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ISCR .Tema 1.

Historia Moderna III


Profesora: Dra. Maria del Carmen Martinez Sola

Apogeo y declive de la Iglesia medieval


Los ideales unitarios de la sociedad medieval tienen en la idea del Sacro
Imperio Romano-germánico el motor eficaz del renacimiento de una serie de
fuerzas decisivas. Sobre todas ellas se alza el papado, que llega a sus
máximas cuotas de poder en el siglo XIII. Aunque el mundo medieval es
muy diversificado, sin embargo, encuentra en Roma el centro rector de sus
destinos. Pero junto a ellos hay una serie de fenómenos, que transforman la
fisonomía de la cristiandad.
Se pueden señalar, entre otros, el crecimiento del mundo urbano, los
intercambios comerciales y las nuevas corrientes de espiritualidad, que en su
vertiente ortodoxa re- quieren nuevos cauces y en la heterodoxa exigen
nuevas respuestas. Esto da lugar a la victoria de los municipios italianos
sobre la antigua dominación del imperio medieval, encaminado ya al ocaso;
la confederación hanseática de las ciudades libres marineras y comerciales
del norte de Europa; el florecimiento cultural de las grandes universidades;
la amplia difusión de los descubrimientos científicos y de la filosofía de los
árabes hispanos En el siglo XIII comienza a perfilarse una marcada tendencia
a afirmar la autonomía de los valores terrenos y una atención nueva a la
realidad del mundo, aunque se mantiene el equilibrio entre la razón y la fe.

1. La parábola de las luchas trono-altar en el siglo XIII


El gran problema de la lucha por la libertad de la Iglesia se desarrolla en el
siglo XIII como una parábola, que tiene su cenit al comienzo y su ocaso al
final. El siglo se abre con Inocencio III, que consigue hacer prevalecer el
sacerdocio sobre el imperio. Los contemporáneos expresan un juicio tan
positivo que pocas veces un papa ha conseguido tanta unanimidad de
reconocimientos. Lotario Segni pertenecía a la alta nobleza romana y tenía
la mejor formación teológica y jurídica entonces posible.

Los papas anteriores se llamaban “vicarios de san Pedro”. Inocencio III,


imbuido de la firme convicción de la dignidad de la Iglesia y del papado
como rector y unificador de la cristiandad, comenzó a proclamarse “vicario

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de Jesucristo”, representante al igual que el príncipe de los apóstoles de la
persona de Cristo. Hace ostentación de todos los argumentos imaginables
para establecer esta propuesta, que tenía sin embargo un gran simbolismo
bíblico. Así Pedro entrando en el sepulcro representa a la iglesia latina que
ha sabido penetrar los misterios de Cristo, mientras que la iglesia griega, al
permanecer en su error, era representada por Juan que se queda fuera. Pedro
caminando sobre las aguas significaba su dominio sobre el universo,
mientras que los demás apóstoles permanecen aislados en sus barcas, las
iglesias particulares. Al lado de éstos recuerda otros argumentos más
pertinentes como la declaración del Señor: “Tú eres Pedro... apacienta mis
corderos...”

Esta supremacía absoluta sobre la Iglesia se complementa en Inocencio III


con la conciencia de poseer también una primacía temporal sobre reyes y
emperadores. La comparación entre el sol y la luna, como símbolos del
papado y del imperio, no prueba nada, pero impresionaban a sus
contemporáneos. Es como el señor del universo, pues “representa a Aquel
por quien reinan los príncipes y que da los reinos según su voluntad”, en
definitiva “es vicario de Cristo cuyo reino no tiene límites”. Estas ideas
aparecen en sus escritos, pero también se reconoce que no tuvo devaneos
imperialistas, porque tanto las circunstancias como su sentido hicieron que
su actuación fuera moderada y equilibrada.

En su forma de gobierno se distinguen tres círculos. Primero, por relación a


los Estados pontificios es inmediata y directa. En cambio por relación a otros
reinos cristianos su intervención en el orden temporal es indirecta, es decir,
por la conexión que los problemas temporales tienen con los espirituales.
Este derecho a intervenir a ese nivel lo justifica Inocencio III “en razón del
pecado”. Por fin, por lo que atañe al imperio evoca el argumento de su
traslación de los bizantinos a los occidentales por el papa León III. Aquí
afirma sus especiales prerrogativas manteniendo la necesidad de su
intervención para la coronación del candidato.

1.1. La gran contienda de Occidente


El sueño de una monarquía universal, acariciada por los emperadores
alemanes, había tenido una expresión en la unión del sur de Italia a la corona
imperial como consecuencia de la unión matrimonial entre el emperador y la

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reina de Sicilia. Esta idea política unía la tradición germánica, según la cual
estaba reservado a los alemanes realizar en su día el imperio del mundo, y
otra de origen siciliano, según la cual por haber recibido la corona de los
normandos le estaba reservado el dominio del Mediterráneo y la conquista
del imperio bizantino. En 1195 el nuevo emperador Enrique VI, hijo de
Barbarroja, comienza la predicación de una cruzada dirigida por él dentro de
un magno proyecto de construir la “monarquía universal”. La muerte
prematura del emperador Enrique VI (†1197) impidió la culminación de una
empresa sin duda transcendental entonces. Este proyecto lo heredará su hijo
Federico II, hijo del emperador y de la reina de Sicilia, que tenía tres años
cuando murió su padre.
Un año después llega al solio pontificio Inocencio III, que apostó por aquel
niño que unía ambas coronas o sueños. Era el nieto de Barbarroja y había
tomado el nombre de Federico II (1194-1250). La muerte prematura de la
reina madre de Sicilia, deja al infante Federico bajo tutela pontificia. El
objetivo fundamental de la política del papa en Italia era la desvinculación
de Sicilia del Imperio. Recupera algunas plazas importantes para
engrandecer los Estados Pontificios como el ducado de Espoleto y la marca
de Ancona. La cancillería pontificia calificó estos actos como
“recuperaciones”. Los éxitos de los primeros años fueron esperanzadores.

La elección del emperador de la cristiandad era el gran problema de


Occidente. Inocencio III no se anima a apoyar la candidatura de Federico II,
cuya tutela le había sido confiada. Entonces interviene en la elección del
emperador en Alemania, no con el propósito de resolver el problema de la
sucesión, sino de demorar la solución, para evitar el cisma entre los
candidatos. Además, al abrigo de esta intervención manifestaba clara- mente
su supremacía, pues sin el apoyo pontificio ningún candidato tenía la
seguridad de conseguir un dominio real sobre Alemania. Ante las protestas
de los electores alemanes declaró que al papado le correspondía también
designar a los príncipes, que tenían en sus manos la elección imperial. El
apoyo de los príncipes eclesiásticos, inclinados a favor del papa, mientras el
resto estaba dividido y confuso, hizo que el dominio del pontificado sobre el
poder laico estuviera garantizado.

En 1202, Inocencio III prestó su apoyo el candidato Otón IV de Brunswick,


entre otros motivos para reforzar la candidatura güelfa, que la reciente
muerte de Ricardo Corazón del León había dejado muy mermada. El apoyo

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pontificio a Otón no resolvió el problema, pues muy pronto se enfrentó al
propio papa y se convirtió en su encarnizado enemigo. Esto llevó a Inocencio
III a apoyar a Federico II, rey de Sicilia, para que ocupara el trono de
Alemania. A pesar de las ideas gibelinas del candidato heredero de la
monarquía universal, al papa le pareció excesivamente joven para constituir
un peligro. Así el enfrentamiento entre Otón IV y Federico II debía
resolverse, teóricamente, mediante una guerra en Alemania.

De momento el gibelino, Federico II, con el apoyo del papa, otorgó tales
concesiones a los obispos alemanes que fue llamado “rey del Clero”.
Además, contaba con el apoyo del rey francés Felipe II Augusto, con el que
en 1212 se entrevistó en Vaucouleurs para estrechar alianzas. Por su parte
Otón contaba con el respaldo de su tío el inglés Juan Sin Tierra. Estos
problemas conducen a un gran conflicto en el que participan alemanes,
ingleses y franceses.

Los problemas alemanes y el enfrentamiento con el papado habían adquirido


tal magnitud, que la solución sólo podía llevar a una conflagración. El
choque entre los di- versos partidos se produjo el 27 de julio de 1214 en
Bouvines y fue un completo éxito para el candidato pontificio. Felipe II
destrozó al ejército inglés, puso en fuga a Otón y apresó al conde de Flandes.
Todo esto había representado el debilitamiento del poder monárquico en
beneficio del papado, pero la coalición triunfante de Federico II y Felipe II
era un peligro. A partir de 1215, cuando es reconocido como emperador
Federico II con 21 años, se asiste a un espectáculo de permanente conflicto
con el papado. En 1216 desaparece Inocencio III.

