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Capitulo 1

La cuestión de lo “social”:

El concepto de lo “social”, fue difundido durante el siglo XIX en el contexto de los nuevos conflictos de la
vida urbana moderna y, en particular, las crecientes demandas de derechos de los trabajadores, designó la
progresiva contradicción entre los ideales y principios igualitarios abstractos del contractualismo liberal y la
realidad concreta de la desigualdad y la pobreza reproducidos por el naciente capitalismo industrial.

Paradojas y tensiones del contrato social liberal:

El ideario político liberal heredado de la Revolución francesa, inspiración hasta hoy de los más básicos
principios políticos de nuestras democracias, se basó en “libertad, igualdad y fraternidad”. En el plano de la
filosofía política, el marco de inteligibilidad y legitimación de los nuevos regímenes políticos lo brindó el
contractualismo: el relato y premisa de un mítico pacto originario o “contrato social”, fundante a la vez
tanto de la soberanía del pueblo, como del vínculo de representación por el que se transfiere el poder al
gobernante (en este relato se basan y conviven en tensión los valores y tradiciones políticas del liberalismo
y la democracia). En otros términos, dicho contrato social instituye la relación vis-à-vis entre las instancias
separadas de la sociedad civil y el Estado modernos. Este proceso consagró una idea del Derecho y de la
Ciudadanía. El Derecho se basa en la idea de una ley universal, un régimen jurídico cuya abstracción y
formalidad suponía y confirmaba la idea de una racionalidad universal (ínsita también en la propia idea
ilustrada del Sujeto racional que la fundaba) y a los gobernantes como meros ejecutores neutrales de la
misma. La Ciudadanía asimismo se basa en el reconocimiento para todos los miembros de la comunidad
política de ciertos derechos: vida, libertad, seguridad, propiedad. El Estado y la ley aparecen así como una
instancia trascendente, representante de una posición universalista y neutral respecto del particularismo
de la pugna de intereses en la sociedad civil.

En este relato conviven sin embargo varias paradojas y contradicciones. En primer lugar, la paradoja lógica
insinuada por Rousseau y no resuelta por los contractualistas, por la que los hombres deben enajenar su
libertad al Estado para permanecer libres; es decir, una libre autoenajenación de la libertad, a una entidad
estatal per se inexistente antes de dicho acto de enajenación. En el mismo sentido, los derechos son
considerados naturales, pero a la vez se realizan solamente en su efectiva garantía y vigilancia por parte del
poder político. Estas paradojas se vuelven al fin especialmente evidentes en el ejercicio del Estado como
garante de la propiedad: “La cuestión social emerge pues el Estado es, paradojalmente, quien está por
encima de los intereses de los propietarios y quien a la vez los garantiza. Él es quien al tiempo que garantiza
la propiedad privada como derecho natural, debe garantizar también el igual acceso a los bienes a todos los
ciudadanos. Lo anterior conduce a que en los hechos libertad y propiedad entren en colisión” (Murillo,
Grondona y Aguilar, 2007: 4).

Estas contradicciones intrínsecas al discurso político, atravesaban asimismo la realidad efectiva, con las
crecientes protestas de la clase obrera por el derecho al trabajo, y la escalada de eventos revolucionarios y
traumáticos que convulsionó la historia del siglo XIX. La Comuna de París en 1848 y en 1871, y la temprana
Revolución mexicana en América Latina, pusieron de manifiesto, según el recomendable análisis específico
del francés Jacques Donzelot (2007), una “fractura del derecho”, la contradicción entre sus principios
esenciales, “libertad” e “igualdad”: la primera aparece de modo negativo y egoísta (libertad individual
limitada a no afectar a los demás), resulta ser fundamentalmente la libertad de los propietarios; la segunda
aparece como una abstracción, cuando el imperio de la ley por sobre los propietarios presupone las
diferencias patrimoniales entre los mismos, y no se estipulan vías jurídicas que garanticen un efectivo
disfrute universal e igualitario de la propiedad para todos los ciudadanos. Es decir, se trata del contraste
insalvable entre la igualdad abstracta y la desigualdad real concreta.

Estratificación social y clases sociales:

La idea de una desigualdad social estructurada se halla muy naturalizada, expresada en el concepto
corriente de “estratificación social” refiere a un orden de diferenciación social de grupos horizontales
como estratos, de modo jerárquico y vertical. Ello se ha plasmado históricamente en las formas de castas,
estamentos y clases sociales (por principios religiosos, adscripción por nacimiento, títulos de nobleza,
regulaciones estatal-legales, atributos socio-económicos, división del trabajo, etc.). El concepto de “clase
social” corresponde específicamente a las formaciones sociales capitalistas. Un debate epistemológico
clásico en las ciencias sociales es la pregunta por el estatuto de verdad y la realidad de sus constructos
teóricos. Concretamente: si las únicas entidades reales o, empíricamente observables son los individuos y
sus relaciones, entonces, la clasificación de grupos como las clases sociales ¿existen más allá de su
definición en el papel? Podemos responder rápidamente que las clases son construcciones teóricas pero se
basan en procesos efectivos de diferenciación social y dialécticamente participan de dicha realidad social.
Las clasificaciones e imaginarios y consignas clasistas se filtran en el sentido común y “encarnan” en los
sujetos orientando sus prácticas y direccionando las políticas de grupos e instituciones, factor subjetivo que
revierte pues o constituye siempre la propia realidad social.

A continuación veamos algunas importantes teorías sobre la cuestión de la estratificación social y las clases
sociales en el capitalismo, tomando como punto de partida el clásico planteo de Marx, para luego ver la
reformulación bourdieuana y el debate actual sobre las clases sociales.

Capitalismo y lucha de clases:

La obra del filósofo alemán Karl Marx (1818-1883) constituyó el marco teórico más influyente para el
análisis del capitalismo y la “lucha de clases”: el paradigma del “materialismo histórico”. En la tradición
marxista, la distinción antes planteada entre clases teóricas “en el papel” y clases reales o movilizadas se
tradujo en el dilema teórico-político de la distinción entre clases “en sí” y “para sí”. Las clases en sí o a nivel
estructural se definen por la propiedad o no de los medios de producción, que tendería a resumir las
divisiones sociales al enfrentamiento entre burguesía y proletariado. Esta situación objetiva configuraba
todas las condiciones materiales de existencia y la pertenencia de ambas clases a verdaderos “mundos”
socioeconómicos (y aun culturales) radicalmente diferentes y distantes entre sí.

