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Los de afuera

Cecilia Mariana Gallardo

Guardaba en sus frutos las nuevas semillas. Eran una chauchas vigorosas, perfumadas, ya
en tiempo para soltarse de ella. Algarroba esperaba, pacientemente, el momento de verlas
deslizarse en el aire, danzar en el silencio y llegar al suelo. Era el tiempo fecundo del monte.

Allí, en esa tierra seca, estaban todos: Chañar, Molle, Mistol. Allí también el río, las hormigas,
las abejas. Algarroba respiraba serena, atenta al momento de la caída. Sus semillas llegarían
a la tierra una vez más, y ella las vería brotar, volverse árboles. “Todo a su tiempo”, pensó.
Se sentía feliz: había agua y sol… Y vida brillando en sus hojas.

De repente, un rugido hizo temblar la tierra. Se estremeció el silencio entre las ramas; los
pájaros volaron desconcertados, sin comprender qué estaba pasando. No era un animal
lejano, no. Ni siquiera un trueno intenso. Algarroba sintió una profunda tristeza, y la sabia
que subía por su tronco le advirtió: algo no estaba bien.

Por debajo de la tierra, Algarroba buscó con sus raíces las raíces de Chañar. Se
entrelazaron. Chañar buscó del otro lado a Espinillo; y raíz junto a raíz, se pusieron en alerta.

Los rugidos no cesaban. Sintieron caer, a lo lejos, a los primeros amigos.

Desgarrada la tierra, las raíces profundas quedaron al aire, expuestas, desprotegidas. El


monte gritó su lamento pero las topadoras, unidas por cadenas, continuaron la embestida.

Eran los hombres y tenían una orden: DESMONTAR.

Uno a una fueron cayendo sobre la tierra los árboles que, como ella, habitaban el monte
cercano al alambrado. Sonidos de animales, rugidos de motores. Algarroba pudo sentir el
paso del tiempo último, cada segundo de la vida que llegaba a su fin, en ella, ahora, ya
próxima a caer.

Estaba de pie, junto a los suyos. Las raíces más firmes que nunca, el tronco sólido, sus
ramas extendidas buscando la luz; y en sus chauchas las semillas, dulces, como un corazón
tibio a punto de nacer.

Sintió la cadena como un latigazo sobre su cuerpo. Se afirmó. Por debajo de la tierra
Algarroba se estiraba más y más, formando una red viva, un último abrazo, el saludo final.

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Luego su cuerpo se acostó sobre la tierra. Agonizaba.

Vio sus chauchas tocar el suelo. Las semillas estaban protegidas, pero ya no las vería crecer.
Chañar yacía a su lado, tumbado también por esos hombres necios.

Arrancada del suelo no podía beber: tenía sed. La vida se retiraba lentamente.

Cayó la noche. La luz de la luna hizo brillar la línea metálica del alambrado.

Los de adentro vieron todo, no hay dudas. Porque la masacre pasó ahí, justo a las afueras
del Parque Nacional.

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