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Dentro de uno está el universo

Grela G., Juan


Dentro de uno está el universo / Juan Grela G.
1a ed. - Rosario : Ivan Rosado, 2017.
112 p. ; 20 x 13,5 cm.
ISBN 978-987-3708-52-7
1. Arte Argentino. 2. Pintura. 3. Conferencia. I. Título.
CDD 759

© Herederos de Juan Grela G.


© Ivan Rosado

Obra en portada: KY-OP-KA (1983). Óleo. 40 x 30 cm. Colección Flia. Grela Correa
Registro: Maximiliano Conforti. Lucianio Ominetti. Sebastián Sánchez.

Retrato de Juan Grela en interiores: Anatole Saderman


Agradecemos especialmente a la familia Grela Correa

Ministerio de Cultura
Presidencia de la Nación
Este proyecto cuenta con el apoyo del programa Plataforma Futuro
del Ministerio de Cultura de la Nación.

Ivan Rosado
Ana Wandzik y Maxi Masuelli
www.ivanrosado.com.ar
edicionesivanrosado@gmail.com

Rosario, Argentina
Juan Grela G.

Dentro de uno está el universo

ft
IVAN ROSADO
INTRODUCCIÓN

La presente edición reúne los textos de las cuatro


conferencias dictadas por Juan Grela G. en el año 1985
en el Centro Cultural Bernardino Rivadavia (hoy Centro
Fontanarrosa) de la Municipalidad de Rosario.
En el trascurrir de estas disertaciones, mi padre lleva a
cabo una síntesis sobre su historia como artista y como ser
humano, planteando constantemente que ambas facetas se
constituyen en una totalidad integrada e interactuante, a lo
largo de toda su vida.
El material original se encontraba grabado en cassettes
de audio, los cuales llegaron a mi poder hace ya mucho tiempo,
y luego de haberlo digitalizado, los editores llevaron a cabo la
tarea de transcribirlo.
Volví entonces a trabajar, ahora directamente sobre
el texto, con el objeto de ponerlo a punto para su edición en
formato de libro.
La labor que llevé a cabo, se centro sobre los siguientes
aspectos.
a) Revisión detallada de la puntuación, de modo de evitar
ambigüedades en cuanto a la inteligibilidad del texto.
b) Corrección en la escritura de algunos nombres y/o
apellidos de artistas plásticos de Rosario que mi padre nombra,
y a quienes tuve la oportunidad de conocer personalmente.
c) En los lugares donde el lenguaje coloquial que utiliza
mi padre en estas conferencias (que, por otro lado, es el modo de

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expresarse que utilizó siempre, tanto en el dictado de sus clases,
como en conferencias, charlas o presentaciones de muestras)
podía dar lugar a una comprensión no del todo clara en la lectura
del texto, procedí a llevar a cabo una reescritura del párrafo en
cuestión, a fin de subsanar tal tipo de inconveniente.
Cabe aclarar que en la totalidad de casos de esta índole,
tomé todos los cuidados necesarios, a fin de no desnaturalizar
el modo de expresión original, tratando de mantener siempre
los términos que él utilizaba, prefiriendo en muchos casos
mantener ciertas redundancias existentes en el audio original, a
fin de que la lectura resulte un reflejo lo mas fiel posible de sus
modos originales de expresión verbal.
d) En los momentos en que realiza ejemplos prácticos
sobre un pizarrón, solamente he indicado la ocurrencia de tales
situaciones, dada la imposibilidad de llenar tales vacíos. En tales
casos, la explicación verbal de tales ejemplos (que he dejado en
forma intacta) ayuda a comprender parcialmente el contenido
de los mismos.
En resumen, he tratado de respetar con la mayor fidelidad
posible los contenidos y los modos de expresión de mi padre, de
modo que la lectura tienda a resultar un contacto lo más directo
posible entre el lector y el artista que habla.

DANTE G. GRELA H.
Rosario, noviembre 28, 2017

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Del borrador a la clarividencia: Grela conferencista

NANCY ROJAS

A diferencia de las exposiciones, los archivos operan


muchas veces como espacios de reinvención de la intimidad.
Entre los documentos de un museo personal están los papeles
escritos, oficiando como señuelos para acceder a aquellas zonas
más frágiles y menos visibles de un pensamiento. Y quizás
también a las más ficcionales.
Ahí tenemos entonces a una pila de borradores; notas
preparatorias para conferencias y clases escritas a mano alzada
por Juan Grela. Parajes donde el creador, desdoblado entre la
vida familiar y la pintura como doctrina cotidiana, se manifiesta
como un hombre concentrado, preocupado y oscilante, siempre
sujeto a una noción programática de futuro.
Imaginémoslo invitado a disertar en público, teniendo
que haberse encontrado plenamente implicado en los problemas
arraigados en la preparación de un tema, en la responsabilidad
de hablar ante la gente generando un hecho escénico. Un Grela
debiendo dirigirse a una audiencia, que por más grande o
pequeña, le iba a permitir generar conversaciones motoras de

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ideas disidentes y punzantes para la escena artística rosarina. Un
hombre poniendo a disposición sus hipótesis e investigaciones
en curso, con preguntas abiertas, y en ocasiones ortodoxas y
contradictorias.
Durante la década del 40, Juan Grela comenzó a mostrar
lo que podemos considerar una de sus facetas irreductibles como
artista visual. Mientras se obstinaba a “hacer cosas con palabras”
apareció el ímpetu performativo que define a los actos del habla.
El del conferencista, cuyo espíritu discursivo, evidentemente
latente y estimulado desde el período de la Mutualidad en los
años 30, lo convertiría en uno de los intérpretes más agudos
de su trabajo. En un ideólogo del arte que transitaría en forma
protagónica por fuera de los centros académicos.
Junto a su lenguaje plástico, sus formas de inscribir las
palabras, de discutir en el seno de su propia práctica escrituraria,
abonaron además de una posición radical, que cuadra con los
principios de quienes encabezaron las distintas campañas del
arte moderno en el mundo, una filosofía de vida artística. Un
modo de proceder sobre el que se explayó disertando.
A través de cuatro encuentros, en 1985 Grela dictó una
conferencia magistral en el denominado en ese momento Centro
Cultural Bernardino Rivadavia. Transcripta recientemente y por
primera vez aquí publicada, trasciende en el marco de una larga
tradición, que comenzó a desarrollar dentro de dos organismos
de Rosario: la Sociedad Argentina de Artistas Plásticos y la
Asociación Amigos del Arte. Estas entidades promovieron la
realización de las primeras charlas y cursos a su cargo.
Cuenta Grela en una de esas jornadas, que fue precisamente
en la primera de estas entidades, que a fines de los 40 mostró una
serie de dibujos icónicos sobre el barrio La Basurita. Con una
anécdota sustanciosa, expresa que la puesta de la mirada en las

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secuelas de los imperios ideológicos que reproducen parámetros
de desigualdad y dependencia —donde avanzan tópicos como
pobreza, marginación, estado miope o ausente–, lo llevó a rebatir
slogans políticos de esa época. Y de esta manera, a denunciar
la brecha existente entre quienes gozan de ciertos privilegios y
quienes no pueden hacerlo.
Si hay algo que define al Grela conferencista, es ese ímpetu
de visión, de señalamiento en progreso que coopera con la
enorme resonancia que tienen hoy su figura y sus palabras. A esto
se debe que se haya convertido en un personaje mítico, redentor
de todos aquellos que en los setentas y ochentas quisieron seguir
pintando, y de los que al día de hoy producen a la luz de sus
argumentos. Es como si a lo largo de los años, hubiera erigido
un basamento desde el cual detentar cada vez un nuevo hallazgo,
siempre en correspondencia con un pensamiento realista. Una
perspectiva con la que descubrió en la incertidumbre un factor
esencial del arte.
Es esa obstinación realista la que, en el plano estético, llevó
a Grela a la concepción de una realidad finalmente incopiable,
mutante en el tiempo. Y la que definió que el tiempo de Grela
fuera expandido, pausado, percibido como una sucesión de
etapas. Un lapso en el que confluyeron la lógica con la emoción,
el intimismo con la inclinación por temáticas sociales, la
figuración monumental y la obsesión por el encuentro con las
razones geométricas del arte. Un plazo en el que el artista se
dejó atravesar radicalmente por preguntas clave. ¿Qué es pintar
en Rosario? ¿Cómo hacer de la pintura un hábito y una proeza
laboral? ¿Cómo abordar los nuevos engranajes entre realismo
y abstracción en la esfera de las ambiciones comunistas? ¿Cuál
es el rol del arte y de los llamados plásticos en una sociedad en
la que lo real ya no consistirá más en algo ontológicamente

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sólido y unívoco, sino, por el contrario, en una construcción de
conciencia individual y colectiva?
De la mano de Grela la realidad parece ser la pintura.
O mejor dicho, resistir desde la pintura, pero apelando al
señalamiento a través de la lectura de sí mismo en voz alta.
Ahora bien, cabe señalar que el Grela conferencista no
puede ser desplazado de su afán de maestro y de su faceta de
aprendiz. Precisamente en esta confluencia se halla el pretexto
para apartarlo del autodidactismo como condición. Y en el
mismo sentido, para acercarlo a la figura del teórico e, inclusive,
a la del historiador.
Por supuesto, aquí no hay plaza para divisar la inexistencia
de una formación académica. Pero hay algo más importante que
desandar el autodidactismo con el que en un principio se asumía
en sus currículums y con el que lo asociaron escritores como
Ernesto B. Rodríguez, y que nos lleva a entender las pedagogías
de entrecasa. Esas que se engendran en el interior del taller de un
pintor, de cualquier realizador. Y es la connotación de aquella
sentencia de Grela que asocia una manera muy particular de
hacer con la influencia de los maestros, con la existencia de un
pasado que antecede.
Por ende, tiene explicación que sus estudios, conferencias
y cursos pronunciados durante alrededor de cuatro décadas lo
hayan llevado a desplazarse por la historia del arte, consignando
temas que evidentemente fueron elementales para el despliegue
de su producción. Primitivismo, Renacimiento, plástica
nacional, El Guernica de Picasso, el grabado, el tema en el
cuadro, universalidad de los medios plásticos, figuración, nuevas
técnicas en la plástica, la labor del pintor y la obra y el espectador,
entre otros, son algunos de los tópicos que encontramos en sus
borradores. A estos se suman osados abordajes sobre la génesis

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de la cultura artística en el ámbito local; lecciones donde no
dudó en incorporar su mundo personal a los relatos, sus propias
encrucijadas entre arte y vida. Esto implicó que estuviera
dispuesto a consignar sus destrezas cotidianas —incluyendo las
vinculadas con sus técnicas plásticas, como preparar los soportes
acondicionando los pliegos que le facilitaban los almacenes
donde hacía las compras–, también como acciones permanentes
de pensamiento.
Los ensayos que desarrolló en los escritos preparatorios
para sus presentaciones, al igual que las marcaciones que se
ven en sus libros, son una suerte de puesta en progreso de ese
pensamiento. Como autor sugiere en esas líneas y entrelíneas
algunos puntos de vista sobre los cuales emprender una
aproximación a su trabajo. Alusiones adonde juega con la
capacidad de interpelar su propia obra, considerándola como
un itinerario abierto a proyecciones espirituales y coordinadas,
admitiendo nuevas direcciones.
Son, en efecto, la escritura y los actos del habla, dominios
con los que Grela se hizo cargo de sus propios hallazgos. Los
despojó de cualquier ligereza y los usó para redefinir los
alcances de una expresión que estaba seguro, tenía que nacer del
inconsciente. Aquí es cuando podemos ver al artista pensándose
por fuera del movimiento de Arte Concreto Invención, al cual
fuera seducido a participar por Tomás Maldonado. “Yo nunca he
podido entrar en nada que realmente no sienta o no entienda”.
O al que continuamente declara sus discrepancias con los ismos,
porque no cree en ellos. Hete aquí nuevamente la visión realista
de Grela. La que hace que en esta radiografía prevalezca lo que
probablemente más lo identificó como maestro. La firmeza,
la sensación de que en cada momento hay la necesidad de una
toma de decisión. El arte o la religión, figuración o abstracción.

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Sin embargo, al mismo tiempo, la impresión de que en cada
decisión prescribe el triunfo de la vigencia eterna de esas duplas
históricamente inevitables, a las que se pueden sumar otras
como arte y política, teoría y acción.
Esa solidez, la pisada en profundidad, dotada de una
carga humanista existencial, se siente con vigor en la conferencia
de 1985. Es que es en esta década cuando Grela puede leer el
sumario de los vaivenes determinantes de su propuesta estética,
concibiendo a la sección áurea como un método decisivo.
Un dispositivo que, como muchos procedimientos del arte
contemporáneo, debió ser abandonado para conducir a lo
otro, al régimen experimental. Con la regla de oro Grela se fue
pragmáticamente del realismo, pero jamás lo desechó como
proeza intelectual. Y es con ella que inició su romance con la
libertad asistiendo a la emancipación de sí mismo.
En la imagen del conferenciante, podemos ver entonces al
artista actuando en el rol de un verdadero médium. Compositor
e intérprete de un lenguaje pulido en los diversos tránsitos del
borrador a la oratoria. Da la sensación de que todo aquello que
fue observando, asumiendo y discutiendo desde los inicios,
saliera ahora a la luz a modo de tesis, como un parlamento libre
de ser reactivado.
No es casual que estas charlas de 1985 sean una suerte de
antesala de las que iba a dar dos años después en la Universidad
Nacional de Rosario. Históricamente al margen de la academia,
Grela llegó a la prestigiosa Facultad de Humanidades y Artes
en el momento en que su vivencia de la libertad parecía
coincidir con la necesidad de profesar institucionalmente su
pensamiento. Una filosofía propia, de culto, en la que conviven
en forma dialéctica fundamentos comunistas con sentidos
capitalistas, el impulso colectivo con el individual, el tecnicismo

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con el abandono de fórmulas destinadas a la representación, el
acercamiento y la lejanía con respecto a las vanguardias.
Valga la redundancia, estamos ante un Grela reciamente
moderno, vidente, cuya voz hoy se encuentra suspendida en
ciertas metáforas de la cultura contemporánea. El escaparate, la
vacilación, el desvío, las huídas hacia los márgenes y el derrame
de claves que, bajo el manto de la experiencia discursiva, abren
a otras claves.

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Juan Grela G. Técnicas de su pintura

Ciclo de cuatro charlas dictadas por Juan Grela G. en el


Centro Cultural Bernardino Rivadavia, Rosario, 1985.
Inicios como pintor (1939-1950)
2 de octubre de 1985

Ante todo, agradezco el hecho de que ustedes hayan


venido a escucharme hablar sobre mi trabajo. Quiero decirles que
no voy a hacer una conferencia sobre pintura, sobre problemas
estéticos, ni filosóficos, ni sociológicos, sino que tranquilamente
voy a hablar sobre cómo he trabajado a lo largo de mi vida, con
la esperanza de que pueda comunicarlo y de que pueda ser claro
para que ustedes me puedan entender.
La iniciación de mi trabajo en la pintura parte desde mi
niñez. Al respecto, yo nunca he tenido problema de vocación,
siempre supe que lo que quería hacer era pintar. Por lo tanto,
desde muy niño –once, doce años– copiaba avisos publicitarios
que salían en revistas o en diarios, tenía mi caballete hecho
con palos de escoba –lo había hecho yo mismo–, un tablero,
y dibujaba en cualquier papel. Pero a los dieciséis años tuve la
suerte de conocer a Juan Tortá, un pintor de Arroyito que tenía
la misma profesión que yo. Lo conocí a él, y él me presentó a un
pintor que era mayor que nosotros, Isidoro Mognol. Este pintor
que practicaba una técnica puntillista, no divisionista, porque

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puntillismo es una cosa y divisionismo es otra. El puntillismo
consiste en que el pintor hace un color y va colocando puntos
del mismo sobre el plano del cuadro. En cambio, el divisionismo
se da cuando el pintor toma un color –supongamos, rojo
anaranjado– y le va agregando amarillo, de tal modo que va
produciendo sobre dicho plano rojos anaranjados que van hacia
el amarillo y rojos violetas que van hacia el rojo, pero siempre,
cada uno de esos puntos es un color distinto, porque divide la
tinta, o sea el color, en distintos colores. El puntillista, sobre un
determinado fondo va poniendo puntos del mismo color en
todo el plano, y uno, al alejarse, ve el plano oscuro o claro, o
verde azul o verde amarillo; mientras que el divisionista ve el
plano que es rojo, o que es azul, o que es amarillo, aunque ese
azul pueda ser pleno, de azules verdes, de azules amarillos.
Ese pintor, Isidoro Mognol, junto con Juan Tortá,
Cayetano Aquilino y Juan Bustice –y creo que no había ningún
otro, si es que la memoria no me falla– eran amigos, y yo salía
todos los domingos a pintar con ellos en Arroyito, en lo que
en aquel tiempo era el Arroyo Ludueña, que desemboca en el
río Paraná.
Los pintores mayores que nosotros en Rosario eran Guido,
Ouvrard, Fantín, Caggiano, Musto, Schiavoni, y yo escuchaba
decir que se hacía impresionismo. Yo no tenía la menor idea de
lo que era eso, pero escuchaba esa palabra. Por lo tanto, iba a
pintar con estos amigos y ponía los colores en el cuadro como
me parecía; miraba un árbol, una casa, la calle, y entonces a la
paleta la llenaba de colores, ¿no es cierto? Estarían los primarios,
estarían las tierras, el negro, todos. Iba mezclando hasta encontrar
un color, porque no sabía de ninguna manera cómo se formaba
un color. Y así hacíamos el trabajo, por lo menos yo, durante
toda una mañana, con el caballete, con la caja de pintura. Ese

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fue mi verdadero comienzo dentro de la pintura, y con estos
amigos formamos un grupo. En el negocio que yo tenía había
dos habitaciones desocupadas, entonces ellos venían a pintar
naturalezas muertas o algunos paisajes que habían empezado.
Pero eso habrá sido por un año o dos, hasta que yo tuve más o
menos dieciocho años. Después, me encontré con algo que me
interesó, que estaba –digamos– dentro de las intenciones que
yo tenía. Y esto era La Mutualidad de Estudiantes y de Artistas
Plásticos de Rosario que dirigía el pintor Berni, que hacía poco
había venido de Europa. Esa Mutualidad se creó y funcionó en
calle Maipú entre Santa Fe y Córdoba. Allí me encontré con que
uno no hace la obra con pintura, pinceles y telas únicamente.
Hay muchas otras cosas que intervienen, de acuerdo a cómo
es cada individuo, el medio social donde uno vive. Yo he sido
muy interesado toda mi vida en la política. La Mutualidad tenía
nuevos ideales sobre la cultura, y eso estaba acompañado por
una ideología política. Por lo tanto, me encontré con mucha
afinidad y estaba muy cómodo en ese grupo. Allí las clases las
daba Berni y estudié dos años, del 34 al 36. Después del 36 y
hasta el 38, durante esos dos años no pinté. Yo siempre digo que
empecé a pintar en serio el 8 de abril de 1939, cuando con Aid
nos casamos. Ahí empieza mi vida de pintor, mi propuesta y mi
trabajo serio de pintor.
Entonces, a este ciclo lo divido en cuatro décadas: 1939 a
1950, que es de lo que vamos a hablar hoy; después del 50 al 60,
del 60 al 70 y del 70 al 85.
Después de dos años de estar sin trabajar, empecé con la
ilusión de que quién sabe con qué cosa nueva iba a empezar a
trabajar. Y en realidad, no empezamos con ninguna cosa nueva,
empezamos donde habíamos dejado. Yo dejé en mi etapa de la
Mutualidad, y tuve que empezar a pintar sólo con lo que me había

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aportado la Mutualidad. Entonces ¿qué me enseñaron allí? En la
Mutualidad me enseñaron a trabajar en una determinada forma,
para determinados fines políticos y demás. Yo he sido muy
cambiante en cuanto al problema de la ideología y de la religión.
He podido estar durante mis años jóvenes, y hasta los cincuenta
años, en actividad política cuatro o cinco años seguidos, pero de
repente me venía una nostalgia enorme por la religión, y volvía
a la religión. Y después me venía una nostalgia por la política y
volvía a la política, y así estuve hasta los cincuenta años. Cuando
lleguemos a la parte que toca eso, yo les contaré a ustedes cómo,
desde los cincuenta años para acá, vivo tranquilo y ubicado,
por una conversación que tuve en pleno campo, donde yo iba
a dibujar el paisaje; una conversación que tuve con una flor
blanca. Cuando llegue el momento, les contaré eso. Ahí fue
cuando espiritualmente conseguí mi estabilidad, que por suerte,
parecería que me dura hasta hoy.
En la Mutualidad pintábamos tanto yo como Piccoli,
como Gambartes, como Gianzone, como Calabrese, como
Pantoja, como García… Nosotros éramos todos Bernis chicos,
pintábamos igual, igual que el maestro. El maestro nos enseñó
cómo él pintaba, y eran muy interesantes todas las cosas que
él hablaba, y el hecho de que él trabajaba junto con nosotros.
Entonces, se puede decir que yo tenía la influencia de la
pintura de Antonio Berni. Mis cuadros de aquellos tiempos,
indudablemente son los de un Berni chiquito. Me parecía a él, y
hoy digo convencido que nadie tiene que tener vergüenza de la
influencia de su maestro, porque sin la influencia del maestro no
podemos crecer. Una enseñanza es válida y tiene sentido cuando
el maestro logra penetrar en el espíritu del alumno y dejarle parte
de él. Alguien que quiera pintar y no tener influencia de sus
maestros está equivocado, porque está soslayando un problema

