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Karl Kohut (ed.

Literatura
mexicana hoy
Del 68 al ocaso
de la revolución

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Gedruckt mit Unterstützung der


Katholischen Universitát Eichstátt

Die Deutsche Bibliothek - CIP-Einheitstitel

Literatura mexicana hoy : del 68 al ocaso de la revolución ; [Actas del


Symposio "Literatura Mexicana Hoy, del 68 al Ocaso de la Revolución" del 23
al 26 de octubre de 1989] / Karl Kohut (ed.) - 2. Aufl. - Frankfurt am Main :
Vervuert; Madrid : Iberoamericana, 1995
(Americana Eystettensia : Ser. A., Actas ; 9)
ISBN 3-89354-909-9 (Vervuert)
ISBN 84-88906-16-1 (Iberoamericana)
NE: Kohut, Karl [Hrsg.]; Symposium Literatura Mexicana Hoy. <1 1989, Eichstatt>;
Americana Eystettensia / A

© Vervuert Verlag, Frankfurt am Main, 1991, 1995


© Iberoamericana Madrid 1995
Apartado Postal 40154
E-28080 Madrid
Reservados todos los derechos
Impreso en Alemania
INDICE

Agradecimientos 7

Introducción 9

I Tendencias: temas y estilos

Carlos Monsiváis: De algunas características de la literatura


mexicana contemporánea 23
Hugo Hiriart: Capitulaciones y heterodoxias. Consideraciones
sobre el hecho mexicano 37

II Problemas de la novela

Sara Sefchovich: Una sola línea: la narrativa mexicana 47


Ignacio Trejo Fuentes: La novela mexicana de los setentas y los
ochentas 55
Vittoria Borsó: El nuevo problema del realismo en la novela
“postlatelolco” 66

III El 68 en retrospectiva

Héctor Manjarrez: ¿De qué estamos hablando cuando hablamos


de 68 y revolución (y literatura)? 85
René Avilés Fabila: México 68. Veinte años después de El gran
solitario de Palacio 93
Francisco Prieto: Constructivistas e iconoclastas en la generación
del 68 107

IV Escritura femenina

Margo Glantz: Las hijas de la Malinche 121


Erna PfeifFer: El placer de la escritura. Indagando sobre el proceso
de creación en algunas escritoras mexicanas contemporáneas 130
Susana Reisz de Rivaróla: Cuando las mujeres cantan tango... 141
Las hijas de la Malinche

Margo Glantz

Agradezco al Prof. Dr. Karl Kohut su gentil invitación para pronunciar la


conferencia inaugural de este Congreso sobre Literatura Mexicana, organizado
por la Universidad de Eichstátt que generosamente nos alberga. Decidí sin
embargo darle un sesgo diferente a mi texto: cubre el mismo período de tiempo
que la propuesta original: “Cuatro generaciones de escritores mexicanos, 1950-
1989”, pero cambia su enfoque y opta por examinar la producción narrativa
femenina en aumento vertiginoso a partir de ese período. Por su calidad, así
como por la cantidad, quizá uno de los fenómenos más significativos de esas
décadas, junto con la aparición de la literatura de los jóvenes, un poco antes
del 68. La intitularé “Las hijas de la Malinche, una genealogía literaria”.
En la compilación de textos intitulada México en la obra de Octavio Paz, el
poeta selecciona para su primer tomo El peregrino en su patria varios capítulos
de El laberinto de la soledad, los cuales están fechados y por tanto dotados de
historicidad, como se señala en el prólogo. Mantienen sin embargo su vigencia
según palabras textuales del propio Paz:

Todo se comunica en este libro, las reflexiones sobre la familia y la


figura del Padre se enlazan con naturalidad a los comentarios en
torno a la demografía, la crítica del centralismo contemporáneo nos
lleva a Tula y a Teotihuacán, el tradicionalismo guadalupano y el
prestigio de la imagen de la Madre en la sensibilidad popular se
iluminan cuando se piensa en las diosas precolombinas,.. .etc.

Es significativo que en sus páginas se siga leyendo que

Las mujeres son seres inferiores porque, al entregarse se abren. Su


inferioridad es constitucional y radica en su sexo, en su “rajada”,
herida que jamás cicatriza.