La política liberal y la sanción jurídica de la propiedad privada y el proceso de “acumulación originaria” de


patrimonio y medios de producción por parte de las clases dominantes en los orígenes del capitalismo
sientan las bases del nuevo régimen de acumulación y de la antedicha división social. Pero el orden de
clases sociales sólo deviene real y con fuerza sobre la vida de los sujetos al pasar de la “subsunción formal”
o jurídica (libertad de la fuerza de trabajo para venderse al mercado) a la “subsunción real” del trabajo en
su forma específicamente capitalista3: su disciplinamiento en la industria, donde el trabajador repite
operaciones parciales convertido en apéndice de la máquina, perdiendo el conocimiento pleno y el dominio
del proceso productivo. ( película tiempos modernos)
Esta división estructural entre clases a la vez debía condicionar (pero podría o no “determinar”, he ahí la
cuestión) el antagonismo o lucha de clases, y de ahí el imperativo de la revolución (liberación del
proletariado que ulteriormente sería la emancipación respecto del capital de la humanidad toda). Pero he
aquí que las condiciones materiales de vida y situaciones objetivas comunes (no-propiedad, explotación
laboral, pauperismo, barrios y culturas obreras) habilitaban pero no garantizaban la efectiva identidad
grupal y organización del proletariado para la revolución. El ajuste de esa brecha entre clase “en sí” y “para
sí”, el dichoso problema del despertar de la “conciencia de clase”, era una conquista siempre pendiente en
el plano de la ideología y la labor de organización y lucha política. La política del socialismo y el comunismo,
en adelante, también quedaría de este modo permanentemente condicionada por el dilema entre
“reformismo” y “revolución”: la cuestión de si las conquistas de derechos políticos y sociales por la clase
obrera son un avance hacia la transformación radical de la sociedad o, por el contrario, un retroceso en la
conciencia de clase y un engaño o estrategia de captación de la clase dominante para evitar la revolución.
Esta discusión se actualizaría especialmente en el siglo XX con la integración de los trabajadores en la
economía fordista y el Estado de bienestar y el apogeo hacia mediados de siglo XX de partidos y regímenes
políticos conducidos por la social-democracia.

El mundo sobre el que pensaron los autores clásicos de la sociología fue trastocado por la sucesión de las
dos guerras mundiales de 1914-18 y 1939-45, la revolución rusa en 1917 y el auge del socialismo, la crisis
económica de 1929, la emergencia del fascismo y el nazismo. Estos eventos tendieron un manto sombrío
sobre las ilusiones de progreso de la modernidad decimonónica y el optimismo burgués de la belle époque.
En las humanidades se entreveía una suerte de crisis civilizatoria y comenzaría a hablarse de la “decadencia
de occidente” y de un “malestar en la cultura”, a la vez que se prendían nuevas luces de alerta en torno de
la cuestión social. En EEUU, tras el crac de la bolsa de Nueva York en 1929 y la posterior depresión y
desempleo crecientes, el presidente Franklin D. Roosevelt auspició el llamado New Deal, un conjunto de
medidas de reforma financiera y bancaria, promoción industrial y agrícola, ayudas sociales y a
desempleados, así como la legalización y fortalecimiento de los sindicatos y acuerdos de mejora laboral y
aumento salarial y del consumo que redundó en una mejor distribución social del ingreso. Ello supuso un
fuerte intervencionismo del Estado para la reactivación de la economía, atribuido en especial a las ideas del
economista.

Crisis de entreguerras, reformas de posguerra y nueva ciudadanía social:

El mundo sobre el que pensaron los autores clásicos de la sociología fue trastocado por la sucesión de las
dos guerras mundiales de 1914-18 y 1939-45, la revolución rusa en 1917 y el auge del socialismo, la crisis
económica de 1929, la emergencia del fascismo y el nazismo. Estos eventos tendieron un manto sombrío
sobre las ilusiones de progreso de la modernidad decimonónica y el optimismo burgués de la belle époque.
En las humanidades se entreveía una suerte de crisis civilizatoria y comenzaría a hablarse de la “decadencia
de occidente” y de un “malestar en la cultura”, a la vez que se prendían nuevas luces de alerta en torno de
la cuestión social. En EEUU, tras el crac de la bolsa de Nueva York en 1929 y la posterior depresión y
desempleo crecientes, el presidente Franklin D. Roosevelt auspició el llamado New Deal, un conjunto de
medidas de reforma financiera y bancaria, promoción industrial y agrícola, ayudas sociales y a
desempleados, así como la legalización y fortalecimiento de los sindicatos y acuerdos de mejora laboral y
aumento salarial y del consumo que redundó en una mejor distribución social del ingreso. Ello supuso un
fuerte intervencionismo del Estado para la reactivación de la economía, atribuido en especial a las ideas del
economista John Maynard Keynes (1883-1946). Y a la vez, es importante señalar, que tuvo también especial
éxito para instituir una solución política de la cuestión social, conjurando la tentación de las clases
subalternas por la revuelta y el fantasma del comunismo. Tras la segunda guerra mundial, la reconstrucción
de Europa se dio a través de un conjunto de políticas en lo que se denominó Plan Marshall (oficialmente,
European Recovery Program). La base material fue la asistencia financiera y la promoción de la integración
económica y el libre mercado. Y en el marco de la Guerra Fría, la estratégica contención del avance del
comunismo se basó en el sostén de regímenes democráticos liberales y políticas de seguridad universal que
redefinieron la cuestión social a través de una ampliación de derechos de la ciudadanía. La primera
formulación teórica sistemática se debe al británico Thomas H. Marshall en una conferencia de 1949
editada con el título de Ciudadanía y clase social (1997). La ciudadanía es concebida como un proceso
histórico de progresiva adquisición de derechos: en primer lugar, los derechos civiles, relativos a las
libertades básicas individuales; luego, los políticos, con la participación en el poder por votación; y
finalmente, el “elemento social”, que el autor define como “todo el espectro desde el derecho a un mínimo
de bienestar económico y seguridad al derecho a participar del patrimonio social y a vivir la vida de un ser
civilizado conforme a los estándares corrientes en la sociedad. Las instituciones más estrechamente
conectadas con estos derechos son el sistema educativo y los servicios sociales” (Marshall, 1997: 302-
303)6. “De manera entonces, que el plan Marshall, que se aplicó con variantes en Europa y América latina,
sanciona la ciudadanía social que promueve el derecho al trabajo, a la salud, a la educación y a la vivienda;
son tiempos de políticas universales en los cuales el Estado funciona como condición de posibilidad de la
resolución de la vieja cuestión social actuando como árbitro entre empresas y sindicatos.

Se produce un profundo proceso de movilidad social ascendente, que en la estrategia pensada por los
países industrializados debería tender a disolver, o al menos remediar más profundamente la cuestión
social en un contexto de fuerte presencia de la amenaza ‘comunista’ de la U.R.S.S. Con ello, la pobreza y la
desigualdad decrecieron fuertemente” (Murillo et al., 2007: 8). En América Latina, el fortalecimiento de los
Estados y la ciudadanía social en la posguerra fue muy desigual y en muchos casos muy débil. En el caso
particular de Argentina, se produjo el acceso de una mayoría de la población a la “ciudadanía social”, que
consolidaría el predominio y protagonismo de las “clases medias” como rasgo peculiar del país, aunque
siempre con un excedente persistente de población subalterna de origen migratorio interno y mestizo
(analizaremos esto en profundidad más adelante en el próximo capítulo).

