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La que no lloraba
Isapí era una joven india muy hermosa, hija del jefe de la tribu. Hablamos de alguna
de las etnias autóctonas que poblaban lo que hoy conocemos como provincia de Santa Fe.
Cierta vez, una crecida del río lo inundó todo, tal como sigue pasando en estas tierras. El
agua arrancó las viviendas y se llevó para siempre a mucha gente de su tribu. Pero Isapí no
lloró. Todos empezaron a pensar que ella era la causa de tantas desgracias, y una
hechicera dijo que solo las lágrimas de Isapí calmarían a los dioses.
Muchas otras desgracias ocurrieron. La tribu quedó reducida a unas pocas mujeres y a un
puñado de combatientes. Se refugiaron todos en las selvas. Estaba con ellos Isapí, pero en
sus ojos no brillaba ni una lágrima.
Fue entonces cuando la hechicera invocó al señor de los maleficios y le contó lo sucedido.
Ella tomó la poción y empezó a no oír nada de lo que estaban hablando. Fue metiendo los
pies en la tierra y su cabello comenzó a convertirse en ramas de las que colgaban hojas.
Actividades:
1. Busca en el diccionario las palabras que desconozcas y escribe su definición
2. ¿Qué personajes reconoces en la leyenda?
3. ¿Cómo apodaban a Isapí? ¿Por qué?
4. ¿Qué transformación ocurre en la leyenda? ¿Consideras que fue una recompensa o
un castigo?
LEYENDA DE LA FLOR DE CEIBO.
Cuenta la leyenda que en las riberas del Paraná, vivía una indiecita fea, de rasgos toscos,
llamada Anahí.
Era fea, pero en las tardecitas veraniegas deleitaba a toda la gente de su tribu guaraní con
sus canciones inspiradas en sus dioses y el amor a la tierra de la que eran dueños... Pero
llegaron los invasores, esos valientes, atrevidos y aguerridos seres de piel blanca, que
arrasaron las tribus y les arrebataron las tierras, los ídolos, y su libertad.
Anahí fue llevada cautiva junto con otros indígenas. Pasó muchos días llorando y muchas
noches en vigilia, hasta que un día en que el sueño venció a su centinela, la indiecita logró
escapar, pero al hacerlo, el centinela despertó, y ella, para lograr su objetivo, hundió un
puñal en el pecho de su guardián, y huyó rápidamente a la selva.
El grito del moribundo carcelero, despertó a los otros españoles, que salieron en una
persecución que se convirtió en cacería de la pobre Anahí, quien al rato, fue alcanzada por
los conquistadores. Éstos, en venganza por la muerte del guardián, le impusieron como
castigo la muerte en la hoguera.
La ataron a un árbol e iniciaron el fuego, que parecía no querer alargar sus llamas hacia la
doncella
indígena, que sin murmurar palabra, sufría en silencio, con su cabeza inclinada hacia un
costado. Y cuando el fuego comenzó a subir, Anahí se fue convirtiendo en árbol,
identificándose con la planta en un asombroso milagro.
En la tierra de los guaraníes, no existía una mujer más hermosa que Anahí. A ella le
encantaba usar muchos collares y pulseras, como también recorrer los pequeños arroyos
que desembocaban en el Paraná.
En uno de sus tantos paseos fue descubierta por un soldado español. Anahí recordaba que
esos hombres blancos eran malos y crueles con los guaraníes. Asustada, pensando que
podía ser capturada, le disparó una flecha.
Cayó el soldado herido de muerte, mientras Anahí corría para escaparse de ese lugar.
Los demás soldados, que no estaban lejos de allí no tardaron en descubrir lo que había
sucedido y atrapar a la joven para someterla a un horrible castigo.
De esta manera, la ataron fuertemente a un árbol, rodeando su cuerpo con varias cuerdas,
mientras ella intentaba zafarse. Luego buscaron ramas por los alrededores, y apilándolas al
pie del árbol, les prendieron fuego.
Las llamas no demoraron en surgir desde el suelo, la joven estaba condenada a morir
quemada. Una vez que lograron su cometido, los soldados se alejaron.
A la mañana siguiente, algo había sucedido. El árbol que había unido su destino al de la
bella muchacha no mostraba rastros del fuego. Lejos de esto, se veía verde y frondoso, con
vistosas flores rojas que lo hacían más distinguible.
El amor de Anahí por el lugar donde vivía, se transformó en un nuevo árbol, que ahora
embellece el paisaje.
Actividades:
1. ¿Por qué crees que existen diferentes versiones de una misma leyenda?
2. ¿El origen de qué elemento de la naturaleza intenta explicarnos la leyenda que
leíste?
3. Enumera los personajes que aparecen en la leyenda.
4. Responde en oración utilizando adjetivos calificativos:
Opciones:
-El picaflor
-Un volcán en erupción
-El amanecer
-Las estrellas
CIENCIAS SOCIALES.
