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EL DESARROLLO DE LA CRISTOLOGÍA

HASTA EL 1º CONCILIO DE CONSTANTINOPLA (381)

Para afrontar el núcleo de los primeros desarrollos de la Cristología,


nos preguntaremos sobre qué base se pudo llegar a las afirmaciones sobre
Jesús. Esta cuestión se puede dividir, a su vez, en cuatro preguntas:

1.- ¿Qué experiencias alimentaron las intuiciones y afirmaciones de los


cristianos acerca de Jesús?

2.- ¿Qué importancia tuvo para ellos la tarea de interpretar el


testimonio que la Sagrada Escritura presenta sobre Jesús?

3.- ¿Qué factores contextuales intervinieron para dar forma a su


concepción cristológica?

4.- ¿Qué terminología utilizaron para interpretar sus convicciones


acerca del ser de Jesús, y de su obra?

Estas preguntas servirán, al menos en parte, como principio


organizador de nuestra historia del desarrollo de la Cristología.

1.- ¿Qué experiencias alimentaron las intuiciones y afirmaciones de los


cristianos acerca de Jesús?

La fuerza que impulsó la reflexión teológica sobre Jesús fue sin


duda, desde el principio, la experiencia de la salvación. Habiendo
experimentado, a través de Jesús, el perdón de los pecados, el don del
Espíritu y la nueva vida de gracia en la comunidad, los primeros cristianos
se preguntaban: ¿Quién debía ser este Jesús, para poder realizar la
salvación que experimentaban?
Desde ahí, los cristianos se fueron convenciendo que eran necesarias
dos condiciones fundamentales para que Jesús realizara esto: para que fuera
el verdadero Salvador, no podía no ser verdaderamente humano y
verdaderamente divino.

San Ireneo lo dice, en una formulación clásica:

Si no hubiera sido el hombre el que venciera al adversario del hombre, el


enemigo no habría sido vencido con justicia. Por otra parte, si no hubiera sido
Dios mismo quien nos diera la salvación, no la habríamos recibido realmente. Y
si el hombre no hubiera estado unido a Dios, no habría podido ser partícipe de la
incorruptibilidad divina. De hecho, el Mediador de Dios y de los hombres,
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gracias a su participación en ambos, debía reconducir ambas a la amistad y a la


concordia, y hacer de modo que Dios asumiera al hombre y el hombre se
ofreciera a Dios.

Sin la Encarnación del Hijo de Dios, sería imposible la redención


divina. Pero sin una auténtica encarnación, la batalla contra las fuerzas
diabólicas del mal no habría vencido desde dentro. El contraste
Adán/Cristo ilumina lo que Ireneo entiende por “vencer al enemigo con
justicia”.
Una primera y fundamental convicción es, pues, que si Jesús nos
cura y nos salva, debe ser verdadera y plenamente humano. Esta
conclusión que gozó de amplia aceptación desde Ireneo, Tertuliano y
Orígenes, recibió en el siglo IV su formulación clásica por parte de
Gregorio Nacianceno: “Lo que no ha sido asumido por Cristo, no ha sido
sanado”.
Un siglo después, san León Magno (muerto en el 461) subrayó que
Cristo había asumido, en María, una naturaleza humana idéntica a la del
primer Adán, de quien, en la genealogía de Lucas (3, 38), descendía. Si
Cristo no hubiera asumido verdaderamente nuestra humanidad, la
Redención hubiera sucedido “fuera de nuestra naturaleza humana” y no
había sido posible lo que experimentamos: la liberación del poder del mal.

La segunda conclusión fundamental a la que llegaron los creyentes


partiendo de la experiencia de la liberación del pecado y de la muerte por
obra de Jesucristo, fue que Él debía ser Dios: su carne es “portadora de
Dios”. Con palabras de Gregorio Nacianceno, “para que pudiera ser re-
plasmado todo lo humano, era necesario que esta obra fuera realizada por
uno que, contemporáneamente, era hombre y Dios”.
Esta convicción se apoyaba en la experiencia cristiana de “llegar a
ser como Dios”, o sea “ser divinizados” por medio de Cristo en un
“maravilloso intercambio” (admirabile commercium): “Dios se hizo
hombre, de modo que nosotros, humanos, pudiésemos llegar a ser Dios”.
Es porque en la persona de Jesucristo Dios asumió reamente la naturaleza
humana y entró de verdad en nuestra historia, como nosotros hemos podido
recibir aquello que experimentamos: la participación en la vida de Dios
que es el fruto de la Redención (cf. 2 Pe 1, 4). Resumiendo: el argumento
afirma que de verdad nos divinizamos porque el Hijo de Dios se hizo
realmente hombre. La asunción plena de nuestra humanidad es la condición
de nuestra participación en su Divinidad.

