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Jorge Boronat

PEDRO BALLESTER
¡Nunca he sido más feliz!
CONTRAPORTADA

Pedro Ballester Arenas falleció en Manchester, a los 21 años, víctima de


un osteosarcoma. Tuvo una vida ordinaria, que dejó una huella
extraordinaria. En su funeral, el cardenal Arthur Roche explicaba: «Pedro
tocó las vidas de muchas personas que ni siquiera él llegó a conocer, con su
paciente, alegre y atractiva capacidad de superar, lleno de fe, estos tres años
de enfermedad, sin quejarse y con una valentía que da testimonio de la
belleza de la vida... Cuando Pedrito se comprometió como numerario del
Opus Dei, con la generosidad característica de la juventud, no era
consciente de cómo le llamaría el Señor a seguir sus pasos compartiendo su
Cruz y dando su vida por los demás. Cada mañana al levantarse, incluso
desde la cama del hospital cuando podía, besaba el suelo y repetía el lema
de san Miguel Arcángel: “Serviam!” – ¡Serviré! Y eso es lo que hizo con
su vida, con gran magnanimidad, con paciencia y buen humor».
SOLAPA IZQUIERDA

«Lo que se necesita para conseguir la felicidad», escribía san


Josemaría: «no es una vida cómoda, sino un corazón enamorado». Aquí
encontrarás un buen ejemplo. Este libro recoge algunos recuerdos de sus
padres y hermanos, de familiares y amigos, de quienes le conocieron y
vivieron con él, y fueron testigos de la aventura de un «Sí» a Dios hasta el
último suspiro.
SOLAPA DERECHA

Pedro Ballester Arenas


ORACIÓN
para la devoción privada
Dios, Padre celestial, que otorgaste a tu
hijo Pedro una fe profunda y alegre, amor a
la Cruz y celo para acercar a sus amigos a
Cristo, ayúdame también a mí a ofrecer el
trabajo, alegrías y sufrimientos por el bien de
la Iglesia y la salvación de todos. Concédeme
a través de la intercesión de Pedro el favor
que te pido (pídase) y haz que crezca cada
día en la fe y el amor a Jesús, con la ayuda de
la Santísima Virgen, de modo que Él se
convierta en el centro de mi vida y de mi
amor. Amén.
Padrenuestro, Avemaría, Gloria.
De conformidad con los decretos del Papa
Urbano VIII, declaramos que en nada se
pretende prevenir el juicio de la autoridad
eclesiástica, y que esta oración no tiene
finalidad alguna de culto público.
INTRODUCCIÓN

Tres semanas antes de morir, tras tres largos años de tratamientos,


quimioterapias, viajes, estancias hospitalarias, dolores y sufrimientos, Pedro
hablaba con Tom, un chico de 15 años que se había decidido a seguir su
vocación como numerario en el Opus Dei. Pedro le preguntó con un hilo de
voz: «¿Eres feliz?». «Sí, lo soy», respondió Tom. Y con gran candidez le
preguntó a Pedro lo mismo: «¿Y tú?».
Pedro sonrió y dijo con convicción: «Nunca he sido más feliz».
Tres años antes, a los pocos meses de incorporarse al Opus Dei, fue al
hospital por un dolor de espalda que se había agravado durante los últimos
meses y que se hacía ya insoportable. Eran las vacaciones de Navidad de
2014 cuando le diagnosticaron un cáncer de hueso en la pelvis. Al recibir la
noticia, consciente del dolor de sus padres, les dijo: «Vosotros me habéis
enseñado que Jesús comparte su Cruz con sus amigos. Yo ya le di mi vida
cuando dije que “Sí” a mi vocación».
Pedro falleció el 13 de enero de 2018, a los 21 años, dejando una huella
imborrable en miles de almas. En su funeral concelebrando con más de 30
sacerdotes en una iglesia abarrotada, el arzobispo Arthur Roche [1]
explicaba:
«Pedro tocó las vidas de muchas personas que ni siquiera él llegó a
conocer, con su paciente, alegre y atractiva capacidad de superar, lleno de
fe, estos tres años de enfermedad, sin quejarse y con una valentía que da
testimonio de la belleza de la vida...
Cuando Pedrito se comprometió como numerario del Opus Dei, con la
generosidad característica de la juventud, no era consciente de cómo le
llamaría el Señor a seguir sus pasos compartiendo su Cruz y dando su vida
por los demás. Cada mañana al levantarse, incluso desde la cama del
hospital cuando podía, besaba el suelo y repetía el lema de san Miguel
Arcángel: “Serviam!” – ¡Serviré! Y eso es lo que hizo con su vida, con gran
magnanimidad, con paciencia y buen humor». Hablando con él un día sobre
la posibilidad de que pudiera morir joven, Pedro me dijo: «Pronto o tarde...
¿qué más da? Si le hemos dado a Dios la vida, le hemos dado también la
muerte ¿no? Estoy en las manos de Dios. No hay lugar mejor».
Decía mi profesor de literatura que él sabía que un libro era bueno
cuando al terminarlo le hubiera gustado ser el autor. Pensaba yo que una
vida es buena cuando al verla terminar a uno le hubiera gustado haberla
vivido. Los libros que ya están escritos no se pueden volver a escribir, a
riesgo de ser procesado por plagio. Pero imitar vidas no es delito y nadie te
puede denunciar por copiar. De hecho, el mismo Jesús invitó a sus
discípulos a imitarle a Él. Todos los santos han tratado de plagiar la vida de
Cristo y por eso han sido vidas tan hermosas.
Pero imitar la vida de Cristo incluye también imitar su muerte. Sea
cáncer, un infarto, un accidente o durmiendo en la cama a los 100 años, la
muerte del cristiano siempre es en el Calvario.
Dice el salmo 116: «Pretiosa in conspectu Domini mors sanctorum eius»
(15). Preciosa, dice literalmente: «preciosa es, a los ojos de Dios, la muerte
de sus santos». Quienes presenciaron la muerte de Pedro lo comprobaron.
Fue una muerte preciosa. ¡Cómo le gusta a Dios ver a sus hijos morir así!
¡Morirse como Dios manda!
Quienes estuvimos cerca de él en sus últimos años pudimos ver cómo
maduraba espiritualmente hasta identificarse con la Voluntad de Dios. No
fue un camino fácil. Y no fue siempre impecable. A veces el sufrimiento le
deprimía. A veces se enfadaba con la gente, o le costaba especialmente
pasar tiempo con alguno o se desanimaba con sus limitaciones. Pero la
santidad no consiste en ser perfecto. Sino en no dejar de luchar por
intentarlo. Y de esa lucha hubo muchos testigos que hablan en este libro.
Entre los testigos que más han colaborado con este texto están
principalmente sus padres, Pedro y Esperanza, y sus dos hermanos Carlos y
Javier. Sin su ayuda, recopilar todo esto nunca habría sido posible. Sirva
este libro como agradecimiento a su familia por haber compartido a Pedro
con nosotros. También agradezco la colaboración de quienes vivieron con
Pedro y le acompañaron y han compartido conmigo sus recuerdos.
Aquí encontrarás anécdotas e historias de Pedro recopiladas a partir de
testimonios y entrevistas de quienes le conocieron, de las notas que dejó, de
mensajes que mandó, de las entradas de su diario y de notas escritas por
algunos que vivieron con él. El libro que tienes entre manos no es una
crónica histórica sino, más bien, una recopilación de recuerdos, ordenados
más por temas que por fechas, aunque respetando, a grandes rasgos, la
cronología de su vida.
Es una descripción de sus luchas. La batalla de un alma por la santidad es
siempre épica. Quienes contemplamos la de Pedro presenciamos victorias y
derrotas, lágrimas y sonrisas, frustraciones y alegrías; le vimos enfadarse y
gozarse, dudar y confiar, dar gracias y pedir perdón... vivir y morir. Ser
testigo de la epopeya de un alma que lucha, sufre y vence, es un privilegio,
un don, una lección; pero también una responsabilidad.
Pedro murió en la madrugada del sábado, día de Nuestra Madre la
Virgen. Falleció mientras los que le acompañaban recitaban la Salve.
Suspiró por última vez al escuchar en labios de quienes le querían: «Vuelve
a tus hijos esos tus ojos misericordiosos».
Y eso hizo María con su hijo Pedro.
Como con su Hijo Jesús. Le acompañó hasta el final y tomó en brazos
después.
Ella multiplicará el efecto de su vida y de su muerte.
1. PRIMEROS AÑOS

Aunque originarios de España, los padres de Pedro se conocieron en


Manchester. Un año después de casarse, el 22 de mayo de 1996, nació
Pedro en esa ciudad inglesa y fue bautizado 3 días después.
Casi un año más tarde nació su hermano Carlos y dos meses antes de que
Pedro cumpliera 3 años, nació Javier, su hermano pequeño. Los cinco
vivían en Didsbury, a 10 km de Manchester y durante las vacaciones se
trasladaban a España para visitar a la familia materna en Sevilla y a la
familia paterna en Mallorca.
Solían rezar en familia; por la mañana, nada más despertar, el
ofrecimiento de obras. Desde niño, antes de dormir, Pedro rezaba una
oración que le servía de examen de conciencia:
«Padre escucha mi oración de la noche: por todo lo que he disfrutado
hoy, gracias; por la ayuda y amabilidad de otras personas, gracias; por todo
lo que he hecho bien, gracias; por todo lo que he hecho mal, perdóname;
por herir a otras personas, perdóname y ayúdame a ser mejor mañana, ahora
acompáñame mientras duermo para que mañana me levante, preparado para
cualquier cosa, mientras Tú estés a mi lado. Amén».
A los 8 años hizo su Primera Comunión y recibió el sacramento de la
Confirmación en su parroquia. Poco después la familia tuvo que mudarse de
Didsbury a Harrogate, a unos 100 km de Manchester.
Por aquella época comenzó a tomar notas en una especie de diario,
aunque eran notas sueltas en inglés. Llama la atención que, al escribir sobre
los acontecimientos del día, se dirigía a Jesús. El primer día de colegio
escribía:
«En mi primer día he ido a la fiesta de James. Mucha ilusión. Mi amigo
James ha jugado conmigo. Jesús, te amo» [2].
El 10 de febrero de 2005 escribía: «Hoy ha sido el día más especial de mi
vida. Hoy he sido monaguillo y ha ido muy bien. Lo hemos celebrado en
McDonald’s. También me he quemado con el “superglue” en casa y dolía
mucho». Luego añade con total ingenuidad: «Cuando estaba en el jardín he
perdido una flecha en un árbol de 9 metros. Estaba muy triste y he dicho:
“There is never hope in life”». Sin embargo, vuelve a concluir con una
oración: «Jesús guíame para hacer siempre lo correcto» y añade un dibujo
de la Misa.
El cambio a la nueva ciudad le costó, pero pronto se adaptó y comenzó a
hacer nuevos amigos. Sus notas siempre fueron muy buenas. Era trabajador,
servicial y sus profesoras estaban encantadas con él, como se lee en los
informes que llegaban del colegio. En todos destacan su amabilidad y su
permanente sonrisa.
Con apenas 8 años, Pedro se aficionó a la pesca cuando pasaba los
veranos en Mallorca; le gustaba especialmente la pesca submarina. Era un
niño activo y con muchas aficiones: jugaba a cricket, esgrima, remo y golf,
y además le gustaba cuidar de los animales, peces, hámsteres, conejos.
Llegó incluso a criar canarios una temporada –tenía una pareja llamados
Pepe y Pepa– y acabó vendiendo las crías a una tienda de animales.
También intentó criar peces para sacar algún dinerillo, aunque como primer
proyecto financiero tuvo menos éxito que una tienda de sandalias en el polo
norte.
Desde niño se acostumbró a rezar el rosario. Al terminar el primer día en
su nuevo colegio de secundaria, se quedó esperando a su madre en la calle.
Se preocupó un poco al ver que su madre tardaba y, con total sencillez,
acudió a su Madre del Cielo rezando el rosario él solo.
Como es habitual en el colegio, también tuvo sus dificultades con otros
alumnos. Al poco de incorporarse al nuevo colegio, uno de sus compañeros
comenzó a hacerle la vida imposible. Le molestaba continuamente, se
burlaba de él; en ocasiones le quitaba la comida y se la tiraba a la basura.
Pedro no comentó nada en casa para no preocupar a nadie. Sus padres no se
hicieron cargo de aquel mal trago hasta que el profesor les informó de que
iban a cambiar a Pedro de clase porque aquel “matón” no le daba tregua.
A los 5 años de mudarse a Harrogate, la familia volvió a hacer las
maletas por tercera vez para cambiar de ciudad; esta vez a Huddersfield, a
una hora en coche de Manchester.
Y por tercera vez Pedro tuvo que separarse de muchos amigos y empezar
de cero en un nuevo colegio; pero se adaptó bien. A los tres meses, el centro
educativo informó a sus padres que Pedro había hecho ya muchos nuevos
amigos y sobresalía con sus notas. Y poco más tarde, el colegio le concedía
una beca para reducir las tasas de escolarización gracias a sus buenas notas.
Pedro tenía una sensibilidad especial para querer a todos según las
necesidades de cada uno. Se adaptaba muy bien. Estaba a sus anchas tanto
con gente de su edad como gente mayor o menor que él. Además, como
hermano mayor, se sentía especialmente responsable de que sus hermanos
se portaran bien, estaba muy pendiente de ellos y les corregía con cariño y
firmeza. Por su apacible personalidad, Carlos y Javier tendían a obedecerle.
El buen humor lo tuvo bien afinado toda su vida. Cuando estaba en casa
ejercía de hermano mayor. Les explicaba a sus hermanos as pequeños que
Dios le había elegido para ser el mayor y debía estar a la altura de tal
responsabilidad. Y añadía con sorna que solo esperaba de ellos obediencia y
docilidad. Una de sus prerrogativas era la de tener en su poder el mando a
distancia cuando veían la televisión. Hay quien se considera el Rey del
Mambo... Pedro se autoproclamaba el “Rey del Mando”.
Otra característica que todos reconocían en Pedro es que se hacía querer
y era muy considerado con sus amigos. Tenía una especial sensibilidad para
identificar las necesidades y gustos de los demás. En ocasiones se iba con
un grupo de ellos a jugar al Bridge. Un día alguien le preguntó si le gustaba
el Bridge. Pedro contestó con naturalidad: «No mucho... Pero a ellos sí».
Pedro hacía las cosas así. En silencio. Se daba cuenta que podía ayudar, y
sin publicarlo en Instagram o en TikTok, ayudaba discretamente hasta el
punto de que muchas veces ni el interesado se daba cuenta.
Había una familia amiga que tenía un hijo con autismo, poco mayor que
Pedro. Solían visitar a los Ballester con frecuencia porque el chico se
encontraba muy a gusto con Pedro. Era muy atento con él e incluso
consiguió que un día le dejaran entrenar con su equipo de cricket.
A Pedro le importaba poco lo que pensaran o dijeran de él. En una
ocasión le invitaron a una fiesta de cumpleaños. Fueron muchos chicos del
colegio y algunas amigas. Al poco tiempo de llegar varios de ellos se
pusieron a fumar marihuana. Sin dudarlo un instante llamó a su madre y le
dijo que la fiesta había terminado para él y que viniera a recogerle cuanto
antes.
Su hermano notó un día en el colegio que Pedro se había quedado solo
en el descanso. Cuando lo comentó en casa, sus padres le preguntaron la
razón. Pedro explicó que había allí algunos chicos que hablaban de tonterías
y que como ellos no querían cambiar de tema, «era mejor estar sólo que mal
acompañado».
Sin embargo, sus amigos le querían. En una ocasión se fueron de viaje
con el colegio. Pedro era el único católico practicante. Cuando le explicó a
su profesor que quería ir a Misa el domingo, éste le dijo que no sería fácil.
Tendría que ir acompañado de un profesor, y siendo pocos no se podían
permitir que un alumno se fuera solo con un profesor. Ni corto ni perezoso,
Pedro invitó a varios amigos suyos. No eran católicos, pero decidieron
asistir a Misa con Pedro para que él pudiera ir. Viendo que ya eran un grupo
numeroso, el profesor finalmente tuvo que acompañarlos.
También era muy atento con los más necesitados. Un día se encontró con
un tipo en la calle que asistía a un centro de desintoxicación de drogas y se
puso a hablar con él. Durante la conversación descubrió que le gustaba el
tenis y quedó varias veces para jugar con él.
Pedro descubrió un día que había un niño de ocho años en el vecindario
que no tenía con quien jugar. Aunque le llevaba varios años, Pedro le invitó
a jugar a su casa. Desde entonces, aquel niño llamaba a la puerta de los
Ballester con bastante frecuencia.
Pedrito tenía un espíritu muy militar. Durante estos años en Huddersfield
decía a su familia que quería ser oficial de marina. Se apuntó a los Air
Cadets, una organización juvenil del ejército del aire donde hacen
campamentos e instrucción para gente joven. En poco tiempo se convirtió
en el número uno en disparo con rifle.
También comenzó a hacer escalada y además le nombraron capitán en el
club de tenis. Muchas veces, al salir del colegio, un grupo de amigos venía
a su casa y después de merendar pasaban un rato juntos viendo la televisión
o con videojuegos. Varios de ellos iban a su casa casi a diario, y estaban tan
a gusto que asaltaban la nevera como si estuvieran en su propia casa.
Uno de esos días, cuando terminaron y todos se fueron marchando a sus
casas, se quedó sola una chica de clase. Cuando Pedro le preguntó cuál era
su plan, la chica le preguntó si podía quedarse allí un poco más de tiempo.
Con naturalidad, Pedro se lo dijo a su madre y se quedaron con ella viendo
un documental de animales. Más tarde la chica le explicó que le
incomodaba llegar pronto a su casa porque había ciertos conflictos
familiares y encontraba en casa de Pedro un ambiente mucho más
agradable.
A partir de los 14 años, Pedro comenzó a asistir a círculos [3] a
Greygarth un centro del Opus Dei en Manchester. Solía ir con sus hermanos
todos los sábados. Ahí disfrutaba con gente de su edad, estudiaba y hablaba
regularmente con un sacerdote.
En el oratorio de Greygarth pasó muchos ratos haciendo oración. Seguía
rezando el rosario con su familia y ayudaba a Misa los domingos en su
parroquia.
Aparte de los medios de formación y de hacer la oración en Greygarth,
allí participaba también en labores de voluntariado dando clases a niños de
zonas menos favorecidas para ayudarles en sus estudios. En muchas
ocasiones invitaba a sus amigos para que le echaran una mano
explicándoles que debían compartir lo que tenían con quienes no tenían
tanto; y que aquello que podían dar no era tanto el dinero, como tiempo,
atención y cariño.
2. EN MALLORCA

