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ANALES DEL

Ministerio
de Cultura
y Deporte

MUSEO NACIONAL
DE ANTROPOLOGÍA
XXII/2020
Imagen de la cubierta: Portada de un folleto editado por el Museo del Pueblo Español (Madrid). Años cuarenta del siglo xx.
Imagen de la contracubierta: Postal del Pabellón de Portugal en la Exposition Internationale des Arts et des Techniques appliqués à la vie moderne. París, 1937.
Edition Chantal.
ANALES DEL
MUSEO NACIONAL
DE ANTROPOLOGÍA

XXII/2020
Catálogo de publicaciones del Ministerio: www.libreria.culturaydeporte.gob.es
Catálogo general de publicaciones oficiales: https://cpage.mpr.gob.es

Edición 2022

Coordinación
José Luis Mingote Calderón

MINISTERIO DE CULTURA
Y DEPORTE
Edita:
© SECRETARÍA GENERAL TÉCNICA
Subdirección General de Atención al Ciudadano,
de Documentación y Publicaciones
NIPO: 822-19-049-0
ISSN: 2340-3519
ÍNDICE

Pág.

Editorial.......................................................................................................................................................................... 6

MUSEOS, ANTROPOLOGÍA E IDENTIDADES

Cultura popular, nacionalismo y regionalismo............................................................................................................ 9


Anne-Marie Thiesse

Contar la nación. El Museo Arqueológico Nacional y la construcción de identidades............................................. 17


Gonzalo Ruiz Zapatero

La identidad nacional en los museos «antropológicos» en el siglo xx. ¿Una modernidad obligada?........................ 39
José Luis Mingote Calderón

Antes del estigma. La formación de los primeros museos etnográficos y antropológicos de la Europa colonial... 69
Luis Ángel Sánchez Gómez

Los nuevos «museos de las culturas del mundo» del siglo xxi. ¿Del etnocentrismo a la multiculturalidad?............. 81
Ángel Villa González

El Museo del Pueblo de Asturias y la sociedad asturiana. Historia (y estrategias) de una identificación............... 107
Juaco López Álvarez

Rompiendo tópicos de la identidad local desde la experiencia rayana del museo.................................................. 121
Juan Valadés Sierra

Museos en Galicia. Las identidades en escena............................................................................................................ 147


Xosé C. Sierra Rodríguez
Editorial

Este número de los Anales del Museo Nacional de Antropología recoge las intervenciones del curso
«Museos, antropología e identidades», coordinado por José Luis Mingote Calderón, celebrado en el
museo los días 24 y 25 de marzo de 2022 y organizado, como en ediciones anteriores de estos ya «tra-
dicionales» cursos anuales del MNA, en colaboración con Cauri, la Asociación de Amigos del Museo. Se
celebró con cierto retraso ya que estaba previsto realizarlo en 2020, poco después del confinamiento
debido a la COVID. El paso del tiempo ha producido la ausencia de algún conferenciante respecto a
la propuesta inicial, que llegó a divulgarse en ese año; ausencias debidas a motivos personales que
impidieron completar aspectos que fueron contemplados en su planteamiento inicial. No obstante, el
resultado final cumple con creces con los objetivos que nos habíamos planteado y es suficientemente
panorámico.

Raymond Williams (1921-1988) hablaba de cultura dominante, culturas residuales y culturas


emergentes como forma de explicar las diferentes realidades que se pueden constatar en un momento
y un lugar dados. Creemos que la idea es muy válida también para el tema de este curso y sirve para
ver cómo chocan diversas actitudes ante «el mismo tema».

Si se asume este planteamiento es fácil deducir que todas las culturas están creadas, porque en
cierto momento «no existían» y que por lo tanto los elementos que la integran también lo están. Eso es
válido para los tres términos que figuran en el título del curso. Sobre él, nos parece necesario advertir
que aunque hay personas que defienden que el concepto de «pertenencias» —en plural— sería más
clarificador que el de identidad, hay que reconocer que las dos palabras no llaman la atención de igual
manera, y que la «forma de nombrar» es importante. Como ocurre con tantas palabras, las indefiniciones
son evidentes y mientras que algunos términos —como el de «cultura popular», tan ligado a los museos
etnográficos y antropológicos—- han sido duramente criticados por su carácter impreciso, otros mu-
chos no han seguido igual camino a pesar de tener los mismos problemas.

Pertenencias, si lo utilizamos para sociedades actuales y democráticas, es más claro y explica


más cosas que identidad, sobre todo porque esta niega la diversidad —o favorece la igualdad construi-
da— y por tanto sitúa la realidad en un «ellos» frente a un «nosotros» que no es real ni siquiera cuando
se trata de grupos nacionales distintos. Mucho menos si se habla de un solo grupo —tenga el tamaño
que tenga— del que se «define» y «aplica» una supuesta identidad que puede servir para enfrentarnos
con el de al lado. Resaltar las diferencias frente al otro es «un» camino, pero no el único ni el mejor,
muchas veces. A pesar de esto y de la poca precisión del término, el concepto de identidad también es
operativo y no podemos olvidarlo desde el momento en que es asumido cotidianamente por una parte
importante de la sociedad, porque como escribió don Julio Caro Baroja, acudiendo a un dicho vasco,
«todo lo que tiene nombre, existe».

En relación con las personas que participaron en el curso, se podría decir que, a pesar de un
cierto «aire de familia» en varias de ellas —y por eso mismo una cierta identidad asociada al mundo de
los museos—, lo que cada una explicó y ha escrito aquí refleja puntos de vista diferentes, según sus
propias «pertenencias». En los textos que siguen hay «diversidad», algo que se buscó intencionadamente.

Anales del Museo Nacional de Antropología XXII (2020) | Págs. 6-7 | ISSN: 2340-3519 6
Hablar de identidades a día de hoy y vincularlas a museos puede parecer fuera de lugar, y fuera
de tiempo, porque aparentemente ya no vivimos en la época de los nacionalismos estatales que fueron
quienes mayoritariamente crearon esas identidades. No obstante, a pesar de esa carga antigua de la
identidad, creo que lo que se recoge en esta revista es actual en varios sentidos. Por un lado, porque
se habla de experiencias vivas a día de hoy y, en ese sentido, no se trata solo de reflexiones sobre el
pasado por mucho que algunos de sus apoyos conceptuales vengan de él o lo utilicen en sus discursos.
Por otro, se presentan textos que reflejan situaciones totalmente actuales que, a pesar de su aparente
novedad, se siguen basando también en la identidad, en «otra» identidad. En una concepción identitaria
del mundo que está tan construida como la identidad nacional de la modernidad.

Pensar que las identidades nacionales —tengan el tamaño que tengan— han desaparecido ba-
rridas por una posmodernidad de la que curiosamente ya ni se habla es un error claro. Los cambios
ideológicos producidos desde el último tercio del siglo pasado no han eliminado la estructura de un
mundo organizado en naciones y con múltiples reivindicaciones que no están muy lejos de las ideolo-
gías nacionalistas del siglo xix. Así, en los últimos tiempos y fuera del ámbito de los museos, estamos
asistiendo al choque de identidades nacionales desde planteamientos políticos —y, desgraciadamente,
militares— que llevan a pensar que estas ideas siguen presentes con esquemas que se creían ultrapa-
sados.

La explicación de esta situación un tanto esquizofrénica es clara si acudimos a la citada idea de


Raymond Williams. El que la actual cultura dominante esté sometida a una crítica demoledora y total, en
la que las «autoridades» y las «ideas» intocables en buena parte del siglo xx han dejado de ser respetadas
o consideradas, altera poco la existencia de esa mezcla que, cada vez más, es más conflictiva y menos
clara en relación con la próxima cultura hegemónica.

Como en todos los aspectos de la vida, la materialización de cualquier idea necesita de la inter-
vención y la colaboración de muchas personas. En primer lugar, de quienes han escrito sus experiencias
y sus reflexiones, pero también es necesario agradecer la presencia de quienes vinieron a oír esas inter-
venciones, sin la cual el curso no tendría sentido, y, por supuesto, el apoyo a las personas del equipo
del museo y Cauri, que han colaborado para hacerlo posible.

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8 Cristina Esteras Martín

MUSEOS, ANTROPOLOGÍA
E IDENTIDADES

Anales del Museo de América XXII (2014) | Págs. 7-20


Anne-Marie Thiesse Cultura popular, nacionalismo y regionalismo

Cultura popular, nacionalismo


y regionalismo
Anne-Marie Thiesse
Centre National de la Recherche Scientifique, París
anne-marie.thiesse@ens.psl.eu

Resumen: Desde su aparición en el siglo xix, las colecciones etnográficas y los museos especiali-
zados han estado asociados a la valorización de las identidades nacionales y regionales. A los
museos etnográficos se les asignaron dos misiones: el desarrollo de la conciencia patriótica y la
conservación de modelos y motivos tradicionales destinados a inspirar una creación moderna na-
cional. Las identidades regionales a menudo han sido valorizadas como componentes de la identi-
dad nacional, según la fórmula: «la rica unidad de su diversidad». La cultura popular se presentó
como un patrimonio en vías de desaparición, pero la cultura popular viva, a menudo, no fue con-
siderada digna de interés. En los últimos decenios, los nuevos cuestionamientos sobre la identidad,
asociados a las migraciones de poblaciones o las perspectivas de los debates poscoloniales han
potenciado los debates sobre la función de los museos etnográficos. A menudo, ello ha tenido
como consecuencia la transformación de estos museos y a veces su desaparición, como fue el caso
del Musée des Arts et Traditions Populaires de París.

Palabras clave: Cultura popular. Nacionalismo. Regionalismo. Identidad. Museos etnográficos. Artes
y tradiciones populares.

Abstract: Since the 19th century onwards ethnographic collections and specialized museums have
been associated with the enhancement of national and regional identities. The ethnographic mu-
seums were devoted to two missions: the development of patriotic consciousness and the conser-
vation of traditional patterns intended to inspire modern national creation. Regional identities have
often been highlighted as components of national identity, following the phrase «Unity rich in its
diversity». Popular culture was considered as an endangered heritage, whereas living popular cul-
ture was often not seen as worthy of interest. In recent decades new issues about identity in rela-
tion to population migration or post-colonial perspectives have led to debates on the function of
ethnographic museums. They often resulted in the transformations of these museums and someti-
mes their disappearance (case of the Museum of Popular Arts and Traditions in Paris).

Keywords: Popular Culture. Nationalism. Regionalism. Identity. Ethnographic Museums. Arts and
Crafts.

1. Introducción
Las naciones y las regiones modernas son, por usar la frase de Benedict Anderson (1983), «comu-
nidades imaginadas»: su vitalidad está vinculada a su abundante representación. Las principales
categorías utilizadas en la identificación de comunidades imaginarias son muy conocidas: la historia,

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Anne-Marie Thiesse Cultura popular, nacionalismo y regionalismo

los monumentos históricos y héroes nacionales, los paisajes típicos, la lengua, la cultura en sus
formas elevadas (música, literatura, pintura) y también la cultura popular (Thiesse, 2010). Desde su
aparición en el siglo xix, la recopilación de folclore y los museos especializados se han asociado
con la puesta en valor de las identidades nacionales y regionales. Esto explica el gran desarrollo
de estas prácticas y estas instituciones en el siglo xx, pero también que sean el origen de los pro-
blemas que han surgido recientemente. ¿Cuáles son las relaciones entre la cultura popular musea-
lizada y las prácticas reales de las poblaciones actuales? ¿Cómo considerar las reflexiones
contemporáneas que hoy analizan los procesos de exclusión y dominación asociados a construc-
ciones identitarias de los nacionalismos o del colonialismo? ¿Qué hacer con las antiguas colecciones
de los museos etnográficos? ¿De acuerdo con qué principios deben continuar las adquisiciones y
las exposiciones? Me gustaría decir que tengo una sensibilidad particular sobre este tema porque
comencé mi carrera investigadora en el Museo Nacional de Artes y Tradiciones Populares de París.
El edificio especialmente construido para este museo fue inaugurado en 1972. Pero desde la déca-
da de 1980, el museo entró en una situación de grave crisis: falta de interés por parte del público,
e intensas controversias culturales y políticas sobre su concepción. El museo cerró en 2005. Se creó
otro Museo Nacional de Etnología, el MUCEM, con sede en Marsella e inaugurado en 2013 (Segalen,
2005). Su objeto no es ni Francia ni una región, sino las «culturas del Mediterráneo».

Por lo tanto, propongo en esta intervención volver al concepto de cultura popular que se
elaboró en la época de las naciones y los Estados-nación e indicar sus consecuencias para los
museos actuales. Haré un breve repaso histórico, desde una perspectiva europea, ya que los mu-
seos de etnología de las diversas naciones —como otras categorías identitarias— fueron creados de
acuerdo con principios y perspectivas similares con muchos «intercambios culturales» a través de
toda Europa.

2. Educación y estética nacionales


El primer museo de etnografía nacional se abrió en Estocolmo en 1873 bajo el nombre de Nordis-
ka Museet. Rápidamente, este museo fue considerado en Europa como un modelo en el cual de-
bían inspirarse otras naciones. Esto es lo que el cónsul suizo en Estocolmo dijo con entusiasmo
(Kramer, 1879): «Cada pueblo debe tener algún día su Museo de etnografía nacional, donde absor-
berá continuamente su cultura indígena y buscará en los recuerdos de generaciones pasadas ejem-
plos de patriotismo, modelos y motivos adecuados para preservar en su trabajo y en su actividad
una amplia y poderosa impronta nacional».

De hecho, en los años siguientes, muchos museos de etnografía nacional (o secciones nacio-
nales de museos de etnografía) se abrieron en Europa: París (1884), Copenhague (1885), Berlín
(1889), Lisboa (1893), Oslo (1894), Viena (1894), Budapest (1896), San Petersburgo (1902), Praga
(1901), Florencia (1906), Atenas (1918), etc. Cada uno de estos museos tiene una historia particular,
dentro del marco general de una historia nacional, política y cultural. En España la creación de un
museo nacional de etnología se produjo mucho más tarde que en muchos otros países europeos.
Pero todos estos museos han recibido una doble misión identitaria:

1) permitir al público ver y admirar la cultura específica, auténtica, del pueblo nacional des-
de una perspectiva de educación patriótica, de desarrollo de la conciencia nacional;

2) conservar y exponer el patrimonio de «modelos y motivos nacionales» para servir a la


creación contemporánea dentro en una continuidad nacional.

La primera función tiene un rango ideológico. Su objetivo es fortalecer el sentimiento de


pertenencia nacional a través del conocimiento, el amor y el orgullo por la cultura de los orígenes.
La segunda función es más estética: pretende formar las «artes aplicadas» y el «diseño» nacional
(véase la noción de «Artes y tradiciones populares»).

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Anne-Marie Thiesse Cultura popular, nacionalismo y regionalismo

3. La «cultura popular»: cuestiones políticas de un concepto


La cultura ha estado asociada durante mucho tiempo a una élite social reducida. Al pueblo se le
caracterizaba por la ausencia de cultura: sus costumbres se calificaban como toscas, vulgares, a
veces casi animales. La noción de «cultura popular» apareció asociada a la concepción moderna de
la nación. Desde el siglo xviii en adelante, cada vez más y con más fuerza, se hicieron críticas
contra el Antiguo Régimen que desafiaron la legitimidad de los Estados monárquicos y los decla-
raron artificiales, liberticidas y peligrosamente inestables. A estos Estados se opusieron las comuni-
dades llamadas naturales, las naciones. Las naciones fueron presentadas como comunidades estables,
asociadas a un territorio específico, cuyos miembros tenían en común su origen y su cultura. Esta
nueva concepción fue revolucionaria, ya que atribuía a un aristócrata y a un campesino los mismos
antepasados ​​y la misma cultura. Más aún, en el marco del romanticismo nacional (Leerssen, 2015),
las costumbres populares fueron tratadas como vestigios de la cultura original de la nación. En
virtud de la tradición (etimológicamente: «transmisión»), el pueblo habría preservado a través de los
siglos la cultura de los grandes ancestros fundadores de la nación, mientras que las élites la habrían
traicionado. En la base de la etnología nacional había una idea fuerte: la cultura popular (en el
sentido social) es la manifestación, a través del tiempo, de un pueblo (en el sentido étnico).

Las tradiciones de las poblaciones rurales, especialmente cuando estaban aisladas de la mo-
dernidad y de las comunicaciones (islas, montañas, regiones pobres), se consideraban vestigios de
la cultura nacional original. En consecuencia, durante todo el siglo xix, el campesinado fue tratado
como un archivo vivo o un campo de excavaciones y la recogida de materiales etnográficos fue
asimilada a una arqueología de la nación. Las consecuencias políticas de esta valorización de la
cultura popular fueron considerables: desde el momento en que el pueblo participó en la comu-
nidad cultural y que se le asignó un lugar fundamental, su exclusión de la comunidad política se
volvió cuestionable. Darle al pueblo un lugar importante en la cultura nacional fue abrir el proce-
so, a veces muy lento, como en España, de democratización política.

Con los «despertares nacionales» del siglo xix, la recogida de materiales etnográficos y la va-
loración de la cultura popular se practicaron como actividades patrióticas. Este fue particularmente
el caso en las naciones sin estado, y aún más en las «naciones no históricas», aquellas que no po-
dían referirse a un estado anterior (por ejemplo, en los Imperios ruso, austrohúngaro o en el área
europea del Imperio otomano, etc.). La afirmación de una «nación judía» en Europa a finales del
siglo xix estuvo acompañada de intensas recolecciones etnográficas y de la creación de museos en
Europa central y oriental (Baumgarten y Trautmann-Waller, 2014). Múltiples «atlas etnológicos» han
cartografiado los territorios de las naciones, trazando fronteras que se declararon más auténticas
que las fronteras estatales: estos atlas respaldaron reivindicaciones políticas. Muy a menudo, inclu-
so cuando han sido reconocidos y respaldados por el poder del Estado, estas creaciones del museo
han sido preparadas por colecciones realizadas por eruditos patriotas (el filólogo y coleccionista
Artur Hazelius abrió el museo de Estocolmo). A finales del siglo xix, se formaron asociaciones es-
pecializadas que publicaron boletines, organizaron coloquios y difundieron «Instrucciones para la
recogida» de folclore y de materiales etnográficos.

Este trabajo de aficionados ilustrados precedió a la creación, mucho más tarde, de una edu-
cación universitaria especializada en etnología nacional. A través de estas actividades se pretendía
desarrollar no solo el conocimiento, sino también la conciencia de pertenencia y el orgullo identi-
tario de la población.

4. Unidad en la diversidad
La recogida de materiales etnográficos y la creación de museos no solo han tenido lugar en el
ámbito nacional, sino también en el regional. De hecho, el desarrollo de la nación, como forma

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Anne-Marie Thiesse Cultura popular, nacionalismo y regionalismo

cultural y política, ha estado estrechamente relacionado con la valoración de las culturas regionales.
¿Cuáles son las diferencias entre nación y región? Dos elementos principalmente: en el aspecto
político, la soberanía; en el aspecto cultural, esencialmente el estatuto de la lengua. Esto explica
por qué el mismo territorio puede ser presentado, fácilmente o con violentos enfrentamientos ideo-
lógicos, como nación o como región (caso de Occitania, Bretaña o Cataluña). En muchos casos en
Europa, la construcción de la identidad nacional se ha basado en identidades regionales. A fines
del siglo xix, cuando la nación era ampliamente considerada como el principio más legítimo de
organización estatal, la celebración de la unidad nacional generalmente iba acompañada de una
valoración de su diversidad. El objetivo era convencer a las personas que vivían en espacios geo-
gráficos y sociales distintos de que eran, sin embargo, miembros de una comunidad nacional más
grande. Para obtener apoyo colectivo, era necesario demostrar que cada comunidad local era un
componente prestigioso e indispensable del conjunto (Thiesse, 1997; Confino, 1997). Según las
metáforas de uso frecuente, la nación fue ilustrada como un maravilloso mosaico o un coro armo-
nioso. Todavía hay ejemplos famosos de la representación de una nación a través de la colección
de sus representaciones regionales: los frescos que ilustran el Ayuntamiento de París o los azulejos
de la plaza de España en Sevilla. Estas representaciones de la unidad en la diversidad también se
convirtieron en museos etnológicos. El Museo de Estocolmo, nuevamente, jugó un papel pionero.
En 1891, el fundador de Nordiska Museet abrió un museo en Skansen: este museo reunió edificios
rurales de diferentes regiones suecas bajo la forma de un pueblo ideal. El Skansen ha inspirado
muchos museos al aire libre en el norte y este de Europa. En Francia y Alemania, en la década de
1930, hubo proyectos serios para crear museos de este tipo que no tuvieron éxito. Pero desde fi-
nales del siglo xix, las «aldeas etnográficas» se presentaron en numerosas exposiciones nacionales
e internacionales. Tuvieron mucho éxito con el público; los visitantes podían ver allí, como espec-
táculos, trabajos agrícolas y artesanales o «fiestas populares». Al mismo tiempo, las «exposiciones
coloniales» mostraron a los visitantes «pueblos indígenas», en los que se podían ver a grupos de los
pueblos colonizados trabajando y celebrando rituales. Recientemente, estas exposiciones coloniales
han sido estudiadas y estigmatizadas como «zoológicos humanos» (Bancel et al., 2004).

En el marco de la «nacionalización de las masas» en Europa, desde finales del siglo xix, la
educación cívica y patriótica se basó mucho en el sentimiento de pertenencia a un espacio local,
en el orgullo regional de identidad. Incluso en el caso francés, donde el objetivo de la unificación
cultural fue llevado muy lejos, el discurso patriótico destacó regularmente la existencia de culturas
regionales que contribuyeron maravillosamente por su diversidad a la grandeza del conjunto. La
noción de «pequeña patria» se usa mucho: piccola patria (italiano), Heimat (alemán), patria chica
(español).

En resumen: las colecciones etnográficas y los museos han tenido una función indudable-
mente progresiva al incluir a las clases trabajadoras en la comunidad nacional. La mejora de la
cultura popular regional o nacional a menudo ha expresado resistencia a la opresión o la victoria
sobre una dictadura (cf. la proliferación de creaciones de museos etnológicos en España en el pe-
ríodo posterior a Franco). Sin embargo, la función de inclusión también tuvo la función de exclusión
con consecuencias de largo alcance. Primero porque la cultura de las personas, en el sentido social,
se consideraba como la cultura original de un pueblo, en el sentido étnico: los extranjeros no te-
nían lugar allí. Debido a que se utilizaba para definir el territorio específico de una comunidad, la
cultura popular se consideraba de forma «sui generis», autónoma: no estaba vinculada a los proce-
sos de circulación de bienes, conocimiento, estética. Además, la cultura popular ha sido tratada
como una cultura sin historia y, por lo tanto, sin evolución.

5. La cultura popular: ¿un pasado sin historia?


Las colecciones y los museos etnológicos debían recoger en el presente los vestigios del pasado.
¡Pero no como libros de historia nacional y museos de historia! El pasado de las historias nacionales

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Anne-Marie Thiesse Cultura popular, nacionalismo y regionalismo

es una sucesión de períodos, se refiere a fechas significativas, se describe como una serie de cam-
bios políticos y culturales. Por otro lado, el pasado de la etnología ha sido tratado durante mucho
tiempo como un largo tiempo inmóvil, con puntos de inicio y finalización imprecisos. La alta cul-
tura, en sus diversas manifestaciones (literatura, música, pintura, arquitectura), ha sido historizada
y organizada conforme a periodizaciones (medieval, clásica, barroca, romántica, etc.).

Los objetos presentados en los museos de etnología, a menudo, no estaban fechados, en


contraste con las colecciones de los museos históricos. Sobre todo, las personas fueron tratadas
como el transmisor pasivo de una cultura pasada, completamente ajenos al valor del tesoro nacio-
nal que habían heredado y dispuestos a abandonarlo por el consumo vulgar de la modernidad. De
hecho, el único desarrollo que los coleccionistas imaginaron para la cultura popular fue... su des-
aparición. Desde el siglo xviii, los eruditos patrióticos repetían que tenían que salvar urgentemente
una cultura popular amenazada con una desaparición inminente. La etnología, desde el principio,
ha sido tratada como un rescate de emergencia. En el texto de 1846 donde introdujo el neologismo
«folklore» sobre el modelo del Volkskunde alemán (ciencia popular), el erudito británico William J.
Thoms también afirmaba la idea de la desaparición irremediable de la tradición: «No estoy sin es-
peranzas de alistarte para que coseches con tu ayuda las pocas espigas restantes, esparcidas en los
campos donde nuestros antepasados ​​podrían haber tenido una buena cosecha»1.

Por supuesto, la modernidad ha cambiado las costumbres populares. Pero muchas otras trans-
formaciones de las prácticas campesinas se han producido en períodos anteriores. Hasta hace poco,
la etnología ha tenido poco en cuenta las transformaciones, los abandonos y la invención de las
tradiciones, y ha destacado las prácticas rurales y artesanales, descuidando en gran medida el mun-
do urbano y laboral. La cultura popular contemporánea viva ha sido excluida de la etnología y
rechazada como práctica subcultural, impura y estúpida, sujeta a las simples reglas del consumo
comercial. En el siglo xx, algunos intelectuales de izquierda se interesaron por las tradiciones de la
clase trabajadora y los rituales de huelga, y se publicaron estudios sobre el folclore de la clase
trabajadora en el espacio comunista, pero estos análisis fueron en gran medida minoritarios. Las
reflexiones de Gramsci, confinado en una prisión fascista, sobre el folclore y los potenciales eman-
cipatorios de la cultura popular no se publicaron hasta después de 1945 y no tuvieron eco hasta
la década de 1960 (Gramsci, 1950).

De hecho, la cultura popular «momificada» se ha presentado, durante décadas, como un an-


tídoto para ciertas prácticas de vida, como un medio para «educar de manera saludable» o
«reeducar» a las clases populares: bailes de country antiguo contra jazz, canciones tradicionales
contra música de café-concierto, fiestas anticuadas contra cabaret. Cabe señalar que muchos movi-
mientos que corresponden a opciones ideológicas muy diferentes (jóvenes cristianos, sindicatos y
partidos de izquierda) han utilizado el folclore para la educación de los jóvenes.

¿Podemos considerar que la etnología, porque ha deshistorizado y esencializado su objeto


durante mucho tiempo, es conservadora, incluso reaccionaria? ¿Es intrínsecamente nacionalista, o
incluso xenófoba, ya que asocia a un pueblo, en el sentido étnico, y a un territorio y olvida las
migraciones y la importancia de los intercambios entre territorios? Al limitar esencialmente la cul-
tura popular a las prácticas rurales y artesanales desaparecidas o en peligro de desaparición, ¿ha
contribuido a la estigmatización de la gente trabajadora y urbana? Estas preguntas se han plantea-
do recientemente en debates importantes sobre la evolución de los museos de etnología.

Sin lugar a dudas, la Alemania nazi llevó a la movilización de la Volkskunde como ciencia
nacionalista y racial a un punto extremo y enfrentó «la herencia de los antepasados» (Ahnenerbe)
a la «cultura degenerada» de la República de Weimar (Bausinger, 1971). El fascismo mussoliniano

1 «I am not without hopes of enlisting your aid in garnering the few ears which are remaining, scattered over that fields from

which our forefathers might have gathered a goodly crop». William J. Thoms, Letter to Atheneum, August 22, 1846.

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Anne-Marie Thiesse Cultura popular, nacionalismo y regionalismo

inventó e impuso muchas «tradiciones» regionales y nacionales con objetivos nacionalistas (pero
también, aspecto importante, para desarrollar el turismo) (Cavazza, 2003). El régimen del mariscal
Pétain, durante la ocupación alemana de Francia, hizo del folklore su cultura oficial e impuso una
versión rural y retrospectiva de la «Francia eterna» contra la cultura republicana (Faure, 1989). Pero
la etnología y sus instituciones no pueden ser reducidas a sus usos por las dictaduras nacionalistas.
En la década de 1990, cuando el Museo de Artes y Tradiciones Populares de París fue fuertemente
criticado, fue denunciado como una creación del régimen de Pétain. De hecho, el museo había
sido creado en 1937, por el gobierno del Frente Popular. En el Congreso Internacional de Folklore
de París, en 1937, que tuvo lugar en el marco de la Exposición internacional de las artes y de las
técnicas aplicadas a la vida moderna, una importante sección tuvo como tema «Folklore aplicado»,
es decir, el uso de las tradiciones rurales para el ocio de la juventud y de las clases populares. Uno
de los participantes activos fue Georges-Henri Rivière, etnólogo del Musée de l’Homme, muy vin-
culado a las vanguardias artísticas y literarias, y que pronto sería nombrado director del Museo de
Artes y Tradiciones Populares.

6. La tradición como recurso para la creación moderna


La concepción retrospectiva de la cultura popular también la ha convertido en una fuente de creación
moderna, como lo demuestra la presencia frecuente de colecciones y aldeas etnográficas en exposi-
ciones nacionales o internacionales. A menudo refiriéndose al movimiento Arts and Crafts, los crea-
dores (pintores, arquitectos, ceramistas, diseñadores de muebles y textiles) propusieron la creación
artesanal como un recurso para la producción de un «arte nacional» o regional, del que los museos
se convirtieron en garantes de la autenticidad de la fuente. La artesanía ha sido valorada como una
antítesis para la estandarización de la producción industrial. Esta producción «neo-artesanal» fue de
gran importancia para el diseño del siglo xx en sus variaciones nacionales y regionales, y el «estilo
local» ha jugado un papel importante en el atractivo turístico de las naciones y las regiones. También
conocemos su evolución hacia una identidad kitsch de fabricación industrial.

Muchos artistas se han referido a la cultura popular por sus valores de primitivismo y auten-
ticidad. Esta relación fue el tema de la exposición «Folklore» (Gallais y Calafat, 2020), presentada
en 2020 por MUCEM y el Centre Pompidou en Metz:

¿Sabes que Vassily Kandinsky comenzó su carrera como etnógrafo en Rusia? ¿Que el bisabuelo de
Constantin Brâncuși fue un constructor de iglesias tradicionales de madera en Rumanía? ¿Que Natalia
Gontcharova desarrolló una pintura abstracta inspirada en trajes españoles? ¿Que Joseph Beuys declaró
que veía el folklore como una herramienta para comprender el futuro, o que Marcel Broodthaers tenía
la intención de agregar una «sección folklórica» ​​a su Museo de Arte Moderno, Departamento de Águilas?
Asimilado a la tradición, y por lo tanto aparentemente opuesto al concepto de vanguardia, el
universo del folklore, sujeto a múltiples controversias, se infiltra de diferentes maneras en franjas enteras
de modernidad y creación contemporánea. Lejos de los clichés de un pasadismo anticuado y artificial,
los artistas podrían encontrar allí una fuente de inspiración, un poder regenerativo, así como un objeto
de análisis crítico o de contestación2.

Las críticas formuladas en las últimas décadas contra las concepciones retrospectivas y esen-
cialistas de la etnografía han dado lugar a desarrollos más o menos significativos en los museos
etnológicos. Con el resurgimiento de una identidad nacionalista que hace de la inmigración uno
de sus principales objetivos, los museos de etnología nacional han adoptado una nueva dimensión,
supranacional, en este caso europea. En 1999 se fundó en Berlín el Museo Europäischer Kulturen
(MEK) con las colecciones de los museos etnográficos de Berlín Oriental y Berlín Occidental. El

2 Exposicion «Folklore», 21 marzo-20 septiembre de 2020 en el Centre Pompidou de Metz y 21 octubre 2020-22 febrero de 2021

en el MUCEM, https://www.centrepompidou-metz.fr/folklore.

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Anne-Marie Thiesse Cultura popular, nacionalismo y regionalismo

MEK trata de la vida cotidiana de las clases medias y populares europeas desde el siglo xviii y
realiza exposiciones temporales sobre las prácticas actuales. En 2013, el año en que Marsella fue
la capital europea de la cultura, se inauguró el Museo de las Civilizaciones de Europa y el Medi-
terráneo (MUCEM), que, de hecho, se dedica principalmente al área mediterránea. El MUCEM,
presentado como un museo de sociedad, concede un lugar importante a la estética y a la creación
artística; así, en 2016 realizó la exposición «Picasso, un genie sans piédestal et les arts et traditions
populaires» y, en 2021, la exposición «Jeff Koons MUCEM. Œuvres de la collection Pinault», median-
te el diálogo entre las obras de Koons y las colecciones de objetos etnográficos del propio museo.

La globalización reciente y los cambios en los patrones de consumo y comunicación están


creando una fuerte demanda de museos de sociedad, a los que se les pide que proporcionen co-
nocimiento y organicen reflexiones sobre estos temas. Muchas exposiciones actuales están en
sintonía con preguntas sobre interacciones culturales, migraciones o nuevas prácticas diarias. Pero
la tradición popular también es, una vez más, revalorizada como un recurso para un modo de
producción y consumo que respeta la diversidad cultural y el desarrollo sostenible. La Unesco in-
trodujo en 2003 la noción de «Patrimonio Cultural Inmaterial» asociada con las de tradición,
identidad colectiva, creatividad, pero también con los derechos humanos y el desarrollo sostenible.
La inscripción en la lista de este patrimonio implica actualmente un fuerte problema de identidad
nacional y regional, y a la vez económico, con la etnología como garantía científica3.

Las viejas prácticas, anteriores a la sociedad de consumo, se promueven como referencias


cuando las preocupaciones ecológicas se convierten en un imperativo importante. Contra la estan-
darización y la producción destructiva, la producción artesanal vuelve a ser un recurso creativo.
Desde una perspectiva democrática o elitista, ¿sirve a los intereses públicos o privados? El edificio
del Museo de Artes y Tradiciones Populares en París ha estado vacío desde 2005. En 2017, el em-
presario Bernard Arnault, jefe del grupo internacional de lujo LVMH, anunció su intención de
transformarlo en un Centro de Artesanías artísticas: Maison LVMH - Arts - Talents - Patrimoine…

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3 Los bienes de patrimonio cultural immaterial en España son: el misterio de Elche (Comunidad Valenciana), 2008; la Patum de

Berga (Cataluña), 2008; el Silbo Gomero, lenguaje silbado de la isla de La Gomera (Islas Canarias), 2009; Tribunales de regantes
del Mediterráneo español: el Consejo de Hombres Buenos de la Huerta de Murcia y el Tribunal de las Aguas de la Huerta de
Valencia (Comunidad Valenciana), 2009; el canto de la Sibila de Mallorca (Islas Baleares), 2010; el flamenco (Andalucía), 2010; los
«castells» (Cataluña), 2010; la fiesta de «la Mare de Déu de la Salut» de Algemesí (Comunidad Valenciana), 2011; la Cetrería (Inter-
nacional), 2010, ampliado en 2012; la fiesta de los patios de Córdoba (Andalucía), 2012; la dieta mediterránea (Internacional) 2010,
ampliado en 2013; Fiestas del fuego del solsticio de verano en los Pirineos (Internacional), 2015; las Fiestas de las Fallas de Va-
lencia, 2016; las tamboradas, repiques rituales de tambores, 2018; Conocimientos y técnica del arte de construir muros en piedra
seca (Internacional), 2018; la cerámica de Puebla (México), Talavera de la Reina y el Puente del Arzobispo (España), 2019; los
caballos del vino (Región de Murcia), 2020.

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Anne-Marie Thiesse Cultura popular, nacionalismo y regionalismo

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Gonzalo Ruiz Zapatero Contar la nación. El Museo Arqueológico Nacional y la construcción de identidades

Contar la nación. El Museo Arqueológico


Nacional y la construcción de identidades
Gonzalo Ruiz Zapatero
Universidad Complutense
gonzalor@ghis.ucm.es

Resumen: Este trabajo ofrece una panorámica histórica del Museo Arqueológico Nacional de Ma-
drid (España) desde su creación en 1867 hasta la actualidad. Lo hace con una doble perspectiva:
la secuencia de las museografías de cada una de las grandes etapas de remodelación de la institu-
ción y los desarrollos sociales y políticos que configuran la identidad nacional española. En defi-
nitiva, una forma de analizar cómo el museo ha contado la nación, un discurso cambiante, com-
plejo y aun contradictorio. Al hilo del tema principal se abordan cuestiones más secundarias, como
los componentes de las diferentes museografías, el papel de los objetos o piezas arqueológicas, los
sesgos ideológicos de cada periodo y la capacidad de los museos arqueológicos para elaborar na-
rrativas históricas. Detrás de la identidad nacional se deja fuera de foco a la mayoría de la pobla-
ción, es un relato de élites, Y finalmente se discute el estatus de los museos nacionales dentro del
mundo actual globalizado, líquido y con multitud de identidades en la sombra y la dificultad de
una presentación museográfica multiescalar que vaya de lo local a lo universal, pasando por las
identidades regionales.

Palabras clave: Arqueología. Pasado. Nacionalismo. Identidades. Museografía. España.

Abstract: This essay offers a general historical overview of the National Archaeological Museum
of Madrid (Spain) from its creation in 1867 to the present day. It does so from a double perspec-
tive: the sequence of the museographies of each of the major stages of remodeling of the insti-
tution and the social and political developments that make up the Spanish national identity. In
short, a way of analyzing how the museum has told the nation, a changing, complex and even
contradictory discourse. In line with the main topic more secondary issues are addressed, such
as the components of the different museographies, the role of archaeological objects, the ideo-
logical biases of each period and the ability of archaeological museums to develop historical
narratives. Behind the national identity, the majority of the population is left out of focus, it is a
story of elites. Finally the status of national museums is discussed within the current globalized
world, liquid and with a multitude of identities in the shadow as well as the difficulty of a mul-
ti-scale museographic presentation that goes from the local to the universal, passing through
regional identities.

Keywords: Archaeology. Past. Nationalism. Identities. Museography. Spain.

Anales del Museo Nacional de Antropología XXII (2020) | Págs. 17-38 | ISSN: 2340-3519 17
Gonzalo Ruiz Zapatero Contar la nación. El Museo Arqueológico Nacional y la construcción de identidades

«El amor a los museos […] se reduce a muy pocas palabras, palabras que encuentran los poetas:
“existen lágrimas en el corazón de las cosas” […] Cuanto mejor es un museo, más corazón adivinamos
en las cosas, más traspasamos el cristal y nos adentramos en las sombras. Buscando».
Luis Grau Lobo (2020: 16)

«Ser español es algo cambiante en el tiempo. […] Centrarse en historias nacionales con identida-
des colectivas/abstractas diferentes da pocos frutos. […] Hay que repensar siempre las cosas, sea
España, su historia, la nación o la democracia».
Julián Casanova (2021: 7)

1. Introducción
Los museos son importantes porque, entre otras cosas, son activos en la formación del conocimiento,
utilizando sus colecciones, elaboran narrativas culturales visuales que producen visiones del pasado
y, por lo tanto, del presente (Hopper-Greenhill, 2007: 2). Del pasado y del presente, ese es su poder.
La consideración tradicional del papel del museo arqueológico ha cambiado drásticamente en las
últimas décadas (Barker, 2010, y Swain, 2007) y hoy en día los museos tienen el deber de permitir a
la gente, a la mayor cantidad de gente posible, explorar exhibiciones para interpretar, inspirar, apren-
der y disfrutar (UK´s Museums Association, 1998, en Sparke et al., 2006). Ya no se trata solo de re-
colectar y salvaguardar artefactos y objetos para las generaciones futuras, es el deber de hacerlos
accesibles a través de las historias o, mejor, de las memorias de los objetos arqueológicos, que en-
capsulan. Pero, además de la inevitable polisemia del concepto de museo (Candin y Larkin, 2020, y
Hernández, 2021), los enfoques recientes se han centrado en el diseño de museos, en la autenticidad
o en cuestiones generales de gestión y marketing. Aunque la reflexión inicial para comprender los
discursos museológicos debe partir de la materia prima de los museos: los objetos y los restos mate-
riales del pasado. La arqueología recupera mediante la excavación piezas y materiales, la materialidad
de las sociedades pretéritas. Y esa materialidad es un hecho fáctico: los objetos «están ahí»; existen:
se pueden ver, tocar, medir y analizar. Pero la excavación debe recuperar también lo no apreciable,
los contextos, las relaciones espaciales de los objetos y su interpretación. Y eso no está ahí, el regis-
tro de los contextos arqueológicos lo construye el arqueólogo y la interpretación también. De forma
que, como tradicionalmente se repite, los objetos no son nada sin los contextos. Por eso la razón
fundamental del daño del expolio arqueológico es que los materiales sin procedencia de contexto
pierden su valor, porque no pueden contar sus historias, no pueden generar conocimiento histórico,
al menos no pleno e informado.

Si los objetos no son nada sin el contexto, y muchos objetos arqueológicos en los museos
carecen de contextos: ¿cuál puede ser la misión de los museos? La pregunta la ha formulado
Marc-Antoine Kaeser (2015), director del museo Latenium (Suiza), y tiene mucha más enjundia
de lo que parece a primera vista. La arqueología es una destrucción controlada, excavar —desde
el dictum de Mortimer Wheeler lo sabemos bien— es destruir, pero al registrar y documentar se
«restituye» de alguna manera el sitio excavado/destruido. Nuestra disciplina se ejerce destruyendo
los archivos enterrados del suelo para exhumarlos (Kaeser, 2015: 37). Como dice sabiamente
Kaeser (2015: 38), se trata de «desmantelar lo conocido para aprehender y comprender lo desco-
nocido». Los restos sacados a la luz por los arqueólogos se convierten, se transforman, en datos
(diarios, dibujos, notas en fichas, fotografías, vídeos) y por lo tanto la arqueología consume re-
gistros arqueológicos para producir conocimiento histórico. Y aunque no resulte muy glamuroso
los objetos de los museos arqueológicos son, de alguna forma, los «residuos», las escorias de la
desmaterialización del contexto arqueológico, en definitiva las escorias de la investigación cien-
tífica en acertadas palabras del arqueólogo suizo Marc-Antoine Kaeser. Y por eso necesitan

Anales del Museo Nacional de Antropología XXII (2020) | Págs. 17-38 | ISSN: 2340-3519 18
Gonzalo Ruiz Zapatero Contar la nación. El Museo Arqueológico Nacional y la construcción de identidades

narrativas, lecturas in situ como cartelería, y externas, guías, libros de síntesis y monografías.
Visitar museos debería llevar consigo realizar lecturas, porque creo que leer arqueología propor-
ciona la capacidad más plena de sentir el pasado, de sentir, en definitiva, el poder de la vida,
parafraseando a Vivian Gornick (2021: 22-23).

La exhibición museográfica (museum display) es «una producción política y pública de pro-


posición de conocimiento, con la intención de influenciar audiencias y crear efectos sociales
duraderos» (Whitehead, 2016: 2). Y en última instancia constituye una forma de representación,
como sostiene Christopher Whitehead. Puesto que la museografía concreta establece un juego de
interacciones entre el discurso armado —la narrativa histórica y visual destilada de los objetos— y
las experiencias de los visitantes del museo. Analizar las museografías es desmontar sus compo-
nentes (objetos, presentaciones, rotulación, guiones, textos-carteles, narrativas, teorías, sistemas,
estructuras, mapas, audiovisuales y otros recursos expositivos) para comprender las intenciones y
los mensajes del constructor museístico.

Se ha afirmado que pasear por una exhibición de un museo es como leer un libro (Bal, 1996:
4). Si eso fuera así habría que convenir en que generalmente se trata de una lectura densa, com-
pleja, con diferentes niveles de significación y difíciles vueltas atrás —por la complejidad espacial
de los discursos museográficos—, que requiere mucha atención «lectora» y capacidad interpretativa.
Los museos —los arqueológicos también o incluso con más motivo— son inherentemente narrati-
vos, porque lo exige su visita necesariamente secuencial y la experiencia de esta como un «walking
tour» (Bal, 1996). Otro asunto es cómo se construye la narrativa museográfica y cómo se percibe/
recibe por los visitantes.

Aquí me voy a ocupar de lo siguiente: primero una introducción a la historia de la construc-


ción del Museo Arqueológico Nacional, en paralelo a cómo se ha elaborado el discurso de la
identidad nacional española a través de sus museografías, es decir cómo se ha contado la nación.
Segundo, la situación de la exposición permanente, actual, abierta en 2014; o cómo se presenta la
historia de España a través de su materialidad. En tercer lugar, unas reflexiones sobre el papel de
los museos arqueológicos y su relación con la construcción de identidades políticas y de otro tipo.
Consideraré para ello el largo y fundamental papel de los museos en la articulación de la identidad.
Y concluiré con unas reflexiones sobre el alcance y las limitaciones de los modernos museos na-
cionales para elaborar sus narrativas históricas, culturales y visuales, acordes a las cambiantes
identidades de la tercera década del siglo xxi. ¿Han terminado las identidades nacionales?, ¿están
cambiando? Y si es así, ¿cuál es el potencial de los museos para articular nuevas identidades pos-
nacionales (Habermas, 2007) y transculturales en el mundo actual?

2. Breve historia de las museografías mutantes del MAN


En 1867 se fundó el Museo Arqueológico Nacional en España (Marcos Pous, 1993), y se ha cele-
brado este acontecimiento con encuentros y publicaciones (Carretero et al., 2018, y Marcos Alonso,
2017) y una gran exposición: El poder del pasado.150 años de Arqueología en España (Ruiz Zapa-
tero, 2017).

Ha sido un largo camino desde la fundación en un palacete, el Casino de la Reina, donde se


ubicó el museo hasta 1893-1895, cuando se trasladó a un nuevo edificio, el Palacio de Bibliotecas
y Museos Nacionales. El Museo en el nuevo edificio, el mismo en el que se encuentra hoy, tuvo
un lento crecimiento a lo largo de las primeras décadas del siglo xx hasta la guerra civil española
(1936-1939). El Museo estuvo cerrado durante los años de la Guerra Civil y fue reabierto con el
nuevo régimen, la dictadura de Franco, con una museología muy tradicional distorsionada por la
política fascista-totalitaria del momento. Con la evolución del país el Museo fue lentamente cam-
biando, sin grandes transformaciones hasta la reorganización del profesor Martín Almagro Basch,

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siguiendo estándares internacionales, justo después de la muerte de Franco en 1975 (Marcos Pous,
1993). Esta exposición permanente fue bastante moderna y exitosa durante casi treinta años. En
2008 el Museo fue cerrado para una gran intervención arquitectónica y museográfica y finalmente
reabierto en abril de 2014 (figura 1).

Figura 1. Diagrama crono-cultural de la evolución histórica del Museo Arqueológico Nacional (ilustración del autor).

El Museo Arqueológico Nacional fue fundado por real decreto de Isabel II (1867) y su prin-
cipal objetivo era convertirse en el depositario de las colecciones numismáticas, arqueológicas,
etnográficas y artísticas atesoradas por la monarquía española. Pero en realidad fue en 1871 cuan-
do el Museo fue inaugurado por el rey Amadeo I y permaneció en el Casino de la Reina hasta
1893. Ha sido conocido como el primer museo. La exposición inicial reflejaba los criterios de la
época y ofrecía muchos de los materiales existentes. En sus salas se mostraban no solo colecciones
de épocas primitivas y antiguas, sino también de la Edad Media y Moderna, numismática y etno-
gráfica con objetos exóticos de países lejanos. Era la primera vez que se presentaba al público en
España un museo con tal variedad de objetos y un arco cronológico y cultural tan extenso. El
Museo pretendía ser el museo de los orígenes de la nación española a través de tesoros del pasado.
De alguna manera, el MAN contribuía así a imponer un relato histórico desde una institución del
propio Estado para solidificar una nueva identidad nacional (Amat, 2022, y Díaz Andreu, 2016). Así
se diseñaron los decorados de las paredes y vitrinas para la exhibición de los valiosos objetos
transformados en Patrimonio Nacional. No todo lo expuesto era la nación, pero ya algunos objetos
por su valor artístico o icónico se consideraban «objetos distinguidos» (Lulll, 2007), una «esencia de
la nación». La mejor prueba es que algunos de los iconos arqueológicos que «cuentan un país» en
la actualidad ya estaban por aquellos años en el MAN o en el imaginario arqueológico de la épo-
ca (Lucena Giraldo, 2015). Y ciertamente el mero hecho de tener un museo nacional era expresión
natural de tener una identidad. Fórmula que se extendería poco a poco en las décadas siguientes

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Figura 2. La Sala del Joyero, en el Casino de la Reina, así llamada por contener en vitrinas y armarios de maderas nobles las
joyas, el tesoro de Guarrazar, las arquetas medievales y la eboraria. Las «joyas de la nación». (Dibujo de La Ilustración Españo-
la y Americana, 33, 1872, pp. 520-521. Museo Arqueológico Nacional).

con otros museos arqueológicos a nivel regional y local, replicando identidades a otras escalas
(figura 2).

Una cierta idea universal y comparativa del Museo se ofrecía a través de la Sala Etnográfi-
ca, donde se exhibían antigüedades y objetos exóticos de América, Asia y Oceanía. Era
propiamente una especie de memoria material del Imperio español en los siglos anteriores. Y
también una demostración, para las naciones colonialistas, de su capacidad de recopilar elemen-
tos culturales y ordenarlos más allá de los límites nacionales (Macdonald, 2003: 3). Además así
quedaba patente, por fuerte comparación visual, la diferencia cultural y especificidad propia de
nuestro Estado-nación.

La mayor identidad del siglo xix fue la identidad del Estado-nación y la proliferación de mu-
seos estuvo estrechamente relacionada y se debió en última instancia a la formación y consolidación
de los Estados-nación (Aronsson y Elgenius, 2015; Khol, 2003 y Watson, 2013). En realidad ese
proceso, desde la Revolución francesa de 1789, llevó a los museos públicos (por oposición a las
colecciones reales), y los visitantes de estos incluyeron —al menos formalmente— a la gente co-
mún, siguiendo los principios de «egalité, fraternité et liberté» (Macdonald, 2003: 1-2), por mucho
que en la práctica el fenómeno fuera bastante heterogéneo espacial y temporalmente. Los objetos
que exhibía aquel «primer museo» del MAN eran piezas culturales significativas ungidas como ex-
presiones nacionales de identidad, y en definitiva demostraban que España tenía una larga historia.
Y la exposición museográfica ofrecía dos cosas relevantes: por un lado, una trayectoria histórica
nacional propia, distintiva y diferenciada de otros países y, por otro, un compendio cultural y visual
que conducía al Estado-nación triunfante fruto de aquella evolución histórica, como hacían con
mayor o menor éxito los museos nacionales europeos de la época (Macdonald, 2003: 3). Como
resume bien Sharon J. Macdonald, los museos de aquellos tiempos finiseculares querían ayudar a
que la gente sintiera de forma emotiva que el museo era su nación, que se sintieran singularizados,
diferentes a otros pueblos y naciones y que sintieran que pertenecían a una comunidad nacional
estable y de progreso. De alguna manera así se ofrecía una identidad nacional como algo coheren-
te y bien delimitado (Macdonald, 2003: 5).

Algunos museos de aquella época han llegado a ser «museos de sí mismos», caso del Museo
Pitt Rivers de Oxford, con colecciones y museografía congelada en el tiempo, actualmente un mu-
seo que preserva el museo original (Gosden et al., 2017). Un museo maravilloso para sentir, ver y
casi oler el museo de hace más de cien años, en el que se conserva «viva» la museografía arqueo-
lógica del siglo xix. Al mismo tiempo resulta fascinante comprobar que, al lado de la singularidad

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Figura 3. Patio romano del Museo Arqueológico Nacional, hacia 1917-1936. Foto: Archivo del Museo Arqueológico Nacional.
Inv. 2009/95/FF00001(16).

del Pitt Rivers Museum, la adaptabilidad y flexibilidad de los museos permite también transformar
—de manera radical— la presentación y el discurso museográfico manejando colecciones y fondos
antiguos, como demuestra el Museo del Hombre de París (Schlanger, 2016) (figura 3).

En 1893 el Museo se trasladó definitivamente al Palacio de Bibliotecas y Museos Nacionales


donde la nueva instalación cambió poco el aspecto de las salas. Sin embargo, algunos elementos
como la decoración mural de salas alusivas a diferentes épocas resultaron innovadores. Un modes-
to intento de ambientar/contextualizar los objetos de los periodos crono-culturales. Y aunque las
colecciones seguían ordenadas cronológica y/o tipológicamente, se introdujeron nuevos criterios
como los conceptos de historia, evolución del trabajo y vida social, siguiendo ideas ya conocidas
en otros museos arqueológicos europeos. En muchos sentidos, el Museo Arqueológico Nacional fue
la historia material primigenia de la nación imaginada. Pero sin duda era un museo dedicado a las
clases altas ilustradas y cultas sin apenas consideración hacia otros grupos sociales. Y es que la
España de los últimos años del siglo xix tenía 18,6 millones de habitantes y un lento crecimiento
demográfico, era un país fundamentalmente rural, de grandes terratenientes y pobre industria con-
centrada en el País Vasco y Cataluña, con una tasa de analfabetismo de más del 65% y pobres
índices de escolarización primaria. El museo solo podía ser para élites muy ilustradas (o no tanto).

Como se ha señalado más arriba, las antiguas colecciones que reunió el MAN conferían un
valor intrínseco a los objetos, independientemente de su valor científico, que en muchas ocasiones
era casi nulo. Porque las piezas carecían de procedencia exacta muchas veces y desde luego en su
inmensa mayoría también de contextos arqueológicos. Incluso se podría decir que las piezas no
tenían valor didáctico ni estético, su valor era más bien simbólico y por tanto dependiente de fac-
tores identitarios, políticos o ideológicos que siempre son fluctuantes (Kaeser, 2015: 40-41). Pero
las piezas en el discurso museográfico se revisten de una dignidad intangible: son la herencia ina-
lienable de nuestros antepasados, de los antepasados de la nación. Los objetos arqueológicos
transmiten la esencia material de la nación, confundiendo eso sí los territorios y antiguas geografías

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con la nación moderna. Pero uno de los fundamentos del nacionalismo del siglo xix es el esencia-
lismo de las naciones, y así se urden hilos que conectan el pasado más remoto y el presente
contemporáneo, para crear la falsa ilusión de que la nación existe desde los albores de la historia
humana. Los objetos son importantes en la medida que construyen historia donde no hay textos
ni relatos escritos. Aunque realmente los objetos no cuentan historias, a los objetos se les atribuyen
historias, son la materialidad sobre la que se levantan las narrativas más antiguas del Estado-nación.
Y ciertamente los objetos testimonian modestamente la historicidad del discurso científico (Kaeser,
2015: 43). Los objetos son lo que queda, son las gentes del pasado sin las gentes del pasado (Grau
Lobo, 2020: 16). En los discursos museográficos decimonónicos los objetos son pura apariencia,
estética o no, y suscitan admiración por aquel valor simbólico de lo arcano, lo primordial, lo prís-
tino. Son «objetos distinguidos» (figura 4).

Durante la guerra civil española (1936-1939) las salas del MAN fueron desmontadas para pro-
teger las colecciones arqueológicas. El patrimonio artístico fue un tema político para ambos frentes
—el republicano y el franquista— que motivó diferentes actuaciones para evitar su destrucción.

Las dificultades posteriores a la Guerra Civil no permitieron reabrir toda la exposición per-
manente, había menos espacios porque parte del museo estaba ocupado por otras instituciones.
Solo se pudo abrir una pequeña sala de exposición con las piezas más importantes. Es el conocido
como Museo Breve (1940-1951)). El discurso arqueológico no cambió, solo hubo algunos detalles
nuevos y el mismo tono sombrío y gris de la etapa anterior.

Figura 4. Recreación ambiental de sala con pinturas murales alusivas al contenido de la misma. Decoración realizada por Ar-
turo Mélida, basada en los motivos diseñados para la Exposición Histórico-Natural y Etnográfica de 1893. Foto: Archivo del
Museo Arqueológico Nacional. Inv. FD00415.

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La tergiversación histórica y arqueológica del franquismo se reconoce en la importancia con-


cedida a hechos como la resistencia de Numancia a Roma o el papel glorioso de los jefes celtas e
íberos, denominados «caudillos» (García Cardiel, 2008, y Quesada, 1995 y 1998) y considerados
como precedente del propio Franco («Caudillo por la gracia de Dios»). Aunque se ha discutido
fuertemente no hubo una arqueología española fascista, en sentido estricto, sino una arqueología
franquista con graves distorsiones ideológicas y manipulación de datos arqueológicos e históricos
(Díaz Andreu, 1993, y Gracia Alonso, 2009); con una instrumentalización identitaria descarada y
explícita (Gracia Alonso, 2014 y 2021) (figura 5).

Figura 5. Cuadro al óleo de Alejo Vera, El último día de Numancia (1881), actualmente en la Diputación de Soria.

Las imágenes fueron herramientas poderosas para difundir los discursos franquistas sobre la
historia, por ejemplo, la heroica caída de Numancia (133 a. C.) quedó registrada en pinturas histó-
ricas del siglo xix (Díez, 1992; García Cardiel, 2010 y Reyero, 1989) y copiada y trasladada a los
libros de texto escolares durante muchos años (García Cardiel, 2008, y Ruiz Zapatero y Álvarez
Sanchís, 1994). En el MAN hubo una maqueta de Numancia en un lugar prominente, renovada en
la actual exposición (Rodero et al., 2014), que constituye acaso el mejor ejemplo del uso naciona-
lista del pasado, pues los numantinos pasaron de luchar por «su patria» a luchar por «nuestra nación»
( Jimeno y Torre Echévarri, 2005). Su gesta fue el paradigma del espíritu de libertad del pueblo y
también un abnegado ejemplo de patriotismo español y pilar central de la historiografía decimo-
nónica sobre la que se construiría la identidad nacional (Torre Echévarri, 2002).

Es una pena que no se hayan recogido exhaustivamente las museografías antiguas del MAN
porque las imágenes creadas para ambientar, recrear o complementar la exhibición de objetos son
auténticamente «máquinas de narración visual», una forma de mass media que llevan conocimientos
a audiencias diversas ( Jovanovic-Kruspel, 2019). La heterogénea imaginería visual de los museos
ejerció sin duda una notable influencia porque las imágenes son muy poderosas, comprimen ideas

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y las transmiten sensorialmente de manera fácil. La visualización de la ciencia y específicamente de


arqueología tiene una larga historia desde el Renacimiento que solo estamos empezando a explorar
(Opgenhaffen, 2021) y es un campo de estudio interesantísimo para comprender cómo se plasman
y comunican los conocimientos científicos (Moser, 2014, y Smiles y Moser, 2005). Las historias vi-
suales del MAN, apenas entrevistas en algunas fotografías antiguas, fueron muy probablemente el
medio más efectivo para despertar la imaginación de los visitantes e inspirarles para imaginar más
allá de los objetos expuestos, como sucedió en los museos de Ciencias Naturales ( Jovanovic-
Kruspel, 2019: 419). Y si la visualización es «un proceso dinámico de integración de datos e ideas
emergentes, un método que permite […] pensar creativamente, (re)crear y (re)construir múltiples
narrativas del pasado» (Opfenhaffen, 2021: 372), el estudio de las visualizaciones arqueológicas es
extremadamente valioso porque el poder epistémico no reside en la imagen, ya que es el autor de
la visualización quien imbuye significado en la imagen a través de los elementos que selecciona
y la manera en que los organiza. Y esa deconstrucción de las imágenes en los museos arqueoló-
gicos españoles es una tarea pendiente (figura 6).

Figura 6. Vista de una sala de Prehistoria, con maquetas en primer plano (monumentos megalíticos), vitrinas y piezas exentas
en las paredes y reproducciones de pinturas paleolíticas en la parte alta de las mismas. Foto: Archivo del Museo Arqueológico
Nacional. Inv. FD00409.

Con motivo del IV Congreso Internacional de Ciencias Prehistóricas y Protohistóricas (ICPP),


celebrado en Madrid (1954), se remodeló el MAN ampliando el espacio expositivo, con nuevos
diseños de vitrinas y textos murales explicativos, pero sin textos generales en las salas de exposi-
ción. Parece que el falso principio —los objetos hablan por sí mismos— era la regla general. Y el
discurso ideológico iba atemperando las ideas iniciales del régimen franquista.

Ya en la década de 1970 era evidente que el museo necesitaba una profunda renovación y
ese fue el ambicioso proyecto llevado a cabo por Martín Almagro Basch, director entre 1969 y 1981,
y a la vez catedrático de Prehistoria de la Universidad Complutense y director del Instituto Español
de Prehistoria del CSIC. Almagro ha sido probablemente el arqueólogo más eminente del MAN, con
un buen sentido de lo que debe ser una institución de investigación destacada y habilidades e

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inteligencia para hacer frente a la administración. El resultado fue simplemente un museo arqueo-
lógico moderno con un rico discurso museográfico bien adaptado a las espléndidas colecciones.
Pero para comienzos del siglo xxi, tras más de treinta años, el MAN había quedado desfasado en
bastantes aspectos.

El MAN, como el resto de museos arqueológicos españoles, ha tenido a lo largo del siglo xx
dos problemas principales, sin considerar el problema permanente de la financiación (Ruiz Zapa-
tero, 2016). Primero, la comprensión de los objetos arqueológicos como objetos congelados en el
tiempo y su presentación considerada como un ejercicio entomológico con la materialidad del
pasado. Y segundo, el tradicional doble divorcio de los objetos en los museos porque están divor-
ciados de sus contextos arqueológicos originales y también divorciados de su uso vivo y contextos
del pasado (Lull, 2007). En este sentido, los objetos arqueológicos se «entierran», muertos —y bien
muertos— en sus vitrinas, auténticos ataúdes de cristal sofisticados. ¿Se trata de un museo o un
mausoleo?

3. El MAN actual y las identidades


El moderno museo actual abrió sus puertas en 2014, tras seis años de obras, manteniendo la fa-
chada del arquitecto Francisco Jarreño (1818-1892), pero con una total nueva disposición de su
espacio interior (Rodríguez Frade, 2015), dos amplios patios cubiertos que articulan salas de expo-
sición, con luz natural cenital en estancias cercanas a patios y escaleras que comunican en diferen-
tes plantas verticales y horizontales. En muchos sentidos es un museo tradicional, en algunas salas
incluso muy tradicional. Objetos en vitrinas, con la ayuda de dibujos, fotografías y textos, y algunos
audiovisuales (Almansa, 2015, y Cervera, 2014). Es una museografía tradicional porque además no
hay realidad virtual y aumentada o arqueología virtual 3D inmersiva. El nuevo museo ofrece una
extrema diversidad en el tratamiento de las diferentes salas, aunque el discurso general sigue sien-
do contar la historia de España a través de sus colecciones arqueológicas, manteniendo los inicios
en el primer poblamiento paleolítico y el final en la Edad Moderna. La arqueología contemporánea
y no digamos ya la del presente quedan excluidas. Y conviene matizar que el MAN, desde 1986
con el final de las transferencias en materia de arqueología a las comunidades autónomas ha de-
jado de ingresar materiales procedentes de las proyectos de excavación arqueológica, aunque
mantiene nuevas incorporaciones a sus fondos a través de adquisiciones por compra y con dona-
ciones. De forma que su activo real son los ricos fondos antiguos.

Las Salas de Prehistoria exhiben buenas colecciones con excelentes ilustraciones murales de
gran tamaño, dioramas y un buen sentido de pedagogía atractiva. En parte por la buena labor del
Departamento de Prehistoria y en parte porque la arqueología prehistórica tiene una larga tradición
en España (Domínguez Rodrigo, 2015). El discurso es holístico y ciertamente también ayuda el
hecho de que buena parte de la temática es internacional, aunque con un acercamiento estrecho
a una Prehistoria regional o local. La museografía arranca con los orígenes humanos en África,
ofreciendo una visión de la evolución hasta el primer poblamiento de España (Atapuerca y Orce),
que establece el punto de evolución en el solar hispano, la visión de los grupos del Paleolítico
Inferior (Homo erectus) y Paleolítico Medio (Neandertales) comparte rasgos con otras poblaciones
similares europeas, creando una base de identidad europea que ha llegado, en ocasiones, a consi-
derar a los Neandertales —y su hibridación con los Humanos anatómicamente modernos del
Paleolítico Superior— como «los primeros europeos», algo que va confirmando la paleogenética
(Geigl, 2020) y viene bien con la necesidad de reforzar el debilitado sentimiento europeísta de los
países de la Unión Europea, especialmente después del Brexit en 2020.

Tras la llegada de los primeros estímulos neolíticos a las costas mediterráneas y el inicio de
la Edad del Cobre se transmite la idea de continuidad poblacional básica, ya que la diversidad
cultural de la Edad del Bronce muestra desarrollos locales aunque abiertos a algunas influencias

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exteriores. La personalidad de ciertos grupos arqueológicos reafirma la importancia del sustrato


local y la existencia de una Koiné peninsular con identidad propia (Ruiz Zapatero, 2015).