Si la experiencia de la salvación indujo a los primeros cristianos a


concluir que Jesús es verdaderamente Dios, una conclusión análoga nace
del concepto de revelación. Para poder ser el Revelador de Dios, Jesucristo
tiene que “estar de parte” de Dios. Ireneo escribió que nadie podría revelar
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los secretos de Dios, excepto su propio Hijo”. La argumentación patrística


acerca de la divinidad del Revelador tenía una forma análoga a la de la
divinidad del Salvador. El paralelismo resulta completo cuando se afirma
que el Revelador, para revelar a Dios a nosotros, tiene que ser
humanamente visible. Afirma Cirilo de Alejandría (+ 444): “El Verbo de
Dios fue engendrado de una mujer según la carne, porque no le era posible,
siendo por naturaleza Dios, hacerse visible a los habitantes de la tierra de
otra manera que no fuera con un aspecto semejante al nuestro, siendo Él
invisible e incorpóreo”. Poco después, León Magno adoptó el mismo
esquema: “El abajamiento mediante el cual, de invisible que era, se hizo
visible, fue por la condescendencia de su misericordia, no porque viniera a
menos su omnipotencia”. La experiencia de la revelación divina en Cristo
implicaba que su ser, siendo verdaderamente divino, se hiciera también
genuinamente humano. Siendo el Mediador de la revelación y de la
salvación, Jesucristo tenía, por decir así, que tener los pies en ambas
partes.

2.- ¿Qué importancia tuvo para ellos la tarea de interpretar el


testimonio que la Sagrada Escritura presenta sobre Jesús?

Esta cuestión se refiere al modo en que los cristianos, desde el siglo


II comenzaron a interpretar a Jesús a través de las Escrituras. (En realidad,
se trata de un tema muy amplio: aquí mencionaremos sólo algún aspecto).

Marción, un hereje expulsado de la comunidad cristiana de Roma en


144, rechazaba totalmente el Antiguo Testamento, oponiendo al Padre de
Jesucristo, misericordioso y bueno, el Dios potente, pero malo del AT. Fue
rechazado por la Iglesia, que reconocía que el patrimonio del AT era
esencial para comprender a Jesucristo. Justino testimonia que las
comunidades, junto con las Escrituras hebreas, utilizaban las “memorias de
los apóstoles”, esto es, los Evangelios, porque daban testimonio decisivo de
Jesucristo.

Una dificultad que surgió fue la existencia de cuatro evangelios, con


sus innegables diferencias, en especial entre los Sinópticos y Juan. Taciano,
discípulo de Justino, afrontó el problema elaborando, hacia el 155, una
historia de Jesús a partir de los cuatro evangelios: el Diatessaron: una
cuádruple autoridad que fue defendida vigorosamente por Ireneo, lo cual
contribuyó a que fueran aceptados definitivamente y a que se utilizaran en
la liturgia y en la enseñanza. De hecho, Ireneo tuvo que luchar en dos
frentes: contra quienes querían disminuir las Escrituras “autorizadas”, y los
que trataban de aumentarlas. En polémica con Marción (y los gnósticos),
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afirmó el valor cristiano y cristológico del Antiguo Testamento, afirmando


que el Dios Creador (Yahvéh) era idéntico al Padre de Jesucristo.

Hubo, en cambio, un problema al pasar del lenguaje bíblico del NT


al lenguaje, en cierto sentido “filosófico”, de los debates doctrinales,
respecto de los títulos cristológicos. En general, ya desde Ireneo, se
entiende el título de “Hijo de Dios” referido a su naturaleza divina,
mientras que el de “Hijo del Hombre”, a su naturaleza y condición
humana.