Nuevas demandas sociales y “deconstrucción” teórico-filosófica de las clases:

El marco de las así llamadas “sociedades de bienestar” posibilitó una inclusión de mayorías de la población
y trazó, de este modo, un mapa social más homogéneo característico del auge de las “clases medias” que
parecía borronear los contrastes y tensiones de la lucha de clases. Asimismo, ésta fue la época de los
treinta “años dorados” del capitalismo de posguerra, con crecimiento industrial y pleno empleo. La
estabilidad de los sistemas políticos, sin embargo, se vería continuamente desafiada tanto en la periferia
como en el mismo centro de las potencias occidentales, por la emergencia -especialmente desde los años
sesenta- de nuevas demandas y agrupamientos que complejizaban la siempre persistente y renovada
cuestión social. En este contexto, se comienza a cuestionar la pertinencia del concepto mismo de clase
social. Este revisionismo del paradigma clasista, que se difunde tras la caída del comunismo y con el auge
neoliberal, se planteó desde dos perspectivas: por un lado, una deconstrucción y crítica teórico-filosófica
del concepto de clase por parte de nuevas corrientes intelectuales; por otro lado, se ligó con cambios en la
producción y el trabajo (a veces llamado “post-industrial”), que abre interrogantes sobre la centralidad del
mismo como eje de orden y diferenciación social. En el campo de la discusión teórica, ciertas posturas
filosóficas relativistas cuestionaban la idea de clase social, como una fijación esencialista de la identidad en
la estructura socioeconómica, y sugerían, en cambio, una idea de identidad social multidimensional y
flexible. Estas apuestas antitéticas del clasismo, potencialmente afines al ethos e ideología despolitizadora
del neoconservadurismo, se nutrieron sin embargo también de una “nueva izquierda”, con nuevas
perspectivas ideológicamente radicales y autonomistas (por entonces críticas del marxismo ortodoxo que
inspiró el régimen del socialismo real soviético). Éstas se inspiraban en la antedicha emergencia de nuevas
minorías y focos de demanda y movilización, menos anclados en lo socioeconómico y guiados por un
reconocimiento político-cultural (grupos étnicos, sexuales y de género, movimientos juveniles y
estudiantiles, etc.).

La conclusión general de las críticas teórico-filosóficas es que el creciente protagonismo político de las
minorías, o -particularmente en América Latina- de los llamados “movimientos sociales”, o también más
contemporáneamente la reivindicación posmoderna de nuevos agrupamientos como las llamadas “tribus”
urbanas y los nuevos estilos de vida, cuestionarían en conjunto la centralidad o aun la existencia eficiente
de las clases sociales como factor ordenador de la subjetividad y la identidad social.

Retomaremos más adelante esta contextualización histórica y la discusión general sobre las nuevas
orientaciones para definir las clases y las formas de desigualdad (al punto que se hablará de una “nueva
cuestión social”). Haremos antes un paréntesis para reseñar en el apartado siguiente una expresión de
estos nuevos debates teóricos a través de la sociología de Pierre Bourdieu.

La formulación de Pierre Bourdieu: espacio social multidimensional y habitus de clase:

En el campo de las ciencias sociales, ligado con las nuevas corrientes teórico-filosóficas antes reseñadas, se
destacó la difusión contemporánea del “constructivismo” Aquí interesa destacar el aporte del sociólogo
francés Pierre Bourdieu (1930-2002), con su peculiar versión de “constructivismo estructuralista” en
particular, para la reformulación de las clases sociales. La perspectiva constructivista de Bourdieu (es
“relacional”: ve la realidad no como conjunto de substancias fijas existentes en sí, sino como complejo de
relaciones constituidas históricamente; y éstas condicionan las prácticas de los agentes, y así sus nuevas
relaciones. De ahí que también se trate de un enfoque “praxeológico”, por su concepción de lo social
interiorizado subjetivamente, como principios generadores de prácticas (el habitus de clase, conjunto de
“esquemas de percepción, pensamiento y acción”) (Bourdieu, 2000: 127). Bourdieu absorbe y reformula el
análisis marxista de las clases sociales, pero su enfoque estructural ya no radica sólo en el espacio
económico o de la propiedad de los medios de producción, sino también en otros espacios sociales con sus
distintivos rasgos y tipos de poder. Estos últimos son definidos como “capitales”, y se clasifican
fundamentalmente en los tipos: económico, cultural, social, simbólico. Muy sucintamente, definamos a
continuación cada variante de capital. El capital económico es el patrimonio directamente transformable en
dinero13, institucionalizado en forma de derechos de propiedad. El capital cultural (su análisis es uno de los
aportes específicos de la sociología bourdieuana) puede eventualmente rendir o devenir en capital
económico, institucionalizado fundamentalmente bajo forma de títulos escolares14. El capital social son las
relaciones, vínculos y compromisos sociales que pueden habilitar lugares en el espacio social y apoyos para
oportunidades varias (“conversiones” a otros tipos de capital); y la pertenencia a un grupo otorga recursos
y obliga a rituales que actualizan y visibilizan socialmente la pertenencia de sus miembros. El capital
simbólico, es el capital -en cualquiera de sus formas- en la medida que es representado simbólicamente en
una relación de reconocimiento (derivación del antiguo valor del “honor” o prestigio social). Las clases
sociales, sobre esta base, se deberán definir de modo relativo por la distribución de las distintas formas de
capital, según tres dimensiones o medidas: el volumen (de cada capital, y un volumen global), su
composición (el peso relativo de cada forma de capital dentro del total, fundamentalmente del económico
y el cultural) y su evolución en el tiempo (que define distintas trayectorias sociales). Al tratar en particular
sobre la forma incorporada del capital cultural, Bourdieu sigue los pasos de Marx y Foucault al plantear que
“estas distancias sociales están inscritas en el cuerpo” (2000b: 109) (entendido no sólo como lo corporal
físico, sino como sustrato de una interiorización profunda de lo social en la subjetividad). Esto explica lo que
comúnmente se entiende por “socialización”, definida en espacios como la familia y la escuela, pero que
aún más profundamente ancla la subjetividad en torno de lo que el autor francés llama -citando a Erving
Goffman, sociólogo referente del interaccionismo simbólico- “sentido de la posición de uno”, que
caracteriza como “lo que, en una situación de interacción, mueve a aquellos que llamamos en francés les
gens humbles, literalmente ‘gente humilde’ [...] a permanecer ‘humildemente’ en su lugar, y que lleva a los
otros a ‘mantener su distancia’ o ‘mantener su posición en la vida’” (2000b: 108-109).

En síntesis, el constructivismo de Bourdieu brinda elementos para pensar lo social estructurado de modo
multidimensional y no determinista, interiorizado en las múltiples relaciones que traman el espacio social y
encarnado en estilos de vida y habitus que son a la vez generadores de prácticas o, como él define,
“estructuras estructuradas y estructurantes” (Bourdieu, 2002: 54). Con estas fórmulas, apuesta a superar
las dicotomías y aunar los principios tradicionalmente antinómicos de estructura y acción, determinismo y
libertad. Y además no descarta, sino que retoma y complejiza, el concepto marxista de las clases sociales,
analizando las nuevas formas de diferenciación estamental y “distinción” simbólica que con mil matices
separan a clases y fracciones de clase (hábitos típicos de la “pequeña burguesía” o “clases medias”, no
identificables sencillamente dentro del clásico par marxista de burguesía vs. proletariado). En especial a
través de sus célebres investigaciones sobre la reproducción del capital cultural en el sistema escolar,
Bourdieu nos permite pensar las formas en que la desigualdad social se extiende y se naturaliza como
desigualdad cultural.

