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de Jesucristo”, representante al igual que el príncipe de los apóstoles de la
persona de Cristo. Hace ostentación de todos los argumentos imaginables
para establecer esta propuesta, que tenía sin embargo un gran simbolismo
bíblico. Así Pedro entrando en el sepulcro representa a la iglesia latina que
ha sabido penetrar los misterios de Cristo, mientras que la iglesia griega, al
permanecer en su error, era representada por Juan que se queda fuera. Pedro
caminando sobre las aguas significaba su dominio sobre el universo,
mientras que los demás apóstoles permanecen aislados en sus barcas, las
iglesias particulares. Al lado de éstos recuerda otros argumentos más
pertinentes como la declaración del Señor: “Tú eres Pedro... apacienta mis
corderos...”
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reina de Sicilia. Esta idea política unía la tradición germánica, según la cual
estaba reservado a los alemanes realizar en su día el imperio del mundo, y
otra de origen siciliano, según la cual por haber recibido la corona de los
normandos le estaba reservado el dominio del Mediterráneo y la conquista
del imperio bizantino. En 1195 el nuevo emperador Enrique VI, hijo de
Barbarroja, comienza la predicación de una cruzada dirigida por él dentro de
un magno proyecto de construir la “monarquía universal”. La muerte
prematura del emperador Enrique VI (†1197) impidió la culminación de una
empresa sin duda transcendental entonces. Este proyecto lo heredará su hijo
Federico II, hijo del emperador y de la reina de Sicilia, que tenía tres años
cuando murió su padre.
Un año después llega al solio pontificio Inocencio III, que apostó por aquel
niño que unía ambas coronas o sueños. Era el nieto de Barbarroja y había
tomado el nombre de Federico II (1194-1250). La muerte prematura de la
reina madre de Sicilia, deja al infante Federico bajo tutela pontificia. El
objetivo fundamental de la política del papa en Italia era la desvinculación
de Sicilia del Imperio. Recupera algunas plazas importantes para
engrandecer los Estados Pontificios como el ducado de Espoleto y la marca
de Ancona. La cancillería pontificia calificó estos actos como
“recuperaciones”. Los éxitos de los primeros años fueron esperanzadores.
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pontificio a Otón no resolvió el problema, pues muy pronto se enfrentó al
propio papa y se convirtió en su encarnizado enemigo. Esto llevó a Inocencio
III a apoyar a Federico II, rey de Sicilia, para que ocupara el trono de
Alemania. A pesar de las ideas gibelinas del candidato heredero de la
monarquía universal, al papa le pareció excesivamente joven para constituir
un peligro. Así el enfrentamiento entre Otón IV y Federico II debía
resolverse, teóricamente, mediante una guerra en Alemania.
De momento el gibelino, Federico II, con el apoyo del papa, otorgó tales
concesiones a los obispos alemanes que fue llamado “rey del Clero”.
Además, contaba con el apoyo del rey francés Felipe II Augusto, con el que
en 1212 se entrevistó en Vaucouleurs para estrechar alianzas. Por su parte
Otón contaba con el respaldo de su tío el inglés Juan Sin Tierra. Estos
problemas conducen a un gran conflicto en el que participan alemanes,
ingleses y franceses.
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nuevas realidades nacionales, que se iban formando, y su corte siciliana se
considera como un antecedente del estado organizado y laico. En los años
siguientes a la batalla de Bouvines, Federico II pudo consolidar su trono de
Alemania y a partir de 1218 había recobrado su unidad.
Federico niega por principio los poderes del papa en cuestiones temporales.
Evo- cando el imperialismo de los césares romanos, proclama que “el
veredicto lanzado contra nosotros es injusto... somete ridículamente a una
ley al que está por encima de todas las leyes”. Pero, sobre todo, propone
como metro de la reforma de la Iglesia el ideal de la pobreza apostólica.
Critica la falta de sentido evangélico de la jerarquía. Inocencio IV responde
con la primacía universal del papado: “Nos poseemos sobre la tierra una
delegación general del Rey de reyes”. Las tensiones quedaron en suspenso
al morir el emperador a los 55 años en 1250, reconciliado con la iglesia, en
Puglia.