1.2. Renovación del enfrentamiento entre pontificado e imperio


Federico II se había formado en Sicilia en la encrucijada de tres
civilizaciones: griega, cristiana y musulmana. Heredero de las ideas de su
padre se convierte en una permanente amenaza para la autonomía de Roma,
pues no renunciaría fácilmente a la presencia del imperio germánico en Italia.
Su astucia, descreimiento y profunda formación, le convirtieron en un
incómodo oponente para un poderoso papado. Era un cosmopolita soñador y
un príncipe refinado en sus gustos, que le llevaban a mantener un harén.
Imbuido de las ideas de la monarquía universal, consideraba a los
eclesiásticos como simples funcionarios en el terreno religioso. Reconoce las

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nuevas realidades nacionales, que se iban formando, y su corte siciliana se
considera como un antecedente del estado organizado y laico. En los años
siguientes a la batalla de Bouvines, Federico II pudo consolidar su trono de
Alemania y a partir de 1218 había recobrado su unidad.

El anciano bondadoso y pacífico Honorio III (1216-1227), sucesor de


Inocencio, había sido su preceptor, pero fue objeto de continuos engaños por
parte del joven emperador. A pesar de haber crecido bajo tutela pontificia,
sin embargo todo su reinado será una pugna constante contra el papado.
Honorio III desea que cumpla el voto de cruzada, pero Federico demora su
realización y se vale de esta política para afianzar sus posiciones políticas.
Fue excomulgado en 1220, aunque poco después hubo que levantar esa pena
para coronarlo emperador el mismo año. Los ideales de Federico II eran
afianzar su poderío territorial y mantener a la Iglesia sujeta a su sistema
feudal. Consigue incluso que el papa corone a su hijo, de modo que alcanza
lo que los papas habían intentado evitar: la corona hereditaria y la unión de
Sicilia y Alemania.

Entra entonces en escena Gregorio IX (1227-1241), un apasionado defensor


de los derechos papales. Sobrino de Inocencio III, estaba convencido de la
necesidad de mantener inmune la Iglesia de las nuevas corrientes y de
afianzar la doctrina de la sumisión de los poderes terrenos al papa. Para
alcanzar este primer objetivo publica las Decretales y funda la Inquisición.
Para el segundo mandó predicar una cruzada contra su enemigo Federico II
y convocó un nuevo concilio. Ambas medidas, recrudecieron el
enfrentamiento con el emperador. La segunda, además, resultó un fracaso,
pues la fuerza de Federico hizo imposible esa asamblea, ya que fue
apresando a los obispos conforme llegaban a Italia.

Como consecuencia de estos hechos, a partir de 1239, para unos el


emperador era considerado como un mesías, mientras que para otros era un
rebelde y un hereje que había que exterminar. Esta situación repercute en la
misma cátedra de Pedro, que estuvo vacía entre 1241 y 1243. Para evitar
presiones externas en las elecciones a papa se inauguró entonces la
costumbre de encerrar a los cardenales en cónclave (con llave). Por fin, la
elección de Inocencio IV (1243-1254), de orígenes gibelinos, parecía
augurar días de paz. Sin embargo, pronto se precipitan los hechos. El papa
había huido a Lyón, donde logra reunir el frustrado concilio en 1245. Allí
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denunció las cinco llagas del cristianismo: la inmoralidad del clero, las
insolencias de los sarracenos, el cisma oriental, los turcos y, la peor de todas,
la persecución de Federico II contra la Iglesia. La diplomacia papal consigue
que las grandes velas de cera se apaguen aplastadas contra el suelo en señal
de condena del emperador. La condena del concilio I de Lyón no tuvo mucha
repercusión, porque había sido una asamblea con escasa presencia de
obispos.

Federico niega por principio los poderes del papa en cuestiones temporales.
Evo- cando el imperialismo de los césares romanos, proclama que “el
veredicto lanzado contra nosotros es injusto... somete ridículamente a una
ley al que está por encima de todas las leyes”. Pero, sobre todo, propone
como metro de la reforma de la Iglesia el ideal de la pobreza apostólica.
Critica la falta de sentido evangélico de la jerarquía. Inocencio IV responde
con la primacía universal del papado: “Nos poseemos sobre la tierra una
delegación general del Rey de reyes”. Las tensiones quedaron en suspenso
al morir el emperador a los 55 años en 1250, reconciliado con la iglesia, en
Puglia.

1.3. La crisis del pontificado medieval


La larga lucha de las investiduras terminó con el debilitamiento del
emperador, pero también con una grave crisis para el papado. La tendencia a
afirmar la autonomía de los valores terrenos da lugar, de un lado, al despertar
de la conciencia nacional. Esto favorece en primer término a la monarquía
francesa. De otro lado, comienzan a cobrar importancia los laicos en la vida
política y cultural. En consecuencia, el clericalismo, otra manifestación
importante de las luchas trono-altar, cede terreno.

1.3.1. El giro del pontificado hacia Francia


En 1261 es elegido Urbano IV (1261-1264), de nacionalidad francesa y
patriarca de Jerusalén, cuya acción más perdurable fue la institución de la
fiesta del Corpus a toda la Iglesia. Comienza así el giro del papado hacia la
órbita francesa. Hacia 1261-1263 hubo una especie de concurso de soberanos
y príncipes para el gobierno del senado ro- mano. La balanza se va a inclinar
hacia el pretendiente francés, Carlos de Anjou, herma- no del santo rey de
Francia Luis IX. En 1264 es nombrado jefe del senado romano. Para

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fortalecer el predominio temporal del papado le conceden el dominio sobre
Sicilia.

En 1265 Carlos entró en Roma y tomó al año siguiente el mando efectivo.


Ese mismo año es elegido otro papa francés: Clemente IV (1265-1268). Los
papas no vivían en Roma, pero Carlos recibe las insignias de senador y la
investidura de Sicilia en una ceremonia que se celebra en la basílica de san
Juan de Letrán. Cuatro cardenales encargados por el papa le confieren el
poder, con la promesa de restituir la potestad senatorial al papa una vez
conquistada Italia meridional. El papado había conseguido que el título de
emperador de los romanos siguiera existiendo, aunque a estas alturas carecía
ya de contenido.
En 1268 Carlos de Anjou vence en la batalla de Tagliacozzo a Corradino,
último vástago de la dinastía Hohenstaufen, que es ejecutado y degollado
públicamente en Nápoles por orden del nuevo señor del sur de Italia. El
papado se había desecho de su ene- migo ancestral, pero pronto va a lamentar
la nueva ayuda y protección, pues Carlos se convierte en un señor más
asfixiante que el anterior. Muy lejos de la promesa de ser “restaurador de la
paz”, el señor anjevino procede como sanguinario y vengador. La curia
romana comenzó a pensar que de la sartén se había caído a las brasas.

Durante este período se suceden papas franceses, que dominaban Roma y


cuyas elecciones apoyaba Carlos. Después de Gregorio X (1271-1276) se
suceden nada menos que ocho papas en los dieciocho años siguientes. Esa
diminuta duración de los pontífices dificultaba una labor eficaz en todos los
terrenos. A Nicolás III (1277-1280), hijo del senador Matteo Rosso, que pasa
por fundador de la residencia Vaticana de los papas, le sucede el francés
Martín IV (1281-1285) impuesto por la prepotencia de Carlos, lo cual
produjo graves tumultos. Episodio emblemático de esta situación fueron las
célebres Vísperas sicilianas, de 1281, donde fue derrotado el opresor
extranjero Carlos de Anjou.

1.3.2. Bonifacio VIII y la caída de la hierocracia medieval


A la muerte del papa Nicolás IV, en 1292, hubo una vacación en la sede
apostólica de dos años. Estas intrigas auguraban una crisis casi trágica. La
división del colegio cardenalicio hacía temer lo peor, pero se pusieron de
acuerdo en la elección de una persona que vivía solitario en una cueva de los
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Abruzzos. Con la persona del piadoso ermitaño Pedro Morrone, que tomó el
nombre de Celestino V (1294), pensaban satisfacer a los inquietos
espirituales. Por eso, fue saludado como el nuevo papa angélico, pero en
realidad era incapaz de dominar la situación. El aparato eclesiástico, que
tenían grandes poderes temporales, necesitaba una mano bien distinta de la
de un eremita. San Celestino V, se vio obligado a abdicar a los cinco meses
de elección.

Fue elegido para sucederle el cardenal Benedicto Gaetani, famoso por su


ciencia canónica y por su energía y rigorismo. Tomó el nombre de Bonifacio
VIII (1294-1303). Había sido el cardenal que había dominado los
acontecimientos de la elección de Celes- tino V. Anula los numerosos
privilegios de Celestino concedidos “non ex plenitudine, sed simplicitatis”.
El contraste entre el papa angélico y el papa político y dominador era
estridente. Estaba imbuido por la idea de la plenitud del poder, lo cual ya no
suscitaba la admiración de los contemporáneos. Estaba dispuesto a emplear
toda su ciencia y todo el rigor de su autoridad para dar a la Iglesia una nueva
época de oro, pero su intransigencia le perdió. Su carácter enérgico le creó
enemigos en todos los ámbitos y su persona es objeto de ataques y críticas
de todo tipo.