Mutación histórica, posfordismo y sociedad postsalarial: “Adiós al proletariado”:

A partir de la década de los setenta, asistimos a una mutación histórica con cambios a nivel político,
económico, cultural, social, subjetivo que repercuten también en el orden de la teoría social. La crisis
económica del capitalismo ubicada en torno de los años 1971-73, con la caída de la tasa de ganancia y la
“crisis del petróleo”, tenía un correlato en el orden sociopolítico, visto que el modelo bienestarista de
ciudadanía social no había debilitado la cuestión social, sino que la había complejizado, con la emergencia
de nuevas demandas y la reactualización de viejas y nuevas formas de la lucha de clases. En este contexto,
se divulga la idea de “sociedad postindustrial”, formulado por autores como el francés Alain Touraine
(1969) o el norteamericano Daniel Bell en 1973 (1991). Este concepto daba cuenta, por un lado, de las
transformaciones en la economía, a saber, un rápido crecimiento del sector de servicios en detrimento del
sector industrial; y, por el otro, de la nueva “revolución industrial” que ubicaba las nuevas tecnologías de la
información y la comunicación (las dichosas TICs) como nueva materia prima y fuente central de aumento
de la productividad (en detrimento del componente de trabajo humano en el capital).
De aquí también la difundida idea emparentada de “sociedad de la información” que alude a esta
centralidad de la información y la comunicación en red tanto en el trabajo como en las relaciones sociales
en general y en la vida cotidiana (Castells, 2002). Paralelamente en el plano social, con la reorganización de
la producción y las relaciones laborales, cada vez más analistas daban su “adiós al proletariado” industrial
(Gorz, 1981)16, lo que sugería una pronta extinción de las culturas obreras tradicionales y las políticas
laboristas, y la consiguiente transformación del viejo paradigma de lucha de clases. Todo ello planteaba, a
la vez, un escenario de “metamorfosis de la cuestión social” (Castel, 1997). Es importante repetir la
advertencia, sobre el carácter “performativo” de todos estos discursos: las representaciones sobre las
clases y la cuestión social no son neutras, deben tratarse como “actos de habla” que tanto describen la
realidad como también forman parte e influyen en ella. En este caso, los discursos sobre el declive del
proletariado industrial, ligados a intentos de deconstrucción teórica de las clases sociales, se difundieron en
un contexto de replanteo de la relación de fuerzas entre capital y trabajo, y acompañaban
(intencionadamente o no) y daban cierto sustento a los efectivos intentos del capital por torcer la fuerza
del sindicalismo y aumentar la explotación y “flexibilización” del trabajo, y desandar las conquistas de los
derechos sociales. Ello se expresó hacia comienzos de la década de los ochenta en las políticas neoliberales
del reaganismo y thatcherismo y los regímenes autoritarios implantados en muchos países de la periferia
global. De todos modos, lo cierto es que en este contexto resultaba crecientemente difícil “leer” las
sociedades contemporáneas a partir del mundo del trabajo. El sociólogo francés Robert Castel (1997)
analizó la metamorfosis de la cuestión social en torno de dichas transformaciones del trabajo. En una
descripción retrospectiva del capitalismo de posguerra, describe la institución estable del “salariado” más
que como una mera relación económica, como todo un modelo de sociedad: la inclusión social y la
asignación de recursos y derechos se basaba privilegiadamente en la participación en el mundo del trabajo.
Hoy en día, en cambio, estaríamos viviendo la transición hacia una “sociedad postsalarial”: frente al declive
del rol socializador del contrato laboral, en un contexto de auge neoliberal, el “post” es una definición por
transición de un modelo anterior sin un modelo sistémico alternativo de integración social.

“Nueva cuestión social” y redefinición de la pobreza:

Lo que muchos comenzaron a denominar “nueva cuestión social” parte de la premisa de los cambios en el
mundo del trabajo, y se plantea a partir de la creciente difusión por parte de gobiernos y organismos
internacionales de una nueva agenda de problemas y conceptos: se trata del desplazamiento del problema
de la “desigualdad social” hacia una generalización de la nueva problemática contemporánea de la
“exclusión” y la “pobreza”. El cambio del reparto protagónico ratifica el cuestionamiento académico de las
clases sociales: del relato de la lucha entre burgueses y proletarios pasamos al binomio, cualitativamente
diferente, de los “incluidos” y “excluidos”. Éstos ya no están fuera tan sólo del trabajo, sino también del
mismo lazo o contrato social, situación que Castel denomina “desafiliación”.

Todo esto actualiza, redefine y da renovada centralidad a la problemática de la “pobreza”. Exclusión y


pobreza devienen centros de un espacio discursivo, asociadas con otros términos o categorías, como por
ejemplo la apropiación del concepto bourdieuano del “capital social”. La nueva concepción de la pobreza
parte de la revisión crítica del tradicional “enfoque de ingresos”. Éste se basaba en dos métodos de
medición de la pobreza. Uno es el método directo, que estima necesidades básicas insatisfechas (NBI). El
otro es el método indirecto o estudio de la “línea de pobreza”, que concibe diferentes criterios de medición:
el de la pobreza absoluta (definición de un núcleo básico mínimo de privación absoluta; se utiliza en países
como Chile, México, Uruguay y EEUU) y el de la pobreza relativa (que asume que las necesidades humanas
son relativas y el umbral o la sensación de pobreza varían en cada sociedad y dependen del nivel del
ingreso general; es el criterio de la Unión Europea).

En la Argentina, el Instituto Nacional de Estadísticas y Censos (INDEC) pone en práctica el “enfoque de


ingresos”, siguiendo el criterio de la pobreza absoluta, para definir sobre esta base las condiciones de la
“pobreza” y la “indigencia”.

InstItuto nacIonal de estadístIcas y censos (Indec) Línea de Pobreza y Canasta Básica El cálculo de los
hogares y personas bajo la Línea de Pobreza (LP) se elabora en base a datos de la Encuesta Permanente
de Hogares (EPH). A partir de los ingresos de los hogares se establece si éstos tienen capacidad de
satisfacer -por medio de la compra de bienes y servicios- un conjunto de necesidades alimentarias y no
alimentarias consideradas esenciales. El procedimiento parte de utilizar una Canasta Básica de Alimentos
(CBA) y ampliarla con la inclusión de bienes y servicios no alimentarios (vestimenta, transporte,
educación, salud, etc.) con el fin de obtener el valor de la Canasta Básica Total (CBT). Para calcular la
incidencia de la pobreza se analiza la proporción de hogares cuyo ingreso no supera el valor de la CBT;
para el caso de la indigencia, la proporción cuyo ingreso no superan la CBA.

Hogares con Necesidades Básicas Insatisfechas En el caso argentino, los indicadores de NBI son cinco y
basta con carecer de cualquiera de ellos para entrar en la correspondiente categorización. Se consideran
hogares con NBI aquellos en los cuales está presente al menos uno de los siguientes indicadores de
privación: 1) Hogares que habitan viviendas con más de 3 personas por cuarto (hacinamiento crítico); 2)
Hogares que habitan en una vivienda de tipo inconveniente (pieza de inquilinato, vivienda precaria u otro
tipo); 3) Hogares que habitan en viviendas que no tienen retrete o tienen retrete sin descarga de agua; 4)
Hogares que tienen algún niño en edad escolar que no asiste a la escuela; 5) Hogares que tienen 4 ó más
personas por miembro ocupado y en los cuales el jefe tiene bajo nivel de educación (sólo asistió dos años
o menos al nivel primario).