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fortalecer el predominio temporal del papado le conceden el dominio sobre
Sicilia.
Ante las protestas de los obispos franceses el papa escribe la bula Clericis
laicos (1296), que prohibía a los clérigos dar tributos al rey sin permiso del
papa. Con esta bula Bonifacio renovaba la ordenación del IV concilio de
Letrán y la encarecía, en cuanto imponía pena a toda tributación no aprobada
expresamente. De esta manera, invadía como legislador importantes órdenes
de la vida del Estado, que se sentía cada vez más consciente de su autonomía.
Por esta disposición, prácticamente, los reyes dependían en sus guerras de la
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buena voluntad del papa para aprobar los tributos. Felipe IV el Hermoso
rompió con Bonifacio VIII, e impidió que saliera ningún dinero de Francia
para Roma. La expulsión del legado y de los recaudadores pontificios
completaron estas medidas.
La tregua de esta lucha llegó en 1297 cuando el papa canonizó a san Luis IX
rey de Francia, abuelo de Felipe el Hermoso. Fueron unos años de concordia
y relativa inteligencia de los dos potentados. En 1300 el papa pudo celebrar
pacíficamente en Roma el primer año jubilar de la historia, siendo
incalculable el número de peregrinos y muy cuantiosas las limosnas
ofrecidas a san Pedro. Por algún tiempo fortaleció el ostentado primado y
pudo saborear su poder casi divino, presentándose ante los romeros: “Yo soy
César, yo soy el emperador”. Fue el triunfo de Bonifacio. De aquí arrancan
los años san- tos, aunque posteriormente se introducirá la variante de los 33
años de Cristo, porque el éxito del primer año jubilar fue extraordinario.
Los historiadores han visto en esta humillación del papa por los poderes
civiles la caída oficial de la teocracia o, mejor, hierocracia del medioevo y el
comienzo de una edad nueva en la historia de la Iglesia. La Respublica
christiana, fundada en la unidad de fe religiosa en Europa, cede poco a poco
el puesto al nuevo sentimiento nacionalista, que orienta la vida del mundo
civil por cauces distintos. Se rompe la relación entre las dos autoridades
supremas, papal e imperial, distintas y en mutua colaboración. La figura del
papa se convierte en centro de críticas y de desprecios. Su persona es objeto
de ataques y Dante lo llama “príncipe de los nuevos fariseos”, incluyéndolo
en el infierno de la Divina comedia. En el punto final de este capítulo se
explicará el epilogo de esta crisis que significó la disolución del papado
medieval.
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El siglo XIII es considerado como el apogeo de la civilización medieval y,
en efecto, en muchos aspectos fue una época de esplendor y madurez. Las
catedrales y sus vidrieras, la teología de Buenaventura y de Tomás, el rey
santo o la poesía de Dante son algunos de sus logros más destacados. Todavía
hoy permanecen algunas de sus origina- les creaciones como las monarquías
nacionales, las universidades, las órdenes mendicantes y el parlamento. Para
nuestro estudio elegimos tres aspectos importantes: la lucha contra la herejía,
las órdenes mendicantes y los estudios en el siglo XIII.
Entonces estos grupos fueron denunciados como herejías ocultas tras la capa
de su fervor evangélico. Pero, en el contexto medieval, surge un concepto de
herejía, que va más allá de la mera oposición a las confesiones de fe en
cuanto tales y se prolonga hasta las ideologías profanas. Para comprender la
lucha contra la herejía hay que tener presente la situación histórica de la Edad
Media. La amplia coincidencia de la res publica política con la comunidad
eclesiástica hace que estos fermentos religiosos sean considerados también
peligros sociales. Por eso, la erradicación del antagonismo religioso terminó
siendo un postulado de la razón política, porque en el régimen de cristiandad
estas desviaciones afectaban al orden público y social.
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La cristiandad medieval recibió de la antigüedad cristiana el compromiso de
la lucha contra la herejía y el de la conservación de la fe. Pero, junto al
desarrollo de los procedimientos tradicionales de concilios y profesiones de
fe, van apareciendo nuevas formas de defensa de la fe. La actitud ante la
herejía incluía hasta el siglo IV castigos solamente espirituales, pero a partir
de entonces comienzan los castigos temporales como confiscaciones o
destierros. En el siglo XI comienza la represión violenta por parte de los
príncipes cristianos. En el siglo XIII surge la inquisición en Francia e Italia,
donde se difundían las herejías populares.
