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Resumen II parcial Teoría Política 3

COHEN. PROCEDIMIENTO Y SUSTANCIA EN LA DEMOCRACIA DELUIBERATIVA

IDEA FUNDAMENTAL DE LA LEGITIMIDAD DEMOCRÁTICA= (procedimental)el poder del E debe emerger de las
discusiones y decisiones colectivas de los miembros de una sociedad gobernada por tal poder en tanto estas se lleven a cabo y
expresen en el seno de instituciones sociales y políticas.

→COMUNIDAD CON TRASFONDO HOMOGÉNEO = donde la adhesión a una doctrina moral o religiosa sea condición
de membrecía. Allí, la prueba de la legitimidad democrática será, en parte, sustantiva, o sea, dependiente del contenido de los
resultados.

→COMUNIDAD QUE NO TIENEN UN TRASFONDO CULTURAL COMPARTIDO:

PLURALISMO RAZONABLE
CONCEPCIÓN DE D El hecho de que existen perspectivas de
Debe considerar el hecho de valor distintas e incompatibles, todas ellas
razonables.
Importa el ejercicio de la razón práctica por
parte de personas razonablemente interesadas en
vivir con otras personas, bajo términos aceptables
¿Lleva si o si a una…? por parte de ellas.
Existe un evidente desacuerdo en varios
temas y no hay una tendencia aparente generada
por la razón practica hacia la convergencia ni
tampoco se puede pensar en un mecanismo
¿ D PROCEDIMENTAL? social y político marginal atractivo que pudiera
La legitimidad de las decisiones puede ser establecido atendiendo generar tal acuerdo.
exclusivamente a: Informa la concepción de ciudadanos:
los procesos a través de los cuales se toman las LIBRES: significa afirmar que
decisiones colectivas ninguna perspectiva moral o religiosa
los valores asociados con procesos equitativos (apertura, comprehensiva provee una condición
igualdad de oportunidades para presentar alternativas, etc.) definitoria de membresía en el cuerpo
Parece excluir cualquier otra base para la legitimidad ciudadano o de autorización para ejercer el
D = forma en que debemos decidir el ordenamiento de otros poder político.
valores políticos, y no simplemente la forma en que un valor político IGUALES: a todos se les
ha de ser combinado con otros. reconocen las capacidades necesarias para
participar en la discusión en torno a la
Esto se ve en el dilema entre autorización del ejercicio del poder.

LIBERTADES DE LOS ANTIGUOS: la garantía de libertades


políticas ayuda a preservar la conexión entre autorización popular y ¿ Puede formar parte de una concepción más
resultadosustantiva de la democraciasustesustantiva?
político (asegurar continua autoridad del pueblo y no sólo Sustativa de la D?
de una mayoría) Estas libertades son constitutivas y salvaguardias
del proceso democrático.
LIBERTADES DE LOS MODERNOS: religiosa, de conciencia, de
pensamiento y expresión, de propiedad. Son más bien frenos al
proceso democrático, que salvaguardias. Parecen estar fundados
en valores completamente independientes de valores democráticos,
lo que lleva a concluir que:
Las libertades políticas son meramente
instrumentales, valiosas sólo en la medida en que protegen
las libertades de los modernos. Cuando fracasan en
asegurar tal protección, una autoridad externa puede
hacerlo.
Las libertades de los modernos no gozan de un
status más fundamental que el consenso popular
contingente. Así, no obstante que las restricciones a las
libertades no políticas que emergen de un proceso
democrático equitativo pueden ser injustas, no enfrentan
problemas de legitimidad.
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Este dilema lo plantea una perspectiva particular de democracia:

DEMOCRACIA AGREGATIVA DEMOCRACIA DELIBERATIVA


Los i de cada miembro de la comunidad son iguales. Reconcilia la D con las libertades no políticas y otros
Los miembros de la comunidad son autónomos = son requerimientos no procedimentales sustantivos
los mejores jueces y defensores de sus propios i. D = no es meramente una forma de la política, sino un
Proceso no D = proceso que fracasó en otorgar igual marco de condiciones sociales e institucionales que facilita
consideración a los intereses de cada miembros. El la discusión libre entre ciudadanos iguales
método natural para otorgar tal consideración es Pone al razonamiento público en el centro de la justificación
establecer un esquema de elección colectiva – la regla política (énfasis tanto en la discusión, como en la
de la mayoría. que asigne igual peso a los intereses de negociación y el voto)
los ciudadanos. No supone:
Exige derechos de participación, asociación y Que la discusión aspira a cambiar las
expresión. preferencias de otros ciudadanos (si bien una
CRÍTICA: no considera las exigencias que nacen de perspectiva de este tipo debe asumir que los
esas convicciones o intereses por su contenido. Ej: ciudadanos están predispuestos a ser guiados
decisiones colectivas dependientes de perpectivas por razones que pueden entrar en conflicto con
discriminatorias no otorgan igual peso a los i de todos sus preferencias e intereses anteriores, y que sr
los que se rigen por ella. guiado de tal modo puede cambiar las
preferencias de otro ciudadano)
Voto = expresión de creencias acerca
de la respuesta correcta a una cuestión política.
¿QUÉ TIPO DE CONSIDERACIONES VALEN COMO (Concepción epistémica)
RAZONES?
No deben ser un recuento de razones o una PROCEDIMIENTO IDEAL DE DELIBERACIÓN POLÍTICA:
inclusión de intereses en las decisiones, sino que Los participantes se ven como iguales entre sí
deben estar a favor de propuestas en un arreglo Aspiran a defender y criticar instituciones y programas
deliberativo adecuado a la libre asociación entre en términos de consideraciones que otros tienen
iguales, en donde se asume que tal arreglo incluye razones para aceptar, dado el PR.
un reconocimiento del pluralismo razonable. Están dispuestos a cooperar de acuerdo con los
Se debe encontrar razones convincentes para los resultados de tal discusión, considerando esos
otros, reconociéndolos como iguales, percatándose resultados como obligatorios.
de que suscriben compromisos alternativos
razonables, y sabiendo algo acerca de esos VIRTUDES:
compromisos. Al demandar razones aceptables para los
Si una consideración no pasa estas pruebas, hay otros, sugiere una imagen especialmente
que desecharla como razón. Estas restricciones convincente de las relaciones posibles entre la
limitarán a su vez los resultados sustantivos del gente en un orden democrático.
proceso. Permite una idea más potente de
No asegura que siempre se producirá consenso, autorización popular: no solamente refleja el
pero aun así, y por ende la decisión es tomada por proceso de toma de decisiones, sino en la forma
regla de la mayoría, los participantes pueden apelar de la razón política misma.
a consideraciones a las que generalmente se les Consolida un elemento importante del
reconoce un peso considerable, y como bases ideal de comunidad (no porque las decisiones
adecuadas para la elección colectiva. colectivas cristalicen una perspectiva ética,
Cuando los participantes limitan su argumentación religiosa, moral): todos aquellos gobernados por
a tales razones, el propio apoyo mayoritario cuenta decisiones colectivas deben hallar aceptables las
como razón para aceptar la decisión como legítima. bases de esas decisiones = autonomía política.
(Rosseau) → condición de membresía igualitaria
de todos en el cuerpo soberano

PRINCIPIOS O CONDICIONES DE LA DD

PPIO DE INCLUSIÓN DELIBERATIVA


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❖ La DD no solo exige otorgar igual consideración a los i de los otros, sino también que encontremos razones políticamente
aceptables para ellos, dado un trasfondo diferenciado de convicciones concientes.
❖ Importa que la DD no está impedida a reconocer un rol fundamental a las libertades de los modernos (religiosa, de expresión,
de propiedad), de hecho, debe darles cabida, ya que si no, sería negar a los individuos que las sostienen la condición de
membresía igualitaria al imponerse forman que niegan la fuerza de aquellas razones que, a la luz de sus propias convicciones,
son imperativas. Estas libertades expresan la condición de igualdad de los ciudadanos como miembros del cuerpo colectivo
cuya autorización se requiere para el ejercicio legítimo del poder público.

PPIO DEL BIEN COMUN


❖ Crítica a las concepciones que niegan su existencia = pluralistas, D agregativa.
❖ Los ciudadanos tienen buenas razones para rechazar un sistema de políticas públicas que fracasa totalmente en la promoción
de sus intereses.
❖ La restricción sobre las razones, a su vez, limitará los resultados del proceso. Esta restricción provee de argumentos a favor
de un acuerdo público sobre la distribución de los recursos que divide los destinos de los ciudadanos a partir de las
diferencias de posición social, capacidades naturales y buena fortuna que los distingue EL PPIO DE LA DIFERENCIA DE
RAWLS CONTITUYE UNA ILUSTRACIÓN DE TAL ACUERDO.

PPIO DE PARTICIPACIÓN
❖ La elección colectiva D debe garantizar iguales derechos de participación
❖ Este ppio es necesario porque el mero hecho de que las decisiones sean tomadas de forma deliberativa puede suponer que
este procedimiento se institucionalizaría mejor garantizando un debate bien conducido por las elites.
❖ ¿cómo se relaciona la DD con la participación y la igualdad política? Tres consideraciones:
1. Dados los ppios de Inclusión deliberativa y del Bien Común, la CD debe proveerse de derechos políticos efectivos
iguales para promover los dos ppios anteriores. La reducción de las desigualdades de poder reduce los incentivos para
desplazarse de la política deliberativa hacia la política como negociación.
2. Muchas de las justificaciones históricas convencionales para la desigualdad de derechos políticos (raza, género, etc.) no
proporcionan razones aceptables en la democracia pública. Esta consideración no ha de excluir todas las razones a favor
de la desigualdad si, por ejemplo, la os votos tienen un peso diferente en virtud de que un sistema político se basa en un
esquema de representación territorial.
Un rasgo característico de las convicciones morales religiosas es que nos proporcionan razones poderosas para ensayar la
modificación de nuestro ambiente político-social. Por lo tanto, es común afirmar que los ciudadanos obedecen a razones sustantivas, a
veces imperativas, para involucrarse en los asuntos públicos. Justamente porque así lo hacen, la incapacidad de reconocer el peso de
esas razones para el agente, ya para reconocer las aspiraciones a oportunidades para ejercer una influencia efectiva que emerge e tales
razones refleja la incapacidad de suscribir la idea subyacente de que los ciudadanos son iguales.

MAIZ
DELIBERACIÓN E INCLUSIÓN EN LA DEMOCRACIA REPUBLICANA

Este artículo postula una reinterpretación normativa de la democracia republicana ante los retos que
afrontan las sociedades contemporáneas en razón de su creciente diversidad y pluralismo cultural.

A tal efecto procede añadiendo a la clásica perspectiva centrada en la relación entre gobernantes y
gobernados (indirecta en la democracia representativa, directa en la democracia participativa) un eje adicional:
la producción política de las preferencias. A continuación se examinan, con este doble vector, las
dimensiones tradicionales de la democracia republicana: representación, participación y deliberación,
y se añade una nueva, la inclusión.

Se argumenta que el republicanismo debe partir de la asunción de la producción endógena de las


preferencias, y no sólo de su agregación, lo cual se traduce en la reformulación del contenido e
interrelaciones entre las cuatro dimensiones de la democracia. Se concluye que la primacía normativa de la
deliberación y la inclusión debe conducir a la superación de una visión puramente expresiva, exógena
de la democracia republicana y las «políticas del reconocimiento».

⮚ Entre los años veinte y cuarenta del siglo pasado, los debates en torno a la democracia se
centraron en su valor normativo, su «esencia» o incluso su deseabilidad (Weber, Schmitt, Kelsen,
Michels, Schumpeter).
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⮚ Entre los años sesenta y ochenta, el foco de atención se trasladó hacia las precondiciones
económicas y sociales de la democracia y las relaciones entre ésta y el mercado (Huntington,
Moore, Skocpol, Przeworsky, Luebbert).
⮚ Desde finales de siglo y hasta nuestros días, el panorama se muestra, empero, mucho más
abigarrado, de tal suerte que si puede decirse que un tema vertebra los debates en torno a la
democracia es precisamente el de su diversidad, su variedad dependiente de contexto y
trayectoria, los formatos y modelos alternativos de la misma.

En este orden de cosas, el procedimiento ha consistido, por lo general, en contraponer «modelos de


democracia» alternativos a la democracia representativa, concebidos como totalidades empírico-normativas
autosuficientes y mutuamente excluyentes entre sí; a saber: democracia participativa, democracia deliberativa,
democracia multicultural, etc.

El propósito del presente artículo es, abandonando este procedimiento, evaluar sucintamente, en primer
lugar, los magros resultados del debate en torno a los modelos normativos de democracia, las
aportaciones y límites de cada una de las modalidades y, en segundo lugar, esbozar la propuesta de una
concepción republicana a la vez más modesta, esto es, dotada de menos pretensiones como modelo
universal alternativo, y a la vez más compleja y multinivel, y por lo tanto más apta para acomodar y
procesar institucionalmente los viejos y nuevos problemas de igualdad, pluralismo e inclusión de las
sociedades contemporáneas.

Asunciones básicas de este intento son la ubicación de republicanismo y liberalismo democrático (en
ruptura abierta, en este caso sí, con el neoliberalismo o el libertarianismo) como posiciones a lo largo de un
continuum en la línea no como dos mundos ajenos e irreconciliables.

Un eje argumental y articulador de la discusión que atiende a una dimensión capital y, sin embargo, a
menudo descuidada en el análisis de la democracia: el procesamiento institucional de las preferencias (y
las identidades) de los ciudadanos en el seno del sistema político.

En efecto, existe una muy problemática preconcepción subyacente a buena parte de las teorías de la
democracia disponibles —liberales, participativas y multiculturales—, a saber: la tesis de que las
preferencias de los ciudadanos son exógenas a la actividad política, esto es, que constituyen en gran
medida datos prepolíticos individuales o colectivos (de clase, grupo, nación, etc.) que los diseños
institucionales tienen que reflejar lo más exactamente posible, o a lo sumo agregar, ordenar o reconocer
como mayorías y minorías a efectos de la toma de decisiones (Máiz, 1996). De esta suerte, la política se
limita a constituir una actividad puramente expresiva, exteriorizadora, canalizadora de unas
preferencias.

Por el contrario, creemos que un criterio clave y frecuentemente obviado al hilo de la exclusiva atención
(necesaria pero no suficiente) a la relación entre ciudadanos y gobernantes, y que permite no sólo clasificar
sino evaluar normativa y empíricamente las teorías de la democracia, tiene que ver con la concepción de las
preferencias que implícita o explícitamente postulan.

Los principios normativos de la democracia republicana se analizarán aquí mediante el cruce de ambas
dimensiones. 1) En dimensión horizontal, la naturaleza de las preferencias e intereses de los ciudadanos
respecto al sistema político: bien exógenos, esto es, considerados como un dato de naturaleza prepolítica y
en lo sustancial cristalizados previamente; o bien endógenos.

2) En dimensión vertical, el vínculo entre inputs y outputs en el sistema político democrático, la relación
entre demandas y apoyos, por un lado, y decisiones y políticas, por otro, entre gobernados y
gobernantes: ora directa, esto es, lo menos mediada posible, de tal suerte que las demandas se conciben
como fuente inmediata de decisiones y se busca la máxima identidad posible entre gobernantes y
gobernados; ora indirecta, o, lo que es lo mismo, centrada en la distribución de las demandas y las
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decisiones entre ámbitos institucionales distintos, en la autonomía de los gobernantes y en los controles (a
priori y/o a posteriori) de los mismos.