Retomando la discusión anterior sobre la representación de las diferencias sociales, puede decirse que el
“enfoque de ingresos” es afín con la imagen tradicional de la “pirámide social”: la división social por
estratos socioeconómicos verticalmente ordenados, en una única escala cuantitativa unidimensional, ligada
a necesidades básicas y estándares de consumo. Frente a este enfoque, muchos intelectuales e
investigadores reivindican una resignificación de la pobreza que refiera a varias dimensiones: “En primer
lugar, a la carencia de libertades fundamentales de acción o decisión para influir sobre los propios
problemas. En segundo lugar, al déficit en vivienda, alimentos, servicios de educación y salud. En tercer
lugar, a la vulnerabilidad a enfermedades, reveses económicos y desastres naturales. En cuarto lugar, a
tratamientos vejatorios por parte del Estado, aquejado de corrupción. En quinto lugar, a la estigmatización
por parte de la sociedad que somete a la pobreza a un tratamiento también arbitrario, pues las normas y
valores, así como las costumbres provocan la exclusión de mujeres, grupos étnicos o de todos aquellos que
sufren discriminación, tanto en el seno de la familia, como en la comunidad y en los mercados. En sexto
lugar, a la intensa vivencia de ‘sufrimiento’. En séptimo lugar, a la voluntad de progresar o no y la capacidad
de éxito en la lucha por la vida. Finalmente, a la percepción de que la situación es inmodificable, la
resignación a un destino inevitable” (Murillo et al., 2007: 15). Por otro lado, todo diagnóstico de un
problema lleva implícita una mirada sobre las prioridades y vías para la resolución del mismo. El concepto
de lo “social” en particular también ha sido siempre tanto la forma de nominar el problema (las
contradicciones del contrato social liberal, las luchas contra las crecientes desigualdades concretas del
capitalismo) como la necesaria búsqueda política de una solución (la intervención del Estado, la vigilancia
policial a las políticas sociales para suturar la brecha social y política). En el mismo sentido, la redefinición
del concepto de pobreza se liga también con un replanteo y crítica de la solución tradicional, el
intervencionismo del Estado, que supuestamente inhibiría las capacidades individuales y la iniciativa
colectiva de auto-organización de la sociedad civil. Aquí aparece el concepto de “capital social”, también
convenientemente resignificado. Bourdieu lo definía como una forma de poder, entre otras, en que se
expresaba y reproducía la desigualdad social. En su nuevo uso actual, se lo concibe optimista y
virtuosamente como un reservorio de valores solidarios y un potencial de auto-organización civil. En
resumen: en esta operación discursiva, el eje de solución de la cuestión social se desplaza de la demanda de
políticas públicas sociales del Estado al “empoderamiento” y el “capital social” de los pobres.

“En esta nueva estrategia discursiva, compartida por teóricos sociales y organismos internacionales, la
pobreza y la desigualdad son presentadas como inevitables. Frente a esta carencia constitutiva, se afirma,
es posible construir alternativas, basadas fundamentalmente en que los pobres se articulen en redes que
les permitan acceder a un ‘capital social’ que los sostenga frente a la inevitable adversidad. En este punto,
lo que alguna vez fueron políticas de integración social y ciudadanía universal se trocan en políticas
focalizadas sobre ciertos grupos, y lo social como trama contenedora se disuelve a favor de una concepción
en la cual la sociedad es un conjunto de individuos, cada uno de los cuales debe velar por sí mismo”
(Murillo et al., 2007: 16). Volveremos sobre esto más adelante en el siguiente capítulo, en torno a las
características de la cuestión social y las políticas sociales actuales en la Argentina.

Para tener en cuenta:

En este capítulo, hemos definido la llamada “cuestión social” y visto sus orígenes y evolución histórica, así
como las consecuentes formas y abordajes teóricos de la estratificación social y el antagonismo entre clases
sociales, en relación con las transformaciones del capitalismo. En cada apartado, podemos resumir las
siguientes definiciones conceptuales: • La “cuestión social” se define y origina históricamente por la
contradicción entre el principio de igualdad abstracta de la política democrática y las desigualdades
concretas propias de la economía y sociedad capitalistas. Esta es la paradoja insalvable del contractualismo
liberal que funda la idea de ciudadanía y el derecho modernos. • La idea común de “estratificación” o
división de grupos sociales debe adaptarse para el caso específico del capitalismo al análisis del
antagonismo o “lucha” de clases sociales, tal como lo desarrolló originalmente en el siglo XIX la obra clásica
de Karl Marx. Éste definió el criterio de clasificación en torno a la propiedad de los medios de producción, y
la cuestión de la organización política e identidad de clase (clase “en sí” y “para sí”). Ello condicionó la
política del socialismo en torno al dilema entre reforma y revolución. • La crisis del capitalismo de
entreguerras y la posterior política del New Deal y el plan Marshall de reconstrucción europea (estrategia
de contención del comunismo), legitimaron la idea de una “ciudadanía social”, base de una “segunda
generación” de derechos al bienestar económico y la seguridad, y el acceso a servicios sociales y a la
educación. Ello replantea la cuestión social, apaciguando las luchas de clases y preparando la emergencia y
consolidación de las “clases medias”. • En las sociedades y Estados de “bienestar” de posguerra, se
comenzó a criticar y “deconstruir” el paradigma conceptual de las clases sociales. En el campo teórico, se
planteó una mirada relativista y de análisis multidimensional de las diferencias sociales. En el campo social
y político, se verificó una reducción del proletariado industrial, en transición a regímenes de trabajo
“posindustrial”, y la emergencia de nuevos grupos de minorías y demandas no definidas por el factor
socioeconómico o de clase. • Entre las nuevas teorías sociológicas, es destacable el aporte del francés
Pierre Bourdieu. En particular, su “constructivismo estructuralista” permite un análisis multidimensional
basado en distintas formas de poder o “capitales” y la interiorización subjetiva de la condición y trayectoria
social en los “habitus” de clase. En particular, analiza la reproducción en el sistema escolar del capital
cultural y la importancia de éste en la definición de las desigualdades y la clasificación de grupos y
estamentos sociales. • La crisis y mutación histórica del capitalismo a comienzos de la década de los setenta
preparó el cambio hacia la economía “posindustrial” y la innovación tecnológica de la llamada “sociedad de
la información”. Esto se dio en un contexto de reducción del proletariado y de embate contra el poder de
los sindicatos, en el contexto de auge del neoconservadurismo y los regímenes autoritarios. Estos cambios
tenderían a desplazar la centralidad del trabajo y la relación del salariado como marcos de integración
social. • La llamada “nueva cuestión social”, emerge de las transformaciones de fines de siglo XX y el auge
de las políticas neoliberales. En función de este contexto debe leerse críticamente la nueva preocupación
de organismos internacionales y políticas públicas afines por la problemática hoy privilegiada de la
“pobreza” y la “exclusión”. La “pobreza” busca desviar el eje de la cuestión social respecto del viejo
problema de la desigualdad (y la discusión técnica sobre su medición, puede distraer de su discusión
política). Asimismo, la problemática de los “excluidos” desplaza el análisis de las clases sociales. Esta mirada
liberal se asocia a nuevas políticas sociales no universalistas, sino focalizadas; basadas menos en la garantía
de derechos por la intervención del Estado, que en un redescubierto “capital social” (concepto de Bourdieu
prestado y resignificado) para interpelar a la auto-organización y responsabilización de los propios
damnificados.