Las Salas de Protohistoria exhiben básicamente el primer milenio a. C., con arranque en la
Edad del Bronce Final, las colonizaciones mediterráneas (fenicias y griegas) y sobre todo las cul-
turas celta e ibérica (Álvarez Sanchís, 2015). Sin embargo, y a pesar de algunas críticas, la historia
de las poblaciones protohistóricas se ofrece como un relato coherente con soporte material arqueo-
lógico en el que los pueblos del pasado pueden estar algo desdibujados, pero ciertamente no
ausentes o perdidos. Hay algunos problemas como: la alta densidad de vitrinas, casi repletas de
numerosos objetos arqueológicos, que a primera vista provoca una cierta sensación de agobio en
el visitante, la exposición tal vez excesivamente tradicional en general, y la exclusión de la prehis-
toria temprana de las Islas Canarias, con sala propia en el anterior museo (Maicas y Mederos, 2016).
La lamentable posición de Canarias en el mapa animado a la entrada en el Mediterráneo por mo-
tivos de espacio provocó incluso una reclamación formal del Gobierno Regional de Canarias para
que se modificara y situara correctamente en el Océano Atlántico.

La exposición sobre la España romana presenta una visión sesgada hacia el arte o la dimensión
artística —un tema obviamente importante— que significa principalmente maravillosos mosaicos y
magníficas estatuas (con un espléndido patio romano nuevo), pero también celebrando la vida coti-
diana: la casa (domus), las villae y los diversificados ajuares domésticos, y los muertos con la
diversidad de tumbas y ajuares funerarios (Salas, 2015). De alguna manera «lo romano», ser romano
(cargado de ambigüedad y diversidad), se presenta como la primera organización civilizada, que
afecta a prácticamente todos los ámbitos de la vida de las poblaciones hispanorromanas. Por otro
lado, la unidad política y cultural de Hispania como provincia del Imperio romano establece un ba-
samento sobre el que cimentar un preludio de la unidad peninsular. A pesar de las connotaciones
negativas de la conquista e imposición del poder de Roma, los factores culturales y civilizatorios se
imponen. En la arqueología romana el paradigma imperante ha sido el «histórico-artístico», en el que
mucha de la arqueología practicada era una versión peculiar de la historia del arte antiguo (Abad
Casal, 2016: 17).

Desde el siglo xix el término «romanización» conllevaba una valoración positiva, algo bueno
esencialmente y aun deseable por las comunidades prerromanas. Algo basado en una perspectiva
colonialista —apenas consciente— de los clasicistas decimonónicos que daban por supuesto que
la imposición de los «ideales civilizatorios» estaba moralmente justificada y era beneficioso en la
práctica (Harding, 2020). En las últimas décadas esta visión está siendo fuertemente debatida. Y
desde luego el concepto tradicional de «romanización» (Pereira Menaut, 2010 y Le Roux, 2004) ne-
cesita (re)elaborar una metodología estrictamente arqueológica que explique las interacciones
«poder romano/comunidades indígenas», más allá de las narrativas exclusivamente historicistas
(Woolf, 1998 y Versluys, 2017) y que al mismo tiempo no diluya por completo el concepto (Kraus-
se, 2001). Las distintas escalas de análisis del mundo romano —local, regional y global— y su
interrelación para ver cómo se estaba transformando el mundo con las acciones de todos los acto-
res implicados no es fácil de trasladar a una exposición museística. En definitiva, Roma fue algo
nuevo resultado de una interacción global, con encuentros brutales y sangrientos resultado de
fricciones en todas las provincias del Imperio (Versluys, 2021: 43). Aunque prevalezca, como en el
MAN, la cara más amable de un mundo con una lengua unificada, el latín, una legislación, una
cultura refinada, obras artísticas muy notables, grandes construcciones públicas, acueductos y cal-
zadas, e innovaciones tecnológicas y económicas. Mucha «pax romana» y casi ausencia de los
conflictos y la explotación que la sustentaban. Y por otro lado Hispania, la identidad romana, como
base de la unidad e identidad de la nación española.

La época medieval ofrece el pasado arqueológico de los reinos cristianos y la larga historia
material de al-Ándalus —los territorios islámicos durante ocho siglos— como entidades disociadas,
hasta el punto de que sus exposiciones se muestran en diferentes plantas del MAN. Este es el

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Figura 7. Vista de la exposición actual de sala de Reinos Cristianos: Arte del monasterio de Aguilar de Campoo (Palencia).
Museo Arqueológico Nacional. Inv. RP-2013-10-18. Foto: Doctor Sombra.

primer y fundamental error porque supone en cierto modo una cierta exclusión de al-Ándalus en
la narrativa nacional (Díaz Andreu, 1996). Al menos, sugiere una aportación cultural que no perte-
nece a la «esencia» de la nación española como la Antigüedad romana (Wulff, 2003) o los reinos
medievales cristianos (Pérez Vejo, 2015: 77-142) (figura 7).

El tradicional concepto de Reconquista (la larga y lenta recuperación por parte de los reinos
cristianos del norte de los territorios islámicos), muy utilizado por la historiografía más conserva-
dora, ha sido repensado (Valdeón Baruque, 2006) y lúcidamente criticado en su construcción
historiográfica (Ríos Saloma, 2011), aunque ha sido recuperada por algunos pseudohistoriadores de
ideología abiertamente ultraderechista (Moa, 2018). De esta forma la exposición excluye el término
Reconquista por el de convivencia (García-Contreras, 2015: 293). Pero la citada disociación exposi-
tiva no permite mucha credibilidad. Las salas ofrecen una escasa originalidad expositiva, con un
predominio abrumador de objetos artísticos insertos en contextos históricos más bien pobres. Un
cierto carácter secundario se adivina en la falta de audiovisuales, pocos mapas y reconstrucciones
gráficas, y escasos textos históricos.

El marco central de al-Ándalus se organiza a través de cinco elementos principales: la hidráu-


lica y la agricultura de regadío, la arquitectura específica, las artes decorativas, el desarrollo
científico-técnico y los dos grandes conjuntos de la Mezquita de Córdoba y la ciudad de Madinat
al-Zahara (García-Gutiérrez Ruiz, 2015). El coleccionismo y el tradicionalismo han dejado su fuerte
huella, muy cerca de la tiranía del primero. La exposición no se ha arriesgado a narrar más allá de
las ricas colecciones del museo aspectos importantes con realizaciones relevantes (Carvajal López,
2014; Castillo, 2014 y Quirós Castillo, 2014). Entonces la pregunta es: ¿qué se ha quedado fuera de
la exposición de Al-Andalus? Y lo que falta es: 1) el pueblo, porque no hay lugar para campesinos,
pastores, pescadores, en una palabra no hay gente común, a pesar de que representaban más de
las tres cuartas partes de la población (¡!); 2) los asentamientos, como aldeas, caseríos y otras for-
mas de vivienda rural; 3) los paisajes relacionados con estructuras de asentamiento; y 4) la
organización social, especialmente en casi todas las dimensiones del poder político y los conflictos
sociales (García-Contreras, 2015: 297 y ss.); y también se pierde la perspectiva de género, al menos
en la dimensión necesaria hoy (Prados Torreira, 2016 y Querol, 2014), a pesar de las llamadas de
atención durante las últimas décadas (Hornos y Risquez, 2005).

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El panorama es más o menos el mismo en la zona de los Reinos Cristianos, donde las mara-
villas artísticas se encuentran por doquier, pero no se trata de una arqueología inclusiva, ya que
muchos sectores de la población están prácticamente excluidos. No hay ilustraciones de personas,
referencias a sus condiciones de vida, lugares de residencia, demografía, salud y enfermedades,
mortalidad y tantos otros aspectos que tienen información arqueológica moderna y datos de fuen-
tes escritas. Parece un período habitado por reyes, nobles, sacerdotes y poco más.

La impresión global es que la Reconquista —como eje vertebrador— fue un proceso históri-
co teleológico que con la conquista del Reino de Granada por los Reyes Católicos (1492)
restauraba la unidad de la monarquía visigoda cristiana. Como contrapunto, las palabras del presi-
dente del Gobierno de España, Mariano Rajoy, en la reinauguración del MAN el 1 de abril de 2014
arrojan luz sobre el punto de vista oficial: «El MAN presenta los objetos más importantes de nues-
tro patrimonio histórico, una maravillosa colección de un legado común que muestra un pueblo
diverso y unido. Podemos aprender un conocimiento profundo de nuestro pasado y nuestra iden-
tidad y sigue diciendo que es el lugar de Iberia, Hispania, España; y cabe añadir que ciertamente
no está tan claro que sea también el lugar de al-Andalus más allá de la arquitectura y las artes
decorativas» (García-Contreras, 2015: 302).

La exposición de MAN finaliza con la Edad Moderna —simbólicamente en 1867, la creación


del Museo— con más apariencia de galería artística que propiamente arqueológica. En la planta 2
hay una interesante sala con el Museo de Historia y las colecciones extranjeras se ubican en tres
secciones especiales dedicadas a Oriente Próximo, Nilo: Egipto y Nubia y Grecia. Finalmente, las
ricas colecciones numismáticas se presentan en una exposición muy atractiva con el título «Mone-
das: más que dinero». Significa un final estimulante para la visita al MAN. Aunque estas temáticas
se presentan desgajadas del relato nacional.

4. ¿Excavar la nación para armar un museo?


Excavar el pasado de una nación y presentarlo en un museo arqueológico es una construcción
inspirada por muchos factores (Boswell y Evans, 1999). Podemos identificar fácilmente los enfoques
erróneos y los sesgos más fuertes, pero es mucho más difícil presentar una narrativa de museo
buena y equilibrada, que ofrezca la diversidad del país y que implique el reconocimiento de diver-
sas identidades antiguas y presentes. Debemos tener presente que las naciones «son construcciones
históricas, de carácter contingente; y son sistemas de creencias y adhesión afectiva que producen
efectos políticos utilizados en beneficio de determinadas élites locales» (Álvarez Junco, 2016a: XIX).
Aunque el proceso de configuración de las identidades nacionales europeas es un largo y com-
plejo proceso (Thiesse, 2001), los mitos juegan un papel crucial. Como ha dicho el escritor Juan
Goytisolo (1996) «todas las historias nacionales y los credos patrióticos se basan en mitos. Los
mitos seminales de una nación tienen la piel dura, aun después de sus demoledoras reseñas, de
sus continuas falsificaciones […] siguen confundiendo a algunos historiadores contemporáneos y
se perpetúan en los libros de texto por pereza y rutina». Las naciones construyen sus historias
porque ennoblecen su pasado, exhiben sus sacrificios y logros y —envejecen— su antigüedad
porque de alguna forma así justifican su existencia desde tiempos remotos, porque la esencia o
el alma nacional está prefigurada en sus orígenes. Orígenes remotos que cuentan los museos
arqueológicos.

De alguna manera las continuas museografías del MAN han sido el resultado de varios fac-
tores: los conocimientos arqueológicos e históricos de cada etapa, las ideologías impregnadas en
las miradas de arqueólogos y conservadores de museo (Fox, 1997, y Fusi, 2000), la necesidad de
sintetizar con interés ilustrador y/o aleccionador para la ciudadanía y el peso de la tradición las
narrativas compartidas del pasado nacional encapsuladas en las historias generales, el saber escolar
los mensajes de los medios de comunicación y aun los clichés populares, exactamente lo mismo

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que se destaca sobre las conmemoraciones históricas (Moreno Luzón, 2021:23). No tienen nada de
extraño que los inicios del MAN coincidan plenamente con la «centenariomanía», que tiene su edad
de oro entre 1870 y 1as primeras décadas del siglo xx (Moreno Luzón, 2021: 32). España precisaba
de instrumentos para «nacionalizar» a su población, con tradiciones recuperadas o inventadas, la
construcción de estatuas de héroes/adalides de la nación, la educación escolar patriótica y las ex-
posiciones internacionales y universales, especialmente después del desastre del 98. Toda una
«bulimia conmemorativa» —en feliz expresión de Pierre Nora como recuerda el profesor Javier
Moreno Luzón— que tuvo su correlato en una bulimia museística (figura 8).

Figura 8. La historia arqueológica y la historia escrita. Izquierda, portada de Ruiz Zapatero, 2017, y derecha, portada de Álvarez
Junco y De la Fuente, 2017.

Los estudios historiográficos dejan fuera habitualmente, por las dificultades que entraña y lo
difuso de las evidencias, cómo percibe, asimila y siente la historia la gente. Una suerte de constructo
del imaginario histórico y arqueológico colectivo. Para el tema que tratamos resulta de capital impor-
tancia, pero lamentable y paradójicamente es el aspecto menos estudiado. El imaginario nacional
español se ha nutrido, sin duda alguna, de mitos y emblemas muy poderosos —Cervantes/El Quijo-
te, el descubrimiento de América y la guerra de la Independencia (Moreno Luzón, 2021: 289 y
ss.)—, pero entre ellos los mitos e iconos arqueológicos y de la España antigua nunca pesaron gran
cosa, más allá de los caudillos prerromanos y las «gestas» de Sagunto y Numancia, debidamente ins-
trumentalizados en cada época.

Los museos arqueológicos nacionales cuentan, en principio, con una «autoridad investida»,
como aparatos oficiales del Estado, para autentificar y presentar identidades a través de la exposi-
ción del patrimonio arqueológico. Pero reproducir la identidad nacional —fluida, cambiante e
imprecisa— en los tiempos posmodernos, de la descolonización, desprestigio del imperialismo y la
globalización es una tarea difícil y compleja (McLean, 2005). En la España democrática, de la Cons-
titución de 1978, y del Estado de las autonomías el primer gran obstáculo es cómo reconciliar la
integración nacional con la pluralidad de identidades y, sobre todo, con la diversidad del estado y
otras identidades nacionales de comunidades autónomas como las del País Vasco, Cataluña o Ga-
licia. Narrar la nación se me antoja desde esta perspectiva una tarea sin «libro de instrucciones». El
mundo actual de la inmediatez de los nuevos medios de telecomunicación, de movimientos femi-
nistas cada vez más fuertes y bien articulados, de defensa de derechos del colectivo LGTBI, de
movimientos migratorios de gran impacto y de respeto a los movimientos nacionalistas, la identidad
de la nación es, cuando menos, cada vez más fluida y contingente (McLean, 2005: 5). De hecho,

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el debate sobre las identidades nacionales en los museos está abierto en canal, tanto para los casos
de museos antiguos y con larga tradición —caso del MAN— (Lanzarote, 2011; Sakellariadi, 2008)
como los de nueva construcción en países «jóvenes» (Achim, 2017: Eskrine-Loftus et al., 2019; Jagero
et al., 2016 y Witcher, 2018) o de países con identidades discutidas y en conflicto (Tylor, 2012, y
Palhegyi, 2017). Y también hay casos de museos nacionales implicados en la exploración de nuevas
posibilidades para presentar críticamente distintas identidades (MacDonald, 2003: 6) (figura 9).

Figura 9. Excavando «los primeros pobladores» de España (Ilustración del autor).

Desde la restauración democrática, el crecimiento del nacionalismo catalán y la necesidad de


articular su historia y patrimonio condujo a la creación del Museu d´Historia de Catalunya en 1996
o a la preservación en el antiguo mercado barcelonés de El Born, mostrando, básicamente, las
ruinas de la Barcelona asaltada por las tropas de Felipe V el 11 de septiembre de 1714, cargadas
de fuerte simbolismo ideológico (Breen et al., 2020). El museo es la primera experiencia de un
museo nacional de historia y arqueología en la España democrática actual y un buen reflejo de las
tensiones y fricciones para articular una historia propia. Con todo, en poco más de un cuarto de
siglo ya el museo logra transmitir bastante bien su mensaje identitario, con apelaciones a la memo-
ria, la afectividad y aun a las emociones y sentimientos y altas expectativas de futuro (Generalitat
de Catalunya, 2022). En ese sentido cuenta con un mensaje de más carga ideológica que el MAN.
Desde esa perspectiva este último ofrece un discurso más neutro. Este hecho y la reciente recla-
mación de devolución de piezas arqueológicas del MAN a sus comunidades de origen están
creando una nueva situación respecto a la historia, el discurso arqueológico y la identidad de
nuestro país.

La reclamación de piezas al MAN tiene ya una relativa larga historia que casi se remonta a
la constitución de la España de las autonomías. Sin duda la reclamación de la Dama de Elche es
la más relevante y la que ha acaparado —y lo sigue haciendo— más atención mediática, en tanto
que icono de distintas identidades, local, regional y nacional (Aranegui, 2018; Salve et al., 1997),
incluso estudiando sus efectos emocionales y terapéuticos en la población local (Pinedo et al.,
2010). Entre las más icónicas figuran también la Dama de Baza (Granada), la Ley Flavia malacitana
(Málaga) y los toros de Costix (Mallorca). Muy recientemente unas declaraciones del ministro de
Cultura Miguel Iceta levantaron las expectativas de una posible reconsideración de la posición del

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Ministerio y la posible devolución de alguna de estas piezas arqueológicas. Aunque poco después,
tras algunas opiniones, como la del propio director del MAN, se zanjó el asunto con la afirmación
de que no se iban a disgregar las colecciones del museo nacional.

El tema pone de relieve el gran poder y aureola que rodea a estos iconos, que tratan de
conseguir ciertas comunidades autonómicas con su devolución a los territorios donde se descubrie-
ron. Lo que revela al mismo tiempo cómo estas piezas emblemáticas tienen valor de identidad
histórica a nivel local, autonómico y estatal, simultáneamente. Aunque sin duda es la identidad
regional o autonómica —sin olvidar la local como evidencia el caso de la Dama de Elche (Ajunta-
ment d´Elx, 2021)—, la que resulta más activa, porque como ya apuntó acertadamente Aurora
Rivière (2000) las comunidades autónomas «ganan» historia «envejeciendo el presente y dramatizan-
do su pasado», rastreando sus orígenes en la misma Prehistoria a través de los objetos distinguidos
y bien conocidos a nivel popular. Dentro de esa estrategia es donde debe situarse la polémica de
la devolución de piezas arqueológicas (figura 10).

Figura 10. Una cartografía mínima de las recientes reclamaciones de piezas arqueológicas del MAN (Ilustración del autor).

Y en el contexto político actual es como se puede entender una propuesta reciente del Par-
tido Popular (Convención nacional, 3 de octubre de 2021) clamando por un Museo Nacional de la
Historia de España, para contrarrestar la financiación de la «memoria histórica» y sus chiringuitos
(sic). Lo cual ya de partida me resulta muy inquietante. Se ha señalado que no hay otro museo de
ese carácter que el de Cataluña y que dentro de un programa de historia pública podría ser un
instrumento de educación ciudadana (Ruiz-Manjón y Cazorla Sánchez, 2021). Pero por el escenario
de la propuesta y lo inverosímil que resultaría en la actualidad conseguir las garantías necesarias,
esto es, un consenso democrático, el máximo respaldo de los partidos políticos y de la sociedad
civil, una alta inclusividad y una propuesta elaborada estrictamente por historiadores, personalmen-
te me parece una quimera y además no apunta a lo verdaderamente necesario que es mayor

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solidez en el sistema educativo de enseñanza de historia. Y mejorar, con financiación adecuada, los
museos existentes que no son pocos. El pasado parece que importa, siempre que sea un pasado
partidista, «nuestro pasado», pero hoy el pasado es plural, autóctono y meteco, abierto y en conti-
nua reelaboración. Esa conciencia es la que debemos transmitir.

5. A modo de coda
La modernización del MAN, aun con puntos oscuros y/o discutibles, representa un esfuerzo notable
para repensar el «pasado exhibido» con una mente más crítica y abierta. Parte de un planteamiento
mejor posicionado para aprender de las experiencias previas y de otros países y para contextuali-
zar el pasado como una herramienta de comprensión del presente. El mosaico cultural que dibuja
la arqueología española a lo largo de su despliegue histórico (Almagro Gorbea, 2002, y Ruiz Zapa-
tero, 2017) resume una identidad compleja, diversa y plural que, en cierto modo, se aproxima a la
realidad de la evolución de la identidad española contemporánea hasta nuestros días (Fusi, 2000).

En otro sentido, de cara al futuro inmediato algunas preguntas precisan ser (re)pensadas:
¿puede hoy aceptarse que las historias nacionales solo sean contadas en los museos arqueológicos?
Y todavía más: ¿la arqueología actual y de las próximas décadas solo puede ser practicada en el
marco de los Estados-nación? (Bruck y Stutz, 2016). ¿Deberíamos aspirar a que la globalización y
la «europeidad» (Unión Europea) se mostraran en los discursos de los museos nacionales? (Paliade-
li y Kopellu, 2013, y VV. AA., 2012). Y por último, ¿cómo articular las arqueologías «pequeñas»
nacionales en la gran historia profunda de la humanidad? (Shyrock y Smail, 2011). Hay muchas
preguntas, algunas certezas y también muchas dudas e incertidumbres, luces y sombras, pero la
arqueología (Fagan y Durrani, 2020) y los museos arqueológicos (Bueno, 2021 y Flexner, 2016)
tienen por delante un camino excitante por recorrer.

Bibliografía
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José Luis Mingote Calderón La identidad nacional en los museos «antropológicos» en el siglo xx. ¿Una modernidad obligada?

La identidad nacional en los museos


«antropológicos» en el siglo xx.
¿Una modernidad obligada?1
José Luis Mingote Calderón
Museo Nacional de Antropología
jluis.mingote@cultura.gob.es

Resumen: En la década de los años treinta del siglo xx, en España, Francia y Portugal se planifican
o crean tres museos de ámbito nacional que bajo diferentes denominaciones tienen al «pueblo»
como elemento fundamental. Un pueblo que remite al papel que los campesinos tienen en la iden-
tidad nacional desde el romanticismo como detentores de la esencia de la nación. Con unos con-
tenidos aparentemente similares, el Museo del Pueblo Español (Madrid), el Musée des Arts et Tradi-
tions Populaires (París) y el Museu de Arte Popular (Lisboa) muestran diferencias en sus
planteamientos y sobre todo una clara oposición en la ideología política de sus impulsores.

Palabras claves: Pueblo. Campesinos. Arte popular. Folclore. Etnografía. Museo del Pueblo Espa-
ñol. Musée des Arts et Traditions Populaires. Museu de Arte Popular.

Abstract: In the thirties of the 20th century, in Spain, France and Portugal, three national museums
that, under different names, had the «people» as a fundamental element were planned or created.
«People», which refers to the role of peasants in national identity as holders of the essence of the
nation since Romanticism. With apparently similar contents, the Museo del Pueblo Español (Ma-
drid), the Musée des Arts et Traditions Populaires (Paris) and the Museu de Arte Popular (Lisbon)
show differences in their approaches and, above all, a clear opposition in its leaders’ political ideo-
logy.

Keywords: People. Pesants. Popular Art. Folklore. Ethnography. Museo del Pueblo Español. Musée
des Arts et Traditions Populaires. Museu de Arte Popular.

1 El presente texto utiliza algunas informaciones de la versión editada on-line de mi intervención en el I Ciclo de conferências

«Memórias e activações patrimoniais. Da política do espírito às activações contemporâneas da cultura popular», celebrado los
días 20 y 21 de enero de 2011, en el Museu de Arte Popular, de Lisboa. La publicación digital, de abril de 2011 y actualmente in-
disponible, se encontraba en http://www.map.imc-ip.pt/pt/index.php?s=noticias&noticia=60#n2.

Anales del Museo Nacional de Antropología XXII (2020) | Págs. 39-68 | ISSN: 2340-3519 39
José Luis Mingote Calderón La identidad nacional en los museos «antropológicos» en el siglo xx. ¿Una modernidad obligada?

«Hay, pues, Folklore racista, nacionalista, proletario, separatista, etc. Respetar todas estas varieda-
des, o no respetar ninguna, es cosa lícita; lo que no es lícito, en el campo de la ciencia, hablando con
serenidad y libertad, es preferir la una a la otra».
Julio Caro Baroja, Análisis de la cultura. Etnología-Historia-Folklore. 1949.

1. Introducción
La idea fundamental de este texto es mostrar situaciones diferentes en relación con la creación de
museos de ámbito nacional cuyo contenido era la llamada cultura popular en los años treinta-
cuarenta del siglo pasado. Para eso, mencionaré el ejemplo del Museo del Pueblo Español (MPE),
creado en 1934, en Madrid, el Musée des Arts et Traditions Populaires (MATP), de París, que se creó
en 1937, y el Museu de Arte Popular (MAP), abierto en Lisboa en 1948, pero planeado con anterio-
ridad. La presentación de lo que ocurrió en estos tres casos ejemplifica la existencia de «variaciones
sobre el mismo tema» con importantes diferencias de origen y diferentes evoluciones a lo largo del
tiempo tras su creación, motivadas por los cambios en la política nacional de cada país.

Creo que la frase de Caro Baroja, con la que encabezo este texto, sintetiza de forma absolu-
ta la realidad de unos años antes que se va a ver en estas páginas. En plena posguerra española,
a diez años de acabada la Guerra Civil y a cuatro del fin de la Segunda Guerra Mundial, la lucidez
de don Julio —quien, casualmente, en ese momento era director del Museo del Pueblo Español—
le permitía expresar de manera tajante y clara algo que luego ha recibido diferentes
denominaciones. La «construcción» de la realidad por parte de determinados intereses políticos ha
estado presente en todas las ideologías, y lo continúa estando. La existencia de un «pueblo», y, por
tanto, de una «cultura popular» —o, para ser correctos, de una cultura campesina de raíz preindus-
trial, como sería más lógico que se denominase— aparece siempre como una realidad sobre la cual
se actúa desde fuera, desde todo tipo de poderes.

No es el momento para entrar a fondo en la noción de «cultura popular», pero hay que decir
algunas palabras sobre ese concepto. La negación del mismo es defendida por J. Storey (2002),
para quien, siguiendo a Tony Bennet, «el concepto de cultura popular es prácticamente inutil, un
cajón de sastre de significados confusos y contradictorios» que no llevan a ningún lado y piensa
que tras la lectura de su libro se sacará la impresión de que es una «categoría conceptual vacía,
que puede llenarse con una amplia variedad de modos a menudo en conflicto, según el contexto
en que se use» (la cursiva es suya). El propio autor da seis posibles definiciones de la misma: 1)
que gusta a muchas personas, 2) lo que no es «alta cultura» (se piensa que la división es evidente
y transhistórica), 3) la «cultura de masas» pasiva y alienante (asociada a la «americanización»), 4) que
tiene su origen en la «gente» (romántico), 5) que es una cultura de lucha y resistencia (A. Gramsci,
para quien era un concepto político) y 6) no existe diferencia entre alta y baja cultura (posmoder-
nismo). De todas ellas se deduce que surgió tras la industrialización y la urbanización y que tiene
un contenido variable históricamente (Storey, 2002: 13 y 19-33). Me parece evidente que más que
definiciones, en algunos casos se ven opciones metodológicas asumidas por parte de determinados
estudiosos. Si asumimos que la multiplicidad de significados y la indefinición hace que un concep-
to no sea aceptable, habría que aplicar ese planteamiento a todos los conceptos que se usan en
las ciencias sociales, empezando por el de cultura, o el de ideología —que menciona el propio
Storey adjudicándole cinco posibles significados—, o el de ciencia, acabando por el de comunidad.
En cualquier caso, hay que aceptar rotundamente su afirmación, en la que parece asumir su exis-
tencia, de que «la cultura popular de la mayoría ha sido siempre una preocupación de minorías
con poder» (Storey, 2002: 39). En cierto sentido, es lo que han expresado otros autores, como João
Leal (2009: 475), para quien lo popular es el producto de un encuentro, en interacción entre lo
que estaba y la cultura del que llega para nombrarla. Hay que insistir en que esa cultura a la que
se renombra existe previamente a la llegada de quien la descubre, selecciona y califica, y que se
trata de una cultura fundamentalmente campesina.

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José Luis Mingote Calderón La identidad nacional en los museos «antropológicos» en el siglo xx. ¿Una modernidad obligada?

Quizá son más interesantes las reflexiones que inciden en la doble posibilidad de estudio de
esta expresión: las que analizan sus contenidos y las que estudian su formación como concepto2.
Creo que buena parte de la obra de Julio Caro Baroja, entre otros muchos, sirve para ejemplificar
la primera aproximación y dejar fuera su falta de operatividad. Otro asunto es su uso en el siglo xix
como traducción del término folklore y por lo tanto ligado a una serie de manifestaciones
vinculadas a la transmisión oral preferentemente y cuya evolución y contenidos están en el centro
de interés de los estudios de Llorenç Prats (1988b) o Luis Díaz G. Viana (1999), quien se refiere a
los «guardianes de la tradición», entre los que incluye a los museos.

Con anterioridad, M. de Certeau, junto a D. Julia y J. Revel, también habían publicado, en


1970, una crítica del concepto de «cultura popular» muy pertinente a pesar de estar centrada fun-
damentalmente en el ámbito de la oralidad (Certeau, 2004: 47-70). En este texto se partía de que
la tradición oral se había retirado del pueblo y se reservaba a quienes la estudiaban y que en
Francia el entusiasmo por lo «popular», la «rusticofilia», era un producto de las clases elevadas con
dos momentos álgidos: finales del siglo xviii y 1850-1890, en los que solo había un monólogo sobre
ese mundo que se idealizaba. También, como se ha visto que otros autores retomarían, asumen la
idea de Marcel Maget de que «lo popular» es imposible de definir.

2. Premisa: sobre tiempos, contextos y realidades


Como forma de contextualizar la realidad en la que estuvieron inmersos algunos museos etnográ-
ficos, en los años treinta-cuarenta del siglo xx, creo necesario hacer unas observaciones prelimina-
res que ayuden a entender algunas de las cosas que se dirán luego. A mi modo de ver, el peso de
los conceptos que vienen del pasado es un elemento importante a tener en cuenta cuando se
analiza un fenómeno determinado, como es, en este caso, el mundo de los museos de «cultura
popular». Raymond Williams (2009: 244), centrándose en el ámbito de la literatura, decía que cual-
quier análisis debe tener en cuenta dos premisas: la relación existente entre formas y situaciones
sociales históricas concretas, y la continuidad de esas formas más allá de un momento dado. Creo
que la idea es válida para explicar situaciones más generales que aquellas a las que aludía el autor
galés, si bien habría que añadir un tercer factor: la variación a lo largo del tiempo de lo que, en
origen, pudo ser o fue monolítico o, simplemente, tuvo más coherencia formal y conceptual.

La aparición de conceptos, teorías o clasificaciones suele conducir a la sustitución de los


anteriores, si bien los nuevos conceptos no siempre acaban imponiéndose de forma absoluta. De
esta manera, la cantidad y diversidad de términos pueden llegar a producir un cierto caos y en
cualquier caso sirven para resaltar la antigüedad o el desfase de ciertas realidades. Esta situación
se podría matizar añadiendo que, cada vez más en el momento actual, los conceptos se imponen
menos —o su vigencia temporal es menor— debido a varios factores entre los que la reducción
de la importancia de la «alta cultura» —o la no creencia en la misma, ya referida— (donde son
producidos) o la necesidad de «novedades» no son los menos importantes.

Por otra parte, las alteraciones ocurridas a lo largo del tiempo conducen al olvido de ciertos
elementos fundamentales que estuvieron presentes en el origen de los conceptos, o de las actua-
ciones. De esa manera, es posible que se modifiquen progresivamente, a lo largo de su existencia,
connotaciones que fueron positivas —o negativas— que pudieron ser un elemento fundamental,
bien en el origen o bien en alguna de las reinterpretaciones de los mismos. Ya en 1882, Ernest
Renan (1823-1892) destacó, como elemento importante en la construcción de las naciones, el papel
que en su formación tenía el olvido, la amnesia y el error histórico (citado por Gellner, 2003a: 17).

2 El libro monográfico editado por D. Llopart, J. Prats y Ll. Prats (1985) unía textos de ambas posibilidades desde el ámbito cata-

lán, con las lógicas contradicciones entre los muchos autores presentes.

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Creo que la idea puede ser útil aplicada a otros ámbitos menores y no solo a la evolución de las
naciones.

3. Sobre las palabras y sus contenidos. Museos «patrimonialistas»


Por ser suficientemente conocidos, no es el lugar para incidir demasiado en una serie de hechos
básicos y obvios en relación con los museos de carácter antropológico (y con el resto), como es
su asociación a una vasta y relativamente antigua concepción patrimonialista que sobrepasa su
ámbito temático. En esa dinámica de sobrevalorar determinados elementos materiales, las actuacio-
nes asociadas a los objetos artísticos o arqueológicos han servido como modelo a la hora de acer-
carse a otros elementos que se caracterizan por un matiz opuesto, dado que no se trata de «obras
únicas», ni de piezas escasas o ligadas a élites económicas.

También, por lo que respecta a la realidad española, hay que resaltar que muchos museos
están asociados a instituciones oficiales de distinto rango o bien que reciben subvenciones de las
mismas y que, por lo tanto, están fuertemente mediatizados por una legislación cuyo cumplimien-
to incide más allá de lo que sería lógico si solo se aplicara un análisis científico a su gestión. Se
trata de situaciones con las que se puede estar de acuerdo o no, pero que conviene no olvidar o
minusvalorar y, mucho menos, negar.

Por estos motivos, los museos están vinculados con aspectos como la conservación y la trans-
misión de un tipo de patrimonio al que ahora llamamos antropológico, pero que, a lo largo del
tiempo, ha recibido diferentes nombres. El paso del tiempo ha incidido directamente en su deno-
minación sin que quepa ver una evolución sencilla o lineal y aunque en ocasiones la forma de
designar refleja un progreso científico, no siempre es así y las modas han jugado y juegan un papel
importante. Como es sabido, las tradiciones académicas nacionales hacen que se impongan unas
expresiones u otras, o bien el momento histórico de creación de la institución es el que determina
la denominación elegida. Así, folclore, del pueblo, artes y tradiciones (o costumbres) populares,
arte popular, cultura popular, tradicional o campesina, etnográfico, etnológico o antropológico, son
palabras que se encuentran asociadas a instituciones que muestran al público unos contenidos que
son muy parecidos, cuando no idénticos3.

A modo de ejemplo que explique el contenido de alguno de estos conceptos, se puede traer
a colación la Ley de Patrimonio Histórico Español (LPHE), publicada en 1985 para concretar de qué
se está hablando cuando se usa legalmente la expresión Patrimonio etnográfico (PE). Este está
integrado por «los bienes muebles e inmuebles y los conocimientos y actividades que son o han
sido expresión relevante de la cultura tradicional del pueblo español en sus aspectos materiales,
sociales o espirituales» (Título VI, art. 46)4. Definiciones similares a esta se encuentran en el resto
de las leyes de patrimonio españolas, con denominaciones no siempre coincidentes al cien por cien
con la usada en la ley estatal. El añadido de elementos, y la matización de algunos de ellos, es una

3 Resulta sintomática la existencia de esa variación, indefinición o yuxtaposición de términos para designar supuestamente a «lo

mismo» y el que lleguen con plena vigencia hasta nuestros días. En el ámbito legislativo, que tanto influye en los museos en
España, podríamos admitir que esa indefinición es uno de sus rasgos fundamentales, y que es posible encontrar en la normativa
española sobre patrimonio el uso de varios términos de los citados enunciados a manera de inventario supuestamente descrip-
tivo, sin que quede claro a qué alude cada uno de ellos y por qué se enumeran consecutivamente, diferenciándolos entre sí
(Mingote Calderón, 2004).
4 En el artículo siguiente se definen los elementos que le configuran, comenzando por los bienes inmuebles, que son «aquellas
edificaciones e instalaciones cuyo modelo constitutivo sea expresión de conocimientos adquiridos, arraigados y trasmitidos con-
suetudinariamente y cuya factura se acomode, en su conjunto o parcialmente, a una clase, tipo o forma arquitectónicos utilizados
tradicionalmente por las comunidades o grupos humanos». Después, se definen los bienes muebles, que son «todos aquellos
objetos que constituyen la manifestación o el producto de actividades laborales, estéticas y lúdicas propias de cualquier grupo
humano arraigadas y transmitidas consuetudinariamente».

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característica de toda esta normativa autonómica que lógicamente es posterior a la estatal y conse-
cuencia de ella. En algún caso concreto, se produce una ruptura conceptual, ya que se va más allá
de ese patrimonio transmitido de forma tradicional, de generación en generación, y se incluye lo
que se clasifica bajo la expresión Patrimonio Industrial en otras leyes.

Como digo, la alteración de los conceptos está a la orden del día y, en algún caso, a los
matices técnicos se les ha añadido una carga moral. Así sucede con el último aparecido: el Patri-
monio Cultural Inmaterial (PCI), que recibe carta de naturaleza en 2003. Su definición, que está
muy cercana a la del PE y copia la previa definición de la Unesco sobre «Cultura popular y tradi-
cional» —que dio lugar a una norma catalana—, añade una serie de requisitos que, en
determinados casos, podrían entrar en conflicto con muchas de las prácticas de larga duración que
objetivamente podrían ser incluidas en esta categoría5. Hay un juicio de valor moral al decir que
se considerará únicamente PCI aquel «que sea compatible con los instrumentos internacionales de
derechos humanos existentes y con los imperativos de respeto mutuo entre comunidades, grupos
e individuos y de desarrollo sostenible». Si «únicamente» puede considerarse PCI lo que encaja en
la última frase, tendrían que quedar fuera de esta categoría todas aquellas actividades que partici-
pen de rasgos sexistas, racistas, violentos o, simplemente, que no asuman la igualdad de los seres
humanos. Es decir, una buena parte de la cultura de raíz preindustrial, por no decir la inmensa
mayoría de la misma o toda ella.

Hay que concluir que de estos cambios terminológicos no siempre se obtiene un progreso
real, sea en el aspecto conceptual o en el operativo. Habrá que achacar a nuestra época la «nece-
sidad» de cambiar el nombre de las cosas, además de asumir el progreso de la ciencia. Dado que
resulta evidente desde hace bastantes años que, como decía Llorenç Prats (1988a: 70, 71 y 75),
asistimos a una relación fuerte y directa entre patrimonio y turismo, en el momento presente cons-
tatamos un salto cualitativo importante que hace que todo el patrimonio se mida en términos de
consumo. Eso ayudaría a explicar la proliferación de declaraciones y, sobre todo, de campañas que
activan «nuevos» patrimonios, así como el que se apele a los científicos especialistas para refrendar-
las, siempre que no perdamos de vista que la relación con los usos turísticos no es reciente y se
daba ya hace más de un siglo6.

4. La modernidad, un contexto para comprender el patrimonio antropológico


Desde hace años, la crítica de algunos antropólogos hacia el concepto de patrimonio ha sido ro-
tunda. En España, la hallamos poco tiempo después de promulgada la citada LPHE y, en concreto,
en los trabajos de J. L. García García, L. Díaz, G. Viana, P. Cruces o Ll. Prats (VV. AA., 1988). El
núcleo de esta visión puede sintetizarse en la idea de que nos encontramos ante un concepto
construido, motivo por el cual se niega su validez. En opinión de Llorenç Prats, por ejemplo, el

5Algunos aspectos importantes rompen con el concepto de PE, como son el que tenga que estar vivo o que no se haya recu-
perado después de haber desaparecido.
6 En España, la relación entre cultura popular y turismo se encuentra desde la creación, en 1911, de la Comisaría Regia del Turis-
mo y la Cultura Artística y Popular, cuya función incluía la «divulgación de la cultura artística popular» y cuyo primer comisario, el
marqués de Vega Inclán, se interesaba por el desarrollo de los aspectos folklóricos y, en concreto, por el «traje popular», preten-
diendo realizar una exposición sobre el mismo que se materializará años más tarde, como se verá (Menéndez Robles, 2006: 133
y 220). En Portugal, la asociación genérica entre turismo y patrimonio se vincula a la Sociedade Propaganda de Portugal, creada
en 1906, y F. A. Cordeiro de Figueiredo (2000: 119) anota que esta agrupación solicitó repetidamente imágenes que tendrían
como meta organizar una «colecção de fotografias de vistas, monumentos, costumes, etc., que constituirá o álbum da Socieda-
de Propaganda de Portugal, e do qual se extrairão reproduções, que espalhadas pelos diferentes países, darão ideia das
nossas belezas, e provocarão os desejos dos estrangeiros nos visitarem» (tomado del Boletim da Sociedade Propaganda de
Portugal, XI, 4, 1917). Para el caso portugués se pueden consultar los trabajos de P. Cerdeira (2018), J. G. Vitorino (2018) y E. C.
Pires (2003). Sobre el uso iconográfico del patrimonio monumental y etnográfico aplicado a los paneles de azulejos portugueses
se pueden ver varios trabajos míos (Mingote Calderón, 2013, 2014 y 2016) y sobre la relación del turismo con los desfiles de
campesinos y las actuaciones de grupos populares desde finales del siglo xix en Portugal, en mi estudio (2022.).

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concepto de patrimonio cultural es una invención derivada de la capacidad de generar discursos


sobre la realidad y una construcción social con el fin de legitimar; por ello, para este autor, ningu-
na activación patrimonial es neutra o inocente, y existe una correlación entre intereses, valores y
situaciones históricas que llevan a hacer de estas activaciones unas estrategias políticas, realizadas
por individuos concretos que participan de ciertos valores y del poder. Además, añade que en
relación con el patrimonio se dan tres procesos distintos: el político, el económico y el científico
(Prats, 1988a: 63-64 y 68-69)7. La opinión, evidentemente, resulta totalmente aceptable, pero ¿hay
alguna pauta cultural —en sentido amplio— que pueda quedar fuera de este tipo de interpreta-
ción?, ¿hay algún componente, en cualquier sociedad, que no esté «construido» por personas o
grupos de personas concretos y con intereses particulares?

Por su parte, Francisco Cruces (1988: 81), en una frase no exenta de cierta autocrítica corpo-
rativa, expresa el sentir de los antropólogos, cuando dice que «al investigador que aborda el hecho
cultural desde una perspectiva crítica y holística le molesta indeciblemente asistir al espectáculo por
el cual los museos se convierten en templos [...] pero de nada nos servirá profanar las vitrinas si
sacralizamos los textos y las teorías» (las cursivas son mías). Creo que debe matizarse que la socie-
dad moderna sacraliza muchas cosas... laicas y, entre ellas, el saber universitario, además de los
museos, los espectáculos, las procedencias y una serie de valores claramente ideológicos como la
propia política. No se trata, por tanto, de un hecho aislado, sino de una forma de funcionar, como
bien señala este autor. También resalta la interacción de lógicas dispares en la construción del
concepto de patrimonio y prefiere considerarlo un «proceso de intercambio» entre intereses diferen-
tes más que como la fase final de un producto acabado (Cruces, 1988: 82-83). En esa
«autocontemplación» de la cultura que es el patrimonio para este autor, parece que los «estudiosos»
tienen como misión «conjugar y consensuar los distintos criterios de valor y las formas de reflexi-
vidad de que son portadores distintos grupos y agentes sociales», lo que parece otorgarles un papel
de árbritos de la situación.

En la línea de esta crítica hacia los creadores de templos, también se encuentran las opinio-
nes de Luis Díaz G. Viana, que habla de los «folkloristas»8 como los «mediadores» de la cultura
tradicional y como defensores de una visión continuista de la identidad, y de que exista una «mi-
rada interesada» sobre el ayer. El folclore europeo vive aún «exaltando el sentido de patrimonio»
gracias a esos «mediadores». No obstante, añade que, en nuestro país, se ha menospreciado una
tradición folklorista con cierto nivel teórico y se ha implantado una antropología con «demasiados
«demonios» internos» (Díaz G. Viana, 1988: 26-27). En un trabajo posterior insiste en el tema, cuan-
do dice que existe un sesgo mercantilista asociado a los «mediadores» del folclore y que, en este
sentido, las exposiciones y museos favorecen «paseos turísticos por la identidad» y propician «el
consumo de la nostalgia». Luego, hace una distinción entre los «profesionales de la cultura, quienes
viven de ella» y «los profesionales que nos dedicamos a investigarla», aunque reconoce que algunos
antropólogos se pliegan a las modas y se han sumado a las tareas de «salvamento de lo típico».
Entre los «profesionales de la cultura» hay gente con mucha seguridad en lo que hay que salvar y
lo que no, en lo que es «de valor»; mientras que no opinan así los científicos sociales, para quienes
«no hay valores universales» (Díaz, 2007: 18, 24-25 y 21, todas las comillas son suyas). Habría que
matizar que algunos profesionales que investigan la cultura también viven de ello.

La afirmación con que M. Iniesta i González (1994: 15-16) inicia su análisis sobre los museos
antropológicos puede ser otro ejemplo para sintetizar esta actitud crítica. Parte de la dicotomía de
que museos y antropología son dos categorías autónomas. Mientras que la primera es una «institu-
ción cultural» (en donde se operan las definiciones de patrimonio), la segunda es una «disciplina

7 Se puede consultar también la reciente recopilación de textos de este autor sobre patrimonio y turismo (Prats Canals, 2019).
8En 1988 el término folklorista solo puede referirse a un tipo muy concreto de persona y, en cierto sentido, presenta una carga
peyorativa evidente desde hace muchos años, dado su escasísimo uso en el ámbito científico.

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científica». Resulta curiosa la forma en que la antropología queda fuera de la discusión porque, al
desvincularla de la Universidad deja de ser la producción de una institución cultural. De esta ma-
nera, la oposición entre instituciones culturales desaparece en aras de una objetividad en la que se
sitúa la propia investigadora9. Cabe deducir que, para esta autora, las ciencias no se construyen de
una manera similar a como se hace con los museos, quedando así fuera de cualquier posible opi-
nión.

Todas estas críticas a los mediadores pueden ser analizadas en un doble sentido. Por un lado,
se critica la existencia de especialistas en patrimonio que dicen cuál debe ser la «verdad» del con-
tenido de los museos o, en general, del patrimonio. Desde esta perspectiva, el ataque va dirigido
contra el proceso de producción de realidades y es lógico. Pero, por otro lado, se produce desde
una postura de «crítico oficial», o extraoficial, de científico avalado por el Estado a través de la
Universidad o de una institución científica. Desde este enfoque, se escamotea que también quien
opina es, a su vez, parte integrante del sistema de construcción de significados generado por los
intereses de los poderes oficiales, al menos en España10.

El choque que se detecta entre las «visiones científicas» sobre el patrimonio y los «usos» del
mismo se entiende mejor si tenemos presente la idea expresada por Ernest Gellner (1994: 64-65)
sobre el racionalismo en la historia de la humanidad: «La coherencia lógica y la coherencia social
están relacionadas a la inversa»; la primera —nuestra forma científica de pensar— no produce co-
hesión social, mientras que esta solo se consigue cuando no se separa lo cognitivo y lo moral. Creo
que los usos del patrimonio tienen que ver, claramente, más con el enfoque sentimental que con
el racional, en tanto que buscan cohesión social y no interpretaciones científicas.

No obstante, la crítica a los museos antropológicos y al patrimonio no siempre es tan explí-


cita como la que acabo de reflejar. Además, en ocasiones, se encuentra subyacente la idea de que
la reivindicación del patrimonio se produce como una oposición entre tradición y modernidad, que
es antigua11. Por eso, creo que es interesante reflexionar sobre el contexto en que se produce la
patrimonialización de lo que, como he dicho, habría que denominar casi siempre como «cultura
campesina de raíz preindustrial». Considero que los análisis de Ernest Gellner (1994, 1997, 2003a,
2003b y 2005) en torno al nacionalismo y la modernidad explican muchos aspectos no siempre
tenidos en cuenta12.

Para E. Gellner (2003a: 21), el nacionalista moderno quiere identificarse con «una» cultura,
concepto que le faltaba a los miembros de una sociedad tradicional, por lo que la cultura compar-
tida es reverenciada directamente y el olvido oculta las diferencias. De ahí, son comprensibles el
principio de cohesión y la delimitación de fronteras, de los que han hablado otros autores.

Los afanes identitarios internos surgen en un contexto moderno, porque las sociedades pre-
industriales no se afirman frente al otro en la diferencia, creándola, aun siendo diferentes entre sí.
En una sociedad tradicional compleja, amplia y estratificada, hay una élite gobernante (y una élite

9 Como muestra del divorcio, resulta clarificadora la opinión de esta autora sobre las relaciones entre la Universidad y los pode-
res políticos catalanes en los años noventa del siglo pasado, ya que dice que la primera ignora las políticas relativas a museos
de la Generalitat catalana (Iniesta i González, 1994: 17).
10Hay que asumir, por evidente, la opinión expresada por A. C. Leite de que la cultura museológica es una «cultura cultivada» por
un grupo concreto de personas (Ramos, 2003: 67). A muchos sectores culturales se les podría aplicar la misma idea.
11 Se recalca en el trabajo de L. Díaz G. Viana (1999: 51-54) cuando analiza la obra de Juan Menéndez Pidal. Recordemos que
tradición es una palabra negada por el marxismo, aunque ciertos marxistas asumen su existencia, en tanto que explica un man-
tenimiento selectivo del pasado, como hizo R. Williams (2009: 160-161 y 158).
12 Como indica este autor, la modernidad es el proceso que se produce como consecuencia de la suma de la Revolución indus-
trial y la Revolución francesa. Es recomendable el libro de J. A. Fernández de Rota (2005) sobre nacionalismo, cultura y tradición
aplicado al ámbito de Galicia.

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religiosa, en paralelo, que controla la educación que se manifiesta en una lengua diferente a la del
pueblo) y un equipamiento tecnológico «bastante estable». En esta situación no hay factores unifi-
cadores de la homogeneidad lingüística y cultural propia y, por lo tanto, esa tendencia resulta
inconcebible. Como consecuencia, las sociedades agrarias no engendran nacionalismo. Frente a
ellas, la sociedad «moderna» se basa en la expectativa del crecimiento y en la mejora material de
todos, por lo que se necesita la movilidad laboral y la alfabetización universal, con una cultura
homogeneizada, compartida y dada en la escuela. Los límites de la cultura son los límites de sus
posibilidades de empleo; además, cada vez se toma menos en serio la religión porque el aumento
de conocimiento no respeta lo sagrado. La cultura se vuelve objeto de culto y es a través de ella
como se forma el nacionalismo (Gellner, 2003a: 24-26, 28-29 y 26-28).

Desde el siglo xviii, por tanto, surge un nuevo orden social e intelectual en Europa que ve
la distancia que le separa de su propio pasado y del resto del mundo. En un momento dado, am-
bas realidades —el pasado y los extranjeros— aparecen como retrasados respecto a los presentes.
De ahí surge, entre otras, la idea de progreso que valora el presente y el futuro, y que es una
categoría moral (Gellner, 2003a: 58). La reacción del romanticismo a la Ilustración implica que
frente al cosmopolitismo, se valoran las culturas concretas, folclóricas, las cuales deberían ser ve-
neradas y preservadas. Es en este contexto donde el concepto de patrimonio es utilizado como
clave para reinterpretar una realidad en transformación, en desaparición, y es asociado a elementos
que se considera necesario conservar. Y como señaló E. Gellner (2003a: 89-90), el retorno a esa
cultura era una ilusión, evidentemente.

Resulta interesante relacionar el resurgimiento del pasado —o, mejor, la selección de algunos
de sus elementos— con las ideas de decadencia y crisis. En un primer momento se asiste a la desa-
parición del mundo preindustrial y, luego, se siguen produciendo reiteradas crisis en el seno de la
sociedad industrial o posindustrial. Y, como una constante, ante los cambios acelerados, se recurre a
la búsqueda de estabilidades mentales que se refugian en un pasado que se considera estable, aun-
que en su momento fuera tan cambiante como el presente.

D. Lowenthal (1998: 214-215 y 6-7) anota que, hasta el siglo xviii, el pasado no era conside-
rado diferente del presente, y que es a partir de ese momento cuando se empieza a pensar en él
como «herencia» y a salvar reliquias como símbolo de identidad, siendo los siglos xix y xx los que
ven cómo se nacionaliza. Esta descripción es muy gráfica y solo basta añadirle un concepto implí-
cito en ella: la modernidad, de la que estoy hablando.

Curiosamente —¿curiosamente?— se recupera lo que hasta hace poco no era valorado, y que,
incluso, se ha perdido por eso mismo. La recuperación se produce cuando una cultura emergente
se está instaurando a pasos agigantados o se ve cómo se ha instaurado en otros países, por lo que
se tiene una clara conciencia del cambio aun sin que haya tenido lugar totalmente. De ahí la exis-
tencia de diferentes ritmos en función de las diferentes realidades nacionales o locales.

Frente a la apreciación de que se está instaurando un «nuevo mundo» que, en ocasiones, no


está suficientemente estabilizado (por lo tanto puede percibirse con una sensación de crisis) puede
surgir —y en la modernidad, surge— la idea de conservar lo que se idealiza, en tanto que pasado,
o bien en tanto que remite a un momento no tocado por las alteraciones presentes. En algunas
ocasiones, entre medias de la desaparición y la recuperación pasa un cierto tiempo que hace que
lo que se pretende recuperar ya sea pasado (sean fiestas populares de raíz agraria o el patrimonio
industrial desaparecido con la economía que lo sustentaba).

La idea de pérdida se asocia al hecho de que lo que hay que salvar tiene un pasado supues-
tamente muy lejano, pero no siempre es así. El concepto de patrimonio se amplía y se asocia, o
puede hacerlo, a la reinvención de unos hechos en una cultura viva. Es, en este sentido, en el que
se produce una intervención ideológica más fuerte (Hobsbawm y Ranger, 2002).

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Cabe resaltar dos aspectos fundamentales que están presentes en la modernidad: la educa-
ción estatal generalizada, ya mencionada, y los mensajes de la cultura de masas asociados muchas
veces al turismo que resalta las diferencias como elemento de atracción. Para Portugal, S. C. Matos
(1990: 29, 53, 35-36 y 124-125) destaca las diferencias entre las formas de presentar la historia antes
de y bajo la dictadura de Salazar. En relación con la «cultura popular», señala que la reforma repu-
blicana de 1918, en el marco de las clases de portugués, recomienda las «pequenas descripções de
usos, costumes, instituições e monumentos nacionais» como manera de contribuir a la educación
moral del alumno. Mientras que, en la reforma fascista de 1934, se alude a la necesidad de conocer
la tierra portuguesa, su historia, la tradición colonial o su folclore. Porque de la patria, como de
una segunda madre, se recibe todo: costumbres, ideas, lengua, espíritu, religión, según concepcio-
nes que reflejan un sincretismo sentimental mítico. Vemos que el recurso al empleo de las
costumbres populares en la escuela tiene una cierta continuidad que sobrepasa ideologías opuestas,
aunque el uso que se haga de ellas difiera.

En Francia, ese aprendizaje «de la patria» es republicano, y aparece asociado a la III Repúbli-
ca (1871-1944). A.-M. Thiesse ha estudiado la manera en que se produce, destacando la interrelación
entre la «gran patria» de todos y la «pequeña patria» local, así el papel de la escuela y la valoración
de la diversidad regional, y la necesidad de difundir determinada imagen a través del conocimien-
to geográfico, histórico, filológico y folclórico13. La patria sería la síntesis de las pequeñas patrias y
estas serían un reflejo de aquella. Asimismo, en este contexto, se pueden constatar referencias si-
milares a las citadas de la reforma portuguesa de 1918, con bastante anterioridad, en 1896, así como
la perpetuación de esquemas republicanos de comienzos del siglo xx bajo el Régimen colaboracio-
nista de Vichy (1940-1944); el recurso a las tradiciones y al folclore está, asimismo, presente en
ambos casos (Thiesse, 1997: 4-5, 7-9, 13-14, 18, 24-25, 71 y 103-117).

Por lo tanto, creo que cabe decir que la recuperación del pasado refleja un funcionamiento
moderno, no una lucha entre antiguos y modernos. Nos encontraríamos ante una lucha entre dis-
tintas versiones de la modernidad. Desde este planteamiento, lo que se aprecia es una actitud
«esquizofrénica», o falsa, de la propia modernidad en relación con la tradición que articula la «cul-
tura popular». Por un lado, dentro de la modernidad industrial (o sus etapas posteriores) se
recupera selectivamente la cultura anterior preindustrial, mientras que, por otro, es esa propia
modernidad la que elimina los modos de vida anteriores, con patrones transmitidos tradicionalmen-
te. Por eso, las críticas a la revitalización del pasado como algo que niega la modernidad se caen
por su propio peso. Es, precisamente, la modernidad la que «necesita» recuperar el pasado, la que
se caracteriza por valorarlo. Un pasado que se ha mixtificado, como no podía ser de otro modo.
Pero no olvidemos, y esto es muy importante, que está tan mixtificado como lo están el presente
o el futuro, que participan de la idea inexorable de que existe un progreso constante e irreversible.
Sintetizado, en palabras de R. Williams (2009: 160-161): la recuperación de la tradición tiene como
enemigo los límites y las presiones de la modernidad.

5. «Museos nacionales» en los años treinta del siglo xx


Las realidades que apreciamos en torno a los años treinta del siglo pasado en España, Portugal y
Francia nos muestran divergencias y similitudes en relación con la creación de museos «antropoló-
gicos» de ámbito nacional y se materializaron en alternativas diferentes que resultan visibles desde
un punto de vista científico. No obstante, habría que preguntarse si esas divergencias serían perci-
bidas con la misma claridad por el público que, hipotéticamente, pudiera haber visitado los tres
museos. Habría que saber si los planteamientos científicos fueron tan claros como para que los
visitantes apreciaran las diferencias.

13 En 1900 se realiza un gran concurso nacional de monografías escolares de ámbito local (Thiesse, 1997: 10-11).

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José Luis Mingote Calderón La identidad nacional en los museos «antropológicos» en el siglo xx. ¿Una modernidad obligada?

Cronológicamente, el primero de los museos que se crea es el Museo del Pueblo Español
(Madrid), seguido por el Musée des Arts et Traditions Populaires (París) y, finalmente, el Museu
de Arte Popular (Lisboa). Los contextos políticos en que se inscriben son una república de
centro derecha en esos momentos, una república de izquierdas y una dictadura fascista. Voy a
hacer, ahora, un breve repaso de algunas de las circunstancias asociadas a ellos en esos mo-
mentos.

5.1. El Museo del Pueblo Español14

El Museo del Pueblo Español fue creado a finales de julio de 1934 por la II República, conforme
a una idea del que fue su primer director, Luis de Hoyos Sáinz (1868-1951), con la intención de
documentar la «cultura popular española». Como se puede ver a través del trabajo de C. Ortiz Gar-
cía la trayectoria de Hoyos es la de un republicano militante, moderado, que tuvo una importante
vida pública y política, además de una trayectoria intelectual más que destacable. Fue una persona
ligada al ideario de la Institución Libre de Enseñanza (ILE), a pesar de no haber pertenecido a la
misma (Ortiz García, 1987: 41-42).

Las primeras referencias claras de Hoyos sobre la intención de crear un Museo del Pueblo
Español datan de 1915 y se encuentran en una propuesta detallada hecha al Seminario de Filología,
que se encargaba del folclore, del Centro de Estudios Históricos15. Asimismo, en un curso dictado
en el Ateneo de Madrid, impartido ese año y publicado en 1917, insiste en la necesidad de un
«Museo Etnográfico Nacional», que esté en la línea de los de otros países europeos. Algo más tarde,
en 1921-1922, vuelve a proponer sin éxito la misma idea ante la Sociedad de Antropología, Etno-
grafía y Prehistoria16. Los fondos de ese museo incluirían todo lo que había sido recogido ya por
el Seminario de Etnografía y Artes de la Escuela Superior de Magisterio, que funcionó desde 1914
hasta 1931 y en el que don Luis tuvo una presencia destacable (Ortiz García, 1987: 102-103, 73, 98
y 134).

Fue el responsable técnico de la «Exposición del Traje Regional», de 1925, que tendría impor-
tancia en las futuras colecciones del MPE. En ella muchos de los trajes se presentaron formando
escenas que incluían objetos no directamente asociados con la indumentaria, como instrumentos
musicales, elementos del ajuar doméstico, cerámica o amuletos, como se puede ver en las fotogra-
fías de la misma y a las que se alude en la Guía de la Exposición (Exposición, 1925: 28, 31, 33, 36
y 59-60) (figuras 1 a 4).

14 La bibliografía sobre el MPE/Museo Nacional de Antropología, Sede Juan de Herrera, es amplia, a pesar de que no está hecha
la historia global del Museo; se pueden consultar los trabajos de P. M. Berges Soriano (1996), A. Carretero Pérez (1994 y 2002a)
y C. García-Hoz Rosales (2008). En la web de la actual institución, http://www.culturaydeporte.gob.es/mtraje/inicio.html, se en-
cuentra información de las publicaciones asociadas al pasado del museo, sobre todo en http://www.culturaydeporte.gob.es/
mtraje/biblioteca/publicaciones/catalogo-colecciones.html, sobre las que también se puede consultar el artículo de C. García-Hoz
Rosales (2002).
15Ya en 1910, Telesforo de Aranzadi hablaba de crear un «Museo de Folklore» en España (Ortiz García, 1987: 102). Como es sabi-
do, Telesforo de Aranzadi colaboró con Luis de Hoyos Sáinz, con quien escribió algunos trabajos. La ideología de la ILE está
también tras esta institución, perteneciente a la Junta de Ampliación de Estudios. Sobre el CEH se puede ver el libro de J. M.
López Sánchez (2006). En la Sección de Filología, la figura de Ramón Menéndez Pidal aparece como su alma mater.
16 Naturalmente, la creación de museos de «cultura popular» tiene precedentes españoles con anterioridad a 1934 y a la figura
de Luis de Hoyos, aunque centrados en ámbitos geográficos más reducidos en casi todas las ocasiones. En 1885, Antonio Ma-
chado y Álvarez hace una propuesta al Ayuntamiento de Madrid para crear un «Museo Folklórico» (González Casarrubios, 1995:
217) y, asimismo, se ha documentado la creación de un museo sobre cultura popular llevado a cabo por el archiduque Luis Sal-
vador, en Mallorca, después de 1867 (Bernat i Roca, 1995: 230). Ya a comienzos del siglo xx se constata la creación de museos
en bastantes lugares: en 1902, en el País Vasco, en relación con el Museo de San Telmo (San Sebastián) y, en 1917, con el Museo
Etnográfico Vasco (Bilbao) (Mujika Goñi, 1995: 284); en 1918 es creado un museo etnográfico provincial en León, por iniciativa de
la Diputación, aunque no llega a abrir sus puertas en ese momento (Alonso González y Grau Lobo, 1995: 121); por su parte, el
Museu de Ripoll, en Gerona, se inaugurará en 1919 (Iniesta, 1995: 140).

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Figura 1. Postal. Exposición del Traje Regional: Instala-


ción de Salamanca. Museo del Traje. Centro de
Investigación del Patrimonio Etnológico. FD011469.

Figura 2. Exposición del Traje Regional: Bailando la sardana. Tarra-


gona. Museo del Traje. Centro de Investigación del Patrimonio
Etnológico. FD027323. Fotografía: Joaquín Ruiz Vernacci.

Figura 3. Exposición del Traje Regional: Cámara nupcial


de Lagartera. Museo del Traje. Centro de Investigación Figura 4. Exposición del Traje Regional: Instalación de Valencia.
del Patrimonio Etnológico. FD031214. Fotografía: Joa- Museo del Traje. Centro de Investigación del Patrimonio Etnológico.
quín Ruiz Vernacci. FD031217. Fotografía: Joaquín Ruiz Vernacci.

Si pasamos a analizar la información generada por el propio MPE, que se incluye en los
textos oficiales editados en el momento de su creación, vemos que esta resulta sumamente intere-
sante a pesar de su carácter teórico y oficialista. La declaración de intenciones presenta datos que
ilustran el planteamiento de Luis de Hoyos y de la ciencia del momento. En el preámbulo del
Decreto fundacional del mismo se resalta la «deuda cultural y política contraída por la República
con el ‘Pueblo español’» que carecía de un museo dedicado a él, y que había quedado en «un tér-
mino final vago y oscuro», frente al primer plano que había sido ocupado históricamente por «el
Rey y la Corte» (Decreto, 1934: 5)17. A los fondos del Seminario de Etnografía y Artes populares de
la suprimida Escuela Superior del Magisterio —que estaban depositados en el Museo de Artes De-
corativas— se sumarían los del Museo del Traje Regional e Histórico, el Museo del Encaje y el
Museo de Arte Popular (Decreto, 1934: 7-8).

En la introducción al decreto fundacional del MPE, también se declara la estructura de la


institución, que incluía: «Un Museo y Archivo, en el cual se salve lo que hoy subsiste de los pro-
ductos del hacer con el saber y el sentir del pueblo en sus manifestaciones de la Etnografía, el
Folklore y las Artes populares». De esta aclaración resulta destacable la idea de salvaguarda, siem-
pre presente cuando se habla de patrimonio, sea cultural o natural. La sensación de pérdida de una

17 El decreto fundacional apareció en la Gazeta de Madrid nº 209, de 28 de julio de 1934.

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cultura preexistente, campesina, es una constante que se prolonga en el tiempo y, como vemos,
también se percibe en este decreto (1934: 5)18.