Se trata, en todo caso, de tipos ideales que, nunca se dan históricamente en estado puro.

Y resulta, a nuestro entender, una concepción ontológica de la política, la característica distintiva de la


democracia republicana. Una concepción de la política como ámbito no de exteriorización o reflejo de
las (no distorsionadas) preferencias o prístina voluntad del pueblo, sino de la creación de una (inédita)
identidad ciudadana libre, igual y plural, de la producción de (emergentes) intereses sometidos a la
prueba del mejor argumento.

La política, en fin, aprehendida como una actividad autotélica, no instrumental, sino portadora en sí
misma de su propio fin y reproducida mediante el cultivo de prácticas e instituciones normativamente
apropiadas. Por nuestra parte, sin embargo, procedemos a dos desplazamientos simultáneos: 1) a diluir de
modo matizado las supuestas fronteras insalvables entre la democracia republicana y la democracia
representativa constitucionalizada (en cuanto ambas se fundamentan en una relación institucionalmente
mediada, indirecta entre gobernantes y gobernados), y 2) reubicar el núcleo duro de la democracia
republicana en un espacio común, no tanto a la democracia participativa cuanto a la democracia
deliberativa y a la democracia inclusiva, debidamente reformuladas (en cuanto ambas asumen la producción
endógena de las preferencias).

I. DEMOCRACIA REPRESENTATIVA

En lo que atañe a los dos ejes analíticos que hemos propuesto, la democracia representativa resulta deudora
de dos asunciones claves íntimamente conectadas: 1) desde Madison a Downs se postula que las
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preferencias políticas de los ciudadanos (individuos o grupos) se hallan fijadas de antemano, por lo
que la política consiste fundamentalmente en un proceso de agregación (síntesis y articulación a partir
de la heterogeneidad previa), que no mera adición de aquéllas; 2) este proceso se realiza mediante la
elección de representantes que gozan de una autonomía relativa respecto a los intereses y preferencias
del electorado, el cual se reserva en cualquier caso el control a posteriori de los políticos elegidos (Sieyès,
1990).

Resulta preciso enmarcar la democracia representativa en el más amplio modelo de Estado en el seno del
cual se construye, de la mano de prolongadas luchas y conflictos, teórica e históricamente; a saber: el Estado
constitucional parlamentario.

1. CONSTITUCIÓN

Ahora bien, a los efectos que aquí interesan de la representación como dimensión de la democracia
republicana —esto es, de la democracia generadora de poder, a la vez, como 1) no dominación desde el
Estado, pero también 2) como acción colectiva desde la ciudadanía (Máiz, 2005)—, resulta decisivo ahondar
en la capital tensión fundadora entre poder constituyente y poderes constituidos. Pues, por un lado,
tras la Constitución, todos los poderes devienen constituidos, incluso la reforma constitucional
deviene patrimonio de un poder limitado, no libre, sino reglado por aquélla: «poder constituyente
constituido». Por otro, sin embargo, el poder constituyente, que permanece como poder latente del
pueblo en situaciones de normalidad, resulta depositario en sí mismo de toda la gramática jurídico-política
de la democracia.

En efecto, el poder constituyente contiene, ante todo, los principios jurídicos inmanentes de
autolimitación que impiden que se desborde en una «insurrección permanente» en poder constituyente
contra el constitucionalismo (Negri, 1994), pues tiene por objeto aprobar una Constitución rígida, esto es,
resistente al cambio inmediato.

Esto es, el poder constituyente implica no sólo representación, sino que concita asimismo las más
amplias y exigentes condiciones de participación, deliberación e inclusión en la esfera pública
fundacional. La idea de Constitución misma, pues, desdoblada en su doble dimensión constituyente y
constituida, resulta portadora de la necesaria superación de la sola esfera de la dimensión representativa. La
irreductibilidad última de los desacuerdos sobre la Justicia hace que una de las tareas más importantes de
la Constitución sea la creación de ámbitos institucionales de deliberación (Sunstein, 2001).

2. PARLAMENTO

En segundo lugar, en la democracia representativa el pueblo 1) sólo está representado, en rigor, por un
órgano: el Parlamento, pues sólo éste es elegido por la nación 2) vinculado jurídicamente a través de la
ley, que obliga a todos los demás poderes, pero debe a su vez ajustarse a la Constitución: el poder
constituyente impide de raíz la soberanía parlamentaria.

Las razones que apoyan la representación parlamentaria: la superioridad intrínseca del modelo
representativo para generar: 1) una instancia sustantiva (y controlable) de decisión, y 2) un ámbito
institucional autónomo de agregación de preferencias y «convergencia de voluntades» (Manin, 1997: 229).
Esto es, un procedimiento relativamente distanciado de la directa inmediatez de las demandas plurales y
contradictorias de los electores, como institución de discusión y negociación estratégica para la toma de
decisiones, que economiza, y esto resulta de todo punto decisivo, la necesidad de anticipación de las
consecuencias de éstas propia de la democracia directa. Los ciudadanos evalúan, así, retrospectivamente la
labor de sus representantes en el Parlamento, y en su caso en el Gobierno, y no mediante instrucciones o
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mandatos previos que deban ser respetados por los políticos elegidos, influyendo de este modo en los
gobiernos mediante evaluación a posteriori.

Ahora bien, a diferencia de una visión schumpeteriana, del votante como consumidor, la voluntad política no
constituye en el circuito de la representación un dato previo, posteriormente sancionado y legitimado
procedimentalmente, sino resultado contingente de «complejas combinaciones políticas», pues, habida
cuenta que no está dada de antemano, es preciso «formar en común una voluntad común» (Sieyès,
1990) a partir de los intereses dispersos. Así, pues, la representación es un dispositivo de indispensable
génesis institucional de la voluntad política orientada a la acción

Debe evitarse, por tanto, un equívoco: no es la deliberación —y la publicidad del debate político— el
principio que fundamenta el Parlamento (Repräsentation), sino los mecanismos de filtro, autonomía,
discusión (en el sentido dialéctico jurídico de contraposición de partes) y negociación estratégica sólo a
través de los partidos. El Estado constitucional representativo puede prescindir de la ficción de una voluntad
colectiva orgánica del pueblo, la nación o del propio Estado (Kelsen, 1929). Los partidos políticos resultan
decisivos ámbitos de mediación, de génesis, de producción de intereses a partir de preferencias, en
cuanto organizaciones que resuelven un doble problema básico para el sistema —la acción colectiva y la
elección social (Aldrich, 1995; Kitschelt, 2001)—, desarrollando un trabajo organizativo que permite, a su vez,
la redacción de un programa, que se presenta a las elecciones para conseguir la mayoría de gobierno y la
formación indirecta de la voluntad del Estado.

3. DEMOCRATIZACIÓN

Sólo en el seno de este marco del Estado constitucional parlamentario democratizado, el nexo clave elección-
representación adquiere toda su centralidad en la democracia representativa, a partir del postulado básico
precitado: la distinción entre titularidad y ejercicio del poder estatal. En efecto, las elecciones permiten
simultáneamente: 1) seleccionar políticas públicas y políticos encargados de gestionarlas, y 2)
controlar a los gobiernos por sus acciones pasadas. En cuanto al primer aspecto, el mandato representativo
facilita una importante distancia y autonomía de los políticos frente al electorado desde el momento mismo de
su elección, los representantes se diferencian y autonomizan respecto a sus electores. En definitiva, el
mandato representativo apunta, sobre todo, más que a mecanismos de estricto mandato, a mecanismos
de control, accountability, de los gobiernos mediante dos dispositivos fundamentales: a) dar explicaciones,
rendir cuentas de sus acciones pasadas (Behn, 2001); b) recibir premios o sanciones en su apoyo
electoral en razón de sus acciones pasadas.

¿Quiere esto decir que el mandato representativo sanciona inexorablemente la separación absoluta de
representantes y representados? ¿Que la teoría republicana debe abandonar la dimensión
representativa en razón de sus déficit congénitos, y centrarse en exclusiva en las lógicas de la participación y
deliberación políticas? Sostenemos que esto no es así, pues de la propia dinámica representativa emergen
requerimientos de democratización contrarios a su deriva tendencialmente oligárquica. Y que aquí
residen, por ende, las razones que impiden enfocar las relaciones entre los ciudadanos y sus representantes
según el empobrecedor modelo agente/principal de la teoría económica (neo)liberal, en lugar de hacerlo sobre
el modelo jurídico republicano del fideicomitente/fiduciario (Doménech, 2004: 2002), que no implica en
absoluto un quimérico «mandato imperativo».

El representante actúa en el curso de su mandato en respuesta no sólo a sus promesas del pasado, sino
en atención a los electores de la siguiente elección y enmarcado en un escenario de futuro configurado
por las preferencias de éstos en la nueva situación.

Esta «representación continua», a su vez, se traduce en decisivos efectos de comunicación, interacción


política e influencia mutua entre representantes y representados.
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Del modelo individualista agente-principal pasamos a una perspectiva más sistémica y, en consecuencia,
desde la agregación de preferencias se abre la puerta a la dimensión deliberativa de la representación,
a la posibilidad de comunicación libre de coacción (Habermas, 1984) y en igualdad de oportunidades de
acceso a la influencia política en el debate (Knight y Johnson, 1998; Mansbrigde, 2003). La autonomía del
representante y la necesidad de reacción ante escenarios imprevistos reenvían al indispensable debate
público, y las buenas razones, en definitiva, a la deliberación.

Entre los principales problemas que el mecanismo electoral en su diseño actual plantea para la
representación política debemos señalar, entre otros:

1. el déficit sistemático de información derivado de la opacidad estructural o estratégica y de la


manipulación comunicativa o, aún más, de la simetría de información propia del mercado político
representativo (Zaller, 1992);
2. el voto cautivo clientelar
3. exceso de intereses, valores y perspectivas que quedan fuera de la oferta política,
4. los efectos colaterales de la disciplina de partido: ésta permite acordar internamente un
programa y se recompensa asimismo electoralmente (castigo de la indisciplina por parte de los
votantes), pero reduce las voces críticas y sacrifica a los activistas dentro del partido, lo que a su
vez se traduce en una escasa implantación, cierre ante nuevas demandas sociales y
burocratización;
5. ausencia de mecanismos institucionales y estrategias que generen un «público atento», una
ciudadanía fuerte.

En suma, los mecanismos de la democracia representativa derivados del nexo elección-representación en


un escenario competitivo, en cuanto mandato autónomo, elección de políticos confiables y control a posteriori
de los mismos, resultan imprescindibles en cuanto procedimientos de agregación, toma de decisiones
y control político y jurídico, pero testimonian carencias importantes tanto en el plano de las
instituciones (reflejadas en la inexistencia de innovaciones institucionales representativas dignas de mención
desde el siglo XIX) cuanto en la esfera de los actores (de efectos visibles en una ciudadanía muy
empobrecida, pasiva y dotada de escasos poderes de acción colectiva)

II. DEMOCRACIA PARTICIPATIVA

La democracia participativa se ha postulado contemporáneamente como un modelo alternativo,


polémicamente dirigido contra la democracia representativa. Esta es, la razón de la aparición de la
democracia participativa —término acuñado por Arnold Kaufman.

En efecto, para los teóricos de la democracia participativa, «la representación aliena la voluntad política a
costa del genuino autogobierno» (Barber, 1984).

La democracia participativa comparte con la representativa la asunción de que los ciudadanos tienen
preferencias, intereses e identidades previos y pre políticos. Pero se diferencia de la segunda en el
postulado de que aquéllos deben ser escrupulosamente respetados y, a tal efecto, el objetivo es eliminar
filtros y barreras, y notoriamente los mecanismos e instituciones de representación política que provocan
la deturpación sistemática de las preferencias.
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De hecho, en este modelo el postulado básico subyacente es que los intereses homogéneos que la mayoría
social (el pueblo) posee frente a la oligarquía se desdibujan, fragmentan y entran en conflicto artificial al
adentrarse en el circuito representativo.

Así, en esta perspectiva, la democracia consiste, ante todo, en permitir el acceso directo y el respeto de
las preferencias del pueblo en la toma de decisiones, lo cual, a partir del fundacional rechazo de la
distinción entre titularidad y ejercicio del poder del Estado, requiere acercarse todo lo posible a la
identidad entre gobernantes y gobernados. De este modo, frente a la agregación que supone filtros e
intermediarios que desnaturalizan la voluntad popular, el respeto de las preferencias requiere la
participación directa de los ciudadanos mismos.

Por eso la democracia participativa se muestra crítica con el discurso del republicanismo elitista basado en
la excelencia política del gobierno de «los virtuosos» (Madison) o de la «aristocrcia natural» (Harrington).
Resulta preciso subrayar, a los efectos que aquí importan, que de ello se siguen dos postulados básicos del
autogobierno republicano:

1. Sólo debe ser obedecida la ley que el pueblo mismo se otorga;


2. los que obedecen deben ser los mismos que los que mandan. Si, por razones prácticas, es
preciso nombrar delegados, éstos lo serán en virtud de un mandato imperativo, esto es, dotados de
instrucciones ex ante, nombrados por períodos muy cortos, en circunscripciones lo más pequeñas
posible y en todo momento revocables por la asamblea de sus electores.

Este modelo participativo requiere un adicional factor republicano, la atención al cultivo, mediante
prácticas e instituciones normativamente adecuadas que impulsen una idea sustantiva de vida buena, de las
virtudes cívicas de los ciudadanos activamente implicados en la república, que desbordan ampliamente la
reductiva atención a sus solos intereses. El ciudadano desplaza así a la figura del mero votante (y, desde
luego, al consumidor), y el liberalismo, atento a la división de poderes y los derechos, deviene republicanismo
popular abocado no ya 1) a la no dominación, sino 2) a la necesaria interferencia legítima del Estado
(Pettit, 1999) mediante políticas varias de igualdad de oportunidades.

El retrato institucional liberal, en fin, se abandona en pro de un modelo «auténticamente democrático» que,
en el ámbito de las instituciones, multiplica los canales de acceso y participación y, en el de los actores,
postula una ciudadanía activa en sentido fuerte.

El ideal de una democracia participativa, esto es, una sociedad autogobernada, aporta potentes principios
al republicanismo frente a las antevistas limitaciones de democracia representativa:
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✔ soberanía popular efectiva,


✔ igualdad política,
✔ igualdad de oportunidades,
✔ igualdad de recursos,
✔ control de los elegidos,
✔ ciudadanía fuerte.

Esta reconfiguración de la democracia, además, se argumenta no sólo en términos de superioridad


normativa, de mayor justicia e igualdad, sino también de superior eficacia práctica, pues la participación
de los interesados aporta el conocimiento directo y local de los problemas, más información, más
formación y más control de los gobernantes, lo que permitirá, por ende, alcanzar decisiones de más calidad
que las de la democracia representativa.

El concepto de ciudadanía y civismo, la temática de las virtudes ciudadanas y su cultivo, la atención a la


democracia asociativa y el papel de los grupos, el protagonismo de la sociedad civil y los movimientos
sociales, la dimensión educativa en la formación de la ciudadanía, así como del aporte formativo de la
movilización y acción políticas, etc., subrayan algo clave; a saber: que la teoría de la democracia no
puede prescindir, en aras de la ingeniería institucional, de la pregunta por el ¿quién?, por el perfil político,
identificación, cualidades y virtudes de los actores que dotan de vida y sentido a las instituciones.

