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LA INTEGRIDAD POLÍTICA Y LAS MANOS SUCIAS:


EL COMPROMISO Y LAS AMBIGÜEDADES DE LA MORAL
Demetris Tillyris
Res Publica, 23(4), págs. 475-94
(trad. de Damián Salcedo Megales; se han omitido las notas,
pero se han incorporado las referencias bibliográficas al texto)

De la política, especialmente en su forma democrática, se dice a menudo que es


el arte del compromiso (Wittman, 1995; Elshtain, 1995). Y, sin embargo, a pesar de ser
una práctica generalizada en política, los filósofos ignoran en gran medida el
compromiso (Bellamy et al, 2012; Fumurescu, 2013). El “compromiso”, escribe
Margalit, parece “impuro, la materia lúgubre de la política cotidiana” (2012, págs. 5-6).
En el mejor de los casos, hasta quienes admiten que el compromiso podría darse en la
práctica tienden a verlo como una característica innecesaria de la política democrática,
algo que, al menos en teoría, es evitable. En el peor de los casos, los que logran
compromisos a menudo son degradados por carecer por completo de principios. “Un
político”, comenta Mencken, debe “hacer tantos compromisos que a lo que más se
parece es a una prostituta” (1946, p. 4). Una “disposición para el compromiso”, sugiere
Mencken, es una cualidad inaceptable: indica falta de integridad. Esta visión negativa
del compromiso se extiende más allá de los confines del análisis filosófico (cf. Gutmann
y Thompson, 2012; Benjamin, 1990). Piénsese la reacción de la prensa a la Coalición
Liberal Demócrata-Conservadora de 2010, cuando ambos partidos abandonaron algunas
de sus promesas preelectorales para convertirse en socios en el gobierno. (…)
Estas observaciones desentierran una extraña paradoja: la afirmación de que la
política es el arte del compromiso es una trivialidad ampliamente aceptada, si bien
parece que seamos alérgicos al compromiso en la política cuando ocurre. En este ensayo
exploramos esta paradoja. Siguiendo el ejemplo de la afirmación de Maquiavelo (1998)
de que existe una brecha entre una vida política moralmente admirable y una virtuosa,
sostendremos que: i) una “disposición para el compromiso” es una virtud ambigua, algo
que es políticamente conveniente, aunque no sea necesariamente moralmente admirable;
ii) aunque no es compatible con la integridad moral, una “disposición para el
compromiso” constituye una parte esencial de la integridad política. El compromiso,
creemos, es ineludible en la política democrática, no solo in extremis, sino también
como parte de nuestras prácticas corrientes; y que reconocerlo nos ayuda a comprender
mejor lo característico de la virtud y la integridad políticas.
Si bien aceptamos que el compromiso también se puede dar fuera de la política,
nuestro argumento es fundamentalmente político; se basa en el reconocimiento de que
dar sentido a la ética política requiere que nos acerquemos a la política como una
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práctica y una forma de vida distintas, con sus propias demandas y estándares de
excelencia. Para ser claros, no niego que el compromiso plantee serios problemas a
nuestra política. Tampoco deseo sugerir que los políticos siempre deban comprometer
sus principios ni tampoco dar una descripción completa de cómo deben actuar. Lo que
simplemente deseo señalar es que los estándares de excelencia política surgen desde
dentro de la política, no desde un punto de vista moral externo y abstracto. Para
entender adecuadamente lo que es peculiar de la integridad política se requiere que
consideremos más detenidamente el contexto en el que operan los políticos y los bienes
que son intrínsecos a una vida política virtuosa, así como las cualidades de carácter
necesarias para garantizarlos; o, a la inversa, las disposiciones que son desagradables y
pueden poner en peligro la práctica política virtuosa. Dicho de otra manera, sostendré
que son ciertas características inalienables de la política -la lucha por el poder, el
cumplimiento de las propias convicciones en un ámbito de conflicto y dependencia- las
que configuran en parte los estándares de excelencia política y la naturaleza de la
integridad política. Al hacerlo, deseo cuestionar ciertos supuestos moralistas que en
parte alimentan la visión negativa del compromiso: que, al menos en teoría, la política
democrática debería ser refractaria al compromiso y que el compromiso y una
“disposición para el compromiso” son incompatibles con la integridad y la virtud
políticas. Estos supuestos, sostengo, no comprenden las confusas realidades de la
política y se equivocan con los estándares de excelencia política; idealizan de manera
insatisfactoria la integridad política y el contexto en el que operan los políticos
democráticos.
Mi explicación no ilumina solo la apremiante cuestión de qué tipo de carácter e
integridad deberían tener los políticos ni mi crítica se dirige simplemente contra el
moralismo de la visión negativa del compromiso. Más bien, mi discusión contribuye a
la literatura sobre las manos sucias; mi crítica está dirigida contra la tesis de las manos
sucias que se debe principalmente a Walzer (1973; 2004) y de Wijze (2005; 2012) y que
supuestamente desafía el moralismo que permea las deprecaciones del compromiso.
Mientras que los teóricos de las manos sucias afirman ser sensibles a la impureza moral
de la política, su explicación, en mi opinión, es susceptible a un tipo similar de
moralismo exhibido por los críticos del compromiso: los teóricos de las manos sucias no
pueden captar la complejidad del compromiso y su omnipresente necesidad en la
política porque ellos no entienden lo que es característico de la integridad política y del
contexto en el que operan los políticos.
La discusión procede de la siguiente manera. Primero, proporciono un esbozo de
la noción de compromiso. Considero en qué se diferencia de la noción de consenso, la
cual ha recibido más atención por parte de los filósofos. En segundo lugar, exploro la
visión negativa del compromiso y algunos de sus supuestos subyacentes: la convicción
de que la bondad y la integridad moral y política deben coexistir en armonía, una
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convicción que, en mi opinión, es paradójicamente compartida por los defensores de la


tesis de manos sucias. Luego señalo que los intentos de negar la necesidad generalizada
del compromiso no comprenden las realidades de la política: caracterizan erróneamente
el contexto en el que operan los políticos y lo que es característico de la integridad
política. Los políticos operan en un contexto impuro caracterizado por una pluralidad de
tradiciones incompatibles y en conflicto, cada una con sus propios valores, aspiraciones
e intereses sustantivos. A la luz de esto, sostengo que el compromiso es ineludible en la
política: mientras que la defensa de un conjunto de valores y principios que surgen de la
propia tradición o promesas preelectorales implica la voluntad de verlos realizados, el
llevar una vida política virtuosa en medio de tal situación a menudo exige el
comprometerlos. Una disposición intransigente, una búsqueda inocente, total o nula, de
los principios que uno tiene en política, podría provocar un desastre político o una
derrota: una negativa rígida a comprometer algunos de los principios que uno tiene
implica el abandono total de cualquier esperanza de realizar todos esos principios.