Contractualismo y liberalismo. “Contrato social” y “capital social” Comencemos por los principios del
contractualismo y su relación con la cuestión social. Esta última, la definimos repetidamente por el choque
del ideal de igualdad con la realidad de desigualdad del capitalismo. De todos modos, también está
planteada en el título una “paradoja” o contradicción interna del contractualismo liberal: ¿en qué sentido?
Asimismo, es dable pensar relaciones entre la filosofía y la política práctica. Concretamente, podemos
interrogarnos por la relación de la idea del “contrato social”, con el concepto de “capital social” que en la
actualidad determina muchas políticas sociales. ¿Qué filiación o afinidad puede encontrarse entre ambas
ideas? Acaso esta filiación deba buscarse en su común adscripción al ideario del liberalismo (político, y
económico). ¿De qué modo? Clases “en sí” y “para sí”: la importancia de la organización y la movilización La
cuestión de las clases teóricas o “sobre el papel” y las clases reales o movilizadas, que hemos expuesto de
modo muy sintético y simplificado, se vincula con una discusión central y siempre abierta en las ciencias
sociales, la de la respectiva relación entre determinación y libertad, “objetividad y subjetividad”, o
“estructura y acción” sociales. ¿De qué modo comprendemos al fin las ideas de clase “en sí” y “para sí”?
Dichas ideas, ¿no encierran en sí una paradoja? (plantear que algo existe más allá de cobrar “conciencia”; o
al revés, que algo adquiere conciencia sin tener antes plena existencia “en sí”) La resignificación
contemporánea del “capital social”, en la medida que responsabiliza a la propia sociedad civil en lugar de
buscar garantías en el campo de la política y el Estado, ¿cómo puede relacionarse con la discusión socialista
en torno del reformismo? Las estrategias de auto-organización del “capital social”, ¿en qué sentido son
“movilizadoras”?; es decir, ¿puede decirse que fomentan la organización política, o aún más, alguna forma
de “conciencia de clase”? ¿Apuntan en última instancia a un horizonte de cambios estructurales o de
conservación del statu-quo? Lo “social” como adjetivo omnipresente Hemos intentado aclarar la definición
original de lo “social”, para clarificar un poco el sentido de un término que aparece de modo omnipresente
en los debates políticos, y como adjetivo asociado a muchos conceptos teóricos. Hemos reseñado aquí varias
ideas calificadas por lo “social”, a saber: “cuestión social”, “clase social”, “ciudadanía social”, “capital social”.
¿De qué modo estos términos adquieren y dan a la vez un sentido diferencial de lo “social”? Por ejemplo,
entre las ideas de “ciudadanía social” y “capital social”, ¿cuáles son los contextos de emergencia y sus
sentidos diferenciales? ¿Qué horizonte cabe en cada caso a la intervención estatal y a la garantía política de
derechos? Bourdieu y el análisis marxista de las clases sociales Hemos dicho que la obra de Pierre Bourdieu,
en el cruce de diversas corrientes de la sociología (al decir de García Canclini, un “marxismo weberiano”),
habilita una actualización y complejización multidimensional del análisis de clase marxista. ¿Por qué? ¿En
qué sentido puede decirse que el esquema teórico de Bourdieu es superador, o acaso más apto que el de
Marx para pensar las divisiones de clases contemporáneas? Y a la vez, ¿en qué medida retoma o incluye aun
el análisis de clases sociales? De otro modo: ¿cuáles son las ventajas de clasificar las clases según la
propiedad de los medios de producción, o según distintas formas de poder-capital? Bourdieu: los habitus de
clase, la educación y la “distinción” El constructivismo de Bourdieu supone incluir la dimensión de
interiorización subjetiva de lo social. Este marco epistemológico se vincula con su concepto de “habitus” de
clase. ¿De qué modo? Y estos habitus , al definir una adscripción social de clase y ser definidos como
“estructuras” (en rigor, como “estructuras estructuradas y estructurantes”), ¿qué margen de libertad dejan
para los sujetos? He aquí la difícil cuestión: ¿cómo puede torcerse a nivel de las trayectorias individuales el
profundo destino social marcado por lo que Bourdieu denomina “sentido de la posición de uno”? En relación
con esto, se discute si la escuela puede ayudar a compensar y rectificar estas trayectorias merced al esfuerzo
y trabajo educativos. ¿Cuál es el repertorio de formas del “capital cultural” que la escuela hoy reproduce y
que podría proveer? ¿En qué medida dicho espacio reproduce, compensa o nivela las desigualdades de
capital cultural? Basándonos en la reflexión teórica, y aun en nuestra intuición y nuestra experiencia, ¿cómo
imaginamos que las formas del capital cultural y escolar interactúan, al interior de los sujetos educandos, con
las disposiciones profundas que conforman el “habitus” de clase? Por otro lado, la teorización de Bourdieu
sobre las formas de “distinción”, y las diferencias del capital cultural y simbólico y sus matices entre clases o
fracciones de clase, ¿en qué sentido son útiles para pensar la dinámica del espacio social de las clases
medias? Modelos de representación de la estratificación social: la “pirámide” social y el diagrama de
Bourdieu Vimos más arriba una comparación entre dos gráficos, el primero un diagrama diseñado por el
propio Bourdieu (ordenado según diferencias de volumen global y composición capital cultural y económico);
el segundo una representación típica de un modelo estratificado de “pirámide social”. Vale otra vez
reflexionar y repetir las siguientes preguntas: ¿en qué se diferencian?, ¿cuáles son las teorías sobre lo social
implícitas en cada modo de representación?, ¿cuáles las ventajas de cada una? Evidentemente, el gráfico de
Bourdieu aparenta ser más complejo que la pirámide social. ¿Por qué? ¿Cuáles son en cada caso las variables
que ordenan la representación? Retomando el análisis de clases sociales de Marx, ¿cómo se lo puede
relacionar o incluir en la representación de ambos gráficos? La “nueva cuestión social” ¿En qué sentido
general hemos comprendido la diferencia entre la “cuestión social”, tal como se definió al comienzo del
capítulo, y la hoy llamada “nueva cuestión social”? Reflexionemos sobre nuestra concepción y nuestra
imagen mental, de las características concretas de la “exclusión” (en sus aspectos económicos, culturales,
urbanísticos, legales, etc.), y la imagen tradicional de la clase obrera y el “proletariado”. ¿Qué diferencias
aparecen entre nuestras imágenes del “excluido” y del “proletario”? ¿Qué significación política tiene el
cambio de foco de atención, del problema de la “desigual dad”, al de las “diferencias”, la “equidad”, o la
“pobreza”, la “exclusión” y la marginalidad? Buscando una posible fundamentación de este cambio de
enfoque, ¿responde a cambios efectivos en la estructura social y en el espacio del trabajo?, ¿y/o a cambios
del contexto político? (tanto a nivel mundial, como a nivel regional y de la política doméstica) Estos cambios
de enfoque y de conceptos, ¿qué impacto y traducción tienen en el plano de las políticas y las instituciones
educativas, y de las estrategias y prácticas pedagógicas? ¿Cuál es el sentido y eficacia de apelar al concepto
de “capital social”? ¿Qué mirada política subyacente hay sobre el carácter y las prioridades de intervención
del Estado?

CAPITULO 2:

Evolución histórica de la cuestión social en la Argentina:

En este capítulo retomaremos la problemática de la “cuestión social”, junto a la revisión de algunos ejes
conceptuales y el desarrollo de otros nuevos, en perspectiva histórica y para el caso específico de la
República Argentina. El análisis comenzará en la emergencia de la cuestión social en el siglo XIX, en particular
en función de los problemas de la vida urbana que hicieron eclosión en la ciudad de Buenos Aires y otras
grandes urbes del país. Y continuaremos con las formas de políticas de inclusión social y bienestar hacia
mediados de siglo XX, para finalmente llegar al análisis de las nuevas formas de la cuestión y las políticas
sociales en la actualidad.