Este diseño normativo apunta, así, algunas fortalezas innegables frente al déficit endémico en el modelo
representativo:

1. Aporta más información a la decisión, pues privilegia la auto organización y la presencia de la


voz directa de los «interesados», sin intermediarios.

2. la participación genera una ciudadanía más formada e informada, más apoderada, con mayor
capacidad de acción en defensa de sus intereses desde la sociedad civil y de participación en el
gobierno.

3. Facilita el control de los políticos mediante la elección directa del parlamento, el gobierno, los
jueces; mediante el mandato tasado o bien la posibilidad de revocación

4. Atiende a la generación de las condiciones de participación igual frente a la presencia de


dominación o desigualdad económica

5. Amplía el ámbito de la política más allá de los límites formales del Estado, extendiéndola a los
espacios sociales en los que se genera poder y conflicto, mediante un concepto de democracia que
implica la politización de áreas anteriormente consideradas privadas.
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Pero como modelo alternativo global teórico normativo, en sentido estricto, la democracia directa presenta
muy serias deficiencias. Nos interesan aquí, sobre todo, las deficiencias de principio y estructura teórica; en
efecto:

1. Se postula una quimérica identidad entre gobernantes y gobernados, llevando a extremos


insostenibles la tesis republicana (irrenunciable, por lo demás) del autogobierno. De hecho, se
procede a fusionar la titularidad con el ejercicio del poder político, lo que en realidad facilita o
bien el diletantismo político de la mano de la corta duración de los mandatos o la rotación, o bien la
aparición de elites ocultas, vanguardias, grupos poderosos de interés.

2. Un problema adicional de la teoría de la democracia participativa, como demuestra con elocuencia la


casuística contemporánea de los presupuestos participativos (Avritzer, 2002; Santos, 2002; Wright y
Fung, 2003), es que no puede prescindir de la representación, pues en sistemas políticos
complejos la democracia directa presupone la necesaria creación de instancias de delegación y
representación.

3. Y, finalmente, presupone las preferencias como exógenas y previas al proceso político, como
una suerte de bien común o voluntad general rousseauniana aguardando a ser descubierta y
expresada, que se debe así únicamente canalizar mediante la mayor transparencia posible,
desatendiendo su conflictiva pluralidad, el antagonismo e incompatibilidad de muchas de ellas.

4. No podemos acoger, sin embargo, una crítica tradicional a la democracia participativa: su carácter
desigualitario. El argumento postula que cuanto más intensa sea la forma de participación e
implicación ciudadanas requeridas por el sistema, tanto más sobrerrepresentados estarán los
miembros de la población dotados con más recursos. La participación, de este modo, deviene
un mecanismo institucional acentuador de la desigualdad.

Estudios empíricos recientes, sin embargo, han rebatido convincentemente esta última crítica: 1) por una
parte, ni existe más participación en los sectores más dotados de recursos 2) la participación misma
constituye un buen medio de lucha contra la desigualdad.
Por cierto, una vez más, el propio desarrollo de las experiencias de democracia participativa requiere, desde
su misma lógica, mecanismos e instituciones representativos que, sin embargo, el modelo de democracia
directa deja huérfanos de fundamento teórico-normativo.

En cambio, buena muestra de las debilidades estructurales de la democracia participativa como modelo
global alternativo la ofrecen los análisis de la utilización del referéndum o del gobierno electrónico.
Respecto al referéndum, Budge y otros han señalado sus principales problemas: déficit de información y
altos riesgos de manipulación, contradicción con la representación partidaria, apatía y desmotivación de la
ciudadanía, etc.

En lo que atañe a la democracia electrónica, la actual posibilidad técnica del conocimiento instantáneo de
las preferencias de los ciudadanos con anterioridad a la toma de decisiones volvería en principio factible
la instauración de formas de democracia participativa.
Resumen II parcial Teoría Política 3

Esto, sin embargo, dejaría irresueltos varios problemas decisivos respecto al procesamiento de las
preferencias que aquí interesa: 1) que las preferencias de los ciudadanos consistan muy frecuentemente en lo
que los psicólogos sociales denominan pseudo preferencias, o constituyan meros prejuicios, producto de la
ausencia de información o la manipulación comunicativa; 2) la capacidad de Internet de seleccionar la
información según los gustos del consumidor tiene un lado oscuro contribuye a la polarización y a la
radicalización de las mismas, a potenciar incluso su encapsulamiento e innegociabilidad.

En definitiva, la pertinencia de un modelo participativo de democracia como alternativa teórica


autosuficiente deviene problemática por las muy exorbitantes exigencias que le plantean sus dos
asunciones originarias: la existencia de preferencias exógenas, externas al proceso político, que deben ser
descubiertas y respetadas; y la inmediatez entre demandas y decisiones que se prolonga en la identidad
entre gobernantes y gobernados.

III. DEMOCRACIA DELIBERATIVA

¿Y si la democracia no consistiese en el respeto y la satisfacción de las preferencias de los ciudadanos,


sino, sobre todo, en la posibilidad misma de que los ciudadanos puedan, mediante un entorno
institucional propicio, desarrollar, afinar o modificar sus preferencias previas?

Éste es, precisamente, el supuesto de partida de la democracia deliberativa.

La democracia deliberativa supone, en efecto, la superación de la unilateral lógica de las mayorías y el


control a posteriori o a priori de los gobernantes (representación), debe aquilatarse con cierta precisión el
concepto mismo de deliberación y sus exigencias de proveer: 1) públicamente 2) razones que justifiquen 3)
las decisiones de obligado cumplimiento 4) pero contestables, esto es, susceptibles de revisión habida
cuenta de la posibilidad de desacuerdo (Gutman y Thompson, 2004). Todas ellas, en efecto, son
condiciones necesarias pero no suficientes. Deliberación implica, además, 5) génesis endógena de los
intereses, renuncia a la idea de una voluntad inmediata del Pueblo.

En síntesis, la deliberación apunta a la superación de dos asunciones, ora implícitas, ora explícitas,
ampliamente compartidas:

1) la tesis de las preferencias como dadas de antemano al proceso político mismo,


2) la tesis de que las preferencias relevantes para la decisión política sean las preferencias expresadas.
Pensar de esta suerte la democracia requiere, sin embargo, abandonar la común asunción subyacente
en las teorías representativa y participativa estándar; a saber: el carácter exógeno de las preferencias, por
un supuesto bien diferente: la producción política de las preferencias. Esto es, la política democrática no
consiste para este modelo en la satisfacción de «preferencias reveladas» como la democracia de mercado,
ni siquiera en el «descubrimiento» o «expresión» de preferencias ya existentes con carácter previo al
proceso político como en la democracia directa, sino en el «lavado» (Elster y Hylland, 1986; Sunstein, 1993)
y «fabricación» de las preferencias complejas, esto es, en puridad intereses de la ciudadanía. La
voluntad popular no es así el motivo, el punto de partida de la democracia, sino el producto contingente
del proceso político, el resultado de la transformación endógena de las iniciales preferencias
incompletas de los ciudadanos mediante información y discusión.

«Deliberación» consiste, en primer lugar, en el cambio endógeno de preferencias que resulta de la


comunicación, lo que requiere una exposición sustantiva a información no enteramente filtrada y a un
abanico amplio de opciones.
Resumen II parcial Teoría Política 3

En segundo lugar, el modelo de democracia deliberativa, si bien aspira a una identidad entre gobernantes y
gobernados, lo hace de manera muy diferente a la propia de la democracia participativa, pues aquí la toma
de decisiones se realiza no a través de la mera expresión o exteriorización del peso irresistible de las
preferencias dadas de la mayoría, ni la presión y negociación estratégica de sus actores colectivos, sino a
través de discusión abierta y mutuamente transformadora entre ciudadanos libres e iguales en contextos
institucionales dispuestos a tal fin.

Desde el punto de vista de la democracia deliberativa, el proceso de agregación de preferencias propio de


la democracia representativa no sólo pierde información y puntos de vista que resultan excluidos en la
mediación de las instituciones, sino que además las opiniones y argumentos que entran en el sistema
resultan empobrecidos, simplificados, para poder ser procesados mediante agregación.

El centro de interés aquí, frente a la democracia participativa, se traslada de los actores a las instituciones,
a los contextos institucionales que propicien los recursos necesarios para la producción política de
las preferencias:

✔ el intercambio de argumentos,
✔ el flujo de comunicación no distorsionada,
✔ la atención a las posiciones de los otros,
✔ el tiempo necesario para mejorar la calidad de la decisión.

Recordemos que para la democracia representativa lo que legitima la decisión, incluso existiendo debate,
es el consentimiento de la mayoría parlamentaria. Para la democracia participativa, por el contrario, es
la decisión directa de la mayoría ciudadana el factor último de legitimación.

Muy diferentemente, para los demócratas deliberativos, aun cuando al final exista votación y se promueva
una amplia participación de la ciudadanía, es el esclarecimiento personal y colectivo que precede a la
decisión lo que aporta el factor clave de legitimación de un sistema democrático: ni el descubrimiento ni
la expresión, sino la producción colectiva del bien común por medio de la discusión pública.

El argumento deliberativo se instancia como sigue: 1) la única decisión colectiva legítima es la que no deja
fuera la voluntad de ningún ciudadano, esto es, la decisión adoptada por unanimidad; 2) el derecho de
todos a participar en la deliberación proporciona el criterio último de legitimidad democrática de las
decisiones.

En definitiva, la teoría de la democracia deliberativa invierte el postulado central de la democracia


representativa: aquí no es el resultado del voto, sino el debate lo que autoriza al decisor (ora estatal, ora
en la sociedad civil) a decidir con carácter vinculante.

En síntesis, la democracia deliberativa, en cuanto modelo normativo, aportaría las siguientes virtualidades:

1. proporciona superior información sobre las propias preferencias, las preferencias de los demás y
los efectos de las decisiones;
2. modifica las preferencias estrechas y a corto plazo;
3. produce decisiones de mayor calidad, más debatidas, incorporando más puntos de vista;
Resumen II parcial Teoría Política 3

4. aumenta la posibilidad de alcanzar consenso en torno al bien común, o bien, toda vez que la
deliberación puede ahondar las diferencias, encauzar el disenso, practicando una economía moral
del desacuerdo que refuerza el valor del respeto mutuo (lo que implica, más allá de la tolerancia,
interacción constructiva);
5. refuerza la equidad al requerir la igualdad real y no discriminación en las oportunidades a participar
en el debate público;
6. genera una ciudadanía más cualificada y digna de tal nombre, frente a las reductivas figuras del
votante, el consumidor o el participante maximizador primario de sus preferencias inmediatas.

Se alumbra así un modelo normativo estructurado en torno a cinco principios fundamentales:

✔ devolución de poder hacia instancias locales y regionales según el principio de subsidiariedad (gobierno lo
más próximo posible a los ciudadanos)

✔ participación activa de la ciudadanía

✔ deliberación como proceso de información, comunicación y discusión pública

✔ decisión política vinculante (empowerment) tras la deliberación, frente al mero asesoramiento y consulta

✔ igualdad compleja de los ciudadanos como condición y objetivo fundamental del proceso democrático

Permanecen, sin embargo, algunas dudas:

1) si «la fuerza del mejor argumento» deja sin abordar las cuestiones de poder, desigualdad y
exclusión del discurso que determinan el acceso y la inclusión en la esfera pública deliberativa; 2) si la
atención unilateral al «bien común» no se traduce en una excesiva pretensión de consenso, y desatiende la
irrenunciable necesidad de la decisión, los costes de transacción, la inevitable dimensión de conflicto, la
necesidad de la negociación estratégica y, en concreto, la defensa de los intereses de los grupos
subordinados.

IV. DEMOCRACIA INCLUSIVA

La inclusión a que aquí nos referimos se caracteriza, por una parte, por retener de modo decisivo el
carácter político-endógeno de las preferencias propio de la democracia deliberativa; pero, por otra, por
renunciar a las pretensiones de identidad y recuperar normativamente la relación indirecta entre
gobernantes y gobernados, característica de la democracia representativa

La democracia inclusiva se construye, en síntesis, sobre los siguientes principios:


Resumen II parcial Teoría Política 3

1) ante todo, en torno a la elaboración simultánea y equilibrada de incorporación al proceso democrático,


considerado como constitutivo y no meramente expresivo, de los ciudadanos más vulnerables y sus
demandas, tanto en el ámbito de las instituciones como en el de los actores.

2) frente a excesivas pretensiones consensualistas, asume una perspectiva agonística, esto es, atenta a
la inevitabilidad de las dimensiones de conflicto y contestabilidad, poder y desigualdad en los procesos de
representación, participación y la deliberación (Mouffe, 2000);

3) a ello se añade una atención especial a la centralidad del pluralismo y su acomodación democrática

A partir de los mencionados principios, la democracia inclusiva se concreta, entre otros, en torno a cuatro
ejes de reflexión:

✔ la atención a los problemas de la desigualdad material y el antagonismo en torno al poder


político en los contextos de decisión democrática;
✔ la necesidad de articular los niveles local y estatal a efectos de participación, control y cooperación;
✔ la gestión del pluralismo cultural y la representación de los grupos minoritarios;
✔ la recuperación normativa del poder que nace de la acción colectiva

La democracia inclusiva, de este modo, no sólo se centra en el diseño de nuevos mecanismos y ámbitos
institucionales en el Estado, de participación y deliberación multinivel, sino que sitúa en su núcleo el
problema de coordinación entre los actores tradicionales (partidos y sindicatos), así como la emergencia
de nuevos actores tales como movimientos sociales, asociaciones y organizaciones no gubernamentales,
etc. Esta dimensión, más allá de la democracia participativa clásica, apunta a una nueva perspectiva de
ecología de agentes (Heller, 2001), una red (transfonteriza) interdependiente e interconectada de actores
colectivos complementarios.

En segundo lugar, la república inclusiva se postula como gobernanza multinivel, esto es, presta decisiva
atención a la articulación de los niveles de toma de decisión, supraestatal, estatal y local.

Ante todo, en esta perspectiva se postula la creación de nuevos ámbitos de toma de decisiones en el nivel
local y regional y la superación del principio de jerarquía y verticalidad por el de competencia y
horizontalidad.

Ahora bien, a diferencia de mecanismos de descentralización de mercado (privatización de servicios), en los


que los ciudadanos participan como consumidores y no como sujetos participativos y deliberantes; o la mera
descentralización administrativa, que restringe la participación a los solos efectos de la ejecución de las
decisiones tomadas en otro lugar, la democracia inclusiva procede a una devolución propiamente
política participativo-deliberativa, siguiendo principios de autonomía, participación, deliberación y
control (accountability).

En la democratización participativo-deliberativa de todos los ámbitos de la toma de decisiones, donde el


nivel federativo del gobierno compartido sirve precisamente para garantizar el control de la calidad
democrática del nivel local y la solidaridad interterritorial, mediante mecanismos fiscales de
redistribución, entre los diversos Estados.

En concreto, la democracia inclusiva no consiste solamente en un proceso de devolución del poder político a
comunidades locales y regionales, sino que se configura como una gobernanza multinivel articulando los
Resumen II parcial Teoría Política 3

niveles locales, regionales y estatales, generando así, por una parte, autogobierno en aquellos ámbitos
territoriales y, por otra, gobierno compartido e implicación en la génesis solidaria de la voluntad política
estatal del proyecto común.

