecido cuando me salieron, pero a una escala mucho mayor y más
dolorosa.
—Me he roto algo —digo, volviendo a centrarme en el guiso.
Ahora solo tengo que encontrar la manera de romper el resto.
—Parece doloroso.
Me encojo de hombros.
Dolor es ver cómo se apaga su semilla, sentir cómo intenta
desarraigarse de mi alma en agónicos arrastres. Dolor es sentir que
cada segundo es un segundo más cerca de perderla.
Dolor es sentir que le importa un carajo estar perdida.
Las marcas son picaduras de insecto en comparación.
—Parece que dejará cicatriz.
Levanto la cabeza, captando su mirada, las llamas rebotando en las
profundidades lilas.
—¿Quizá estoy harta de esconder las cicatrices?
No dura más de un segundo antes de volver a centrar su atención
en el fuego. Podría apuñalarme de nuevo en el corazón y no dolería
tanto.
Remuevo la olla y siento su cálida y espinosa mirada rozándome el
pecho en pequeños pellizcos, como si me estuviera robando miradas.
—¿Puedo… hacerte un ungüento?
Levanto la vista.
Hay algo en sus ojos, un leve destello de luz que casi me rompe.
Como una estrella que cobra vida.
No va a dejar cicatriz. A diferencia de la marca que me hizo, las
heridas sanarán. Con el tiempo. Pero dejaré que me pinte en puré de
hierbas si con ello consigo otro de esos destellos.
Sus mejillas vuelven a sonrojarse cuando se apresura.
—Hay algunas hierbas en la cabaña. Creo que vi algo de Prunella
Vulgaris colgado junto a la puerta. Es muy buena para muchas cosas.
Sé que no te interesan estas cosas, pero pensé… bueno…
No es que no me interese. Rai tenía intereses similares, solo que es
más fácil no mirar.
—Claro, Milaje. Haz lo que quieras.
Casi se le salen los ojos de las órbitas y se levanta tan rápido que
parece que le arde el trasero.
—Prepárate para que te vuele la cabeza. Voy a hacer el mejor
bálsamo que jamás hayas usado.
Nada difícil de conseguir, ya que nunca he usado uno.
Dejo escapar una leve sonrisa mientras se dirige hacia la puerta,
con mi camisa colgando de sus muslos y de su hombro. Desaparece
de mi vista, su olor se desvanece con una brisa insistente, y al instante
me invade el aroma a pechuga del estofado, atrevido y repleto de
olores botánicos que me hacen la boca agua.
He oído el ruido de su estómago. El mío hace el mismo ruido. No
recuerdo la última vez que comí.
Al cabo de un rato, entra corriendo por la puerta con un cuenco de
madera apretado contra el pecho.
—Vas a tener que dejar de remover el guiso —anuncia,
arrodillándose ante mí.
Frunzo el ceño ante la masa de estiércol marrón por la que arrastra
los dedos, que levanta expectante mientras me mira bajo unas espesas
pestañas.
Carraspeo, saco la cuchara, coloco la tapa sobre la olla, me reclino
y le hago sitio entre los muslos. Empieza a pintar mis heridas como si
pasara un pincel por mi piel, mordisqueándose el labio inferior en
señal de concentración.
Aparto la mirada y me concentro en el fuego. Me imagino en un
baño de hielo y finjo que no estoy a punto de quemarme al verla.
Su olor.
Su tacto.
No tiene ni idea del poder que ejerce. Desmoronaría mundos solo
por verla sonreír.
—¿No deberíamos ir hacia los nórdicos? ¿Pedir un aventón en una
barca? —pregunta, arrastrando de nuevo los dedos por la sustancia
viscosa y pintando junto a mi clavícula.
—Demasiado tráfico. Si seguimos en esta dirección, al final
llegaremos cerca de Punta Quoth.
—Al final —repite, y se detiene para mirarme por debajo de las
cejas.
Me encojo de hombros.
—Si fuera la ruta fácil, todo el mundo la tomaría.
Y no lo haríamos en absoluto.
Emite un suave zumbido y sigue pintándome las heridas con lentas
y tiernas pinceladas, echándose hacia atrás para inspeccionar su obra
antes de limpiarse los dedos en la hierba.
—Ya está.
Mi barbilla cae sobre mi pecho.
—Tiene buena pinta.
Su sonrisa es tan brillante que casi me hace reconsiderar mi
próxima acción.
Casi.
Alargo la mano y aprieto el nudo de la venda que le rodea la
garganta justo cuando está a punto de ponerse en pie. Ella levanta la
mano y la anuda alrededor de mi muñeca, con los ojos muy abiertos
iluminados por una ráfaga de fuego salvaje.
—¿Qué estás haciendo?
—Curando tus heridas.
—No acepté que me curaras las heridas —me escupe, me tira de la
muñeca y aprieta los dientes de tal forma que me imagino sus caninos
rompiéndose.
Los míos caen tan rápido que el color se le escapa de las mejillas.
—Y no quiero que te mueras de una infección —le digo, despacio.
Tranquilo. Sin traicionar nada de lo salvaje que me acuchilla la piel—
. Suéltame la mano. Ahora.
Se le despega el labio superior, se levanta sobre las rodillas, acerca
la cara a la mía y gruñe, haciéndome vibrar el corazón.
Mi pulso bombea caliente y fuerte, cada célula de mi cuerpo se
enciende mientras paso la mano por su pelo y tiro suavemente,
inclinando su cabeza.
—Recuerda lo que te dije sobre el fuego, Milaje. —Mi mirada se
dirige a sus labios—. Esta boca hace promesas que dudo que tengas
intención de cumplir.
Frunce el ceño, como si no tuviera ni idea de lo que estoy hablando.
Probablemente sea algo bueno.
—Tu mano. Ahora.
Exhala un suspiro y afloja el agarre. Le quito la mano del pelo
mientras se da la vuelta para mirar las llamas y se tumba en el suelo
entre mis muslos abiertos de par en par. Irradiando tanta rabia como
para prender fuego a la jungla, inclina la cabeza, ofreciéndome acceso
a la sucia venda.
Gruño, le aparto el pelo y empiezo a desenredar la atadura,
impregnando el aire con el olor de su sangre. Aunque ha pasado más
de un día desde que la probé, no hay ni una sola parte de mí que desee
saborearla con el olor de su dolor tan denso en el aire. Con visiones
de esos nudos cortados en su hombro persiguiéndome.
Prefiero una sonrisa embotellada.
Otra vuelta de tuerca de la atadura, y pongo barras inflexibles
alrededor de mis entrañas. Pero eso no impide que intente soltarse en
cuanto revelo el alcance del daño en el costado de su garganta.
Se me hiela la sangre. El fuego se apaga y el aliento de Orlaith se
esfuma como una nube de humo.
Ha sufrido más de un desgarro, ambos lo bastante profundos como
para dejar cicatrices de por vida. Uno de ellos es un colgajo de carne
tan suelto que no sé cómo se las ha arreglado sin analgésicos.
Si hubiera sido más profundo, le habría arrancado la garganta.
Esa cosa dentro de mí me corta, mis venas se encienden con
descargas eléctricas de poder que estallan contra las ataduras que aún
rodean mi cuerpo. Como una nube de tormenta atrapada bajo mi piel,
rugiendo.
Hinchándose.
—Fueron hechas por bocas diferentes —murmuro, con la voz llena
de promesas frías y sangrientas.
—El más profundo era un… hombre llamado Calah —dice
ásperamente, y el corazón me da un vuelco—. Está…
—Muerto. Lo maté hace años.
Sacude la cabeza y su voz tiembla cuando se apresura a decir:
—Ahora está muerto. Baze lo mató en la madriguera que descubrí
bajo una isla de la bahía. Rescatamos a sus prisioneros. Así es como
acabé en ese muelle. El resto subió al barco a tiempo.
Se me ponen los ojos vidriosos.
Otro fallo mío, y éste casi le arranca la garganta.
Una pesadez se cierne sobre el cielo, gotas de lluvia salpican desde
lo alto, haciendo picar los cuencos que había sacado de dentro.
El tiempo se diluye.
Siento calor a ambos lados de la cara.
—Rhordyn…
Su voz me atrae, y tardo un momento en darme cuenta de que ya
no está sentada entre mis muslos, sino de pie ante mí, empapada por
la lluvia que cae, con las manos en mis mejillas.
Estoy temblando.
El fuego se ha apagado. No hay más luz para iluminarla que los
esporádicos rayos que surcan el cielo. Pero no necesito luz para verla.
Ella brilla dentro de mí como una maldita estrella.
—¿Adónde has ido? —pregunta, y yo trago saliva.
—Estoy aquí, Milaje. —La rodeo, desengancho la olla, la sostengo
de la mano y la conduzco hacia la cabaña.
Siempre.
Cierra la puerta de un portazo y el agua resbala a cada paso
mientras me arrastra por la cabaña antes de soltarme la mano. Los
relámpagos hacen temblar el cristal de la ventana, iluminando atisbos
de él colocando la olla en la mesa del comedor, abriendo un armario,
rebuscando en su interior mientras el frío me cala hasta los huesos.
La tormenta se ha desatado y ha absorbido todo el calor tan rápido
que me siento como si hubiera saltado de Puddles directamente a una
nevera.
—¿Puedes hacer otro ungüento? —pregunta Rhordyn, rebuscando
en un arcón del suelo y sacando una vela y unas gasas.
—Se… seguro —balbuceo, con los dientes castañeteando mientras
arrastro la mirada por los manojos de hierbas que cuelgan del techo.
Enciende la vela y la coloca en el banco, junto con la gasa, y luego
procede a apilar el hornillo con algunas ramitas y cáscaras de una
cesta que hay junto a él.
Recojo las hierbas que necesito junto a las luces parpadeantes de la
tormenta y la llama vacilante de la vela, rezo por no haber recogido
accidentalmente algo cáustico. He visto hiedra venenosa por aquí
arriba, no sé por qué alguien querría conservarla.
Lo último que necesito es un sarpullido.
Mientras Rhordyn atiende el fuego, arranco las hojas de las ramitas
y las pongo en un cuenco de piedra azul con un chorrito de agua.
Acabo de terminar de machacarlo cuando Rhordyn aparece detrás de
mí como una montaña movediza y me corta la respiración mientras
sacude una toalla y me la pone sobre los hombros.
Lo miro de reojo cuando cae otro relámpago, y la mirada
cataclísmica de sus audaces ojos negros me empalaga. Tan salvaje y
desequilibrado.
Nunca había parecido tan atormentado, tan despojado, como si le
faltaran pocos latidos para entrar en combustión.
Es un enigma hermoso y monstruoso, y haría cualquier cosa por
asomarme a su cabeza. Para comprender la oscuridad que se oculta
tras sus ojos.
—Gracias —susurro, con el corazón latiéndome fuerte y deprisa.
Saca un taburete y se sienta, tirando de mí entre sus muslos con un
aplomo tan imponente e inquebrantable que mis pulmones se
compactan, la habitación tan llena de él que me parece inútil evitar su
mirada.
Está en todas partes.
A mi alrededor, entrando en mis pulmones en ráfagas de profundo
y helado almizcle. Él es el único elemento que mi corazón bombea a
través de mis venas en rápidos latidos.
Levanta el cuenco de ungüento, hunde los dedos en la suciedad,
me inclina la cabeza hacia un lado y empieza a pintarme las heridas
del cuello con calma y serenidad, en contraste con la energía que
desprende. Se me pone la carne de gallina por el cuello y el hombro,
y su poderosa presencia me presiona tanto el pecho que las rodillas
amenazan con ceder.
En un intento de tranquilizarme, miro por la ventana.
Me pone la gasa alrededor de la garganta, la ata y me levanta la
mano, inspeccionando las heridas removidas.
Otro relámpago, el estruendo resultante es tan fuerte que el cristal
de la ventana casi se desprende de sus límites. Un escalofrío que
siento hasta la médula. Mi mirada se desplaza hacia los tatuajes de
Rhordyn y noto que el pulso luminoso que los recorre es…
Errático.
Frunzo el ceño y levanto la otra mano mientras me pinta la palma
con ungüento, arrastrando las puntas de los dedos por las bonitas
palabras como si las estuviera escribiendo yo misma.
Su piel se eriza bajo mi tacto.
—Están enfadados —susurro, mirando de nuevo por la ventana,
notando que su turbulenta danza está sincronizada con el ritmo feroz
de la tormenta en el exterior.
—Sí.
¿Tanto le afecta la tormenta? ¿Lo agita y lo pone nervioso?
Sigo trazando el guión por el lateral de su cuello, el más alto
termina justo debajo de la carótida. Arrastro el dedo de nuevo hacia
abajo, siguiendo la insinuación de una línea que serpentea alrededor
de su pezón.
—Yo no haría eso, Milaje.
Su voz es un rumor ronco.
—¿Por qué no? —susurro, siguiendo una línea por su esternón,
imaginando que mi dedo es la punta de un pincel. Que él es una roca
sobre la que estoy esparciendo secretos.
—Porque hay una gran parte de mí que quiere ver por sí misma
que estás bien —me dice, como si hablara con los dientes apretados—
. Y si sigues tocándome así, voy a perder el control.
Levanto la vista.
Me está observando como un cazador, con los ojos hundidos en esa
oscuridad profunda que es tan electrizante e inquietante como
emocionante.
Una gran parte de mí quiere seguir. Averiguar qué quiere decir. La
parte curiosa y estúpida que es totalmente egoísta.
No puede ser mío.
Miro la cicatriz de su pecho, entre los restos salvajes de sus tatuajes
destrozados, y luego aparto la mano y me la llevo a la espalda.
No.
Es.
Mío.
Un profundo rugido resuena en su pecho, y él baja la mirada hacia
mi mano herida, usando otro rollo de gasa para volver a vendarla
antes de sujetarme por la parte superior de los brazos, me desplaza
suavemente hacia un lado y se levanta.
—Hay una leñera detrás —dice, sacando una capa de un gancho de
la pared—. Volveré pronto, espero que con más leña seca.
Abre la puerta y se va, cerrándola tras de sí, y yo respiro por
primera vez desde que nos precipitamos aquí. Me estremezco al
recordar todas las razones por las que necesito controlarme. Todas las
razones por las que no puedo dejar caer mis muros y ceder a este
magnetismo que aprieta el espacio entre nosotros como una fuerza de
la naturaleza.
Uno resuena más fuerte que el resto…
Al parecer, una garra en el corazón es lo único capaz de matar a
Rhordyn, pero no creo que vuelva de ser aserrado en pedazos
hirvientes.
Yo amaba a mi madre. Sé que la amaba.
Aun así, mi oscuridad la destrozó.
Me subo la camisa de Rhordyn por la cabeza y la tiro al suelo,
apretando las manos en puños y soltándolas.
—No es mío —gruño, sacudiéndome los pantalones antes de
envolverme con la toalla y asegurarla entre mis pechos.
Suspirando, dejo la ropa en el fregadero y la tiendo sobre un
perchero junto a la estufa.
La tormenta no amaina. En todo caso, se vuelve más intranquila
cada minuto que Rhordyn se va: retumba contra el tejado, azota los
cristales de las ventanas, hace temblar las paredes como si me aullara
desde todos los ángulos.
Me inclino sobre el fregadero y me escurro el exceso de agua del
pelo, mirando por la ventana cuando un relámpago enciende una
enorme sombra negra que merodea por la arboleda.
El corazón me salta a la garganta y el pulso se me desboca. Tropiezo
hacia atrás y caigo de culo con un fuerte golpe.
Me aprieto el pecho con la palma de la mano y me obligo a inspirar
por la nariz y a espirar por la boca, aspirando a tragos profundos y
tranquilizadores el cuero y el hielo.
Respiro…
—Son imaginaciones mías —murmuro mientras me froto la cara
con las manos.
Me sacudo el escalofrío que me recorre todo el cuerpo y que no
tiene nada que ver con el frío, me pongo de pie y vuelvo a acercarme
a la ventana para asomarme. Otro relámpago y todo lo que veo son
árboles que se acercan a las nubes bulbosas.
Quizá me esté volviendo loca.
Me fijo en la olla que está sobre la mesa, donde la dejó Rhordyn.
Levanto la tapa e inhalo el fuerte aroma botánico; mi estómago
gorgotea lo bastante fuerte como para despertar a un gigante
dormido.
No es de extrañar, ya que será mi primera comida en… un tiempo.
Rebusco en un armario y encuentro dos cuencos, cucharas, tazas y
un cucharón, los enjuago y los pongo sobre la mesa junto con una
jarra de agua y un pequeño conejito de cristal que encuentro
escondido al fondo. Está posado sobre sus patas, mordisqueando una
hoja de trébol, con un agujero taladrado desde la cabeza hasta el
fondo, que sostiene los restos de una vela gastada que he
desenroscado.
Dejo el conejito sobre la mesa y recojo un puñado de flores
púrpuras que nunca había visto antes; suspiro cuando las espinas del
cardo se clavan en mis dedos. Frunzo el ceño al ver las flores que
coronan los espinosos tallos mientras chupo los pequeños puntos
rojos y suelto una carcajada.
En realidad, es bastante apropiado.
Arrastro el taburete, me subo, deshago el lazo que sujeta el ramo al
techo, bajo de un salto y —evitando los tallos— introduzco las flores
secas en el jarrón del conejito, con una sonrisa en los labios.
Qué lindo.
Coloco un cuenco, una cuchara y una taza a un lado de la mesa y
me detengo a mirar el otro cuenco, con un remolino de dudas que
nubla mi entusiasmo. Siempre ha habido un cubierto para él… pero
nunca come.
¿Por qué iba a ser diferente esta vez?
Agarro el cuenco y dudo, indecisa. Los gruñidos de mi estómago
deciden por mí y me encojo de hombros. Él también debe tener
hambre, y si no…
Quien no arriesga, no gana.
Acomodo su mesa frente a la mía, coloco el cucharón junto a la olla
y doy un paso atrás, sonriendo por el pequeño toque de luminosidad
que aporta a esta pequeña habitación tan llena de energía inquieta y
palabras no dichas. Respiro hondo, exhalo el aire y me dejo caer en el
asiento frente a la puerta, apoyando la barbilla en las manos
entrelazadas para esperar.
Y espero.
Mi estómago ruge, la tormenta azota las paredes con tanta fuerza
que mi imaginación pinta todo tipo de monstruos justo al otro lado
de la puerta. Al otro lado de la ventana, mirando hacia dentro.
¿Y si no es más que producto de mi imaginación y estoy aquí
sentada esperando a cenar con un fantasma que no va a volver?
Se me aprieta el pecho, mi mirada se clava en la nota del barril de
la mesilla de noche, sorbo sus hermosas palabras garabateadas como
solía sorber mi caspun.
«Estoy aquí»
¿Lo está?
¿Me estoy volviendo loca?
Cierro los ojos y los abro.
Vuelvo a hacerlo.
Otra vez.
No me despierto en una habitación dorada envuelta en sábanas
blancas, encadenada en una cupla con promesas incumplidas
alojadas en mi pecho como astillas. Sigo aquí, respirando su aroma.
Aún convencida de que esto es demasiado bueno para ser verdad.
La puerta se abre de un empujón, y respiro entrecortadamente
cuando Rhordyn entra en la habitación como una nube de tormenta,
metiéndose en el espacio demasiado pequeño, empequeñeciéndolo
todo, arrebatando todo el aire y tomándolo como rehén.
Pero no lo necesito. Ahora no.
Prefiero verlo aquí y vivo que respirar en mis pulmones desde
ahora hasta el fin de los tiempos.
La opresión de mi pecho se disipa y atrae mi atención hacia una
grieta en mi cúpula de alivio desatendida. En una única enredadera
que se enrosca en ondulantes giros, estirándose hacia mi corazón
como si buscara el sol.
La vuelvo a meter por el agujero y tapo la brecha.
Rhordyn cierra la puerta de una patada, con los brazos cargados de
un montón de lo que supongo que es madera envuelta en la capa
húmeda como un paquete grande y nudoso. Con el pelo empapado
de agua y la ropa empapada, se sacude las botas y entra en la
habitación.
Me mira, con expresión indescifrable, mientras sus ojos se hunden
y se levantan de nuevo antes de dirigirse a la mesa, con la mirada
clavada en los platos. El corazón me late por dentro y el mundo entero
parece detenerse.
Incluso la tormenta parece detenerse.
Lentamente, cruza la habitación, y hay algo en su forma de moverse
que no acabo de entender, no es tan suave y grácil como de
costumbre, como si cada paso fuera una batalla ganada. Me echa otro
vistazo y deposita la leña en el suelo, junto a la estufa.
Las náuseas se apoderan de mí y amenazan con quitarme el apetito
por completo.
Él lo odia.
Piensa en una forma de decepcionarme suavemente, como decirme
que en realidad odia el estofado. Que ha hecho tanto porque parecía
que tenía hambre.
Parece cosa de Rhordyn.
Tal vez él es un fantasma, y ni siquiera puede comer…
Tal vez estoy sola en esta habitación.
Se agacha ante la estufa, abre la trampilla y alimenta las llamas con
varios trozos de leña, la luz del fuego acaricia su rostro bellamente
esculpido. Deja la trampilla de la estufa abierta y se queda
mirándome.
Se me para el corazón al verlo: su imponente cuerpo enmarcado
por el rugiente fuego a su espalda.
Lo único que deseo es sentarme con él. Disfrutar del calor, del
sonido de la lluvia sobre el tejado y del guiso cuidadosamente
preparado.
Pero, ¿y si dice que no?
«Contrólate, Orlaith». He estado allí, he hecho eso.
Viví para contarlo.
Reúno todo el coraje que puedo encontrar en mi interior, respiro
hondo y pregunto:
—¿Compartirás la comida conmigo?
—Siempre —retumba, y la palabra casi me hace caer del asiento—
. ¿Si te apetece servirme?
¿Servirle?
Todo lo que he tenido que hacer todo este tiempo para convencerlo
de que comparta una comida conmigo es… ¿servirle la comida?
El calor estalla en mi vientre, y casi me río, tambaleándome en un
largo silencio mientras lucho contra mi delirio para conseguir algo
parecido a una respuesta, limpiando más capas de luz sobre mi
cúpula temblorosa.
—Me encantaría. ¿Quieres quitarte primero la ropa mojada?
Traga saliva y asiente con la cabeza, luego avanza por la habitación,
agarra otra toalla de un estante de la pared y se pone a desabrocharse
los pantalones, bajándoselos…
Al sentir que algo frío me roza la cara, miro hacia la ventana y
nuestras miradas chocan.
Me mira a través del reflejo.
Observándome mirarlo.
Desvestirse.
Respiro y miro hacia otro lado, con las mejillas encendidas al
concentrarme en los cardos y sus afilados pinchos.
Sus pasos golpean las tablas del suelo, haciendo que se me erice el
vello de la nuca cuando pasa tan cerca que estoy segura de que no nos
separa más que un pelo. Se acomoda en el asiento que le he
preparado, con una toalla azul atada a la cintura.
Vuelvo a fijar la mirada en los cardos.
No.
No.
No es mío.
Levanto la tapa de la olla y suelto una bocanada de vapor que
impregna la habitación de una fragancia rica y sustanciosa.
—Interesante elección de jarrón —murmura, y miro al conejito
mientras agarro el cuenco.
—Es lo más bonito que he visto nunca. Y tan realista. Quien lo haya
hecho tiene mucho talento.
Hace un sonido de ahogo que me hace detenerme con el cucharón
a medio hundir en el guiso.
—¿Estás bien?
Asiente, golpeándose el pecho con el puño.
—Estoy bien. Continúa, por favor.
—No te ahogues antes de que podamos compartir nuestra primera
comida.
—Ya he pasado por eso. —Me dedica una leve sonrisa. Cálida.
Juguetona.
—Viví para contarlo.
Mis mejillas se calientan y bajo las pestañas.
Vierto un poco de estofado en su cuenco, sintiendo su mirada
seguir el movimiento.
—¿Es suficiente?
Niega con la cabeza.
Levanto una ceja.
—¿Tienes hambre?
—Siempre.
La palabra es gruñida con una cadencia tan rica y retumbante que
toda la sangre de mi cuerpo se agolpa entre mis piernas, haciendo que
esa parte de mí palpite tan profundamente que casi me resulta
demasiado incómodo quedarme quieta. Recordando lo que dijo
Rhordyn de que podía oler mi deseo, aprieto los muslos y rezo para
que esté demasiado hambriento como para notar algo más que el olor
del guiso.
Le sirvo otra cucharada, casi llenando el cuenco hasta el borde.
Estoy a punto de servirme cuando él agarra la cuchara.
—¿Puedo?
—¿Servirme?
Asiente.
Parece que todos mis sueños se están haciendo realidad, como si
esto fuera un gran y bonito cuadro que mi imaginación ha conjurado
con unos pinceles de lujo.
Me aclaro la garganta, dejo que agarre el cucharón y me llene el
cuenco. Me lo pone delante, ni demasiado ni demasiado poco. La
cantidad exacta que me habría servido yo misma.
¿Quizá me lo haya servido?
Me abofeteo internamente.
«Deja eso, Orlaith».
—Gracias —susurro, y él asiente, agarra la cuchara y la pasa por la
superficie de su humeante comida. Se la lleva a los labios, sopla, me
mira y se lleva el bocado a la boca.
Un escalofrío me enciende por dentro y respiro entrecortadamente,
viéndole masticar con un tierno entusiasmo del que nunca le creí
capaz. Su garganta trabaja mientras traga.
Me sostiene la mirada.
Siento esa mirada en mis pezones en punta. En mi vientre, y en la
cálida palpitación entre mis piernas que amenaza con deshacerme.
—Come, Orlaith.
Come. Sí. Eso es lo que necesito hacer. Concentrarme en mi comida.
No en su profundo sonido de satisfacción, como si fuera la primera
vez que come.
Me pongo en acción de un tirón y me paso el bocado por los labios,
gimiendo incluso antes de soltar la cuchara. La carne se deshace en
mi lengua, la rica y robusta salsa perfectamente sazonada con salvia,
romero, tomillo e incluso un poco de ajo. Mis papilas gustativas
hormiguean mientras mastico, liberando más complejidades.
Sacudo la cabeza, trago, saboreo la sensación de que se desliza
dentro de mí, calentándome el vientre.
—Es el mejor estofado que he probado nunca —digo, las palabras
medio riendo, medio ahogadas. No sé por qué tengo ganas de llorar
por un simple bocado de estofado, pero aquí estamos.