Compromiso: una consideración preliminar.


Un compromiso constituye un tipo de resultado de un conflicto, aunque también
un proceso para resolverlo (Benjamin, 1990). Una condición previa para cualquier
compromiso es la existencia de un conflicto interpersonal o social. El compromiso se
produce en un contexto de convicciones, aspiraciones e intereses plurales y conflictivos;
se trata de situaciones en las que las personas han juzgado y decidido qué acción se
ajusta a su mejor valoración, si bien se encuentran en oposición a otras personas cuyo
juicio las ha llevado a una posición conflictiva. Si bien no deseo ofrecer una descripción
exhaustiva del compromiso (ni presentar la discusión subsiguiente como tal), me basaré
en esta comprensión general del compromiso para resaltar ciertos aspectos del mismo
que son importantes para la discusión de esta noción en política.
La pregunta que vale la pena hacerse, si queremos entender algunas de las
acusaciones que a menudo se formulan en contra del compromiso, es la siguiente: si el
compromiso se produce en medio de un conflicto, ¿en qué se diferencia del consenso?
Ambas nociones parecen similares. Un consenso constituye un acuerdo y un proceso
para llegar a un acuerdo en medio de un conflicto (Bellamy et al, 2012). Sin embargo, a
diferencia de un compromiso, se llega a un consenso cuando las partes concuerdan en
sus opiniones; o, cuando sus aspiraciones son congruentes con una concepción global de
moralidad o justicia (van Parijs, 2012). Por ejemplo, si vamos a dividir un pastel en
circunstancias en las que nos gustaría comernoslo todo, si ambos compartimos los
mismos principios sustantivos (estamos de acuerdo en que dividir el pastel en partes
iguales es justo), es posible un consenso. “Un consenso”, señalan Bellamy et al, “no
solo resuelve la situación de conflicto en sí; las razones del conflicto también habrán
sido fruto de la deliberación” (2012, p. 284). La creencia en la posibilidad de un
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consenso, aunque presupone la existencia de un pluralismo y de un conflicto prima


facie, se sustenta en la suposición de que existe un acuerdo claro: que los conflictos
interpersonales se pueden resolver perfecta y racionalmente apelando a un conjunto
común de principios morales sustantivos.
Este punto marca importantes diferencias entre los dos conceptos. Aunque el
compromiso constituye una solución a los conflictos interpersonales, tal solución no es
ni perfecta ni clara (Bellamy et al, 2012). Volviendo al ejemplo estilizado de dividir el
pastel, si apelamos a principios diferentes, si reclamo todo el pastel porque yo lo
preparé, mientras que tú lo reclamas porque pasas hambre, un consenso es inalcanzable
porque el desacuerdo es más profundo. Es en estos casos en donde el compromiso es
factible. Un compromiso revela la existencia de un conflicto real, profundo e
insuperable: su búsqueda sugiere que el acuerdo sobre principios sustantivos de
moralidad o justicia es inalcanzable: las partes involucradas adoptan principios y
valores diferentes e irreconciliables (o interpretaciones de estos principios y valores). Si
bien el compromiso está entrelazado con la paz, no implica “paz” o armonía en el
sentido utilitarista o kantiano de supresión perpetua del conflicto: el conflicto y sus
bases no se evaporan una vez que se llega a un acuerdo. Si bien un consenso está
regulado por determinados principios sustantivos compartidos de moralidad o justicia y
es moralmente exigente, en los compromisos las partes cooperan porque hacerlo
constituye un “mal menor”. Aunque el resultado de un compromiso podría ser similar al
de un consenso (podríamos dividir el pastel de manera equitativa incluso si lo creemos
totalmente injusto), la ausencia de un conjunto común de valores fundamentales y
generales implica que los términos en los que se realiza el compromiso son más
abiertos. El compromiso, como se presenta aquí, tiene mucho menos contenido moral
sustantivo.
Además, debido a que el compromiso “no tiene nada que ver con el abandono o
la negación de la conflictividad” (Arnsperger & Picavet, 2004, p. 168), en los
compromisos cada parte gana algo, aunque no todo. La ausencia de un conjunto
compartido de principios sustantivos de moralidad o justicia a través de los cuales las
partes puedan perfecta y racionalmente resolver su desacuerdo implica que los
compromisos conllevan un residuo moral: para llegar a un acuerdo, algo de valor debe
sacrificarse a expensas de otra cosa (Zanetti, 2011). Y, para llegar a un acuerdo, cada
parte debe negociar o cooperar y “escuchar a la otra parte”, incluso cuando la otra parte
y sus valores fundamentales parezcan despreciables y equivocados. El reconocimiento
de que en los compromisos las partes cooperan por razones prudenciales, incluso si se
consideran mutuamente inmorales o injustas, y sacrifican algunos de sus valores o
principios sustantivos, nos ayuda a captar la intrincada relación entre el compromiso en
cuanto acuerdo y el proceso y el compromiso simpliciter. a menudo captado por el
refrán de que “comprometerse es quedar en un compromisso”: es traicionar los propios
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principios y conferir un grado de legitimidad a la otra parte (cf. Fumurescu, 2013). En