El Estado debe intervenir activamente tanto en la generación de condiciones de igualdad en la


participación, suministro de información, en la formación de la capacidad de gestión de los funcionarios y
los ciudadanos, en la coordinación, la accountability y vigilancia de la posibilidad de manipulación,
desigualdad, o aparición de dominación con base local.

En tercer lugar, la democracia republicana inclusiva, a diferencia de la democracia participativa y algunos


modelos deliberativos, posee un indeclinable componente representativo. La hipótesis a este respecto es
que la democracia se refuerza mediante la diversificación de las mediaciones representativas
controlables y la pluralización de los modos y ámbitos de participación y deliberación (Young, 2000; Laycock,
2004). A la representación de intereses mediante grupos, asociaciones, entidades corporativas, sindicatos, o
la representación de ideologías mediante partidos políticos, la democracia inclusiva añade especial
atención a los dispositivos de representación de grupos étnicos, minorías, comunidades regionales o
nacionales.

La adjetivación de democracia inclusiva proviene, entre otras cosas, de la articulación de los mecanismos
de representación con los de deliberación y participación. La hipótesis a este respecto es que la
inclusión de grupos marginados o subrepresentados, de comunidades diferenciadas culturalmente, o
minorías de diversa índole, no resulta normativamente compatible en algunos casos con mecanismos clásicos
de participación/deliberación universalistas. Resulta por ello preciso introducir matizadamente mecanismos
varios de representación (Kymlicka, 1995; Levy, 2000) de las minorías o sectores desaventajados: grupos
étnicos y lingüísticos, inmigrantes, nacionalidades, mujeres.

Toda representación de grupos, de base territorial o no, debe abrirse a su vez a mecanismos
deliberativos y participativos en el interior de las comunidades y grupos mismos, permitiendo así la
discusión, la renegociación y la configuración democrática (contingente) y plural-participativa (no
esencialista) de dichas identidades colectivas.

En definitiva, la democracia inclusiva se centra en la procura de acomodación activa y abierta de grupos


frente a las perspectivas estáticas, especulares y no deliberativas de las «políticas del reconocimiento»
(Máiz, 2003). Esto es, la democracia republicana inclusiva aspira, desde su nueva modestia, frente a
cualquier pretensión de erigirse en modelo universal, a configurarse como teoría normativa
fundamentadora de las exigencias que han de orientar tanto el federalismo multinacional como el
multiculturalismo democrático.

Finalmente, la democracia inclusiva incorpora como elemento base de la democracia un valor clásico del
republicanismo: el activismo político

Una democracia deliberativa y participativa debe incorporar publicidad, control e inclusión, y debe
completarse con una ciudadanía activa también en su dimensión de protesta (manifestaciones, huelgas,
actos simbólicos, desobediencia civil). Cierta capacidad disruptiva, dentro de los límites irrenunciables de la
no violencia y el respeto básico, así como ajena a la discusión descomprometida y generadora, por el
contrario, de compromiso y corresponsabilidad (Flores, Spinosa y Dreyfus, 1997), resulta necesaria. Y no sólo
para enriquecer el debate en la esfera pública, para llamar la atención de la mayoría por encima del
control mediático.
Resumen II parcial Teoría Política 3

La democracia republicana se presenta así, por una parte, como democracia más compleja que los cuatro
modelos canónicos (representativo, participativo, deliberativo y multicultural), renunciando desde un inicio a
estructurarse de modo unilateral en torno a un único principio fundamentador, y, por otra, más modesta que
ellos en sus pretensiones teóricoprácticas para, desechando de entrada configurarse como un modelo
completo y de pretensiones universales basado en un único vector, atender a las experiencias
contextualizadas de ensayo y error de los procesos democráticos de toma de decisión. Procede a recuperar
principios de las cuatro dimensiones.

Del mismo modo que los derechos individuales y políticos se ampliaron en su día a los derechos sociales,
mediante la irrupción de nuevos actores populares (la «clase obrera») que trasladaron nuevas demandas y, a
la vez, democratizaron profundamente las instituciones del Estado constitucional parlamentario, la ampliación
de los derechos sociales, culturales y políticos en las sociedades complejas requiere un formato de
democracia republicana inclusiva que, articulando representación, participación y deliberación, sea
capaz de abrirse e implicar asimismo en la contingencia, en la suspensión de los referentes de certeza que la
democracia implica, en la reciprocidad y el mutuo respeto, a la nueva ecología de actores, perspectivas y
formas de movilización emergentes.

MARSHALL

CIUDADANÍA Y CLASE SOCIAL

El ensayo de Marshall se construye sobre una hipótesis sociológica y un cálculo económico. El cálculo daba
respuesta a sus cuestiones iniciales, demostrando que se podía esperar que los recursos y la
productividad mundiales fuesen suficientes para proveer las bases materiales necesarias para
convertir a todo hombre en caballero.

Aceptaba como justo y apropiado un amplio margen de desigualdad cuantitativa o económica, pero
condenaba la desigualdad cualitativa, o la diferencia entre el hombre que “era un caballero, al menos por
su ocupación” y el hombre que no lo era. Creo que sin forzar demasiado las ideas de Marshall podemos
sustituir la palabra caballero por la palabra “civilizado”. Ya que claramente tomaba como estándar de la vida
civilizada las condiciones que su generación consideraba apropiadas para un caballero.

Podemos decir que cuando las personas demandan poder disfrutar de estas condiciones, significa que
piden que se les acepte como miembros de pleno derecho de la sociedad, esto es, como ciudadanos.

Postula que existe un tipo de igual básica asociada al concepto de la pertenencia plena a una
comunidad – o como debería ser, a la ciudadanía -, algo que no es inconsistente con las desigualdades
que diferencian los distintos niveles económicos en la sociedad.

Con otras palabras, la desigualdad del sistema de clases sociales puede ser aceptable siempre y
cuando se reconozca la igualdad de ciudadanía.

Marshall reconocía solo un derecho definido: el derecho de los niños a la educación, y solo en este caso
aprobaba el uso de los poderes de compulsión del Estado para lograr sus objetivos. No podía ir mucho
más allá sin poner en peligro el que era su criterio para distinguir de alguna manera su sistema del socialismo
–esto es, la preservación de la libertad del mercado competitivo.

¿Sigue siendo cierto que la igualdad fundamental, enriquecida en sustancia y expresada en los derechos
formales de la ciudadanía, es coherente con las desigualdades de clase?
Resumen II parcial Teoría Política 3

Sugeriré que en nuestra sociedad actual se presupone que las dos siguen siendo compatibles, tanto que,
en cierto modo, la ciudadanía misma se ha convertido en el arquitecto de la desigualdad social legitima.

¿Sigue siendo cierto que la igualdad fundamental se puede crear y conservar sin invadir la libertad del
mercado competitivo?

Esto es falso. Pero no es menos cierto que el mercado sigue funcionando dentro de unos límites.

Marshall se preguntó si había límites para la mejora de la situación de la clase obrera y pensó en límites
debido a los recursos naturales y la productividad. Yo preguntaré sí parece haber límites que el avance
moderno de la igualdad social no pueda traspasar.

EL DESARROLLO DE LA CIUDADANÍA HASTA FINALES DEL SIGLO XIX

Propongo dividir la ciudadanía en tres partes. El análisis en este caso, está guiado por la historia más que
por la lógica. Llamare a estas tres partes: civil, político y social.

El elemento civil consiste en los derechos necesarios para la libertad individual – libertad de la persona,
libertad de expresión, de pensamiento y de religión, el derecho a la propiedad, a cerrar contratos válidos, y el
derecho a la justicia. Las instituciones asociadas más directamente con los derechos civiles son los
tribunales.

El elemento político, refiere al derecho a participar en el ejercicio del poder político como miembro de un
cuerpo investido de autoridad política, o como elector de tal cuerpo. Las instituciones asociadas son el
parlamento y los concejos de gobierno local.

Con el elemento social me refiero a todo el espectro desde el derecho a un mínimo de bienestar
económico y seguridad al derecho de participar en el patrimonio social y a vivir la vida de un ser civilizado.
Las instituciones asociadas son el sistema educativo y los servicios sociales.

Cuanto más atrás nos remontamos en nuestra historia, tanto más imposible nos es trazar unas líneas estrictas
de demarcación entre las distintas funciones del Estado: la misma institución es una asamblea legislativa, un
consejo de gobierno y un tribunal.

Los derechos sociales de una persona formaban parte de la misma amalgama, y se derivaban del status
que también determinaba el tipo de justicia que podía conseguir, y la manera en que podía participar
en los asuntos de la comunidad. Pero ese status no era un status de ciudadanía en nuestro sentido
moderno. En la sociedad feudal era el sello de clase. No existía ningún grupo uniforme de derechos y
obligaciones con los que todos los hombrees - nobles y plebeyos, libre y esclavos - estuviesen dotados en
virtud de su pertenencia a la sociedad. No existía ningún principio de igualdad de los ciudadanos con el
que contraponer el principio de desigualdad de clases.

El primer paso importante de la evolución de la ciudadanía data del siglo XII, cuando se estableció la
justicia real con fuerza efectiva para definir y defender los derechos civiles del individuo, con base no en las
costumbres locales, sino en el common law del país.

Tras separarse, los tres elementos de la ciudadanía en seguida perdieron el contacto. El divorcio ente ellos se
consumó hasta tal punto que, sin forzar demasiado la precisión histórica, es posible asignar el periodo
formativo de la vida de cada uno de ellos a un siglo diferente:
Resumen II parcial Teoría Política 3

▪ los derechos civiles al siglo XVIII,


▪ los políticos al siglo XIX, y
▪ los sociales al siglo XX.

Existe cierto solapamiento evidente, especialmente entre los dos últimos.

En la esfera económica el derecho civil básico es el derecho al trabajo, es decir, el derecho a trabajar en
el oficio que se ha elegido en el sitio que se ha elegido, con el único requisito legítimo de la formación
técnica preliminar. El reconocimiento del derecho supuso la aceptación formal de un cambio
fundamental de actitud. La vieja suposición de que los monopolios locales y de grupo eran de interés
público, dado que: “el comercio y la economía no pueden mantenerse o incrementarse sin ley ni gobierno”,
fue remplazada por el nuevo presupuesto de que esas restricciones eran una ofensa para la libertad del
individuo y una amenaza para la prosperidad de la nación. Como en el caso de los otros derechos civiles, los
tribunales de justicia jugaron un papel decisivo en la promoción y registro del avance del nuevo principio.

Tanto por su carácter como por su cronología, la historia de los derechos políticos es diferente. Como ya
apunté, el período de formación empezó en los albores del siglo XIX, cuando los derechos civiles
asociados al status de libertad habían adquirido la sustancia que nos permite hablar de un status
general de ciudadanía. Y cuando empezó consistió no en crear nuevos derechos que enriqueciesen un
status del que ya disfrutaban todos, sino en garantizar derechos anejos a segmentos nuevos de la
población. En el siglo XVIII los derechos políticos eran defectuosos no en su contenido, sino en su
distribución. El derecho al voto seguía siendo un monopolio de grupo. Es patente que, si sostenemos que
en el siglo XIX la ciudadanía en forma de derechos civiles era universal, el sufragio político no era uno de los
derechos de ciudadanía. Era el privilegio de una clase económica escogida.

Como veremos, no es extraño que la sociedad capitalista del siglo XIX tratase los derechos políticos
como un subproducto de los derechos civiles. Tampoco lo es que en el siglo XX se abandonase esta
postura y que los derechos políticos se imbricaran directa e independientemente en la ciudadanía. Este
cambio vital de principios entró en acción cuando el Acta de 1918, al reconocer el sufragio a todos los
hombres, desplazó el fundamento de los derechos políticos de las bases económicas al status
personal. Aunque aquel acta de 1918 no acabó de establecer del todo la igualdad política en términos de
los derechos de la ciudadanía.

La fuente originaria de los derechos sociales fue la pertenencia a las comunidades locales y a las
asociaciones funcionales. Esta fuente fue complementada y sustituida progresivamente, por la Poor Law y un
sistema de regulación salarial. Este último se quedó obsoleto rápidamente en el siglo XVIII, no solo
porque el cambio industrial lo hizo administrativamente imposible, sino también porque era incompatible
con la nueva concepción de los derechos civiles en la esfera económica, con el derecho a trabajar donde y
en lo que uno considerase oportuno bajo un contrato hecho por uno mismo. La regulación salarial
infringía este principio individualista de la libertad en el contrato laboral.

La Poor Law isabelina era un elemento más en un amplio programa de planificación económica cuyo
objetivo general no era crear un nuevo orden social, sino preservar el existente en ese momento con un
mínimo de cambios esenciales.

Por el acta de 1834, la Poor Law renuncio a toda pretensión sobre el territorio del sistema salarial, o a
interferir en las fuerzas del mercado libre. Se ofrecía beneficencia solo a quienes, por enfermedad o edad,
fuesen incapaces de seguir peleando o a todos aquellos seres indefensos que renunciaban a la lucha. Así se
invirtió el avance tentativo hacia el concepto de seguridad social. Pero más aún, los derechos sociales
mínimos que quedaron se desligaron por completo del status de la ciudadanía.
Resumen II parcial Teoría Política 3

La Poor Law trataba los derechos de los pobres no como parte integral de los derechos del ciudadano, sino
como sustituto de ellos.

La historia de la educación muestra semejanzas superficiales con la de la legislación del trabajo en las
fábricas. En ambos casos, el siglo XIX fue en su mayor parte un periodo en el que se sentaron las bases de
los derechos sociales, pero aun entonces se negaba expresamente o no se admitía definitivamente el
principio de los derechos sociales como parte esencial del status de ciudadanía.

Pero a finales del siglo XIX la educación básica no solo era libre: era obligatoria. Estamos ante un
derecho personal combinado con una obligación pública de ejercer el derecho. ¿Es una obligación pública
impuesta únicamente en beneficio de la persona? Creo que difícilmente puede ser esta la explicación
adecuada. A medida que se entraba en el siglo XX, se tomó cada vez más conciencia de que la
democracia política precisaba un electorado educado, y que la manufactura científica precisaba
trabajadores y técnicos cualificados. La obligación de mejorarse y civilizarse es, por tanto una
obligación social, y no meramente personal, porque la salud social de una sociedad depende de la de sus
miembros. De lo que se sigue que la extensión de la educación básica pública durante el siglo XIX fue el
primer paso decisivo en la senda del restablecimiento de los derechos sociales de ciudadanía en el
siglo XX.

LA TEMPRANA INFLUENCIA DE LA CIUDADANIA EN LA CLASE SOCIAL

Hasta ahora, mi objetivo ha sido el de trazar a grandes rasgos el desarrollo de la ciudadanía en Inglaterra
hasta el fin del siglo XIX. Con este propósito, he dividido a la ciudadanía en tres elementos: civil, política y
social. He tratado de mostrar que los derechos civiles aparecieron en primer lugar, pues fueron establecidos
en su forma moderna antes de que se aprobara la primera Reform Act en 1832. A continuación aparecieron
los derechos políticos, y su extensión fue una de las principales características del siglo XIX, aunque el
principio de la ciudadanía política universal no fue reconocido hasta 1918. Por otra parte, los derechos
sociales se redujeron hasta casi desaparecer en el siglo XVIII y principios del XIX. Comenzaron a
resurgir con el desarrollo de la educación elemental pública, pero hasta el siglo XX no llegarían a
equiparse con los otros dos elementos de la ciudadanía.