Al finalizar el curso en el año 2010, cuando Pedro acababa de cumplir


los 14 años, la familia hizo las maletas por cuarta vez. En esta ocasión se
trasladaban a España. Su padre había encontrado trabajo en Mallorca y
tenían la intención de quedarse a vivir allí. Sin embargo, aquella estancia
solo duró un trimestre. A finales de ese año, la oferta de trabajo no se
materializó y en enero de 2011 la familia volvió a Manchester.
Pedro jamás olvidó aquellos pocos meses que pasó en Mallorca. La
familia se instaló en un piso junto a Alfabia, un club juvenil del Opus Dei.
Hizo muchos amigos en el club y en el colegio Llaüt. Gracias a vivir cerca
de Alfabia, Pedro pudo ir cada día a estudiar, a rezar y a participar en los
medios de formación que allí se impartían. Comenzó a tener dirección
espiritual más frecuente y eso le permitió crecer en su vida de oración. En
una libreta comenzó a apuntar propósitos e ideas de su oración, ahora en
castellano: «Tratar a Jesús como un amigo. Aprovechar la capilla del
colegio. Ser constante en la oración: tener una cita diaria con Dios. No
faltar».
Por primera vez tenía la oportunidad de asistir a la Santa Misa entre
semana en el colegio y se habituó también a confesarse con regularidad.
«Ser sinceros. Estar en gracia de Dios», escribía en su agenda, «levantarse
cuando te caes. San Agustín fue un gran pecador y un gran santo.
Confesarme mucho. Los pecados graves primero».
Al comenzar la Novena a la Inmaculada Concepción escribía: «detalles
que tienes con la Virgen. Pedir mucho a la Virgen. Usar mucho la capilla
del colegio». Su vida de oración comenzaba a despegar y a exigirle ser más
generoso con Dios: «Estar atento a lo que te pide el Señor».
Aunque Pedro tenía muy buen humor, y estaba de guasa con frecuencia,
llamaba la atención que jamás humillaba a nadie con sus bromas. Parecía
incapaz de engañar, de mentir o de dejar en mal lugar a otro. Cuando las
conversaciones giraban en torno a los defectos de alguien o se hacían
bromas de las limitaciones o errores de otra persona, solía cambiar de tema
rápidamente con total naturalidad.
Pedro era uno más entre sus amigos. Un día, por ejemplo, decidió
escaparse del colegio Llaüt con unos amigos cruzando un descampado.
Entre risas, se iban alejando como si fueran un comando de operaciones
especiales, arrastrándose para ocultarse en la maleza. No lo debieron hacer
muy bien porque un profesor les pilló y avisaron a sus padres. Lo que más
llamaba la atención al profesor es que Pedro no hacía esfuerzos por
esconderse. Cuando le preguntaron sobre aquello, contestó que lo más
divertido “era poder ver la cara del profesor cuando les pillara”.
Pedro disfrutó tanto en aquellos pocos meses, que cuando la familia tuvo
que volverse a Manchester, lo sufrió especialmente. Aunque amaba
Inglaterra, donde nació y se crió, después de aquella estancia en Mallorca,
manifestó su ilusión por volver a España a vivir cuando fuera mayor.
En enero de 2011 se reincorporó al colegio en Inglaterra, y después de
unas jornadas de estudio intenso, se puso al día con sus compañeros. De
nuevo comenzó a asistir a Greygarth cada semana, sin abandonar su oración
diaria. Sus padres le habían enseñado a ser generoso con Dios y su estancia
en Mallorca había reforzado aquella lección.
Su familiaridad con la oración y su esfuerzo por asistir a la Santa Misa
comenzó a operar un cambio en su interior. Se dio cuenta de que Dios le
había dado algo que no había dado a muchos. Se consideraba un
privilegiado. Veía que Jesús le había elegido especialmente, como se elige a
un amigo. En una de las conversaciones que tuvo con un monitor del club,
Pedro le dijo que se daba cuenta de que Dios había derrochado en él gracias
que no había dado a otros.
Y esa reflexión le hizo caer en la cuenta de que, si Dios le daba lo que no
había dado a muchos, también le pediría lo que no había pedido a muchos.
Consideraba como dones excepcionales todo lo que Dios le había dado en
su vida: su familia, sus amigos, su vida de oración, su formación cristiana,
su condición de español nacido y criado en Inglaterra y hasta su breve
estancia en Mallorca donde tanto aprendió...
Se sabía y se sentía un predilecto de Dios. Y esa predilección divina
siempre exige más. Cuando Dios da más, pide más. Y cuando más pide... es
porque quiere dar más.
Pedro tenía 16 años cuando comenzó a contemplar la posibilidad de que
Dios le estuviera pidiendo darle la vida entera. Durante esa temporada,
consultó y habló con quien podía darle luces. En más de una ocasión me
manifestó personalmente sus dudas.
No sabía si Dios le pedía seguir la vocación al matrimonio o al celibato,
bien como sacerdote o como numerario o agregado del Opus Dei.
La vocación es siempre un descubrimiento personal. Un asunto privado
entre Dios y un alma. Lo hablaba a diario con Dios en su oración y siempre
manifestaba su disponibilidad. Le decía que estaba dispuesto a todo. Que, si
Dios le pedía ser sacerdote, así lo haría. Que, si le pedía ser numerario o
agregado, eso haría. Y con sentido del humor me contaba:
«No obstante, también le digo a Dios que, si quiere seguir mi consejo, yo
creo que sería un gran supernumerario».
Dios es un Padre exigente. Nunca pide más de lo que podemos dar; pero
nunca pide menos. Pedro comentó en una ocasión: «Sé que tengo esa
inclinación natural a formar una familia porque soy un tipo normal y tengo
el corazón joven». Eso lo entendía bien. Como también comprendía que dar
la vida entera a Dios, renunciar a sus planes, siempre supone un gran
sacrificio.
Un día, hablando con el director de Greygarth le preguntó cómo pedía
uno la admisión en el Opus Dei. Xavier le explicó que simplemente debía
comunicar su intención al Prelado en una carta. Pedro dijo que quería
hacerlo y pidió papel y boli. Unos veinte minutos más tarde, cuando Xavier
entró de nuevo en la habitación, encontró a Pedro escribiendo, con una
montaña de bolas de papel con diversos “intentos”. El pobre se había ido
poniendo nervioso a medida que escribía y desechaba varias versiones de la
carta. Finalmente, se levantó y dijo que ya escribiría esa carta otro día,
cuando supiera lo que quería escribir.
Poco más tarde, el 1 de mayo de 2013, pocas semanas antes de cumplir
17 años, volvió a sentarse en el mismo despacho a escribir la carta. Seguro
de que Dios se lo pedía, y habiendo preparado mejor el contenido de
aquella carta, manifestó al Prelado su decisión de entregarse a Dios como
numerario del Opus Dei.
Pedro había hablado con sus padres sobre su vocación muchas veces.
Aquel día les había dicho lo que iba a hacer y cuando escribió aquella carta
se lo comunicó a sus padres inmediatamente. Luego comenzó a pensar
cómo contárselo a sus hermanos.
Unos días más tarde, Pedro decidió empezar por explicárselo a su
hermano Carlos. Le dijo que necesitaba decirle algo. Carlos recuerda bien
esa conversación: «Cuando me dijo que quería hablar conmigo sonreí.
Yo había notado que algo le pasaba. Siguiendo una broma de la película
Muían, cuando nos referíamos a una relación romántica, en plan de broma
le llamábamos Mushu.
Como había visto a Pedro muy contento últimamente, llegué a la
conclusión de que había Mushu, de por medio. Y cuando me dijo que quería
contarme algo, yo estaba convencido de que se había enamorado... y resulta
que tenía razón: se había enamorado... de Dios y me dijo que había decidido
darle su vida como numerario del Opus Dei. Cuando acabó le pregunté:
«¿Entonces... no hay Mushu?».
«No habrá Mushu jamás», confirmó Pedro con una carcajada».
3. ESTRENANDO LA VOCACIÓN

Desde el momento en que pidió la admisión en el Opus Dei, su fidelidad


a su vocación fue una prioridad. Pedro era un chico apuesto y brillante que
no pasaba desapercibido.
Un día, una chica que asistía a la misma parroquia para la catequesis de
confirmación le propuso quedar a dar una vuelta. Pedro quiso cortar de raíz
cualquier intentona y pensó en cómo explicarle rápidamente que no tenía
intención de salir con chicas. Ni corto ni perezoso, le dijo: «Le he dado mi
vida a Dios».
La pobre chica se quedó muy sorprendida con aquella respuesta, pero se
repuso en seguida y contestó: «I knew it was too good to be true!» [4].
Un día recibieron la visita de sus abuelos. Pedro es el nombre de su
padre, de su abuelo y bisabuelo. Para evitar confusiones, a Pedro Júnior le
llamaban Pedrito.
Comentando la tradición familiar de transmitir el nombre de Pedro de
generación en generación, Pedrito comentó con una sonrisa: «La tradición
se acaba aquí».
Hablando con uno de los numerarios más mayores, este preguntó a Pedro
cómo iba con su vocación. Había salido en la conversación la dificultad que
encontraban muchos jóvenes para ser fieles a su camino. Pedro quiso
despejar cualquier duda sobre su intención de ser fiel y le dijo sonriendo:
«Don’t worry. I’m here for the long haul» [5].
Con su vocación recién estrenada, Pedro se veía como el apóstol san
Juan. Un día escribía en su oración: «Es curioso, que de todos los apóstoles
solo san Juan acompañó a Jesús hasta la Cruz. Sabiendo perfectamente que
podrían matarle por Jesús, estuvo dispuesto a morir. Y, sin embargo, fue el
único que no murió mártir. Jesús le dio una segunda oportunidad a los
demás y esos acabaron por dar la vida por Él. Pero a Juan le dio el honor de
vivir una larga vida de servicio, cuidando de la Virgen y escribiendo varios
libros del Nuevo Testamento». Quizá era esa la clase de vida que esperaba
para sí.
Durante esos dos años del bachillerato seguía sacando excelentes notas.
Ahora veía que su nueva vocación le impulsaba a ayudar más a sus amigos
y acercarles a Dios. Uno de ellos era un poco singular. Era un chico muy
inteligente, pero que conectaba poco con gente de su edad porque se sentía
más cómodo con gente más mayor. Los hermanos de Pedro le encontraban
un poco pesado. Pedro insistía en que había que tratar a todo el mundo con
cariño y sabía hablar con este amigo de lo que a él le interesaba más.
También tenía un amigo católico que no había practicado nunca su fe.
Pedro le dedicó todo el tiempo necesario hasta que comenzó a acompañarle
a Misa mientras le explicaba la fe y transformaba la suya en algo más
práctico. Como a su amigo le gustaba la fotografía, Pedro decidió
acompañarle un día a fotografiar la nieve. No llevaba ropa adecuada y se
heló de frío. Aun así, aguantó aquella rasca siberiana y no dijo nada hasta
que su amigo hubo sacado más fotografías que un reportero de National
Geographic.
Pedro sabía sacar lo mejor de cada uno. Nada le detenía cuando se
trataba de ayudar a sus amigos. Uno de ellos explicaba que cuando cayó
enfermo y dejó de ir al colegio durante una temporada, «Pedro fue el único
que me llamaba a diario para decirme lo que había que estudiar y para
preguntarme cómo estaba. Nunca lo olvidaré. Pedro hacía sentirse
importante a todos los que encontraba en su camino». Al día siguiente de su
muerte, ese mismo amigo escribió en las redes sociales: «Mi mejor amigo
falleció ayer. La persona que más me ha animado a ser mejor, a mí y a
muchos otros. Una persona especial que nunca será olvidada».
Después de morir, los padres de Pedro descubrieron la gran cantidad de
personas que consideraban a Pedro su “mejor amigo”. Gente de todas las
edades y condiciones que conocieron a Pedro en muchas etapas distintas de
su vida. Todos coincidían en su capacidad de querer, de hacerse cargo de las
necesidades de los demás y adelantarse a ellas.
Otro de sus talentos era su habilidad para hablar de cualquier tema que
interesara a los demás. Ya fuera un niño de 7 años, un mendigo de la calle,
un profesor universitario o el arzobispo de Leeds. Desde lo más elevado a
lo más mundano, siempre encontraba algo que atraía la atención de su
interlocutor y le permitía disfrutar de su compañía.
A Pedro le gustaba informarse sobre cuestiones sociales del mundo
entero y aprovechaba cada oportunidad para aprender de la gente. Patrick
comentaba que a Pedro le gustaba hacerle preguntas sobre Nigeria, su país
de origen. Sin embargo, cuando se las respondía, descubría que Pedro ya
estaba muy bien informado pues había tenido muchas conversaciones
similares con los amigos nigerianos de su clase.
Pedro tenía un especial magnetismo y liderazgo entre sus amigos y lo
utilizaba para ayudar a otros a preocuparse por los demás. Ayudaba a
ayudar. En el verano de 2013, convenció a un grupo de amigos para echar
una mano a gente necesitada y así aprovechar el tiempo libre en vacaciones.
Con otros 5 amigos se presentó una mañana en casa de una anciana que
tenía el jardín hecho un Amazonas. Pasaron el día arreglándole el jardín y
los exteriores de la casa. Agotados al final de la jornada, sucios y oliendo a
calcetín sudado, convinieron que había sido un plan estupendo y que todos
querían repetirlo.
Parte de su magnetismo estaba también en su devoción y su vida
cristiana. Un chico de la parroquia que iba a recibir el Sacramento de la
Confirmación se quedó tan impresionado viendo a Pedro rezar delante del
Santísimo, día tras día, que un día se le acercó y le pidió que fuera su
padrino. Cuando Pedro aceptó, la sonrisa del chaval lo decía todo.
Pedro tenía mucho arte contando historias y anécdotas divertidas y una
capacidad especial para encontrar lo cómico en cada situación. Muchos
recordamos su narración de un accidente en octubre de 2013 que hacía
llorar de risa a quienes le escuchábamos. En un viaje a Londres con otros
tres españoles en un coche prestado, mientras se pegaba una cabezada en el
asiento de atrás, golpearon a otro vehículo que se encontraba detenido en un
semáforo.
Cuando llegó la policía, el conductor y el copiloto no lograban hacerse
entender en inglés. Para colmo de males, no sabían de quién era el coche,
no tenían dirección en el Reino Unido, ¡y ni se sabían el número de sus
propios teléfonos! El policía creyó que se estaban riendo de él y les pidió a
gritos que le tomaran en serio. Pedro decidió salir al rescate dado que era el
único que hablaba inglés. Pero cuando le pidieron su teléfono, tampoco lo
recordaba. Se giró a uno de ellos y le pidió, en español, que le hiciera una
llamada perdida para ver su número. El policía, con su paciencia agotada y
su frustración por las nubes, se puso de nuevo a gritar que iba en serio.
Gracias a Dios, Pedro logró aclarar la situación y aquello no escaló más.
Pese a ser español, Pedro tenía un carácter muy inglés. Hablaba la lengua
inglesa con el acento del norte de Inglaterra y no ocultaba su incomodidad
ante la efusividad afectiva, el vocerío y el fandango de algunos españoles
cuando se reunían. Sin embargo, muchas veces manifestó su intención de
trasladarse a España a estudiar la carrera. Al comentar esta ilusión a sus
padres y a los directores en Greygarth, todos le recordaban el gran
apostolado que podía hacer en el Reino Unido. Consciente de que Dios le
pedía quedarse allí, sacrificó sus preferencias sin expresar molestia alguna.
Tomó su decisión de quedarse y nunca más volvió a mencionar el tema.
Esa era siempre su actitud. Si podía ayudar, ayudaba. Sin aspavientos.
Sin llamar la atención. Sin esperar agradecimientos o reconocimientos de
ningún tipo.
Con sus calificaciones, Pedro podía elegir la Universidad que quisiera
[6]. Pensó en solicitar plaza en Cambridge, pero cuando averiguó que en
esa ciudad todavía no había un centro del Opus Dei, buscó otras opciones.
Fue a visitar también Oxford, pero el ambiente de aquella ciudad
universitaria le pareció un poco lúgubre y decidió solicitar plaza de
Ingeniería Química en Imperial College en Londres.
En enero de 2018, al enterarse de su fallecimiento, el profesor que
entrevistó a Pedro cuatro años antes, al solicitar plaza en Imperial College,
escribió a sus padres: «He buscado entre mis notas lo que apunté tras la
entrevista con Pedro y he encontrado esto: “He hablado ya con muchos. Y
sin duda Pedro es el mejor estudiante que he entrevistado... el tipo de
alumno que buscamos en esta universidad”».
En septiembre de 2014 se trasladó a Netherhall House, residencia
universitaria de Londres, para comenzar la carrera. En poco tiempo hizo
docenas de amigos. Aunque solo estuvo tres meses en Londres, la huella
que dejó en Netherhall y en Imperial College fue imborrable.
En sus tres meses en Netherhall se dedicó a hacer un gran apostolado
entre los universitarios que vivían allí y con compañeros de la universidad.
Un alumno de su misma carrera le mandó un mensaje poco después de que
le diagnosticaran el cáncer:
“¡Hey!, Pedro, me han llegado noticias de lo que te está pasando y solo
quería que supieras que rezo por ti. Tú no te habrás ni enterado, pero
conocerte ha supuesto un gran impacto en mi vida. Verte caminar con la
cabeza bien alta y orgulloso de ser cristiano me ha inspirado a hacer lo
mismo. Me has inspirado a lanzarme a ser FIEL a Cristo. No solo en la
iglesia, sino en mi vida diaria y en la calle». Pedro escondió ese mensaje
por humildad, pero su padre se lo encontró un día.
En aquel otoño de 2014 todo le iba estupendamente. De hecho, unos
meses antes, en una conversación con el director, Pedro comentó que se
sentía “demasiado privilegiado”, que todo le salía bien: la vocación, la
familia, los amigos, sus estudios...
Y decía que, considerando todo aquello, se le había ocurrido en la
oración pedir al Señor una cruz con la que pudiera pagar de alguna manera
todo lo que había recibido.
Poco podía imaginar él, y quienes estaban con él, de qué modo Dios
escucharía aquella oración.
4. LA CRUZ