De esa generalización, de ese anonimato, de esa “fatalidad anatómica” que con¬


figuran una ontología, parecen escapar dos personajes históricos: la Malinche
y Sor Juana Inés de la Cruz. La primera porque su participación real en la
Conquista de México la coloca en un lugar privilegiado de nuestra historia y la
convierte en un símbolo, el de la traidora, la enemiga de su pueblo, la culpa¬
ble de la derrota, junto con los tlaxcaltecas. Sor Juana es excepcional de otra
manera: en una sociedad colonial se convierte — a pesar de ser mujer — en la
escritora más singular y en la pensadora más lúcida de su época y, para colmo,
en el convento, lugar donde el único discurso permitido es el del misticismo que
definitivamente Sor Juana no practica. Aquí me referiré a dos de los tres gran¬
des mitos nacionales (femeninos) que han sido objeto de la atención cuidadosa
de Paz; la Virgen de Guadalupe, el tercero, es de otro orden que sobrepasa la
intención de este trabajo.
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En uno de los capítulos de El laberinto de la Soledad los mexicanos adquieren


una personalidad ontológica especial, son los hijos de la Malinche. ¿Caben las
mexicanas dentro de esa denominación? ¿0 debemos simplemente echarle la
culpa de nuestra nacionalidad a los tlaxcaltecas como en su momento lo hizo
Elena Garro? Quizá valga la pena elucidarlo, trazar una genealogía, definir
una tradición, insertar a la mujer que escribe en un contexto, cosa que por otra
parte consciente o inconscientemente han tratado de hacer todas las escritoras
y, claro, también las mexicanas: En Mujer que sabe latín, Rosario Castellanos
plantea este problema, casi diría yo, angustioso, al resumir en su artículo sobre
Virginia Woolf, otra Madre, algunos de los recorridos que por la tradición
inglesa hace la autora de Un cuarto propio en busca de progenitoras (y Rosario
Castellanos de refilón):

Si Virginia Woolf las evoca no es por mera simpatía, no es para


comparar soledades, rechazos, burlas, escándalos; es, fundamental¬
mente, por sentido de la tradición y porque si le es preciso conocerse
y situarse en tanto que escritora tiene que medir a quienes le ante¬
cedieron,

y aunque es un hecho de que todos, tanto escritores como escritoras, quieren


pertenecer a una tradición para aceptarla o rechazarla, este problema es más
agudo en las mujeres, por razones obvias, y en México una de ellas es su reciente
inserción en la historia de la literatura.
Si bien varias de los proposiciones que Rosario Castellanos dejó planteadas
en la década de los 70 pueden parecemos ahora obsoletas y hasta ingenuas,
su preocupación sigue siendo válida y la prueba más definitiva es que en estos
últimos años varios de los libros publicados por mujeres son genealógicos. Ci¬
taré a manera de ejemplo algunos: La morada en el tiempo de Esther Seligson
(1981), Las genealogías de quien ésto escribe (1981), Las hojas muertas de
Bárbara Jacobs (1987), La familia vino del norte de Silvia Molina, 1987, La
flor de lis de Elena Poniatowska (1988), Mejor desaparece y Antes de Carmen
Boullosa (1988 y 1989, respectivamente), Como agua para chocolate de Laura
Esquivel (1989), y en muchos sentidos novelas de décadas anteriores como Balún
Canán de Rosario Castellanos (1957) y La semana de colores de Elena Garro
(1964) lo son también. La preocupación por el origen, por la identidad se ma¬
nifiesta en esa búsqueda de raíces familiares en donde la figura de la madre o
la del padre se aclaran, ya sean estos los progenitores biológicos o los antece¬
sores literarios. Y pareciera que a medida que la proporción de mujeres en la
literatura mexicana se acrecienta, la preocupación por la genealogía familiar
aumenta también. Y es evidente que en cualquier genealogía el tema de las
madres sea esencial, sobre todo si se trata de escritura femenina, manifestada
en la continuidad o la ruptura, la aceptación o el rechazo.
En una revisión histórica la madre literaria más obvia sería Sor Juana; esta
verificación se tiñe sin embargo de perplejidad: ¿cómo es posible - se alega -
que la máxima figura literaria del México colonial, of all people, sea una mujer?
La respuesta es plural y sucesivas se escalonan las hipótesis: desde Amado
123