La ciudadanía es un status que se otorga a los que son miembros de pleno derecho de una comunidad.
Todos los que poseen ese status son iguales en lo que se refiere a los derechos y deberes que implica.
No hay principio universal que determine cuáles deben ser estos derechos y deberes, pero las sociedades
donde la ciudadanía es una institución en desarrollo crean una imagen de la ciudadanía ideal en relación
con la cual puede medirse el éxito. El avance en el camino así trazado es un impulso hacia una medida más
completa de la igualdad. Por otra parte, la clase social es un sistema de desigualdad.

Es por tanto, razonable pensar que la influencia de la ciudadanía en la clase social debe adoptar la forma
de un conflicto entre principios opuestos.

La ciudadanía ha sido una institución que se ha desarrollado en Inglaterra al menos desde la última parte del
siglo XVII, entonces es evidente que su desarrollo coincide con el surgimiento del capitalismo, que es un
sistema no de igualdad, sino de desigualdad. Los derechos de los que se invistió al status general de
ciudadano se tomaron del sistema de status jerárquico de la clase social, a la que se privó de su sustancia
esencial. La igualdad implícita en el concepto de ciudadanía, aun limitada en su contenido, minó la
desigualdad del sistema de clases, que era en principio, una desigualdad total. Una justicia nacional y un
derecho común para todos tienen que por fuerza que debilitar y finalmente, destruir la justicia de clase, y la
libertad personal, como derecho universal innato, tiene que acabar con la servidumbre. La ciudadanía
es incompatible con el feudalismo medieval.
Resumen II parcial Teoría Política 3

El segundo tipo de clase social no es tanto una institución por derecho propio como un subproducto de otras
instituciones. Aunque también podemos seguir llamándole “status social”, si lo hacemos ampliamos el término
más allá de su exacto significado técnico. Las diferencias de clase no se establecen y definen por las
leyes y costumbres de la sociedad (en el sentido medieval de esa frase), sino que surgen de la
interacción de una variedad de factores relativos a las instituciones de la propiedad, la educación y la
estructura de la economía nacional.

Sin embargo, es cierto que la clase todavía funciona. Se considera que la desigualdad social es necesaria
y tiene un fin. Proporciona el incentivo para el esfuerzo y diseña la distribución de poder. Aunque
necesaria, la desigualdad puede convertirse en excesiva.

Con el tiempo, a medida que la conciencia social despierta a la vida, la mitigación de las clases, igual que la
del humo se convierte en una meta deseable que debe perseguirse en la medida en que es compatible
con la eficacia continúa de la máquina social.

Esta idea de atenuar las clases no era un ataque al sistema de clases. Por el contrario, perseguía, a
menudo de forma bastante consciente, hacer el sistema de clases menos vulnerable al ataque aliviando
sus consecuencias menos defendibles.

No obstante, es cierto que, incluso en sus formas más tempranas, la ciudadanía era un principio de
igualdad y que durante este periodo era una institución en desarrollo. Partiendo de que todos los
hombres eran libres y, en teoría, capaces de disfrutar de derechos, se fue enriqueciendo el conjunto de
derechos de que podían disfrutar. Pero estos derechos no entraron en conflicto con las desigualdades
de la sociedad capitalista; eran, por el contrario, necesarios para el mantenimiento de esa forma particular de
desigualdad.

La explicación reside en el hecho de que en esta fase el núcleo de la ciudadanía estaba formado por
derechos civiles. Y los derechos civiles eran indispensables para una economía de mercado
competitiva. La famosa máxima de Maine de que “el movimiento de las sociedades progresistas ha sido,
hasta ahora una movimiento desde el status al contrato” expresa una profunda verdad.

El elemento contractual en el feudalismo coexistía con un sistema de clases basado en el status y, en tanto
que un contrato solidificado por la costumbre, contribuyó a perpetuar el status de clase.

El contrato moderno, marca un nuevo desarrollo para cuyo progreso el feudalismo era un obstáculo que
debía apartarse. El contrato moderno es esencialmente un acuerdo entre hombres libres e iguales en
status, no necesariamente en poder. El status no fue eliminado del sistema social. El status diferencial,
asociado con la clase, la función y la familia fue sustituido por el status simple y uniforme de la ciudadanía,
que proporciono un fundamento de igualdad sobre el que podía construirse la estructura de la
desigualdad.

La Poor Law fue una ayuda, no una amenaza para el capitalismo porque liberó a la industria de toda
responsabilidad social al margen del contrato de empleo, al tiempo que intensificaba la competencia en el
mercado de trabajo. Si bien existían derechos civiles, había falta de derechos sociales, ya que a mediados
del siglo XIX estos estaban estancados.

Pero sería absurdo afirmar que los derechos civiles de que se disfrutó en los siglos XVIII y XIX estaban
libres de defectos, o que en la práctica eran tan igualitarios como se pretendía que fueran en principio. No
existía la igualdad ante la ley. Existía el derecho, pero las reparaciones quedaban a menudo fuera de las
posibilidades de la gente.

Es interesante comparar este desarrollo con el correspondiente en el campo de los derechos políticos.
También aquí el prejuicio de clase, expresado en la intimidación de las clases más bajas por parte de las
Resumen II parcial Teoría Política 3

altas, impidió el libre ejercicio del derecho a votar de los que comenzaban a disfrutar de su derecho al
voto.

¿Qué se ha hecho entonces, para eliminar estas barreras al ejercicio pleno e igual de los derechos civiles?

Solo una cosa relevante: el establecimiento en 1846 de los Country Courts para proporcionar justicia
asequible al pueblo. El segundo paso importante que se dio fue el desarrollo de un procedimiento para
pobres por el que una pequeña fracción de los miembros más pobres de la comunidad pueden litigar
prácticamente gratis, asistidos por los servicios voluntarios y gratuitos de la profesión legal.

En la última parte del siglo XIX se desarrolló un creciente interés por la igualdad como principio de justicia
social y una valoración del hecho de que el reconocimiento formal de una capacidad igual para disfrutar de
los derechos no bastaba. En teoría incluso la eliminación completa de todas las barreras que separaban
los derechos civiles de sus aplicaciones no habría interferido con los principios de la estructura de clases del
sistema capitalista.

Aunque la ciudadanía, incluso a final del siglo XIX, apenas contribuyó a reducir la desigualdad social, si
contribuyó a guiar el progreso por el camino que conducía directamente hacia las políticas igualitarias
del siglo XX. También tuvo un efecto integrador. La ciudadanía requiere un tipo diferente de unión, un
sentimiento directo de pertenencia a la comunidad basado en la lealtad de una civilización percibida como
una posesión común. Es la lealtad de hombres libres dotados de derechos y protegidos por un common
law. Esto puede apreciarse con claridad en el siglo XVIII, que presencio no solo el nacimiento de los derechos
civiles modernos, sino también el de la conciencia nacional moderna.

Esta creciente conciencia nacional, este despertar de la opinión pública, y estas primeras percepciones de un
sentimiento de pertenencia a una comunidad y a una herencia común, no tuvieron ningún efecto material
en la estructura de clases y la desigualdad social por la simple razón que, incluso a finales del siglo XIX, la
masa de trabajadores carecía de verdadero poder político. Los derechos políticos de la ciudadanía, a
diferencia de los derechos civiles, constituían una amenaza en potencia para el sistema capitalista. La
sociedad planificada y el Estado de bienestar aún no habían aparecido en el horizonte ni estaban en la mente
de los políticos práctica. Los fundamentos de la economía de mercado y el sistema contractual parecían lo
suficientemente fuertes como para aguantar cualquier ataque.

Los derechos civiles eran en su origen profundamente individuales, y esta es la razón por la que
armonizaron con la fase individualista del capitalismo.

Estos derechos civiles se convirtieron para los trabajadores en un instrumento para elevar su status social y
económico, es decir, para establecer la pretensión de que ellos, como ciudadanos, eran titulares de ciertos
derechos sociales. Pero el método normal de establecer derechos sociales es mediante el ejercicio del
poder político. El problema era que en esa época los trabajadores no poseían, o aún no habían
aprendido a usar, el derecho político al sufragio.

Pollard afirma que una de las características de los primeros sistemas parlamentarios – sostiene – era que los
representantes eran aquellos que disponían del tiempo, los medios y la predisposición necesarios para
realizar su tarea. La elección por mayoría de votos y su estricta responsabilidad ante los electores no eran
esenciales. Los distritos electorales no daban instrucciones a sus miembros y se desconocían las promesas
electorales. Los miembros “eran elegidos para unir a sus electores, no para ser unidos por ellos”.

LOS DERECHOS SOCIALES EN EL SIGLO XX

El periodo del que he venido hablando hasta ahora se caracterizaba por el hecho de que el crecimiento de la
ciudadanía, aunque impresionante e importante, tenía poca repercusión en la desigualdad social. Los
Resumen II parcial Teoría Política 3

derechos civiles otorgaban poderes legales, cuya utilización estaba drásticamente restringida por los
prejuicios de clase y la falta de oportunidades económicas. Los derechos políticos otorgaban un poder
potencial, cuyo ejercicio exigía experiencia, organización. Y su desarrollo requería tiempo. Los derechos
sociales eran mínimos y no estaban entretejidos en los fundamentos de la ciudadanía.

El objetivo común del esfuerzo institucional y voluntario era mitigar la molestia de la pobreza sin
alterar el patrón de desigualdad, del que la pobreza era la consecuencia más obviamente
desagradable.

No obstante, un aumento de las rentas monetarias, modificó la distancia económica que separaba a
estas clases entre sí, mientras el aumento constante del pequeño ahorro desdibujaba la distinción de
clase. Todo esto alteró profundamente el escenario en el que tenía lugar el progreso de la ciudadanía. Los
componentes de una vida civilizada, antaño monopolio de unos pocos, se pusieron progresivamente a
disposición de las masas. La reducción de la desigualdad fortaleció la demanda de su abolición, al menos en
lo que respecta al bienestar social.

La disminución de las diferencias de clase constituye todavía la meta de los derechos sociales, pero ha
adquirido un nuevo significado. No se trató solo de intentar acabar con la miseria de las capas bajas de la
sociedad. Se ha transformado en acciones que modifican la estructura global de la desigualdad social.
Ya no es suficiente elevar el nivel más bajo del edificio social, dejando intacta la superestructura. Se ha
comenzado la remodelación del edificio completo.

Debo retornar mi análisis a los servicios sociales. El Estado garantiza una provisión mínima de bienes y
servicios esenciales (tales como asistencia médica y alimento, cobijo y educación) o una renta monetaria
mínima para gastos imprescindibles. Como son pensiones de la tercera edad, seguros sociales y subsidios
familiares.

Los subsidios monetarios lograban mitigar las diferencias de clase en el sentido limitado del término. El
objetivo era asegurar que todos los ciudadanos pudieran conseguir por lo menos el mínimo fijado. El subsidio
se concedía solo a aquellos que lo necesitaban, y así allanaban las desigualdades en la parte baja de la
escala.

La extensión de los servicios sociales no es fundamentalmente un medio para igualar las rentas. En algunos
casos puede serlo, en otros puede no serlo. Lo que importa es que haya un enriquecimiento general del
contenido concreto de la vida civilizada, una reducción general del riesgo y la inseguridad, una nivelación de
los más y los menos afortunados en todos los ordenes – entre los sanos y los enfermos, los empleados y
desempleados, etc-.

La importante conclusión de mi argumento es que, a través de la relación entre educación y la estructura


ocupacional, la ciudadanía opera como instrumento de estratificación social. El status adquirido
mediante la educación lleva en el mundo el sello de la legitimidad, porque lo ha otorgado una institución
diseñada para dar al ciudadano los derechos que le pertenecen.

Como ya he puntualizado, uno de los principales logros del poder político en el siglo XIX fue despejar el
camino para el desarrollo de un sindicalismo que capacitó a los trabajadores para usar colectivamente
sus derechos civiles. Esto fue una anomalía, porque hasta entonces habían sido los derechos políticos los
que se habían utilizado para la acción colectiva, a través del parlamento y los consejos locales, mientras los
derechos civiles eran profundamente individuales, por lo que armonizaban con el individualismo del
capitalismo temprano.

CONCLUSIONES
Resumen II parcial Teoría Política 3

He intentado mostrar el modo en que la ciudadanía y otras fuerzas ajenas a ella han alterado el modelo
de la desigualdad social. Para completar el panorama debo ahora examinar el conjunto de las
consecuencias en la estructura de clases sociales.

Las diferencias de status pueden recibir el sello de la legitimidad en términos de ciudadanía


democrática, siempre que no sean demasiado marcadas y se den en el seno de una población unida en
una única civilización; y siempre que no sean una expresión del privilegio de la herencia. Esto significa que las
desigualdades pueden tolerarse dentro de una sociedad fundamentalmente igualitaria.

El tipo de desigualdad se puede justificar solo si es dinámico, y si proporciona un incentivo para el


cambio y la mejora.

Preguntaré si aún es válida la hipótesis sociológica latente en el ensayo de Marshall, a saber: que hay un
tipo de igualdad humana básica, asociado con la pertenencia plena a la comunidad, que no es
incongruente con una superestructura de desigualdad económica. Mi respuesta es que la preservación
de las desigualdades económicas se ha hecho más difícil por la ampliación del status de ciudadanía .
Hay menos espacio para esas desigualdades y más probabilidades de que sean desafiadas. Pero es cierto
que hoy día procedemos bajo el supuesto de que la hipótesis es válida.

Nuestro objetivo no es la igualdad absoluta. Existen límites inherentes al movimiento del igualitarismo.

Señale que Marshall especificó que las medidas ideadas para aumentar el nivel general de civilización de
los trabajadores no debían interferir con la libertad de mercado. Si lo hacían, no sería posible distinguirlas
del socialismo. Las medidas socialistas en el sentido de Marshall han sido aceptadas por todos los partidos
políticos. Esto me lleva al lugar común de que el conflicto entre las medidas igualitaristas y el libre mercado
debe analizarse en todo intento de trasladar la hipótesis sociológica de Marshall a la edad moderna.

KIMLICKA
DERECHOS INDIVIDUALES Y DERECHOS DE GRUPO EN LA DEMOCRACIA LIBERAL

Tras el final de la guerra fría las demandas de los grupos étnicos y nacionales han ocupado el centro de
la vida política. Muchas de estas exigencias se han hecho apelando a los derechos de grupo y a la
«política de la diferencia». En este ensayo se intenta mostrar que estas exigencias son en muchos casos
compatibles con los principios liberales de libertad individual y justicia social. En este sentido, los
derechos especiales de representación, los derechos lingüísticos y los derechos de autogobierno tienden a
capacitar la autonomía de las minorías nacionales con respecto a la nación mayoritaria. Su límite se encuentra
en la prevención de la dominación: asegurando la igualdad entre los grupos y la libertad e igualdad dentro
de los grupos.

La democracia liberal no puede reducirse a la idea de la regla de mayorías. La democracia liberal también
incluye una compleja serie de reglas y principios para estructurar, dividir y limitar el poder. El más
destacado de estos principios es la protección de los derechos individuales. Muchas democracias
liberales se enfrentan también, sin embargo, con grupos etnoculturales que reclaman la protección
constitucional de derechos de grupo. A menudo bajo la rúbrica del multiculturalismo.