Levanto la vista y veo que sigue mirándome mientras se mete otro
montón en la boca, masticando.
Tragando.
Son cosas tan sencillas, pero me hacen sentir la mujer más rica del
mundo. Puede que sea mi momento favorito.
Termina su tazón mucho antes que el mío y me pide amablemente
que le sirva más. Me sirve un vaso de agua fresca y crujiente que me
bebo de un trago, limpiándome la boca con el dorso del brazo.
Interrumpe mi mirada para limpiar su cuenco, rugiendo alrededor
del último bocado de carne, y me doy cuenta de que estoy sonriendo
de nuevo. Dejo que este momento me llene de muchas maneras, como
un ladrón que roba cosas que no me he ganado.
Cosas que no puedo permitirme.
Al mirar en mi interior, descubro que la molesta enredadera del
alivio ha encontrado otro punto débil para desprenderse de mi
cúpula y ahora me sube por la columna vertebral en línea recta hacia
el corazón. La arranco de raíz, la enrosco y la meto por la grieta. Forjo
otra cúpula y la superpongo a la otra, apretándola tanto contra mis
costados que estoy segura de que no se escapará nada más.
Me aclaro la garganta, apilo los cuencos vacíos y me pongo en pie,
sintiendo la atención de Rhordyn rozar mis omóplatos desnudos
mientras los llevo al fregadero. Abro el grifo y espero a que las
tuberías se pongan en marcha para fregar los platos.
Se pone a mi lado y me empuja justo cuando el agua sale a
borbotones.
—Yo limpiaré. Tú métete en la cama.
Suelto un lento suspiro y me giro, observando la habitación
iluminada por el cálido resplandor de la estufa.
Me doy cuenta de que…
—Solo hay una cama.
Y dos de nosotros.
Rhordyn empieza a fregar los platos.
—Soy perfectamente consciente, Orlaith.
El pánico anida en mi garganta, amenazando con cortar la
respiración que entra y sale de mis pulmones.
No hay una sola parte de mí que no quiera compartir la cama con
este hombre… excepto mi conciencia.
—Me quedaré en el sillón —digo, dirigiéndome hacia él—. Es más
pequeño. Y está justo al lado del fuego, así que estaré bien calientita.
—No pienso dormir. Te quedarás con la cama.
Las palabras llenan tanto la habitación de argamasa que no queda
espacio para moverse.
Entonces me quedo con la cama.
Me muerdo el labio inferior y miro el mullido sillón que parece
demasiado pequeño para él…
Me cuesta creer que no tenga intención de desconectar, ha sido un
gran día. Pero no voy a insistir en que compartamos la cama. No
cuando no confío en no revolcarme en su atmósfera mientras duermo.
Hacer lo que he estado deseando hacer desde que lo vi en la playa
vivo, sano y salvo.
Abrazarlo.
Amarlo.
—Bien —murmuro, me acerco a la cama y me meto en ella,
acurrucándome bajo las sábanas antes de quitarme la toalla y dejarla
caer al suelo. Reorganizo las almohadas y encuentro un lugar cómodo
con la mirada clavada en el techo.
Rhordyn termina de limpiar, la lluvia sigue golpeando los cristales
de las ventanas, aunque los relámpagos parecen haberse calmado.
Recorre la habitación para avivar el fuego y llenar su vientre con un
trozo de leña fresca, y luego se acomoda en la silla, con los muelles
chirriando bajo su peso.
Respiro hondo y suelto el aire lentamente, asustada de cerrar los
ojos por miedo a despertar y darme cuenta de que todo ha sido un
sueño. Que sigo en Parith, fingiendo que mi corazón pertenece a otro
hombre. O que me desperté en aquella playa, pero Rhordyn no está
aquí.
Solo estoy yo, sola con mis demonios y un fantasma que atormenta
mi corazón roto.
Inclino la cabeza hacia un lado, a ver si puedo descifrar la ilusión…
Es absolutamente demasiado grande para la silla, la llena por
completo, con los brazos cruzados sobre el pecho mientras mira por
la ventana, tal vez observando cómo la lluvia salpica los cristales.
Parece real, mejor que real.
Se siente mejor que real.
Quizá por eso no me fío. Como si estuviéramos metidos en una
burbuja a punto de estallar.
Vuelvo a mirar al techo y me froto el pecho, que me aprieta,
rozando con los dedos mi joya. La levanto y miro la negrura
insondable, del mismo tono que las gemas del anillo de Baze.
Pellizco el pestillo que Gunthar ha vuelto a colocar en su sitio, lo
froto entre los dedos y recuerdo aquel horrible día en que desperté
bajo un árbol en llamas vestida con harapos, rodeada de trozos de
carne frita.
Por gente a la que había asesinado.
Recuerdo la forma en que la madre de Zane me miró fijamente
cuando irrumpió en la habitación, como si estuviera mirando a los
ojos de un fantasma. Recuerdo el escalofrío que me recorrió las venas
cuando soltó un sollozo angustiado.
—Alguien ha reconocido mi… piel falsa —susurro,
concentrándome en un manojo de margaritas secas que cuelgan de
las cuerdas tendidas en el techo.
Pequeños soles muertos que me miran fijamente.
El aire se tensa, como si la habitación acabara de llenarse de algo
que no puedo ver ni comprender.
—Me miró a la cara y creyó que era su hija.
Una pregunta se me hincha en el pecho, se hace tan grande e
inquieta que parece que se me están rompiendo las costuras.
Deslizo la pierna por encima de las mantas y siento su fría mirada
recorrer mi muslo desnudo hasta la cadera y volver a bajar,
posándose en la marca de nacimiento que toco con la punta del dedo.
Mi estúpida curiosidad alarga su quebradiza garganta.
Ruega que la muerda.
—¿Cómo sabía una madre que enterró a su hija hace años que yo
tenía esta marca de nacimiento en la pierna?
Silencio.
Me atrevo a mirarle a los ojos y capto su mirada mientras me
estudia con una dureza que hace que cada músculo de mi cuerpo se
prepare para el impacto psicológico de su respuesta. ¿Está a punto de
mentirme? ¿Decirme que no lo entendería? ¿Quizá está pensando en
un acertijo que tejerme para que me quede pegada a todos los hilos
pegajosos, intentando desenredarme?
Una gran parte de mí espera que eso sea exactamente lo que haga.
Mentirme.
Alejarme aún más.
Respira hondo, se frota la mandíbula desaliñada y señala mi collar.
—Esa joya está impregnada de la sangre de Kvath.
Mis pulmones se compactan.
Dios de la Muerte…
Mi mente aturdida vuelve a Te Bruk o' Avalanste, y oigo las
palabras de Kai como si estuviera aquí mismo, hablándome:
Kvath. Dios de la Muerte. Puede adoptar las múltiples formas de
los muertos, y creó a los Irilak con un trozo de su sombra.
Mi mente se agita, se atasca, se ahoga. Abro la boca, la cierro, clavo
mi mirada en los ramos secos.
—Pensé que creías que los dioses no existen. Lo insinuaste justo
antes de arrojar ese hermoso libro a las llamas como si fuera basura.
—Algunos de ellos no deberían existir —afirma con fría y brutal
precisión.
Trago saliva, masticando sus palabras como si fueran un trozo de
cartílago.
La curiosidad levanta otro pie, adelanta su peso y lo deja un poco
más cerca.
—¿Y cómo conseguiste su sangre?
—Él me la dio.
Suelto un pequeño grito ahogado, con la cabeza girada hacia un
lado. Me mira con tanta intención que no puedo sostenerle la mirada
más de dos segundos antes de romperla, clavando de nuevo la mía
en el techo.
¿Es por eso que Shay se siente atraída por mí? ¿La razón por la que
esa manada de Irilak obedeció cuando les dije que no se dieran un
festín con los duendecillos caídos? ¿Porque llevo la sangre de su
Creador alrededor de mi garganta, vestida con la piel de una niña
muerta?
«Él me la dio…»
La pesada y enmarañada declaración me pesa como un bulto de
plomo colocado sobre el pecho.
Un cansancio se filtra por mis huesos, mi mente y mi corazón, como
si alguien se hubiera deslizado bajo mi piel y hubiera apagado todas
las llamas de las velas que me mantenían despierta.
Ruedo hacia un lado, de cara a la pared, dándole la espalda.
Reprendiendo mi curiosidad en el mismo feo latido.
He llevado la cara de una chica muerta todo este tiempo: la de la
hermana de Zane.
No me extraña que me sintiera tan atraída por él.
Y casi lo pierdo, también. Igual que perdí a mi hermano.
Acerco las rodillas al pecho y las rodeo con los brazos.
No debería haber preguntado.
—¿Eso es todo lo que tienes? —Sus palabras retumban en la
habitación.
Me abrazo a mí misma con más fuerza.
—Sí —le digo a la pared.
—¿Dónde se han ido todas tus preguntas?
Casi le digo que murieron con él. Que me equivoqué de camino y
que ahora el camino es oscuro y solitario, con nada más que
monstruos decorando las sombras.
Que soy uno de ellos.
Casi le digo que me da miedo irme a dormir, que temo que no esté
aquí cuando me despierte…
Pero no lo hago.
—Estoy cansada, Rhordyn.
Hay un silencio tan largo que empiezo a preguntarme si se habrá
dormido, pero entonces dice, casi demasiado bajo para que yo lo oiga:
—Buenas noches, Orlaith.
Respira suave y lentamente, todavía en la misma posición en la que
se quedó dormida hace horas. No se ha movido ni una sola vez.
Ni yo tampoco.
La tormenta sigue agitándose fuera. Sigue desgarrándome por
dentro, azotándome en sincronía con mis pensamientos astillados.
Pienso en el conejito de cristal que usó como jarrón, antes blando y
vivo.
Ahora duro y muerto.
Cree que es la sombra más oscura de la habitación, pero no hay
ninguna más oscura que yo. Ningún monstruo que pueda
compararse con la mierda que he hecho.
Se arropó en sí misma y volvió a su daño como si todo fuera a
desaparecer. He visto cómo resulta eso. Vi a mi hermana morir
demasiadas veces como para no derribar los muros de Orlaith.
Sin disculpas.
Estoy tentado de ir hasta allí, quitarle la manta, sacarla de la cama
y ponerla contra la pared. Decirle que no hay ningún lugar donde
pueda esconderse sin que yo la siga.
Ningún agujero por el que pueda meterse que esté demasiado
oscuro para que yo lo vea.
Pero está desnuda bajo las sábanas, así que no lo hago. Hay una
delgada línea entre la rabia y la follada salvaje en la sangre que corre
por nuestras venas, y esta cabaña no puede soportar lo que tengo que
lanzarle.
Las paredes son demasiado frágiles.
Ella grita y todo su cuerpo se sacude, los brazos se agitan mientras
cae de espaldas, con la cara torcida.
Los ojos siguen cerrados.
El corazón me golpea contra las costillas mientras ella agarra algo
que no puedo ver, arañando el aire. Suelta un sollozo, un sonido tan
áspero y gutural que siento que me atraviesa como una hoja de sierra.
—No llores. —Se atraganta—. No llores. No llores. No llores.
Me levanto de la silla y corro hacia la cama. Los relámpagos estallan
y crepitan al compás del martilleo de mi corazón cuando arranco las
mantas y me meto junto a ella, atrayéndola contra mí.
Se despierta entre jadeos, con los ojos desorbitados, las mejillas
manchadas de lágrimas y la respiración entrecortada y aguda.
Estrangulada.
Se contonea para que nuestros cuerpos queden aplastados, una
mezcla de suavidad y dureza. Me da zarpazos, entrelazando sus
piernas con las mías, enredándonos como su enredadera de glicinas
atada a la piedra negra de su balaustrada.
Otro relámpago enciende su rostro arrugado mientras acerca sus
manos a mis mejillas.
—Que esto no sea un sueño…
—Estoy aquí. Esto es real. No voy a ir a ninguna parte.
Un sonido retorcido brota de ella mientras su cuerpo se sacude, los
ojos tan vidriosos que me pregunto si está realmente despierta o
atrapada en algún punto intermedio.
—No estoy bien —susurra entre respiraciones superficiales, y las
palabras por sí solas podrían calmar mi corazón para siempre.
—Lo sé…
Yo tampoco.
Le paso la mano por detrás de la cabeza y la arropo contra mi
pecho, que tiembla al compás del cielo, resistiendo el impulso de
apretarla más de lo que sus frágiles huesos pueden soportar.
No quiero hacerle daño. Quiero curarla, mierda.
No soy el hombre amable que ella necesita. El tipo que se merece.
Pero me cansé de jugar un papel pasivo en su vida. Sé dónde termina
ese camino, lo escuché directamente de la boca de Maars.
Con ella bajo tierra.
Ella cree que es prescindible. Que le debe al mundo, aunque nunca
le haya mostrado las mismas libertades.
Solo otra guerra que necesito librar. Y ganar.
—No me dejes ir —susurra contra mi piel.
Contra la cicatriz que dibujó.
—Nunca.
Le rodeo las costillas con la mano para sentir el latido de su corazón
y la aprieto tanto contra mi cuello que puedo medir el ritmo de cada
respiración entrecortada hasta que se convierten en tirones largos y
somnolientos que me arrastran a las profundidades con ella.
La única. La única.
Milaje.
Salgo de un sueño tan tranquilo y quieto que no quiero despertar.
No quiero resbalar de esta cálida losa de piedra en la que estoy
envuelta. Que sube y baja debajo de mí como si tuviera pulmones
reales y funcionales, arrullada por el ritmo lento y fangoso que golpea
contra mí.
Pum…
Pum…
Pum…
Me acerco con la boca, llenándome de almizcle duro y del olor de
una mañana helada. Un olor que me recorre el pecho, llenándome…
Rhordyn.
Abro los ojos de golpe.
Primero me fijo en la ventana, y el mundo que hay tras ella se llena
del brillo polvoriento de la mañana, que arroja una luz tenue a través
de la cabaña. Miro hacia la silla en la que Rhordyn estaba sentado
cuando me quedé dormida y compruebo que, efectivamente, está
vacía.
El pulso me retumba en los oídos al notar mi desnudez.
Las mantas amontonadas en el suelo.
El peso sobre mi espalda desnuda.
Dos brazos pesados y cálidos me rodean. Brazos que pertenecen al
hombre que está debajo de mí; mis piernas están recogidas y a
horcajadas sobre su torso, la cabeza apoyada firmemente sobre su
corazón palpitante. Mis manos se entretejen bajo sus axilas, se
enroscan en su musculosa espalda, las yemas de mis dedos besan sus
omóplatos…
Mierda, mierda, mierda…
Me asaltan recuerdos de medianoche: él arrastrándome a ras de su
pecho sólido como una roca; yo arañándole, enredándonos juntos;
volviéndome a dormir con el sonido de su corazón latiendo seguro
contra mí.
No era un sueño. Era real.
Está aquí, en la cama conmigo. Abrazándome. Dejándome usarlo
como un colchón.
Mi cúpula tiene una enorme hendidura en el centro, apenas visible
debajo de todo lo que se ha derramado fuera de ella: esas tiernas y
crudas enredaderas de alivio que he estado metiendo y metiendo bajo
la superficie ya no son enredaderas, sino un bosque.
Han utilizado mi columna vertebral como escalera para rodear mis
costillas con tanta fuerza que no queda hueso a la vista, y luego han
cosido mi corazón en un bulto ordenado que me hace sentir tan
maravillosamente completa. Han ahogado todas las demás
emociones a la vista, brotando miles de pequeños capullos que
parecen a punto de partirse la cabeza y florecer.
Aprieto los ojos escocidos y suelto una lágrima.
Creía que mi hogar era un castillo asentado al borde de un
acantilado, mirando a una bahía con forma de monstruo que muerde
la orilla. Creía que mi hogar era una torre asomada entre las nubes,
con mis rocas y mis pinturas y mis plantas. Pero me encantaría vivir
aquí el resto de la eternidad y no volver a sentir nostalgia. Es una
sensación que hace que se me escapen más lágrimas.
Porque este momento, este hermoso y perfecto momento, es
robado.
No es mío.
Su temperatura se enfría tan rápido que jadeo, preguntándome si
lo había imaginado caliente en mi estado de medio sueño.
Debe de ser eso.
Sintonizo con su respiración lenta y constante…
Necesito levantarme. Liberarme de su abrazo antes de cometer una
estupidez, como besarlo para despertarlo. Como estirar la mano y
sostener la suya, empujarla más abajo por mi columna, entre…
«Levántate, Orlaith».
Abro los ojos, levanto un poco la cabeza, lo miro directamente a los
ojos plateados y me quedo paralizada.
El corazón se me revuelve en el estómago, un pequeño sonido
ahogado se escapa mientras mantengo esa mirada paralizante.
Tiene el pelo revuelto por el sueño, las cejas fruncidas, la boca seria,
una tensión tan fuerte entre nosotros que estoy segura de que podría
romperse como un cristal.
El mundo podría estallar ahora mismo y yo no me daría cuenta.
Se le hace un nudo en la garganta y gimo cuando su mano se acerca
para quitarme las lágrimas de la mejilla. Estoy demasiado borracha
para no dejarme tocar por él. Para cerrar los ojos y acariciarle la mano,
robándole un sorbo de serenidad porque estoy ávida.
Feliz.
Despojada.
Porque estoy a punto de dejarlo ir y devolvérselo al viento.
Trago saliva, me obligo a abrir los ojos. No me impide sentarme,
bajarme de él. No mueve un músculo hasta que mis pies besan el
suelo.
Su mano se aferra a mi muñeca y, con un par de movimientos
rápidos, se sienta en el borde de la cama conmigo a horcajadas sobre
su regazo, con la frente contra la frente, la respiración caliente y
agitada, los dedos hundidos en mi pelo, que es un revoltijo de ondas
salvajes y rebeldes alrededor de mi cara.
Noto su virilidad dura y pesada entre nosotros, apoyada en mi
vientre.
Paso las manos por su barba para poner una barrera entre
nosotros… en parte. Pero también porque quiero tocarlo.
Sentirlo.
Amarlo.
Su cuerpo se queda completamente inmóvil cuando rozo mis labios
con los suyos, más suaves que el batir de las alas de una mariposa.
Porque soy una ladrona, robo pequeñas baratijas, las guardo en mi
pecho para cuando el festín se convierta en hambruna. Para cuando
no estemos metidos en un espacio tan pequeño con demasiado de él
y sin espacio para respirar.
Para pensar.
Para alimentar mi autocontrol.
La tormenta se agita en mi estómago.
—No puedo —susurro lastimeramente, más lágrimas resbalan por
mis mejillas cuando él emite un sonido retumbante y luego pasa sus
labios por el borde de mi mandíbula.
—Háblame. —Las palabras repiquetean sobre mi piel picada de
piedras y sus dientes se clavan, un suave mordisco que afloja las
cuerdas de mi compostura. Se me escapa un gemido cuando echo la
cabeza hacia atrás, arqueo la columna vertebral, mis pechos doloridos
empujan tanto hacia delante que mis pezones rozan su pecho, las
puntas romas de mi pelo me hacen cosquillas entre los omóplatos
cuando me pasa los labios por la clavícula derecha.
Me planta un beso y casi puedo sentir cómo roza los pétalos de una
de mis flores. Otro se presiona a su lado, como si trazara una
constelación con su boca, incubando el siguiente beso en mi hombro.
Otro más pequeño y suave.
El placer me recorre como miel deslizándose por mis venas, y gimo,
tragándome un gemido de súplica para que lo haga otra vez.
Y otra vez.
Que lo haga para siempre.
Su boca se adentra en mi cuello, tierno.
Me empuja.
Mi cabeza se inclina hacia un lado y él sopla un aliento helado sobre
el hueco estirado, un escalofrío que me estremece la piel.
Imagino una flor senka desenredando pétalos lechosos.
Arrastra su mano desde mi pelo hasta mi columna, y el roce helado
entre mis omóplatos enciende mis nervios.
Mi deseo.
Me apuntala la espalda con su fuerza inquebrantable, dándome
una percha sobre la que arquearme mientras me da más besos en la
clavícula.
Los cuento y los memorizo.
Los guardo.
Diez…
Once…
—Por favor.
No creía que conociera esa palabra.
Me planta otro beso al unísono con el pesado rodar de mi corazón.
—No tengo nada que decir —le susurro, y él emite un sonido
profundo y dolorido, su mano se introduce en mi pelo para acunarme
la nuca. Me aprieta la frente para que lo mire a los ojos plateados bajo
las pestañas manchadas de lágrimas.
—Entonces lucha conmigo —me dice entre dientes apretados—.
Utilízame si es necesario.
Hay una vulnerabilidad en sus ojos que me rompe el maldito
corazón, un silencio expectante que se interpone entre nosotros y que
parece desarrollar su propio pulso hambriento.
Usé al hombre de la guarida de las ninfas del bosque. No utilizaré
al hombre que amo.
Introduzco los dedos entre sus gruesos mechones y soplo en sus
labios, deseando poder inclinarme hacia delante.
Robarle otro bocado.
—Te mereces algo mejor que eso…
Que yo.
Porque estoy rota.
En pedazos.
Una enredadera negra que lo asfixiará hasta la muerte.
Su mirada recorre mi cara en barridos catastróficos,
oscureciéndose.
—No lo merezco. Merezco muchas cosas, pero tu respeto no es una
de ellas.
—No lo entiendes —gimoteo, con voz suave y frágil. Débil, igual
que mi capacidad para luchar contra la gravedad que acerca mi boca
a la suya y roza sus labios. Otra baratija que guardo, acunando cerca
de mi corazón—. Mi amor te destrozará.
Me clava la mano en el pelo de la nuca.
—Entonces moriré feliz —gruñe, y junta nuestros labios en un
choque de desesperado y salvaje abandono.
Un golpe profundo y doloroso del que caigo sobre la hoja.
De buena gana.
Gimo en su boca, tirando de su pelo mientras inclino su cabeza
hacia un lado y avivo el beso. Saboreándolo.
Devorándolo.
Más enredaderas de tierno alivio se agolpan en todos mis recovecos
hasta que apenas puedo inflar los pulmones y mi cuerpo se afloja
como mantequilla que se ablanda.
Nos deslizamos juntos, una fusión perfecta de hambre y reposo,
nuestras almas parecen rozar con el roce de nuestras lenguas y el tirón
de nuestros labios. Retumba dentro de mí, casi como un ronroneo,
haciendo que el calor se acumule en mi bajo vientre.
Me vuelvo codiciosa… voraz. Muevo las caderas.
Solo una vez.
Una descarga de placer me atraviesa cuando ese tierno manojo de
nervios roza su sólida longitud, como una descarga eléctrica en el
órgano dolorido de mi pecho, recordándome todos mis bordes
chamuscados y dentados.
Rompo el beso y apoyo la cabeza en su hombro, con la respiración
agitada y pesada.
El corazón me late con fuerza.
Respira…
Me rodea con los brazos, me roza la sien con los labios y me da un
beso helado que me pone la piel de gallina.
Abro los ojos y veo la ancha cicatriz levantada en su pecho…
Un escalofrío recorre mis venas, apagando el palpitar entre mis
piernas.
Recuerdo el tacto de su sangre en mis manos, cómo se sentía
cuando se secaba y se agrietaba.
Recuerdo cómo me besó en la cabeza justo antes de desaparecer.
Recuerdo sus últimas palabras, que me dieron tanto y me quitaron
tan poco a pesar de todo lo que acababa de hacerle.
«No llores».
La culpa se abate sobre mí. Una culpa fea y egoísta que satura el
aire y dificulta la respiración.
No puedo controlar lo que llevo dentro.
Hice pedazos a mi propia madre.
No tenerlo en absoluto… vale mucho más que perderlo de nuevo.
Poniendo una mano sobre su cicatriz, la otra sobre su mandíbula,
miro a unos ojos plateados que reflejan mis mejillas sonrojadas, las
pestañas manchadas de lágrimas y el desorden salvaje de mi pelo.
—Milaje…
—Esto ha sido un error.
Sus ojos se cierran, un sonido crudo y furioso hierve en el fondo de
su garganta.
—No puede volver a ocurrir.
Empapada en el embriagador almizcle de nuestros olores
enredados, me quito de su regazo y retrocedo hacia el perchero,
deseando que se quede.
No hagas esto más difícil de lo que ya es.
Sus caninos se alargan. Sus orejas se afilan. Sus ojos se oscurecen.
Por favor…
Se levanta, empequeñeciéndome tanto en tamaño como en
presencia mientras avanza, enorme. Desnudo.
Bestial.
Cuando está tan cerca que siento su estática contra mi piel, se
detiene, me agarra la barbilla y me inclina la cabeza, sus palabras son
una escarcha que roza mis labios cuando dice:
—No me inclino ante nadie, pero me arrodillaré ante los dioses y te
rogaré que elijas esto. Que vivas.
Me planta un beso en la frente y, de nuevo, me lo imagino cayendo
de espaldas por un acantilado, hacia las profundidades espumosas.
Muerto.
—Vístete —murmura contra mí, agarra sus pantalones del
perchero y se los pone, subiéndoselos—. Te llevaré a casa. —Agarra
su espada, se dirige a la puerta y la cierra con un golpe seco.
Me oprimo la garganta, respiro entrecortada y agudamente al
imaginármelo en pedazos, apestando a muerte quemada…
Asesina.
Las enredaderas que estaban tan llenas de brotes y esperanzas se
vuelven amarillas, marrones y luego negras, y se deshacen en un
montón de polvo y semillas de tinta que me obstruyen las entrañas.
Recojo con cuidado esas preciosas y esperanzadoras semillas,
metiéndolas por la hendidura de mi cúpula antes de arrancar gotas
de brillo, llenando con ternura la hendidura irregular mientras me
derrumbo al suelo y lloro.
Masajeándome las sienes, paso por encima de las frondas caídas y
las lianas gordas y aterciopeladas que han tejido caminos entre la
maleza empapada.
Empezó como un leve e insistente picoteo entre todos los pliegues
de mi cerebro, un dolor de cabeza diferente a los que me he
acostumbrado. Ahora parece como si un martillo me estuviera
haciendo agujeritos en el cráneo para guardar sus golosinas
invernales.
Las nubes crepitan en lo alto, con hilos de lluvia que se entretejen
en el dosel y golpetean sobre hojas redondas como platos. Miran al
cielo, buscando el más mínimo rayo de luz que se filtre entre el follaje
opresivo.