Ñervo, pasando por Errnilo Abreu Gómez, Méndez Planearte, Ludwig Pfandl,
José Gaos, Sergio Fernández, Pascual Buxó, culminando con Octavio Paz se
produce una lógica fascinación y una extraña coincidencia se advierte en los
estudios: los autores se identifican intensa y plenamente con Sor Juana, a
tal punto que su presencia “recurrente, cíclica” (la llama Paz) logra, desde
ultratumbra y por obra y gracia de sus admiradores, representar — como en los
autos sacramentales — una alegoría, el personaje que simboliza (corporifica) en
su actuación el significado de la frase clásica explicada con elegancia y justeza
por Paz en El laberinto de la soledad, “Yo soy tu Padre”. Sor Juana es un
personaje fascinante y ajusto título (como otros de sus contemporáneos) forma
parte de una tradición literaria nacional, fundamentalmente masculina. Como
Madre-Padre Sor Juana adopta el género — indeterminado y perfecto — de
la androginia: le cuadra mucho mejor en su connotación alquímica que la no
comprobable de homosexualidad que suele imputársele, con la carga peyorativa
que la figura del lesbianismo suele conllevar. Convertida así en una especie de
Yo el Supremo literario, en Padre primordial, las mujeres se le acercan con
cautela y revisan el desafío tácito y hasta implícito en la polémica suscitada
acerca de su sexualidad. Así lo dice Rosario Castellanos en un breve ensayo
compilado postumamente en El uso de la palabra en 1982:

El enigma esencial que nos propone no es el de su genio (lo cual ya


bastaría para desvelar a muchos doctores) sino el de su femineidad.
Habla de ella en diferentes pasajes de su obra: Dice por ejemplo en
un romance:

Yo no entiendo de esas cosas;


Sólo sé que aquí me vine
Porque, si es que soy mujer,
Ninguno lo verifique.

Sor Juana ha sido estudiada también por varias mujeres. Paz lo subraya:

La bibliografía sobre su persona y su obra cubre tres siglos y se


extiende a varias lenguas. .. Las últimas en llegar fueron la mujeres.
Pero han reparado el retraso con entusiasmo.