los compromisos, entonces, las partes se abstienen de hacer lo que consideran correcto y
se conforman con un curso de acción que es, en el mejor de los casos, de segunda
categoría y que contiene simultáneamente elementos de legitimidad e ilicitud (Zanetti,
2011). Lo que prima facie emerge de todo esto es un reconocimiento que exploraré en
detalle más adelante: la posibilidad de compromiso no solo revela la existencia de un
conflicto social e interpersonal, es decir, un conflicto entre diferentes individuos o
grupos, cada uno de los cuales defiende concepciones y conceptos incompatibles de
principios sustantivos de moralidad y justicia. También revela la existencia de un
conflicto intrapersonal, es decir, una brecha en la moralidad individual: entre una vida
política moralmente admirable y una virtuosa, cada una de las cuales se caracteriza por
ciertos fines, bienes y estándares de excelencia distintos e incompatibles. Lo esencial
aquí es entender que el compromiso parecerá inaceptable en conjunto si se mira sólo
desde una perspectiva moral, desde el punto de vista de un solo partido y sus valores
sustantivos o desde el de una teoría coherente y sustantiva de la moralidad, la justicia o
la integridad moral. También parecerá conceptualmente incoherente (cf. Santayana,
1926). Porque no se trata solo de que el compromiso se quede corto, en el sentido de
que se pierde algo valioso. A diferencia de los acuerdos de consenso, los compromisos
contienen un conjunto de principios globalmente inconsistentes y en los que uno no cree
de todo corazón. Mientras que el acuerdo se acepta a regañadientes, puesto que “los
desacuerdos entre las partes se plasman en el compromiso mismo”; pocos de sus
componentes parciales son aceptables para todas las partes (Gutmann & Thompson,
2012: 12).
Para ilustrar algunas de estas características, piénsese en la coalición liberal-
demócrata-conservadora de 2010: cada lado abandonó algunas de sus políticas para
promover otras y promovió políticas que eran incongruentes con su programa y
promesas preelectorales, de las cuales se pensaba que estaban equivocadas. La coalición
no es “un consenso porque involucra a todas las partes que aceptan un acuerdo que no
cumple con lo que ellos consideran correcto o bueno”. Ambas partes “optaron por
taparse la nariz y hacer ciertas cosas que preferirían no haber hecho” (Bellamy, 2012, p.
449). Por ejemplo, los demócratas liberales y los conservadores comprometieron sus
promesas sobre las tasas escolares y la inmigración, respectivamente. Y, si bien la
Coalición proclamó tres principios compartidos -libertad, equidad y responsabilidad- las
partes “divergían considerablemente en su interpretación de ellos” (Bellamy, 2012, p.
453). Si este acuerdo hubiera satisfecho las primeras opciones de ambas partes o se
hubiera derivado de un conjunto compartido de valores o principios sustantivos, no
hablaríamos de un acuerdo de compromiso.
La recepción de la Coalición por una parte considerable de la prensa personifica
una forma particular de pensar sobre el compromiso que se repite en una línea bastante
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grande del pensamiento filosófico: la visión negativa del compromiso. Proporcionaré


ahora un esbozo de este punto de vista y algunos de los supuestos que lo sustentan. Este
punto de vista, sugiero, confunde erróneamente la integridad moral y política y no
entiende las confusas realidades de la política; no comprende el contexto en el que
operan los políticos y lo que tiene de característico la integridad política.

Compromiso, integridad y política democrática: una crítica de la visión negativa


Lo notable de una gran parte del pensamiento filosófico, observa Goodstein, es
que su propia historia está entrelazada con “una historia de antipatía hacia el tema del
compromiso” (2000, p. 808). Sin duda, la Coalición de 2010 no escapó a esta antipatía.
Ahora bien, esta actitud puede explicarse parcialmente reconociendo que el público
británico no está acostumbrado a las coaliciones: las coaliciones son menos comunes en
Gran Bretaña (en las elecciones y mientras gobiernan) en comparación con el Congreso
de los Estados Unidos, por ejemplo, donde son la norma (McLean, 2012). Sin embargo,
incluso en contextos en los que el compromiso se practica ampliamente, no se considera
más favorable. Una breve encuesta de las actitudes de los estadounidenses hacia el
compromiso se hace eco de la paradoja que mencioné antes: los estadounidenses
aceptan que el compromiso es parte integral de la política democrática, y, al mismo
tiempo, “les gustan los políticos que son firmes en sus posiciones” (Gutmann &
Thompson, 2012, p. 25). Esto se hace más evidente al destacar la recepción de
compromisos particulares por parte de una gran parte del público y la prensa
estadounidenses, por ejemplo, los gritos de desesperación que se escuchan contra el
desajuste entre las promesas preelectorales de Obama y la presidencia. “En la campaña
de 2008”, señalan Gutmann y Thompson, Obama “prometió rechazar los recortes de
impuestos para los estadounidenses más ricos. Ahora se propone aceptarlos. Sus críticos
demócratas gritaron traición. Cíñete a los principios que defendiste en la campaña”
(2011, p. 1).
Lo que parece alimentar la visión negativa es una visión esperanzadora: la
creencia de que, al menos en teoría, debe existir una continuidad y armonía entre una
vida política moralmente admirable y una virtuosa. Dicho de otra manera, este punto de
vista se sustenta en la convicción de que la integridad política debe ser similar a la
integridad moral o, lo que Hollis (1982) llama, la integridad y coherencia del santo. Esta
concepción monista de la integridad se esconde en el trasfondo de la mayoría de las
discusiones filosóficas sobre esta noción: la integridad se entiende como la capacidad de
defender firmemente los valores y las aspiraciones de uno (May, 1996; Blustein, 1991;
Rand 1996; Broad, 1952; Halfon, 1990; Beerbohm, 2012). La “integridad”, escribe
McFall, “requiere que un agente tenga: i) un conjunto coherente de principios o
convicciones; y que, ii) frente a la tentación o desafío, iii) defienda dichos principios”
(1987, p. 9). El relato de Bauman sobre la integridad del liderazgo lleva este punto más
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allá: la integridad está entrelazada con ciertas virtudes morales, como la fidelidad
incondicional a los principios y compromisos de uno, así como la honestidad y la
fiabilidad inquebrantables; un líder con integridad, escribe Bauman, “es una persona en
la que se puede confiar no solo en que hará lo que ha prometido en defensa de los
valores morales, incluso cuando el compromiso pueda proporcionarle una gran
ganancia” (2013: 422). Esta persona, se supone, “no violará los valores morales y no
será infiel a sus convicciones más profundas y, por lo tanto, no se corromperá”
(Bauman, 2013, p. 422). En este sentido, el compromiso se descarta como una carencia
de principios inaceptable por completo, debido a su vínculo con una serie de vicios
morales aparentemente distintos: la traición, la infidelidad y el engaño. El
comprometerse es sumergirse así en el vicio; es ensuciar la pureza, la inocencia y la
integridad de uno.
No deseo sugerir que algunas de las percepciones de la visión negativa no tengan
valor alguno. Es cierto que los políticos democráticos “tienen la responsabilidad con sus
seguidores de aumentar las posibilidades de lograr lo que defienden” y materializar sus
promesas preelectorales (Gutmann & Thompson, 2012, p. 149). Sin embargo, como se
indicó, el compromiso conlleva un resto: una “disposición para el compromiso” implica
la voluntad de sacrificar una parte de los propios intereses, valores o proclamaciones
públicas sustantivas y de promover políticas o acciones favorecidas por los rivales
políticos, políticas o acciones que puedan reflejar intereses y valores que uno
desaprueba. Y los políticos democráticos que se comprometen no son simplemente
acusados de traicionar su tradición y el programa de sus partidos. Los compromisos
políticos a menudo implican la ruptura de algunos compromisos electorales, algunos de
los cuales fueron las razones por las que el pueblo votó por los políticos en cuestión
principalmente. La relación entre el compromiso y los vicios de la traición, la
infidelidad y el engaño tiene una propiedad adicional en el contexto democrático
contemporáneo: la víctima es también el electorado.
Sin embargo, el que se reconozca que el compromiso está entrelazado con la
traición, la infidelidad y el engaño o algún otro tipo de fechoría, no implica que no se
deba llevar a cabo en la política democrática. Sin duda, este reconocimiento descubre
algunas de las razones por las que los políticos democráticos expresan tan a menudo en
público la opinión negativa. Por ejemplo, como parte de su búsqueda del éxito político
-su esfuerzo por ascender al poder y permanecer en él- y su dependencia del pueblo, los
políticos con frecuencia se describen a sí mismos como inocentes, moralmente puros y
defensores de una postura intransigente: niegan públicamente que vayan a comprometer
sus convicciones una vez elegidos, se niegan a comprometerse e incluso acusan a sus
competidores de traición y engaño (cf. Gutmann & Thompson, 2012; Boudreaux & Lee,
1997; Grant, 1997). No obstante, en el teatro de la política, escribe Maquiavelo (1998),
la apariencia de inocencia es una indicación insuficiente de su presencia real. Con
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demasiada frecuencia revela y tiene la intención de ocultar su ausencia. Dicho de otra