El goteo de la sinfonía de la lluvia es un bienvenido respiro para el
silencio que se interpone entre nosotros.
Miro por encima del hombro y veo a Rhordyn cuatro pasos por
detrás, con la espada en la mano y el cuerpo como una torre de
músculos ondulantes.
Su mirada de hollín se clava en mí.
Vuelvo a girar la cabeza, con las mejillas encendidas, incapaz de
evitar que mi mente se sumerja en imágenes de su boca sobre mi piel.
Plantando un tierno rastro de amor que me enciende y me quema el
alma ennegrecida.
Me aclaro la garganta y aparto una enredadera mientras paso por
encima de un tronco caído.
He tropezado con una roca esta mañana y ahora Rhordyn se niega
a tomar la delantera, siguiéndome con pasos casi silenciosos, sin
hablar salvo por alguna que otra instrucción severa.
Una sombra melancólica atada a mi estela.
Tal vez debería agradecer el silencio, pero con su mirada helada
clavada constantemente entre mis omóplatos, y con el recuerdo de su
boca en la mía mientras nuestras almas se rozaban, el fuerte golpeteo
de la lluvia no podría ser más un alivio.
Llegamos a un muro de enredaderas y él me pone la mano en el
hombro, abriéndose paso a través del garabato de cortinas nudosas
de un par de poderosos golpes.
—Gracias —le digo, atravesando el tajo cortado y adentrándome
en otro tupido, húmedo y apretado segmento de la jungla.
Fantástico.
Me reajusto la vaina que me cruza el pecho, la funda que me baja
por la columna vertebral, rellena con la espada que recogí de la
cabaña. Estiro los hombros, luego el cuello.
Vuelvo a masajearme las sienes.
Mi pie se engancha en una piedra y me tambaleo hacia delante. La
mano de Rhordyn serpentea alrededor de mi cintura tan deprisa que
no me doy cuenta de lo que ocurre hasta que me aprieta contra su
duro pecho: respiración agitada, corazón palpitante. Una bandada de
polillas del tamaño de mi cabeza se desprende de los troncos de los
árboles circundantes en una agitación de tonos azules, enjambrando
hacia el dosel de la selva para reubicarse entre los altos árboles.
—Brakenmoth —retumba Rhordyn tan cerca de mi oído que siento
el roce de sus labios helados devastando mis nervios.
Trago saliva y suelto la daga que tengo en el muslo.
—Son bonitas.
—Cuando se sienten amenazadas, paren un aguijón más largo que
tu pulgar, su veneno es lo bastante potente como para matar a un
niño.
Se me hiela la sangre.
—Retiro lo que he dicho.
—Hay bestias que viven en la oscuridad y que han aprendido a
esconderse de los Irilak —murmura mientras las polillas de la muerte
agitan sus alas contra sus nuevos lugares de descanso, cambiando
ligeramente sus colores hasta que se funden con los árboles y
desaparecen ante mis ojos—. Son maestras del camuflaje y de
enmascarar sus olores. —Me mira, frunciendo el ceño—. La jungla es
impredecible, y tus pasos son cada vez más torpes. Tropieza de nuevo
y te llevaré.
Este dolor de cabeza tiene sus garras tan clavadas en mi cráneo que
la idea de que me lleven a cuestas me resulta agradable, aunque
nunca se lo admitiré a él. No hay espacio suficiente en esta densa
jungla para escapar de la tensión paralizante que nos separa.
—Mensaje recibido —murmuro, intentando zafarme de su brazo.
Me agarra con más fuerza y agarra una de las hojas que hay sobre
mi cabeza. La baja hasta que queda a la altura de mis ojos y veo el
charco de lluvia en su profundo hueco.
—Bebe.
—No tengo sed.
De hecho, me duele la garganta, y el plátano por el que Rhordyn se
subió a un árbol hace unas horas no me sienta demasiado bien, a
pesar de ser el mejor plátano que he probado nunca, dulce como un
caramelo con notas de piña y melón.
—Puedo quedarme aquí todo el día —dice con indiferencia, y yo
gimo, levantando las manos para acunar las suyas y poder medir
cuánto inclina la hoja.
A pesar de mi reticencia, agradezco el agua de lluvia fresca y
deliciosa que me refresca por dentro y por fuera, y le doy un codazo
en las manos cuando me he saciado.
—¿Feliz? —pregunto, limpiándome la boca.
Él gruñe y devuelve la hoja a su sitio en nuestro estrecho espacio.
Me suelto de su agarre y sigo adelante, sorteando árboles y un
interminable macizo de grandes rocas azules con vetas doradas. Así
que cuando veo una losa negra de piedra asomando por un hueco
entre el follaje, se me para el corazón.
—No me lo puedo creer —susurro, con una burbuja de esperanza
hinchándose en mi pecho, el fondo de mis ojos ardiendo mientras me
precipito entre los árboles.
¿Estamos casi en la frontera?
¿Están a punto de convertirse la piedra azul, el calor húmedo y el
follaje de pizarra en hierba esponjosa, roca negra y árboles antiguos
y nudosos con hojas del color de las esmeraldas?
Rebaso la gran losa oscura y entro en un bendito claro cuatro veces
más grande que mi habitación en Stony Stem. Cuento doce agujas
planas de piedra perforadas a través del perímetro circular, algunas
vestidas con enredaderas plateadas de grayslades que asoman sus
cabezas hacia el cielo inestable. En el centro del círculo hay una
vivienda pequeña y sencilla, hecha de un montón de troncos
apoyados unos contra otros, que se juntan en el centro con un haz de
lianas que los mantienen en su sitio; lo bastante grande como para
proporcionar una noche de refugio de la lluvia, pero no mucho más.
Y la lluvia… es un tesoro bajo el que me arremolino, con los brazos
extendidos y la cara inclinada hacia el cielo. Aspirando un aire ligero
y fresco.
Por primera vez desde que salimos esta mañana, puedo respirar.
Me detengo, me agacho y enhebro los dedos en la hierba espesa y
mullida mientras Rhordyn pasa a mi lado, asomando la cabeza dentro
de la cabaña.
—¿Qué tan cerca estamos de la frontera? —pregunto, olfateando el
suelo empapado y hundiendo más los dedos.
—Dos días si aceleramos el paso.
Gimo contra la hierba.
No pasará nada hasta que duerma este dolor de cabeza.
Levanto la cabeza y lo miro por debajo de las pestañas.
—¿Podemos dormir aquí esta noche?
—Aún falta una hora para que se ponga el sol, y hoy no hemos
recorrido mucho terreno. —Recorre el claro con la mirada y luego me
mira por encima del hombro, con la boca delineada mientras desliza
la espada en la vaina y asiente.
Gracias a los dioses.
Mi atención se desvía más allá de él, hacía el árbol de la trompeta,
de aspecto antiguo, está más allá del anillo de piedras. Está en plena
floración: pequeñas flores azules en forma de campana cubren las
ramas nudosas que se extienden a lo largo y ancho. Un grupo de setas
altas y pálidas brota de una de las ramas nudosas a unos tres metros
del suelo.
Setas con las que estoy jactanciosamente familiarizada.
La hierba canina suele crecer en la mierda, pero debe prosperar en
este entorno húmedo y, ahora mismo, es la respuesta a todos mis
problemas de dolor de cabeza y de sienes.
Trepo y paso corriendo junto a Rhordyn, zigzagueando entre las
piedras mientras me desabrocho la espada y la apoyo en la base del
grueso y húmedo tronco. Me agarro a un nudo, apoyo un pie en la
robusta superficie y me elevo de rama en rama.
Al llegar a un punto en el que hay una serie de venas vidriosas,
frunzo el ceño y arrastro el dedo por las suaves líneas, trazándolas
hasta que se estrechan…
Interesante.
—Un minuto quieres parar a pasar la noche y al siguiente estás
trepando a un árbol.
El barítono de Rhordyn casi me saca de mis casillas.
—Hay un huerto de Dogwarth ahí arriba —digo, echándole un
vistazo en la base del árbol—. No te quedes ahí, podría caerte encima.
Se mantiene firme, cruzando los brazos sobre el pecho.
No sé por qué me molesto a veces.
—Si caigo…
—Ya hemos hablado de esto —retumba, y yo me detengo,
lanzándole otra mirada.
«No determinaré tus pasos, Milaje. Incluso te dejaré tropezar. Pero
me niego a dejarte caer».
Se me calientan las mejillas y vuelvo a centrar mi atención en el
árbol. Llego a una hendidura del tronco y me subo a la rama de la que
brota el Dogwarth. Me pongo de pie y la rama se tambalea debajo de
mí, sacudiendo algunas de las flores azules y esparciéndolas sobre la
cabeza de Rhordyn.
Sonrío.
La línea entre sus cejas se suaviza.
Sigo avanzando por la rama, dejo atrás los mechones de flores y me
dejo caer sobre el vientre cuando me acerco a las setas, una rama más
grande y gruesa que se arquea sobre mí como el marco de una puerta.
Estiro el brazo y arranco uno de los altos tallos, libero el cepellón y
lo huelo, con las cejas a punto de saltarme de la cara. Lo aparto de un
manotazo y sostengo la carnosa copa bajo una gota de lluvia.
—Bueno, eso tiene más sentido —murmuro, me meto la parte
superior de la seta en la boca y mastico, gimiendo al sentir un alivio
instantáneo. Como si me hubiera metido la mano en el cráneo y
hubiera puesto una manta fría y adormecedora sobre el bulto de
dolor.
Dulce, dulce misericordia.
Concentro mi atención en el rubor restante. En la mancha de
sustancia negra pegajosa que parece haber caído desde arriba,
ensillando la rama como un reguero de alquitrán.
—¿Qué tiene sentido?
Arranco otro capullo, lo enjuago y me lo meto en la boca,
masticando la carne densa y terrosa.
—Esto suele crecer en la mierda —digo, tragando—. Pensé que
estaba desovando aquí arriba debido a la humedad, pero no. De
hecho, está brotando de una mancha de mierda.
Tomo otra taza grande y observo a Rhordyn desde mi elevada
posición, mirando a mi objetivo con el ceño fruncido.
—Atrápalo.
Lo suelto, segura de que le va a dar en la cara, pero su mano se
levanta como un rayo y lo atrapa segundos antes de que le dé en el
ojo. Con los labios erguidos, me lanza una mirada pétrea que me dice
exactamente lo poco que le gusta que le tire setas de mierda a la cara.
—Lo tengo —me dice, agitándolo hacia mí—. Ahora agáchate.
—Estás siendo muy mandón para estar a tres metros por debajo de
mí.
Vuelvo la vista al grupo, buscando mi próximo objetivo. No está de
más tener una buena reserva en el bolsillo para más tarde. Hace un
momento, mi cráneo parecía la jaula de un martillo, y no tengo
ningún interés en volver a sentirme así mientras atravesamos este
infierno húmedo.
—Orlaith, necesito que bajes. Ahora mismo.
Agarro otro tallo gordo y lo suelto.
—Lo que tú necesitas y lo que yo necesito son dos cosas
completamente distintas —digo, colgando mi munición sobre su
cabeza, apuntando a mi objetivo gruñón.
Dejo caer la seta y frunzo el ceño cuando se aparta. Mirando a mi
lado, la deja caer al suelo en lugar de agarrar mi seta de mierda como
un caballero.
Tsk.
—Eso no ha estado bien. Intentémoslo otra vez.
Estoy arrancando otro tallo cuando un soplo de viento sacude la
rama, y alargo la mano hacia la que está arqueada sobre mí para
estabilizarme.
Se mueve bajo mi mano…
Doy un respingo cuando un silbido estridente enciende mis
nervios. Inmóvil, con un cosquilleo en la piel, mi mirada se desliza
por la gruesa y lisa rama.
Pero no es una rama.
Una enorme serpiente se estremece, sus escamas marrones y azules
se transforman en una piel tan negra como la oscuridad que se
enrosca en mi sombrío abismo. Más rápido que un látigo, su cabeza
grande y cuadrada se mueve de golpe, sus ojos rojos se abren
parpadeando y sus pupilas se estrechan hacia mí.
Con el corazón martilleándome, respiro agitadamente mientras la
larga lengua bífida de la serpiente se desliza probando el aire.
Mi piel.
Su boca se abre de par en par, dejando al descubierto una caverna
de tendones y dos grandes sables punzantes que salen de su
mandíbula superior.
Mi mano agarra la empuñadura de mi espada…
Se oye un silbido y la cabeza de la serpiente se desprende de su
cuerpo, salpicándome la cara con un chorro de sangre. Me abrazo al
árbol mientras la gruesa y carnosa longitud de su torso se precipita a
mi lado, cayendo al suelo del bosque en un montón que se retuerce.
Miro por encima de mi hombro y mi corazón tantea una incursión
de latidos dispersos.
Rhordyn está encaramado a la rama que hay detrás de mí como un
felino feroz y poderoso: con los dientes desnudos, las orejas afiladas
y los ojos en un olvido de tinta que sombrea la piel que lo rodea.
Empuña mi espada de plata cubierta de sangre y su hermoso cuerpo
bárbaro está salpicado de tonos rojos.
—Son basiliscos de manada —gruñe, clavándome la espada en la
mano—. Y son muy territoriales. Una vez que su nido es perturbado,
pululan como una maldita plaga. —Salta y aterriza con tanta fuerza
en el suelo que las vibraciones suben por el árbol.
A través de mis huesos.
Saca la espada de su funda.
—Quédate ahí —gruñe, mirándome con ojos desorbitados. Algo
espeso y verde como la hierba se desliza desde un nido de arbustos
cercanos, la piel se estremece en un retorcimiento de oscuridad. La
serpiente se levanta, arqueándose, con las fauces abiertas y los
colmillos desnudos a la espalda de Rhordyn.
Unas manos fantasmales parecen descender desde arriba y me
aprisionan la garganta mientras él gira, atravesando con su espada el
cuello carnoso del basilisco tan rápido que todo el movimiento es un
borrón de negro y plata y piel ricamente bronceada.
De fuerza siseante y gruñona.
Sedosas columnas de sangre se esparcen por la hierba.
Toda la jungla parece oscilar, y mi entorno se convierte en un
enjambre de serpientes hirvientes y escurridizas que cambian de
color ante mis ojos, pasando de azules y marrones y tonos acerados a
una maraña de Rhordyn de tinta cargada de muerte.
Arremetiendo contra él.
Se me aprieta la garganta…
Aprieta.
Rhordyn se mueve demasiado rápido para que pueda seguirlo;
acuchillando, apuñalando.
Matando.
Es una torre de poder, cortando cabezas sibilantes con cada golpe
ciclónico de su espada, pero la negrura sigue retorciéndose hacia él.
Amontonándose a su alrededor.
Asfixiándolo.
Se pierde en un nudo de cuerpos que se retuercen y la mano
invisible que me rodea el cuello me aprieta tanto que apenas puedo
respirar.
De repente, ya no veo serpientes…
Veo mi oscuridad brotando a través de las grietas de mi piel,
arremetiendo contra el hombre que amo. Lo veo en pedazos por todo
el suelo, su carne chamuscada plagada de forúnculos llorosos, los ojos
abiertos sin ver.
Muerto.
Me veo de pie junto a él, con las sombras manchando mis manos.
Con la cara retorcida de angustia mientras me araño el pecho,
intentando abrirme un agujero en las costillas y arrancarme el dolor.
El tiempo se ralentiza.
Esa macabra criatura de la muerte se escabulle por el borde de mi
abismo interno y despliega unas alas ramificadas, con las piernas
recogidas y la cola colgando, mientras agita mis entrañas en un
revuelo tan rabioso que cada enredadera y fragmento de cristal y
mota de restos marchitos estalla en una tormenta de rabia
trabajadora.
Inclina la cabeza y grita.
Dejo de sujetarme al árbol y caigo hacia la cabeza del basilisco con
un rugido que me hace sangrar la garganta, clavándole la espada en
la corona del cráneo, justo entre los ojos. La afilada punta atraviesa
las capas de piel curtida y hueso antes de ceder ante algo blando.
La criatura, inerte, cae al suelo y suelta mi arma con un chirrido
húmedo.
Mi espada se convierte en una extensión de mi brazo mientras
atravieso la garganta de una bestia que se arquea, cortando su silbido,
imaginando otra enredadera de tinta de muerte hirviente
descomponiéndose dentro de mí.
Muerto.
Otro latigazo gruñendo y atravieso a una criatura por la cabeza,
partiéndole la cara en dos.
Me vuelvo hacia la pila de cuerpos negros enroscados que se
retuercen, segura de que estoy en las profundidades de mi abismo
interno, acechando esa oscuridad chisporroteante que no hace más
que matar.
Matar.
Matar.
Levanto los brazos y clavo la espada, cortando los restos ya
destrozados con golpes salvajes que me atraviesan todo el cuerpo.
Rhordyn se libera de la pila como un sangriento necrófago que
resucita de entre los muertos, con los hombros agitados y las manos
arañando, abriéndose camino a través del nido de sangre y negro,
apartando trozos de carroña de su camino hasta que planta los pies
en tierra firme.
Sin embargo, doy tajos, tajos, tajos, destrozando vísceras y sangre
con cada golpe frenético, pintando mi cara, mis brazos y mi cuerpo
con una laca roja.
Pero el rojo es mejor que esa muerte negra y chisporroteante.
El rojo es mejor.
El rojo es mejor.
El rojo es…
Un peso se posa en mi hombro.
Giro, gruñendo, y el arma que tengo en las manos choca con la
espada de Rhordyn en un tintineo de metal entrechocado; el cruce es
tan violento que siento que el golpe me sacude los huesos, y la sangre
salpica nuestras espadas, salpicando sus duras facciones.
Miro a sus grandes ojos de tinta, al reflejo que rebota en su
superficie, y todo lo que veo es la cara de un monstruo que me
devuelve la mirada.
Dondequiera que va, la muerte la sigue.
Todo lo que toca se convierte en cenizas.
De repente, no veo a Rhordyn sosteniendo su espada…
Me veo a mí.
Mi labio superior se despega hacia atrás mientras esa criatura sigue
aleteando. Sigue gritándome en la garganta, arrancándome
fragmentos de emoción que me desgarran por dentro.
Sacudo la cabeza y me río: un sonido salvaje y desatado que se
arrodilla ante las cuerdas de mi enredada locura.
—Te odio —gruño.
Un relámpago enciende la penumbra y atraviesa esa mirada violeta
tan marcada contra el oscuro abismo.
—No haces más que destruir todo lo que tocas —grito a través de
la lluvia torrencial, apartando una oleada de lágrimas—. Todo lo que
amas. El mundo sería mucho mejor si desaparecieras.
—Orlaith…
Sí.
Ella.
Muestro los dientes y arremeto.
Bloqueo su golpe salvaje, el sonido de metal contra metal chocando
a través de la selva como el tañido de una campana de guerra.
—Eres un monstruo —gruñe, la lluvia torrencial le limpia la sangre
de la cara y el pelo, con los rasgos desgarrados por el odio puro y sin
diluir que acaba de lanzarme.
—El tuyo, Orlaith.
Otro golpe, y casi me destripa, la punta de su espada azotando mi
ombligo, tan cerca que un silbido de aliento se apodera de mí.
Mierda.
Bloqueo su siguiente golpe, que va directo a mi garganta, y un
gruñido surge de lo más profundo de mi pecho.
—Has estado cerca, Milaje.
—La has matado —gimotea, lanzándome un golpe que bloqueo,
con la respiración entrecortada.
Se me para el corazón.
—¿A quién, Orlaith? ¿A quién maté?
—¡A ella! —grita, con voz angustiada.
Otro tajo en el abdomen, éste en la cadera, un rasguño demasiado
superficial para sangrar.
Justo.
Pero aguantaré sus golpes afilados hasta que se quede sin ellos y
entonces empezaremos de cero. Resolver lo que sea que haya hecho
que su odio vuelva a dirigirse hacia mí. Si es un ciclo interminable
que dura toda la eternidad, que así sea.
Gira, zumbando, acuchillando mis piernas. Retrocedo de un salto,
tan concentrado en ella que no me fijo en el cadáver del basilisco que
tengo detrás hasta que tropiezo con él y mi columna se estrella contra
un árbol. Su espada me hace una muesca en la garganta y ella gruñe,
con su cálido aliento asaltándome la cara.
Dejo que mi espada cuelgue a un lado.
Con el pecho agitado, de puntillas, se inclina hacia mí, con el pelo
empapado chorreando restos de sangre por los bordes.
Con las cejas fruncidas, busco sus ojos amatistas.
Aprieta la hoja lo suficiente como para que sienta que mi piel
amenaza con partirse, sus ojos vidriosos, su potente ira tiñendo el
aire.
—Y tú también vas a matarlo. —Su rostro se derrumba y siento que
mi corazón imita el movimiento—. Vas a intentar quitármelo otra vez,
¿verdad?
«Pero no te dejaré».
Sus pensamientos llegan a mí como un soplo de humo turbio que
me atraviesa el pecho, y mi ceño se frunce.
A él…
—Te odio —repite ella, siseando las palabras entre dientes
apretados, y la comprensión me golpea como un mazo.
Sus palabras llenas de odio, sus ojos vidriosos…
Está hablando sola.
Me crujen las costillas por el fuerte golpe de la comprensión.
«El mundo sería mucho mejor si desaparecieras…»
Dejo que mi arma caiga al suelo, agarrando el puño cerrado
alrededor del pomo de la suya. Con la otra mano, agarro el extremo
afilado de su espada.
Su mirada se desliza hacia un lado, ensanchándose, el labio
superior temblando mientras la ira retuerce su hermoso rostro en un
nudo. Presiono, sintiendo el filo clavarse en mi palma, enriqueciendo
el aire con el olor de mi sangre. Espesa.
Potente.
Suya.
Sus fosas nasales se agitan y su ceño se frunce. Traga saliva y
parpadea mientras sus ojos se abren y se levantan.
Mirándome directamente.
El terror destella a través de esas gemas púrpuras, destrozándome
hasta la médula.
Retrocede tambaleándose, con la espada ensangrentada cayendo al
suelo mientras se mira las manos temblorosas, estirándolas,
agrupándolas. Me quedo apoyado en el árbol, respirando hondo y
con dificultad, viéndola hundirse en las profundidades, cada vez más
lejos. Como una estrella que cae del cielo en un trágico resplandor de
brillo y muerte.
«No fuiste tú, Milaje».
—Antes de atravesarme el pecho con la garra, me dijiste que habías
matado a tu madre.
Levanta la cabeza y las raíces de su semilla se retuercen en mi pecho
como si la hubiera pinchado con un palo.
Sus ojos se endurecen y levanta la barbilla.
—No sé de qué me estás hablando.
—No me mientas —susurro.
Su mirada se quiebra como el cristal, un leve gemido se escapa.
Sus ojos me suplican que no mire.
Los míos blanden el peso de una disculpa que nunca será suficiente
para levantar la culpa arraigada en mi alma.
—Tú no la mataste.
Oigo cómo le da un vuelco el corazón, cómo algo parpadea en su
mirada demasiado rápido para que yo pueda seguirlo.
—¿Qué quieres decir?
Miro la joya que cuelga de su cuello, vuelvo a su cara, desgarro la
tumba dentro de mi pecho con las manos desnudas y ensangrentadas.
Sabiendo que probablemente nunca la sacaré de lo que estoy a punto
de decir. Una terrible verdad que he guardado en mi pecho durante
demasiado tiempo.
Ella nunca me perdonará, pero eso está bien.
Mientras se perdone a sí misma.
—Solía comprarle sangre a tu madre. Sangre que usaba para
construir duendes de obsidiana como éste —digo golpeando las
piedras con la mano.
Su mirada se desvía hacia ella y vuelve a mí.
—Lugares para que la gente encuentre consuelo de las bestias que
asolan el continente.
Frunce el ceño y niega con la cabeza.
—Yo no…
—La instalé en una casa que creí segura. Pero me equivoqué.
Tan jodidamente equivocado.
Se le llenan los ojos de lágrimas mientras me mira sin pestañear.
Sin respirar.
—La encontré esa noche con una herida de un Vruk.
Sálvala, Rhordyn. Sálvala, Rhordyn. Por favor.
Lo estoy intentando…
—No entiendo…
—Le fallé. Fallé en mantenerla a salvo. Entonces atravesé su
corazón con mi espada.
Un sonido se desliza entre los labios de Orlaith, magullados y
crudos. Parpadea, y las lágrimas caen por sus mejillas, fundiéndose
con la lluvia que resbala por mi camisa hasta su tembloroso cuerpo.
—Yo maté a tu madre, Orlaith. Yo.
Conozco el peso aplastante del dolor. Te martillea hasta que estás
tan aplastado que apenas te pareces a ti mismo. Apenas funcionas,
pero estás maldito a existir. Feliz de que la gente te pisotee con tal de
no tener que levantarte y mirar tu reflejo en sus ojos.
Pero si la pena es aplastante, esto es lo contrario.
Es el antídoto.
No maté a mi madre.
Mi rostro se derrumba, los ojos se me cierran, el pecho me tiembla
con la fuerza de mis sollozos silenciosos. Dejo que esa respiración
cautiva me roce las entrañas, zarandeada por el implacable temblor
de mi pecho mientras busco en mi interior y levanto la cúpula.
La inclino hacia un lado.
Observo con silencioso asombro cómo las semillas de alivio que
había escondido echan raíces y brotan, enroscándose alrededor de
mis costillas, trepando por mis vértebras. Los pequeños brotes se
hinchan, sus pieles se abren en cuatro direcciones y liberan racimos
de pétalos amarillos como la mantequilla, llenando mi interior con el
color del sol. Con un calor reconfortante y un revoloteo de amor.
De comprensión.
Exhalando estremecida, abro los ojos, herida por la mirada de plata
magullada que se me clava. Mirándome como si suplicara un castigo.
Se me parte el corazón.
La culpa…
La herida supurante que ignoras hasta que estás agotado,
tambaleándote entre la vida y la muerte. Intentando levantarte del
suelo y encontrar una razón para vivir de nuevo.
Pero él no pertenece a ese campo de batalla. No puede hacerse
responsable de lo que pasó esa noche.
Yo tampoco pertenezco a ese campo de batalla.
Mi oscuridad no la mató… No era una bestia incontrolable que
todo lo consumía. Significa que hay esperanza, una hermosa
esperanza sin ataduras.