En el artículo 1º del decreto se indicaba claramente cuál debía ser su misión: «proteger, con-
servar y estudiar en él los objetos etnográficos de la cultura material, las obras y actividades
artísticas y los datos folklóricos del saber y la cultura espiritual en sus manifestaciones nacionales,
regionales y locales» (Decreto, 1934: 7). Se incide, por lo tanto, en mostrar las diferencias existentes
en el seno de la nación expresadas de una forma muy «geográfica». Hoy día, eso mismo se expre-
saría —aplicado a ámbitos de mayor tamaño— en términos de «diversidad cultural», desplazándose
el centro de interés del territorio y los objetos hacia las personas.

En el artículo 3º se menciona la ordenación de las «series tipológicas, geográficas y de


conjunto de los objetos de la cultura popular», que aparecen organizadas en torno a: «casa, mue-
bles y ajuar; medios de transporte, carrocería, arneses, aperos de cultivo y aprovechamiento
forestales; pastoreo, ganadería e industrias derivadas; oficios e industria de la madera, de los
metales y del barro; artes de caza y pesca; artes textiles y del traje y sus elementos y accesorios;
bordados, encajes y mallas; orfebrería, joyas u objetos de ornamentación; materiales empleados
en las fiestas y juegos populares; instrumentos de música y accesorios de la danza; objetos de
superstición y culto; amuletos, exvotos y materiales de uso curativo» (Decreto, 1934: 8). Como se
ve, desde una perspectiva actual, la ordenación no presenta una jerarquización excesivamente
coherente, mezclando ámbitos económicos con objetos, sin que se produzca, aparentemente,
ninguna contradicción. La explicación de este «orden» se encuentra en la manera en cómo se
organiza el Museo y en que la caracterización terminológica, la connotación, asociada a los ob-
jetos no es siempre la misma. El Museo, como indica posteriormente el Reglamento, se
estructura en tres divisiones: «Artes populares, Etnografía española y Folklore» (Reglamento, 1934:
11). Hay, por lo tanto, una mezcla de conceptos que tampoco se aclara demasiado —desde nues-
tro punto de vista actual— en el cuestionario que se publica de cara a la recogida de materiales
(Labor, 1934: 33-42).

Este cuestionario, que tenía que servir de guía para la futura recogida de piezas, se divide
en dos grandes bloques, Cultura material y Cultura espiritual, que se subdividen a su vez en otros.
El primero incluye: a) Vida familiar: I, Casa, muebles, ajuar; II, Traje popular y regional; III, Traje
histórico; b) Vida social y económica: IV, Medios de transporte; V, Agricultura, ganadería y montes;
VI, Oficios y artes industriales útiles; VII, Industrias textiles; y VIII, Encajes y bordados. Como se
ve en esta enumeración, la incidencia de las colecciones preexistentes tuvo su peso en el futuro
acopio de materiales.

La parte dedicada a la Cultura espiritual abarca: a) Artes plásticas: IX, Orfebrería y joyería; X,
Cerámica, alfarería. Vidrios; XI, Pintura, grabado, imaginería popular; b) Artes rítmicas: XII, Instru-
mentos de música. Materiales empleados en las fiestas y juegos; c) Folklore: XIII, Objetos de
superstición y culto; XIV, Literatura popular; XV, Sabiduría popular; XVI, Bibliografía; XVII, Archivo.

En el cuestionario, por tanto, la división tripartita del Museo mencionada en el Reglamento


(«Artes populares, Etnografía española y Folklore») se presenta de otra manera a la hora de incre-
mentar la colección. No obstante, se percibe un cierto orden que adjudica a la etnografía los
aspectos económicos de la cultura y a las artes populares y al folklore, los más «espirituales» o
estéticos. No obstante, se puede constatar objetivamente que hay elementos que son leídos de
manera diferente; así, mientras un bordado se considera cultura material, y no artística, una cerá-
mica se interpreta en clave estética y no material. La distancia entre esta lectura y la actual es

18 Esta sensación enlaza con la propia creación de la palabra folclore, como indica A.-M. Thiesse en este mismo volumen.

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clara19. A pesar de esa imagen artística que parece estar presente, en el propio decreto se matiza
mucho la metodología a seguir, aunque la manera de expresarlo suene extraña. La investigación
debe hacerse desde «el fecundo método etnográfico moderno», algo que se define por exclusión,
ya que supera lo que analizaba «la observación artística meramente descriptiva», «la curiosidad his-
tórica catalogadora», «el sentido geográfico en su puro reparto», «el criterio utilitario de la técnica»,
o «el sociológico del uso y el empleo», pero que tampoco es la suma de todos ellos; con esta visión,
se construye el «método explicativo y trascendente de lo creado por el alma popular» (Decreto,
1934: 5-6).

A todo ello se añadían algunas actuaciones que suenan muy modernas, como tener un papel
educativo, que se concretaba en «cumplir las condiciones docentes que le fueran encomendadas,
por sí y como auxiliar de los distintos grados y tipos de enseñanza». La trayectoria de Hoyos en el
Seminario de Etnografía y Artes populares de la ya inexistente Escuela Superior del Magisterio está
patente en esta iniciativa. Por otro lado, se contempla la creación de un Archivo documental, cen-
trado en «Artes populares y Folklore» (Decreto, 1934: 7 y 8).

Frente a la modernidad de estas últimas líneas de actuación, hay otras que por su interven-
cionismo extrañan a una mentalidad actual, pero que eran normales en la época. Me refiero a la
repercusión de la investigación sobre aspectos externos a la vida del museo. La utilidad práctica
de la investigación debería servir, como se dice en el preámbulo del decreto fundacional, para
orientar «la restauración de las fiestas populares, para conservar lo esencial de su tradición y valor
histórico» (Decreto, 1934: 6).

Como resulta evidente, la práctica totalidad de los términos usados en estos textos ha sido
criticada por la moderna antropología y hoy se consideran expresiones obsoletas para la investiga-
ción de las culturas. A pesar de ello, algunos siguen teniendo vigencia práctica y se siguen
empleando de manera abundante por parte de algunos tipos de investigadores, entre los que des-
tacan los historiadores, y por la propia realidad de la continuidad institucional.

Tras el análisis del decreto de fundación, quiero destacar ahora la importancia que en esos
momentos iniciales supone la reivindicación de un tipo de cultura que no tenía un reconocimien-
to claro: la cultura «del pueblo». Por mucho que ese «pueblo» fuera visto desde una óptica parcial
de tradición burguesa y, lógicamente, «interpretado». Si se contempla esta actitud como una eleva-
ción de categoría hacia unos objetos y comportamientos que no estaban reconocidos como
pertenecientes a la Cultura —con mayúscula—, la ruptura es más que interesante. No obstante, el
mundo popular elegido era solo el campesino y no incluía al urbano ni el que, en ámbitos rurales,
se vinculaba a la vida de las ciudades. A pesar de todas las posibles críticas, recoger objetos de
uso cotidiano en los años treinta del siglo pasado implicaba valorar lo que aún estaba en uso en
muchos lugares y que se asociaba a grupos sociales que no tenían ninguna presencia en los mu-
seos.

A veces, la crítica actual de ciertos comportamientos pasados es excesivamente presentista y


tiende a ignorar la situación y los condicionantes de la época en que se producen los hechos.
Como ejemplo claro de un testimonio antiguo se puede mencionar la opinión expresada por Te-
lesforo de Aranzadi con motivo de la celebración de la exposición sobre «arte popular vasco», que
tuvo lugar en San Sebastián, precisamente en 1934. Se lamentaba este investigador, en su «Explica-
ción de los aperos de labranza», de la posible respuesta de algunos visitantes: «más de cuatro
señoritos u hombres de letras o artistas se habrán sonreído con desdén a la vista de tales objetos

19 El enfoque artístico de la «cultura popular» no es original de España, ya que se encuentra por todos los lados a comienzos del
siglo xx. Para el caso portugués, ha sido resaltado por J. Leal (2000: 44-49 y 57-58) en relación con la etnografía de la Repúbli-
ca y su continuidad en el comienzo de la dictadura estadonovista, y por V. Marques Alves (2015), que ha investigado la estetiza-
ción de la cultura campesina en el salazarismo.

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diciendo: “vaya una vulgaridad de objetos para una exposición y conferencia; los estamos viendo
todos los días fuera de aquí”. Los ven, sí; pero no los miran ni se enteran» (citado por A. Mújika
Goñi, 1995: 285).

Se puede añadir que la elección del campesinado como elemento clave y el rechazo de los
trabajadores urbanos, de las fábricas, tiene una explicación sencilla. Los primeros representaban el
alma de la nación mientras que los segundos eran la materialización de influencias extranjeras y
por tanto nada «nacionales».

Tras la Guerra Civil, en 1940, el Museo estuvo abierto durante algún tiempo y de esa presen-
tación se pueden mostrar varias imágenes, así como un plano que se incluyó en un folleto
publicado en esos momentos (figuras 5 a 8). Por la información contenida en él se aprecia que
salvo tres salas, el resto se dedica al traje popular y al culto. De esos tres espacios, uno presenta

Figura 5. Museo del Pueblo Español. Instalación de los años Figura 6. Museo del Pueblo Español. Instalación de los años
cuarenta del siglo xx. Sala de tejido. Museo del Traje. Centro cuarenta del siglo xx. Sala del traje popular. Museo del Traje.
de Investigación del Patrimonio Etnológico. FD026241. Foto- Centro de Investigación del Patrimonio Etnológico. FD026240.
grafía: Roberto Arranz. Fotografía: Roberto Arranz.

Figura 7. Portada de un folleto del Museo Figura 8. Plano del Museo del Pueblo Español en los años cuarenta.
del Pueblo Español de los años cuarenta
del siglo xx.

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la Orfebrería y dos la Cerámica popular. No obstante, en el propio folleto se indica que en la pe-
queña sala dedicada a la orfebrería había objetos de arte pastoril salmantino, tallados, así como
amuletos. Asimismo, se anuncia que en la planta baja se está preparando una exposición de agri-
cultura, si bien se advierte que el espacio es escaso para las necesidades que precisa, por lo que
se está gestionando la adquisición de un terreno.

En 1971, el Museo fue nuevamente abierto, si bien su recorrido duró poco, ya que a media-
dos de 1973 volvió a cerrar sus puertas (figura 9).

Figura 9. Sala de Agricultura del


MPE, hacia 1971-1973. Fotografía:
Museo del Traje. Centro de In-
vestigación del Patrimonio
Etnológico. FD024858.

En los últimos años del MPE se produjeron cambios interesantes, derivados de la actuación
de su dirección, Pedro Manuel Berges Soriano (director) y Andrés Carretero Pérez (subdirector).
Desde mediados de los años ochenta del siglo pasado comienzan a entrar una serie de piezas que
no encajan con la definición de «Patrimonio etnográfico» según la reciente, en esos momentos,
LPHE, como se ha visto más arriba. Así, es posible documentar la entrada de carteles publicitarios
—con temática taurina, circense, turística, etc.—, y, a finales de esa década, de una importante
colección de equipamiento doméstico industrial. Se trata de colecciones asociadas a una cultura
urbana e industrial que rompe conceptualmente con ese patrimonio rural preindustrial que suele
ser el fundamental, por no decir el único, en muchos de estos museos.

En 1993 se creó el Museo Nacional de Antropología, a través de la fusión del Museo del
Pueblo Español y del Museo Etnológico (ME), también localizado en Madrid, lo cual alteró teórica-
mente la aproximación científica de ambas instituciones. La forma de analizar los hechos culturales
pasa a ser más importante que el origen geográfico de las colecciones y se sobrepone a la historia
de los dos museos. Como es bien sabido, ambos centros no llegaron nunca a fusionarse de mane-
ra efectiva ni a funcionar como una única institución, por lo que cabe decir que el MNA, sede Juan
de Herrera, siguió siendo, con otro nombre, el anterior Museo del Pueblo Español. La posterior
separación de estos dos museos, en 2004, a raíz de la creación del actual Museo del Traje. Centro
de Investigación del Patrimonio Etnológico (MT.CIPE), llevó a una situación extraña en la que el
antiguo MPE/MNA, sede Juan de Herrera, se escondía bajo la fachada de un museo de moda. Ha
habido diversos intentos de reabrir el MPE, en época de la dirección de Andrés Carretero (en las
fechas previas a la inesperada creación del Museo del Traje) y posteriormente, en 2010, con el

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traslado del mismo a Teruel (Mingote, 2009-2010, 2010 y 2012), que quedaron en nada. En 2021 se
volvió a hablar de llevarlo nuevamente a la ciudad aragonesa a raíz del apoyo de «Teruel existe» a
los Presupestos Generales del Estado.

5.2. El Musée des Arts et Traditions Populaires de París

A pesar de la existencia de una vida previa, con otro nombre y sin entidad independiente —se
deriva de la sección francesa del Musée d’ethnographie du Trocadéro—, el MATP se crea en 1937
y no tuvo sede propia hasta 1969, cerrando definitivamente en 2005.

Su creador, Georges-Henri Rivière, había colaborado con Pierre Rivet, director del Musée de
l’Homme, también creado oficialmente en 193720. El contexto político de Francia en el momento
de su creación está marcado por el gobierno del Frente Popular, que abarcó desde 1935 a 1938.
Para Pascal Ory (1987: 24), en esa época, la dimensión rural y regional de la sociedad francesa es
apreciada, lo que da lugar a movimientos regionalistas de derechas, pero también a que, tras la
«Exposition internationale des arts et des techniques», celebrada en París en 1937, haya un discurso
de tipo «provincialista radical-socialista». Es destacable la opinión de este autor, para quien el MATP
habría sido creado, de una u otra manera, «con o sin el Frente popular» (Ory, 1987: 24). Por lo
tanto, en ese momento, el regionalismo de derechas convive con actitudes de izquierda que actúan
sobre el fondo común de la cultura campesina de raíz preindustrial. Tras la ocupación nazi en la
Segunda Guerra Mundial, el régimen de Vichy la instrumentalizará fuertemente21.

Con esos precedentes, según H. Lebovics (2009: 16), se entiende que con el triunfo del Fren-
te Popular surgiera una narcisismo-nacional-populista antifascista, en el que es posible constatar la
búsqueda del arte del pueblo en el folclore, como hizo el Partido Comunista francés en esos mo-
mentos; o que, al separar lo francés de lo no francés, el director del Musée de l’Homme, Paul Rivet
(una persona pro Frente Popular) ensalce en esas fechas lo popular local, la «cultura popular»,
oponiéndola a la barbarie inculta alemana22.

El futuro director del MATP, G.-H. Rivière, es consciente de que el intelectual está al servicio
del pueblo, y que el folclore no es sino «una cultura propia de las amplias masas populares» y que
los científicos tienen que trabajar «para que el pueblo sea consciente de esta cultura». Una actitud
que se inscribe en la museografía social y el desarrollo cultural del Frente Popular. La idea de
deuda con el pueblo, que he mencionado en relación con la creación del MPE, también se encuen-
tra muy poco después asociada tanto al MATP como a los museos regionales de contenido
etnográfico que promovía G.-H. Rivière, quien dice algo similar: «se da al pueblo su museo». P. Ory
(1987: 26), al mencionar el proyecto presentado por G.-H. Rivière y André Varagnac, en noviembre
de 1936, sobre el museo, dice que en él se pretende dar a las «populations laborieuses… la fierté
de ce patrimoine, comme à la jeunesse scolaire […] la curiosité d’une culture en voie d’oblitération»
y, citando a Rivière, «l’on pourra enfin parler de cultures réellement collectives»23. Como añadido a

20 Para el caso francés resultan básicas dos publicaciones: la historia del museo narrada por M. Segalen (2005) y el congreso

sobre el contexto histórico existente en la época de la creación del MATP, editado por J. Christophe et al. (2009).
21 Se pueden consultar los trabajos de Ch. Faure (1989) o el de H. Levobics (1992) sobre este régimen.
22 Otros investigadores han resaltado también que, en Francia, en los años treinta, tanto derechas como izquierdas hablan de fol-
clore y buscan actuaciones asociadas al «pueblo». Rassemblement Populaire, una unión antifascista de más de cien organizaciones,
pretendía poner fin a la exclusión cultural a la que se había sometido al «pueblo de Francia» (Ory, 1987: 23). En España, la Segunda
República, entre otras actuaciones, se acerca al pueblo a través de las «Misiones pedagógicas» (Otero Urtaza, 2006), para llevarle
«alta cultura», produciendo un intercambio cultural entre las comunidades rurales y los integrantes de las expediciones. En cierto
sentido, tienen algunos puntos de contacto con las «Campanhas de Dinamização e Acção cívica» que el MFA (Movimento das
Forças Armadas) desarrolla tras la Revolución portuguesa de 1974 (Vespeira de Almeida, 2009, y Tiago de Oliveira, 2004).
23 Con anterioridad, en los comienzos de la III República francesa (se inicia en 1870-1875) hay un agrarismo que asocia la pros-

peridad y su propia estabilidad a los pequeños propietarios «depositarios de las virtudes de la raza y la nación» (Lynch, 2009: 63)

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esta percepción, baste mencionar la conclusión que le produjo la visita de campesinos a un museo
local24 a Agnès Humbert, colaboradora de Rivière en el MATP, militante comunista y miembro de
la Resistencia contra los nazis, quien escribió —o imaginó, según E. Lynch (2009: 70-73)— en 1937:
«Il émane de ce musée une étonnante idée de dignité de classe».

Para Martine Segalen (2005: 9-11), la personalidad de Rivière fue compleja, de forma que
llega a decir que se definía como un «conglomerado de contradicciones» que colocó el folclore y
la etnografía de Francia al servicio de sus ambiciones y que se apoyó en las antiguas corrientes
regionalistas y en las nuevas corrientes socialistas. En un artículo de 1936, optó por descartar el
uso del concepto folclore para asociarlo al Museo por tener una utilización solo científica y optó
por Artes y Tradiciones Populares; a la vez insistió en la necesidad de una función pedagógica que
privilegiaba lo sociológico sobre lo estético. En la citada «Exposition internationale des arts et des
techniques appliqués à la vie moderne» pretendió «documentar lo social» y con la mirada puesta en
servir de ejemplo a los museos locales llevando a cabo exposiciones sobre la casa rural o sobre
los alfareros. El 1 de mayo de 1937 se crea el Museo sin que tenga un espacio propio y con la
rápida intención de separarse conceptual y físicamente del Musée de l’Homme; en opinión de Ri-
vière, el museo debía ser una síntesis y no una suma de los museos regionales, proponiendo ser
el «musée français» de las ATP (Segalen, 2005: 17, 24, 25 y 21). Una vez más, la gran patria, sínte-
sis de las pequeñas patrias.

El 19 de mayo de 1938 se creó la Commision nationale des Arts et Traditions Populaires, con
las misiones de desarrollar el estudio científico, incentivar el arte popular y la artesanía e incremen-
tar el gusto por la música y las fiestas tradicionales (Segalen, 2005: 32-33). Se trataba de asociar la
investigación pura a la aplicada para dignificar el folclore25.

Los planteamientos de 1937 sobre el Museo incluyen un primer «Programa» museográfico que
trata de ser científico y pedagógico con salas para el gran público y otras, menores, para un mayor
conocimiento técnico. El Museo contaría con una sala que abordaría la geografía, la antropología,
la lingüística, la prehistoria, la historia y la economía y que serviría de introducción al folclore
francés. Los objetos se acompañarían de documentación fotográfica y cartográfica.

En 1939, junto al Programa, existió un «Plan», que mostraba una evolución científica y que no
llegó a ejecutarse debido al estallido de la Segunda Guerra Mundial. El segundo entra en más de-
talles que el primero y tiene influencias de Lucien Febvre y de Marc Bloch, que resaltaban el
cambio en las sociedades campesinas. Habría salas dedicadas al bosque, a los campos, al mar, a
los oficios, a los trajes, a las ciudades, a las edades de la vida… y, junto a ellas, «alveolos» sobre
alimentación, metalurgia, tejido, cestería, cerámica, arte popular, religión, sabiduría popular, música,
baile, teatro, caza, trabajos de la piedra y la madera, etc. (Segalen, 2005: 40-45).

Las colecciones existentes en 1937-1938 no habían sido recogidas de forma totalmente cien-
tífica, por lo que se cambia el método de recopilación, tendiendo a buscar conjuntos y a asociar
las necesidades museográficas a los programas de investigación. Para ello, la realización de expo-
siciones se consideró un buen sistema (Segalen, 2005: 42 y 49) (figuras 10 y 11).

En 1941 el Museo adquiere un nuevo estatuto y el folclore pasa a ser utilizado por el régimen
de Vichy como una redención de la juventud. Se hacen exposiciones sobre imaginería popular, los

y, más tarde, al hablar del régimen colaboracionista de Vichy, M.-N. Denis (2009: 59) indica que la concepción restrictiva de la
etnología, centrada en el mundo rural, no es privativa de él, porque se encuentra en la ciencia en ese momento.
24 Podría ser el de Romeray-en-Bresse, fundado por Rivière por esas fechas (Ory, 1987: 27).
25Desde 1937 existía una Oficina de Documentación folclórica, que organizará al año siguiente el Congreso Internacional de
Folklore. Tenía 800 corresponsales que no eran etnólogos «universitarios», ya que no existía la especialidad (Segalen, 2005: 34-
35). Posteriormente, se apoya en el CNRS al no haber lugares de formación etnológica (Segalen, 2005: 148).

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Figura 10. Postal. Candelabros de varias provincias. Palais de Chaillot. MATP. Paris, s. f.

Figura 11. Postal. Fuentes domésticas. Palais de Chaillot. MATP. Paris, s. f.

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santos patrones de los trabajos o las artes de la madera bretonas. En 1943 se hacen investigaciones
científicas, con los Chantiers intellectuels, a partir de la creación del Servicio de cultura campesina
(un sindicato corporativo), para reconstruir Francia desde sus fundamentos tradicionales. Se hacen
recogidas con criterios homogéneos de mobiliario, arquitectura, técnicas tradicionales (los cuestio-
narios vienen del Congreso de 1938). En 1944, con Rivière, se opta por un edifico propio, fuera
del Palacio Chaillot (Musée de l’Homme) que sería un museo moderno de etnografía con las pro-
ducciones de la industria relacionadas con el medio humano, las técnicas de fabricación y las
funcionalidades sociales, jurídicas, religiosas, psicológicas, estéticas, etc., que daría lugar al Labora-
toire d’Ethnographie française, dirigido por Marcel Maget de 1952 a 1962, abandonando el término
folclore (Segalen, 2005: 60-64, 66 y 77-78)26.

De 1951 a 1964 se harán veintidós exposiciones temporales y se experimentará museográfi-


camente a la vez que se recogen objetos. 1967 es la fecha en que se jubila Rivière y en 1968 se
plantea el problema del nombre: MATP, Musée française, Musée d’ethnologie française, Musée de la
tradition française, con el problema de base de tener que unir popular, nacional y científico (ale-
jado ya del folclore) (Segalen, 2005: 98, 142 y 143-145).

5.3. El Museu de Arte Popular, de Lisboa

Este museo surge tras la realización de las conmemoraciones del Duplo Centenario de la instauración
y la independencia de Portugal que el Estado Novo de Oliveira Salazar celebró en 1940, y de hecho,
su sede ocupó uno de los espacios creados para esa celebración, a pesar de ser el resultado de un
proceso que había arrancado en 1935. Recientemente, Alexandre Oliveira (2019) ha publicado un
libro sobre su historia en el que le califica como una «herencia» de António Ferro y, además, Maria
Barthez (2019) ha realizado la biografía de Francisco Lage, que fue su primer director.

António Ferro27, periodista, admirador de dictadores fascistas e ideólogo del régimen con su
Política do Espírito, fue el responsable de la idea y estuvo al frente del Secretariado da Propagan-
da Nacional, posteriormente transformado en Secretariado Nacional de Informação, Cultura
Popular e Turismo (en 1944), que era el organismo encargado de dar la imagen del país hacia el
exterior, entre otros muchas funciones, y por ello participó en bastantes exposiciones en el extran-
jero cuya temática se centró en el «arte popular»28.

Como consecuencia de esas intervenciones en Ginebra (1935, repetida en Lisboa al año si-
guiente), París (1937) y Nueva York (1939) y, sobre todo, en la Exposición del Mundo Portugués
de 1940, se crearon unas bases que permitieron la apertura del MAP en 1948, tras varias vicisitudes.
A pesar de que el SPN contó con la ayuda de etnógrafos para varias de sus actividades y en la
realización de esas exposiciones —fundamentalmente Luis Chaves y Francisco Lage—, el aspecto
científico no estuvo ni en la génesis del museo ni en su materialización.

A. Oliveira ofrece informaciones muy interesantes de estos precedentes, que voy a sintetizar
ahora. Ya en 1935, Ferro tiene la idea de que el arte popular refleja la identidad nacional y lo asocia
a los artistas del momento; lo cual incide en las exposiciones del SPN. En la exposición celebrada

26 El 16 de agosto de 1944 se libera París y Rivière es cesado temporalmente.


27La bibliografía sobre A. Ferro es muy abundante y baste citar ahora los trabajos de E. C. Leal (1994), A. Rodrigues (1995), M.
Acciaiuoli (2013), O. Raimundo (2015) y M. Ferro (2016).
28 Como indica D. Melo (2001: 33), citando a J. Ramos do Ó, el SPN/SNI es un elemento fundamental para la implantación ideo-

lógica de la dictadura portuguesa, que recurre a un modelo idealizado de la sociedad campesina. En ella la «tradición» ocupa un
lugar de gestión de lectura del mundo y estructura la política cultural de Salazar, como ha analizado perfectamente este autor
(Melo, 2001: 33-35 y 38-39). Los libros de J. R. do Ó (1999), L. Cunha (2001) o V. M. Alves (2015) resultan interesantes para el
análisis de las relaciones entre dictadura y cultura popular, en el caso portugués.

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Figura 12. «Le Pavillon du Portugal à l’Exposition 1937. Un Figura 13. «Le pavillon de Portugal». «Edition Chantal, Paris».
coin de la Salle de l’Art Populaire». París. Expostion des Arts Exposición de 1937 en París.
et Techniques dans la vie moderne.

dentro de la Quinzena Portuguesa, en Ginebra, se recurrió entre otras cosas a maniquíes de tamaño
reducido para mostrar la diversidad del «traje popular», así como a modelos de arquitectura o de
barcos29. La exposición recibió elogios de la «alta sociedad» suiza y de la comunidad diplomática, lo
cual trasluce el interés por un cierto tipo de público elitista. La repetición de esa exposición en Lisboa,
al año siguiente, aumentó el número de maniquíes y a ellos se sumaron objetos adquiridos en tiendas
o talleres artesanos, así como otros procedentes de colecciones de etnógrafos y otra serie de personas
particulares; en ese momento la muestra fue considerada por Vergilio Correia como un paso de cara
al futuro Museu do Povo. La exposición de París, en 1937, siguió en la misma línea y se llegaron a
los 50 maniquíes, además de incorporar joyas compradas en tiendas de Lisboa (figuras 12 y 13); en
esta ocasión la selección de piezas fue debida a Tomas de Mello, Tom, un diseñador que privilegió
la faceta artística y que suprimió muchos de los objetos que había selecionado previamente Francis-
co Lage. Como prueba de la importancia concedida a estas reproducciones en miniatura de la
indumentaria popular, el SPN editó un conjunto de postales y, en relación con la importancia de la
indumentaria popular, en diversos actos sociales hubo personas de la administración disfrazados con
trajes populares. A partir de 1939, y con la Exposición de Nueva York, el arte popular se une al tu-
rismo de forma inseparable, lo que se repite en la exposición del mundo portugués de 1940 al
considerar el folclore como un reclamo turístico. Esta muestra se vinculó al Duplo Centenario y des-
de ese momento se pretendió crear el futuro Museo etnográfico nacional30. Como se comprueba con
las fotos del primer montaje del MAP, algunos elementos presentes en estas exposiciones, como los
maniquíes, fueron asumidos como piezas de Museo (Oliveira, 2019: 52-54, 57, 61, 69-72, 80 y 83-85).
La exposición del mundo portugués contó con artesanos trabajando ante el público, así como una
reproducción de los tipos de casa, en la línea de los museos al aire libre, aunque mal materializada
por el uso de materiales industriales (figuras 14 y 15).

También en el caso del Museu de Arte Popular hubo discusiones sobre su nombre y no siem-
pre se pensó en el que ha llegado hasta hoy, ya que antes de que se eligiera hubo una serie de
variantes que lo asociaban tanto con el pueblo como con el arte. En 1942, en un primer informe
que Francisco Lage envió a António Ferro, se recurre a usar un nombre en sintonía con el MPE:
«Plano de Organização do Museu do Povo Português» y, poco después, se barajó el de «Museu da
Vida e Arte do Povo Português» (1944) para acabar adoptando, en 1945, el que mantiene todavía31.

29 El recurso al uso de maniquíes (¿de tamaño natural?) para mostrar el traje popular lo documenta M. Segalen (2005: 18) en la
sala de Francia del Museo del Trocadero, de París, en 1884.
30 Su Centro Regional estuvo bajo la dirección de F. Lage y L. Chaves.
31Los datos estaban en la web del museo, en http://www.map.imc-ip.pt/pt/index.php?s=white&pid=278 (consultada: 7/2/2011). Ac-
tualmente, en febrero de 2022, la página está desactivada.

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Figura 14. Feria regionalista. Exposición del Mundo Portugués. Album da Exposição do Mundo Português. 1940.

Figura 15. Tejedoras de la región norteña. Exposición del Mundo Portugués. Album da Exposição do Mundo Português. 1940.

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De hecho, algunas de esas denominaciones fueron públicas desde sectores oficiales, como sucede
en el número 20 de la revista Panorama, editada por SPN, en la que se incluye un breve artículo
anónimo con fotografías de las maquetas, en el que se habla del «futuro Museu da Arte e da Vida
do Povo Português» (Panorama, 1944: s. p.)32.

En el citado Plano, F. Lage, en ese momento jefe de la sección de Etnografía del SPN, pre-
tende abarcar y sintetizar la etnografía y el folclore portugués y, en ese planteamiento, el arte
popular es un aspecto más, no el central. Ese Museu do Povo Português tendría archivo, biblioteca,
discoteca, tienda, auditorio, servicios de oficios de reparación y su contenido, que asume una or-
ganización regional, estaría marcado por el medio, el habitante, la vida, que mostraría una división
cuatripartita: manifestaciones individuales (alimentación, hábitat, traje, trabajo), manifestaciones
individuo-sociedad (caza, pesca, pastoreo, agricultura), manifestaciones de transición (lúdicas) y
manifestaciones sociales (rituales familiares)33. El proyecto no se llevaría a cabo por falta de espa-
cio, reducción de presupuesto para la adquisición de objetos y porque tras un nuevo proyecto, en
1944, la dirección de la instación pasa a manos del SPN/SNI, bajo el control de A. Ferro, y el papel
de Lage se reconvierte al de «delegado técnico para a organização» del museo (Oliveira, 2019: 114-
116 y 119-129). Resulta llamativa la definición que Ferro hizo de él, ya que le consideraba como
un «grande brinquedo para os mais ricos e para os pobres como se provou na Exposição do Mun-
do Português». Los intentos de colaboración de Lage con Ferro no fructifican y se acaba eligiendo
de nuevo a Tomas de Mello para la decoración e instalación, relegando a Lage al papel de reco-
lector de piezas; una recogida que se hace con urgencia entre anticuarios, mercados, ferias locales,
encargos a artesanos y la colaboración de etnógrafos locales (Oliveira, 2019: 140 y 148-149).

En el verano de 1948 la inauguración no incluye la apertura de todas las salas y las sucesivas
peticiones de mejoras del ya director F. Lage (entre 1948 y 1957) no acaban de ser atendidas. El
abandono de Ferro de la dirección del SIN, en 1949, y el interés de este organismo por el turismo
a partir de 1954 no hace sino reafirmar la poca atención hacia el centro que cerrará temporalmen-
te en 1957 tras la muerte de Lage. La incorporación de Magdalena Cagigal e Silva (1958-1968) hace
que se comience con el inventario de piezas que se paraliza cuando solo se habían realizado unas
300; tampoco se aceptan sus propuestas de reorganización administrativa. Tras varios desencuentros
más y el cambio en la dirección, el Museo se cerrará en 1976. Desde 1980 a 2007, el Museo en la
etapa de Elisabeth Cabral sigue sin levantar el vuelo y pasa por varias fases de unión y desunión
con el Museu de Etnologia (Oliveira, 2019: 167-177, 181-182 y 208-214).

Quizá la conclusión de Alexandre Oliveira (2019: 226) es muy drástica: nunca fue un Museo
etnográfico, pero tampoco de arte.

La estructura del Museo estuvo condicionada, y lo está, por la presencia de pinturas en sus
paredes, que remiten a su organización geográfica, y por estructuras fijas destinadas a soportes de
piezas textiles o de vitrinas ancladas en el suelo o en las paredes. En bastantes casos, las frases
que acompañanan a las pinturas tienen un tono poético que incide en la percepción de las mis-
mas34 (figura 16).

32 «Vida e arte do povo português» fue, además, el título de un libro editado precisamente en 1940 por el SPN, con una aproxi-

mación totalmente estética al mundo popular.


33 También en ese año, y en colaboración con Luis Chaves, propuso un programa para los museos provinciales que girarían en
torno a un museo nacional y cuya estructura abarcaría la tierra, la gente y el arte (folclore, artesanía, ferias) y que llevarían a la
«salvação nacional» mediante un regreso al pasado (Oliveira, 2019: 116-118).
34 En la revista Panorama se citan algunos: «Entre Douro e Minho: caixa de brinquedos de Portugal», «Tras-os-Montes: cruzeiro

de Portugal. Granito e céu», «Beiras: flancos de Portugal. A montanha e o mar na mesma cintura», «Estremadura e Alentejo: pla-
nície que sonha e que trabalha», «Algarve: colorido rodapé».

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Figura 16. Pinturas de la sala dedicada a Entre Douro e Minho en el MAP. Fotografía: JLMC.

Tras este repaso, resulta sumamente interesante mencionar la opinión crítica que Luis Chaves
(1948: s. p.) emitió el año de la inauguración del museo en la citada revista oficialista Panorama,
a pesar de ser uno de los etnógrafos que colaboraba asiduamente con el Secretariado y de haber
participado en varias de sus exposiciones, como se ha visto. Su opinión es ambivalente, ya que
mientras por un lado alaba una serie de aspectos, por otro, realiza una crítica dura a sus plantea-
mientos. La visión de etnógrafo se coloca por encima de la de técnico oficial y, para justificar sus
opiniones, comienza asumiendo la diversidad de posibles enfoques que, en el fondo, presentaban
una gradación científica. La alusión a las exposiciones previas mencionadas parece que sirve para
justificar la «visão objectiva dos organizadores» que fueron «os mesmos de agora» y que esa actuación
previa «garantiu a lição formadora do actual Museu», si bien reconoció que la «zona etnográfica
da Exposição esteve longe de ser o que devia e as exigências reclamavam». No obstante, a pesar de
que la presentación actual no encajaba con su planteamiento, la asumía: «Eu —confesso-o— não o
formaria assim, mas aceito-o tal qual como está, e que assim seja, como aplaudo que o tivessem
constituído na forma por que o constituíram. Era necessário? Era. Presta os serviços que pretende-
ram tirar dele? Sem dúvida. Isto quer dizer que atinge plenamente a expectativa. E já não é pouco».
Y la asume porque el fin que se pretende no es el suyo: «O meu critério seria outro, desde que
fosse outro o fim a atingir; integrado na determinação seguida, não faria de outra maneira, salvos
pequenos pormenores, que não desmancham a obra feita nem o objectivo em atenção».

La folclorización de lo etnográfico, en auge en la época, no acaba de gustarle, ya que con-


sidera que la primera incide demasiado en la segunda, que lo «espiritual» condiciona lo «material».
Ambos contenidos están en el museo: «o Museu é etnográfico, pela representação da obra feita, e é
folclórico pela prova do espírito que lhe deu sentido, forma, variedade e cor», pero no lo considera
científico porque esa intención no estuvo en los planteamientos de sus creadores: «Científico? Não,
porque não o quiseram fazer desta feição. Falta-lhe a sistematização científica, porque lha não qui-
seram dar; visto que a sistematizaçao necessaria ao critério adoptado, e simplesmente o da sugestão
estética, não deveria passar das regras mais simples e rudimentares: as da arrumação pelas regiões
corográficas, e nestas as da aproximação de espécies afins» (la cursiva es mía). Y tampoco le resulta

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Figura 17. Sala dedicada a Entre Douro e Minho en el MAP.


Panorama 35, 1948: 10. Fotografía: Castelo Branco.

Figura 18. Sala dedicada a Estremadura en el MAP. Panorama


35, 1948: 9. Fotografía: Castelo Branco.

Figura 19. Sala dedicada al Algarve en el MAP. Panorama 35,


1948: 10. Fotografía: Castelo Branco.

conseguida la división por regiones, ya que en ella se olvidaron las subregiones, que deberían
tener una presencia destacada pero que no fue posible por falta de espacio.

La comprensión del museo es clara si se aplican unas claves políticas vinculadas al organismo
responsable, ya que entiende que el «Secretariado Nacional da Informação, por lhe caberem tam-
bém funções de turismo e de propaganda das belezas e riquezas regionais da terra e da gente»,
presente «este plano de expressão colorida, pitoresca, e deliciosamente organizada». Y concluye: «Foi
lógico e foi coerente consigo». Desde esta perspectiva, los investigadores encontrarán «muitos ele-
mentos de estudo e de informação, que —esperemos todos— serão acrescidos pelas instalações
definitivas, já projectadas, de biblioteca especializada, de arquivo iconográfico e de discoteca folcló-
rica, bem seleccionada». Como se ve, la inauguración no generó en su momento esa parte
asociada a la documentación y al estudio que sí aparecía claramente en el MPE. Frente a ellos, los
turistas hallarán «a principal guia de sugestões, ampliada pelas pinturas parietais, quase sempre
felizes»35. Esa componente turística le llevó a decir que el museo era el mejor cartel (turístico) de
Portugal y a asociar el mundo de la «cultura popular» a los atractivos que ofrecer a los visitantes:
«Quando se pretende, em qualquer País, atrair estranhos e nacionais a festas típicas, costumes na-
cionais ou regionais de boa estirpe e cuidada organização, distribuem-se folhas, desenhos, estampas
e cartazes elucidativos e capazes de sugestionar amadores, curiosos e sabedores», luego: «Que mais

35Y añade: «Para nacionais e estranhos, que se limitem ao espectáculo museográfico da “Arte Popular” com todos os atractivos
oferecidos, também o Museu serve à maravilha o seu destino oficial».

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e melhor não é que esse cartaz vivo, sem limites de pintura e de tipografia, se defina em forma de
Museu?». Finalmente, en clave nacionalista, asumió una idea que estaba presente en Leite de Vas-
concelos, la de hacer un museo que uniera el pasado arqueológico e histórico con el presente
campesino. Ese «Grande Museu Nacional» uniría la etnografía antigua —de los pueblos antiguos—
con la moderna, viendo los desarollos «das formas e das expressões […] desde os tempos
prê-romanos até ao condicionamento das de hoje» en el «Museu Etnológico, o Museu da Raça por-
tuguesa (permita-se-me o termo, pelo que neste momento vale a ideia)».

Curiosamente, frente al MPE y al MATP, el MAP fue el único museo abierto durante un largo
período de tiempo, ya que duró desde 1948 hasta 1976, si bien con una vida precaria. A partír de
ahí, los sucesivos cambios le llevaron a depender del Museu de Etnologia, a ser nuevamente inde-
pendiente o dejar de serlo nuevamente, situación que es la que existe actualmente.

6. Observaciones finales
Como resumen de esta contribución quiero resaltar unas cuantas ideas clave. En primer lugar, pien-
so que hay que destacar la existencia de realidades que están más allá de las intervenciones polí-
ticas o culturales y sobre las que se actúa, siempre desde fuera. En el caso que nos ocupa, la
cultura campesina de raíz preindustrial, fundamentalmente.

En segundo lugar, creo que hay que ser conscientes de que fueron aplicados por ideologías
de distinto signo político. Se trata de conceptos que son característicos de determinados momentos
históricos y de determinado tipo de sociedad. Eso lleva, en el caso de que los conceptos sean
creados por los científicos, a tener que reflexionar sobre la siempre presente relación entre cientí-
ficos y políticos. Algo que no siempre es fácil y, en ningún caso, reducible a una explicación
simple. La interpretación política de una misma «realidad» —o una realidad semejante— es obliga-
da y llamativa en tanto que se argumentan cosas opuestas, siempre desde una visión externa a ella.
Esas aproximaciones científicas sobrepasan los límites políticos de las naciones y se influyen mu-
tuamente más allá de la adscripción ideológica de cada uno de los poderes nacionales en las que
se insertan.

En tercer lugar, quiero señalar que el paso del tiempo hace que se borren implicaciones que
fueron importantes, perdiéndose alguna parte de la carga ideológica originaria. Evidentemente, no
pretendo decir ni que el olvido es total ni que actúa sobre toda la población, pero las reivindica-
ciones para la apertura del MAP hace pocos años olvidaban su creación y su vida bajo el
salazarismo. Con la llegada de la democracia a España, el Museo del Pueblo Español fue conside-
rado un museo creado por la dictadura de Franco porque en él trabajaron personas vinculadas a
la Sección Femenina. Por su parte, el MATP de París se consideró en cierto momento como un
museo creado por el régimen de Vichy, como indicó A-.M. Thiesse, y no por el Frente Popular.

Dentro del ámbito de los museos, y en relación con lo anterior, hay que admitir que la his-
toria vivida por cada institución no es nunca ni monolítica ni homogénea, y que nunca debería ser
connotada por una parte de ella. Pero, en un sentido inverso, lo hecho en el pasado no puede
condicionar de manera absoluta las intervenciones presentes y futuras. Cada momento histórico
tiene una manera de explicar la realidad y no puede dejar de hacerse eso en el presente, una vez
más, en aras de preservar un pasado que, además, nunca fue estático.

Resultan curiosas algunas constantes en la vida de estos museos y algunas semejanzas y de


todas ellas resalta la vida precaria y las dificultades para tener una proyección pública importante.
Quizá el origen político de los casos español y francés lastrara su posterior vida con la intervención
del régimen franquista o del régimen de Vichy.

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El papel de sus ideólogos, tras la primera etapa, es también un hecho a destacar. A pesar de
su perfil moderado y de seguir teniendo una presencia pública, Luis de Hoyos es jubilado tras la
Guerra Civil, negándosele una continuidad que hubiera sido natural en otras circunstancias. En el
caso portugués, F. Lage es nombrado director tras no haber asumido su proyecto previo.

Las aperturas tardías de los museos español y francés hace que su continuidad no sea dura-
dera y que queden fuera de la «normalidad» de otros museos de esos mismos países que no
estuvieron cerrados. El cambio de rumbo de las colecciones del MPE parece que no sirvió para
que esa actualización se reflejase en una presencia de cara al público y se sobrepasase el concep-
to de «patrimonio etnográfico».

Como conclusión final, pienso que, más allá de las ideologías políticas, existen actitudes si-
milares que atraviesan fronteras y que derivan de las visiones científicas del momento. A ello se
une el interés político por investigar la cultura popular, y recurrir a ella para intervenir en la vida
diaria, adaptando determinados aspectos de aquella. Frente a estas semejanzas, las intencionalida-
des son, por supuesto, muy diferentes y las justificaciones ideológicas últimas también. Del pago
de una deuda moral, a la conciencia de clase o a la exaltación de la raza hay mucha, pero mucha,
distancia.

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Luis Ángel Sánchez Gómez Antes del estigma. La formación de los primeros museos etnográficos y antropológicos de la Europa colonial

Antes del estigma. La formación


de los primeros museos etnográficos
y antropológicos de la Europa colonial1
Luis Ángel Sánchez Gómez
Universidad Complutense, Madrid
langel@ucm.es

Resumen: El propósito del texto es hacer un rápido repaso sobre los orígenes y las características
que presentan los museos etnográficos y antropológicos, de orientación exótica y colonial, creados
en Europa durante el último tercio del siglo xix y comienzos del xx. Se anota su vinculación con
el fenómeno de las exposiciones internacionales y coloniales, se advierte sobre las diferencias que
pueden documentarse, presuntamente, entre los de orientación académica y los que presentan una
intencionalidad más aplicada o comercial y, finalmente, se plantean ciertas dudas sobre su practi-
cidad como elementos potenciadores o popularizadores del colonialismo.

Palabras clave: Antropología. Etnología. Etnografía. Colonialismo. Exposiciones internacionales.

Abstract: This text overviews the origins and general characteristics of the ethnographic and
anthropological museums created in Europe during the last third of the 19th century and the be-
ginning of the 20th. They are put in connection with the phenomenon of international and colonial
exhibitions, we note the differences that can be documented, presumably, between those with an
academic orientation and those with a more applied or commercial intention, and, finally, certain
doubts are raised about their practicality as elements that enhance or popularize colonialism.

Keywords: Anthropology. Ethnology. Ethnography. Colonialism. International exhibitions.

1. Introducción
Antes de adentrarnos en materia, conviene aclarar el sentido de la expresión que encabeza esta
intervención. Lo mejor es acudir al Diccionario de la Real Academia Española y consultar las acep-
ciones del término «estigma». Recoge siete. Descartamos la primera por resultar demasiado limitada
y corpórea, «marca o señal en el cuerpo»; la segunda, por todo lo contrario, pues lo define como

1 Trabajo elaborado como parte del proyecto de investigación «Ciencia, racismo y colonialismo visual», financiado por MCIN/AEI
(ref. PID2020-112730GB-I00).

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Luis Ángel Sánchez Gómez Antes del estigma. La formación de los primeros museos etnográficos y antropológicos de la Europa colonial

«desdoro, afrenta, mala fama»; y la tercera por su exclusiva vinculación con lo religioso y sobrena-
tural. Las tres últimas tampoco nos resultan útiles, por asociarse con ámbitos especializados de la
botánica, la medicina y la zoología, respectivamente. La acepción que nos interesa es la cuarta:
«marca impuesta con hierro candente, bien como pena infamante, bien como signo de esclavitud».
Esta escueta definición fija las tres características esenciales del «estigma»: es una marca dolorosa e
indeleble, degrada a quien la porta y, se presupone, le ha sido impuesta por alguien con la auto-
ridad moral y coercitiva suficiente para hacerlo.

El estigma al que nos referimos, grabado sobre la piel de todos los museos antropológicos y
etnográficos creados en Occidente durante el siglo xix y buena parte del xx, fue impuesto a partir
de cierto momento y por determinados actores, tanto políticos como intelectuales. Es una marca
que deshonra a los centros, a sus gestores, a quienes reunieron sus colecciones y a quienes defen-
dieron su discurso, sustentado en buena medida sobre la dominación colonial y, de forma más o
menos explícita, el racismo y la violencia, tanto física como cultural. Es cierto, no obstante, que esa
degradación moral no resulta de la imposición de la marca, pues esta se limita a desenmascarar y
denunciar una condición que surge de la propia esencia del museo antropológico y sus coleccio-
nes. Dicho esto, también es obvio que durante largo tiempo los museos antropológicos no solo
quedaron al margen de cualquier proceso estigmatizador, sino que se convirtieron (o pretendieron
serlo) en baluartes del conocimiento y en la prueba más evidente de la superioridad física, moral,
política e intelectual de Occidente sobre el resto de los pueblos de la Tierra. Ahora nos interesa-
remos por esa etapa, más concretamente por los momentos de su formación e inicial «esplendor».

Establecido el sentido y la temporalidad del «estigma», debemos hacer un abordaje preliminar


sobre la tipología de museo etnográfico y antropológico que vamos a comentar. El primer aspecto
reseñable es que hablaremos de instituciones de titularidad mayoritariamente pública, aunque tam-
bién se documentan centros privados que en un porcentaje importante acaban en manos de
Administraciones o instituciones oficiales. Aunque la orientación etnográfica (que pone su énfasis
en la cultura material) y la antropológica (más centrada en la «historia natural del hombre» y la
«diversidad racial») se asocian en el discurso expositivo de ciertos museos europeos (aunque mu-
chísimo menos que en el ámbito norteamericano), la primera resulta predominante. En todo caso,
los que aquí nos ocupan son los museos que exhiben la cultura material y/o la condición étnica
de los pueblos «exóticos». No vamos a comentar los museos etnográficos (o de folklore) dedicados
a mostrar las formas de vida «tradicionales» de su propio ámbito territorial, es decir, de las gentes
(de algunas de esas gentes) que habitan la región o el Estado que los instituye y acoge, que en su
configuración más relevante (en el ámbito escandinavo) se desarrollan de forma paralela y en oca-
siones interconectada con los exotistas. Por supuesto, muchos de estos museos han dado lugar a
intensos debates y han sido objeto de críticas por cuestiones vinculadas con identidades, naciona-
lismos y los discursos discriminatorios o meramente paternalistas que pueden articular. Sin
embargo, ninguno ha sido estigmatizado de forma comparable a como lo fueron los de orientación
exotista-colonial. Finalmente, tampoco se revisarán los muy interesantes museos etnológicos misio-
nales, que presentan unas características propias, muy singulares.

2. Antecedentes
La imagen más característica de los museos etnográficos y antropológicos con trasfondo colonial
toma forma durante el último tercio del siglo xix, coincidiendo, como era de esperar, con el mo-
mento de expansión del moderno imperialismo europeo. Su discurso expositivo se articula en
torno a la presentación (casi siempre jerarquizada) de la «diversidad racial» de las poblaciones hu-
manas, con especial interés por las comunidades «exóticas», «salvajes» y «primitivas», aunque también
es cierto que algunos de los más relevantes museos surgen a partir de colecciones procedentes de
las «grandes culturas» orientales que, en este caso, combinan el interés artístico con el puramente
etnográfico. En sus vitrinas se muestran de forma mayoritaria elementos de cultura material (objetos

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Luis Ángel Sánchez Gómez Antes del estigma. La formación de los primeros museos etnográficos y antropológicos de la Europa colonial

de uso cotidiano, armas, «ídolos»), que se complementan, en porcentaje e intensidad variables, con
la exhibición de restos humanos que obsesionan a una entonces joven y pujante antropología (fí-
sica). Dentro de esta última parcela, las piezas más codiciadas son los cráneos y, si fuere posible,
los esqueletos completos, sin desdeñar otros restos óseos ni partes blandas preservadas o momifi-
cadas, aunque ciertamente no abundan. No obstante, hasta desembocar en este modelo, diríamos
que canónico, de museo etnográfico o antropológico, los caminos que recorre la exhibición del
«diferente» y de lo diferente son tan variados como discontinuos. Hagamos un brevísimo repaso al
tema.

Dejando a un lado la Antigüedad clásica y lo ocurrido en culturas orientales, admitimos que


ese complejo proceso de exaltación y exhibición de lo exótico, extraño y lejano arranca en Europa
durante el Renacimiento. La bibliografía disponible sobre las Kunstkammern y Wunderkammern
ofrece luz sobre la temprana proyección que tienen en estas colecciones tanto objetos (artificialia)
como plantas y animales (naturalia) traídos desde los lejanos territorios de Oriente y ultramar, unos
y otros claramente singularizados respecto de las piezas domésticas por su condición de exotica2.
No obstante, y a pesar de la diversidad de colecciones que se documenta durante las etapas rena-
centista y barroca, es evidente que entonces el modelo expositivo no resulta sistemático y tampoco
proyecta mensajes racialistas. Ya se trate de un miembro de la realeza, de un noble, de un burgués
acaudalado, de un clérigo «ilustrado» o de un estudioso vinculado de una u otra forma con las
ciencias, el organizador y propietario de una Wunderkammer lo que pretende es impresionar a sus
invitados, demostrar su capacidad (intelectual y práctica) para superar las barreras de lo cotidiano,
para valorar, poseer y mostrar las maravillas de una naturaleza y de unas gentes tan exóticas como
desconocidas. Son colecciones que exhiben plantas y animales preservados, materias primas y mi-
nerales procedentes de tierras lejanas y, en no pocas ocasiones, artefactos que bien pueden
resultar llamativos por su sofisticación o, más frecuentemente, por sus extrañas formas o su apa-
rente primitivismo. Sin embargo, y como he comentado en otro lugar (Sánchez Gómez, 2019), lo
que entonces no resulta habitual es la exhibición de restos humanos, sea cual fuere su procedencia.
En todo caso, se puede afirmar que, durante esta etapa renacentista e incluso en época barroca,
dichas colecciones tienen un significado y una intencionalidad esencialmente estética o, al menos
visual, apenas vinculada (salvo excepciones) con proyectos de explotación colonial.

Aunque no es posible fijar nítidas fronteras temporales, mediado el siglo xviii el abigarrado
gabinete de curiosidades de época barroca se está transformando en algo distinto, aunque no úni-
co 3. Puede acabar asumiendo las características propias del museo de arte, del gabinete
arqueológico, del museo de historia natural e incluso del museo anatómico. También se comprue-
ba cómo las iniciativas privadas son entonces sustituidas en buena medida por proyectos de
instituciones públicas. Si dirigimos nuestra mirada hacia los nuevos museos de historia natural, que
supuestamente deberían de abrir paso (sin desaparecer) a los antropológicos del xix, dos circuns-
tancias llaman poderosamente la atención. La primera tiene que ver con el crecimiento exponencial
de las colecciones de procedencia exótica que acumulan los más destacados centros en torno al
cambio de siglo. Dejando al margen al imponente y enciclopédico Museo Británico, quizás el ejem-
plo más relevante de esta pujanza museística de la Ilustración es el Museo Nacional de Historia
Natural de París, creado en 1793 (Lacour, 2010). De todas formas, y se trata de la segunda circuns-
tancia apuntada, también comprobamos que la presentación de lo humano, de la condición animal
del hombre (exótico o doméstico), es muy limitada o, cuanto menos, contradictoria. Es algo que
se documenta tanto en las colecciones particulares como en los primeros museos públicos euro-
peos, incluido el Museo Británico, que a comienzos del xix se deshace de los esqueletos y demás
elementos de anatomía humana que habían formado parte de su núcleo fundador original, la

2La bibliografía sobre el coleccionismo durante el Renacimiento y el Barroco es muy abundante. Citaré solo los trabajos de
Schlosser (1988 [1923]), MacGregor (2007) e Impey y MacGregor (2017).
3 Este párrafo y partes de los dos siguientes se toman de Sánchez Gómez (2019).

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Luis Ángel Sánchez Gómez Antes del estigma. La formación de los primeros museos etnográficos y antropológicos de la Europa colonial

colección de Hans Sloane: son enviados al Real Colegio de Cirujanos de Londres, y allí dan origen
—junto con la colección anatómica adquirida a John Hunter— a su famoso Hunterian Museum
(MacGregor, 1995 y Delbourgo, 2017). Algo similar ocurre también en España, donde las coleccio-
nes particulares más destacadas de historia natural poseen piezas de procedencia exótica (más de
origen natural que etnográfico, aunque estas existen) pero apenas cobijan elementos de anatomía
humana, y lo muy poco que hay es de origen doméstico y de carácter teratológico. Así ocurre en
la más importante de todas, la organizada en París por Pedro Franco Dávila (1711-1786), adquirida
por el Estado español en 1771 con destino al recién creado Real Gabinete de Historia Natural (Sán-
chez Almazán y Cánovas Fernández, 2016). También en las del infante Luis Antonio de Borbón
(1727-1785) o el cardenal Francisco de Lorenzana (1722-1804), que tras la muerte del primero aca-
ban reunidas en una única colección (García Martín, 2012 y Revenga Domínguez, 2014).

El escaso interés que muestran los museos de historia natural del xviii por la exhibición de
restos humanos se podría explicar por el hecho evidente de que solo muy avanzado el xix se de-
sarrolla un nuevo paradigma morfológico que permite abordar el debate sobre la naturaleza animal
del ser humano. Sin embargo, ya durante el último tercio del xviii y comienzos de la siguiente
centuria existe un sustrato filosófico-naturalista que podría haber facultado la proyección museo-
gráfica de la condición corpórea del ser humano. Si esto no ocurre, o no de forma claramente
reconocible ni generalizada, quizás sea porque entran en juego otros factores. Se podría argumen-
tar, por ejemplo, que siendo tan rico y variado el repertorio de especímenes que ofrece la
naturaleza (sobre todo los llegados desde ultramar), la presencia de lo humano en estas colecciones
resultaría escasamente atractiva, debido a su relativa uniformidad. La opción más interesante podría
haber sido, precisamente, mostrar el repertorio de «razas» humanas entonces conocido, mediante la
presentación de individuos disecados. Sin embargo, ni la taxidermia es un recurso fácil de aplicar
al cuerpo humano (por su escasa y débil cobertura pilosa) ni la propia idea de disecar personas
tuvo nunca buena prensa entre los naturalistas, tampoco la de preservar cabezas o cuerpos com-
pletos en alcohol. Y recurrir a un mero despliegue de huesos, cráneos o esqueletos no parece que
se considere entonces ni atractivo ni relevante. Por otra parte, también es posible que los respon-
sables de estos museos no conciban incluir al «hombre» entre el amplio repertorio de especímenes
del reino animal que exhiben (y estudian), por considerarlo algo aparte, una creación absolutamen-
te singular del Todopoderoso. Sea como fuere, la consecuencia última de ese escaso interés es que
todo lo concerniente al ser humano como ente físico (ya sea de origen doméstico o exótico, este
incluso en menor medida) se convierte durante más de un siglo en territorio administrado y exhi-
bido de forma mayoritaria por los gabinetes y museos anatómicos. Así ocurre con el museo del
doctor Pedro González Velasco, inaugurado en Madrid en 1875, que de forma en apariencia incon-
gruente es denominado por su fundador tanto Museo Antropológico como Museo Anatómico. En
todo caso, lo cierto es que mientras está en manos de su creador, hasta su muerte en 1882, el
centro es básicamente un museo médico-anatómico, en el que los materiales antropológicos y et-
nográficos de origen exótico-colonial tienen una presencia muy limitada y poco o nada
sistematizada (Sánchez Gómez, 2014).

Debo admitir que el museo del doctor Velasco se aleja en buena medida de las instituciones
antropológico-etnográficas que aquí nos interesan. No obstante, también es verdad que en el mo-
mento de su inauguración todavía no se ha perfilado con claridad ese nuevo modelo de museo,
que necesita de otros impulsos y de otros intereses para lograrlo. Ese momento llega algo más
tarde, si bien es cierto que durante la primera mitad del xix se pone en marcha ya algún destaca-
do museo de orientación etnográfico-exotista. El primero y más importante es el Museo
Etnográfico (Museum voor Volkenkunde) de Leiden, abierto en 1837, actual Museo Nacional de
Etnología (Museum Volkenkunde), en cuyos orígenes se combinan las colecciones de procedencia
pública y privada (Effert, 2008). En su etapa formativa, y todavía durante algún tiempo, el interés
del centro se focaliza en piezas procedentes de culturas orientales «avanzadas», tengan o no la
condición de colonia europea, que se reúnen de acuerdo con criterios de ordenación y sistemati-
zación. Por supuesto, se articulan mensajes de primitivismo y progreso, pero el sentido último de

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la colección se fundamenta en una combinación de deleite estético, propósito educativo y utilidad


práctica colonial. De hecho, el propietario de una de las colecciones (de piezas japonesas) que
acaban dando forma al museo, el alemán Philipp Franz Balthasar von Siebold, es el autor de un
interesante escrito, quizás el primero en publicarse, sobre la utilidad estética y práctica de los mu-
seos etnográficos de orientación colonial y la conveniencia de su fomento en los Estados europeos
(Siebold, 1843).

3. Exposiciones y colonias
Ese fundamento parcialmente «aplicado» y el casi nulo interés inicial por lo antropológico (la «his-
toria natural del hombre») que encontramos en el museo de Leiden se documenta en otros centros
durante la segunda mitad del xix, aunque difiera el origen de sus colecciones. En un buen número
de casos su formación se vincula de forma directa con un tipo de evento de enorme espectacula-
ridad, que quizás sea la más relevante creación económico-propagandística de la segunda mitad
del siglo xix: las exposiciones internacionales y coloniales4. Un ejemplo español interesante (y
fallido) es el del Museo Ultramarino, creado sobre el papel en septiembre de 1874, almacenado
(que no instalado) de forma provisional en varias salas de la Audiencia Territorial de Madrid (en la
antigua Cárcel de Corte, actual sede del Ministerio de Asuntos Exteriores), nunca abierto al público
y suprimido, «por carecerse de medios suficiente para organizarlo», en junio de 1884 (Sánchez Gó-
mez, 1987: 160-165). En este caso, su creación se justifica por la necesidad de superar, en futuros
certámenes, la pobre representación de las «provincias ultramarinas» en la Exposición Universal
vienesa de 1873. Según el decreto fundador, el objetivo primordial del centro es convertirse en
muestrario y trampolín comercial de «todos los objetos que sean manifestación de la naturaleza, del
ingenio y de la actividad de aquellos territorios». Por ello, nueve de sus doce previstas secciones
tienen una orientación esencialmente comercial, pero las tres restantes se adentran en el ámbito
que nos interesa: una se dedica a «arqueología y numismática» (incluidos «ídolos y objetos de culto
paganos»), otra a las «bellas artes» (incluidas las «artes indígenas tradicionales») y una más a «antro-
pología y etnografía». Los propósitos iniciales se cumplen y la renovada e intensa presencia de las
colonias españolas en las exposiciones universales de Filadelfia (1876) y París (1878), y en la co-
lonial de Ámsterdam (1883), permite que se reúna un buen número de materiales, muchos de
carácter etnográfico, que en un elevado porcentaje acaban enviándose a Madrid. De hecho, es la
acumulación de piezas y la incapacidad material para ordenarlas y disponerlas de manera adecua-
da la razón que «justifica» su supresión. Lo paradójico es que, solo un año después, en 1885, arran-
ca un proceso que culmina en la celebración de la gran Exposición de Filipinas de 1887, germen
que permite la formación, ahora sí, del denominado Museo-Biblioteca de Ultramar en 1888, que
abre sus puertas hasta 1908 en el antiguo Palacio de la Minería, hoy Palacio de Velázquez, en el
parque del Retiro madrileño. Como su nombre indica, el nuevo museo asume también la función
de biblioteca y centro de documentación sobre ultramar; en la práctica, sin embargo, su condición
genérica ultramarina resulta fallida, pues la inmensa mayoría de los materiales que exhibe procede
del certamen filipino. Por otra parte, su faceta «aplicada» resulta poco menos que nula, tanto por
limitaciones propias como porque el «Desastre» de 1898 lo desvirtúa como institución colonial. Tras
el cierre, la mayor parte de sus colecciones (mayoritariamente etnográficas) pasan al antiguo Museo
Antropológico del doctor Velasco, que ya por entonces es de propiedad estatal y pronto, en 1910,
será reconvertido en Museo de Antropología, Etnografía y Prehistoria (Sánchez Gómez, 1987 y
2003).

La presentación de materiales exóticos en una exposición universal o internacional también


está en el origen de un interesante museo etnográfico-colonial-comercial austriaco. Sí, es cierto que

4 Sobre la formación de museos a partir de (o vinculadas con) las principales exposiciones internacionales y universales de la

segunda mitad del siglo XIX y el primer tercio del xx, véase Sánchez Gómez (2013). De este artículo se toma abundante material
incluido en el presente trabajo.

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el Imperio austrohúngaro posee una notable proyección política y territorial en la Europa del últi-
mo tercio del siglo xix, pero su condición nada tiene que ver con el colonialismo o el imperialismo
ultramarinos. De todas formas, esto no es obstáculo para que el prestigio de la nación reclame la
ejecución de grandes empresas paracoloniales, como expediciones científicas y proyectos museís-
ticos de hondo calado. Este es el contexto que hace posible la fundación del Orientalisches
Museum (Museo Oriental) de Viena, en 1874, consecuencia directa del éxito de los materiales de
Asia y Extremo Oriente exhibidos en la Exposición Universal vienesa de 1873, que a su vez eran
parte de los reunidos por una expedición austriaca organizada poco tiempo atrás. En 1886 el cen-
tro se reconvierte en el Österreichisches Handelsmuseum (Museo Austriaco del Comercio), aunque
conserva casi todas sus colecciones artísticas y etnológicas. Sin embargo, once años después, cuan-
do su director pasa a ocupar ese mismo cargo en el Museum für Kunst und Industrie (Museo de
Arte e Industria) —actual Museum für angewandte Kunst (Museo de Artes Aplicadas)—, se lleva
consigo la mayor parte de las colecciones de arte primitivo y oriental, obligando al antiguo centro
a centrarse en su faceta educativo-comercial. De hecho, en 1898 se transforma en la Exportakade-
mie, germen de la actual Wirtschaftsuniversität Wien, o Universidad de Economía de Viena. De
forma paralela, aunque con orígenes y desarrollo diferentes, se termina formando el Museo Impe-
rial de Historia Natural de Viena, que abre sus puertas en 1889, aunque es solo en 1928 cuando
sus colecciones dan forma a una institución autónoma: el Museo de Etnología (Museum für
Völkerkunde), actual Weltmuseum Wien.