El primer acto de su pontificado fue trasladar su residencia de Nápoles a


Roma, con el fin del quitarse la hipoteca de Carlos II. Pero el enfrentamiento
más fuerte del nuevo papa va a ser con el rey de Francia, Felipe IV el
Hermoso (1285-1314), nieto de san Luis IX. Emprendió una política
expansiva, sometiendo a su corona feudos del sur e incluso hasta el reino de
Navarra. Se consideraba “emperador en el propio reino”, incluso sobre las
cosas que tocaban a la Iglesia. Incrementó los impuestos y gravó al clero.
Bonifacio se opuso a esta política y prohibió pagar los diezmos. Ambas
concepciones eran igualmente autoritarias y destinadas a enfrentarse.

Ante las protestas de los obispos franceses el papa escribe la bula Clericis
laicos (1296), que prohibía a los clérigos dar tributos al rey sin permiso del
papa. Con esta bula Bonifacio renovaba la ordenación del IV concilio de
Letrán y la encarecía, en cuanto imponía pena a toda tributación no aprobada
expresamente. De esta manera, invadía como legislador importantes órdenes
de la vida del Estado, que se sentía cada vez más consciente de su autonomía.
Por esta disposición, prácticamente, los reyes dependían en sus guerras de la
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buena voluntad del papa para aprobar los tributos. Felipe IV el Hermoso
rompió con Bonifacio VIII, e impidió que saliera ningún dinero de Francia
para Roma. La expulsión del legado y de los recaudadores pontificios
completaron estas medidas.

La tregua de esta lucha llegó en 1297 cuando el papa canonizó a san Luis IX
rey de Francia, abuelo de Felipe el Hermoso. Fueron unos años de concordia
y relativa inteligencia de los dos potentados. En 1300 el papa pudo celebrar
pacíficamente en Roma el primer año jubilar de la historia, siendo
incalculable el número de peregrinos y muy cuantiosas las limosnas
ofrecidas a san Pedro. Por algún tiempo fortaleció el ostentado primado y
pudo saborear su poder casi divino, presentándose ante los romeros: “Yo soy
César, yo soy el emperador”. Fue el triunfo de Bonifacio. De aquí arrancan
los años san- tos, aunque posteriormente se introducirá la variante de los 33
años de Cristo, porque el éxito del primer año jubilar fue extraordinario.

Un incidente insignificante provoca en 1301 el gran conflicto entre el papado


y la corona francesa. Felipe IV había conferido el patronato de la ciudad de
Pamiers al conde de Foix, con quien lo había compartido hasta entonces el
obispo. El conflicto entre el rey y el obispo Bernardo de Saisset, que apeló
al papa, se transformó en conflicto más amplio. Ese año Bonifacio publica la
bula Ausculta fili carissime, en la que le instaba a so- meterse a la Iglesia.
Esta carta hablaba de la absoluta superioridad de la autoridad papal sobre
toda potestad secular. Al recibir la carta del papa el rey francés, que era
invitado a una reunión, se dispuso a la lucha. La bula no pudo ser publicada
y, en su lugar, el consejero real Pedro Flotte hizo difundir una falsificación
exagerada y una supuesta respuesta del rey. Decía que en lo temporal el rey
no estaba sujeto a nadie.

El rey convocó los Estados generales, especie de parlamento francés, en abril


de 1302, donde Flotte leyó la falsificación, convenciendo a la asamblea de
oponerse al papa. Allí se acusó al papa de usurpación y de herejía, y se
decidió apoderarse de él y llevarle a un concilio general en París, para
condenarlo, deponerlo y elegir a un verdadero papa. Bonifacio VIII volvió a
protestar enérgicamente, exigiendo la entrega del obispo, para juzgar el caso
en Roma. Ante las interpretaciones que se pretendían hacer de esta bula en
Francia el papa convocó un sínodo en Roma, para solucionar estos asuntos.
Tuvo lugar el 30 de octubre de 1302. El sínodo no publica decretos, pero el
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año se cierra con una intervención magisterial de primera importancia: la
famosa bula Unam sanctam, uno de los documentos más discutidos de la
Edad Media. Según ella las dos espadas pertenecen a la Iglesia, que sólo
maneja la espiritual; la temporal la lleva el rey según instrucción del papa y
sacerdotes. De ahí la necesidad, para todo hombre que quiera salvarse, de
someterse al papa.

La bula suscitó violenta resistencia en Francia y los nuevos consejeros reales


Guillermo Plaisians y Guillermo Nogaret, buenos juristas, convencieron al
rey para ata- car la persona del papa, que se encontraba entonces en su
palacio-fortaleza de Anagni, al sur de Roma. Guillermo Nogaret, favorecido
y acompañado por los Colonna y otros des- contentos con el papa en Italia,
prepararon una pequeña tropa y fueron en busca del pontífice. La expedición
armada logró entrar en Anagni de improviso antes del amanecer del 7 de
septiembre de 1303, y rodearon el palacio papal. Bonifacio quiso recibirlos
vestido con los ornamentos pontificios y la tiara. Se dice que uno de los
Colonna lo abofeteó. Los cardenales huyeron menos el penitenciario Pedro
de España y el dominico Nicolás Boccasini. El pueblo de Anagni reaccionó
contra los invasores, que no lograron apoderarse del papa. Bonifacio VIII
volvió pronto a Roma, pero, muy impresionado por el atentado, murió el 11
de octubre de aquel fatídico 1303.

Los historiadores han visto en esta humillación del papa por los poderes
civiles la caída oficial de la teocracia o, mejor, hierocracia del medioevo y el
comienzo de una edad nueva en la historia de la Iglesia. La Respublica
christiana, fundada en la unidad de fe religiosa en Europa, cede poco a poco
el puesto al nuevo sentimiento nacionalista, que orienta la vida del mundo
civil por cauces distintos. Se rompe la relación entre las dos autoridades
supremas, papal e imperial, distintas y en mutua colaboración. La figura del
papa se convierte en centro de críticas y de desprecios. Su persona es objeto
de ataques y Dante lo llama “príncipe de los nuevos fariseos”, incluyéndolo
en el infierno de la Divina comedia. En el punto final de este capítulo se
explicará el epilogo de esta crisis que significó la disolución del papado
medieval.

2. Manifestaciones de la vida de Iglesia medieval

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El siglo XIII es considerado como el apogeo de la civilización medieval y,
en efecto, en muchos aspectos fue una época de esplendor y madurez. Las
catedrales y sus vidrieras, la teología de Buenaventura y de Tomás, el rey
santo o la poesía de Dante son algunos de sus logros más destacados. Todavía
hoy permanecen algunas de sus origina- les creaciones como las monarquías
nacionales, las universidades, las órdenes mendicantes y el parlamento. Para
nuestro estudio elegimos tres aspectos importantes: la lucha contra la herejía,
las órdenes mendicantes y los estudios en el siglo XIII.

2.1. La lucha contra la herejía medieval


Las distintas herejías escolares de la época no traspasaron el medio
intelectual, pero mayores problemas plantearon los movimientos surgidos
del “despertar evangélico”, que entraron en conflicto en algunos casos con
la autoridad eclesiástica. El rigorismo ascético y el biblismo fueron el soporte
de las diferentes corrientes heréticas del pueblo. Estas doctrinas alimentaban
a estos grupos inclinados a eliminar los elementos visibles de la Iglesia:
jerarquía, sacramentos... Sus doctrinas dualísticas justificaban el núcleo de
la secta formado por los “perfectos” o “apóstoles”, que debían renovar el
cristianismo de la Iglesia primitiva con el ejercicio de la pobreza y la
predicación ambulante. A partir del siglo XII el dominio eclesiástico
comienza a ser rechazado por grupos desplazados en lo social y en lo
religioso.

2.1.1. La cruzada en tierras cristianas


A pesar del fracaso de la cuarta cruzada, sin embargo el papado no sufrió
menos- cabo. La prueba de ello es que inmediatamente va a iniciar la
Cruzada contra los albigenses. El problema que se debatía en Languedoc, en
el sur de Francia, era complejo. Las noblezas locales, como los condes de
Tolosa, se habían aliado con el catarismo para resistir a la centralización del
rey francés. El movimiento iba más allá de meras concepciones religiosas.

El rico comerciante de Lyon, conocido como Pedro Valdo, conmovido por


las condiciones de un menestral, vendió sus bienes, abandonó su hogar,
encargó que le tradujeran las Escrituras y se dedicó a una vida itinerante y a
la predicación hacia 1173. Su finalidad no era luchar contra la institución
eclesial, sino proporcionar un modelo de comunidad libre de ligaduras
seculares, sin otro “preboste” que Cristo. Aunque Valdo intentó hacerse
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aceptar por el arzobispo de Lyón y el papa Alejandro III, no obstante su grupo
fue excomulgado en 1183. Al año siguiente fue expulsado de Lyón y
condenado por el papa Lucio III. El motivo directo de esta condena fue la
libertad de predicar que se tomaban, si llegaba el caso sin permiso del clero,
es decir, se negaba el ministerio de la Iglesia. Se hicieron fuertes en la ciudad
de Albi en el sur de Francia, de ahí albigenses, y en el norte de Italia.