—Gracias —susurro, y Rhordyn frunce el ceño.
Por mostrar piedad a mi madre en la muerte para que no tuviera que
sufrir…
Por liberarme de esta culpa…
—No soy el monstruo que creía ser, y tú tampoco. —Hay un
destello de confusión en sus ojos mientras avanzo hacia él con mi
propia intención.
Desatada.
Me pongo de puntillas, le subo las manos por el pecho, le rodeo el
cuello, le enredo los dedos en el pelo de la nuca y aplasto mis labios
contra los suyos.
Cálidos.
Felizmente cálidos.
Sin embargo, su cuerpo es una estatua, con los brazos rígidos a los
lados. Incluso su pecho está inmóvil, como si no pudiera respirar.
Le meto los dedos en la barba, inclino la cabeza y le fuerzo a separar
los labios.
Su energía cambia.
Se rompe.
Me rodea el cuerpo con los brazos y me aprieta cada vez que hunde
la lengua, mientras me lanza un gemido agónico a la garganta, al
pecho. Me mete las manos en el pelo, me agarra la cabeza y nos
separa, obligándome a aspirar un aire que me resulta insuficiente
porque no procede de él.
Con las cejas fruncidas, me mira a los ojos como si estuviera
buscando entre mis baratijas y luego emite un sonido de dolor. Me
roba el aliento con un beso tierno, profundo y lento. Que se hunde en
mi alma y saborea cada magulladura. Cada dolor.
Cada trozo de dolor.
Me recorren pulsaciones de placer.
Con avidez, manoseo su poderosa figura, recorriendo la exquisita
extensión de su espalda, bajando las manos y metiendo los dedos más
allá de la cintura de sus ajustados pantalones.
Quiero que me tome.
Que me devore.
Quiero que se coma mi alma y la escupa en un montón que nadie
más que él pueda recomponer.
Otro gemido de dolor y me agarra las mejillas, echándome la
cabeza hacia atrás para plantarme un beso en la frente.
—Para…
Levanto la mirada para encontrarme con la suya.
—¿Por qué? —Resoplo entrecortadamente, su pecho sube y baja al
mismo ritmo voraz.
—Porque estoy a punto de desgarrarte tan rápido que dejarás de
saber dónde termino yo y dónde existes tú.
Gimo, mis rodillas casi ceden mientras un calor hambriento golpea
entre mis muslos.
—¿Y si quiero eso? —Me atrevo a susurrar.
Decir mi verdad a las estrellas, preguntándome si me susurrarán
de vuelta.
Por un momento, nada. Nada más que él y yo mientras
comparamos nuestras heridas a través de una sola mirada.
—Todavía hay mucho que no sabes, Orlaith.
—No me importa —digo con seriedad.
Nada podría cambiar lo que siento.
Por él.
Sus ojos se encienden, haciéndome preguntar si ha visto mis
pensamientos entretejerse en el tejido de mi alma.
Doy un paso atrás, zafándome de su agarre que se afloja.
Otro.
Una tensión se extiende entre nosotros, como si tal vez pensara que
estoy a punto de huir de esto.
De nosotros.
El corazón me da un vuelco mientras doy otro paso atrás,
balanceando un poco las caderas.
Al darse cuenta, sus ojos se ensanchan antes de oscurecerse en un
hermoso y devastador tono de olvido. Un profundo rugido retumba
en el aire, pero se queda atrapado en su pecho mientras sus hombros
parecen hincharse y sus músculos se expanden.
Una mirada al bulto de sus pantalones casi me hace arrodillarme,
y me doy cuenta de que lo entiende.
Que lo ve.
No huyo de él… corro hacia él.
—Milaje —dice, con una voz oscura que me hace sentir a la vez
llena y dolorosamente vacía.
Trago saliva.
Otro paso atrás.
—Rhordyn…
—No entiendes el juego al que estás jugando.
Una pequeña sonrisa engancha la comisura de mis labios.
—¿Me enseñas las reglas?
Los tendones de su cuello se estiran cuando llena el pecho de
aliento y luego lo expulsa lentamente.
—Si corres, te perseguiré.
Aprieta los puños, como si imaginara sus manos atrapando mi
huida, y un rayo de emoción me recorre las venas.
—Te atraparé.
Una inhalación estremecida.
—Te cogeré.
Un gemido deseoso.
—Y no habrá vuelta atrás.
Otro paso robado.
Otro.
Su labio superior se despega.
—No más folladas imprudentes.
Las palabras son una sacudida de mi alma. Una pregunta.
Una búsqueda de confirmación.
Trago grueso.
Con las mejillas encendidas, doy otro paso atrás.
Su gruñido serrado me araña la piel, los caninos se deslizan hacia
abajo tan rápido que se me corta la respiración.
—No más —susurro, oyendo el rechinar de sus dientes.
Su poderoso pecho se infla. Suelta por la nariz y cruje el cuello de
un lado a otro.
—No más mentiras para ocultar tu dolor —gruñe, las palabras más
gruesas que las anteriores.
Le sostengo la mirada.
Otro paso atrás.
Todo su cuerpo se bloquea, como si pusiera toda su fuerza en
mantener la columna vertebral clavada en el árbol.
Otro rayo de emoción me recorre las venas, vibrando en lo más
profundo de mi ser, y un gemido casi sale de mis labios, con el
corazón latiéndome tan fuerte que lo siento en la base de la garganta.
—Si huyes, eres mía —me dice con una suavidad tan mortal que
apenas lo oigo por encima del repiqueteo de la lluvia.
Inclino la cabeza hacia un lado.
—¿Y si no lo hago?
Silencio. Incluso la tormenta parece detener su estruendosa
sinfonía mientras algo se agita en el fondo de sus ojos, riachuelos de
agua recorriendo su cuerpo perfectamente esculpido. Tan
bárbaramente bello que me duele el pecho al verlo mientras otras
partes de mí tienen hambre.
Apoya la cabeza contra el árbol y me mira con las pestañas bajas.
—Entonces te diré otra verdad para que puedas volver a odiarme.
Odio…
El amor que siento por este hombre ha crecido sobre los cimientos
de esa palabra de cuatro letras. Él ha visto muchos de mis lados feos.
Yo he visto muchos de los suyos.
Los dos estamos magullados por la batalla que nos costó llegar
hasta aquí, pero los árboles altos se desarraigan en las tormentas de
viento si no se cava un agujero lo bastante profundo para atarlos al
suelo.
Ámalo hoy, ódialo mañana. No voy a ninguna parte.
Le dirijo una sonrisa, giro sobre mis talones y corro.
Deja de llover mientras me adentro en los densos confines de la
jungla, perseguida por el silencio. Pero el cosquilleo de mi piel y los
nervios crispados me hacen ser consciente de que me persigue.
Me caza.
Mis pulmones trabajan, el corazón late al ritmo de mis pies, cada
paso apresurado rasguea ese dolor crudo y tierno entre mis piernas
hasta que cada movimiento hacia delante es una victoria apenas
ganada.
Me lanzo alrededor de árboles parcialmente acristalados, medio
congelados en una inquietante eternidad transparente, las otras
mitades muertas o blanqueadas o desmoronadas. Los rayos de sol
atraviesan el follaje translúcido y crean focos brillantes en la
penumbra. Una parte de mí quiere detenerse y maravillarse ante el
mundo cambiante que me rodea, pero el corazón me late con
demasiada fuerza. El latido de mi corazón es demasiado agobiante.
Mi monstruo me pisa los talones.
Al pasar junto a lo que parece la entrada de una cueva excavada en
el borde de una colina, me arriesgo a echar un vistazo por detrás,
incapaz de verlo, pero siento su gélida mirada recorrer mi rostro
como un escalofriante preludio. Otro rayo de emoción me recorre el
vientre y el pecho, y un gemido me recorre los labios aún manchados
de su sabor.
Perfectamente, maravillosamente él.
Con el corazón en un puño, doy media vuelta y me escondo detrás
de un enorme tronco medio cubierto de musgo, me hago un nudo y
respiro entrecortadamente. Mi mirada se desvía a izquierda y
derecha, arriba y abajo, y lucho contra el impulso de meter la mano
bajo la cintura de los pantalones. De apretar los dedos contra el dolor
hambriento.
Silencio.
Ni el lento golpeteo del agua que sigue cayendo desde arriba. Ni el
crujido de los truenos. Incluso el viento se ha detenido, el mundo a
mi alrededor está tan vacío de ruido que mis respiraciones se
entrecortan, el galopante latido de mi corazón se asemeja al golpeteo
de los cascos contra el suelo duro y empedrado.
Si yo puedo oírlo, él también.
Poco a poco, mi respiración empieza a calmarse. Aún así, el silencio
prevalece, mi piel se eriza de anticipación, mi pulso como una
mariposa atrapada en la base de mi garganta mientras sigo buscando
de izquierda a derecha, arriba y abajo.
¿Dónde está?
Frunzo el ceño y me pongo de rodillas. Me atrevo a echar un vistazo
por encima del tronco y busco en la jungla destrozada cualquier señal
de…
Un fuerte golpe detrás de mí me hace temblar los huesos y,
jadeante, me doy la vuelta y lo veo: una visión de músculos poderosos
y belleza feroz y majestuosa. Todas sus venas han aflorado a la
superficie; sus tatuajes están tan inquietantemente quietos que no hay
luz que atraviese los garabatos plateados.
Sus ojos tienen el tono negro más catastrófico que he visto nunca.
Me abalanzo sobre el tronco en una ráfaga de movimientos
inseguros, las rodillas se me desmoronan en cuanto llego al otro lado.
Él pasa por encima sin esfuerzo, merodeando tras de mí mientras
yo retrocedo. Aviva un calor en mi vientre que se vuelve insoportable,
mis nervios expuestos a cada barrido de su mirada paralizante.
Se cierne sobre mí como una deliciosa losa de sombra.
Mis músculos pierden fuerza y me ablando contra el suelo.
Se arrodilla y me sostiene la mirada mientras se adelanta y me
desabrocha la funda con movimientos lentos y firmes, dejándola a un
lado. Me desabrocha los botones de los pantalones, bajando la
obstinada barrera de cuero. Mi ropa interior cede ante su mano
cortante como si no fuera más que papel de seda, y mis piernas
empiezan a abrirse.
Una cruda invitación carnal.
Hace un ruido sordo, me agarra de los muslos y los abre tanto que
no puedo esconderme.
Atrapada.
Vulnerable.
Está ahí, mirándome directamente. Viendo la evidencia sonrojada
e hinchada de mi frenética necesidad de él.
Se queda totalmente quieto, emitiendo ese sonido retumbante con
cada exhalación profunda mientras su mirada está hambrienta.
Mientras mi interior ansía ser llenado con su dedo.
Su lengua.
Con algo.
—Rhordyn. Te necesito…
Más de lo que necesito aire en los pulmones.
Su mirada se cruza con la mía y vuelve a emitir ese sonido, casi un
ronroneo. Tan animal que traiciona las palabras que no dice.
Me hace perder la compostura y me deja tan deshilachada que
apenas me sostengo.
Muevo las caderas.
—Rhor…
Deja caer la cabeza entre mis muslos y planta su boca sobre mí. Sus
brazos se entrelazan alrededor de mis piernas mientras su lengua
recorre mis pliegues como una bestia hambrienta que se da un festín.
Un vórtice de placer que derrite los músculos se agita, se ramifica
hacia mi centro y desciende por el interior de mis muslos mientras me
balanceo contra su cara, con el estómago apretado, mirando por
encima de mi pecho agitado. Veo cómo este hombre grande y bárbaro
me manosea los muslos mientras ruge su comida, con los músculos
de la espalda abultados y los dedos en forma de garra que me marcan
hoyuelos en la piel.
No hay nada suave en la forma en que me devora, cada remolino
caliente de su lengua me anuda hasta que todo mi cuerpo arde con
este calor enmarañado.
El vaivén de mis caderas cobra fuerza, y él pone una mano sobre
mi vientre. Me inmoviliza con una orden silenciosa.
Me pasa el pulgar por ese punto tan sensible, me enciende y me
mete un dedo. Bombea.
Bombea.
Gimo, me derrumbo, me disuelvo bajo él. Mis uñas se clavan en la
tierra en un patético intento de aferrarme a ella.
Sin dejar de rasguear ese manojo de nervios en carne viva, sustituye
el dedo por la lengua, que penetra profundamente.
Grito y los muslos me tiemblan cuando me separa el vientre,
exponiendo más parte de mí a su devastadora atención. Esos densos
sonidos retumbantes suben hasta mí, su lengua oscila al ritmo
devastador mientras el calor se acumula.
Se extiende.
Alcanza su punto máximo.
Mis músculos se contraen al estallar, la columna se me encoge, los
dedos se enredan en su pelo cuando levanta la mano del bajo vientre
y me suelta.
Tiro de las hebras de tinta, gimiendo a través del violento rayo de
placer salvaje y desatado. Empujo contra su cara, ablandándome con
cada movimiento de mis caderas hasta que mis músculos se funden
en un esplendor mantecoso.
Aplasta su lengua contra mí, lamiéndome, exprimiendo los últimos
latidos de mi orgasmo hasta que llego al final. Me planta un beso en
el interior del muslo y me observa desde la pesada caída de sus
párpados, desencajados, con el aliento exhalado en un gruñido.
Se levanta lamiéndose los labios. Mis piernas siguen abiertas ante
él.
Estoy caliente como la miel y suelta. Pidiendo algo más.
Algo más.
Sus manos bajan hasta sus pantalones, desabrochándoselos, y el
corazón se me atasca en la garganta. Suelto un jadeo estremecido, con
los ojos abiertos de par en par cuando se los quita, liberando su dura
virilidad, tan gruesa y llena de venas tan bombeadas como las de su
cuerpo.
Una gota perlada gotea de la punta.
Gimo, hambrienta de verlo, preguntándome a qué sabría. Mi mano
recorre mi cuerpo al pensarlo, los dedos se deslizan por mis pliegues
resbaladizos, se arremolinan alrededor de ese manojo de nervios.
Deseo.
Necesidad.
Observando cada remolino, cada inmersión, emite un sonido crudo
y carnal. La tensión entre nosotros aumenta.
Más tensa.
Se mueve, me levanta. Me da la vuelta sin esfuerzo, con la espalda
pegada a su pecho.
Le meto las manos en el pelo.
Me ata con el brazo, me aparta la cabeza y me lame la piel sensible
debajo de la oreja mientras su mano se desliza entre mis piernas,
abrazándome.
Sujetándome.
Luego sus dedos se deslizan alrededor de mi entrada.
Separándome. Dentro de mí, empujando.
Estirando.
Enriqueciéndome con una sucesión de bombeos lentos y
constantes.
Todo mi cuerpo se agita con el movimiento, y me balanceo contra
él mientras me besa la oreja, me mete la mano bajo la camisa y me
roza los tiernos picos de los pezones.
Mis gemidos sensuales ensordecen el ambiente.
Retumba mientras intenta introducirme otro dedo, rasgueando las
cuerdas de mi ya cantarina euforia.
—No estás preparada para mí, Milaje…
Ahh…
En un acto reflejo, consigo zafarme de su agarre. De los empujones
de placer con los que sus dedos me están devastando.
Me subo al ritmo de su gruñido de sierra, girando.
Está agazapado en el suelo donde lo dejé: una escultura de
músculos impecablemente tallados, con sus ojos de sombras
arremolinadas mirándome con una concentración paralizante.
—Deja que sea yo quien lo juzgue —declaro, retrocediendo entre la
maleza y observándolo por debajo de los párpados.
Él ruge, apretando su grueso miembro en lentas sacudidas, la
visión es tan cruda y erótica que casi se me doblan las rodillas.
—No soy un hombre normal, Milaje. Mi cuerpo no está hecho para
romperse. Fue hecho para romper.
Recuerdo la forma en que manipulaba mi pelo mientras cortaba los
pesados mechones, como un gigante acunando a un ratón.
Esa chispa de emoción me golpea como una cerilla y doy otro paso
atrás…
—Eres frágil. No quiero hacerte daño.
—Yo decido lo que puedo y lo que no puedo soportar. —Agarro el
dobladillo de su camisa y me la saco por encima de la cabeza,
dejándola caer al suelo.
Su pecho se infla, ese sonido profundo y abrasivo que sale de él
mientras me devora con su mirada arrolladora. Continúa dándome
largos golpes con los nudillos blancos, y yo levanto las manos,
enredando los dedos en mis cabellos húmedos.
—Te quiero dentro de mi cuerpo.
Sus caninos se deslizan hacia abajo y la visión me produce una
oleada de placer.
No quiero esconderme, no con él. Quiero que vea que estoy aquí,
dolorosamente dispuesta a tomarlo.
Tenerlo.
Como yo.
Quiero sentirlo contra una piel que no esté cubierta por una capa
de otra persona.
Piel que es mía.
Piel que no ha sido tocada ni manchada por las manos y el tacto de
otros hombres.
Suelta un gruñido de advertencia cuando agarro la cadena que me
rodea el cuello y suelto el cierre, dejando que el collar, la gema y la
caracola caigan al suelo con un golpe seco. Mi piel se desprende,
disolviendo la última capa que nos separa. Dejo al descubierto mi
verdadero yo.
Mi marca.
El rubor de las flores que pesan sobre mi hombro.
Tantas…
En sus ojos destella algo letal que probablemente me provocaría
una chispa de miedo en el pecho si no hubiera sido testigo de la forma
tan delicada en que manejó mi corte de pelo. En cambio, alimenta otra
llamarada salvaje de pura emoción eléctrica.
Estoy jugando con fuego, lo sé, pero no me iré hasta que me queme.
Levanto la barbilla, rebosante de una confianza feroz y primaria.
—Mi cuerpo, Rhordyn.
Mi.
Cuerpo.
Se pone de pie y parece más grande que nunca. Como si este
mundo fuera demasiado pequeño para asfixiar su poderosa esencia,
que brota entre las grietas de su compostura despojada. Tan hermosa
y audazmente desnudo, esculpido a una perfección monstruosa.
Gimo al verlo y le instigo a dar otro paso atrás.
Recoge nuestras ropas, mi vaina, aplastándolas en su puño
mientras avanza. Lento.
Depredador.
Hay un desafío en mi mirada cuando me enfrento a él zancada a
zancada.
—Bien —dice con cuidado, demasiado cuidado.
Otro paso adelante.
Doy otro paso atrás, viéndolo agacharse y barrer mi collar con la
fuerza aplastante de su puño.
—Pero si alguien te ve sin este collar —dice, poniéndose en pie—,
no me lo pensaré dos veces antes de acabar con ellos.
Mi corazón se detiene, la afirmación se hace con un aplomo tan
despiadado que siento las palabras deslizándose por mi piel como
una cuchilla.
—¿Qué sugieres, Milaje? —Su cabeza se inclina hacia un lado—.
Porque esas preciosas flores ya no están, y mis ataduras se
deshilachan por momentos.
El corazón se me sube a la garganta, las mejillas se me calientan.
Las ha llamado preciosas…
Su voz profunda acuna la palabra de una forma tan hermosa que
me meto la baratija bajo las costillas, donde podré amarla para
siempre.
Pienso en la cueva que hay a poca distancia, la que pasé durante mi
carrera por la selva.
—Entonces supongo que encontraremos un lugar donde
escondernos juntos —susurro, con una sonrisa en la comisura de los
labios ante la llama de ébano de sus ojos.
Giro y corro, más rápido que nunca. Tan rápido que los árboles a
medio cristal se difuminan en mi periferia mientras esquivo, me
sumerjo y salto.
Detrás de mí ya no hay silencio.
Es atronador.
Lo siento pisándome los talones, respirándome en la nuca. Oigo sus
pasos golpeando el suelo.
Mi frenético corazón casi se sale de mis costillas.
Doy la vuelta a la pequeña colina cubierta de enredaderas que han
hecho suyo este país de las maravillas de cristal y encuentro la cueva
resguardada detrás de una gran roca con vetas de cristal.
Me precipito en un interior algo sombrío, no más grande que mi
habitación en Stony Stem, cubierto por una capa crujiente de hojas
secas que deben de haber entrado con el viento a lo largo de los años.
Dentellados rayos de sol atraviesan un puñado de finas costuras
translúcidas que se extienden por el techo, garabateando luz por el
suelo.
Barro con la mirada, girando mientras la oscuridad llena la entrada,
como una amplia sombra que eclipsa el sol.
La luna.
Eclipsando mi visión de cualquier otra cosa.
La caverna está repleta de su fuerte aroma, que casi me hace caer
de rodillas, y el hambre que se refleja en sus ojos de sombras crudas
hace que el corazón me palpite con más fuerza.
Mi excitación necesitada es una mancha húmeda entre mis muslos,
todavía excitada por la emoción de la persecución. Se alimenta de la
energía inquieta que late en mis venas a pesar del dolor vacío de mi
interior.
Se agacha y deja mi collar, nuestra ropa y mi vaina en el suelo. Sin
dejar de mirarme, me empuja para levantarse.
Levanto una ceja en un silencioso «¿cómo lo he hecho?» Él empieza
a rodearme a zancadas lentas y acechantes.
—Perfecto, Milaje.
El orgullo me llena el pecho, pero no me muevo. No giro para
mantener su contacto visual. En lugar de eso, saboreo la forma en que
su mirada recorre cada centímetro de mi cuerpo desnudo, calándome
los huesos.
—Pero tenemos que tener una charla sobre darle la espalda a los
monstruos que te rodean.
—Pero tú eres mi monstruo. —Sonrío mientras cruza ante mí, y
juro que se le corta la respiración—. Tú no cuentas.
Vuelve a estar detrás de mí, su atención se arrastra por la parte baja
de mi espalda, y un cosquilleo me sube por la espina dorsal.
—No pensarías eso si pudieras ver dentro de mi cabeza.
Creo que se sorprendería.
Me dijo que destrozaría el mundo si volvía a exponer la garganta,
pero yo se la expondría a él en un santiamén. Rogaría ser la única
benefactora de toda esa energía estática rodando de él en olas.
Porque quiero que me tome.
Que me devore.
Quiero ser devorada tan completamente que estemos enredados
por la eternidad.
Quiero hacer lo mismo con él.
Él retumba bajo, rodeando más fuerte.
Más fuerte.
—Estás pensando en voz alta, Milaje…
Su barítono llena la caverna tanto como yo quiero que me llene.
Se cruza en mi campo de visión, casi lo bastante cerca como para
alcanzarlo y tocarlo, nuestras miradas chocan como un choque de
fuego y hielo.
Levanto una ceja.
—Entonces, ¿por qué sigue habiendo espacio entre nosotros?
Se lanza. Nos enreda en una sucesión de labios y gemidos y lenguas
y carne caliente y ardiente.
De necesidad desesperada y deseosa.
Me rodea con los brazos y me levanta, apoyándome contra la pared
lisa con las piernas enroscadas alrededor de él, sus manos
sosteniéndome los muslos con una fuerza sin esfuerzo, mi cuerpo
hinchado y expuesto.
Vacío.
Demasiado vacío.
Rompe el beso y presiona su frente contra la mía. Le oigo tragar
saliva, rozando mi entrada, e incluso conmigo así, tan abierta,
comprendo su preocupación…
Es enorme.
Mi interior se contrae, anticipándose.
Deseándolo.
Ansiosa de que suba y llene el hueco que me duele.
Muevo las caderas, arrastrándome hacia delante y hacia atrás por
su punta gruesa y sedosa. Disfruto de la fricción y me estremezco de
necesidad.
—Mírame, Milaje. —Lo hago, con el corazón desbocado en mi
pecho—. Dime si quieres que pare.
¿Por qué iba a querer eso?
—Por supuesto.
Su rugido profundo y gutural llena la caverna. Me deja caer más
despacio que el sol poniente, y jadeo cuando pasa por mi húmeda y
palpitante entrada.
—Ves —me acicalo, inquieta a su alrededor, intentando mover las
caderas—. Te dije que podía hacerlo.
—Me queda un largo camino por recorrer —sisea entre dientes
apretados.
Oh…
—Más, por favor —digo con aspereza, pasando las manos por sus
brazos y hombros tensos, por los tendones tensos de su cuello y por
su densa barba.
Su pecho se expande, luego se libera, y él me baja suavemente,
deslizándome sobre él en perfectos incrementos de estiramiento.
Cada centímetro glotón me anuda y me desenreda, el sudor se me
acumula en la frente, entre los pechos.
—Ya casi está —retumba, guiándome hacia abajo hasta que reboso.
Me palpitan las encías superiores mientras su gruesa y crispada
longitud me llena tan completamente que estoy a punto de colapsar.
Un sentimiento primitivo de satisfacción me recorre el pecho y me
calienta el corazón.
El alma.
—¿Estás bien? —me pregunta, rozando con sus labios la piel
sensible justo debajo de mi oreja.
Mucho mejor que bien.
Asiento con un gemido y lo acerco, saboreándolo con un beso
profundo y hambriento. Le insto a moverse moviendo las caderas.
Me levanta un poco y luego me baja suavemente, y todo mi cuerpo
se enciende. Gimo en su boca hambrienta y le insto con otro lento
movimiento de la columna.
Me levanta de nuevo, esta vez más alto.
Me deja caer lentamente.
Me derrito a su alrededor, poco a poco. Respiración tras
respiración. Desplazamiento lento tras desplazamiento lento y
doloroso mientras nuestros corazones siguen latiendo al unísono.
—Eres perfecto —susurro, rozando su labio inferior.
—Perfectamente tuyo.
Las palabras van acompañadas de un gruñido grave y retumbante
que hierve en su pecho y me hace vibrar. Se me dibuja una sonrisa en
la cara al ver cómo me pone de los nervios. Me hace arder.
Le planto un beso en la mejilla.
En la sien.
—Me gusta cuando haces eso —respiro cerca de su oído. Sus
hombros tensos se relajan, como si estuviera domando a una bestia
rabiosa.
Vuelve a emitir ese sonido y me eleva, deteniéndose justo antes de
que su punta se libere de mi núcleo apretado… deslizándome de
nuevo hacia abajo con un giro profundo y sensual de sus caderas.
Un gemido gutural me sube por la garganta y echo la cabeza hacia
atrás, otra embestida casi cortando los hilos de mi autocontrol.
Lo miro por debajo de los pesados párpados mientras él se retira y
luego penetra con la fuerza suficiente para hacerme rebotar los
pechos, avivando la llama. Me mira sin pestañear, como si estuviera
bebiendo de algún pozo de vida.
