Está en la página 1de 2

Esta reflexión que has hecho durante este tiempo es muy positiva; el examinar el

por qué, y especialmente el para qué y por quién hacemos lo que hacemos,
sentimos lo que sentimos, creemos lo que creemos y, en definitiva, vivimos lo
que vivimos, demuestra que la vida es tan sumamente importante que no la
podemos “utilizar” de cualquier manera. El hombre necio que describe la
Sagrada Escritura es aquel que no reflexiona, que no discierne y, como
consecuencia, no se conoce a sí mismo.

Pienso que tu pregunta nace de un deseo de autenticidad, de coherencia de vida,


de una profunda necesidad, quizá sin saberlo conscientemente, de que Dios
ocupe en tu vida el lugar que tiene que ocupar, aunque piensas que en estos
momentos no lo echas mucho de menos y vislumbro que esto te duele. Pero es
este un proceso para crecer en la fe, la fe que hemos recibido como un hermoso
don y que nos corresponde a cada uno valorar, cuidar y procurar que a través de
nuestra relación con Dios vaya madurando.

Escuché a un sacerdote que explicó muy bien cómo, después de muchos años,
había descubierto, el porqué de muchas dudas, cuestiones que se planteaba en
cuanto a Dios y la fe, etc. Nos decía que nuestra personalidad está conformada
por un bagaje de experiencias vividas la mayoría de las veces “a nuestra sola
capacidad”, según nuestra sensibilidad, nuestro carácter, el ambiente familiar en
el que hemos nacido y crecido, relaciones de amistad, etc…., y un sinfín de
situaciones que van “fabricando” por así decirlo, una forma de ver la vida que
muchas veces no es real, porque actúa en nosotros a modo de un “colador”, por
donde pasa todo: nuestros pensamientos, deseos, sentimientos, acciones, relación
con nosotros mismos, con los demás, y también con Dios.

La navecilla de nuestra vida no puede ser dirigida por el timón de nuestros


sentimientos: sentirse bien o mal, cómodo o incómodo, con ganas o desganado,
porque todo esto termina en frustración. Se necesita solidez en las convicciones
por las que optamos en la vida, porque de lo contrario no caminamos hacia
ninguna parte y la inseguridad que nos crea es fuente de mucho sufrimiento. La
fe es seguridad, certeza y confianza, donde la voluntad juega un papel
fundamental, como dice San Pedro: “Si hemos gustado que el Señor es bueno”.
(1 Pe 2,3)
La sed de Dios y la sed de felicidad van unidas, son inseparables, porque Dios
mismo es la fuente de la felicidad verdadera. No hablo de una felicidad
momentánea, que depende del estado de ánimo o de un momento concreto en un
ambiente que favorece el “sentirte bien”. Todo influye, es verdad, pero la
felicidad que da el Señor es mucho más profunda, sólida y estable. Te invito a
bajar a tu corazón todo lo que tienes ya con claridad en tu cabeza, tal como dices
en tu carta, y a rezar.
Contémplalo desde el Amor que Dios te tiene; es tan personal y único que sólo tú
lo puedes sentir, en tu singularidad concreta como persona, con todo lo que
tienes, sientes y eres a los ojos de Dios. y forzosamente debe nacer en lo
profundo de tu ser esa necesidad infinita de amarlo, aunque sabemos que somos
débiles, como vasijas de barro que a la menor dificultad que encontramos en
nuestro caminar por esta vida nos resquebrajamos y, a veces, nos rompemos del
todo. En el fondo, la causa es que nos falta la fe para ver todo lo que nos acontece
desde la mirada amorosa de Dios.

A pesar del drama de la pandemia y de la situación de confinamiento, la Iglesia,


y con ella toda la tierra, exulta de gozo ante la experiencia de la Pascua de
Nuestro Señor Jesús. Su “paso” por nosotros, por nuestra realidad tal cual es, por
cuanto somos y tenemos… ¡¡es arrollador!! Imposible de describir si no se vive
desde la necesidad del que experimenta cada día su indigencia, su pequeñez, su
incapacidad para amar y ser amado, en una palabra, sentir verdadera “sed de
Dios”, sed de un amor auténtico y gratuito que solo Jesús nos ha mostrado, dando
su Vida por ti, por mí….

Te puede ayudar orar con este texto del P. Tadeusz Dajczer, polaco, extraído del
libro “El misterio de la fe” (Meditaciones sobre la Eucaristía).
Jesús, me amas de tal manera que pareces decir: ¡Te doy todo! ¡De hecho, eres
mi más preciada posesión! Quiero aceptar eso. Aceptarlo en el silencio del
corazón. Tengo que honrar a Dios en lo que me da: Tú me das el poder escribir,
mover la mano o la pierna. Es gracias a tu amor que puedo levantarme por la
mañana. Eres tú quien da la contrición y la gracia del perdón y el dolor cuando
me alejo de ti, para que quiera regresar. Y la gracia de sacudirme de todas las
tentaciones de desaliento, tristeza, apatía. Y tal vez llegue a creer en esto después
de diferentes rodeos y dificultades, porque los caminos humanos no son
sencillos. Pero en esos rodeos -marcados por extraordinarias victorias de la
gracia, pero también a menudo por mi dramático rechazo-, nunca deja de decirme
que en Él arde el hambre por mí, su permanente susurro: “Soy para ti, soy para
ti… Eres tan valioso para mí que al ocuparme plenamente del mundo, al mismo
tiempo puedo decirte que sólo te tengo a ti”.

Y termino con palabras de San Juan de Ávila, nuestro querido Doctor y Maestro
de Santos: “Y todo esto se alcanza con oración humilde y cuidado perseverante.
Más recibe el alma que hace el alma. Y por tanto, quitemos nosotros los
impedimentos y soseguemos nuestro corazón dentro de nosotros; esperemos allí a
Cristo, que entra, estando cerradas las puertas, a visitar y a alegrar a sus
discípulos (Cf. Jn 20,26). Y pues es Cristo el que principalmente ha de obrar esto
en nosotros, no tenemos por qué desconfiar; mas fuertes en la fe de tal guía,
comencemos con fervor esta carrera que lleva hasta alcanzar a Dios.

En la comunión de los santos, cuenta con mi humilde oración y pide tú también


por mí.

También podría gustarte