La interacción entre exposiciones y museos sigue cauces singulares en el ámbito alemán. Lo


primero que hemos de advertir es que, si existe un país que ha mantenido una relación compleja
con el universo de las exposiciones modernas, ese es Alemania. Antes de la unificación, los prin-
cipales estados alemanes participan de forma destacada y con notable éxito —sobre todo
Prusia— en casi todas las exposiciones universales europeas y norteamericanas. Después de 1871,
la relevancia de esa presencia se incrementa de modo exponencial, alcanzando su momento de
mayor dramatismo en la internacional parisina de 1937, con el literal enfrentamiento que entonces
se documenta entre los pabellones soviético y alemán. Sin embargo, pese a que tanto Prusia como
la Alemania imperial (y la nazi) se esfuerzan en proyectar una imagen de Estado moderno e indus-
trializado en todas las exposiciones, no se organiza una gran exposición internacional en territorio
alemán hasta las postrimerías del siglo xx (en Hannover, en 2000). Pese a todo, en numerosas
ciudades alemanas se presentan exposiciones regionales y nacionales durante los luego conocidos
como alte gute Zeiten (los «viejos buenos tiempos») del Segundo Reich. Aunque prácticamente todas
tienen una orientación industrial, muchas cuentan con una sección colonial singularizada. Así ocu-
rre con la Handels - und Kolonialausstellung (Exposición Comercial y Colonial) que se asocia a la
Nordwestdeutsche Gewerbe - und Industrieausstellung (Exposición Industrial y Empresarial de la
Alemania Noroccidental) y que tiene lugar en Bremen en 1890. En esta ocasión, las colecciones
etnográficas y las figuras y grupos escultóricos de nativos que se muestran tienen tal éxito de pú-
blico que, aun sin organizarse como museo, se habilitan como exposición visitable hasta 18955.
Muy poco después, en enero de 1896, se constituye formalmente —en un nuevo edificio creado al
efecto— el Städtisches Museum für Natur-, Völker- und Handelskunde (Museo Municipal de Histo-
ria Natural, Etnografía y Comercio), que es ampliado y convertido en museo estatal en 19336,
transformado en 1935 en el Deutsches Kolonial- und Übersee-Museum (Museo Colonial y Ultrama-
rino Alemán) y finalmente, en 1951, rebautizado como Übersee-Museum Bremen (Museo
Ultramarino de Bremen) (Gawarecki y Seybold, 2007). En la actualidad, el museo mantiene

5Parte de los materiales que se exhiben comienzan a ser reunidos en la segunda mitad del siglo XVII, por iniciativa de una
asociación de comerciantes convertida más tarde en sociedad científica, llegando incluso a crearse un museo de acceso semi-
público en 1783.
6 A pesar de la pérdida de las colonias tras la Gran Guerra, el museo permanece abierto, gracias en parte a la iniciativa de una
importante comunidad de comerciantes que mantiene vínculos comerciales con las antiguas colonias. Luego, a partir de 1933, el
museo ve reforzada su situación debido a que el partido nazi convierte a Bremen en la Hauptstadt der Kolonien, la Capital de
las Colonias, aunque ya no exista ninguna colonia alemana en ultramar.

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(aunque, como es obvio, completamente reformados y modernizados su diseño y su discurso) su


triple orientación original: etnológica, naturalista y comercial, si bien esta última no pretende vehi-
cular iniciativas comerciales, sino proyectar recorridos históricos y culturales sobre la historia del
comercio ultramarino.

La notable exposición industrial de Bremen de 1890 es claramente superada por la gran


Gewerbeausstellung (Exposición Industrial) de Berlín, de 1896, que alcanza unas dimensiones y una
relevancia equiparables a la mayoría de las exposiciones internacionales contemporáneas; y lo
mismo se puede decir de su extensa sección colonial, a la que se adjudica el calificativo (no del
todo ajustado a la realidad) de Erste Deutsche Kolonialausstellung o Primera Exposición Colonial
Alemana. En este gran espectáculo, los numerosos materiales etnológicos exhibidos no pretenden
articular discursos académicos, sino servir de reclamo sobre el hecho colonial, algo común a todos
los eventos de esta condición. Como casi siempre ocurre, el éxito del certamen es enorme, gracias
a la ya por entonces típica asociación de exotismo, patriotismo y negocio. Sus promotores (un
grupo de empresarios) no pueden ni quieren desaprovechar los réditos del evento, por lo que
acuerdan que todas aquellas colecciones que no deban ser devueltas a sus propietarios sirvan como
núcleo original de un Deutsches Kolonialmuseum (Museo Colonial Alemán), que nada tiene que
ver con el Museo de Etnología berlinés. Tras algún retraso en el proceso, el museo es inaugurado
por el káiser Guillermo II el 13 de octubre de 1899. El nuevo centro se instala en un edificio de
mediano tamaño (hoy desaparecido) y no demasiado acorde para la función museística: el que
había ocupado el antiguo Marine-Panoramas, de planta circular, como corresponde a los espacios
de exhibición de estos exitosos espectáculos visuales del último tercio del siglo xix, situado junto
a la antigua estación Lehrter Bahnhof, hoy la gran Hauptbahnhof berlinesa. A pesar de su incómo-
da configuración, sus responsables ponen en práctica una exposición permanente muy atractiva
para el gran público, que sigue casi al pie de la letra el modelo de la exposición colonial (Schnei-
der, 1982 y Zeller, 2002). Así, junto a las clásicas secciones sobre historia, estadística, productos de
importación y exportación, higiene, misiones, memorabilia o geografía (diseñadas de forma más o
menos tradicional), la parcela más llamativa y extensa del museo es la dedicada a la recreación de
escenarios nativos de los diferentes territorios colonizados, que incluyen chozas indígenas, vivien-
das de colonos, animales disecados, maniquíes y hasta una pequeña corriente de agua. A pesar de
tales atractivos y de que, al parecer, el número de visitantes es relativamente elevado, ya en 1906
los problemas de financiación se hacen patentes, pues los ingresos por entradas no cubren los
gastos. Aunque se buscan alternativas y pese a que desde el Museo de Etnología, que luego cita-
mos, se propone su anexión a este centro —más en calidad de reclamo para ampliar el espectro
del público visitante que como fondo museográfico de relieve—, nada se hace al respecto, vién-
dose obligado a cerrar sus puertas en 1915, cuando ya el imperio colonial alemán amenaza con
desintegrarse. Una pequeña parte de sus colecciones es adquirida por el Linden-Museum de Stutt-
gart (un museo etnológico estatal aún en marcha); el resto parece que pasa a los almacenes del
Museo de Etnología de Berlín.

A diferencia de no pocos museos coloniales que son incapaces de sobrevivir a la renovada


coyuntura que generan los procesos de descolonización, la institución belga que ahora revisamos
—el Musée Royal de l’Afrique Centrale— continúa viva y en plena actividad. En esta ocasión, el
evento que da origen al futuro museo es la exposición colonial que tiene lugar en Tervuren, a las
afueras de Bruselas, como sección complementaria de la gran exposición universal de 1897, la
segunda que tiene lugar en la ciudad en menos de un lustro. Sin duda, estamos ante uno de los
eventos coloniales más impactantes —al margen de valoraciones éticas— vistos nunca en Europa
(Wynants, 1997), convirtiéndose en el más exitoso vehículo con el que cuenta Leopoldo II, el rey
de los belgas, para publicitar entre su gente la necesidad de poseer colonias (aunque esas colonias
sean de su real y exclusiva propiedad), presentando de forma espectacular las presuntas riquezas
económicas que se podrían obtener de aquellos territorios. El éxito del certamen es tal, que de
forma inmediata Leopoldo II plantea la creación de un museo permanente sobre la empresa colo-
nial belga en el Congo. Ante el incremento constante de las colecciones, el edificio original (el

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pabellón principal de la exposición de 1897) pronto se queda pequeño. Aunque en 1904 el diplo-
mático Roger Casement ha publicado ya su demoledor informe sobre la criminal empresa colonial
leopoldina, el monarca no renuncia a su empeño propagandista y ordena la ampliación del centro.
El nuevo e impactante edificio (verdadero palacio-museo) se inaugura durante una nueva exposi-
ción universal, la de 1910, que igualmente cuenta con una sección colonial en el parque de
Tervuren. Curiosamente, en ese momento el Congo ya no es propiedad del rey, pues éste ha ven-
dido a buen precio su antigua posesión al Estado belga. En todo caso, el palacio acoge desde esa
fecha el denominado Musée du Congo Belge, que a partir de 1960 —tras la independencia del
Congo—, se transforma en el Musée Royal de l’Afrique Centrale, para ser finalmente reformado y
reabierto en 2018 como AfricaMuseum, con un discurso museográfico renovado, más o menos
crítico con el colonialismo y la propia historia del centro.

A pesar del cambio de denominación, el museo de Tervuren ha conservado hasta hace muy
poco una fortísima impronta colonialista, gozando de notable predicamento y gran éxito de públi-
co. Y esto ha sido así, en primer lugar, porque la empresa colonial belga sigue viva hasta 1960; en
segundo, porque (a diferencia de lo ocurrido con el museo ultramarino madrileño) el Museo del
Congo hace suyos desde el principio los recursos discursivos y expositivos propios de una expo-
sición colonial; y, en tercero, porque (a diferencia del museo colonial alemán) cuenta con una
generosa financiación pública. Aunque, obviamente, el nuevo centro no puede reproducir la «exhi-
bición viva» de los nativos ni recrear sus aldeas, durante décadas muestra en sus ampulosas salas
buena parte de lo que se había visto en Tervuren en 1897. Las exóticas y muy llamativas piezas
que se exhiben son, como siempre ocurre, un buen reclamo; pero a esto se unen dos factores que
refuerzan su interés. De un lado, el museo despliega sugerentes obras de artistas belgas, muchas
de ellas destacadas muestras de art nouveau. De otro, en sus salas se pueden contemplar grandes
murales e impactantes grupos escultóricos de nativas y nativos africanos que parecen transportar a
los visitantes a las lejanas y aún tenebrosas (más aún en el Congo) tierras africanas. Además, la
faceta aplicada del museo (el fomento de la explotación económica de la colonia) parece haber
gozado de una presencia ajustada hasta el fin del colonialismo belga, que no altera la proyección
más espectacular del centro y, al unísono, preserva el lado más comercial del proyecto.

4. Proyectos académicos
Aunque gran parte de los museos etnográficos creados o consolidados durante el último tercio del
xix y las primeras décadas del xx tienen vínculos más o menos directos con las exposiciones inter-
nacionales, no todos tienen su origen en estos singulares eventos. Es más, ya hemos anotado que
alguno especialmente relevante, como el de Leiden, se instala en su formato original en fecha tan
temprana como 1837, y otros muchos se asientan sobre colecciones que se han venido formando
desde varios siglos atrás. Sin duda el caso más relevante en toda Europa de museo etnográfico,
tanto por la calidad como por el volumen de sus colecciones, es el del Königliches Museum für
Völkerkunde (Museo Real de Etnología, hoy Ethnologisches Museum)7. Es esta una institución de
marcado carácter académico fundada en 1873 (aunque retrotrae sus orígenes hasta colecciones
reales prusianas del siglo xvii), que tiene como primer director al etnólogo Adolf Bastian y que no
se postula (al menos de forma directa) como herramienta gestora de intereses coloniales o comer-
ciales ultramarinos. Es más, en su desarrollo tiene nula incidencia el fenómeno de la exposición
internacional y tampoco resulta significativo (en lo que se refiere a la captación de materiales) el
colonialismo oficial germano, pues no hemos de olvidar que echa a andar en fecha muy tardía, en
1884, y termina pronto y de forma abrupta tras su derrota en la Primera Guerra Mundial. El obje-
tivo del centro es el conocimiento científico de la humanidad (primitiva), de la diversidad de etnias

7Junto con el Museum für Asiatische Kunst (Museo de Arte Asiático) y el Museum Europäischer Kulturen (Museo de las Culturas
de Europa) forma el Museumkomplex Dahlem, instalado en esta zona de la ciudad de Berlín desde 1967. A finales de 2021, el
Museo Etnológico y el Museo de Arte Asiático se han trasladado al nuevo Humboldt Forum, también en Berlín.

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y culturas y, también es cierto, el establecimiento de determinadas jerarquías raciales, todo ello a


través de lo que se podría definir como «cosificación» de los denominados «pueblos naturales» (Zim-
mermann, 2001: 172-198).

Aunque vinculados con una exposición internacional (la de 1878, luego lo estarán con otras,
ya en el siglo xx), los orígenes de los dos principales museos franceses de orientación etnográfico-
exotista se asientan también sobre proyectos más académicos que estrictamente utilitaristas: el
Musée d’ethnographie du Trocadéro (futuro Musée de l’Homme) y el Musée Guimet (actual Musée
national des arts asiatiques-Guimet). Las colecciones originales de este último, iniciativa particular
del industrial Émile Guimet, se exhiben con extraordinario éxito en aquella exposición, no en vano
se trata de forma preferente de impactantes piezas asociadas a religiones asiáticas y orientales, que
van mucho más allá de las chinerías y del japonesismo ya por entonces de moda. Pocos meses tras
el cierre del certamen, en 1879, abre ya sus puertas en Lyón el Museo Guimet; solo una década
más tarde se inaugura la nueva (y actual) sede en la céntrica plaza de Jena de la capital francesa.
El Museo del Trocadero tiene, es cierto, una trayectoria diferente (Dias, 1991). Se crea a partir de
una importante muestra de materiales etnológicos reunidos por varias «misiones etnográficas» ofi-
ciales desplegadas desde mediados del xix, a los que se suman las piezas que consigue recabar
(provenientes de muy diversos centros e instituciones francesas) quien es su principal impulsor, el
médico y antropólogo Ernest Hamy. El éxito que tiene la exhibición de todas estas colecciones
durante el certamen de 1878 lleva a que en 1882 reabra sus puertas reconvertida en institución
permanente de carácter oficial, dirigida por el propio Hamy y con sede en el famoso y denostado
Palacio del Trocadero, edificio principal de la muestra del 78.

El sustrato académico-coleccionista del Museo del Hombre es ciertamente notable, pero otra
institución europea lo posee de manera aún más significativa. Me refiero al Museo Pitt-Rivers de la
Universidad de Oxford, creado a partir de las colecciones etnográficas y arqueológicas reunidas por
Augustus Henry Lane-Fox, luego Pitt-Rivers, un destacado oficial del ejército británico que desde
fecha temprana (al parecer, por todo lo visto en la gran exposición londinense de 1851) se intere-
sa por la evolución de las armas y pronto por todo tipo de útil o artefacto elaborado por el
ingenio humano, por sus tipologías y transformaciones, especialmente las provenientes de pueblos
exóticos y primitivos (Chapman, 1985). El empeño coleccionista de Pitt-Rivers crece de forma ex-
ponencial tras recibir en 1882, de forma totalmente inesperada y ya retirado del ejército, una
fabulosa herencia que incluye el nuevo apellido. Dos años después dona sus colecciones a la Uni-
versidad de Oxford. Aunque parte de los materiales son accesibles al público desde 1887, el museo
se inaugura con sus instalaciones completamente acondicionadas en 1892. Como es bien sabido, y
más allá del enorme volumen de sus colecciones, la característica más destacada de este museo
radica en haber mantenido con muy pocos cambios su diseño expositivo original, circunstancia
requerida de forma expresa en el acuerdo de donación: evolucionista clásico, esencialmente tipo-
lógico y decimonónicamente abigarrado. Es verdad que, sin romper del todo con el modelo
original, se está renovando el sistema y la terminología del etiquetado y que se lleva a cabo una
cierta revisión crítica de su historia y significado. Su imbricación con el mundo académico se con-
solida al asumir la universidad la solicitud de que el museo se vincule con una «lecturer hall», que
asume nada menos que Edward Burnett Tylor, aunque lo cierto es que el escaso vínculo que había
mantenido Tylor con el estudio de la cultura material hace que esa tarea la asuman, con mayor
dedicación, el naturalista Henry Moseley y el arqueólogo Henry Balfour, primer conservador del
museo. En cualquier caso, el Pitt-Rivers Museum se articula, desde su creación y más aún tras su
instalación en la universidad, como una institución con un objetivo esencialmente científico-educa-
tivo, dirigido tanto al ámbito académico como al conjunto de la ciudadanía. Obviamente, las
connotaciones vinculadas con la idea de progreso y la superioridad de Occidente sobre el resto de
los pueblos son obvias, pero también es verdad que el proyecto museológico queda lejos de los
que se observan en otras instituciones contemporáneas y, más aún, con algunas creadas ya duran-
te el primer tercio del siglo xx.

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5. ¿Practicidad colonial o mero academicismo?


Más allá de su evidente vínculo con la expansión colonial, ¿se puede afirmar que los primeros
museos etnográficos y antropológicos resultaron útiles para la consolidación del colonialismo y la
exaltación de la superioridad racial del «hombre blanco»?

Antes de nada, debemos insistir sobre el hecho de que ese «evidente vínculo con la expan-
sión colonial» no implica ni que los museos surjan ni que dependan directa o exclusivamente del
colonialismo. El conocimiento de otras tierras y de otras gentes, con o sin colonialismo de por
medio, es condición indispensable para reunir materiales y proyectar discursos sobre tales gentes,
por supuesto, pero los proyectos futuros dependen de muy diversas variables. Lo habitual es asumir
que esa relación de utilidad existe, aunque sea de forma más ideológica que práctica. Así, refirién-
dose expresamente al Field Museum de Chicago, aunque haciéndolo válido para el conjunto de
museos antropológicos y de historia natural de finales del xix, Fowler (2003: 20) afirma que: «Wit-
tingly or not, exhibits and publicity often reflected the ideas about subjugation of the natural world
in name of Progress and about the ‘place’ of natural man and colonialized peoples in the scheme of
things current in 1900». Con todo, y aunque lo anotado sin duda es cierto, también parece eviden-
te que la utilidad práctica directa (comenzando por la capacidad de influir de forma determinante
en la mente del público, o incluso de sectores relevantes de ese público) que tienen tales museos
debió de ser muy reducida, al menos hasta el periodo de entreguerras. En efecto, pese al ingente
tamaño de las colecciones etnográficas que algunos atesoran, son pocos los que las exhiben de
forma seductora, o simplemente atrayente. Es más, la precariedad en las instalaciones suelen ser la
norma, limitación a la que se suman unos horarios de apertura casi siempre muy restringidos. Estas
y otras carencias las apunta el etnógrafo norteamericano George A. Dorsey, conservador del Field
Museum de Chicago, en un artículo de tono algo chauvinista publicado en la revista American
Anthropologist en 1899, resultado de una visita realizada el año anterior a un buen número de
museos etnográficos y antropológicos de Reino Unido y la Europa central. Aunque destaca la rele-
vancia del museo de la Universidad de Oxford (el Pitt-Rivers) y los Etnológicos de Leyden, Viena
y Berlín, asegura que ninguno está a la altura (en cuanto a calidad arquitectónica y a instalaciones)
del Museo de Historia Natural de Nueva York. Del resto, casi todos le resultan, por una u otra
razón, decepcionantes. Así, considera que el del Trocadero parisino, aunque posee extensas colec-
ciones, no se ajusta a «museum purposes; it is poorly lighted, and does not seem to be clean, while
the cases are the poorest of any museum visited in Europe» (Dorsey, 1899: 468). Además, en casi
todos son inadecuados los sistemas de etiquetado y catalogación (comparados, por ejemplo, con
el Field Museum), y en la mayoría las horas de visita no son solo limitadas, sino que lo habitual
es que no todos los días resulte posible el acceso al conjunto de las salas.

Dorsey no menciona los museos de orientación colonial-comercial, pero no parece que tu-
vieran tampoco una proyección muy potente. En realidad, da la impresión de que los museos
etnológico-coloniales (que no son los simplemente etnográficos) adquieren su dimensión más es-
pectacular en ciertos países europeos durante las décadas de 1920 y 1930, aunque alguno tuviera
su origen en un momento anterior. Pienso concretamente en el Musée Royal de l’Afrique Centrale
(cuya popularidad y proyección son ciertamente muy notables en el contexto de la sociedad belga
tras su reinstalación en el gran palacio inaugurado en 1910, en el marco de una nueva exposición
internacional) y en el Musée permanent des colonies, instalado en el Palacio de la Porte Dorée con
motivo de la gran exposición colonial parisina de 1931 y rebautizado en 1935 como Musée de la
France d’Outre-mer. Con una u otra denominación, el nuevo centro permite por fin vehicular en
clave formativa la grandeur imperial gala. El edificio que lo acoge (el creado para la exposición)
es llamativo por su modernidad y pureza de líneas, pero, más aún, por los impactantes relieves
exotistas (y enaltecedores de la empresa colonial) que cubren sus fachadas. Algo similar ocurre en
su interior, donde destacan de forma poderosa unos enormes y coloristas murales de temática co-
lonial. En lo que se refiere a la presentación de sus colecciones, tanto durante la exposición como
ya en calidad de museo, el nuevo centro no resulta demasiado innovador, aunque sí puede presumir

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de parafernalia colonial. Al margen de pinturas, banderas y emblemas, lo más llamativo siguen


siendo los materiales etnológicos y los dioramas (tanto de temática exotista como histórica), a los
que se suma el nuevo contexto de admiración que se genera en torno al denominado «arte negro»
(L’Estoile, 2001; Hodeir, 2002). Además, el centro se asegura la visita del público gracias a unos
complementos muy atractivos: una enorme sala de cine, un gran planisferio luminoso y un espec-
tacular acuario. Sin embargo, pese a tan llamativo despliegue de medios, la pedagogía
colonial-imperial del museo sobrevive como tal durante poco más de dos décadas, hasta que el
arranque de los procesos de descolonización fuerza la reorientación ideológica del centro. Así, en
la década de 1960 se convierte en Musée des arts africains et océaniens; en Musée national des Arts
d’Afrique et d’Océanie en 1990; y, finalmente, (tras el traslado de sus fondos al Musée du quai
Branly) desde 2007 es sede de la Cité nationale de l’histoire de l’immigration que, a su vez, acoge
al Musée de l’histoire et des cultures de l’immigration. Pese a todo, los llamativos relieves de sus
fachadas hacen imposible olvidar cuáles fueron los orígenes de la institución.

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Ángel Villa González Los nuevos «museos de las culturas del mundo» del siglo xxi. ¿Del etnocentrismo a la multiculturalidad?

Los nuevos «museos de las culturas


del mundo» del siglo xxi. ¿Del
etnocentrismo a la multiculturalidad?
Ángel Villa González
Subdirección General de Gestión y Coordinación de los Bienes Culturales. Dirección General de Patrimonio
Cultural y de Bellas Artes, Ministerio de Cultura y Deporte.
angel.villa@cultura.gob.es

Resumen: En lo que llevamos de siglo, gran parte de los antiguos «Museos de Antropología» eu-
ropeos han sido objeto de una reconceptualización tendente a dejar atrás su vinculación pasada
con lo colonial. La fórmula utilizada se basa en «tender puentes» entre los lugares donde se sitúan
los museos y las comunidades a las cuales pertenecieron, originariamente, las colecciones. Bajo el
apelativo de «museos de las culturas del mundo» los nuevos objetivos de estos centros son fomen-
tar la comprensión por parte de sus visitantes de conceptos como la multi o interculturalidad o
facilitar una mejor convivencia e interactuación entre los diferentes grupos culturales que habitan
en las ciudades globales del presente. Todo ello se plasma en soluciones museológicas específicas.
La pregunta es ¿se logran esos objetivos? ¿Se han resuelto las dificultades que ya en el último tercio
del siglo xx habían sido descritas por antropólogos y museólogos en relación con los antiguos
museos «coloniales»?

Palabras claves: Museos de las Culturas del Mundo. Multiculturalidad. Interculturalidad.

Abstract: In the course of the century, a large part of the old European «Museums of Anthropolo-
gy» have been the object of a reconceptualization that teads to leave behind their past link with the
colonial. The formula used is based on «building bridges» between the places where the museums
are located and the communities to which the collections originally belonged. Under the name of
«museums of the cultures of the world», the new objectives of these centers are to promote by their
visitors’ understanding of concepts such as multi or interculturality or to facilitate better coexisten-
ce and interaction between the different cultural groups that inhabit the global cities of the present.
All this is reflected in specific museological solutions. The question is, are these goals achieved?
Have the difficulties that already in the last third of the 20th century had been described by anthro-
pologists and museologists in relation to the old «colonial» museums been resolved?

Keywords: Museums of World Cultures. Multiculturalism. Interculturality.

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Ángel Villa González Los nuevos «museos de las culturas del mundo» del siglo xxi. ¿Del etnocentrismo a la multiculturalidad?

«Al personal del Museo de Portland le preocupaba sinceramente que su administración de la


Colección Rasmussen incluyera comunicaciones recíprocas con las comunidades cuyo arte, cultura e
historia estaban en juego. ¿Pero podrían ellos reconciliar los diferentes tipos de significados que
evocaban los ancianos tinglit con aquellos impuestos en el contexto de un museo de “arte”? ¿Hasta
dónde podrían sacar del centro los objetos físicos en favor de la narrativa, la historia y la política? […]
¿Qué significados debían enfatizarse? ¿Y cuál comunidad tendría el poder de determinar el énfasis que
elegiría el museo? […] ¿Hasta qué punto todo el proceso dependía de contactos personales específicos?
¿Cómo podía esta relación tratar los conflictos dentro de las comunidades tribales contemporáneas?
¿Cuánta negociación y discusión es suficiente? ¿Y cuántas subvenciones podía esperar un solo museo
para apoyar tales actividades?»

1. Introducción
Hemos seleccionado este párrafo de la obra Itinerarios Transculturales de James Clifford (1999:
237) como inicio de este artículo porque ilustra a la perfección algunas de las preguntas sobre el
¿cómo? ¿quiénes? y ¿dónde? que se han formulado los Museos de Antropología que, sobre a todo
a partir del fin del colonialismo, vieron cómo los objetivos que habían marcado su creación no se
adecuaban con las nuevas circunstancias del mundo globalizado o las nuevas líneas de estudio e
investigación que había comenzado a plantear la disciplina antropólogica. Este proceso de diagno-
sis evidentemente fue largo y acometido desde diferentes perspectivas según el contexto sociopo-
lítico de cada uno de los países del «mundo occidental» en los cuales se situaban esas instituciones,
dejando una nada desdeñable bibliografía relacionada en la cual la conclusión sí que solía (y sue-
le) ser coincidente: los museos debían adaptarse a una nueva situación en la cual el colonialismo
ya no estaba presente y era necesario introducir conceptos como la inter o multiculturalidad en los
discursos asociados a la exhibición de sus colecciones. Este debate no se ha circunscrito únicamen-
te a los antropólogos, ya que han participado también numerosos sociólogos y por supuesto los
museólogos o técnicos de museos relacionados con las instituciones a valorar. Uno de los intentos
más ambiciosos en este sentido fue Exhibiting Cultures. The Poetics and Politics of Museum Display
(Karp y Lavine, 1991), que cuenta también con el punto de vista de especialistas en la exhibición
de objetos artísticos. Hay que señalar como otro ejemplo multidisciplinar de investigación de los
museos de antropología del presente las publicaciones de Eilean Hooper Greenhill (1998) que in-
corporan las nuevas formas de didáctica y relación con los visitantes prestando especial atención
a las comunidades de origen de la cultura material presente en las instituciones. En el ámbito es-
pañol cabe citar a Álvaro Pazos (1998: 33-45), a Roigé, Van Geert y Arrieta (2019) con su serie de
artículos que proponen una categorización de los museos de antropología actuales atendiendo a
sus estrategias (estética, crítica, multicultural o autóctona) o a Amaia Prieto (2020) para el caso
concreto del análisis de la actividad «Personas que migran objetos que migran: Senegal» del Museo
Nacional de Antropología de Madrid.

Pero quizás la mejor manera de analizar cómo ha tenido lugar esa transformación de los
museos «coloniales» a los «multiculturales» sea prestando atención a la forma como vertebran sus
estrategias tanto de exposición como de comunicación pública. En las últimas décadas son varios
los museos que han intentado llevar a cabo un cambio en su imagen tanto desde el punto de vis-
ta museográfico a la hora de exponer sus colecciones como incluso desde su propia nomenclatura,
pasando a denominarse una parte de ellos como «Museos de las Culturas del Mundo», como hemos
visto en Goteborg, Barcelona o Milán. Partiendo de ejemplos «nacionales» (en los cuales sus nuevas
estrategias se pueden situar en las líneas de actuación oficiales de sus propios países) y dejando a
un lado, por una cuestión de extensión, los ejemplos anglosajones analizaremos el ejemplo español
y el de su entorno más cercano.

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2. Francia
Uno de los países que mejor ejemplifican la unión histórica del nacimiento de la antropología como
disciplina y el surgimiento de los primeros museos donde plasmar sus estudios es sin duda Francia.
Ese surgimiento, como en el resto de Europa, se divide en dos ámbitos de estudio fundamentales:
hacia dentro a través del folklore y hacia fuera vinculado, sobre todo, con el conocimiento de los
pueblos de África repartidos como colonias a través de la Conferencia de Berlín (1884-1885). Las
grandes exposiciones internacionales de finales del siglo xix constituyeron una primera «prueba»
pues expusieron esos primeros objetos recolectados, como ocurrió en la Primera Exposición Uni-
versal de París. Y como sucedió también de forma habitual en otros países organizadores de estos
eventos los espacios creados fueron aprovechados tras su cierre para abrir nuevos museos como
sucedió en este caso con el Musée d´Ethnographie (Museo de Etnografía) de Trocadero. Esta nueva
institución incluía galerías de África, Asia y Oceanía y en 1884 abrió la «sala de Francia» dedicada
a los campesinos franceses. La museografía de ese momento se basó en la concepción naturalista,
evolucionista y etnocéntrica del momento siguiendo las líneas que Quatrefages ya había puesto en
marcha en el Museo de Historia Natural. Después de la Primera Guerra Mundial surge el Instituto
de Etnología que es albergado en el museo. Dirigido por Marcel Mauss supuso un giro en la forma
de ver las colecciones al ser estudiadas desde un punto de vista material y simbólico. En 1928 el
antropólogo y americanista Paul Rivet se convirtió en su nuevo director.

En 1931 abre un nuevo museo en la ciudad vinculado con las colonias y las colecciones que
llegaban desde ellas. El Musée des Colonies (Museo de las Colonias) nace también tras una expo-
sición internacional, pero en este caso de temática estrictamente colonial, albergada en el edificio
principal en el cual había tenido lugar la misma. Su objetivo principal fue legitimizar la colonización
en el apogeo de su poder, si bien el auge del arte de vanguardia también lo convirtió en un refe-
rente para las expresiones de «arte indígena» o «arte negro».

En 1935 el Museo de Etnografía fue demolido para levantar la sede que albergaría la Expo-
sición Universal de París de 1937. Y de nuevo tras su clausura se situó un nuevo museo en el
mismo lugar, el Musée de l’Homme (Museo del Hombre). La «nueva» institución (Rivet seguía al
frente) se definió como un lugar de estudio científico de las razas, civilizaciones y lenguas tratadas
todas en un mismo plano, con una museografía tendente a esa integración muy novedosa para su
época. Un joven Georges-Henri Rivière fue nombrado asistente del director, si bien la creación ese
mismo 1937 del Museo Nacional de Artes y Tradiciones Populares en algunas de las salas del pro-
pio Museo del Hombre le condujo más a esa línea de estudio. La creación del CNRS (Centro
Nacional de Investigación Científica) en 1939 impulsó sobre todo los estudios vinculados con la
etnología francesa con aportaciones tan importantes como las de Leroi-Gourhan o Lévi-Strauss. A
pesar de que la cultura material vinculada con estos estudios se exponía en el Museo de Artes y
Tradiciones Populares desde los años 50 la separación entre los estudios de antropología, etnología
y sociología y los museos fue cada vez mayor, pues estas investigaciones no consideraban primor-
dial el acopio y exposición de objetos, sino su estudio in situ. Esta separación se hace mucho más
evidente a partir del surgimiento del posmodernismo. Las nuevas líneas de estudio (género, mar-
ginalidad, descolonización, globalización, transculturalidad) no casaban demasiado bien ni con el
trabajo de campo relacionado con el acopio de colecciones susceptibles de ser expuestas en un
museo ni por supuesto con las colecciones ya existentes y que pertenecían a líneas de estudio ya
superadas.

Ello llevó a una deriva de las instituciones que a fines del siglo xx se encontraban en una
situación de mínimos tanto en número de visitantes como de inversiones estatales. El Museo de
Artes y Tradiciones Populares (al que se le había asignado sede propia en 1972) se encontraba
cerrado y fue convertido en el Mucem (Musée des civilisations de l’Europe et de la Méditerranée.
Museo de las civilizaciones de Europa y del Mediterráneo), con sede en Marsella, abriendo sus
puertas en 2013. Para los otros dos (el Museo del Hombre y el Museo de las Colonias, rebautizado

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como Musée des arts Africains et Océaniques, Museo de las Artes Africanas y Oceánicas) resultó
fundamental la etapa en la cual Jacques Chirac ostentó el cargo de presidente de Francia. Impulsó
la creación de un nuevo gran museo, el Musée du quai Branly, que albergase las colecciones de
ambos, que fue inaugurado en 2006. La estrategia y objetivos que seguiría el nuevo centro se pre-
figuró con la instalación en el año 2000 en el Museo del Louvre de una pequeña colección de
«tesoros» del arte primitivo aún presente hoy en día. Las críticas arreciaron desde la inauguración
del nuevo centro al considerar que su visión era excesivamente occidental y por ello poco adecua-
da para servir de herramienta multicultural. Para las dos instituciones antiguas que quedaban
huérfanas de colecciones se pensó en proyectos divergentes pero complementarios con el de mu-
seo recién creado: el nuevo Museo del Hombre y el Museo Nacional de Historia de la Inmigración.

Musée du quai Branly - Jacques Chirac. Tras la construcción de un edificio ex novo por par-
te del arquitecto Jean Nouvel se inauguró en 2006 bajo el nombre «quai Branly», referido al lugar
donde se ubica en París (se valoraron otros nombres relacionados con las culturas del mundo o
con el arte primitivo, pero fueron descartados). En 2016 se le añadió el nombre de Jacques Chirac
como homenaje al empeño personal del por entonces presidente de crear el museo. En la propia
página web del centro se señala que el impulso de Chirac «y su encuentro con el coleccionista
Jacques Kerchache» fueron fundamentales. Tras utilizarse una figura femenina cerámica como logo,
actualmente la imagen de la institución se vincula a una estrella esquemática. En cuanto a sus «mi-
siones» se definen como «un nuevo diálogo entre las culturas de los cuatro continentes (sic)» a
través de conservar, documentar y enriquecer la colección; tender puentes entre culturas; seducir
a públicos diferentes y suscitar la curiosidad y poner en valor las colecciones en el plano museo-
gráfico y científico. En cambio, tanto la identidad pública como sus objetivos marcan de forma
clara una distancia de seguridad con respecto a considerar al centro como un lugar de encuentro
con las comunidades desde las cuales llegaron sus colecciones. No solo se evita nombrarlas en el
nombre, sino que en las misiones se habla de colaboración «entre países» y exposiciones concebi-
das por «personalidades». Mientras que el concepto arte está presente en numerosas ocasiones, en
la página donde se desarrollan no se nombra en ningún momento nada cercano a intereses multi
o interculturales (figura 1).

Figura 1. Logo del Musée du quai Branly.

La exposición permanente muestra cerca de 3.500 objetos distribuidos por zonas geográficas:
Oceanía, Asia, África y América. El itinerario se extiende, de manera continua, a ambos lados de
un camino central diseñado como si fuera un río. No obstante, la museografía, la forma de exponer,
no es la misma en todas las secciones. En el acceso se deja ver a través de cristaleras parte de los
almacenes (sin que lleguen a ser visitables). Y la parte ocupada por las colecciones americanas
prehispánicas (andinas y mesoamericanas) muestra una forma de exhibición claramente diferencia-
da y más cercana a los museos de arqueología, marcando mucho más que en el resto de la
exposición las cronologías. Al margen de estas dos excepciones, la museología aplicada se centra
en el enfoque, en el visitante, de forma evidente. La estética está muy cuidada y se deja un amplio
espacio de contemplación ante cada objeto o conjunto. Esta contemplación se apoya en una ilu-
minación muy cuidada y no es entorpecida por medios complementarios de mediación, pues en
todo el recorrido los recursos audiovisuales o digitales son prácticamente inexistentes. Se ofrece
información gráfica de los objetos, pero esta se limita a los datos básicos de la pieza y su proce-
dencia. Cuando se ofrece una explicación mayor, esta se refiere a conceptos vinculados con el arte

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Figuras 2 a 5. Aspectos de la exposición permanente del Musée du quai Branly.

o con lo simbólico (mágico o ritual en la mayoría de las ocasiones). Esta explicación simbólica es
básicamente la única referencia antropológica de las piezas. En varias ocasiones durante la expo-
sición, el nombre del coleccionista que donó los objetos es el dato reseñado en tamaño de fuente
más grande en la información gráfica que se ofrece (por encima de lo que es o a qué comunidad
o etnia pertenecía) (figuras 2 a 5).

El museo suele tener en cartel varias exposiciones al mismo tiempo. Por lo general alguna
de ellas está dedicada a estudios antropológicos vinculados con su colección histórica y otras a la
producción artística de creadores contemporáneos originarios del continente americano o africano
(sobre todo de los territorios que en alguna ocasión fueron colonia o zona de influencia francófo-
na). Los coloquios y jornadas siguen la misma línea. En la página web se ofrece una amplia
información sobre las colecciones, incluyendo material gráfico y audiovisual (figura 6).

Musée national de l’histoire de l’immigration (Museo Nacional de Historia de la Inmigración).


Si bien hubo diversos intentos para crear la institución desde 1989 (por iniciativa del inmigrante
argelino Zaïr Kedadouche) esta no fue oficializada hasta 1998 por el presidente Lionel Jospin. No
obstante, no fue desarrollado el proyecto hasta la presidencia de Jacques Chirac, inaugurándose sin
ceremonia pública a fines de 2007 (coincidió con movilizaciones por parte de comunidades proce-
dentes de fuera de Francia debido a sus malas condiciones de vida). El nombre corresponde al
deseo de «contribuir al reconocimiento de la integración de los inmigrantes en la sociedad france-
sa y promover buenas opiniones y actitudes sobre la inmigración en Francia». El logo muestra el
Palais de la Porte Dorée (sede del museo junto con el Acuario Tropical). El museo dedica en su
página web un espacio muy amplio a explicar sus objetivos. El primero es conseguir una colección,
pues al crearse no disponía de la misma al trasladarse la existente al MQB. A través de su formación

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Figura 6. Anuncio de actividad programada por el Musée du quai Branly.

pretende «analizar la historia de la inmigración en


Francia y definir sus momentos de auge, las fases
de ruptura, los largos viajes y la pluralidad de
visiones». Para ello se basa en la multidisciplina-
riedad, pues se proponen miradas históricas,
antropológicas y artísticas (figura 7).

Su exposición permanente (actualmente ce-


rrada por obras) se vertebra en dos espacios
determinados. En las galerías que dan a un patio
central y en sus diferentes plantas se muestran Figura 7. Logo del Musée national de l’histoire de
objetos relacionados con la historia del edificio y l’immigration.
del museo (que muestran el punto de vista histó-
rico colonial anterior), reservándose en la superior un espacio en el cual diversas personas
migrantes, a través de un espacio con vitrina para cada una, muestran los objetos vinculados con
su viaje hacia Francia (y su establecimiento en el país) a través de la denominada «museología de
la maleta» (Witcomb, 2003) con un fin claramente emotivo y empático para el visitante. En esa
última planta y continuando el recorrido se muestra información detallada de la historia de la in-
migración en Francia a través de fotografías, líneas de tiempo o documentos. Esta parte del
recorrido recurre a una museología claramente contextual, persiguiendo que tras la visita se pudie-
se comprender la presencia de migrantes en el país y lo que estos habían aportado para el
desarrollo del mismo. Por ello las colecciones no se exponen desde un punto de vista estético, sino
más bien como apoyo a los elementos gráficos y audiovisuales que desarrollan conceptos sobre
todo históricos, pero también artísticos y, en alguna ocasión, antropológicos. De nuevo es este
análisis el que suscita más dudas del recorrido, pues se explica básicamente a la inmigración pro-
cedente de las antiguas colonias teniendo muy poca presencia la de otros lugares. También resulta
dudosa la insistencia en la importancia de esos migrantes en aspectos relacionados con las prácti-
cas deportivas, la música, el arte o la mano de obra para levantar los grandes monumentos
franceses y por ello trazar una línea separada entre la historia de Francia y lo que los migrantes

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Figuras 8 a 11. Exposición permanente del Musée national de


l’histoire de l’immigration.

(en otra línea diferente) aportaron a la misma en lo que son «habilidosos» y que en pocas ocasiones
está relacionado con el plano intelectual y ninguna con las esferas de poder. El concepto de iden-
tidad francesa está muy presente, llevando a cabo los migrantes un papel de integración en la
misma (nunca al revés, salvo influencias artísticas o musicales) (figuras 8 a 11).

El museo lleva a cabo un sólido programa de exposiciones temporales. Prácticamente todas


las que se muestran en el «histórico» están relacionadas con arte o con música (figura 12).

Musée de l’Homme (Museo del Hombre). Ya desde la década de los 90 del siglo pasado, an-
tes de su desmontaje para crear el MQB, el Museo del Hombre había vertebrado una exposición

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Figura 12. Una exposición temporal del Musée national de l’histoire de l’immigration.

(vinculada con el Museo Nacional de Historia


Natural) que mostraba la evolución del hom-
bre. «Night of Time» fue uno de los intentos de
crear un relato a través de la exposición perma-
nente que contase la historia paleontológica y
cultural del hombre partiendo de la premisa del
origen común de toda la especie humana. En
2015, cuando el museo reabre tras su reforma Figura 13. Logo del Musée de l’Homme de París.
(y con sus colecciones en el MQB), la línea
argumental principal fue continuista: comprender la evolución del hombre y las sociedades cruzan-
do enfoques biológicos, sociales y culturales. Motivo por el cual también se apostó por una
continuidad tanto del nombre como del logo (el histórico del Museo Nacional de Historia Natural)
(figura 13).

Su exposición permanente está estructurada en tres grandes áreas temáticas. La primera y más
grande, «¿Quiénes somos?», parte del concepto antropológico universalista de que todas las culturas
tienen una estructura común tanto desde el punto biológico como cultural. Para ello se mezclan
en las diferentes vitrinas objetos y recursos museográficos sin importar su cronología o procedencia
geográfica sino lo que tienen en común (incluyendo objetos europeos). El apoyo de medios au-
diovisuales y tiflológicos es continuo. Esta área está dominada por una museografía basada
claramente en las ideas, y por ello con un claro componente didáctico, finalidad que consigue a
tenor de la gran cantidad de familias con niños que se pueden ver al visitarlo. La segunda área,
«¿De dónde venimos?», supone la continuación de otra de las líneas principales del anterior Museo

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Figuras 14 a 17. Exposición permanente del Musée de l’Homme.

del Hombre: la relacionada con la prehistoria y la paleontología. Partiendo de una museología


contextual (apenas se exponen tres elementos originales con representaciones artísticas) se explican
tanto los orígenes como la evolución de los primeros homos, así como sus lugares de asentamien-
to. Por último, en el área «¿A dónde vamos?» se tratan, nuevamente desde un punto de vista
pedagógico, varias de las ramas actuales que abordan la antropología o las ciencias naturales como
género, globalización, cambio climático o migraciones. En general, el discurso del Museo del Hom-
bre sigue las líneas museológicas habituales para los museos de ciencia y tecnología actuales, pero
además de tratar aspectos de dichas materias también se tocan aspectos relacionados con la antro-
pología, la historia y la sociología (figuras 14 a 17).

El museo lleva a cabo también exposiciones temporales, así como actividades vinculadas con
las mismas. Su temática está muy relacionada con los temas desarrollados por la exposición per-
manente con vistas a ampliarlos y reforzarlos.

3. Bélgica
El análisis de la creación de museos de «antropología» en Bélgica es un buen exponente de otra
de las tendencias que incluso ya venían de antes de eclosionar la disciplina antropológica: la de
exponer seres humanos «exóticos». Para un país tan joven como Bélgica (se independiza de Holan-
da en 1830) el colonialismo supuso una oportunidad de consolidar su identidad hegemónica. El

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impulsor principal de esa línea de actuación fue sin duda su segundo rey, Leopoldo II. Leopoldo
fue el soberano, fundador y único propietario del Estado Libre del Congo desde 1885 hasta 1908.
A partir de las exploraciones del territorio de Henry Morton Stanley, comenzó a preparar un terre-
no que terminó de allanar en la Conferencia de Berlín, donde se comprometió a mejorar la vida
de los habitantes nativos del Congo. Lejos de ello lo que logró fue amasar una gran fortuna per-
sonal gracias a la explotación de sus recursos naturales (caucho, diamantes o marfil) y a utilizar a
la población nativa como mano de obra forzada hasta que el Estado belga se hizo cargo de la
administración en 1908. El episodio, conocido como «genocidio congoleño», supuso una merma
absoluta de la población autóctona de entre 10 y 15 millones de personas. Además de atrocidades
que fueron denunciadas por la opinión internacional, como la amputación de las manos de los
trabajadores a modo de castigo; durante ese periodo se sucedieron diferentes pandemias, como la
viruela, la gripe o la disentería.

La tradición de exponer a seres humanos exóticos ya era bien conocida en esa época. Saar-
tjie Baartmant (tristemente conocida aun a día de hoy como la Venus Hotentote) se exhibió
bailando ante público francés e inglés entre 1810 y 1815 (año de su muerte), exponiéndose pos-
teriormente su cadáver durante décadas en el Museo Nacional de Historia Natural de París. Las
exposiciones universales (que comienzan con la de Londres en 1851) también acostumbraban a
dedicar alguna de sus secciones a mostrar a personas de latitudes lejanas llevando a cabo diferen-
tes actividades para que el público las contemplase. Todo ello desembocó, como no podía ser de
otra manera, en el aprovechamiento de los países coloniales de sus «indígenas» para organizar ex-
posiciones coloniales, auténticos zoos humanos que perviven hasta fines de la década de los años
50 del siglo xx. La primera iniciativa belga (ya con Leopoldo como rey) tuvo lugar en 1882 en
Bruselas mostrando araucanos y aborígenes australianos. La confirmación del dominio del monarca
sobre el Congo no hizo más que impulsar este tipo de iniciativas. ¿Cuál fue el marco utilizado? De
nuevo las exposiciones universales, muy del gusto del nuevo país como elemento propagandístico.
La primera en Amberes tuvo lugar en 1885 y en ella se instaló una «villa negra». La experiencia se
repite de nuevo en la misma ciudad en 1894, montando una «verídica» villa congoleña en miniatu-
ra. 144 congoleños son seleccionados para formar parte de la misma. Pero la consolidación
definitiva tiene lugar en 1897 en una nueva exposición universal, en este caso en Bruselas, para la
cual se montó un «zoo humano» en una sede específica para ello construida en Tervuren por el
arquitecto Aldophe. En la sala principal, George Hobé concibió una estructura en madera de estilo
art noveau para evocar a través de curvas la exuberancia de la selva africana. En esa parte interna
se expusieron «curiosidades» como animales disecados y objetos de interés etnográfico, además de
productos de exportación como café, cacao o tabaco. Para los jardines, a la intemperie, se ideó un
zoológico humano con doscientos congoleños alojados en aldeas africanas reconstruidas. Siete de
ellos murieron de enfermedad o de frío. El éxito de la exposición (más de un millón de visitantes
en seis meses) animó a hacerla permanente. En 1898 el antes llamado palacio de las Colonias pasó
a denominarse Museo del Congo. La llegada masiva de colecciones desde la colonia conllevó la
necesidad de una ampliación que terminó en 1910, coincidiendo con una nueva exposición uni-
versal en Bruselas. Su éxito llevó a montar un nuevo museo colonial en Namur en 1912. Debido a
que en 1910 el Congo ya era propiedad del Estado y no del monarca, no se denominó como «real»,
aspecto que, no obstante, fue corregido en 1952 al añadirse dicho apelativo. La última exposición
«humana» en Bélgica coincidió, de nuevo, con una exposición universal en Bruselas. Corría el año
1958 y el Atomium era su mayor atracción. A sus pies, y ocupando un terreno de siete hectáreas,
se situaron pabellones dedicados a la minería, las artes, el transporte y la agricultura en el Congo
denominado «Kongorama». Hombres, mujeres y niños fueron exhibidos vestidos «de forma tradicio-
nal» detrás de una cerca perimetral de bambú. Para alojarlos se adecuó el Museo de Tervuren.
Mientras, en su país, los congoleños luchaban por su independencia en una guerra que terminó
en 1960 con su definitiva separación del país europeo.

Por supuesto el museo prosiguió abierto. Su discurso no cambiaría en demasía hasta su re-
forma del siglo xxi, justificando la presencia belga en el continente africano por la necesidad de

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«ayuda» de estos por parte de los europeos «civilizados». La llegada de muestras enviadas por mili-
tares, misioneros o administradores coloniales y que enriquecían a la institución cesó. Por ello el
museo comenzó a adquirir colecciones de otras latitudes de África, pero también de América u
Oceanía, además de otros objetos como la colección de trofeos de caza del barón Lambert.

En 2001 un nuevo director tomó las riendas del Museo Real de África Central. Gryseels (que
a día de hoy continúa al frente) asumió un museo cuya exposición permanente apenas había va-
riado desde los años 20 y donde en casi todas sus salas existía una referencia a la superioridad
moral de los belgas sobre los congoleños. Tras años de obras y una gran inversión pública el mu-
seo abrió de nuevo sus puertas totalmente reformado en 2018. La familia real belga acudió a su
reinauguración.

La imagen institucional del museo recién reinaugurado resulta un poco confusa. Si bien su
nombre oficial es «Museo Real de África Central», en la mayor parte de sitios de su página web y
en su logotipo (formado únicamente por la grafía, sin imagen) el apelativo utilizado es AfricaMu-
seum. La misma contradicción se encuentra en la definición de sus objetivos. En la presentación se
cita la «investigación y difusión del conocimiento sobre las sociedades y entornos naturales de
África» y «contribuir a su desarrollo sostenible», mientras que en su código ético se va mucho más
allá especificando que la institución «combatirá cual-
quier forma de discriminación incluyendo las
motivadas por motivos de género, orientación sexual,
edad, religión o color de piel» o que se promoverá «la
visión contemporánea de África» o «el acceso a las
comunidades originarias a las que pertenecieron las Figura 18. Logo del Museo Real de África Central de
colecciones para facilitar la co-creación»1 (figura 18). Tervuren.

El nuevo recorrido del museo se distribuye a través de diversas áreas temáticas bien diferencia-
das. La primera, en el hall y a modo de introducción, muestra una gran maqueta del edificio y
resume los hitos fundamentales de su historia. Para acompañarla se exponen algunos objetos vincu-
lados así como «novedades» en relación con los estudios que se están llevando a cabo en la actualidad.
Si bien se cumple el objetivo de «introducir» al visitante en la historia del centro que va a visitar, la
ausencia de referencias negativas hacia su pasado son obvias. No se muestran fotografías históricas
del museo y del momento en el cual era un zoológico humano, tan solo se refleja una «de grupo».
Se habla de Stanley a través de los «souvenirs» que trajo del Congo. En resumen, se pierde, por pri-
mera vez, la oportunidad de ser un tanto «crítico» con la historia de la institución como propone Jesús
Pedro Lorente (2019), que se debería hacer en todos los centros exponentes de la museología crítica.
Lo mismo sucede con la sala anexa denominada «el depósito de esculturas». Si bien pretende denun-
ciar los elementos museográficos utilizados para justificar la superioridad de la raza blanca en los
años 10 y 20 del siglo pasado (esculturas tanto de exploradores o militares como de «especímenes
indígenas»), la fórmula museográfica para desarrollarla es una especie de almacén visitable en el cual
la información se limita a unas escasas líneas (en las cuales sí que se indica que mediante la utiliza-
ción de esas figuras se construyeron estereotipos y se vanaglorió a los colonizadores).

A continuación, en la sala «Rituales e historia» se explica, a través del ciclo vital, la relación entre
los rituales y la organización social de las etnias y comunidades del Congo mediante su cultura material.
Los objetos están correctamente identificados y datados. Y mediante medios audiovisuales personas
pertenecientes a estas comunidades explican lo que esos ritos significan hoy en día, facilitando que el
visitante no confunda colecciones históricas con la realidad actual. Se señala la presencia de colecciones
procedentes de la donación de un «coleccionista», pero en esta ocasión la inclusión del nombre está

1 Código ético del Museo Real de África Central de Tervuren: https://www.africamuseum.be/sites/default/files/media/about-us/

mission-organisation/doc/Code%20of%20ethics_EN.pdf

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justificada, pues el donante, Aloïs Tembo, era un catequista local y por ello los bienes pertenecían a su
contexto cultural originario (elementos con fines adivinatorios o medicinales).

La siguiente sala, «Una larga historia», muestra, utilizando la museografía propia de un museo
decimonónico actualizado, la historia del Congo desde la prehistoria. Se recrea con éxito una sala
tal y como estaba antes de la reforma, pero con información adecuada y no diferente de cualquier
museo europeo de esa época sin caer en tópicos y utilizando una historiografía habitual sin que
se aprecie diferenciación por tratarse de África. Las dos siguientes salas (la sala de los cocodrilos
y el gabinete de los minerales) siguen la misma dinámica, pero acercándose a la museología y
estética de los gabinetes de historia natural.

Una de las salas más grandes del museo se dedica a la historia colonial y a la independencia
del Congo. En esta ocasión sí se produce un acercamiento más pronunciado a una museología
crítica con la presencia belga en el territorio africano, al especificar que los intereses comerciales,
sobre todo relacionados con el caucho, llevaron a explotar militarmente a los congoleños y a cas-
tigarlos si no cumplían con el trabajo. Se divide la etapa colonial en dos fases (la de control por
parte de Leopoldo II y la de control por parte del Estado). Se explica a través de fotografías y
documentos del momento, quizás siendo menos críticos en la época más cercana a la independen-
cia al «justificar» los planes de modernización (los que fueron expuestos en la Exposición Universal
de Bruselas de 1958). Al final de la sala, y a través de un montaje audiovisual, se abordan las di-
ficultades y contradicciones a las cuales tuvo que enfrentarse el nuevo país tras el fin de su etapa
colonial.

En la sala «La paradoja de los recursos» se aborda la importancia de la riqueza de los recursos
naturales de la zona para comprender tanto el interés colonial como su situación actual. Se espe-
cifica cómo fue la explotación de Leopoldo II en cifras (5.000 toneladas de marfil y 6.000 de
caucho en 1900). Tras ello se describe la situación actual a través de la economía informal (muy
vinculada a la migración masiva hacia los núcleos urbanos), la explotación agrícola y ganadera y
las minas, motivo de tensiones constantes ante la presión de Occidente por explotarlas debido a la
riqueza de minerales como el coltán. Esta visión, documental desde el punto de vista museográfico,
ayuda a comprender la zona tal y como es hoy y por tanto a «sacudirse» de alguna manera algunos
de los estereotipos que se podrían formar a través de las lecturas de las colecciones históricas. En
la pequeña sala «Tránsito y memoria» se continúa con esta estrategia describiendo la vida en las
ciudades y situando en el centro un «robot» ideado para colocarlo en las rotondas y regular el
abundante tráfico de Kinshasha.

La sala que dedica el museo a la «co-creación» que se especifica en su código ético se deno-
mina «Afropéa». Invita a la colaboración de migrantes subsaharianos a través del envío de
documentación y sugerencias de corrección que puedan ser utilizadas por los científicos del museo
en el resto del recorrido. Museográficamente opta, de nuevo, por la ya explicada museología de la
maleta, es decir, por contextualizar el tránsito de esos migrantes hacia Bélgica y su adaptación a
los modos de vida europeos. La sala está bien diferenciada de sus compañeras «científicas» estando
claramente vinculada al Departamento de Didáctica.

En una de las zonas de transición del recorrido se dedica un espacio a las «transformaciones
europeas». El objetivo es mostrar cómo las producciones de cultura material tradicionales en África
variaron con la ocupación colonial. Por poner dos ejemplos, se exponen máscaras Pende que pre-
sentan rasgos europeos (y una gran fiereza, pues serían los encargados de controlar la realización
de los trabajos encomendados a los autóctonos) o figuritas talladas en madera representándose a
ellos mismos (en todo el área atlántica son muy habituales aun a día de hoy; en otra parte de la
colección se exhiben las Mbwoolu), muestran las consecuencias del control europeo (son obvias
en ellas la presencia de familias desestructuradas debido a la militarización de los hombres o las
mutilaciones practicadas como castigo por los colonizadores). La explicación de esto se reduce a

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nueve líneas, pues la estrategia museográfica


vira en este punto hacia lo estético y, de nuevo,
hacia una especie de almacén visitable en el
cual los objetos, a diferencia de la mayoría del
resto de salas, solo son explicados de forma in-
dividual en casos puntuales. Estos «sincretismos»
son en muchas ocasiones muy complejos de ex-
plicar por parte de la antropología clásica y por
esto suponen una oportunidad de permitir a las
comunidades de origen participar en su caracte-
Figuras 19 a 26. Exposición permanente del Museo Real de rización. El Museo de Tervuren parece no haber
África Central. iniciado ese diálogo aún (figuras 19 a 26).

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Mientras la exposición permanente del museo presenta, como vemos, una línea de actuación
que pretende ser crítica, pero solo hasta cierto punto, sus exposiciones temporales rompen esta
barrera y profundizan mucho más en el pasado colonial y sus consecuencias. La exposición «Zoos
humanos. La invención del Salvaje», presente a fines de 2021 e inicios de 2022, es buen ejemplo
de ello. A diferencia del recorrido fijo no existen «filtros» que impidan mostrar con total crudeza la
realidad de las exposiciones de seres humanos durante el siglo xix y la primera mitad del xx. Cu-
riosamente en ella sí se aborda de una forma crítica el pasado del museo y la muerte de parte de
los congoleños exhibidos en Tervuren. Quizás el hecho de ser únicamente «temporal» animó a sus
promotores a ser mucho más directos a pesar de lo delicado del tema a tratar (figura 27).

Figura 27. Exposición temporal «Zoos humains. L´invention du sauvage», en el Museo Real de África Central.

4. Portugal
Portugal, a diferencia del ejemplo francés o belga, no contó con un gran museo nacional a través
del cual mostrar sus «logros coloniales» hasta bien avanzado el siglo xx y a pesar de que la auto-
cracia denominada como «Estado Novo» (1933-1974) quiso también instrumentalizar su dominio en
las diferentes colonias portuguesas en pro del aparato propagandístico del régimen. Ello no signi-
ficó que las figuras claves en la creación de ese gran museo nacional de antropología no fuesen
expertos en la materia. Al contrario, el profesional más relevante de esos años, Jorge Dias, resultó
fundamental para la creación de la nueva institución. Director del Centro de Estudos de Etnologia
Peninsular, desde 1947 hasta los años cincuenta, se dedica principalmente al estudio de la etnogra-
fía portuguesa, prestando a partir de este momento más atención a los estudios de las etnias y
comunidades presentes en la colonias a través del Instituto Superior de Estudos Ultramarinos, des-
de el cual se programaron expediciones y misiones, de 1957 a 1961, con el fin tanto de describir
etnográficamente a las diferentes minorías étnicas como de informar (confidencialmente) sobre las
condiciones sociales y políticas de esas poblaciones (mostrándose crítico en varias ocasiones). Gui-
nea, Angola y Mozambique fueron sus destinos principales, prestando especial atención a la etnia
Maconde mozambiqueña, sobre la cual realizó una exposición en 1959 en el Palacio Foz de Lisboa.
Si bien la Academia de Ciencias, la Universidad de Coimbra y la Sociedade de Geografia de Lisboa,
totalmente vinculada esta con el colonialismo desde su fundación en 1875, ya disponían de peque-
ños museos coloniales, la exposición aceleró el deseo de crear un gran museo de carácter nacional
(de los citados solo era considerado como tal el de la Sociedade, totalmente vinculada al colonia-
lismo desde su creación en 1875). La creación del Centro de Estudos de Antropologia Cultural en
1962, dirigido por el propio Dias, supuso otro fuerte impulso hacia la creación del museo. Finalmen-
te el museo fue oficializado en 1965 bajo la dependencia de la Junta de Investigaciones de Ultramar
con objeto de «recoger, conservar y catalogar materiales de interés etnológico o antropológico»

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y «ser centro de educación e investigación de la rama de la ciencia a la que se dedica». Tanto la


duplicidad de la especialización de Dias (involucrarse en el estudio de los pueblos de ultramar no
le restó interés en los de etnografía portuguesa, que continuó en los años 50 y 60 junto a Ernesto
Veiga de Oliveira, Benjamim Pereira y Fernando Galhano, quienes proseguirían con este trabajo)
como unos fines del nuevo museo abiertos a ambas realidades provocó que, desde su propia crea-
ción, el Museu de Etnologia de Ultramar tuviese una fuerte vocación de vincular los estudios sobre
la identidad propia portuguesa con los de esas otras culturas que ocupaban sus territorios colonia-
les. Esto, por supuesto, supuso tensiones entre Dias y el Ministerio de Ultramar, más tendente a un
discurso colonial y por ello basado en colecciones provenientes de fuera de Portugal. La determi-
nación del antropólogo y etnógrafo terminó por imponerse. Se trataba de un caso único en Europa,
donde, al margen de que los Museos de Antropología o Coloniales pudiesen tocar temas transver-
sales (como hizo el Museo de Etnografía del Trocadero en París a través de una galería dedicada
al campesinado francés), lo habitual era crear museos nacionales específicos para cada una de las
especialidades (antropología/colonialismo y artes y costumbres populares). Cabe señalar que en
realidad Portugal sí disponía de un Museo de Arte Popular desde 1948, pero este se basaba en la
fuerte vinculación entre nacionalismo y arte popular del Estado Novo y por tanto sus exposiciones,
tanto la permanente como las temporales, estaban más relacionadas con la propaganda y la exal-
tación de las diferentes regiones del país que con los estudios etnográficos. El museo finalmente
comienza a construirse en 1973. Durante las obras tienen lugar dos hechos que influyen podero-
samente en su futuro: la muerte de Jorge Dias y el fin de la dictadura salazarista en 1974 con la
Revolución de los Claveles. Si bien el equipo de Dias asumió el proyecto, el cambio de sistema de
gobierno modificó las instituciones de las que dependía, pasando a pertenecer al Ministerio de
Coordinación Interterritorial primero y solo bastantes años después al Ministerio de Cultura. El
museo abre en 1976 con motivo de la exposición temporal «Modernismo y Arte Negro Africano».
No deja de ser reflejo de la situación de ese momento del museo que su primera apertura pública
esté relacionada con la Asociación Internacional de Críticos de Arte más que con los trabajos que
se habían realizado las décadas anteriores. Tras terminar la exposición volvió a cerrarse hasta 1985,
momento en el cual vuelve a abrir sus puertas a través de una exposición temporal, «Instrumentos
musicales Populares Portugueses», que sería continuada por otras («Escultura africana en Portugal»,
«Textiles: tecnología y simbolismo» o «Dibujo Etnográfico de Fernando Galhano»). Como vemos la
estrategia se basaba en la celebración de exposiciones que normalmente giraban alrededor de te-
mas etnográficos y que cuando utilizaban colecciones «coloniales» lo hacían utilizando criterios por
lo general artísticos. En los noventa, no obstante, el museo se reformó y reforzó su oferta al incluir
en las exposiciones temporales la posibilidad de visitar parte de sus almacenes, creándose las Ga-
lerías de la Vida Rural y las de la Amazonía. Tras una nueva reforma la exposición permanente del
museo se inauguró en 2013 bajo la denominación «El museo, muchas cosas».