manera, la apariencia de “toda honestidad” y “toda fe” es políticamente necesaria, si
bien de ahí no se sigue que esas virtudes morales deban practicarse incondicionalmente
en la política (Machiavelli, 1998, p. 70). Dichas virtudes tampoco son virtudes políticas
o, de hecho, definitorias de la integridad política. Una postura intransigente no tiene por
qué implicar una disposición intransigente. La afirmación sustantiva que sustenta la
visión negativa, sostengo, es insatisfactoriamente moralista e injustificada: el
compromiso no implique una falta de principios, de que sea inmoral tout court. Ni se
sigue que los virtuosos del compromiso político se caractericen por una profunda falta
de integridad, como sugiere la visión negativa (cf. Meehan, 1984; Rand, 1996;
Mencken, 1946; Bauman, 2013). Tampoco es plausible (o deseable) moralizar la vida
política. Puesto que

muchos han imaginado repúblicas y principados que nunca se han visto o


sabido que existen en verdad; porque está tan lejos el cómo se vive y el
cómo se debe vivir que el que deja ir lo que se hace por lo que se debe hacer
aprende su ruina en lugar de su preservación ... Es necesario para un
príncipe, si quiere mantenerse él mismo, aprender a poder no ser bueno, y a
usarlo según la necesidad (Machiavelo, 1998, p. 61).

La observación de Maquiavelo descubre la existencia de una quiebra perpetua entre una


vida política moralmente admirable y una virtuosa, las cuales no pueden armonizarse ni
en la teoría ni en la práctica: los políticos están sujetos a estándares de excelencia y
virtudes que están en desacuerdo con la inocencia y la pureza que podríamos esperar de
una vida moral admirable. El encontrar un sentido a la ética política, en resumen,
requiere que concibamos la política como una práctica y una forma de vida distintas con
sus propios estándares de excelencia y bienes, por ejemplo, la provisión de un mínimo
de orden y seguridad, la capacidad de alcanzar y de permanecer en el poder, así como de
promover algunos de los valores e intereses más positivos. La excelencia política no
puede apuntar a nada fuera de sí misma: una explicación adecuada de la ética política y
la integridad política se debe basar en los recursos de la política misma, no “imaginando
repúblicas y principados que nunca se han visto o conocido que existan”. Mientras que
para los moralistas la virtud política se define apelando a un punto de vista moral
externo, para Maquiavelo y sus herederos, la virtud y la integridad políticas se definen
desde dentro de la política y el contexto en el que operan los políticos, un contexto
plagado de tradiciones en competencia, cada una con su propio contenido sustantivo de
aspiraciones, intereses y valores (Maquiavelo, 1998; 1996; Hollis, 1982; Hampshire,
2000; Williams, 2002; Berlín, 1981). En pocas palabras, la brecha entre una vida
política moralmente admirable y una vida virtuosa está parcialmente condicionada a que
se acepte la idea de que un consenso sobre un conjunto de principios sustantivos de
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moralidad o justicia es inverosímil, que el conflicto también se manifiesta externamente


entre diferentes agentes políticos. Los políticos no son autosuficientes: operan en un
ámbito impuro, plagado de conflictos y en medio de complejas redes de dependencias
que afectan a lo que se puede lograr incluso en las circunstancias más favorables y que
dan forma a los estándares de excelencia política y a la naturaleza de la integridad
política. Es este reconocimiento, sostengo, lo que hace que el compromiso y la
“disposición para el compromiso” sean necesarios en la política y que sean aspectos
esenciales de la integridad política. Lo que quiero resaltar por ahora es que combinar la
integridad moral y política equivaldría a caer en un idealismo inocente. Para usar las
palabras de Williams (2002, p. 2), erróneamente “pondría lo moral antes que lo
político”: tergiversaría el contexto impuro en el que operan los políticos y la naturaleza
peculiar de la ética y la integridad políticas. Estos problemas también impregnan la tesis
ortodoxa de las manos sucias. O eso creo yo.

Compromiso, integridad y la tesis las manos sucias


La idea de que la tesis de las manos sucias ignora la necesidad del compromiso
en la política, así como la impureza moral de este ámbito, parecería un error, ya que esa
tesis pretende recoger la afirmación de Maquiavelo de que debemos tomar en serio las
realidades de la política, además de su idea de que la moral y la política están en
conflicto. La tesis de las manos sucias dice que, en determinadas circunstancias trágicas,
los políticos democráticos deberían ceder en sus principios para lograr un acuerdo de
compromiso en aras del éxito político; es decir, pueden tener que realizar o tolerar
acciones que sean inmorales (Walzer, 1973; de Wijze, 2005). En tales casos, se
argumenta, existe un conflicto entre lo que exige la moralidad -que se interpreta al
modo kantiano/deontológico- y los requisitos de una acción política exitosa -que se
interpretan al modo consecuencialista/utilitarista. Un “acto de gobierno”, sugiere
Walzer, “puede ser exactamente lo correcto en términos utilitaristas y, sin embargo,
dejarle al hombre que lo hace con la culpabilidad de haber cometido un mal moral. El
hombre inocente, después, ya no es inocente” (1973, p. 168). Si bien el político debería
optar por las exigencias de la política, se contamina moralmente: su elección deja un
remanente. “Siempre que un valor o principio está ... comprometido”, explica Blattberg,
existe “un grado de inmoralidad y, por tanto, de suciedad ... incluso si la acción en
cuestión es, en última instancia, la correcta en general” (2013, p. 1). Así, la tesis de las
manos sucias cuestiona “la coherencia y armonía del universo moral” y “la relativa
facilidad de vivir una vida moral” (Walzer, 1973, p. 161). Sugiere que la visión kantiana
y utilitarista de la armonía entre moralidad y política es insatisfactoriamente moralista:
su monismo de valores tergiversa la realidad de nuestra moralidad fragmentada y lo
impuro de la política.
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Mientras que la palabra compromiso aparece en las discusiones ortodoxas de las