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plano del derecho eclesiástico y de la eclesiología, detrás la inquisición papal
se encon- traba el primado de jurisdicción del papa. Con esta reorganización
se puso freno al terror arbitrario de algunos inquisidores, pero las carencias
jurídicas sobre los procesos, dieron paso a la confesión del acusado mediante
tormento y la fijación de antemano de la condena.
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creación de nuevas órdenes y reglas religiosas. Finalmente, concluía con un
decreto sobre la Cruzada.
Las antiguas órdenes religiosas habían nacido apegadas al mundo rural. Pero
las nuevas rutas comerciales abiertas por las cruzadas, la aparición de
pequeños burgueses y artesanos que se asocian y se independizan de los
señores feudales hicieron surgir un nuevo orden, que tienen en las ciudades
su nuevo marco. Por eso, se necesitaban ahora nuevos evangelizadores más
móviles y desvinculados de la estabilidad monástica. Frente al monje el
nuevo fraile vive en comunidad pobre y, aunque tiene conventos, por
principio no tienen bienes, sino que han de vivir de la mendicidad. Pero,
sobre todo, se mantienen fieles a la Iglesia. Así nacieron franciscanos y
dominicos.
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La historia de la Orden de los hermanos menores tienes dos rasgos
aparentemente contradictorios: su gran desarrollo y las disensiones internas
a propósito de la pobreza. La polémica surgió entre los que interpretaban
literalmente la regla, sobre todo la primera de 1209 corroborada en parte por
el Testamento del Santo. Allí se exigía una pobreza sin atenuantes. En
cambio, Elías de Cortona había introducido una pobreza mitigada. La
conducta agresiva de Elías lo hizo caer bajo la excomunión de Gregorio IX
que lo expulsa de la Orden, aunque muere reconciliado con ella en 1253.
Pero su idea prevaleció con Antonio de Padua y Buenaventura o Juan de
Fidenza. La Orden se caracteriza por no poseer nada en cuanto Orden, la
supresión de la estabilidad de lugar y su estructura unitaria en torno al
capítulo y al ministro general con una obediencia rígida. De su difusión da
fe este dato: en el capítulo general de Estrasburgo de 1282 contaba con 1.583
conventos y unos 45.000 religiosos.
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Otras órdenes mendicantes son los carmelitas y los agustinos. Se creía
tradicionalmente que la orden del Carmen había sido fundada por los
profetas Elías y Eliseo. Esta tesis fue atacada por Daniel Papebroch en 1668,
de modo que su origen hay que situarlo en este contexto. Su verdadero
fundador, como orden eremítica primero, es san Bertoldo hacia 1155 en el
monte Carmelo. Su sucesor Brocardo redactó una regla que aprobó Honorio
III en 1226. Bajo el gobierno de Simón Stock (1165-1265) quedó con-
vertida en orden mendicante por el papa Inocencio IV en 1247. En el siglo
XII existían otras congregaciones de ermitaños, que seguían la llamada
“regla de san Agustín”. Alejandro IV en 1256 les mandó unirse bajo un
superior general con el nombre de Orden de ermitaños de san Agustín.
El peligro de herejía, tal como se concebía en la Edad Media, hizo que las
autoridades imperial y pontificia vigilaran con cuidado la concesión de la
licentia docendi ubique, que otorgaba la posibilidad de enseñar en cualquier
centro de la cristiandad. Tan- to la Iglesia como el imperio necesitaban de
esta institución para la formación de sus funcionarios, y de hecho promueven
y amparan sus propios centros. Las contiendas entre el imperio y el papado
urgían entonces los conocimientos de tipo político o jurídico, pero también
interesaban los culturales y religiosos. A finales del siglo doce se encuentran
centros de este tipo en Salerno, Montpellier, especializadas en medicina.