El nombre ac-
tual del museo,
«Museu Nacional de
Etnologia», resulta un
avance de lo que se-
rán sus objetivos
fundamentales, más Figura 28. Logo del Museu Nacional de Etnologia de Lisboa.
centrados que en
otros ejemplos ya vistos en el estudio científico de las colecciones que aloja. Su imagen, en cambio,
con un logo que muestra una figura esquemática humana sobre fondo rojo y negro sí parece un
guiño más claro a las «culturas del mundo» (son los colores de la «bandeira das descobertas» que
se usaron en la exposición colonial de Oporto de 1934 para colocarlas en las banderas de los gru-
pos que participaron en uno de los muchos desfiles que se organizaron asociados a ella). Si bien
en su página web no existe un apartado donde se desarrollen sus objetivos en «sobre el museo»,
se indica que para la institución la historia de la antropología portuguesa y el estudio de las colec-
ciones es fundamental (figura 28).

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Figuras 29 a 32. Exposición permanente del Museu Nacional de Et-


nologia: «El museo, muchas cosas».

Su exposición permanente «El Museo, muchas


cosas» sigue la estela tanto de la historia del museo
como de su imagen pública y fines. Se da una marca-
da importancia a la museología del objeto, es decir, a
plasmar lo que la investigación ha estudiado sobre el
patrimonio que se expone siempre, eso sí, con una
estética muy cuidada. Se divide en diferentes áreas:
Teatro Wayang Kulit de Bali, un núcleo dedicado al
escultor Franklin Vilas Boas, Jugar en serio: muñecas
del sudoeste de Angola, La Música y los Dias, La Tala
en Río de Onor (una vara donde marcar el orden co-
munal de participación), La materia del habla y
Animales como gente: máscaras y marionetas de Mali.
El espíritu tradicional del museo concebido por Jorge
Dias de cruzar las miradas hacia dentro y hacia fuera
del país está presente como vemos no solo porque
estos núcleos se sitúan independientemente de donde
proceden los bienes, sino incluso en el hecho de que
uno de ellos hace dialogar la tala tradicional portugue-
sa con la producción de telas angoleña. En cada una

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de sus partes se especifica muy bien cuáles han sido los estudios vinculados que han desemboca-
do en la exposición. Hay también una marcada presencia de los «donantes», como se observa en
el caso de las máscaras de Mali y Fernando Capelo. En uno de los laterales de la gran sala de
exposición se sitúa una vitrina corrida en la cual se exponen objetos a modo de línea de tiempo
que permiten explicar la evolución tanto de la historia del museo como de la antropología en Por-
tugal. La idea, como indicó su antiguo director Joaquim Pais de Brito tras la inauguración, era que
esas áreas se fuesen modificando y actualizando cada cierto tiempo para poder ir mostrando las
diferentes colecciones del museo y los avances en su estudio, pero lo cierto es que a día de hoy
esos cambios no han tenido lugar (figuras 29 a 32).

El Museo apoya su actividad permanente con la celebración habitual de exposiciones tem-


porales. Estas versan, de forma indistinta, sobre aspectos relacionados tanto con la etnografía
portuguesa como con la antropología más relacionada con las culturas del mundo. El nexo de
unión, de nuevo, es que su base suele ser científica (la presencia de exposiciones sobre arte es
menor). Algunas de ellas tocan temas relacionados con los estudios que la antropología ha empren-
dido en los últimos años (a principios de 2020, por ejemplo, está en cartel «Lugares encantados,
Espacio de Patrimonio», que explica los procesos de construcción de identidades a partir de la
relación entre patrimonio y religión en el Portugal contemporáneo) (figura 33).

Figura 33. Exposición temporal en el Museu Nacional de Etnologia.

5. España
El caso español también tiene sus propias peculiaridades. El actual Museo Nacional de Antropolo-
gía nació en una cronología cercana a sus paralelos europeos, pero lo hizo por iniciativa privada.
El doctor Pedro González Velasco construyó un museo inaugurado en 1875 que también le serviría
como vivienda. Si bien estaba al día de las novedades que en antropología surgían en esos mo-
mentos, su especialidad era la anatomía. Por ello no es extraño que ese primer Museo Antropoló-
gico se pareciese a instituciones como el Musée Dupuytren de París, fundado en 1835 por Mathieu

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Orfila, si bien ya desde un principio reunió una pequeña colección antropológica con objetos
procedentes de Filipinas, preparaciones de piel humana con grabados o cabezas anatómicas de
grupos étnicos. El paso del Museo a Nacional se comenzó tras la muerte del doctor y su venta a
favor del Estado por su esposa. En 1883 se había creado una sección de etnografía y antigüedades
en el Museo de Historia Natural (en ese momento dependiente de la Universidad Central de Ma-
drid). Estaba liderada por Manuel Antón (el primer catedrático de Antropología de nuestro país en
1892), con el que colaborarían parte de los futuros especialistas del país en etnografía o folklore
como Luis de Hoyos o Telesforo de Aranzadi. Al venderse el edificio del doctor Velasco el Estado
se lo asignó al Museo de Historia Natural con las colecciones vinculadas a la etnografía y la antro-
pología. Si bien el museo permanece cerrado en su interior se lleva a cabo una importante labor
científica tanto por los ya mencionados como por figuras eminentes del estudio de la prehistoria
del momento, como Obermeier, o de la medicina, como Ramón y Cajal. En 1910, dicha sección de
Antropología se independizó del Museo de Ciencias Naturales y se convirtió en el Museo de An-
tropología, Etnografía y Prehistoria. Durante los años siguientes ingresaron en el Museo conjuntos
de colecciones con especial relevancia de los procedentes de África, pues a España le correspondió
también una porción del territorio repartido en la Conferencia de Berlín (en concreto territorios de
la costa occidental atlántica como Guinea Ecuatorial). En estos años el museo intentaba seguir los
dictados de otros museos de antropología del momento, como el Etnográfico de París. Dividía las
colecciones en antropología física o cultural e intentaba ayudarse de elementos museográficos para
establecer jerarquías en ambas categorías como dictaba aún el poso del evolucionismo del fin del
siglo anterior, si bien ya se seguía también una disposición étnica y geográfica más cercana al par-
ticularismo. No obstante la gran acumulación de objetos apenas permitía considerar a la institución,
que en esta época solo se podía visitar mediante reserva previa, como un museo almacén (Santos,
2014).

La Guerra Civil y la victoria del frente nacional tienen una fuerte influencia en la institución.
En 1940 cambia su nombre por el de Museo Nacional de Etnología y pasa a depender del Institu-
to Sebastián Elcano. Al frente se sitúa Pérez de Barradas, cuya idea del nuevo museo (la institución
antes de reabrir tras la guerra se reformó, sumando un piso más de exposición) quedó patente en
sus escritos, donde indicó que «la finalidad del museo debe ser fomentar el orgullo de ser español
por el conocimiento y divulgación de nuestro Imperio […] y lograr el reconocimiento de muchos
países de que gracias a los navegantes, conquistadores, colonizadores y misioneros españoles han
sido incorporados al mundo civilizado» (Romero de Tejada, 2002: 22). Las colecciones se expusieron
tras la apertura siguiendo el criterio evolucionista de salvajismo, barbarie y civilización. El dato del
«expedicionario» o «donante» a través del cual se habían recolectado pasó a ser un dato de especial
relevancia en la información ofrecida.

En 1965 accede a la dirección del museo Claudi Esteva Fabregat y durante su dirección fun-
da la Escuela de Estudios Antropológicos. Fue uno de los impulsores del cambio de orientación
del museo que pretendió dejar atrás el sesgo colonialista, proponiendo un museo de vocación más
estructuralista y universalista. Su labor fue continuada en primer lugar por Gil Farrés y tras él por
Pilar Romero de Tejada, que ocuparía el cargo treinta años hasta que, tras su jubilación, llegase a
la dirección Fernando Sáez, en 2013. En 1986, el museo reabre tras una nueva reforma organizado
por áreas geográficas, disposición que continúa presentando a día de hoy. Entre 1993 y 2004 el
museo se fusionó con el Museo del Pueblo Español bajo el nombre de Museo Nacional de Antro-
pología. Andrés Carretero, que llegó a ser director conjunto entre 2002-2004, indicó que la nueva
institución fusionada suponía «la superación de los antiguos museos etnológicos y de artes y cos-
tumbres populares. […] Frente a la separación de lo propio y lo ajeno, a la dicotomía del nos/otros,
busca intencionadamente una unidad en la descripción y comparación de similitudes y diferencias
culturales con el ánimo de difundir los valores del pluralismo y la comprensión intercultural» (Ca-
rretero, 1993: 209). En realidad durante estos años la unión fue tan solo administrativa, pues los
dos museos llevaron a cabo estrategias propias. Cuando en 2004 se crea el Museo del Traje CIPE,
la otra sede, la situada en Atocha, se queda con el nombre para sí misma. El real decreto que le

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Ángel Villa González Los nuevos «museos de las culturas del mundo» del siglo xxi. ¿Del etnocentrismo a la multiculturalidad?

devolvía la independencia indicaba como objetivos, entre otros, «recoger y estudiar las nuevas for-
mas culturales que están surgiendo» o «favorecer la comprensión intercultural y promover la
tolerancia hacia otros pueblos y otras culturas». Durante estos años el museo actualizó su planta
dedicada a África y abrió un espacio dedicado a las religiones orientales.

Como imagen y logo el museo suele utilizar una representación esquemática de una másca-
ra gelede de la cultura Yoruba, si bien desde 2020 también utiliza otra imagen basada en la
fachada del edificio. En su página web, en la sección «Misión y objetivos», se indica que el museo
está actualmente «volcado en un proceso de renovación de sus contenidos y su identidad» basado
en los «valores de la diversidad cultural» (figuras 34 y 35).

Figuras 34 y 35. Logos del Museo Nacional de Antropología.

La exposición permanente del Museo Nacional de Antropología se vertebra, como ya hemos


indicado, a través de áreas geográficas (cada una de ellas corresponde a un continente: Asia, Áfri-
ca y América). Dentro de cada una de ellas los bienes patrimoniales se agrupan a través de
categorías (indumentaria, música, creencias o vivienda). Esta disposición mezcla tanto el punto de
vista «universalista» al buscar rasgos en común en cada uno de los continentes como el localista al
diferenciar ciertos rasgos y elementos de cultura material de cada etnia en particular. La importan-
cia en número de las colecciones de alguna cultura en concreto (como los fang) conlleva que
algunas vitrinas se centren en ellas de forma exclusiva mientras que en otras la «mezcla» tenga que
ser mayor. El museo carece en su exposición permanente de audiovisuales que apoyen los conte-
nidos ofrecidos por los paneles con texto (uno por vitrina por lo general). En estos textos sí que
se hace referencia en ocasiones al sincretismo entre las culturas originarias y las prácticas europeas
(como en el caso del culto Mbweti Fang) o al uso actual de las producciones materiales que se
mantienen (venta como artesanía de la cerámica shipibo). Existen excepciones a esta organización
general. En la planta baja hay una pequeña sala dedicada a los orígenes del museo que explica
cómo era la institución cuando fue fundada por el doctor González Velasco. Si bien la introducción
ayuda al público a comprender la razón de formación del centro y sobre todo a contextualizar la
exposición de algunas de esas colecciones originarias que tendrían difícil cabida en el resto del
recorrido (como el esqueleto de Agustín Luengo, el Gigante de Extremadura), de nuevo, como en
el caso de Tervuren, se pierde la oportunidad de recorrer la historia del museo desde un punto de
vista crítico y de reflexionar sobre la mirada a «el otro» que durante muchos años fue la protago-
nista. También en esa planta se sitúa la sala de «religiones orientales» donde se explican los
principales preceptos del islam, budismo e hinduismo, sobre todo a través de objetos donados por
parte de Santos Munsuri (figuras 36 a 38).

La página web del museo ya advierte que sus objetivos de cara a apoyar la diversidad cultu-
ral se desarrollan sobre todo a través de sus exposiciones temporales y las actividades. El museo
tiene en marcha al menos una exposición temporal activa durante todo el año, coincidiendo varias
al mismo tiempo en muchas ocasiones y aprovechando tanto sus salas específicas para ello como
el espacio central al que dan las galerías o su pequeño espacio exterior y sus vallas. A través de

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Figuras 36 a 38. Exposición permanente del Museo Nacional


de Antropología de Madrid.

esta programación sí que es habitual que se traten temas tanto relacionados con estudios socioló-
gicos o antropológicos actuales (como el giro decolonial o la transexualidad) como con la
multiculturalidad. En los últimos años, dentro del ciclo «Ubuntu en el corazón de África», el museo
abordó de dos formas divergentes el tema de la migración desde África. Mientras que en «Tráfico
de Esperanzas» se trató de una forma cruda exponiendo las dificultades y penurias del viaje, en
«Personas que migran, objetos que migran: Senegal» se utilizó también en Madrid la museología de

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la maleta y el acercamiento empático y emotivo. Esta última así como «Río Somos Nos!», fomentan
la cocreación de su contenido, pues los textos y los objetos pertenecen a las comunidades actuales
de las que hablan. Otra línea habitual dentro de las exposiciones temporales se basa, en cambio,
en que sean los viajeros españoles los que nos expliquen esas otras culturas, como pasó, por po-
ner un ejemplo, en «Ganghes, el río Sagrado» (figura 39).

Figura 39. Exposición temporal en el salón central del Museo Nacional de Antropología.

6. Conclusiones
Tras analizar los diferentes ejemplos de los museos de antropología de hoy cabe volver a las pre-
guntas que Clifford se hacía en los años 90 partiendo del ejemplo del Museo de Portland.

La primera duda que se planteaba era si existía la posibilidad de reconciliar los significados
de los objetos en sus comunidades con el concepto occidental de «museo de arte». La respuesta,
como indican Roigé, Van Geert y Arrieta (2019), es que difícilmente. Como se puede apreciar a la
perfección en el Musée du quai Branly o en las salas del Museo Real de África Central de Tervuren

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que escogen el enfoque estético como hilo expositor, el favorecer que el objeto individual se cubra
de una aureola de «elemento único» o «artístico» provoca una clara disociación entre el significado
original, en su contexto, y lo que el público percibe. Esto es todavía más acusado cuando se apro-
vecha, como sucede en numerosas exposiciones temporales programadas, para ponerlos en relación
con un arte de vanguardia que les es absolutamente ajeno (estrategia que curiosamente y como
hemos visto fue la elegida para inaugurar el Museo Etnológico de Lisboa). Evidentemente esto no
significa que estas instituciones no cumplan uno de los objetivos principales de los museos: acercar
a la comunidad al patrimonio. Lo hacen y fomentan el consumo cultural como cualquier otra ins-
titución museística. Pero desde luego su aporte hacia la comprensión y aceptación de la multi o
interculturalidad actual es nula. André Malraux (2017) ya advertía en los años 50 del siglo pasado
que el concepto de museo y de deleite estético pertenecía únicamente a la cultura europea (y a la
que se crea a través de su colonización del mundo), por lo que no se podía pretender que en Asia
o África las instituciones proliferaran de la misma manera. Si además, en ellos, a los elementos de
cultura material de esas procedencias se les da un barniz «artístico», quedarán definitivamente ale-
jadas de sus comunidades originarias. Aunque también cabe recordar que esta estrategia
museográfica no solo afecta a las colecciones «de antropología». Hoy en día el aumento del consu-
mo cultural y por ello de la visita a museos (sobre todo a los grandes y conocidos) lleva a
convertir en tesoros y exponer como tal a gran parte de sus colecciones, despojándolos también
de la explicación social que cualquier elemento creado por el hombre, necesariamente, tiene.

¿Hasta dónde se pueden sacar del centro los objetos físicos a favor de la narrativa, la historia
y la política? Esta era la segunda pregunta que se hacía Clifford. Los objetos siempre han sido el
elemento fundamental del concepto museo. Aún a día de hoy las funciones de estas instituciones
según el ICOM giran a su alrededor (adquirir, conservar, investigar, comunicar y exhibir). La dife-
rencia de los centros museísticos y otras instituciones culturales es que en ellos la sociedad entra
en contacto con estos objetos, con el patrimonio, con lo cual resultaría muy difícil que perdiesen
esa centralidad. El problema es que para algunas disciplinas como la historia, la arqueología, la
etnografía o la antropología la mera exposición no es suficiente para que el público comprenda su
uso y contexto original o la forma en la cual se llegó a su concepción. Los museos de antropología
y etnografía (Pazos, 1998: 33-45) fueron fundamentales para el desarrollo de la museología a prin-
cipios del siglo xx al comenzar a utilizar elementos de apoyo como maquetas, textos y cartelas
explicativas o fotografías que permitiesen comprender no ya los objetos, sino los grupos a los que
pertenecían y su forma de comportarse. De hecho, como hemos visto, la creación de esos primeros
museos antropológicos está muy ligada a la eclosión de la disciplina. Bien es cierto también que
lo que se pretendía no era «narrar» su historia o su política. Cuando la antropología comenzó a
evolucionar hacia líneas de estudio en las cuales la cultura material no era tan relevante se produ-
jo un progresivo alejamiento de los museos que continuaron albergando las colecciones que habían
estudiado antes. De todos los ejemplos que hemos tratado, tan solo el Museo de Etnología de
Lisboa tiene actualmente una estrategia en la cual el estudio de su colección es el eje central. Y
ninguno de ellos en los recorridos de su exposición permanente, y a pesar de las posibilidades que
brindan las nuevas tecnologías, se plantea la posibilidad de explicar la historia de las culturas y
etnias a las que pertenecen sus colecciones o las mutaciones que han sufrido a raíz de la etapa
colonial, a pesar de que la descolonización es uno de los campos que la antropología y la socio-
logía estudia hace años. La explicación para una parte de ellos, como el ejemplo de Madrid, de
Lisboa o de Tervuren, es que quizás su colección, recolectada en su mayoría en las primeras dé-
cadas del colonialismo, solo podría hablarnos de esa etapa concreta (aspecto que por otra parte
podría solucionarse con una política de adquisiciones más robusta). Pero en París dos de los mu-
seos tratados partieron de la salida de su colección al MQB, de cero. ¿Por qué no explica el Museo
Nacional de Historia de la Inmigración la historia de los países principales desde los que llegan
esos migrantes a París? o ¿por qué en el Museo del Hombre el único mapa presente es el del sur
de Francia y norte de la Península Ibérica para situar los principales yacimientos con arte paleolí-
tico? Iván Karp (1991: 15) indica que las exposiciones siempre muestran aspectos de la identidad
de quien las monta, por acción o por omisión, mostrando quienes somos, pero también quienes

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no somos. Si comparamos cómo han evolucionado desde esas primeras décadas del siglo xx y
desde postulados similares los museos de arqueología y de antropología, se podría indicar que no
le falta razón. La solución propuesta para ahondar más en esas comunidades originarias de donde
proceden las colecciones son las exposiciones temporales, más versátiles y con más capacidad de
complementarse con colecciones que no sean propias. Pero como hemos visto, tampoco es habitual
que la historia o el análisis actual de etnias pertenecientes a partes del mundo fuera de «Occiden-
te» sean los temas protagonistas.

Otras de las preguntas que se plantea Clifford están relacionadas con la elección de los in-
terlocutores con los cuales establecer un diálogo que ayude a enfatizar aspectos sobre su cultura
o hasta qué punto esas conversaciones vienen determinadas por los contactos personales específi-
cos del personal del museo. Hemos visto que los museos de antropología de hoy aún no se
caracterizan por tener un diálogo fluido con las comunidades de las cuales proceden sus coleccio-
nes, a pesar de que el Código Ético del ICOM cita este punto como fundamental en su
argumentario2. Cuando tiene lugar, la fórmula de largo más utilizada es la museología de la male-
ta para mostrar el tránsito de los migrantes a los países donde se sitúan los museos. Por supuesto
esta estrategia parece más que adecuada para concienciar sobre la xenofobia, que sigue estando
muy presente en los países del «primer mundo». Pero lo restrictivo del tema limita mucho el tema
de conversación. También es reseñable que esas actividades son activadas y coordinadas por lo
general por los departamentos de didáctica y no por los que se ocupan del estudio de las colec-
ciones. Uno de los museos que no hemos tocado como ejemplo y de reciente «creación» que más
ha intentado entablar estos diálogos es el Museo de las Culturas del Mundo de Goteborg (Carvalho,
2016: 71-125). Nacido de la reestructuración del antiguo Museo de Etnografía, su estrategia partió
desde un origen en fomentar la diversidad cultural ante la preocupación de los problemas de in-
tegración que la creciente llegada de inmigración producía en Suecia. Su estrategia se basó en el
montaje de exposiciones temporales para dar a conocer a la ciudadanía autóctona otras culturas,
pero también en «reinterpretar» parte de su colección histórica con la ayuda de las comunidades de
origen a través de actividades como «El poder de las etiquetas», que fomentaba el reestudio de los
objetos a través del diálogo entre los profesionales del museo y los representantes de los lugares
de donde estos provenían. El primer resultado del experimento, como indica Carvalho, fue la pe-
tición de traslado de parte del personal del museo a otros centros. Cabe señalar que una de las
promotoras del cambio fue Jette Sandhal, promotora también de una definición de museo para
ICOM que incluyese de manera más firme aspectos como «descolonización», «género» o «diversidad
cultural», y que fue fuertemente contestada en la asamblea en la que se iba a aprobar hasta el
punto de, finalmente, quedar en suspenso.

Se preguntaba también el autor sobre cómo tratar los conflictos internos dentro de las comu-
nidades tribales y sobre cuánta negociación y debate son suficientes. Efectivamente, una de las
líneas que debería ser fundamental para comprender a las culturas de las que hablan los museos
de antropología es el análisis de su situación a día de hoy. No cabe duda de que su historia es
relevante y se puede mostrar a la perfección a través de las colecciones históricas. Pero la desco-
lonización y la globalización han provocado cambios profundos en sus formas de vida que es
necesario explicar para comprender su realidad actual. Una realidad muy conflictiva en muchos
casos, pues el fin del colonialismo no supuso que sus prácticas no siguiesen presentes en los te-
rritorios, a través de unas nuevas élites locales para las que lo «tradicional» no casaba en sus
intereses y que siguieron por ello las directrices europeas en las formas de gobierno y administra-
ción de los países recién creados. Como se ha visto, tan solo el Museo Nacional de Antropología
de Madrid ha dedicado una exposición temporal de forma directa al giro decolonial. El museo de
Tervuren incluye algunas referencias a los problemas surgidos tras la independencia del Congo,
aunque desgajados de la asunción de culpa por parte de los antiguos colonizadores. Una de las

2 Código deontológico del ICOM punto 31, en https://icom.museum/wp-content/uploads/2018/07/ICOM-codigo-Es-web-1.pdf

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ramas de la museología en auge ya desde los años 70 es la museología crítica, con autores vincu-
lados como Wallach o Lorente. Proponen que los museos estén mucho más atentos al discurso que
ofrecen, abriéndolo y brindando la posibilidad de que se genere un debate en torno a los temas
que abordan en su seno. Roigé, Van Geert y Arrieta (2019), en su tipología de museos de antropo-
logía, sitúan al Museo Etnográfico de Neuchatel como ejemplo paradigmático de los «museos
críticos». Efectivamente exposiciones temporales como «el Museo Caníbal» tuvieron como misión el
ser críticas y abrir el debate sobre el pasado colonial. Que el ejemplo de estas prácticas sea un
museo tan humilde como el suizo y no un gran «museo nacional» muestra el camino aún por re-
correr en esas prácticas.

La última pregunta del párrafo de Clifford, con el que iniciamos el artículo, se refería a las
subvenciones que los museos podían recibir para llevar a cabo la resolución a las preguntas pro-
puestas. En los últimos años muchos de los países europeos han destinado cantidades de dinero
nada desdeñables a reconcebir sus museos de antropología históricos. Hemos visto los ejemplos
de Francia, Bélgica, Portugal y Suecia. Habría que sumar también a Italia (Mudec en Milán), Ingla-
terra (Museo del Mundo en Liverpool) o el recientísimo Foro Humboldt situado en el Palacio Real
de Berlín y que lidera iniciativas de devolución de parte de su colección a sus países de origen
como actualmente está negociando hacer con su colección de bronces de Benín a Nigeria. No cabe
duda por tanto de que sí hay un compromiso en forma de subvención de los diferentes estados
europeos que permite reformular estas instituciones. Pero ¿esto lleva aparejado que estos «nuevos»
museos fomenten la multi o la interculturalidad?

La Convención de la Unesco de 2005 sobre la protección y la promoción de la diversidad de


las expresiones culturales3 se planteaba como objetivos «proteger y promover la diversidad de las
expresiones culturales» o «fomentar la interculturalidad con el fin de desarrollar la interacción cul-
tural con el espíritu de construir puentes entre los pueblos». El primer objetivo citado se puede
vincular a la multiculturalidad, entendiendo esta como el respeto a los rasgos culturales específicos
de cada cultura. El papel de los museos ante la diversidad cultural varía según donde se encuentren
situados. En aquellas partes del mundo donde los colonizadores se establecieron, convirtiéndose
en hegemónicos e imponiendo sus formas culturales, es mucho más habitual la existencia de ins-
tituciones museísticas en las cuales las comunidades indígenas pueden mostrar aspectos vinculados
con su historia o su memoria colectiva. Los ejemplos más habituales en este sentido (Roigé, Van
Geerp y Arrieta, 2019) son los centros relacionados con las comunidades indígenas norteamericanas
(como el Museo Nacional de los Indios Americanos, con sedes en Washington, Nueva York o Ma-
ryland). En los últimos años también se crearon instituciones vinculadas a la denominada
museología social (Navajas, 2020), como el Museu Magüta en el Amazonas que no solo permite al
pueblo tikuna explicar su historia y formas culturales en una zona cada vez más explotada por los
ribereños, sino que supone un instrumento gestionado por la propia etnia para fomentar la soste-
nibilidad de sus formas de vida tradicionales. En la vieja Europa la realidad es totalmente
diferente. No existen museos públicos dedicados a culturas específicas exógenas en los cuales ellas
mismas sean las protagonistas del relato o formen parte de su gestión. A cambio, sí que existen
numerosos museos etnográficos locales en los cuales se intenta contextualizar las raíces de cada
uno de los territorios (como el Museo Etnográfico de Grandas de Salime Pepe el Ferreiro, en As-
turias, por poner un ejemplo). En realidad puede considerarse este hecho normal, pues tanto en el
caso americano como en el europeo lo que se trata es de que las comunidades originarias de cada
territorio expliquen su propia identidad (y utilicen esos elementos para ser más sostenibles, eso sí,
con el riesgo de alterar su propia memoria para atraer a más turistas). Si analizamos en relación
con los museos el objetivo intercultural propuesto por la Convención de la Unesco nos vamos
a encontrar con una realidad similar. Los «museos de las culturas del mundo» analizados están

3 Convención de la Unesco sobre la Protección y la Promoción de la Diversidad de las Expresiones Culturales: https://en.

unesco.org/creativity/sites/creativity/files/2811_16_passport_web_s.pdf

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pensados por occidentales, gestionados por occidentales y tienen un público potencial también
occidental. Si bien cumplen la importante labor de que los habitantes autóctonos de las principales
ciudades europeas comprendan mejor la base cultural de los migrantes que han acelerado su lle-
gada a ellas en el fenómeno global actual, dentro de sus líneas de actuaciones apenas cuentan con
estrategias tendentes a la interacción, es decir, a la cocreación de contenidos o a la cogestión con
las comunidades de origen de sus colecciones. Aunque mucho más positivo que en épocas pasadas
el principio de «otredad» sigue presente en las nuevas instituciones. El papel otorgado a los parti-
cipantes no europeos se vertebra a través de la museología de la maleta ya especificada o de
explicaciones informales sobre el significado hoy de los elementos de cultura material que se ex-
ponen. El protagonismo científico sigue recayendo en los especialistas propios, si bien la mirada
de estos ha dejado de lado la superioridad cultural de épocas pasadas.

En resumen, y partiendo de todo lo anteriormente expuesto, se pueden extraer dos conclu-


siones fundamentales con respecto a los nuevos «museos de las culturas del mundo» y su
pretendida multi e interculturalidad que han proliferado en este siglo xxi en toda Europa. La pri-
mera es muy positiva. Sin duda los países han optado de forma decidida y a través de cuantiosas
inversiones por remozar sus viejos museos coloniales, eliminando de ellos sus habituales referencias
de superioridad. Cumplen, además, con una importante misión, la de acercar a la población autóc-
tona hacia el conocimiento de la base cultural de las poblaciones migrantes que reciben haciendo
especial hincapié en las dificultades tanto de su viaje como a su adaptación a territorio europeo.
Son además centros que permiten contemplar las virtudes estéticas de la cultura material de otras
partes del mundo y, solo en ocasiones, estudiar más en profundidad esas colecciones, sin duda aún
a día de hoy una de las principales funciones del museo. La segunda conclusión ya no es tan ha-
lagüeña. La participación de las comunidades de origen, de las personas tanto que se han quedado
en el territorio de influencia como que han decido migrar a las ciudades donde se sitúan los mu-
seos, es escasa y circunscrita a unos intereses que son marcados desde la propia institución.
Resulta por ello muy difícil considerar que cumplan con una función multicultural, pues la visión
siempre está determinada por el concepto de museo tradicional sin flexibilizarse para albergar otros
relatos o visiones que pudiesen proponer esas comunidades de origen. Se ha dado un primer paso
muy relevante, pero faltan muchos por dar que favorezcan la apropiación real de nuestros museos
(porque siguen siendo nuestros) por parte de sus protagonistas reales: las personas cuya identidad
y memoria colectiva está unida a las concepciones culturales que explicamos.

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Juaco López Álvarez El Museo del Pueblo de Asturias y la sociedad asturiana. Historia (y estrategias) de una identificación

El Museo del Pueblo de Asturias


y la sociedad asturiana. Historia
(y estrategias) de una identificación
Juaco López Álvarez
Museo del Pueblo de Asturias
jlopez@gijon.es

Resumen: Los museos son instituciones recientes en Asturias. El Museo del Pueblo de Asturias es
uno de los más antiguos y se fundó en 1968. Trabajo en él desde 1992 y en aquel año nadie en
Asturias identificaba este sitio con un museo según la definición del ICOM; se le conocía como «el
Pueblo de Asturias» y era un espacio (de 35.000 m2 con varios edificios) que se utilizaba para ce-
lebraciones políticas y sindicales, así como actividades culturales relacionadas con el folclore del
país, y estaba muy vinculado a la Feria de Muestras. Hoy la situación ha cambiado considerable-
mente y una parte de la sociedad asturiana identifica este lugar con un museo en el que se ad-
quiere, conserva, estudia y difunde el patrimonio cultural de Asturias. Uno de los signos más re-
presentativos de este cambio lo constituyen las numerosas donaciones que recibe en la actualidad
el museo, situación que no se daba hace treinta años. Esto ha sido el resultado de un proceso y
de unas estrategias que se analizan en esta intervención.

Palabras claves: Museo. Antropología. Sociedad. Identificación. Estrategias. Colección. Exposicio-


nes. Donaciones.

Abstract: Museums are recent institutions in Asturias. The Museo del Pueblo de Asturias (Museum
of the Asturian People) is one of the oldest founded in 1968. I have been working in it since 1992
and in that year nobody in Asturias identified this site with a museum according to the ICOM de-
finition; the place was known as «el Pueblo de Asturias» (the Asturian People) and it was a space
(35,000 m2 with several buildings) used for political and trade union celebrations, as well as cultu-
ral activities related to the folklore of the country, and it was closely linked to the Feria de Muestras
(well known Asturian trade fair). Nowadays, the situation has changed considerably and part of
Asturian society identifies this place with a museum where the cultural heritage of Asturias is acqui-
red, conserved, studied and disseminated. One of the most representative signs of this change is
the numerous donations that the museum currently receives, a situation that did not exist thirty
years ago. This has been the result of a process and strategies that are analyzed in this intervention.

Keywords: Museum. Anthropology. Society. Identification. Strategies. Collection. Exhibitions. Dona-


tions.

1. Introducción
No creo que en España los museos etnográficos o antropológicos influyan en la identidad de los
pueblos. No tienen poder para hacer tal cosa, ni la sociedad está educada para ello. Pienso, y así

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Juaco López Álvarez El Museo del Pueblo de Asturias y la sociedad asturiana. Historia (y estrategias) de una identificación

lo he constatado en las últimas décadas, que estos museos tienen que trabajar mucho para hacer-
se visibles y lograr que el entorno social se identifique con ellos. No voy a hablar de identidad,
sino de la búsqueda de identificación de un museo y de sus objetivos con la sociedad. Para ello
voy a analizar un caso concreto, el del Museo del Pueblo de Asturias, en el que trabajo desde hace
treinta años. Pero para entender lo que voy a decir antes voy a referirme al contexto de este museo
en Asturias.

Lo primero que hay que tener en cuenta es que los museos son instituciones muy recientes
aquí. En 1968, cuando se funda el Museo del Pueblo de Asturias, solo había tres museos en la
provincia: el Museo Arqueológico de Asturias, que se había creado en el siglo xix con las Comisio-
nes Provinciales de Monumentos, pero que no tuvo una sede estable y abierta al público hasta
1952; el Museo Marítimo de Asturias, en Luanco, creado en 1948 por unos veraneantes de esta
villa de la costa del centro de la región, y el Museo Internacional de la Gaita, abierto en 1966 por
iniciativa del Ayuntamiento de Gijón, en el que se exponía una pequeña colección de dieciséis
gaitas del mundo que se trasladó al Museo del Pueblo de Asturias en 1975. Este era el pobre pa-
norama de los museos en Asturias hace cincuenta y cuatro años.

La mayoría de los museos que existen actualmente se crearon entre los años ochenta y la
primera década del siglo xxi: Museo de Bellas Artes de Asturias (1980), Museo Etnográfico de Gran-
das de Salime (1984), Museo de la Minería y de la Industria (1994), Museo del Jurásico de Asturias
(1994), Museo de la Sidra de Asturias (1996), Museo del Ferrocarril de Asturias (1998), Museo Et-
nográfico del Oriente de Asturias (2000) y una docena más de museos etnográficos de ámbito local
o temático. En general, todos ellos tienen graves carencias de personal y de recursos económicos.
Por tanto se puede concluir que en Asturias no existen museos con una sólida tradición, que sean
referentes de la vida cultural y que conserven grandes colecciones.

La mayor parte de los museos etnográficos fueron promovidos por ayuntamientos con el fin
de atraer turistas y favorecer el desarrollo de la economía local orientada a la actividad turística,
después de la crisis industrial y agrícola. Hay dos museos que se salen de esta constante y que,
por su entidad, merecen resaltarse: el Museo Etnográfico de Grandas de Salime «Pepe el Ferreiro»
y el Museo Etnográfico del Oriente de Asturias, en Porrúa (Llanes). El primero se creó en 1983 por
iniciativa de José Naveiras Escanlar, «Pepe el Ferreiro» (1942-2020); fue el empeño de una persona
muy identificada con el medio rural que, ante el abandono (el concejo tenía en 1960 3.420 habi-
tantes; en 1980, 1.678 y en 2020, 815) y el desprecio hacia este mundo reaccionó coleccionando
objetos y buscando aunar el apoyo de las instituciones que deberían velar por este patrimonio
cultural (ayuntamiento y gobierno de la comunidad autónoma) para fundar un museo. En los años
noventa este museo y su director se convirtieron en un símbolo para todas las personas interesadas
e identificadas con el mundo rural en Asturias, y fue un modelo y una inspiración para la creación
de otros.

Por su parte, la fundación del Museo Etnográfico del Oriente de Asturias fue una decisión de
un pueblo, Porrúa (Llanes), que, ante la donación de una casa y un terreno por parte de un emi-
grante en México, decide en un conceyu abiertu o reunión de vecinos destinar ese espacio a
museo etnográfico y a equipamientos públicos (bolera, parque, edificio de servicios múltiples). Hay
que resaltar que Porrúa (400 habitantes) es un pueblo con mucha personalidad, se puede decir,
con mucha identidad, muy organizado, que tiene una asociación local muy activa y una escuela de
música y baile tradicionales con una banda de gaitas integrada por unas setenta personas, y que
todos los años celebra un gran mercado en el mes de agosto en el que participa la mayoría de los
vecinos, lo que fortalece la sociabilidad de sus habitantes. Cuando a finales de los años noventa
los vecinos acordaron constituir un museo, lo primero que hicieron los promotores de la idea fue
organizar una excursión al Museo Etnográfico de Grandas de Salime para enseñar a muchos de
ellos, que no habían visitado nunca ningún museo, qué era lo que querían crear en Porrúa; fueron
cincuenta vecinos a visitar aquel museo situado en el otro extremo de Asturias, a 270 km de

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distancia. Desde sus comienzos el museo está gestionado por una fundación privada y en la actua-
lidad es un elemento principal de la comunidad.

La creación de estos dos museos es el resultado de una persona y de un pueblo con una
fuerte identidad de pertenencia al mundo rural, que consideraron que el museo era el medio idó-
neo para conservar, rememorar y homenajear ese mundo. En ambos casos puede decirse que el
museo es fruto de una identidad y que ese origen ha dado a las dos instituciones una consistencia
que no tienen otros.

Los inicios de estos dos museos son comunes a experiencias similares en comunidades pe-
queñas. Cuenta Rojas Alcayaga (2014: 63 y 67) el caso de una comuna de Santiago de Chile, el
Barrio Matta, en la que lo que «activa la conciencia patrimonial del barrio es la sensación de aban-
dono, que los embargaba [a los vecinos] o, como ellos lo expresaban, ser considerados “el patio
trasero” de la comuna de Santiago». Los líderes del barrio pasaron de pensar que «el patrimonio era
lo antiguo, lo viejo, lo pasado, lo heredado», a entenderlo como algo que tiene relación con la vida
cotidiana, que una comunidad sin patrimonio es una comunidad sin historia y sin futuro: «Y, a
pesar de que la mayoría de ellos [los vecinos] no ha visitado jamás un museo, dentro de sus expec-
tativas está fundar un museo. ¿Cómo comprender esta aparente contradicción? Básicamente porque
comprenden el sentido museográfico con un sentido de vida, no de muerte».

2. Museo del Pueblo de Asturias


El caso del Museo del Pueblo de Asturias es muy diferente. Está en Gijón, una ciudad que en la
actualidad tiene 270.000 habitantes. Es un museo municipal, pero no es un museo local, ya que su
ámbito de actuación es toda Asturias. Se fundó en Gijón en 1968 con el nombre de «Museo Etno-
gráfico Pueblo de Asturias». Su creación fue una iniciativa de Luis Adaro Ruiz-Falcó (1914-2006),
ingeniero de Caminos, Canales y Puertos y presidente de la Cámara de Comercio, Industria y Na-
vegación de Gijón, contando con el apoyo del Ayuntamiento de Gijón. Se trataba de crear un
museo etnográfico al aire libre vinculado al recinto de la Feria de Muestras:

Crear un pueblo asturiano, que podría llegar a ser el Museo Etnológico de Asturias, dotándole de
todos los elementos típicos de la región. Siempre creí que era necesario recoger en un lugar todos los
elementos (casas, palacios, casonas, hórreos, paneras, útiles de labranza, enseres de casa, trajes regionales,
etc.) que constituyen la riqueza etnológica y la tradición de la región asturiana y que están en trance de
desaparecer. Es posible que en un plazo de 10 a 15 años, con el enorme cambio y transformación que está
sufriendo la Nación y sus costumbres, no nos quede ya nada de aquella Asturias bucólica y pastoril, ya hoy
tan lejana en el recuerdo de nuestros actuales tiempos (Adaro Ruiz-Falcó, 1974: 167).

Para establecer el museo se compró una superficie de cerca de 32.000 m2 y a él se traslada-


ron cuatro hórreos y dos paneras, un llagar o prensa de sidra, un mazu o martinete y una casa
solariega del siglo xvii, y se construyeron una casa campesina, una cabaña cubierta de paja, etc. Su
historia se divide en tres etapas:

Primera etapa (1968-1977). Los fundadores del museo tenían muy claro qué querían: constituir
un museo que conservase testimonios de la cultura campesina asturiana, trasladar construcciones
(siguiendo el modelo de los museos etnográficos al aire libre de Europa) y promocionar diferentes
aspectos de la cultura asturiana, aunque nunca se pusieron los medios para ello. El personal del
museo en todo este tiempo fue un director, Luis Argüelles Sánchez (1929-2014), contratado a media
jornada, y cinco vigilantes. En los primeros años se recopilaron objetos representativos del viejo mun-
do campesino a partir de unas campañas difundidas por el diario El Comercio, de Gijón, en el que
se animaba a hacer donaciones y se daba noticia de las que se realizaban. La actividad del museo se
centraba en los días de la mencionada Feria de Muestras, durante quince días del mes de agosto, y
se dedicaba a mostrar artesanos trabajando cara al público (cestero, madreñero, hilandera, tejedora,

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Figura 1. «Museo del Pueblo de Asturias (Gijón). Escanciando sidra


con la novia», 1969. Col. MPA.

herrero fabricante de cuchillos y navajas, talla de ma-


dera), actuaciones de grupos de folclore y puestos de
comida y bebida en los que se servían empanadas,
boroña y tortos de maíz, arroz con leche y sidra. To-
dos los intervinientes en estas actividades iban
«vestidos de asturianos», ofreciendo una imagen «típi- Figura 2. «Museo del Pueblo de Asturias (Gijón). Tejedo-
ca», pero irreal, de la sociedad campesina (figuras 1 ra de mantas típicas», 1969. Col. MPA.
y 2). En esos años se convocaban concursos de mú-
sica de gaita (Gaitero Mayor de España, 1970), de bolos, de literatura en «bable» o lengua asturiana y
de fotografía; se organizaban recitales de música asturiana, misas y recreaciones de actividades cam-
pesinas, como las esfoyazas. En cuanto a exposiciones, como la colección del museo no era muy
abundante, no se hicieron muchas: cerámica, artesanía, animales disecados. En 1988 el periodista
Ramón Baragaño describió estos años de la manera siguiente:

Si bien al principio el Pueblo de Asturias despertó gran expectación y contó con la colaboración
desinteresada de muchas personas y entidades, pronto el entusiasmo se fue apagando y el proyecto se
quedó a medio camino, sin convertirse en el museo etnográfico que podía haber sido una representa-
ción viva de la Asturias rural y tradicional, poniendo al alcance de todos los asturianos y de los nume-
rosos visitantes de la Feria de Muestras de Asturias una muy válida muestra de nuestra cultura popular.
[…] Además, las instalaciones habían logrado ser aceptadas por el pueblo asturiano, que veía y ve con
gran simpatía el proyecto (Hoja del Lunes, Oviedo, 19 de septiembre de 1988).

Segunda etapa (1978-1991). Con la Transición democrática el museo entra en un estado de


letargo. Salen a luz todos los problemas de inexistencia de planificación y de escasez de medios. Hay
una falta clara de definición de los objetivos que debe tener el museo, que lo lleva a una crisis e
incluso a la ruina de parte de sus instalaciones. En 1981, el Ayuntamiento de Gijón busca el aseso-
ramiento de Antonio Limón Delgado, director del Museo de Artes y Costumbres Populares de Sevilla,
y Augusto Panyella, director del Museo Etnológico de Barcelona, que se trasladan a Gijón y hacen
sendos informes con algunas propuestas; también de Julio Caro Baroja, que disculpa su participación.
La disyuntiva del museo en esos años era ser «un lugar de recreo para la población o convertirse en
el Museo Etnográfico de Asturias». En 1988 se constituye una «comisión técnica encargada de sentar
las bases de funcionamiento del Pueblo de Asturias». No se quería el modelo de los inicios, pero no
se sabía hacia dónde dirigirse. Mientras tanto, el recinto se empleaba para celebraciones políticas y
sindicales, así como para actividades culturales relacionadas con el folclore del país, y seguía estando
muy vinculado a la Feria de Muestras. En 1986 se instalaron en él varias escuelas taller con el fin de
restaurar algunas de las construcciones, mantener el jardín y formar a jóvenes en actividades artesanales

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Figura 3. Almacén del Museo del Pueblo de Asturias en enero de 1992.

como los trabajos de cerámica, vidrio, cuero o madera. Desde 1988 el museo queda sin dirección. En
esta etapa, se pierden algunas de las piezas de la colección (figura 3).

Tercera etapa (1992-2022). En 1992 nadie en Asturias identificaba este lugar con un museo
según lo entiende el ICOM o la museología; se le conocía como «el Pueblo de Asturias» y era un
espacio muy deteriorado. El objetivo de los responsables de la Fundación Municipal de Cultura de
Gijón, de la que dependía el museo desde 1985, y del nuevo equipo de personas que comenzó a
trabajar en él a partir de 1992, era crear una institución que promoviese la formación de coleccio-
nes, la investigación y la difusión del patrimonio cultural. Esta etapa se ha caracterizado por la
mejora y ampliación de las instalaciones, el aumento de plantilla y el cumplimiento de todas las
funciones que establece el ICOM para los museos. En 1998 se redactó un Proyecto museológico
que estableció los fundamentos y la evolución posterior del museo hasta la actualidad.

3. El Proyecto museológico de 1998


En 1994, una iniciativa puramente política decide trasladar el Pabellón de Asturias de la Expo92 de
Sevilla al recinto del museo, convirtiéndolo por su situación y tamaño en el edificio más visible del
mismo. Con él se frustraba la aspiración de los responsables del museo de tener un edificio hecho
a medida de las necesidades de la institución y, por el contrario, hubo que adaptar el museo a este
edificio (figura 4). En estas circunstancias se consideró que era necesario hacer una reflexión crítica

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Figura 4. Pabellón de Asturias de la Expo92 trasladado al Museo del Pueblo de Asturias en 1994. Fotografía de Marcos Morilla.

sobre su futuro y redactar un Proyecto museológico. Este fue elaborado en 1998 por un equipo
integrado por personal del centro y de la Fundación Municipal de Cultura de Gijón, y un grupo de
expertos coordinado por el diseñador Enric Franch y formado por Marc Augé, antropólogo, ensa-
yista y director de estudios de L’École des Hautes Etudes; el arquitecto Pere Puig; Martine Millet,
museóloga y conservadora del Musée National des Arts et Traditions Populaires, de París; Veronique
Braum, experta en relaciones internacionales; el economista Francesc Roca, autor del Libro blanco
de los museos de la ciudad de Barcelona; Dolors Llopart, antigua directora del Museo de Artes,
Industrias y Tradiciones Populares de Cataluña, y el paisajista Manel Colomines.

El actual museo es el resultado de este proyecto. En él se establecían como objetos centrales


el patrimonio etnográfico asturiano y el compromiso con la sociedad. El museo debe funcionar
como productor de conocimiento etnográfico y como lugar de ritual, y debe convertirse en un
«lugar» en sentido antropológico. El conocimiento y la información se ven como objetivos funda-
mentales y se entienden como patrimonio de la colectividad (figura 5).

Se propone construir un museo como «lugar de ritual» (exposiciones, presentaciones, organi-


zación de eventos, actividades periódicas) y como lugar de servicios (encuentros, cursos, trabajos
de investigación, formación); un museo abierto al exterior, haciendo suyo el parque y actuando en
todo el territorio asturiano; un museo con ámbitos de actuación próximos a las necesidades de la
sociedad asturiana, que combine de forma positiva y equilibrada el rigor en su trabajo y su función
básica con los servicios de divulgación, animación y ocio.

Uno de los objetivos que se propone es buscar el reconocimiento del entorno social donde
está, es decir, de la sociedad asturiana. Un espacio en el que se reconozca esa sociedad, que lo
vea como suyo, que se identifique con él. Esto, aunque parezca un objetivo fácil para un museo
etnográfico o de historia, no lo es tanto en España por diversas razones. Muy pocas personas saben

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qué es la etnografía, pues esta disci-


plina no se explica en ningún nivel
de la enseñanza obligatoria. Los mu-
seos de este tipo, dedicados a la vida
cotidiana, no tienen el prestigio so-
cial de la arqueología (de los
orígenes de la humanidad, de la an-
tigüedad remota) ni de las bellas
artes, que son materias que se ense-
ñan en la escuela, el instituto y la
universidad. Hay una jerarquía en la
valoración del patrimonio cultural,
que no favorece su conservación y
que se evidencia en múltiples aspec-
tos como, por ejemplo, el número de
trabajadores de los museos. Según la
Estadística de Museos y Colecciones
Museográficas del Ministerio de Cul-
tura de 2018, en los museos de arte
contemporáneo trabajan una media
de 16 personas; en los museos de
bellas artes, 14; en los museos de
ciencias naturales, 13; en los museos
arqueológicos, 11… y a la cola de
todos ellos están los museos etno-
gráficos y antropológicos, con 4,5
personas. Los medios de comunica-
ción son partícipes de esta jerarquía
y colaboran en ella. No existe el há-
bito social de visitar museos.

El patrimonio es una construc-


ción social y para ello debe ser
Figura 5. Plano actual del Museo del Pueblo de Asturias. asumido como un bien real en la so-
ciedad o en toda la colectividad. Un
factor indispensable para que se realice este proceso es que la institución que lo promueva tenga
prestigio social. Debe tener credibilidad, ha de ser capaz de crear opinión. En definitiva, debe ser
un punto de referencia en la sociedad de su tiempo. Si no hay credibilidad, el bien social no será
asumido como tal. El rigor y la coherencia tienen que ser valores básicos de la institución y de los
servicios que ofrece. El museo debe hacerse conocer.

El museo es un organismo ligado al territorio y a la comunidad en el sentido más estricto y


por ello adquiere su validez a partir de esa identificación. La relación con lo local es el centro de
su trabajo y de su papel como institución. Tiene que existir para su región y tiene que responder
a ciertas demandas de la sociedad que hay que identificar. Identificación sin nostalgia, existencia
local y, por fin, existencia trasnacional.

4. Estrategias del museo para identificarse con la sociedad


En estos últimos treinta años el Museo del Pueblo de Asturias ha llevado a cabo diferentes labores
para intentar conseguir esta identificación con la sociedad asturiana con el fin de cumplir su prin-
cipal objetivo, que es el patrimonio cultural asturiano. Vamos a enumerarlas con brevedad.

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Mejora de las instalaciones. La mejora de las instalaciones y el mantenimiento continuo de


las edificaciones y del parque del museo dan a la institución un grado de calidad que es, sin duda,
uno de los mayores alicientes para una buena valoración por parte de la comunidad. Los nuevos
almacenes del museo, a los que periódicamente se organizan visitas, ofrecen una imagen de aten-
ción y buena conservación del patrimonio que se guarda en él (figura 6).

Figura 6. Almacén del Museo del Pueblo de Asturias en la actualidad. Fotografía de Marcos Morilla.

La diversidad de las colecciones del museo. Hasta 1992 solo se coleccionaban objetos relaciona-
dos con el mundo campesino más tradicional, y la colección que había era pequeña y poco
representativa. En ese año se comenzó una intensa política de adquisiciones con el fin de formar una
colección que representase el pasado de la sociedad asturiana en su conjunto y en su diversidad:
campesinos, obreros, burgueses, artesanos, emigrantes, profesionales, etc., así como sus cambios en
los dos últimos siglos. Se amplió considerablemente la colección de objetos que abarcaban numero-
sos ámbitos de la sociedad, así como sectores que antes no se contemplaban: artes gráficas,
documentación, grabados, fotografías, instrumentos musicales, aperos de fabricación industrial, etc.

Los objetivos de esta política son varios: cumplir un mandato científico impuesto por el con-
cepto antropológico de cultura; cubrir huecos que existían en los museos y archivos de Asturias,
en los que no se adquirían ni conservaban testimonios como la fotografía, la correspondencia de
las clases trabajadoras, los carteles anteriores a la implantación de la Ley del Depósito Legal de
1958, los archivos de comercios y muchas otras cosas; y, por último, atraer el interés de investiga-
dores, aficionados y toda la sociedad a estas nuevas colecciones con el fin de que se sientan
identificados con el museo a través de ellas. En este sentido, la fotografía ha sido decisiva para este
último cometido gracias a su atracción y su poder para conservar y despertar la memoria de las
personas; el museo pasó de tener en 1992 veintidós fotografías en blanco y negro procedentes de
un concurso que se convocó en 1970 a los más de dos millones que conserva en la actualidad,
que pertenecen a más de cien archivos de fotógrafos profesionales, aficionados, antropólogos,
montañeros, periódicos y revistas, empresas, etc. (figuras 7 a 9).

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Figura 7. Taller de cigarrillos superiores de la Fábrica de Tabacos de Gijón, 1906. Fotografía de Julio
Peinado. Col. Museo del Pueblo de Asturias.

Figura 8. Cartel de promoción turística de Asturias, h. Figura 9. Carta de una emigrante asturiana en América desde
1945. Alfonso (Alfonso Iglesias). Col. Museo del Pueblo Aguas Buenas (Argentina) a Barcia (Valdés, Asturias), 1917. Col. Mu-
de Asturias. seo del Pueblo de Asturias.

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La difusión. A la par que se iba acre-


centando la colección del MPA, se han ido
difundiendo estos materiales a través de ex-
posiciones organizadas por el propio museo
tanto en su sede como fuera de ella. Desde
1992 el museo ha organizado unas ciento
treinta exposiciones que en todos los
casos han sido novedosas para la sociedad
asturiana, que de este modo ha ido descu-
briendo el valor de muchos materiales que
antes no tenían ninguno. Hemos seguido a
rajatabla el concepto de museo como pro-
ductor de patrimonio cultural. Asimismo, se
ha mostrado en estas exposiciones el cam-
bio de la sociedad asturiana y las clases
sociales. Así sucede en la exposición per-
manente del museo «Los asturianos en la
cocina. La vida doméstica en Asturias, 1800-
1965», abierta en 2005, en la que en tres
espacios se muestran las transformaciones
de la sociedad asturiana en ese periodo:
1. 1800-1860. Campesinos y señores; 2. 1880-
1936. Obreros y burgueses, y 3. 1950-1965.
«Productores» y clase media (figura 10).

Para llegar al mayor número posible


de personas el museo ha promovido un am-
bicioso programa de exposiciones itinerantes,
que refuerce su presencia en el territorio.
Muchas de nuestras exposiciones, sobre todo
las de fotografías, se ofrecen a los museos
integrados en la Red de Museos Etnográficos
de Asturias y a las casas de cultura. También
se han organizado exposiciones itinerantes
para los museos de esta red, así como otras
hechas por encargo. Entre estas últimas quie-
ro mencionar las que muestran el pasado de
las localidades a través de fotografías que
conserva el museo, y que constituyen una
devolución a esos lugares de su propio pa-
trimonio: «Villaviciosa en imágenes,
1880-1937. Fotografías históricas de Villavi-
ciosa en los fondos del Museo del Pueblo de
Asturias» (2008); «La ciudad despierta. Ovie-
do en la colección fotográfica del MPA, Figura 10. Tres modelos de fiambreras en la exposición «Los astu-
1858-1978» (2020-2021); «Castropol-Asturias rianos en la cocina. La vida doméstica en Asturias, 1800-1965».
xx-xxi, un pueblo, un siglo» (2021), y «De Fotografías de Mara Herrero.
villa a ciudad. Avilés en la colección fotográ-
fica del MPA, 1860-1937» (2022). Otras exposiciones se han organizado para el Centro de Cultura
Antiguo Instituto, en Gijón: «El cartel en Asturias. Colección del MPA» (2009), «Líneas al vuelo. Ilustra-
ción y diseño gráfico en Asturias, 1879-1937» (2017) y «Patria de sidra. La industria de la sidra
champagne en Asturias, 1884-1936» (2019); para el Museo Arqueológico de Asturias, en Oviedo: «Co-
vadonga en la fotografía. Colección del Muséu del Pueblu d’Asturies» (2018) y «Asturias en 3D.

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Fotografía estereoscópica en la colección fotográfica del MPA» (2022), y para el Museo Nacional de
Antropología, en Madrid: «Tipos populares. Baltasar Cue. Fotografías 1891-1894» (2014), «La vida por
delante. La infancia en la calle, 1941-1951. Fotografías de Valentín Vega» (2016) y «Frente a frente. Dos
visiones fotográficas de la Guerra Civil. Constantino Suárez y Florentino López Floro» (2019).

Como ejemplo de esta política de exposiciones itinerantes mencionaré que hoy mismo se
pueden ver cuatro en diferentes localidades de Asturias: «¿A qué jugamos?», en la Fundación José
Cardín, en Villaviciosa; «Para quitarse el sombrero. Un siglo de tocados en las colecciones del MPA,
1875-1975», en el Museo Etnográfico del Oriente de Asturias, en Porrúa (Llanes); «Frente a frente»,
en la Casa de Cultura de Infiesto; «Asturias a la vista, 1965-1990. Fotografías de José Vélez», en el
Museo Etnográfico de Grandas de Salime, y «Edmundo Lacazette y Manuel Gimeno. Una hermandad
fotográfica, 1891-1901», en la Casa de Cultura de La Arena (Soto del Barco).

La mayor parte de estas exposiciones se acompañan de catálogos que en muchos casos pue-
den consultarse y descargarse libremente en internet.

Por último, dentro de esta política de difusión de los fondos, el museo presta numerosos mate-
riales a otros museos, así como a casas de cultura y a colegios de Gijón para exposiciones temporales.

Noticias de prensa. El museo mantiene una estrecha relación con los medios de comunica-
ción. Todo lo que se hace está orientado a favorecer la construcción de patrimonio cultural. A
través de extensas notas de prensa, se informa de las exposiciones, de la adquisición de coleccio-
nes o de piezas de especial interés, de colecciones significativas del museo o materiales
relacionados con fechas especiales (Navidades y Fin de Año, Día de la Mujer). La presencia en los
medios de comunicación tiene que ser intensa y periódica.

El MPA, un «lugar antropológico». Para atraer a las personas que no visitan nunca un museo,
al «no público», el museo debe asumir su condición de lugar antropológico y de «espacio de ritua-
lización» a partir de eventos, considerando el museo como un hecho vital.

Para ello debe dedicar un gran esfuerzo en la creación, programación y difusión de eventos
que se institucionalicen en la sociedad asturiana. El objetivo de estos encuentros es potenciar los
mecanismos para establecer, reproducir o renovar las identidades individuales y colectivas. El pro-
yecto museológico de 1998 proponía la realización de actividades fijas del museo, actividades de
régimen secuencial y actividades ligadas a fiestas, procesos productivos u otro tipo de hechos pre-
sentes en la cultura y la sociedad asturiana.

Para llevar a cabo esta propuesta se cuenta con un espacio ajardinado de más de 30.000 m2 en
los que se reservó un área para actividades lúdicas donde está la bolera y un gran prado cercado.
En este se construyó en 2007 el Tendayu, un espacio cubierto de 400 m2 que tiene la singularidad
de poseer una armadura de madera de castaño hecha siguiendo modelos antiguos de carpintería de
armar. Debido a su gran éxito social, esta construcción supuso un cambio radical en las actividades
del museo y en la llegada de nuevos públicos. En él se organizan cuatro clases de actividades:

1. Actividades organizadas por el propio museo: «Música nel Muséu», ciclo de conciertos de
música tradicional asturiana; «Cine en ‘A», ciclo de cortometrajes de temática o producción asturiana;
«Día Internacional de los Museos», con la colaboración de la Red de Museos Municipales de Gijón.

2. Actividades organizadas por el Ayuntamiento de Gijón: «Alcuentros de la mocedá cola llingua


asturiana», organizado por la Oficina de Normalización Llingüística; «Arte en la Calle», ciclo de con-
ciertos organizado todos los domingos de julio y agosto; «Femenino Plural», encuentro de las Vocalías
de la Mujer organizado por la Oficina de Políticas de Igualdad; «Día mundial del medio ambiente»,
organizado por la Empresa Municipal de Aguas; «LEV Festival», patrocinado por diversas entidades
municipales y privadas; presentaciones institucionales de campañas de promoción turística.

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3. Actividades organizadas por asociaciones, fundaciones y otras entidades culturales: «Días


Europeos de la Artesanía» (Fundesarte y Mercado Ecológico y Artesano), «Primer sidre l’añu»
(Fundación Asturies XXI), «Día de la Reciella» (La Reciella. Familias pol asturiano), «Fiesta inter-
cultural África-Asturias» (Los Amigos de Thyonck-Essyl), «Folixa Popular el Día de Asturias»
(Podemos-Equo Xixón), «Día de los Emigrantes Españoles y Retornados de Asturias» (Asociación
de Emigrantes Españoles y Retornados de Asturias), «Concurso de Bolos Museo del Pueblo de
Asturias-Feria de Muestras» (Peña Bolística El Piles), «Día Internacional del Pueblo Gitano» (Secre-
tariado Gitano), etc.

4. Celebraciones privadas: principalmente bodas y espichas o comidas acompañadas de sidra.


En 2019 se celebraron catorce banquetes de boda en el museo, algunos de los cuales incluyeron
también la celebración civil del enlace matrimonial (figuras 11 a 13).

Figura 11. Museo del Pueblo de Asturias. El Tendayu. Fotografía de Marcos Morilla.

Figura 12. Talleres en los Días Europeos de la Artesanía en el Figura 13. Fiesta de las Vocalías de la Mujer en el Tendayu,
Tendayu, 2021. 2019.

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5. Identificación museo y sociedad


La situación del Museo del Pueblo de Asturias ha cambiado considerablemente con respecto a 1992
y en la actualidad creemos que una parte de la sociedad asturiana identifica este lugar con un
museo en el que se adquiere, conserva, estudia y difunde el patrimonio cultural de Asturias.

¿Qué indicadores tenemos para medir el éxito de esta política de búsqueda de identificación?
Hay varios. El número de estudiantes universitarios en prácticas, las consultas de investigadores, las
noticias en prensa y las donaciones. Todos estos indicadores son ahora mucho más altos que en
1992, cuando sencillamente no existían, pero voy a resaltar uno: las donaciones.

Como dije al comienzo de la charla, el objeto principal del museo es el patrimonio cultural,
la salvaguarda del patrimonio común y, en consecuencia, las donaciones son un indicador muy
relevante de esa identificación social del museo. En los primeros años, la compra era el único me-
dio de ingreso de materiales. Compras que se hacían a anticuarios, en el rastro y a particulares. Por
el contrario, en los últimos años, la mayor parte de los ingresos son donaciones y depósitos, que
van desde un libro a un archivo fotográfico de cien mil negativos o a una colección de doscientos
aparatos de radio y reproductores mecánicos de música. La donación de un patrimonio familiar o
de una colección que se aprecia, y que a veces también tiene un elevado valor económico en el
mercado, es una muestra de máxima confianza con respecto al museo. En 2015 el número de do-
naciones fue de veinticuatro; en 2016, veinte donaciones; en 2017, veintiséis donaciones y cuatro
depósitos; en 2018, cincuenta y nueve donaciones y nueve depósitos; en 2019, sesenta donaciones
y siete depósitos; en 2020, cuarenta y nueve donaciones y cinco depósitos, y en 2021, sesenta y
cinco donaciones y seis depósitos. Lógicamente, de algunas de estas donaciones se informa a los
medios de comunicación con notas de prensa en las que se detalla el valor patrimonial de la do-
nación, y que se acompañan de numerosas imágenes, con el fin de reconocer públicamente el acto
de los donantes y también de favorecer la «construcción social» del patrimonio cultural.

Un ejemplo del papel del museo en esta «construcción» es la siguiente carta que envió una
vecina de Oviedo después de ver una exposición de fotografías del Museo del Pueblo de Asturias,
ofreciendo la donación de una colección de diapositivas fotográficas:

Fototeca
Museo del Pueblo de Asturias 8 de agosto de 2021
Mi nombre es M. E. S. A. y actualmente resido en Oviedo. Esta mañana estuve en la Feria de
Muestras y vi el stand de FOTOTECA.
Soy viuda de un aficionado a la fotografía y me ha dejado unas cuantas diapositivas (¿700?). Apar-
te de tenerlas insertadas en los carros que llevan las cajas donde están guardadas, tengo un proyector y
la pantalla con el trípode. El motivo de dirigirme a ustedes es porque quiero que no estén tan escondidas
en un cajón siendo tan bonitas. También les diré que mi marido no era un gran fotógrafo, pero tenía
mucho gusto para escoger los motivos de las fotos y yo les daría, si quisieran, todo ello para «recreo» de
las personas que quisieran verlas. Algunas están tomadas en lugares fuera de Asturias y otras aquí.
Yo no tengo idea de sacar fotos, pero me encanta verlas. Si quieren pedir opinión a alguien les
diré que estuvo algunos años de alumno con R. M. Ya pueden perdonar por todo el «rollo» que les he
metido. Pero me llevaría una gran alegría que se quedasen con ellas. No quisiera que si un día faltase
yo fueran abandonadas en cualquier rincón.
Muchas gracias. Atentamente.