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humano inevitable. Cada uno de nosotros no nos podemos
parecer más que a nuestra madre y a nuestro padre, y eso es
inevitable también en la pintura. A través de la Historia del Arte,
lo que se ve es que el Hombre aprende del Hombre. Todo artista
que tenga una manera muy particular de hacer, es porque tuvo
orígenes. Los autodidactas no tienen ningún sentido, porque es
la experiencia pura y exclusiva de un solo hombre, y los hombres
nos enriquecemos con los demás hombres. Yo comprendí eso y
empecé a trabajar tranquilo. En cuanto al problema relativo a
la influencia del maestro, cuando yo mandaba un cuadro a un
Salón, quienes escribían sobre el mismo siempre acentuaban
aquello de la influencia de Berni, eso para mí no era fastidio,
para mí eso era elogio, porque había comprendido la función del
maestro y la herencia cultural que había tomado.
Con respeto a los materiales que yo empecé a usar en el
39, fueron aquellos con los cuales trabajé en la Mutualidad.
Berni nos hacía trabajar: lápiz y carbonilla para el blanco y
negro, y óleo y témpera para la pintura. El medio formal era el
valor coloreado para hacer volumen; es decir, el valor coloreado
se da cuando nosotros tomamos un negro, le colocamos un
rojo, y ese negro se vuelve ligeramente rojo. Y con ese negro con
rojo pintamos todo el cuadro, y si cada uno de los planos del
mismo tiene distinto color –que puede ser negro, rojo o verde–
al rojo se le agrega negro para hacer un rojo que sea oscuro, y si
es verde le agregamos negro para que ese verde sea oscuro. Eso
nos permite hacer la parte clara y la parte oscura de cada uno de
los planos. Es decir, si la cara va a ser roja, será un rojo que tenga
bastante negro; y entonces, después, el blanco nos permite ver la
parte clara y la oscura. Si la ropa es verde, tendremos que hacer el
verde con bastante negro para que el blanco nos permita lograr
la claridad y la oscuridad. Es el único medio de Berni que nos

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enseñó a nosotros, y por lo tanto cuando yo empiezo a pintar,
pinto con eso porque es lo único que tengo. Me pongo a trabajar,
y todo es pintura de volumen.
No crean que la época de 1939 era mucho más linda que
esta. Son años de olla popular, de desocupación, de sueldos
bajos y de una serie de cosas que yo, como era un trabajador
como todos, sufría las mismas consecuencias de toda la gente de
clase trabajadora. Por lo tanto, nos la tuvimos que ingeniar con
Aid; para comprar óleo no había dinero, para comprar cartulina
no había dinero, para comprar pintura no había dinero, y para
comprar telas y bastidores no había dinero. Entonces, hicimos
lo siguiente: comprábamos bolsas de azúcar, limpiábamos
bien el azúcar que quedaba, cepillábamos la bolsa, tomábamos
cualquier madera que pudiésemos conseguir y hacíamos el
bastidor; y después a la bolsa de azúcar la clavábamos al bastidor.
Para imprimarla, para hacerle el fondo, lo más barato era la cola
de carpintero y la tiza en polvo; entonces, con cola de carpintero
y tiza en polvo hacíamos el fondo de esa arpillera. Cuando no
teníamos arpillera, comprábamos retazos de madera terciada
–que era barata– en la carpintería, y si no, cartón gris oscuro de
un metro por setenta, le pasábamos el mismo fondo y sobre eso
yo pintaba.
Aid al óleo lo fabricaba con los colores que en aquel
tiempo usaban los pintores de paredes, cuando no venía la
pintura mezclada como ahora, sino que se trabajaba con el color
en polvo, mezclándolo con cal, se vendía en las ferreterías; creo
que esos colores eran importados. Entonces, a ese color Aid
lo mezclaba con aceite de comer, y por lo tanto los cuadros
secaban a los seis meses. Y al temple, que viene a ser la témpera,
lo fabricábamos con esos mismos colores de pintores de paredes.
Yo había aprendido a hacer una mezcla, de la cual Spilimbergo

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–en un curso que nos dictó– nos dio la fórmula: goma arábiga y
agua, más la yema de un huevo.
Yo pintaba con esos materiales que mi propia mujer
fabricaba y también me hacía los fondos de los cartones o de
las arpilleras. Pinceles, tenía dos: uno de pelo, de punta, y otro
chato, de cerda; una espátula, que tenía desde que empecé a
trabajar con ese grupo del que ya hablé, de esos pintores amigos,
Tortá, Aquilino y demás. Esa espátula se había hecho finita, muy
finita, y entonces yo no pintaba con los pinceles –a los pinceles
los usaba para pintar al temple– pintaba al óleo siempre con
espátula. Hasta el año 45 todos mis cuadros están elaborados
con la espátula. Al temple lo hacía con el pincel.
¿Cuáles eran mis modelos en ese momento? Yo estaba
totalmente aferrado a no poder trabajar si no tenía modelo.
Entonces mi modelo era Aid. Hacía retratos de cabeza, figura
completa y de medio cuerpo, y también me hacía autorretratos,
y pintaba naturalezas muertas. Mis temas eran Aid, yo mismo y
la naturaleza muerta. Todo lo hacía en volumen; si trabajaba con
carbonilla, volumen; si trabajaba con lápiz, volumen; si trabajaba
con pintura en valor coloreado, volumen. El medio formal que
yo tenía era únicamente el volumen, pero tenía un interés muy
especial porque me gustaba mucho dibujar las formas. Esa era
una cosa que yo –digamos– agregaba a lo que había aprendido
en la Mutualidad, que era lo referente al valor coloreado. Y a
su vez, me entró una gran necesidad de colocar los modelos en
posición de escorzo, es decir en perspectiva. Entonces a una
botella la tenía que volcar para verla desde la base hacia el pico, o
desde el pico hacia la base. Si era una cacerola, también la ponía
en una forma inclinada. Y a Aid como modelo la hacía acostar y
tomaba dibujos de los pies hacia la cabeza o de la cabeza hacia los
pies. Mi interés era que todas las cosas estuviesen escorzadas. Mi

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trabajo empezó aferrado totalmente a tener que usar modelo,
porque consideraba que no tenía fantasía ni imaginación, y que
lo único que podía hacer para pintar era tener el modelo delante
de mí, y trabajar con la utilización del volumen, la utilización de
la línea y la utilización del escorzo.
Para componer los dibujos en el cuadro –dado que Berni
no nos había enseñado problemas de composición– me manejaba,
pura y exclusivamente, con mi sentido común. Entonces a una
figura la podía poner en el centro de la tela, pero no porque no
supiese otra cosa, sino porque me gustaba ponerla en el centro
de la tela. De repente, hacía una naturaleza muerta y ponía un
paño muy grande, distribuía tres partes de la tela y dejaba, a lo
mejor, un espacio vacío, o en ese espacio colocaba una ventana.
Pero nada de eso respondía a una cosa razonada, como ocurría
con el problema del valor coloreado, o sea, el volumen, que yo
conocía porque me lo habían enseñado, lo había aprendido, y
entonces lo podía analizar. La composición, en cambio, era en
base al sentido común.
Los libros en referencia a la pintura no eran abundantes.
En la Mutualidad nosotros leíamos un solo libro, que se llamaba
Realismo Mágico, y su autor era Franz Roh, de la Revista de
Occidente. Después, por una de esas cosas casuales de la vida,
un señor que era cliente en el negocio que nosotros teníamos,
me veía pintar y un día me dice: “yo tengo un libro en mi casa
que a mí no me sirve para nada, yo se lo cambio a usted por un
dibujo”. Y me trajo Realismo Mágico de Franz Roh. No sé este
señor de dónde ni cómo habrá tenido ese libro, que yo todavía
conservo. El libro hablaba de la pintura en sentido realista, o sea,
de aquellas cosas que yo había aprendido en la Mutualidad y
que usaba.

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Cuando pintaba los cuadros, ¿cómo los pintaba? Primero
de todo, dibujaba todas las formas. Esa inclinación por la línea
me llevaba a que cuando tenía dibujado el cuadro, recién podía
pintar. Iba mirando el modelo analíticamente –al modelo y
alrededor– hasta ver que se reflejara en la obra. Lo que yo no
sabía, era que yo creía que a esa realidad la estaba reproduciendo,
pero no la estaba reproduciendo, sino que la estaba trasponiendo
a través de mis necesidades interiores. Lo que pasaba era que
yo era ignorante, me faltaban muchos años de trabajo para
comprender que la realidad es incopiable, y que aquel que quiera
copiar la realidad, lo único que va a hacer es tropezar con una
pared que no lo va a dejar pasar nunca. Porque el hombre no
puede copiar la realidad, no la puede hacer tal cual es.
Después de que dibujaba todas las cosas y tenía todo el
cuadro bien dibujado, era tanta la necesidad de tener la forma
agarrada para poder empezar a pintar, que, con temple –esa
pintura que Aid hacía y que yo mezclaba con el médium del
huevo y la goma arábiga– hacía el dibujo bien definido de todas
las formas. De este modo –como alguien que ha apresado algo
que quiere mucho, y que no lo va a dejar escapar– yo ya tenía
para mí lo fundamental: las formas.
Con los años, descubrí que el problema es el siguiente:
los pintores se dividen en dos familias, generalmente. A los que
se manejan más con lo emocional, las formas no les interesan
mucho, y a los que nos manejamos más con la razón, la forma
nos interesa fundamentalmente. Yo sabía de mi enamoramiento
con el contorno de la forma, y hasta que a eso no lo tenía
bien definido en el cuadro, bien atrapado, bien seguro, yo no
empezaba a colocarle el color. Pero había otra cosa que yo no
sabía, y que hacía: antes de empezar a trabajar con los colores
–o sea, con el valor coloreado– hacía los valores con carbonilla;

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entonces, si este plato –comparando el vaso, el plato y la mesa–
era la forma más oscura en cuanto a valor, entonces, hacía el
mismo oscuro que tenía el plato con la carbonilla. El plano más
claro –con este amarillo anaranjado gris– lo hacía de un gris más
claro. Después hacía el agua, en el sector que refleja el plato, y era
un valor gris más claro que el de la mesa, pero el del vidrio era
más claro que el reflejo del plato con el agua, y después el agua
era el valor más claro. Y así recorría todo el trabajo haciendo los
valores. Yo no sabía, pero para todo pintor a quien le interesa y
le es sumamente importante el contorno de las formas, el valor
va justo a esa idea o ideología referente a la forma. Después de
eso, le pasaba un trapo a todo el cuadro y empezaba a pintar con
el óleo o con el temple.
¿Y cómo trabajaba? Empezaba a hacer mi trabajo de la
siguiente forma: primero llenaba cada uno de los planos claros
y oscuros como había hecho con la carbonilla, porque en una
oportunidad –que después, en otro momento contaré cómo me
las arreglaba para estudiar sobre pintores– salió en un Para ti, que
compraba Aid, una reproducción de Semana Santa de un cuadro
de Giotto. Supongo que muy mal reproducido el color, pero aún
así yo notaba que la parte clara y la parte oscura, en una mano, o
en la cara, tenían relación de claridad y de oscuridad. Entonces,
pintaba con óleo –o si no en temple– primero toda la claridad y
la oscuridad que tuviese el cuadro, y después empezaba a trabajar
con el valor coloreado, buscando el volumen, y tratando de que
un plano que era más oscuro fuese más oscuro. Si era verde, si
era amarillo, si era rojo, o cualquier otro color que fuera. Y a eso
lo hacía con la espátula. A la espátula, casi aprendí a manejarla
haciendo líneas. Si un paño tenía algún arabesco o adornos, con
la espátula yo lo iba manejando y conseguía el dibujo. Esa es la
manera como yo trabajaba el óleo y la témpera.

28
Pero desde ese tiempo y hasta hoy, se me creó la necesidad
de no trabajar nunca en una obra sola. Por lo tanto, empecé a
trabajar en aquellos años: dibujo con carbonilla, dibujo con
lápiz, pintura con temple y pintura con óleo. Cuatro trabajos;
un poco en uno, un poco en otro, pero sin que ninguno de ellos,
como trabajo, se pareciese en los valores, ni en los colores, ni en
la claridad, ni en la oscuridad a los otros. Todos tenían que ser
trabajos diferentes.
Para dibujar, yo dibujaba sobre los papeles con los que
en ese tiempo –algunas personas mayores se deben acordar– en
los almacenes envolvían el azúcar, los fideos y muchas más cosas
que se compraban. Entonces, ese papel venía a casa, Aid ponía
el azúcar en un tarro para el azúcar y planchaba bien el papel. Y
esos eran los papeles que yo usaba hasta el año 45 para dibujar
con lápiz y con carbonilla.
Cuando introduje el pastel en esos años –40, 45–, no se
podía comprar pastel. Fornells, un viejo pintor que había aquí en
Rosario, tenía un negocio en calle Santa Fe, cerca de donde está
el bar El Cairo, y los pasteles –que eran franceses– eran caros.
Entonces, yo me inicié en la pintura del pastel comprando tizas
blancas y tizas de colores que en la librería del barrio vendían,
y que agarraban muy bien en los cartones grises. Incorporé
también el pastel, pero que en realidad no era pastel si no que
era tiza, y a eso [la tiza] lo pisaba, diluyendo goma laca con
alcohol de quemar. Trabajaba en óleo, témpera, tiza, dibujo en
carbonilla, dibujo en lápiz, siempre haciendo volumen, siempre
la composición partiendo del sentido común y que todo fuese
escorzado.
Yo tenía necesidad de ver a otros pintores; entonces, los
días domingos nos veníamos con Aid al Museo [Castagnino]. Y
nuestro Museo, para mí, es sumamente importante, tiene obras

29
valiosas; podemos aprender muchas cosas viendo esas obras.
Todos los domingos iba a ver las obras de Berni, las obras de
Spilimbergo. Ya estaba también la colección que habían donado
al Castagnino de obras de Arte Europeo, y algunos cuadros
de pintores de los Países Bajos. Pero todo lo que yo miraba era
esa pintura de valor coloreado, de volumen, porque otra cosa
no sabía, otra cosa no entendía. Sabía que necesitaba más que
eso todavía, y entonces miraba la revista Para Ti, que mencioné
anteriormente. Siempre traía reproducciones de pintores. Yo
recortaba las láminas, y ese era el material de estudio que tenía.
No con la calidad con que hoy en día se hacen esas cosas –porque
no tenía esa calidad–, pero eso era mi archivo de láminas de
museos del mundo, del cual yo estudiaba. Miraba cómo estaban
hechas las obras, y por supuesto que estaba atraído y elegía
siempre las láminas de Miguel Ángel, Botticelli, Leonardo,
Mantegna, El Greco, Durero. Todo eso constituía el archivo que
yo tenía de esos pintores. Miraba la lámina, y cuando hacía los
cuadros trataba de ver de si en cada una de las formas que yo
hacía estaba la solución de volumen a través del valor coloreado
que yo notaba que había en la lámina. Y en el caso de los escorzos,
Miguel Ángel –que diríamos que da la entrada al Barroco– me
servía enormemente en cuanto a los mismos. Y de Mantegna
–un pintor anterior a Miguel Ángel– aprendí, a través de su
Cristo –que está en escorzo– que las formas en escorzo, al estar
acostadas, al estar en perspectiva, son más anchas que largas;
porque yo medía el Cristo de Mantegna y encontraba justamente
eso. Esa era la manera que tenía de estudiar para enriquecer
mi trabajo.
Visitaba a Piccoli, a Gambartes –que eran los que habían
quedado de la Mutualidad– y también a Gianzone. Me gustaba ir
a visitar a los hermanos Paino, que hacían tallas en madera. Ellos

30
no tenían formación plástica, pero tenían un gran entusiasmo
por la talla, y entonces –de alguna forma– yo alguna educación
recibía al ver a estos hombres trabajar la madera y ver las cosas
que hacían. Conocí y también tuve amistad con Ouvrard, con
Pedrotti, con Minturn Zerva. Con don Gustavo Cochet tuve
amistad en años posteriores, porque en ese tiempo él estaba en
Europa. Tuve amistad con Barnes, También se hizo muy amigo
mío el arquitecto don Hilarión Hernández Larguía, quien
era un amigo muy afectuoso; nos quería mucho a nosotros, a
Aid y a mí. Todas esas relaciones, de alguna manera me iban
abriendo del esquema de la Mutualidad. Ya estaba viendo que
había otras cosas.
También tenía yo un pintor favorito escondido en el
fondo de mi corazón; cuando iba al museo tenía que ir a ver los
cuadros de él, pero a nadie le comentaba que ese era mi pintor
favorito. Porque en la Mutualidad lo que yo había recibido era
una ideología de la pintura de volumen, y resulta que –no sé
por qué– mi parte interna estaba volcada hacia un pintor como
Schiavoni, que era la contrapartida de toda la ideología clásica
que a mí me habían enseñado. Porque la ideología clásica que ela-
boraron en mi mente –en la Mutualidad– no era universalista,
sino que era tendenciosa. Por eso es que con los años aprendí
que mi función de maestro no tenía que ser tendenciosa, tenía
que ser universalista. Y con los años aprendí también sobre lo
que vi en la Mutualidad. Nosotros éramos estudiantes de artes
visuales, o de artes plásticas, como se decía en esos tiempos. No
éramos artistas. Entonces, tengo mucho cuidado con esas cosas
en mi trabajo de maestro, porque aprendí en carne propia lo
duro que resulta poder apartarse de una ideología clásica que
a uno le ubican en la cabeza, y que hace raíces muy profundas.
Cuando yo tomo amistad con pintores que no piensan lo

31
mismo –plásticamente– que la Mutualidad, y yo soy hijo de
la Mutualidad, y tengo escondido en el fondo de mi corazón
a Schiavoni –que es la antítesis de la Mutualidad–, se me crea
todo un círculo de angustia de no saber para dónde ir, porque
no tengo una educación universal de los medios formales,
sino que tengo una educación parcial. Por eso –ya lo veremos
después– yo no creo en los ismos. No me interesa si la pintura
es figurativa o no es figurativa. Y no creo que nadie pueda ser
figurativo gratuitamente, o no figurativo gratuitamente; esos
son problemas, para mí, muy profundos en el ser humano. Cada
uno va a ser lo que él sea, junto con el medio cultural en que
se haya criado y con la historia que tenga a sus espaldas en la
sociedad en que él vive. No se puede ser gratuitamente una cosa.
El hombre, realmente es lo que es, en función del medio en donde
se cría. No puedo hacer una pintura como un europeo, que tiene
tantos siglos de pintura que lo respaldan y le dan aportes. Tengo
que hacer una pintura en una ciudad que tiene determinados
años, con una cultura que en su momento fue hecha pedazos
para imponer otra. Que es a su vez lo que me pasó a mí: a mí
me habían impuesto una ideología plástica, y después, cuando
fue apareciendo la apertura en mi mente, me encontré con el
problema de que me estaban hablando de cosas que no estaban
dentro de mí. Y yo estaba profundamente convencido de que
tenía que hacer una ruptura con todo eso para poder iniciar mi
propio camino.
En 1943 me interesé por el grabado, y la primera técnica
que empecé a hacer fue la xilografía. Y las cosas se dieron así: yo
no tenía para pagar un maestro, y en la ciudad de Rosario había
una sola persona que sabía de grabado, y que no accedió a darme
clases. Le pregunté a Vanzo: “decime, yo tengo ganas de hacer
grabado”. Y él me dice: “por qué no te vas a Santa Fe, que está
José Planas Casas. Decile que te mando yo”. Llegué a Santa Fe

32
a las nueve de la mañana, toqué timbre, sale su señora –Mecha–
y me dice: “¿Usted qué quiere?”. “Yo vengo de parte de Vanzo.
Pinto, y además tengo interés en hacer grabado. Sé que José
Planas Casas sabe algo de eso, y que él me puede decir algo”.
Me dijo que espere en la puerta, y estuve como una hora. Entré
y me llevaron a la cocina, y entonces don Pepe –que era muy
tranquilo– en un momento me dice: “¿qué es lo que tú quieres?”.
Me llevó al taller que él tenía para grabar, y le digo: “mire señor,
yo quiero una sola cosa, saber cómo se hace la xilografía porque
tengo interés en hacer eso, y en mi casa me puse a hacerlo,
y también quise hacer aguafuerte. Y mire lo que me sucedió:
compré una chapa de zinc, y a la chapa de zinc le puse cera,
porque yo sabía que de alguna manera el ácido no tenía que
comer la chapa de zinc. Del ácido –que yo no sabía tampoco
cómo usarlo– sólo sabía que se llamaba ácido nítrico. Mi señora
fue a un negocio y compró una fuente, una asadera, y entonces
los dos –ignorantes en el tema– cuando terminé de rayar toda
la plancha, que la rayaba con un clavo, pusimos el litro entero
de ácido en la asadera, y no pasaba nada. Cuando pusimos la
plancha, se ve que el zinc con el enlozado no sé qué reacción
hizo, que empezó a hacer un humo adentro de la cocina, y casi
nos ahogamos. Entonces agarramos la asadera, la tiramos al
patio, ¡y en el patio seguía el humo! Y nosotros asfixiados con
ese ácido”. Este hombre se reía, y me dijo: “¡Pero! ¡Se podrían
haber muerto ustedes con eso! ¿No ve que al ácido se le pone
agua?”. Yo ni sabía que se mezclaba con agua. Entonces, dijo:
“vamos a hacer una cosa, vamos a ordenar todo esto. Yo te voy
a ilustrar en lo que pueda, hoy sobre xilografía, y lo demás lo
dejamos para otro día”.
Tomó una madera nueva de palo blanco, preparada con
tinta china. Hizo un dibujo sobre la madera, y me hizo tener
las herramientas en la mano, mientras veía cómo él hacía.