Este retraso unido a la ambivalencia que el genio de Sor Juana produce hace
que en cierta medida Sor Juana no haya sido considerada como un antecedente
de la literatura femenina en nuestro país y que sólo en parte y tímidamente
pueda una escritora incluirla en su árbol genealógico. No hay texto femenino
con la precisa inserción genealógica de Muerte sin Fin de Gorostiza en Primer
Sueño de Sor Juana; y Sergio Fernández le ha dado a una de sus novelas el título
expreso de Segundo Sueño-, su linaje ha sido espacio primordial de ascendencia
masculina, de manera semejante a lo que en la tradición europea representó
la figura de Minerva, nacida, como todos sabemos de la cabeza de Zeus. Las
mujeres por malinchelo general escasamente saben latín y cuando lo saben —
de esta regla ni Sor Juana se escapa — son miradas con sospecha.
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Abordar este tema a fondo sobrepasa por desgracia el ámbito de este tra¬
bajo; su importancia en cualquier intento por trazar la genealogía literaria de
la escritura femenina mexicana (en sentido positivo o negativo) no está a dis¬
cusión pero me conformo con mencionarlo y dejar para una ocasión posterior
un examen detenido de este problema. Me concentraré pues en la Malinche. Si,
según el pertinente ensayo de Octavio Paz, todos somos sus hijos, hasta las mu¬
jeres, ¿cómo pueden ellas compartir o discernir su porción de culpa? Además
de su doble condición de mujer histórica y mítica (que entenebrece también a
Sor Juana) la Malinche es el símbolo, la representación de la Chingada, la de
la perpetua herida, la rajada: por ello asumir al personaje es tener la espada
de Damocles sobre la cabeza. Quizá quien mejor se ha apoderado de ese mito
al grado de integrarlo a su vida cotidiana sea Elena Garro, como lo demues¬
tran su participación en los acontecimientos del 68, sus últimas novelas y la
comunicación escrita y verbal sostenida con sus amigos o sus declaraciones en
la prensa. En sus obras la figura de la Malinche — o el problema de la traición
que fundamenta la historia poscortesiana de México — es capital. Este tema
ha sido frecuentado en los últimos años por estudiosos de otros países: analiza
su significado histórico específico Georges Baudot, en Malinche l’Irreguliére, y
en Estados Unidos varias mujeres, entre ellas, Rachel Philips, Gabriela Mora y
sobre todo Jean Franco lo trabajan a partir casi siempre de la figura de Isabel
en Los recuerdos del porvenir de Elena Garro. La traición de Isabel, su fuga
y su amasiato con Francisco Rosas, el verdugo de Ixtepec durante la guerra
cristera, es la consumación vicaria de un incesto con el hermano y la única po¬
sibilidad de transgredir el orden patriarcal que la oprime; su historia se graba
en una piedra y forma parte de la memoria colectiva. De esa forma, piensa
Franco, la novela de Elena Garro señala un impasse: las mujeres no pueden
entrar a la historia sino a la leyenda, y la rebelión femenina aborta porque el
poder las seduce. A reserva de volver más adelante sobre este punto, quiero
señalar aquí que el poder no sólo se advierte en el relato mismo sino en las
raíces de la novela, los padres literarios de Elena Garro son en parte los no¬
velistas de la Revolución mexicana, Martín Luis Guzmán en especial por la
internalización de su discurso político convertido en narrativa; el Carpentier de
El remo de este mundo por la utilización del recurso mágico: una nube se lleva
a Felipe y a Julia, los amantes, oscurece al pueblo y detiene la temporalidad
para impedir que el tirano Rosas los persiga — y cuando se dibuja a Julia ella
es la única mujer sobre la que el poder no tiene influjo, como tampoco lo tiene
Pedro Páramo sobre Susana San Juan. Isabel y Julia son en realidad las dos
caras de la misma moneda: la imagen simbólica de la mujer para Elena Garro,
una imagen que se define con más precisión cuando utiliza el arquetipo de la
Malinche: La Malinche es la traidora, la infiel, insisto, los mexicanos la cono¬
cemos bien y de su infidelidad nace la desgracia definitiva, total, irreversible
de su pueblo. Más lejos va Elena Garro: su Malinche es de signo contrario,
mejor dicho, de otro color, tiene otra forma, su Malinche es de pelo rubio, con
los tobillos delgaditos, las piernas largas y esbeltas, los ojos amarillos como
las heroínas de varios de los cuentos de La semana de colores y hasta como la
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propia Elena Garro en su adolescencia, cuando con delectación ella misma se


retrata. De la Malinche conserva la función no la figura ¿Por qué esta transmu¬
tación? Hija de españoles, educada por las criadas, su infancia es maravillosa
pero contradictoria. En “Nuestras vidas son los ríos” la niña Leli le dice a su
criado Ceferino

Yo también soy mexicano., .y Ceferino la miró con burla. — ¡Me¬


xicano!. . .Eres niña y tan güera. Tú eres española.

Y en “El robo de Tixtla” la niña Eva, hermana de Leli y tan rubia como ella
traiciona a su familia por quedar bien con su criada:

Yo era muy amiga de las criadas de mi casa. Me gustaban sus


trenzas negras, sus vestidos color violeta, sus joyas brillantes y las
cosas que sabían.

El tiempo de colores, el juego de los relojes, el lenguaje florido, la poesía del


texto condicionan los actos y modifican a las personas, y tal parece que ese
universo poético le viene a Garro de esa frecuentación. Su mundo está escindido:
uno es el de los criados, el mundo indio, colorido — de lógica extraña, enunciada
con toda naturalidad —, vinculado a la infancia, y otro el mundo europeo, de
cuerpos claros, esbeltos, un poco desvaídos, sin poesía. De su íntima relación
nace una conciencia dividida, una conciencia culpígena, la sensación de estar
del lado de los traidores, que en este caso son los otros, los invasores, los
españoles. La doble identificación, la doble pertenencia, la imposiblilidad de
decidirse sólo por un mundo provoca un malestar y una idea fija, persecutoria; la
pacificación se logra en la fantasía, la que hace convivir dos tiempos históricos,
las dos tramas, los dos amores, como En la culpa es de los tlaxcaltecas o algunos
cuentos de Bioy Casares. Por ello Garro es al mismo tiempo la perseguida y la
perseguidora, el personaje de Andamos huyendo Lola que nunca sabe porque
huye, y cuando se le pregunta responde “Es difícil explicar lo sucedido y además
no me gusta revelar mi secreto”. En Garro se funden la Malinche y el violador
y se concreta la dualidad en la que parecen escindirse Julia e Isabel. O quizá
la conciencia de la separación, la que liquida el mundo de la infancia, produce
la desilusión, marca la herida. En el cuento Antes de la guerra de Troya, del
que casi podríamos decir que es un capítulo de Los recuerdos del porvenir, las
dos hermanas, Eva y Leli juegan juntas:

El cielo era tangible. Nada escapaba de mi mano y yo formaba


parte de este mundo. Eva y yo éramos una.

En la infancia todo es posible, todo se entiende; los dos mundos se escinden


en el momento de la adolescencia y provocan el extrañamiento, el malestar
distorsionando lo que en la infancia era íntegro, total, primigenio para dividirlo
brutalmente. Julia e Isabel son Leli y Eva, pero éstas se llaman así cuando
niñas, aquéllas, ya mutiladas, están en lugares y en situaciones totalmente
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opuestos, la única posibilidad de reunión es la muerte. Al paraíso se opone,


definitivo, el infierno, la pérdida del reino.
Algo semejante le sucede a Rosario Castellanos. En Balún Canán la niña
aprende a hablar y a vivir gracias a su nana india. El mundo de los padres es
hostil, hierático: divide a los hijos según sus sexos y determina que el varón es
superior a la mujer; los indios, por su parte representan un elemento secreto
y despreciable de la sociedad, pero sobre ellos recae el peso de la misma: ni
siquiera tienen el derecho de hablar el castellano y cuando se les habla en ese
idioma se utiliza una arcaica forma pronominal. Los indios y los blancos están
en sitios separados, remotos, altamente jerarquizados y a la vez en indisoluble
ligazón: los niños están a cargo de las nanas indias, esas mujeres entrañables,
en verdad maternales, mucho más que las madres verdaderas, las blancas, pero
por eso mismo sólo pertenecen a la infancia. La protagonista de la primera y
la tercera partes de la novela pierde a su nana, expulsada por la madre; un día
cree reencontrarla por la calle:

Dejo caer los brazos desalentada. Nunca, aunque yo la encuen¬


tre, podré reconocer a mi nana. Hace tiempo que nos separaron.
Además, todos los indios tienen la misma cara.

El fin de la pubertad es la toma de conciencia de una traición: el estar siempre


en deuda con alguien y sobre todo, no pertenecer nunca por entero a ninguna
de las partes en contienda, no se es indio por más que una nana india nos haya
criado, no se es totalmente de la clase dominante por ese mismo hecho, y sin
embargo se añora pertenecer a ese paraíso de la infancia, cuando la traición no
se ha hecho aun efectiva. Convivir con los indios, hacer trabajo social, escribir
novelas con tema indigenista e integrar la autobiografía a la ficción fue para
Rosario Castellanos una forma de recrear el Paraíso, una forma de desintegrar
el mito de la traición.
En Elena Poniatowska el camino es recorrido de manera diferente, quizá
de atras para adelante. Aunque se empiece con Litus Kikus, libro casi au¬
tobiográfico, primero se escriben los libros de los otros, esos libros donde se
pretende dar la voz a quienes no la tienen, La noche de Tlatelolco, Hasta no
verte Jesús mío y hasta Querido Diego te abraza Quieta. En La flor de lis Elena
usa su propia voz narrativa para dar cuenta de su propia vida. Podría decirse
que la situación de Poniatowska fue similar a la de Castellanos y a la de Garro:
su infancia transcurre armónica (en apariencia) en el seno de dos ámbitos di¬
vididos. En Elena las cosas se agudizan: su familia es francesa y aristócrata,
también mexicana, en su casa el idioma español es una lengua extranjera y
Elena la aprende como Rosario Castellanos aprende el maya, con su nana. En
este punto entroncan las tres escritoras: las tres se expresan en un lenguaje al
principio postizo, de ama de leche, de nodriza, y las tres utilizan en sus textos
ese idioma prestado, sin el cuál quizá nunca hubieran escrito. Pudiera ser que
en este punto coincidieran con la Malinche, en la versión que nos da Bernal Díaz
del Castillo, esa versión que parece apenas la historia natural del niño expósito,
la versión que refiere como una niña es regalada por su madre porque no es
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varón. Tocar esta versión es caer de bruces en el melodrama y el melodrama