Mucha gente sostiene que la idea de los derechos de grupo es incompatible con la tradición liberal. Conceder
reconocimiento legal a los grupos etnoculturales, se dice, amenaza los principios liberales de la libertad, la
igualdad y la solidaridad. Creo que esto es erróneo. Son muchas las democracias liberales que han
concedido un reconocimiento legal a los grupos etnoculturales, algo a menudo necesario para respaldar
la libertad individual y evitar graves injusticias.
Resumen II parcial Teoría Política 3

Comenzaré la Sección 1 explicando por qué no le resulta posible al Estado declararse neutral con
respecto a los grupos etnoculturales. Sostendré que la capacidad de los grupos etnoculturales para
mantenerse como tales depende directamente de una gama de políticas gubernamentales que incluyen
cuestiones como los derechos lingüísticos, la política migratoria, el diseño de los confines sub-estatales y la
fijación de las fiestas oficiales.

En la Sección 2 discuto cómo han abordado históricamente los Estados liberales la diversidad etnocultural.
Sostendré que la formación histórica de las democracias liberales comportó esfuerzos deliberados de
«construcción nacional» que incluyeron la consolidación y difusión de una cultura común basada en una
lengua común usada en las instituciones sociales. Enfrentados a este proyecto de construcción nacional, los
grupos minoritarios han reaccionado de diversa manera (Sección 3). Por regla general, los grupos de
inmigrantes voluntarios han aceptado la integración en esa cultura común. Sin embargo, los grupos no
inmigrantes especialmente concentrados, cuyo territorio histórico ha sido incorporado a un Estado más
amplio, se han resistido tradicionalmente a la integración, embarcándose en sus propias formas de
«construcción nacional» con el fin de retener y consolidar su propia cultura societaria, basada en su lengua e
instituciones públicas. Llamaré a estos grupos «minorías nacionales». Las democracias liberales que
contienen tales grupos no son, por consiguiente, Estados-nación, sino Estados multinacionales.

¿Cómo deben responder los demócratas liberales a las exigencias de derechos de grupo para el
autogobierno planteadas por las minorías nacionales?

Muchos teóricos liberales se han opuesto a estos derechos. Mantendré, sin embargo, que el nacionalismo
de las minorías puede ser compatible con los principios liberales y que, de hecho, puede ser tan legítimo
como los proyectos de construcción nacional de las mayorías (Sección 4).

La teoría democrática liberal considera a los individuos como ciudadanos libres e iguales, pero la historia
sugiere que los individuos desean ser libres e iguales en el contexto de su propia sociedad nacional. Creo
personalmente que éste es un deseo compresible y legítimo. Las naciones son, por tanto, las unidades
básicas de la teoría liberal, ya que son las unidades en las que se logran los principios liberales de libertad e
igualdad (Sección 5). Esto quiere decir que la teoría democrática liberal no es sólo una teoría sobre la
relación entre los individuos, por un lado, y los Estados, por otro. Debe también incluir una
descripción explícita del estatuto legal y político de los grupos etnoculturales. Por supuesto, no todos
los derechos de grupo son compatibles con la tradición liberal. Concluiré discutiendo distintos tipos de
derechos de grupo y explicando cuáles de ellos son compatibles con los valores liberales de libertad individual
y justicia social (Sección 6).

1. ESTADOS, NACIONES Y CULTURAS EN LAS DEMOCRACIAS LIBERALES

Algunos teóricos mantienen que los gobiernos modernos pueden y deben evitar el apoyo a cualquier
cultura societaria o identidad etnocultural concreta. De hecho, algunos mantienen que esto es
precisamente lo que distingue a las «naciones cívicas» liberales de las «naciones étnicas» antiliberales.

Las naciones cívicas, por el contrario, ‘son neutrales’ con respecto a las identidades etnoculturales de
sus ciudadanos y definen la pertenencia nacional meramente en términos de adhesión a ciertos
principios de democracia y justicia. Desde este punto de vista, las naciones cívicas tratan la cultura de la
misma forma que la religión, es decir, como algo que las personas son libres de cultivar en su vida privada,
pero que no es asunto del Estado. Michael Walzer, por ejemplo, mantiene que el liberalismo implica «un
claro divorcio entre Estado y etnicidad».

En resumen, los Estados Unidos han promovido deliberadamente la integración en lo que yo denomino
una «cultura societaria» basada en la lengua inglesa. Las he llamado «culturas societarias» para subrayar
Resumen II parcial Teoría Política 3

que no sólo implican recuerdos o valores compartidos, sino también instituciones y prácticas sociales
comunes. Ronald Dworkin ha afirmado que los miembros de una cultura poseen «un vocabulario compartido
de tradición y convención».

Una cultura societaria es, por consiguiente, una cultura territorialmente concentrada con base en una
lengua común usada en una amplia gama de instituciones sociales, tanto en la vida pública como en la
vida privada. El gobierno americano ha apoyado deliberadamente la integración en una cultura societaria de
este tipo, es decir, ha animado a los ciudadanos a concebir sus oportunidades vitales como si estuviesen
vinculadas a la participación en unas instituciones societarias comunes que operan en inglés. Tal y como
discuto más adelante, esto formó parte de un proyecto de «construcción nacional» con el que todas las
democracias occidentales se comprometieron. Contrariamente a lo afirmado por Walzer, el gobierno
americano no fue «neutral» con respecto a la lengua o la cultura. Tampoco pudo serlo. Uno de los
factores determinantes de la supervivencia de una cultura es si su lengua es una lengua gubernamental,
es decir, si su lengua se usa en las escuelas públicas, los tribunales, los órganos legislativos, las agencias de
política social, los servicios sanitarios, etc. Cuando el gobierno decide la lengua del sistema público de
educación está proporcionando lo que quizá sea la principal forma de apoyo que necesitan las culturas
societarias. Si los inmigrantes en un Estado multinacional se integran en la cultura mayoritaria, las minorías
nacionales se verán progresivamente superadas en número e incapacitadas para la vida política. Además, los
Estados a menudo animan a los inmigrantes (O a los migrantes de otras partes del país) a asentarse en
territorios tradicionalmente ocupados por minorías nacionales, reduciéndolas así a una minoría incluso en el
ámbito de su propio territorio histórico.

Podrían multiplicarse los ejemplos de las decisiones político-administrativas que implícita o


explícitamente apoyan a determinados grupos etnoculturales. Por ejemplo, las decisiones sobre las
festividades públicas y sobre el currículum escolar reflejan típicamente y ayudan a perpetuar una
determinada cultura nacional.

De nuevo, podernos debatir los méritos de las diversas decisiones sobre las fronteras, pero no existe una
forma «neutral» que evite tener que decidir si se permite a un grupo etnocultural constituir una mayoría en el
seno de una particular jurisdicción.

Esto nos muestra que la analogía entre religión y cultura es errónea. Un Estado puede no tener una iglesia
oficial, pero el Estado no puede evitar establecer, al menos parcialmente, una cultura cuando decide
sobre la lengua que ha de usarse en la administración, la lengua y la historia que los niños deben
aprender en la escuela, quiénes serán admitidos como inmigrantes y qué lengua e historia deberán aprender
éstos para convertirse en ciudadanos, sí las sub unidades se diseñarán con el fin de crear distritos
controlados por minorías nacionales, etc. Estas decisiones políticas determinan directamente la viabilidad de
las culturas societarias. Por consiguiente, la idea de que los Estados liberales o las «naciones cívicas» son
neutrales con respecto a las identidades etnoculturales es mítica.

¿Qué distingue a las naciones cívicas de las étnicas? La diferencia fundamental alude a los términos de
admisión en la nación. Las naciones «étnicas», como Alemania, definen la pertenencia en términos de
descendencia común, de manera que las personas de un grupo étnico o racial distinto (por ejemplo, los
trabajadores turcos en Alemania) no pueden adquirir la ciudadanía, independientemente del tiempo que
hayan residido en el país. Las naciones «cívicas», como los Estados Unidos, están en principio abiertas a
cualquiera que viva en el territorio en la medida en que aprenda la lengua y la historia de la sociedad. Por
consiguiente, el nacionalismo étnico es exclusivo, mientras que el nacionalismo cívico es inclusivo. El
empleo de la política pública para promover una cultura o culturas societarias particulares es un rasgo
inevitable de todo Estado moderno.
Resumen II parcial Teoría Política 3

2. LA CONSTRUCCIÓN LIBERAL DE NACIONES Y LOS DERECHOS DE LAS MINORÍAS

La idea de un Estado culturalmente neutral es un mito. Con una perspectiva histórica, virtualmente todas
las democracias liberales han intentado en un momento determinado extender una única cultura
societaria a lo largo de su territorio. Como discutiré más adelante, esto no debiera ser visto únicamente como
una cuestión de imperialismo cultural.

Consiguientemente, la participación en una cultura societaria común ha sido vista a menudo como algo
esencial para generar solidaridad en los modernos Estados democráticos. El tipo de solidaridad exigida
por el Estado de bienestar requiere que los ciudadanos tengan un fuerte sentido de identidad y de
pertenencia común a fin de que estén dispuestos a sacrificarse unos por otros. Esta identidad común se
supone que necesita (o debe ser facilitada por) una lengua y una historia comunes. La integración en una
cultura societaria común ha sido considerada esencial para la igualdad social y la cohesión política en los
Estados modernos.

Algunos grupos etnoculturales aceptaron la llamada a la integración y en algunos países el resultado de


esos programas de «construcción nacional» fue la extensión de una cultura societaria común por todo el
territorio estatal. Éstos son los «Estados nacionales» paradigmáticos; por ejemplo, Francia, Inglaterra y
Alemania. En otros países, sin embargo, las minorías territorialmente concentradas resistieron su integración
en la cultura societaria dominante. En semejantes «Estados multinacionales», como Bélgica, Canadá, Suiza
y España, una o más minorías nacionales, con sus lenguas propias e instituciones separadas,
coexisten junto a la cultura societaria dominante.

Como ha señalado Charles Taylor, el proceso de construcción nacional inevitablemente privilegia a los
miembros de la cultura mayoritaria: las minorías deben, bien integrarse en la cultura mayoritaria o bien
buscar el tipo de derechos y poderes de autogobierno necesarios para mantener su propia cultura societaria.

Por «minorías nacionales» entiendo culturas históricamente asentadas, territorialmente concentradas


y con formas previas de autogobierno, cuyo territorio ha sido incorporado a un Estado más amplio. La
incorporación de estos grupos ha sido normalmente involuntaria, debido a la colonización, la conquista o la
transferencia de territorio entre poderes imperiales, pero en algunos casos refleja una federación voluntaria.

En resumen, enfrentados a la alternativa entre la integración y la lucha por mantener una cultura societaria
distinta, parece que los grupos inmigrantes tienden a escoger la primera opción, mientras que las minorías
nacionales tienden a escoger la segunda.

2. ENTENDER EL MULTICULTURALISMO

Es cierto que en la actualidad algunos grupos inmigrantes en Occidente exigen determinados derechos de
grupo, a menudo bajo la rúbrica del «multiculturalismo», pero es incorrecto, creo, interpretar las exigencias
multiculturales de los inmigrantes como la expresión de un deseo protonacionalista de autogobierno.
Por el contrario, si consideramos la sustancia real de esas políticas multiculturales, en realidad no se oponen
a la integración, sino que más bien la apoyan estas políticas multiculturales suponen una revisión de los
términos de la integración, no un rechazo de la integración en sí misma.

Mientras que los grupos inmigrantes han reafirmado progresivamente su derecho a expresar su particularidad
étnica, lo han hecho en el seno de las instituciones públicas de la sociedad anglófona (o francófona en
Canadá). Al rechazar la asimilación, estos grupos no están solicitando la creación de una sociedad
paralela, tal y como suele ser la exigencia típica de las minorías nacionales. De acuerdo con esto, los Estados
Unidos y Australia contienen una serie de «grupos étnicos» que se presentan como subculturas débilmente
Resumen II parcial Teoría Política 3

agregadas en el seno de una sociedad anglófona más amplia, dando así muestras de lo que yo denomino
«polietnicidad»

En teoría, a los inmigrantes les sería posible constituirse en minorías nacionales si se asentasen
conjuntamente y adquiriesen competencias de autogobierno.

Un rasgo esencial de la colonización, a diferencia de la emigración individual, es que aspira a crear una
sociedad institucionalmente completa, más que a integrarse en una sociedad preexistente. En principio
sería posible permitir o ayudar a los inmigrantes a considerarse como colonos si gozasen con un
amplio apoyo gubernamental para organizar su asentamiento, sus derechos lingüísticos y la creación de
nuevas unidades políticas.

Por consiguiente, la evidencia abrumadora es que los inmigrantes se integran, mientras que las
minorías nacionales se resisten a la integración. Esta generalización nace de la experiencia americana. La
tendencia entre los inmigrantes americanos a integrarse es bien conocida, y la idea del «crisol» americano
es a menudo celebrada. Pese a ello, igualmente importante, aunque menos conocida, es la tendencia de las
minorías nacionales americanas a resistirse a la integración. En los Estados Unidos existen diversas
minorías nacionales, incluyendo a los indios americanos, los esquimales de Alaska, los puertorriqueños, los
descendientes de los mexicanos (chicanos) que vivían en el Suroeste cuando los Estados Unidos se
anexionaron. Los hawaianos, los chamorros de Guam y los habitantes de otras islas del Pacífico. Todos estos
grupos fueron incorporados involuntariamente a los Estados Unidos mediante conquista, colonización
o cesión imperial.

Cuando fueron incorporados, la mayoría de estos grupos adquirieron un status político especial. Por
ejemplo, las tribus indias son reconocidas como «naciones domésticas dependientes>, con sus propios
gobiernos, tribunales y derechos vinculados a tratados. Puerto Rico es una «comunidad asociada», y Guam
es un «protectorado» Cada uno de estos pueblos está federado a la república norteamericana mediante
unos poderes especiales de autogobierno. Estos grupos también poseen derechos referidos a la lengua
y al uso de la tierra.

En resumen, las minorías nacionales en los Estados Unidos poseen una gama de derechos destinada a
reflejar y proteger su status como comunidades culturalmente distintas, unos derechos que han luchado
por preservar y ampliar. Se afirma a menudo que la Constitución americana tan sólo reconoce derechos
individuales. Esto es sencillamente inexacto: las minorías nacionales en los Estados Unidos poseen
derechos de grupo significativos. Lo cierto es que el gobierno americano no ha tenido mayor éxito que
otras democracias occidentales en integrar a las minorías nacionales en una cultura común.

Debemos mencionar otro grupo etnocultural en el contexto americano. La situación de los afroamericanos
es muy importante, aunque también única. No se ajustan al patrón de los inmigrantes voluntarios, no sólo
porque en su mayoría fueron traídos a América involuntariamente como esclavos, sino porque en lugar de
apoyar su integración se les impidió incorporarse a las instituciones de la cultura mayoritaria. Provenían
de una pluralidad de culturas africanas con lenguas diferentes y no se intentó mantener agrupados a aquéllos
con una procedencia étnica común.