Desde mayo de 2014, Pedro comenzó a notar un dolor lumbar que iba en
aumento. En agosto, cuando fue a España, el dolor disminuyó bastante y
pudo incluso jugar al fútbol y hacer deporte. Pero al volver a Inglaterra en
septiembre, el dolor volvió con más virulencia. Probó distintas terapias,
incluso con un osteópata, pero el dolor no disminuía. Un día, a comienzos
de diciembre, jugando al fútbol percibió que ya no era capaz de correr.
Discretamente dejó el partido y se sentó en la banda a esperar a que
acabaran de jugar.
Una semana antes de las navidades, Pedro participó en un curso de retiro
que yo mismo predicaba. Como yo había estudiado medicina antes de
ordenarme sacerdote, Pedro vino a verme porque decía que el dolor no le
dejaba dormir. Le di un antiinflamatorio y le sugerí que fuera al médico al
volver. Unos días después se fue de excursión con otros numerarios
jóvenes. Tras caminar varias millas, los demás se dieron cuenta de que
cojeaba y le dolía al caminar. Cuando le preguntaron sobre aquello, Pedro le
quitó importancia y dijo que era porque estaba estudiando mucho. En un
momento dado llegaron a un arroyo que había que saltar, se dieron cuenta
de que Pedro no podía cruzarlo solo y le tuvieron que ayudar a pasar al otro
lado.
Pedro no le dijo nada a nadie hasta después del diagnóstico, pero llevaba
más de un mes sin poder estar acostado propiamente y pasaba muchos días
sin poder dormir. Tampoco podía estar sentado más de 15 minutos y por eso
estudiaba de pie. Nadie se hacía idea de lo que le pasaba porque él nunca se
quejó.
El domingo 28 de diciembre se marchó a Mallorca con sus padres y
hermanos a visitar a la familia. El dolor no remitía. Aun así, quería ir a
pescar y ya casi había convencido a toda la familia cuando su abuela, por
teléfono, le dijo que se dejara de rollos “y de toda esa pesca” y se fuera
inmediatamente a urgencias. Un médico amigo de la familia le atendió. La
radiografía reveló la inequívoca imagen de un tumor de hueso en la pelvis
de más de 15 cm. Al ver la prueba de diagnóstico, tanto su padre, que es
médico, como el doctor, que había buceado muchas veces con Pedro, fueron
incapaces de contener el llanto.
Sus padres decidieron no decirle nada por el momento y volvieron
inmediatamente a Manchester. Ya en Reino Unido le hicieron más pruebas
en nuevos hospitales y en todos se confirmó el diagnóstico. El
osteosarcoma estaba en una región muy difícil de operar. Finalmente, entre
lágrimas, sus padres se lo explicaron todo. Al recibir la noticia, viendo a su
madre llorar, Pedro le abrazó y le dijo: «Mamá, siempre me habéis
enseñado que Jesús da la Cruz a sus amigos. Yo ya le he entregado mi vida
a Dios con mi vocación».
Después de decir aquello, comentaba su madre, Pedro se fue a la cama y
durmió con mucha paz. Comenzaba su ascenso al Calvario que recorrería
en los próximos tres años.
Aquellas palabras dichas a sus padres serían la clave para interpretar su
vida entera. Pedro vio la oportunidad de abrazarse a la Cruz y seguir
ofreciendo sus dolores por el Papa, la Iglesia y las almas.
Aquel tumor presionaba la médula espinal y algunos nervios. El dolor
era evidente incluso en la radiografía y se veía que había estado creciendo
durante mucho tiempo. Cuando le preguntaban que por qué no había dicho
nada antes al sentir aquellos dolores, Pedro contestaba con sencillez: «Sí
que decía... se lo decía a Dios. Ofrecía todo por el Papa, por la Iglesia y por
las almas».
Pedro dejó la carrera y volvió a Manchester para recibir el tratamiento en
el Christie Hospital, que cuenta con un equipo especializado en pacientes
jóvenes con cáncer. Inmediatamente se le administraron calmantes para el
dolor y pastillas para dormir a la espera de definir el tratamiento de
quimioterapia. Por primera vez en varios meses durmió sin dolor. El 12 de
enero Pedro se despertó sin ningún síntoma que le recordara su enfermedad.
Al llegar a la cocina y encontrarse el desayuno sin azúcar, sin sal y sin una
larga lista de condimentos, Pedro sonrió y dijo: «¡Vaya! Casi me había
olvidado de que tengo cáncer».
El primer ciclo de quimioterapia le golpeó con fuerza. Perdió 20 kg.
Tenía nauseas y vomitaba con frecuencia. Siguió una dieta muy
desagradable, pero nunca –literalmente nunca– se quejó. Conservó su
sentido del humor de siempre. Por primera vez sus hermanos pequeños
pesaban más que él. Cuando se lo mencionaron, Pedro señaló su cabeza y
dijo: «Lo importante es lo de aquí arriba... en eso no me superáis».
Los médicos se alarmaron al ver aquella significativa pérdida de peso.
Viéndose incapaces de detener aquella tendencia, comentaron que si seguía
perdiendo peso tendrían que ponerle una sonda para alimentarle. A Pedro
aquello no le hacía ninguna gracia. Cuando al día siguiente le pesó la
enfermera comprobaron que había ganado un poco de peso. La enfermera,
sorprendida, le preguntó cómo lo había logrado. Pedro, con una sonrisa de
oreja a oreja se sacó dos piedras de los bolsillos y le dijo: «¡Con estol»,
finalmente, entre carcajadas, decidieron prescindir de la idea de la sonda.
Perdió peso. Perdió el pelo. Perdió el curso académico. Pero no perdió la
sonrisa. La virtud de la alegría queda certificada en un libro de firmas que le
mandaron sus compañeros de universidad en Londres al enterarse de su
enfermedad. Muchos mensajes hacían referencia a su alegría y a su sonrisa,
a su actitud siempre positiva, a su tendencia a ayudar y a su palpable fe
cristiana. «Echo de menos la sonrisa que me recibía cada mañana a las 9»,
escribía uno de ellos. «Echo de menos tu alegría que caldeaba el ambiente
de la clase», decía otro. «Pedro, todos comentan el impacto que has dejado
en nuestras vidas. Se te echa de menos». Y otro añadía: «La clase no es
igual sin tus bromas y tu cálida sonrisa».
Cuando empezó a caérsele el pelo decidió afeitarse la cabeza. Aquello
fue, sin duda un gran sacrificio. Pero sin ningún aspaviento, levantó la
maquinilla con la mano derecha, como quien alza un trofeo, y dijo: «Por el
Padre» [7], y se rasuró él solo.
Jamás se quejaba, y si le preguntaban, trataba de quitar hierro al asunto y
cambiar de tema. Cuando sus visitantes le preguntaban si se encontraba
bien, muchas veces respondía: «Don’t worry. I’m not sick. It’s only repairs»
[8].
Un día fue el obispo de visita a Greygarth. Se preparó un pequeño
aperitivo en el salón, y al entrar en la habitación la gente fue saludando al
obispo. Pedro entonces caminaba con muletas y esperó discretamente
sentado. Al acercarse, el obispo le preguntó a qué se debía la cojera. Pedro,
con mucha naturalidad y sin querer convertirse en el centro de atención le
dijo que era «una pequeña lesión».
El 12 de mayo hubo una Misa en honor del beato Álvaro del Portillo en
la catedral de Westminster celebrada por el cardenal Vincent Nichols. Pedro
y su familia viajaron a Londres para asistir a esa Misa y visitar amigos. Por
cuestiones de horario, llegaron una hora antes a la catedral. Cuando Pedro
lo contó en el centro explicaba que «aquello fue muy extraño» dijo con cara
intrigada: «tuvimos que esperar». Y con una carcajada añadió: «Mi familia
nunca llega pronto a ningún sitio».
Como hemos visto, Pedro era incapaz de hacer sufrir a nadie y cubría con
arte los defectos de los demás. Un día recibió una llamada del osteópata que
le había tratado meses antes cuando pensaban que el dolor era un problema
muscular. El médico le preguntaba si se le habían solucionado los dolores.
Pedro le explicó con mucha delicadeza que le habían diagnosticado un
osteosarcoma. A aquello siguió un silencio incómodo que rompió Pedro
quitándole hierro al asunto. Le dio las gracias por haberle ayudado tanto y
le pidió que no se preocupara porque meses atrás nadie habría sospechado
que era un cáncer.
Otro rasgo de su personalidad era el aprovechamiento del tiempo. Dado
que ya no podría continuar el curso en la universidad en Londres, se planteó
qué hacer para aprovechar bien cada día. Esos primeros meses, tras el
diagnóstico, vivía en casa de sus padres y acudía a Greygarth a diario. Allí
asistía a Misa por las tardes, hacía arreglos y se le ocurrió que podía
continuar con los estudios de filosofía que cursaba durante los veranos y así
adelantar materia. Pocos días más tarde, Fr Peter Haverty comenzaba a
darle clases de Historia de la Filosofía Medieval.
5. LA LUCHA

En su nueva situación seguía buscando la manera de responder a Dios


con urgencia y con generosidad. En las notas que tomó en un retiro mensual
aquellos primeros meses, escribía en castellano:
«Dios te necesita ahora y tienes que cambiar ya. No sabes cuándo
morirás».
«Si te murieses hoy, ¿crees que entrarías en el Cielo?».
«Tienes que estudiar y cumplir las normas y las mortificaciones por amor
a Dios».
«Crea un horario de estudio y evita las distracciones».
«Tenemos que ser instrumentos útiles para Dios».
«Para avanzar en el apostolado en la universidad tienes que estudiar y dar
ejemplo».
«Tienes que hacer el examen de conciencia bien cada día».
«Usa libreta, no el móvil, que apenas lo usas».
«Confiésate más a menudo».
«Lo que te falta es tener prisa. Ya no te queda más tiempo que perder».
«Tienes que tener prestigio para ser eficaz en el apostolado».
«El tiempo es gloria».
«Tendremos que dar cuenta del tiempo perdido».
En agosto asistió a una convivencia de tres semanas en Thornycroft,
cerca de Manchester. Todavía tenía que ingresar en el hospital de vez en
cuando para continuar con su segunda sesión de quimioterapia. Durante
todo el curso se le vio muy alegre. Participó en las celebraciones de
cumpleaños con números cómicos y también presentando el festival.
Todavía hay fotografías y algunos vídeos de sus actuaciones rondando por
ahí.
Al finalizar los dos primeros ciclos de quimioterapia ya era evidente que
aquel tumor no se podía operar. El médico le explicó, delante de sus padres,
que su cáncer no tenía curación. Durante un tiempo a Pedro le había
preocupado aquella operación porque suponía extirparle gran parte de la
pelvis y una pierna y dejando la otra pierna sin capacidad de movimiento.
Al volver al centro, comentó que las esperanzas de sobrevivir eran «muy
pocas, cero... prácticamente ninguna». A Pedro le había costado mucho
hacerse a la idea de que tras la operación pudiera pasar el resto de sus días
sin una pierna, sin pelvis y la otra pierna paralizada. «Quiero morir con las
dos piernas», dijo un día. «Quiero entrar en el cielo por mi propio pie, no
empujado por mi ángel en silla de ruedas».
Un aspecto de su lucha que nunca pasó desapercibido es su capacidad de
aguantar el sufrimiento sin quejarse. Un enfermero del hospital decía: «Yo
he trabajado con muchísimos niños y adolescentes con cáncer. Los más
pequeños no se quejan casi nunca, los adolescentes, sin embargo, no paran
de quejarse... Pero Pedro es la excepción. Jamás le he escuchado la más
mínima queja».
Se agotaban los recursos terapéuticos y disminuían las esperanzas. Sin
embargo, de pronto se presentó la posibilidad de un tratamiento
experimental en Heidelberg (Alemania) con radiación de protones. Para ello
habría que trasladarse a aquella ciudad universitaria durante varias semanas.
Pero la financiación resultó ser un escollo. La Seguridad Social no estaba
dispuesta a financiar el coste del tratamiento que podría superar los
100.000€.
Tras numerosas reuniones se le comunicó a Pedro y a sus padres que las
expectativas de curación eran muy escasas y no valía la pena la inversión.
Pedro no era inmune a las malas noticias y más tarde reconoció que aquella
tarde lo pasó muy mal. Como comentaría luego, durante aquella reunión se
dio cuenta de la gravedad de su situación.
A los tres días, el obispo de Shrewsbury fue a visitarle y le dejó una
estampa con las palabras de la Virgen a san Juan Diego: «¿No estoy aquí,
yo, que soy tu madre? ¿No estás bajo mi sombra y resguardo? ¿No soy, yo
la fuente de tu alegría? ¿No estás en el hueco de mi manto, en el cruce de
mis brazos? ¿Qué más necesitas? No dejes que nada te preocupe o te
aflija».
Al leerlas con su madre se quedó tan sobrecogido que decidieron recitar
aquellas palabras todas las noches. Aquel abandono marcó mucho la forma
en que Pedro y su familia llevaron la enfermedad. Se pusieron en las manos
de Dios y de la Santísima Virgen y decidieron llevarlo todo “one step at a
time” – paso a paso. Eso le dio mucha paz sabiendo que todo saldría como
Dios quisiera. Aquella paz interior era fruto del abandono.
Se comenzó a pedir dinero y se logró recaudar parte del coste, pero
aquellos 100.000 euros era una cantidad demasiado importante. Gracias a
Dios, después de muchas reuniones y miles de oraciones, casi a última hora,
la seguridad Social aprobó la financiación y cubrió la mayor parte de los
gastos.
Mientras tanto, el número de gente que rezaba por Pedro seguía
creciendo. Las oraciones venían de todas partes del mundo. El prelado del
Opus Dei había mencionado varias veces a este hijo suyo en reuniones con
mucha gente pidiendo oraciones por él. Cuando le preguntaron si creía que
el milagro podría ocurrir, Pedro contestó con una sonrisa de oreja a oreja:
«Recemos. Pero si no hay curación, habrá Cielo. Cualquiera de las dos
opciones es un éxito» [9].
El tratamiento de Heidelberg no era invasivo ni doloroso. Se trataba de
quemar el hueso con radiación. Las molestias vinieron después, con el
tejido de hueso muerto y con una quemadura en la piel que tardó mucho en
curar y de la que jamás se quejó. Aquel tratamiento parecía haber dejado al
tumor inactivo. Los efectos duraron unos meses y Pedro pudo reanudar más
o menos su vida normal.
Durante una temporada aquella llaga en la piel que había dejado la
radiación fue la molestia más significativa que sufría. En un momento dado,
cuando el dolor era especialmente intenso, el director le pidió que ofreciera
las molestias por los residentes de Greygarth. Pedro sonrió y dijo: «Vale,
ofreceré por ellos en particular el dolor del culo».
Al poco de cerrarse aquella herida comenzó su segundo ciclo de
quimioterapia mientras trataba de hacer vida normal. Un día, a finales de
agosto de 2015, durante la tertulia en Greygarth, Pedro dejó caer
casualmente que se cumplía un año desde que volvió de Barcelona y se fue
a Londres a comenzar su vida universitaria en Netherhall. Y con una sonrisa
que dejó a todos estupefactos añadió: «¡Ha sido un año genial!».
Todos se quedaron de piedra, y alguien rompió el silencio diciendo que
aquel era el comentario más positivo que había escuchado en su vida. Pedro
se vio en la obligación de aclarar entre carcajadas: «A ver... El año ha sido
terrible, sí... ¡pero genial!».
En los momentos más difíciles, cuando el dolor arreciaba, Pedro se
agarraba al crucifijo. «Sin crucifijo», decía, «nada de esto tiene sentido».
Explicaba su padre en una carta que un día Pedro le contó cómo le vino a
la mente preguntarse: «¿Por qué yo? ¿Por qué a mí?». Y con mucha
naturalidad se respondió a sí mismo: «¿Y por qué no yo, que tengo fe y lo
puedo ofrecer?».
Por mucho dolor que tuviera, intentaba siempre cumplir con sus deberes.
En octubre de 2016, cuando el dolor del tumor volvía con fuerza, Pedro
tenía que terminar un trabajo para la universidad. Incapaz de aguantar
sentado, intentó teclear de pie. Probó muchas posturas y asientos, pero el
dolor no cesaba. Finalmente, terminó dictando el trabajo a otro, mientras
permanecía tumbado en el suelo, bocarriba un rato y bocabajo después,
hasta que pudo enviar el trabajo justo a tiempo. Cuando le dieron la
calificación, el mismo Pedro se sorprendió de la buena nota que había
obtenido.
Trabajaba con intensidad. Durante una temporada en que se encontró con
tiempo libre, decidió ir a ayudar en el colegio The Cedars, en Londres. Esos
días vivía en Kelston, cerca de Balham, y desde allí se lanzó a hacer lo que
hiciera falta: ensayar una obra de teatro, vigilar el estudio, ayudar a
alumnos con dificultades e, incluso, ayudar a corregir exámenes. Se le veía
en la sala de profesores, muy concentrado, corrigiendo un montón de
exámenes, sin quejarse del calor que hizo aquellos días.
«El dolor es un misterio», escribió en sus notas uno de esos días, «y, sin
embargo, el cristiano con fe sabe descubrir en la oscuridad del sufrimiento,
propio y ajeno, la mano amorosa y providente de su Padre Dios que sabe
más y ve más lejos. Quien tiene fe entiende de alguna manera las palabras
de San Pablo: “Para los que aman a Dios, todas las cosas son para bien”».
Como su deber era estudiar, trataba de defender su tiempo de estudio y
de trabajo. En ocasiones, estudiaba todo lo que podía por las mañanas antes
de tomarse las medicinas para el dolor porque sabía que después de
tomarlas le producirían somnolencia y ya no podría estudiar con tanta
intensidad.
A consecuencia de su enfermedad, mucha gente comenzó a visitarle.
Siempre se sentía muy incómodo convirtiéndose en el centro de atención y
le mortificaba mucho el “Fenómeno Selfi”; de pronto todo el mundo quería
hacerse fotos con él. Pero lo vio como otra fuente de sacrificios. Entendía
que aquellas fotos eran importantes para la gente y se dejaba fotografiar sin
preocuparse de si salía con pelo o sin pelo, con ojeras o pálido o con cara de
sueño.
También le molestaban mucho las expresiones desmedidas de afecto, los
abrazos excesivos, las carcajadas muy sonoras, los gritos y aplausos, el
alboroto. En inglés se refería a aquello con la palabra “Fuss”. Lo aguantaba
todo pacientemente cuando se trataba de gente que venía a visitarle, pero no
dudaba en cortarlo de raíz con quienes tenía más confianza. A ellos les solía
decir: «Please, no fuss».
En los momentos más difíciles, se apoyaba mucho en la oración y los
mensajes que le llegaban continuamente. Pero le daban particular alegría las
cartas que recibía del Padre, el prelado del Opus Dei. El 12 de febrero de
2015 le llegó una que le hizo llorar. Comentaba al director que aquel día
había sido muy duro, con mareos, cansado, y harto de la comida insípida
que tenía que comer. Aquella carta no pudo ser más oportuna. Con mucho
cariño, el Padre le decía que se apoyaba en él especialmente y Pedro se
emocionó.
Como decíamos, la santidad no está en ser perfecto si no en no dejar de
luchar por intentarlo. Más de una vez perdió la paciencia con la gente.
Cuando, en medio de sus dolores, algunos trataban de alegrarle con chistes
o canciones y se montaba un guirigay en la habitación, en alguna ocasión
mandó a todos a la calle o les decía con seriedad: «Basta de bromas». Poco
después, dolido, les pedía perdón. Esto se repitió en varias ocasiones.
También le costaba ser más comprensivo con los defectos de los demás.
No entendía por qué uno de los residentes de Netherhall o de Greygarth no
estudiaba, por qué otro no se levantaba por las mañanas, o por qué otro
había comenzado a consumir droga o no trataba de socializar más en lugar
de quedarse en su habitación con sus videojuegos.
Particularmente, se frustraba porque la gente que podía y, en ocasiones
quería, no rezaba, o porque decían que irían a Misa y no iban. En este
sentido, a veces le costaba entender que otros no hicieran las cosas que él
hacía con tanta naturalidad, porque él no se consideraba especial en nada.
«Si yo puedo hacerlo», pensaba «¿Cómo no va a poder hacerlo él?».
En sus notas se describía la lucha: «Tengo que ser más misericordioso
con las luchas y defectos de los demás. Misericordioso como mi Padre
celestial es conmigo». Durante los años de enfermedad aprendió a
comprender mejor las dificultades los demás y mejoró muchísimo en la
virtud de la paciencia.
A la vez que trataba de ser misericordioso con los otros, era muy
exigente consigo mismo. En alguna ocasión manifestó al director su
extrañeza porque no le hacían correcciones y se planteaba si no sería porque
la gente sentía lástima por él. Pidió que se le corrigiera «todo y siempre».
Que no se anduvieran con chiquitas, que tenía que ser santo y no tenía
tiempo que perder. Siempre agradecía muchísimo las correcciones que
recibía.
6. APOSTOLADO