Hubo otros ejemplos de la dificultad para este paso conceptual-


lingüístico: en particular respecto a la relación de Jesús con el Padre: junto
a textos que hablan de igualdad (no identidad), había otros que podían
sugerir subordinación: acentuados, en particular, por Arrio. El símbolo de
la sabiduría (Prov 8, 22; Ecclo 24) inducían también a este equívoco, al
relacionar al Hijo-Logos con la Creación: como si el Padre engendrara al
Hijo en vistas a la creación del mundo. Los Padres -en especial Cirilo-,
aducían, en cambio, textos como 1 Cor 8, 6 y Flp 2, 9-11 para afirmar el
carácter divino del Hijo en relación con la Creación.
El principal adversario de Cirilo fue Nestorio; la polémica ayudó a
clarificar el sentido de la Encarnación del Hijo de Dios: no como un
cambio de naturaleza, sino como la asunción plena de la naturaleza humana
para nuestra salvación. En este diálogo, Cirilo jamás invocó la autoridad
de los filósofos, aunque utilizase términos no estrictamente bíblicos, como
s. El uso de un lenguaje conceptual reconocía siempre la primacía del
texto bíblico: esto aparece sobre todo en las dos grandes controversias, la
arriana y la nestoriana.
Contra Arrio, Atanasio y sus discípulos citaban textos de Juan que
ponían a Jesús en el mismo plano de Dios, por ejemplo: “El Padre y yo
somos una sola cosa” (Jn 10, 30; cf. 10, 38; 17, 21-22). Los arrianos
replicaban con Jn 14, 28: “el Padre es más grande que yo”. A esto
respondían los primeros que se refiere sólo a la vida terrena del Señor.
No se trata de alargarnos en explicar los métodos exegéticos de los
Padres. Simplemente queremos subrayar el papel central que ocupa la
Sagrada Escritura en la evolución de la cristología, en particular en los
debates. Desde san Justino hasta Cirilo de Alejandría (siglo V), y aun
después, todos los escritores de la Iglesia citaban y utilizaban las Escrituras
como criterio decisivo de sus exposiciones y argumentaciones.

3.- ¿Qué factores contextuales intervinieron para dar forma a su


concepción cristológica?
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Los textos bíblicos se entendieron dentro de contextos en los que


existía una gran variedad de preocupaciones culturales, políticas y
pastorales. Por ejemplo: gran parte del razonamiento cristológico de san
Justino está determinado por el debate con pensadores judíos y paganos,
además de la defensa de los derechos de los cristianos ante la corte
imperial. En el 336, san Atanasio fue exiliado por el mismo emperador que
diez años antes había convocado personalmente el Concilio de Nicea para
resolver el problema de Arrio e introducir la terminología del s.

En la obra de Atanasio De incarnatione Verbi se muestra todavía la


problemática cristológica frente a los judíos (que tenían en Alejandría una
de sus más grandes colonias en el mundo antiguo). Sin embargo, los
presupuestos filosóficos de la cultura contemporánea eran el reto más
fuerte para Atanasio y los demás Padres. ¿Cómo era posible que el Verbo
de Dios, un Ser divino eterno por su misma naturaleza, incorruptible e
incorpóreo, asumir un cuerpo humano? Para la mentalidad griega (no sólo
de Alejandría) los atributos divinos excluían la posibilidad misma de la
Encarnación: Dios no podría asumir la existencia de un ser humano y
revelarse en ella.

Más allá del debate con los judíos y con los paganos cultos, la otra
gran preocupación de Atanasio era pastoral: la unidad de los cristianos en
torno a la fe de la Iglesia, expresada en Nicea, respecto a la divinidad de
Jesucristo. En los años que precedieron inmediatamente a su tranquila
muerte (en 373), el conflicto intraeclesial fue motivo de gran sufrimiento
para Atanasio, no sólo por los cinco exilios sucesivos que lo mantuvieron
lejos de su Iglesia local.

Mientras que Justino había alzado su voz a favor de los cristianos


condenados al martirio, Atanasio dedicó sus energías episcopales a una
lucha decidida contra la herejía arriana y para reconciliar a los disidentes
con la fe de Nicea.

Ambas figuras ejemplifican cuatro importantes factores que


contribuyeron a crear el contexto en que se interpretó el testimonio que la
Escritura da de Jesucristo: el debate con los judíos, el clima político que
vio el paso de la persecución a la tolerancia, y luego a la implicación
imperial en los asuntos de la Iglesia; las controversias (no sólo doctrinales)
dentro de la Iglesia, y el influjo de varias corrientes culturales, e incluso
filosóficas. Por lo que se refiere a este último factor, entre los maestros
cristianos y las diversas formas de platonismo una relación de conflicto, de
diálogo y de mutuo enriquecimiento. El mismo Justino se esforzó por
comunicar el mensaje de Jesucristo a una cultura influenciada por el
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pensamiento medioplatónico, además de estoico: lo cual nos lleva al cuarto


problema, el del lenguaje de la interpretación cristológica.