Entonces estos grupos fueron denunciados como herejías ocultas tras la capa
de su fervor evangélico. Pero, en el contexto medieval, surge un concepto de
herejía, que va más allá de la mera oposición a las confesiones de fe en
cuanto tales y se prolonga hasta las ideologías profanas. Para comprender la
lucha contra la herejía hay que tener presente la situación histórica de la Edad
Media. La amplia coincidencia de la res publica política con la comunidad
eclesiástica hace que estos fermentos religiosos sean considerados también
peligros sociales. Por eso, la erradicación del antagonismo religioso terminó
siendo un postulado de la razón política, porque en el régimen de cristiandad
estas desviaciones afectaban al orden público y social.

Numerosas delegaciones cistercienses y legados pontificios habían sido


enviados a sus territorios a fin de convertirlos, pero estos esfuerzos habían
tenido poco éxito. Pero ya desde 1207, Inocencio III había pretendido que
Felipe II Augusto dirigiera la cruzada contra los albigenses. El capeto sin
embargo, con serios problemas con Inglaterra, exige la mediación del papa
para conseguir una tregua con el rey inglés y el apoyo económico de la
Iglesia para la expedición. Precipitó los acontecimientos el asesinato de
Pedro Castelnau, todopoderoso legado cisterciense. Parece que el autor fue
un escudero de Raimundo VI Saint Gilles, conde de Tolosa, a quien el
cisterciense acababa de excomulgar. El resultado es que el 15 de enero de
1208 se decide la cruzada. Ante las condiciones que imponía el rey francés,
el legado pontificio, Arnaldo Amalarico, encomendó la dirección a Simón de
Monfort, hábil capitán, que había participado en la cruzada de 1204. Esta
empresa estuvo marcada por crueles y masivas matanzas, que dieron la
victoria a los cruzados en dos años. Estas luchas terminaron cuando la corona
francesa incorpora estos territorios por obra de San Luis (1226-1270).

2.1.2. La respuesta represiva de la herejía

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La cristiandad medieval recibió de la antigüedad cristiana el compromiso de
la lucha contra la herejía y el de la conservación de la fe. Pero, junto al
desarrollo de los procedimientos tradicionales de concilios y profesiones de
fe, van apareciendo nuevas formas de defensa de la fe. La actitud ante la
herejía incluía hasta el siglo IV castigos solamente espirituales, pero a partir
de entonces comienzan los castigos temporales como confiscaciones o
destierros. En el siglo XI comienza la represión violenta por parte de los
príncipes cristianos. En el siglo XIII surge la inquisición en Francia e Italia,
donde se difundían las herejías populares.

Contra algunos movimientos de intrigas locales de carácter religioso y social


intervenía con mano dura el poder civil o regnum, que cometió excesos
sangrientos. La herejía era calificada como crimen equiparable al delito de
lesa majestad y de perturbación de la paz. Como pena para la herejía pertinaz
estaba prevista la muerte en la hoguera. En tal caso el castigo llevaba
aparejado también la confiscación del patrimonio. Pero la multiplicación de
las herejías populares por obra de los cátaros provocó desde la segunda mitad
del siglo XII que, bajo la dirección papal, se unificara la legislación contra
los herejes. Desde el punto de vista procesal el fenómeno más novedoso fue
la substitución del procedimiento admonitorio germánico por el
procedimiento canónico de inquisición romano. En aquél el juez competente
intervenía primero, en virtud de una acusación (amonestación), mientras que
en éste se iniciaban pesquisas de carácter oficial a fin de presentar la
denuncia.

En el caso de la lucha contra los herejes el obispo, en cuanto juez competente


en materia de fe, era el encargado de llevarla a cabo, pero no parecían muy
celosos de esta misión. Además, el fracaso de la prolongada cruzada contra
los albigenses impulsó a Gregorio IX (1227-1241) a recurrir al
procedimiento judicial. Desde 1231 nombró inquisidores provistos de
amplios poderes para cada una de las provincias eclesiásticas invadidas por
la herejía, que tenían tanto funciones inquisitorias cuanto judiciales. Esto lo
concedió Gregorio IX en virtud de su plena competencia jurisdiccional. La
competencia episcopal quedaba anulada por la protección papal de estos
inquisidores. Durante el pontificado de Inocencio IV (1243-1254) tuvo lugar
una reorganización de los tribunales. Se regularon de forma detallada los
procedimientos y se mantuvo la máxima exención res- pecto de la
competencia episcopal, subrayándose el carácter de comisión papal. En el

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plano del derecho eclesiástico y de la eclesiología, detrás la inquisición papal
se encon- traba el primado de jurisdicción del papa. Con esta reorganización
se puso freno al terror arbitrario de algunos inquisidores, pero las carencias
jurídicas sobre los procesos, dieron paso a la confesión del acusado mediante
tormento y la fijación de antemano de la condena.

Al principio, la inquisición se creó como una medida de emergencia para una


época y unos territorios determinados. Inglaterra no dispuso de inquisición
papal, mientras que en Francia, Italia y España se convirtió en centenares de
instituciones permanentes con una determinada jurisdicción penal. En este
período la inquisición, que difundía temor y originaba terror en las mentes,
sólo pudo aplicarse de una manera eficaz, cuando coincidían los intereses
papales, la competencia episcopal y la autoridad temporal. En estos casos,
objetivos políticos, económicos y sociales se combinaron con el fin religioso
original. Como responsables de estas oficinas fueron nombrados, siguiendo
la práctica de Gregorio IX, principalmente miembros de las órdenes
mendicantes de sólida preparación teológica. A finales del siglo XIII la
mayor parte de los distritos judiciales inquisitoriales se hallaban
encomendados a los dominicos. Los manuales que recogen la legislación y
práctica inquisitorial de la Edad Media son de los dominicos: Bernardo Guy,
Practica inquisitionis haereticae pravitatis y Nicolás Eymerich, Directorium
inquisitorum. Cualquier juicio que se haga debe reconocer que se trata de
una institución de un tiempo histórico determinado, cuando se consideraba
la fe como el máximo bien y la herejía como el peor de los delitos.

2.2. Las órdenes mendicantes


Inocencio III se decidió a abordar el supremo acto de su pontificado
convocando un concilio y ordenando la máxima presencia de obispos en
Roma, para la reforma de la Iglesia, la regulación de las relaciones entre el
poder espiritual y el temporal, la organización de la cruzada y la lucha contra
la herejía. El IV concilio de Letrán se abre el 11 de noviembre de 1215. El
concilio, que tuvo gran trascendencia para el desarrollo de la sociedad
cristiana, dictaminó 70 cánones disciplinarios y dogmáticos. En el campo
dogmático sobresalen la doctrina eucarística de la transubstanciación y la
condena de la doctrina trinitaria de Joaquín de Fiore. En el aspecto
disciplinar se impone la obligación de la confesión anual y de la comunión
por pascua. Este decreto tuvo gran influjo pastoral. También se rechazó la

14
creación de nuevas órdenes y reglas religiosas. Finalmente, concluía con un
decreto sobre la Cruzada.

Los fermentos sociales y religiosos daban lugar en aquel mundo a células


eclesiales de todo tipo. La mayor parte de estos movimientos va a perderse
en sectas revolucionarias y heterodoxas, pero otros adquieren en la Iglesia su
equilibrio. Las reacciones espirituales contra las riquezas y el poder temporal
de los papas habían dado lugar a movimientos heréticos como los cátaros y
valdenses, pero también significaron la renovación de la vida religiosa con
las órdenes mendicantes. Inocencio III comprendió que la aprobación de las
órdenes mendicantes, sin negar la decisión conciliar, se convertiría en una
medida reformista de la Iglesia. La Orden de predicadores adquiere el
estatuto canónico en 1216 y en 1223 los frailes Menores.

Las antiguas órdenes religiosas habían nacido apegadas al mundo rural. Pero
las nuevas rutas comerciales abiertas por las cruzadas, la aparición de
pequeños burgueses y artesanos que se asocian y se independizan de los
señores feudales hicieron surgir un nuevo orden, que tienen en las ciudades
su nuevo marco. Por eso, se necesitaban ahora nuevos evangelizadores más
móviles y desvinculados de la estabilidad monástica. Frente al monje el
nuevo fraile vive en comunidad pobre y, aunque tiene conventos, por
principio no tienen bienes, sino que han de vivir de la mendicidad. Pero,
sobre todo, se mantienen fieles a la Iglesia. Así nacieron franciscanos y
dominicos.

Francisco de Asís (1181-1226) a los 25 años sintió la llamada y pronto se le


unieron hermanos penitentes o hermanos menores. El individualismo de sus
opciones inicia- les no dejaba mucho espacio a la acción eclesial, pero
Inocencio III no encontró dificultad en reconocer en 1210 este movimiento,
siempre que diesen cuenta a su jefe y éste al papa. Francisco declara que “si
ellos me persiguen (papas, obispos, sacerdotes), he de ir siempre a ellos
porque son mis superiores”. Con Clara funda el movimiento femenino en
1212 y luego la tercera orden. Francisco había ido a Marruecos a convertir
musulmanes. Luego se retira a Cortona y vive estigmatizado. Esta actitud
individualista hace que deje la dirección de la Orden en manos de Elías de
Cortona en 1221. Redacta la regla definitiva con la ayuda de Hugolino de
Ostia, futuro Gregorio IX, que la aprueba en 1223.