Ayer, comentó aquí Gonzalo Ruiz Zapatero el valor que tienen los libros de visitas para co-
nocer la opinión de los visitantes sobre el museo y las exposiciones. Soy de este mismo parecer,
y por ello voy a terminar mi intervención leyendo algunos comentarios que quiero compartir con
ustedes. Los dos primeros fueron escritos en el libro de la exposición «Gijón Fabril (1915-2016).
Industria, patrimonio y museo», organizada en 2018, que mostraba una selección de fotografías y

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Juaco López Álvarez El Museo del Pueblo de Asturias y la sociedad asturiana. Historia (y estrategias) de una identificación

objetos procedentes de esta fábrica gijonesa de botellas de vidrio (que llegó a emplear a unos
quinientos trabajadores), que ingresó en el museo por donación de los administradores concursales
de la empresa:

En nombre de mi padre Julio Lafuente Menéndez, trabajador de Gijón Fabril desde 1943 a 1982,
agradezco que se mantenga viva la memoria de una parte importante de nuestra ciudad y de nuestros
ciudadanos (Margarita Lafuente).

Una lástima que mi padre no pueda estar aquí para recordar tantos años trabajados y toda una
vida vinculada a una empresa. Aquí forjó grandes amistades. En recuerdo de mi padre, Ángel Sáez; mi
abuelo, Ernesto Martínez; mi bisabuelo, Isolino Buceta y mi tío, José Torres, trabajadores de Gijón Fabril
y maravillosas personas (Belén Sáez).

Los dos últimos comentarios están recogidos en un libro de visitas del museo, y son muy
significativos de lo que hemos querido expresar en esta conferencia:

Me ha gustado mucho ver cosas de mi infancia. Recordar momentos con mi familia con solo ver
un vaso, un plato, un armario… es algo mágico que ya no se va a repetir. Gracias por mantener esto
vivo y que así podamos todos disfrutar de este museo con las cosas de antes. 9/agosto/2019. [Firma
ilegible], asturiana.

Después de 41 años vengo por primera vez a este Museo del Pueblo de Asturias, y eso que soy
de Gijón. La verdad que nunca es tarde para conocer esta maravilla. Fantástico retrato de nuestra socie-
dad a través del tiempo. Digno de ver, enhorabuena. María Pérez.

Bibliografía
ADARO RUIZ-FALCÓ, Luis (1974): Historia de las Ferias de Muestras de Asturias (segunda época 1965-
1974). Gijón: Cámara Oficial de Comercio, Industria y Navegación de Gijón.
ROJAS ALCAYAGA, Mauricio (2014): «Museos y comunidad. Estrategias creativas para públicos en barrios
patrimoniales», en Iñaki Arrieta Urtizberea (ed.): La sociedad ante los museos. Bilbao: Universidad
del País Vasco, pp. 53-74.

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Juan Valadés Sierra Rompiendo tópicos de la identidad local desde la experiencia rayana del museo

Rompiendo tópicos de la identidad local


desde la experiencia rayana del museo
Juan M. Valadés Sierra
Museo de Cáceres
jvalades1@gmail.com

Resumen: Los museos tienen la obligación de desarrollar y fomentar la investigación en el ámbito


de sus colecciones, así como también la de ofrecer una información veraz combatiendo los tópicos
ya asentados sobre aspectos culturales o hechos históricos. Desde el Museo de Cáceres se ha pro-
curado identificar y romper algunos de esos tópicos, principalmente en el campo de la indumen-
taria y la orfebrería tradicional, pero también en cuanto al valor de la frontera como espacio de
intercambio e interacción entre pueblos que han desarrollado una identidad específica rayana
compatible con sus respectivas identidades locales y nacionales.

Palabras clave: Identidad local. Tópicos. Indumentaria tradicional. Orfebrería de filigrana. Fronte-
ra hispano-lusa. Cultura rayana.

Abstract: Museums have the responsibility to develop and promote the researching within the
scope of their collections, as well as to offer truthful information combating already established
topics on cultural aspects or historical facts. The Cáceres Museum has attempted to identify and
break some of these topics, mainly in the field of traditional clothing and goldsmithery, but also in
terms of the value of the border as a space for exchange and interaction among peoples who have
developed a specific identity, compatible with their respective local and national identities.

Keywords: Local identity. Topics. Traditional clothing: Filigree goldsmithery. Spanish-Portuguese


border. Border culture.

1. Introducción
El conjunto de referentes culturales y sociales que conforman el patrimonio cultural de un grupo
proporciona a quienes forman parte de él una cierta estabilidad en el tiempo y en el espacio, y les
provee también de unos lazos con las generaciones anteriores, un anclaje, que hacen posible que
las personas se sientan parte de un «nosotros» que es actual y que también se retrotrae en el tiem-
po. La identidad de un grupo, sea supranacional, nacional o local, se sustenta en la apropiación de
su patrimonio y la afirmación de su singularidad frente a «los otros»; los museos, como instituciones
implicadas en la enculturación, tienen un importante papel que desempeñar en esa afirmación
identitaria, pues proporcionan al grupo buena parte de los referentes en que se basan los rasgos

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Juan Valadés Sierra Rompiendo tópicos de la identidad local desde la experiencia rayana del museo

identitarios. El museo como institución ejerce como marcador y legitimador de aquellos bienes o
aspectos culturales que se incorporan a su discurso, ya que su aceptación los convierte en rasgos
culturales significativos para el grupo, que de este modo los selecciona como marcadores en los
que sustenta su identidad.

La identidad local tiene mucho que ver con el pasado en el que el grupo busca sus raíces
legitimadoras, lo que confiere al museo un papel fundamental porque posee los objetos que ejer-
cen como vínculos físicos entre las generaciones presentes y pasadas. Pero todo grupo social tiene
una visión de sí mismo, se reconoce en unos hechos o aspectos culturales en que los mitos tienen
un peso importante; esto puede entrar en conflicto con el papel del museo, en tanto que institución
con vocación científica obligada por la búsqueda de la veracidad y por el fomento de la intercul-
turalidad.

Vamos a presentar algunas ideas y experiencias que muestran hasta qué punto los mitos, las
verdades asentadas o las versiones oficiales sobre marcadores culturales que dan soporte a la iden-
tidad grupal deben ser analizados, discutidos y, en su caso, combatidos desde el museo. Se trata
de una labor ingrata, y acaso impopular, que debe ser abordada por los museos locales como por
el resto de instituciones implicadas en la formación de las generaciones presentes y futuras como
parte de su compromiso por la veracidad, el rigor y el diálogo intercultural. Nos centraremos para
ello en el caso de diferentes tópicos fuertemente asentados sobre determinados aspectos de la
cultura extremeña, presentando los avances experimentados en la búsqueda de una presentación
rigurosa de esos aspectos en los museos a través de una labor continuada de difusión que se sirve
además de la virtual desaparición de la frontera propiciada por el nuevo espacio europeo y la
conformación de un nuevo referente cultural, como es la identidad rayana y lo que ello implica en
el campo de la cultura.

2. Investigación versus «versiones oficiales»


Probablemente una de las mayores desdichas que ha sufrido la investigación etnográfica de Extre-
madura es que hasta el año 2020 no se haya publicado una traducción al castellano de la esencial
obra de Ruth Matilda Anderson Spanish costume. Extremadura (1951)1. Se trata de un completo y
minucioso itinerario llevado a cabo por la investigadora estadounidense recogiendo imágenes, no-
tas y testimonios sobre la indumentaria tradicional y sobre otros muchos aspectos del patrimonio
cultural de la región; el trabajo de campo fue llevado a cabo en sendos viajes, el primero en 1928,
y entre 1948 y 1949 el segundo. En aquellos momentos, sobre todo en la primera de las fechas,
estaban en proceso de cambio profundo, cuando no en plenos estertores de muerte, muchos as-
pectos de la sociedad tradicional extremeña que Anderson alcanzó a documentar, y especialmente
aún pudo estudiar numerosas prendas y modos de vestir que habían identificado a diversas loca-
lidades de la región durante todo el siglo xix; en su segundo periplo pudo comprobar cómo habían
desaparecido muchas de las personas entrevistadas en 1928, y con ellas numerosos conocimientos,
saberes y costumbres que habían conformado ese corpus identitario de las poblaciones en que
habían vivido.

Lamentablemente, el trabajo de Ruth Matilda se publicó tardíamente, más de veinte años


después del primer viaje, y apareció en Nueva York en edición inglesa. El generalizado descono-
cimiento de esa lengua entre los investigadores y público extremeños de la década de 1950 y
siguientes hizo el resto de la labor necesaria para que aquel trabajo básico pasase casi totalmente
desapercibido durante años. No deja de llamar la atención que el libro de Anderson no sea citado
por el conde de Canilleros en Extremadura. La tierra en la que nacían los dioses (1961), por Valeriano

1Se trata de la traducción de Emilio Moreno disponible en el portal de internet «Biblioteca Virtual Extremeña». https://www.dro-
pbox.com/s/3mbwzceaue2b74p/Spanish-Costume-Extremadura-en-Espa%C3%B1ol.pdf?dl=0

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Gutiérrez Macías en su libro Por la geografía cacereña. Fiestas populares (1968), o por Mª Ángeles
González Mena en su guía de la sección etnográfica del Museo de Cáceres (1976). Consta, sin em-
bargo, alguna honrosa excepción, como la de Antonio Rodríguez Moñino (1910-1970), que no solo
conocía bien la lengua inglesa y seguramente la obra de Anderson, sino que llegó a ocupar la vice-
presidencia de la Hispanic Society of America, en donde la investigadora trabajaba2.

Esa época de inopia investigadora coincidió con los tiempos en que ya se había perdido el
impulso científico de los estudios de folklore y del regionalismo que la Guerra Civil se llevó por
delante. Unos tiempos en los que reinaban escritores recopiladores de tradiciones y costumbres
locales desde el autodidactismo acientífico y en los que la Sección Femenina hacía y deshacía,
copiaba, cambiaba o inventaba los trajes «populares» por toda la región. Eran los años de la inven-
ción de la tradición, de la idealización del mundo rural, de la adulteración y de la acuñación de
las versiones oficiales en lo que a la investigación del folklore y la indumentaria tradicional se re-
fiere. Así, fueron asentándose las verdades indiscutibles sobre fiestas, danzas, canciones, prendas
de vestir y costumbres que llegaron prácticamente inmutables hasta la década de 1980 sin que
nadie, o muy pocas personas, conociera la «otra versión» que ofrecían meritorios trabajos como el
de Ruth Matilda Anderson, o la que estaba, y ahí sigue casi sin aprovechar, contenida en las fuen-
tes gráficas, documentales y hemerográficas que solo en las últimas décadas han comenzado a
explotarse.

Por todo ello, resulta paradójico que prácticamente todos los trabajos sobre indumentaria
extremeña publicados en el último cuarto de siglo citen el libro de Ruth Matilda Anderson, e in-
cluso utilicen sus fotografías, sin que una parte de ellos rentabilice adecuadamente el contenido o
cite siquiera el origen de tan emblemáticas imágenes. Así, podemos encontrar publicaciones que
identifican el sustrato galaicoportugués en los trajes femeninos de Olivenza, con faldas de estilo
miñoto, corpiños negros escotados, sombreros de paja e incluso grandes faldas de paño que las
campesinas anudaban entre sus piernas a modo de pantalón, «como otras mujeres alentejanas»
(García Ballesteros et al., 1998: 74), mientras que Anderson había indicado, casi cincuenta años
antes, que:

En Olivenza, dijo la Directora (de la Sección Femenina), no existía una sola prenda tradicional, ni
siquiera una fotografía de un traje local, solo recuerdos de alguno en la mente de mujeres mayores.
Sobre esta débil base la Sección se puso a trabajar, a partir de lo que describían las mujeres […] La apro-
ximación más cercana al traje de Olivenza puede encontrarse en las bien realizadas muñecas expuestas
en el Museu de Arte Popular de Lisboa (Anderson, 1951: 249-250)3.

Y es que esa época de amateurismo investigador nos deparó hipótesis e interpretaciones que,
a fuerza de repetirse y retroalimentarse sin explicaciones alternativas, se convirtieron poco a poco
en versiones oficiales sobre los más variados aspectos de la identidad local en diferentes poblacio-
nes extremeñas. Si nos referimos a las fiestas populares encontramos muchos ejemplos de cómo
las leyendas y teorías más rocambolescas sobre el origen de las mismas, contadas por los partici-
pantes en ellas a los escritores del momento o imaginadas por estos, pasaron a convertirse en
verdades indiscutidas desde que quedaron impresas y comenzaron a repetirse una y otra vez. En
Piornal, por ejemplo, se dijo que Jarramplas, la máscara que focaliza la fiesta de San Sebastián, era
en realidad un trasunto de viejas costumbres tribales celtibéricas que reflejan el mito de Hércules
dando muerte a Caco, el ladrón de ganado mitad hombre mitad sátiro que tenía aterrorizada a toda
la población que vivía en los alrededores de su guarida (Sayans Castaños, 1969). Hubo que esperar
décadas para que antropólogos con formación universitaria explicaran la fiesta enmarcándola en
las celebraciones de invierno propias de la cultura pastoril del norte de la provincia cacereña;

2 Marcado como desafecto al régimen franquista, el trabajo de Rodríguez Moñino no gozó del reconocimiento merecido y tuvo

que desarrollar gran parte de su carrera profesional e investigadora en los Estados Unidos.
3 En este, como en el resto de pasajes citados de la obra de Anderson, la traducción es nuestra.

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Jarramplas, que no debería diso-


ciarse de su sentido cristiano, sería
un demonio que personifica las
fuerzas del mal y las fieras que tra-
tan de hacer sufrir al santo patrón,
y por ello es lapidado y expulsado
por el pueblo al tiempo que le «da
fiesta» (Cruces y Díaz de Rada,
1992: 69; Flores del Manzano,
1998: 122; Marcos Arévalo, 1999),
identificándose actualmente como
el símbolo a partir del cual se
construye la identidad colectiva
piornalega (Díaz Iglesias, 2006) (fi-
gura 1).

Otras conocidas fiestas extre-


meñas, las diferentes Encamisás
que se celebran en localidades
como Torrejoncillo o Navalvillar de
Pela, fueron explicadas con oríge-
nes heroicos y legendarios. La de
Torrejoncillo, celebrada con motivo
de la fiesta de la Inmaculada Con-
cepción, con la presencia de jinetes
cubiertos de vestiduras blancas
que disparan salvas de escopeta
dando vivas a la Virgen, se convir- Figura 1. Jarramplas de Piornal. Fotografía: Museo de Cáceres, 1998.
tió, a través de las explicaciones de
folkloristas e historiadores, en la representación de la victoria de las tropas españolas en la batalla
de Pavía (1525) gracias a la intercesión de Nuestra Señora. Al parecer, la Virgen indicó al torrejon-
cillano capitán Ávalos que los soldados debían llevar tales vestimentas para no ser vistos por el
enemigo en medio de la nieve, y así vencer gracias al factor sorpresa de su ataque (Muñoz de San
Pedro, 1961: 156), aunque no faltan explicaciones que hacen remontar los orígenes a la Antigüedad
relacionando la fiesta con el culto a la diosa indígena Ataecina (Domínguez Moreno, 1984: 21). No
hace falta decir que no hay documento alguno que corrobore ninguna de esas hipótesis; por el
contrario, llama la atención que la Inmaculada Concepción no solo fuese la única imagen de la
parroquia que nunca tuvo cofradía, sino que además fuese aparentemente vendida y sustituida por
otra Inmaculada Concepción que tampoco tuvo cofradía, que en Torrejoncillo no se documenten
hasta casi finales del siglo xix mujeres llamadas Concepción, o que no haya ni una sola mención
a la Encamisá en los libros parroquiales ni en las actas municipales de ese mismo siglo (López
Bernalt, 1998: 172).

También se supone que la Encamisá que se celebra por San Antón en Navalvillar de Pela
remonta sus orígenes a una batalla habida en 1232 entre los musulmanes y los caballeros templa-
rios para expulsar del pueblo a los primeros (Díaz Ramírez, 1998: 11), pero una reciente tesis
doctoral ha señalado que no hay ninguna evidencia documental de la celebración de la Encamisá
peleña antes de la Guerra Civil de 1936-1939, siendo lo más probable que comenzara a celebrarse
en los primeros años de la posguerra (Rodríguez Masa, 2015: 676).

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Parecidos efectos de la falta de investigación y de la imaginación de algunos autores aprecia-


mos en determinadas explicaciones sobre el origen de «Las Italianas», mujeres danzantes que salen
cada año en la fiesta de Santa Isabel en Garganta la Olla, y que antes del Concilio Vaticano II
celebraban la Visitación de la Virgen. De esta danza, que no se duda en calificar de «antiquísima»,
se decía que:

Procede de la cabaña celtibérica y, más aún, de Italia —de donde recibió la denominación de «Las
Italianas»—, habiendo sido incorporada a nuestro acervo por soldados y pastores naturales de Garganta
la Olla que estuvieron presentes en el país citado y que la Iglesia prestó su autorización para que figu-
rasen en las fiestas españolas reseñadas, debido a lo cual han podido conservarse mejor (Gutiérrez
Macías, 1968: 212-213).

Y todo ello a pesar de que el riguroso musicólogo Manuel García Matos había investigado
sobre la danza de «las Italianas» de Garganta la Olla, porque no le convencían las explicaciones
legendarias que recogió en el pueblo; una pesquisa en el Archivo Parroquial le permitió encontrar
un documento fechado en 1607 que reflejaba el pago de cuatro reales a un tamborilero por su
trabajo en las danzas de «Gitanas». Las ocho gitanas (hoy «italianas») de la danza de Garganta la Olla
se corresponderían con las mismas ocho gitanas que danzaron junto a Preciosa, la protagonista de
La gitanilla de Cervantes; la misma referencia al «baile de las Gitanas» se encuentra en otro docu-
mento de 1728, y por esos mismos años la danza empieza a ser denominada «de las Hitalianas»4
en la documentación parroquial, lo que terminó derivando en la designación actual (García Matos,
1944: 323-324). Ruth Matilda Anderson ya recogía esta misma referencia de García Matos al explicar
la indumentaria de las Italianas (1951: 55), y López Ortigo encontró otra noticia documental, de
1701, que corroboraba lo observado por García Matos (Barrios Manzano, 2009: 286), pero eso no
impidió que en diferentes publicaciones se siguiera atribuyendo a la danza un mítico origen itálico,
como hemos visto, versión que actualmente todavía se halla muy extendida entre los propios gar-
ganteños. Aún hoy puede leerse en una frecuentada página de internet que se dedica al ocio en
Extremadura que:

El Baile de las Italianas por las serranas de La Vera en Garganta la Olla, es la pervivencia de una
tradición única en el norte de Extremadura. Una manifestación cultural que al parecer tiene su origen en
las mujeres italianas que bailaban ante el templo de Diana y que los soldados garganteños de los Tercios
Españoles adquirieron a través de los militares italianos5.

También el pelele que encarna el Carnaval de Villanueva de la Vera, Pero Palo, tiene un su-
puesto origen legendario en que se escenifica un auto de fe contra un judío; la fiesta no solo habría
sido autorizada por el Tribunal del Santo Oficio de Llerena, sino que además este habría regalado
para su celebración, tambores, alabardas y banderas, y refleja la tajante división del pueblo en dos
bandos, los judíos y los cristianos, hasta el punto de que no se vieran con buenos ojos los matri-
monios mixtos, «y si en el transcurso del tiempo se llegó a celebrar alguno, sus cónyuges se
separaban en los días de duración de la fiesta» (Gutiérrez Macías, 1968: 109 y 118). Así, la tradición
más arraigada en Villanueva identifica el Pero Palo con la etnia judía, y su juicio y condena lo son
a su religión. Sin embargo, no son pocos los autores, entre ellos Julio Caro Baroja (1985: 63-64)
que apuntan una explicación mucho más sencilla; Pero Palo se identifica como un pelele propio
del Carnaval, de hecho su propio nombre procedería de esa misma palabra, «pelele», al igual que
aparece en muchos otros lugares siendo manteado hasta su destrucción; otros prefieren ver en el
muñeco una referencia a la fertilidad basándose en la fuerte sexualización del pelele y relacionán-
dolo con canciones alusivas a personajes de nombres parecidos que fueron populares en el Siglo
de Oro (Pedrosa, 1996: 282) (figura 2).

4De «gitanas» iría derivando a «gitanianas», probablemente anotadas como «hitalianas», pronunciado con «h» aspirada extreme-
ña, por un exceso de cultismo de la persona que anotaba el libro de cuentas de la parroquia (García Matos, 1944: 324).
5 Véase https://planvex.es/web/2016/06/garganta-la-olla-baile-las-italianas/

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Figura 2. Pero Palo de Villanueva de la Vera. Fotografía: Demetrio González Núñez, 2009.

Esas ideas, casi todas escasamente fundamentadas, se han mantenido a lo largo del tiempo
y han sido en gran medida interiorizadas y asimiladas a los rasgos identitarios locales, lo que no
es tampoco original de Extremadura, ya que hay centenares de casos similares en toda España. Y,
si retornamos al campo de la indumentaria tradicional y de sus complementos, encontramos mul-
titud de procesos análogos con la acuñación de versiones oficiales que han llegado hasta nuestros
días y que tenemos la obligación de revisar. Por citar solamente dos ejemplos, nos fijaremos pri-
meramente en la manera en que está asumido que los trajes tradicionales de las mujeres
extremeñas incluyen los pololos como una de sus prendas fundamentales; estos se describen en
alguna publicación sobre indumentaria tradicional como una prenda «a modo de pantalón, con tiras
bordadas o de encaje con pasacintas en el (sic) parte inferior para ajustarse por encima de la ro-
dilla con una cinta de color» (González Ballesteros et al., 1998: 15) que formaría parte indiscutible
de los trajes femeninos tradicionalmente utilizados. Sin embargo, los pololos brillan por su ausencia
en la documentación gráfica y textual del siglo xix sobre la indumentaria tradicional de gran parte
de España, y por supuesto de Extremadura, pues allí donde se utilizaban eran una prenda asocia-
da a la vestimenta de las clases altas; de su reciente origen y popularización dirigida da suficiente
prueba el que el propio término «pololo», referido a la prenda de vestir femenina, no aparece en
el Diccionario de la Lengua Española editado por la Real Academia hasta su 21ª edición, en el año
1992, si bien ya figura, siete años antes, en la 3ª edición del Diccionario Manual e Ilustrado de la
RAE, como: «Pantalones bombachos empleados por las mujeres y niñas para el baile» (T. V, 1985:
1.752).

La bibliografía más reciente sobre indumentaria extremeña, basada en la investigación minu-


ciosa, ya ha señalado que esta prenda no se utilizaba tradicionalmente, y fue introducida ya en el
siglo xx con un objetivo muy claramente definido:

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Pololos: Se trata de una pieza a modo de pantalón corto que tuvo gran consideración en los siglos
xviiiy xix en la ropa interior de las señoras de clase social alta. No fue, por tanto, vestida por las clases
populares a diario, ya que la única prenda que las mujeres tuvieron en contacto con la piel hasta entra-
do el s. xx, fue la camisa. Tal es así, que el pololo no aparece incluido en los inventarios o hijuelas de
finales del xix y principios del xx, en los que se incluían las prendas y enseres que la mujer aportaba al
matrimonio (Acero Calderón, 2014: 78).

En Montehermoso, además, Abundio Pulido (2007: 92) ya señaló que las mujeres no usaban
a finales del siglo xix pololos ni enaguas, quedando reducida la ropa interior femenina a la camisa;
nosotros hemos corroborado documentalmente tales afirmaciones en un trabajo reciente (Valadés
Sierra, 2020: 354) en el que estudiamos los inventarios de bienes de la escribanía de Montehermo-
so durante toda la segunda mitad del siglo xix, mostrando que, en efecto, las montehermoseñas no
usaban pololos (ni se conocían) ni enaguas.
Sin salir de Montehermoso ya es bien conocido el caso de la gorra de paja de centeno cuya
imagen ha dado la vuelta al mundo hasta convertirse en un verdadero símbolo de la indumentaria
tradicional extremeña y uno de los elementos identitarios esenciales no solo de la localidad monte-
hermoseña, sino incluso de toda la región. Ese valor simbólico le viene dado a este elemento no solo
por su singularidad estética en relación con los trajes femeninos más conocidos de otras localidades
extremeñas, sino también porque fue elegido por artistas como Joaquín Sorolla en 1917 o José Ortiz
Echagüe en 1931 para representar a Extremadura en sus respectivas creaciones artísticas sobre las
regiones de España. Las imágenes de la pintura de Sorolla «Extremadura. El mercado» y del espléndi-
do reportaje fotográfico de Ortiz
Echagüe incluido en su España. Ti-
pos y trajes, publicado en 1933,
dieron a conocer el traje festivo de
las montehermoseñas, curiosamente
asociado a esa gorra de paja que
ellas en realidad solo usaban como
prenda de trabajo. Pero, posterior-
mente al inicio de ese proceso de
popularización y de conversión en
símbolo, se organizó la invención
de una tradición que otorgaba al
complemento indumentario un va-
lor simbólico aún mayor, al atribuir
un determinado tipo de gorra a
cada estado civil de la mujer, de
manera que supuestamente la mon-
tehermoseña llevaba escrito sobre
su rostro y a la vista de todo el
mundo si era virgen, si estaba casa-
da o si había enviudado; y aún
más, se adornó esa tradición ha-
ciendo retrotraer el origen de la
gorra casi hasta tiempos prehistóri-
cos. La Sección Femenina incorporó
la gorra al traje de gala que había
adoptado para la interpretación de
sus danzas, por cierto junto a los
pololos que no habían existido en
Montehermoso para evitar la «exce-
siva libertad» en la exposición de Figura 3. Montehermoseña trabajando en el campo con su gorra de luto. Fo-
piernas femeninas (figura 3). tografía: Nieves de Hoyos Sancho. Museo del Traje, 1955.

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Así, además de añadir la gorra al traje festivo, algo completamente impensable en Monteher-
moso, la Sección Femenina contribuye también a dar oficialidad a la irreal leyenda del espejo
entero para las solteras y partido para las casadas. Si volvemos al trabajo de Ruth Matilda Anderson,
en él no se menciona nada de esa supuesta rotura del espejo, aunque distinga los tres tipos de
gorra: guapa o de espejo, «que es usada por montehermoseñas solteras», de clavelera, que se usa
«cuando una chica se ha establecido en su propio hogar» y de luto, que no de viuda (1951: 125-
126). En todo caso, la autora insiste en que las montehermoseñas «llevan sus gorras con el traje de
diario […] Nunca se usa la gorra con un traje de fiesta […] solo en el campo, solo bajo el sol» (1951:
119). A partir de ahí, Nieves de Hoyos (1955) sigue a Anderson aunque solo menciona la gorra
guapa, con espejo, y la de clavelera, pero pronto comienzan las especulaciones y nos encontramos
con la morbosa historia del espejo, recogida por los cronistas de la época, que no pierden ocasión
de agrandarla y deformarla cuanto pueden:

La montehermoseña viste corpiño, pañoleta adornada y refajo rojo oscuro, que se ciñe plisado a
la cintura y se abre en campana, sin bajar apenas de la rodilla. Se adorna con arracadas y collares de
filigrana de oro; usa medias tejidas con lana azul y se toca con sombrero de paja, a modo de capota, con
levantada ala delante y copa alta, decorado en el frente con lanas de vivos colores, en torno a un espe-
jito redondo. Este detalle encierra la mayor originalidad y simbolismo, porque el espejo intacto lo llevan
las solteras, lo quitan las casadas y lo vuelven a poner las viudas, pero roto (Muñoz de San Pedro, 1961:
92-93).

Por eso no es de extrañar que la leyenda, la tradición inventada del espejo que denuncia la
virginidad —o no— de su portadora, fuese recogida en una obra capital sobre el folklore de la
Alta Extremadura que se debe a quien, además, fue directora de la Sección Femenina de Cáceres:

Visten el típico traje de la mujer montehermoseña (de Montehermoso, Cáceres) soltera; por eso
lleva intacto el espejo de la «gorra»; las casadas lo llevan roto y las viudas no lo llevan. Todo esto es, por
supuesto, por el tiempo, historia y por el concepto, bellísima tradición que se hubiera perdido si no la
conservara mimosamente el desvelo de las mujeres españolas de la Sección Femenina (Capdevielle,
1969: 248).

Consecuentemente, el cliché ya estaba creado y fijado por la Sección Femenina, y quedó


asociado al traje festivo que se usó en las interpretaciones de sus grupos por todo el mundo; así,
en un documento remitido al Ministerio de Información y Turismo el 16 de junio de 1971, el Gru-
po de Coros y Danzas de la Sección Femenina de Cáceres señala como representativos de la
provincia, los trajes femeninos de Cáceres y Torrejoncillo, y los de hombre y mujer de Monteher-
moso; este último se describe del siguiente modo:

Traje de Montehermoso.— El más espectacular de la provincia. Lleva jubón de satén o raso negro
con puños anchos de terciopelo bordados en colores; manteleta (esclavina) de paño negro ribeteada con
cinta de seda verde, y zigzag en cinta de seda roja; mantilla (refajo) plisado con mucho vuelo llevando
en la parte inferior de 15 a 20 jaretas pequeñas, en ocasiones visten hasta siete mantillas de distintos
colores siendo la última en color morado, y llevando cada una de ellas una cortapisa de colores vivos,
que forma una vistosa rueda de colorido; juego de cintas bordadas, colocadas en la cintura en la parte
de atrás; mandil tejido negro con tres franjas, dos rojas y en el centro azul, faltriquera tejida en lana de
varios colores; medias azules de lana sujetas por «ciñol» de colores; zapatos de charol o pana negra bor-
dados en colores, pañuelo de lana fina en colores vivos que se coloca en la cabeza, sobre un abultado
moño y encima de éste se encaja el típico y famoso sombrero de paja adornado con botones y lana de
vivos colores, en el centro de la copa de éste, lleva el tradicional espejo redondo, por el cual se sabe si
la mujer es soltera, casada o viuda, según lleve éste, entero, partido o sin él. Este traje va recargado de
aderezos y pendientes de oro. Tanto este traje como todos los de la provincia de mujer, lleva enagua y
pantalón de lino, adornados con puntillas6.

6 Archivo Histórico Provincial de Cáceres. Delegación Provincial de Cultura. DPC: 144.

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Una vez acuñada, esta historia del espejo y la virginidad se ha venido repitiendo hasta la
saciedad, incluso por respetados especialistas conocedores de las artesanías textiles, lo que contri-
buyó a darle credibilidad:

El espejo redondo bordeado con labor de lana y sobremontado con flecos de vistosos colores; es
elemento, que según algunos tratadistas, alude a la virginidad por lo que solo le (sic) lleva el sombrero
de soltera, le (sic) retiran al casarse y, si enviudan, vuelven a colocarle (sic) pero roto (González Mena,
1976: 72).

Frente a esa leyenda sin fundamento, se han alzado voces tanto desde el propio Monteher-
moso como desde la investigación antropológica; entre todos hemos contribuido a ir cambiando la
percepción, incluso de los propios montehermoseños que habían llegado a asumir esas ideas, para
esclarecer el verdadero significado de la gorra, su función y su origen, que desde luego no es del
tiempo de «los moros»; nosotros hemos insistido en la existencia de esa tradición inventada y en
repetidas ocasiones hemos señalado el valor de la indumentaria montehermoseña como símbolo
regional extremeño (Valadés Sierra, 1994, 2013 y 2015), y otros autores han incidido en la propia
tradición local que descarta la cuestión del espejo partido asociado a la virginidad:

Esas denominaciones de los gorros que se han generalizado de viuda, de soltera o de casada,
nunca han existido como tal, sino que su verdadera y más adecuada denominación sería: gorra de espe-
jo y gorra de clavelera.
La gorra de clavelera la utilizaban indistintamente tanto las solteras como las casadas, pero si es-
taban de luto, en vez de utilizarlas de color, las usaban en color negro; por lo tanto la denominación de
viuda no sería tal, sino y, en todo caso, gorra negra o de luto.
(Durante el luto) las mujeres tenían que llevar la gorra negra, independientemente de su situación
civil; es decir, la llevaban porque estaban de luto, no porque fueran viudas.
La gorra de espejo nunca se hacía en color negro, pues estando de luto no se solía utilizar, pues-
to que se consideraba un lujo y además no todas las solteras podían gastar gorra de espejo, dependía
mucho su situación económica ya que era mucho más cara que la de clavelera7 […]. Con la gorra de
espejo ocurre lo mismo que con la gorra negra, no solo la llevaban las solteras, sino que muchas casadas
utilizaban la gorra de espejo hasta una avanzada edad, dependiendo del gusto de cada cual (Pulido
Rubio, 2007: 107-108).

Las más recientes y minuciosas investigaciones incluso han sido capaces de identificar a la
creadora de la gorra de paja de centeno, Ana García Ruano, quien en torno a 1865-1870 modificó
la forma de un sombrero plano de ala ancha, deshaciéndolo por completo y adaptándolo para
cobijar el elevado moño que llevaban las mujeres de Montehermoso con una copa levantada y unas
alas elevadas en forma de visera, tal como su nieta, Máxima Hernández García, le contó a Ruth
Matilda Anderson (Sánchez Alcón, 2017: 94-95).

Volviendo a la cuestión judía, vemos que ha dado mucho de sí en la construcción de una


historia de la región basada en habladurías cuando no en falsificaciones históricas; para explicar el
supuesto apedreamiento de la Cruz de Casar de Palomero, no constatado en fuentes documentales
contemporáneas, se urdió la invención de una supuesta ocupación primero romana y luego goda
y musulmana durante la cual se asentó una comunidad judía en la localidad, dedicada al comercio,
que conviviría con la cristiana dominante. Ello llevó así mismo a generar leyendas sobre Las Hurdes
como refugio de godos, sospechosos de judaísmo, huidos de la dominación islámica, y posterior-
mente de judíos expulsados en 1492 que trataron de ocultarse en esa aislada comarca de difícil
orografía, sin que haya documento alguno que lo confirme. A partir de esa invención debida al

7 Cuando Ruth Matilda Anderson realizó su trabajo de campo en 1949, una gorra de espejo costaba 125 pesetas, mientras la de
clavelera costaba 75 y la de luto valía solo 50 (1951: 125-126).

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notario Romualdo Martín Santibáñez, a finales del siglo xix, otros autores como Vicente Paredes,
Vicente Barrantes o Publio Hurtado contribuyeron a la leyenda apócrifa de las comunidades judías
hurdanas (Hervás, 2003); así, llegó incluso a acuñarse un popular dicho sobre la supuesta comu-
nidad hebrea local recogido en la bibliografía especializada:

«Ser más malo que los judíos del Casar». Los judíos de Casar de Palomero (Cáceres), «hace varios
siglos apedrearon a una cruz de aquel pueblo, el cual no olvida la sacrílega fechoría» (Rodríguez Moñino,
1933: 114).

Así queda posteriormente recogida la tradición tras la guerra civil, ya como verdad indiscuti-
ble, en las páginas escritas por los autores más reconocidos de la región, que siguen adornándola
con aportaciones propias o ajenas:

Casar de Palomero es un pueblo con historia, pues fue aquí el único punto hurdano en el que el
hombre arraigó de antiguo […] Estuvo habitado en tiempo de los árabes y reunió después de la Recon-
quista una regular colonia judía […] La iglesia de la Santa Cruz […] es el eje de su devoción, desde el
lamentable y resonante episodio ocurrido un Viernes Santo del siglo xv, durante el cual unos judíos
apedrearon la cruz que estaba en el puerto del Gamo (Muñoz de San Pedro, 1961: 136).

El mito judío se hace presente en barrios y edificios que se muestran al turista actual como
la huella inconfundible del paso de la comunidad hebraica por Extremadura; en Valencia de Al-
cántara se conserva una edificación que fue identificada como la antigua sinagoga de la comunidad
judía a partir de un análisis formal de su estructura y elementos constructivos y de su pretendida
semejanza con la sinagoga de Tomar (Portugal), situando su construcción en la primera mitad del
siglo xv (Balesteros y Oliveira, 1994); ante tal «descubrimiento», el inmueble fue adquirido por el
Ayuntamiento y rehabilitado a principios del presente siglo por la Consejería de Cultura de la Jun-
ta de Extremadura, y en febrero de 2020 la Diputación Provincial de Cáceres adjudicó a una
empresa el contrato resultante de un concurso de ideas para la musealización del espacio centrado
en la temática de la cultura sefardí8. Sin embargo, otros autores han llamado la atención sobre la
inconsistencia de tal atribución, primeramente por la falta de documentación histórica que corro-
bore la existencia de una sinagoga en ese edificio, pero también porque una simple revisión del
análisis formal de su estructura y detalles constructivos lleva a situarlo más bien a finales del siglo
xvi o principios del siglo xvii, fechas muy posteriores a la expulsión de la comunidad judía, que la
hubo, aunque nunca ocupó un supuesto «barrio judío», que es como ahora se ha dado en llamar
al barrio gótico de Valencia de Alcántara (Galavís Bueno, 2010: 379-424); por otro lado, la inter-
vención arqueológica llevada a cabo en el inmueble no confirmó ninguna de las hipótesis
planteadas sobre su condición de sinagoga. Pero sobre todo ahora sabemos, gracias a la documen-
tación histórica conservada y nunca antes estudiada, cuál fue la ubicación de la desaparecida
sinagoga en esta población, que desde luego no coincide con la del edificio que hoy se presenta
como templo judío, y se sabe también que ese inmueble no fue otra cosa que carnicería, incluso
desde antes de adquirir su actual fisonomía en una intervención posterior a 1585, y posteriormen-
te fue reconvertido como matadero de la villa, que es lo que pone en la inscripción que luce el
dintel de su entrada (Miranda y Martín, 2011). Pese a ello, las administraciones implicadas siguen
manteniendo la «versión oficial» sin documentación que la respalde, y en junio de 2021 se abrió
al público el Centro de Interpretación de la Cultura Sefardí en la falsa sinagoga de Valencia de
Alcántara.

En este sentido, mención especial merece el caso de la comunidad hebrea que aparentemen-
te habitó desde el siglo xiii o siguiente, según versiones, el barrio judío de Hervás, declarado
Conjunto Histórico-Artístico en 1969 y refrendado como Bien de Interés Cultural por la Junta de

8 Referencia impropia, ya que sefardíes son los descendientes de los judíos españoles expulsados de la Península en el siglo

xv; los judíos que vivían en nuestro país antes de la expulsión son judíos españoles.

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Extremadura. Supuestamente la comunidad judía había llegado a Hervás de la mano de la familia


Zúñiga, señores de Béjar, y ocuparon la demarcación urbana que hoy se conoce como «barrio
judío», habiendo permanecido el recuerdo de su estancia en los nombres de las calles «Sinagoga»9
o «Rabilero», en cuyo número 19 se supone que ubica la tradición oral el templo que congregaba
a la comunidad hebrea; al parecer, fue una comunidad numerosa y poderosa que se dedicaba a
las artesanías textiles, curtiduría, comercio, y por supuesto al préstamo a interés. La leyenda se
adorna además con el episodio de Maruxa, la judía errante, hija del rabino que se enamora de un
cristiano y es por ello asesinada en la fuente Chiquita al tiempo que se convierte al cristianismo;
también se habla del gueto judío, situado en el Barrio de Abajo y separado del cristiano Barrio de
Arriba por una plazoleta llamada Cantón de Centiñera, a causa del supuesto centinela que allí ha-
cía guardia para impedir el trato entre judíos y cristianos. Toda esta historia ha permitido
promocionar turísticamente la judería hervasense como «una de las mejor conservadas» y convertir-
la en el principal reclamo de toda la comarca, figurando Hervás como miembro fundador del
grupo de ciudades «Caminos de Sefarad»:

El mayor encanto de Hervás lo brinda su Judería, ya que difícilmente puede encontrarse en otro
sitio un conjunto tan completo y evocador del pueblo hebreo como este barrio, en el que las calles aún
llevan los nombres evocadores de la Sinagoga o el Rabilero. A orillas del Ambroz alza sus casas de dos
pisos, con saledizos en la planta principal y volados aleros, construidas exclusivamente a base de tapia
o adobe, entramados con madera de castaño. Los siglos respetaron intacto el barrio, que nos habla de
la gran colonia judía que hubo aquí, a la que pertenecieron personajes de quienes los propios reyes
demandaban préstamos, tales como los hermanos Cohen, Aben Haxiz, Rabí Samuel y Bellida la Rica. Un
adagio recuerda la preponderancia israelita antes de la expulsión: «En Hervás, judíos los más» (Muñoz
de San Pedro, 1961: 123-124) (figura 4).

Figura 4. Barrio «judío» de Hervás. Fotografía: Demetrio González Núñez, 2009.

9 En realidad, esta denominación no aparece en el callejero hervasense hasta 1872 (Hervás, 1997: 186).

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La realidad, cuando se basa en la investigación de las fuentes documentales, es muy distinta


y, desde luego, menos atrayente. Ni los relatos de los viajeros de los siglos xviii y xix ni obras como
las de Antonio Ponz o de los historiadores decimonónicos mencionan la importancia de esa comu-
nidad judía, y las fuentes muestran que la presencia de una minoría hebrea, formada por 45
familias, se documenta a partir de 1464, probablemente tras el proceso migratorio desde las ciuda-
des a las villas menores después del movimiento antijudío de finales del siglo xiv. Aunque no se
constituyeron como aljama, dependiendo de la de Béjar, las familias judías de Hervás tuvieron una
sinagoga y sus residencias se concentraban en torno a la actual calle Rabilero, pero también se
repartían por otras zonas de mayoría cristiana, sin que sus viviendas se distinguieran a simple vis-
ta de las del resto de la población. Desde luego, las profesiones que desempeñaron y las haciendas
que reunieron fueron mucho más modestas que las que hubiera poseído un prestamista de los
reyes. Como muy bien ha mostrado Marciano de Hervás, la sociedad hervasense quedó dividida
tras la expulsión en la zona de los cristianos viejos, labradores que habitaban el Barrio de Abajo,
formado principalmente por las pintorescas construcciones de entramado, y la de los cristianos
nuevos, mercaderes descendientes de judíos que ocupaban el Barrio de Arriba (Martín Manuel,
2014). Es a inicios del siglo xx cuando escritores locales, como el maestro Agustín Manzano y otros
investigadores como Vicente Paredes, e incluso José Ramón Mélida, van creando y haciéndose eco
de las leyendas antijudías hervasenses y del supuesto barrio judío con localización de su sinagoga
incluida (Hervás, 1997: 179). Así, la calle Centiñera, que originalmente se llamó Centenera por dar
acceso al puente y monte de ese nombre, pasó a ser la calle del centinela que separaba ambas
comunidades (Hervás, 1997: 189) y el típico Barrio de Abajo, que realmente había sido habitado
por los cristianos viejos antisemitas, se convirtió en su totalidad, y como por arte de magia, en una
de las juderías mejor conservadas, siendo rotuladas sus calles, por el Ayuntamiento, con la estrella
de David (Martín Manuel, 2014: 273); así se forjó la leyenda de «los Conversos», constituida ya como
la celebración anual más multitudinaria de un pueblo que ha pasado desde finales del siglo xx del
antisemitismo militante de antaño al rentable negocio del filojudaísmo imaginario:

«La intromisión por el Ayuntamiento de Hervás y los promotores del turismo rural en la cadena
de la historia del siglo xx, por cuestiones meramente crematísticas, ha desviado el curso natural de la
historia con el señuelo de una judería turística formada por más de 17 calles, señalizadas con la estrella
de David para embrujar al viajero de los «Caminos de Sefarad» (Martín Manuel, 2014: 282).

Muchos otros ejemplos podrían citarse, en Extremadura como en otras latitudes, de explica-
ciones de sucesos míticos que ayudan a conformar las identidades locales sin fundamentarse en
hechos históricamente contrastados. No es nada nuevo ni original, es un proceso frecuente en todas
las culturas; ya Malinowski apuntó que los mitos ayudan a proporcionar un modelo retrospectivo
de valores morales, orden sociológico y creencias, pues tienen la función de fortalecer la tradición
retrotrayéndola a una realidad más antigua, más elevada y sobrenatural (1982: 181). Lévi-Strauss,
por su parte, afirma que los mitos, al igual que la historia propia asumida por cada pueblo, en
realidad explican el destino y justifican derechos actuales de los pueblos o reivindican otros que
supuestamente perdieron (1987: 73); en definitiva, tienen funciones entre las que se cuentan la de
cohesionar e integrar, y son ejemplos a seguir que ofrecen una base cognitiva para modelos prác-
ticos de conducta (Honko, 1984: 51). En el caso extremeño, parece que los hechos míticos
presentados, junto con otros, cumplen la función de alimentar un corpus simbólico local y regional
que construye y sustenta la identidad colectiva, y que en la sociedad actual puede resultar rentable
en términos turísticos y, por tanto, una eventual tabla de salvación a la que aferrarse estas y muchas
otras comunidades locales del olvidado y marginado interior peninsular.

3. Rompiendo tópicos, un estudio de caso


En el año 2010 un constructor cacereño, que estaba rehabilitando una vivienda ubicada en el
recinto monumental de la ciudad, halló casualmente, en el hueco practicado en un tabique, un

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escondite sellado con una lápida sepulcral de pizarra fechada en 1852; en el interior de la oquedad,
había una jarra de loza de Manises, de un tipo bien conocido en el siglo xix, que había sido tapo-
nada con una pieza de corcho sellada con pez. Cuando los obreros rompieron el sello, encontraron
dentro de la jarra una placa de cobre con una inscripción hecha con letras de molde troqueladas
en la que se podía leer la fecha, 1883, y un texto que informaba sobre el dueño de la casa, un
platero natural de Zarza la Mayor llamado Julián Gonsalves Módenes. En cumplimiento de la ley,
los objetos hallados fueron ingresados en el Museo de Cáceres y estudiados por nosotros, llaman-
do nuestra atención la evidente ascendencia portuguesa del platero, pese a que la inscripción si-
tuaba su nacimiento en una localidad de la provincia de Cáceres fronteriza con Portugal y bien
conocida tanto por su tradición orfebre como por la dedicación al contrabando de no pocas de sus
familias durante siglos.

Sobre la conocida orfebrería de filigrana cacereña, en la que Zarza la Mayor fue uno de los
mayores focos, la «versión oficial» que se había acuñado por los pocos investigadores que se habían
ocupado de ella sostenía que forma parte de la zona joyera del Oeste, la más rica de España, que
abarca desde León a la provincia de Badajoz y se relaciona directamente con Galicia, si bien en
Extremadura se identifica claramente la influencia portuguesa (Hoyos Sainz y Hoyos Sancho, 1985:
581). Se entiende que el arte de la filigrana fue introducido en la península por los fenicios, con
grandes muestras extremeñas en la Protohistoria, como el Tesoro de Aliseda, pero en época roma-
na y visigoda su uso decayó y la filigrana fue en parte abandonada durante el periodo gótico y el
Renacimiento, «quedando en España relegada a moros y judíos», que siguieron creando joyas con
esa técnica, y hacia finales del siglo xvii se recuperó en las joyas populares «que guardaron el sabor
morisco o semítico» que les habían dado los plateros de Cáceres, Salamanca, Toledo, León, etc.
(Baroja Nessi, s.a.: 7).

Se insiste en que la extremeña es una orfebrería «de rancio abolengo» que incluso se interna
en Portugal, entroncando con el arte de esos plateros moriscos y judíos, enraizados a su vez en la
«orfebrería popular fenicia y visigoda» por el uso de la filigrana (González Mena, 1976: 108). Los
principales focos del arte de la filigrana se sitúan, desde luego, en Oporto y Salamanca, influyendo
estos «posiblemente» en la zona extremeña, especialmente en Zarza la Mayor, Ceclavín y Torrejon-
cillo (Velasco Maíllo, 1986: 38); en ese sentido se destaca que las joyas realizadas por orives
extremeños se asemejan a «piezas leonesas, gallegas, portuguesas, albercanas y charras. E incluso
sorianas» (Velasco Maíllo, 1986: 45).

Sobre la filigrana de Salamanca, que como foco principal se supone que influye en la cace-
reña, se afirma que hunde sus raíces también en épocas remotas, manteniéndose prácticamente
hasta la actualidad con muy escasas modificaciones:

En el siglo xvi, aparte de la escuela de Salamanca, destacaban ya como centros importantes de


platería Béjar, Ciudad Rodrigo, Coria y Plasencia. Desde esta centuria hasta nuestros días podemos esta-
blecer la existencia de una corriente inalterada de maestros locales, trabajando, dentro de unas áreas
muy reducidas, piezas de adorno de carácter particular con un oficio bien aprendido, y repitiendo los
motivos prácticamente inalterados de generación en generación.
[…] A finales del xix comienza a perder vigor la tradición de las escuelas locales de plateros, que-
dando reducida en la actualidad, la que fue cantera ininterrumpida desde siglos, a unos pocos talleres:
cinco en la ciudad de Salamanca, cuatro en Ciudad Rodrigo y tres en la Sierra de Francia; ésta destaca
entre todas las comarcas salmantinas desde el siglo xv (Mogarraz, Sequeros y Tamames) por la impor-
tancia de los modelos y piezas conservados, raros en la Península y emparentados con otras áreas arcai-
zantes segovianas, leonesas y zamoranas (Cea Gutiérrez, 1985: 58).

O también:

Este oficio hunde sus raíces en una tradición que nos llevaría hasta la época bajomedieval, que
seguramente bebió en las fuentes artesanas islámica y judía, además de provenir de un sustrato autóctono

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prerromano, como nos lo demuestra el parecido de las alhajas serranas con tesoros como los del Caram-
bolo o la (sic) Aliseda y con los collares que lucen las esculturas ibéricas de las damas de Elche o de
Baza, por no poner sino algunos ejemplos (Puerto, 1996: 100).

Es decir, podemos concluir que la orfebrería de filigrana extremeña es esencialmente de in-


fluencia salmantina y, algo menos, portuguesa, y bebe directamente de la tradición fenicia
transmitida en los pequeños núcleos locales a través de los artífices moriscos y judíos; es un arte
que se ha mantenido prácticamente inalterado desde el siglo xvi y la crisis experimentada en el
siglo xix hizo que su producción quedara reducida a unos pocos centros que consiguieron subsis-
tir, como Zarza la Mayor, Ceclavín o Torrejoncillo (González Casarrubios, 1981: 26). Sin embargo,
esta explicación deja en el aire varias preguntas: ¿cómo pudo transmitirse una tradición artística
desde la Protohistoria en una provincia que sufrió varios episodios históricos de despoblamiento,
especialmente en la Edad Media? ¿Cómo pudieron los orfebres judíos y moriscos transmitir su arte
a las siguientes generaciones si fueron expulsados de España en 1492 y a partir de 1609 respecti-
vamente? ¿Cómo pudieron los artesanos conversos y cristianos nuevos mantenerse en el oficio
sorteando la exigencia de limpieza de sangre que establecieron los gremios de plateros en toda la
península? ¿Cómo llegó hasta la remota Extremadura la influencia portuguesa si los modelos que
se tomaron no provienen de la zona fronteriza, sino del poderoso foco de Oporto?

La placa que ingresó en el Museo de Cáceres con la referencia al platero de Zarza la Mayor
guardaba algunas claves que nos ayudarían a dar respuesta a una parte de esas cuestiones. A par-
tir del nombre y lugar de procedencia del orfebre iniciamos una investigación sobre estos artífices
en la provincia de Cáceres, combinando el trabajo de campo con la documentación que las fuentes
suministran, que culminó en la publicación de una monografía (Valadés Sierra, 2019a) que recoge
la referencia de más de cuatrocientos orfebres cacereños, lo que viene a redefinir la versión que
hasta ahora se ha tenido del arte de la filigrana en Extremadura.

Nuestro trabajo muestra que, como era de esperar, la tradición de la orfebrería protohistórica
que dio ejemplos como los tesoros de Aliseda o Serradilla se fue diluyendo en los tiempos, y que
la joyería romana apenas utilizaba la filigrana. Sabemos que, en efecto, hubo judíos y musulmanes
entre los plateros que trabajaron en la Edad Media en Extremadura, pero estos se establecieron en
un territorio que había sufrido episodios de una drástica despoblación durante las luchas por el
dominio del norte de la provincia de Cáceres y del valle del Tajo, impidiendo esa hipotética con-
tinuidad humana y artística. Por otro lado, hemos podido comprobar que, tras la expulsión de
estas minorías, los gremios de plateros endurecieron las condiciones de entrada impidiendo el
ejercicio a quienes no pudiesen demostrar la limpieza de sangre, práctica que también fue expor-
tada a la América española y portuguesa; todo ello imposibilita seguir pensando que los orives de
filigrana que trabajaban en la Extremadura de los siglos xvi y xvii eran descendientes de judíos o
moriscos conversos. Trabajos publicados sobre otras zonas españolas muestran la misma realidad;
en la ciudad de Valencia, por ejemplo, los plateros «de hilo» que se examinaron de su oficio entre
1508 y 1538 están bien documentados y ninguno de ellos era morisco ni de familia conversa, a
pesar de que se dedicaban a elaborar joyas «a la morisca» que vendían preferentemente a su clien-
tela del barrio de la Morería hasta el bautismo forzoso de 1519-1521, y en la propia Granada se
documenta que todos los plateros del siglo xvi eran cristianos viejos (Labarta, 2020).

Resuelta la cuestión de la pretendida continuidad de la tradición filigranera desde Aliseda


hasta casi el presente en manos de orfebres judíos o moriscos, quedaba por comprobar la natura-
leza de la influencia portuguesa en la filigrana extremeña y su profundidad histórica, pues también
se había pretendido que algunos de esos conversos al cristianismo habían regresado de Portugal
tras la expulsión del reino vecino a partir de 1496-1497. En la investigación realizada siguiendo la
pista del nombre de Julián Gonsalves pudimos documentar que las joyas de filigrana extremeñas
se parecen a las portuguesas no por imitación, sino porque fueron portugueses los orfebres que
comenzaron a realizarlas a este lado de la frontera; fueron ourives portugueses los que se afincaron

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en diferentes poblaciones cacereñas trayendo su técnica, su repertorio tipológico de joyas, su or-


ganización del trabajo, su terminología de joyas y herramientas, sus métodos de comercialización
y hasta el nombre de su profesión, pasando a denominarse en Extremadura y en Salamanca orives
estos artistas del hilo de oro y plata. La bibliografía existente, pero sobre todo las fuentes docu-
mentales, permitieron reconstruir una historia que no se remonta a la expulsión de las minorías,
sino al primer tercio del siglo xix; las publicaciones disponibles, y las Respuestas Generales del
Catastro del Marqués de la Ensenada, muestran que a mediados del siglo xviii no hay plateros en
localidades donde supuestamente era antigua esta tradición, como Ceclavín, Torrejoncillo o Zarza
la Mayor, y que entre los maestros y oficiales documentados en lugares como Plasencia, Zafra,
Mérida, Coria, Llerena o Jerez de los Caballeros no se identifican apellidos portugueses10 que per-
mitan pensar en esa presencia lusa desde generaciones atrás.

En el curso de nuestro trabajo documentamos la llegada a Zarza la Mayor, entre 1822 y 1823,
de un primer orive portugués, António José Vieira da Silva, procedente de Braga y bien conocido
en esa ciudad, acompañado de sus siete hijos varones, todos los cuales aprendieron y ejercieron
el oficio en distintas localidades extremeñas. A partir de esa fecha comprobamos que en distintos
momentos entre 1823 y los primeros años del siglo xx se asentaron en la provincia de Cáceres al
menos 27 orives portugueses procedentes principalmente de Braga, Póvoa de Lanhoso y Gui-
marães, que introdujeron y expandieron su arte gracias a la enorme aceptación que el oro popular
portugués tenía ya entre las mujeres cacereñas desde finales del siglo xviii. Estos orives comenzaron
por afincarse en Zarza la Mayor, Alcántara, Plasencia o Jaraíz de la Vera y, posteriormente, ellos y
sus descendientes fueron pasando a poblaciones luego bien conocidas por su tradición filigranera,
como Ceclavín, Torrejoncillo, Cáceres, Valencia de Alcántara, Coria, Gata, Garrovillas o Trujillo (Va-
ladés Sierra, 2019b), de manera que ellos y sus descendientes y aprendices terminaron llevando
este arte a cerca de cuarenta poblaciones, donde hubo talleres funcionando en el periodo estudia-
do, documentándose más de 120 maestros y oficiales trabajando simultáneamente por toda la
provincia en el momento de máximo esplendor inmediatamente anterior a la Guerra Civil de 1936
(figura 5).
Figura 5. Venera de filigra-
na con esmalte, obra del
orive de Torrejoncillo Loren-
zo Llanos Bernal. Fotografía
del autor, 2016.

10Solo en Badajoz aparecen Juan Bravo Raposo y Antonio José Vilaza, y en Valencia de Alcántara encontramos un Diego Díaz
Carballo, cuyos apellidos pueden denotar un origen luso en estas ciudades fronterizas.

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Algo similar podría haber ocurrido en la provincia de Salamanca, donde la afamada jo-
yería charra recibió el aporte de numerosos orífices portugueses ya desde finales del siglo xviii
y durante la centuria decimonónica, documentándose la presencia de plateros de Oporto, Bra-
ga y Travassos (Póvoa de Lanhoso) en la capital de la provincia y en Ciudad Rodrigo, y ya en
el primer tercio del siglo xx se estableció en la localidad de Tamames el orive de Travassos
José Maria Mendes (Sousa, 2004: 83-89). De hecho se ha llegado a apuntar la posibilidad de
que en distintos momentos del siglo xix existiera una especie de corredor comercial transfron-
terizo para la platería que habría permitido el paso de orives portugueses con sus mercancías
a las ferias de las localidades rayanas de Salamanca y Cáceres (Pérez y Azofra, 2006: 187); esto
habría hecho surgir entre las mujeres de esta zona de España el gusto por las joyas de filigra-
na al estilo portugués y, finalmente, habría propiciado la instalación de orives lusos a este lado
de la raya. Llama la atención, no obstante, que la documentación mencionada, principalmente
el Catastro de la Ensenada, no recoge la referencia de ningún platero en Mogarraz, Sequeros
o Tamames, lugares donde se había afirmado que se mantenía la tradición orfebre desde el
siglo xv. En este sentido, nuestra investigación identifica la llegada de los que probablemente
son los primeros orives de Mogarraz, Juan Mota Osuna, Isidoro Hernández Gómez y Rafael
Rosellón Palomino a partir de mediados del siglo xix; todos ellos procedían de Zarza la Mayor,
el primero de ellos era portugués de nacimiento, el segundo nieto de un orive luso, y el ter-
cero había aprendido el oficio en el taller de otro orive portugués. Todo ello invita a pensar
que una investigación en profundidad sobre la trayectoria histórica de la orfebrería de filigrana
en Salamanca podría poner en entredicho la versión «oficial» de la continuidad desde el siglo
xv a partir de la herencia judía y morisca.

Para que orives portugueses terminaran asentándose en pueblos rayanos de Cáceres o Sa-
lamanca fue de gran ayuda que, en las décadas anteriores, finales del siglo xviii y primeras del
xix, hubiera surgido entre las mujeres de estas dos provincias un gusto especial por las joyas de
filigrana que mercadeaban orífices ambulantes de Travassos, de Braga o de Oporto. Y, dado que
en esos años estaba prohibido el paso por la frontera de tales géneros, tal comercio solo pudo
hacerse mediante el contrabando, actividad principal de numerosas familias de ambos lados de
la raya; las numerosas ferias que se celebraban en el lado portugués (Idanha-a-Nova, Castelo
Branco, Castelo de Vide, Crato, Portalegre, Nisa, Penamacor, etc.) tenían su reflejo, aunque menos
activo, en el lado español (Zarza la Mayor, Villa del Rey, Alcántara, Ceclavín, Valencia de Alcán-
tara), y en ellas era continuo y conocido el trasiego ilegal de joyas de filigrana bien escondidas,
«aderezos de oro ocultos conduzidos por las mujeres» que eran adquiridos por familias españolas
(Medina García, 2003: 69). De esa manera, el movimiento de los orives y su establecimiento en
pueblos extremeños de la raya era el paso lógico que tenía que darse para atender la demanda
de unas joyas al gusto portugués que son frecuentes en los inventarios de cartas de dote y tes-
tamentarías de distintos pueblos de la provincia ya desde principios del siglo xix (Valadés Sierra,
2019a: 52-97).

Encontramos, pues, otro tópico que se desvanece, como es el de la frontera en tanto que
muro de separación entre Estados que impide la interacción entre las personas de uno y otro
lado; en realidad, se ha observado ya que el término «frontera» implica en el área lusoextremeña,
al menos, dos realidades bien distintas y complementarias: por un lado, la frontera como línea
divisoria entre Estados, que marca radicales diferencias geopolíticas e históricas, y por el otro la
frontera en su concepto de espacio o franja que se extiende a ambos lados de la línea, en el que
no solo se producen contactos e intercambios de todo tipo, sino que son estos los que articulan
y definen todo ese territorio. En efecto, el «muro ibérico», la frontera más antigua de Europa, y
muy particularmente en la parte que separa Extremadura de las regiones de la Beira y el Alen-
tejo, es el escenario histórico de sucesivos y cruentos enfrentamientos entre los dos grandes
Estados peninsulares; sin remontarnos más allá en el tiempo, más de veinticinco años de guerra
en la Restauración de la independencia portuguesa (1640-1668), la guerra de Sucesión en España
(1701-1713) con el apoyo luso al archiduque Carlos, un tenso siglo xviii a causa de las opuestas

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políticas de alianzas de las coronas peninsulares y por fin la guerra de las Naranjas de 1801 y la
posterior guerra peninsular de 1808-1814. Todo ese rosario de guerras y enfrentamientos deparó
la existencia de una red de fortificaciones a ambos lados de la raya, la aniquilación literal de
varias poblaciones en diferentes momentos y la creación de un espacio semidesierto y militari-
zado como franja de seguridad articulada por ambos Estados durante largos decenios de los
siglos xviii y xix.

En paralelo con ese valladar levantado por dos Estados con intereses políticos y económi-
cos opuestos, que desde Lisboa y Madrid dictaban una separación radical de los pueblos
fronterizos, siempre funcionó la Raya, una franja de variable extensión en torno al límite admi-
nistrativo que se extiende a sus dos lados y que fue, incluso en las peores épocas de guerra y
muerte, territorio permeable que une y articula las poblaciones en una ingeniosa interdependen-
cia simétrica (Uriarte, 1994: 11). La Raya, vista así a la luz de los estudios más recientes, derriba
el anterior concepto de límite infranqueable a los lados del cual las poblaciones vivían de espal-
das o de costas voltadas:

En la Raya, junto a la frontera política y conflictiva de las reyertas o contiendas, se desarrolló


una frontera osmótica, permeable, llena de encuentros y de oportunidades. Esta es la frontera del
comercio y del contrabando tradicional, de los cotos mixtos y los povos promiscuos; es la frontera
mágica y festiva, del entendimiento y de las alianzas tácitas, la frontera de la vida cotidiana. Los nu-
merosos enfrentamientos bélicos que jalonan la historia de esta frontera no han impedido que se
construyera un espacio de encuentro, de entendimiento recíproco, animado quizás por la mordiente
necesidad del día a día, pero también por la curiosidad y la atracción que ejerce lo extraño, por la
seducción de lo próximo desconocido. Las restricciones y las prohibiciones, la guerra y la paz han
venido impuestas generalmente desde los alejados centros del poder, por los respectivos estados na-
cionales, pero estos no han conseguido domeñar a las poblaciones rayanas en su afán de contacto y
comunión con los del otro lado, ni han logrado evitar que sigan casándose entre ellos, ni que hablen
portuñol en las tabernas, ni que los caminos y veredas terminen en la frontera, aunque sí muchas
carreteras (Medina García, 2006: 719-720).

En ese sentido, la Raya llegó a constituir una fuente de oportunidades para el trabajo, el
desarrollo de los oficios y la comercialización de los productos en los dos lados, y en el caso de
las joyas de filigrana durante el siglo xix, lo más natural era que no solo pasaran de una a otra
parte de la frontera con gran facilidad, aunque fuese subrepticiamente, sino que más temprano que
tarde los orives portugueses aprovechasen la situación para cruzar definitivamente al lado cacereño
y que se establecieran con todos sus pertrechos para popularizar entre las extremeñas su arte y
vivir de él ellos y sus descendientes. Otras dos «versiones oficiales», la de la filigrana «salmantina» y
la de la frontera infranqueable, que cambian radicalmente de contenido al ser revisadas y analiza-
das a la luz del trabajo de campo y de la documentación histórica.