4.- ¿Qué terminología utilizaron para interpretar sus convicciones


acerca del ser de Jesús, y de su obra?

A este respecto, hay tres palabras claves: s, s.


Además, en el siglo V tuvo también gran importancia Pero
antes de analizar estos términos, conviene analizar algunos factores que
permitieron dicho vocabulario cristológico.

Ambigüedades e intuiciones

Para enriquecer nuestra visión de lo que separa a san Justino del


primer Concilio de Constantinopla, reflexionaremos en dos características
del pensamiento cristológico, que llamaremos: “ambigüedades lingüísticas”
e “intuiciones originarias”.

Las ambigüedades derivan de la manera de describir la


Encarnación, como: 1) una “manifestación”, 2) un “vestirse” (de carne),
3) una inhabitación (en la humanidad de Jesús), 4) una “mezcla” de
divinidad y humanidad.

1.- El mismo Nuevo Testamento describe la venida de Cristo como


una “aparición” (Tt, 2, 11; 3, 4). Esta descripción podía degenerar en
docetismo. Sin embargo, los Padres (como Cirilo de Alejandría) hablan del
Hijo de Dios en su “manifestación humana”, sin la mínima intención de
disminuir la plenitud de la Encarnación.

2.- El mismo Cirilo se presta a ambigüedad cuando afirma que el


Hijo de Dios “se revistió” de la naturaleza humana. “El Logos vistió la
carne mediante la cual fue posible que sufriera”, “vistiéndose de nuestra
semejanza” (aunque más adelante critica a Nestorio de que parece
transformar la genuina Encarnación del Logos en una “especie de vestido y
de máscara puesta encima de él”). Ya antes de ellos, Tertuliano e incluso
Melitón de Sardes aluden a este “revestimiento”.

3.- En ocasiones, el mismo NT alude al don del Espíritu Santo, el


cual, habitando en nosotros, nos hace templo de Dios. En alguna ocasión
esta inhabitación se refiere al mismo Jesucristo (entre ellos, Atanasio).
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Cirilo atacó la imagen de la inhabitación del Logos, porque se corría el


riesgo de confundir la Encarnación con la nueva condición de los
bautizados, “templos de Dios” en quienes habita el Espíritu Santo.

4.- Una cuarta ambigüedad deriva del paradigma de “mezcla” para


designar la unión de la divinidad y la humanidad en Jesucristo. Con su
venida en carne, Ireneo consideraba que había “acontecido la mezcla y la
comunión de Dios y del hombre”. Sin embargo, ya Tertuliano insistía en
que la unión de la humanidad y divinidad en la única persona de Cristo no
implicaba una “mezcolanza”. En el siglo IV, los Padres Capadocios para
explicar la relación entre las dos naturalezas en Cristo, utilizaron el
lenguaje de la “mezcla”. Un siglo después, Cirilo de Alejandría rechazó
explícitamente el uso de este término para explicar la Encarnación.

Junto a estas iniciales ambigüedades terminológicas, encontramos


también algunas intuiciones originarias, que se manifestaron ya muy
pronto y que progresivamente fueron dando fruto. Citaremos cuatro de
ellas.

1.- Una expresión que alcanzó su madurez en el Concilio de


Calcedonia es que expresaba la doble generación del Hijo: nacido del
Padre en su divinidad “antes de todos los siglos” y nacido de la Virgen
María en su humanidad “en la plenitud de los tiempos”. Partiendo de san
Pablo (Rom 1, 3-4), san Ignacio de Antioquía afirma: “Carnal así como
espiritual, engendrado y no engendrado, en la carne hecho Dios, hijo de
María e hijo de Dios (…), Jesucristo nuestro Señor” (Ef VII, 2). Cirilo de
Alejandría trató el tema de la doble generación del Logos, “una eterna y
divina, otra en la historia y ‘según la carne’”. San León Magno adoptó la
terminología del doble nacimiento de Cristo, colocándolo en su Tomus ad
Flavianum, y entró en la definición de fe del Concilio de Calcedonia.