Emergencia de la cuestión social en el siglo XiX:

Las formas que adquirió la llamada “cuestión social”, según hemos visto ya en el capítulo 1, eclosionaron no
sólo en Europa, sino que también impactaron en la joven República Argentina, merced a su fuerte
integración al mercado mundial, sobre la base del desarrollo de un modelo económico agroexportador. Las
paradojas y contradicciones del contrato social liberal que constituyen el corazón de la moderna cuestión
social (Donzelot, 2007), junto con los problemas concretos de la desigualdad y las condiciones de pauperismo
y la vida obrera en las aglomeraciones urbanas y fabriles, también se repitieron en nuestro país, y
despertaron fuertes dudas e inquietudes en las clases dirigentes ilustradas en función del proyecto de
construcción de una “Nación”.

Modelo agroexportador. Dominio territorial y violencia fundacional del Estado-Nación: La Argentina de


fines de siglo XIX se constituyó como moderno Estado-Nación a partir de la integración a la economía
mundial, básicamente a través de la exportación de productos agropecuarios y la importación de capitales y
productos manufacturados. Este patrón de integración subordinada al mercado mundial se conoció como
“modelo agroexportador”. La relación fundamental a nivel geopolítico y de las transacciones económico-
comerciales internacionales durante esta etapa se estableció con Inglaterra, alimentando de este modo el
continuado desarrollo de su revolución industrial y ampliación de mercados. El modelo agroexportador se
fundaba en una acumulación capitalista basada sobre el latifundio improductivo y la agricultura extensiva,
con mínima agregación de valor en la producción y un incipiente y poco significativo desarrollo industrial
endógeno.

La expansión de la frontera agrícola se llevó a cabo a través de campañas militares, como las que se
conocieron con la mala denominación de “Conquista del desierto” dirigidas por el general Julio Argentino
Roca entre los años 1869 y 1888 sobre los territorios de La Pampa y la Patagonia. El combate contra los
“malones” y el poder territorial de algunos pueblos originarios (tehuelches, mapuches), con el saldo del
exterminio sistemático de dichas poblaciones indígenas originarias19, corresponde a lo que Marx analizó en
El Capital, en torno a la transición del modo de producción feudal al capitalista, ligado a formas de “violencia
extraeconómica” y “violencia económica” (Marx, 1988: 891). La primera forma, propia de las antedichas
campañas militares, inauguró lo que en jerga marxista se llamaría proceso de “acumulación originaria”: la
expulsión de poblaciones de sus tierras que pasarán a constituir el patrimonio de la oligarquía terrateniente y
la base de acumulación del capitalismo agroexportador. Este proceso, a la vez que una acumulación de tipo
económico fue también político, fundando lo que comúnmente se entiende como "monopolio de la
violencia” sobre un territorio, elemento definitorio esencial del Estado-Nación moderno. Los gauchos e
indios eran poblaciones nómades, que no conocían ni la forma convencional burguesa de la familia y la
civilidad, ni la propiedad privada ni el Estado. Expulsados de su hábitat y despojados de su modo de vida y su
libertad, serían empujados hacia los bordes de los centros urbanos, forzados a constituirse en fuerza de
trabajo o transitar en la marginalidad. Muchos de ellos olvidarían y perderían sus costumbres y alimentarían
la penosa rutina de la “mala vida”, de los “compadritos” al servicio de patrones de dudosa moral o de la
prostitución. La violencia “extraeconómica” de la expulsión por la fuerza es entonces complementada con la
violencia “económica”: cuando aquellos que han sido expulsados y privados de sus medios de vida y de
producción y sustento (la pequeña unidad rural agrícola, las economías comunitarias tradicionales) se ven
forzosamente convertidos en mano de obra “libre” jurídicamente, obligados a venderse en un mercado de
trabajo. Estas formas históricas de violencia sentaron la base de lo que constituiría, merced a la integración
de los expropiados de la vida rural en la rutina fabril y urbana, la nueva clase obrera, el moderno
proletariado, base de la explotación de plusvalía en el capitalismo. Por otro lado, la concepción de un
“desierto” a conquistar se acompañó con el ideal de “poblar la Nación”, que alentó la apertura a la
inmigración de origen europeo20. Los inmigrantes fueron el grueso de los colonos, pero en muchos casos no
se asentaban en el campo más que temporariamente, y el grueso de los asalariados permanentes rurales
siguieron siendo criollos. El flujo inmigratorio tuvo de todos modos un peso demográfico determinante, y el
censo de población de 1869 en la ciudad de Buenos Aires arrojaba una cifra de 51,8% de población
extranjera. Esto comenzaría a fundar el mito -aún muy discutido- de una Argentina “blanca”.

Es importante replantear una advertencia y una síntesis del siguiente modo: hemos planteado ya antes la
“cuestión social” y acostumbramos imaginar su nacimiento en torno de las luchas del proletariado industrial
y urbano; pero hay una faceta distinta y previa, ligada a la historia invisible de las poblaciones originarias y
del colonialismo en América Latina. Como acabamos de describir, en el propio proyecto de fundación de un
EstadoNación moderno en la Argentina, se concibió una acumulación originaria de tierras y propiedad, así
como una acumulación y monopolio de la violencia, y un ejercicio sistemático de la misma por parte del
aparato represivo estatal en el genocidio de las poblaciones originarias. Este genocidio se extendió en el
plano cultural, con poblaciones amerindias diezmadas, gauchos condenados a la errancia y la persecución;
todos expulsados a los márgenes de la “mala vida” en las ciudades, donde debieron perder y olvidar sus
culturas y modos de vida rurales y ancestrales, para malvenderse como fuerza de trabajo en el nuevo orden
del capitalismo.

La temprana mecanización de la producción rural, por una parte, y el pobre desarrollo de una industria local
de manufacturas o maquinarias agrícolas, por la otra, limitó el acceso al trabajo y por ende el asentamiento
rural. Es el principio de un éxodo de población del campo a la ciudad.

La mayor concentración de población se dio pues alrededor de las ciudades cercanas a los puertos, dotadas
aún de un escaso desarrollo industrial e infraestructura urbana. Según datos de los censos nacionales de
1895 y 1914 (ver tabla de censos), en el transcurso de dicho período, la población urbana aumentó hasta
constituir más de la mitad del total de la población del país. Y asimismo, el 71,5% de los incrementos
demográficos totales se acumuló en la zona Este, correspondiente a las provincias de Buenos Aires, Santa Fe,
Entre Ríos y Corrientes, y la Capital Federal. Las mayores concentraciones de población se dieron en las
ciudades de Buenos Aires y Rosario.
La cuestión social en las ciudades: el miedo a las epidemias físicas y morales:

“En Argentina, y especialmente en Buenos Aires, esas paradojas se evidenciarán con toda fuerza luego de
1853. Fue entonces cuando en primer lugar se usó la violencia directa para ‘pacificar’ la incipiente nación y
luego se actuó de modo predominante a través del discurso de la persuasión sobre la heterogénea multitud
de inmigrantes que amenazaban como ‘microbios’ con corroer el cuerpo social” (Murillo, 2005: 197). El
explosivo crecimiento demográfico planteó una cuestión a la vez social y urbana. Las manifestaciones más
crudas del pauperismo, los problemas del hacinamiento y los déficits de infraestructura, la difusión de
epidemias, todo ello provocó cierta desazón en el optimismo de los sectores ilustrados de las élites y la
difusión de miedos en la población, que acompañaban el resquemor frente a la creciente presencia y
demandas de las “masas” de trabajadores22. El paisaje de los “conventillos”, que conocemos gracias a
inolvidables letras de tangos y sainetes, fue cuna de dichas expresiones de la cultura popular, pero también
caldo de cultivo de muchas de las aberraciones de la cuestión social23. Las figuras del “compadrito”, tan
homenajeado luego en voces de nuestra literatura, o los burdeles, en los arrabales donde se ubica el
nacimiento mítico del tango, eran por entonces vistos como formas de “mala vida”: delito, proxenetismo,
promiscuidad, vagancia, desarraigo, violencia, alcoholismo, abandono de niños, falta de higiene. En fin, un
foco de enfermedades físicas y morales.