Desde el comienzo de su enfermedad, su habitación comenzó a ser la


más popular del hospital. Pedro decoró su estancia con un crucifijo, una
imagen de la Virgen y su sonrisa. Muy pronto aquella afluencia de gentes
llamó la atención de las enfermeras, hasta que llegaron a acostumbrarse. La
“Habitación de Pedro” era conocida en todo el hospital.
Un día, en septiembre de 2015, un sacerdote fue a llevarle la Comunión,
pero copió mal el nombre del ala del hospital y se perdió. Finalmente,
decidió preguntar a unas enfermeras y le dijeron que el departamento que
buscaban no existía. Mientras intentaban encontrar la habitación en el
ordenador, el enfermero les preguntó el nombre.
«¡Ah! ¿Pedro? ¡Haberlo dicho antes!» contestó el enfermero. «Todos
conocemos a Pedro. Está en la otra parte del hospital» y allí le dirigió con
una sonrisa.
El pabellón donde estaba Pedro en Christie Hospital estaban ingresados
numerosos pacientes jóvenes con cáncer, como él. En poco tiempo había
conocido y hablado con la mayoría de ellos. Como siempre había gente con
él en su habitación, en ocasiones pedía que le dejaran con uno u otro, o que
se pusieran a rezar mientras él hablaba con un enfermo en otra habitación.
Impresionados con su sonrisa y su serenidad, incluso madres y padres de
los jóvenes pacientes venían a hablar con él y pedirle consejo. En cierta
ocasión, al entrar en la habitación, alguien se encontró a Pedro dormido, y a
otro joven con cáncer sentado junto a él. Al preguntarle si estaba hablando
con Pedro, el joven respondió: «No. Está dormido. Yo vengo a verle porque
me da paz estar cerca de él».
Pedro tenía su puerta abierta a todo el mundo. Para ayudar a levantar los
ánimos, los miércoles había una cena con pizzas en la sala de descanso de
su planta del Christie Hospital. Con permiso de los médicos, los enfermos
podían traer amigos, comer pizza y ver una película juntos. Era una forma
de irradiar un poco de luz en un ambiente difícil. Por efecto de la
quimioterapia, la pizza dejó de gustarle a las pocas semanas. Pero siempre
animaba a todos a venir y a pasar un buen rato juntos, incluso si en algún
momento él tenía que retirarse por no encontrarse bien.
El número de visitas crecía. En especial, amigos. Amigos de todas las
edades. Creyentes y no creyentes. Sacerdotes y ateos convencidos. Niños y
ancianos, muchas familias, pacientes, médicos y enfermeras... Como decía
su hermano Carlos, su habitación parecía el camarote de los Hermanos
Marx en la película “Una noche en la ópera”: «Me sorprendió que las
enfermeras no nos echaran a todos a la calle. No dejaba de asombrarme que,
sufriendo dolores intensos, todavía continuaba interesándose por los
problemas de los demás y por cómo podía ayudarles».
Si hay una virtud especial que todos reconocían en Pedro, era la virtud de
la amistad. «Quien tiene un amigo tiene un tesoro. No como el de Gollum...
sino un tesoro de verdad», escribió Pedro en el guión de una charla que dio
a los estudiantes de Greygarth. Y explicaba: «Un buen amigo te conoce por
dentro y por fuera. Y tú a él. Y esto solo se consigue hablando y pasando
tiempo juntos. Si no hay amistad no se llega a las cosas profundas en la
conversación. Al final, la amistad, querer a la gente, es ya apostolado. Y
mientras pensamos que ayudamos a nuestros amigos, ellos nos ayudan a
nosotros». Y aclaraba: «¡Ojo! No es que tengamos amigos para hacer
apostolado. Eso no es amistad. Queremos a nuestros amigos... y eso ya es
apostolado». Lo sabía por experiencia.
Llamaba la atención al personal del hospital la cantidad de sacerdotes y
obispos que venían a ver a Pedro. Tenía un amor muy grande al sacerdocio.
Rezaba mucho por los sacerdotes, por su santidad y por su fidelidad. Le
entristecía saber de sacerdotes que estaban muy solos y rezaba
especialmente por ellos. Comentó en varias ocasiones que, si se recuperaba
lo suficiente, le pediría al Prelado irse a Roma con la intención de hacerse
sacerdote si hacía falta. Llegó incluso a mencionar pedir una dispensa para
ordenarse antes de acabar los estudios si era necesario, «porque no tengo
tiempo que perder».
Lino de los obispos mencionaba que visitar a Pedrito era como ir a ver al
Papa, porque Pedro les preguntaba por el número de seminaristas, por cómo
hacer para que fueran almas de oración, para que fueran fieles y santos, o si
habían pensado cómo promover más vocaciones y llenar el seminario.
Siempre prometía sus oraciones por esas intenciones.
En marzo de 2015, tres meses después de su diagnóstico, hizo un viaje a
Londres para volver a ver a sus amigos de la Universidad y de Netherhall.
Quería asegurarse de que, aunque él no estuviera ya en Londres, aquellos
siguieran en contacto con alguien que les ayudara a acercarse a Dios.
Habló con muchos y se desvivió por ver a todos los que quisieron verle,
que fueron muchísimos. En su primera noche en Londres, estuvo hasta las
tantas hablando con unos y otros hasta que le pidieron que se fuera a la
cama.
Al día siguiente, a las 6:55 estaba listo para hacer la oración con todos. A
lo largo de su enfermedad siempre hizo el esfuerzo de hacer la oración y
asistir a Misa en el centro del Opus Dei, con los demás. Muchas veces era el
primero en llegar al oratorio antes de la oración de la mañana, aunque por
las noches no lograra dormir ni unos minutos, o se levantara vomitando.
Hacía falta mucho más para impedirle unirse a la oración con los demás al
día siguiente. Y si le preguntabas por qué no se quedaba en la cama, decía:
«Después de estar en el hospital me he dado cuenta de que no siempre
tendré la bendición de poder rezar con los demás delante del Santísimo o de
asistir a Misa en mi propia casa».
Había gente que le consideraba un santo y, para bochorno suyo, se lo
decían a la cara. Pedro siempre reaccionaba con rapidez y decía que para
ser santo hacía falta mucho más. Un día le dijo a su madre: «No me voy a
morir todavía. Solo los buenos se mueren muy jóvenes».
Cuando su madre le recordó aquellas palabras unas semanas más tarde
delante de varias personas, Pedro se sonrojó y añadió: «Todavía me queda
mucho tiempo». Y era evidente que no tenía intención de perder ni un
segundo.
Un caso especial era el de las enfermeras. Pedro se aprendía sus
nombres, les preguntaba por sus familias y les prometía oraciones por sus
preocupaciones. Como pasaba temporadas hospitalizado y otras en casa,
muchas veces las enfermeras cambiaban de planta o no las veía durante
muchos meses o incluso más de un año. Pero él seguía recordando sus
nombres y las personas por las que le habían pedido rezar. Había
enfermeras que venían de otras plantas a verle porque, entre ellas, se
animaban unas a otras a visitar a aquel joven de la sonrisa permanente.
Pedro no les daba tregua. Cuando le pedían que rezara por alguien, él
pedía oraciones a su vez. Les preguntaba por su fe, por su práctica religiosa.
Animaba a las católicas que no practicaban a volver a Misa, a la confesión.
Y cuando volvían a verse, se lo recordaba.
En una ocasión, una enfermera católica le abrió su corazón. Vivía en una
situación familiar difícil y no era feliz. Pedro le preguntó: «¿Vas a Misa?».
Cuando ella le respondió que ya no iba, Pedro le dijo: «Eso te ayudará a ser
más feliz». Aquella mujer prometió volver a practicar su fe y cumplió su
promesa.
Cuando le pedían que rezara por alguien se apuntaba el nombre en el
teléfono. Tenía una lista más larga que la bufanda de una jirafa, y la leía de
vez en cuando en su oración para renovar sus intenciones y recordar los
nombres.
Como su enfermedad duró tres años y sufrió muchos ingresos, llegó a
conocer muy bien a muchas de ellas y varias volvieron a la práctica
religiosa gracias .1 las conversaciones y la alegría de Pedro. Alguna se
sorprendía al ver que se acordaba de su nombre y de su familia, aunque
hubiera pasado más de un año desde la última vez que se vieron.
Un detalle que nunca pasó desapercibido a quienes le acompañaban era
su delicadeza en el trato con las doctoras y enfermeras más jóvenes. Con
ellas guardaba un poco más la distancia y jamás se detenía a mirarlas. Con
naturalidad, cuando no estaban hablando con él, apartaba la vista. Solía
pedirle a su madre que fuera ella la que hablara con ellas de la fe y de la
maravilla de tener a Dios.
Tenía tentaciones contra la virtud de la santa pureza, como todos. Entre
sus notas tiene apuntadas muchas batallas, como esta: «Tentaciones de
pureza durante la noche y luego durante el día también. He actuado bien.
Estaba cansado y por eso ha costado más. La guarda de la vista necesita
mejorar. Tengo que poner el corazón en Dios más a menudo».
Otro día apuntaba: «Controlar la imaginación. Centrarme en el hoy y el
ahora. Poner la lucha lejos de los muros capitales de la fortaleza.
Templanza».
7. FIDELIDAD

En junio de 2016, cuando Pedro llevaba ya un año y medio luchando con


el cáncer, el director de Greygarth se trasladó a Londres. En aquella
residencia universitaria había un consejo local [10] bastante joven formado
por un director, un subdirector y un secretario junto con el sacerdote de la
residencia. Aquel traslado generó una serie de cambios y Greygarth
necesitaba un nuevo secretario. Los directores le preguntaron a Pedro si él
estaría dispuesto a cubrir el cargo. Y él aceptó sin problemas:
«Una vez que dices que sí a Dios... ya solo es cuestión de seguir diciendo
que sí», explicaba.
No es nada habitual que un miembro del consejo local no haya recibido
dos años de formación inicial, pero en el caso de Pedro, la necesidad hizo el
órgano. Cuando me dio la noticia, me dijo: «Rece mucho por Greygarth,
father. La cosa tiene que estar muy mal para que yo tenga que ser el
secretario».
Las cosas no iban mal en absoluto, y menos aún con él en el consejo
local. Ahí se puso al servicio de todos aprendiendo rápido y cumpliendo
con su deber. En ocasiones, cuando volvía del hospital tras un ciclo de
tratamiento, estaba muy débil y el consejo local se reunía en su habitación
mientras él, desde su cama, tomaba notas de la reunión.
Para afrontar esa nueva etapa sabía que tenía que apretar en la oración.
En sus notas apuntaba: «Me superan los nuevos cargos (cargas). Las cosas
se van a poner más difíciles. Tengo que rezar más».
Igualmente, al tener que encargarse de las cuentas económicas, tuvo que
aprender algo de contabilidad. Fr Andrew, que se había dedicado a ello
antes de ordenarse sacerdote, le echó una mano. No era infrecuente verle
haciendo cuentas a la vuelta de una estancia larga en el hospital o cuando no
se encontraba bien del todo.
«Las cuentas no esperan a que se me pasen los dolores», comentó en
alguna ocasión.
En cuanto podía permitirse el esfuerzo, se le veía trabajando en el jardín
de Greygarth o haciendo arreglos por la casa o, en ocasiones, llevando a un
vecino el correo que habían dejado erróneamente en el buzón de Greygarth.
Mientras las fuerzas se lo permitían, trataba de servir con naturalidad y sin
aspavientos.
En agosto de 2016 estuvo un mes en Glasgow. Don Gonzalo González
era un sacerdote de 85 años que se estaba muriendo. Pedro pudo ir a
visitarle varias veces. Él mismo escribió una carta en la que explicaba su
primer encuentro:
«La primera vez que fui a verle entramos en el cuarto y Fr Gonzalo
estaba despierto, pero miraba al techo, parecía que no se había enterado de
que habíamos entrado. Jack y yo estuvimos hablando y luego me presentó a
Fr Gonzalo, y cuando dijo mi nombre, me miró y con mucho esfuerzo me
preguntó, “How are you?”. Esto me conmovió mucho. Le respondí que
estaba muy bien. Nunca nos habíamos visto pero me di cuenta de que había
rezado mucho por mí y que seguía rezando».
La virtud de la fidelidad, como la lengua materna, se aprende al estar
expuesto a ella. Y Pedro comentó como le marcó mucho aquel encuentro
con un sacerdote fiel que moría mayor, desgastado, exprimido como un
limón.
Pero la fidelidad no se conquista en esta tierra. Es una batalla que dura
toda la vida hasta el último instante. Pedro era muy consciente de sus
errores y miserias. En sus notas, especialmente tras el examen de
conciencia, reflejaba su lucha interior. Es muy revelador poder ahora leer
las notas que escribía en su teléfono durante su oración, durante el examen
de conciencia y en otros momentos del día.
En esas notas se dirigía a Jesús o a él mismo en segunda persona, como
hablándose así mismo. En enero de 2016 escribía: «Debes tener ambición y
trabajar como si todo dependiera de ti. Y luego rezar como si solo
dependiera de Dios. Y ya está. Hoy ha pasado algo que no pudiste prevenir
y te sientes culpable y estás muy avergonzado. Agua pasada. ¡Ahora hacia
Adelante! A trabajar, a estudiar y a hacer apostolado».
¡Qué hermosa es la lucha del cristiano cuando no se rinde!
Muchas notas dejan entrever el nivel de exigencia al que se sometía. Al
poco tiempo escribía en su teléfono: «Vas bien, pero puedes ir mucho
mejor. Horario. No pierdas el tiempo. Reza más, ama al Señor. Te sigue
dando vergüenza hablar de Dios y de Jesús delante de la gente. Conoce más
tu Fe, habla con los residentes de Greygarth, que no te dé miedo...
Confiésate y empieza de nuevo».
Por fuera era todo actividad normal. Por dentro era lucha. En el diario de
Greygarth del 8 de febrero de 2016 se hace referencia a Pedro cuidando de
la casa, repasando las cuentas del centro, jugando al ajedrez con Greg y
Nico, trabajando en el jardín. Sin embargo, Pedro apuntó en su teléfono ese
día: «Hoy no tengo ganas de hacer nada». ¡Pues bien que lo hizo, con ganas
o sin ellas!
Apuntó sus propósitos para aquella cuaresma en su teléfono:
– Cuidar las normas del plan de vida.
– Controlar la imaginación.
– Trabajar/Estudiar: Plan de estudio.
– Apostolado.
Pedro creaba un ambiente afectuoso a su alrededor. Trataba a todos los
residentes de Greygarth con cariño, pero con los demás miembros del Opus
Dei era espontáneamente más disfrutón.
En numerosas ocasiones, Pedro comentó que ofrecía su vida por las
vocaciones: para que Dios mandara muchas y para que las que ya había,
fueran fieles. Repetía con frecuencia la jaculatoria: “Serviam!” (Serviré).
Era la oración de San Miguel Arcángel que contrarrestaba la rebelión de
Satanás que no quiso servir a Dios diciendo su: “Non serviam!” (No
serviré). Era su intención servir a Dios como Él quisiera ser servido.
Algunos días le costaba más decirla. El día anterior a uno de sus ingresos le
dijo a su madre: «Mamá ayúdame a decir “Serviam!”», y así lo hicieron los
dos.
8. BUEN HUM0R

Durante la enfermedad de Pedro el ambiente en Greygarth era muy


distendido. Un día Iñaqui se puso sus famosos pantalones verdes y todo
Greygarth se dio cuenta de que echaba peste a perfume. Al parecer alguien,
para gastarle una broma, había dejado un ambientador encima de sus
pantalones en el armario para que Iñaqui lo encontrara allí. Pero se fueron
todos de vacaciones de pascua y se olvidó el asunto. Al volver de
vacaciones, el pantalón iba emanando esencia a aquel perfume allá por
donde pasaba. Las bromas duraron muchos días en la casa porque todos
sabían, por el tremendo olor que desprendía su ropa, si Iñaqui había ido al
oratorio, al comedor, o si estaba pasando justo en ese momento por un
pasillo.
Varios residentes fueron acusados del delito. La animadversión contra
esos pantalones verdes venía de lejos. Los acusados tuvieron que defender
su inocencia en un juicio público en la tertulia. El misterio tardó varias
semanas en resolverse. Un día Pedro comentó a Iñaqui que su pantalón
seguía oliendo casi un mes más tarde. Iñaqui cayó en la cuenta en ese
instante de que Pedro jamás había defendido su inocencia. Pedro, al verse
descubierto, comenzó a reír a carcajadas y todo Greygarth con él.
Pedro le había regalado años antes a Fr Robert una botella de whisky.
Siendo escocés, a Fr Robert le gustaba mucho esa bebida y enseñó a Pedro
a distinguir los buenos de los malos y los distintos tipos. Pronto a Pedro le
empezó a gustar también beber una copita de vez en cuando. Un día
vinieron a verle unos amigos al hospital y le trajeron una botella.
Consiguieron varios vasitos de plástico y brindaron. Evidentemente, el
hospital no es el mejor sitio para darle al whisky, y al escuchar los pasos de
una enfermera que se acercaba, Pedro dio la orden de esconder la prueba
del delito.
Cuando apareció la enfermera en el umbral de la puerta se quedó un poco
sorprendida al ver aquel revuelo. Todos estaban en formación, firmes como
en el ejército, con las manos sospechosamente escondidas detrás de la
espalda. Pedro tuvo el tiempo justo para pasar su vaso a otro por detrás de
su espalda mientras sonreía a la enfermera. Cuando aquella salió, Pedro les
dijo: «¡Conseguiréis que me echen del hospital!».
En febrero imprimieron en Greygarth un folleto para un curso de retiro
en el que aparecía una foto antigua de Pedro y su hermano Javier con la
boca tapada con cinta adhesiva. La foto la habían sacado un año antes, de
broma, pero aparecía en el folleto para recordar que era un retiro en el que
convenía estar en silencio. Pedro rio al ver la foto y comentó: «Si queréis
silencio en el retiro, mejor no os llevéis a mis hermanos».
Su habitación en el hospital era muy concurrida y las tertulias que se
montaban siempre incluían carcajadas que se escuchaban desde los pasillos.
En una ocasión, cuando acabó su segundo ciclo de quimioterapia, un par de
médicos vinieron a verle a la habitación. Entre otros datos, le dijeron que en
una semana había perdido 5 kg. Pedro sonrió y dijo: «¡Pues entonces esta
dieta hay que patentarla porque funciona de maravilla!» Uno de los médicos
no pudo dejar de reírse mientras el otro, sorprendido, se quedó admirado de
que, a pesar del sufrimiento, conservaba intacto el buen humor.
Un día vinieron en tren cuatro amigos a verle desde Londres. Llegaban
tarde y le llamaron por teléfono para saber si podrían asistir a Misa con él.
Pedro comprobó las Misas de la parroquia y vio que llegarían a la de
mediodía. Jack le preguntó: «¿Podrás ir a Misa con ellos?» Pedro comenzó
a palparse el cuerpo y con una sonrisa respondió: «A ver... yo creo que sí...
¡todavía no estoy muerto!».
A las cocinas de los hospitales no suelen darles estrellas Michelin.
Aunque él jamás se quejaba, después de tantos días con la misma comida,
ya le entraban ganas de comerse las toallas. Sus padres y otros visitantes
intentaban traerle algún “suplemento alimenticio”. En concreto, se le hacía
la boca agua con el sushi. A veces quienes le visitaban le traían sushi o
sándwiches de la tienda de abajo. Allí hacían una oferta especial a partir de
las 4 de la tarde para vender los alimentos que ya no podrían vender al día
siguiente.
Por teléfono desde su habitación, Pedro dirigía la operación con rigor
militar. Mandaba alguien a la tienda a averiguar las ofertas que había.
Cuando el precio del sushi bajaba de £1,80 o los sándwiches en oferta le
gustaban, aprobaba la compra: «Luz verde! Repito: ¡Luz verde!
Transacción aprobada. “Operación Sushi is a go” ¡Operación activada!».
Si el sushi no estaba rebajado o los precios de los sándwiches que
ofrecían no le convencían, comunicaba sus instrucciones inequívocamente:
«Abort! ¡Retirada! A todas las unidades: ¡Retirada!».
Un día estaban celebrando un cumpleaños en Greygarth. La gente hacía
números cómicos o cantaba o contaba algún chiste. En un momento dado su
hermano Carlos estaba haciendo un número cómico y se estaba dejando
llevar demasiado. Mientras todos se partían de risa con él, Pedro le dijo:
«Carlos. Ya habíamos hablado de que dejaras de hacer eso».
Carlos, un poco confuso le preguntó: «¿Qué dejara de hacer qué?».
«Lo de dejarme en ridículo», contestó Pedro: «¡Todos saben que eres mi
hermano!».
Y más tarde, al recordarlo, explicaba: «El problema de Carlos es que no
tiene vergüenza... Yo tengo toda su vergüenza y la mía juntas».
Su alegría era evidente incluso cuando nadie miraba. En ocasiones se le
podía escuchar a Pedro tarareando una canción desde la ducha del hospital
o mientras iba de un lado a otro en un pasillo de Greygarth.
En febrero de 2017 hubo una charla con los residentes de Greygarth. Se
trataba de como conseguir sacar adelante cualquier proyecto. Entre los
estudiantes había uno que llevaba una larga temporada pidiendo oraciones
para encontrar una novia. Pedro no dejó pasar la oportunidad y preguntó al
ponente con seriedad: «Hay gente que lleva muchos años tratando de
encontrar una novia. ¿A qué edad cree usted que deberían tirar la toalla?».
Cuando, por el dolor, permanecía sentado, siempre manifestaba su
lástima por no poder ayudar. Un día el sacerdote le dijo que sí que ayudaba.
Ayudaba con sus oraciones y sus dolores. «Eres el corazón que late por los
demás», le dijo el cura. A lo que respondió Pedrito: «Pues este corazón está
bastante “arrítmico”».
Muchas veces, cuando sus amigos visitaban a Pedro, acababan jugando
con él a las cartas o al ajedrez. En ese ambiente relajado, Pedro tenía
conversaciones muy divertidas y disfrutaba muchísimo. Además,
aprovechaba para seguir formando a la gente. En una de aquellas partidas
de cartas se decidió a arriesgarlo todo a una jugada... y perdió. Con una
sonrisa añadió: «Con las cartas arriesgo, porque perder no tiene
consecuencias. Con la vida no arriesgo, que si pierdo, lo pierdo todo: No
me la juego: yo siempre con Dios, en el bando ganador».
Así, con mucha naturalidad aprovechaba las visitas, hacía disfrutar a la
gente y a la vez les ayudaba a plantearse cosas grandes. Quienes le
visitábamos no teníamos la impresión de ir a ver a un enfermo, sino de
visitar a un amigo, que en ese momento estaba enfermo.
Un misterio que rodea a los españoles residentes en el extranjero –y que
intriga a muchos– es el irresistible magnetismo que irradia una tortilla de
patatas (con cebolla, ahí dejo el debate) o unas lonchitas de jamón serrano
de calidad. Pedro siempre agradecía que le hicieran llegar estos manjares al
hospital esquivando todos los controles sanitarios. Pero indistintamente,
siempre ofrecía a los demás y apenas probaba él un poco. A pesar de tener
muchos dolores que ofrecer, quería hacer sacrificios que no le venían dados,
sino que él podía elegir libremente. Como hemos visto, la enfermedad no
reducía su lista de mortificaciones.
La alegría, como cualquier virtud, se demuestra cuando es difícil estar
alegre, como la fortaleza se demuestra cuando las cosas se ponen cuesta
arriba o la sinceridad cuando decir la verdad te mete en problemas. No
sorprende que el sufrimiento, el dolor y la muerte pongan a prueba la
alegría. Por eso, hacia el final, cuando los dolores eran ya muy intensos y le
costaba sonreír, comentaba: «Mi batalla ahora es morir alegre».
En más de una ocasión, cuando alguien le vio un poco triste, le preguntó
la razón: «Me duele no poder hacer vida normal. Me duele que me molesten
las carcajadas de los demás. Yo antes no era así».
A comienzos de 2017 ya se habían agotado todos los recursos
terapéuticos. El cáncer estaba de nuevo activo y volvía a extenderse y los
médicos le dijeron que le quedaban meses de vida. Aquello fue un jarro de
agua fría. Hasta esa fecha, Pedro solía explicar que todavía tenía esperanzas
de poder controlar aquel tumor. A partir de aquel día todo cambió.
Describía a quienes estaban con él como se libraba ahora “una batalla
mental contra el cáncer” en la que no podría venirse abajo, porque muchos
dependían de él. Fue una lucha muy dura por no perder la alegría y seguir
hasta el final sin rendirse, sin perder el optimismo y el buen humor. Aunque
ahora el optimismo era distinto: era la lucha por morir santo.
«Ya no se trata solo de ir al cielo, sino de llevar a muchos al cielo. Eso
exige mucho más».
Pocos días después de que le dijeran que le quedaban meses de vida, en
febrero de 2017 se topó con un grupo de cinco sacerdotes que habían
acudido a una charla. Pedro los conocía y se quedó un rato hablando con
ellos. Pronto surgió (no se sabe muy bien cómo) el tema de su funeral y
Pedro se puso a bromear sobre lo que esperaba de los sacerdotes que
asistieran. Fr John sugirió que cantaran el Kumbaya. A Pedro le hizo gracia
y les pidió que lo cantaran en ese momento los sacerdotes “para ver qué tal
quedaba”. Acabaron todos rodando de risa.
Cuando se hubieron controlado un poco, un sacerdote le preguntó cómo
había recibido la noticia. Pedro contestó que él la había recibido mucho
mejor que su familia. Explicó que cuando el día anterior el médico le dijo
que el cáncer había vuelto y le quedaba menos de un año de vida, sonrió
porque su madre estaba con él. «Siempre es más duro para la familia»,
comentó.
Lo que más sorprendió a aquellos sacerdotes es que Pedro lo contaba
todo con una gran sonrisa y mucha serenidad, y asegurándose de que
aquellos disfrutaran de su reunión y que su presencia no les aguara la fiesta.
Todo lo contrario. Aquellos sacerdotes no han olvidado todavía la emoción
de aquel encuentro.
Entre las intenciones frecuentes por las que Pedro rezaba y ofrecía
sacrificios, estaban las vocaciones sacerdotales, las vocaciones de
numerarias auxiliares y, en general, la fidelidad de todas las almas a su
vocación.
9. DARSE A LOS DEMÁS