15
La historia de la Orden de los hermanos menores tienes dos rasgos
aparentemente contradictorios: su gran desarrollo y las disensiones internas
a propósito de la pobreza. La polémica surgió entre los que interpretaban
literalmente la regla, sobre todo la primera de 1209 corroborada en parte por
el Testamento del Santo. Allí se exigía una pobreza sin atenuantes. En
cambio, Elías de Cortona había introducido una pobreza mitigada. La
conducta agresiva de Elías lo hizo caer bajo la excomunión de Gregorio IX
que lo expulsa de la Orden, aunque muere reconciliado con ella en 1253.
Pero su idea prevaleció con Antonio de Padua y Buenaventura o Juan de
Fidenza. La Orden se caracteriza por no poseer nada en cuanto Orden, la
supresión de la estabilidad de lugar y su estructura unitaria en torno al
capítulo y al ministro general con una obediencia rígida. De su difusión da
fe este dato: en el capítulo general de Estrasburgo de 1282 contaba con 1.583
conventos y unos 45.000 religiosos.

Domingo de Guzmán había nacido en Caleruega y comienza su misión en el


sur de Francia en 1207, a donde había viajado con su obispo Diego de Osma.
Pronto se die- ron cuenta de que los herejes sólo podían ser convertidos por
la práctica de la pobreza evangélica, profundos conocimientos teológicos y
gran celo por las almas. La prematura muerte del prelado dejó a Domingo al
frente de la misión entre los albigenses. En estos encuentros fue surgiendo la
idea de unos hermanos predicadores de la ortodoxia y de la pobreza. Sus
compañeros abrazaron un estilo de vida apostólica, pobre y penitente, para
contrarrestar los efectos que producían los herejes. Se establece en Toulouse
y su Orden fue aprobada por Honorio III con la regla de san Agustín en 1216.

Al morir Domingo en 1221 su Orden estaba consolidada y el conjunto


legislativo estaba suficientemente fortalecido para sus desarrollos ulteriores.
Dieron particular importancia al estudio, a pesar de algunas resistencias.
Como consecuencia de esta orientación muy pronto ingresaron en la
Universidad como profesores, lo cual será objeto de repulsa por parte de los
maestros seculares. La pobreza no suscitó las estridencias de los
franciscanos. Antes de terminar el siglo tenía unos 10.000 religiosos y una
escuela de teología con propia personalidad.

16
Otras órdenes mendicantes son los carmelitas y los agustinos. Se creía
tradicionalmente que la orden del Carmen había sido fundada por los
profetas Elías y Eliseo. Esta tesis fue atacada por Daniel Papebroch en 1668,
de modo que su origen hay que situarlo en este contexto. Su verdadero
fundador, como orden eremítica primero, es san Bertoldo hacia 1155 en el
monte Carmelo. Su sucesor Brocardo redactó una regla que aprobó Honorio
III en 1226. Bajo el gobierno de Simón Stock (1165-1265) quedó con-
vertida en orden mendicante por el papa Inocencio IV en 1247. En el siglo
XII existían otras congregaciones de ermitaños, que seguían la llamada
“regla de san Agustín”. Alejandro IV en 1256 les mandó unirse bajo un
superior general con el nombre de Orden de ermitaños de san Agustín.

2.3. Estudios y teología en el siglo XIII


La conjunción de dos factores hizo surgir a finales del siglo doce y
comienzos del trece la universitas studiorum, asociación de profesores y
estudiantes. En primer lugar, las antiguas escuelas monásticas y episcopales
se sentían desbordadas por la afluencia de alumnos, cada vez más numerosos
y deseosos de innovaciones. Otro factor decisivo fue el movimiento
corporativo, que impulsaba a los componentes de los mismos oficios a
asociarse para defender mejor sus derechos frente a una nobleza anclada
todavía en el feudalismo. Por eso, estudiantes y profesores se unieron para
formar la universitas, que les desligaba de la jurisdicción territorial y las
hacía depender directamente del rey, del emperador o del papa.

El peligro de herejía, tal como se concebía en la Edad Media, hizo que las
autoridades imperial y pontificia vigilaran con cuidado la concesión de la
licentia docendi ubique, que otorgaba la posibilidad de enseñar en cualquier
centro de la cristiandad. Tan- to la Iglesia como el imperio necesitaban de
esta institución para la formación de sus funcionarios, y de hecho promueven
y amparan sus propios centros. Las contiendas entre el imperio y el papado
urgían entonces los conocimientos de tipo político o jurídico, pero también
interesaban los culturales y religiosos. A finales del siglo doce se encuentran
centros de este tipo en Salerno, Montpellier, especializadas en medicina.
También en París y Palencia, especializadas en teología y la de Bolonia en
derecho. En Oxford se funda en 1200 y en Salamanca en 1218. Integraban
estas universidades las facultades de teología, artes, derecho y medicina.

17
2.3.1. Medio siglo de agitada historia
La fermentación escolar del siglo XII iba a dar razón a los nuevos equipos
de estudiantes y profesores, que emprenden una tarea con dos acciones
aparentemente antitéticas: inspiración evangélica de una parte y, de otra, la
integración en el pensamiento cristiano de la razón griega y de una filosofía
de la naturaleza. Los espíritus más despiertos advirtieron que la teología
debía proponer una visión cristiana, que incorporara los conocimientos de la
naturaleza y del hombre y todo ello en beneficio de una fe más pura en sus
fuentes. Era a respuesta a la fuerza bíblica de los albigenses y a la amenaza
del racionalismo griego. El sistema universitario no permitía que la teología
quedara al abrigo de los influjos de otras facultades. No bastaba que los
documentos oficiales denunciaran los peligros de la nueva situación, sino
que era más urgente que bajo la inspiración evangélica algunos entendieran
la cuestión cultural como misión propia.

En la primera mitad del siglo XIII, el aristotelismo se difunde con gran fuerza
en el mundo latino. La historia de la entrada de esta interpretación global de
la realidad es una clave fundamental para la comprensión de la labor
teológica de la Edad Media. Pero la reconstrucción de esta historia es
compleja, entre otras cosas, porque la metafísica de Aristóteles había sido
transmitida con ideas y aportaciones neoplatónicas, pues ambas tradiciones
habían llegado mezcladas. En cualquier caso, las primeras generaciones de
teólogos de ese siglo se encuentran ante una filosofía, que daba pistas para
una definición global de las cosas y que parecía contradecir la tradicional
sabiduría cristiana.

Las advertencias oficiales sobre los peligros para la cristiandad de un nuevo


movimiento cultural se advierten ya en 1210, cuando fue prohibido leer
algunos libros de Aristóteles en París. Eran medidas de prudencia ante el
riesgo de las conclusiones panteístas y materialistas que algunos autores
proponían bajo la autoridad del Filósofo. Los nuevos estatutos de la
universidad, elaborados por Roberto Courçon en 1215, están en perfecta
sintonía con estas prohibiciones. La facultad más sensible a los peligros
denunciados era la de teología. Las sucesivas intervenciones de Gregorio IX
en 1228 y 1231 agravarán la situación. En la primera predomina la
preocupación por la introducción de términos filosóficos en la explicación
de los misterios, porque de ese modo se olvidaba la naturaleza de la ciencia
sagrada. En la segunda, consecuencia de la suspensión de la enseñanza

18
durante dos años, ya no se alude a los peligros doctrinales, sino que denuncia
los malos métodos de trabajo.

Estas prohibiciones del Filósofo siguieron siendo repetidas con claridad


hasta 1250, pero no se impusieron en todos los ambientes. En estas
intervenciones oficiales aparecía la preocupación por salvaguardar la
trascendencia de la verdad divina amenazada por una excesiva
racionalización. La reconstrucción de este período teológico pone de relieve
que, frente a la desconfianza oficial sobre el problema, muchos maestros se
sintieron orientados a incorporar nociones y métodos de las obras prohibidas.
Los libros de Aristóteles podían ser provechosos para la cultura cristiana,
pero era necesario aplicarse con rigor a su estudio.
Los teólogos de la primera mitad del siglo XIII son sensibles a la divergencia
entre sabiduría cristiana y ciencia pagana y a la necesidad de armonizar
ambos mundos. El influjo y el recurso constante al sentido aristotélico de
ciencia era un reto para la teología, si quería seguir siendo creíble. Fe y razón
son todavía dos realidades estrechamente unidas, pero independientes. La
crítica moderna considera como fundamental en esta tarea la aportación del
maestro inglés Alejandro de Hales, que enseña teología en París a partir de
1225. Luego, al hacerse miembro de los frailes franciscanos, sigue
regentando su cátedra desde 1236 hasta 1245. Este maestro supo hacer buen
uso de Aristóteles y los árabes, pero siempre con gran independencia.
Mantiene el espíritu de inspiración bíblica en su glosa, pero introduce tanto
la lógica aristotélica como su metafísica. Alejandro de Hales fue el primero
en adoptar las Sentencias de Lombardo como texto en la facultad de teología,
hecho que atrajo las críticas de Roger Bacon.