33
Después me hizo probar a mí; me anotó los papeles, las tintas, el
rodillo, me hizo entintar y sacar copias; todo. Y me dijo: “pero…
tú no tienes plata”. “No, mire, yo no tengo plata, y no puedo
ir a comprar gubias en Rosario”. Entonces, le dijo a la señora:
“Mecha, traéme ese paraguas que yo te regalé el otro día”. Yo
no sabía que el acero de los alambres de los paraguas, afilados,
eran unas gubias triangulares extraordinarias. Él agarró, abrió
el paraguas, separó una parte, cortó con la sierra, agarró un
manguito, lo puso, le pasó una piedra de afilar, y me hizo una
herramienta, una gubia triangular, y me la dio. Vine a Rosario, y
así empecé a hacer xilografía.
En el 48, aparece por primera vez un libro que trata de
pintura. Yo ya había mandado a salones, y me habían dado
algún premio estímulo, y una vez –en el Museo Galisteo o en el
Castagnino– tuve un premio adquisición de dibujo.
Cuando apareció el libro Tratado del paisaje en el museo,
fue por iniciativa de quien era entonces su director: don Hilarión
Hernández Larguía. Y que me disculpen los demás directores,
pero fue la mejor época del Museo Castagnino de Rosario. Él
realmente era progresista, y conseguía los libros por intermedio
de las editoriales que editaban libros sobre pintura. Y en ese
momento, los libros eran nada más que tres: Tratado del paisaje,
Escritos sobre pintura de Andre Lhote y las Cartas a Theo de Van
Gogh, no había otra cosa.
El Tratado del paisaje costaba diez pesos; era muy caro,
pero Aid me lo compró. Lo leí una vez, lo leí dos veces, lo leí
tres veces. No entendía nada, porque era un libro de sentido más
universal, y a mí me habían enseñado cosas parciales. Cuando, a
la cuarta vez, entendí un poco, comprendí que lo que sucedía era
que no sabía dibujar, que no sabía pintar, no sabía componer, no
sabía de colores, es decir, no sabía nada. Y esto era en el año 1948.

34
Entonces, no sé qué me habrá iluminado, que me hizo bajar los
pies a la tierra, y me dije: “no sé nada”. Y empecé a hacer ejercicios
todos los días, y también me nació el deseo de dejar en casa mis
modelos, y se me dio por salir. Junto con el barullo que tenía de
que no sabía nada, ni de pintar, ni de dibujar, ni de valores, ni
de componer, también tuve la necesidad de salir afuera, de ir a
pintar el mundo. Y me dirigí a lo que en aquellos años se llamaba
La Basurita, una villa miseria. Hasta ese momento, estaba en la
etapa de mi religiosidad, y me apareció la necesidad de dejar la
religión para entrar en mi etapa de ateo y de militancia política.
Me encuentro, en 1948-49, con que no sé pintar, y los
modelos que tenía parecía que se me habían agotado. Quería
otros modelos, porque sin modelos no podía trabajar. Estaba
totalmente aterrado.
A través de la política, viajábamos a Buenos Aires para ver
otras cosas en pintura, y a su vez por relaciones políticas. Hice
mucha amistad con Tomás Maldonado, con Alfredo Hlito, con
Manuel Espinosa y otro grupo de gente, eran quienes estaban en
el movimiento Arte Concreto Invención. Ellos, políticamente
estaban en el mismo partido que yo, y en esos años, dentro de ese
partido, había problemas con el realismo. Y este grupo estaba en
contra del realismo, porque decía que la nueva sociedad tenía
que tener un nuevo arte, una nueva pintura, una nueva forma.
Y la lucha existía internamente entre el realismo y aquellos que
hablaban de una pintura para una nueva sociedad.
Yo, siendo realista, estaba adherido a ellos y los acom-
pañaba en la lucha. Yo era un realista que estaba en contra
del realismo. A Maldonado lo hice venir a dar una conferencia
en el Círculo de la Prensa, y vivió tres días en mi casa. Allí
fue donde por primera vez conocí láminas con cuadros de
Kandinsky, de Mondrian, de Malevich. Entonces, me dice

35
Maldonado: “pero, si estás con nosotros, ¿por qué no hacés
cuadros y te metés en el movimiento Concreto Invención?”. Y
lo que sucede es lo siguiente: yo nunca he podido entrar en nada
que realmente no sienta o no entienda. Le dije a Maldonado:
“sabés lo que pasa: que vos de pintura sabés mucho –porque
era muy culto–; yo, prefiero seguir con mi realismo en mi
pintura, e ir tratando de estudiar para ver otras cosas, hasta
que las aprenda”. Así que terminé, en el año 50, haciendo
ejercicios de colores, de valores, de línea, de composición.
Y esta es la primera parte de lo que yo viví dentro de la
pintura. En esos diez años, los últimos cinco fueron muy duros,
porque vi claramente que tenía que cambiar de pensamiento
formal, porque había una exigencia intelectual e interior mía
que así me lo pedía.

TERMINA. APLAUSOS. EMPIEZAN PREGUNTAS.

—¿Cómo se formó la Mutualidad?


—La Mutualidad se formó en el año 34. La Mutualidad
nació porque nos encontrábamos siempre en el Museo
Municipal –que estaba por Santa Fe entre Laprida y Maipú– un
grupo de ocho, diez muchachos, y allí concurría Berni. Él había
venido de Europa, estaba solo, y quería conectarse con gente
nueva. Lo que pasa es que los pintores mayores, o de la misma
edad que él, no tenían las mismas ideas. Berni venía cargado
de ideologías políticas, hablaba de nueva literatura, de nueva
arquitectura, de las nuevas tendencias. Empezaba a hablar y no
terminaba nunca; siempre estaba hablando y explicando. Con
él, fue extremadamente beneficioso el contacto. Entonces, la
Mutualidad se formó con esos jóvenes que nos juntábamos con
Berni.

36
Empezó a funcionar el taller en calle Maipú, y ahí se daban
clases. Las dirigía Berni, y Berni trabajaba junto con nosotros.
La Mutualidad fue un movimiento altamente progresista en
nuestra ciudad. Lo que sucede es que los argentinos hace muchos
años que tenemos la mala costumbre de estar en contra de los
argentinos, y por eso estamos como estamos. La Mutualidad
no hablaba el lenguaje de la pintura oficial que existía aquí. La
Mutualidad fue una cosa muy progresista, no comprendida
y combatida por la parte oficial de la cultura. Y por respeto a
esos pintores mayores, no voy a decir los nombres de quienes
nos combatían furiosamente, junto con las Comisiones
[Municipales] de Cultura. La Mutualidad se formó con estos
jóvenes, y llegaron escritores, médicos, matemáticos, gente que
sabía de idiomas. En la Mutualidad creo que se dio el inicio de
la enseñanza del Esperanto, aquí en Rosario. Con una fe y una
esperanza en la humanidad, y en un nuevo mundo que hablase
un idioma que incluyese a todos los países. También estaba el
doctor Pizarro Crespo, que fue el primer psicoanalista que
la República Argentina tuvo, y que era de Rosario. Él daba el
curso de Psicología en la Mutualidad. El doctor Conde era
quien daba el curso de Biología, y Roger Pla el de Literatura.
El que daba el curso de Política creo que se llamaba Torrente;
era un abogado demócrata progresista. Berni daba el curso
de Historia del Arte, entre otros cursos que existían. Porque
la Mutualidad no era una cosa cerrada a la pintura y a la
política; era abierta a todas las actividades a las que el hombre se
puede aficionar.
De calle Maipú nos fuimos a Rioja y Mitre, donde está
el banco ahora. Ocupábamos toda la planta alta. Y quien
nos acompañaba en la parte económica, porque nosotros no
teníamos dinero, era el doctor Lelio Zeno.

37
La Mutualidad se formó con ese grupo de jóvenes y con
Berni a la cabeza, y después a nosotros se unieron todos aquellos
intelectuales y científicos que estaban en la ciudad de Rosario,
con ideales nuevos, cada uno en su disciplina.
Eso es, resumiendo, lo que era la Mutualidad. Nosotros
trabajábamos en equipos de cinco o seis pintores –o sea,
estudiantes de pintura– y también en obras individuales. Con
nosotros estuvo Siqueiros, cuando vino a Buenos Aires a trabajar
en conjunto con Spilimbergo, Berni, Castagnino y Lázaro, en
esa casa que los Botana –que eran dueños del diario Crítica–
tenían en Olivos.
Como Siqueiros y todos los demás pintores, en ese tiempo,
eran pintores prohibidos –porque, no nos olvidemos de que
estamos hablando de las décadas del 30 y del 40– entonces, al
mural lo tuvieron que hacer en el sótano de la casa de los Botana.
Nosotros, aquí, trabajábamos en equipo, y tratábamos
temas propios de la ciudad de Rosario; por ejemplo, la gran
huelga del frigorífico Swift, un partido de fútbol en la cancha
de Ñuls donde quisieron colgar a un referí, etc. Entonces a esos
temas los llevábamos a los cuadros. Eran grupos de cinco, en
los que cada uno hacía un trabajo para ese determinado tema, y
después, con el aporte de los cinco trabajos, se lograba realizar
uno. Y de los cinco componentes del grupo, el que más conocía,
el que más sabía, era para nosotros el jefe, y todos los demás
estábamos subordinados a consultar todas las cosas con él.
Con la venida de Siqueiros, él trajo el uso de la pistola
mecánica y el trabajo con las reglas de celuloide; es decir, lo que
hoy en día es la pintura metalizada. O sea que en los años 34
y 35, a esos elementos ya los usábamos. El trabajo que quedó,
que creo que está en el Jockey Club, es uno que hicieron Piccoli
y Berni, que alude a un obrero de la construcción que se cayó

38
de un andamio; ellos lo vieron e hicieron ese trabajo, al que
titularon El hombre herido.
Donde está el Banco de la Provincia de Santa Fe, por el
lado de calle Córdoba, estaba la tienda Los Gobelinos. Esa tienda
se fue de ahí y quedó todo eso desocupado. Y como la única
provincia democrática que existía en el país era la provincia de
Santa Fe –gobernada por el doctor Molinas e Isidro Carreras
como vicegobernador– entonces aquí fue el único lugar del país
en donde –en el local en que funcionaba Los Gobelinos– se
pudo hacer un Salón Independiente, al cual gente de militancia
de izquierda, de Buenos Aires y de otros lugares, mandaron sus
obras. Nosotros mandamos todos los trabajos de pintura mural
hechos en equipo con temas de actualidad, los cuales pudieron
ser expuestos porque existía un gobierno que lo permitía.
Un discurso del doctor Molinas inauguró este Salón. José
León Pagano, que era el crítico oficial de esa década, que escribía
en La Nación y que tenía una gran formación intelectual y un
gran conocimiento sobre pintura, vino, y en el diario La Nación
dedicó una página entera a la Mutualidad. Imagínense ustedes
que no fue exactamente para decir que éramos los mejores del
mundo. Y dijo muchísimas cosas en contra de Berni; él sostenía
que el culpable era Berni porque era padre de todos nosotros.
La Mutualidad funcionó dos o tres años; más de eso
no duró, porque en la forma en que se la combatía y se le
negaban cosas, era imposible que nosotros, gente sin dinero,
sin posibilidades económicas, pudiésemos llevar adelante algo
tan ambicioso y tan progresista como lo era la Mutualidad. Y
el fin de la Mutualidad coincidió con el momento en que Berni
se presentó a un concurso de cátedra en Buenos Aires, lo ganó,
y –lógicamente– como hombre joven que quiere desarrollarse,
que tiene sus ambiciones, se fue a Buenos Aires y todos nosotros

39
quedamos sin “papá”. Y la Mutualidad se cerró. Cada uno
quedó por su costado, haciendo las cosas como podía. Sobre la
Mutualidad, todavía falta que alguien, en la ciudad de Rosario,
rastree todos estos datos y haga un libro, un folleto, lo que sea,
sobre algo que fue muy progresista en la ciudad pero que no
pudo crecer por el error de los argentinos. Tenemos que estar
en contra de los argentinos que no dejan construir cosas que
hubiesen llegado a ser muy importantes dentro de la plástica de
Rosario –en este caso– y con resonancia nacional.

40
Indecisiones, aciertos, desaciertos y encuentro con la pintura
(1950-1960)
9 de octubre de 1985

A la charla de hoy, yo la denomino Indecisiones, aciertos,


desaciertos y encuentro con la pintura. Los años del 50 al 60, para
mí fueron años muy difíciles con la pintura. Los dividiré en dos
partes, porque así fue: la primera, del 50 al 55, fue una cosa, y
del 55 al 60, fue otra.
A fines de los 40, yo dejé de trabajar en mi casa; salí a la
calle a conectarme con el mundo, con la realidad. Los nombres
–por ejemplo– de los cuadros de esa época eran, lógicamente,
Aid, Aid sentada, Aid parada, Dante durmiendo, Autorretrato,
Maternidad, Naturaleza muerta con porrón, Naturaleza muerta
en tono amarillo. Todos tenían esos nombres porque el tipo de
pintura que hacía era ese. Entonces salí de mi casa, y no sé por
qué arranqué hacia el lado del sur de la ciudad, y fui a lo que se
llamaba Villa Manuelita, La Basurita.
La Basurita estaba sobre la barranca de Rosario, y allí es
donde se depositaba toda la basura de la ciudad. Por lo tanto,
había unas colinas de basura que desde el piso de la barranca
hasta arriba podían tener quince, veinte metros de alto.

41
Empecé con otro amigo, que no duró mucho tiempo, pero
yo me apasioné y trabajé allí durante seis años. Hoy en día me
acuerdo de lo que era La Basurita, y nunca sé si lo hice porque
todavía era inmaduro, si lo hice por falta de responsabilidad,
o por mucha responsabilidad; no sé. Porque… meterse en una
cosa así… no solamente por el clima del paisaje, sino por el clima
social. Pero yo me apasioné con La Basurita y trabajé todos esos
años haciendo las figuras y el paisaje de ese lugar. Mis modelos
eran las mujeres, los hombres, pero principalmente los niños,
porque el problema de la niñez allí era realmente espantoso. Y a
su vez, yo en ese tiempo estaba en la política.
A esos temas de paisajes y figuras –especialmente los
niños– ¿con qué los hacía yo? No podía hacerlos con otra cosa
que con lo que sabía. Los cambios en el terreno de la pintura
son como todos los cambios en el ser humano. El ser humano,
si quiere tener veinte años tiene que esperar veinte años, si
quiere tener diez años tiene que esperar diez años, y si quiere
tener cincuenta tiene que esperar cincuenta años. Nadie,
ningún pintor, va a modificar su forma de hacer por un golpe
de Estado. Los cambios –lo demuestra la Historia del Arte– son
siempre paulatinos.
Entonces, yo empecé con mis medios formales, que
utilizaban el valor coloreado como volumen, y con eso trabajaba.
Ya los materiales no eran más los que me hacía Aid, sino que
usaba preferentemente chapadur o cartón finlandés. La pintura
que usaba era óleo y témpera, y dejé totalmente la espátula, para
trabajar únicamente con pincel. Trabajé muchísimo con tinta
china y plumín; era un material que venía muy bien para el tipo
de clima que yo sentía en ese paisaje y en esa figura. Y en vez
de hacer xilografía, como hacía en el tiempo en que trabajaba
únicamente en mi casa, empecé a hacer aguafuerte, aguatinta,

42
buril, punta seca, manera negra, aguada. Pero, preferentemente,
lo que más trabajé en esa época de La Basurita fue el aguafuerte.
Lo trataba haciendo de cada plano una textura visual distinta.
Ese afán de hacer las texturas visuales tan distintas tenía su razón
de ser en que en ese momento yo estudiaba mucho a Van Gogh
por intermedio de sus cartas.
A las texturas visuales yo las hacía a través de números; al
hacer la ropa, la tierra, los ranchos, las viviendas, no sé por qué
yo solucionaba todo lo relacionado a las texturas con números
del 1 al 0. Es decir, que si tenía que hacer la ropa de un chico, a lo
mejor la textura me sugería el número 3; entonces, rayaba todo
ese plano repitiendo siempre el número 3. Y como al aguafuerte
lo hacía por superposición de “mordidas”, entonces el número 3
al superponerse tantas veces daba una textura distinta a la que
daba el número 4 o a la que daba el número 9.
En La Basurita fue cuando comencé a alejarme del
modelo. Lo usaba solamente para hacer la parte de la línea y
para hacer la parte de la claridad y oscuridad de los planos en
volumen. Y al valor coloreado lo hacía en mi casa; es decir, que
empecé a independizarme del modelo por intermedio del color.
En los dibujos había una dominante de la tinta china y
del buril, pero también hacía dibujos con óleo muy diluido, o
témpera muy diluida, o tinta de imprenta también muy diluida.
Y los tamaños eran no menores de 60 x 50 cm o de 1 metro por 80
cm. Los dibujos eran muy grandes, siendo en su enorme mayoría
figuras de niños o de personas mayores. A la documentación que
hacía de la luz o de los valores la realizaba sobre el lugar mismo.
Vivía la verdadera realidad que ellos vivían; por ejemplo, el
vendaval de las moscas era tan grande que a la camisa, al saco, me
lo ataba bien sobre la muñeca y a los pantalones en los tobillos
para poder luchar contra la cantidad de moscas que había.

43
Los nombres de las obras cambiaron; tenía un cuaderno
donde anotaba los apodos de las personas que circulaban por
la zona. Entonces, tenía abundancia de títulos, y los cuadros
cambiaron de nombre. Al principio el material era el mismo,
los medios formales eran los mismos, pero las cosas se fueron
transformando, porque allí yo tenía otro clima, otra realidad,
había otro color, las líneas eran totalmente distintas.
En ese tiempo, yo leía y estudiaba los libros Tratado del
paisaje y Escritos [sobre pintura] de Lhote, Fundamento del
diseño de Scott, Escuela sintética, Antes y después y Noa Noa de
Gauguin, el libro De Delacroix al neoimpresionismo [de Paul
Signac], las Cartas a Theo de Van Gogh, Cartas de Odilon Redon
y el Tratado de la pintura de Leonardo. Esos eran los libros que
yo leía constantemente, pero muy especialmente las cartas de
Van Gogh, porque como Van Gogh era evangelista, y tenía un
sentido social y de adhesión a la gente que trabajaba, entonces, a
mí, de todos estos libros era el que más me atraía.
Y así, desde el volumen coloreado, mi pintura empieza
a ser plana. Hago el dibujo en la realidad y hago el valor, pero
plano. Dejo entonces el volumen y la parte de luz y sombra. Y
estudiando todos los problemas formales, tenía que aprender a
pintar. Me tiro de cabeza a buscar libros, porque aquí no había
nadie que lo enseñase. Y busco especialmente los tratados, para
realmente aprender a pintar. El encuentro con estos libros me
lleva a hacer esos primeros ensayos de pintura plana. Hago el
dibujo y después el valor, pero no de la claridad y la oscuridad,
sino plano. Viendo cómo Lhote plantea el problema del volumen
–dado que es un pintor, maestro y tratadista post-cubista– de
una manera que tiene que ver con el Renacimiento italiano.
A mí en la Mutualidad me habían enseñado el volumen
que tenía todas las características de como fue realizado en Italia.