También en París y Palencia, especializadas en teología y la de Bolonia en
derecho. En Oxford se funda en 1200 y en Salamanca en 1218. Integraban
estas universidades las facultades de teología, artes, derecho y medicina.
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2.3.1. Medio siglo de agitada historia
La fermentación escolar del siglo XII iba a dar razón a los nuevos equipos
de estudiantes y profesores, que emprenden una tarea con dos acciones
aparentemente antitéticas: inspiración evangélica de una parte y, de otra, la
integración en el pensamiento cristiano de la razón griega y de una filosofía
de la naturaleza. Los espíritus más despiertos advirtieron que la teología
debía proponer una visión cristiana, que incorporara los conocimientos de la
naturaleza y del hombre y todo ello en beneficio de una fe más pura en sus
fuentes. Era a respuesta a la fuerza bíblica de los albigenses y a la amenaza
del racionalismo griego. El sistema universitario no permitía que la teología
quedara al abrigo de los influjos de otras facultades. No bastaba que los
documentos oficiales denunciaran los peligros de la nueva situación, sino
que era más urgente que bajo la inspiración evangélica algunos entendieran
la cuestión cultural como misión propia.
En la primera mitad del siglo XIII, el aristotelismo se difunde con gran fuerza
en el mundo latino. La historia de la entrada de esta interpretación global de
la realidad es una clave fundamental para la comprensión de la labor
teológica de la Edad Media. Pero la reconstrucción de esta historia es
compleja, entre otras cosas, porque la metafísica de Aristóteles había sido
transmitida con ideas y aportaciones neoplatónicas, pues ambas tradiciones
habían llegado mezcladas. En cualquier caso, las primeras generaciones de
teólogos de ese siglo se encuentran ante una filosofía, que daba pistas para
una definición global de las cosas y que parecía contradecir la tradicional
sabiduría cristiana.
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durante dos años, ya no se alude a los peligros doctrinales, sino que denuncia
los malos métodos de trabajo.
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En 1255, cuando Tomás de Aquino († 1274) discípulo de Alberto, enseñaba
ya en la universidad de París, los estatutos introdujeron las obras de
Aristóteles en los programas de enseñanza. Poco después comenzaba a
componer la Suma contra gentiles, donde abordaba el problema teológico
prestando gran atención a la filosofía, con el fin de ex- poner mejor la
doctrina cristiana. En su preocupación por la filosofía peripatética fue
secundado por Urbano IV (1261-1264), que fomentaba la iniciativa de
procurar al mundo occidental nuevas fuentes aristotélicas. Esta coincidencia
le permitió comenzar una serie de comentarios a diversos textos aristotélicos,
porque disponía de nuevas traducciones. Así los teólogos entraron en
contacto no sólo con la lógica y la dialéctica, que había dado un impulso a la
teología en el siglo doce, sino también con las doctrinas metafísicas,
psicológicas y morales, que urgen nuevos planeamientos teológicos.
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razón, pero presentados como dos mundos autónomos. Esto ha dado lugar a
que se le haya atribuido la introducción de la “doble verdad". En todo caso,
lo que de ahí va a surgir es un racionalismo a ultranza basado en un
naturalismo, que podía dar al traste con la tradición creyente y cristiana. Una
interpretación radical de Aristóteles, propugnada por este grupo averroísta,
dudaba de datos tradicionales de la enseñanza cristiana como la creación en
el tiempo y la inmortalidad personal.
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Los historiadores se muestran conformes en afirmar que en las tesis
incriminadas, además de los averroístas, se encuentra aludido de forma
directa el pensamiento del maestro dominico. En este clima, Roberto
Kilwardby, dominico arzobispo de Canterbury, prohibió treinta
proposiciones de lógica, gramática y filosofía natural en un documento
fechado el 18 de marzo del mismo año en Oxford. Estas medidas fueron
renovadas más tarde en 1284 y 1286 por Juan Peckham, sucesor de Roberto
al frente de aquella diócesis, de modo que en Oxford perdura más la condena.
Todo esto sugiere que, con esas condenas, los que triunfaron fueron los
teólogos conservadores de inspiración agustiniana, aunque no pudieron
suprimir la lectura ni de Aristóteles ni de otros filósofos paganos.