Quien abre la inteligencia cristiana a los nuevos mundos, al mismo tiempo


que mantiene el fervor evangélico de los mendicantes, fue Alberto el Grande
(† 1280). Llega a París en 1240 y ocupa una de las dos cátedras de los
dominicos entre 1242 y 1248. En sus mismas constituciones se advierten
todavía restricciones al estudio, pero el hielo se fue rompiendo poco a poco
gracias a la ley de la dispensa, y también a la actitud decidida de Alberto,
cuya intervención puede considerarse determinante. Es también uno de los
promotores más destacados del ingreso aristotélico en el mundo latino. Las
prohibiciones oficiales seguían existiendo en la letra, pero el clima que se
respiraba las había anulado en la práctica.

19
En 1255, cuando Tomás de Aquino († 1274) discípulo de Alberto, enseñaba
ya en la universidad de París, los estatutos introdujeron las obras de
Aristóteles en los programas de enseñanza. Poco después comenzaba a
componer la Suma contra gentiles, donde abordaba el problema teológico
prestando gran atención a la filosofía, con el fin de ex- poner mejor la
doctrina cristiana. En su preocupación por la filosofía peripatética fue
secundado por Urbano IV (1261-1264), que fomentaba la iniciativa de
procurar al mundo occidental nuevas fuentes aristotélicas. Esta coincidencia
le permitió comenzar una serie de comentarios a diversos textos aristotélicos,
porque disponía de nuevas traducciones. Así los teólogos entraron en
contacto no sólo con la lógica y la dialéctica, que había dado un impulso a la
teología en el siglo doce, sino también con las doctrinas metafísicas,
psicológicas y morales, que urgen nuevos planeamientos teológicos.

2.3.2. Las grandes síntesis de la teología medieval


Los Padres, ante el desafío que significaba la cultura pagana para su fe,
algunos la rechazaron de plano, pero la corriente de mayor influjo no negó
su valor, y muchos aceptaron su aportación en la elaboración de sus doctrinas
y enseñanzas. Las soluciones a estas relaciones varían según los ambientes
patrísticos, pero en la Edad Media la solución de Agustín de Hipona era la
más conocida. Para él la revelación es el criterio valorativo de las verdades
de la razón, aunque atribuye a éstas un valor propedéutico. Esta perspectiva
teológica será muy viva en la tradición y en ella influye la célebre fórmula
teológica de la necesidad de creer para entender. Tal actitud no excluye el
interés por la cultura humana, como la misma vida de Agustín demuestra.
Sin embargo, una aplicación rígida de estos criterios en un mundo religioso
cerrado, como el medieval, podía provo- car una crisis en el pensamiento
cristiano, pues el orden racional tiende por su propia dinámica a adquirir
mayor consistencia y a reivindicar su valor. A estas alturas el agustinismo se
había convertido en un complejo recipiente en el que cabían posturas
variadas y que servía de cobijo al tradicionalismo teológico.

Al volver Tomás de Aquino, por tercera vez, a la universidad de París en


1269 se encuentra con una vida académica agitada, porque la interpretación
de Aristóteles era muy discutida. Un grupo, que toma su nombre del árabe
de Córdoba Averroes († 1198), consideraba sus obras sobre Aristóteles
preferibles a las Avicena. En sus obras, publica- das a principios de siglo,
se encuentran los temas de la trascendencia de Dios y de la autonomía de la

20
razón, pero presentados como dos mundos autónomos. Esto ha dado lugar a
que se le haya atribuido la introducción de la “doble verdad". En todo caso,
lo que de ahí va a surgir es un racionalismo a ultranza basado en un
naturalismo, que podía dar al traste con la tradición creyente y cristiana. Una
interpretación radical de Aristóteles, propugnada por este grupo averroísta,
dudaba de datos tradicionales de la enseñanza cristiana como la creación en
el tiempo y la inmortalidad personal.

El grupo pertenecía a la facultad de artes y su jefe de fila era Siger de


Brabante. Murió en Viterbo (1284), ya alejado de su heterodoxia, acuchillado
por un siervo demente. Hoy día se sabe que el grupo era numeroso y que
había otros, como Boecio de Dacia, que estaban más implicados que el
mismo Siger. La historia subraya la admiración que Siger tenía por Tomás y
Alberto, de modo que utiliza sus doctrinas. De hecho Dante lo coloca en el
cuarto cielo con un círculo de sabios, a los que Tomás presenta.

Tomás va a pasar como el primer teólogo de la historia que hizo un uso


sistemático de la filosofía sin renunciar al fervor de la fe. Para él esta actitud
significaba elevar la cultura humana a sus metas más nobles y altas. En la
Edad Media se solía aludir a este problema con el ejemplo del vino, como
símbolo de la ciencia de las cosas divinas, y del agua, como símbolo del
saber de las cosas por la razón humana. Tomás también usa la metáfora, pero
defendiendo que la mezcla de ambos elementos no significa corrupción del
vino, sino dignificación del agua como en el milagro de Caná. Porque tan
importante era la cuestión de mantener una filosofía al servicio de la teología
como una teología respetuosa de los datos de la razón humana.

En aquel momento esta posición la representaron Tomás de Aquino y el


franciscano Buenaventura. Ambos murieron en 1274). Colegas en la
enseñanza, sin embargo sus posiciones tienen matices diferentes.
Buenaventura interviene en 1268 denunciando algunas innovaciones
peligrosas como la eternidad del mundo, el determinismo de la voluntad por
los astros y la unicidad de la inteligencia de todos los hombres. La denuncia
cuestionaba la posibilidad o no de la unión entre la fe y la razón. Hay aquí
una toma de posición clara contra una relación demasiado confiada entre
ambas. En sus predicaciones había evocado el sueño de san Jerónimo, que
se había visto flagelado en el último juicio por complacerse con el
racionalismo de Cicerón.
21
Las relaciones entre Tomás y Buenaventura están condicionadas por la
interpretación que se haga de la colaboración entre filosofía y teología.
Ambos se ocuparon de salvar la unidad del saber cristiano en un momento
en el que el ingreso del aristotelismo ponía en peligro esa profunda
convicción. Era frecuente que en aquel ambiente algunos, apelando a las
doctrinas aristotélicas, enfrentaran el saber filosófico con el saber teológico.
Buenaventura no era absolutamente contrario a Aristóteles, sino más bien al
uso que se hacía del mismo. Por su parte el aristotelismo de Tomás estaba
muy matizado, ya que toma del Filósofo más los esquemas que los
contenidos. Por eso, las preocupaciones de ambos doctores en estos
problemas están más cercanas de lo que muchos creen. La perspectiva
general de su teología es mantener el debido peso de la fe.

El uso de fuentes filosóficas en la sagrada doctrina es un obsequio de la fe.


Tomás, teólogo de la creación, no duda de la bondad de todos sus elementos.
Y esto no es más que otra aplicación del principio general de su doctrina
según la cual “la gracia no destruye la naturaleza, sino que la perfecciona”
(ST I, 1, 8, ad 2). Pero esta actitud lo enfrenta tanto a los piadosos teólogos
como a los especulativos filósofos. En ambos fren- tes reivindica la unción
de la fe y el valor de la especulación. Pero esta posición no era la mayoritaria
en aquellos tiempos.

Muchos colegas de Tomás no aprobaron su actitud frente a la filosofía. El


papa Juan XXI, el anciano profesor Pedro Hispano, estaba preocupado por
errores que eran “perjudiciales a la fe”. Cuando en 1277 le llegaron rumores
de nuevas agitaciones doctrinales en París escribe al obispo para que se
informe. Era Esteban Tempier, el mismo que en vida de Tomás en 1270,
había tomado una iniciativa semejante. Con la colaboración de sus teólogos
redacta una lista de 219 proposiciones que merecían ser condenadas. Fueron
hechas públicas el siete de marzo de 1277, tres años justos después de la
muerte de Tomás. El hecho constituye uno de los momentos más
apasionantes de la historia de la filosofía medieval. Estas condenas
denuncian las actitudes radicales en filosofía, porque terminaban atentando
contra el sentido religioso de la tradición.

22
Los historiadores se muestran conformes en afirmar que en las tesis
incriminadas, además de los averroístas, se encuentra aludido de forma
directa el pensamiento del maestro dominico. En este clima, Roberto
Kilwardby, dominico arzobispo de Canterbury, prohibió treinta
proposiciones de lógica, gramática y filosofía natural en un documento
fechado el 18 de marzo del mismo año en Oxford. Estas medidas fueron
renovadas más tarde en 1284 y 1286 por Juan Peckham, sucesor de Roberto
al frente de aquella diócesis, de modo que en Oxford perdura más la condena.
Todo esto sugiere que, con esas condenas, los que triunfaron fueron los
teólogos conservadores de inspiración agustiniana, aunque no pudieron
suprimir la lectura ni de Aristóteles ni de otros filósofos paganos.

3. La disolución del papado medieval


Las tensiones descritas en el apartado primero del capítulo tienen su epílogo
en el final en los siglos XIV y XV con una cristiandad que asiste divida a dos
acontecimientos preocupantes. El sucesor de Bonifacio fue un dominico, que
tomó el nombre de Benedicto XI (1303-1304), cuyo pontificado sólo duró
unos ocho meses. Roma se había convertido en una ciudad insegura para el
papa, que se traslada Perusa. A partir de este año de 1304 y durante setenta
años el papa no pisaría la ciudad eterna. La solución de este episodio tuvo
otra consecuencia funesta para el papado. La lejanía de Roma había creado
varias obediencias, lo cual da lugar a un cisma en el mundo cristiano, que se
encuentra hasta con tres papas diversos.