44
Pero no el volumen que hicieron los primitivos italianos, sino
el volumen que se hizo en el 1500, 1600, 1700, que se diferencia
del volumen hecho por los primitivos italianos y por los
primitivos flamencos. Entonces mirando a Giotto, Cimabué, los
hermanos Lorenzetti, o la pintura de los flamencos como Van
der Goes, o cualquier otro de ellos, aprendí que se trata de lograr
que –por ejemplo– un dedo sea realmente redondo, sin tener el
contraste de la luz y de la sombra. La claridad y la oscuridad que
tiene cada uno de los dedos responde a la claridad u oscuridad
que tenga el total.
Del Renacimiento italiano, la parte que más se conoce
(Miguel Ángel, etc.) es la parte que menos me gusta, porque
es la más espectacular. En ellos, el valor que tiene la mano es
interrumpido por luces muy claras y por sombras muy oscuras;
por lo tanto, rompen con la armonía de la oscuridad o claridad de
las manos. Y ese es el volumen coloreado que a mí me enseñaron.
Con el estudio de estos tratados fui aprendiendo a
diferenciar la pintura de valor coloreado como volumen, y
después de eso vino mi interés por lo plano. A la pintura plana la
inicié usando solamente grises, y con todos los planos del mismo
valor, pero algunos más claros, otros más oscuros, apenas teñidos
de un determinado color.
Recuerdo bien que me hice la composición de lugar de
que, si yo no sabía, no podía tener la pretensión de ponerles
colores a los planos, y a la vez hacerlos de diferentes valores.
Por lo tanto, me coloqué en lo que consideré la parte sana
del problema, o sea: atender a la línea y atender el valor en su
verdadera dimensión de claridad y oscuridad plana.
Paralelamente a cambiar la forma de hacer, a cambiar el
sentido de los materiales, empecé a tener la necesidad de que el
óleo no fuese como el que venía usando. El brillo del óleo me

45
molestaba, no lo quería. El brillo del óleo no me parecía bien
para la pintura de La Basurita. La Basurita es sórdida, es oscura,
es triste, es lúgubre. Tiene un poco del sentido de la muerte, de
descomposición social, de descomposición moral. Entonces,
frente a ese tipo de cosas a mí me molestaba la pintura brillante.
Empecé a interesarme por pinturas que no brillasen; trabajé la
témpera, pero la témpera me resultaba elegante para el tipo de
temas que yo trataba.
Conversando con otros pintores de aquí y de Buenos
Aires, empecé a enterarme de ciertos tratados que había, y así,
en cuestión de materiales me uní al tratado de Max Doerner
[Los materiales de la pintura y su empleo en el arte], que toma
las experiencias que vienen de Alemania, de la Alemania nazi.
Cuando viene la guerra, los alemanes trasladan estos laboratorios
a España, dada la afinidad que tenían como régimen político
con el franquismo. Entonces se siguió investigando, y Doerner
escribió en Barcelona ese libro, realmente importante para que
los pintores lo tengan y se enteren de lo que son los materiales.
Son todas cosas probadas a nivel de laboratorio, con gran
exactitud.
Después, me uní al libro [La práctica de la pintura] que
trata sobre los aceites, que es de Laurie, un químico inglés, y
después a Mayer, un investigador norteamericano dedicado a
los materiales de la pintura. Y así empiezo a buscar un óleo, una
materia que sirva para el tema que yo estoy tratando. Empiezo
a leer y a enterarme de qué forma al óleo le puedo quitar la
brillantez, sea con fondos muy absorbentes, sea con aguarrás o
carbonato de calcio. O colocarle talco a los colores, o colocar los
colores encima de papel secante para que se absorba el aceite,
corriendo los riesgos de que sea un poco quebradizo. De todo eso
saqué una mezcla de cosas y encontré la receta. Y, casualmente,

46
de lo que estoy hablando ahora es de la “cocina” de la pintura.
Me fabriqué un óleo de la siguiente forma: le ponía carbonato
de calcio a los colores para quitarles el aceite. En cuanto al
blanco, no compraba blanco de pomo, sino blanco en polvo, lo
mezclaba con cera, yema de huevo y muy poquito de aceite de
lino. Y entonces me daba un blanco de una gran “pastosidad”.
Al uso del aceite de lino que yo le ponía, lo aprendí a través de
Doerner y Mayer; colocaba aceite sobre un plato, lo ponía al aire
libre, en contacto con el sol y el aire, y tenía cuidado de que no se
le saliese la película al aceite. Y así, ese aceite, a partir los treinta
días se ponía espeso como la miel; era muy adhesivo y a la vez
muy elástico. Entonces, le colocaba un par de gotas a ese blanco
preparado. Trabajaba con pinceles de cerda; los compraba y los
cortaba hasta cerca de la hojalata que traen, porque necesitaba un
pincel corto, dado que la materia era muy dura, o, como dicen los
griegos, era una materia muy corta. Con esa materia yo pintaba
los cuadros de La Basurita; me daba como materia el clima que
tenía dentro de mis ojos. Es decir, que era una materia que se
unía a la tristeza que yo vivía en ese momento, en el paisaje y la
figura. Esa materia gruesa me llevó a usar el óleo mezclándolo:
mitad óleo-mitad témpera. Así, me daba una pintura mate, con
muy buenos resultados; no se quebraba y quedaba realmente
muy bien para lo que yo quería.
En ese momento, los pintores que yo estudiaba eran:
Picasso, Van Gogh, Braque, Gris, Cézanne, Gauguin, Seurat,
Rigaet [pronunciación textual en la conferencia] –que es un
pintor de los Países Bajos–, Modigliani, Schiavoni, Cúnsolo. El
Museo Castagnino me sirvió enormemente, porque era el único
lugar que tenía a mano para ver los cuadros reales.
Schiavoni “me enseñó” el problema del color de acuerdo a
lo que los tratados hablaban, y el pintor Musto también lo hizo.

47
Por lo tanto, eran dos pintores a los que “consultaba” en cuanto
a las leyes del color; eran verdaderos coloristas.
Estudié también a Guido, y me interesó Tito Benvenuto,
especialmente sus paisajes de las barrancas. Esos eran los pintores
rosarinos que yo consultaba por intermedio del Museo.
Hice más o menos treinta y cinco obras de óleo, con ese
óleo seco, esa pintura corta, seca. Se secaba muy rápido y por
lo tanto podía dar cuatro, cinco, seis capas de pintura. Y a esos
óleos me decidí a exponerlos en Amigos del Arte, cuando estaba
en Santa Fe y Laprida. Colgué los cuadros y me parecían tristes,
horribles. Y hubo gente a la que no le gustó nada la exposición.
Yo traía al centro de la ciudad un tipo de temática hecha con
una pintura que realmente nadie había encarado de ese modo.
Espanté a todos y me quedé con Aid y los cuadros, solos en la
exposición. Cuando me llevé todo a casa, vi a mi pintura como
muy fea, mala, la vi no resuelta y con un dibujo que no estaba
ajustado. Por lo tanto, destruí veintiocho trabajos, y no sé por
qué seis o siete se habrán salvado. Por eso les dije que había sido
esta una “época de idas y venidas en la pintura”.
Después de eso –y como estudiaba a Cézanne– tomaba el
cilindro, el cubo y la esfera para hacer las formas. Ya la Mutualidad
me iba quedando lejos; iba buscando mi propia realidad formal.
Al color ya no lo hacía basado en la realidad. El dibujo pasó a
ser muy primario; apenas unas líneas. Con eso me bastaba y me
iba a mi casa. La cabeza era la esfera, el cuerpo era el cilindro, y
todo aparecía mirando dentro de esas formas. Empecé a hacer
dibujos a partir del dibujo que yo traía de la realidad, al cual le
iba sacando cosas y cosas, hasta que me quedaba con una línea
sola para hacer los brazos, una línea sola para hacer los dedos, una
sola línea era toda la parte de la cara, una sola línea era el cabello.
Es decir, que iba resumiendo los medios formales, porque a mí

48
formalmente se me había venido el mundo abajo. Los dibujos
a veces resultaban –como comúnmente se dice– muy duros,
porque a lo mejor me había excedido en sacarle líneas, me había
excedido en hacer con muy pocos planos, y empecé a hacer esos
dibujos grandes.
A los dibujos grandes los hacía con tinta de imprenta,
témpera o con óleo diluido; y allí empecé a plantear estos tipos
de problemas, pero todo mezclado. Estaba mezclada la realidad
con la parte abstracta que yo empezaba a comprender y sentir
a través de estudiar a Cézanne, a Gauguin y ciertas cosas que
Lhote decía. Los dibujos tenían mezcla de la realidad.
Hice una exposición en la Sociedad Argentina de Artistas
Plásticos de Rosario, que estaba en la planta alta de una casa en
Mitre y San Lorenzo. Deben haber sido unos sesenta dibujos.
La exposición estaba hecha con toda una intención de mi parte,
dado que en ese momento había un slogan político que decía:
“los únicos privilegiados son los niños”. Entonces, yo hice sesenta
dibujos de sesenta niños que mostraban que de ninguna manera
ellos eran privilegiados. Eso me costó que al tercer día la policía
llegó a la Sociedad Argentina y se llevó la exposición, dejando
sólo algunos. Los dibujos que me quedaron son de esta mezcla
de naturaleza y abstracción.
Después que rompí los óleos, que eran planos –que
estaban rigurosamente guiados por el valor plano, y también
por una línea y un grafismo que termina alrededor de la forma–,
después que dejé el volumen coloreado, después de hacer los
dibujos que tenían abstracción pero también naturalismo, no
me gustó más la pintura plana. No me gusta más nada de eso y
volví a mi principio, volví a hacer el volumen de valor coloreado.
Pero resulta que ocurrió lo siguiente: mi espíritu a eso ya lo
había vivido, y lograba hacerlo con facilidad. Tenía tranquilidad

49
en la realización, pero lo que sucedía era que estaba disgustado
conmigo mismo por las pruebas que había hecho y que habiendo
probado cosas diferentes, volvía otra vez a mi punto de partida.
Y es así que en cierto momento estuve haciendo cuadros con
volúmenes de valor coloreado. Diríamos que me asusté conmigo
mismo, realmente me asusté, porque yo sé, en todas las cosas
de la vida, que cuando aquí, en el medio del pecho siento una
determinada angustia por cualquier situación que se me plantee,
y no le hago caso a eso, las cosas me resultan malas. Entonces,
ese sentir en el pecho me tenía mal cuando volví al volumen del
valor coloreado, y me asusté, porque razonaba y me decía: me
abrí hacia otros caminos de la Mutualidad, dejé la Mutualidad,
me enriquecí con lo que estudiaba en los tratados y con lo que
estudiaba con los pintores. Ya a los pintores yo no los estudiaba
mirándolos, sino que tomaba una lámina de Cézanne y la
pintaba. Para el criterio de ustedes puede resultar que la copiaba,
pero para mí eso no es copiar, es hacer análisis, y el pintor debe
aprender que debe hacer análisis. A eso yo no lo descubrí solo,
sino a través de las lecturas.
El hombre aprende del hombre. En ese momento, esa
angustia en medio del pecho me decía a mí lo siguiente, lo
cual sigo practicando hasta ahora: cuando empiezo a hacer una
nueva cosa, a esa nueva cosa la sigo a muerte. Cuando el espíritu
del hombre quiere lanzarse a otra cosa y uno a través de la mente
tiene miedo y no lo hace, el espíritu a uno lo abandona y nunca
más uno sale de ese estado. Esa comprobación está en las obras
de pintores que uno ha conocido y conoce; uno se da cuenta
de quiénes le hicieron caso al espíritu y quiénes no le hicieron
caso al espíritu. Porque cuando toca una situación de esas, el
pintor juega a varias cosas: juega a que es conocido por una
manera de hacer, juega a que su parte económica está ligada a

50
esa pintura que está haciendo y que en cuanto modifica algo la
gente al nuevo trabajo no lo quiere más. Es decir, que se juegan
muchas cosas. Pero esto es importante: el espíritu al hombre no
lo acompaña más cuando el espíritu del hombre pide otra cosa.
El ser humano es un ser cambiante, no es repetitivo. Nunca nos
damos cuenta del momento en que nos sale la primera arruga en
la cara, pero un día empieza a salir, y eso hace modificaciones.
Yo partía de la base de que volver al volumen era trai-
cionar a mi espíritu, era no hacer caso al espíritu del hombre,
que siempre va hacia adelante, hacia la cosa distinta, en busca
de descubrimientos, en busca de investigar, en busca de andar.
Entonces, empecé a trabajar con una pintura de contrastes
y pasajes. Dejé el volumen propiamente dicho. Si bien era el
mismo volumen, la parte de la luz tenía una zona que se perdía en
la parte de claridad. Por ejemplo, en una cabeza, si una parte era
oscura y la otra clara, en algún lugar de la parte clara, la claridad
de la cara se confundía con algo de la claridad del fondo. Y la
parte oscura de la cara se confundía con alguna parte oscura
del fondo. Entonces, a través de esa cara aprendí que eso era el
claroscuro, en donde intervienen la luz y la sombra, intervienen
los reflejos y otro tipo de fenómenos que están alrededor de una
forma. Pero tampoco me conformé con eso, y volví a la pintura
plana, pero parecería que volví enojado porque volví trabajando
con colores muy saturados y casi puros. También se daba un
momento en que ese tipo de pintura tampoco me satisfacía.
Todo esto era antes del año 55.
Cuando llega el año 55 a mí se me crean otras ne-
cesidades. Se ve que los seis años de La Basurita se me gastaron
interiormente, y pensé en otro lugar de la ciudad. Viviendo yo
en el norte de la ciudad, había partido hacia el sur. Entonces,
esta vez me quedé en el norte de la ciudad, buscando el campo y

51
los barrios que están cerca del campo. Pintaba a veces las figuras
de la gente de los barrios, y paralelamente pintaba también los
paisajes que pertenecían a la zona en donde se veía nada más
que el cielo, la tierra y por lo general el campo sembrado, donde
estaban los matungos que tiraban harina en los molinos. A mí
me acompañaba, como de costumbre, Aid, mi mujer. Veíamos
todo ese tipo de cosas; yo me vi tremendamente atraído por las
aves de rapiña, y estaba apasionado con la línea del horizonte,
que me daba dos planos: el cielo y la tierra. Entonces, después
del 55, era un hombre dividido. Quería el paisaje de soledad,
y quería los otros paisajes de barrio –que hacía paralelamente–
con la gente, con los perros, con los gatos. Me gustaba pintar las
dos cosas. Pero el paisaje de cielo y tierra realmente me producía
una angustia. Algunas veces no iba con Aid sino que iba solo;
sentía el silencio. Me gustaba mucho el atardecer, cuando se
ponía todo de color violeta, porque el sol se iba y venían desde el
poniente las aves de rapiña, muy bajas…
Trabajaba con óleo y con acuarela. Este momento me
llevó a que un día, yo había ido solo a pintar los cuadros de este
campo, de este cielo. Yo estaba en crisis de ateo y de creyente,
y en crisis con mi ideología política; es decir, que estaba en
un momento de crisis en la pintura, en las creencias, de crisis
en todo.
Yo tenía una gran ilusión hasta ese momento –en el año
55– de que en una sociedad sin clases el hombre viviría feliz,
todo sería perfecto. Pero yo ya era un hombre grande, y me hice
la siguiente pregunta: una vez que la sociedad no tenga clases,
¿ahí se acaba todo? Entonces fue cuando me di cuenta de que el
problema del hombre es otro; que puede haber o no clases, pero
el misterio del hombre es otro. Eso fue para mí un descalabro
enorme, porque de nuevo pensé en el hombre que sufre, en la

52
lucha diaria del hombre. Entré en crisis con mi manera de pensar.
Entré en una de esas crisis en las que de ateo pasaba a creyente y
de creyente a ateo. Y esa tarde, con un color violeta que tanto me
gustaba, cuando miré el paisaje del lado norte, me dije: para mí
nosotros tenemos una luz que es, dentro de la pintura, una luz
de color tonal. Con tonal quiero decir –para ser claro– cuando
el color no es el color puro que sale del pomo, sino cuando le
agregamos negro hasta que vemos que un amarillo se hace gris,
o cuando a ese amarillo lo hacemos gris por intermedio de
complementarios, es decir, violeta. Y vamos agregando violeta
y blanco hasta que ese amarillo se coloca en el gris buscado. La
luz, para mí y hasta hoy, es una luz de color tonal. Y aquí quiero
aclarar algo: a todas las cosas que yo digo, de ninguna manera
las doy como ley universal, por el hecho de haberlas vivido; las
doy como mi experiencia particular, no deseo que nadie se vaya
a entusiasmar demasiado con esto, porque cada persona tiene
que hacer su recorrido y tratar de conocer bastante de sí mismo.
Ese día estaba solo, era una tarde fresca, y me encontré
con una flor blanca en ese paisaje. Yo miraba esa flor blanca y era
bellísima; una blancura que no olvidé más. Y la parte de adentro
tenía un amarillo verde ligeramente gris que era realmente
delicadísimo. Las hojas eran de un verde azul, como si un pintor
le hubiese puesto a ese verde azul un toque de blanco. Estaba en
una parte donde había poco pasto, era más bien todo tierra, y
entonces yo le pregunté a la planta quién le había dado ese color
blanco, de dónde venía ese color blanco, que a esa poesía que
ella tenía quién se la había dado, quién le había dado esa forma,
por qué la acompañaban esas cosas que eran rústicas frente a la
belleza que ella tenía, por qué tenía una figura tan particular. A
esto, materialmente, parecería que lo da la tierra, la tierra le da el
blanco, le da la figura, le da el color a sus hojas, le da ese gris verde

53
tan fino en su interior, que llega hasta las raíces. ¿Y después de las
raíces, qué hay? Entonces, dije para mí: bueno, los hombres de
ciencia que entienden de esta espacialidad pueden dar muchas
explicaciones, pero la explicación que no van a dar y que no me
pueden dar, es la explicación del misterio. Ese fue el día donde yo
a mi problema de ateo y de creyente lo definí, y en ese momento
comencé creer que, además de la naturaleza, hay una cosa que
los hombres no nos la podemos explicar. Al mismo tiempo en
que se me cayó la creencia de que una sociedad sin clases sería lo
más lindo para el hombre, y en que comencé a ver que el hombre
seguiría siendo hombre aunque fuera muy beneficiosa una
sociedad sin clases, apareció en mí una tranquilidad espiritual,
y desde ese momento yo tengo mi ubicación, en donde a la vida
la tomo como es, la vivo como es, y sé que soy una mínima cosa
que camina –como todo lo demás– por esta Tierra. Y algún
día terminaré como todos debemos terminar y desaparecer.
Entonces, eso me ayudó a definirme frente a ese paisaje, y así
dejé el paisaje de los barrios y sus figuras, para dedicarme a hacer
paisaje de esto que yo quiero mucho, que es el paisaje litoraleño.
Cuando empecé a hacer estos paisajes, yo había oído
hablar de la sección áurea, y no sabía lo que era, pero sí tenía
referencia de que era una línea dividida en dos partes, una mayor
y una menor, que armonizaban el cuadro. Pero yo a eso no lo
conocía; lo conocí recién con un libro llamado Universalismo
constructivo, escrito por el pintor uruguayo Torres García. Esto
fue posterior a la época en que hacía estos paisajes.
Todo esto me iba demostrando que todas las trans-
formaciones espirituales no son violentas. Por eso es que creo
que nosotros, que pertenecemos a una era tecnológica –desde
mi punto de vista– en el problema de la pintura estamos
equivocados. El hombre que pinta piensa que es un hombre de

54
la era tecnológica, y entonces da un golpe de timón en cualquier
momento, y hoy es geométrico, mañana es emotivo, pasado
es mental, un día hace colores desaturados, otro hace colores
saturados, otro día viene nada más que con línea… yo aprendí a
través de mi experiencia lo que tenía que hacer, y para entrar en
la sección áurea, entré primero sin saber lo que eso era.
Yo al paisaje –supongamos– lo veía y hacía esto: hacía
árboles, podía tener un caballo que estaba comiendo, un caballo
de cola larga, con sus patas, y entonces venía siempre volando el
carancho, y hacía nada más que esta línea [ejemplifica, dibujando
en el pizarrón]. Había también unas plantitas por aquí, y esto
era lo que yo hacía de la realidad. Entonces cuando venía aquí
[al taller], decía: a esta línea la divido en dos partes. Entonces –a
veces– a la línea de horizonte la trazaba sobre la parte baja del
cuadro dejando el cielo más grande. Y aquí, si de allí yo había
sacado diez árboles, hacía así y así, y ahí ponía ese árbol. Buscaba
que, así como había dividido así a esta línea, en ella también
hacía la división, y entonces aquí hacía el ave. Y aquí ponía el
caballito, y podía colocar la luna en este lugar. Ese era mi paisaje
del Litoral, del cual yo sacaba apenas una documentación, y
luego lo hacía en el cuadro, inventando ya los colores, con una
materia un poco gruesa. Y fue en ese momento cuando me
empecé a conectar con el libro de Torres García. También, ya
había estudiado muchísimo a Van Gogh.
En estos cuadros es donde yo encuentro los tres primarios
de todos los colores, desde los colores de tintas hasta las últimas
tierras, haciéndolos de la siguiente forma: blanco, amarillo de
cadmio o amarillo de thalo, rojo de thalo o rojo de cadmio, y
azul thalo o azul cobalto. Amarillo, rojo y azul en su máxima
saturación; los tres colores en el máximo de su saturación tienen
una armonía entre ellos. Entonces, sigo con los mismos tres

55
colores, pero haciendo lo siguiente: ocre amarillo, rojo indio,
azul ultramar; todos colores que pertenecen a las tierras con igual
desaturación. Hay una armonía en cuanto a los colores desde el
pomo. Siguiendo con los amarillos, tengo tierra siena natural
como amarillo, tierra siena tostada como rojo y de nuevo el azul
ultramar. Pero de estos colores a estos otros, pierdo cinco tonos
de saturación, y de estos colores a estos pierdo tres. Entonces,
encuentro la última paleta, es decir la cuarta, según los materiales
que la industria da: tierra sombra natural, tierra sombra tostada,
y como azul, el negro. Estos colores, todos tienen la misma
claridad. Estos tienen la parte tonal, que es media claridad, estos
ya se oscurecen un poco más, y estos se terminan de oscurecer en
total. Cuando trabajaba en los cuadros de estos paisajes, tomaba,
por ejemplo, estos tres colores y trabajaba con ellos, o con estos
otros, o estos otros. Pero mi preferencia estaba aquí, porque se
unía al tipo de luz tonal que yo veía en nuestro Litoral.
Hice una exposición en Renom, de más o menos doce
cuadros. Nada estaba trabajado en detalle, sólo el plano con
sus movimientos, nada más. Cada uno con diferentes paletas,
y a cada una de ellas la podía repetir en dos o tres cuadros, y
lo hacía con colores dominantes distintos, claridades distintas
u oscuridades distintas. En ese momento estaba exponiendo
en Renom un pintor español, un pintor comercial, y él había
tomado como temática a las bailarinas de Degas. Era el mes de
septiembre del año 55, cuando fue la caída de Perón. Entonces,
Renom padre, me dice: “mirá, vamos a seguir con tu exposición
todo el mes”, porque había que cerrar y abrir la galería a cada
rato, porque había movilizaciones. Había que bajar la persiana,
subir la persiana. Este español, que era una persona de una muy
buena posición económica –de quien después me hice bastante
amigo porque durante un mes o más habíamos convivido con

56
nuestras exposiciones– un día de esos que eran tan tristes, en
que se bajaba la persiana y se subía y no entraba nadie (él ya tenía
vendida toda su exposición, dado que era algo muy comercial y
muy agradable), entonces me dijo: “mira, el café de la esquina
está abierto, vamos los tres a tomar café con leche porque tus
ideas sobre la pintura serán muy buenas, pero con eso te vas a
morir de hambre”. Y siempre me acuerdo de esa anécdota.
Entonces, mi trabajo toma ese sentido hasta ahí, pero
cuando leo a Torres García y lo estudio un poco a fines del 60, la
cosa cambia, porque empiezo a hacer caso a la necesidad que se
me produce de trabajar con el compás áureo. Empiezo haciendo
naturalezas muertas. Pongo una taza, una botella, un cuchillo,
un vaso. Esto era repetir las cosas que hacía Torres García, pero
yo iba aprendiendo, me iba instruyendo. Y a todos estos colores
los hacía con témpera, y a los del fondo también. Ya había dejado
esos colores que les conté anteriormente, y ponía rojo, negro,
blanco, amarillo, verde, violeta, azul violeta, verde azul; todos
colores muy saturados y con una línea negra alrededor. Así,
estaba liberado –en principio– de la realidad, y a la vez unido
a la realidad. Liberado de la Mutualidad y a la vez unido a la
Mutualidad, pero por las nuevas cosas que dentro mío yo sentía.
El compás áureo, a partir de ese momento, se me convierte
en otro brazo y lo uso durante siete años. En la charla próxima
les haré ver cómo fue que fui utilizando el compás. Y como yo
estaba en un momento en el que entraba y salía de esa crisis de
mis ideologías, de mi estado de creyente y de ateo, al compás lo
hice mi filosofía: cuando abro el compás para medir el ancho del
cuadro, estoy abriendo el compás con la parte de la vida, que es
la más larga, y cuando lo doy vuelta y hago así [da el ejemplo con
el compás], estoy usando la parte del compás que es la muerte;
porque en la vida, la vida y la muerte van juntas, y una por un

57
lado y otra por el otro cumplen con su rol armónico. El compás
me acompañaba en comprender la vida y en comprender la
pintura que yo quería hacer.

