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práctica y una forma de vida distintas, con sus propias demandas y estándares de
excelencia. Para ser claros, no niego que el compromiso plantee serios problemas a
nuestra política. Tampoco deseo sugerir que los políticos siempre deban comprometer
sus principios ni tampoco dar una descripción completa de cómo deben actuar. Lo que
simplemente deseo señalar es que los estándares de excelencia política surgen desde
dentro de la política, no desde un punto de vista moral externo y abstracto. Para
entender adecuadamente lo que es peculiar de la integridad política se requiere que
consideremos más detenidamente el contexto en el que operan los políticos y los bienes
que son intrínsecos a una vida política virtuosa, así como las cualidades de carácter
necesarias para garantizarlos; o, a la inversa, las disposiciones que son desagradables y
pueden poner en peligro la práctica política virtuosa. Dicho de otra manera, sostendré
que son ciertas características inalienables de la política -la lucha por el poder, el
cumplimiento de las propias convicciones en un ámbito de conflicto y dependencia- las
que configuran en parte los estándares de excelencia política y la naturaleza de la
integridad política. Al hacerlo, deseo cuestionar ciertos supuestos moralistas que en
parte alimentan la visión negativa del compromiso: que, al menos en teoría, la política
democrática debería ser refractaria al compromiso y que el compromiso y una
“disposición para el compromiso” son incompatibles con la integridad y la virtud
políticas. Estos supuestos, sostengo, no comprenden las confusas realidades de la
política y se equivocan con los estándares de excelencia política; idealizan de manera
insatisfactoria la integridad política y el contexto en el que operan los políticos
democráticos.
Mi explicación no ilumina solo la apremiante cuestión de qué tipo de carácter e
integridad deberían tener los políticos ni mi crítica se dirige simplemente contra el
moralismo de la visión negativa del compromiso. Más bien, mi discusión contribuye a
la literatura sobre las manos sucias; mi crítica está dirigida contra la tesis de las manos
sucias que se debe principalmente a Walzer (1973; 2004) y de Wijze (2005; 2012) y que
supuestamente desafía el moralismo que permea las deprecaciones del compromiso.
Mientras que los teóricos de las manos sucias afirman ser sensibles a la impureza moral
de la política, su explicación, en mi opinión, es susceptible a un tipo similar de
moralismo exhibido por los críticos del compromiso: los teóricos de las manos sucias no
pueden captar la complejidad del compromiso y su omnipresente necesidad en la
política porque ellos no entienden lo que es característico de la integridad política y del
contexto en el que operan los políticos.
La discusión procede de la siguiente manera. Primero, proporciono un esbozo de
la noción de compromiso. Considero en qué se diferencia de la noción de consenso, la
cual ha recibido más atención por parte de los filósofos. En segundo lugar, exploro la
visión negativa del compromiso y algunos de sus supuestos subyacentes: la convicción
de que la bondad y la integridad moral y política deben coexistir en armonía, una
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allá: la integridad está entrelazada con ciertas virtudes morales, como la fidelidad
incondicional a los principios y compromisos de uno, así como la honestidad y la
fiabilidad inquebrantables; un líder con integridad, escribe Bauman, “es una persona en
la que se puede confiar no solo en que hará lo que ha prometido en defensa de los
valores morales, incluso cuando el compromiso pueda proporcionarle una gran
ganancia” (2013: 422). Esta persona, se supone, “no violará los valores morales y no
será infiel a sus convicciones más profundas y, por lo tanto, no se corromperá”
(Bauman, 2013, p. 422). En este sentido, el compromiso se descarta como una carencia
de principios inaceptable por completo, debido a su vínculo con una serie de vicios
morales aparentemente distintos: la traición, la infidelidad y el engaño. El
comprometerse es sumergirse así en el vicio; es ensuciar la pureza, la inocencia y la
integridad de uno.