Hay un filo en esa mirada que desata algo dentro de mí. Un
desenfreno que no quiero domar.
Esta palpitación aporreante cobra vida en mis encías, taladra mis
caninos y sus raíces se extienden por el arco de mi paladar. Salivando,
trago, me inclino hacia delante y dejo caer la cabeza sobre su cuello,
sintiendo los tendones flexionarse bajo mis labios mientras él empuja.
Empuja.
Empuja.
Ese dolor se convierte en un dolor agudo y punzante que me hace
gritar y amortiguar el sonido mordiéndole suavemente el cuello.
Algo me perfora las encías.
De repente me encuentro vacía, con los pies en el suelo, apretada
contra la pared por su mano. Me empuja hacia atrás y yo me
derrumbo entre las hojas crujientes, con las encías aún palpitantes y
dos colmillos gemelos en el labio inferior.
Resollando, alzo la vista y veo a Rhordyn al otro lado de la caverna,
cabizbajo, con los puños apretados mientras avanza y retrocede a
grandes zancadas. Cada músculo de su cuerpo bombea.
Bestial.
El cielo desgarra el mundo exterior, láminas de agua visibles a
través del arco de nuestra oscura caverna.
Hace un segundo estaba tan tranquilo, tan dócil bajo mi contacto.
Ahora es salvaje.
Está desatado.
—¿Qué pasa?
—Guárdalos —gruñe, todavía caminando, con los tatuajes
encendidos con un pulso errático en sincronía con las explosiones que
rompen el silencio—. Ahora.
—¿Que guarde qué?
—Tus caninos —ladra—. Necesito que se vayan.
Frunzo el ceño.
¿Cómo demonios voy a hacerlo?
Levanto la mano y toco los extraños y afilados colmillos que siguen
palpitando por la necesidad de morder. Incluso apretarlos me llena
de un placer que me hace gemir.
Vuelve a gruñir, sacude la cabeza con movimientos espasmódicos
y se niega a mirarme. Como si luchara contra su propia sombra.
Les doy otro fuerte empujón, pero solo me separa una lanza más
afilada de placer que casi me revienta de la manera más carnal.
—No puedo —admito, las palabras destrozadas por mi emoción
coagulada. Mi confusión—. No sé cómo. Es la primera vez que…
—No puedes morderme, Orlaith. No puedes.
¿Le preocupa que vaya a hacerle daño? Esa no era mi intención.
Quería saborearlo; quería sentir su calor brotar en mi lengua y
deslizarse por mi garganta.
Aún quiero.
—Solo… me sentí bien —digo, tragando grueso, presionando
contra las cosas extrañas de nuevo para aliviar parte de la tensión,
disparando otra descarga de éxtasis directamente a mi núcleo.
Me agita.
Gimo, deseando que me mire. Que se acerque a mí.
Que me toque.
—Lo sé —dice, restregándose la cara con las manos—. No es culpa
tuya, Milaje. Pero no podemos hacer esto. Tenemos que parar.
Me doy cuenta de que se aleja paso a paso, y el corazón me da un
vuelco.
Me pongo en pie, avanzando.
Su gruñido agudo atraviesa el espacio como el balanceo de una
espada, y se acerca tanto a la pared que casi se la echa al hombro,
paseándose de un lado a otro.
Adelante y atrás.
La mirada clavada en el suelo.
Un pensamiento cruza mi mente, llenándome con una semilla de
esperanza.
Hago una pausa…
—¿Y si no estoy frente a ti? —Sugiero, poniéndome de rodillas.
Su mirada se desvía hacia los lados, paralizándome con esa mirada
oscura. Vuelvo a ver esa entidad más profunda que me devuelve la
mirada y me estremezco hasta los huesos.
Introduzco las manos entre el follaje hasta que se topan con la
piedra que hay debajo, empujando hacia delante.
Dejándome al descubierto.
Gruñe, y observo desde debajo de mi brazo cómo olfatea el aire.
Merodea a mi alrededor, como una gran bestia rodeando a su presa.
—Orlaith.
—Rhordyn.
—Si te veo en esta posición ante otra persona, la mataré —dice, las
palabras demasiado suaves para ser tan brutalmente afiladas: una
amenaza escalofriante que azota mi núcleo caliente y palpitante—.
Me comeré sus putas entrañas. ¿Lo entiendes?
Intento ocultar una sonrisa.
—Lo entiendo.
Empieza a revolver nuestro montón de ropa. Creo oír el sonido de
mi espada aflojándose antes de que se agache a mi lado.
—Siéntate.
Frunzo el ceño y me siento sobre las piernas dobladas.
—¿No te gusta mi idea?
—Sí, pero verte la cara es más de la mitad del festín.
Oh…
—Yo también quiero eso —susurro, haciéndome a la idea de que
tendré que ser paciente. Esperar a que se me contraigan los caninos.
Me pone algo en la mano.
Miro la funda de cuero vacía que me regaló por mi cumpleaños y
que ahora tengo sobre la palma de la mano.
—Voy a necesitar que hagas algo, Milaje.
Inclino la cabeza.
—¿Para qué es esto? —pregunto, mirando más allá de las ondas
enredadas e iridiscentes hacia sus ojos insondables.
—Para tu boca —me dice con ternura, y mi corazón palpita.
Con fuerza.
Mi boca…
—Si vamos a continuar, necesito que muerdas la vaina para que no
sientas la tentación de morderme a mí.
Salivo con sus palabras, mi mirada clavada en su cuello grueso y
acordonado, los caninos palpitando con un deseo profundo y
embriagador a medida que empiezo a comprender.
Trago saliva y vuelvo a clavar mi atención en sus ojos.
—Bien —susurro, cediendo.
—¿De acuerdo?
Asiento y abro la boca.
Soltando un rumor, me acerca la vaina a los labios, rozándolos
contra el inferior antes de introducirla entre mis dientes.
—Eso es —murmura—. Ahora, muerde.
Manteniendo el contacto visual con él, aprieto el diente y hundo los
caninos en el cuero manchado con su olor y su sabor, exhalando un
gemido ahogado cuando una oleada de alivio me recorre las piernas
y convierte mi cuerpo en mantequilla.
Mis párpados se agitan, la columna se arquea.
—¿Mejor?
Asiento con la cabeza y luego mastico tan profundamente que el
resistente material amortigua mis caninos desde todos los ángulos.
Mucho mejor…
Produce un gruñido denso y me planta un beso en la cabeza, luego
se arrodilla y me levanta. Mis piernas lo rodean por detrás y él me
sujeta la columna arqueada con la mano extendida.
—Pon los pies en el suelo y levántate.
Lo hago, mirando más allá de mis pechos turgentes, por la
pendiente de mi ombligo, viéndole frotar la punta hinchada de su
virilidad contra mi entrada en un trance de deliciosos remolinos.
Mis caderas se agitan y jadeo, meciéndome contra él. Deseo.
Necesitándolo.
Tan expuesta, abierta, sensible.
—Maldición —sisea, y nunca me había sentido tan poderosa.
Sexi.
Tan yo.
Otro lento remolino y vuelve a apuntar a mi entrada, tragando.
—Muerde más fuerte mientras me tomas —me ordena, con voz
cruda.
Aprieto la vaina, casi gimiendo de alivio, cediendo a la flexión de
mis rodillas, introduciéndolo dentro de mí un centímetro deslizante
cada vez. Lo observo todo, saboreando el estiramiento, anhelando la
forma en que se sumerge en mí en incrementos devastadores hasta
que estoy sentada hasta la empuñadura, con los músculos tensos
alrededor de su gruesa longitud.
Levanto las pestañas y veo que me está observando con una
intensidad que lo consume todo: su pecho se agita, el sudor se
acumula en sus sienes y le cubre la frente de rizos entintados.
Su mirada besa mis flores. Rastrea los enredos de mi pelo. Trepa
por las espinas de mis orejas.
Vuelve a posarse en mis ojos.
—Es tan hermoso —dice ásperamente, su voz es un crujido de
fragmentos de piedra que me apresuro a robar.
Los guardo.
—No tienes ni idea de lo que me estás haciendo. —Sus palabras
imitan mis pensamientos mientras me acerca la mano a la columna,
me agarra por la cadera derecha y presiona sus labios contra mi
frente—. Ni idea.
Le rodeo el cuello con las manos. Enredo los dedos en su pelo.
Estoy segura de que mi corazón está a punto de estallar.
Me arden los muslos mientras nos movemos, suave y lentamente,
luego más rápido.
Más fuerte.
Soy arcilla a su alrededor. Maleable.
Suya.
Absorbo cada empujón y tirón eufórico, y emito sonidos crudos y
apagados alrededor de la funda de cuero. La correa nos golpea a los
dos, nuestros cuerpos son una marea sincronizada de movimiento.
Nos movemos juntos.
Trabajamos juntos.
Arqueo la espalda, inclino las caderas, exponiendo ese tierno
manojo de nervios a nuestra deliciosa fricción, avivando mi placer
hasta convertirlo en una llama rugiente.
Rhordyn se levanta sobre las rodillas y planta una mano en el suelo
detrás de mí, cubriéndome con el exuberante lecho de hojas crujientes
antes de agarrarme el muslo y levantarlo lo más mínimo.
Empapado en el olor de la naturaleza, junta nuestros cuerpos en un
ángulo tal que cada embestida aviva una paleta de nervios en lo más
profundo de mi cuerpo. Siembra calientes rayos de placer en lugares
que no sabía que existían.
Mis muslos empiezan a temblar y maúllo, arrastrándome sobre los
codos. Devoro la visión de su piel aceitunada y moteada de sudor. De
sus músculos poderosos y bien definidos que se mueven y se hinchan,
su cabeza inclinada mientras me mira desde debajo de unas pestañas
oscuras.
Mis piernas rodean su estrecha cintura, su grueso y aterciopelado
eje se hunde en mí, arrastrándose hacia fuera.
Vuelve a entrar.
Vuelve a salir.
La visión es tan cruda y carnal que se me escapan unos gruñidos
ahogados, y mastico el cuero, provocando un chorro de placer, mis
entrañas agitándose contra su fuerza arrolladora.
Ya no sé dónde está el límite entre nosotros. No sé si volveré a
sentirme completa cuando él ya no esté dentro de mí.
Al sentir su mirada clavada en mi rostro, levanto la vista.
Una sonrisa se dibuja en sus labios, y casi me combustiono cuando
mi corazón amenaza con hacerme un agujero en las costillas.
Le robo la sonrisa. La guardo.
Es mía.
—Tuyo, Milaje.
Su mano, que me sujetaba el muslo, se extiende por mi bajo vientre,
una suave presión que lleva cada embestida a un cegador nivel de
éxtasis. Pulsa ese punto sensible entre mis piernas con la yema del
pulgar, y todo mi cuerpo se convierte en un único nervio expuesto,
fuertemente sacudido y anudado a la perfección.
Desesperado por deshacerse.
En llamas.
Su eje parece hincharse dentro de mí, volviéndose imposiblemente
duro y pesado, y gimo, arqueando la columna, sabiendo que estoy a
punto de romperme.
Quiero que se rompa conmigo.
Se me doblan los brazos y vuelvo a caer sobre las hojas cuando él
se lanza hacia delante, clavándose hasta el fondo. Planta su frente
contra la mía. Enhebra su mano en mi pelo y exhala sobre mi cara,
con una intensidad en su mirada que recoge cada una de las fibras de
mi corazón y tira de ellas.
—Muerde para mí, Milaje. —Su mirada se clava más
profundamente, hasta que estoy segura de que está acunando mi
alma mientras arrasa mi cuerpo con movimientos reivindicativos de
sus caderas—. Muerde tan fuerte como puedas, maldición.
Muerdo con fuerza, atiborrándome del sabor del cuero y su olor,
un rayo de éxtasis recorre mi paladar. Me inclina la cabeza, me
acaricia la oreja y me penetra hasta el fondo, rugiendo una sola
palabra demoledora…
—Córrete.
Mi cuerpo se bloquea, me recorren ondas decadentes de placer que
me atraviesan, me atraviesan la columna vertebral y me penetran
hasta lo más profundo de mi ser. Deshilachando mis nervios uno a
uno hasta convertirme en una maraña de miembros tensos y
músculos oprimidos.
Rhordyn, atado sobre mí en un nudo de fuerza embestida, suelta
un rugido atronador: su gruesa longitud palpita, pintando mi vientre
a chorros calientes mientras me penetra con fuerza y rapidez.
Estoy ciega y temblando de dentro a fuera, con los dedos de los pies
enroscados y la respiración entrecortada. Estoy medio convencida de
que nunca me recuperaré de los golpes volcánicos de euforia que
recorren mi organismo.
Lo araño, desintegrándome a nivel celular.
Recristalizo a su alrededor.
Extrae cada gramo de éxtasis de mi cuerpo tembloroso hasta que
puedo volver a respirar.
Moverme de nuevo.
Sus embestidas se ralentizan, su cabeza desciende hasta mi cuello
y me planta un suave beso por encima de la venda que me pone la
piel de gallina en el hombro.
Mis músculos se derriten, los párpados se me hacen pesados, un
sonido de profundo placer me sube por la garganta. Mis caninos
vuelven a hundirse en las encías con un tirón doloroso y me quito la
funda, tirándola a un lado.
Acerco su cara a la mía y aprieto los labios, aspirando su
respiración ahusada.
Se balancea sobre su espalda, llevándome con él, y golpeamos entre
el follaje seco y arrugado. Le acaricio el pecho, manteniéndolo dentro
de mí, mientras me aparta el pelo y me planta un beso en la punta de
la oreja espinosa. Otro más abajo.
Otro más.
Cierro los ojos, arrullada por su respiración rumorosa y el delicado
cosquilleo que me recorre el cuello…
Quiero estar así para siempre, con hojas en el pelo, rodeada de
naturaleza, llena de él. Oliendo a los dos. Tan perfectamente
fundidos.
Tan bien.
Me siento cálida, segura e íntegra entre sus brazos, y se me hace un
nudo en la garganta con una profunda sensación de pertenencia.
Como si nuestras almas colisionaran en un estallido de luz y la
negrura entre las estrellas, y construyéramos nuestro propio cielo en
el que anidar.
Adorando los pétreos brotes de alivio que crecen en mi vientre, en
mi corazón, voy a la deriva…
Él se retuerce dentro de mí, su pesada hombría se endurece. Me
enciende en una llama inquieta que mece mis caderas a pesar de mi
absoluta falta de energía.
Suelta una carcajada cargada de diversión, y es el sonido más
hermoso que he oído nunca. Rápidamente robado por mis manos
ladronas y guardado en algún lugar seguro.
Aplasto algunas de mis lustrosas cuentas y construyo un cofre de
cristal bajo mis costillas; luego meto su risa en el hueco, junto con el
resto de mis preciadas baratijas.
Sopla un cálido aliento contra una de mis flores, agitando el
remolino de pétalos, y luego se acurruca en mi cuello.
—No podemos dormir así, Milaje. No podré dejarte descansar.
Aprieta un beso en mi incipiente sonrisa, y yo asiento adormilada,
luego gimo a través de mi disgusto cuando me agarra las caderas con
sus fuertes manos y tira de mi crudo y tierno núcleo. Odio el vacío
repentino.
Pero entonces mueve mi cuerpo de modo que mi cabeza queda
plantada sobre su corazón, y el fuerte golpeteo de éste contra mi oído
me llena igualmente.
Junto las piernas a ambos lados de él y paso las manos por debajo
de sus axilas, enroscando los dedos alrededor de sus hombros
arqueados. Las puntas de sus dedos pintan secretos sobre mi rubor
de flores mientras caigo en un sueño reparador…
En casa.
El sol se oculta, luego se eleva y ahora está a medio camino en el
cielo exterior; los rayos de luz se proyectan hacia abajo en audaces
líneas, como una jaula luminosa en la que me gustaría quedarme
atrapado para siempre.
Orlaith suelta un suspiro de satisfacción, aferrándose a mí de la
misma forma que lo ha hecho toda la noche y la mitad del día,
recordándome la forma en que duermen los krah, pero boca abajo y
colgando de sus colas.
Había olvidado lo que se siente al descansar de verdad. Pero en las
últimas dos noches, me ha dado más sueño ininterrumpido del que
había tenido desde antes de que cayera Rai. Esto de aquí domestica
cada célula erizada. Suaviza cada cicatriz.
Ahoga cada grito comprimido.
Le arranco una hoja del pelo y rozo con la mano su mejilla
sonrojada, espolvoreada con una constelación de pecas luminosas
que he contado y vuelto a contar mientras la veía dormir.
Sonrío.
Ella es toda luz, brillo y belleza para mi dura y tosca oscuridad, su
piel de marfil contrasta tanto con el tono de la mía.
Aparto de sus ojos el extremo romo de una onda iridiscente y paso
la yema del pulgar por las afiladas puntas de sus espinas.
Se estremece. Lo pensaría por mi tacto, pero sus dientes empiezan
a castañear.
Noto el fino brillo del sudor sobre su frente y la piel sobre su labio
superior palideciendo.
Se me hiela la sangre.
Extiendo la mano sobre su columna —naturalmente cálida— y la
estrecho con suavidad.
—¿Orlaith?
Murmura algo incoherente y hunde más la cara en mi pecho,
estremeciéndose de nuevo.
Sacudiendo la jaula de la cosa atrapada bajo mis costillas.
—Orlaith —gruño, pasando la mano por su pelo y dándole un
fuerte tirón, tirando de su cabeza hacia atrás, con la boca ligeramente
abierta—. Abre los ojos. Ahora.
—Deja de gritar —murmura, con palabras confusas—. Puedes
transmitir el mismo mensaje sin levantar la voz.
—Entonces abre los putos ojos.
Gime, los abre de par en par, revelando el blanco atravesado por
un estallido de rojo.
Se me para el corazón.
Parte de la luz se ha evanecido de sus iris cristalinos a pesar de las
cuchillas de sol que han estado tallando a través de su espalda toda
la mañana.
—No estás bien.
—Estoy bien —balbucea, cerrando los ojos e intentando
acurrucarse de nuevo contra mí. No aflojo el agarre de su pelo y ella
emite un gruñido frustrado al intentar tirar de la cabeza hacia
delante—. Me duele la cabeza y necesito dormir. Así que si tan solo…
—Es mediodía. Llevas durmiendo toda la noche y medio día. —Sus
ojos se abren, las pupilas se clavan en mí—. Tienes fiebre. Estás
enferma.
Se le forma una línea entre las cejas y su mirada se desvía hacia su
mano derecha. Sus ojos se abren ligeramente antes de volver a
mirarme.
—Estoy bien —suelta.
Demasiado rápido, mierda.
Creía que ya lo habíamos superado.
Me pongo en posición sentada, la rodeo con el brazo derecho y
sostengo su mirada amplia y salvaje mientras le rodeo la muñeca con
la mano y le doy un tirón. Me clava la punta de los dedos en el
hombro y mis ojos se desorbitan.
—No quieres jugar a este juego conmigo. —Fuera, el cielo se
oscurece, opacando los fragmentos de luz solar que se cuelan en la
caverna—. Ahora no.
Una expresión de dolorosa resolución se dibuja en su rostro
mientras murmura una maldición en voz baja y suelta su agarre de
mi hombro, permitiéndome liberar su brazo. Se echa un poco hacia
atrás y le meto la mano entre los dos, con los ojos entrecerrados en la
roncha roja que se le está formando en el nudillo.
Frunzo el ceño y la examino de cerca.
—¿Te ha mordido algo?
—Probablemente —murmura, pero hay vacilación en su voz, su
atención fija en la llaga.
Le agarro la barbilla y le levanto la cara, obligándola a mirarme
fijamente.
—Solo hablo en términos absolutos. Sí o no.
Se muerde el labio y niega con la cabeza. Hay algo que me da
vueltas y que no acabo de entender… pero entonces percibo el aroma
amargo y penetrante que se filtra por sus poros.
Culpa.
Se me hiela la sangre cuando un pensamiento se abre paso en mi
mente, dejando un tajo sangriento. Sus mejillas palidecen, como si
pudiera ver la pregunta preparándose como un jodido hervor de la
Plaga.
—¿Escalaste el muro, Orlaith?
Silencio. Ni siquiera un suspiro.
Me lleno el pecho de aire, lo expulso lentamente, aunque no hace
nada por suavizar los afilados tajos que me destrozan las tripas.
Me astillan los huesos.
—El que te dije que no cruzaras. ¿Escalaste el maldito muro?
Hace una mueca de dolor, como si quisiera acurrucarse en sí misma
y esconderse.
Lentamente, asiente.
Mis caninos se deslizan hacia abajo, cada músculo de mi cuerpo se
tensa mientras mi piel amenaza con partirse. El cielo se abre,
derramando un torrente de lluvia que ruge en la estrecha entrada de
la caverna, la escritura plateada sobre mi piel clavando sus putos
pinchos.
Apuesto a que las estrellas se rieron anoche mientras dormía con
ella sobre mí, seguro de haber encontrado una forma de estar con ella
mientras bordeaba las piedras. Sintiendo verdadera felicidad por
primera vez en más de mil años.
Apuesto a que se rieron mucho sabiendo que las semillas ya
estaban plantadas, que ya habían hecho su jugada.
—¿Tal vez me mordió algo? —espeta mientras muevo mi cuerpo—
. Tal vez…
La acomodo contra la pared, luego agarro su collar y se lo pongo
en la mano.
—Habla en ese caparazón, Milaje. Llama a Kai. Él podría ser capaz
de ayudar.
Si él puede curar una herida en su pierna, puede curar su maldita
enfermedad de afuera hacia adentro.
O al menos intentarlo.
—Vuelvo enseguida. —Camino hacia la salida, halando los
pantalones; a mitad de camino cuando me llama por mi nombre. Me
detengo, mirándola por encima del hombro: los brazos atados
alrededor de sus piernas, las lágrimas encharcando sus párpados
inferiores, los labios despojados de todo su tono. Le pica el forúnculo,
reventándolo.
Este dolor contundente en mi pecho se siente peor que la muerte.
—¿Adónde vas? —susurra, su olor gritando las palabras que no
está diciendo.
Está asustada.
De mí, de la tormenta, o de la herida de su mano, no lo sé. Pero solo
hay una cosa que importa ahora.
Que encontremos una manera de cambiar el curso de esta tragedia
que se está gestando.
—A conseguir nuestras espadas. Dile a Kai que lo encontraremos
en el acantilado de Lotton Cove. Que si no está allí al anochecer, lo
despellejaré vivo.
Sus ojos se agrandan cuando giro sobre mis talones y me voy.
Rhordyn se va a través de la jungla tan rápido que el mundo es una
mancha nauseabunda, obligándome a esconder la cara contra sus
parpadeantes tatuajes y a apretar los ojos, con las gotas de lluvia
salpicando mi férvida piel como rayos helados. Un alivio palpitante
para el fuego de mis venas.
Me deslizo entre capas de conciencia.
Dejándome caer…
…volviendo en mí.
Los colores de la jungla han pasado de azules y marrones y tonos
acerados a una mancha mucho más oscura.
¿Está empezando a ponerse el sol? ¿Nos estamos acercando?
Burbujas nerviosas explotan en mi pecho ante la idea de ver a mi
mejor amigo por primera vez en más de un mes; culpa, vergüenza,
confusión y miedo una andanada de golpes de puño en mis costillas.
No quiero que me vea así…
Solo quiero esconderme. Acurrucarme y dormir. Rhordyn debería
llevarme de vuelta a la caverna donde podamos pasar la semana
juntos, enclaustrados lejos del mundo.
Disfrutar del tiempo que tenemos.
Siempre se sintió robado, de todos modos. Como un sueño. Una
baratija preciosa que estaba condenada a oxidarse en mi pecho.
Ahora entiendo por qué.
Los constantes golpes causan estragos en mi vejiga, haciéndome
gemir en el pecho de Rhordyn.
—Para, por favor…
Sus pies se detienen tan rápido que casi vomito espontáneamente,
mirándole a los ojos llenos de hollín.
—Necesito un descanso.
Eso podría convertirse en un descanso para vomitar.
Ni siquiera respira con dificultad, me deja en el suelo y me agarra
por la cintura cuando mis piernas ceden.
—Estoy bien —le digo—. Solo… mareada. —Aunque me pregunto
por qué el suelo se inclina. Se abomba, como si no supiera qué forma
quiere tener.
Mis dientes castañetean a pesar de que mi sangre es lava, mi piel
falsa se siente más tensa que nunca.
Los dedos se me enredan en el collar y tiro suavemente.
—¿Puedo quitarme el…?
—Por supuesto que no.
Un poco grosero. Ni siquiera se ha tomado el tiempo de
considerarlo.
Suspiro, preguntándome si se opondría a que me despojara de otra
capa, como mis pantalones o mi…
—No te quites la ropa.
No me había dado cuenta de que lo había dicho en voz alta.
—¿No puedo dejármela cuando me vaya? Juro que me las volveré
a poner antes de que lleguemos a la lengua de Kai…
Espero una risa. Como mínimo, una sonrisa.
Una baratija feliz a la que aferrarme.
Pero todo lo que obtengo es silencio, un silencio tácito y tangible
que solo consigue hacerme sentir que él también se escapa.
Inclino la cabeza hacia un lado y lo miro a través de mis cabellos
empapados, echando de menos la sensación de sus labios sobre los
míos. Su aliento entrando en mis pulmones.
Llenándome.
—No quiero morir aplastada bajo el peso de tu ira silenciosa…
Sus ojos se oscurecen aún más.
—No vas a morir —gruñe, las palabras gruesas y feroces me
golpean.
Me agobian.
Lo sé todo sobre la negación; he bebido de su pozo venenoso
demasiadas veces para contarlas. Pero no quiero discutir. Ahora no.
No otra vez.
—De acuerdo. —Le ofrezco una suave sonrisa que parece hacer que
sus ojos se endurezcan, como si pudiera ver la mentira que estoy
untando con mantequilla por toda mi cara. Pero es mejor que la
tristeza. El arrepentimiento.
El miedo.
—Voy a hacer mis necesidades —murmuro, soltando su brazo de
donde sigue atado a mi cintura—. No mires.
—No te alejes mucho —retumba, y yo hago un gesto con la mano,
serpenteando por el terreno inestable. Me pellizco el dorso de la
mano, segura de que hay algo hurgando bajo la piel.