58
Objetivos claros sobre la pintura plana (1960-1970)
16 de octubre de 1985

Hasta 1955 yo usaba pura y exclusivamente óleo, muy


grueso, sin la “cocina”. Usaba directamente el color como venía
del pomo, con una pincelada gruesa, muy corta, y me movía
constantemente en el plano del cielo y en el plano de la tierra,
haciendo distintos colores dentro del color que tenían. Después
del año 55, abandoné el óleo, y a todo lo resolvía exclusivamente
con acuarela, y algunas cosas con témpera.
Hoy me voy a dedicar unos minutos a leerles a ustedes una
página del libro de las cartas de Van Gogh a su hermano Theo,
en homenaje a todo lo que en esos años yo aprendí de color. La
página que elijo se debe a que quiero aprovechar el punto de
vista que él plantea en la misma, dado que hablo con pintores y
gente aficionada a la pintura.
Creo que existe una gravísima equivocación en cuanto al
modo en que Van Gogh es pintor. La gente cree que él todo lo
hizo por instinto, que nunca estudió, que nunca averiguó, que
no tuvo que aprender nada, que los colores le salían por razón
espontánea; pero nada de eso es verdad. Nada de eso es verdad

59
porque a sus cartas las hemos tomado como a un diccionario de
pintura, como a un tratado de pintura, y eso es lo que realmente
son. Por eso es que les quiero leer unas páginas a ustedes, para
que puedan observar que ninguna de esa literatura que se ha
hecho alrededor de Van Gogh es realidad. En realidad, el pintor
se ve en las cartas, y estudiándolas y haciendo los ejercicios de
acuerdo a como él le manifiesta a su hermano que pintaba sus
cuadros, uno llega bien a entender que su conocimiento del
color era científico.
Dice Van Gogh en la carta número 401: “Los antiguos no
han admitido más que tres colores primarios: el amarillo, el rojo y
el azul. Y los pintores modernos no admiten otros. En efecto, estos
tres colores son los únicos indescomponibles e irreductibles. Todo el
mundo sabe que el rayo solar se descompone en una serie de siete
colores, que Newton ha llamado primitivos: el violeta, el índigo, el
azul, el verde, el amarillo, el anaranjado y el rojo. Pero está claro
que el nombre de primitivos no podría convenir a tres de esos colores,
que son compuestos, ya que el anaranjado se hace con el rojo y el
amarillo; el verde, con el amarillo y el azul; el violeta, con el azul
y el rojo. En cuanto al índigo, no podría contarse tampoco entre
los colores primitivos, puesto que no es más que una variedad del
azul. Es preciso pues, reconocer con la antigüedad, que no hay en
la naturaleza más que tres colores verdaderamente elementales, los
cuales, mezclándose a pares engendran otros tres colores compuestos
llamados binarios: el anaranjado, el verde y el violeta.
Si se combinan dos de los colores primarios –el amarillo
y el rojo, por ejemplo– para componer un color binario
–el anaranjado– este color binario alcanzará su máximo de
brillantez cuanto más se aproxime al tercer color primario no
empleado en la mezcla. De igual modo, si se combina el rojo
y el azul para producir el violeta, este color binario, el violeta,

60
resaltará por la vecindad inmediata del rojo. Se llama con
razón complementario, a cada uno de los tres colores primitivos,
por relación al color binario que le corresponde. Así, el azul es
complementario del anaranjado, el amarillo es complementario
del violeta, y el rojo, complementario del verde. Recíprocamente,
cada uno de los colores compuestos es complementario del color
primitivo no empleado en la mezcla. Esta exaltación recíproca es
lo que se llama la ley del contraste simultáneo.
Si los colores complementarios se toman a igualdad de valor,
es decir a un mismo grado de vivacidad y de luz, su yuxtaposición
los elevará uno al otro a una intensidad tan violenta, que los ojos
humanos apenas podrán soportar su vista.
Y por un fenómeno singular, estos mismos colores, que
se exaltan por su yuxtaposición, se destruirán por su mezcla.
Así, cuando se mezclan a la vez el azul y el anaranjado en
cantidades iguales, el anaranjado ya no es anaranjado, así como
el azul ya no es azul. La mezcla destruye los dos tonos, y resulta
un gris absolutamente incoloro. Pero si se mezclan a la vez dos
complementarios en proporciones desiguales, no se destruirán
más que parcialmente, y se tendrá un tono quebrado que será una
variedad del gris. Siendo así, podrán nacer nuevos contrastes de la
yuxtaposición de dos complementarios, de los cuales el uno sea puro
y el otro quebrado. Siendo desigual la lucha, triunfa uno de los dos
colores, y la intensidad del dominante no impide la armonía de
los dos.
Y si ahora se acercan los semejantes al estado puro, pero en
diversos grados de energía –por ejemplo, el azul oscuro y el azul
claro– se obtendrá un efecto distinto, en el cual habrá bastante
contraste por la diferencia de intensidad y armonía por la similitud
de los colores. Por último, si dos semejantes son yuxtapuestos, el uno
al estado puro y el otro quebrado –por ejemplo, el azul puro con

61
el azul gris– resultará otra clase de contraste que será atenuado
por la analogía. Se ve pues que existen muchos medios distintos
entre ellos –pero igualmente infalibles– de fortalecer, de sostener,
de atenuar o de neutralizar el efecto de un color, y esto, obrando
sobre el que está vecino y tocando al que no lo está. Para realzar
y armonizar estos colores, él emplea simultáneamente el contraste
de los complementarios y la concordancia de los análogos; en otros
términos: la repetición de un tono vivo por medio del mismo tono
quebrado”.
Una carta como esta nos serviría para hablar mucho
tiempo, pero además de eso, para tener la paleta, los colores y los
pinceles, y poder ir haciéndolo.
La clase anterior quedamos, en la última parte, en el
momento en que llega a mis manos el libro Universalismo
constructivo de Joaquín Torres García, pintor uruguayo. Yo tenía
deseo de conocer el problema de la sección áurea, que como les
mostré en el pizarrón, lo hacía, digamos, “de oído”, buscando
la línea del horizonte en el paisaje del Litoral y dividiendo
siempre en dos partes: una mayor y otra menor. Pero cuando
leí varias veces el libro y logré entender la idea de Torres García,
me fanaticé con su libro, me fanaticé con sus ideas y mandé a
hacer el compás. Y empecé a trabajar en algunos cuadros con el
compás.
Torres García es de los pintores a los que les debo algo que
es inmenso para mí, que es haber conseguido, por intermedio
del compás, alejarme del estar pendiente del modelo, del estar
pendiente de la realidad, para poder trabajar conmigo mismo.
Es decir que me liberé.
Por lo tanto, un día iré al Uruguay, y el día que vaya al
Uruguay es seguro que un ramo de flores tengo que llevarle a él,
porque me dio la oportunidad de lo que más debe estimar quien

62
esté en las artes visuales, que es desprenderse del modelo y saber,
que en esta tarea del pintor, existen los siguientes elementos para
pintar un cuadro: la tela, el hombre que es pintor, los pinceles,
y lo que él sepa a través de su mundo interior; otra cosa no hay.
¿Y en qué lo va a salvar el modelo, o lo va a hacer pintor,
o lo va a hacer creador? Realmente, desde mi punto de vista,
pensar esto es totalmente equivocado.
Así, con el compás, empecé mi liberación sin pro-
ponérmelo, sin saberlo. El compás me hizo entrar en lo que es
para mí fundamental en un cuadro, que son los ritmos y las
proporciones; es decir el ritmo en la línea, el ritmo en la cantidad
de color, el ritmo en el tamaño de las formas, el ritmo de la
dirección del cuadro. Y que a su vez, cada uno de esos ritmos
esté equilibrado por las proporciones. Entonces, el compás me
permitió tener libertad. Y a su vez, me sirvió espiritualmente.
También ayudó a mi madurez. Cuando empecé a trabajar con
el compás áureo, iba midiendo constantemente todas las formas
que colocaba en el cuadro. Porque primero hacía la trama de la
sección áurea y después colocaba las formas, o colocaba primero
las formas y luego las ubicaba con la sección áurea. Además
de eso, mi iniciación con el compás áureo fue evolucionando
desde medir la forma natural hasta llegar –diríamos– a la
forma abstracta.
Al hacer ese tipo de trabajo, el que está trabajando con
el compás está detrás de esa división de las proporciones
que el compás le va dando. Y es mentira que la gente que usa
el compás se mecaniza. A eso, por lo general lo he oído decir
de gente que no tiene ni experiencia en el uso del compás, ni
están enterados teóricamente de cómo se usa. Hay un poco de
oposición en torno al compás, pero creo que todo se debe a la
falta de información y a no haber hecho una práctica profunda

63
y constante durante bastante tiempo, para saber cuáles son los
resultados. Después, uno podrá dejar el compás, liberarse de él y
trabajar libremente como quiera. Por lo tanto, no se puede estar
en contra del compás.
Al tomar el compás, yo –frente al cuadro– estoy absor-
bido por las proporciones y el ritmo que le va dando a las formas
que estoy trabajando. Entonces, ¿qué pasa en mi caso? Yo,
conscientemente estoy –artesanalmente– elaborando un cuadro,
estoy atrapado por el tamaño de cada una de las formas y sus
relaciones, por las continuaciones de líneas, por las direcciones
del cuadro. Después vienen los colores; si un color no anda bien
en un tamaño grande hay que ponerlo en un tamaño chico, o en
un tamaño mediano. Atrapada por eso está la parte consciente
mía, pero la parte inconsciente está libre, porque a la creación no
se la puede dirigir con la cabeza. Yo, antes de ese momento, tengo
años de dirigir mi expresión a través de la cabeza. Cuando salgo
de la Mutualidad, la dirijo a través de un determinado realismo.
Después, al mismo realismo lo uso en sentido político, después
manejo mi pintura en un sentido de protesta social, y después
manejo mi pintura en un sentido de reflejo de una realidad que
a mí me circundaba. Es decir, no vivo libre hasta que no tengo el
compás. Porque ninguno de nosotros puede saber de antemano
cuál es nuestra expresión, porque la expresión no se dirige a través
de la cabeza. La expresión tiene que ser un hecho espontáneo e
inconsciente de quien está trabajando. Nadie puede creer que
cuando Cézanne pintaba las peras y las manzanas con un pan,
iba a ser el primer constructivista del siglo XX, que iba a ser el
padre del Constructivismo. Él no tenía conciencia de eso, él lo
que hacía era crear ritmos y proporciones en sus cuadros, y eso
dio apertura a un nuevo constructivismo en la pintura, pero sin
que él lo supiese. La expresión tiene que ser algo inconsciente,
no consciente. Consciente tiene que ser la elaboración del

64
cuadro. Los colores que se ponen, las líneas que se ponen, los
contrastes en valor, los contrastes en color; si hay un tono, si son
dos tonos, si hay color saturado, si hay desaturado, si el cuadro
es matérico o no es matérico. Pero la expresión tiene que ser una
cosa inconsciente.
Mientras yo trabajaba con el compás, había un sub-
consciente que estaba libre; es decir que mientras yo estaba
con el compás era el gato el que estaba trabajando, y entonces
la laucha –que era la parte subconsciente– andaba tranquila.
Todo aquel que trabaje y que diga, por ejemplo: “yo quiero hacer
movimiento en mi cuadro”, ya está equivocado, porque eso tiene
que ser inconsciente. Tiene que haber una labor que uno va
gestando porque va haciendo aquellas cosas que están mucho
más allá de nuestras cabezas, pero las está ordenando, y nosotros
no nos damos cuenta. Quien no se acostumbre a trabajar libre de
la imposición de la cabeza, no dejará que su expresión aparezca.
El que dice: “yo quiero hacer un cuadro dramático”, ya se
está mintiendo. El otro que dice: “yo quiero hacer un cuadro
alegre”, se está mintiendo. “Yo quiero hacer profundidad”, se está
mintiendo. Porque también, el problema del espacio no es un
problema de la perspectiva. Y no es un problema de contraste,
porque se haga un plano oscuro y otro claro, en donde el contraste
se da por la parte interna y por la parte externa. Tampoco, porque
haya un determinado contraste de color o determinado contraste
de tono, va a haber una profundidad; no, eso tiene que ver con
un factor inconsciente, un factor espiritual. No es lo mismo la
profundidad de De Chirico que la profundidad de Carrá, y no
es lo mismo la profundidad de espacio de Spilimbergo que la
que consigue Pettoruti. Y no es lo mismo la profundidad que
consigue Musto, a la profundidad que consigue Schiavoni, o a la
que consigue José Marín Torrejón, y así por el estilo.

65
Todos esos problemas son problemas espirituales; y
esto es lo que yo aprendí a través de usar el compás. Mi parte
consciente estaba en el trabajo, que es lo único que todos los que
pintamos podemos hacer. Nadie que esté pintando puede decir
“pongo este color porque voy a hacer llorar”, o “pongo este otro
color porque voy a hacer reír”. Todo eso es literatura. Eso no es
sentimiento de pintor, ni es la expresión que ese hombre tiene.
El hombre, a la expresión la consigue a través de una inconsciencia
que él mismo no sabe cuándo aparece.
La otra cosa con la que lucha al usar el compás áureo es
que uno se dice: “pierdo mi personalidad”. Cuando yo hablé
de la personalidad la clase pasada, una pintora amiga nuestra
me dice: “usted no se preocupa porque usted ya la tiene”. La
tenemos todos. Nadie deja de ser personal. Lo único que ocurre
es que resulta un problema muy delicado: y es que para ser
personal, uno debe conformarse con la nariz con la que nació,
y no mirarse al espejo y querer una nariz, que, según uno, sea
más linda; pero nariz más linda que la que yo tengo no tiene
nadie, y es porque estoy conforme con ella. Entonces, qué
sucede, que el desarrollo de la personalidad en una persona se da,
sencillamente, porque tiene que llegar a conformarse con lo que
pinta, que es, en última instancia, como puede pintar. Yo sé que
esto es difícil, pero si a mí se me mete en la cabeza que conozco
los elementos formales, y resulta que yo veo un libro de Klee,
me enamoro de las cosas que hace Klee, y quiero transformar
a Juan Grela en Paul Klee, entonces es allí cuando la persona
extravía su personalidad, extravía sus sentimientos, extravía sus
gustos. Porque la personalidad consiste también en que uno
esté convencido de que tiene conexión con las características
del núcleo familiar del que uno sale y con las del núcleo social
en que le toca vivir. Porque nosotros no somos producto de

66
lo que queremos, somos producto de un medio en el cual nos
criamos, y eso hace que cada uno de nosotros tenga una historia
de persona. Y esa historia de persona es la que me lleva a elegir el
color, esa historia de persona es la que va a dar una determinada
armonía en mi obra, esa historia de persona es la que le va a dar
la luz al cuadro, esa historia de persona es la que va a hacer el
contexto general de la forma, la línea, los colores, los tonos que
yo ponga. De otro modo, mi cabeza no está conmigo. Si yo,
en vez de estudiar a Klee quiero ser Klee, entonces ahí ya mi
personalidad no aparece más, porque quiero ser una cosa que no
soy. Una cosa es estudiar a un pintor, y otra cosa es querer hacer
lo que el otro hace. Comprendamos bien esas diferencias, que
son muy importantes. Yo nunca he tenido miedo de estudiar
a cualquier pintor, incluso hoy; porque estudio lo que el otro
sabe, no lo que el otro es. Cuando he estudiado la profundidad
de De Chirico, en mis cuadros yo no he pretendido tener un
espacio tan profundo como De Chirico, porque eso a mí no me
interesa. A mí, lo que me interesa es que él usaba una perspectiva
en distintos puntos, que a sus cuadros los hacía a través de los
valores, cómo usaba los planos, cómo usaba las líneas y cómo
ponía un amarillo y un azul en el cielo, que muchos dicen que es
color, pero en realidad es un problema de valor, porque lo único
que hace es hacer la parte azul bien oscura y después colocarle
el amarillo al final como cosa clara; pero él tiene claro en su
consciencia que está haciendo valor, porque el azul es oscuro y
el amarillo es claro, o sea que no está haciendo color. Otros, en
cambio, colocan el azul y el amarillo en el cielo y creen que están
haciendo color.
Ese tipo de cosas son las que me llevan a aprender y
a enriquecer mi conocimiento a través de él, pero no a través
de que yo me ponga a querer ser De Chirico. El hecho de la

67
personalidad consiste en que todos tenemos la nuestra. Pero
el problema es, por ejemplo: los argentinos, ¿cómo hacemos
para convencernos de que somos subdesarrollados, cuando
todos creemos que somos los mejores del mundo? Pero somos
subdesarrollados. Y cuando tenemos conciencia de que somos
subdesarrollados, en nuestro cuadro se va a ver que nuestra
personalidad es del subdesarrollo. Pero si yo estoy convencido
de que no es así, o no estoy pensando en el país en que vivo,
sino que tengo una mentalidad colonialista y vivo pensando en
los europeos, entonces, de nuevo mi personalidad no aparece.
Hay que empezar por sentirse subdesarrollado. Teniendo
uno conciencia de eso, sabe que el museo que tiene a mano
es el Castagnino, después el Nacional, después el de Santa Fe.
No tiene el Museo del Louvre, o el Museo de la Historia del
Hombre, ni tiene el Museo de Arte Moderno de Nueva York.
Uno sabe que lo que puede aprender, lo puede aprender en un
país subdesarrollado. Que el pintor tiene que hacer cosas para
salir de ese subdesarrollo, pero que si no se tiene esa conciencia,
nuestra personalidad va a andar navegando por un mundo que
no es el nuestro. Entonces, la parte del hecho creador con el
compás, donde se libera al subconsciente de estar ordenando
qué es lo que uno debe hacer como expresión propia, y se lo
deja que actúe por sí solo, mientras la parte consciente hace el
cuadro, es algo que yo aprendí con el compás áureo. A la otra
función de la personalidad también la aprendí con el compás,
porque me enseñó que yo iba a conseguir ritmos y proporciones
de acuerdo a lo que yo era, como pintor, como ser humano, y
como historia de hombre que yo pueda tener.
Esos dos aspectos, a mí, en mi trabajo, me sirvieron.
Desde ese momento yo trabajaba frente al cuadro con la alegría
de que el modelo no era lo que mandaba. Yo ponía las cosas que

68
mi parte inconsciente me ordenaba, sin que a mí me interesara
lo que esa parte inconsciente me ordenara. Y a su vez, era
respetuoso con todas aquellas cosas que me surgían, en cuanto a
hacerlas o a dejarlas.
En esos tiempos, de 1960 al 65, en que yo trabajé con el
compás áureo, trabajaba en mi taller con el compás y los colores
que usaba eran de tierras. Pero yo estaba dividido: en mi casa, sin
modelo, con compás áureo, ritmo y proporción, pintura tonal
y colores de tierra; pero todos los domingos tenía que salir a
pintar el paisaje con las figuras de los barrios. Por un lado, estaba
liberado, y por otro lado estaba atrapado por el modelo; es decir,
se cumplían en mí, de acuerdo a mis convencimientos, los pasos
lógicos que se deben cumplir cuando uno está modificando algo
dentro de uno. Estaba liberado por un lado, pero arrastraba
todos los años de modelo por otro, y por lo menos una vez a la
semana sentía la necesidad de ir a contactarme con mi pasado.
Seguí trabajando así hasta el año 65.
El libro que leía era únicamente Universalismo constructivo
y algún libro de literatura; de política ya no, porque ya a la política
la había dejado. En ese momento, a través del compás áureo,
dediqué bastantes años a estudiar el arte precolombino. De
nuestro país, lo que más me interesó fue el arte de los Diaguitas
del lado de Catamarca. Con Aid estuvimos en Catamarca, en La
Rioja, en Tucumán, y después encontramos en Buenos Aires, en
calle Moreno 333, un museo que tenía doscientas piezas de los
Diaguitas. Allí, junto con Aid, hicimos el estudio del desarrollo
del sapo en unas vasijas. Desde el sapo hecho del natural en
una serie de vasijas, hasta que el sapo se convertía en un rombo.
Como yo estaba haciendo pintura geométrica, me interesaba el
problema de la geometría en la pintura precolombina. Estudié,
a través de libros, también el arte precolombino de Perú, de

