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7.

Mt 18,21-35

EXPERIMENTAR LA MISERICORDIA PARA OFRECER PERDÓN

Con frecuencia, cuando hablamos de pedir perdón pensamos en nuestros familiares cercanos, en los amigos, en
personas con quienes tenemos un contacto habitual. Pocas veces recordamos la necesidad de pedir y ofrecer perdón dentro
de la comunidad. Cuántas veces herimos con una palabra fuera de tono o con un juicio infundado, o pagando el enfado
personal con la primera persona que aparece. En ocasiones, estas y otras circunstancias hacen que se respire un ambiente
enrarecido en la comunidad a la que pertenecemos. Entonces se nos hace difícil compartir la fe y la vida. Al final, si no se
deshace el nudo de discordia, terminamos mal.

 Perdón sin límites


Lo primero que observamos al acercarnos al texto es que podemos dividirlo en dos partes bien diferenciadas: un
diálogo (18,21-22) y una parábola que finalmente es aplicada al diálogo inicial (18,23-35). El diálogo viene motivado por
una pregunta de Pedro: «¿Cuántas veces he de perdonar...? ¿Siete veces?». La respuesta de Jesús asombra, porque excede
con mucho la generosidad con que se había expresado Pedro («No siete veces, sino setenta veces siete»), y porque señala
además cómo perdonar (de corazón y como el Padre misericordioso). Por tanto, dice el Señor, el perdón del discípulo no
tiene límites, pero para ofrecerlo, es necesario que experimente en su vida el perdón y la misericordia del Padre. Para
ahondar en esta enseñanza y profundizar en algunos aspectos importantes de la misma, Jesús cuenta una parábola.

i La misericordia entregada y el perdón que ofrecemos


La parábola que narra Jesús se inicia con un hecho asombroso. Un hombre debe diez mil talentos a su señor, una
cantidad tan grande que no podría pagar en toda su vida. Buscando cómo saldar la deuda, aquel hombre suplica que se le
conceda tiempo. El rey, con gran magnanimidad, no insiste en conseguir la cantidad que, en justicia, le corresponde, sino
que le perdona todo y deja que el siervo se marche sin desembolsar ni un céntimo. Aquel rey tiene unas entrañas de
compasión y misericordia tan grandes que, desde ellas, toma una decisión desproporcionada. Por pura misericordia permite
que el siervo se vaya, es decir, le regala la libertad y le perdona la deuda. Todo ello sin considerar violados sus derechos
como rey. Más aún, porque es rey puede y quiere reaccionar así.
El siervo al que se le había perdonado todo se marchó de la presencia del rey sin aprender nada. Al encontrarse con
un compañero que le debía una pequeñísima cantidad (un denario era una moneda de muy poco valor), reaccionó con
agresividad («lo sujetó violentamente por el cuello») pretendiendo que saldara su deuda. Ni siquiera el compañero, siervo
del mismo rey, es escuchado cuando realiza los mismos gestos y pronuncia las mismas palabras que el perdonado, sino que
se encuentra en prisión «hasta que liquidara la deuda». El perdón generoso y magnánimo del señor choca con la dureza de
corazón, la actitud mezquina y la memoria desagradecida del siervo despiadado.
La tercera escena de la parábola presenta el desenlace de la historia. Nadie queda indiferente. Los otros compañeros
se muestran indignados y entristecidos porque el sobreabundante perdón concedido por el rey no ha encontrado ningún eco
en el siervo desagradecido. El rey manda llamar de nuevo al siervo perdonado, reprochándole con dureza su falta de
compasión cuando había experimentado la misericordia del señor. Sus palabras, lejos de quedarse en una simple corrección,
son un auténtico juicio: ordenan que se le retire el perdón de la deuda y que ingrese en prisión.
La parábola termina con un dicho de Jesús sobre el perdón (v. 35) que enlaza con el diálogo inicial (vv. 21-22).
Seguramente esta sentencia final traerá a nuestra memoria otros textos del evangelio que establecen una estrecha conexión
entre el perdón que recibimos de Dios y el que entregamos a los hermanos: «Si vosotros perdonáis a los demás el mal que os
hayan hecho, también os perdonará a vosotros vuestro Padre celestial» (6,14-15); «Felices los misericordiosos porque Dios
tendrá misericordia de ellos» (5,7). Pero el final de la parábola que hemos reflexionado (v. 35) ahonda en dos elementos
más. Uno de ellos es que el perdón debe ser «de corazón», esto es, sincero y auténtico. No un perdón superficial que
mantenga en el fondo el rencor y amargura, sino un perdón que rechace todo desamor y que también reconcilie por dentro al
discípulo que lo ofrece. Otro de los elementos propios de este perdón es que solo estamos capacitados para entregarlo
cuando nos reconocemos perdonados primero. Es decir, solo quien acoge y reconoce al Dios misericordia en su vida puede
ejercitar, como don, el perdón hacia sus semejantes. Por eso, enlazando con el hecho de vida que encabeza esta sesión de
Lectura creyente, podemos decir que solo quien ha experimentado el perdón de Dios, solo quien lleva dentro la «marca» del
Dios compasivo y misericordioso, puede comportarse como hijo de un Padre que quiere reconciliarnos y unirnos a todos,
por pura bondad, en el banquete del Reino.
Trabajo personal
El diálogo iniciado por Pedro y las palabras de Jesús suponen una fuerte llamada de atención para nuestra vida.
Dejemos ahora que el mensaje proclamado como Palabra de Dios nos interpele.