La situación histórica de los afroamericanos es, por consiguiente, muy inusual. No se les permitió integrarse
en la cultura principal, ni se les permitió mantener sus lenguas y culturas originales o crear nuevas
asociaciones o instituciones culturales Creo que una de las razones por las que las relaciones raciales en los
Estados Unidos se han mostrado tan difíciles es precisamente por la tendencia a tratar a los afroamericanos
como si fuesen un grupo inmigrante o una minoría nacional, cuando ninguna de estas categorías da debida
cuenta de su particular situación histórica
Resumen II parcial Teoría Política 3

3. PRINCIPIOS LIBERALES Y DERECHOS DE GRUPO

Lo que la gente llama el «Estado neutral>, puede verse, en efecto, como un sistema de «derechos de
grupo» que apoya al lenguaje, la historia, la cultura y el calendario de la mayoría.

En los Estados Unidos, por ejemplo, la política del gobierno induce sistemáticamente a todo el mundo a
aprender inglés y a considerar sus elecciones vitales vinculadas a la participación en instituciones
lingüísticamente anglófonas. Esto es un sistema de «no discriminación» en el sentido de que los grupos
minoritarios no son discriminados frente a la corriente principal de instituciones de la cultura mayoritaria, pero
no es «neutral» en el sentido de su relación con las identidades culturales.

Inversamente, lo que la gente denomina el modelo de «derechos de grupo» puede ser visto, en efecto, como
una forma más robusta de discriminación.

El reconocimiento de grupos en la constitución es a menudo percibido como una cuestión de «derechos


colectivos», y muchos liberales temen que los derechos colectivos sean, por definición, enemigos de los
derechos individuales.

Necesitamos distinguir entre dos tipos de derechos colectivos que pueden ser reclamados por un grupo.
El primero de ellos implica el derecho de un grupo contra de sus propios miembros; el segundo implica
el derecho de un grupo contra el resto de la sociedad. Ambos tipos de derechos colectivos puede
considerarse que protegen la estabilidad de los grupos nacionales, étnicos o religiosos. No obstante,
responden a diferentes fuentes de inestabilidad.

El primer tipo de derechos está dirigido a proteger al grupo del impacto desestabilizador de la disidencia
interna (es decir, de la decisión de los integrantes individuales de no observar prácticas o costumbres
tradicionales), mientras que el segundo pretende proteger al grupo del impacto de presiones externas (es
decir, de las decisiones económicas o políticas de la sociedad en la que se engloban). Para distinguir entre
estos dos tipos de derechos colectivos llamaré a los primeros «restricciones internas» y a los segundos
«protecciones externas»,

Las restricciones internas atañen a las relaciones intragrupales. Los críticos de los «derechos colectivos»
invocan a menudo la imagen de culturas teocráticas y patriarcales donde las mujeres son oprimidas y la
ortodoxia religiosa es legalmente impuesta como un ejemplo de lo que puede suceder cuando se concede
prioridad a los pretendidos derechos de la comunidad sobre los derechos del individuo.

Por supuesto, todas las formas de gobierno y todo ejercicio de la autoridad política implican la restricción de la
libertad de quienes estén sujetos a esa autoridad. Algunos grupos, sin embargo, persiguen imponer
restricciones mucho mayores a la libertad de sus miembros. Una cosa es exigir a las personas su
participación en el jurado o en las votaciones. Otra muy distinta es obligarles a asistir a una
determinada iglesia o desempeñar roles tradicionales de género. Para los fines de esta discusión
emplearé el término «restricciones internas» para referirme exclusivamente al último caso, en el que se
restringen las libertades civiles y políticas básicas de los miembros de un grupo.

Las protecciones externas atañen a las relaciones entre grupos, es decir, el grupo étnico o nacional
puede intentar proteger su existencia y particularidad propia limitando el impacto de las decisiones de la
sociedad más amplia en que se engloba. Esto también comporta ciertos peligros, no ya de opresión individual
en el seno del grupo, sino de injusticia entre los grupos. Un grupo puede verse marginado o segregado
Resumen II parcial Teoría Política 3

en nombre de la preservación de la particularidad de otro grupo. Los críticos de los «derechos colectivos»
citan con frecuencia a este respecto el sistema de apartheid en Sudáfrica.

La concesión de derechos especiales de representación, de reclamaciones territoriales o de derechos


lingüísticos a una minoría no la pone necesariamente, y a menudo no lo hace, en una posición dominante
frente a otros grupos. Por el contrario, esos derechos pueden ser vistos como la puesta en pie de
Igualdad.

El deseo de proteger las prácticas culturales frente a la disidencia interna existe en algún grado en
todas las culturas, incluso en los Estados-nación homogéneos. Las protecciones externas, sin embargo,
sólo pueden surgir en los Estados multinacionales o multiétnicos, ya que protegen a un particular grupo
étnico o nacional del impacto desestabilizador de las decisiones del resto de la sociedad.

Las diversas formas de protección externa son compatibles, en mi opinión, con los valores liberales. Mientras
que las protecciones externas alientan el peligro de que unos grupos dominen a otros, como en el apartheid,
esto no parece ser un peligro real en el caso de las particulares protecciones externas que actualmente están
siendo reclamadas en la mayoría de las democracias occidentales.

En general, existe escaso apoyo en las democracias occidentales a la puesta en práctica de restricciones
internas, incluso en el seno de comunidades minoritarias. En vez de ello, la mayoría de los derechos
colectivos para los grupos nacionales han asumido la forma y han sido defendidos más bien como
protecciones externas frente a la comunidad mayoritaria. La idea de que los grupos nacionales debieran ser
capaces de proteger sus costumbres históricas mediante la limitación de las libertades cívicas básicas de sus
miembros no despierta ningún entusiasmo. Así, por ejemplo, no ha existido ningún apoyo público a la
restricción de la libertad religiosa en nombre de la protección de las costumbres religiosas de una comunidad.

Por supuesto, en otras partes del mundo donde las tradiciones liberales son menos influyentes existe mayor
probabilidad de que las minorías busquen restricciones internas.

Lo que distingue una teoría liberal de los derechos de minorías es precisamente que puede aceptar las
protecciones externas (en la medida en que no permitan a un grupo oprimir a otro), pero no las restricciones
internas. Los liberales pueden aceptar los derechos de autogobierno, pero insistirán en que todos los
gobiernos, tanto de las minorías como de las mayorías, deben observar las protecciones
constitucionales básicas de los derechos humanos. No es necesario decir que esto plantea importantes
y difíciles cuestiones sobre los límites de la tolerancia liberal y sobre cuándo puede una nación
mayoritaria (o países extranjeros) intervenir por la fuerza en los asuntos de una minoría nacional . La
intervención coercitiva no siempre será apropiada o prudente. Sin embargo, el juicio de los liberales debería
ser claro: es erróneo e injusto que un grupo etnocultural preserve su «pureza» o «autenticidad» mediante la
restricción de las libertades básicas de sus propios miembros.

CONCLUSIÓN

Con el final de la guerra fría las demandas de los grupos étnicos y nacionales se han situado en el centro
de la escena de la vida política, tanto a nivel doméstico como internacional. Muchas personas ven esta
nueva «política de la diferencia» como una amenaza para la democracia liberal. Yo he ofrecido una
visión más optimista en este artículo. He intentado demostrar que muchas (si no todas) exigencias de los
grupos nacionales son compatibles con los principios
Resumen II parcial Teoría Política 3

Yugoslavia y Ruanda son sólo el más reciente ejemplo de las injusticias cometidas en nombre de las
diferencias nacionales. Dados estos abusos potenciales, mucha gente se siente fuertemente tentada de
dejar a un lado la cuestión de los derechos de grupo. ¿Por qué, se preguntan, no podemos simplemente
tratar a la gente como individuos, sin atender a su identidad étnica o nacional?

Sin embargo, esa respuesta está mal orientada. El problema no es que sea demasiado «individualista». En
muchas partes del mundo, una saludable dosis de individualismo proporcionaría un bienvenido respiro
a los conflictos grupales. La vida política tiene una dimensión inevitablemente nacional, ya sea en el diseño
de las fronteras y en la distribución de poderes, en las decisiones sobre la lengua de la enseñanza, de los
tribunales y de las burocracias o en la elección de las festividades públicas. Sin embargo, estos aspectos
inevitables de la vida política conceden una profunda ventaja a los miembros de las naciones
mayoritarias. Necesitamos ser conscientes de esta circunstancia, y tomar en consecuencia medidas para
evitar las injusticias podría incluir los derechos de representación, los derechos lingüísticos y los
derechos de autogobierno con el fin de capacitar la autonomía de las minorías nacionales con respecto a la
nación mayoritaria. Sin esas medidas, hablar de «tratar a la gente como individuos» constituye un
encubrimiento de la injusticia étnica y nacional.

En particular los liberales deberían asegurar la existencia de igualdad entre los grupos y de libertad e
igualdad dentro de los grupos.

En los lugares de nacimiento de la teoría liberal (Inglaterra, Francia y los Estados Unidos) los derechos de las
minorías han sido a menudo ignorados, o tratados como meras curiosidades o anomalías. Esto es
particularmente cierto en lo que se refiere a las reivindicaciones de los pueblos indígenas
KYMLICKA Y NORMAN
EL RETORNO DEL CIUDADANO
UNA REVISIÓN DE LA PRODUCCIÓN RECIENTE EN TEORÍA DE LA Ciudadanía

El concepto de ciudadanía parece integrar las exigencias de justicia y de pertenencia comunitaria. El


concepto de ciudadanía está íntimamente ligado, por un lado, a la idea de derechos individuales y, por el
otro, a la noción de vínculo con una comunidad particular.

Estos acontecimientos han mostrado que el vigor y la estabilidad de una democracia moderna no
dependen solamente de la justicia de su « estructura básica” sino también de las cualidades y actitudes
de sus ciudadanos. Si faltan ciudadanos que posean estas cualidades, las democracias se vuelven difíciles
de gobernar e incluso inestables. Como observa Habermas, “las instituciones de la libertad constitucional
no son más valiosas que lo que la ciudadanía haga de ellas” (Habermas, 1992, pág. 7)

El segundo peligro para una teoría de la ciudadanía surge como resultado de la frecuente confusión entre
dos conceptos que aparecen en la discusión: la ciudadanía como condición legal, es decir, la plena
pertenencia a una comunidad política particular, y la ciudadanía-como-actividad-deseable, según la cual la
extensión y calidad de mi propia ciudadanía depende de mi participación en aquella comunidad.

Antes de describir la producción reciente es preciso bosquejar rápida mente el punto de vista implícito en
buena parte de la teoría de posguerra. Este punto de vista estuvo casi enteramente definido en términos
de posesión de derechos.

Para Marshall, la ciudadanía consiste esencialmente en asegurar que cada cual sea tratado como un
miembro pleno de una sociedad de iguales. La manera de asegurar este tipo de pertenencia consiste en-
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otorgar a los individuos un número creciente de derechos de ciudadanía. Marshall divide estos derechos en
tres categorías: derechos civiles, derechos políticos, derechos sociales.

Para Marshall, la más plena expresión de la ciudadanía requiere un Estado de bienestar liberal-
democrático. Al garantizar a todos los derechos civiles, políticos y sociales, este Estado asegura que
cada integrante de la sociedad se sienta como un miembro pleno. A esta concepción suele
denominársela ciudadanía "pasiva” o “privada”.

Críticas

La primera se centra en la necesidad de complementar (o sustituir) la aceptación pasiva de los derechos


de ciudadanía con el ejercicio activo de las responsabilidades y virtudes ciudadanas

La segunda señala la necesidad de revisar la definición de ciudadanía generalmente aceptada con el fin de
incorporar el creciente pluralismo social y cultural de las sociedades modernas y a los grupos excluidos.

LAS RESPONSABILIDADES Y VIRTUDES DE LA CIUDADANÍA

La crítica de Nueva Derecha a la ciudadanía social y al Estado de bienestar

Ataque de la Nueva Derecha a la idea de "derechos sociales”. Estos derechos siempre fueron resistidos
desde la derecha, con el argumento de que (a) son incompatibles con las exigencias de libertad negativa
y con los reclamos de justicia basados en el mérito, (b) son económicamente ineficientes, y (c) nos hacen
avanzar en el "camino hacia la servidumbre”.

La Nueva Derecha sostiene que el Estado de bienestar ha promovido la pasividad entre los pobres, no
ha mejorado sus oportunidades y ha creado una cultura de dependencia. Lejos de aportar una solución, el
Estado de bienestar ha perpetuado el problema al reducir a los ciudadanos al papel de clientes
inactivos de la tutela burocrática.

Según la Nueva Derecha, el esfuerzo por asegurar la integración social y cultural de los más pobres debe
ir “más allá de los derechos”, focalizándose en su responsabilidad de ganarse la vida. Dado que el Estado
de bienestar desalienta a la gente de todo esfuerzo por llegar a autoabastecerse, se debe cortar la red
de seguridad y todo beneficio social restante debe conllevar alguna obligación.

Para muchos, por lo tanto, el programa de la Nueva Derecha no debe verse como expresión de una
concepción alternativa de lo que es ser un ciudadano sino como un asalto al propio principio de
ciudadanía. Como dice Plant, “en lugar de aceptar la ciudadanía como una condición política y social, los
conservadores modernos han intentado reafirmar el rol del mercado y han rechazado la idea de que la
ciudadanía confiere un status independiente del nivel económico”.

Mucha gente de izquierda sigue defendiendo el principio de que una ciudadanía plena requiere derechos
sociales.

LA NECESIDAD DE VIRTUDES CÍVICAS

Muchos liberales clásicos creyeron que -aun sin una ciudadanía particularmente virtuosa- la democracia
liberal podía asegurarse mediante la creación de controles y equilibrios. Dispositivos institucionales y
procedimentales como la separación de poderes, el poder legislativo bicameral y el federalismo servirían en
conjunto para bloquear el paso a los posibles opresores. Incluso en el caso de que cada persona
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persiguiera su propio interés sin ocuparse del bien común, un conjunto de intereses privados podría controlar
a otro conjunto de intereses privados.

Una concepción adecuada de la ciudadanía parece exigir, por lo tanto, un equilibrio entre derechos y
responsabilidades. Pero, ¿dónde aprendemos esas virtudes? La Nueva Derecha apuesta fuerte al
mercado como escuela de la virtud. Pero hay otras respuestas a esta pregunta:

a) La izquierda y la democracia participativa.

Tal como lo señalábamos, una de las respuestas de izquierda al problema de la pasividad ciudadana consiste
en otorgar a los ciudadanos más poder por medio de la democratización del Estado de bienestar y, más en
general, por medio de la dispersión del poder estatal en una serie de instituciones democráticas locales,
asambleas regionales y tribunales de apelación.

Siguiendo a Rousseau y a Stuart Mill, muchos partidarios de la democracia participativa suponen que la
participación política enseñará la responsabilidad y la tolerancia.

Mucha gente de izquierda ha tratado así de obviar el problema de la ciudadanía responsable, “disolviéndolo
en el problema de la democracia”. Esto los ha llevado a su vez a defender la toma colectiva de decisiones
como la solución a todos los problemas de la ciudadanía”.Pero parece claro que la izquierda no ha
encontrado todavía un vocabulario de la responsabilidad con que sentirse cómoda ni un conjunto concreto de
políticas que permitan promover esas responsabilidades.

b) Republicanismo cívico.