se redime con la traición: la Malinche es un mito, la representación abstracta,
alegórica — paradójica por su carnalidad — de la traición. En tanto que tal
su ejemplo cunde y de alguna forma, gracias a una labor — casi impalpable,
a medias advertida, a medias concientizada — sobre las tres escritoras men¬
cionadas se ha ido construyendo un mito. Elena Garro con mayor estridencia
formula el mito de la perseguida, el mito de la traidora, y se identifica, como
es lógico, con los tlaxcaltecas. Rosario denuncia a Dido, le devuelve con ello
su cotidianidad — o mejor su domesticidad — pero al mismo tiempo cae en
su trampa y acepta la mitificación, la misma que la llevaría a la Rotonda de
los Hombres Ilustres. Poniatowska es objeto asimismo de un mito, aquél con
el que nos ha familiarizado cierta tradición romántica, la de la princesa que
lucha por los oprimidos. Quizá en alguna medida las propias escritoras hayan
contribuido a fomentar este mito. Coincido asimismo con Jean Franco: a la
mujer le es difícil acceder a la historicidad, aunque también es cierto que hay
muchas formas de entrar en la historia. Como quiera que sea la mitificación
anula al sujeto y suprime su individualidad: Nadie ha sido más sensible a esa
desgracia que Frida Kahlo, convertida en una mártir, en una suerte de San
Sebastián del tercer Mundo, eso por el derecho, y por el revés, simple objeto
de consumo.
Como ya antes lo había mencionado, durante la última década se han publi¬
cado un número considerable de textos de mujeres. Muchos, como lo asentaba
más arriba, son textos genealógicos y, entre ellos, debe agregarse el mencionado
de Elena Poniatowska, La flor de lis. Cabe reiterar, acaso, que una de las cosas
más importantes desde 1968 es la aparición de esta nueva literatura de mujeres.
A los grandes nombres se añaden muchos nuevos, el oficio se vuelve cotidiano,
adquiere carta de ciudadanía y tal vez amerite una encuesta en gran escala,
que sería tanto más provechosa cuánto más fácilmente desembocara en datos
precisos, en un intento por aquilatar la nueva producción, en un ensayo por
aclararla, por integrarla en el lugar que le corresponde. Toda genealogía acusa
de inmediato — verdad de perogrullo - la preocupación por conocer el origen
y es por ello un intento de filiación individual. Descubrir diversas historias,
definir las diferencias individuales contrarresta el efecto de mitificación. Esther
Seligson cuenta en La morada del tiempo una historia personal y aunque nunca
la pierde de vista, se siente más atraída por una tradición milenaria, cósmica,
bíblica: su preocupación esencial. Bárbara Jacobs, hija de emigrantes libaneses,
llegados primero a los Estados Unidos, escribe un libro en donde predomina la
figura del padre. El niño es siempre un testigo privilegiado, en este caso oculto
tras un simulado narrador colectivo que se desdobla en un ‘‘nosotros de las
mujeres y en un “nosotros” de los varones de la casa y privilegia la visión de
quien en realidad narra en primera persona. Como es habitual, en la infancia
se contempla con curiosidad la actuación de los adultos y los simples viajes
en coche se vuelven iniciáticos, por ello se idilizan todas las etapas de la vida
de un mítico padre y se dibuja un mundo heroico, el de la guerra de España,
destruido por el exilio, la vejez, la separación, el derrumbe. Tournier lo define
128