Los árboles siguen oscureciéndose, estirando las extremidades
oscuras.
Se extienden hacia mí.
Encuentro un arbusto agradable y acogedor, me pongo en cuclillas
y hago mis necesidades, me vuelvo a abrochar los pantalones y
empiezo a caminar hacia atrás.
Un zumbido lejano me agita los oídos.
Levanto la vista a tiempo para ver a Rhordyn, un borrón que se
abalanza sobre mí. No tengo tiempo de prepararme antes de que me
tire al suelo con tanta fuerza y rapidez que me deja sin aliento.
Se oye un ruido sordo cuando algo se clava en un árbol a menos de
medio metro y alzo la vista con el corazón en un puño.
Una flecha de punta gris se tambalea en el tronco. Perfectamente a
la altura de donde habría estado mi corazón hace una fracción de
segundo.
—¿Alguien acaba de dispararme?
Rhordyn gruñe, se echa hacia atrás y me aplasta contra su pecho.
Me levanta y me acuna mientras él atraviesa el bosque en zigzag,
esquivando una amenaza invisible mientras mi corazón me da un
vuelco.
Todo se convierte en un borrón de lluvia, follaje oscuro y
estruendosos crujidos del suelo que se clavan en mi sensible cráneo y
amenazan con partirme. El constante cambio de dirección hace que
mis tripas se inclinen, se revuelvan y se retuerzan.
Me trago las arcadas que me suben por la garganta, con un
cosquilleo en las mejillas, y oigo más de esos ruidos sordos.
Demasiado cerca.
Demasiados.
Intento inclinar la cabeza hacia atrás para mirar detrás de nosotros,
pero el violento gruñido de Rhordyn, que corta el aire, me hace
reconsiderarlo.
Nos acercamos a un claro y atisbo tiendas grises entre los árboles,
soldados acorazados saliendo de sus alerones, gritándose unos a
otros.
Enjambres.
Las lanzas y espadas que blanden son de un plateado opaco: las
armas de hierro que vi forjarse en la armería personal de Cainon.
—Mierda —sisea Rhordyn, lanzándose. Se oye el silbido de más
flechas que parten el aire. El sonido de ellas golpeando contra los
árboles. Todo su pecho se sacude, y su suave gruñido me grita.
Le han dado…
Lo miro a los ojos de tinta, a la oscuridad manchada en la piel que
los rodea, y el pánico salvaje me hace un nudo en la garganta.
—Rhor…
Otro golpe me corta la respiración… Otro… Su rostro se crispa con
cada horrendo y punzante golpe, aunque sus pies siguen golpeando
la tierra. El siguiente golpe suena como si cayera más abajo de su
cuerpo, y tropieza un paso.
Mi corazón y mis tripas se desploman cuando gruñe, recupera la
compostura y continúa.
Se me hace un nudo en la garganta.
Una cabeza asoma por el borde de mi abismo interno, con ojos de
tinta parpadeando. La criatura se escabulle y mueve la cola a su paso.
Con las alas plegadas hacia atrás, utiliza mi columna vertebral como
escalera, perseguida por ese deslizamiento de oscuridad que se
desliza por el interior de mi piel y corta para liberarse, con las puntas
afiladas en hojas de afeitar que cortan.
Cortan.
Cortan.
Mi cabeza se llena de tanta presión que estoy segura de que se me
va a partir el cráneo cuando atravesamos los límites de la jungla y
llegamos a una meseta cubierta de hierba que se extiende bajo el cielo
lloroso y luego se desvanece, fundiéndose con el sonido lejano de las
olas rompiendo.
Un acantilado.
Rhordyn no deja de correr, aunque ahora sus pasos son más lentos
y cada respiración es más forzada.
Otro golpe seco, esta vez más fuerte. Siento ese sonido en el pecho
cuando se lanza hacia delante, casi perdiéndome en su tropiezo, algo
afilado atravesándole el hombro y arrebatándome la capacidad de
respirar.
Una punta de flecha grande y puntiaguda.
Esa criatura me rodea las costillas con sus garras, se inclina sobre
mí, estira sus alas ramificadas y empieza a aletear, arrancando restos
de cristal y enredaderas, destrozando la meseta cubierta de hierba.
Estira el cuello, abre las fauces y grita mientras una locura recorre mis
venas y una palabra con púas rebota en mi pecho como una bola de
espinas.
Protégelo.
Protégelo.
Protégelo.
—Bájame.
Recupera el equilibrio, respira agitadamente y nos obliga a avanzar
con otro revuelo de pasos inseguros, como si ni siquiera me hubiera
oído. Gruñe a través de sus caninos alargados, su rostro es una mueca
rabiosa de ira y dolor.
—¡Rhordyn, he dicho que me bajes!
No hay respuesta.
No afloja los brazos.
Esa oscuridad sigue golpeando mi cerebro mientras miro por
encima de su hombro hacia donde la escarpada pared de la jungla se
encuentra con la meseta cubierta de hierba, guardias con armaduras
grises que se derraman por los huecos entre los árboles.
Guardias Cenicientos.
Otro silbido me hace sentir el corazón en la garganta: una flecha
larga y gruesa que surca el aire a la velocidad de un relámpago. Siento
el momento en que golpea la espalda de Rhordyn, como si alguien
me metiera la mano en la garganta y me apretara el corazón con el
puño.
Se tambalea, el tiempo se estira.
El suelo viene hacia nosotros demasiado rápido.
Demasiado lento.
Salgo despedida hacia delante, choco contra la tierra dura y mis
pulmones se paralizan de golpe. Con la boca abierta, intento
moverme.
Respirar.
Miro hacia abajo, hacia donde está agachado Rhordyn, gruñendo.
Los tatuajes de su antebrazo palpitan con una luz que hace que me
duelan los ojos, y lo echa hacia atrás, cierra el puño y golpea el suelo,
abriendo un cráter en el suelo que hace que el mundo se estremezca.
Se me eriza el vello de los brazos, el aire se chamusca con una
descarga de… algo.
Algo que ya había sentido antes.
En el muelle.
Se oye un estruendo ensordecedor, un destello cegador y un
relámpago que cae del cielo, una lanza bifurcada de plata enhebrada
con una fractura negra. Todo se tambalea bajo nosotros, y me golpea
un crujido cataclísmico que lucha contra el zumbido de mis oídos.
Mi mirada se detiene en la dentada hendidura de cristal que ahora
zigzaguea por el suelo, hasta dos soldados detenidos a medio paso.
Sus arcos en alto, flechas con muescas apuntando en nuestra
dirección. Ambas estatuas de cristal se cortan un dedo aquí, una nariz
y una mejilla allá, y los trozos de carne que quedan destilan líneas de
sangre que gotean.
Gotean.
Gotean.
Él… los mató.
Los convirtió en cristal.
La criatura de mi pecho sigue graznando, aleteando y gritando
mientras miro a Rhordyn, y se me corta la respiración.
Se me para el corazón.
Está encorvado sobre mis piernas, con la cabeza gacha, la sangre
burbujeándole de los labios. Sus brazos se doblan, dejándolo caer más
abajo, y veo que está enganchado con flechas cortas y altas, delgadas
y gruesas. Brillantes líneas de rojo gotean de cada sangrienta herida
punzante.
Mi criatura me destroza las costillas con sus garras de zarza,
cortando tan fuerte que creo que podría atravesarlas, la oscuridad
amenazando con rajarme el cráneo.
Más guardias salen de la jungla, otros se retiran a la periferia,
gritando órdenes, formando una línea que se mueve al unísono
mientras alzan arcos largos armados, apuntando hacia el cielo.
—¡Disparen! —brama alguien por encima de la tormenta.
Rhordyn gime, arrastrándose hacia delante. Cubriéndome.
Completamente.
Levanta la cabeza y me mira mientras una nube de flechas oscurece
el cielo. El músculo dolorido de mi pecho se pellizca y me pica el
hombro.
Me sube por el cuello.
—¡No!
Mi grito de dolor se interpone entre nosotros, y él me sostiene la
mirada mientras las flechas llueven sobre él.
Veo cada punzada penetrante en la contracción de los músculos de
su cara. Siento cada brutal empalada en las breves y dentadas
bocanadas de aliento en mis mejillas. Oigo cada golpe nauseabundo
que atraviesa la carne, los músculos y los huesos mientras lo
desgarran en pedazos.
Por mí.
Se me retuercen las tripas, se me rompen las cuerdas del corazón,
se me escapan las lágrimas mientras su sangre cae como lluvia. Se le
ponen los ojos vidriosos y suelta un jadeo burbujeante, con la cabeza
cayendo entre sus abultados hombros.
Su brazo derecho se dobla ligeramente.
Algo me golpea tan profundamente en el brazo que siento que me
atraviesa por el otro lado, golpeándome con una llamarada de dolor.
Grito y aprieto el brazo contra mi pecho.
Rhordyn levanta la cabeza y me mira de un modo que me hiela
hasta los huesos, mientras sus fosas nasales se abren una… dos
veces… y su mirada se desvía hacia la flecha que sobresale de mi
brazo. Su hermoso, poderoso y destrozado cuerpo se estremece y su
pecho se hincha al son del crujido de los huesos.
—¿Qué…?
¿Qué está pasando?
Suelta nuestras vainas de donde están sujetas a su pecho. Ambas
espadas caen al suelo antes de que se eche la mano a la espalda, encaje
unas cuantas flechas y las arroje a un lado como si fueran molestas
ramitas. Apoya su frente en la mía y cierra los ojos.
El aliento que vierte sobre mí está cargado.
—No te hará daño… —suplica con voz grave. Insondablemente
robusta y…
Desconocida.
—¿Qué quieres decir? —Levanto la mano buena hacia su mejilla,
estremeciéndome cuando su mandíbula se desencaja bajo mi
contacto.
Se me corta la respiración y me llevo la mano al pecho cuando abre
los ojos, pero no son suyos. Son globos espantosos enriquecidos con
un tono de oscuridad que parece tallado en un lugar que no es de este
mundo. Así de cerca, veo galaxias lejanas atrapadas en los lúgubres
confines, segura de que estoy dando tumbos por el éter insondable,
atrapada bajo el poder aplastante de mi propia insignificancia.
Así de cerca, me doy cuenta de lo pequeña que soy. De lo frágil que
soy.
Una simple mota de luz.
Sin embargo, me mira como si fuera el sol que orbita.
Los labios de Rhordyn se entreabren con un aullido distorsionado,
la piel de su cara se desgarra, dejando espacio para sus fauces en
expansión, llenas de dientes afilados y rechinantes, sus caninos crecen
más que mi antebrazo.
El tiempo se detiene de golpe, la lluvia como tiras de cuerda
suspendidas a nuestro alrededor mientras observo. Horrorizada.
Hipnotizada.
Su cara cambia de forma. Se vuelve grande y cuadrada, le brota una
piel negra que suaviza su cuello cada vez más grueso con una melena
densa y majestuosa y viste sus hombros abultados y su espalda
hinchada. Se oye el sonido agudo de sus pantalones rasgándose,
jirones de tela negra ondeando en el viento arremolinado.
El miedo me lacera con golpes de garra, inmovilizando mi cuerpo.
Mi mente.
Su cuerpo adquiere proporciones descomunales hasta que ya no es
un hombre acurrucado sobre mí como un escudo, sino una bestia que
me empequeñece con su presencia catastrófica. Un enorme Vruk
negro, como el que vi fuera de Parith.
El que se comió a los hombres que quemé.
Rhordyn es…
Él es…
Emociones salvajes y descontroladas trituran mi carne, mastican
mis huesos mientras mi mente tropieza consigo misma. Trata de
recuperar el equilibrio.
Vuelve a tropezar.
«El monstruo que conoces es más seguro que el monstruo que no
conoces…»
Suelto el aliento e intento aplastarme contra la hierba mientras la
bestia se acerca y me olisquea con su ancha nariz de perro, negra y
húmeda. Me clava el hocico rechoncho en el pliegue del cuello y todo
mi cuerpo se estremece, el miedo helado me paraliza los pulmones.
Mi columna vertebral.
Suelta varios silbidos cortos y luego levanta la cabeza mientras un
gruñido profundo vibra desde su pecho grande y peludo hasta el mío.
Sacude su cuerpo, las flechas restantes vuelan a su alrededor como el
agua sacudida de un perro, antes de que su cabeza dé un giro, con la
atención fija en los Guardias Cenicientos que tropiezan entre sí.
Apuntan.
La bestia se da la vuelta, me pasa una esponjosa cola por la cara y
ruge.
Los Guardias Cenicientos ya no disparan. Están corriendo.
Gritan.
La bestia se abalanza, las garras salen de sus patas. Carga hacia los
árboles con largas zancadas que sacuden el suelo y desaparece.
Mi oscuridad se desliza hacia la sima y me doy cuenta de que mi
monstruo ya no grita; está atada a sus alas, con la cola enroscada
alrededor de una de mis costillas. Cuelga, con la cara metida en su
plumaje hinchado, mientras me pongo en pie.
Sollozando entre medias respiraciones entrecortadas, tropiezo con
una serie de pasos hacia atrás, avanzando hacia los estruendosos
sonidos del océano a mi espalda, sin querer apartar la mirada de la
línea de árboles. Con el brazo herido pegado al pecho, miro el agujero
que Rhordyn ha abierto en el suelo. A la veta de cristal que se bifurca
hacia los dos soldados eternamente corriendo.
Me dijo que había cosas que aún no sabía, pero esto…
No me lo esperaba.
La fiebre sigue recorriéndome las venas a borbotones, y mi corazón,
mi cabeza y mi cuerpo luchan en guerras totalmente distintas
mientras avanzo arrastrando los pies hacia el estruendo de las olas.
Gritos desgarradores y llantos agónicos llegan a mí en un látigo de
viento antes de ser cortados brutalmente rápido, y ese escalofriante y
atronador rugido lucha contra el aullido de la tormenta. Hace vibrar
mi corazón.
Está ahí fuera… matándolos.
Desgarrándolos.
Recuerdo la forma en que se comió a los hombres que mi poder
desmanteló, triturándolos como una bestia voraz, y otro escalofrío
sacude mis huesos.
Mi talón roza la pronunciada caída del acantilado y el corazón me
salta a la garganta. Me tambaleo hacia delante, alejándome del borde,
con las rodillas destrozadas. Gimoteo por el rayo de dolor que me
atraviesa el brazo mientras planto ambas manos firmemente en el
suelo, goteando sangre.
Intento sacar la flecha, pero grito cuando el tirón quema la herida
como un atizador de fuego.
Dejo caer la mano ensangrentada y temblorosa y miro por encima
del hombro hacia un torrente de olas agitadas que chocan contra el
escarpado acantilado de piedra azul.
Ya no hay gritos estridentes que atraviesen la bruma tormentosa.
Ya no hay rugidos sádicos que estremecen el suelo.
Solo estoy yo, la lluvia, el cielo crepitante y el fuerte latido de mis
oídos.
Se me eriza el vello de los brazos y, en mi periferia, una mancha
negra se desprende de la jungla. Un ronco sollozo me sube por la
garganta al ver a la bestia merodeando hacia mí a zancadas lentas y
acechantes, agachado sobre sus ancas, con las fauces salpicadas de
tanta sangre que gotea del resbaladizo pelaje de su barbilla. Me llega
su aroma a cuero y escarcha, mezclado con el sabor cobrizo de sus
víctimas asesinadas.
—No te acerques más —le digo, poniéndome en pie de un
empujón, y sus labios se retraen mientras suelta un estruendo
chirriante que me recorre por dentro.
Las garras se retraen de sus patas ensangrentadas y cae tan cerca
del suelo que su vientre roza la hierba, sus ojos inquietantes me
atraviesan como cuchillas heladas.
Se acerca a un brazo de distancia, un movimiento arrastrándose a
la vez, cada movimiento de su cuerpo hace que sus músculos
carnosos se ondulen y se hinchen.
Cuánto poder. Tanta fuerza.
Tanta muerte.
—Por favor —susurro, levantando la mano buena entre los dos, sin
estar segura de que pueda entenderme—. Por favor, para…
La bestia gime, dejando caer la barbilla al suelo, como si intentara
hacerse más pequeño. Menos aterrador.
Imposible cuando sus ojos oscuros me martillean hasta
convertirme en una pulpa temblorosa.
Se oye un chasquido estridente y mis ojos se abren de par en par, el
corazón me da un vuelco.
Unas fisuras se abren paso hacia mí desde aquel cráter de cristal,
tallando un gigantesco trozo de media luna en el acantilado que me
atrapa a la perfección.
Terriblemente.
Tengo una fracción de segundo para asimilar el destello de agonía
cruda y primaria en los ojos de la bestia antes de que el suelo bajo mí
se desplome al son de su lamento dolorido, sus zarpas azotando para
asir el aire. El viento me desgarra el cuerpo.
Me zambullo con fuerza y rapidez, mi mente se sumerge en su
propio vacío de tinta mientras el océano brama bajo mí, tragándome
en sus monstruosas fauces.
Gotas de agua fría se esparcen sobre mi piel ardiente, sacándome
de mi sueño de cortina de humo. Respiro con dificultad y el olor
salado del océano me llena los pulmones.
Golpecitos sutiles resoplan contra mí como pequeños soplos de
aire…
Me resulta familiar.
Imposible.
Abro los ojos a rastras y veo una mancha de pelo blanco y carne
profundamente bronceada. Veo montones de cosas brillantes que
rebotan penetrantes fragmentos de luz que hieren mi blando cerebro.
Un gemido me sube por la garganta mientras escudriño mi borroso
entorno, intentando afinar la vista, con el pánico arañándome los
pulmones. Destrozándolos.
Apretando un nudo alrededor de mi garganta.
—¿Dónde…?
—Está bien, Tesoro. Está bien…
Kai…
Sollozando, aprieto los ojos.
—Te tengo. Estás a salvo.
No lo estoy.
—Tengo que quitar el perno, Tesoro. Primero tengo que romperlo
y luego sacarlo.
Un profundo dolor punzante penetra en mis sentidos, y desplazo
mi mirada borrosa hacia mi brazo, la mente volviendo a visiones de
él enganchado con flechas.
Estaba agachado sobre mí, sangrando.
Vacilante.
Protegiéndome.
Gimo y suelto un hilo de lágrimas mientras cierro los ojos.
—¿Estás lista?
No.
—Sí —susurro, asintiendo con fuerza.
Me sujeta del brazo y me lo pone suavemente sobre el pecho, una
punzada de dolor ardiente me atraviesa. Se oye un chasquido, un
rebote devastador, y un grito me sube por la garganta cuando el
vástago se desliza, rozando el hueso magullado y sensible.
Mi cuerpo se convulsiona por el dolor que me oprime los músculos
mientras caigo hacia un manto de somnolienta oscuridad… con la
esperanza de que esto sea una pesadilla. Que me despierte en una
caverna envuelta en él, en el olor, la sensación y el dolor de nosotros.
Amándonos.
Anhelándonos…
***
Abro los ojos y percibo el olor húmedo y salado de lo que me rodea,
atravesado por un frío rayo de decepción.
No era una pesadilla…
No me he despertado en un nido de hojas crujientes acurrucada
alrededor del hombre al que amo, cuidando de las flores mantecosas
del alivio y de un corazón desbordante. En lugar de eso, todo mi
cuerpo es un gran dolor. Incluso la simple tarea de mover los
párpados me duele tanto que quiero llorar.
Un agonizante torrente de lava me recorre las venas, el brazo me
cruza el pecho y me produce un ardiente picor, como si unos gusanos
me royeran la parte inferior de la piel y me arrancaran trozos de
carne. Siento ese mismo gruñido glotón en los pulmones, como si la
carne se consumiera a bocados.
Toso y balbuceo, saboreando la sangre y el sabor rancio de la leche
agria, segura de que cada músculo de mi cuerpo está siendo amasado,
estirado o roto.
El agotamiento me clava los pulgares en los ojos, amenazando con
reventármelos. Los pesados señuelos tiran de mis párpados y me
atraganto con otra respiración entrecortada que parece el principio
del fin…
Mi cabeza se inclina hacia un lado y los párpados se vuelven más
pesados.
Más pesados.
A través de la niebla de mi visión, veo a un hombre muy bronceado
con el pelo blanco que sale de detrás de un montón de cosas brillantes.
Se parece a Kai.
No puede ser Kai.
—Tesoro, estás despierta…
Los señuelos que tiran de mis párpados ganan la guerra, y vuelvo
a caer en un sueño de tinta que me envuelve en sus alas negras y
correosas.
Esto es real. Me estoy muriendo: el fin bajo mis pies, esperando
para abrir sus fauces y devorarme. Para sopesar el pesado pesar de
mi corazón y luego escupirme como polvo.
Y todo lo que quiero es a él.
***
¡Ploc! ¡Ploc! ¡Ploc! ¡Ploc! ¡Ploc! ¡Ploc! ¡Ploc! ¡Ploc!
Suelto un gemido que hace que mi pecho se convierta en una
incursión de toses violentas; el pánico me aprieta las costillas, segura
de que me estoy ahogando desde dentro. Profundos y húmedos
chasquidos me destrozan los pulmones e inclino la cabeza hacia un
lado, vomitando la sangre que burbujea con cada bocanada.
—Eso es, Tesoro. Levántate…
El fuego se filtra por mis poros. Gotea de mí en riachuelos que no
hacen nada por sofocar este furioso infierno.
El espasmo disminuye, el pánico se desata y mi cabeza se tambalea.
Respiro con dificultad y entrecierro los ojos esmeralda.
Kai…
—Lo siento mucho —ronroneo, no queriendo morir sin que él
conozca el peso de mi arrepentimiento, carraspeando en otra ronda
de toses que me vacían el pecho mientras trato de restregarme las
larvas de lava masticadas de la pierna.
Mi brazo.
—No, Tesoro… No lo sientas. —Me acaricia la mejilla con una
mano cálida contra la que me acurruco, luego gimo por el dolor,
sintiendo como si la piel se me resbalara del hueso—. Mierda.
Mi gemido se convierte en una tos húmeda y rancia, y me arqueo
hacia un lado en un revolcón agónico, con arcadas cuajadas y
grumosas que saben a mis entrañas podridas desprendiéndose en
trozos.
—Te fallé desde el principio.
No sé lo que quiere decir.
Pero ya no importa.
Me siento desolada mientras vomito otro bocado grumoso en un
cuenco que apenas puedo distinguir. Una muerte prematura siempre
me ha parecido inminente, como una sombra que se desliza a mi
alrededor. Observándome.
Contando los días.
Pero la mirada de los grandes ojos de tinta de aquel Vruk mientras
el mundo se desmoronaba bajo mis pies me perseguirá hasta el final.
Como si le hubiera atravesado el pecho con el puño y le hubiera
arrancado el corazón, agarrándolo con la mano ensangrentada
mientras caía.
Kai me echa hacia atrás y me inclina la cabeza hacia un lado. Doy
un silbido antes de que algo resbaladizo, frío y húmedo se deposite
sobre la herida abrasadora que parece abarcarme media mejilla.
Levanto la mano, intento despegarla, pero Kai me la aparta con
suavidad.
—Te ayudará, Tesoro. Debes dejártelo puesto.
Desearía que en vez de eso hubiera marcado con sus dedos el dolor.
Arrancar las cosas que me roen.
¡Ploc! ¡Ploc! ¡Ploc! ¡Ploc! ¡Ploc! ¡Ploc! ¡Ploc! ¡Ploc!
El sonido me parte el cráneo y gimo.
—Shh, shh, shh… Está bien, Tesoro. Lo estás haciendo muy bien.
Vamos a sacarte de esta. Solo necesito que aguantes un poco más,
¿bien? Sigue siendo fuerte —dice, acariciando la llaga, sus raíces
chisporroteantes contoneándose hasta mi cráneo.
Mi mandíbula.
Igual que la roncha hambrienta de mi mano. El pie.
Me duele todo, y el mundo tiembla al compás de ese repiqueteo: la
caverna, el agua chapoteando en la orilla atesorada hecha de cosas
brillantes que tintinean.
Debo estar en el tesoro de Kai…
Ojalá pudiera verlo bien. Apreciarlo. Decirle lo bonito que es y
adular todos sus preciosos recuerdos.
Cierro los ojos, mi visión inútil de todos modos, una larva en cada
uno, mordisqueando mis córneas, rechinando sus dientes alrededor
de mis pupilas.
Distorsionando las cosas.
¡Ploc! ¡Ploc! ¡Ploc! ¡Ploc! ¡Ploc! ¡Ploc! ¡Ploc! ¡Ploc! ¡Ploc! ¡Ploc! ¡Ploc!
¡Ploc! ¡Ploc! ¡Ploc!
—Ese sonido —gorjeo, sintiendo cómo me picotea el cráneo con
cada golpecito incesante.
Kai gruñe mientras unas garras de tinta se aferran a mi conciencia,
aplastándola en sus puños cada vez más apretados.
Esta vez, cuando abre los ojos, un grito gorgoteante le desgarra la
garganta mientras se estira hacia el techo, sus iris violetas engullidos
por pupilas dilatadas.
—¿Kai? ¿Estás…? —Respira entrecortadamente y busca en el
espacio que me rodea. Por el bamboleo errático de sus ojos me doy
cuenta de que ha perdido la vista.
«Escapar. Escapar. Escapar».
Ignoro los chillidos de Zyke y agarro la mano de Orlaith, atada a
las algas. Hago lo poco que puedo para atarla plantándole un beso en
el interior de la muñeca, justo donde su pulso acelerado me pica.
Demasiado rápido.
Demasiado violento.
Zyke se convierte en un remolino maníaco en mi pecho,
azotándome las costillas con su cola cortante.
—Tesoro…
Sus labios tiemblan, su cara se desmorona. Levanta la otra mano y
me palmea el pecho a ciegas.
—Estás aquí…
Se me parte el corazón.
Debería haber estado allí.
Y ahora…
Examino su cuerpo en guerra, recordando las heridas que descubrí
cuando vino a vernos por primera vez:
Profundos cortes en sus palmas.
Una flecha en el brazo.
Mordeduras en el cuello…
Todas curadas, luego reemplazadas por forúnculo sobre forúnculo
sobre jodido forúnculo. Saco una tira de algas de una mezcla de saliva
y agua de mar y le curo otra herida mientras Zyke suelta un
quejumbroso lamento.
—Estoy aquí, Tesoro.