69
México. Los Nazca tienen un poder maravilloso. Y encontré
que en el arte precolombino de ciertas pinturas de México –e
incluso en la arquitectura– se medía con el compás y así uno
se encontraba con que la sección áurea había sido utilizada por
aquellas culturas. Cuando encontré el problema de la sección
áurea en la arquitectura, en un fuerte que habían hecho cerca de
un río –y como yo de arquitectura no sé nada, y en ese tiempo
teníamos el taller en Alberdi y teníamos bastante cantidad
de alumnos de arquitectura– hice una reunión un domingo,
especialmente, para estudiar esta obra que estaba alrededor de
un río, en la cual yo, con el compás, podía ver cómo el plano
del fuerte se partía en sección áurea desde la orilla del río hacia
el medio del fuerte. Y ahí empezaban las divisiones de todo el
fuerte. Los muchachos y chicas que estudiaban arquitectura
estuvieron midiendo con el compás, y realmente era así.
Además de estudiar a los Diaguitas, estudiaba a Torres
García, de quien tuvimos la suerte de ver una exposición
retrospectiva y completa en el Museo Nacional. Estudiaba
a Seurat, a Gris, a Braque, a Picasso con el cubismo analítico,
donde se usaba la sección áurea. A Piero della Francesca, que
también usaba la sección áurea, a Leonardo, que usaba sección
áurea, y a otros también.
Ustedes ven que al estar yo en la pintura geométrica, los
pintores que estudio son todos aquellos que tienen afinidad
hacia donde yo voy. Es decir, que dejo todo lo demás, todo lo
que no está conectado en un ritmo y un orden de la sección
áurea, es un tipo de pintura, escultura, grabado y demás que a
mí dejó de interesarme, porque estaba metido con esa frase de
Braque, acerca de la sección áurea, que dice: “la regla que corrige
la emoción”. Esa es la ventaja del compás áureo: a la emoción la
equilibra. Porque a todos aquellos que quieran ser totalmente

70
libres, ya en la clase que viene les explicaré que la libertad no
existe. Todos aquellos que piensan en ser libres, deben saber
que quieran o no quieran, la razón está siempre presente en el
trabajo, por más libre que se crea, porque nunca está la emoción
sola. Están la emoción y la razón. Y si está como dominante la
razón, está como subdominante la emoción. El hombre nunca
hace una cosa en dominante total, lo cual sería una verdad
absoluta. Todo lo maneja a través de la verdad relativa. Por eso,
si Torres García manejaba el compás y se guiaba por la sección
áurea, no hay ninguna duda de que su pincelada, su materia y la
distribución que hacía en el cuadro tenía un sentido. Y si Seurat
tenía un rigor de sección áurea, un rigor científico en los colores,
no hay ninguna duda de que la elección de los temas tenía un
sentido. Nunca escapa el hombre de una de las dos cosas, aunque
exista como dominante una de ellas.
Hasta 1965 trabajé con el compás áureo. A toda mi labor
la organicé a través del control del compás. Inclusive, hasta la
firma yo la medía con el compás, letra por letra. Y el lugar donde
iba a ir la firma también tenía que responder a la sección áurea.
Durante la época del compás áureo, y como todo era
de un rigor de ritmo y proporción, con los colores –desde mi
punto de vista– pasa lo siguiente: si se usan los colores tinta,
supongamos, los colores baratos, que son thalo, serían amarillo
mediano o amarillo verdoso, el rojo sería rojo bermellón o rojo
mediano y el azul sería azul thalo. Pero si usamos los cadmios,
puede ser amarillo de cadmio mediano, amarillo de cadmio
claro, puede ser rojo bermellón, rojo de cadmio, y puede ser azul
cobalto. Esos colores son los llamados tintas. Son los colores con
los cuales los impresionistas pudieron hacer su pintura, con la
saturación y la claridad de esos materiales.

71
Las escuelas y movimientos en el mundo no se dan por
casualidad. Los impresionistas pudieron hacer su obra porque
se encontraron con una industria que les brindó los materiales
necesarios para que ellos pudiesen realizar lo que su retina
veía, lo que sus ojos veían, con esas transparencias, porque a ese
trabajo, con las tierras no lo hubiesen podido hacer. Lo hacían
únicamente con el amarillo de cadmio, el rojo de cadmio y el
azul cobalto.
Los colores de tinta, para que entren en la proporción y en
el ritmo, trabajando con el compás, tienen que ser llevados a una
categoría de gris, o como decía Cézanne: “hay que adecuarlo a la
forma, a la línea y al valor del cuadro”. Es decir: el constructivista
no puede tener un color que mate el contorno de la forma, porque
si no el contorno del color suplanta al contorno de la forma. La
única manera de mantener la forma es que ese color esté agrisado,
en determinado estado que permita ver el contorno de la forma.
A mí no me gustaban esos colores para agrisarlos, y así, entonces,
mientras usé el compás áureo trabajaba constantemente con
las paletas que les señalé el otro día: ocre amarillo, rojo indio
y azul ultramar; tierra siena natural, tierra siena tostada y azul
ultramar; tierra sombra natural, tierra sombra tostada y negro.
Esos eran mis colores.
En los nombres de los cuadros, volví a usar los nombres
de los barrios, de las cortadas, de las calles. Me liberaba del
modelo por un lado, pero por otro lado estaba cumpliendo con
que nuestro pasado va también unido a nuestro presente. Nadie
tiene nada más que el “hacia dónde va”, también tiene el “de
dónde viene”.
Para cerrar esta parte del trabajo con el compás, quiero
leer un párrafo que encontré en el libro de Torres García: “El
tiempo del genio ha pasado. Hoy se quiere el hombre consciente,

72
que sabe lo que hace, hombre humilde que sabe que todo reside en
el perfecto ajuste, en el perfecto orden, de donde saldrá la perfecta
belleza, la divina música y la pequeña obra, y sonreirá ante el
genio de generación espontánea, ante la obra aparatosa, borrachera
de pintura, innoble, engendro y vergüenza del arte”. Este fue el
párrafo de Torres García que a mí me hizo mucho bien, porque
dejé la prepotencia de querer atropellar al bastidor; empecé
a respetar al bastidor, empecé a respetar los colores, empecé a
respetar la materia, la pincelada; a convertirme realmente en
un hombre que debe saber que es como todos los hombres, que
nace y muere.

Partiendo de 1965 a 1970, en esos años –del 65, 66–


me cansé del compás. No podía trabajar más con él, me daba
pena dejarlo. Lo agarraba en una obra, pero a otra prefería
hacerla sin compás. Pasé ese momento de duda, hasta que dije:
“bueno, así no puedo estar, estoy o no estoy, si no lo quiero, no
lo quiero”. Lo abandoné, y como a los seres humanos nos sucede
que nos traiciona la fantasía, entonces decía: “he estado sujeto
a esta proporción y a ese ritmo, ahora lo dejo y voy a trabajar
libremente”. Y realmente, me sentía una mariposa. Empecé a
trabajar libremente, y lo hice con temas que yo tenía presentes,
de cosas que había hecho en los barrios, en el campo. Y también
tenía la esperanza de que las formas no me iban a salir más
geométricas, pero resulta que me pongo a trabajar sin los colores
tierras, tomo las tintas, contento –esos colores tan brillantes– y
cuando comienzo a trabajar, de ninguna manera puedo obtener
una forma libre. Todo me salía geometrizado y medido como
con el compás. A los colores de tinta los colocaba de un modo
que eran puñaladas en el cuadro; no podía controlarlos, no sabía
cómo hacer para armonizar, porque mi fantasía en cuanto a

73
que me iba a sentir libre era realmente una fantasía. Había una
realidad: yo había trabajado tantos años con el compás y con los
colores de tierra, que eso es lo que existía dentro de mí, y tendría
que pasar largo tiempo hasta que eso se fuese yendo poco a
poco sin que yo lo decidiera. Entonces, me serené y seguí
trabajando sin el compás áureo, pero tuve que regresar a mi
pasado con los colores; dejé el compás, pero me quedé con los
colores tierras. Y se me dio también por usar blanco, tierra siena
tostada y negro. Con esos tres colores yo hice todas mis obras
durante varios años.
Existió una cosa que era lógica con los colores: si yo tenía
esos colores de tinta, que se usan para que dominen y sean ellos
los dueños del trabajo, y no la forma, cuando los coloqué con una
forma que yo traía de la estructuración con el compás –donde
la forma y la arquitectura del cuadro era lo principal– cuando
coloco esos colores tan saturados encima de esa forma, mato la
forma, y es eso lo que a mí me hizo ver que me estaba dando
la cabeza contra la pared, porque no estaba libre del compás
–con el ritmo y la proporción– y no estaba libre tampoco de
las tierras, que eran el tono de mi pintura. Las formas siguieron
siendo geométricas, pero sin compás áureo, y se me empezó a
ocurrir trabajar con formas producto de mi fantasía. Ya no era
el modelo de la realidad, ya no eran las formas que me daba
el compás, sino que trabajaba con mi fantasía. Pero gracias al
compás, trabajaba con mi fantasía liberado de la realidad. Y
las formas empezaron a hacerse más libres, pero no fue en un
mes, ni en dos, ni en tres. Pasaron dos o tres años para que eso
sucediese; la transformación en mi parte interior, pasando de lo
geométrico a las formas libres.
Llegó un momento en que las imágenes de mi fantasía
no me convencían más; seguí con los mismos colores, seguí sin

74
el compás áureo, pero empecé a colocarme delante de la tela y
me sentaba a mirarla. Miraba la tela y los materiales. La tela, la
madera, cualquier cosa tiene formas en su interior, y depende
de uno poderlas encontrar. Depende de uno poderlas describir,
pero si a alguien le dan una tela blanca y se sienta un rato frente a
ella, va a ver que de la tela nacen formas. La materia tiene su forma
en su interior, y ella depende de que uno se ponga a descubrirla
para ser pintada. Y uno la va a encontrar siempre y cuando esté
libre de la realidad, siempre y cuando uno haya adquirido ese
dominio de dejar el orgullo de lado para decir: “la tela me va a
entregar la forma que tiene en su interior para que yo la pinte”.
Entonces, encontraba –en cualquier soporte, de madera, de
cartón, lo que sea– las formas. Con los grabados en madera,
miraba la madera, y de acuerdo con lo que la madera me iba
indicando, yo seguía. Cuando hacía aguafuerte, le daba un baño
previo a la chapa, y quedaban cosas irregulares, y de allí nacían
las formas que el material tenía en su parte interna. Entonces,
con ese mundo que los materiales me daban, yo lograba hacer
mi trabajo, pero siempre con ese respeto a ese soporte que a
mí me daba las imágenes, que de acuerdo a mi forma de pensar
eran mucho más interesantes que las que yo recolectaba con la
cabeza en tiempos anteriores. Al material tenemos que aprender
a tenerle un profundo respeto; Odilon Redon, en el libro de sus
cartas, dice: “Tengamos en cuenta, pintores, que los materiales
son los que mandan”.
Cuando entré en eso de pedirle las formas y las imágenes a
los soportes, me volvió la idea de trabajar con los colores de tinta
y saturados, y empecé a usarlos. Los usaba bastante saturados,
y trabajé bastante tiempo con ellos. Es decir, que había llegado
el momento en que yo, sin prepotencia, debía usar esos colores,
porque mi mundo interior lo admitía. Y no como yo –como

75
hombre orgulloso y prepotente– que quería tener todo cuando
dejé el compás, sin acordarme de que era hombre y de que tenía
que sufrir un proceso interior hasta que llegase el momento en
que todas esas cosas se juntasen.
Cuando los soportes me dan las formas y las imágenes,
empiezo a usar el color de tinta saturado, aparece todo el espectro
de los amarillos verdes, anaranjados, los rojos anaranjados
y violetas, los azules violetas y verdes, los negros de color,
los blancos de color. En ese tiempo ya se había modificado mi
mundo interior, y a Torres García no lo leía más, ni me intere-
saba más el cubismo analítico ni el cubismo sintético, ni me
interesaba más Mondrian con su libro Arte plástico y arte plástico
puro, ni su obra. No me interesaba nada de eso, mi espíritu había
pasado a otra cosa. Aprendí que al mundo interior de uno hay que
respetarlo, y cuando él dice que hay que ir por este callejón, hay
que ir por este callejón, porque si no, el espíritu no lo acompaña
más al hombre. Llegué así a la Introducción al Surrealismo [de
Cirlot, en Revista de Occidente, 1953], a la pintura fantástica,
al arte naif, y ese tipo de lecturas eran mi mundo, mi programa.
Pero además de eso, estudiaba constantemente a Chagall, a Miró,
al De Chirico metafísico, a Xul Solar, a Batlle Planas, a Planas
Casas, a Klee, a Carrá y Morandi, a Brueguel y otros. Todo lo
que tenía sentido realista y constructivista no me interesó más.
Me interesaba ese otro mundo que era de la fantasía y que lo
encontraba sobre el soporte. De estos pintores, el que más se
acentuó dentro de mí fue Chagall. Entonces, hay varias obras
mías que tienen la estructura interna de Chagall.
Las influencias a mí nunca me asustaron, y nunca les temí,
porque como vivo convencido desde hace muchos años de que
el hombre aprende del hombre, entonces, si yo voy a aprender
de otro hombre, lo menos que me puede suceder es que a ese

76
aprendizaje lo pague haciendo las cosas en cierta forma parecida
a él. Me queda dentro de mí aquello con lo que el otro me ha
enriquecido, y si el otro me dio algo, yo tengo que pagarlo; y
en este campo no se paga de otra forma que sintiendo que lo
que hizo la otra persona está en la obra de uno. Después, con el
tiempo eso se va, pero se va solamente cuando uno lo paga.
El compás me ordenó el cuadro en ritmo y proporción,
ayudó a mi personalidad de ser humano a comprender que en
todas las cosas hay una parte mayor y otra menor. Por lo tanto,
hay que entrar en equilibrio. La parte grande del compás, para
mí era la vida, y la parte chica, la muerte. Porque eso también
desequilibra en la vida. Hasta conocer el compás, con el problema
de la vida y la muerte, yo era una persona que –como fui criado
en la ciudad de Rosario, vine de Tucumán, vivo en la República
Argentina, país subdesarrollado– tenía los problemas que
pueden tener todos los sudamericanos. Y como en la conquista,
la religión católica fue la que nos impusieron, yo también
pasé por esas cosas. Y creo que estamos mal educados, porque
nuestros padres y nuestros mayores nos hablaban siempre de lo
bueno, nos hablaban siempre de la vida, de una manera en la
que parecía que ellos nunca fuesen a desaparecer. El día que uno
los ve con canas, el día que uno ve que desaparecen, a uno le
parece mentira, porque le habían hecho a uno la imagen de que
eran inmortales. Pero entonces, el compás me hizo ver que la
muerte es parte de la vida y que la vida es parte de la muerte. Por
eso consigo también comprender aquello que comprenden los
orientales, que aceptan lo bueno y lo malo de la vida. Nosotros,
los occidentales, estamos mal educados porque cualquier in-
conveniente nos llena de rabia y empezamos a renegar, cuando
los inconvenientes son parte de la vida. ¿Por qué? Porque
estamos educados con que únicamente tenemos que aceptar

77
aquella cosa que es linda, que nos satisface, que nos alegra, que
nos hace pasar momentos hermosos; a la otra parte de la vida
no la queremos aceptar, y tenemos que aprender a aceptar las
dos cosas. Eso a mí el compás me lo enseñó, y por suerte, hasta
cierto punto, y en la medida en que puedo, tengo aceptado en
mi interior también aquello que realmente no me gusta, porque
es algo que la vida me da, como también me da aquello que sí me
gusta. La vida y la muerte, en mi interior viven en equilibrio, en
la medida en que me es posible la comprensión. Por eso es que
uno, a través del compás, aprende a universalizarse, porque el
compás no está únicamente en las medidas del cuadro, está en la
naturaleza, está en nuestro cuerpo, está en nuestra cara, está en
nuestros dedos. Si cualquiera de nosotros tomara una radiografía
de una mano, y tomando el compás áureo fuésemos midiendo
falange por falange hasta llegar a la más chica, veríamos que hay
un achicamiento por sección áurea. Desde el nacimiento del
cabello hasta donde llega la nariz es una sección áurea, desde la
nariz hasta las cejas otra sección áurea, y desde la nariz hasta el
mentón, la boca, otra sección áurea. Y así podríamos seguir.
Nosotros teníamos un perrito que tuvo una enfermedad
en el rabo; lo llevamos al veterinario y le cortaron la parte
enferma. Yo tomé ese pedazo del rabo y empecé a medir con
el compás, y cada una de las vértebras que tenía el rabo, daba
perfectamente la sección áurea.
Me he ocupado también del crecimiento que hace una
planta a través de la proporción de la sección áurea. Y si nosotros
tomamos apuntes de cómo nacen las estrellas, y después a esos
puntos los tenemos en un papel, habiendo mirado el cielo,
también nos va a dar la relación de la sección áurea. Es decir, que
tengo el convencimiento de que para ser pintor hay que
universalizarse. Pero universalizarse no es internacionalizarse.

78
Porque alguien que hace pintura no figurativa cree que está
universalizado, pero lo que está es internacionalizado, que es un
problema muy diferente. Porque la universalización, de acuerdo
a cómo yo la tengo entendida, se da cuando miro el rabo de ese
perrito, y el perrito es igual que yo, porque yo también, al tener
la radiografía de mis manos, me encuentro con que las falanges
tienen una medida excepcional, y mi cara también. Leonardo
dice que el ombligo del ser humano parte de la sección áurea.
Y cuando tomo un caracol y miro la espiral, esa espiral es
sección áurea. Cuando abrimos el compás, a partir de uno de
los extremos de la espiral, está una parte mayor y una parte
menor; y cuando uno hace eso, da justo en la línea de la espiral
que se va achicando. Y si de esa línea que se va achicando, paso
al centro, me va a dar de nuevo la medida áurea en esta otra línea
[ejemplifica].
Yo aprendí que en mi interior soy igual que el caracol, soy
igual que el perro, soy igual que las plantas y soy igual que las
estrellas. Eso es lo que yo entiendo por universalización. Quiere
decir que dentro de uno está el universo. Cuando uno está
universalizado se siente dentro de todas las cosas, y ya no hay
nada de lo que pueda decir: esto es malo y esto es bueno, que es
lo que nos enseñan como educación. En todo caso, puedo decir:
esto es diferente. Entonces, en los colores, por ejemplo, yo no le
tengo rabia a ninguno. Me pueden dar el que quieran, que todos
me gustan. Me gusta la línea recta y la línea curva; si el cuadro
es en valor me gusta, si es en color me gusta, ¿y por qué? Porque
he dejado el rechazo antipático de creerme dueño y señor de una
verdad y sentirme hombre todopoderoso. Me siento manzana
y me siento naranja, y me siento perro y me siento pez y me
siento agua. A eso lo aprendí a través de Torres García y a través
del compás.

79
Ahora les mostraré en el pizarrón las distintas maneras en
que trabajé con el compás áureo. El compás áureo tiene una parte
práctica que consiste en que uno toma un cuadro de cualquier
tamaño, mide con el compás, y consigue ritmo y proporción,
sea la que sea la medida del cuadro. También se puede trabajar
determinando con la sección áurea las medidas del bastidor,
pero yo utilicé el compás para trabajar con cualquier soporte
que se me presentara.
Empecé así [ejemplifica]: de aquí a aquí, este es el plano
mayor y este es el menor. Tengo una forma grande, otra más
chica, otra más chica y otra más chica. Se me crea un ritmo y
una proporción, y dentro de eso, recuerden ustedes que yo les
decía que si quería hacer una maceta, hacía así, sin medir con el
compás; si quería una botella, hacía así sin medir con el compás.
Si aquí yo colocaba un plato, hacía así sin medir con el compás;
ponía una taza sin medir con el compás. Así es como yo empecé
a trabajar en sección áurea, y lo hacía con témpera o con acuarela,
pero no lo hacía con óleo.
Después, trabajaba de la siguiente forma: supongamos que
quiero hacer un perfil y mido de aquí hasta aquí; tengo sección
áurea en la nariz, y de aquí hasta aquí hago sección áurea en la
boca. Yo dividía en sección áurea la realidad. Entonces, después,
si yo quería hacer este perfil y lo quería de otra manera –cuando
ya me empiezo a independizar del modelo– hacía lo siguiente:
medía la boca, traía a la frente, y de ahí medía la nariz. Desde
la nariz hasta el mentón, traía la boca aquí; entonces, mi figura
se transformaba en una cosa que no tenía nada que ver con la
realidad, y siempre me daba la proporción y el ritmo dentro de
la sección áurea.
No es cuestión de que cualquier técnica que tomemos
tenga una sola verdad; tiene que tener siempre como mínimo

80
dos verdades, para poder ser de una manera o de otra. Es como
quien quiere resolver un problema de figura-fondo: si tenemos
como dominante la figura, hacemos una forma así, ¿pero
siempre tenemos que repetir eso? No, lo que puedo hacer es
que la figura se incorpore al fondo, que es más chico. O puedo
tener una dominante de figura-fondo, toda con formas chicas,
pero también puedo tener figura-fondo donde dominen formas
grandes, que tomen todo el fondo. En cada caso, tengo que
tener como mínimo dos posibilidades. En el uso del compás en
la realidad, yo practicaba más de dos posibilidades; estas son las
dos más elementales.
Después de esto, empecé a dividir el soporte, haciéndole
más divisiones. Supongamos que yo quería hacer un trabajo no
figurativo. Me quedaba esta forma más este espacio. Yo hacía la
prueba, y decía: bueno, ya tengo esa forma allí, con ese espacio,
y domina la figura. Entonces, en este tamaño está la figura; todo
lo demás ya me queda en el fondo y se me produce un espacio.
Pero empiezo a probar qué sucede cuando a una forma que es no
figurativa le quiero introducir un elemento figurativo. Entonces,
como vivo sin dirigir mi expresión, me viene la ocurrencia de que
aquí hay que hacer un ojo, y mido el ojo. Aquí tengo los cuatro
puntos para el ojo. Después, viene la parte del iris y de la córnea,
y mido también. Y tengo la parte oscura del ojo puesta en una
forma totalmente abstracta, pero si por ahí quiero agregar un
elemento más, y se me ocurre que puede ser un pájaro, mido así,
y este será el espesor del pájaro. Y cuando la medida es esta, hago
así, y de aquí hasta aquí será el cuerpo del pájaro. De aquí hasta
aquí será el cuello del pájaro. Aquí estará su cabeza, y después se
me ocurre una cola larga. Entonces, la hago hasta aquí, y así, la
cola del pájaro llegará hasta allí. Entonces, yo tengo un pájaro
que hace así su cuello, su cuerpo y sus patas. Tengo una forma

81
abstracta, con dos formas que son figurativas, que no tienen
nada que ver con la realidad, y que tienen ritmo y proporción.
Si yo aquí necesito hacer otra forma que termine en la orilla del
cuadro, va a terminar con esta línea. [Finaliza la ejemplificación]
Yo creo que a todos los que nos guste pintar, dibujar, grabar
o hacer escultura, debemos saber que durante muchos años
tenemos que aprender un ritual. Debemos saber en qué sociedad
vivimos –en el caso nuestro, en una sociedad que pertenece a
Sudamérica pero donde tenemos mentalidad europea–, que
somos subdesarrollados y que tenemos que superar todas esas
cosas. A esto lo dejo para la clase próxima, que es el martes 29
de octubre a las siete y media de la tarde.
Debemos saber que cada uno puede hacer su parábola,
y que la podemos hacer también en la medida en que dejemos
la soberbia de creer que el hombre puede ser libre. Yo explicaré
a mi manera por qué considero que el hombre cuando pinta y
cuando vive no es libre. Dejar de creer en la libertad, para creer
en la convivencia. A través de eso, yo tengo fe de que todos
podemos hacer nuestra parábola. Pero, sin saber el lenguaje, y
estando en la soberbia de que voy a hacer lo que quiera porque
soy hombre, así no se podrá hacer una parábola. Miguel Ángel
tuvo que aprender como cualquiera; están los libros que mues-
tran los contratos que sus padres hacían con Ghirlandaio para
que él pudiese estudiar, y hasta hay un contrato de dieciséis años.
Entonces, la soberbia de no tener la paciencia de seguir
un aprendizaje para tener un lenguaje –que es lo único que nos
puede habilitar para hacer una parábola– es algo que debemos
entender que debemos eliminar. Y después convencerse –por
otro lado– de que el hombre no tiene límites.

