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La constitución que rige nuestro país actualmente, más allá de ser una que fue generada
en forma aislada, violenta y en medió de un proceso represivo dictatorial, es un reflejo de
un sistema de pensamiento y filosofía estatal que estaba tomando adherentes en diversas
partes del mundo durante esa época. Un modo de pensar que se herejía con el
estandarte de la “libertad de elección”, aunque esa elección en gran medida (por no decir
total) dependía de una insaciable competitividad e individualismo, en que, si
eventualmente yo quería poder “elegir” en algún aspecto de mi vida, debía ganarle al
resto de las personas. Uno de los sustentos de esta modalidad de pensar tiene una base
positivista en que la persona es capaz de pensar y hacer todo. Es verdad, las personas
son capaces de maravillosas hazañas, sin embargo, esto no es un mérito individual
aislado, es resultado de una sumatoria de factores, “determinantes”, de la vida micro y
macro en que se desarrolla esa persona, la sociedad. Y si en esa sociedad encontramos
una concentración de determinantes en grupos de personas claramente identificables, nos
encontramos en una sociedad de inequidad que se desarrolla frente a las narices, y con la
venia, de un estado meramente contemplativo.
Esto, sumado a todos los otros agujeros que empiezan a sucederse en este campo
minado, nos lleva a lo que vivimos actualmente, lo cúlmine de un proceso que aspira a la
transformación de todo un país, que lleva años aspirando, deseando y pidiendo desde sus
bases “algo mejor”.