Por fin estoy aquí.
¡Ploc! ¡Ploc! ¡Ploc! ¡Ploc! ¡Ploc! ¡Ploc! ¡Ploc! ¡Ploc!
Barro las gotas de sudor de su frente, robando una mirada al techo
mientras ese maldito golpecito sigue rebotando hasta llegar a mi
trova.
Es audaz. Implacable.
No ha parado en horas.
Días.
Ya ni siquiera estoy seguro.
Todo lo que sé es que él le hizo esto.
Rhordyn.
Es una bestia terrestre. Debería haberla protegido.
Si ella muere, voy a matarlo. Que Zykanth lo mastique hasta
convertirlo en sangre y tripas y vísceras, luego escupa los residuos en
los cinco mares para que sus células nunca se vuelvan a unir.
No en esta vida. Tal vez si el mundo implosiona, y luego vuelve a
iniciar en forma de otro.
Utilizo una almeja para recoger un chorrito de agua fresca de la
grieta de la pared de piedra negra y se lo acerco a los labios agrietados
de la chica, que levanta la cabeza. Bebe y siento alivio, hasta que se
inclina hacia un lado y vuelve a vomitar, ahora teñida de sangre.
—No pasa nada, Tesoro. —Le froto la espalda mientras vomita—.
Estás bien…
Una sucia mentira que nunca me perdonaré. Ella no está bien.
En absoluto.
Su cuerpo frágil e infectado se dobla al compás de sus arcadas y
una pesadez se agolpa en mi pecho.
¡Ploc! ¡Ploc! ¡Ploc! ¡Ploc! ¡Ploc! ¡Ploc! ¡Ploc! ¡Ploc! ¡Ploc! ¡Ploc! ¡Ploc!
¡Ploc!
Zykanth azota contra mis costillas con tanta fuerza que suelto un
suspiro. «Libera a Zykanth. Come hombre violento y roba palo.
Hombre enfadado paga por herir a Tesoro».
Orlaith cae de espaldas contra el pellejo de algas húmedas, con la
cabeza balanceándose de lado a lado mientras gimotea.
—Ese sonido…
—Lo sé, Tesoro.
Lo sé, mierda.
Si ella pide que la libere, liberaré a Zykanth. Que nade hasta allí y
silencie a Rhordyn para siempre.
Orlaith trata de rascarse la piel llorosa y llena de furúnculos, luego
gime y pone cara de asco cuando se da cuenta de que sus manos son
inútiles, vendadas con cuerdas planas de hierba. Sigue rasgándose la
piel, lo que favorece la aparición de más llagas.
La levanto, la acerco a mi pecho y la acuno suavemente.
La hago callar.
Creo que han pasado más de cinco días desde que se precipitó por
las fauces abiertas de Zykanth al caer del acantilado, y no ha hecho
más que empeorar.
Le he fallado.
Ella gime, extendiendo la mano hacia el cielo de nuevo cuando el
golpeteo de alguna manera se hace más fuerte.
Más brusco.
—Rhordyn…
Zykanth gruñe tan fuerte que el agua que chapotea en nuestra
preciada orilla se ondula, las ondas sonoras rebotan en el techo
curvado. Unas cuantas monedas tintinean en la pendiente de nuestro
montículo.
Le retiro un mechón de pelo de la cara.
—No, Tesoro. Es Kai…
—Lo necesito —dice ásperamente, poniéndome la mano en la cara
mientras intenta mirarme—. Lo necesito.
Su cuerpo sufre otro espasmo al toser y balbucear, y me tiembla el
labio superior.
Echo un vistazo al techo. En dirección a la cabeza de chorlito con el
palo. Pero entonces vuelvo a centrar mi atención en Orlaith y veo una
mirada en esos ojos que no ven que imita el dolor que siento en el
pecho por la ausencia de mi Vicious…
Zykanth detiene su deslizante revuelo, golpeando los bordes de
Orlaith. «¿Tesoro quiere hombre enojado? Tesoro debe tener el
corazón enfermo como la piel enferma.»
—No creo que sea eso —susurro en voz alta mientras sus ojos giran
hacia atrás, su cuerpo se vuelve flácido.
Sin vida.
Si no fuera por el silencioso golpeteo de su corazón, casi creería…
Trago grueso, la bajo suavemente a la piel y le planto un beso en la
frente ardiente. Me odio por no haber podido salvarla.
Zyke suelta otro largo lamento.
El corazón se me encoge y la humedad me cubre las mejillas
mientras vuelvo a mirar al maldito techo, sabiendo exactamente
dónde querría estar si fuera a exhalar mi último aliento…
Con Vicious.
«Mala idea. Zykanth no está de acuerdo con la mala idea.»
—Dejaremos que se la quede —le digo a Zyke, con un tono tan
firme como mi determinación.
Que muera con él.
Que vea lo que ha hecho. Cuánto le ha fallado a ella también.
Zykanth se queda quieto, escucha…
«Una vez que ella se haya ido, puedes matarlo».
El mar de pizarra brama bajo el viento aullante y la lluvia
torrencial, el sol del mediodía se oculta tras un revuelo de nubes
ciclónicas mientras golpeo el poste metálico contra las piedras una y
otra vez.
Su semilla es una estrella que chisporrotea, con raíces que tiran de
donde está anclada a mis costillas y al fondo de mi alma, una violenta
convulsión que amenaza con cada agonizante tirón. Imagino un árbol
milenario arrancado de la tierra en incrementos devastadores, mis
garras clavadas profundamente en la preciada carga. Un ancla que
falla.
Se está muriendo.
Golpeo las piedras una y otra vez, rugiendo al viento y a la maldita
lluvia.
Rugiendo al cielo y al mar.
A mí mismo.
Mi bestia es una sombra inquieta acuchillando mis entrañas.
Desesperada por rasgar mi piel y hacer lo correcto.
Cayó igual que cayó Rai, y no puedo dejar de verlo.
De revivirlo.
El océano se hincha con una erupción de burbujas furiosas, y suelto
un suspiro gutural. Ese pulso invisible me golpea con violencia
mientras tiro el bastón y caigo de rodillas sobre las rocas negras y
dentadas.
El agua brota como cortinas que se abren, revelando una enorme
cabeza cuadrada del tamaño de la mitad de un barco, cubierta de
escamas plateadas. Grandes ojos verdes de serpiente se abren de
debajo de un estante de fragmentos de color musgo y me miran con
fijeza.
Unas columnas de vapor salen de las fosas nasales y la bestia emite
un profundo gemido similar al crujido de un barco. El agua oscila, su
larga masa reptante se agita bajo las olas, lanzando destellos de aletas
y volantes.
—¡Dámela! —La súplica me raspa la garganta—. ¡Por favor!
Nunca he suplicado. Ni una sola vez. Pero me quedaré de rodillas
hasta que sienta que la llama se apaga.
Entonces…
Haré pedazos el mundo.
Otro inquietante estruendo agita el agua mientras mis brazos
cuelgan sueltos a los lados. Patético e inútil.
Tan jodidamente inútil.
Mi animal araña una costilla.
Me duelen los huesos, suplicando crujir, la mandíbula saliéndose
de su sitio mientras mi piel amenaza con partirse.
Esos ojos verdes se endurecen con una promesa letal y se acerca
unos metros más a las rocas, abriendo las fauces y dejando al
descubierto hileras de dientes aserrados. Enroscada en el centro de su
lengua regordeta, con tiras de tela deshilachada y ataduras de algas…
Ella.
Mi corazón se desploma.
Su piel está salpicada de cráteres en carne viva, llorosos, y
forúnculos rosados abultados, algunos con cabezas pálidas que
parecen a punto de estallar. Su hombro afilado está encorvado en
torno a su fragilidad, los huesos de la cadera sobresalen, picos
afilados. Como si la enfermedad se hubiera cebado con ella desde
dentro.
La hubiera convertido en comida.
—Muerde y te acristalaré las putas entrañas —gruño, saltando
sobre un jirón de sables nacarados y adentrándome en la caverna
rosada y sinuosa que apesta a tripas de pescado, aterrizando sobre su
lengua carnosa—. Estoy aquí, Milaje —susurro contra la sien de
Orlaith mientras la recojo en mis brazos. Su cuerpo está flácido y frío.
Demasiado frío.
Salto de las fauces del dragón hacia el viento aullante, corriendo
sobre rocas afiladas que me cortan los pies mientras él sigue atacando
con furia mis costillas, hiriéndome.
Cortando.
Doy la vuelta a la bahía, las olas rugientes se extienden por la orilla,
como si quisieran alcanzarme. Subo a toda velocidad las empinadas
e irregulares escaleras cortadas en la negra pared del acantilado, sin
mirar atrás hasta que estoy a mitad de camino, la mirada más rápida.
Sigue ahí, con los ojos verdes clavados en mí mientras su enorme
cuerpo serpentea bajo la superficie.
No pretendo no saber por qué.
Sé por qué.
Está pensando en todas las formas en que quiere masticarme y
escupirme porque cree que su vida está a punto de terminar.
En cierto modo, tiene razón.
Al subir las escaleras, veo a Mersi con la cara desencajada y la
puerta abierta, los ojos muy abiertos y las mejillas sin color. La lluvia
le cubre la cara con el pelo rubicundo y el delantal chasquea con el
viento.
Se lleva la mano a la boca mientras su mirada castaña roza el cuerpo
de Orlaith.
Su cara.
—Oh, mi niña…
—Atrás —rujo, y ella se aparta de mi camino.
Me abalanzo sobre ella y los pasos de Mersi, apresurados y
arrastrados, persiguen los míos atronadores mientras la puerta se
cierra con estrépito, cortando los aullidos de la tormenta. Abrazada a
mí, la lenta y traqueteante respiración de Orlaith alimenta mi rabia.
Mi autodesprecio.
—Aún podría superarlo por sí misma, Rhordyn…
Las palabras de Mersi son una súplica dolorosa, pero son guijarros
para mi coraza de hierro mientras doblo una esquina tan rápido que
las llamas de una lámpara de pared parpadean.
—Esa oportunidad disminuye cada hora. No arriesgaré su vida.
—La enfermedad alcanza su punto máximo al quinto día. Aún
podría sobrevivir…
Me giro, obligando a Mersi a detenerse cuatro pasos atrás, con la
mirada fija en el cuerpo devastado por la enfermedad de Orlaith, que
cae en mis brazos como un cadáver.
—¿Parece que vaya a sobrevivir?
Mis palabras resuenan al unísono con un relámpago que cae lo
bastante cerca como para hacer vibrar una ventana cercana.
Las facciones de Mersi se suavizan y suspira, con una profunda
tristeza en los ojos.
—Sabes, vi el momento en que se enamoró de ti.
Sus palabras hieren esa parte de mí que ya está en carne viva y
sangrando.
Trago saliva, giro sobre mis talones y salgo corriendo por el pasillo,
perseguido por sus pasos.
—Estaba en el jardín hace poco más de un año, plantando uno de
sus rosales mientras yo la ayudaba a cubrir los otros con mantillo. ¿Te
acuerdas?
Gruño, dejando que la bestia que llevo dentro libere parte de su
rabia en el sonido de sierra que lanza tras de mí mientras corro a la
vuelta de una esquina. Bajando un tramo de escaleras.
Sí.
—Viniste furioso cuando ella aún tenía las manos en la tierra y le
dijiste que estabas celebrando una pequeña fiesta. Que tenía que ver
lo que el mundo le ofrecía para saber lo que se perdía escondiéndose
tras su Línea de Seguridad.
Doblo una esquina. Bajo otro tramo de escaleras.
—¿Cuál es tu puto punto, Mersi?
—Ella esquivó la declaración, como era de esperar. Fingió que no
habías dicho nada. Te preguntó si te gustaba su rosal. Y tú le dijiste…
—«Me gusta todo lo que plantas» —rechino entre dientes
apretados, recordando la luz que se encendió en sus ojos. La luz que
ignoré.
Me reprendí por ello.
—Plantaste una chispa en ella y luego la dejaste cocer a fuego lento
hasta que estuvo tan enferma de amor no correspondido que aceptó
la cupla de otro macho. No has sido más que un despojo para esa
chica, Rhordyn. Y ahora se está muriendo de una enfermedad que
podría haberse evitado si hubieras sido sincero con ella.
Sus palabras son flechas, del tipo de hierro que quema atravesando
la piel y los músculos y me debilita las rodillas.
Tiene razón, por supuesto. Una vergüenza que llevaré el resto de
mi vida.
Al esforzarme tanto por evitar esta situación, la he provocado.
—Y aunque me duela en el corazón decirlo… debo hacerlo. Si estás
haciendo esto por deber o autoservicio, déjala descansar, Rhordyn.
Mi corazón se detiene al unísono con mis pies, el candelabro a mi
lado vacila.
Lentamente, me doy la vuelta.
Mersi se detiene a varios metros de distancia, la fulgurante
tormenta del exterior encendiendo su retorcido rostro manchado de
lágrimas.
—Si no la amas —suplica, las palabras convertidas en un sollozo
estrangulado—, entonces déjala descansar.
Se me hiela la sangre tan rápido que las cuatro velas del candelabro
se apagan, mi animal es una estatua dentro de mí.
Observando.
—Tu primer error fue suponer que una mísera palabra de cuatro
letras podía encapsular lo que siento por ella —digo, inclinando la
cabeza hacia un lado, clavando en Mersi una mirada que espero que
sienta hasta los huesos—. Tu segundo ha sido asumir que la dejaré
marchar. Comete un tercero y se acabó.
Hay un momento de tensa quietud.
Las mejillas de Mersi se hinchan, una sonrisa se dibuja en su cara,
llegando hasta sus ojos. Confundido, frunzo el ceño, viéndola aflojar
el nudo de los cordones de su delantal.
Se lo quita.
Lo aprieta entre las manos y se quita una lágrima de la mejilla.
—Entonces ya no me necesita —dice, mirándome con ojos
vidriosos y una sonrisa fresca, aunque se le borra un poco cuando
mira a Orlaith—. Dale un beso de mi parte. Dile que una mísera
palabra de cuatro letras no puede resumir lo que siento por ella, y que
vendré a tomar el té cuando se recupere.
Mi ceño se frunce.
Se acerca a mí y le doy la espalda, poniéndome rígido a su paso, sin
querer arriesgarme a que haya contacto entre ellas, aunque me pone
la mano entre los omóplatos y me susurra:
—Si vuelves a hacerle daño a mi chica, encontraré la forma de
echarte sen en el estofado.
***
Abro la puerta de una patada, irrumpo en mi habitación y dejo a
Orlaith en la cama, con su cuerpo cayendo sobre el colchón de una
forma que amenaza con destrozarme la piel.
La libero.
—Milaje…
Le paso la mano por la frente mojada de sudor.
Emite un gorgoteo que me parte el pecho y luego abre los ojos, con
las pupilas tan dilatadas que ya no queda nada del violeta. Su mirada
da vueltas, como si estuviera buscando, y su respiración empieza a
serrarse. Más rápido.
Más deprisa.
—¿Rhordyn? —dice ásperamente, alcanzándome…
Agarro su mano de alga y la planto contra mi mejilla.
—Estoy aquí, Milaje. Estás a salvo.
Su ceño se frunce y sus ojos se cierran.
Le sujeto la cara con las manos —lo bastante suaves para que pueda
sentirme allí sin agitar sus heridas— e imagino que puede verme. Que
está entera, sana, sonriendo y no rota en mi cama.
—¿Esto es un sueño?
—No —digo con la garganta irritada.
Es una pesadilla.
Huelo su floreciente alivio y ella solloza entre otra respiración
húmeda, acurrucándose contra mi mano. Grita un agudo gemido de
dolor que me hace querer aplastar este maldito mundo en mi puño.
—Lo siento…
Yo también.
Levanta la otra mano, su rostro se retuerce de agonía mientras
busca a ciegas mi pecho, poniendo la palma sobre mi corazón.
Sus rasgos se suavizan un poco.
—No quiero irme —susurra, en su tono crece una espina de…
determinación—. Necesito que sepas que quiero quedarme aquí para
siempre. Contigo.
Frunzo el ceño.
—No vas a ir a ninguna parte.
Por alguna razón, llora con más fuerza. Su cuerpo se sacude y tose
entre ladridos profundos y húmedos que me hacen masticar las
ataduras.
Respira cansada y entrecortadamente.
—Pero… me duele…
Esas palabras hacen crujir mi corazón partido en dos.
Mi bestia me araña las costillas mientras gordas lágrimas resbalan
por sus mejillas.
—Quiero… quiero que se acabe el dolor, Rhordyn. Por favor.
¿Por favor?
—Yo… quiero pasar mi último aliento besándote.
Mi corazón se detiene.
Me está pasando notas de despedida como si pensara que voy a
atravesarle el pecho con una puta espada y acabar con su sufrimiento.
La comprensión hunde sus dientes en la bóveda de obsidiana
escondida junto a su semilla que se atenúa. Un cofre lleno de heridas
que nunca sanarán, demasiado dolorosas incluso para pensar en ellas.
Tan pronto como este momento termine, meteré este también ahí.
—Bien, Milaje. —Aprieto el susurro de un beso en su cabeza,
vibrando de odio hacia mí mismo—. Voy a parar el dolor, ¿bien?
Su sollozo aliviado me destroza.
—Lo siento —digo, apretando los ojos.
Siento mucho que no haya tenido la oportunidad de florecer. Que
le haya hecho creer que la odiaba a ella y no a mí. Que probablemente
nunca me mirará sin ver a las bestias que sellaron el destino de su
madre.
Que está a punto de ser atada a la cara de sus pesadillas.
Sobre todo, siento que nunca entienda por qué no pude, no puedo
darle la opción que se merece. No si puedo evitarlo. No hay realidad
en la que le ofrezca libremente el peso de su especie caída. Del mundo
entero. No hay realidad en la que ella no se permitiría caer sobre esa
hoja.
Ninguna.
Me inclino hacia atrás mientras una sonrisa reconfortante roza sus
labios, su barbilla se tambalea, los párpados se cierran, más lágrimas
se escapan.
—Seré una flor en tu jardín.
Nunca.
Gruño entre caninos alargados y hundo los dientes en el labio
inferior, dejando correr un chorro de sangre por la boca antes de
acariciarle la cara.
Presiono mis labios contra los suyos.
Gime dentro de mí mientras le meto la lengua hasta el fondo,
llenándola de mil disculpas. Mil súplicas de perdón.
Nunca será suficiente.
Llevo la mano a su garganta y masajeo suavemente su piel herida,
contando los segundos que faltan para que trague, sabiendo que son
sus últimos momentos de libertad. Que a partir de hoy no podrá pasar
un día sin depender de mí, su mayor y más letal debilidad.
Una tierna vulnerabilidad, en constante caída.
Estoy comprando momentos para nosotros, esquivando el destino,
solo para atarlo a nuestros talones donde nos golpeará con cada paso
que demos durante el resto de nuestras vidas. Pero como un ladrón
hambriento, tomaré esos momentos robados y devoraré cada uno de
ellos hasta que no quede nada que robar.
Sorbe un jadeo estremecido y luego profundiza el beso con la
fuerza de un incendio, acercándome la cara. Tragando.
Respira.
Arqueando la columna, gime a través de la oleada de éxtasis puro
e impoluto que siento palpitar en nuestro vínculo mientras mi sangre
enturbia su sistema, borrando su única existencia. Plantando una
semilla maligna y parasitaria en lo más profundo de su pecho.
Una semilla que percibo igual que percibo su presencia cálida y
floreciente cada vez que entra en una habitación, o su mirada
arrolladora sin importar la distancia que nos separa.
Una semilla que adoro, un vínculo directo que me permite llenarla
de fuerza y vida.
Una semilla que nos acerca en todos los sentidos menos en el que
de verdad importa…
Su aceptación de mí.
De nosotros.
Su cuerpo se debilita y yo me retiro, respirando entrecortadamente,
arañándome el pecho. Veo sus labios manchados de mi sangre
mientras respira somnolienta.
—Lo siento —susurro de nuevo, plantando otro beso en su sien,
justo al lado de una herida que se encoge y me revuelve el corazón.
Porque está funcionando.
Reconstruyéndola desde dentro, uniéndola con cada latido de su
acelerado corazón.
Me inclino más hacia atrás, me froto la cara, me paso los dedos por
el pelo y me agarro con fuerza. Mis hombros se encogen, el peso de
mi decisión se agrava…
Es muy probable que cuando despierte me odie más que nunca.
Y eso podría arruinarme.
El frágil chico de la celda tiene los ojos oscurecidos y las raíces de su pelo
iridiscente han empezado a oscurecerse.
Su luz se desvanece.
Su piel está rota.
Se ha mojado.
Llora por alguien a quien llama Maestro…
Me gustaría matarlos a todos de nuevo.
Voy a la deriva…
Tiro una manta sobre el retrato y lo escondo en una habitación donde no
tenga que mirar todo lo que he perdido.
Nunca volveré a pintar en color.
Voy a la deriva…
Hay miedo en sus grandes ojos cuando me mira, buscando una marca
hecha por la hoja que acaba de blandir. La semilla que hay bajo mis costillas
retumba en reconocimiento a su mano sobre mi pecho, justo encima de él.
Estoy cayendo. Sintiendo cosas. Luchando contra ellas antes de que el
destino ponga sus ojos en ella.
Le corte la respiración.
No pueden tenerla.
Voy a la deriva…
Estoy en una habitación fría solo iluminada por un rayo de luz que cae
desde lo alto, bañando la escultura de cristal de un hombre y una mujer…
abrazados para siempre.
Siempre eligiendo no quedarme.
No sé por qué he venido aquí…
Siempre duele.
Voy a la deriva…
Estoy orgulloso. Desolado.
Petrificado.
Rodeado de sus colores y su olor, veo alejarse un barco, con el olor de su
sangre, su miedo y su angustia aún en el fondo de mi garganta.
Casi se ahoga intentando escapar de mí, porque no hablé. Otra vez.
Como siempre.
¿Por qué cerré esa puerta? Mis palabras no dichas podrían cortarle la
garganta. Quemarla en la hoguera. Cortarle las orejas.
Solo podré culparme a mí mismo.
Voy a la deriva…
Su mano me rodea, trabajándome.
Codicioso, caigo en su atención carnal, atiborrándome de sus sobras como
un animal.
Me odio por ello.
Lo que realmente quiero es su corazón.
Voy a la deriva…
Tengo un agujero en el pecho y quiero decirle que no pasa nada. Porque es
cierto.
Merezco llevar su dolor.
Su odio.
Pero por primera vez en mi vida, tengo tantas palabras que decir… y ahora
no puedo tomar aliento para decirlas.
Voy a la deriva…
Está arrodillada en una cama de almohadas blancas, con los labios de un
tono rojo oscuro. Otro hombre la tumba y ella se deja.
«Bésame».
Veo la mentira en sus ojos dorados.
Sus manos están sobre ella. Ahora sus labios.
Soy un asesino.
Impotente.
Esta boca no gritará mis palabras…
Voy a la deriva…
Estoy mirando a los ojos amatista de alguien que llena mi pecho por
completo, su mano en mi mejilla, arrepentimiento en su mirada acuosa.
Mi corazón se rompe incluso antes de que ella lo califique de error.
Voy a la deriva…
Camina por una rama por encima de mi cabeza mientras llueven flores
azules. Mira hacia abajo y mi mundo se derrumba cuando sonríe.
Es lo más hermoso que he visto nunca, y todo es por mí.
Voy a la deriva…
Estoy dentro de ella y no quiero salir nunca.
Me pasa las manos por los hombros y me besa como si fuera frágil. Como
si no me tuviera miedo.
Por primera vez en mi vida, no me siento como un monstruo.
Esto es todo lo que importa. Nosotros.
El mundo puede joderse.
El destino nunca la encontrará.
Voy a la deriva…
Mi bestia revienta el cráneo del hombre entre sus dientes, los sesos salpican
la parte posterior de su garganta.
Está seguro de que si lleva la sangre de sus enemigos, ella verá cuánto la
ama.
Que lo aceptará.
Ojalá fuera tan fácil.
Voy a la deriva…
Ella está cayendo, y nosotros estamos impotentes. No hay equilibrio en
este momento.
Solo hay dolor.
Voy a la deriva…
Un grito ahogado me penetra, llenándome los pulmones de olor a
cuero y a una fresca mañana de invierno.
A él.
Su esencia está viva en el aire cálido que me acuna, en su aroma
que me impregna con cada respiración. Está en mi pecho, como si
hubiera deslizado sus dedos entre mis costillas y labrado un vacío en
lo más profundo de la materia de mi alma, llenándolo con una semilla
negra y aterciopelada que ha enroscado sus robustas raíces alrededor
de los delicados huesos.
Se siente tan bien dentro de mí, como una pieza faltante sembrada
en su lugar, latiendo con su propio latido constante… fuerte y
poderoso.
Anclándome.
¿Esto también es un sueño?
La confusión convierte mi corazón en un rugido atronador.
Abro los ojos y miro a mi alrededor.
Sábanas negras me cubren como un escudo.
Camisa negra, limpia y sin rotos que nada sobre mí.
Paredes negras.
Negras.
Negras.
Negras.
El color se hunde en mi alma como el sol en mi piel.
Castle Noir…
Respiro grandes, claras y hermosas bocanadas mientras miro mis
brazos, estirándolos. Inclinándolos hacia ambos lados.
No hay forúnculos.
Las cicatrices de mis palmas han desaparecido y mis manos vuelan
hacia mi cuello, felizmente lisas.
No hay mordeduras…
¿Cómo…?
Siento un profundo estruendo y mi mirada recorre las paredes sin
barnizar.
Una ventana familiar da a un cielo nocturno tormentoso, y mi pulso
se acelera, deteniendo la mirada en el caballete que exhibe un boceto
inacabado que ya he visto antes, en el que descansan unas manos que
parecen tan tranquilas. Pestañeo para contener las emociones
punzantes y miro hacia la chimenea que brilla con una dispersión de
brasas palpitantes que tiñen la habitación de un cálido resplandor
rojizo. Suelto un grito ahogado y el corazón se me paraliza al ver el
monstruoso montículo de pelaje negro, patas enormes y ojos grandes
que no parpadean.
Mirándome.
Me asalta la visión de la carne de Rhordyn partiéndose, brotando
una piel de tinta que pronto se vio salpicada de sangre.