82
Uso sin límites de los medios formales, las técnicas, los
materiales y las ideas (1970-1985)
29 de octubre de 1985

Ahora entramos a la etapa de 1970 a 1975. En el 70, yo


pintaba con colores saturados, y paralelamente a eso tuve la
suerte de vivir la experiencia de cantar –junto con Aid– en un
coro que tenía nuestro hijo Dante. A la vez, Aid y yo empezamos
a estudiar guitarra. Estudiamos guitarra y estuvimos en el coro
tres años. A mí, el contacto directo con la música me sirvió
enormemente para la pintura. ¿Y por qué me sirvió para la
pintura? Porque era algo que yo me daba cuenta de que tenía
mucha relación con la pintura.
Entonces, diré dos o tres cosas fundamentales que la
música me dio, y me pidió la pintura.
Primero: aprendí, a través de la música –por cantar en
el coro y por los ejercicios que hacíamos, que unas veces eran
por separado y otras a dos guitarras– qué es pintura plana y qué
es pintura chata. Mucha gente cree que porque pinta un plano
de un solo color y otro plano de otro color, o muchos planos
pequeños de diferentes colores, están haciendo pintura plana, y

83
yo por lo menos, personalmente, suelo ver infinidad de cuadros
así, y son lo que se dice “chatos”.
Yo también los hacía chatos, pero cuando estuve cantando
en el coro y tocando la guitarra, pude observar lo siguiente: si
cantaban las sopranos y dejaban en el espacio el sonido de
determinada nota, para que lo pudiesen tomar los bajos –como
yo y el pintor Elizalde, que era otro de los bajos que cantaba
conmigo– entonces aprendí que cuando la soprano dejaba una
nota en el espacio, nosotros teníamos que entrar después que
esa nota había sido cantada por la soprano. Pero esa nota estaba
en el espacio, y nosotros teníamos que tomarla de allí para que
tuviese continuación en nosotros. En la medida en que pasaba
el más mínimo tiempo, y nosotros tardábamos al querer tomar
esa nota, cuando esa nota se había ido del espacio, Dante nos
paraba y nos retaba. ¿Y eso qué quiere decir? Que pasa igual
cuando tengo un rojo y un azul, y ese rojo y ese azul no tienen
interacción de color entre los dos. Yo tengo un rojo violeta y un
azul verde, y el rojo violeta no lleva el amarillo que tiene el azul
verde. Y si el azul verde no lleva del rojo que tiene el rojo violeta,
los colores no se dan unos con otros, no se da la interacción de
un color a otro plano, no se produce el espacio a través del color.
Lo mismo me sucedió con la guitarra. Cuando tocábamos
con Aid a dos guitarras, sea que se trabajara sobre la misma nota
o en notas diferentes, cuando una guitarra dejaba el sonido,
la otra guitarra tenía que dar la nota antes de que esa nota se
fuese del espacio. Esos aspectos en la música me enseñaron que
cuando hablamos de pintura plana hay que tener en cuenta si lo
que estoy haciendo es pintura plana, o estoy haciendo pintura
chata. La pintura chata no tiene vibración porque no tiene
relación de tono y no tiene interacción del color.

84
También aprendí con la música, que se maneja con una
clave [léase “tonalidad”]. La música contemporánea, que no se
maneja con ninguna clave [tonalidad], tiene una determinada
línea musical que de alguna forma va haciendo una curva as-
cendente y descendente sin tener una nota precisa. Entonces
también aprendí que en un cuadro, si pongo el color amarillo, el
amarillo es claro, y quiero hacer un cuadro que sea de dominante
amarilla; tengo un color clave, y ese color clave me hace llevar los
colores a mayor o menor saturación, o utilizar distintos colores
del círculo cromático, pero dentro de la clave. La música me
enseñó que no solamente sirven los colores más saturados, y que
los pardos y demás no sirven; la música me enseñó que el cuadro
es una obra sinfónica, es decir que puede valer tanto el violín
como la percusión. Y también me enseñó que puedo tener un
color solista. Cuando en el coro alguien canta como solista, y
todos los demás hacen una voz con dos tonos o un tono menor
que el solista, se siente profundamente la voz del solista. De la
misma forma, yo puedo tener un color rojo anaranjado frente a
verdes amarillos, a verdes azules, con una desaturación de dos o
tres tonos frente a ese rojo, entonces el rojo vibra porque es el
solista del cuadro.
Además, con el ritmo, la música me enseñó a repartir
las partes del cuadro, en regulares y en irregulares. La música
me enseñó que tiene que haber una línea melódica, o línea de
valores, o de espacio, o de colores; las distintas alturas tonales que
pueden manejarse en una obra también las aprendí de la música.
Desde mi punto de vista, es muy recomendable a la gente que
pinta –y estas cosas a mí me ensañaron a no ser especialista–
tener en cuenta que el cuadro no se hace con pinceles, pintura
y una tela; el cuadro se hace con todo aquello con lo que uno
pueda enriquecerse para enriquecer la pintura. Quienes crean

85
que únicamente pintando van a hacer la obra, creo que están en
una profunda equivocación, están muy limitados, tienen escasos
medios, escasa formación, un espíritu cerrado.
A su vez, la música me enseñó que habíamos entrado
en otro lenguaje de los colores. Al estar mi hijo en casa con el
problema de la música actual, veo que el sonido había cambiado,
y ese sonido tonal que a mí me encanta porque soy de esa época,
ese sonido se enfrenta al nuevo sonido que es el choque constante
y que produce fastidio –por lo menos en mi oído– hasta que
uno consigue educarlo, cosa que todavía no he conseguido. Pero
a través de esa música yo alcancé a comprender lo siguiente: el
problema del espacio había cambiado con los impresionistas,
y entonces yo empecé a hacer mis ejercicios de color, porque
eso de colores fríos y cálidos que yo practicaba y había visto en
muchos tratados, con el impresionismo había terminado, y con
la música nueva que yo alcanzaba a escuchar –sin entender de
música– comprendía que el nuevo sonido era el nuevo contraste
simultáneo que los impresionistas habían traído. Entonces, el
problema del color era otro, no era el problema del cálido y el
frío, que es una cosa tradicional, el problema había cambiado
porque el espacio se daba a través de los colores. La música me
enseñó que el amarillo es un color de primer plano, de avance
hacia el espectador, y el rojo es el color del espacio intermedio,
y que el azul es el color de la profundidad. Que estemos frente a
un azul verde o frente a un azul violeta, no significa que estemos
frente a un frío o un cálido, estamos frente a diferentes espacios
a través de los colores.
El problema se había transformado totalmente. En los
valores sucede lo mismo: el valor claro va avanzando hacia
el espectador mientras el oscuro es el que va entrando; no
como receta o como fórmula, porque eso se puede manejar de

86
muchísimas formas sin necesidad de repetir una fórmula en
cuanto a que siempre hay que ir del blanco al negro, se puede
poner también el negro adelante y va a seguir siendo color
de profundidad. Ya Leonardo en el Tratado de la Pintura
–que varios de ustedes han leído– habla del azul como color
de profundidad. El impresionismo y la nueva música nos da
apertura para comprender un poco más el nuevo sonido y el
nuevo sentido de los colores en la pintura actual. No se es pintor
moderno porque se haga figuración o no figuración. Desde mi
punto de vista, yo quiero ver cuál es el espíritu modificado que
dentro de su alma funciona, para que los tres colores primarios
sean tres espacios diferentes.
Después de trabajar con estas cosas que la música me
enseñaba, y luego del año 70, me interesó mucho trabajar con
témpera, me apasionó enormemente su estado mate, su claridad,
la transparencia. Ya tenía comprendido a través del ojo –y
también intelectualmente– el problema de la pintura chata y
la pintura plana, y cuando trabajé en témpera el blanco sobre
blanco, los cuadros todos eran claros y había una dominante. Si
hacía diez cuadros, ocho con seguridad eran blancos. ¿Entonces
qué pasaba? La música me había enseñado que un do natural no
es igual que un do sostenido; entonces, cuando me encuentro
con el blanco, ¿qué estoy haciendo? ¿Blancos de color o blancos
de valor? Trabajando, averiguando, mirando láminas y demás,
encontré un paisaje de Monet, todo blanco. Esa fue mi gran
lección, con la cual aprendí que una cosa era un blanco de color
–porque podemos tener un blanco violeta, que es de color– y
otra era tener un blanco más claro y un blanco más oscuro, y
eso es un tema de valor. Podemos tener un blanco anaranjado,
que no es un anaranjado claro, porque necesita que los colores
estén desaturados para incorporarlos al blanco, y que el blanco

87
siempre siga funcionando como blanco, en función de blanco de
color y no como blanco más claro o más oscuro. Con los negros
me pasó igual; aprendí también a trabajar con negros de valor
y negros de color. El negro de valor es un negro que puede ser
más oscuro o más claro, y el negro de color es –por ejemplo–
un negro que tiene dominante de rojo anaranjado, u otro que
puede tener dominante de verde amarillo. Entonces, podemos
hacer un cuadro de color con negro, y de color con blanco, y un
cuadro de valor con negro, y de valor con blanco.
Como imagen, me quedó mucho pegado el gran entu-
siasmo y la gran pasión que Chagall me produjo. Entonces, en un
momento dado, trabajando con las témperas, había ciertas cosas
que indudablemente hacían recordar a Chagall. Pero, como les
he manifestado en otras oportunidades, eso era una cosa que
a mí no me interesaba. Yo, sobre él estudié y aprendí cosas, y
entonces lo pagaba pareciéndome a él. El hombre aprende del
hombre y el hombre le paga al hombre. Si uno se pone inflexible
en cuanto a no querer dejar salir esas imágenes de otro hombre
que a uno lo ha ayudado –y al que uno le tiene que devolver,
porque lo ha ayudado a través de su influencia– es entonces
cuando esa imagen persiste más en la obra de uno, porque uno
no la deja salir. En cambio, si uno deja que se produzca una
depuración interior, llega el momento en que todo eso ocurre
sin uno darse cuenta, y entonces aparecen aquellas cosas que de
alguna manera pueden ser de uno.
En esa época en que Chagall me había dejado su marca, y
me gustaba enormemente, las imágenes eran imágenes para mí
muy pensadas, imágenes del recuerdo, imágenes de fantasía, y
también buscaba las imágenes que estaban en el propio soporte;
es decir, que no tenía una sola manera de conseguirlas, tenía muy
distintas maneras porque no estaba, en cuanto al lugar de donde

88
yo extraía las imágenes, obrando con un solo método, sino que
tenía la necesidad de tocar determinados medios.
Quizás sea por esa influencia que tenía de Chagall, quizás
sea porque a raíz de eso me encontraría inseguro, quizás sea
porque no me conformaba una, y apelaba a la otra –quién sabe–,
puede ser por tantas cosas que a uno le suceden en la vida, que
con aceptarlo y vivirlo como tal ya es suficiente.
Después, del 75 al 80 me apasionó bastante la pintura
al pastel. Dejé por dos años los otros materiales, no dibujé, no
grabé; el pastel me resultó sumamente agradable. Me gustaba
enormemente por las armonías que conseguía con ese material,
y a las imágenes las tomaba del soporte. Cuando trabajé en
pastel, para extraer las imágenes me quedé más quieto; tenía un
solo medio, que era mirar la cartulina o el cartón, y de acuerdo
a las imágenes que traía el propio material, de ellas surgían las
que yo después ejecutaba. Así, me salían a veces composiciones
que tenían carácter geométrico, otras veces composiciones que
tenían carácter libre; había cosas regulares, otras irregulares, y
a mí mismo me extrañaban las formas y las composiciones que
extraía mirando el cartón sobre el cual pintaba. Con esa materia
trabajé seguro hasta el año 82. Hice una exposición en la galería
Raquel Real, y también hice una exposición en Buenos Aires.
Y cuando practiqué el pastel, tuve una especie de crisis; se me
planteaba esto, y yo decía: “soy grande, ya soy grande, y por qué
tengo que depender de un tratado, por qué tengo que depender
de lo que la música me dio; es decir, era bastante grande ya, y
parecería que hubiese sido el momento de una cierta madurez
mía, pero no sé si se podrá conseguir la madurez completa.
Entonces, paré un poco y me puse a trabajar, como les voy a
mostrar ahora en el pizarrón. Me puse a trabajar y a decirme a
mí mismo: “bueno, vamos a ver cómo soy yo, qué tengo, qué he
ganado, qué puedo hacer con todo lo que yo hago”.

89
Primero de todo, me hice el planteo como individuo. Yo,
como individuo, desde niño había tenido tales y tales cosas, había
pasado por tales otras, mi matrimonio había sido así, nuestro hijo
fue criado así, tuve una actuación en la política, una actuación
en la vida artística; en fin, todo lo que había hecho. Entonces,
yo decía: como individuo ya soy una determinada cosa, y si soy
así, esto es lo que tengo. Ya soy una persona de alrededor de 65
años. Como individuo tengo todo esto. Como pintor, estudié
problemas de línea, es decir una línea recta geométrica, una línea
curva geométrica, una línea recta quebrada, una línea curva
quebrada, o libre. Cuando la línea se quiebra, no uso el término
“sensible”, porque lo veo totalmente equivocado; eso ameritaría
una charla completa para explicarles por qué creo que no se debe
aplicar el nombre de “sensible”. Sabía eso, la música me enseñó
que trazaba una línea de este tamaño, y que entonces las demás
líneas podían ser más largas o más cortas, pero en función de
esta. Podía ser contraria, pero siempre en relación a esta.
Podía seguir otra dirección, pero en relación a esta, que era la
línea clave.
En valores, podía tener un valor de este tamaño y de
una determinada oscuridad, y todos los demás valores serían
de distintos tamaños y variando su oscuridad, pero siempre de
acuerdo a esta clave. Y así sucesivamente, con las proporciones y
demás. Por otra parte, tengo conocido el problema de los colores
tinta –amarillo, rojo y azul–, los colores más brillantes, y a la
vez encuentro en las tierras que ocre amarillo, rojo indio y azul
ultramar tienen una clave de entonación. A la clave –vuelvo a
repetir– la aprendí con la música. Después encuentro la otra
entonación –por tener una clave más baja– en la tierra de siena
natural, la tierra de siena tostada y el azul ultramar. Y después
encuentro la otra clave más baja todavía, de tierra sombra

90
natural, tierra sombra tostada y negro. Entonces, encuentro que
el amarillo de cadmio, el ocre, la tierra siena natural y la tierra
sombra natural son amarillos que van de la mayor saturación a
la menor saturación.
Cuando tengo rojo de cadmio, encuentro que le siguen
el rojo indio, la tierra siena tostada y la tierra sombra tostada;
son los rojos, del más saturado al menos saturado, con distintas
claves en sentido horizontal.
En sentido vertical, tengo desde la mayor saturación a
la menor saturación, y en sentido horizontal tengo las claves
de entonación. Tengo un azul cobalto, al que le sigue el azul
ultramar y el negro marfil. En sentido vertical, tengo desde el
azul más saturado al azul menos saturado, porque el negro es el
azul más oscuro y de menor saturación. Entonces, teniendo yo
todos estos aspectos vividos en la vida, en la línea, en los valores
y en los colores, digo: “aquí hay que tirarse al agua”, porque ya
tengo mi formación como persona y como pintor. Así que dejo
de creer en la composición, dejo de creer en el ordenamiento
previo, en las direcciones lineales, en la claridad u oscuridad del
cuadro a través de los valores, dejo de creer en todo eso, para
empezar a ver la obra y a hacerla en una forma que se adecuaba
más a mi nueva realidad como persona ya formada.
En 1982 se inicia también mi interés por tallar. Entonces,
me consigo tres troncos de madera. Yo nunca he hecho talla, ni
escultura, y por lo tanto usé lo que sabía del grabado en madera
para hacer la talla. Directamente me sometí al tronco: ¿qué traía
el tronco para que yo haga?
Marcaba con la carbonilla y después con tinta china
aquellas formas que el mismo tronco me daba. Empecé a
estudiar cómo podía hacer las formas, y encontré que algunas
formas venían en relieve y otras formas en profundidad. Como

91
siempre tengo el mismo lema, en cuanto a que el hombre
aprende del hombre, empecé a ir con Aid al Museo Castagnino
a ver los escultores argentinos. Apelo a lo que tengo a mi alcance,
y por lo tanto voy a ver a los escultores argentinos. Y estando
dentro de esto, un día, el pintor Elizalde y Edith, su mujer, me
regalaron un libro de Luca della Robbia. Ese libro me enseñó
muchas cosas. Yo, al tallar la madera, no podía dejar la madera
sin pintar, es decir que el pintor no podía dejar de ponerle
colores a esa madera, y aunque fuese un sacrilegio yo lo hacía.
Con Luca della Robia, aprendí cómo colocar algunos colores,
y lo probé en las tallas que yo hacía. Y la madera me dio la
oportunidad de empezar a ver alrededor mío otros materiales.
Es así que como yo ya estaba independiente de tratados, estaba
independiente de influencias, y estaba con lo que había podido
conseguir en esta vida como individuo y como pintor, al hacer
los trabajos en la madera y al pintarlos, empecé a descubrir que
todos los materiales que tenía a mi alrededor me podían servir
para trabajar. Ya no era únicamente el óleo, no era la témpera,
o dibujar; todo servía, porque si ponía varios papeles juntos,
unos a otros, era igual que pintar con óleo, porque podía hacer
blancos de color, blancos de valor, negros de color, negros de
valor, podía tener claves. Entonces me di cuenta de que todos los
materiales me servían. Di así comienzo a un trabajo de collage,
donde a algunos papeles los rompía con las manos, otros los
cortaba con la tijera, pero sin tener una intención premeditada
sobre el material. Si agarraba la tijera y hacía así [ejemplifica], la
forma que salía era la que salía. Si era con la mano, cortaba de
cualquier manera y respetaba las formas que quedaban del papel
cortado o del cartón cortado. Pero también a esos collages los
ayudaba con lápices de cera, o lápices de grafito. Y después, me
empecé a interesar por recortes de madera que encontraba por

92
la calle, por recortes de papeles, de cartones, pedazos de alambre
que juntaba de la calle. Entonces, a dos amigos y alumnos
–Perassi y Espada, que son carpinteros– les dije: “che, de esas
maderas que a ustedes les sobran por ahí, ¿por qué no me traen
alguna caja llena?”. Entonces, ellos me la trajeron y empecé a ver
esos materiales. No sabía bien qué hacer con eso, no sabía para
dónde agarrar, y lo que mejor me vino fue algo que un día se me
ocurrió, y que es lo siguiente. Yo colocaba este cartón sobre la
mesa, tomaba la tijera y cortaba, y como quedaban los papeles,
los pequeños papelitos, así los dejaba. No quería más poner una
forma de estas que me salían, en un determinado lugar que yo
sabía –por haber aprendido en los tratados, por haber aprendido
en la música con las claves–, en determinado lugar que va a ser
armónico. Hice por primera vez la prueba, con varios cartones.
Cerraba los ojos y tiraba, y donde caía el cartón, lo pegaba.
Porque estaba y estoy convencido de que habiendo conseguido
una determinada conducta individual, un aprendizaje de tantos
años de líneas, valores y colores, de haber hecho el aprendizaje
de los materiales y demás, no tengo por qué ordenarle con mi
cabeza al material y a los medios técnicos, dónde tienen que ir o
no. Porque ¿he conseguido un equilibrio o no lo he conseguido?
Si he conseguido un equilibrio, yo tengo que tirar esos cartones,
y tengo que tirar los colores, y tengo que tirar las líneas, y eso
tiene que dar una determinada composición, una determinada
armonía, una determinada relación de tamaño y una determi-
nada expresión. Entonces, a partir de ahí, no tengo más métodos
compositivos que los que sucedan a través del azar. En cuanto al
arrojo de los materiales, también hacía algo semejante con las
maderas que estos amigos y alumnos me traían. A estas maderas,
las colocaba arriba de la mesa –tenía una caja llena de recortes–
tomaba cualquiera, lo tiraba, y donde caía lo pegaba. A partir