No deseo sugerir que algunas de las percepciones de la visión negativa no tengan
valor alguno. Es cierto que los políticos democráticos “tienen la responsabilidad con sus
seguidores de aumentar las posibilidades de lograr lo que defienden” y materializar sus
promesas preelectorales (Gutmann & Thompson, 2012, p. 149). Sin embargo, como se
indicó, el compromiso conlleva un resto: una “disposición para el compromiso” implica
la voluntad de sacrificar una parte de los propios intereses, valores o proclamaciones
públicas sustantivas y de promover políticas o acciones favorecidas por los rivales
políticos, políticas o acciones que puedan reflejar intereses y valores que uno
desaprueba. Y los políticos democráticos que se comprometen no son simplemente
acusados de traicionar su tradición y el programa de sus partidos. Los compromisos
políticos a menudo implican la ruptura de algunos compromisos electorales, algunos de
los cuales fueron las razones por las que el pueblo votó por los políticos en cuestión
principalmente. La relación entre el compromiso y los vicios de la traición, la
infidelidad y el engaño tiene una propiedad adicional en el contexto democrático
contemporáneo: la víctima es también el electorado.
Sin embargo, el que se reconozca que el compromiso está entrelazado con la
traición, la infidelidad y el engaño o algún otro tipo de fechoría, no implica que no se
deba llevar a cabo en la política democrática. Sin duda, este reconocimiento descubre
algunas de las razones por las que los políticos democráticos expresan tan a menudo en
público la opinión negativa. Por ejemplo, como parte de su búsqueda del éxito político
-su esfuerzo por ascender al poder y permanecer en él- y su dependencia del pueblo, los
políticos con frecuencia se describen a sí mismos como inocentes, moralmente puros y
defensores de una postura intransigente: niegan públicamente que vayan a comprometer
sus convicciones una vez elegidos, se niegan a comprometerse e incluso acusan a sus
competidores de traición y engaño (cf. Gutmann & Thompson, 2012; Boudreaux & Lee,
1997; Grant, 1997). No obstante, en el teatro de la política, escribe Maquiavelo (1998),
la apariencia de inocencia es una indicación insuficiente de su presencia real. Con
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no es que cuando [el político] hace mal para hacer el bien se entregue para
siempre al demonio de la política… comete un delito determinado, y debe
pagar una pena determinada. Cuando lo haya hecho, sus manos estarán
limpias de nuevo (1973, p.178).
La tesis de las manos sucias supone que la integridad moral y política estarán (y
deberán estar) en armonía hasta que se le presente al agente una situación sórdida que le
exija actuar de manera inmoral y ponerse en un compromiso, comprometiendo los
propios principios. Si bien dicha tesis reconoce que, en casos raros, los políticos no
deben exhibir la integridad moral y la coherencia del santo, presupone que la inocencia
y la integridad moral no se tienen por qué perder o mancharse irremediablemente en la
política. En resumen, no es inverosímil imaginar algún tipo de armonía entre la
integridad moral y política: los políticos podrían, en ciertos episodios momentáneos,
tener que comprometer sus principios y actuar de manera inmoral, episodios en los que
la integridad moral y política se separan, si bien tal situación no es el lo normal ni lo
deseable. La integridad moral y política no son tan diferentes. Como tampoco el
compromiso y los vicios de la traición, la infidelidad y el engaño son rasgos perpetuos e
inherentes de la integridad política o de una vida política virtuosa. “No queremos”,
explica Walzer, “que nos gobiernen hombres que han perdido el alma”. “Un político”,
añade, “necesita un alma” (1973, p. 177-178). De Wijze (2012: 199) señala, de manera
similar, que la tesis las manos sucias “explora ... cómo las personas buenas pueden
quedar moralmente en un compromiso”. Reflexiona sobre cómo “las personas buenas y
morales [se pueden] convertir en políticos eficaces”; considera cómo “quienes
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eliminar un inconveniente sin que surja otro” (Machiavelo, 2013, I: 6, p. 6). Y esto,
subraya Maquiavelo (1998; 1996), a menudo implica la capacidad de mantener una
apariencia moral, perfectamente inocente, perfectamente honesta y fiel a los principios
propios y ajenos, mientras se quebranta la fe, se llega a compromisos y se traicionan los
propios principios y los de otros cuando sea políticamente necesario.