Si Pedro se hiciera presente hoy …


• Recordaría, primeramente, las veces que él fue perdonado. Insistiría en que esa experiencia deja una «marca»
interior tan profunda que orienta la propia vida hacia el perdón. Nos invitaría a revivir la misericordia gratuita de Dios en
cada uno de nosotros.

Recuerdo algún momento especial en que he percibido el perdón de Dios. Puedo compartir la experiencia con mi
pequeña comunidad.
• Diría que las relaciones humanas, que tanto nos enriquecen, no son siempre fáciles. Muchos desencuentros
enturbian la convivencia incluso entre consanguíneos: padres-hijos, hermanos, familia política. También dentro de la
comunidad religiosa. Muchas veces nos cuesta pedir perdón y seguir avanzando juntos.

¿Qué pistas concretas nos ofrece este pasaje para pedir perdón y recuperar relaciones heridas o rotas? ¿Cómo
puedo, concretamente, aplicar esto en mi vida?
• Nos invitaría a mirar despacio nuestro propio corazón, a detenernos allí donde las ofensas de familiares, amigos o
conocidos han dejado una herida, hasta ahora no curada. Querría que nos detuviéramos en las consecuencias que deja en
nosotros: malhumor, prejuicios, incomodidad, rencor.

¿Qué ofensas me cuesta perdonar? ¿Qué actitudes están provocando en mí estas heridas que no me dejan vivir
libre, esponjado? ¿Cómo puede ayudarme el pasaje de hoy a iniciar el camino del perdón?
• Nos llevaría a reflexionar sobre el perdón de las deudas. Son muchas las personas, las comunidades y los países que
están enormemente adeudados, y solo podrán saldar el pago en una o varias generaciones.

¿Sabemos cuál es la política de nuestro país en este sentido? ¿Cómo nos sentimos «tocados» por esa multitud de
personas endeudadas de por vida? ¿Qué nos invita a hacer al respecto el pasaje de hoy?
• Contaría lo que le costó perdonarse la negación a Jesús en la pasión y señalaría la importancia de perdonarse a sí
mismo. Porque hay decisiones desacertadas y equivocaciones que se enquistan en cada uno provocando inseguridad, miedo,
malestar emocional. Identificar esas emociones y perdonarlas es fundamental para emprender la tarea de perdonar a otros
«de corazón».

¿Soy consciente de que me puedo equivocar sin sentirme culpable? ¿Cómo me ayuda a perdonarme el amor
misericordioso de Dios que se manifiesta en esta parábola?

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