manos sucias y parece ser central en dicha tesis, los teóricos de las manos sucias no
logran captar el significado de los acuerdos de compromiso en toda su complejidad. La
tesis de las manos sucias no puede explicar la imperiosa necesidad del compromiso en
la política. No capta ni la centralidad de esta noción para la integridad política ni lo que
es característico de la acción política. Para ilustrarlo, permítanme comenzar destacando
lo que es problemático de la estructura conceptual de la tesis de las manos sucias. La
tesis es inadecuadamente “estática”: concibe el conflicto entre moralidad y política (o
integridad moral y política) como un episodio momentáneo y raro, una anomalía trágica
y desafortunada que perturba la normalidad de la armonía. Las alusiones, populares
entre los teóricos de las manos sucias, a “la inocencia perdida” y la “integridad moral
violada o comprometida” lo sugieren (Walzer, 1973; de Wijze, 2005; 2009; 2012). La
suposición de partida de la tesis de las manos sucias es un hombre inocente o bueno, un
hombre de integridad moral, que, al ingresar a la política, se ve obligado a comprometer
sus principios y momentáneamente perder su inocencia y manchar su integridad. Aún
más reveladora, es la esperanzada y desconcertante convicción de Walzer de que:

no es que cuando [el político] hace mal para hacer el bien se entregue para
siempre al demonio de la política… comete un delito determinado, y debe
pagar una pena determinada. Cuando lo haya hecho, sus manos estarán
limpias de nuevo (1973, p.178).

La tesis de las manos sucias supone que la integridad moral y política estarán (y
deberán estar) en armonía hasta que se le presente al agente una situación sórdida que le
exija actuar de manera inmoral y ponerse en un compromiso, comprometiendo los
propios principios. Si bien dicha tesis reconoce que, en casos raros, los políticos no
deben exhibir la integridad moral y la coherencia del santo, presupone que la inocencia
y la integridad moral no se tienen por qué perder o mancharse irremediablemente en la
política. En resumen, no es inverosímil imaginar algún tipo de armonía entre la
integridad moral y política: los políticos podrían, en ciertos episodios momentáneos,
tener que comprometer sus principios y actuar de manera inmoral, episodios en los que
la integridad moral y política se separan, si bien tal situación no es el lo normal ni lo
deseable. La integridad moral y política no son tan diferentes. Como tampoco el
compromiso y los vicios de la traición, la infidelidad y el engaño son rasgos perpetuos e
inherentes de la integridad política o de una vida política virtuosa. “No queremos”,
explica Walzer, “que nos gobiernen hombres que han perdido el alma”. “Un político”,
añade, “necesita un alma” (1973, p. 177-178). De Wijze (2012: 199) señala, de manera
similar, que la tesis las manos sucias “explora ... cómo las personas buenas pueden
quedar moralmente en un compromiso”. Reflexiona sobre cómo “las personas buenas y
morales [se pueden] convertir en políticos eficaces”; considera cómo “quienes
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participan en la realpolitik mantienen su integridad moral” y “qué sucede con la


bondad e integridad moral de un político cuando la única forma de garantizar la paz y
la estabilidad del Estado requiere del uso de medios inmorales como el engaño [y] la
manipulación” (de Wijze, 2012, p. 190; énfasis mío).
Lo que surge de la convicción de los teóricos ortodoxos de las manos sucias de
que debe existir un espacio donde un político pueda ser virtuoso en el ejercicio de su
cargo y, así, seguir siendo moralmente bueno e inocente, es un volver a restituir el
moralismo que se intentó rechazar. Es una reafirmación del “orden” contra el cual
Maquiavelo nos legó la idea de que los políticos virtuosos “deben aprender a no ser
buenos”. Teóricos de las manos sucias aparte, no es cierto que la integridad moral y
política deban coexistir en armonía, por más que se puedan dar condiciones anormales,
raras y severas, en las que sean conflictivas y en las que los políticos se vean obligados
a poner en un compromiso sus principios. Más bien existe, como señalé, una brecha
entre esas dos formas diferentes e incompatibles de vida. Y cada una de estas formas de
vida se caracteriza por sus propias concepciones de integridad, así como por estándares
distintos e incongruentes de excelencia. Se puede salvar el alma y llevar una vida de
integridad moral e inocencia o dedicarse virtuosamente a la política; no ambas cosas a la
vez (Berlín, 1981). En pocas palabras, los políticos deben suscribir estándares de
excelencia que están en desacuerdo con los de una forma de vida inocente y moralmente
admirable, aunque sean fundamentales. El mantener incondicionalmente los principios y
las convicciones de uno, el ejercer las virtudes de la honestidad y la fidelidad, aunque se
derrumben los cielos, puede conducir a la suprema expresión de la integridad moral, si
bien no puede sustentar una vida política virtuosa. Las cualidades de un político
virtuoso son prudenciales; si uno se entrega a la inocencia con toda la pureza de su
alma, mientras aspira a llevar una vida política, es mejor que se mantenga alejado de la
política. La inocencia y la pureza, independientemente de lo moralmente admirables que
sean, no son virtudes políticas. Son vicios. Una vida política virtuosa se sustenta en la
disposición de la experiencia, condición sine qua non de la virtud política y completa
antítesis de la inocencia: “una persona de experiencia”, se toma en serio las pretensiones
de la política y es consciente “de que su elección habitual será el menor de dos o más
males” (Hampshire, 1989, p. 170). Una vida política implica conflictos irresolubles,
tanto dentro de la polis, entre diferentes actores políticos, como, dentro de la moralidad
individual, entre la moral y la política. También está entrelazada con una inevitable
“miseria e imperfección”, situaciones en las que los políticos deben poner en un
compromiso sus principios y convicciones (Hampshire, 1989, p. 170). No se trata de
episodios momentáneos, desafortunados ni raros. Son aspectos cruciales de la vida que
llevan los políticos y son fundamentales para la integridad política. En resumen, la
integridad política y la experiencia implican la capacidad de un zorro para maniobrar en
medio de un conflicto; manejar con destreza situaciones en las que “es imposible
12