De hecho el tema central fue el primero, mientras que sobre los otros apenas
se decidió nada importante. La orden fue suprimida por la bula Vox in
excelso del 22 de marzo de 1312, “porque gozaba de mala fama y se había
convertido en inútil”. Pero se aclaraba en el documento que se suprimía no
por sentencia de un proceso, sino por mandato o provisión apostólica. Hay
que reconocer que las acusaciones eran falsas, pero los resplandores de la
hoguera donde Santiago de Molay y Godofredo de Charnay perecieron en
1314 iluminaban la debilidad del papa y la injusticia del rey.
Entre 1348 y 1350 se expandió por Europa la Peste Negra, que se llevó al
sepulcro unos 40 millones de personas, casi la mitad de la población europea.
El papa Clemente VI (1342-1352), espléndido en todas sus obras, lo fue
también en ésta de contribuir con sus riquezas a la atención y curación de los
apestados, y acudiendo personal- mente a interesarse por los enfermos y
socorrerlos. Como efecto de la peste muchos monasterios y conventos
quedaron sin gente, y la mayoría con muy escasos religiosos. Fue necesario
suavizar la observancia y permitir la entrada a personas sin apenas vocación,
para ocupar los conventos vacíos y completar los casi desiertos.
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beneficios eclesiásticos trajo muy pronto varios vicios: la simonía y la
acumulación de varios beneficios en una misma persona.
La estancia de los papas en Avignon es para muchos una desgracia tan grande
como la del llamado Siglo de Hierro de la Iglesia (s. X). Por eso recibe los
nombres peyorativos de destierro o exilio de Avignon. Desde luego no
pueden compararse los papas de Avignon, que son cultos y piadosos, con los
del Siglo de Hierro, que fueron casi todos ignorantes y muchos de ellos
corrompidos. No debe tampoco hablarse de exilio propia- mente dicho, pues
los papas eligieron esa residencia y en ella permanecieron por su exclusiva
voluntad. En cambio, estos hechos hicieron perder al papado universalismo
e independencia en la actividad de la curia pontificia.
El mundo cristiano clamaba con fuerza por la vuelta de los papas a Roma.
En este sentido sobresalen las acciones de Francisco Petrarca, Santa Brígida
de Suecia y Santa Catalina de Siena. Urbano V (1362-1370) oyó los consejos
de Gil de Albornoz, pacificador de los Estados pontificios, pero sobre todo
de santa Brígida. A pesar de la oposición de los franceses salió hacia Roma
en 1367 y permanece allí tres años. Hacía sesenta años que Roma no había
visto a un papa. El estado ruinoso de la ciudad, los disturbios que había en
Italia, la fuerza de los cardenales que se sentían más felices en Francia y la
nostalgia de su tierra movieron al papa a volver a Avignon, donde murió poco
más tarde, como había profetizado Brígida.
Entonces fue elegido a los treinta y seis años Gregorio XI (1370-1378), que
buscaba la reforma de la Iglesia y la pacificación de Occidente, arrasado por
la guerra de los cien años entre Francia e Inglaterra (1339-1453), para
combatir juntos a los infieles. El nuevo papa manifestó desde el primer
momento su propósito de volver a Roma. Fueron retrasando la realización
del proyecto sus deseos y sus esfuerzos por pacificar Europa y
particularmente Italia. Catalina de Siena se presenta en 1376 en Avignon
como mediado- ra entre florentinos y el papa, llevando como intérprete a
Raimundo de Capua, maestro general de los dominicos. Los cardenales no
toleran su iniciativa, pero consigue que el papa vuelva en Roma en 1377.
Parece que Gregorio tenía intención de retornar a Avignon, pero murió
pronto (un año y dos meses después de su llegada a Roma). Así se abrió la
brecha para que las elecciones fueran dobles, porque tanto los cardenales de
Avignon como los de Roma podían hacer valer sus derechos.