«Darse sinceramente a los demás es de tal eficacia, que Dios lo premia


con una humildad llena de alegría» escribió San Josemaría. Pedro fue una
prueba irrefutable de esa verdad.
Pedro tenía la habilidad de dirigir la atención siempre a los demás. Él era
quien preguntaba cómo iban las cosas al que venía a estar con él, y cuando
le pedían que rezara por alguna intención, recordaba lo que le decían. En
una ocasión, una enfermera tuvo que venir a ayudarle porque había
vomitado. A pesar de sentirse muy mal, Pedro le reconoció enseguida y le
preguntó por los exámenes de su hijo que tanto le habían preocupado en su
conversación anterior.
En cierta ocasión, Luke, un cristiano protestante amigo de Pedro, trajo a
un amigo suyo a Greygarth, también protestante, para conocerle. En la
tertulia tras la comida, Pedro explicó con naturalidad algunas
conversaciones que había tenido con enfermeras y médicos en el hospital.
Les hablaba a todos de Dios, de Jesús, del sentido de la vida, del poder de la
oración... Las anécdotas se sucedían unas a otras y Pedro estuvo hablando
durante casi una hora. Fascinado con lo que oía, al terminar, aquel amigo de
Luke comentó: «He conocido a un cristiano con fuego en el alma».
Es importante darse cuenta de que, lo que a veces parece innato, no es
más que práctica. Nadal no juega bien al tenis solo porque le tocó la lotería
genética, como si no tuviera que practicar horas y horas todos los días. A
fin de cuentas, el talento es práctica. Y la santidad, también. Hay quien
pensaba que a Pedro le salía natural hablar de Dios; que el ser apostólico es
un don que algunos tienen y otros no. Y que Pedro lo tenía.
Por eso alguno se sorprenderá al encontrar tantas notas suyas en que le
pedía a Dios vencer los respetos humanos: «Que no te dé vergüenza hablar
de Dios», apuntaba en un retiro. Ahí se ve que también en esto tenía que
vencerse. Al comenzar la carrera de nuevo en Manchester, escribía en sus
notas: «Tienes que conocer a mucha gente buena en la universidad e
invitarles a los retiros y meditaciones. Quererles mucho. Trabajar mucho».
Y así lo hizo.
Eso era lo que la gente percibía por fuera. Pero Pedro seguía pidiendo en
su oración al Señor el perder la vergüenza para hablar de Dios a los demás.
Al finalizar un curso de formación escribía en su oración: «Señor, yo quiero
terminar este curso más cerca de ti, con afán de apostolado y quitarme los
respetos humanos. Dame la gracia para que haga lo que tenga que hacer en
todo momento».
La santidad consiste pues en no dejar de luchar por amor. En ocasiones
Pedro tenía que luchar por dejar de centrarse en sus cosas y dedicar más
tiempo a la gente, a su familia o a los demás residentes de Greygarth. Entre
sus notas se encuentran muchas como estas: «Tienes que luchar en el
ESTUDIO, MORTIFICACION, el APOSTOLADO». «Cuidar más el
tiempo de la noche, silencio para rezar por la noche. Irme a la cama
directamente». «Soberbia: no enfadarme con la gente». «Ayudar a la gente a
ser santos: tengo que corregirles». «Horario. Horario. Horario».
También llevaba a su oración a sus amigos para ver cómo ayudarles más.
Y la mejor manera de ayudar a otros es siempre empezar por uno mismo.
Escribía un día en su oración: «Debes dar ejemplo. No puedes exigir a los
demás lo que no te exiges a ti mismo». Esto lo aplicaba a sus amigos y a los
demás miembros de la Obra: «Llevarme a la oración a mis hermanos. Uno a
uno», escribía. También se exigía a exigir: «Corregir a los demás cuando
veo cosas que pueden mejorar. ¡No mirar a otro lado!».
Otro aspecto en el que tuvo que luchar fue en ser más natural. Pronto se
dio cuenta de que la gente le trataba con deferencia; al estar enfermo, los
demás se volcaban más con él y se sentía más observado. Esto le llevó en
ocasiones a sentirse un poco cohibido delante de gente que conocía menos.
Por eso escribía un día en el examen: «Actuar con naturalidad en casa. Sé tú
mismo».
A la vez se daba cuenta de que, en ocasiones, había quien le trataba como
si fuera una personalidad y no se atrevían a acercarse o a hablar con él de
entrada. Al comenzar una de aquellas convivencias en que aparecía gente
nueva, escribía en su agenda: «Hablar con los nuevos».
Una de las primeras personas que conoció en la universidad de
Manchester, al recomenzar la carrera en octubre de 2015, fue a Ugo. Era
francés y era su primera semana lejos de su hogar. Pedro se dio cuenta de
que estaba muy taciturno y se puso a hablar con él. Ugo le explicó que
echaba mucho de menos a su familia. Estuvieron hablando un rato, dando
vueltas al campus. Ugo le dijo que creía que la vida no tenía ningún sentido
y acababa en la nada. Pedro le preguntó si creía en Dios y Ugo le dijo que
no. «Por eso estás triste», le contestó.
Más tarde, Pedro pensó que quizá había sido demasiado tajante y se puso
a rezar por él. Pero al día siguiente, muy temprano, Ugo le llamó para
preguntarle si podían verse porque quería seguir hablando con él «sobre el
sentido de la vida y todo eso».
La pérdida de facultades le hacía sufrir de muchas maneras. Un día su
madre le llevó en coche a la universidad. Al bajar del coche vio a un grupo
de amigos y se apresuró a alcanzarles andando con las muletas. El dolor era
intenso y aquel grupo de chicos no disminuía el paso, pero Pedro no se
detuvo. Con gran esfuerzo logró alcanzarles y entró con ellos en la
universidad. Cuando al terminar salió de allí, entró en el coche donde su
madre le esperaba, y rompió a llorar. Ya no lograba ni andar al paso de los
demás.
A Pedro le salía, casi espontáneo, ofrecerse a ayudar. En cierta ocasión se
fue a hacer un recado cerca del centro de la ciudad de Manchester con su
coche adaptado. Cuando estaba a punto de volver, una anciana le pidió
ayuda para llevar las bolsas de la compra. Aunque Pedro iba cojeando, la
señora no pareció notar nada. Viendo que la distancia iba a ser considerable
y no podía caminar cargado de bolsas él tampoco, Pedro se ofreció a llevar
a la señora en coche y así lo hizo.
Cuando dejó a la señora en su casa, ya camino de vuelta, un ciclista que
había empinado el codo más de la cuenta se golpeó levemente contra su
coche. De nuevo Pedro salió al rescate. Finalmente, aquel día llegó tarde a
comer a Greygarth y explicó con naturalidad sus aventuras.
Su apostolado no conocía fronteras y aprovechaba cualquier ocasión. El
21 de diciembre de 2016 varios jugadores del Manchester United fueron a
visitar el hospital donde estaba Pedro. Entre los jugadores estaba Juan Mata,
Ander Herrera y David de Gea. Como eran españoles, Pedro les fue
guiando para enseñarles la planta. Con la ayuda de su madre, no
desaprovechó la ocasión para hablar del Opus Dei, de Greygarth y de la
importancia de las actividades formativas que ahí se ofrecían.
Pedro estaba dispuesto a todo por atender a la gente. En una ocasión, una
enfermera vino a la habitación a darle su dosis de morfina para los dolores
intensos que tenía. Como Pedro estaba con un grupo de amigos le pidió que
volviera más tarde. Ella volvió más tarde, pero otros habían venido y se
repitió la conversación. Finalmente, se quedó Pedro solo con otro cuando
entró la enfermera de nuevo. Para calcular la dosis, le preguntó: «De cero a
diez, ¿cuánto te duele?».
Pedro le contestó, «8». La enfermera se llevó las manos a la cabeza y
salió a buscar la medicina. El que le acompañaba le preguntó: «¿Pero por
qué no has pedido la medicina antes?». Con mucha naturalidad, Pedro
contestó: «Porque con esa medicina me entra el sueño y ya no puedo
atender bien a los demás».
A Pedro la gente le quería porque él quería a la gente. En una ocasión,
con dolores y con muchas dificultades para aguantar sentado en el coche,
quiso desviarse en un viaje para pasar por el pueblo de uno de los enfermos
de cáncer que conoció en el hospital. Así, la próxima vez que se vieran
podría hablar con él sobre su pueblo.
Tenía hambre por tratar a la gente. Poco antes de morir conoció a
Stephen. Después de hablar durante un rato, Stephen comentó que le
hubiera gustado conocerle mucho mejor. Pedro se puso triste de repente,
como si cayera en la cuenta de que se le acababa el tiempo de hacer amigos,
y comentó: «A mí también». Un año más tarde, sin duda fruto de las
oraciones de Pedro, Stephen entraría en el seminario para ser sacerdote.
Decía san John Henry Newman que la característica propia de un
caballero es tener la vista “siempre puesta en los demás y su mayor
preocupación es permitir que todos se sientan como en casa” [11]. Pedro
encajaba perfectamente en esa definición.
Un día antes de uno de sus ingresos hospitalarios, se quiso llevar a unos
amigos a comer pizzas con sus padres. Como Javier era de Guatemala,
Pedro le recomendó una pizza muy picante, pensando que le gustaría. Pero
al poco tiempo Pedro se dio cuenta de que a Javier le salía fuego por la
boca: aquella pizza era demasiado picante para él. Discretamente, Pedro
sugirió a los demás que le dejaran probar sus pizzas a Javier para que no
tuviera que comerse la suya entera ni se quedara con hambre.
A veces, después de largas noches sin dormir, de tratamientos muy
agresivos, con dolores, nauseas y cansancio, Pedro permanecía en la cama,
con los ojos cerrados, hablando lo mínimo. Sin embargo, al entrar un
médico o una enfermera sacaba fuerzas de flaqueza y se ponía a hablar con
ellos con naturalidad. Ese cambio nunca dejó de sorprender a quienes le
acompañaban.
Pedro estaba ya muy enfermo cuando falleció uno de sus amigos del
Christie Hospital. Aun así, pidió que le llevaran a su funeral. Fueron varias
horas de viaje en coche, pero él quiso ir porque sabía que su familia no
practicaba ninguna religión, y quería que al menos hubiera alguien allí que
rezara por él. Era evidente que Pedro quería a la gente y disfrutaba con
ellos. En una ocasión, ya muy enfermo, la tertulia en su habitación se había
prolongado bastante. Cuando alguien hizo ademán de levantarse y mandar a
todos a la cama, Pedro dijo: «Vamos a alargar esto un poco más, que estoy
disfrutando mucho».
En febrero de 2017 Pedro ya sabía que le quedaba menos de un año de
vida. Un día le comentó a uno de los que vivían con él: «Es inútil pasarse el
tiempo calculando cuánto me queda. Si me lo tomo a malas, me puedo
echar en la cama y esperar a que venga la muerte a recogerme. Pero hay
almas que salvar y Dios sabe cuánto tiempo me da».
10. LA COLINA DEL CALVARIO

Sumado a sus sufrimientos físicos, Pedro ofrecía muchos más


sufrimientos morales para los cuales, como él decía, “no hay morfina”. En
primer lugar, sufría por sus padres y sus hermanos. Era muy habitual que
Pedro le dijera a quienes tenía más cerca: «No te preocupes por mí.
Simplemente reza por mis padres». Con palabras muy similares nos lo pidió
a muchos.
Se daba cuenta de que su enfermedad había hipotecado el tiempo y las
preocupaciones de toda la familia. Pedro vio a sus padres y hermanos llorar
en numerosas ocasiones. Era consciente de que nadie sufre totalmente solo.
Como a Jesús en el Gólgota, amante y amado sufren juntos. Quienes aman,
acompañan al amado a la cumbre y contemplan en agonía el calvario de
quien aman.
Su familia sufría al verle sufrir. Pedro sufría al ver sufrir a los suyos.
Pero si Dios no le ahorró esa amargura a su Madre, tampoco se la ahorra a
sus hijos. Sus padres y sus hermanos vieron cada instante de aquella batalla
desde la primera fila. La vocación de su familia fue la de la Virgen
Santísima, la de san Juan y la Magdalena. Y aún a ratos era más la de san
Dimas porque, ver a quien amas en la cruz, te crucifica a ti también.
Sus padres hubieran querido llevar ellos esa cruz. Pero la Cruz de Pedro
no la puede llevar nadie más. Ellos tenían la suya. Al fin y al cabo, ni
siquiera la Virgen Santísima pudo, por más que quiso, quitarle ni una
minúscula parte del sufrimiento a su Hijo. Ella no estaba allí para llevar la
Cruz de Jesús, sino para llevar la suya propia (la de la Madre) al lado de su
Hijo. El sufrimiento no se comparte. Es individual. Pero sufrir con otro es
siempre un consuelo.
Permíteme una reflexión que comenté a Pedro en una ocasión y puede
ayudar a quienes sufren: «Stabat Mater dolorosa, iuxta Crucem», dice el
himno litúrgico (Jn 19, 25). La Madre estaba junto a la Cruz. Pero no en la
Cruz. Ella tenía la suya. Los clavos que atravesaban las manos de Jesús
atravesaban también el corazón de la Madre. Los insultos que herían a
Jesús, herían a su Madre. Las espinas, el frío, la vergüenza... todo afectaba a
los dos por separado. La lanza atravesó más el Corazón de la Madre que el
Sagrado Corazón del Hijo, puesto que el Corazón de Jesús ya no latía, pero
el de María sí.
La habitación de Pedro era como un Calvario, y sus padres, como ‘La
Madre’ al pie de la Cruz, con su propia cruz. Y sus hermanos (también los
del Opus Dei) como san Juan y santa María Magdalena.
El Misterio del Sufrimiento es así. Cada uno sube el Calvario llevando su
propia cruz. Pero es una bendición ir acompañado por los demás que llevan
las suyas. Uno de los consuelos más grandes del sufrimiento es que Cristo
no es ‘indiferente’. De hecho, es muy ‘diferente’. Jesús llora. Ese es el
versículo más breve del Evangelio: “Jesús lloró” (Jn 11, 35).
El pasaje de la muerte de Lázaro es en sí todo un misterio. A Jesús le
dicen que su amigo está muriendo y Él ni se mueve. Cuando el amigo
muere, entonces Jesús se pone en marcha. Él mismo les dice a sus
discípulos que Lázaro ha muerto. Al llegar a Betania, Marta le sale al
encuentro: «Marta dijo a Jesús: “Señor, si hubieses estado aquí, mi hermano
no habría muerto”». Razón llevaba.
Pero Jesús sabe lo que va a hacer. Inmediatamente viene la hermana,
María, y le asalta con la misma pregunta: ¿Por qué has hecho esto? «Señor,
si hubieses estado aquí, mi hermano no habría muerto». Y, entonces ocurre:
«Jesús, al verla llorando, y a los judíos que la acompañaban, también
llorando, se estremeció en espíritu y se conmovió, y dijo: “¿Dónde le
pusisteis?” Le dijeron: “Señor, ven y verás”. Jesús lloró».
Jesús no lloró por Lázaro (sabía que iba a resucitar). Jesús no lloró
cuando le condenaron a muerte. Jesús no lloró durante la Pasión. No llora
por sí mismo. Jesús lloró cuando vio a María llorar.
El Corazón del Creador se estremece con las lágrimas de sus hijos y sus
hijas. Un amigo me decía “yo solo podría creer en un Dios que llora. Si no
fuera capaz de llorar no sería tan Dios”. Lo veo.
Nunca derramamos nuestras lágrimas solos. Dios llora con sus hijos y
sus hijas. Consuela tanto el saber que Dios puede derramar lágrimas con
nosotros, que saber que Dios puede derramar Sangre por nosotros.
Dios no nos quita las lágrimas, pero añade las suyas.
¿Lloró Jesús al ver a su Madre al pie de la Cruz? Yo sé que sí. Al Señor
no le importaba sufrir Él mismo. Pero ver sufrir a su Madre fue un dolor
mayor que todos los azotes que pudieran darle a Él. El sufrimiento noble es,
las más de las veces, en carne ajena. ¿Quién sufrió más, Pedro o sus padres?
Todos sufrieron al 100%. Cada uno lo suyo. Mismo Calvario; distinta cruz.
Hablando de aquello, Pedro me dijo: «Morirse es mucho más difícil de lo
que pensaba. Lo que más me hace sufrir no es el cáncer, es la gente».
Con sus hermanos actuaba como hermano mayor que era. Teniendo que
atender a tanta gente que venía verle trataba de no olvidar a los suyos. Entre
sus notas se podían leer cosas como esta: «Tienes que pasar más tiempo con
Javi [su hermano pequeño] y hablar con él del colegio y cosas que le
gustan. Llama a Carlos [su otro hermano] para hablar con él también. Cuida
a papá». Les preguntaba sus hermanos por sus estudios, por sus exámenes,
por sus clases y sus intereses. Les pedía que ayudaran más y no dieran
problemas, que se ocuparan de sus padres, que les facilitaran el descanso,
que se ofrecieran para sustituirles acompañándole, para que ellos pudieran
desconectar de vez en cuando.
Pero el corazón de un padre y una madre no desconecta jamás.
Curiosamente, cuando Jesús decía que en el Cielo no hay maridos y
mujeres, no modificaba el hecho de que por toda la eternidad seguirá
habiendo madres y padres e hijos e hijas, hermanos y hermanas. Eso no
cambia.
11. FIDELIDAD EN EL CALVARIO