con justeza: “El estado de gracia de la infancia debería durar el mayor tiempo
posible. El niño que alcanza su plenitud está destinado fatalmente a una de¬
crepitud llamada pubertad”. En esta definición convergen, es cierto, todas las
infancias, pero no todas las infancias son iguales: los vastos jardines y los en¬
cantamientos del pueblo mítico de Elena Garro contrastan con el hotel y la
casa donde transcurre la infancia de los personajes de Bárbara Jacobs. Entre
ellos o sus ellos - ellas narrativos no hay ningún intermediario, ninguna criada,
ningún idioma idealizado. En su casa se habla el inglés, y español es el segundo
idioma. No hay grandes espacios y la atmósfera es urbana: su urbanidad es di¬
stinta a la de Poniatowska, ceñida ésta a reglas estrictas de decoro, a jerarquías
aristocráticas. La familia vino del norte de Silvia Molina organiza una historia
de amor y una historia policiaca, pretende descifrar un secreto familiar en la
que se delinea a un abuelo héroe de la Revolución, hecho caduco, ya sin im¬
portancia histórica. Como agua para chocolate relata, entre recetas arcaicas de
cocina, previas al horno de microondas y a la licuadora, el camino de perfección
que emprende una niña tiranizada por su madre y rescatada por su cocinera
para acceder al camino heroico de la sexualidad. En su confección intervie¬
nen varios modelos sobrecocidos: el gran padre García Márquez, el gigantismo
de Botero, la sancochada humanidad de la más cotizada escritora latinoame¬
ricana, Isabel Allende, y el cuento de hadas, ingrediente fundamental de esta
cocina literaria y de alguna de las ya revisadas también. Nombro sin detenerme
en ellos porque no entran totalmente en el contexto de esta trama los libros
Arráncame la vida de Angeles Mastretta y La boca de la necesidad de Lucy
Fernández de Alba. Para finalizar este ya largo texto, tan lleno de mujeres,
me gustaría señalar dos novelas cortas de Carmen Boullosa, Mejor desaparece
y Antes. Boullosa representa una ruptura, tanto en el lenguaje como en la
concepción de la novela. En las dos obras el tema central es la muerte de la
madre y, también, la muerte de la niñez, la llegada de esa decrepitud llamada
pubertad. La exploración de las zonas devastadas de la infancia donde cual¬
quier experiencia se produce al margen del idioma lógico y en la coexistencia de
mundos imposibles de reproducir. En esta experiencia la concatenación lógica
de las palabras es inoperante: funcionan mejor las palabras-excrecencia, las pa¬
labras circunstanciales, por ejemplo: ¿por qué no antes?, ¿por qué no mejor?,
¿por qué no mejor desapareces? Y de eso se trata. Sin demasiada explicación
una de las hermanas de la protagonista, con nombre de flor, desaparece. La
angustia de los demás miembros de la familia se liquida en un acto burocrático,
en la simple anulación del acta de nacimiento, en la negación de un supuesto
suicidio. En la casa eso , quizá la muerte de la madre, se vuelve un objeto
viscoso, viciado, esencial. Antes, más coherente como texto, persigue visiones
extrañas, recorre ámbitos imprecisos, delimita espacios prohibidos y produce
actos violentos, inexplicables; por ellos se desliza una ligera sombra, la de Am¬
paro Dávila, quien publicó sus libros de cuentos a finales de la década de los
50. Pareciera como si en Boullosa, preocupada por encontrar una forma de
enunciar esas presencias inexplicables, no verbales que pugnan por encontrar
su expresión, el problema de sus antecesoras desapareciera. La lengua, adqui-
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rida a trasmano en Castellanos, Garro, Poniatowska, debe ahora aniquilarse,


mejor desaparecer, para recrear un lenguaje otro, apenas balbuceado, pero
también entrevisto como una traición. En cierto modo, Malinche desaparece,
pero es sólo una ficción, las que empiezan a desaparecer son las criadas, esas
intermediarias de la infancia de otra historicidad que se nos antoja mítica, la
de Garro, Castellanos y Poniatowska, distinta de la de Jacobs y la de Boullosa,
pues no en balde han pasado varias décadas: la proliferación de nuevas formas,
de cambios radicales en nuestro país y en nuestra región más transparente. La
infancia reviste signos diferentes: las narradoras niñas están más solas, más
enfrentadas a lo desverbal, a lo ingobernable, a lo que se desdibuja y trata de
configurar otro diseño. Negar la genealogía, hacerla partir de una rama hasta
ahora balbuceante, de algo informe que se transforma y que aún no ha encon¬
trado un lenguaje narrativo definido, del cual, en cierta medida, me atrevo a
afirmar, los textos de Carmen Boullosa quizá sean un punto de partida.

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