La tradición cívico-republicana moderna es una forma extrema de democracia participativa principalmente


inspirada en Maquiavelo y Rousseau (quienes estaban a su vez fascinados por los griegos y los romanos).

Se hace énfasis en el valor intrínseco que tiene la actividad política para los propios participantes. Esta
participación es, en palabras de Oldfield, “la forma de coexistencia más elevada que los hombres pueden
esperar”. La vida política es superior a las satisfacciones puramente privadas. La falta de participación
política hace del individuo ‘un ser radicalmente incompleto y atrofiado” (Oldfield, 1990b, pág. 187; Pocock,
1992, págs. 45 y 53; Skinner, 1992 y Beiner, 1992).

Este supuesto de que la política es un medio para proteger la vida privada es compartido por mucha gente
de izquierda (Ignatieff, 1989, pág. 72-73) y de derecha (Mead, 1986, pág. 254), así como por no pocos
liberales (Rawls, 1971, pág. 229- 230), teóricos de la sociedad civil (Walzer, 1989, pág. 215) y feministas
(Elshtain, 1981, pág. 327). De hecho, define la concepción moderna de la ciudadanía.

Pero es más verosímil ver nuestro apego a la vida privada como el resultado no de un
empobrecimiento de la vida pública, sino del enriquecimiento de la vida privada. Si ya no buscamos
gratificaciones en la política es porque nuestra vida social y personal es mucho más rica que la de los griegos.

c) Teóricos de la sociedad civil. Pensamiento comunitarista.

Estos teóricos subrayan la civilidad y el autocontrol como condiciones de una democracia sana, pero
niegan que el mercado o la participación política sean suficientes para enseñar esas virtudes. Es más
bien en las organizaciones voluntarias de la sociedad civil - iglesias, familias, sindicatos, asociaciones
étnicas, cooperativas, grupos de protección del medio ambiente, asociaciones de vecinos, grupos de apoyo a
las mujeres, organizaciones de beneficencia-donde aprendemos las virtudes del compromiso mutuo.

Es aquí donde “se forman el carácter, las competencias y la capacidad de la ciudadanía”, porque es aquí
donde internalizamos la idea de responsabilidad personal y compromiso mutuo, y donde aprendemos
el autocontrol voluntario que es esencial para una ciudadanía verdaderamente responsable.
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En consecuencia, una de las primeras obligaciones de la ciudadanía es participar en la sociedad civil.

Los teóricos de la sociedad civil piden demasiado a las organizaciones voluntarias al esperar que sean
la principal escuela (o una réplica en pequeña escala) de la ciudadanía democrática. Si bien las asociaciones
pueden enseñar las virtudes cívicas, no es ésta su razón de ser. El motivo por el cual la gente se incorpora a
las iglesias, familias u organizaciones étnicas no es el de aprender tales virtudes. Su objetivo es más bien el
de poner en práctica ciertos valores y disfrutar de ciertos bienes, y esto puede tener poco que ver con la
promoción de la ciudadanía.

Tanto las feministas como los teóricos de la sociedad civil definen a la ciudadanía en función de las virtudes
propias de la esfera privada. Pero si bien es verdad que estas virtudes pueden a veces ser necesarias para el
ejercicio de la ciudadanía, lo cierto es que no son suficientes y a veces pueden ser contraproducentes.

d) Teorías de la virtud liberal.

A los liberales a menudo se los critica - y no sin razón- a causa del frecuente desequilibrio que
establecen entre derechos y responsabilidades. Los teóricos liberales de los años setenta y ochenta se
centraron casi exclusivamente en la justificación de los derechos y de las instituciones necesarias para
asegurarlos, sin atender a las responsabilidades de los ciudadanos.

Las dos virtudes mencionadas -la capacidad de cuestionar a la autoridad y la voluntad de involucrarse
en la discusión pública- son los componentes distintivos de la teoría liberal de las virtudes. La necesidad
de cuestionar a la autoridad proviene en parte del hecho de que, en una democracia representativa, los
ciudadanos eligen representantes que gobiernan en su nombre. En consecuencia, una importante
responsabilidad de los ciudadanos es la de controlar a quienes ocupan cargos públicos y juzgar su conducta.
La necesidad de involucrarse en la discusión pública proviene del hecho de que, en una democracia, las
decisiones del gobierno deben adoptarse públicamente, a partir de una discusión libre y abierta.

La virtud del discurso político también incluye la voluntad de presentar las propias ideas de manera inteligible
y sincera, como base de una política de persuasión y no de manipulación o de coerción

Macedo llama a esta disposición la virtud de la "razonabilidad pública”.

¿Dónde se aprenden estas virtudes? La respuesta, según varios teóricos de las virtudes liberales, es
el sistema educativo. Las escuelas deben enseñar a los alumnos como incorporar el tipo de razonamiento
crítico y la perspectiva moral que definen la razonabilidad pública

CONCLUSIÓN: CIUDADANÍA RESPONSABLE Y POLÍTICAS PÚBLICAS

Para la mayor parte de la teoría política de posguerra, los conceptos normativos fundamentales eran
democracia (para evaluar los procedimientos de decisión) y justicia (para evaluar los resultados). Cuando
se hablaba de la idea de ciudadanía, se la veía como derivada de las nociones de democracia y
justicia: un ciudadano es alguien que tiene derechos democráticos y exigencias de justicia. Pero hoy
toma fuerza a lo largo de todo el espectro político la idea de que el concepto de ciudadanía debe jugar un
rol normativo independiente en toda teoría política plausible, y que la promoción de la ciudadanía
responsable es un objetivo de primera magnitud para las políticas públicas.

CIUDADANÍA, IDENTIDAD Y DIFERENCIA


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La ciudadanía no es simplemente un status legal definido por un conjunto de derechos y


responsabilidades. Es también una identidad, -la expresión de la pertenencia a una comunidad política.

Con el tiempo ha resultado claro, sin embargo, que muchos grupos -negros, mujeres, pueblos aborígenes,
minorías étnicas y religiosas, homosexuales y lesbianas- todavía se sienten excluidos de la "cultura
compartida”, pese a poseer los derechos comunes propios de la ciudadanía. Los miembros de tales
grupos se sienten excluidos no sólo a causa de su situación socioeconómica sino también como
consecuencia de su identidad sociocultural: su "diferencia”.

Un creciente número de teóricos, a los que llamaremos "pluralistas culturales”, sostienen que el concepto
de ciudadanía debe tener en cuenta estas diferencias. Los pluralistas culturales creen que los derechos
de ciudadanía, originalmente definidos por y para los hombres blancos, no pueden dar respuesta a las
necesidades específicas de los grupos minoritarios. Estos grupos sólo pueden ser integrados a la cultura
común si adoptamos lo que Iris Marion Young llama una concepción de la “ciudadanía diferenciada”.

Grupos históricamente desaventajados como las mujeres o los negros exigen una representación
especial a nivel de las instituciones políticas y muchas minorías nacionales (los habitantes del Quebec, los
kurdos, los catalanes) procuran aumentar sus poderes de autogobierno dentro del país en que habitan o
directamente buscan la secesión.

Una de las más influyentes pensadoras del pluralismo cultural es Iris Marion Young. Desde su punto de vista,
el intento de crear una concepción universal de la ciudadanía que trascienda las diferencias grupales es
fundamentalmente injusto porque históricamente conduce a la opresión de los grupos excluidos: “en una
sociedad donde algunos grupos son privilegiados mientras otros están oprimidos, insistir en que, como
ciudadanos, las personas deben dejar atrás sus filiaciones y experiencias particulares para adoptar un punto
de vista general, sólo sirve para reforzar los privilegios. Esto se debe a que la perspectiva y los intereses
de los privilegiados, tenderán a dominar este público unificado, marginando y silenciando a los demás
grupos” (Young, 1989, pág. 257) 24.

Young da dos razones por las cuales la genuina igualdad requiere afirmar, más que ignorar, las
diferencias grupales. Primero, los grupos culturalmente excluidos están en desventaja de cara al
proceso político, y “la solución consiste al menos parcialmente en proveer medios institucionales para el
reconocimiento explícito y la representación de los grupos oprimidos”. Segundo, los grupos
culturalmente excluidos tienen necesidades particulares que sólo se pueden satisfacer mediante
políticas diferenciadas. Éstas incluyen los derechos lingüísticos para los hispanos, los derechos territoriales
para los grupos aborígenes y los derechos relativos a la reproducción para las mujeres (Young, 1990, págs.
175-183). Otras políticas reivindicadas por los pluralistas culturales incluyen las leyes de difamación colectiva
en favor de las mujeres o los musulmanes, el financiamiento público de escuelas dirigidas a ciertas minorías
religiosas y la suspensión de la aplicación de aquellas normas que interfieren con el culto religioso.

La propia Young defiende la legitimidad de estas medidas como respuesta a una “opresión” que ella presenta
en cinco formas: explotación, marginación, carencia de poder, imperialismo cultural y violencias y acosos
asistemáticos motivados por el odio o miedo grupal”

Los críticos de la ciudadanía diferenciada temen que si los grupos son estimulados a replegarse sobre sí
mismos y a centrarse en su “diferencia” (sea racial, étnica, religiosa, sexual o de cualquier otro tipo), entonces
“la esperanza de una amplia fraternidad entre todos los estadounidenses deberá abandonarse” (Glazer,
1983, pág. 227). La ciudadanía dejará entonces de ser “un dispositivo para cultivar el sentido de
comunidad y de propósitos compartidos” (Heater, 1990, pág. 295; Kristeva, 1993, pág. 7; Cairns, 1993).
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Nada vinculará a los diferentes grupos que conforman la sociedad y nada evitará la diseminación de la
desconfianza mutua y del conflicto (Kukathas, 1993, pág. 156).

Estos asuntos son evidentemente serios. Para evaluarlos, sin embargo, debemos distinguir tres tipos de
grupo y tres tipos de derecho grupal que tanto Young como sus críticos tienden a confundir: (a) derechos
especiales de representación (en beneficio de grupos desfavorecidos); (b) derechos de autogobierno (en
beneficio de minorías nacionales); y (e) derechos multiculturales (en beneficio de inmigrantes y comunidades
religiosas). Cada uno de estos tipos de derecho tiene consecuencias muy diferentes sobre la identidad
ciudadana.

a) Derechos especiales de representación. Para muchos de los grupos que figuran en la lista de
Young (como los pobres, los ancianos, los afro-americanos y los homosexuales), el reclamo de
derechos grupales toma la forma de una demanda de representación especial en los procesos de
decisión política del conjunto de la sociedad.

b) Derechos de autogobierno. Las poblaciones aborígenes y otras minorías nacionales como los
habitantes del Quebec canadiense o los escoceses exigen derechos permanentes e inherentes,
fundados en el principio de autodeterminación. Estos grupos son “culturas", “pueblos” o “naciones”,
en el sentido de ser comunidades históricas más o menos institucionalizadas, que ocupan una tierra
natal y comparten una historia y un lenguaje distintivos. Estas naciones están insertas dentro de los
límites de una comunidad política más amplia, pero reivindican el derecho de gobernarse a sí
mismas en algunos temas cruciales con el propósito de asegurar el desarrollo libre y pleno de su
cultura y de los intereses de su gente. Lo que estas minorías nacionales pretenden no es una mejor
representación en el gobierno central sino más bien la transferencia del poder y de la jurisdicción
legislativa desde el gobierno central hacia sus propias comunidades.

c) Derechos multiculturales. El caso de los latinoamericanos y otros grupos inmigrantes en los Estados
Unidos es diferente a los dos anteriores. Sus reclamos incluyen el financiamiento público de la
educación bilingüe y de los estudios étnicos, así como la suspensión de aquellas leyes que
obstaculizan sus prácticas religiosas. Se supone que estas medidas ayudarán a los inmigrantes
a expresar su particularidad cultural y el respeto de sí mismos, sin por ello impedir su éxito en las
instituciones económicas y políticas de la sociedad dominante. Al igual que los derechos de
autogobierno, estos derechos no necesitan ser temporarios, ya que las diferencias culturales que
promueven no son algo que esperemos eliminar.

Es manifiesto que, estas tres clases de derecho pueden superponerse en el sentido de que algunos
grupos pueden reclamar varias de ellas al mismo tiempo. La ciudadanía es hoy “un concepto mucho más
diferenciado y mucho menos homogéneo de lo que supusieron los teóricos políticos”

En términos generales, los reclamos de derechos de representación y de derechos multiculturales


constituyen de hecho una demanda de inclusión. Los grupos que se sienten excluidos desean ser
incluidos en la sociedad global. Hay enormes dificultades prácticas para alcanzar este objetivo. ¿Cómo
determinar, por ejemplo, el procedimiento para decidir cuáles son los grupos que tienen derecho a tal
representación?
Pero, en todo caso, el impulso básico que subyace a los derechos de representación es la integración,
no la separación.

Algunos temen que los derechos multiculturales impidan el proceso de integración de los inmigrantes al crear
un confuso "hogar a medio camino” entre su antigua nación y su nueva ciudadanía.
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Los derechos de autogobierno, sin embargo, plantean serios problemas a las nociones tradicionales de
identidad ciudadana. Mientras que la representación y los derechos multiculturales toman a la comunidad
política global como un dato y buscan una inclusión profunda en ella, los reclamos de autogobierno reflejan
el deseo de debilitar los vínculos con la comunidad global e incluso cuestionar su propia naturaleza,
autoridad y permanencia.

Si la democracia es el gobierno del pueblo, la autodeterminación grupal plantea la cuestión de quién


es realmente “el pueblo”. Las minorías nacionales pretenden ser pueblos diferentes, con derechos
inherentes a la autodeterminación que no fueron reconocidos en el momento de su federación (a veces
involuntaria) con otras naciones en un país más grande

Los derechos de autogobierno constituyen pues la argumentación más completa en favor de la


ciudadanía diferenciada, dado que dividen a la población de un país en “pueblos” separados, cada uno con
sus propios derechos históricos, territorios y poderes de autogobierno y cada uno, en consecuencia, con su
propia comunidad política.

Parece poco probable que la ciudadanía diferenciada pueda cumplir en este contexto una función integradora.
Si ciudadanía es integración a una comunidad política, entonces, al crear comunidades políticas
superpuestas, los derechos de autogobierno necesariamente propician una suerte de ciudadanía dual y
conflictos potenciales para determinar cuál es la comunidad con la cual los ciudadanos se identifican más
profundamente.

¿Cuál es, finalmente, la fuente de unidad en un país multinacional? Rawls afirma que, en las sociedades
modernas, la fuente de unión es una concepción compartida de la justicia: "si bien una sociedad bien
ordenada está dividida y signada por el pluralismo, el acuerdo público sobre cuestiones de justicia política y
social sostiene los lazos de amistad cívica y protege los vínculos asociativos”.

Parece claro, pues, que éste es un punto en donde realmente necesitamos una teoría de la ciudadanía y no
solamente una teoría de la democracia o de la justicia. ¿Cómo podemos construir una identidad común en
un país donde la gente no sólo pertenece a comunidades políticas distintas sino que lo hace de
diferentes maneras -esto es, algunos se incorporan como individuos y otros a través de la pertenencia
comunitaria.-? Taylor llama a este fenómeno “diversidad profunda” e insiste en que su respeto es ‘una
fórmula necesaria” para evitar que un Estado multinacional se desintegre. Pero admite que queda abierta la
cuestión de qué es lo que mantiene unido a un Estado de este tipo.

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