eliminar un inconveniente sin que surja otro” (Machiavelo, 2013, I: 6, p. 6). Y esto,
subraya Maquiavelo (1998; 1996), a menudo implica la capacidad de mantener una
apariencia moral, perfectamente inocente, perfectamente honesta y fiel a los principios
propios y ajenos, mientras se quebranta la fe, se llega a compromisos y se traicionan los
propios principios y los de otros cuando sea políticamente necesario.
Así, la tesis de las manos sucias, en virtud de su naturaleza “estática”, recae en
una visión moralista de la armonía en la moral política de la que se pretendía escapar;
no entiende el conflicto entre la moralidad y la política ni capta lo que es característico
de la política y la vida que llevan los políticos. He explorado lo que es problemático del
moralismo que impregna la tesis estática de las manos sucias en otros lugares (cf.
Tillyris, 2015a). Lo que quiero surayar aquí es que la creencia errónea que conlleva la
tesis de las manos sucias en la posibilidad de una armonía final entre la integridad moral
y política (su fracaso en lidiar con la idea de que el compromiso y la traición son
características omnipresentes de la política y aspectos esenciales de la misma), la cual se
sustenta en parte en un cuadro igualmente idealista del contexto en el que los políticos
actúan. Como he apuntado, una precondición del compromiso reside en la existencia de
un conflicto interpersonal, social. En tanto que tal, el compromiso necesariamente
queda fuera del marco conceptual de utilistaristas y kantianos, los cuales tratan de
suprimir los conflictos personales y sociales por medio de la utilización de principios
morales abstractos que todos los seres humanos deberían aceptar. Por lo mismo,
también necesariamente queda fuera del marco conceptual de los teóricos de las manos
sucias.
Mientras que los teóricos de las manos sucias identifican correctamente ciertos
problemas de la filosofía kantiana y utilitarista, su visión de inocencia y armonía de la
moralidad individual, no cuestionan la validez general y las premisas de tales teorías. La
descripción de Walzer (1973; 2004) de las manos sucias como un conflicto entre los
dictámenes deontológicos que se cree que son intrínsecos a la moralidad y los
imperativos utilitarios que momentáneamente se vuelven a imponer en la política, es
sugerente. Si bien la tesis de las manos sucias quiere enmendar algunas de las ideas de
tales teorías, procede a través de un respeto a priori a los principios universales
abstractos propuestos por dichas teorías. Lo que es problemático de la filosofía kantiana
y utilitarista no es solo, como señalan los teóricos de las manos sucias, que no entienden
nuestra moralidad fragmentada ni lo impuro de la política, ya que simplemente no
logran concebir los conflictos individuales, de una sola persona, conflictos entre la
moralidad individual y la política. Más bien, tales teorías no comprenden nuestra
moralidad fragmentada y se confunden con la realidad política porque no pueden
concebir los conflictos sociales:
13

[La] imagen de la armonía bajo el gobierno de la razón ... persiste en la


filosofía de la Ilustración, y persiste en el liberalismo contemporáneo ...
Cualesquiera que sean las diferencias contingentes entre nosotros que surjan
de nuestra historia personal, el rey en su castillo y el campesino en su choza
son uno, en su humanidad común, en virtud de la superioridad absoluta de
los principios morales racionales que tanto el rey como el campesino
reconocen implícitamente. (Hampshire, 2000, p. 157)

En virtud de su énfasis en la posibilidad de un acuerdo racional sobre ciertos valores


morales universales y sustantivos, ambas teorías asignan cierta prioridad a lo moral
sobre lo político. Presentan una visión de un consenso social que no entiende la
impureza moral de la política ni el contexto en el que operan los políticos, un contexto
plagado de una pluralidad de tradiciones en competencia y en conflicto, cada una con su
propia concepción del bien y de la justicia, que no se pueden llevar a cabo en armonía ni
convertirlas en un conjunto de principios universales sustantivos de moralidad o de
justicia en forma de una síntesis última. “La idea de lo político”, observa Williams, “se
centra en un grado importante en la idea de desacuerdo político ... [y] la diferencia
política es la esencia de la política” (2002, págs. 77 - 78). Nótese que la creencia en que
un acuerdo racional y un consenso sobre ciertos valores sustantivos es insensible a la
realidad política no solo implica que esa creencia sea difícil de lograr en la realidad,
aunque sea concebible (pace Gutmann & Thompson, 2012; Philp, 2007; Valentini,
2012; Hamlin y Stemplowska, 2012; Freeden, 2012). Lo que está en juego aquí no es
simplemente una cuestión de “viabilidad” o “limitación” práctica, sino más bien una
cuestión de qué debería considerarse plausible incluso en teoría, incluso en las
circunstancias más ideales. Proceder a priori imaginando la posibilidad de consenso y
acuerdo sobre principios sustantivos de moralidad o de justicia bajo la égida de la razón
es partir de un punto externo a la política. Es proponer una visión que es un cuento de
hadas inocente; pues, en ninguna parte hay evidencia de que la razón pueda llevar a los
practicantes de la política a converger en ciertos principios sustantivos, cualesquiera que
sean. La historia sugiere que ocurre precisamente lo contrario: “toda determinación es
negación” (Hampshire, 2000, p. 34). Históricamente, los grupos se han definido a sí
mismos (su concepción del bien y de la justicia), en términos de oposición: no solo en
función de quiénes son y qué defienden, sino también en función de quiénes no son y
qué rechazan. Por lo tanto, un liberal puede “criticar legítimamente la distribución de la
riqueza y de la renta en Estados Unidos o Gran Bretaña hoy como grosera y
sustancialmente injusta”. Lo hace “a la luz de una concepción particular de la justicia
distributiva, la cual forma parte de toda una visión moral y de una concepción particular
del bien”. Sin embargo, también “es de esperar la oposición de los conservadores, los
cuales tienen otra concepción de la justicia que… es parte de su concepción del bien, la
cual enfatiza los derechos de propiedad y la autonomía de los individuos” (Hampshire,
14