Busca información sobre los pueblos originarios que habitaron y habitan en la zona del
litoral Argentino (Santa Fe, Entre Ríos)
● culturas: guaraníes, chaná-timbúes y charrúas
● Época en la que habitaron, organización política y social, actividades que realizaban,
economía, Viviendas y vestimenta.
En un cuadro organiza la información que pudiste recolectar, para así poder comparar.
¡Para continuar leyendo!
Kirimbatá era el hijo del cacique del pueblo de los Timbúes, originarios de las zonas
costeras del río Paraná. Cuenta la leyenda que, mientras su padre luchaba por expandir su
territorio y defenderse de las incursiones de otras tribus, el joven transcurría su tiempo
alejado de los campos de batalla. Pasaba largas horas en paseos por los bordes del río. El
Paraná ejercía sobre él una poderosa fascinación; una afinidad profunda enlazaba sus
mareas emocionales con las crecientes de las aguas: era el río-madre para él.
Pero aquella tarde el príncipe caminaba en paisajes emocionales sombríos; allí lo había
sumido la decisión del cacique de instruirlo en las artes militares para convertirlo en el futuro
soberano. En su interior el joven se debatía ante el mandato paradójico del padre −proteger
la vida adquiriendo las técnicas de dar muerte− cuando divisó un ceibo muy frondoso que
crecía en la orilla. No recordaba haberlo visto en otra ocasión. Se acercó a resguardarse del
mediodía bajo sus ramas. La brisa lo refrescó parcialmente: le despejó la frente pero no los
pensamientos que nublaban el interior de su cráneo.
Se recostó contra el árbol y, sin pensarlo mucho, comenzó a relatarle las palabras y
las ideas que venían a su mente. El discurso fluía como el río. El joven le dirigía preguntas
al ceibo como queriendo interrogar en él a todo el espíritu de la naturaleza. En un momento,
como en una dulce embriaguez, el joven creyó escuchar que el árbol comenzó a responder
a sus preguntas. El ceibo no sólo lo escuchaba, sino que podía hablar: fue así que hablaron.
Hablaron hasta la puesta del sol, hablaron extensamente sobre la familia, sobre el padre,
sobre la amarga situación de su pueblo, hablaron sobre su secreto deseo de ver a los suyos
asentados en nuevas tierras, floreciendo en paz y prosperidad. Al otro día el joven volvió al
mismo sitio. El ceibo ya no estaba, pero el príncipe había definido su destino: se negó a
convertirse en guerrero, saludó con una reverencia hacia el lugar del ceibo espectral que se
le había aparecido la tarde anterior y decidió internarse en el río.
Tomó su piragua. Se dejó remontar río arriba por las aguas. Se sentía surcando
velozmente los espacios hacia tierras desconocidas. Sobre una membrana que viajaba
sobre otra membrana. Tuvo una pesadilla: una balsa transportaba su cuerpo hacia la
frontera que nos separa de la muerte. Al amanecer, la embarcación encalló en un pequeño
islote en el centro del río, de esos que el curso mismo de la corriente origina a partir de los
materiales que transporta. Algo lo llevó a pensar que había encontrado su sitio.
Descendió en el terruño. Una pequeña parcela amenazada por las aguas. A la hora de
acondicionar el territorio, el mayor desafío era frenar las fuerzas de la corriente que
devoraban los bordes de la pequeña isla. Fue así que el río salió en su ayuda y colocó a su
alcance restos de juncos para fijar la tierra y detener las aguas. Kirimbatá dedicó todos sus
esfuerzos a ampliar la isla, construyendo y agrandando su suelo; el río lo asistía trayendo a
sus costas juncos que proliferaban, multiplicando el elemento tierra sobre el elemento agua.
El suelo se iba afirmando. Sólo faltaba sombra para que fuera perfecto. Kirimbatá se durmió
esa noche recordando al ceibo: “¡qué reconfortante sería ahora descansar bajo su
protección!”. Cuando abrió los ojos descubrió que no estaba a la intemperie: su misterioso
amigo vegetal lo resguardaba de los rayos del sol y de la fuerza del viento. Fascinado por el
regalo de los dioses, se sintió reconciliado con todos los seres del cielo y la tierra,
comprendió la misión que debía emprender para proteger a su pueblo. Bajo la asistencia de
los poderes de la naturaleza, comenzó a sembrar las semillas del ceibo y fue contruyendo
así isla tras isla, ensanchando el espacio sobre la superficie de las aguas.
El tiempo fluyó por años hasta que un día unos exploradores timbúes dieron con las
nuevas islas que surgían misteriosamente en el centro de la desembocadura del río. Con la
secreta esperanza de encontrar allí a su hijo, el cacique partió hacia el lugar. Fue así que el
anciano padre y su hijo volvieron a encontrarse, fundiéndose en un abrazo. El pueblo
agradeció a Kirimbatá las nuevas tierras que había fundado y lo honró como cacique.
Dejaron de dedicarse a la guerra para vivir en paz y, en alianza con las potencias de la
naturaleza, con el esfuerzo conjunto de otras tribus, construyeron todas las islas del Delta
del Paraná.
Ése fue, según la leyenda, el origen de nuestras queridas islas.