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3.2. El cisma de occidente y su solución
La muerte de Gregorio XI el 27 de marzo de 1378 abría una sucesión
problemática, porque el colegio cardenalicio llegado a Roma estaba
compuesto por 16 cardenales, divididos en tres grupos con ideas distintas
sobre la futura residencia del papa. Ante la imposibilidad de conseguir la
elección del candidato de los partidos, se propuso un nombre ajeno al
conclave. Era Bartolomé de Prignano, arzobispo de Bari, que obtuvo final-
mente la unanimidad de los votantes. Fue coronado con el nombre de Urbano
VI (1378-
1389) y con la asistencia de todos los electores. Espíritu reformador y
contrario al sistema aviñonés, tenía todavía una conciencia de papa medieval.
El elegido tenía fama de hombre prudente y hábil en los negocios de la curia,
pero al verse en la cumbre del poder comenzó a manifestarse como un
hombre rígido e inflexible. Así se gesta una oposición de cardenales, que
terminará en la rebelión.
Comenzaba así el cisma de Occidente, que iba a durar entre 1378 y 1417. A
pesar de la gran actividad del papa aviñonés por ganarse las cortes europeas,
la mayor parte de las naciones no quedó convencida de la legitimidad de la
nueva elección y permanecieron fieles a Urbano VI. Entre las naciones de
obediencia romana estaban la mayoría, incluido el imperio. Francia era de
obediencia aviñonesa. Había dos papas y la cristiandad estaba dividida. El
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clero, los religiosos y hasta los mismos santos vivían enfrentados. Santa
Catalina de Siena y Santa Catalina de Suecia estaban con Roma; san Vicente
Ferrer y santa Coleta de Corbie obedecieron a Avignon.
Depuestos los tres papas, se planteó la cuestión de la elección del papa único
para toda la cristiandad. Dos posiciones contrarias aparecieron enseguida.
Los italianos, franceses y españoles defendían que era necesario, antes de
seguir adelante, elegir la cabeza de la Iglesia y con ella tratar el problema de
la reforma. Los ingleses y alemanes defendían que era necesario reformar la
Iglesia y presentarla limpia en las manos del nuevo pontífice. Se impuso la
tesis intermedia: definir primero unos decretos sustanciales de reforma,
proceder luego a la elección del papa, y continuar después juntos, papa y
concilio, la obra reformadora. Con la elección Otón de Colonna, que toma el
nombre de Martín V (1417-1431), después de 130 años, se sentaba en el
trono pontificio un romano. Así se impone un nuevo orden, que hace
prevalecer la autoridad del papa sobre el municipio. La última sesión del
concilio fue el 22 de abril de 1418 y en ella se tuvo la clausura. En ella
declaró el papa que aprobaba todo lo que el concilio había determinado
“conciliar- mente en materia de fe”. Con ello se piensa que pretendía excluir
de su aprobación los decretos de carácter conciliarista, que habían sido
promulgados antes de su elección a papa.
Hay que reconocer que en estos siglos afloraron tensiones y diferencias, que
van a ser germen de un nuevo período. El contacto entre lo antiguo y lo nuevo
está presente en este período. La idea de un imperio universal romano la
sostiene Dante († 1321), mientras que Petrarca († 1373) es un decidido
defensor de la idea nacionalista italiana. Ambos abren una era de humanistas,
que tiene conciencia de vivir una nueva época, de la que hablaba ya el
canciller florentino Coluccio Salutati, nacido en 1331. También los
seguidores del nominalismo, que protagoniza Guillermo Ockham († 1347),
tienen la con- vicción de pertenecer a la escuela de los modernos. En el
campo del pensamiento los agentes de las grandes síntesis escolásticas,
fueron reemplazados por elementos disgregantes, sobre todo, al afirmar unos
que el conocimiento se adquiere únicamente por la fe, mientras que otros
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atribuían ese efecto a la razón. Estas teorías separaron a la teología de la
filosofía y a la Iglesia del Estado.
Bibliografía
G. ALBERIGO, Historia de los Concilios Ecuménicos, Sígueme,
Salamanca 1993.
G. CELADA, Tomás de Aquino, testigo y maestro de la fe, San Esteban,
Salamanca 1999.
I. W. FRANK, Historia de la Iglesia medieval, Herder, Barcelona 1988.
J. LE GOFF, Herejías y sociedades en la Europa preindustrial, XI-XVIII,
XXI, Madrid 1987.
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