3.1. Residencia del papado en Avignon


Después de casi un año de interregno la elección papal, en medio de violentas
es- cenas, recayó en el obispo Burdeos el 5 de junio de 1305, que se puso el
nombre de Clemente V (1305-1314) y que se hizo coronar pontífice en Lyón.
El nuevo papa era hombre de confianza de Felipe IV, y mostró, primero,
pereza o disgusto y, luego, oposición a salir de Francia. En la primavera de
1309 fija su residencia definitivamente en la ciudad de Avignon, que era un
condado sobre el que el papado había reclamado su posesión.

Felipe IV, siempre aconsejado por Guillermo Nogaret, deseaba arrastrar al


papa a un proceso contra Bonifacio VIII, para degradar su memoria y
condenarlo como impostor y hereje. Clemente V no estaba dispuesto a
hacerlo y demoraba comprometerse, pero la curia estaba dominada por
23
cardenales franceses, que seguían empeñados en condenar a Bonifacio. Con
estos problemas se mezclan las luchas de la monarquía francesa contra los
templarios, que eran una potencia económica. En sus seguros y bien
defendidos castillos los ricos, y los mismos reyes, guardaban en depósito sus
dineros y objetos preciosos. Sus legendarias riquezas eran una verdadera
tentación para hombres como Felipe IV, siempre falto de dinero y siempre
dominado por la codicia. El 13 de octubre de 1307 el rey de Francia había
hecho prisioneros a todos los templarios de Francia y se esforzó por obligar
al papa a un proceso oficial contra dicha orden.

Para dar solución a éstos y otros problemas se reunió el 16 de octubre de


1311 el concilio, décimo quinto ecuménico, en Vienne a orillas del Ródano.
La convocatoria fue restringida. De suyo todos los obispos son miembros
natos de los concilios ecuménicos, pero en éste el rey de Francia impuso sus
límites, aunque se procuró una representación de casi todos los países de
Occidente. Los objetivos del concilio eran el asunto de la or- den del Templo,
algunas cuestiones sobre la fe, la reforma de la Iglesia y la cruzada o
reconquista de los Santos Lugares.

De hecho el tema central fue el primero, mientras que sobre los otros apenas
se decidió nada importante. La orden fue suprimida por la bula Vox in
excelso del 22 de marzo de 1312, “porque gozaba de mala fama y se había
convertido en inútil”. Pero se aclaraba en el documento que se suprimía no
por sentencia de un proceso, sino por mandato o provisión apostólica. Hay
que reconocer que las acusaciones eran falsas, pero los resplandores de la
hoguera donde Santiago de Molay y Godofredo de Charnay perecieron en
1314 iluminaban la debilidad del papa y la injusticia del rey.

Estos hechos son la prueba de la división de la cristiandad y se va a


manifestar dramáticamente en la elección del nuevo emperador. Ante la
división de los electores Juan XXII (1316-1334) declara que ninguno de los
dos puede ser llamado emperador de los romanos hasta que él dirima la
cuestión. Sin embargo, Luis de Baviera se declara único emperador en 1322
y rechaza la intervención pontificia, pero el papa reivindica el antiguo
examen de la persona y la aprobación de la elección. La lucha entre el papa
y el emperador queda sin remedio abierta. Pero ahora los partidarios
imperiales, entre los que había muchos clérigos descontentos con el papa,
son más fuertes.
24
En este clima aparece en 1327 la famosa obra antipapista Defensor Pacis de
Marsilio de Padua. En ella los puntos de vista tradicionales son invertidos.
La debilidad ideológica del papado era cada vez más evidente. Juan XXII
condenó el Defensor Pacis, pero Luis de Baviera nombró antipapa a Nicolás
V, que lo coronó emperador en Roma. La improvisa muerte de Luis de
Baviera en 1347 fue para algunos el signo providencial que ratificaba el
triunfo del papado. El nuevo emperador Carlos IV de Luxemburgo o de
Bohemia fue elegido con el favor del papa. Fue coronado en Roma por un
delegado del papa. Vuelto a Alemania, Carlos IV promulga en 1356 la
famosa Bula de Oro, donde reivindica el poder temporal y el derecho a poner
emperador. Pone así fin a toda futura contienda en torno a la elección
imperial. Ésta, en efecto, se haría por siete de los príncipes alemanes,
quedando elegido sin discusión el que obtuviera la mayoría y sin que fuera
necesaria la mediación del papa. El papado quedaba así excluido de estos
trámites.

Entre 1348 y 1350 se expandió por Europa la Peste Negra, que se llevó al
sepulcro unos 40 millones de personas, casi la mitad de la población europea.
El papa Clemente VI (1342-1352), espléndido en todas sus obras, lo fue
también en ésta de contribuir con sus riquezas a la atención y curación de los
apestados, y acudiendo personal- mente a interesarse por los enfermos y
socorrerlos. Como efecto de la peste muchos monasterios y conventos
quedaron sin gente, y la mayoría con muy escasos religiosos. Fue necesario
suavizar la observancia y permitir la entrada a personas sin apenas vocación,
para ocupar los conventos vacíos y completar los casi desiertos.

Pero el defecto que mejor caracterizó al pontificado de Avignon fue el


sistema fiscal para conseguir dinero y recursos materiales para la cámara de
los papas. Así se formó un sistema de recaudación, que ha sido considerado
como el procedimiento fiscal más eficaz de la Europa de entonces. Entre los
medios ideados para lograr esos ingresos se encuentran los siguientes: la
reserva de beneficios (la curia aviñonesa era la única que podía otorgar los
beneficios eclesiásticos, como obispados, parroquias, canonjías, etc); las
expectativas (designación de los beneficiarios, para cuando quedaran
vacantes esos beneficios); las annatas (los ingresos del primer año del
disfrute de un beneficio); las concesiones de privilegios, títulos,
indulgencias, etc. Este sistema pecuniario a base de la concesión de los

25
beneficios eclesiásticos trajo muy pronto varios vicios: la simonía y la
acumulación de varios beneficios en una misma persona.

La estancia de los papas en Avignon es para muchos una desgracia tan grande
como la del llamado Siglo de Hierro de la Iglesia (s. X). Por eso recibe los
nombres peyorativos de destierro o exilio de Avignon. Desde luego no
pueden compararse los papas de Avignon, que son cultos y piadosos, con los
del Siglo de Hierro, que fueron casi todos ignorantes y muchos de ellos
corrompidos. No debe tampoco hablarse de exilio propia- mente dicho, pues
los papas eligieron esa residencia y en ella permanecieron por su exclusiva
voluntad. En cambio, estos hechos hicieron perder al papado universalismo
e independencia en la actividad de la curia pontificia.

El mundo cristiano clamaba con fuerza por la vuelta de los papas a Roma.
En este sentido sobresalen las acciones de Francisco Petrarca, Santa Brígida
de Suecia y Santa Catalina de Siena. Urbano V (1362-1370) oyó los consejos
de Gil de Albornoz, pacificador de los Estados pontificios, pero sobre todo
de santa Brígida. A pesar de la oposición de los franceses salió hacia Roma
en 1367 y permanece allí tres años. Hacía sesenta años que Roma no había
visto a un papa. El estado ruinoso de la ciudad, los disturbios que había en
Italia, la fuerza de los cardenales que se sentían más felices en Francia y la
nostalgia de su tierra movieron al papa a volver a Avignon, donde murió poco
más tarde, como había profetizado Brígida.

Entonces fue elegido a los treinta y seis años Gregorio XI (1370-1378), que
buscaba la reforma de la Iglesia y la pacificación de Occidente, arrasado por
la guerra de los cien años entre Francia e Inglaterra (1339-1453), para
combatir juntos a los infieles. El nuevo papa manifestó desde el primer
momento su propósito de volver a Roma. Fueron retrasando la realización
del proyecto sus deseos y sus esfuerzos por pacificar Europa y
particularmente Italia. Catalina de Siena se presenta en 1376 en Avignon
como mediado- ra entre florentinos y el papa, llevando como intérprete a
Raimundo de Capua, maestro general de los dominicos. Los cardenales no
toleran su iniciativa, pero consigue que el papa vuelva en Roma en 1377.
Parece que Gregorio tenía intención de retornar a Avignon, pero murió
pronto (un año y dos meses después de su llegada a Roma). Así se abrió la
brecha para que las elecciones fueran dobles, porque tanto los cardenales de
Avignon como los de Roma podían hacer valer sus derechos.
26
3.2. El cisma de occidente y su solución
La muerte de Gregorio XI el 27 de marzo de 1378 abría una sucesión
problemática, porque el colegio cardenalicio llegado a Roma estaba
compuesto por 16 cardenales, divididos en tres grupos con ideas distintas
sobre la futura residencia del papa. Ante la imposibilidad de conseguir la
elección del candidato de los partidos, se propuso un nombre ajeno al
conclave. Era Bartolomé de Prignano, arzobispo de Bari, que obtuvo final-
mente la unanimidad de los votantes. Fue coronado con el nombre de Urbano
VI (1378-
1389) y con la asistencia de todos los electores. Espíritu reformador y
contrario al sistema aviñonés, tenía todavía una conciencia de papa medieval.
El elegido tenía fama de hombre prudente y hábil en los negocios de la curia,
pero al verse en la cumbre del poder comenzó a manifestarse como un
hombre rígido e inflexible. Así se gesta una oposición de cardenales, que
terminará en la rebelión.