2.- El tema anterior tuvo como correspondiente el esquema de la


doble “consustancialidad”. Ya Tertuliano escribe acerca de “dos
sustancias” de Cristo, esto es: una doble manera de existir, que lo hacía al
mismo tiempo divino y humano. Esto llevó, a través del “omoúsios” con el
Padre en el Concilio de Nicea, a la profesión de fe de Calcedonia:
“s al Padre por su divinidad, y s
a nosotros por su humanidad”).

3.- La tercera intuición originaria se refiere a la unidad de Cristo en


cuanto persona. Ireneo subrayó, contra los gnósticos que querían
malinterpretar el evangelio de Juan, “dividiendo” al Hijo de Dios, que se
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trata “de uno solo y el mismo”. Gregorio de Nazianzo y Gregorio de Nisa


rechazaron absolutamente toda referencia a Cristo como si se tratara de
“dos Hijos”, “uno que viene de Dios y del Padre, y un segundo Hijo que
viene de la Madre”. La declaración de Calcedonia confiesa tres veces a
Jesucristo como “un solo y mismo Hijo”.

4.- El cuarto ejemplo encuentra su fundamento esencial en la unidad


de la persona de Cristo: el principio teológico de la communicatio
idiomatum (comunicación recíproca de las propiedades de la naturaleza
divina y de la naturaleza humana, en la unidad de la única persona de
Jesús). San León Magno y otros Padres de la Iglesia, afirmando que en la
única Persona del Hijo de Dios encarnado estaban unidas la divinidad y la
humanidad, atribuían las características de una naturaleza incluso cuando
se referían a la otra. Por ejemplo: “el Hijo de Dios ha muerto en la cruz” o
“el Hijo de María ha creado el mundo”. Es claro que este lenguaje requiere
algunas distinciones y clarificaciones, para no confundir las dos
naturalezas. Se considera que esta tarea la realizó el Concilio de Efeso,
gracias a Cirilo de Alejandría. Pero de alguna manera ya esta intuición se
encuentra mucho antes: desde el principio. Melitón de Sardes, por ejemplo,
escribe: “El que colgó la tierra, ha sido colgado; el que estableció los cielos
ha sido clavado; el que consolidó el universo ha sido fijado al leño. El
Soberano ha sido ultrajado; Dios ha sido asesinado”. Pero incluso en el NT,
el Crucificado es llamado “el Señor de la gloria” (1 Cor 2, 8). Ignacio de
Antioquía (+ 107) afirma: “El cual es del linaje de Dios según la carne”.
Tertuliano pudo hablar del “Dios crucificado”. Orígenes, por su parte,
escribe:

El Hijo de Dios, por medio del cual han sido creadas todas las cosas, se llama
Jesucristo e Hijo del Hombre. Pues decimos que el Hijo de Dios ha muerto en
virtud de aquella naturaleza que podía sufrir la muerte, y llamamos Hijo del
Hombre a Aquél que vendrá con los ángeles en la gloria de Dios Padre (…) Se le
llama a la naturaleza divina con apelativos humanos, y la naturaleza humana es
objeto del honor de apelativos divinos” (Peri arjon 2.6.3).

Faltaba todavía, sin embargo, una noción plenamente elaborada de


“persona”, como se tendría después, reconociendo el hecho de que los
atributos se afirman del “sujeto” y no, en sentido estricto, de la naturaleza
(o las naturalezas). Sin embargo, antes de que la obra de Cirilo de
Alejandría y de León Magno contribuyera a clarificar cómo la unidad
personal de Cristo justificaba la comunicación recíproca de las propiedades
entre las dos naturalezas, la percepción instintiva de su unidad y unicidad
en cuanto “sujeto agente”, había inducido a los teólogos del IV siglo a
insistir en la práctica de esta modalidad de predicación. Gregorio
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Nacianceno había podido, así, hablar del “nacimiento de Dios” y del “Dios
crucificado” que estamos llamados a “adorar”.

(Como reflexión personal: junto con la claridad de esta presentación de


Gerard O’Collins –que es fiel a la historia del desarrollo de la doctrina
cristológica- se percibe (y precisamente gracias, paradójicamente, a dicha
claridad) su condicionamiento más grande: su paradigma teo-ontológico).

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