4. La experiencia transfronteriza desde el museo


Todos los museos recogen, de uno u otro modo, alguna representación de la identidad colectiva
del grupo o comunidad que los creó y, sobre todo, del que los sostiene y garantiza su funciona-
miento; en tanto que contenedores de bienes que forman parte significativa del patrimonio cultural,
material e inmaterial, de esos grupos, los museos desempeñan un importante papel como meca-
nismos de selección de los marcadores identitarios que el grupo reconoce y en los que se recono-
ce. Mediante sus colecciones y su discurso, el museo tiene la función, entre otras, de dar soporte,
justificar y objetivar la identidad colectiva en los diferentes niveles de identificación grupal, ya sea
en el rango estatal, nacional o local, y en este sentido los temas centrales en que se basan esas
identidades grupales se convierten en verdades inmutables e indiscutibles sobre las que, en oca-
siones, parece que no conviene indagar demasiado; es decir, los conceptos que son musealizados
son por ello consagrados e interiorizados por el grupo, o viceversa, son esos conceptos asimilados

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por la comunidad los que terminan en las salas del museo para conocimiento de generaciones
presentes y futuras. Los manidos tópicos que hemos ido presentando en las líneas anteriores, ele-
vados a la categoría de verdades objetivas a través de su sacralización en el museo, devienen en
sólidos pilares que sustentan la identificación como grupo; pero esto no quiere decir que el museo
no deba plantearse la investigación y consiguiente validación, o no, de tales tópicos.

En el rango superior, los grandes museos del Estado glorifican y dan un soporte claro a la
realidad histórica y artística de la nación; por debajo de ese nivel estatal no es preciso citar algún
museo autonómico creado en España prácticamente con el único objetivo de justificar y remarcar
la singularidad de alguna identidad nacional. En el ámbito que nos interesa, también las identidades
locales quedan plasmadas en los museos provinciales, comarcales o municipales, y en ellos se
busca en general enfatizar aquellos rasgos identitarios que real o supuestamente singularizan y
distinguen a estas comunidades de otras, especialmente de las de su entorno. La mayor parte de
los museos provinciales y locales se mueven entre el tipo de museo destinado a presentar un pa-
trimonio local en el contexto global, afirmando preferentemente lo singular del lugar, y el tipo de
museo local que sencillamente atesora y muestra un patrimonio localizado sin pararse a reflexionar
sobre la articulación entre lo global y lo local (Pereiro Pérez, 2009: 169-171).

En el caso que nos ocupa, los museos extremeños, la mayor parte de ellos no solo se centran
en una orgullosa presentación de lo local sin conexiones con otros ámbitos, sino que en no pocos
casos hacen de ella su propia razón de ser:

Los denominados museos o colecciones etnográficas justifican su existencia forzando una su-
puesta identidad… Se reconstruyen fragmentos aislados de una supuesta cultura tradicional, a veces
más un espejismo que realidad real, que aparte de valorar el patrimonio conlleva implícitamente cier-
tas dosis de etnocentrismo. Lo que predispone a valorar lo propio en detrimento de lo ajeno […] En
un número significativo de museos etnográficos el contraste y la comparación cultural no solo no se
muestra por ninguna parte, sino que ni siquiera se plantea… Hay que ponderar, a veces hasta la for-
zada exageración, una supuesta o más bien distorsionada o inventada identidad local (Marcos Aréva-
lo, 2008: 267-268).

Ese modelo, que vemos por doquier en los museos etnográficos y algo menos en los de
Bellas Artes, es paradójicamente más atenuado en los de contenido arqueológico, donde se aprecia
una voluntad de presentar las colecciones en el contexto espacio-temporal que les corresponde en
el devenir histórico de esta parte de la Península Ibérica. Mientras en estos últimos se explica la
Protohistoria en la provincia de Cáceres o la dominación islámica en la provincia de Badajoz, los
etnográficos muestran el Carnaval de Badajoz o la cultura tradicional de Garrovillas, y es que el
modelo de museo local dedicado a exaltar lo nuestro ha tenido durante unos años la cualidad de
ser rentable políticamente:

Ahora bien, parece lógico que junto a este tipo de instituciones sobre la memoria de nuestro pa-
sado, susceptibles de instrumentalización política, debieran ponerse en marcha, para tratar de neutralizar
las anteojeras o desenfoques, otras vías para representar también la relatividad o el contraste cultural en
aras a no caer en estériles etnocentrismos de campanario (Marcos Arévalo, 2008: 275).

En efecto, una gran parte de los museos etnográficos locales tiene como misión principal la
propia identificación, de lo que resulta que, más que museos, son «sitios donde se ha recogido una
serie de elementos que representan la identidad cultural y se muestran al público, pero no se plan-
tean reflexionar seriamente sobre la cultura» (Carretero Pérez, 2012: 13).

En ese contexto, no es de extrañar que existan casos como el ya mencionado de la supues-


ta sinagoga de Valencia de Alcántara, donde funciona el centro de interpretación de la «cultura
sefardí» pese a que diferentes publicaciones coinciden en descartar que en el edificio elegido se
situara alguna vez la antigua sinagoga; lo mismo cabe decir de la promoción que la Junta de

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Extremadura, la Diputación y el Ayuntamiento siguen haciendo del supuesto barrio judío de Hervás,
con todas sus leyendas asociadas, y que tiene su plasmación más señalada en el festival cultural «Los
Conversos» de cada verano. Por su parte, el propio Ayuntamiento de Montehermoso sostiene con sus
fondos el Museo Etnográfico municipal, en cuya exposición permanente se asume sin ningún rubor
el uso de la gorra de espejo asociado al traje de gala femenino y así se expone en una de sus salas,
lo mismo que sucede en el Museo Etnográfico Textil de Plasencia, a pesar de todo lo que llevamos
mencionado sobre esta cuestión, y todo ello porque la presentación acrítica de estas supuestas tradi-
ciones, de estas imaginadas «verdades históricas», puede resultar rentable para la localidad; «cuanto
más singular sea nuestro pueblo, más turistas vendrán a vernos» parece ser el razonamiento.

Pero los museos, si aspiran a constituirse en centros de investigación, tienen la obligación,


entre otras, de saber más sobre sus colecciones, y de trasladar a la exposición la información más
fidedigna y actualizada posible, el propio Consejo Internacional de Museos (ICOM) recoge en su
Código Deontológico que:

Los museos deben velar por que la información ofrecida en las exposiciones no solo sea fundada
y exacta, sino que además tenga en cuenta adecuadamente las creencias o grupos representados (ICOM,
2017: 25).

Por tanto, no es científica, ni profesional, esa actitud acrítica de la sala del museo que se li-
mita a repetir mecánicamente las verdades establecidas sin incorporar los avances en la investigación
o los cambios en la interpretación de hechos culturales, como tampoco es deseable que el museo
siga de espaldas a los grandes temas de reflexión en la sociedad actual.

Hasta el año 2012 también se exponían en el Museo de Cáceres varios maniquíes femeninos
ataviados con el traje de gala de Montehermoso y con la gorra de paja de centeno; incluso los
textos explicativos de la sala seguían exponiendo la leyenda de los tres tipos de gorra, de soltera
con espejo, de casada sin él o roto y de viuda sin espejo. Y había sido así desde 1933, año en que
se inauguró el museo en su sede actual; de hecho, la presencia de estos maniquíes con su gorra,
anualmente visitados por decenas de miles de personas, había contribuido de forma importante a
la consolidación de tal leyenda. En consecuencia, y a la vista de las mencionadas publicaciones,
optamos por introducir un radical cambio en la presentación, que se extendió a toda la sala dedi-
cada a la indumentaria tradicional de la provincia; desaparecieron los antiguos textos que fueron
sustituidos por una explicación bien documentada sobre el uso de la gorra como prenda de traba-
jo y complemento del traje de diario, y ahora solo un maniquí ataviado con esa indumentaria de
faena lleva la gorra, mientras otros dos trajes de gala se tocan solamente con el pañuelo, como sí
está documentado en la población desde principios del siglo xix (figura 6).

En paralelo a ese cambio, comenzamos a realizar una tarea de explicación de esa nueva sala
con los guías voluntarios y con el Departamento de Educación del museo, que trasladaron los
nuevos contenidos a sus tareas con los grupos de visitantes y de escolares, llevamos a cabo visitas
guiadas temáticas con la Asociación «Adaegina» Amigos del Museo de Cáceres, hicimos hincapié
también en esta cuestión cuando organizamos la exposición «Extremadura en la mirada de Sorolla»
(Sánchez Alcón, 2017), reflejándola en su catálogo, y hemos llegado a impartir una desmitificadora
conferencia en la propia localidad de Montehermoso en el marco de las I Jornadas sobre Indumen-
taria Tradicional de Extremadura (2019), además de otros lugares como el Museo de Cáceres y el
Museo Nacional del Traje (2012), así como el Museo del Traje de Morón de Almazán (Soria, 2014);
también en los hogares extremeños de Madrid (2013), Lleida (2015) y Zaragoza (2019). En 2020
ofrecimos un breve vídeo explicativo sobre la gorra de Montehermoso con motivo del Día Interna-
cional del Museo celebrado por el Museu de Arqueología D. Diogo de Sousa de Braga.

En cuanto a la última de esas verdades establecidas que hemos mencionado páginas atrás, la
de la supuesta frontera infranqueable asociada a la joyería de filigrana que ya sabemos que es más
portuguesa que salmantina, hay que decir que ninguno de los museos extremeños concede espacio

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Figura 6. El traje de Montehermoso en el Museo de Cáceres. Fotografía: Museo de Cáceres, 2020.

a esta cuestión, limitándose en el mejor de los casos a incluir algunas joyas como complemento
expositivo de la indumentaria tradicional, casi siempre ejemplares modernos de escaso valor pro-
ducidos con la técnica de la microfusión. Solo el Museo de Cáceres dispone de un espacio
dedicado a la orfebrería de filigrana gracias a la donación que en su día hizo el orive de Ceclavín
Claudio González López (1912-1989) a la Diputación Provincial de Cáceres de todas las herramien-
tas y el equipamiento de su taller artesanal, además de la incorporación de joyas procedentes de
distintas adquisiciones y donaciones hechas al museo.

Aprovechando los avances en la investigación y lo que íbamos sabiendo sobre esta cuestión,
el Museo de Cáceres acogió en 2015 la celebración de las Jornadas Europeas del Patrimonio con
una serie de conferencias bajo el título genérico de «Técnicas y conocimientos compartidos. Un
acercamiento al Patrimonio cultural de la Raya», que organizaba la Dirección General de Patrimonio
Cultural de la Junta de Extremadura. En esas jornadas se abordaron diferentes técnicas tradicionales
que se dan a ambos lados de la frontera hispanolusa, como la alfarería con decoración enchinada,
con los ejemplos de Ceclavín y Nisa, la azulejería, el aprovechamiento del corcho y la orfebrería
de filigrana. En esas jornadas contamos con una bien documentada y explicativa charla impartida
por doña Maria José Sousa, promotora y gestora del Museu do Ouro de Travassos, sobre el oro
popular portugués, y nosotros presentamos lo que entonces eran primeros resultados de nuestra
investigación, que ya nos permitieron titular la charla como «Orfebrería de filigrana en Extremadu-
ra, mito e historia». En 2016 participamos en el ciclo de conferencias «Memoria histórica de
Plasencia y sus comarcas» con una charla sobre plateros y orives de la ciudad, y al año siguiente,
también en Plasencia, tomamos parte en el ciclo de conferencias «Los lunes investiga», con una
intervención sobre el uso de las fuentes documentales en la investigación sobre la filigrana. Así

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mismo, en la localidad de Ceclavín impartimos una charla sobre el oficio de los orives de aquella
localidad (2017) y ofrecimos una visita explicada monográfica al taller del orive en el Museo de
Cáceres (2018), y en ese mismo año presentamos una comunicación sobre la comercialización de
las joyas de filigrana cacereñas en los Estudios de Platería que anualmente celebra la Universidad
de Murcia; en 2019 presentamos la monografía ya aludida en la Feria del Libro de Cáceres y pos-
teriormente hicimos lo mismo en el Museu do Ouro de Travassos y en la Casa de Extremadura de
Leganés (Madrid), tratando de hacer llegar la investigación al mayor número de personas posible.

La difusión de estas investigaciones, que pretenden enriquecer lo que se sabe sobre las cues-
tiones mencionadas, se beneficia de la nueva realidad de la Raya surgida de la cooperación
transfronteriza en el ámbito internacional de la Unión Europea; en ese contexto, se ha producido
en las últimas décadas un evidente acercamiento entre los vecinos de uno y otro lado y una cre-
ciente interacción en los campos empresarial, administrativo, ambiental, de gestión del territorio,
lingüístico, turístico y, sobre todo, cultural impulsada por las administraciones, particularmente las
de ámbito regional y local (Calderón Vázquez, 2015: 78). Esa interacción tiene la particularidad de
estar propiciando la formación de una identidad y un patrimonio cultural rayanos que suponen la
adaptación al cambio social y cultural derivado de los nuevos vientos que proceden de Bruselas;
las gentes de la Raya son reconocidas en los particularismos que matizan su dimensión de perte-
nencia nacional y que proceden de esa interacción:

A relação conceptual entre «fronteira-património-identidade» é, por isso, justificadamente, uma


problemática que requer uma abordagem direccionada no que se refere aos processos de construção
identitária não só porque nos espaços fronteiriços esse processo sofre influências conjunturais que se
não verificam, em termos de intensidade e frequência nos espaços mais interiores de cada país ou re-
gião, mas também porque aí se desenvolve uma dinâmica social ao nível quer dos relacionamentos so-
ciais e interpessoais, quer dos mecanismos de controle social com implicações consequênciais societais
relevantes para a caracterização da personalidade cultural das populações que aí se enculturam e socia-
lizam (Fitas, 2009: 292).

Desde los últimos años del siglo pasado, la nueva realidad ha permitido el desarrollo de
experiencias, también en el campo de la museología, a través de las cuales se construye ese patri-
monio cultural rayano compartido. En ese terreno, los museos provinciales y locales desempeñan
un importante papel y acentúan su responsabilidad social como instituciones al servicio del desa-
rrollo de las comunidades; por nuestra parte, desde 2002 venimos participando en la plataforma
«Mouseion», que agrupa de manera informal museos, profesionales y sus organizaciones, y asocia-
ciones de amigos de los museos del ámbito fronterizo que abarca las provincias españolas de
Cáceres y Badajoz y los departamentos portugueses de Guarda, Castelo Branco, Portalegre y Évora.
En esa plataforma se han integrado en mayor o menor medida la Asociación Española de Museó-
logos (AEM), la Associação Portuguesa de Museologia (APOM), la Universidade Lusófona de Lisboa,
el Museu da Guarda, Museu Arqueológico José Monteiro de Fundão, Museu Francisco Tavares
Proença Júnior de Castelo Branco, Museu das Tapeçarias Guy Fino de Portalegre, Museu de Évora,
Museo Etnográfico Textil Pérez Enciso de Plasencia, Museo Vostell Malpartida de Malpartida de
Cáceres, Museo de Cáceres, Museo de Historia y Cultura Casa Pedrilla de Cáceres, Museo Arqueo-
lógico Provincial de Badajoz y Museo Etnográfico Extremeño González Santana de Olivenza;
además, forman parte de la plataforma los Amigos do Museu da Guarda, la Sociedade dos Amigos
do MFTPJ de Castelo Branco, la Asociación de Amigos del Museo Vostell Malpartida y la Asociación
«Adaegina» Amigos del Museo de Cáceres, junto a un buen número de profesionales museólogos
de ambos lados de la Raya. Entre las actividades llevadas a cabo por Mouseion, se ha prestado
siempre especial atención al intercambio de ideas y experiencias, propiciando siempre la celebra-
ción de encuentros y reuniones; con periodicidad aproximadamente bienal se viene celebrando un
encuentro abierto que gira en torno a diversas temáticas, desde el primero, itinerante, que tuvo
lugar en 2002 en Portalegre, Castelo Branco, Fundão, Salamanca, Zamora, Plasencia y Cáceres, los
siguientes se llevaron a cabo en Cáceres (2008), Castelo Branco (2010), Alcántara y Malpartida de
Cáceres (2012), Fundão (2014), Plasencia (2016) y Guarda (2020), estando prevista la celebración

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del próximo encuentro en Olivenza. La plataforma promovió también la I Feria Rayana de Didác-
tica en los Museos, presentada en el Museo Arqueológico Provincial de Badajoz (2013), y en 2010
protagonizó un número monográfico, el 49, de la prestigiosa RDM. Revista de Museología. En los
encuentros se han abordado temas como la función social de los museos (2008), museos en la
frontera (2010), inclusión e interculturalidad (2012), los museos ante la crisis (2014), museos y pa-
trimonio local en el siglo xxi (2016) o la emergencia climática y sostenibilidad social (2020). La
plataforma nunca se ha constituido legalmente debido a los obstáculos burocráticos que, todavía
hoy, implica crear una entidad no gubernamental transnacional, por lo que financia sus actividades
con apoyos muy puntuales de las administraciones locales y regionales, pero, sobre todo, con el
soporte de las asociaciones de amigos implicadas; con todos sus altibajos, consecuencia lógica de
la informalidad, las actividades se han mantenido durante dieciocho años con toda la independen-
cia que otorga la autonomía financiera (Stoffel, 2010) (figura 7).

Figura 7. Sesión inaugural del Encuentro Mouseion sobre Sostenibilidad social de los museos. Fotografía: Museu da Guarda,
2020.

Junto a su participación activa en Mouseion, el Museo de Cáceres viene desarrollando una


continuada tarea de difusión de aspectos de la cultura portuguesa en la región extremeña, con la
presentación de exposiciones temporales llevadas a cabo en colaboración con diferentes entidades
del país hermano; por citar solo algunas de las más recientes, se ofrecieron las exposiciones «Frag-
mentos do nosso pasado», organizada por el Rancho Folclórico «Nossa Senhora da Alegria» de
Castelo de Vide (2019), «Portugal e a Grande Guerra. Contextos e protagonistas», en colaboración
con el Instituto Camões (2018) o «Salgueiro Maia. Un héroe de la revolución de los claveles», pro-
movida por la Câmara Municipal de Castelo de Vide (2012). Conferencias, mesas redondas, recitales
poéticos, conciertos, visitas guiadas en portugués, son otras de las iniciativas que se llevan a cabo

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en este sentido, algunas de las cuales ya se dieron a conocer hace unos años (Valadés Sierra, 2008),
lo que ha permitido crear una red de buenas relaciones, que ya son de amistad, con personas e
instituciones del otro lado de la Raya.

5. Apreciaciones finales
Los museos tienen un importante papel que desempeñar en la selección de los rasgos que toda
sociedad escoge para que formen parte de su patrimonio cultural, un constructo en permanente
reelaboración. En ese proceso de construcción y asimilación de las manifestaciones que cada co-
munidad incorpora a su patrimonio colectivo, los museos, a través de la investigación, contribuyen
a la selección y, mediante la inclusión de aquellas en su oferta de difusión cultural, de alguna
manera «sacralizan» esos contenidos, que pasan a formar parte de la memoria social y de la iden-
tidad colectiva. Esa es una responsabilidad que debe estar en el centro de las preocupaciones de
todo museo, y muy especialmente de los museos locales; si estos asumen una visión en la que el
patrimonio local no se expone en relación con lo global y se constituye como única razón de ser
de la institución, estarán colaborando en el fortalecimiento del etnocentrismo y de una visión re-
ducida y falseada de la sociedad, pasada y presente, a la que pretenden servir y representar.

Al mismo tiempo, la ausencia de investigación propia o la negación a aceptar lo que las di-
ferentes disciplinas científicas pueden aportar al conocimiento del patrimonio que los museos
custodian, forzosamente redundarán en la banalización y falsificación del patrimonio cultural. Es
responsabilidad del museo contribuir a un conocimiento lo más exacto posible del patrimonio
cultural que conserva y presenta, y difundirlo con la mayor honradez incidiendo en todos los as-
pectos de la cultura; no todos los rasgos culturales son logros culturales, y los museos deben
plantear una visión crítica de las sociedades y de sus culturas en su relación con los seres humanos
que las conforman y con los que las rodean y pertenecen a otros grupos. Así, cuestiones como las
minorías étnicas o religiosas, la desigualdad entre sexos, grupos de edad o clases sociales, los as-
pectos comunes y las diferencias entre diferentes comunidades locales, regionales o nacionales, la
hibridación cultural y la conformación de expresiones culturales específicas de determinados gru-
pos, como sucede con el patrimonio «rayano», pueden y deben ser abordadas por los museos,
presentándolas con todo el rigor que aporta la investigación y que nada tiene que ver con la rei-
teración de los consabidos tópicos tan difíciles de remover.

La experiencia que describimos muestra cómo el discurso de los museos, ejemplificados en


el de Cáceres, puede y debe cambiar al compás del aumento de los conocimientos, contribuyendo
así a una comprensión más fiable y completa y al enriquecimiento del patrimonio cultural que la
sociedad reconoce. No se duda en reconocer e identificar como tales los tópicos infundados, que
también forman parte de ese patrimonio; así mismo, es fundamental la labor de difusión que se
desarrolla en el ámbito geográfico rayano en que el museo se inserta, al tiempo que se aprovecha
y fomenta el nuevo ámbito transfronterizo propiciado por las instituciones de la Unión Europea en
esta necesitada parte del continente.

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Xosé C. Sierra Rodríguez Museos en Galicia. Las identidades en escena

Museos en Galicia.
Las identidades en escena
Xosé C. Sierra Rodríguez
Patronatos del Museo do Pobo Galego y de la Fundación Vicente Risco
xosecarlossierra@gmail.com

Resumen: Tomando un conjunto representativo de museos, trazamos una serie de líneas que con-
sideramos significativas para establecer un perfil de las diversas entidades existentes hoy en Galicia.
Esta aproximación parte de los museos creados y desarrollados desde 1970 hasta la actualidad, sin
olvidar los museos creados con anterioridad a esta fecha y todavía activos. La perspectiva identita-
ria motiva este recorrido, por necesidad sumaria, pero se apuntan los rasgos que permiten identi-
ficar y singularizar varios grupos en el conjunto. También se plantea que la dimensión identitaria
no es exclusiva del museo etnográfico, asomando nítidamente en museos no calificados de etno-
gráficos, que reflejan en sus museografías o en sus prácticas versiones propias de la panoplia
identitaria. Todo ello asomándonos a Galicia como escenario de lo tratado.

Palabras clave: Musealización. Identidad. Patrimonio etnográfico. Relato. Patrimonios excluidos.


Arte. Patrimonio industrial.

Abstract: Taking a representative group of museums, we have drawn a series of lines that we
consider significant in order to establish a profile of the different entities existing today in Galicia.
This approach is based on museums created and developed from 1970 to the present day, without
forgetting museums created prior to this date and still active. The identity perspective motivates this
itinerary, which is necessarily summary, but the features that allow us to identify and single out
various groups as a whole are pointed out. It is also suggested that the identity dimension is not
exclusive to ethnographic museums, and that it can be clearly seen in museums not classified as
ethnographic, which reflect in their museographies or in their practices their own versions of the
identity panoply. All of this is seen in Galicia as the setting for what we are dealing with.

Keywords: Musealisation. Identity. Ethnographic heritage. Storytelling. Excluded heritage. Art. In-
dustrial heritage.

1. ¿De qué hablamos?


En un seminario celebrado en el curso 1974-1975 y dirigido por Lévi-Strauss, cuyos relatorios y
debates fueron publicados en 1977 y traducidos al castellano en 1981, Jean-Marie Benoist (1981: 12-13),

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Xosé C. Sierra Rodríguez Museos en Galicia. Las identidades en escena

promotor y organizador del Seminario, se pregunta si en una época más centrada en la exploración
de la diferencia tiene sentido abrir un debate sobre la identidad.

Más adelante se indica que los procesos de diferenciación, claves en el manejo de la noción
de identidad, se han reafirmado no solo en lo concerniente a los campos de la triple matriz iden-
titaria —etnicidad, clase y género—, sólidamente definidos y argumentados por Moreno (1999) y
Palenzuela (1995), sino también en lo relativo a otros campos como el establecido entre cultura y
naturaleza. Cuestión esta última que ha abierto una nueva línea de trabajo y exploración, de la
mano de Bruno Latour, condensada en una obra publicada en 1991 con reimpresión en 19971.

En su intervención introductoria, Benoist alude a una frase del propio Lévi-Strauss, quien
señalaba que «la humanidad termina en las fronteras de la tribu, del grupo lingüístico, y, a veces,
hasta de la aldea»2. Desde la publicación de aquel seminario mucho se ha escrito y discutido sobre
la identidad y sus expresiones plurales, y el encuentro o la confrontación entre el yo y el otro han
sido materia de múltiples estudios y publicaciones en antropología y en otras ciencias sociales. A
este encuentro ha sido llamado, o ha acudido por sí mismo, el museo que no es, ni lo ha sido
nunca, ajeno a esta cuestión.

Lo que aquel seminario analizaba y debatía hace más de cuarenta y cinco años remite fun-
damentalmente a la cuestión enfocada desde la antropología alóctona y, por ello, aplicable hoy a
las grandes discusiones y a los posicionamientos que viven los museos europeos herederos de la
Völkerkunde y sometidos a un autoanálisis que monopoliza buena parte de la literatura museoló-
gica reciente, que cuestiona a los museos protagonistas de aquella herencia ubicados
normalmente en áreas europeas metropolitanas, donde se han erigido grandes centros con el pa-
trimonio de los respectivos legados coloniales (Macdonald, Lichi y Oswald, 2017; Veremeylen y
Pilcher, 2009)3, cuyas remodelaciones y cambios de enfoque museográfico han abierto un profun-
do debate (L’Estoile, 2007; Jolly, 2011; Coiffier, 2012 y Price, 2014) que enfrenta juicios estéticos y
contextos etnográficos.

Nuestro trabajo transita por otros caminos que nos llevan a un territorio bien distinto del
contemplado en este proemio. Pero conviene estar atentos y tener presente que lo que se cuece
en los museos europeos producto de la Völkerkunde, de sus museografías coloniales y de las crí-
ticas poscoloniales incide, en muchas de sus reflexiones y en algunas de sus prácticas
museográficas, en los museos cuyas colecciones son autóctonas, formando muchas de ellas lo que
hemos venido calificando como museos «locales».

¿De qué hablamos, por lo tanto? Sin duda de una realidad que las ciencias sociales conocen
y que los museos no han acertado todavía a comunicar, no por su única responsabilidad, sino por
la intrahistoria de un proceso musealizador condicionado por las variables propias de cada territo-
rio. En Galicia la historia de la institución museal cuenta ya con varios trabajos que sitúan los
precedentes de la institución en la segunda mitad del siglo xix (Fariña, 2017). Esta historia no solo
atañe a la génesis de la idea y a los primeros ensayos museísticos, sino que traza varias pinceladas
del fenómeno de la identidad y de las identidades, cuya representación aflora en las muestras y
exposiciones que se celebran en la transición del siglo xix al xx (Barrral, 2010). Ahora, estos trabajos

1Latour examina las contradicciones de la condición moderna y defiende que la separación entre naturaleza y cultura —oposi-
ción entre los objetos de Boyle y los sujetos de Hobbes— no ha tenido lugar en la práctica al surgir el mestizaje o la hibridación
entre ambos ámbitos. Esto recuerda el debate sobre las dos culturas —científica y humanística— abierto por Ch. P. Snow el año
1959.
2 Toma Benoist esta cita de Race et Histoire (Lévi-Strauss, 1961).
3Una plataforma muy activa en la crítica y en el debate sobre la «post-völkerkunde» (o cultura poscolonial) es la revista en línea
Latitude, dependiente del instituto Goethe, lanzada en 2019 y cuyo subtítulo es bien significativo: «repensar las relaciones de
poder —por un mundo descolonizado y antirracista».

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Xosé C. Sierra Rodríguez Museos en Galicia. Las identidades en escena

muestran que el museo como forma institucional tendente a la permanencia y que busca su ubi-
cación en el paisaje cultural del país es un fenómeno del siglo xx, con propuestas, intentos y
ensayos muy significativos en el xix, alguno de ellos consolidado y vivo hasta hoy (Fariña, 2013).
La prensa daba cuenta de la reivindicación de esta figura cultural, por parte de la intelectualidad
gallega, en el primer tercio del siglo xx, cuando se creaban los primeros museos y se perfilaba la
constitución de otros (Fariña, 2017). Pero el mapa resulta muy escaso en cuanto a musealizaciones
efectivas y ni las instituciones públicas ni la sociedad civil, salvo preclaras excepciones, estaban
familiarizadas con el museo como entidad cultural definida.

Galicia, fuertemente condicionada por las estructuras que la han modelado, territorial, social
y políticamente, en sus últimos ciento cincuenta años construye sus marcadores identitarios bajo
presupuestos análogos al conjunto peninsular, pero supeditada siempre a los procesos sociocultu-
rales y políticos propios, que definen, desde la Restauración (1874-1931) y el Rexurdimento
(Carballo Calero, 1981), su particular experiencia sociocultural.

2. Una aproximación a lo tratado


Este trabajo no desarrolla un análisis detallado del mapa museal de Galicia y tampoco, con mayor
motivo, presenta una descripción y un estudio pormenorizado de cada museo. Lo que se intenta
es contribuir al debate sobre el fenómeno de la identidad trazado sobre las distintas expresiones
que a este respecto se manifiestan en los museos gallegos, utilizando como muestra la creación y
las formulaciones de varios casos que estimamos significativos, correspondientes cronológicamente
al medio siglo transcurrido desde el tardofranquismo y la transición democrática hasta hoy. Por ello
excluimos de este trabajo la historia del museo desde sus inicios a mediados del siglo xix hasta que
finaliza la dictadura franquista. Señalamos algunas cuestiones que consideramos relevantes para
entender mejor la secuencia musealizadora en Galicia en los últimos cincuenta años, fundamenta-
les, a nuestro criterio, para comprender el mapa museístico actual; tales cuestiones no han sido
examinadas suficientemente, y aquí nos limitamos a apuntarlas para sugerir nuevas vías de análisis
con el fin de entender el papel del museo durante el proceso normalizador de las entidades cul-
turales en la Galicia contemporánea. En resumen, hemos de decir que:

— El aumento creciente de museos en el período más reciente (entre ellos los etnográficos)
no constituye en sí mismo y a priori un hecho cuestionable; antes debemos examinar todas las
condiciones de musealización, las de partida y las que muestran su trayectoria, caso por caso.

— El museo local —noción generalizada pero necesitada de matices y aclaraciones— surge


en marcos estables o inestables que posibilitan, condicionan y activan acciones musealizadoras
heterogéneas, que contribuyen a la formación de imaginarios identitarios.

Por ello, conviene la cautela antes de la generalización y la distinción de casos, situaciones


y experiencias, entre ellas la de los agentes concernidos por las características —titularidad, temá-
tica, dimensiones, área de incidencia— de cada museo o de cada grupo de museos. En el caso
concreto de Galicia el comportamiento de buena parte de los titulares de museos públicos o pri-
vados varía según las zonas y según las etapas musealizadoras contempladas, como varía
igualmente la gestión y la atención prestada a los respectivos museos, condicionadas por las agen-
das políticas, los posicionamientos ideológicos y las sensibilidades de sus promotores. Partimos,
hecho reiterado (Sierra, 2015), de la tardía incorporación de la figura museal al mapa cultural de
Galicia, lo que ha condicionado el enfoque y la utilización del museo en sus prácticas culturales.
La historia de la institución muestra esta demora y la secuencia de las musealizaciones permite
detectar las anomalías que rodean la creación episódica de museos en su interacción con otras
acciones patrimonializadoras y con el conjunto de las prácticas culturales. Como encuadre puntual,
en cuyo desarrollo no entraremos aquí, del total de entidades museísticas oficialmente registradas,

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Xosé C. Sierra Rodríguez Museos en Galicia. Las identidades en escena

el 84% aparecen entre 1970 y los años posteriores; las creadas desde 1986 suponen el 52% del
total y solamente las consignadas desde 1991 suponen el 41% del conjunto censado. Si añadiéramos
las entidades existentes, no registradas oficialmente (cálculo aproximado), la cifra total de museos
y colecciones podría aumentar en un 30% la del Censo4, lo que nos presenta un mapa museístico
denso e invertebrado5.

Hemos cuestionado (Sierra, 2015) las calificaciones o adjetivaciones de los distintos museos
y lo hicimos para mostrar la impropiedad de los censos y registros a la hora de definir e identificar
adecuadamente una entidad museística, pero tampoco entraremos aquí en esta cuestión merecedo-
ra de un trabajo específico. Sí, en cambio, plantearemos que todo museo, observatorio en sí mismo
y de sí mismo, desenvuelve con sus museografías —las estables o «permanentes» y las temporales—
cuadros expositivos por los cuales se filtran los entramados identitarios. Y ello ocurre no solo con
los museos adjetivados como etnográficos, sino con cualquier museo cuyos objetos (aislados o
asociados en una colección) se presentan ante quien los observa como un testimonio, un signo y
un cuadro de relaciones y vínculos.

La función fedataria de un objeto, la que ofrece uno o varios significados y la que informa
del conjunto de relaciones sociales y medioambientales en las que el objeto encaja (Desvallées,
1994: 67-68 y Turgeon, 2007: 15-19) construyen un entramado salido de su biografía por la que
discurren las personas y los marcos tecno-económicos, sociales y simbólicos que establecen los
vínculos del conjunto (Bonnot, 2002: 223-231). Dicho entramado puede aflorar en cualquier museo
y en cualquier colección, una vez mostrados museográficamente los objetos que la forman, lo que
le confiere un sentido, en ocasiones contrapuesto, para las personas que los observan y participan
de su acción comunicativa. Los museos y las colecciones formadas por la voluntad de una persona
o de un colectivo (vecinal, asociativo, etc.) muestran con transparencia el sentido que anima a
quien forma la colección, cuyos objetos estimulan recuerdos, vivencias acusadas, intereses o moti-
vaciones profundas e idealizaciones sólidamente asentadas. El sentido del que hablamos es el
proporcionado por los objetos reunidos en los que se ven representadas, de modo diverso, las
personas que los han coleccionado. Un conjunto muy apreciable de museos sobre el mundo rural
—los que han asumido el calificativo de «etnográficos»— deben su existencia a personas que pro-
yectan sobre ese mundo sus sentimientos de pertenencia, lo que no sucede solamente con los
museos etnográficos, porque también las colecciones artísticas, muchas de ellas producto de la
acción intencionada de creadores, críticos o estudiosos, responden a una selección precisa de obras
y de autores con los que el coleccionista ha establecido un vínculo identificador. Esto con inde-
pendencia de que las imágenes producidas por la musealización de esas colecciones trasladen al
observador-visitante cuadros —¡los montajes museográficos lo son!— con los que se identifica
mediante su memoria, su visión del mundo o su emoción estética. Además, las expresiones artísti-
cas recrean iconografías adscritas a imaginarios territoriales concretos y en ellas surge el paisaje, el
mobiliario, el vestuario, el momento histórico y la vivencia individual o compartida. La distancia
recorrida por un objeto en su trayectoria no es mayor que la biografía del entorno que lo recuerda,
que le da un significado y que lo reinserta en su experiencia social. Citaremos casos que configu-
ran un ensamblaje en el que las concepciones artísticas, la propia obra musealizada y el proyecto
cultural y museográfico, en su conjunto, desarrollan itinerarios específicos por los que circulan las
identidades.

Centrar este trabajo en el museo de los últimos cincuenta años nos ayudará a observar, a
través de ejemplos representativos, el itinerario por ellos seguido para articular un proceso en
cuya génesis son detectables las versiones del fenómeno identitario. Y no nos limitamos al museo

4 Decreto 314/1986 de 16 de octubre, por el que se regula el Sistema Público de Museos de la Comunidad Autónoma de Galicia
(DOG de 7 de noviembre). Decreto que establece el registro general, o censo, de museos.
5 La última aproximación al mapa museístico (etnográfico) de Galicia en Llana y Vilar (2021).

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Xosé C. Sierra Rodríguez Museos en Galicia. Las identidades en escena

calificado de etnográfico, porque las relaciones de reconocimiento, de empatía y de emoción aflo-


ran en cualquier museo cuando la comunicación entre sujetos y objetos se desenvuelve en un
marco de complicidad y participación entre el museo y sus visitantes. Hay que entender y asumir
que la etnografía y la antropología atienden a las identidades y estas asoman en cualquier espacio
museografiado.

3. El museo actual en Galicia. 1970-1980, el despertar inicial.


Cinco casos estratégicos
En los años finales del franquismo y, en conjunto, en la década transcurrida entre 1970 y 1980
(Sierra, 1999) se producen un conjunto de iniciativas musealizadoras muy potentes y emblemáticas
trazadas bajo parámetros claramente identitarios que combinan la reacción frente a un período, la
dictadura franquista, que había perseguido, primero, y postergado, después, los imaginarios cultu-
rales construidos en Galicia antes de la Guerra Civil. El sistema literario gallego formaba parte del
proceso de reapropiación simbólica que alrededor de 1975 orientaba la búsqueda de una afirma-
ción cultural, negada o marginada desde los aparatos político-administrativos de la dictadura. Tres
de los grandes nombres de la literatura gallega abrieron un nuevo horizonte musealizador que
buscaba articular el enlace historia-memoria encarnado en la vida y en la obra de dos mujeres y
un hombre de tres generaciones distintas6. Para ello la fórmula de las casas-museo posibilitaba el
manejo de un patrimonio que se abría a la sociedad a través de los dispositivos de conservación
y difusión propios de la museografía. A esta tarea contribuía la recuperación de inmuebles ligados
a sus biografías respectivas, estrategia en absoluto improvisada y que conectaba con la significación
que las autoras y el autor reconocidos habían dado en vida a esas residencias. Promovidas por
entidades cívico-culturales, son concebidas y diseñadas bajo el criterio tipológico de las casas-
museo, lo que condicionaba las intervenciones restauradoras, ya que estos «continentes» poseían en
sí mismos un valor referencial y reverencial, como lugares custodios de una lectura identitaria o
garantes de la sanción canónica de su obra. Posteriormente a su creación formal, relativamente
discreta y consentida por las autoridades de un régimen que periclitaba, estas casas-museo fueron
desarrollando todo su potencial con la evolución de la democracia y el desarrollo del Estado de
las autonomías, remodelando sus instalaciones, perfilando su condición jurídica y extendiendo su
actividad y sus programaciones a formatos cada vez más innovadores que, sin abandonar su imagen
de templos laicos, transitasen hacia prácticas museográficas propias del museo-fórum (Cameron,
1972 y Tayler, 1994).

La Casa-Museo Rosalía de Castro parte de una iniciativa creada en pleno franquismo como
acción cultural de recuperación de la Casa da Matanza (Padrón, A Coruña) a instancias de perso-
najes del galleguismo cultural, necesariamente apartados de la actividad política, que en 1947
constituyen un patronato para restaurar el edificio adquirido un año antes por dos integrantes de
aquella entidad. La casa no era la natal de Rosalía y tampoco propiedad de la familia; fue alquila-
da y la escritora solo vivió en ella sus últimos tres años de vida (1882-1885). Pronto (1951) se
acomete una primera intervención, pero no será hasta 1971 cuando se realice una restauración más
ambiciosa de la casa que posibilita su inauguración, complementada con la adquisición gradual de
otras partes del entorno y con la ejecución de varias intervenciones menores7. Constituye un dato
significativo la recaudación de fondos, para subvenir a las obras de restauración indicadas, obteni-
dos mediante suscripción popular con aportaciones de procedencia muy variada, caso de
asociaciones culturales, ayuntamientos, organizaciones profesionales, entidades gallegas de la emi-
gración, clubes deportivos y numerosos particulares. En las décadas siguientes se cumplen nuevos
objetivos, como la realización de un Auditorio (1985), un Centro de Estudos Rosalianos (1999) y

6 Rosalía de Castro (1837-1885), Emilia Pardo Bazán (1851-1921) y Ramón Otero Pedrayo (1888-1975).
7 Para una crónica sobre este proceso: García Domínguez (1999) y Rey Lama (1999).

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una biblioteca asociada, lo que permite ampliar la tarea de la Casa-Museo y de la Fundación que
finalmente se constituye como ente titular y de gobierno del complejo8.

La gestación de la Casa-Museo de Emilia Pardo Bazán posee también una trayectoria prolon-
gada desde el año 1956, cuando la hija y la nuera de la escritora, sus herederas en aquel
momento, donan sus bienes a la Real Academia Gallega (RAG). En acta que se firma aquel año
consta como finalidad la creación de un museo dedicado a Pardo Bazán, llevando aparejada la
cesión a la Real Academia Galega de la casa de la calle Tabernas 11 de A Coruña, la asunción por
dicha Corporación del compromiso de tutela del museo previsto y la conservación del conjunto de
los bienes muebles e inmuebles donados. Fallecidas ambas herederas (1959 y 1970 respectivamen-
te), mediante acta notarial se produce en 1971 la toma de posesión del legado y entre 1972 y 1979
se desenvuelven las obras de reforma y rehabilitación de la que fuera casa de la escritora. En mar-
zo de este último año se inauguran dichas obras y con ellas se da por inaugurada la Casa-Museo9.

La tercera acción musealizadora configurada como casa-museo nos lleva a la figura de Ramón
Otero Pedrayo (1988-1976), quien había redactado una manda testamentaria dejando su patrimonio,
incluida la casa rural hidalga donde había nacido (lugar de Cimadevila, parroquia de Trasalba), a
la Editorial Galaxia, de la que había sido su primer presidente y uno de los fundadores. Pocos
meses después de su fallecimiento (1976) se constituye un patronato y seguidamente una fundación
con sede en la propia residencia de Trasalba (Amoeiro, Ourense), donde se instituye la Casa-Museo
integrada en la Fundación creada.

Los grupos y las personas que promovieron estas musealizaciones compartían sensibilidades
y proyectos culturales, y las instituciones que estaban detrás de las tres iniciativas formaban parte
del galleguismo del interior, cuyos miembros no habían sufrido el exilio, o al menos no de mane-
ra prolongada, y que habían entendido, particularmente después de 1950, que solamente podían
defender los intereses y valores de Galicia en aquel contexto político desde una posición cultural
moderada, según lo asumieron los promotores de la Editorial Galaxia10 y lo practicaron los miem-
bros de la Real Academia Gallega. Estas tres iniciativas respondían a este espíritu y continuaban
esta táctica, apoyándose tanto en el prestigio indiscutido de las tres personalidades dedicatarias
como en las nuevas oportunidades que el declive físico y el fallecimiento del dictador (1975) ofre-
cían.

La dimensión cultual de estas musealizaciones se favorece con un marco at home que, más
que en ninguna otra manifestación museográfica, produce una disolución de sus enlaces materiales
y simbólicos en el encuadre definido por el museo. La figura conmemorada, los bienes materiales
condicionando sus museografías, las referencias, las acotaciones y la recurrencia obligada a la obra
respectiva legitiman siempre la singularidad y el prestigio de esta variedad de museos. Los tres
pilares de una casa-museo —la propia casa con sus bienes y enseres, la biografía del personaje y
sus obras o creaciones— motivan la acción musealizadora y se encarnan en ella como el hueso a
la carne y a las articulaciones, y eso define el marco at home característico de estas instituciones.
La dimensión identitaria de estos museos se extiende a los múltiples significados de la biografía y
de la obra y, no en un grado menor, al espacio físico donde se materializa (y simboliza) la parce-
la íntima de su condición humana: la casa o residencia musealizada. Allí los marcadores generales
de la matriz identitaria —la etnicidad, la clase y el género— se ofrecen con particular visibilidad al
observador vistante. Las tres casas-museo constituidas entre 1970 y 1980 en Galicia reflejaban para

8https://museos.xunta.gal>casa-rosalia y https://rosalia.gal>casa. En noviembre de 2021 se inauguró una muestra titulada «A Casa


de Galicia. 50 anos da Casa de Rosalía» que recorrerá las plazas de varias ciudades de Galicia.
9 Los documentos y los trabajos que los difunden llevan los precedentes de esta musealización a 1959, año en el que se cons-
tituye un patronato después de la realización de un inventario de bienes que hacen en Madrid varios miembros de la RAG: http://
www.casamuseoemiliapardobazan.org/imagesstories/pdfhistoriamuseo.pdf /
10 https://editorialgalaxia.gal/historia-galaxia. De interés para el conocimiento de su génesis, Bermúdez, Fortes, et al. (2004).

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sus promotores la etnicidad como conglomerado de relaciones de adscrición y pertenencia y el


género por cuanto dos de ellas mostraban a dos mujeres muy diferentes, particularmente en su
extracción social —dimensión que no se mostró como prevalente en aquel momento—, pero afines
en la actitud proactiva en su vida y en su obra respecto de su condición femenina (García Negro,
2013). Rosalía, figura sobresaliente del Rexurdimento literario de la lengua gallega, representaba
con su obra la identidad reflejada en el enaltecimiento y dignificación de la expresión literaria de
una lengua, reducida hasta mediados del siglo xix al nivel de la oralidad. Emilia Pardo Bazán tenía
en su haber varios trofeos asumibles por quienes reivindicaban, desde la oposición cultural al fran-
quismo, la normalización del campo literario: la Pardo Bazán había promovido en 1883-1884 la
creación de un foro para la recogida y el estudio de las distintas expresiones populares —la citada
Sociedad El Folklore Gallego (González Reboredo, 1996: 708-709; 1999: 57-58)—, sus novelas (en
castellano) eran reivindicadas como una recreación literaria fiel al mundo rural gallego del siglo xix
(Fraguas, 1975) y ella misma tuvo un papel en la propuesta de crear la RAG, hecho que fructificó
en 190611. El propio Manuel Murguía, figura clave en el surgimiento de la historiografía gallega en
la Galicia contemporánea, esposo de Rosalía de Castro y primer presidente de la RAG, aceptó a
Emilia Pardo Bazán como presidenta de honra de la nueva Corporación, a pesar de su abierta ri-
validad con la escritora, hecho bien conocido12.

La Casa-Museo de Ramón Otero Pedrayo (Fundación cultural «Otero Pedrayo») supone un hito
fundamental para las iniciativas musealizadoras en Galicia, al tratarse de una personalidad central
en el proceso de normalización de la cultura gallega: integrante de las Irmandades da Fala (1918),
figura clave del grupo Nós (1920), personalidad relevante en el desarrollo del Seminario de Estudos
Galegos (1923-1936), miembro destacado de la RAG (1929-1976), integrante del Patronato Rosalía
de Castro (1948) y fundador de la Editorial Galaxia (1950)13.

En todo caso, tanto la Casa-Museo de Rosalía de Castro, como la Casa-Museo de Emilia Par-
do Bazán son proyectos obligados después de una trayectoria que parte de 1947 en un caso y de
1956 en el otro. Su culminación en los años setenta responde a una coyuntura política y cultural
favorable que abre un cauce para institucionalizar lo empezado bajo condiciones anómalas y, al
tiempo, normalizar imaginarios culturales personificados en estas figuras. Los casos de Rosalía y
Otero funcionan también para la población identificada con el galleguismo y el nacionalismo como
lugares simbólicos de una identidad nacional (Lerda, 2019) erigida sobre la lengua y el territorio
como marcadores privilegiados. Pero ello no oculta las contradicciones y las tensiones derivadas
de la interpretación de la musealización y de los intentos de apropiación del capital simbólico
producido alrededor de estas figuras por parte de los poderes públicos en su esfuerzo por legiti-
marse (Miguélez-Carballeira, 2014).

En la misma década (1970-1980), colectivos que reivindicaban la herencia del galleguismo


histórico y que reconocían una autoridad moral a los promotores de las musealizaciones descritas,
particularmente las de Rosalía de Castro y Otero Pedrayo, activan desde otras plataformas cívicas
distintas a la RAG y a la Editorial Galaxia un nuevo proyecto museístico que no remite a ninguna
personalidad concreta, sino que identifica como sujeto de la musealización al conjunto del pueblo
gallego. Buena parte de los actores participantes en la nueva empresa son jóvenes formados en la
universidad compostelana después de 1960 que, en complicidad con varias figuras del galleguismo
histórico integradas, algunas de ellas, en el Instituto de Estudos Galegos Padre Sarmiento (IEGPS),
ligado al CSIC, y bajo el amparo institucional del Colexio de Arquitectos de Galicia, promueven la

11 Una síntesis de la historia de la RAG en Boullón Agrelo (2015).


12 Para una visión biográfica de conjunto de esta escritora, véase Burdiel (2019).
13Autor de una extensa obra poligráfica, presidió antes de la guerra, sucediendo a Vicente Risco, el Partido Nazonalista Republi-
cán, saliendo elegido diputado en 1931. Muerto Castelao (1950), pasó a ser el referente moral del galleguismo, considerado el
Patriarca das Letras Galegas. Ocupó (1950) la Cátedra de Geografía en la Universidad de Santiago de Compostela.

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creación de un museo histórico y etnográfico inspirado en el proyecto museográfico de corto re-


corrido desarrollado alrededor de 1930 en el Seminario de Estudos Galegos (SEG). La propia
denominación que se le da a la nueva entidad constituida en 1976 —Museo do Pobo Galego
(MPG)— favoreció el desarrollo de una práctica museológica flexible, liberada del apriorismo de
un campo disciplinar concreto y de la atadura que podía entrañar la dependencia de un tratamien-
to anterior a la reinserción de los estudios etnofolclóricos en una antropología académica
capacitada, con la concurrencia de otras ciencias sociales, para producir miradas más panorámicas
del «antropos galaico». Ello facilitaba la recuperación crítica de las aportaciones de los «clásicos» de
Nós y del SEG permitiendo al museo elaborar la trazabilidad de su linaje. El MPG14 desenvolvía en
Galicia un modelo diferente de museo y asumía la responsabilidad de configurar, con el tiempo y
con los recursos disponibles, una síntesis modulada y sucesivamente remodelada de los trazos y
las singularidades que habían construido en el pasado, que construían el presente y que podían
construir en el futuro lo «diferencial» y lo «compartido» en el ethos cultural galaico. Había una con-
ciencia asumida de que la contemporaneidad condicionaba el quehacer del museo, un museo que
arranca de un momento cuya actualidad —la transición del franquismo a la democracia— requiere
tanto afirmaciones y recuperaciones como la apertura de horizontes nuevos. Como señalaba el
actual presidente de su patronato en 2001, en un relato retrospectivo del momento fundacional,
«Hay momentos históricos en los que los pueblos comienzan a removerse buscando nuevos hori-
zontes, el cumplimiento de viejas y nuevas ansias. [En] Tales [momentos] los de eso que llamamos
ahora transición […] Brotaban nuevos proyectos. Y casi todos morían a poco de nacer, víctimas […]
de controversias sectarias o de personalismos, siempre de la resistencia de un poder político reacio
por naturaleza a todo lo que no controla. El Museo do Pobo Galego fue uno de los pocos [pro-
yectos] que cuajaron […]»15.

En su desarrollo inicial, la museografía aplicada al MPG en sus primeros montajes y en la


concreción de sus salas seguía los esquemas descriptivos y los objetos de observación que preva-
lecían en la literatura etnográfica «clásica»16 y, muy especialmente, en la obra de quien fue llamado
a presidir el primer patronato de la nueva institución, Xaquín Lorenzo Fernández. Para ello se re-
currió a formatos expositivos de gran actualidad en aquellos años, representados en la galería
cultural del Musée des Arts et Traditions Populaires (Desvallées, 1993: 359 y ss.), ubicado (1972-
2005) en el Bois de Boulogne de París (Sierra, 1995). Con toda intención las generaciones más
jóvenes y todas las posteriores a estos epígonos del SEG buscaron el enraizamiento del nuevo
Museo vinculándolo a las personas implicadas en la formación del Museo Arqueolóxico-Etnográfi-
co del Seminario, materialmente conformado entre 1930 y 1936 (Mato, 2001: 105-107). Ello explica
que en su génesis —cuarenta y cinco años hasta hoy— el MPG haya centrado el montaje museo-
gráfico de su primera etapa en el agro y en la sociedad campesina, en plena disolución ya en
aquellos años. Se recuperaba con esta opción museográfica la historicidad comprendida en dos
planos: por un lado, se le otorgaba visibilidad etnomuseográfica al mundo campesino que desapa-
recía y, por el otro, se pagaba una deuda moral con la etnografía desarrollada por los
investigadores del SEG, engrandeciéndose la musealización, tan ambiciosa en sus objetivos como
modesta en la realización lograda, del museo promovido por el SEG antes de 1936 (ya citado) y
disuelto por las autoridades franquistas. El MPG erige su propia identidad como museo proyectán-
dose a sí mismo como el reflejo de la exploración identitaria que desarrolla sobre el pasado y las
transformaciones del presente.

14Para un conocimiento detallado del origen y del desarrollo hasta 2005-2006 del MPG aconsejamos la consulta de Braña,
(2008). Es esclarecedora también la lectura del monográfico de A Nosa Terra, Cuadernos de Pensamento e Cultura, 30, 2004.
15 Patronato do Museo do Pobo Galego. Vintecinco anos de labor, 1976-2001, p. 8. Folleto este en el que Justo Beramendi y

otros miembros del patronato hacen balance del nacimiento y de los primeros cinco lustros de existencia del museo.
16Etiquetamos como etnografía «clásica», para Galicia, la teorizada, asumida y practicada en las páginas de Nós (1920-1935) y la
desarrollada por Vicente Risco y los jóvenes discípulos del SEG (1923-1936). De ellos, ya en su madurez, Xaquín Lorenzo y Antón
Fraguas aceptaron presidir, consecutivamente, el Patronato del MPG entre 1976 y 1999.

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Los esfuerzos para crear nuevas musealizaciones clasificables como etnográficas o, bajo una
asociación mixta, arqueológicas y etnográficas no se agotan con la creación en 1976 del MPG.
Tiene este museo, con los años convertido en un centro de referencia para la museística gallega17,
iniciativas que lo preceden en el mismo período examinado y que lo preceden también en su tarea
de búsqueda, recogida y documentación de materiales y de información sobre la sociedad campe-
sina gallega en un momento en el que dicha sociedad era una realidad en retroceso, pero viva
todavía. Hablamos del Museo «Olimpio Liste», formado en las inmediaciones del conjunto monacal
de Oseira, municipio de Cea y provincia de Ourense, muestra singular de recogida «heroica» de un
patrimonio objeto de interés preferencial durante años por parte de los etnógrafos y folkloristas
formados en el SEG que continuaron sin desmayo su labor de documentación y estudio de las
comunidades rurales y de las prácticas desarrolladas hasta 1970 (fecha estimativa) por el campesi-
nado relicto. Aunque tres museos provinciales se habían preocupado de alimentar las colecciones
de sus secciones etnográficas respectivas —el Museo Arqueolóxico provincial de Ourense, el Museo
provincial de Pontevedra y el Museo provincial de Lugo—, y eran, particularmente los de Ourense
y Pontevedra, muy activos gracias a sus colaboradores y al interés de sus directores, faltaba aún
mucho por recoger y también por documentar con localizaciones precisas e informaciones adicio-
nales. Olimpio Liste Regueiro (1932-2013), maestro de profesión, se dedicó desde mediados de los
años sesenta del siglo pasado a recorrer el medio rural de Galicia para recoger aperos y máquinas,
objetos y enseres domésticos, información y documentos que le permitieron en pocos años formar
una colección con la que creó en 1972 el primer museo de etnografía rural de la posguerra, al
margen de los centros públicos ya existentes y citados. Dicha iniciativa contó con el ánimo, la
asesoría y el apoyo de dichos centros y de los investigadores a ellos vinculados, muy especialmen-
te de Xaquín Lorenzo Fernández y de Xesús Ferro Couselo18. Liste, creado y abierto en Oseira su
pequeño museo, siguió incrementando durante más de treinta años las colecciones hasta el extre-
mo de saturar el espacio de Oseira, hecho que le obligó a barajar distintas opciones para ampliar
aquel museo. Fracasadas las opciones que, en principio, le parecían más apropiadas —como dis-
poner de una superficie mayor en la misma localidad de Oseira—, optó por llevar la colección a
Pontevedra, ciudad en la que residía y había ejercido como maestro del Colegio de la ONCE y
donde tampoco prosperó la cesión de un edificio del casco antiguo; sí prosperaron las gestiones
en Vigo, donde finalmente el Ayuntamiento cedió un pequeño inmueble capaz de acoger solamen-
te un tercio del conjunto de piezas de la colección de Oseira. El resto permaneció en la localidad
ourensana en la que Liste procuró mantener abierta aquella instalación hasta su fallecimiento. La
apuesta de Vigo llevó a la constitución de una fundación (2000) para su gestión, en cuyo patrona-
to entró el Ayuntamiento, que se comprometió a la asignación de recursos para el funcionamiento
del nuevo museo. Con algún que otro vaivén, los limitados recursos presupuestados han permitido
desarrollar en estos veinte últimos años una actividad intensa e innovadora. Contrariamente, el
Museo de Oseira permanece bajo un pernicioso letargo que amenaza su continuidad y la conser-
vación de sus colecciones.

La coincidencia o, más precisamente, la convergencia observable entre estas cinco museali-


zaciones es que cada una de ellas, y todas en su especificidad, inauguran en la década de los años
setenta del pasado siglo un circuito complejo de reactivación y conmemoración continua de la
«galeguidade» configuradas a través de un feed-back sucesivo. En todos los casos asoma, tras la
creación y organización de estos museos, la presencia de personas, colectivos y corporaciones de
la sociedad civil como destaca igualmente que la conciencia de Galicia o, abiertamente, el compro-
miso galleguista aflore en todas las iniciativas. Sería matizable a este respecto el caso concreto de
Emilia Pardo Bazán, cuyo encaje en lo gallego resulta difícilmente discutible, aunque sea igualmen-
te indiscutible, según hemos señalado antes, el alejamiento de la novelista de las posiciones
nítidamente galleguistas. En todo caso, y al margen de tales precisiones, la Casa-Museo de Emilia

17 Centro «sintetizador» lo denomina el Decreto 111/1993, una figura puramente formal y con escaso contenido.
18 El primero, colaborador estrecho, y el segundo, director del Museo Arqueolóxico provincial de Ourense.

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Pardo Bazán comparte sede y titularidad con la Real Academia Galega y esta institución, al haber
promovido esta iniciativa museal, asociando sus sedes respectivas, ha incorporado a la escritora al
patrimonio cultural de Galicia, identificándola plenamente con su panoplia identitaria. La extracul-
turalidad en las acciones patrimonializadoras (Prats, 1997: 22 y ss.) se manifiesta igualmente aquí,
donde la intermediación entre los distintos actores, los bienes culturales y las instituciones movili-
za mecanismos de selección (Agudo, 1997: 101-103) sustentados en criterios y en motivaciones
históricas (Clemente, 1993: 15-16). Se legitima así un hecho (o una imagen) cultural con el apoyo
de discursos derivados de las pulsiones identitarias encarnadas en las figuras individuales protago-
nistas de las casas-museo o en los imaginarios colectivos traducidos museográficamente por los
museos histórico-etnográficos. En la génesis de sus procesos respectivos y como lugares de media-
ción cultural, los museos citados no constituyen unidades autorreferenciales que miran solamente
hacia las personalidades o hacia las referencias colectivas, coartadas de las musealizaciones; tras-
cienden el plano de lo autorreferencial para erigirse en mapas culturales que topografían ideas y
pensamientos, historias y memorias, geografías y sentimientos, reflejo de lo que piensan, recuerdan
y sienten muchas personas que acuden a estos museos y sintonizan con lo que trasladan y repro-
ducen. Para otros visitantes, con vidas más distanciadas de lo que cada museo cartografía, la visita
supone el encuentro o el hallazgo con las ideas, las historias y las geografías museográficamente
presentadas.

4. El Museo do Pobo Galego y el Museo «Liste» de Oseira.


Puntualizaciones y valoraciones
Excluido el caso del Museo de Pías (Mondariz-Balneario, Pontevedra) de principios del siglo xx,
cuya fecha exacta de creación desconocemos, pero que existía ya en 1903 (Pérez, Serrano y Vilar,
1997), la museística etnográfica —cuyo hito más significativo fue el Museo Arqueolóxico-Etnográfi-
co del SEG— desaparece en Galicia desde la Guerra Civil hasta la transición democrática, con la
excepción de las iniciativas promovidas por Chamoso Lamas (1974) desde la Administración cen-
tral19 y que en Galicia representan el Museo de Artes y Costumbres Populares en Ribadavia (1969)20
(figura 1) —desde 1993, Museo Etnolóxico—, el Museo Etnográfico do Cebreiro (1970) y el nonato
Museo de Artes y Costumbres Populares de Combarro (Pontevedra). En su programa, Chamoso Lamas
contemplaba un museo del traje vinculado a la comarca mariñán y a su capital Betanzos (A Coruña),
desembocando esta propuesta en el Museo das Mariñas (1983), de titularidad municipal con ámbito
de actuación comarcal y de orientación pluridisciplinar que incluye una sección etnográfica.

El Museo Liste de Oseira (1972) y el Museo do Pobo Galego (1976) representaban en aquellos
años la búsqueda y, al tiempo, la afirmación de una identidad colectiva coherente con el pensa-
mento etnográfico recibido y asumido de los «clásicos» del primer tercio del siglo xx y de los
continuadores de su tarea (bajo condiciones precarias) hasta finales del franquismo. Esta identidad
colectiva tenía un sujeto visible que encarnaba la comunidad imaginada: el campesinado, cuya
homogeneidad no fue cuestionada hasta las revisiones historiográficas y antropológicas realizadas
con nuevas metodologías cuando el MPG iniciaba su andadura después de 1980. José María Car-
desín (1999: 133-144) correlacionó los testimonios orales recogidos en su trabajo de campo con las
crónicas y escritos de publicistas, periodistas, juristas y etnógrafos del último tercio del siglo xix y
del primer tercio del xx (Rodríguez Campos, 1991: 102-106). Tales testimonios mostraban una so-
ciedad campesina claramente segmentada que contrastaba con la imagen de un campesinado

19 Por Orden de 15 de junio de 1970 (BOE nº 161, del 7 de julio de 1970), Manuel Chamoso Lamas es nombrado «Asesor de Mu-
seos de Artes y Costumbres Populares y otros Museos, de la Asesoría Nacional de Museos». Desde este puesto promovió las
iniciativas citadas.
20 Museo desarrollado por la Administración central como sección etnográfica del Arqueolóxico provincial de Ourense. Debido

a las obras en su sede ribadaviense y a la insuficiente dotación no tiene un actividad efectiva hasta 1986.

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Figura 1. Museo Etnolóxico (Ribadavia). Museo Aberto: «El cuerpo que habla de nosotros» (2009-2010), con pacientes de Al-
zheimer. Foto: Museo Etnolóxico (Ribadavia).

homogéneo y compacto construida por la etnografía y por otros divulgadores después de la Gue-
rra Civil. El propio régimen abonó esta visión convirtiendo al campesino como entidad genérica en
productor o empresario aprendido (Iturra, 1999: 101) y la intelectualidad galleguista asumió la idea
de un campesinado sin contradicciones ni fisuras, depositario de la tradición y custodio de la len-
gua y el folklore. Esto último sí responde a una realidad contrastada, pues el idioma y ciertas
manifestaciones del sistema simbólico se mantuvieron con fuerza en el mundo rural, y el estudio
y clasificación de la la literatura oral deja entrever los perfiles diferenciados en la posición social,
el trabajo y la perspectiva de género observables en el mundo campesino21. Conviene además
precisar que los autores ligados a Nós y al SEG en los escritos anteriores a la Guerra Civil informan
de esa estratificación —Terra de Melide (1933)— que se muestra más matizada en Parroquia de
Velle (1936) por causas que sus autores no detallan, pero que obedecen con toda probabilidad a
la interdependencia económica y social de aquella parroquia con la ciudad de Ourense, interde-
pendencia, por otro lado, descrita en esta relevante monografía del SEG.

La museografía etnográfica en Galicia tiene una asignatura pendiente relativa a las represen-
taciones de la matriz estructural identitaria del campesinado histórico —concretamente la posición
social y el género—, a las cuales hay que añadir las transformaciones que dichas representaciones
han experimentado paralelamente en el proceso de penetración en el agro de una racionalidad
capitalista y de la dominación exterior de la economía campesina (Iturra, 1988: 17-19); todo ello
sin olvidar las migraciones a Europa y a las ciudades industriales del Estado, las de Galicia inclui-
das, con la urbanización consiguiente y la gradual desagrarización/descampesinización del rural

El cuento, los cancioneros y otras fuentes orales, examinados por folkloristas y filólogos, desbrozan muchos caminos para una
21

mejor comprensión etnohistórica (Ferro Ruibal, 1996 y 2004 y Noia Campos, 2010).