Colmó la insatisfacción de los cardenales la noticia de que Urbano VI, para


contrarrestar la influencia francesa, pensaba crear un buen número de
cardenales italianos. El cardenal de Amiens, Juan de la Grange, fue llamando
a los cardenales y se puso al habla con los jefes de las milicias francesas
dentro de los Estados Pontificios. Con la excusa de que comenzaban los
calores estivales en Roma se fueron reuniendo en Anagni. Los cardenales
reexaminaron la elección de Urbano VI y casi todos manifestaron que lo
habían elegido bajo la presión del miedo al pueblo y sin la necesaria libertad.
Se trasladaron luego a Fondi, en el reino de Nápoles y bajo la protección de
la reina Juana. Allí decidieron la elección de un nuevo papa, que tomó el
nombre de Clemente VII. Con un buen contingente armado pensó apoderarse
de Roma y de Urbano VI, pero fue derrotado y dirigió sus pasos a Avignon,
en donde estableció su sede.

Comenzaba así el cisma de Occidente, que iba a durar entre 1378 y 1417. A
pesar de la gran actividad del papa aviñonés por ganarse las cortes europeas,
la mayor parte de las naciones no quedó convencida de la legitimidad de la
nueva elección y permanecieron fieles a Urbano VI. Entre las naciones de
obediencia romana estaban la mayoría, incluido el imperio. Francia era de
obediencia aviñonesa. Había dos papas y la cristiandad estaba dividida. El

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clero, los religiosos y hasta los mismos santos vivían enfrentados. Santa
Catalina de Siena y Santa Catalina de Suecia estaban con Roma; san Vicente
Ferrer y santa Coleta de Corbie obedecieron a Avignon.

Un malestar general se dejaba sentir en el pueblo cristiano. En las cortes, en


las universidades se discutía el modo de conseguir la restauración de la
unidad. Los papas más famosos de las dos obediencias fueron Benedicto XIII
(1394-1423) (antes cardenal Pedro de Luna) en la sede de Aviñón, y Gregorio
XII (1406-1415) (antes cardenal Ángel Corrario) en la sede de Roma.
Ambos, antes de ser elegidos, habían jurado con los otros cardenales, que,
de subir a la cátedra de San Pedro, harían todo lo posible, incluida la dimisión
si era necesario, para que hubiera una sola cabeza en la Iglesia. Ante la
persistencia del cisma y la poca voluntad de los papas en resolver la
situación, el rey Carlos VI de Francia pidió a la universidad de París en 1394
que le propusiera algunas vías posibles para restaurar la unidad. Se
ofrecieron cuatro: abdicación, debate, retirada de la confianza, solución
conciliar. Todas las vías se fueron intentando sin resultado positivo por la
negativa rotunda de los papas.

Los cardenales de una y otra obediencia, amparados por varios príncipes


cristianos, decidieron un concilio, en que se depusiera a los dos papas y se
eligiera a uno nuevo para toda la Iglesia. El concilio se abrió el 25 de marzo
de 1409 en la catedral de Pisa. Se procesó a los papas y fueron condenados
por cismáticos, herejes y perjuros. Después de deponerlos se eligió al
cardenal de Milán Pedro Filargo, que tomó el nombre de Alejandro V. Murió
a los nueve meses de su elección y entonces este partido eligió al ambicioso
Baltasar Cossa, que tomó el nombre de Juan XXIII. Ahora la cristiandad
quedó divi- dida en tres obediencias. Se pasó de la impía unidad a la maldita
triplicidad.

Ante el fracaso del concilio de Pisa, el emperador alemán Segismundo


decidió la reunión de un Concilio ecuménico, seguro del éxito. Lo convocó
para el 1 de noviembre de 1414 en la ciudad imperial de Constanza. Era el
décimo sexto de los concilios ecuménicos. Tres eran los objetivos: solución
del cisma, la reforma de la Iglesia y la herejía de Juan Hus. La apertura tuvo
lugar el 5 de noviembre por Juan XXIII. El cardenal Pedro de Ailly, canciller
de la Universidad de París, expuso ante la asamblea la necesidad de hablar
con los otros papas y de exigir la renuncia de los tres. Gregorio XII envió un
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grupo de representantes al concilio, que fueron recibidos en 1415. Poco
después el papa romano envió a su plenipotenciario, que presentó su
abdicación. Juan XXIII se había alejado de la asamblea al ver que no sería
aceptado. Quedaba Benedicto XIII. Su argumento fundamental era que no
había ningún cardenal cierto o anterior al cisma sino él. El emperador
abandonó el encuentro con el papa Luna y el concilio lo depuso por
cismático, hereje y perjuro en 1417.

Depuestos los tres papas, se planteó la cuestión de la elección del papa único
para toda la cristiandad. Dos posiciones contrarias aparecieron enseguida.
Los italianos, franceses y españoles defendían que era necesario, antes de
seguir adelante, elegir la cabeza de la Iglesia y con ella tratar el problema de
la reforma. Los ingleses y alemanes defendían que era necesario reformar la
Iglesia y presentarla limpia en las manos del nuevo pontífice. Se impuso la
tesis intermedia: definir primero unos decretos sustanciales de reforma,
proceder luego a la elección del papa, y continuar después juntos, papa y
concilio, la obra reformadora. Con la elección Otón de Colonna, que toma el
nombre de Martín V (1417-1431), después de 130 años, se sentaba en el
trono pontificio un romano. Así se impone un nuevo orden, que hace
prevalecer la autoridad del papa sobre el municipio. La última sesión del
concilio fue el 22 de abril de 1418 y en ella se tuvo la clausura. En ella
declaró el papa que aprobaba todo lo que el concilio había determinado
“conciliar- mente en materia de fe”. Con ello se piensa que pretendía excluir
de su aprobación los decretos de carácter conciliarista, que habían sido
promulgados antes de su elección a papa.

Hay que reconocer que en estos siglos afloraron tensiones y diferencias, que
van a ser germen de un nuevo período. El contacto entre lo antiguo y lo nuevo
está presente en este período. La idea de un imperio universal romano la
sostiene Dante († 1321), mientras que Petrarca († 1373) es un decidido
defensor de la idea nacionalista italiana. Ambos abren una era de humanistas,
que tiene conciencia de vivir una nueva época, de la que hablaba ya el
canciller florentino Coluccio Salutati, nacido en 1331. También los
seguidores del nominalismo, que protagoniza Guillermo Ockham († 1347),
tienen la con- vicción de pertenecer a la escuela de los modernos. En el
campo del pensamiento los agentes de las grandes síntesis escolásticas,
fueron reemplazados por elementos disgregantes, sobre todo, al afirmar unos
que el conocimiento se adquiere únicamente por la fe, mientras que otros

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atribuían ese efecto a la razón. Estas teorías separaron a la teología de la
filosofía y a la Iglesia del Estado.

En el curso de las contiendas entre el papado y el imperio la Iglesia adquirió


un rostro cada vez más jurídico y rígidamente canónico. Este
eclesiocentrismo, propio de la Edad Media, tenía como consecuencia que
todo el organismo sacramental se interpretaba muy jurídica y objetivamente.
Los deseos de reforma se habían centrado en la Iglesia, perdiendo así las
necesarias aspiraciones cristológicas y espirituales. Por eso, serán frecuentes
los movimientos de protesta, que acudían a las aspiraciones espirituales.
Estas aspiraciones estaban pidiendo a gritos la reforma en el sentido más
profundo de la palabra.

Bibliografía
G. ALBERIGO, Historia de los Concilios Ecuménicos, Sígueme,
Salamanca 1993.
G. CELADA, Tomás de Aquino, testigo y maestro de la fe, San Esteban,
Salamanca 1999.
I. W. FRANK, Historia de la Iglesia medieval, Herder, Barcelona 1988.
J. LE GOFF, Herejías y sociedades en la Europa preindustrial, XI-XVIII,
XXI, Madrid 1987.

F. PIERINI, La edad media. Curso de historia de la Iglesia, San Pablo,


Madrid 1997.
E. VILANOVA, Historia de la teología cristiana I, Herder, Barcelona 1987.
H. WOLTER, La crisis del pontificado: en JEDIN IV 397-479.
* * * * *

Sugerencias para la reflexión y estudio personal del capítulo

1. Teoría y práctica de la conciencia primacial pontificia de Inocencio III.


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2. Influjo de las nuevas concepciones nacionales en el conflicto trono-altar.

3. Concepción y alternativas a la herejía medieval.

4. Visiones sobre la armonía fe-razón en la teología medieval.

5. Causas y solución al cisma occidental.

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