Está en la página 1de 2

La añoranza

Lilian Sepúlveda

¡Hay un caracol aquí !

Fue lo último que logró escuchar, luego su visión se oscureció. Ciego de dolor, su frágil cuerpo se
estremeció al mismo tiempo que su vista se nublaba.

Sus antenitas se refugiaron bajo su tenue piel. Sintió cómo era arrebatado con violencia desde la
planta donde se encontraba comiendo.

¡Hay que quemarlo! Repitió la voz.

Sintió terror y esperó con resignación el momento final.

Desde pequeño había estado preparado para eso. Sabía que los caracoles mueren en cualquier
momento. Aplastados y reventados con un pie, o quemados en un hoguera en medio del jardín.

Pero algo ocurrió y sólo fue arrojado a la basura.

Por un tiempo indefinible no supo nada de nada, hasta que despertó en un lugar horrible, lleno de
escombros, chatarra y basura.

Cerros de pestilencia maloliente lo rodeaban. El mismo se encontraba parado sobre uno de ellos.

No era un paraíso ese sitio, indudablemente, pero debió aceptar que allí, por lo menos, no moriría
de hambre. Había comida descompuesta en abundancia, asquerosa y repelente, por cierto, pero
podría sobrevivir.

Sin embargo, con el correr de los días, comenzó a extrañar su rosal favorito, bajo el cual tomaba
la siesta cuando hacía demasiado calor.

También extrañó las deliciosas nervaduras de las hojas de acelga. Eran sus predilectas por las
mañanas, cubiertas de rocío y carnosamente acariciantes.

Nada de eso tendría ahora, sólo hojas y ramas putrefactas que debería compartir con repulsivos
roedores que constantemente inspeccionaban el lugar.

Como al descuido fue poniendo sus huevecillos, cientos de ellos, en los lugares que le parecieron
más tibios y nutritivos.

Luego, extendió sus antenas al máximo y se dio a la tarea de buscar alimento fresco.

Por las noches, cuando oscurecía sentía el placer de observar el cielo estrellado desde su
empinado promontorio. El susurro de los abetos en un campo aledaño llegaba hasta él
suspendido en una tenue y cálida brisa.

Malas yerbas, cascaras fermentadas , gusanos incipientes, y una que otra semilla germinada eran
toda su obligada compañía, además de las cosas inertes.
Y comenzó a sentir la desolación, la añoranza de su amado jardín. Nunca más vería florecer las
rosas en octubre, nunca más dormiría bajo el rosal. ¡Su tan amado rosal de suaves rosas amarillas!

Lloró con las lágrimas que suelen derramar los caracoles y luego se quedó dormido bajo la tenue
luz de las estrellas.

También podría gustarte