2000, p. 160). Fue el caso también, como indiqué, de la coalición de 2010: ambas partes
apelaron a principios morales similares, si bien cada una los conceptualizó de maneras
diferentes e incompatibles.
Mientras los políticos sigan tradiciones conflictivas y tengan diferentes historias
de vida y experiencias, no se debe esperar que cesen ni el conflicto ni la competencia
por el poder ni los antagonismos, ya sea dentro o entre las comunidades, como tampoco
ni en la teoría ni en la práctica. Lo esencial aquí es que la tesis de las manos sucias no
entiende ni el compromiso ni la traición, subestimando su ubicuidad en la política al no
entender el pluralismo y el conflicto, ni en la ética política individual ni en la social. El
“aroma” estático de la tesis las manos sucias -su incapacidad para abordar el carácter
distintivo de la integridad política- se sustenta parcialmente en una imagen de armonía
social que es inverosímil. En virtud de la concepción estática del conflicto -su tendencia
a proyectar ese conflicto en términos de principios abstractos, universalistas,
consecuencialistas o deontológicos- los teóricos de las manos sucias tienen poco margen
para el reconocimiento de que los políticos son miembros de una tradición particular; y
que sus intereses y valores sustantivos pueden entrar en conflicto con los de sus
interlocutores; no comprenden el ámbito impuro en el que operan los políticos y, por lo
tanto, no pueden dar cuenta de los acuerdos de compromiso, las traiciones, los engaños
y la suciedad de la política democrática cotidiana. Allen vislumbra este punto, cuando
señala que la tendencia a centrarse en un único gran sacrificio moral distorsiona la
política democrática: desplaza el reconocimiento de que la política democrática requiere
continuos “sacrificios cotidianos” (2004: 39).

Compromiso, traición e integridad política


Fundo mi afirmación de que el compromiso está destinado a ser omnipresente en
la política y que una disposición para el compromiso constituye un aspecto integral de
la integridad política en mi creencia de que la política es una actividad y una forma de
vida distintas, con sus propias exigencias y estándares de excelencia peculiares. La
política democrática implica una lucha para asegurar un mínimo de orden y seguridad,
para lograr el poder y mantenerlo, para convertir el poder en autoridad y para lograr
ciertos bienes, valores y resultados políticos más sustantivos que se derivan de la propia
tradición o partido particular de uno sin reproducir un reinado del terror (cf. Tillyris,
2015a; 2015b; 2015c; ver también Philp, 2007; Williams, 2002). La comprensión de la
integridad y la virtud políticas también implica tomar en serio el contexto en el que
operan los políticos democráticos, un contexto plagado de tradiciones en competencia,
cada una con sus propias aspiraciones y valores sustantivos en conflicto. El vivir una
vida política virtuosa en este contexto impuro confiando en las propias “buenas armas”
de uno solo es imposible; también son necesarios los “buenos amigos” (Machiavelli,
1998; 1996; Grant, 1997, p. 20). Se excluye uno de la actividad política si se inviste con
15

la creencia inocente de que se es autosuficiente o de que el conflicto y la competencia


por el poder no son características perpetuas de ella. La experiencia política y la virtud,
como señalé, implican la capacidad de darse cuenta de lo que es posible dadas las
circunstancias, de realizar ciertos bienes distintivamente políticos explotando con
destreza tanto el conflicto como las dependencias en las que uno está inmerso. La
realización de ciertos bienes políticos requiere, entonces, a menudo, construir relaciones
políticas útiles, no solo con el pueblo, sino también, en ciertos casos, con los rivales de
uno, personas que no siguen la tradición o partido de uno y que no comparten las
aspiraciones y valores sustantivos de uno. Dado que la armonía social es inconcebible y
que los antagonismos políticos son imposibles de eliminar, la cooperación de los rivales
de uno no puede darse por descontada. Tampoco es posible si ninguna de las partes está
dispuesta a recortar y traicionar algunos de sus valores y convicciones.
Aquí surge la paradoja del acuerdo de compromiso: mientras que el sostener con
convicción un conjunto de principios implica la convicción de quererlos ver realizados,
en política también significa traicionarlos (Luban, 1985). Reiterando, una disposición
intransigente, aunque moralmente admirable, no es una virtud política. “Un político de
éxito”, observa Hampshire, “siempre es bastante relajado en su pensamiento, es flexible,
no está limitado por principios o por teorías, ni siquiera por sus propias intenciones”
(1989, p. 163). Una disposición intransigente, en cambio, se caracteriza por la rigidez
moral: una obsesión por la pureza, un intento de erradicar el conflicto y cualquier cosa
que implique el mezclarse con otros que contaminen lo que debe permanecer puro.
“Mierda”, comenta Margalit, “es la negación de lo puro”. El evitar tener que ver con el
compromiso y la traición es “anhelar una vida sin mierda” (2012, p. 157). El problema,
sin embargo, es que la dependencia y el conflicto son rasgos ineludibles de la política.
También lo son el compromiso y la traición. Aquellos que encuentran intolerables el
compromiso y la traición, que no conceden nada a otros que defienden concepciones
opuestas del bien y los valores, se caracterizan por una inflexibilidad dogmática
inadecuada para la política. La búsqueda de la salvación y la pureza, ya sea en la otra
vida o en la estimación de uno mismo, así como la lealtad inquebrantable para con la
propia conciencia y los principios morales sustantivos se logran “al precio de dejar al
resto de nosotros en una situación sucia”; también podrían encontrar expresión en un
“intento de limpiarnos a nosotros y al resto del mundo, sea cual sea la suciedad del
costo. En ambos casos, el cielo se compra a un precio aterrador, ya sea permitiendo que
el resto de nosotros vaya al infierno o creando un infierno en la tierra para salvarnos a
todos” (Bellamy, 2010, p. 417). En el peor de los casos, entonces, una disposición
intransigente podría desembocar en una voluntad robespieriana violenta de imponer los
propios principios de uno, pase lo que pase y poner en peligro la estabilidad política, la
seguridad y el orden, bienes que la política debería proteger.
16