93
de eso, queda esto: que los espacios y los tamaños están
relacionados sin que yo con mi cabeza haya ordenado ninguna
clave, ninguna dirección y demás. Las direcciones se producen
al tirarlas yo.
Por eso es que soy un fanático convencido de que hay
que gastarse una punta de años en la vida de uno en formarse.
Sin formación nadie tiene liberación. Sin formación se puede
ser maleducado, pero no se puede ser equilibrado. Porque si yo
creo que ser libre es que –por ejemplo– si yo paso por aquí y me
parece bien darle una patadita a ese grabador, como soy libre lo
puedo hacer, pero soy un maleducado, porque no he conseguido
equilibrarme. En la medida en que consigo equilibrio, me miro
y sé que a aquella cosa no la debo arrojar, pero no a través de
algo pensado para ser bueno, para ser elegante, para ser medido,
para ser atento, sino que todo eso debe aflorar naturalmente;
naturalmente debe aflorar a través de la conquista que uno haya
hecho, del trabajo que uno se ha tomado en modelar lo que
es uno, y que la naturaleza no lo regala. Es lo que nos va a dar
la oportunidad de que podamos hablar y tener diferencias de
opiniones e ideas con los demás, en lo plástico, en lo político,
en lo sociológico, en lo filosófico, en la comida, en fin, sobre
cualquier cosa. Y uno nunca se llegará a ofender, porque hay que
ocuparse de la vida. Y en mi opinión, un trabajo que nos es dado
a todos es la modelación de nosotros mismos.
Entonces, el arrojo de los materiales a mí me resulta
satisfactorio para mi trabajo, y encuentro a los trabajos equi-
librados a mi manera. Cuando los pinto, también voy tocando
las barritas de cera, de esas que usan los chicos, y agarro un color
así al azar. Y si no agarro un color al azar, en el noventa por
ciento de los casos el trabajo que hago es el siguiente en cuanto a
la elección de los colores: tomo una bolsita de plástico –si voy a

94
hacer un dibujo con lápices de cera– lleno esa bolsita de plástico
con los lápices, y voy a donde está Aid y le digo: “con los ojos
cerrados, o mirando para otro lado, meté la mano en la bolsita
y sacame dos barras, tres barras, cuatro barras”. Entonces saca, y
con esos colores que ella saca yo trabajo. Ahora, ¿por qué puedo
hacer eso? Puedo hacer eso porque aquella parte de aprendizaje
sobre los colores me dio la posibilidad de que, use los materiales
que use, cuando recibo ese material –si son lápices, por ejemplo–,
los pongo sobre una cartulina blanca y empiezo a probar qué
posibilidades me da ese material. Si hay afinidad entre ellos o si
existen oposiciones. Y a través de ellos, después hago el trabajo.
Si tengo que pintar un cuadro al óleo, Aid hace la elección
del noventa y nueve por ciento de los colores. Llevo la bolsita
con los pomos, y le digo “dame dos pomos, o tres pomos”. Recibo
eso, y con eso resuelvo el cuadro.
Como pintor, todo el trabajo de formación no me sirvió
de nada. Después, como individuo que actúa en la política y
en la sociedad, tampoco eso me sirvió de nada. Y tampoco la
música me sirvió de nada. Entonces, trabajo en base a creer
que al menos una pequeña cosa logré, y en base a eso trabajo de
esa manera.
¿Cómo consigo hoy en día las formas para los cuadros y
los títulos para los cuadros?
Hasta 1983, los cuadros venían saliendo a partir de formas
que encontraba en el soporte, por formas que yo pensaba, por
formas que venían de la fantasía y demás. Utilizaba también la
práctica de tirar los materiales encima del soporte en que iba a
hacer un collage, ya fuese madera, papel o cartón. A la elección
de los colores no la hacía yo, sino que la lograba mediante un
sorteo automático a través de Aid. Entonces sentí que faltaban
dos cosas: ¿qué es lo que me puede dar la unión entre ese azar

95
de tirar el material, el azar de la elección del color y el azar de la
colocación del color en el cuadro? Me faltaba encontrar la forma
y me faltaba encontrar los nombres. Por eso es que en cada una
de las clases les he ido aclarando que en determinado momento
los nombres de mis cuadros eran tales, y en otro momento tales
otros, porque siempre los nombres tienen que ver con lo que
uno piensa.
Entonces, si yo tengo un cuadro de este tamaño [ejem-
plifica], con los ojos cerrados puedo hacerle cualquier tipo
de línea, y concluido ese trazado me paso días mirando ese
trazado, y un día puedo encontrar una forma que me gusta.
Pero puedo hacer así, y resulta que la mancha de la tiza me da
un accidente donde consigo esta otra forma. Puede, al otro día,
no gustarme esa parte de la forma, pero sí gustarme esta, y así
continúo el armado del cuadro. No solamente de esa manera,
sino que también puedo pensar en el número 4 –por ejemplo– y
repetirlo infinidad de veces, hasta extraer de allí la forma. Si no
quiero utilizar ese tipo de medio, utilizo al azar en todo lo que
venga en cualquier sentido, y lo hago, no tranquilo como en este
caso, sino que le imprimo a la acción de conseguir la forma un
impulso velocísimo, en donde el brazo corre más rápido que el
cerebro; aunque ya sé que eso es imposible, pero trato de tomar
ese impulso. Entonces, tengo líneas y formas con otro tipo de
procedimiento. Al cuadro lo tengo hecho, pero no de un día
para el otro, porque yo a esa habilidad no la tengo. Un cuadro
lleva su tiempo, entre encontrar la forma, la elección de los
colores, familiarizarme con los colores, que los colores se hagan
amigos míos y yo me haga amigo de los colores, para que ellos se
entreguen a mí y yo a ellos. Porque existe lo siguiente: que nadie
quiera mandar sobre la obra, porque no funciona. Cuando
alguien traza una línea ya es esclavo de esa línea, cuando alguien

96
emplea un valor, es esclavo de ese valor, cuando alguien emplea
un color, es esclavo del color, porque tiene que seguir detrás de
eso que nos comanda.
Yo ya tenía la experiencia de trabajar con cualquier
material; podía usar cualquiera. El arrojar los materiales sobre
los soportes me da un determinado sentido de la composición
que es afín a lo que yo haya conseguido como pintor en la
vida. El automatismo en su infinidad de maneras. Por ejemplo,
nosotros teníamos un perrito, y yo tenía un cuadro de un metro
por setenta que estaba sobre el piso. Me estaba visitando Piccoli
–que era de Rosario y ahora está en Buenos Aires– y entonces el
perrito andaba por ahí, pero se le dio por orinar el cuadro en una
parte que estaba llena de carbonilla. Entonces, yo esperé a que
se secase y aproveché gran parte de la forma que ese accidente
produjo en esa zona del cuadro, para después seguir con el
otro automatismo que se trasladó a todo lo demás. Es decir,
no desaprovecho absolutamente ninguna resultante del azar
que me sirva para enriquecer el cuadro mío. Por eso es que los
colores sucios no existen; todos los colores valen. No hay línea
que sea fea, todas sirven, todas son lindas. Las formas, todas son
lindas, depende de que uno las quiera o no. Así, yo tenía ya mi
libertad de elección del color por intermedio de Aid que era otra
persona, mi libertad en cuanto al manejo de los materiales, sin
esquemas para colocar claves de color, ni de valor, ni de dirección
alguna. Es decir, que vivo entregado al resultado que produce
la casualidad o el azar. Pero resulta que faltaba el título de los
cuadros. Entonces, el título de los cuadros, sencillamente es este
[ejemplifica]: yo cierro los ojos y escribo muy rápidamente, y
sale esto; lo miro, y a mí me interesa esta parte y también esta
otra parte. Entonces, el nombre del cuadro es N A P O + P J P A.
Con este automatismo de las letras se me hace interminable la

97
cantidad; me moriré y todavía quedarán nombres por ahí para
otros cuadros, porque esto, como los otros medios, es infinito y
variable constantemente.
He conseguido por intermedio del automatismo la forma,
los colores, los nombres; todo tiene una unidad, que debe ser la
unidad que pude conseguir para mí, y que, con toda lógica, tiene
que ser distinta a la de los demás. Cada uno puede conseguir su
unidad, y no hay ninguna duda de que será única.
Hoy, el trabajo mío puede ser con un material, con otro
material, puede ser de infinidad de colores, de diferentes formas,
y con medios que se me presentan inacabables. El pintor puede
pensar en un rojo anaranjado de un tono claro. Cuando el
pintor piensa en eso, es un color en la mente del pintor, pero
cuando uno realiza sobre la mesa de trabajo ese rojo anaranjado
de tono claro y lo coloca en el cuadro, y después pueden ir verdes
amarillos, o grises verdes amarillos, o grises azules violetas,
o grises anaranjados amarillos, entonces, allí, ese rojo tiene
oposiciones inesperadas, lo cual traerá como consecuencia que
ese rojo ideal del pintor, primeramente, no lo puede conseguir
porque tiene que adecuarse y someterse a los materiales. Una
cosa es la fantasía del color que uno piensa y otra cosa es la
realidad que los colores y los materiales pueden dar. Desde ese
momento pierde uno la ilusión de que piensa en un color y por
ende va a hacer ese color. Humildemente, vivir a merced de los
materiales me resulta mucho más feliz y mucho más productivo.
Me someto tranquilamente a ello, voy a tener lo que con toda
generosidad los materiales me brinden. Lo que me puedan
brindar un amarillo de cadmio, o un rojo de cadmio, o un
amarillo mediano de thalo, o un verde thalo, y así sucesivamente.
Vivo a merced de ellos; que ellos me den lo que puedan, y yo
acepto lo que ellos me puedan dar, porque a su vez todo eso me

98
ha hecho comprender que estamos en lugares subdesarrollados
y que tenemos que tratar de salir de este subdesarrollo, pero no
como lo estamos haciendo generalmente; queremos aparentar
ser desarrollados, y para ser desarrollados en el problema del
color, nos tenemos que remitir a los materiales y saber que lo
de cálido y frío no corre más, que el espacio se da a través de los
colores. El lenguaje de cálido y frío, o de saturado y no saturado
tampoco funciona, porque el lenguaje ha cambiado, desde los
impresionistas para acá. Tenemos acordes lejanos o cercanos;
si tengo un anaranjado que tenga pequeña diferencia con otro
anaranjado más amarillo o más rojo, tengo un acorde cercano;
pero si tengo otro anaranjado al que le he colocado más rojo,
y la diferencia es grande, tengo acordes lejanos. Y si tengo un
azul verde y un azul violeta, tengo analogía de colores, y si
tengo un amarillo verde con un violeta rojo tengo contraste de
complementarios. Es decir, eso es lo que yo he comprendido de
todo esto, y lo que la formación me dio como individuo y como
pintor. Pero no solamente con la pintura, sino con la vida, con la
política, con el matrimonio, con los amigos, con criar a un hijo,
con trabajar. Por eso, nadie crea que los pinceles, las telas y las
pinturas hacen a alguien; lo hace todo lo que vive el hombre y la
historia que ese hombre tiene.
Entonces, también llegué a esta conclusión, y la vivo con
mucha confianza: siento que la libertad no existe. Después de
todo lo que tengo vivido en todos los aspectos de la vida, la
libertad no existe. Yo he vivido años con el sueño de la libertad,
pero es como al caballo al que se le pone un fardo de pasto adelante
para que siempre corra detrás de él. Creo que esa es una ilusión
que tiene el hombre, por un afán de perfección, por un afán
de libertad y demás. Si me centro en el trabajo del pintor, ¿qué
libertad tengo, si me tengo que remitir a los materiales? Puedo

99
pensar en el verde que quiera, pero se me va a dar el verde que
pueda. ¿Qué libertad tengo, si cuando coloco un color, aunque
sea en sentido automático en el cuadro, después tengo que seguir
un trabajo tonal, donde los colores tendrán relación mínima
por sí mismos, o una relación atonal en mayor oposición? ¿Qué
libertad tengo, si coloco un valor y automáticamente me sale
claro o me sale oscuro, y después voy a tener que seguir detrás de
eso, tanto si es tonal como atonal? Si tiro una madera arriba de
un soporte, y después un cartón, a la larga va a dominar la madera
o va a dominar el cartón. Entonces, vivo tranquilo porque como
ciudadano tengo, sí, la libertad de que frente a mí hay otro ser
humano. En el matrimonio vivo libre, porque frente a mí tengo
a otro ser humano. Si me toca actuar en política también vivo
libre, porque sé que hay otros que piensan distinto. Y además,
como parte final de toda esta conversación con ustedes, tengo el
profundísimo convencimiento de que a todo aquel que le guste
pintar, dibujar, esculpir o grabar –de hecho, yo no puedo hablar
también de literatura ni de música, pero de estas cosas vividas
sí– tenga en cuenta que tiene que hacer una formación personal
y una formación de pintor; y con el tiempo va a conseguir su
individualidad artística.
Ahora, ¿qué es lo que entendemos por individualidad
artística? Porque hay muchos a los que lamentablemente veo
que se les pasan los años y no les aparece esa individualidad
artística. Y es porque no nos damos cuenta de que estamos
enceguecidos en una competencia, y yo estoy hablando del
desarrollo de la individualidad de cada uno, sin la pretensión de
ser ningún boom histórico, ni ser más que Picasso o más que
Miguel Ángel, o de traer la última novedad a la ciudad, o de dar
vuelta la escala de los valores. Yo estoy hablando de lo que cada
uno –con la educación que recibió, la formación que recibió,

100
el medio social, político y económico en el cual él ha vivido–
ha conseguido tener para él, en función de su historial de vida,
su posición como individuo frente a la sociedad, y demás.
Con todos esos medios, y queriendo ser él, esa persona consigue
su individualidad.
Lo que sucede es que no nos damos cuenta de eso. Hace-
mos una exposición este año, y como existe la moda de no
repetirse, esto ha metido al ser humano en un callejón infernal
y lo han vuelto loco. Entonces, la gente, este año hace una
exposición con paisajes y el año que viene tiene que hacer una ex-
posición no figurativa geométrica, y eso es enloquecer a la gente.
Se le pide lo que el ser humano no puede, porque el ser humano
en sí mismo vive constantemente haciendo modificaciones sin
tomar conciencia de ello. Porque todos hemos tenido un día
de nacimiento, y también hemos cumplido cincuenta, sesenta,
setenta años, hasta que nos morimos. Y cuando ha aparecido la
primera arruga no la hemos visto ni la hemos notado, y cuando
hemos tenido la primera cana no nos hemos dado cuenta. La
labor que tenemos que realizar no es la de campeones, no es la
labor de imponerse ser mejor que el otro, ni vivir en la locura
del cambio, que el ser humano no resiste humanamente;
porque los cambios del ser humano son imperceptibles. Así
de imperceptibles tienen que ser los muy distintos resultados
de mi trabajo. Tengo toda una vida para demostrar cambios, y
entonces yo no hablo de esa competencia, hablo del ser al que
le guste pintar, dibujar, grabar o esculpir, y que diga: “sé que me
tengo que formar, sé que tengo que aprender”.
Y realmente, con un sentido humilde uno entiende
que uno no sabe, que uno va haciendo lo que puede y lo va
presentando constantemente a los demás seres humanos. Esa
persona conseguirá indefectiblemente, a través del tiempo, su

101
formación artística y de hombre. Conseguirá su individualidad,
pero sin entrar en la locura de la competencia, de la intoxicación
de los campeonatos. El hombre tiene que entender que no puede
entrar en eso. “Estoy haciendo lo que puedo hacer”, debe ser el
convencimiento interno de uno. Hago aquello que puedo, no
hago las cosas para demostrarle nada a nadie, sino que mi obra
es esta; no es ni mejor ni peor, es diferente.
Y con esto yo termino las cuatro reuniones que he tenido
con ustedes, y esta parte última que es mi fe, mi convencimiento,
mis ideas. Realmente, sufro cuando veo gente que tiene con-
diciones para esto, y que por estar metidos en el campeonato
de la competencia no puede realizarse, y lo único que hace
es destruirse. Así que les doy a todos las gracias por haberme
acompañado.

He llegado a la conclusión de que entre los seres humanos


no hay ni buenos ni malos; son diferentes. Los colores son
diferentes, las líneas son diferentes, los cuadros son diferentes,
los nombres son diferentes. Es decir, que aquello que aprendí del
cielo, de la tierra, del bueno y del malo –y por eso les hablé de mi
religiosidad cuando era niño– llegué a comprobar que para mí
no existe. Lo que existe es lo diferente; la vida y la muerte. Como
pintor me considero un trabajador de las artes visuales; no creo
que sea nadie especial, como tampoco lo son el zapatero, o el
sastre, o el tornero. También conseguí esa tranquilidad de que
yo no sé lo que es “artista”. Yo, lo único que sé es que me gusta
pintar. Con esto dejamos, y será hasta otra oportunidad.

102
Juan Grela G. nació en Chacras del Norte, provincia de Tucumán, el
25 de junio de 1914. En 1924 se radicó en Rosario, donde desarrolló
su carrera artística. Se formó en dibujo y pintura con Antonio Berni;
en grabado, sus referentes fueron José Planas Casas y Gustavo Cochet.
Desde muy joven integró diversas agrupaciones como la Agrupación
Arte Nuevo Zona Norte, la Mutualidad Popular de Estudiantes y
Artistas Plásticos, la Agrupación de Plásticos Independientes, el
Grupo Litoral, la Asociación de Grabado de Rosario y el Centro del
Grabado de Rosario.
Su vasta obra se desarrolló dentro de las más diversas técnicas de la
pintura, el dibujo, el grabado, el collage, la pintura mural, etc.
Realizó numerosas exposiciones individuales y colectivas. Muchas de
sus obras son parte de importantes colecciones oficiales y particulares
del país y del exterior.
Su aporte en el plano pedagógico fue fundamental, siendo su taller
particular un sitio por el cual transitaron innumerables artistas a lo
largo de más de treinta años. Dentro de este espacio de formación, se
desarrolló en los sesenta la Galería El Taller, dirigida por su esposa,
Aid Herrera.
Fue asiduo conferencista y dedicó muchos años de su vida al estudio
y la investigación artística. Las conferencias que aquí reproducimos -
hasta la fecha inéditas - dan cuenta de dicha faceta.
Falleció en la ciudad de Rosario el 11 de noviembre de 1992.
ÍNDICE

Introducción
Dante G. Grela H.
7

Del borrador a la clarividencia: Grela conferencista


Nancy Rojas
9

Juan Grela G. Técnicas de su pintura


Inicios como pintor
(1939-1950)
19
Indecisiones, aciertos, desaciertos y encuentro con la pintura
(1950-1960)
41
Objetivos claros sobre la pintura plana
(1960-1970)
59
Uso sin límites de los medios formales, las técnicas,
los materiales y las ideas
(1970-1985)
83
OTROS TÍTULOS DE IVAN ROSADO

Juan Grela G. ERNESTO B. RODRÍGUEZ


Conferencia sobre Schiavoni. JOSÉ C. GALLARDO
Un gato que camina solo. DANIEL GARCÍA
Ouvrard. Pinturas y dibujos 1916 - 1986
Versos selectos. MAX CACHIMBA
La Bohemia. SILVIA Y GLORIA LENARDÓN
Ikebana política. CLAUDIA DEL RÍO
Espíritu que vuelve. ANÍBAL BRIZUELA
Paseo. MARCELO ALZETTA
Buscando a Buda y la realidad de los pájaros. DELFO LOCATELLI
Mariette Lydis. C. IGLESIAS Y S. VILLANUEVA
Rodolfo Elizalde. SANTIAGO BERETTA
Hoy recordé algo que habá olvidado. DIEGO DE ADURIZ
Augusto Schiavoni: artista visionario argentino. A.A.V.V.
Desnudo total y escándalo. VIRGINIA NEGRI
Nuestra difícil juventud. F. GARAMONA Y V. GRONDONA
Alborada del canto. BEATRIZ VALLEJOS
Una casa y un tambor. PAULINE FONDEVILA
Onnainty. EZEQUIEL ALEMIAN
Levrero - Gandolfo. Correspondencia. OSVALDO AGUIRRE
La Gioconda / Los albañiles. M. GALINDO - P. KATCHADJIAN - S. PINTABONA
La edad de Eva. ALEJANDRA BENZ
Salir a cazar poemas. KIWI
En la colonia agrícola. SANTIAGO VENTURINI
Fuente de chocolate. MARÍA GUERRIERI
Maleza. MARTÍN LEGÓN
Pequeño recuento sobre mis faltas. CECILIA PAVÓN
Poesía estatal. OSVALDO BAIGORRIA
Árbol solo. BEATRIZ VIGNOLI
La inocencia. MARINA YUSZCZUK
La epilepsia del cielo. JORIS-KARL HUYSMANS
Hace mucho tiempo. DAMIÁN RÍOS
200 ideas de libros. MARIANO BLATT
El tiempo de la convalecencia. ALBERTO GIORDANO
Secreto intransferible. FRANCISCO GANDOLFO
Dentro de uno está el universo
se imprimió en el mes de enero de 2018
en Gráfica Amalevi SRL
Mendoza 1851 - Tel (0341) 4242293
Rosario
Argentina
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