Los ecos de su doloroso lamento me empalagan, las lágrimas
encharcan mis párpados inferiores.
Goteando por mis mejillas.
Otro suave rodar vibra en mi pecho, su plácida mirada fija.
Sus orejas se aguzan cuando me incorporo para ver mejor.
Los retazos de tela se esparcen por el suelo a su alrededor, como si
hubiera tomado el control tan rápido que Rhordyn no hubiera tenido
tiempo de quitarse los pantalones. Esos ojos grandes y brillantes me
siguen mientras me muevo hacia un lado de la cama y apoyo los pies
en el frío suelo de piedra, con el corazón palpitante.
Otro profundo estruendo llena la habitación. Me llena el pecho
como si me estuviera metiendo el sonido directamente por las
costillas; casi un ronroneo que me llena de una fuerte sensación de…
Seguridad.
Recuerdo el divertido sueño que tuve, que se siente como una
verdad que me acurruca, poniéndome cómoda en medio de la
penumbra cenicienta. Un sueño en el que una bestia sedienta de
sangre formaba parte de mí, cosida a mis costuras. Hacía crujir los
huesos. Enfrentada a esta cruda y arcaica creencia de que la sangre
que extraía equivalía al amor que sentía por… alguien.
Recuerdo la agobiante sensación de incapacidad al ver caer a ese
alguien.
A mí.
Los sueños… son como baratijas de verdad que me han llegado.
Baratijas que guardo para examinarlas más tarde.
Avanzo con pasos lentos y cautelosos, la camisa de Rhordyn me
rodea y roza mis muslos. La bestia permanece atada a sí misma, con
la punta de su larga y esponjosa cola moviéndose de un lado a otro.
La luz oxidada del fuego me calienta la piel cuando me acerco lo
suficiente para que su respiración profunda y retumbante me roce las
piernas desnudas, agitando el dobladillo de la camisa. Quieta, me
arrodillo y miro directamente esos globos insondables.
—Tú…
Mi voz resuena como una canción cosida con miel, y mi mano me
golpea la garganta.
¿Por qué sueno tan extraña? ¿Adónde ha ido a parar mi aspereza?
¿Se ha curado también?
Una sombra se cierne sobre mí antes de que algo suave me roce la
mejilla, y me doy cuenta con un sobresalto de que es su cola, lo que
me produce escalofríos en el cuello.
Me roza la barbilla y vuelve a subir por la mejilla. Se repite en un
movimiento lento y suave.
Una sensación extraña me recorre el pecho, las costillas y me vibra
en la columna vertebral. Me hace sentir cálida y cómoda.
Reconfortada.
Como un suave abrazo a mi corazón.
Otro movimiento de su cola, casi como un pincel deslizándose por
mi mejilla, y sonrío, decidiendo que me gusta mucho.
Cada vez estoy más segura de que no va a comerme.
Avanzo arrastrando los pies hasta colocarme delante de su nariz
grande y húmeda, con los ojos a la altura de sus globos de ébano que
reflejan mi pelo revuelto y mis mejillas sonrojadas.
—Me protegiste —susurro, levantando la mano, y su cola se
detiene a medio movimiento mientras yo me inclino hacia delante,
despacio.
Moderado.
La bestia emite un silbido a través de los orificios nasales,
apartándome las puntas romas del pelo de los hombros mientras bajo
la mano hacia el hueco que hay entre sus ojos y froto su suave y liso
pelaje.
Suelta un ronroneo que sugiere que está disfrutando de la atención
y se me dibuja una leve sonrisa en la comisura de los labios.
La semilla de mi pecho palpita.
Pienso en Rhordyn, escondido en algún lugar dentro de la bestia, y
el corazón me da un vuelco.
¿Puede verme?
¿Oírme?
Me pregunto qué estará pensando. Lo que siente.
Cómo reaccionará cuando le haga las preguntas que bullen en mi
pecho.
—Necesito verlo —susurro.
Hay un silencio largo y tenso.
Otro roce de cola en la mejilla.
Otro.
Me recorre un sentimiento severo y firmemente arraigado de
terquedad, imitando la mirada de la bestia.
No creo que quiera dejarlo salir.
Le doy otro masaje, esta vez detrás de la oreja, y él inclina la cabeza,
acurrucándose. Baja los párpados.
Le gusta ese sitio.
Continúo hasta que cada respiración es un ronroneo profundo,
entonces retiro la mano y retrocedo.
Suelta un pequeño silbido, abre los ojos de golpe, su enorme pata
se desliza por la piedra y me roza el muslo una vez.
Dos veces.
Sacudo la cabeza.
—No más caricias en las orejas hasta que lo vea. Por favor…
Parpadea.
Vuelve a parpadear.
Con un gemido, se inclina sobre sus ancas como una montaña en
movimiento.
El crujido de los huesos al romperse me hiela la sangre y me pongo
en pie con el corazón en un puño cuando el pelaje de medianoche
empieza a retroceder. La espesa melena negra se enrosca en una
cabeza desaliñada, el torso monstruoso se agranda, las extremidades
se afinan hasta que la piel aceitunada se extiende por una espalda
ancha y hermosa.
Brazos.
Piernas.
Hasta que se agacha ante mí, de rodillas, con la cabeza inclinada
entre sus hombros desnudos y poderosos mientras respira
entrecortadamente. Los garabatos plateados de su piel laten al ritmo
de la semilla que hay dentro de mi pecho, tan lenta y fuerte en
comparación con mis pensamientos atronadores y el fuego rápido de
mi corazón martilleante.
Enredaderas de alivio brotan por mis entrañas, enroscándose
alrededor de esa semilla.
Acariciándola.
Brotan flores de mantequilla.
Alargo el brazo y rozo su mejilla con la mano.
Se estremece.
Lentamente, levanta la cabeza, y hay tal vulnerabilidad en su
mirada plateada que me resbalan lágrimas frescas por las mejillas.
Él las mira caer y traga saliva. Inhala profundamente y levanta los
brazos, una invitación que me atrapa el corazón y lo acomoda en el
lugar seguro detrás de sus costillas, mucho más fuertes.
Doy un paso adelante, le rodeo el cuello con los brazos y gimo
cuando me aprieta contra su cuerpo y me pasa la mano por los
omóplatos. Se acurruca contra mí mientras su pecho se infla con una
respiración irregular, y más de esas flores internas estallan,
convirtiendo mi interior en un mar de pequeños soles.
En casa.
Respiro agitada, embriagándome con su aroma a cuero. Mi lengua
empieza a cosquillear y soy primitivamente consciente del latido de
su corazón, un dolor familiar que se extiende por el arco de mi
paladar, hasta mis caninos…
Me viene a la memoria un sabor: una calidez espesa, robusta y
sedosa que se derrama por mi garganta, apagando mi dolor.
Él.
Trago, deseando.
Lo necesito.
—Me diste de comer tu sangre —susurro, tan alto contra su
silencio.
Casi me ahogo con el penetrante olor a culpa que inunda la
habitación.
—Sí.
Su voz es de terciopelo negro y me envuelve en su riqueza.
Hundo aún más la cara en su pelo, con una mano en la nuca y la
otra extendida sobre sus hombros, con los dedos girando sobre su piel
como susurros silenciosos.
—¿Por qué?
—Porque me niego a vivir en un mundo en el que tú no existes.
Mi corazón se rompe, las palabras me llegan con tanta suavidad a
pesar de su áspero timbre que raspa mi carne de guijarros.
Acristalando mis ojos con otro brillo de lágrimas.
—Me salvaste.
No es una pregunta. Siento su fuerza retumbando en mis venas
como piedra líquida.
Otro trago espeso y sediento.
Otro susurro silencioso, esta vez más cerca de su columna
vertebral.
—Sí…
—Estoy curada, ¿por qué sigo…? —Me aclaro la garganta, con las
mejillas encendidas.
Me empuja la cabeza hacia el pecho.
Una larga y angustiosa pausa antes de que su barítono retumbe en
mi mente como una roca luchando contra las paredes de mi cráneo:
—A partir de ahora, necesitarás mi sangre a diario. O te
marchitarás. Enloquecerás lentamente. Si pasas mucho tiempo sin
ella… morirás.
Me atraganto con el pesado golpe de su paralizante admisión,
transmitida a mí de un modo tan profundamente personal que aún
puedo sentir su eco instalándose en los pliegues de mi cerebro.
La caja fuerte…
La copa…
La única gota de sangre…
De repente, todo cobra un sentido explosivo.
Me tiemblan las rodillas, pero él me sostiene, sus manos escalan mi
espalda y me atraen hacia él. Una sola palabra me recorre, emerge del
epicentro de esa semilla escondida entre mis costillas.
Me golpea el corazón.
En el alma.
Me atraviesa como una estrella fugaz, dejando un tajo de confusión
en carne viva.
Sé, sin lugar a dudas, que nunca he pensado una verdad tan pura.
Las lágrimas recorren mis mejillas mientras él traga, apretando los
brazos. Una confirmación sutil que me aprieta el corazón igualmente.
Un recuerdo borroso viene a mí, empujándome.
Empujando para llamar mi atención.
Los dos cerca de mi jardín de rosas, sus palabras cortándome como
el filo dentado de una hoja de sierra…
Respiro entrecortadamente, contengo el aliento y lo expulso
lentamente.
—«Los compañeros, Orlaith, son un cuento de hadas» —susurro.
Se pone rígido.
Extraigo unas tiernas lianas de coraje, las ato alrededor de mi
corazón y continúo.
—«Una tragedia pintada con la cara bonita de un felices para
siempre, pero en el fondo, sigue siendo una puta tragedia».
Silencio…
Me aparto.
Levanta la vista y la sombra de algo ilegible recorre sus rasgos
cincelados.
Tomo aire y me fijo en sus ojos plateados que parecen suplicarme,
como si supiera exactamente lo que estoy a punto de preguntarle.
—¿Por qué somos una tragedia, Rhordyn?
Pasado
Después de dejar Punta Quoth de camino a Bahari
Hay una quietud en este lugar, como si incluso el viento temiera
agitar el lago de mareas de Athandon. De llegar al otro lado del agua
y rozar el escarpado y gris volcán que señorea desde el epicentro del
lago.
El Monte Éter.
Animales muertos ensucian la orilla: caballos, krah, varios gatos de
las dunas. Tras sorber el agua que encierra una verdad maligna, no
llegaron lejos antes de que sus cuerpos cambiaran de dentro a fuera.
Convertidos en piedra.
El volcán excreta minerales tóxicos que salpican el lago, una forma
natural de taxidermia que la mayoría de las criaturas no ven venir;
demasiado desesperadas por beber como para prestar atención a las
inquietantes señales de advertencia.
Respirando un aire espeso y pútrido que huele a azufre, camino de
un lado a otro mientras espero a que aparezcan los escalones.
El único camino seguro hacia el Monte Éter.
El agua quieta refleja el mundo como un espejo a pesar del lento y
silencioso descenso del nivel del agua. No hay olas. No hay suaves
chapoteos en la orilla.
Nadie sabe adónde va el agua cuando baja. No hay salida. Es como
si la tierra la respirara hasta el fondo y luego la expulsara de nuevo
una vez cada ciclo solar. A veces ocurre rápido, otras veces lento, un
viaje arriesgado solo para los verdaderamente desesperados y
devotos.
No soy nada devoto.
Las piedras empiezan a salir a la superficie: setecientas veintidós
asoman por encima del agua brillante y nociva. No me molesto en
esperar a que lleguen a su punto álgido antes de anudar los estribos
de la silla de Eyzar, levantar de su lomo a la cabra que se resiste y
golpearle en el trasero.
—¡Vete a casa!
Con una sacudida de cabeza, se da la vuelta y galopa por los planos
de pizarra, tal vez sintiendo mi agitación. Odio mandarlo solo, pero
desde aquí el camino es demasiado peligroso.
Me subo la cabra a los hombros al son de la retirada de Eyzar y el
balido de la cabra mientras salto desde la orilla gris polvorienta hasta
la primera roca.
El agua cristalina permite una visión perfecta de los hombres,
mujeres y criaturas caídos de todas las clases esparcidos por el suelo
del lago como estatuas de piedra, buscando la luz del día con dedos
estirados y miradas vacías y pétreas. Aquellos que vinieron en busca
de Maars pero no consiguieron cruzar el camino a tiempo.
Víctimas de la subida de la marea.
Tiemblo a pesar de la cálida y gorda cabra que me rodea por los
hombros, cada forcejeo encajado amenaza con desequilibrarme
mientras salto de piedra en piedra, sus balidos me rechinan.
Salto a la orilla más lejana y subo las escaleras envuelto en la niebla.
Mis muslos arden cuando piso la cima del volcán, golpeados por el
sonido de mis profundas respiraciones y el lejano ploc, ploc, ploc. Un
sonido que se clava en mi columna vertebral.
Me acalambra las tripas.
Lo sigo y encuentro a Maars encorvado en la base de uno de los
monolitos de piedra que sobresalen de la cima de la montaña, una
sombra oscura y retorcida envuelta en una capa gris con capucha
deshilachada en el dobladillo. Lleva atado al brazo un hilo de
escritura negra que chirría cada vez que golpea la pizarra con su
martillo de hierro.
En una pausa, Maars inclina el rostro hacia el cielo y exhala un
largo suspiro por las fosas nasales.
Su cabeza gira en mi dirección, dejando al descubierto el rostro
oculto en la caverna de su capucha: liso, a diferencia de la piel de sus
manos. Las cuencas de sus ojos están vacías, como un trozo de piel,
pero eso no impide que te sientas visto. Como si cazara el latido de tu
corazón como el animal en que se ha convertido.
—Maars.
—Rhordyn, Rhordyn, lejos de casa. Qué bien que la bestia por fin
vague.
Gruño, me quito la cabra de encima y suelto las ataduras de sus
pezuñas. La cabra se pone de lado, se levanta y corre con los ojos
desorbitados hacia el depredador que la espera.
Maars suelta un gruñido que corta la piel, dejando su cinta de
escritura medio colgando de la pared mientras suelta su martillo y
salta sobre la cabra.
Destapa sus fauces dentadas y desgarra la suave carne de la
garganta del animal. Un penacho de sangre salpica su níveo pelaje.
Maars sujeta a la criatura hasta que da una última sacudida, con la
boca abierta y la lengua fuera.
Maars se echa hacia atrás, jadeante, esbozando una sonrisa
desgarradora que es pura sangre y horror, y utiliza sus uñas con
puntas de hierro para abrir la cavidad torácica del animal. Mete la
mano en el agujero hasta el codo, rebuscando.
Mierda.
—Veo que tus modales en la mesa han mejorado.
Su risa de respuesta es maníaca y cuajada mientras arranca el
corazón, sosteniendo el órgano humeante en su mano con garras.
Muerde la carne redonda, arrancando un trozo que mastica con
avidez y voracidad, mientras la sangre le chorrea por la barbilla y el
brazo.
—Rico como una ciruela —dice con la boca llena de vísceras
masticadas.
—Me alegro de que te guste.
Vuelve su atención hacia mí, desgarrando el órgano de nuevo,
llenando sus mejillas de carne húmeda y humeante.
—Las preguntas, las preguntas no se hacen solas —dice a través de
un mordisco abultado.
Mis nervios se agitan.
Me aclaro la garganta y clavo la mirada en la piedra que tengo al
lado, con su punta dentada en lo alto.
Con el pecho apretado, estudio las profundidades cinceladas de
innumerables profecías, medio llenas de una sustancia negra y
espesa.
Aunque algunas no lo están.
En algunas, la negrura se ha desvanecido, dejando escrituras
simples y sin entrañas. No muchas, pero algunas. Un puñado.
Esperanza.
Agachado, encuentro las escrituras que están talladas en mi
corazón tanto como en esta maldita piedra y clavo el dedo en el
mórbido mapa de la vida de Orlaith.
—Esto —gruño—. ¿Esto ha cambiado?
Otro mordisco. Más masticación desagradable mientras mi
paciencia se agota.
Se traga un bocado tan grande que puedo ver el montículo bajando
por su larguirucha garganta mientras inclina la cabeza hacia un lado.
—Cuanto más sabes, más te lamentas. Alégrate de no estar
encadenado a la verdad como yo, Rhordyn. La ignorancia es un don.
—¿Ha. Cambiado? —gruño más allá de los colmillos de tamaño
monstruoso que me perforan las encías.
Maars se queda tan quieto como una de las muchas estatuas que
pueblan la orilla del lago.
—No.
La palabra es un clavo clavado en lo más profundo de mi alma.
—Y por mucho que te distancies o intentes poner el destino a tu
favor, a ella no la disfrutaras. El mundo seguirá intentando matarla
hasta que te veas obligado a sellar el vínculo, acunando meses
prestados antes de que las líneas finales saquen sus colmillos. Los
asuntos se te irán de las manos.
Estoy seguro de que acaba de clavarme sus dedos con punta de
hierro en el pecho y arrancarme el corazón. Como si fuera mío y ahora
me estuviera hincando el diente y dándose un festín.
Caigo de rodillas, repentinamente hambriento de aire, con la vista
agitada como la niebla que enturbia la montaña.
—Sabes, esas palabras me llamaban como si quisieran ser libres —
dice entre los sonidos pastosos de su masticación.
No. Ha. Jodidamente. Cambiado.
Golpeo la piedra con las manos para estabilizarme mientras mi
bestia se enfurece en mi interior, inclinando la cabeza para roerme las
costillas con sus molares traseros. Cierro los ojos y respiro
entrecortadamente mientras intento recuperar la compostura.
—Bajé a la pecera con mi caña de pescar, y el bicho salió del agua y
se enroscó en mi brazo como una anguila. Nunca se movió de dolor
mientras la cincelaba en la roca. Nunca gritó. Simplemente se deslizó
en su tumba de piedra como si estuviera demasiado cansado para
portarse mal. Solo una vez antes una de mis escrituras había actuado
así, y ya sabes cómo fue. Decadencia y consternación.
Miro por encima de mi hombro hinchado a las cuencas huecas de
sus ojos sin alma. Veo una nueva oleada de hambre encendiendo sus
rasgos salpicados de sangre.
—Contigo zambulléndote en la fuente tras tu hermana, y luego
siendo escupido como una trucha en la orilla portando la preciada
espada de Kvath, Endagh Ath Mahn —dice, haciendo alarde de
nuevo de esa inquietante sonrisa.
La Espada del Fin.
Trago saliva, obligando a la bilis a volver a mis entrañas mientras
cierro las manos en puños, con los nudillos rechinando contra la
piedra.
Maars inclina la cabeza hacia el otro lado, chasqueando la lengua.
—Me pregunto, me pregunto a menudo. ¿Cómo acabaste con un
arma tan… espectacular?
No digo nada, contento con dejar que el silencio se haga esperar
mientras gruño con la respiración entrecortada, intentando que la piel
no se me parta.
Que no me estallen las articulaciones.
Maars zumba por lo bajo.
—Ha provocado una gran sacudida. —Señala al cielo que se
oscurece con su cincel—. Lo sentí desde abajo. En los huesos. Un
traqueteo que he vuelto a sentir… recientemente.
Mis cejas chocan.
—La espada ya no me sirve. Estoy atado. No soy una amenaza para
ninguno de ellos. —Además, crearon una defensa perfecta justo en
mi camino.
Las marcas alrededor de la garganta de Maars parpadean cuando
abre la boca, aunque todo lo que sale es un chasquido sangriento.
Gruñendo, se lleva la mano a la capucha y se masajea el cuello.
—Somos iguales —se burla—. Si alguna vez necesitas un final,
tienes un amigo. Tal vez, algún día, lo ansíes como yo, y podamos
prestarnos mutuamente un gran servicio.
Hago caso omiso de sus divagaciones y vuelvo a mirar su profecía,
siseando entre dientes apretados. Aunque me deleita la idea de poner
a descansar a la bestia y acabar con la plaga de este maldito lugar, su
miseria caída no es mi prioridad.
Ella sí lo es.
—Dime quién de los dos enhebró nuestros destinos —exijo a través
de un gruñido oxidado.
—¿Quién crees? —Maars se ríe, un sonido salvaje y retorcido que
solo consiste en las notas más agudas, saliva ensangrentada que brota
de los amplios huecos entre sus dientes afilados—. A Jakar le gustan
sus castigos, y que sigan las reglas que los demás hacen. Títeres,
títeres quémenlos a todos —sisea con amargura.
Me giro, mirando al monstruo que anida junto a mi sacrificio
asesinado.
—No puedes engatusar a una serpiente con una comida caliente y
fresca, y luego esperar que no apele. —Se lleva el corazón a medio
comer a la nariz y lo huele profundamente—. ¿Crees que fue un mero
accidente que estuvieras allí esa noche? ¿Que estuviste a punto de
atravesarle el pecho con tu garra para arreglarlo?
Mis uñas se clavan en la carne febril de mis palmas.
—Explícate.
—No puedo. No puedo. —Lanza una mano ensangrentada hacia el
cielo—. Solo que cada hilo está tejido específicamente porque se
alimenta del sufrimiento de la maleza. Es por eso que la caída de tu
padre fue una gran pérdida. Equilibró la locura de Jakar, pero ese
equilibrio se ha convertido en calamidad. Se ha ido.
Tan jodidamente ido.
Lo siento en mis huesos, haciéndolos crujir y gemir por la presión
desviada. Lo sentí arrodillarse en mi pecho como una montaña desde
el momento en que nací.
—Tomemos como ejemplo al Gran Maestro Bahari —continúa
Maars.
Me quedo quieto.
Escucho.
—El hijo de Calah soporta las piedras casi tanto como los Shulák;
nunca sabrá que la Plaga que ha blandido como escudo alrededor de
su ciudad se llevó a su compañera a la tierna edad de menos de dos
años. Nadie está a salvo en este lugar de odio enconado y fe perdida.
Jakar toca el mundo con melodías espantosas para su propio disfrute
enfermizo, pero eso ya lo sabes —dice, arrancándose una vena del
corazón y sorbiéndola como la cola de un ratón mientras mueve las
cejas ausente—. Lo llevas escrito en la piel. Su victoria.
Aparto la mirada, hacia el lago del cráter.
—¿Por qué ella?
Vuelve a emitir ese zumbido. Con las tripas retorciéndose, lo veo
arrancar otra vena, envolviéndola alrededor de su dedo antes de
chuparla de la punta.
—Crees que eres el catalizador. No puedo confirmarlo ni negarlo.
He buscado la respuesta, pero lo único que he encontrado ha sido la
pobre cabeza decapitada de una escritura que antes retozaba. Como
si alguien hubiera metido la mano en mi cuenco y hubiera masacrado
a la pobre alma.
Mi corazón se desploma tan rápido que parece que el mundo se
inclina.
Una prueba más para apoyar mi teoría de la expansión. Pero es solo
eso, una teoría. Desde luego, no es una teoría que vaya a expresar
nunca, guardada en una cámara de obsidiana dentro de mi pecho,
justo al lado de su preciosa y brillante semilla.
Guardada con otras cosas en las que nunca volveré a pensar.
—Permíteme que te diga una verdad más que conseguí esconder
para este día tan especial —dice, y yo lo fulmino con la mirada, con
los ojos entrecerrados—. Ya que por fin has vuelto a agraciarme con
tu presencia.
—¿Cuál es el truco?
Vuelve a colocar los restos carnosos del corazón en la cavidad
torácica de la cabra y sorbe la sangre de sus dedos.
—A cambio, tendrás en cuenta aquello que anhelo. Si alguna vez
quieres… emplear las espadas y dejar el mundo atrás.
Frunzo el ceño, preguntándome cuándo llegó a estar tan
desesperado por morir.
Se me revuelven las tripas cuando inclina la cabeza, encogiéndose
la capucha para dejar al descubierto su calva cabellera. Se mete toda
la mano nudosa en la boca abierta y luego se mete la mano en la
garganta hasta casi el codo. Tira, emitiendo sonidos ahogados, y su
mano ensangrentada vuelve a emerger, apretada alrededor de una
larga y carnosa cinta de escritura negra que se contonea.
Saca de un tirón la profecía chillona y la arroja al suelo junto a mis
pies, donde sisea palabras que se deslizan:
Caerá como la otra. Encontrará su fin, comprenderá, pero se perderá a si
misma. Decaída. Porta lo no hecho.
Se marchita hasta convertirse en una bola destrozada mientras
Maars tose y resopla, limpiándose una gota de sangre negra de sus
labios lechosos.
Repito las palabras en mi cabeza, frunciendo el ceño.
Abro los ojos.
—¿Has oído la última frase?
—¿No estabas escuchando? —Siento su mirada de desaprobación
aunque no tenga ojos—. La pobre pereció sin pena ni gloria. Deberías
haber prestado más atención.
Bloqueándolo, mastico el eco de las palabras siseadas,
saboreándolas. Intento liberar las notas más profundas.
Portar lo no hecho… Estoy seguro de que eso es lo que decía al final.
Girando, me agacho y pongo la mano sobre su profecía. La trazo
con la punta del dedo mientras murmuro las palabras en mi cabeza
por millonésima vez:
La luz florecerá del cielo y de la tierra, la piel empañada por la marca de
la muerte. Mírala crecer, girar y plantar. Asfíxiala mientras duerme o atrapa
la gracia letal. Pronto se estrechará un lazo. Fortalecida por la fuente del
amante, la separación acontece. Debilitada, el ataque llega. O cae de la Mano
de la Sombra. El mundo caerá a la Mano de la Sombra.
—¿Quieres mi consejo, conciso?
—No.
Nunca he deseado más su silencio en toda mi vida.
—Deja de resistirte —me ofrece de todos modos—. La felicidad
sabe mucho más dulce cuando dura poco. Deja que te beba, las raíces
se hundirán. Tómate tu precioso poco tiempo y disfrútalo como una
rima-sublime. Luego desaparece. No puedes salvarla sin renunciar al
mundo, hombre atado. —Señala al cielo que se oscurece, una única
estrella que eclosiona en rojo. La primera que nace cada noche—.
Nadie puede.
Echo un vistazo a la estrella rojiza, luego a la profecía marchita en
el suelo, de nuevo a la de la piedra. Me pongo en pie y me dirijo hacia
las escaleras, de dos en dos.
Ya lo veremos.
Sarah es una autora de bestsellers internacionales que también escribe
bajo el seudónimo de S.A. Parker.
Vive en Australia con su esposo e hijos, y pasa sus días con la nariz
en un libro o la mente en un mundo de su propia creación.