Los numerarios del Opus Dei se pueden incorporar a la Obra a partir de


los 18 años por el periodo de un año. Cada 19 de marzo, fiesta de San José,
si así lo quieren, renuevan su entrega por un año más. Eso se repite al
menos durante 5 años. A partir de los cuales uno puede pedir su
incorporación definitiva al Opus Dei haciendo la “fidelidad”. El día que se
hace la fidelidad, se recibe un anillo.
A Pedro le correspondería hacer la fidelidad a los 23 años. Consciente de
que se moriría antes de cumplirlos, Pedro decidió hacer la fidelidad antes.
Desde Roma el Prelado le concedió una dispensa para hacerlo, y el 12 de
marzo de 2017, a los 21 años, hizo la fidelidad en su habitación del hospital.
La ceremonia se hace habitualmente en un oratorio o iglesia. Ese día el
sacerdote le trajo la Sagrada Comunión y Pedro pudo hacer sus promesas
delante de Jesús Sacramentado. Fue una prueba más de amor a su vocación.
Con el tiempo, los dolores físicos fueron evidentes. De hecho, cuando le
transfirieron a la Unidad de Control del Dolor, tardaron varias semanas en
conseguir calmar sus dolores. Se probaron muchos tratamientos, pero
ninguno parecía solucionar el problema. Como último recurso, decidieron
implantarle una bomba de morfina que la suministraría casi constantemente.
Al poco rato se le empezaron a caer las lágrimas a Pedro. Todos creían que
lloraba de dolor y pensaban que no había hecho efecto.
«No. No es eso», contestó. «Es que es la primera vez en muchos meses
que no siento el dolor».
El médico confesó más tarde a sus padres que el tratamiento del dolor de
Pedro había sido uno de los casos más difíciles de su carrera.
Otra cosa que le hacía sufrir a ratos era la atención que recibía. A Pedro
le molestaba molestar. Prefería tratar de hacer por su cuenta todo lo que
podía hacer solo. Pero a ratos se frustraba con sus limitaciones y se le
saltaban las lágrimas. Era muy duro para él darse cuenta de que cada vez
podía hacer menos y tenía que pedir más. Al ir perdiendo facultades en sus
últimas semanas, le costó mucho tener que aceptar ayuda incluso para
necesidades muy básicas. Pero aprendió a ser humilde y a obedecer también
en aquello.
A pesar de los sufrimientos que tenía, Pedro no aflojaba en su plan de
mortificaciones y sacrificios. Cualquiera pudiera haber pensado, “Con lo
que ya le ha caído, ¿para qué va a buscar nuevas mortificaciones?”. Pues
para ser santo. Apuntaba en su agenda: «Ofrecer más mortificaciones. Por
mis pecados y por los difuntos». Pedro continuaba practicando las
mortificaciones como si estuviera sano. Durante su enfermedad seguía
duchándose con agua fría, absteniéndose de carne los viernes,
mortificándose en las comidas, en el descanso, en el uso de las pantallas...
Entre las cosas que le costaba ofrecer, estaba lo que San Josemaría
llamaba el minuto heroico de la noche y de la mañana: irse a la cama a hora
fija y levantarse a hora fija. En muchas de sus notas se repite el propósito de
irse a la cama directamente después del examen de conciencia. Este punto,
en teoría tan sencillo, le costaba especialmente. Ahí, ya sentado en su cama,
se podía entretener contestando mensajes o leyendo emails que le llegaban
o siguiendo las noticias. No dejó de luchar nunca en esto pues de ello
dependían muchas cosas.
Un día escribía: «Luchar más por hacer bien las normas. Para esto, irme
pronto a la cama». Bien sabía que el soldado cansado puede luchar poco.
En abril de 2016 hizo su curso de retiro espiritual. Tomó muchas notas
que se conservan. El segundo día escribía: «La muerte es vida. Tengo que
amar a todas las almas. No sabemos cuándo vamos a morir, pero hay mucho
que hacer». Utilizaba así la muerte como acicate: «Piensa en la muerte para
remontar el vuelo: ¿Estaría Dios contento si me tuviera que juzgar hoy?».
Mortificaba a conciencia la templanza, no solo en las comidas, sino
especialmente a la hora de usar el ordenador y el iPad, de ver videos en
YouTube (sobre todo sobre el conflicto en Oriente Medio y algunas noticias
de política), las distracciones al estudiar o trabajar, o al hacer la oración.
Anotaba muchas veces en su examen, como mortificación interior, el
control de la imaginación, especialmente cuando estaba en la cama
esperando a caer dormido.
«Seguir a Cristo significa negarse a uno mismo», escribía un día: «No
busques el camino fácil. Pero tranquilo: no siempre será tan duro».
La virtud de la humildad es don y es conquista. Muchas veces a Pedro le
ayudaba su madre o su padre. Otras veces Patricio, que era médico. En una
ocasión Patricio le pidió a Javier que ayudara a Pedro a limpiarlo antes de
salir del baño, porque quería que aprendiera y así pudiera dar descanso a su
madre. Al ver a su madre allí, Pedro se enfadó: «Pero ¿por qué no lo hace
mi madre que está ahí fuera?».
Javier le contestó que el médico quería que otros también aprendieran
para cuando su madre no estuviera. Al oír aquello Pedro bajó la mirada. Se
quedó en silencio unos segundos, respiró hondo y le explicó a Javier lo que
tenía que hacer. Nunca más volvió a quejarse de que le ayudaran. Pero era
muy visible lo mucho que le costaba mostrarse así de vulnerable, incapaz
incluso de limpiarse después de ir al baño.
En su oración pedía muchas veces la virtud de la humildad. La mayoría
de las veces sencillamente escribía la palabra: «Humildad» en su examen. O
hacía referencia a la falta de humildad: «Ser más humilde. Me enfado
porque soy soberbio». Apuntaba sus enfados en el examen: «Me estoy
enfadando más con la gente: Me he enfadado con los niños españoles y con
mis hermanos».
Pedía la humildad para tener el valor de corregir a otros numerarios, para
que los comentarios de los demás no le afectaran, fueran buenos o malos.
«Sin desanimarse: ¡Más humildad!», escribía otro día. El alma que lucha
marca victorias y derrotas: «He criticado la forma de conducir de otro. Mal
perdedor en el ajedrez» apuntaba otro día en su examen para acordarse al
preparar la confesión.
En otra ocasión se enfadó con otra persona que estaba trabajando en su
tesis doctoral. Cuando vino a visitarle un día, Pedro le recordó que tenía que
escribir su tesis y que no debería de estar perdiendo el tiempo mientras
estaba con él. Le mortificaba verse como una carga para los demás. Desde
aquel día, quienes venían de Greygarth a acompañarle no olvidaban traer un
libro.
Cuando el dolor no le dejaba dormir, al despertar lo notaba mucho más.
Eran los combates más duros de aquella «batalla mental» y en ocasiones le
venían ataques de ansiedad. Esto no le había ocurrido antes de la
enfermedad y solo le sucedió ocasionalmente en los últimos meses. Cuando
más le afectaba, se iba a su habitación unos minutos a descansar y volvía
más tarde como si nada hubiera pasado.
El enemigo nunca se rinde. Hasta el último instante intenta arrebatar
almas a Dios. Entre las batallas que uno lidia cuando se acerca el final está
la fe. Fe en que Dios está ahí. Fe en que lo que ocurre tiene algún sentido.
El enemigo no da nunca un alma por perdida hasta el final y sabe cómo
atormentar a sus víctimas. A veces todo iba bien. Cuando en octubre de
2016 el dolor estaba más controlado, escribía en su oración: «No tengo
ninguna prueba de fe que me cueste. La vida es fácil». Esto le duraría pocas
semanas, porque pronto vendría el enemigo a dar la batalla.
Hacia el final de su enfermedad a Pedro le costaba mucho dormir, y en
esos momentos le entraban tentaciones, algunas de ellas tentaciones fuertes
contra la esperanza: “¿Y si no voy al Cielo?”, comentaba a veces a aquellos
con quienes tenía más confianza. Una de esas noches despertó a Andy, que
dormía a su lado y le dijo: «Me pregunto cómo lo hizo Montse Grases
cuando veía que se moría». Esto suele ocurrir siempre cuando la muerte se
aproxima y es una oportunidad para abandonarse con confianza en la
misericordia divina. Al fin y al cabo, el Cielo siempre es un don.
En otras ocasiones, desvelado a medianoche venía el enemigo con
tentaciones contra la santa pureza. En referencia a estas, anotaba en su
examen: «Acudir a la Virgen. Levantarme cuando la batalla es dura».
Era también motivo de sufrimiento el darse cuenta de que, con el dolor,
se había vuelto más impaciente con los demás y le dolía porque cada vez le
costaba más sonreír. Se le hacía difícil también físicamente porque el último
mes tenía unas llagas en la boca que le dolían cuando sonreía.
Alguien le comentó un día a Pedro que siempre se le veía alegre. Pedro
le corrigió enseguida y le dijo que no, que aquello era porque le veía con
buenos ojos. Le explicó que había momentos en los que le costaba mucho
mantenerse alegre, pero sabía que era su batalla personal y que los demás
no tenían por qué sufrirla.
También le frustraba el dormirse durante la oración o la acción de gracias
después de la Comunión; o cuando, ya en sus últimas semanas, se dormía
mientras estaba hablando con alguien. Sufría porque, con la medicación, no
lograba rezar bien ni prestar atención a Dios y a los demás.
El centro de su plan de vida seguía siendo la Eucaristía. Evidentemente,
hubo muchos días en que no le fue posible asistir a la Santa Misa o hacer su
oración delante de un Sagrario. Sin embargo, consiguió recibir la Comunión
casi siempre. En ocasiones, por las náuseas, no podía. Para lograr asistir a
Misa se modificaba el horario en Greygarth, o se celebraba en su
habitación. Cuando no era posible, le llevaba la Comunión un sacerdote.
Pedro nunca dejó de agradecer el esfuerzo que todos hacían para permitirle
asistir a Misa o recibir la Comunión.
Desde que se habituó a visitar a Jesús en el sagrario en el colegio de
Mallorca, no dejó de intentarlo cada día. Más adelante, cuando ya vivía con
el Huésped Divino en la misma casa, trataba de no acostumbrarse y acudir
muchas veces al oratorio. «Que no me acostumbre» decía un día a otro que
estaba a su lado, «a tener a Dios en casa».
En agosto de 2016, al hablar con su director espiritual, decidieron que
durante un tiempo Pedro se dedicaría a hacer más visitas al Santísimo
Sacramento en el oratorio. Al estar limitado físicamente, Pedro había
notado que había reducido el número de visitas. A la semana siguiente,
haciendo balance, apuntaba: «He hecho muchas más visitas al Santísimo
Sacramento esta semana». La santidad es luchar por amor. No hay más.
La última vez que logró bajar al oratorio tuvo que hacer un esfuerzo
enorme, en medio de sus dolores, y con la ayuda de varios. Quiso ir a ver al
Señor, «para devolverle la visita», ya que Él venía a verle a su habitación
todos los días.
El hecho de que la Misa fuera en centro de su vida espiritual se
transmitía también en la manera en que fomentaba que todos pudieran
asistir. Cuando ya estaba muy enfermo, y su madre quería estar con él todo
el tiempo posible, Pedro le pedía que fuera a Misa y le sugería que no
volviera hasta que hubiera acabado su acción de gracias.
Cuando solo podía recibir la Comunión fuera de la Misa, la solicitaba a
diario y la recibía con gran devoción. Incluso cuando no podía hablar por
las llagas que la quimioterapia le producía en la boca, siempre contestaba a
las oraciones de la administración de la Comunión. Y cuando ya no podía
tragar bien, se le administraba una parte pequeña de la Hostia Consagrada,
o incluso unas gotas del Vino Consagrado (llamado el Sanguis).
Un día, Fr Sean le llevó la Comunión, pero no encontró una mesa digna
que hiciera de altar donde se pudiera dejar la teca (una cajita de plata que
contiene una Sagrada Forma para llevarla a los enfermos). El sacerdote
decidió depositarla sobre el pecho de Pedro, que estaba tumbado en la
cama. Pedro se emocionó mucho y le falló la voz cuando Fr Sean le explicó
que él era el mejor altar que había en aquella habitación.
En ocasiones le costaba confesarse con frecuencia. Aunque se proponía
acudir a la confesión semanalmente, se le olvidaba a veces. En una de sus
notas escribía: «Debo ir al Señor a que me cure. A que me cure el alma.
Tengo que concretar un día a la semana para la confesión. Es parte de mi
plan de vida». Y otro día escribía: «Preparar la confesión mejor.
Confesarme todos los sábados».
Como los días eran muy caóticos, se dejaba algunas normas del plan de
vida para muy tarde. A veces se le veía leer el evangelio después del
examen. O apuntaba que se había olvidado de rezar el ángelus o meditar los
misterios del rosario. Fallaba. Pero jamás dejó de intentar cumplir su plan
de vida.
En los últimos meses era consciente de que, al comenzar el rosario o la
lectura del evangelio o la oración, le entraría un sueño enorme a mitad. Pero
siempre lo intentaba. No se rendía. Un día que estaba con varios en la
habitación y era la hora de hacer su rato de oración, les dijo sonriendo:
«Venga. Vamos a hacer un “reto” de oración». Era de verdad un reto hacer
la oración en esa situación. Se lee con frecuencia entre sus notas del
examen de conciencia: «Prestar más atención en la oración».
Luchaba por cada una de las prácticas diarias de piedad. Entre ellas, por
ejemplo, estaban las Preces. Consisten en una composición de san
Josemaría con oraciones y textos de la Sagrada Escritura y de la liturgia que
rezan en latín todos los miembros del Opus Dei. Un día de cuaresma
escribía Pedro en sus notas: «Las Preces. Cuaresma es tiempo de oración.
Debería intentar rezar las preces mejor. Me unen a todos los miembros del
Opus Dei del mundo. Serviam! En eso consiste toda mi vocación».
De su oración personal hay pocas notas. En ocasiones tomaba apuntes
personales que luego le servían para dar los círculos a los estudiantes. Uno
de esos días escribía: «Parece que nadie sabía quién era Jesús. Aunque
cumplía todas las profecías del Mesías, hijo de David, de Belén. Somos
unos privilegiados por conocer a Jesús y lo que Él ha hecho por nosotros.
Tenemos obligación de contar a nuestros amigos que Él es el Hijo de Dios,
que vino a morir por nosotros. Muchos lo saben, pero no lo entienden».
Cuando la enfermedad evolucionó, su plan de vida era errático. La
oración acababa dividida en varias partes, la lectura de un libro espiritual le
pesaba mucho, bastantes días no lograba visitar a Jesús en el Sagrario.
Cuando manifestó su preocupación por aquello, el sacerdote le explicó que
el plan de vida es un medio, no un fin. El objetivo es ser alma
contemplativa, hablar con Dios a todas horas. Uno puede estar unido a Dios
haciendo oración mental o sencillamente subiendo al Calvario
acompañando a Jesús y dejándose acompañar por Él.
«En ese caso mi plan de vida son 24 horas al día», contestó. Y así era.
Su madre se daba cuenta de que cuando Pedro se encontraba mal no solía
decírselo a nadie. Un día protestó y le dijo que, si no se encontraba bien,
debía decirlo. Debía hacérselo saber a ella. ..ya Dios también. Pedro le
sonrió y le dijo: «Tú tranquila, que no dejo de hablar con Él en ningún
momento».
Algo que le hacía sufrir a Pedro era el no ser capaz de ver los frutos
apostólicos de todo aquello. Muchas veces, para animarle, la gente le
contaba lo fecundo que era su sacrificio. Le contaban de almas de un sitio u
otro que se acercaban a Dios. Él sonreía, pero decía a aquellos con quienes
tenía más confianza: «Sí. Todo eso está bien. Pero yo no veo nada».
Quizá Dios decidió mantenerle al margen de todo aquello para que no le
faltara la humildad porque, de hecho, centenares de almas se acercaron a
Dios gracias a su oración y a su ejemplo.
En ocasiones, cuando alguien le decía que su sufrimiento traería una
primavera de vocaciones, se frustraba aún más porque no vería jamás todo
aquel jardín que, con fe, confiaba en que Dios mandaría más tarde. «Sí.
Seguro que vendrá», decía con resignación, «cuando yo ya no esté. Como
Moisés, me perderé todo lo bueno».
Algunas vocaciones jóvenes comenzaron a llegar. Un día, mientras le
mostraba su pecera a Peter, pasó uno de los directores. Pedro dijo que
quería hablar con él. Cuando Peter salió, a Pedro se le saltaron las lágrimas
diciendo: «Yo no lo veré. Todo pasará cuando yo ya no esté».
Lo cierto es que Dios le permitió ver algunos de esos frutos, pero el
enemigo no le daba tregua. No olvidemos que el desánimo es la mayor
herida del enemigo. A veces esperaba mucho más o se impacientaba con las
almas que no acababan de responder.
Un día su hermano Javier, con lágrimas en los ojos, le decía que no era
justo que fuera él quien tuviera que pasar por ello. ¿Por qué Dios pagaba su
generosidad con tanto sufrimiento y una muerte temprana? Pedro se hizo
cargo del dolor de su hermano. Le abrazó y le dijo:
«Después de todo lo que he visto en estos tres años, después de tantas
conversiones y de haber acercado a tantos a Dios, volvería a pasar por todo
esto de nuevo sin pensarlo dos veces. ¡Vale la pena!».
Cuando recibía visitas se esforzaba por prestar atención, escuchar,
animar y sonreír. Pero todo aquello le suponía tal esfuerzo que, cuando se
quedaba solo con sus padres o hermanos o los miembros de la Obra, se
dormía. Con ellos podía descansar. A ellos les abría el corazón, en ellos se
apoyaba y de ellos recibía consuelo.
Sufría y lloraba. Lloraba a veces por el sufrimiento físico, en silencio.
Lloraba a ratos también por la oscuridad que sentía, por las despedidas,
porque se le acababa el tiempo de estar con la gente que quería, porque veía
sufrir a quienes estaban con él. Lloraba. Pero luego con serenidad trataba de
dejarlo todo en manos de Dios, una y otra vez, algunos días decenas de
veces. Y después se dedicaba con toda el alma a quienes venían a verle sin
que notaran su sufrimiento interior.
Un par de semanas antes de morir, Javier pasaba la noche a su lado. A
medianoche pidió ayuda para ir al baño. En esos momentos Pedro estaba
despierto y se podía hablar un poco más con él. Con mucha fatiga logró
incorporarse. Mientras tomaba aire dijo: «¿Hasta cuándo tengo que seguir
con todo esto?». Javier le dijo que hasta que Dios quisiera y trató de
consolarle recordándole que todos estábamos muy agradecidos de que
todavía estuviera con nosotros. Pedro se quedó en silencio y al poco rato se
acostó tranquilo.
Como se ve, su serenidad no era fruto de no tener sufrimientos o de no
darse entera cuenta de su situación. Su paz venía de un abandono consciente
en las manos de Dios que debía renovar constantemente.
12. FIELES HASTA LA MUERTE