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que han modificado el mapa social de Galicia (López Iglesias, 1997). La reconversión necesaria del
museo etnográfico en el sentido apuntado modificará, si se desarrolla, la configuración de unas
museografías que no solo olvidaron presentarnos a los sujetos que participaban del sociodrama y
a cuyo relato concurrían los objetos museografiados, sino que redujeron la expografía a un solilo-
quio de objetos, por otro lado incompletos ante la ausencia de los insumos agroindustriales. En un
momento en el que debatimos (nuevamente) la entidad de los museos etnográficos que se han
extendido por nuestro territorio, solo una reflexión dialogada sobre la museografía etnográfica
puede favorecer el reencuentro en el espacio museístico entre la antropología/etnografía y la his-
toria en la línea planteada por José María Cardesín (2015). Porque las carencias museográficas
destacadas nos muestran cómo se ha musealizado un patrimonio, dejándonos ver la concepción
limitada que se ha difundido de patrimonio etnográfico y la idea asentada, igualmente limitada, de
museo etnográfico22. Un debate abierto, interdisciplinar y con la participación de los agentes socia-
les e institucionales concernidos por las distintas musealizaciones arrojaría bastante luz sobre esta
cuestión y facilitaría el cruzamiento de miradas académicas (universitarias y museológicas) y socia-
les. Lo que Cardesín ha señalado y analizado ha sido destacado igualmente para la cornisa
cantábrica por Jorge Uría (2002: 1089) y en Galicia, con anterioridad, lo había reflejado el historia-
dor Xosé Ramón Barreiro (1991: 57-66).

5. Tras la huella reciente del MPG. 1980-1985, segunda fase del despertar
En los cinco primeros años de la siguiente década (1980-1985) se crean otros museos que siguen
el camino abierto por el MPG. Son museos promovidos por asociaciones que mantienen una rela-
ción estrecha con personas del patronato del MPG y con los museos integrados en su patronato23,
lo que explica la complicidad que se establece entre estos museos y el centro compostelano, así
como el respaldo y la asesoría que este último y los museos provinciales les prestan. Tres de los
museos considerados, uno público y dos privados, destacan tanto por su actividad como por su
porfía y constancia en el mantenimiento, a lo largo de los años, de sus planteamientos y objetivos.
Reproducen la orientación identitaria del MPG centrada en sus comarcas respectivas, desarrollan
tareas de recogida de materiales en los territorios a los que remiten y, por su insistencia, logran de
las administraciones apoyos puntuales y, aspecto no menor, edificios para sus sedes. Sus fechas
de creación, consecutivas, les confieren un perfil bastante homogéneo por cuanto sus propuestas
se asemejan, aunque con el paso del tiempo hayan diversificado sus prácticas, que han debido
adaptarse a sus entornos sociales y al perfil de sus visitantes. Estos museos son: el Museo Etnográ-
fico de A Capela, nacido como Colección Etnográfica do Colexio Público «Mosteiro de Caaveiro»
(1981) (figura 2), el Museo da Terra de Melide (1982) y el Museo comarcal de A Fonsagrada (1984).

El primero parte de una experiencia escolar (García Mera, 2010) cuyo recorrido termina a
finales de 1990 con las reformas educativas de la LOGSE, que modifican los tramos formativos
anteriores creando la ESO y expulsando del ciclo formativo superior de la EGB al alumnado que
venía protagonizando y desenvolviendo las actividades ligadas al museo escolar creado. Esto, su-
mado al crecimiento de las colecciones formadas, a la mayor exigencia en cuanto a conocimientos
etnográficos del profesorado implicado y a sus nuevas tareas para adaptarse y especializarse en los
nuevos ciclos, y a la falta de recursos para la programación de actividades, llevó a una «dolorosa»
(en palabras de los protagonistas) y necesaria reflexión sobre la continuidad de aquella experiencia
museística y escolar. Fue en 1995 cuando se concluyó que las colecciones no tenían opciones de
futuro en el centro escolar y que este no podía albergar unos fondos que habían crecido enorme-

22 Los enfoques antropológicos abordados en este trabajo son deudores de los estudios de Braña (2008), Pereiro (2008, 2009

y 2012), Pereiro y Vilar (2002), y recogen algunas cuestiones tratadas por nosotros anteriormente (Sierra, 2000, 2013 y 2015).
23 Una de las claves que explican la sintonía lograda por el MPG con el sector museístico gallego de aquellos años es la impli-

cación con el proyecto del MPG de varios de los museos de mayor relevancia en Galicia (y de sus directores) en el tardofran-
quismo y en la transición: los provinciales de Lugo, Ourense y Pontevedra, destacadamente (Museo do Pobo Galego, 1987).

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Figura 2. Museo de A Capela. Recreación participada de trabajos agrícolas. Foto: Museo de A Capela.

mente gracias, por otra parte, a las donaciones y entregas de las familias del alumnado que
sucesivamente había pasado por el centro educativo y participado en la experiencia realizada (Sie-
rra, 2013: 123-125). Al amparo de la Ley de Asociaciones, barajadas distintas opciones, efectuados
numerosos contactos y acordada una solución con el ayuntamiento de este municipio, se constitu-
ye en 2001 el Patronato do Museo Etnográfico de A Capela, integrado por tres agentes: el Colegio
Público (matriz de la experiencia), el Ayuntamiento de A Capela y el movimiento asociativo creado
alrededor de la experiencia inicial y ahora formado por las personas más implicadas en el proyec-
to, que se organizan bajo las figuras de socios ordinarios y protectores. Solamente faltaba para
comenzar la nueva etapa la disposición de una sede física, lograda en 2003 al conseguirse del
Arzobispado de Santiago, al que pertenece el Obispado de Mondoñedo-Ferrol, la cesión mediante
convenio de la casa rectoral con su pequeño diestro de la parroquia de Santiago de A Capela24.
Posteriormente el Ayuntamiento cede al Patronato del Museo varias dependencias e inmuebles para
usos museográficos: unos molinos harineros (en Gunxei), una escuela unitaria desactivada (en el
lugar de Guitiriz) y una herrería hidráulica (O Machuco). Queda configurada así la nueva museali-
zación como una entidad mixta de museo y parque que ofrecerá muchas oportunidades para las
acciones y propuestas desarrolladas en los últimos dieciocho años.

Los otros dos centros citados —el Museo da Terra de Melide (1982)25 y el Museo comarcal de
A Fonsagrada (1984)— poseen muchas similitudes, pues ambos se ubican en dos municipios situa-
dos en el trazado de dos itinerarios distintos del Camino de Santiago y ambos se asientan en las
capitalidades de los municipios respectivos, dos villas con su particular importancia en relación al

24Las denominadas rectorales constituyen la residencia del párroco rural, en la actualidad en desuso muchas de ellas al estar
varias parroquias bajo la administración de un único párroco. El diestro es una parcela de cultivo asociado a la rectoral.
25 http://museodaterrademelide.blogspot.com.es/ e Informe redactado por X. M. Broz, su cabeza visible, en octubre de 2012.

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área geográfica en la que se encuentran. El de Melide, situado en un punto importante del Camino
Francés y a 52 km de Santiago, adquirió mediante suscripción popular el edificio del antiguo hos-
pital de peregrinos del Sancti Spiritus, rehabilitado y adaptado para museo en 2001 después de
ocupar durante varios años el local cedido por uno de sus asociados. La nueva sede, sufragadas
las obras con aportaciones vecinales y una subvención de la Xunta, condicionó su museografía al
destinar una sala al Camino y al fenómeno de la peregrinación, que le confiere un perfil etnohis-
tórico con muchas potencialidades. Asume este museo un capital simbólico significativo en el
contexto de las musealizaciones del período que tratamos, porque sus promotores ligan la asocia-
ción que lo sostiene —Centro de Estudos Melidenses— y el museo creado a la memoria del
trabajo emblemático de los investigadores del SEG: las campañas de campo acometidas en 1929
por un equipo multidisciplinar y la edición en 1933 de la monografía Terra de Melide, considerada
un modelo aplicado por aquella institución a los estudios comarcales previstos y, varios de ellos,
realizados en aquellos años. Los promotores de este museo han programado la musealización bajo
unos parámetros afines a los trabajos de campo del SEG y la museografía asumida refleja los ám-
bitos de estudio del libro citado, que tardó tres años en imprimirse (1933) por demoras ocasionadas
por los trabajos etnomusicológicos de Torner y Bal y Gay y por la redacción del capítulo final de
la autoría de Armando Cotarelo Valledor, miembro de las Irmandades da Fala (IF), filólogo y ca-
tedrático de la Universidad de Santiago y primer presidente del SEG (1923). El vínculo entre este
museo y los integrantes de la asociación titular del mismo con el MPG, con el Departamento de
Arqueología de la USC y con las secciones de Arqueología y de Etnografía del Instituto Padre Sar-
miento de Estudos Galegos (IPSEG), muy activas antes y después de 1980, explican las actividades
de prospección y excavación arqueológicas desarrolladas, la recogida de materiales e información
etnofolklórica y la aplicación de criterios museográficos tomados del MPG y de los otros museos
integrados en el patronato del centro compostelano26. Su museografía se reparte en tres espacios,
los dos hegemónicos en la trayectoria de la asociación y del museo una vez creado —Arqueología
y Etnografía— y el señalado antes sobre el Camino de Santiago.

El Museo comarcal de A Fonsagrada arranca de grupos vecinales y asociativos movilizados


en 1983 y 1984 para la recuperación del patrimonio comarcal y la formación de unas colecciones
para un museo, lo que les lleva a la constitución de un patronato de 200 miembros promotores y
gestores de estas iniciativas. Formalmente el museo se funda en 1984 y logra, en su primera fase,
disponer de una sede en un grupo escolar fuera de uso. La idea del museo partía de la convicción
de los asociados de la singularidad de un territorio de la zona centro-oriental de la provincia de
Lugo, limítrofe con Asturias, y donde prevalecían las actividades propias de una agricultura de
montaña, afectada como otras áreas rurales por unas transformaciones que conducían a la desacti-
vación de muchos procesos de trabajo y a la inutilización de variados utensilios y máquinas
agrícolas. Como en tantos casos, la recogida y la recuperación de los testimonios materiales de
aquellas prácticas agropecuarias espoleó el interés patrimonial y musealizador de aquel colectivo
vecinal movido por personas particularmente conscientes del cambio que se producía. La captación
para el museo de las colecciones iniciales y las primeras dotaciones para su sostenimento partieron
de los propios vecinos implicados, sumándose seguidamente el Ayuntamiento con la concesión de
varias ayudas para el desarrollo del trabajo comenzado (figura 3). Diez años después, una vez
consolidado el Museo, turbulencias políticas locales ocasionaron la suspensión de las ayudas mu-
nicipales, incluida la necesidad de abandonar la sede original. Cuando finalizaba esta década
(finales de los 90) la corporación municipal retomó su apoyo y con otras miras y mayor ambición
consideró la oferta de una sede estable para el museo, actitud que propició nuevamente la parti-
cipación vecinal, comprometida ahora con la construcción gradual de la nueva sede, incluida la

26 Un número apreciable de personas ligadas entre 1975-1985 al Departamento de Arqueología y Prehistoria de la USC, al na-
ciente MPG y a los museos provinciales de Ourense, Lugo y Pontevedra pertenecían también a las secciones de Arqueoloxía y
Etnografía del IEGPS-CSIC de aquellos años.

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redacción de un plan museológico27 y el montaje museográfico. Dicha rehabilitación concluyó en


2010, gracias a unas subvenciones oficiales y al adelanto de algunas partidas por el colectivo veci-
nal, siempre dispuesto a mantener vivo el proyecto. Además se asumieron otras demandas y
reivindicaciones para la mejora de las carencias estructurales de la zona y para el reconocimiento
del Camino Primitivo a Santiago. Para ello el museo programó entre 1991 y 1994 varios encuentros,
seminarios y debates, participando con sus colaboradores en la identificación, limpieza y señaliza-
ción del itinerario jacobeo. Su trayectoria posterior incluye el desarrollo de una museografía
trabajada (Sierra, 2015) y la prestación del museo para tareas colaborativas.

Figura 3. Museo da Fonsagrada. Recuperación de músicos populares. Foto: X. C. Sierra Rodríguez.

6. Otros observatorios de la identidad en el período 1970-1985


Esta década fecunda para el mundo de los museos en Galicia testimonia una casuística más amplia
con la aparición de otros museos, cuyas referencias, enfoques y contenidos difieren en parte de los
cuatro casos descritos. Uno de ellos es el Museo de Arte Contemporánea «Carlos Maside», de Sada
(A Coruña), creado en 1970 por Luis Seoane e Isaac Díaz Pardo28, cuyo estrecho vínculo fortalecido

27Para ello se contó con la colaboración de uno de los museólogos de mayor prestigio en Galicia, Felipe Arias Vilas, facultativo
de Museos y, sucesivamente, director del Museo Provincial de Lugo y del Museo Monográfico de Viladonga.
28 Luis Seoane (1910-1979), figura clave de la renovación estética gallega y pintor, grabador, muralista, ensayista, poeta y editor

desarrolló una parte fundamental de su actividad en Argentina con Galicia como referencia. Isaac Díaz Pardo (1920-2012), pintor
igualmente, promovió numerosas iniciativas y empresas, cuyo norte era la convergencia de arte, diseño e industria.

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en el exilio bonaerense, después de 1955, estrecha sus complicidades y los empuja, con el apoyo
de terceras personas, a la promoción de numerosos proyectos (Díaz, 2001: 11-18). Destacan entre
ellos la Fábrica de Cerámicas do Castro, abierta en 1949 (Sada, A Coruña), la creación del Labora-
torio de Formas de Galicia, concebido desde Buenos Aires con Luis Seoane en 1963, la puesta en
marcha entre 1966 y 1970 de la planta de producción de porcelanas de Sargadelos (Cervo, Lugo)
—en las inmediaciones de la factoría del xix— y la formación en Sada del Museo «Carlos Maside»
(1970). Este museo nace con la intención de acoger en su espacio del Castro de Samoedo (Sada)
el «movimiento renovador del arte gallego a partir de Castelao, que con la guerra civil y el exilio
quedó desmembrado»; responde esta musealización a la idea formulada por Luis Seoane de que
«un museo hoy no es exactamente una institución que está de acuerdo con el pasado sin juzgarlo
previamente y con el presente sin someterlo a crítica. Admite el pasado en lo que significó de
adelanto y muestra el inconformismo y la inquietud del presente»29. Este museo, cuya importancia
y significación para Galicia ha sido examinada y destacada (Real, 2018), representa en su concep-
ción, en su práctica y en su museografía un salto cualitativo en la museística de Galicia. El manejo
de las vanguardias artísticas gallegas como referencias estéticas del cambio se manifiesta claramen-
te en la propuesta y en el discurso museográfico del Museo «Carlos Maside», donde se reúne una
significativa representación de los creadores del momento. En dicha museografía la personalidad
de Castelao atraviesa los ámbitos de la expresión dramática y de la creación plástica en la colección
de máscaras creadas por aquel artista para la representación teatral de su obra Os vellos non deben
enamorarse, escrita en Nueva York y representada en 1941 en Buenos Aires (Fandiño, 2020: 92-94).
Luis Seoane (1994: 133-137) declara cuáles son los postulados de partida de su obra artística y
también los de las empresas que comparte con Díaz Pardo, cuyo núcleo rector es el Laboratorio
de Formas (Díaz, 2010 y Fandiño, 2020), donde surgen las ideas, del que salen las propuestas y
quien supervisa y controla la acción y la tarea del conjunto. La gran novedad y el carácter pionero
de todo esto reside en su organigrama (Fandiño, 2020: 85) y en la gestión coordinada de las par-
celas creadoras, patrimoniales y productoras, en las que encajan las distintas y sucesivas iniciativas.
Los postulados aludidos orientan las nociones sustantivas, de manera especial el diseño de la pro-
ducción que enlaza la artesanía con el arte y ambas con la industria. Díaz Pardo en un interesante
opúsculo editado en 1976, demuestra su conocimiento de la evolución de los movimientos críticos
sobre artesanía, arte e industria representados en las entidades asociativas y formativas europeas
Werkbund (1907-1938), Vjutemás (1920-1930) y Bauhaus (1919-1933), inspiradoras de las coorde-
nadas que encuadran el Laboratorio de Formas de Galicia (Wick, 1988). Seoane, en sintonía con
Díaz Pardo, defiende el «diferencialismo» —«Nosotros queremos ayudar a enriquecer el mundo con
nuestra diferencia» (Seoane, 1994: 137)— partiendo de la consideración de que el diseño innovador
enriquece el producto si parte de la asimilación y recreación de la herencia recibida, idea que
identifican con la tradición, entendida como la transmisión ofrecida al mundo mediante el inter-
cambio de sus diversidades. No resulta comprensible el Museo «Carlos Maside» de Sada al margen
del Laboratorio de Formas y de los complejos de O Castro y de Sargadelos, cuya prolongada an-
dadura incluye la creación del Seminario de Sargadelos (1972), que desarrolla un intenso trabajo
de investigación tecnológica con un Instituto de Minerais asociado. La renovación y la modernidad,
el vanguardismo en suma, que proyectan las iniciativas de Díaz Pardo, con el concurso indispen-
sable de Seoane30, se articulan sobre la exploración de la memoria histórica de las formas para
crear una producción con raíces (Díaz, 2001). Memoria y renovación son palabras clave en el dis-
curso y en la práctica de estas dos personalidades que, sin modificar plenamente los encuadres, sí
articularon de otro modo los enlaces para hacer visible la identidad, al tiempo memoria y al tiem-
po renovación, y en su conjunto una tradición diferenciada pero compatible necesariamente con
otras tradiciones; en esto radica su propuesta de diferencialismo (Díaz, 1994: 16-17). Los escritos y

29Ambas citas, traducidas al castellano, sacadas de X. Díaz (2008), sobre la exposición celebrada en A Coruña de diciembre de
2008 a marzo de 2009.
30 Muy sugerente la perspectiva crítica que cruza la vida, la obra literaria y la creación plástica de Seoane en Santorun y Santo-

run (1998).

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la correspondencia de Seoane (Díaz, 2010: 40) despliegan una perspectiva profundamente antro-
pológica al entender que «en el paisaje, en las herramientas de los oficios y en los objetos hereda-
dos» se encuentra el fundamento de las formas que podemos crear y recrear; una aproximación
«gestáltica» no extraña, en lo que supone de sustrato y permanencia, a la teoría de las superviven-
cias culturales defendida por los etnógrafos de su generación —los del SEG—, bastante alejados,
por otro lado, en su ideología social de Seoane.

Las acciones y las realizaciones que rodean, acogiéndolo como una parte fundamental del
todo, al Museo «Carlos Maside» constituyen una experiencia difícil de calificar a los ojos de la mu-
seología (figura 4). Difícil, pero no imposible, porque formulaciones y búsquedas asociadas a las
nuevas museologías encuentran en el conjunto O Castro-Sargadelos su eco. Procede, y de hecho
se está haciendo, revisar los planteamientos y las prácticas de los museos en la actualidad y con-
viene hacerlo a partir de los itinerarios seguidos por muchos museos y observando las acciones
que ensayan y los espacios que exploran. El Museo de arte contemporánea «Carlos Maside» es la
plasmación museográfica de un eco, el de las ideas, las posiciones y las realizaciones que Seoane
desarrolla y que Díaz Pardo «siente», experimenta y aplica. También este museo es el enlace entre
el arte como memoria y la acción tamizada de dicha memoria, siendo el estrecho vínculo del mu-
seo con el Laboratorio de Formas una manifestación de que lo musealizado engendra lo
proyectado y lo producido. La identidad se mueve en sus expresiones y fija como un memorial las
imágenes y las formas de lo que nos ha precedido, fenómeno que acontece también con los pro-
ductos y las porcelanas de O Castro y de Sargadelos. El ethos diferenciado de cada sociedad
opera como un sustrato identitario de sí misma en un concierto de universalidad donde las mismi-
dades transitan y se intercambian en el caleidoscopio ilimitado de la diversidad. Para Seoane y Díaz
Pardo cada forma y cada expresión plástica tienen su filiación, planteamiento que los lleva a inter-
pelar las formas encuadradas en los momentos históricos sucesivos para encontrar en ellas los
signos que dan cuenta de su diversidad. El Museo «Carlos Maside», como el Laboratorio de Formas,

Figura 4. Museo «Carlos Maside». Vista del museo con la fábrica de porcelanas al fondo. Foto: X. C. S. R.

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han mostrado la virtualidad etnoantropológica de los museos de arte y del arte, configurados como
espacios de acción y comunicación por los que fluyen, transitoria o duraderamente, los complejos
entramados identitarios. La sola visión de una pieza de Sargadelos o de O Castro evoca el nombre
de Galicia y las formas ornamentales, el cromatismo de las porcelanas o la iconografía de sus figu-
ras han contribuido, dentro y fuera de Galicia, a imaginar lo que se adscribe y atribuye a la
identidad gallega en los últimos cuarenta años.

Otro ejemplo singular es el del Museo do Humor de Fene, municipio de la comarca de Fe-
rrolterra, donde uno de los humoristas gráficos más creativos e influyentes de Galicia, Xaquín
Marín (http://www.fene.gal/museo-do-humor/portada-museo-humor/gl.), con la colaboración de
otra figura relevante, Siro López, promovió esta musealización que, partiendo de la colección for-
mada por su promotor, fue incrementándose con sucesivas donaciones y legados. El museo fue
creado por el Ayuntamiento de Fene en 1984 y Xaquín Marín lo dirigió hasta 2008. Este novedoso
y singular museo exploró el origen del humor gráfico haciendo suyos los precedentes en Galicia
de esta expresión artística (González Pérez, 1984), cuyo cultivador de referencia fue Alfonso Daniel
R. Castelao, quien utilizó la amplia virtualidad del dibujo y del humor gráfico para mostrar las
contradicciones de las personas y de las instituciones. La panoplia identitaria de una sociedad, que
asoma en las múltiples expresiones del grafismo, confiere a este museo una dimensión antropoló-
gica (visual) profunda que nos invita a revisar las adjetivaciones y las tipologías museísticas antes
cuestionadas.

7. El museo en Galicia después de 1990


En los últimos treinta años el museo es una entidad cultural conocida y generalizada en Galicia,
pero ello no supone que la institución haya satisfecho las demandas que, formalmente, contem-
pla la legislación y que derivan de los consensos internacionales logrados durante décadas por
el Consejo Internacional de Museos (ICOM). Lejos de ello, del cómputo total de museos y colec-
ciones museográficas o visitables, constituyen aún minoría los centros debidamente dotados y
con un personal cuyo perfil se adecúe al necesario en cada caso. Esto limita enormemente la
capacidad de los distintos museos para cumplir sus respectivos objetivos y desarrollar libre y
críticamente museografías innovadoras, reflejando y asumiendo los desafíos que la institución
museística tiene hoy día en las sociedades democráticas. Lo indicado no ocurre solamente en
Galicia, pero en Galicia incide de manera particular sobre ciertas carencias herederas de su es-
pecífico proceso musealizador.

Destaca en este proceso el impulso renovador experimentado en los museos del período que
hemos calificado de renaciente o de despertar que, promovidos por entidades singularmente im-
plicadas de la sociedad civil, como ya señalamos, han desarrollado coherentemente la idea de
«misión» manejada en la jerga museológica. La tarea museística se ha profesionalizado (en unos
casos más acertadamente que en otros), la continuidad de los museos se ha garantizado con sedes
estables y en crecimiento y la programación diversificada de actividades ha ido aumentando. Tam-
bién el prestigio de las entidades o corporaciones titulares ha permitido la captación de recursos,
unos estables y otros más irregulares, y con ello extender su presencia, directa y mediática, al
conjunto de la sociedad, logrando ser hoy museos conocidos e introducidos en el sector educativo
de los tres niveles de enseñanza; al tiempo se han convertido en centros integrados y comprome-
tidos con tareas investigadoras individuales y con programas compartidos con departamentos
universitarios.

Las casas-museo, una fórmula que ha crecido como modelo musealizador en Galicia, incor-
porando figuras diversas, han fortalecido su presencia y su campo de acción museográfica en un
marco estatal particularmente activo gracias a ACAMFE, la federación que las vincula y representa
(Santiso, 2013) y que ha organizado ya varios congresos con actas publicadas. Tanto la Casa-Museo

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Rosalía de Castro como la dedicada a Emilia Pardo Bazán han incidido en el ámbito investigador,
al tiempo que se implicaban en actividades y programas de difusión. La investigación se canalizó
fundamentalmente en el Museo Rosalía de Castro a través del Centro de Estudos Rosalianos a ella
asociado, editando un Anuario de Estudos Rosalianos cuya cabecera es, desde 2016, Follas Novas.
Revista de Estudos Rosalianos, que ha promovido la traducción de obras o antologías de su obra,
seminarios y simposios diversos. La Casa-Museo Pardo Bazán fundó (2003) la revista La Tribuna.
Cuadernos de Estudos da Casa Museo Emilia Pardo Bazán, cuya cabecera rinde homenaje a la
conocida novela de la escritora (González Herrán, 2007) y cuyo propósito es y ha sido publicar los
estudios e investigaciones sobre la autora, su obra y su tiempo, dar noticias e incluir recensiones
de publicaciones vinculadas al campo literario afín e informar sobre el trabajo del museo. Ambos
museos intensifican su actividad divulgadora y organizan festivales poéticos, debates, conciertos,
visitas teatralizadas y, de forma continua, jornadas con centros escolares de primaria y secundaria
(Museo Rosalía de Castro). El Museo Pardo Bazán, coincidiendo con su reinaguración en 2003, ha
priorizado su vinculación con el entorno urbano —Marineda, la imagen literaria de A Coruña—,
mostrando un gran interés en la visibilización de la dimensión inmaterial de la escritora y del lugar
(la residencia) musealizado. Para ello se organizan foros, ciclos de cine y un programa que enlaza
esa inmaterialidad traducida —el marco at home del que hablamos— a contenidos actuales: nos
referimos a los «Xoves en Tabernas» que recrean las tertulias organizadas en la casa (Tabernas 11)
en tiempos de la escritora (figura 5). Ambos centros buscan la movilización de sectores diversos
de la sociedad civil y el establecimiento de relaciones habituales con las universidades gallegas para
la organización de los programas de investigación y difusión. Relaciones que se extienden a insti-
tuciones culturales de referencia, caso del Museo Rosalía de Castro con el Consello da Cultura
Galega o del Museo Pardo Bazán con otros museos para intercambiar pequeñas exposiciones o
montar actividades conjuntas. La participación social es una preocupación creciente y las formu-
laciones de la museología comunitaria penetran en los responsables del Museo Pardo Bazán
(Santiso, 2004) que han privilegiado la identidad urbana de A Coruña en tiempos de la escritora
y en la actualidad. También la perspectiva de género, en museos que se refieren a dos mujeres
con sus notables diferencias al respecto, emerge crecientemente en las acciones emprendidas
(Santiso, 2007).

La Casa-Museo da Fundación Otero Pedrayo creó el año 2002 el Centro de Estudos Oterianos,
uno de cuyos objetivos es la edición de trabajos de y sobre la figura dedicataria, acción favorecida
Figura 5. Casa-Museo Pardo
Bazán. «Xoves en Tabernas»
(tertulias). Foto: Casa-Museo
Pardo Bazán.

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por el estrecho vínculo entre esta Fundación y la Editorial Galaxia. Aparte de los programas de
visitas, en los que prevalece la recepción de escolares y de grupos concertados, son relativamente
frecuentes los cursos y seminarios sobre temas variados, de fácil encaje en una institución que
recuerda la personalidad de un autor polígrafo, geógrafo, historiador, novelista, dramaturgo y en-
sayista, y, sin duda, la personalidad, con Rosalía y Castelao, de mayor proyección y conocimiento
social de la cultura gallega contemporánea. La Fundación Otero Pedrayo y su Casa-Museo entregan
cada año en su sede, el Pazo de Trasalba, el premio denominado con este topónimo, cuya cele-
bración supone un acontecimiento social y mediático, así como un experiencia cultual.

Los ejemplos de casas-museo citadas y otras existentes en la actualidad en Galicia no encajan


estrictamente en ninguno de las tres tipos enunciados por Pérez Mateo (2019), si bien su evolución
y las actividades que se programan, sin perder el sentido inicial de la personalidad dedicataria,
incorporan la perspectiva del territorio y del período histórico al que remite su obra. En el caso de
Rosalía de Castro, las figuras de Murguía, historiador, y de sus hijos Alexandra, dibujante, y Ovidio,
pintor, focalizan también la atención del museo y de su actividad investigadora y divulgadora. El
aprovechamiento del museo como un lugar para motivar y activar conexiones y referencias, que
asoma nítidamente en algunas propuestas y acciones del Museo Pardo Bazán recuerdan vagamen-
te la línea del Dorset County Museum y de lo que sugiere y propone la museografía (Marshall,
1997) de la galería del poeta Thomas Hardy: una fiesta literaria y de los sentidos. Las casas-museo
abiertas después de 1985 suponen un número apreciable, si bien buena parte de ellas no constan
en el censo oficial y varias siguen la huella, con sus enfoques alternativos, de las iniciales31.

De creación muy posterior, la Casa-Museo Manuel María (2013), dependiente de la Funda-


ción Manuel María de Estudos Galegos y ubicada en Outeiro de Rei (Terra Cha, Lugo), contó con
numerosas aportaciones de las administraciones mayores, de los ayuntamientos de su entorno y de
particulares y siete años después desarrolla una notable actividad con clubs de lectura adulta y
juvenil, concursos de videopoemas, presentación de publicaciones poéticas y ensayísticas, activida-
des musicales, convivencias culturales dramatizadas, marionetas, filmes comentados, cuentacuentos
y actuaciones de grupos de danzas. La Fundación Uxío Novoneira (2010) ejecuta en los últimos
años la rehabilitación de la casa natal del poeta y anticipa sus actividades a la terminación de la
rehabilitación completa de la vivienda en Parada (Folgoso do Courel), localidad de la Serra do
Courel en la comarca montañosa del sureste de la provincia de Lugo. Estas dos musealizaciones
relativamente recientes y dedicadas a poetas nacidos alrededor de 1930 se centran en la lengua
como factor clave de la creación literaria y como expresión de una identidad encarnada en el idio-
ma gallego. La museografía de estas casas preserva, en lo fundamental, los espacios que vinculan
la vivienda con la biografía de los autores respectivos y aprovechan los espacios abiertos —son
casas rurales— para otorgar una mayor versatilidad y diversidad a las actividades organizadas, po-
sibilitar una mayor acogida e introducir el paisaje en la acción participativa.

8. Museos a la espera de un relato


El tipo de museo que desde 1985 y, fundamentalmente, después de 1990 ha quedado anclado,
siendo el que más iniciativas suscita, es el etnográfico. El arquetipo explicable para la etnografía
calificada aquí de «clásica», cuyo sujeto histórico de referencia y depositario de la tradición, el cam-
pesinado, había monopolizado sus estudios e interpretaciones, se convertía en un estereotipo de
la identidad gallega. Los testimonios que representaban a ese sujeto histórico se disponían en mu-
seos y colecciones visitables como estampas arqueológicas o como un álbum de retrospectivas.
Numerosos factores contribuyeron a esto, entre ellos y sin pretenderlo, la museografía inicial del

31 No hay que confundir la figura de la casa-museo con los museos promovidos por fundaciones creadas para acoger un legado

artístico (Laxeiro, Granell o Seoane) o desarrollar actividades inspiradas en una figura política o literaria (Pondal, Losada Diéguez),
aunque en alguno de estos casos se aproveche la residencia (natal o no) del autor o autora homenajeados.

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MPG y, con un impacto mucho menor, la del Museo Liste de Oseira y de otras musealizaciones
próximas al MPG como las de A Fonsagrada o Melide. Ya hemos encuadrado la génesis museográ-
fica del MPG e hicimos lo propio con los otros tres museos citados que, por sus limitaciones es-
paciales y la escasez de recursos, fueron demorando su renovación hasta avanzada la década de
los 90. De alguna forma, para la mayoría de la población, la etnografía se percibió como un epi-
fenómeno de la historia, que se limitaba a dar cuenta de un pasado —el del universo campesino—
sin marcar una secuencia propia. Esta visión, muy difundida y fijada en el imaginario colectivo,
ayudó a consolidar la idea «pasadista» de lo etnográfico, representada por lo que se recordaba y lo
que quedaba de la vida campesina en el mundo rural en el último tercio del siglo xx, generalizán-
dose la visión de lo etnográfico en el museo como un relicario intemporal donde las «cosas» evo-
caban, pero no explicaban ni daban pie a las posibles y necesarias interpretaciones. Paralelamente,
el discurso de la economía, de la demografía o de la geografía, que hablaba con reiteración de
final de ciclo, de desagrarización (López Iglesias, 1997), de cierre o abandono de explotaciones y
del abandono del medio rural por una parte significativa de la población (Fernández Leiceaga,
2000), trazaba un camino paralelo que, como tal, no podía converger con el discurso señalado y
fijado previamente acerca de lo etnográfico. El relato construido sobre el patrimonio etnográfico
antes de 1970, y reproducido en los años siguientes, estaba más preocupado por la pérdida de los
testimonios de las culturas campesinas (Chamoso Lamas, 1974), percibida claramente a raíz del Plan
de estabilización de 1959, que por conjugar las manifestaciones de lo que finalizaba con las inhe-
rentes a lo que surgía. Por otro lado, el museo como espacio visual que es, donde las relaciones
in praesentia dominan sobre las relaciones in absentia y donde lo explícito arrincona o se inhibe
de lo implícito (Mairot, 1991: 135), favorecía la tarea de reunir y acomodar objetos tridimensionales,
cuya significación densa —su interpretación— tampoco estaba presente. La dicotomía entre cultura
material y espiritual, heredada de la etnografía «clásica», facilitó la difusión de prácticas musealiza-
doras orientadas a la recogida, depósito y organización de elementos materiales del mundo cam-
pesino, práctica museográfica que había sido aplicada con anterioridad por las secciones
etnográficas de los museos provinciales, no solo en Galicia, que priorizaban lo material en detri-
mento de lo relativo a las creencias y al universo simbólico. Coadyuvó a esto la difusión de dicha
visión por los medios de comunicación y también su interiorización gradual entre los responsables
de las entidades públicas y entre muchos agentes del asociacionismo cultural, promotores de mu-
seos y colecciones visitables.

¿Qué reflejan y qué dejan de reflejar, por tanto, los museos etnográficos y etnohistóricos en
Galicia? Con el tiempo la renovación continua del MPG, los nuevos montajes de algunos museos
etnográficos (A Fonsagrada, Melide o la Fundación Museo Liste de Vigo), orientados por museó-
logos sólidamente formados o con equipos técnicos bien preparados, la débil pero efectiva
presencia de la antropología académica, nuevos ensayos museísticos, unos con museografías
mejor enfocadas y otros con actividades renovadoras —el Parque Etnográfico del Río Arnoia
(Allariz, Ourense) o el Museo da Limia (Vilar de Santos, Ourense)—, abrieron, entre 1990 y 1995,
un nuevo escenario que no conllevó la necesaria actualización del tratamiento patrimonial de lo
etnográfico. Situándonos en un observatorio distanciado de los museos etnográficos creados en
los últimos treinta años, podríamos diferenciar, con los matices que exigiría un análisis singula-
rizado, dos grupos en lo que atañe a sus montajes museográficos: los museos con una
trayectoria prolongada apoyados en una masa crítica potente y/o con mediadores e intérpretes
cualificados que responden a la pregunta, a la duda o a la curiosidad del visitante y, sin dar
necesariamente respuestas, proponen espacios museográficos sugerentes, y aquellos otros que
carecen de mediadores o la mediación ha sido realizada por personas sin la formación necesaria
para interpelar a los objetos, que se muestran mudos a la mirada del visitante, incapaces de
arroparse con la palabra que explica, sugiere o propone. Los museos son fundamentalmente
lugares en los que se ofrece un relato, independientemente de la objetividad lograda por la na-
rración museográficamente construida, y la ausencia de relato supone la falta de argumento y la
condena del objeto al olvido de sí mismo y de su carga biográfica.

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Los museos que han sabido o podido entender que el fundamento de una museografía está
en su capacidad para construir y ordenar uno o varios argumentos, que la sintaxis museográfica
transforma en drama, cumplen el objetivo inicial del museo: encajar las piezas del rompecabezas
en una imagen coherente. Los que muestran las piezas del puzle sin encajar, yuxtapuestas y caren-
tes de predicado, no presentan otra imagen que la tangible del objeto, hurtándole su biografía (que
la tiene) y aislándolo del marco de relaciones con otros objetos, de su origen (producción o fabri-
cación) y de su uso y aprovechamiento (aspectos técnicos, manejo y consumo). El objeto deja de
ser coartada para sí mismo y para lo que su biografía encierra, siéndole vedado el campo de sig-
nificados que le confieren un sentido y aislándolo de las relaciones sociales (humanas) en las que
el objeto penetra y donde produce sus interferencias. Los museos que no han sabido, o que no
han podido32, encuadrar y contextualizar los patrimonios ingresados en sus sedes y dependencias
se sitúan a medio camino del almacén, del trastero mejor o peor ordenado, o del bodegón que
exhibe naturalezas inertes o abiertamente muertas. ¿Qué identidad o identidades proyectan esos
museos con el calificativo de etnográficos que nos recuerdan, como acabamos de decir, los bode-
gones en pintura? Para muchos una evocación difusa de una sociedad agraria, cuyos elementos
resultan indescifrables para la población urbana nacida después de 1980, carente una parte impor-
tante de ella de experiencia directa y de recuerdos propios sobre el mundo campesino. Para la
población urbana nacida antes de 1980 una evocación más precisa y, para aquellos con experiencia
directa y propia del mundo rural y de la aldea anterior a 1970/1975, recuerdos de una realidad hoy
prácticamente inexistente o existente en forma de restos fragmentarios. Quienes pueden identificar
los objetos depositados en estos museos sin relato reconocen en ellos la identidad que vertebra un
recuerdo, pero un recuerdo pasado que oscila entre la nostalgia y el rechazo abierto según la bio-
grafía de cada observador.

La crítica realizada no supone negar legitimidad a la voluntad patrimonializadora y museali-


zadora de grupos, colectivos y asociaciones, porque tal legitimidad se asienta en la conciencia que
muchos actores tienen de sí mismos (Prado, 1995: 149), del patrimonio reinvindicado y del territo-
rio al que ellos y ese patrimonio pertenecen, pues, como hemos señalado, los herederos reclaman
su herencia (Sierra, 2000) y lo hacen afirmando su vinculación y su proximidad con ella; esa he-
rencia, legítimamente reclamada y simbólicamente apropiada, encierra un código de historia y
moralidad donde los actores sociales de la acción musealizadora/patrimonializadora se ven confor-
tados en sus relaciones de adscripción a su territorio con la experiencia cultural de reunir y
organizar una colección sobre «cosas» que los conectan con su gente, normalmente con sus mayo-
res. El desajuste entre la legitimidad del ser, o del hacer (una colección o un museo), y la
necesidad de saber cómo hacer (museográficamente) esta tarea, proviene de las Administraciones
con competencias en materia de patrimonio cultural y museos, que se limitan a su función norma-
tiva, administrativa o subvencionadora, olvidando habilitar dispositivos de apoyo, orientación y
asistencia técnica.

También numerosas Administraciones locales, mayoritariamente pequeños municipios, explo-


ran distintas opciones para conjurar, por una parte, las marginaciones y los desequilibrios
económicos, políticos y territoriales y, por otra, su posición dentro del proceso, más englobante
que estrictamente globalizador, que determina su porvenir. Patrick Prado señala que la tendencia
musealizadora y patrimonializadora constituye un indicio de socialización y vertebración del grupo
frente a las lógicas contrapuestas de la persona y del mercado (1995: 154 y 150) y los objetos res-
catados para la mayoría de estos museos, depositados o donados por los vecinos, carecen por ello
de precio y están, consiguientemente, fuera del mercado. Tras el formato de una presentación
museal mutilada o incompleta, sin relato y sin ilustración de las secuencias que enlacen el pasado

32 Las limitaciones presupuestarias y de recursos humanos de muchos de estos pequeños museos les impide acceder a las

herramientas críticas y materiales necesarias para renovar sus enfoques. Por otro lado, la Administración competente en esta
materia no organiza un programa de asesoría y asistencia a estos museos y colecciones museísticas carentes de orientación
museológico-museográfica.

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con el presente ( Jeudy, 1995), asoma el latido de la evocación y la memoria y no necesariamente


un rechazo activo a la configuración de un proyecto museográfico más denso y complejo.

La multiplicación de museos registrada en Galicia en los últimos treinta y cinco años pudiera
obedecer, como mecanismo agregado, a un sentido de pérdida o de extrañamiento producidos por
los cambios acelerados sucedidos en Galicia desde 1960 y, particularmente, después de 1970, cam-
bios traducidos por el poder y por los medios de comunicación como productos de la modernidad
y portadores del «progreso», y atribuidos por la población rural a causas exógenas (Gondar, 1993:
230-232). Recurriendo a Giddens (1997: 30-37), estas pulsiones musealizadoras, el mantenimiento
de muchas celebraciones festivas y religiosas, el retorno periódico a la casa familiar de la aldea o
la resistencia a vender la casa o las tierras sin cultivo, responden al mecanismo de la reflexividad,
propio del fenómeno del desenclave, entendido como el desenraizamiento o la extracción de las
relaciones y vínculos mantenidos desde siempre con su hábitat o espacio habitual y su reinserción
en marcos nuevos y traslocales. Una interpretación tamizada por vivencias y actitudes diferenciadas,
que etnólogos como Patrick Prado (1995: 149) han descrito en términos de contraposición entre lo
propio y lo próximo, generados desde dentro, y lo extraño, generado e introducido desde fuera.

9. Prácticas renovadas y perspectivas alternativas


Si diferenciamos las museografías por la inclusión de un relato que dote al objeto de un marco
abierto a su propia biografía y a las conexiones y enlaces que pueda ofrecer, hemos de volver a
los museos de la etapa renaciente o de despertar, según la denominación propuesta. Las casas-
museo ofrecen espacios privilegiados para los retos museográficos, pues reúnen en sí mismas la
suma del objeto y la colección, produciendo el marco y generando los enlaces para construir el
relato y posibilitar un número ilimitado de acotaciones, de sugerencias, de proemios y de conclu-
siones para comunicar la experiencia inmediata de la visita a la casa con otras experiencias media-
das sobre la obra de la figura dedicataria y sobre el universo material y simbólico ampliable a
partir del núcleo residencial del autor o la autora considerados y del entorno territorial en el que
el museo se ubica. La casa es aquí el «objeto coartada» del proyecto musealizador, susceptible, como
se aprecia en los casos examinados, de desplegar el abanico de la matriz identitaria y proyectarla
en diferentes planos.

El MPG con un recorrido de cuarenta y cinco años, se ha convertido no solo en el faro de


la museística en Galicia, sino en lugar para la mediación cultural y para el desarrollo de interesan-
tes experiencias museográficas y de participación social: las sucesivas renovaciones de su
museografía, especialmente después del año 2000 —religiosidad, sociedad, prensa e imprenta, salas
de historia, etc.—, la preparación e instalación de exposiciones temporales 33, la organización de
seminarios, sesiones de trabajo y encuentros, una oficina de socios que, además de coordinar la
edición de la revista ADRA, fundada el año 2005, organiza autónomamente sus exposiciones y ac-
tividades (internas y externas) y un DEAC (departamento de educación y acción cultural) cuya
tarea ininterrumpida lo convierte en una de las referencias del museo (Braña, 2008: 149 y ss.). El
MPG ha creado, adscritos al museo, órganos muy activos y diversificados como el IEI (Instituto de
Estudo das Identidades), para la promoción de foros34, debates y estudios, la Fundación Antonio
Fraguas, concebida para gestionar ayudas y apoyos al museo y, al tiempo, desarrollar iniciativas de
aprendizaje y difusión como el Proxecto Didáctico Antonio Fraguas (2004) convocado anualmente,
y el APOI (Arquivo do Patrimonio Oral da Identidade), constituido por importantes fondos orales

33 Destacadamente «A Gandaría, tesouro de Galicia» (2006), marco y enlace entre el mundo campesino y la especialización
pecuaria actual y, respecto del sector industrial, la muestra «Debuxantes da pedra, fabricantes de lata» (2010), ambas con catá-
logo editado.
34 Temas tratados, desde su inicio (2005): Territorio y paisaje, Inmigración y ciudadanía, Turismo e Identidad, Natalidad y vejez en

Galicia.

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y audiovisuales, entre los que destacan los etnomusicales35. El DEAC del MPG configura en 1989-
1990 el PEM (Proxecto Educativo do Museo), para el cual el museo, aunque «sea un lugar de
memoria, debe ser también un lugar para un diálogo con el presente y con los discursos actuales
sobre el patrimonio etnográfico, la tradición y lo popular […] pretende mediar para facilitar ese
diálogo y contribuir a la comprensión del universo cultural en el que nos encontramos»36. Entre los
numerosos programas desarrollados por el DEAC-MPG —paseos virtuales, paseos presenciales,
paseos sonoros, talleres diversos sobre actividades y ámbitos específicos (caso del náutico o pes-
quero), programas escolares para infantil y primaria, etc.37—, destacan por su continuidad desde
2008 los Cafés da Memoria, espacio de comunicación, de intercambio de experiencias y de recuer-
dos sobre las cosas y sobre el saber cotidiano, que enriquecen el patrimonio oral-documental de
la institución y crean vínculos estrechos entre las personas que participan y la vida del museo
(figura 6); paralelamente, las historias de vida que se cruzan generan escenarios de dignidad, re-
conocimiento y orientación por las que asoma, como señala Appadurai (2015: 379-380), el futuro.
La labor del PEM incide en la idea de la educación patrimonial (Fontal, 2003 y Herrero, 2008),
buscando una orientación inclusiva, desarrollando un planteamiento interdisciplinar y, como méto-
do y también como objetivo, promoviendo la participación social en sus actividades. Otra actividad
de referencia es la Mostra Internacional de Cine Etnográfico (MICE-MPG) comenzada en 2006 y
con 16 ediciones celebradas, cuyo enfoque, enraizado en la antropología visual, ha ido evolucio-
nando y cuyo formato combina el visionado de películas y documentales, la concesión de un
premio fallado por un jurado independiente y la celebración de debates y mesas redondas. Su
enfoque camina hacia el encuentro de miradas cruzadas y ha sido citado recientemente en estudios
de síntesis internacionales (Peirano, 2017: 25 y 33)38. Conviene no olvidar además la gran bibliote-
ca del centro, verdadero espacio de oxigenación de las restantes tareas y fuente siempre disponible
para la investigación multidisciplinar; lo mismo podríamos decir de la gestión de los fondos, labor
poco visible, pero no menos relevante.

Figura 6. MPG-DEAC. «Cafés da Memoria». Foto: Museo do Pobo Galego.

35 Los fondos de Mini, Mero, Mato y Parga proceden de su trabajo de recogida y documentación durante años. Los fondos de

Schubart y Santamarina constituyen la base documental del Cancioneiro Popular Galego, editado por la Fundación Barrié en 1986.
36 Documento redactado por Ana Estévez Lavandeira, responsable del DEAC-MPG (traducido al castellano por el autor de este

trabajo).
37 Actividades periódicas previstas para 2021-2022. Para una información general: www.museodopobo.gal
38 El Museo Etnolóxico de Ribadavia programa igualmente desde 2012 dos pequeños ciclos —Cine de Outono. Miradas etnográ-
ficas y Marxes Fílmicas— de interés para un centro con uno de los fondos fotográficos más importantes de Galicia y que presta
atención a la antropología visual.

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La reubicación desde el año 2000 en la ciudad de Vigo de parte de la colección del Museo
Liste de Oseira, configurada con un nuevo enfoque museográfico —montaje, discurso, transmisión
de la información— y asociada a la programación de una gama creciente de actividades didácticas
y colaborativas abiertas a la participación de grupos y asociaciones vecinales y culturales, ha mos-
trado la importancia del lugar, de sus espacios, de los recursos y de la respuesta de la población
ante los desafíos que un museo puede plantear. En quince años, trasplantada a Vigo un tercio de
su colección, el bloqueado Museo de Oseira renace en la siguiente centuria con la misma dirección
y el mismo equipo, encontrando la Fundación Liste. Museo Etnográfico de Vigo un cuaderno don-
de escribir el relato inviable bajo otras circunstancias. El relato propuesto por este museo se
adhiere al objeto de procedencia rural, que no renuncia a su filiación campesina y que se ofrece
a servir de coartada (Martinet, 1983) para hablar de su biografía en una sociedad urbana, industrial
y de servicios en la que mucha gente no lo reconocería. En su conjunto, el patrimonio musealiza-
do en la Fundación Museo Liste ha conllevado un giro etnográfico que posibilita el diálogo entre
los usuarios urbanos del museo con la memoria de una sociedad distante en el tiempo y no tanto
en el espacio, donde las generaciones más jóvenes están alejadas del universo moral y simbólico
de la existencia labriega (Sierra, 2013). La noción de identidad encaminada en esta experiencia en
marcha produce la hibridación de unas vivencias (urbanas) con unas memorias (rurales) en un
territorio, el área metropolitana de Vigo, fundamental para entender la realidad social de la Galicia
de hoy. El escenario de colaboración cultural abierta y de participación social desarrollado por este
Museo en su etapa viguesa, sus «alianzas de colaboración especial» con numerosas asociaciones y
colectivos, lo sitúa en un plano de acción dialógica en la que los objetos, sin olvidar su origen e
historia, sirven de coartada a múltiples programas («faladoiros», «convivios coa comunidade», actos
musicales participativos) que buscan la inclusividad manejando la colección como herramienta de
indagación y de exploración. Como en numerosos museos —el MPG, la red de Museos provincia-
les de la Diputación de Lugo, el Museo ANFACO, también en Vigo, o el Etnolóxico de Ribadavia,
entre otros—, la identidad de género avanza sensiblemente en la programación cultural en este
museo desde 2016, donde el proyecto Sororidade (2019), centrado en la vida cotidiana y en el
campo creativo, juega un papel prioritario en el trabajo más frecuente de este centro (figura 7). En
el proyecto Apeirarte del Museo Liste vigués asoma una analogía con lo que Nicolás Bourriaud
denomina estética relacional (García Canclini, 2010: 131 y ss.) que encaja en escenarios donde se
realizan encuentros para explorar otras dimensiones —los «intersticios» (Bourrriaud, 2006: 13-16)—,
artísticas en este caso, en objetos cotidianos y en desuso de las colecciones del museo.

Figura 7. Museo Liste de Vigo. Proyecto «Sororidade». Sesión con universitarios extranjeros. Foto: Museo Liste (Vigo).

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En la franja litoral de Galicia se han venido creando ya en el presente siglo un conjunto de


museos y entidades patrimoniales ligadas al espacio marítimo y a la sociedad marinera, con des-
iguales enfoques y distintos perfiles y no todos registrados en el Censo oficial de la Xunta de
Galicia. Independientemente del nivel y formato de sus montajes museográficos y de la actividad
que museos y colecciones museográficas desarrollan, a instancias de los GALP (Grupos de Acción
Local del Sector Pesquero) se ha constituido recientemente un ente para la coordinación entre en-
tidades museísticas y patrimoniales distribuidas por la costa atlántica —Red de Espacios Museísticos
Atlánticos (REMA)— con centros adscritos en Asturias, Galicia y Portugal, y uno de cuyos objetivos
es el intercambio de exposiciones y actividades. Se enmarca en un proyecto mayor, denominado
«Morada Atlántica» (2014-2020), financiado por el Fondo Europeo Marítimo y de Pesca (https://
www.redrema.eu) y cuya iniciativa contempla prioritariamente la divulgación de los centros asocia-
dos en sus zonas geográficas y en el marco de la promoción turística de las mismas. La exposición
temporal itinerante «O Océano que nos une» es la acción compartida, aunque no la única, que
mayor transcendencia ha tenido hasta hoy en el marco de esta red. Tanto «Morada Atlántica» como
la red de museos nacida de este proyecto tienen su enlace principal en la Administración autóno-
ma con la Consellería de Pesca, lo que resulta muy indicativo. Su territorialidad, su temática y su
formulación anuncian un desarrollo interesante merecedor de seguimiento, observación y análisis.

Destacables, por cuanto suponen una línea alternativa y novedosa en Galicia, son las musea-
lizaciones realizadas en A Coruña a partir de 1985 que dieron lugar a una red local de museos
científicos con tres creaciones municipales —Casa das Ciencias (1985), Domus-Casa do Home
(1995) y Casa dos Peixes-Aquarium Finisterrae (1999)— a las que se añadió, muy posteriormente
(2012), el Museo Nacional de Ciencia y Tecnología (Muncyt), filial en Coruña del Muncyt de Madrid,
dependientes ambos de la Administración central del Estado. Estos centros, especialmente la Casa
das Ciencias, han gozado en treinta y seis años de una notable recepción social.

En otro ámbito, los espacios rurales más alejados o más próximos a la costa muestran inicia-
tivas y una actividad creciente. Los que tienen una trayectoria consolidada, con sus ralentizaciones
y reactivaciones, caminan renovando no tanto sus presentaciones museográficas como sus horizon-
tes de actividad. Las primeras dependen de dotaciones económicas que permitan mejorarlas,
ancladas algunas de ellas, como ya señalamos, en los esquemas de la etnografía «clásica». Las acti-
vidades organizadas se mueven en un clima de participación más abierto y dinámico, como
sucede en el Museo da Limia (1991), en Vilar de Santos (Ourense), que, después de unos años bajo
un relativo letargo, se ha reactivado conformando un consejo asesor amplio con personas del te-
rritorio activas en distintos ámbitos. En su primera etapa en los años 90 había montado un taller
de trabajo del lino protagonizado por un grupo de mujeres de la zona (Braña, Mariño y Mouriño,
1999), actividad complementada con una recuperación experimental del cultivo de esta planta.

Con una acentuación puesta en el cambio nos encontramos con la Colección Etnográfica Viva
e Integrada do Campo e a locomoción Agraria (Muvicla), ubicada en Trasliste, municipio de Lánca-
ra (Lugo), constituida en la primera década del presente siglo y reconocida en el Censo oficial de
la Xunta como colección museística en mayo de 2021, después de su apertura en junio de 2019.
En este caso no es la estructura museográfica lo que destaca; tampoco una programación cultural
pendiente todavía en una musealización de dos años escasos de vida y una coyuntura pandémica
por medio. Lo destacable es la concepción del cambio, aquí representado por la colección de ape-
ros y maquinaria en la que aparece el objeto común en la agricultura agrocampesina y el
introducido por las firmas comerciales en una agricultura penetrada por el mercado capitalista. Las
imágenes de un proceso histórico descrito y analizado (Fernández Prieto, 1992) y el equipamiento
material observado y examinado por la antropología económica (Iturra, 1988 y 1999) se acomodan
con sensibilidad museográfica al espacio creado en esta nueva musealización. Aflora aquí un mar-
co, no diseñado aún, para encuadrar aquellas escenas obviadas por el museo etnográfico antes
descrito e incorporarlas a museografías que muestren los cambios y no solo las permanencias in-
temporales y, por ello, asociales. Se trata del manejo museográfico de los objetos en cuanto

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elementos visibles de una continuidad o de una ruptura en el proceso vivido por la Galicia rural
en los últimos cincuenta años, evitando el equilibrio engañoso entre el pasado y el presente (Ken-
dall, 2015) y procurando desarrollar la fecundidad reflexiva del museo para la ciudadanía de hoy.

10. Patrimonios excluidos y musealizaciones insuficientes


Un ámbito oculto a la visibilidad patrimonial y olvidado por la institución museística en Galicia es
la industria y todo lo que ligado a ella puede recibir el estatuto de bien cultural. La fijación pro-
longada en el tiempo que asignaba al agro y al grupo social que lo representaba el auténtico per-
fil identitario de Galicia resulta explicable en el horizonte de los historiadores y etnógrafos del SEG,
cuando la población mayoritaria se asimilaba al campesinado y al medio en el que este vivía y se
reproducía. La industrialización de Galicia vivió en el xix sus avances y expresamente su estanca-
miento, ejemplificado en el fracaso sufrido por la industria textil dispersa en su evolución hacia un
capitalismo industrial (Carmona Badía, 1990). Algunas de las denominadas industrias rurales han
recibido mayor atención, especialmente las vinculadas a la economía campesina, interpretadas
como elementos del mismo patrimonio etnográfico, cuya patrimonialización ha llegado a la reifica-
ción. Aquellas que no encajan en tal visión de lo etnográfico no han gozado del mismo interés,
como ha ocurrido con las fábricas de luz, los pequeños saltos hidráulicos o los hornos y tejeras
para refractarios, por citar algunos ejemplos.

La exclusión generalizada afecta a lo netamente industrial, ajeno a una consideración extendida


como patrimonio cultural y marginado en las iniciativas musealizadoras, lo que obedece a motivaciones
complejas. Una de ellas, ya dicha y reiterada, es que social, mediática e institucionalmente no se han
asumido como representativos de la identidad gallega lo urbano y lo industrial, extraños todavía hoy al
imaginario cultural de Galicia. El propio sector industrial no se refleja a sí mismo, con notables excep-
ciones, como parte fundamental de la identidad plural de Galicia y tampoco se visualiza la ciudad, en
términos urbanísticos, como parte de un proyecto cultural depositario de la evolución del país durante
el último siglo. La propia ciudad reconoce y atribuye valores culturales a sus cascos o conjuntos histó-
ricos, pero no extiende el estatuto cultural a las instalaciones fabriles o comerciales, a sus barrios
obreros, constituidos en buena parte por gentes llegadas del rural, o a sus ensanches burgueses cuya
arquitectura, como la de las fábricas levantadas, identifica a las familias promotoras de los equipamien-
tos industriales. Lentamente va cambiado esta concepción, tanto por la acción comprometida de
entidades y asociaciones científico-culturales, caso de BUXA39, como por la introducción en los planea-
mientos urbanos de criterios de conservación y protección de manzanas y edificaciones, contempladas
arquitectónica y artísticamente y raramente observadas con una perspectiva histórica y antropológica
que amplíe el marco patrimonial a la dimensión social y simbólica de los espacios reconocidos cultu-
ralmente. Tenemos en Galicia, como señalamos, casos contados de musealización industrial, dos de ellos
muy significativos: el Museo ANFACO40, en Vigo (figura 8), y el reciente Museo Estrella de Galicia
(MEGA) en A Coruña. El primero se funda en el año 2004 en el marco de una fundación creada por
la Asociación Nacional de Fabricantes de Conservas, con sede en Vigo, reuniendo una interesante co-
lección en la que no solo destacan los objetos y las piezas de maquinaria, sino un creciente archivo
documental y fotográfico. Su actividad se ha multiplicado en los últimos años, especialmente después
de 2009, destacando las iniciativas pedagógicas, las orientadas al conjunto del territorio industrial del
área metropolitana de Vigo y el proyecto Sereias, mimado por el museo e iniciado en 2008. El MEGA
(2019), en sus dos años de existencia, se ha centrado en una cuidada museografía que escenifica la
historia de la empresa, en la línea del museo de la cerveza de Dublín (Museo Guinness), y en activi-
dades de difusión centradas todavía en la visita a la exposición permanente.

39 Buxa, Asociación do Patrimonio Industrial de Galicia, creada en el año 2008, promotora del Inventario do Patrimonio Industrial

de Galicia: http://asociaciónbuxa.com
40 Asociación Nacional de Fabricantes de Conservas (Vigo).

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Figura 8. Museo ANFACO. Reproducción de una conservera. Foto: X. C. S. R.

11. Apuntes finales


Lo descrito en los epígrafes precedentes nos lleva a la confirmación de que los museos se definen
en sus trayectorias y que tanto sus relatos como la materialidad de sus museografías solamente
tienen sentido recurriendo a los objetos coleccionados. Las identidades se filtran y se proyectan a
través de las configuraciones establecidas dinámicamente entre la composición museográfica y las
prácticas comunicativas que cada museo desarrolla con su entorno poblacional y, en conjunto, con
todos sus visitantes. Los análisis sobre la biografía de los objetos, como sugiere la teoría del actor
red (ANT) de Latour (2005), nos muestran que estos se explican a sí mismos bajo variables rela-
cionales, entre ellas los significados que los objetos tienen para los enjambres sociales en los que
cada cosa se produce, se utiliza (y se inutiliza) y se intercambia. La identidad del objeto como
entidad relacionada es la que le reconocen los grupos entre los que discurre su «vida», pero también
esos objetos son interpretados por los significados con los que los invisten los grupos humanos a
los que se deben y, por ello, los objetos recobran vida en la memoria de las personas que los
llevan siempre en su retrovisor mental. Los objetos son inseparables de las identidades varias de
los individuos y de las colectividades, pues el objeto es la referencia encarnada de cada matriz
identitaria y, en gran medida, su asidero tangible.

Hemos manejado ejemplos de identidades diversas, porque la identidad única y unívoca no


existe. A la triple matriz estructural identitaria que a todos nos contiene le siguen otras expresiones
identitarias heredadas, construidas o reconstruidas y los museos no pueden huir de su reflejo y de
su representación, porque los objetos de sus colecciones las muestran y las actividades que muchos
de ellos inician y desarrollan las visibilizan. En Galicia los museos creados en la etapa renaciente
señalada estaban condicionados por dos miradores: la identidad etnolingüística de una cultura di-
ferenciada, para un sector poblacional nacional, encarnada en su sistema literario, y la identidad

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de un ethos colectivo que se mostraba en las manifestaciones etnomuseográficas y que era obser-
vada también en el ámbito de las artes plásticas y del diseño industrial. La forma, tal y como fue
enunciada y materializada en los complejos de O Castro y Sargadelos, Museo «Carlos Maside» in-
cluído, era el sustrato diferencial que, asumiendo presupuestos del diseño internacional
representado por la Werkbund y la Bauhaus, mostraba una diversidad comparable a la reconocible
en otros lugares del ecúmene.

El devenir de estos museos y de otros creados con posterioridad a 1985-1990 los ha llevado
al encuentro, más en sus actividades que estrictamente en sus montajes museográficos —pendien-
tes en muchos casos de nuevas lecturas y concreciones—, con nuevos espacios de interlocución y
de colaboración en cuyo seno la identidad de género y derivadamente la de clase asoman en los
programas de participación social ensayados por distintos museos en los últimos diez años (como
promedio). También la noción de «museo abierto» ha conducido a actividades y programas de in-
clusión social, donde la discapacidad y la exclusión han aparecido para identificar parcelas
identitarias en grupos y colectivos afectados de discapacidades físicas/motoras, sensoriales e inte-
lectuales (según la clasificación de la OMS) o entre personas con limitaciones temporales en sus
derechos y libertades, caso de la población carcelaria. El aprovechamiento de los objetos de sus
colecciones para la organización de talleres, de programas creativos, de nuevas lecturas e interpre-
taciones y de adaptaciones a grupos con discapacidades sensoriales o intelectuales y con patologías
mentales como el alzheimer ha dado muy buenos resultados. La problemática de género ha entra-
do en muchos de los museos citados, conformando una parcela activa y transversal en el MPG, en
la Fundación Museo Liste de Vigo, en la red museística de la diputación luguesa, en el Museo
ANFACO de Vigo, así como en varios museos de arte contemporáneo, en los museos provinciales
(la red estatal con gestión transferida y los dependientes de alguna diputación) y también en algu-
nos museos municipales. La inclusión ha sido bandera entre 2005 y 2011 del Museo Etnolóxico de
Ribadavia, a través de su proyecto Museo Aberto41, y museos comarcales, como el Museo da Limia,
están tejiendo vínculos con entidades locales muy activas en la temática de la inclusión42.

La participación social en sus variados formatos va perfilando la interlocución de estos mu-


seos con sus entornos sociales como una «zona de contacto», extrapolando la expresión de la
filóloga Mary Louise Pratt (1991), rescatada por James Clifford (2019) y asumida por la museística
poscolonial para establecer espacios de colaboración e inclusión entre los museos otrora coloniales
y los herederos del patrimonio que formó aquellos centros; enfoque que, para la práctica posco-
lonial, cuestiona Robin Boast (2011). Dicha expresión y lo que significa son aplicables, a nuestro
juicio, a los formatos y programas de participación social practicados por varios de los museos
citados, en los que se exploran las otras identidades y se producen encuentros regulares entre el
museo y colectivos variados.

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41Resultado de este proyecto es la monografía de Fátima Braña, Pilar Iglesias, Rosa Lamas y Xosé C. Sierra, en la que se intro-
duce la noción «zona de contacto» (2017: 56).
42 El Centro de Desarrollo Rural de Lodoselo y Limisi (ambos operando en A Limia) son dos entidades con las que ha establecido

contacto el Museo da Limia.

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