Así, la tesis de las manos sucias, en virtud de su naturaleza “estática”, recae en
una visión moralista de la armonía en la moral política de la que se pretendía escapar;
no entiende el conflicto entre la moralidad y la política ni capta lo que es característico
de la política y la vida que llevan los políticos. He explorado lo que es problemático del
moralismo que impregna la tesis estática de las manos sucias en otros lugares (cf.
Tillyris, 2015a). Lo que quiero surayar aquí es que la creencia errónea que conlleva la
tesis de las manos sucias en la posibilidad de una armonía final entre la integridad moral
y política (su fracaso en lidiar con la idea de que el compromiso y la traición son
características omnipresentes de la política y aspectos esenciales de la misma), la cual se
sustenta en parte en un cuadro igualmente idealista del contexto en el que los políticos
actúan. Como he apuntado, una precondición del compromiso reside en la existencia de
un conflicto interpersonal, social. En tanto que tal, el compromiso necesariamente
queda fuera del marco conceptual de utilistaristas y kantianos, los cuales tratan de
suprimir los conflictos personales y sociales por medio de la utilización de principios
morales abstractos que todos los seres humanos deberían aceptar. Por lo mismo,
también necesariamente queda fuera del marco conceptual de los teóricos de las manos
sucias.
Mientras que los teóricos de las manos sucias identifican correctamente ciertos
problemas de la filosofía kantiana y utilitarista, su visión de inocencia y armonía de la
moralidad individual, no cuestionan la validez general y las premisas de tales teorías. La
descripción de Walzer (1973; 2004) de las manos sucias como un conflicto entre los
dictámenes deontológicos que se cree que son intrínsecos a la moralidad y los
imperativos utilitarios que momentáneamente se vuelven a imponer en la política, es
sugerente. Si bien la tesis de las manos sucias quiere enmendar algunas de las ideas de
tales teorías, procede a través de un respeto a priori a los principios universales
abstractos propuestos por dichas teorías. Lo que es problemático de la filosofía kantiana
y utilitarista no es solo, como señalan los teóricos de las manos sucias, que no entienden
nuestra moralidad fragmentada ni lo impuro de la política, ya que simplemente no
logran concebir los conflictos individuales, de una sola persona, conflictos entre la
moralidad individual y la política. Más bien, tales teorías no comprenden nuestra
moralidad fragmentada y se confunden con la realidad política porque no pueden
concebir los conflictos sociales:
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2000, p. 160). Fue el caso también, como indiqué, de la coalición de 2010: ambas partes
apelaron a principios morales similares, si bien cada una los conceptualizó de maneras
diferentes e incompatibles.
Mientras los políticos sigan tradiciones conflictivas y tengan diferentes historias
de vida y experiencias, no se debe esperar que cesen ni el conflicto ni la competencia
por el poder ni los antagonismos, ya sea dentro o entre las comunidades, como tampoco
ni en la teoría ni en la práctica. Lo esencial aquí es que la tesis de las manos sucias no
entiende ni el compromiso ni la traición, subestimando su ubicuidad en la política al no
entender el pluralismo y el conflicto, ni en la ética política individual ni en la social. El
“aroma” estático de la tesis las manos sucias -su incapacidad para abordar el carácter
distintivo de la integridad política- se sustenta parcialmente en una imagen de armonía
social que es inverosímil. En virtud de la concepción estática del conflicto -su tendencia
a proyectar ese conflicto en términos de principios abstractos, universalistas,
consecuencialistas o deontológicos- los teóricos de las manos sucias tienen poco margen
para el reconocimiento de que los políticos son miembros de una tradición particular; y
que sus intereses y valores sustantivos pueden entrar en conflicto con los de sus
interlocutores; no comprenden el ámbito impuro en el que operan los políticos y, por lo
tanto, no pueden dar cuenta de los acuerdos de compromiso, las traiciones, los engaños
y la suciedad de la política democrática cotidiana. Allen vislumbra este punto, cuando
señala que la tendencia a centrarse en un único gran sacrificio moral distorsiona la
política democrática: desplaza el reconocimiento de que la política democrática requiere
continuos “sacrificios cotidianos” (2004: 39).
Conclusión
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