En agosto de 2017 logró hacer su curso anual en Holanda con un grupo


de numerarios jóvenes de muchos países distintos. Allí tuvo la oportunidad
de ver al prelado del Opus Dei en persona por última vez.
En su afán por seguir mejorando, continuaba anotando propósitos en su
teléfono. Al día siguiente de incorporarse al curso anual escribía en su
oración:
«Pon un orden en tu día. Apréndete los nombres de todos. Habla con
cada uno de ellos. Humildad. Correcciones fraternas, hazlo por ellos. Piensa
en el apostolado del curso que viene».
Debido a sus dolores tuvo que volver a Manchester dos días antes de lo
previsto. Tenía una pierna muy hinchada y ya le costaba desplazarse.
Necesitaba ayuda para ir al baño, para levantarse, y para vestirse.
Se le habilitó una habitación en Greygarth que era más fácil de acceder y
era suficientemente grande como para albergar todo el equipo médico que
necesitaba. Sus padres y sus hermanos venían a verle allí todos los días.
El dolor se hacía cada vez más intenso. Su pierna derecha se hinchó y ya
no lograba apoyar peso en ella. El tumor comenzó a comprimir otros
órganos internos y las molestias se multiplicaron. En octubre ya le habían
diagnosticado metástasis en los pulmones.
En otoño de 2017 Pedro ya enfilaba la recta final. Los médicos indicaron
que habían agotado todos los recursos posibles y a partir de entonces solo le
administrarían tratamientos paliativos. Como su muerte era ya cuestión de
pocos meses, le preguntaron si prefería morir en el hospital o en casa. Él
pidió ir a casa, pero para sorpresa de los médicos, les explicó que su casa no
era la de sus padres, sino Greygarth. Los sanitarios no entendían que
quisiera morir en una residencia de estudiantes cuando sus padres vivían a
15 minutos de allí. Pero fueron sus propios padres quienes apoyaron su
decisión y manifestaron su conformidad.
Ellos, aunque eran también de la Obra, le ofrecieron la posibilidad de
morir en su casa. Sería menos trajín para quienes vivían en Greygarth, con
visitas diarias de médicos, enfermeras, familias y amigos... Al fin y al cabo,
su padre era médico y, además: ¿quién puede cuidar a un enfermo mejor
que su propia madre?
Pero Pedro les dijo que su hogar era el Opus Dei, y también su familia:
«Papás: Mis hermanos me necesitan y yo necesito a mis hermanos».
A partir de entonces comenzó la despedida.
Como Pedro quería sin reservas y se le quería tanto, despedirse de él fue
muy duro para todos. Cuando ya sabíamos que no le veríamos más, muchos
fuimos a verle y quiso que fuéramos pasando por su habitación para estar a
solas con él y hablar con cada uno personalmente por última vez.
Recibió miles de visitas antes de morir. Algunas jornadas fueron más de
cien personas las que fueron a verle y a despedirse de él. Uno de esos días
se llevó un disgusto grande al descubrir que algunas personas se habían
marchado sin poder despedirse de él porque, con la morfina y las noches en
vela, estaba dormido cuando vinieron. Por eso rogó que le despertaran
siempre y no permitieran a nadie marcharse sin verle, al menos un minuto.
Javier, que volvía a Guatemala, se despidió de él un 31 de diciembre. Se
encontró a Pedro dormido y le despertó como había pedido. Apenas abrió
los ojos le dijo: «Pedro, ya me voy». Pedro le sonrió y se fundieron,
llorando ambos, en un largo abrazo. Pedro le dijo: «Perdóname. Perdóname
porque te he dado mucho trabajo... me has tenido que ayudar en muchas
cosas».
Sorprendido, Javier le pidió perdón por no haber sabido ayudarle más y
mejor. Después Pedro le dio las gracias por haber vivido en Greygarth esos
meses y haber estado allí con ellos. Este episodio se repitió innumerables
veces con muchos de nosotros de diversas maneras.
El dolor comenzó a ser constante y agudo, sus noches largas y su
urgencia por prepararse bien, más apremiante. Decía al sacerdote que
cuando los dolores eran más intensos, habitualmente en medio de la noche,
repetía los nombres de quienes le habían pedido oraciones.
También explicaba que se consideraba un privilegiado por poder
prepararse para morir, algo que mucho no tenían, y por eso ofrecía sus
sufrimientos por quienes morían sin estar preparados.
Conseguir calmar el dolor fue una odisea, pero Pedro seguía sonriendo
mientras podía y recibiendo a quien quisiera venir a verle. Cuando no
estaba adormilado por el efecto de la medicación y de las noches sin dormir,
Pedro hablaba con normalidad y seguía teniendo detalles con todos. Por
ejemplo, guardaba una botella de whisky para Fr Robert, sabiendo cuánto le
gustaba, por si venía a verle.
Tampoco el dolor le hacía perder su sentido del humor. Hablando con Fr
Andrew sobre su funeral, discutieron sobre la lengua que deberían usar.
Comentó que seguramente vendrían muchos españoles y que la mayoría no
entenderían bien el inglés. Por eso sugirió con una sonrisa que lo mejor
sería que el funeral fuera en inglés con subtítulos en castellano.
Los últimos meses de 2017, de manera intermitente, Pedro ingresaba en
el hospital durante unos días para recibir tratamientos. Uno de esos días, su
hermano Carlos le pidió que rezara por un amigo suyo que deseaba que se
confesara, pues hacía mucho tiempo que no lo hacía. Pedro le aseguró que
rezaría por él y le pidió que se lo presentara. Carlos introdujo a su amigo en
la habitación de Pedro y al cabo de cinco minutos de conversación aquel
chico dijo que quería confesarse.
Pedro era muy consciente de que se moría y que a partir de entonces
haría muchas cosas por última vez. El domingo 19 de noviembre se fueron
a celebrar el cumpleaños de su padre. Habían venido muchos miembros de
la familia desde España para la ocasión, con la intención de ver a Pedro. En
un momento dado, rodeado de todos, Pedro no pudo contener la emoción y
comenzó a llorar. Sabía que era la última vez que celebraría el cumpleaños
de su padre en la tierra.
A principios de diciembre Pedro dejó el hospital y volvió a Greygarth.
Allí estaba acompañado a todas horas del día y de la noche. Sus padres
estaban durante el día también. Con su silla de ruedas todavía podía salir a
comer de vez en cuando con la familia o los amigos y lo disfrutaba. Y,
cuando su salud lo permitía, comía con los residentes en el comedor y
acudía a la tertulia con todos.
Por las mañanas venían dos enfermeras a visitarle cada día. El primer día
que fueron, coincidió que las dos eran católicas. Se quedaron muy
impresionadas. Al fin y al cabo, venían a visitar a un paciente que quería
morir en una residencia universitaria y eso les costaba mucho de entender.
La madre de Pedro les enseñó Greygarth a las dos enfermeras. Primero
les llevó a ver el oratorio y les explicó todo lo que pudo sobre la residencia
y la razón por la que Pedro quería estar allí. Se quedaron tan impresionadas
que comenzó a correr la voz por el hospital. Muchas enfermeras que venían
a verle tenían el convencimiento de ver “algo sorprendente que no habrían
visto jamás”, según contaban ellas mismas.
A veces venían médicos y enfermeras fuera de su horario de trabajo,
como la doctora de cabecera, a ayudar en lo que pudieran. En alguna
ocasión vinieron desde el hospital hasta cuatro enfermeras; una cifra un
poco desproporcionada si no se explica por las ganas que tenían de ver
aquel lugar y de visitar a un enfermo que se había convertido como en un
imán para ellas.
El 19 de diciembre se le diagnosticó una infección y volvió al hospital.
Ahí le pusieron oxígeno. A la mañana siguiente, en un momento dado, le
costaba respirar, se giró hacia Andy y su hermano Carlos y les dijo, como
animándose: «Ya queda poco», les sonrió y añadió «Gracias por estar ahí...
pero nada de ponerse sentimentales ahora ¿eh?».
Como ya se ha contado, a Pedro no le gustaban particularmente las
manifestaciones emocionales de cariño. Débil como estaba, todavía trataba
de esquivar besos de su padre o retiraba la mano cuando su madre intentaba
tomarla entre las suyas. En ese sentido, tenía el carácter propio de
Yorkshire, donde se crio.
El cáncer había invadido ya casi todos los pulmones y Pedro necesitaba
el oxígeno en cuanto surgían las crisis respiratorias. Tan pronto como
recuperaba el ritmo un poco, comenzaba a atender a las visitas con tal
cariño que muchos no notaban su dificultad para respirar.
En muchos momentos había ocho, diez o doce personas en su habitación
del hospital.
Tres días más tarde, el 22 de diciembre, Pedro se despidió de los
pacientes y médicos del hospital y volvió a Greygarth para morir en casa.
Allí le recibieron los residentes con alegría y tuvo con ellos una breve
tertulia. Pedro incluso se vio con fuerzas para ver una película y cenar pizza
con ellos (aunque él ya no la probaba).
El 23 de diciembre fue la última vez que muchos de nosotros le vimos.
Pedro recibía desde entonces a cada uno a solas y hablaba con cada uno.
Tom, un numerario joven estuvo también hablando con él. En un momento
dado, Pedro le preguntó si era feliz con su vocación. Tom le contestó que sí,
y con sencillez le hizo la misma pregunta a Pedro.
«Nunca he sido más feliz», contestó con una sonrisa.
Pedro repitió en numerosas ocasiones esos días que los últimos tres años
habían sido los más felices de su vida.
En cuanto los residentes se marcharon de vacaciones de navidad, se pudo
ofrecer habitaciones para que sus hermanos pudieran estar cerca de él a
todas horas. Sus padres también pasaban el día entero en Greygarth y
muchas veces la noche también. La administración de Greygarth se volcó
para que no les faltara de nada. Incluso llegaron a ayudar a sus padres con
las compras de Navidad para que ellos pudieran quedarse con Pedro.
Después del oratorio, la habitación de Pedro se había convertido en la
más importante y transitada de la casa. La noche de Navidad la pasaron
cantando villancicos con Pedro en su habitación. Al día siguiente, el 25 de
diciembre todos siguieron la bendición Urbi et Orbi del Papa Francisco
desde la habitación de Pedro. Luego Fr Joe celebró la Misa de Navidad en
la misma habitación con Pedro y su familia.
Esa tarde fue Papá Noel a repartir regalos a la habitación de Pedro, donde
estaban todos como sardinas en lata. Lo celebraron a lo grande. Tuvieron
tiempo también para ver el discurso de la reina y acabaron viendo una
película.
Todos los días recibía la comunión. Si no podía atender la Santa Misa, el
sacerdote le traía la comunión en la teca. La mesa de la habitación hacía de
altar. Ahí se dejaba la Eucaristía con velas y Pedro hacía la visita, luego
hacía 10 minutos de adoración y finalmente recibía la comunión de manos
del sacerdote.
En la Nochevieja tuvieron de nuevo celebración en su habitación después
de la Misa. A medianoche aprovecharon para mandar un video al Prelado
del Opus Dei a través de don Mariano Fazio, en el que Pedro le deseaba un
feliz año nuevo. No tardó en llegar como respuesta un mensaje del Padre
mandando su bendición a Pedro y a quienes estaban con él.
Los días siguientes fueron más tranquilos. Las visitas continuaban. Uno
de ellos fue Michael, un pedólogo que aprovechó su visita para cortarle las
uñas de los pies y vendarle una uña que sangraba. Como la pierna de Pedro
era ahora gigante, Michael comenzó a desenrollar la venda. Poco a poco,
para tensarla tenía que estirar más los brazos, dar vueltas alrededor de la
cama dando pasos hacia atrás. A Pedro le hizo gracia y al contarlo,
explicaba con gracia que se quedó preocupado porque le pareció que el
pobre Michael se había ido por los pasillos con el extremo de su venda en la
mano.
El primer día del año 2018 Pedro tuvo la dicha de recibir al Señor en la
custodia. Tuvieron un rato de adoración en su habitación y la bendición, y
acabó recibiendo la Comunión.
«No hay mejor manera de comenzar el año», comentó con una sonrisa.
Algunos días todavía logró bajar a comer con todos en el comedor. Las
visitas continuaban. Entre otras, una enfermera vino a visitarle, no ya como
enfermera, sino como amiga de la familia. Ahí explicó a varios que cuando
Pedro le dijo que quería irse a Greygarth a morir, ella trató de disuadirle
diciendo que debía ir a casa de sus padres, donde le cuidarían mucho mejor.
Pero ahora que había visto Greygarth y lo que ocurría entre aquellas
paredes, se daba cuenta de lo equivocada que estaba. Y concluyó: «¡Cómo
me gustaría ser parte de esta familia!».
A partir del 9 de enero Pedro ya pasaba la mayor parte del día
inconsciente. De vez en cuando abría los ojos y pedía algo. Ese día Fr Gerry
celebró la Misa en su habitación y pudo darle de comulgar unas gotas del
contenido del Cáliz. Como era el cumpleaños de san Josemaría, le trajeron
la reliquia del santo para que la besara.
El jueves 11 de enero Pedro ya apenas se movía o abría los ojos. En un
momento dado, su madre se acercó para colocarle bien el oxígeno. Sin abrir
los ojos y con gran esfuerzo, Pedro le rodeó con los brazos y le abrazó por
última vez. A partir de ese momento ya no se movió más.
Al día siguiente recibieron una llamada de don Carlos Nannei, un
sacerdote argentino amigo del Papa Francisco. El Papa le había pedido que
llamara a Pedro y a su familia para decirles que se acordaba de la visita que
le hicieron y que rezaba por ellos y agradecía a Pedro sus oraciones, ya que
de varias maneras Pedro le había hecho llegar el mensaje de que ofrecía sus
sufrimientos por el Papa. El Papa Francisco le mandaba su bendición
apostólica.
El 12 de enero las visitas continuaban. Muchos vinieron a rezar, pero
Pedro ya no abría los ojos. En todo el día solo logró comer una mandarina y
unos sorbos de agua de la mano de su madre. Su abuela Rosario y un par de
tíos suyos llegaron esa noche a Manchester.
Al llegar a su habitación ya en la madrugada del sábado 13 de enero,
había una multitud rezando con mucha paz. Nada más terminar el rosario
varios comenzaron a rezar la Salve en castellano. Justo cuando
pronunciaban las palabras: “vuelve a nosotros esos tus ojos
misericordiosos”, a la 1:28, Pedro entregó su alma.
Como explicó un tío suyo: «Si me hubieran ofrecido la opción de
presenciar un evento en esta tierra, este sería el que yo elegiría».
13. DESDE EL CIELO