Esto no quiere decir que la crueldad sea completamente innecesaria en la


política, especialmente cuando los políticos se enfrentan a actores públicos que se
niegan a comprometerse y amenazan la estabilidad. Mi tesis es que es poco probable
que la exhibición de brutalidad perpetua por el bien de ideales utópicos e irrealizables a
expensas de la política permita un gobierno estable y le ayude a uno a permanecer en el
poder. Tampoco, por implicación, le hace posible que uno mantenga relaciones políticas
o una vida política virtuosa. El actuar con una crueldad ilimitada es ignorar algunos de
los bienes que la política debería salvaguardar. Además, pace Margalit, de ahí no se
sigue que los acuerdos de compromiso “que perpetúan la crueldad” nunca se deban
realizar (2012, p. 2). La creencia contraria nos haría retroceder al moralismo que intento
rechazar, ya que, cuando la supervivencia de la comunidad se ve amenazada, puede ser
necesario forjar relaciones con regímenes crueles. Este punto se refleja en un ejemplo
que utiliza Margalit (2012) y que contradice su principio básico. En junio de 1941,
Churchill declaró que el plan de Hitler para atacar a Rusia se basaba en la tendencia de
la derecha británica de no interferir. Sin embargo, Hitler, agregó, tenía una expectativa
equivocada: Gran Bretaña ayudaría a Rusia. Su comentario provocó una expresión de
desacuerdo por parte de su secretario, quien invocó las acusaciones típicas planteadas
contra el compromiso: un acuerdo con Stalin haría que Churchill fuera incoherente;
sería un pacto con la injusticia y una traición a los principios propios. Churchill lo
reconoció: “Nadie ha sido un oponente más coherente del comunismo que yo durante
los últimos veinte años. No añadiré una palabra más a lo que he dicho “. Sin embargo,
“todo ello se desvanece ante el espectáculo que ahora se desarrolla” (1986, p. 332).
Hitler planteaba una amenaza inminente para la comunidad de la que Churchill era
responsable. A pesar de sus convicciones anticomunistas, régimen al que despreciaba en
parte por su crueldad, Churchill se dio cuenta de que se enfrentaba a una crueldad aún
mayor: derrotar al mal requiere un pacto con el mal. Todo ello no tiene por qué sugerir
que no debería haber límites sobre cuándo los políticos deberían llegar a acuerdos de
compromiso. Sin embargo, pace Margalit, lo esencial aquí es que deberíamos, para usar
las palabras de Williams (2006), reconocer “los límites de la filosofía”: es imposible y
filosóficamente estúpido determinar a priori cuáles deberían ser los límites precisos de
cuándo los políticos deberían aceptar compromisos. En lugar de intentar justificar
ciertos principios morales universales y absolutos haciendo abstracción del contexto en
el que operan los políticos y las circunstancias a las que se enfrentan, lo mejor que
podemos hacer es reconocer que la virtud y la experiencia políticas implican una aguda
sensibilidad a las demandas de la política y a las particularidades de cada circunstancia:
una capacidad para poner en suspenso algunos de los principios y valores de uno en la
práctica. Un individuo inocente podría cerrar los ojos ante la suciedad y los complejos
requisitos de la política. Ahora bien, para un político, el rechazo de un compromiso en
razón de un principio supuestamente absoluto, mientras la propia comunidad está
17

amenazada de destrucción, sería políticamente irresponsable. El negarse a un acuerdo de


compromiso haciendo abstracción de las circunstancias concretas de la política sería
incompatible con lo impuro de las realidades de la política, así como con los inevitables
conflictos que esta forma de vida implica. También pondría en peligro algunos de los
fines y bienes a los que debería servir una política virtuosa.
Esta percepción no tiene por qué surgir sólo de casos tan drásticos. Puede
ilustrarse considerando nuestra política democrática cotidiana, donde una disposición
intransigente normalmente implica una falta de voluntad para negociar. Si bien esto
puede no poner en peligro la estabilidad, uno se pregunta si una disposición
intransigente es políticamente virtuosa. Dado que la política ordinaria se caracteriza por
una pluralidad de tradiciones y representa puntos de vista conflictivos e
inconmensurables, una actitud firme de rechazo dogmático de los rivales en la
formación de políticas o legislación implica el abandono total de cualquier esperanza de
realizar algunos de los principios. Tal resultado se deriva de la paradoja mencionada
anteriormente: el negarse a traicionar algunos de los principios y convicciones de uno
implica traicionarlos por completo. También significaría abandonar la esperanza de
alterar el statu quo. Considérese la Ley de Reforma Fiscal de 1986 (LRF), en los EE.
UU. Los demócratas, que controlaban el Congreso, y los republicanos, que ocupaban la
presidencia con Reagan, estaban de acuerdo en que la reforma fiscal era necesaria, si
bien interpretaron la esencia de dicha reforma de formas incompatibles (Pollack, 1990).
La LRF era un “matrimonio incómodo”: encarnaba principios y valores sustantivos
inconmensurables, alimentados por la concepción distintiva de la justicia y el bien de
cada lado (Graetz, 2007, p. 70). Los “demócratas querían acabar con las lagunas que
afectaban a los intereses especiales y a los ricos, aunque también acordaron reducir
radicalmente la tasa impositiva máxima”; los republicanos “querían bajar las tasas
impositivas marginales, aunque también acordaron bajar ... las reducciones impositivas
marginales cuya consecuencia fue que los ricos contribuyeran con un porcentaje más
alto de los ingresos del impuesto sobre la renta de lo que habían hecho anteriormente”
(Gutmann & Thompson, 2010, p. 1126). Ambas partes traicionaron algunos de sus
valores, valores que alimentaron su principal aspiración de reforma, si bien ello fue un
“mal menor” en comparación con una negativa a llegar a un acuerdo de compromiso
global: una disposición intransigente habría significado el abandono total de ambas
partes tanto de principios como de cualquier esperanza de reforma. Ahora bien, una
disposición intransigente también podía conducir a la traición de bienes políticos
adicionales: llegar al poder. Se ve en el análisis de McLean (2012) de la coalición de
2010. (…)

Conclusión
18

Siguiendo el ejemplo de Maquiavelo (1998) cuando admite que existe una


brecha entre una vida política moralmente admirable y una vida virtuosa, he defendido
que: i) el compromiso es políticamente conveniente, aunque no necesariamente
moralmente admirable; ii) la voluntad de compromiso, aunque no sea compatible con la
integridad moral, constituye una parte esencial de la integridad política. La brecha entre
una vida política moralmente admirable y una vida virtuosa se basa en parte en la
aceptación de que el conflicto social es perpetuo. Repito, la integridad política es la
“integridad del chanchullero” y no la integridad moral o la coherencia del santo (Hollis,
1982, pág. 397). Está unida a la capacidad de “seguir bailando” en medio del conflicto y
la dependencia; implica el reconocimiento de que en política lo que se elige es a
menudo el menor de dos males: la dependencia de uno con los demás, quienes no
comparten ni las aspiraciones ni los intereses de uno, es tal que uno no tiene mas
remedio que buscar una conciliación incómoda de pretensiones contrapuestas e
inconciliables, al precio de la traición y de hacer el mal. Desde la perspectiva de una
teoría de la justicia o de la integridad moral, la integridad política equivale a una falta de
integridad. Esta convicción se ajusta perfectamente a la visión negativa del compromiso
y a la tesis de las manos sucias, si bien es errónea: no comprende lo impuro de la
política ni lo característico de la integridad política.

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