Fr Michael celebró la primera Misa ahí mismo, en la habitación, todavía


abarrotada de gente.
Entre las numerarias del Opus Dei en Manchester había una enfermera.
Con su ayuda, varias mujeres de la Obra se encargaron, junto a la madre de
Pedro, de preparar el cuerpo para dejarlo en el oratorio. Pedro ya era
patrimonio de la Obra entera.
Cientos de personas fueron a rezar y varios sacerdotes celebraron la
Santa Misa delante de sus restos mortales en el oratorio de Greygarth.
Pronto comenzaron a llegar mensajes de todas partes del mundo. Entre los
primeros, el del Padre, que escribía desde Roma:
«Acabo de recibir la noticia de que Pedrito se nos ha marchado al Cielo
esta madrugada y hago sufragios muy unido a vosotros. La Santísima
Virgen, a quien tanto quería –me regaló una bonita imagen cuando estuve
en Londres–, se lo ha llevado de la mano en día de sábado.
Agradezcámosle este gesto tan maternal, que nos sirve de consuelo en
medio de la pena.
El pasado verano, tuve la oportunidad de hablar un rato con Pedrito en
Holanda. Ha sido un hombre especialmente maduro para su edad, y el
Señor le ha otorgado numerosas gracias a las que él ha sabido
corresponder con generosidad: así, ha afrontado la enfermedad con
alegría, regalando a quienes le acompañaban sonrisas, visión sobrenatural,
sentido apostólico del dolor y de la vida... Dones que recibía de Dios y que
compartía con todos. Ahora, desde el Cielo, estará viendo con claridad
total lo que ha sembrado, y el fruto de su entrega proyectado en el tiempo,
en Manchester y en el mundo entero.
Transmitid a mis hijos de Greygarth mi agradecimiento profundo por
cómo le han cuidado durante estos años, junto con sus padres y hermanos.
Me dio mucha alegría hablar con Esperanza y con Pedro por
videoconferencia, desde Londres; me uno a su dolor y rezo para que se
transforme en serenidad y paz, pensando en la plena felicidad de la que
goza su hijo.
Os envío mi más cariñosa bendición, con el recuerdo estupendo de mi
reciente estancia entre vosotros.
Vuestro Padre,
Fernando».
Llegaron literalmente miles de mensajes de gente a quienes Pedro había
cambiado la vida. Enfermos a quienes había ayudado, amigos, compañeros
de colegio y universidad, sacerdotes, obispos y arzobispos.
Algunos le habían tratado en un espacio breve de tiempo. Como aquellos
tres meses que pasó en Imperial College. Uno de sus compañeros decía:
«Pedro es la persona más feliz que he conocido en mi vida». Otro decía que
Pedro había sido una inspiración para él ya antes de su enfermedad, pero
mucho más durante los últimos años. Otro decía que Pedro había sido la
persona más considerada, fiel, comprensiva y positiva que había conocido
en su vida. Los testimonios de este estilo eran cientos.
Prácticamente en todos los mensajes se hacía referencia a la sonrisa y a
la alegría de Pedro, a su buen humor y a sus comentarios siempre animantes
y positivos. Un chico, que se declaraba agnóstico, afirmó que tuvo varias
conversaciones con Pedro sobre la existencia de Dios. Cuando le llegó la
noticia de la muerte de Pedro, explicaba: «Comencé a hablar con él, con la
certeza de que me escuchaba. Creo que eso es rezar. Hoy he comenzado a
rezar otra vez».
Varios hablaban de su capacidad de hacer a la gente sentirse importantes,
a la atención que prestaba a todo lo que se le decía, a su capacidad de
escuchar y comprender. «Pedro siempre me hizo sentir especial. No
importaba si había mucha gente ahí. Cuando hablaba conmigo, hablaba
como si estuviera solo conmigo».
Había testimonios de gente que afirmaban que, gracias a Pedro, había
vuelto a la práctica religiosa. Un enfermo de cáncer a quien conoció en el
hospital habló con el sacerdote de Greygarth y le dijo que se quería
bautizar. La mayoría de los mensajes daban por supuesto que Pedro estaba
ya en el cielo y que más que rezar por él, le encomendaban favores.
El 23 de enero tuvo lugar el funeral en la iglesia del Holy Name, en
Manchester. Celebrado por el obispo Arthur Roche y concelebrado por más
de 30 sacerdotes con la iglesia abarrotada. Allí estaba su familia, la gente
del Opus Dei, compañeros del colegio, de la universidad, amigos, personal
sanitario, etc. Había allí muchísima gente joven. Fue especialmente
conmovedor ver a médicos y enfermeras del hospital que acudieron al
funeral en sus batas blancas, haciendo un descanso en sus trabajos del día
para no perderse aquel momento. Estudiantes de su universidad que le
habían conocido o le habían visto por el campus, otros enfermos con cáncer,
algunos en silla de ruedas.
Uno de los encargados de la funeraria, que no daba crédito a lo que veía,
quiso saber todo sobre Pedro. El responsable de preparar el cuerpo de Pedro
fue a ver a su madre para decirle que todos se habían quedado
impresionados con los restos de Pedro. Por un lado, vieron la pierna
hinchada, el tumor era evidente incluso a la vista. Decía que se podía palpar
el dolor que habría sufrido, y sin embargo, se maravillaban del rostro sereno
que tenía Pedro tras su muerte.
Una señora quiso compartir su testimonio. Fue a Misa a la iglesia del
Holy Name y se encontró el funeral. Vio aparecer a un sacerdote seguido
de... 30 sacerdotes y finalmente un obispo venido de Roma. Más de 500
personas. Y comenzó a preguntarse quién era ese chico. ¿Cómo puede un
chico de 21 años atraer a tanta gente en su funeral? Se informó sobre la vida
de Pedro y comprendió. Y concluía diciendo: «No olvidaré jamás este día».
Al acabar el funeral en la iglesia, se trasladó el cuerpo de Pedro al
cementerio. El conductor del vehículo de la comitiva funeraria, que
transportaba a sus hermanos y al arzobispo Roche, les escuchó rezar el
rosario en el asiento de atrás. Cuando se bajaron en el cementerio se acercó
a preguntarle al Arzobispo qué hacían durante el viaje. Le explicó que
rezaban el rosario y aquel hombre, que no era cristiano dijo: «En todos mis
años trabajando en funerarias jamás he experimentado tanta paz. Es el
funeral más hermoso que he visto en mi vida».
Cuando al acabar el entierro uno de los miembros del Opus Dei le dio las
gracias a uno de los trabajadores de la funeraria, vio que no decía nada y
que no se movía y se vio en la obligación de decirle que se podía marchar
porque todo había terminado. Aquel hombre le dijo sencillamente: «Ya lo
sé. Estoy rezando».
Sacerdotes que conocieron a Pedro agradecían poder haberlo tratado. Fr
Chris recordaba cuando Pedro y sus hermanos ayudaban a Misa y corrían
para ser el primero que apagara las velas al final de la Misa cada domingo.
«Ver a Pedro convertirse en una persona tan impactante y extraordinaria ha
sido una de las mayores bendiciones de mi vida», y luego expresaba
perfectamente el pensamiento de muchos de nosotros, sacerdotes,
añadiendo: «Pedro impulsó mi sacerdocio de una manera maravillosa
animándome a vivir mi vocación con más generosidad. Echaré de menos su
sonrisa, sus abrazos, su cálida amistad, su viva inteligencia y su sentido del
humor. No tengo ninguna duda de que me ha hecho mejor sacerdote y
mejor persona y rezaré para que continúe haciéndolo desde el cielo».
Liam, uno de sus amigos que se convirtió al catolicismo, agradecía
también haber conocido a Pedro. Pedro le acompañó en su camino hacia la
fe y le dio las clases de catecismo. Pedro fue su padrino en la ceremonia de
recepción en la Iglesia católica. En su carta habla de cómo la amistad con
Pedro le llevó a la amistad con Dios.
Otro amigo recuerda cómo fue Pedro quien le planteó un día la pregunta
más importante de su vida: «¿Has pensado alguna vez sobre la vocación?».
Fue en un viaje en metro. «Pedro tenía la vocación de numerario del Opus
Dei. Viviendo con él unos meses en Netherhall pude testimoniar que él puso
todo su empeño en vivir su vocación. Le vi sufrir. También compartimos
mucho tiempo de alegrías, de estudio y trabajo. Todo lo hacía con
intensidad. Ese modelo de vida cristiana me ha llevado a buscar mi
vocación... Cuando nos dijeron el diagnóstico de la enfermedad de Pedro,
un amigo mutuo se giró hacia mí y dijo: “Quizá es el único que está listo
para marcharse”».
De la manera más natural, quienes le habían conocido comenzaron a
pedirle favores a Pedro.
Sofía, una niña de 9 años de Sencelles (Mallorca) le había escrito una
carta muy colorida a Pedro meses antes, para decirle que rezaba por él.
Pedro tuvo aquella carta durante un tiempo junto a su cama en el hospital.
El día que Pedro murió, Sofía se perdió. Durante más de una hora
estuvieron buscándole por los alrededores del pueblo con mucha angustia.
Su madre, incapaz de aguantar más la ansiedad y acordándose de que Pedro
había fallecido esa misma mañana, le rezó en voz alta: «Pedro, por favor,
tráeme a mi niña ya». Inmediatamente un coche se detuvo junto a ella y
Sofía salió corriendo a abrazar a su madre. Un transeúnte la había
encontrado y estaban buscando a alguien que reconociera a la niña. Ahí
lloró hasta el conductor del coche.
Otro favor se lo hizo a quien había cuidado de él en los últimos meses:
Debido a la falta de sueño y al estrés de las últimas horas de la vida de
Pedro, Patricio, el doctor que le cuidaba en casa, se levantó con un dolor de
cabeza intenso. Pensó en ir a por una pastilla, pero se le ocurrió que, ya que
el dolor, de alguna manera, se lo había provocado Pedro, él mismo debía
solucionarlo. Le pidió a Pedro que le quitara aquel dolor de cabeza e,
inmediatamente, el dolor desapareció por completo.
Iñaqui, un residente de Greygarth que había vivido con Pedro, fue un día
al centro de Manchester en coche sabiendo que no sería fácil encontrar sitio
para aparcar. Asumió que Pedro le sacaría de aquel atolladero. Sin embargo,
al llegar, comprobó que, efectivamente, no había donde aparcar. Le pidió a
Pedro, por favor, que le ayudara. Pero seguía sin encontrar sitio. Finalmente
se rindió. Y enfadado con Pedro le dijo en voz alta: “¡Ya se ve que no me
quieres ayudar!”. No había acabado de decir aquello cuando un conductor
sonó el claxon para que Iñaqui moviera su coche porque quería salir.
“Vale”, sonrió Iñaqui, “seguimos siendo amigos”.
EPÍLOGO

Dios es el mejor de los brokers. Solo Él sabe cómo sacar el máximo


rendimiento a nuestros ingresos.
La historia de Pedro no es solo de Pedro. Dios sabe bien cómo sacar el
máximo rendimiento espiritual de cualquier situación. Explicaba San
Josemaría que, en los comienzos del Opus Dei, lo que más le hacía sufrir no
era la pobreza que él sufría, ni las calumnias y difamaciones contra su
persona. Decía que lo que más le hacía sufrir eran los padecimientos de su
familia y de quienes estaban a su alrededor.
Con frase gráfica explicaba que, para santificarle a él, Dios daba golpes:
“uno en el clavo y ciento en la herradura”. Considerando que él era el clavo,
los que más golpes se llevaban eran los que estaban a su alrededor, aquellos
que eran la herradura. Así diseña Dios los planes de santificación. Siempre
en equipo. Él no manda una prueba a una sola persona. Sino que manda un
conjunto de pruebas a un grupo de personas. Así recoge los frutos del
sufrimiento de quien sufre la enfermedad en sus carnes y de quienes sufren
la enfermedad en las carnes de quien aman.
La proporción es equivalente a la del Calvario: Uno cuelga del madero,
pero varios sufren junto a él. Dios no quiso sólo el sufrimiento de Cristo.
Quiso también recoger el fruto del sufrimiento de la Virgen, de San Juan, de
la Magdalena, de Dimas, de las otras mujeres, de los apóstoles, que
siguieron todo desde la distancia, pero lo sufrieron igualmente.
La vida es una carrera. Dios nos ha pedido que corramos por Él. Pero no
nos ha dicho cuántos kilómetros tiene la carrera. No sabemos si hemos de
correr 20, 40 o 100 km. A algunos les ha hecho velocistas, a otros
corredores de fondo. Dios sabe exactamente lo que podemos correr y nunca
nos pedirá correr más de lo que nuestras piernas y nuestro corazón pueden
aguantar.
Es una carrera agotadora. Así debe ser. Así ha sido para todos los santos
y no hay excepciones. Y mientras corremos animamos a otros a correr.
Como habrás comprobado, no es lo mismo ir de excursión solo que ir en
compañía. Con el ánimo y el ejemplo de otros, llegamos más lejos.
Cuando le damos la vida a Dios se la damos, de alguna manera, a los
demás también. Porque mientras hacemos lo que Dios nos pide, inspiramos
a los demás, para que hagan lo mismo. Decir que sí a la vocación es repetir:
“Hágase en mí, y en quienes me rodean, según tu palabra”.
Ya hemos visto que nuestro Dios es un Dios exigente. Siempre lo pide
todo. Dios nos pide la bolsa y la vida. Y tanto la bolsa como la vida hay que
darlas enteras. De principio a fin. Por eso dar la vida es dar la muerte
también. A Dios y a los demás. Seguir corriendo porque Dios lo necesita.
Seguir tirando porque los demás nos necesitan. A veces, cuando parecía que
Pedro ya no podía más, se le veía seguir luchando por quienes le rodeaban.
Porque tenían derecho a ver la batalla y, sobre todo, la victoria.
Ayuda mucho pensar en la influencia que tiene nuestra generosidad en
las vidas de los demás. Como me dijo Pedro una vez: «No puedo bajar la
marcha», porque sabía que no iba solo en el viaje de la vida. Veía que
quienes estábamos a su alrededor necesitábamos ver su lucha,
necesitábamos que mantuviera el ritmo. Habitualmente Pedro no necesitaba
sonreír. Nosotros necesitábamos que sonriera.
Muchas veces no necesitaba levantarse. Nosotros le necesitábamos de
pie.
Pero no pienses que Pedro era un actor. Como los santos tampoco lo
eran. Ellos no inspiran porque se lo proponen. Sino porque no pueden
evitarlo. Como la ciudad construida en lo alto de un monte. No se puede
esconder una vela encendida debajo de la cama, porque acaba prendiendo
fuego a la cama y a la casa y la luz se acaba viendo a kilómetros de
distancia.
La santidad, como la fidelidad, es contagiosa (¡ojalá fuera pandémica!).
La vida buena se transmite con el ejemplo. Cuando vemos que se puede,
entendemos que podemos. Possumus!
Durante siglos se pensó que era físicamente imposible para el ser
humano correr una milla en menos de 4 minutos. Después de miles de años
y millones de carreras, seguía pareciendo imposible. Se le llamaba La
Barrera de los 4 Minutos y algunos médicos se aventuraron a decir que, si
se intentaba superar, el corazón humano estallaría.
Pero el 6 de mayo de 1954, un joven estudiante de medicina de Oxford,
Roger Bannister, logró cubrir la milla en 3:59 minutos. Aquello fue una
hazaña. Y lo que vino después fue otra hazaña mayor: El australiano John
Landy batió ese récord al mes siguiente. Al año siguiente tres atletas
bajaron de 4 minutos. En cinco décadas miles de atletas lo lograron.
Todo comenzó cuando alguien demostró que se podía. Así es también
con la santidad. Cuando ves que alguien como tú lo logra, te das cuenta de
que se puede. Y si se puede... entonces tú también puedes.
Cuando gente ordinaria hace cosas extraordinarias queremos saber cómo
lo han hecho. Porque la gente ordinaria siempre sueña con una vida
extraordinaria. La de Pedro es la vida extraordinaria de un muchacho muy
ordinario que luchó por ir al cielo. Y esa lucha no pasó desapercibida.
Muchos la presenciaron y han compartido anécdotas para recogerlas aquí.
No se trata de canonizar a Pedro. Eso lo puede hacer solo la Iglesia. Se
trata de compartir historias que inspiren a otros a tomarse la vida en serio.
La mayor parte de la vida de Pedro fue presenciada, como la tuya y la mía,
solo por Dios. Aquí hay algunas partes de su vida que presenciamos quienes
le conocimos. Pero recuerda, esto no es más que la punta del iceberg:
«Los santos se hacen santos cuando nadie los mira – excepto Quien todo
lo ve».
Pedro se topó con la Cruz a los 18 años. Por su enfermedad y por sus
largas temporadas de convalecencia, era posible pasar muchos ratos
hablando con él. Un día que íbamos los dos solos en coche me abrió su
corazón en una larga conversación. Me explicó que, al recibir el
diagnóstico, él lo interpretó como una vocación; como una misión. La de
salvar almas: la suya y la de muchos otros en el proceso. Si Dios eligió la
Cruz es porque no había otra manera mejor de salvarnos.
Y así será siempre: no hay otro modo de salvar almas que sufrir por ellas.
Si lo hubiera, Dios nos lo habría enseñado. Las almas son muy caras. Y
para salvar almas tenemos que sangrar por ellas, llorar por ellas y rezar por
ellas.
Nada une más a dos personas que sufrir juntos. Por eso, subir al Calvario
con Cristo y sufrir con Él nos une a Dios más que ninguna otra forma de
oración. La Cruz es el instrumento de Dios para hacer santos. Con la Cruz
se llega al Cielo. Sin ella no. Pero la cruz pesa. Por eso Cristo mismo se
ofrece a ser nuestro Cireneo y a llevarla con nosotros cuesta arriba, hasta la
cumbre.
En teología se habla de un juicio particular que nos sobreviene al morir.
Tras este juicio se nos retribuye según nuestras obras en esta vida y según
cómo hemos aprovechado las gracias de Dios. Pero al final de los tiempos
habrá también un juicio universal en el que se añadirán a nuestra cuenta los
frutos de nuestra vida en el tiempo. Porque, cuando morimos, nuestras
acciones todavía tienen efecto: nuestras palabras, nuestras obras, almas a
quienes hemos ayudado y que ayudarán a otras multiplicando el efecto de lo
que hicimos durante los siglos. Por eso hace falta un juicio al final de los
tiempos donde se nos añadirán los méritos del resultado que nuestras
acciones tuvieron después de nuestras vidas, cuando ya no estábamos,
donde se constatará que lo que hicimos siguió teniendo efecto en la vida de
otros.
Dios es el mejor broker; Él multiplica el efecto de sus santos. Alguno me
preguntaba al ver morir a Pedro: “¿Y no podría Dios darle unos cuantos
años de vida más? Con todo lo que ha hecho en tan pocos años... ¿no le
compensa a Dios tenerle trabajando por su Reino muchos más años?” La
verdad es que no. Si Dios sabe que Pedro podía hacer en 21 años lo que
muchos tendremos que hacer durante muchos más años, ¿quién soy yo para
corregir a Dios?
Dios sabe el tiempo que le necesita cada uno de sus hijos e hijas para
cumplir con su misión. Y cuando acaban en esta tierra, sus vidas siguen
dando fruto. Como dice Gladiator: «Lo que hacemos en esta vida tiene su
eco en la eternidad». Tiene su eco en el cielo, sí. Y tiene su eco también en
la tierra. Al morir dejamos esta tierra, pero no la dejamos igual que la
encontramos.
Tú y yo estamos llamados a dejar una nota sostenida en la historia, cuyos
ecos se seguirán oyendo y entrarán en armonía con las notas que los demás
dejarán. La vida así es como un canon. En este canon divino uno repite su
melodía y otros se suman con la suya y la armonía de las distintas voces
tiene un efecto inolvidable.
Al acabar estas líneas le pido a Dios que nos ayude a aprender del
ejemplo de Pedro. Jesús es siempre un buen ejemplo, pero no hay que
olvidar que su Madre era Inmaculada y su Padre, Dios.
¡Así cualquiera!
Cuando predico a gente joven siento que me piden ejemplos más
cercanos: Santos con WhatsApp, con Playstation y iPhones... santos que
hacen parkour y patinan, santos que ven la tele, el fútbol y YouTube, a los
que les cuesta sentarse a estudiar; santos que tienen que pedir perdón a los
que están a su alrededor, que se equivocan, que toman pastillas para el dolor
de cabeza y a quienes tienen que recordar las fechas de los cumpleaños...
Santos de carne y hueso, santos de andar por casa, santos reales, imitables,
cercanos, ordinarios, asequibles.
Si no, serían como esos deportistas que quieren ayudarte a ponerte en
forma y cuando te explican su plan, averiguas que el tipo corre cada
mañana 15 kilómetros, hace gimnasia después y solo bebe batidos de frutas.
«¿Pues sabes qué?» le dices, «Que, si es así, no quiero estar en forma».
Muy complicado. “Si para ser santo tengo de ser como san Francisco de
Asís o san Lorenzo en la parrilla... paso”, piensan.
Pero no. Para ser santo hay que ser normal, y luchar. Dios hace cosas
muy extraordinarias con gente muy ordinaria. Nuestras vidas son como la
batalla de David y Goliat. ¿Cómo pudo Pedro, siendo un chico tan normal,
tocar a tantas almas y cambiar tantas vidas? Dejándole hacer a Dios.
Escribía san Josemaría: “De que tú y yo nos portemos como Dios quiere
–no lo olvides– dependen muchas cosas grandes” y muchas personas
también.
Me escribía una persona que vivió con Pedro en sus últimos años:
«Mucha gente depende de nosotros y no podemos defraudarles. Más aún
ahora, después de lo que hemos visto y vivido. Ya no hay excusas. Santidad
o nada. Ya no puedo decir... “es que yo no sé”. “¡Mentira!”, me puede decir
el Señor: “¡Claro que sabes! Si te lo he enseñado: ¡lo has visto! Lo has
tenido enfrente”.
“Ya no tengo excusa”.
NOTAS

[1] Prefecto de la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de


los Sacramentos.
[2] «On my first day I went to James party. I was excited. My friend
James played with me. Jesús I love you».
[3] Círculos son unas clases de formación cristiana que incluyen el
comentario de un pasaje del evangelio, una charla, un examen de
conciencia y la lectura de algún, libro espiritual.
[4] «Ya decía yo que era demasiado bueno para ser cierto».
[5] “Long haul” se refiere en inglés a vuelos de larga distancia, vuelos
transcontinentales. Significa algo así como: “No te preocupes. Que yo
estoy aquí para largo”.
[6] Los resultados de sus A Levels fueron: Spanish A*, Maths A*,
Chemistry A*, Physics A*, and Further Maths A.
[7] Los miembros del Opus Dei llaman Padre al prelado.
[8] «No te preocupes. No estoy enfermo. Son solo unos arreglos».
[9] “If I’m not cured, it’s Heaven, so either way it’s a winning situation”.
[10] El órgano de gobierno de los centros del Opus Dei se llama
habitualmente Consejo Local.
[11] «The true gentleman... has his eyes on all his company... his great
concern being to make everyone at their ease and at home», St John Henry
Newman, The Idea of a University, 1852, Discourse VIII.

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