Las “epidemias morales” (delito, prostitución, locura), junto con los flagelos del cólera, el tifus o la fiebre
amarilla, eran las dolencias que comenzaban a aquejar la salud de la Nación. Todos ellos, flagelos traídos por
los inmigrantes, visto además que había fracasado la política de atracción de laboriosos trabajadores del
norte europeo y, en cambio, abundaban anarquistas españoles y otros elementos de países mediterráneos,
cerrados en sus propias asociaciones mutuales y cada vez más organizados y conscientes de su derecho al
trabajo y la ciudadanía.

Miguel Cané y la “Ley de Residencia” En 1889, desde su puesto de cónsul argentino en España, Miguel Cané llamaba a
controlar a las compañías contratistas para seleccionar a los inmigrantes, y advertía que “durante varios meses se han
embarcado en los puertos de Andalucía millares de hombres sin oficio conocido, vagabundos, inhábiles para el trabajo,
futuros parásitos de nuestras ciudades, verdadera lepra social en vez de contingente de riqueza […]. La inmigración,
lejos de ser un beneficio para la República, es un elemento de disolución social, no sólo por los vicios morales que esa
masa de hombres pervertidos importa, sino también por las numerosas enfermedades físicas que padecen” (citado por
González Leandri, González Bernaldo de Quirós y Suriano, 2010: 203). El mismo Cané (1851-1905), autor de Juvenilia y
una de las plumas más representativas de la Generación del 80 en la literatura argentina, desempeñándose como
senador nacional y por encargo de la Unión Industrial Argentina, fue quien auspició y dio aun su nombre a la infausta
Ley 4144 sancionada por el Congreso Nacional en el año 1902, conocida como “Ley de Residencia” o “Ley Cané”. Dicha
legislación facultó al gobierno a expulsar sin previo aviso a extranjeros, y fue utilizada para perseguir y reprimir la
organización sindical de los trabajadores y expulsar fuera del país principalmente a anarquistas y socialistas.

Este tipo de discursos, como se aprecia muy claramente en la cita de Cané, amén de discriminatorios y
xenófobos, respondían a toda una peculiar y novedosa matriz de pensamiento conservador, que conjugaba
prejuicios con cientificismo, con el que las élites pensaron la cuestión social, a la vez como un problema de
orden político y de salubridad y moral públicas. Discurso policial y discurso médico se aunaban en una
protopolítica científica.

Protopolítica científica y medicalización: el par normal-patológico:


El análisis siguiente se desprende del marco teórico del francés Michel Foucault (1926-1984), muy influyente
en otros análisis de la cuestión social que citamos aquí (Castel, Donzelot, Murillo y otros). El concepto de
“gubernamentalidad” (Foucault, 1981) aludió a una economía específica del poder (o “biopoder”; 1977 y
1992), distinta de las formas premodernas de la soberanía (el viejo poder del soberano, externo y por
ejercicio de la violencia, poder de “hacer morir y dejar vivir”), basado ahora en la regulación no-violenta de lo
público y la interpelación al auto-control y gobierno de sí de los sujetos libres, para regulación tanto de
individuos como de poblaciones, merced a saberes y técnicas de poder que articulaban la acción del aparato
del Estado con la de esferas institucionales paraestatales (familia, escuela, prisiones y hospicios).

En pleno auge de la inmigración extranjera y la amenaza contestataria de las masas, el discurso con que las
élites argentinas respondieron a la cuestión social concibió a la sociedad como un “cuerpo” (metáfora
organicista25), cuyo equilibrio u homeóstasis era menester proteger y sanar. La ciencia, y en especial la
medicina, se transformaba en matriz discursiva y modelo de intervención sobre lo social. Esto expresó la
hegemonía del “positivismo” como base del proyecto de “Nación” de las fracciones intelectuales de las clases
dirigentes de la Argentina de fines de siglo XIX y comienzos del XX (Terán, 1987). Los médicos, dotados de la
autoridad cuasi absoluta de la ciencia y revistiendo en nuevos organismos de Estado (como la Asistencia
Pública, o el Departamento Nacional de Higiene creado en 1880), devinieron en profesionales de
intervención en lo social (prefiguración genealógica de lo que más adelante conoceríamos como
“trabajadores sociales”). El Estado puede pensarse aquí pivoteando y articulando entre las instancias de lo
político y lo civil, tejiendo una alianza estratégica entre instituciones estatales y paraestatales, contándose
entre estas últimas las formas liberales de acción social: la filantropía, las sociedades de beneficencia, los
agentes de la Iglesia, o aun clubes, mutuales y organizaciones civiles, etc. Estas estrategias y prácticas de
intervención, articularon especialmente con los espacios de la familia26 y la escuela, lugares de constitución
(“socialización”) del futuro ciudadano, que fueron rodeados con prescripciones de cuidado de sí y de normas
de conducta, de higiene y de moral. Todo esto auspició un proceso de “medicalización de la población”, una
“protopolítica científica” aplicada a la salud física y moral de la población (Murillo, 2000). La institución en
dispositivos estatales y paraestatales de esta matriz de discurso disciplinario sustentaba un régimen de
verdad: toda una forma de pensar la sociedad en sus alcances y en sus límites, una prescripción de conducta
social que era interiorizada en forma de imperativo moral (los valores burgueses de la “moral y buenas
costumbres”, la “decencia”). En fin, se generalizaba el nuevo par de la “normalidad/anormalidad” como
imperativo de integración social y, correlativamente, como criterio de clasificación y juicio de las conductas
desviadas. “Todo ese proceso demandó a la disciplina como técnica-táctica de poder y estableció una línea
de demarcación social, entre el ciudadano normal y el desviado; en esta última categoría cayó la locura y el
crimen, así como su zona intermedia: la contravención. Estas figuras, se transformaron en lo Otro, que le dio
sentido a la identidad de la nación y a sus ciudadanos. La medicina, a través de su modalidad de intervención
dio el modelo para el establecimiento de parámetros de ‘normalidad’ y desvío de la norma, así como para
rencauzar al desviado. Las técnicas de los trabajadores sociales, desde el pedagogo hasta el criminólogo,
pasando por el maestro y el psicólogo, se constituyeron sobre la matriz de diagnóstico e intervención
terapéutica de la medicina” (Murillo et al., 2007: 32). Retomando la reseña del marco teórico de Foucault, el
nuevo régimen de gubernamentalidad involucraba dos vías complementarias del poder, individualizante y
socializante, orientadas a interiorizarse y construir subjetividad o a regular estrategias de solidaridad y orden
social; se corresponden respectivamente con lo que Foucault denominó “anatomopolítica” (disciplinas, a
nivel de los cuerpos) y “biopolítica” (regulaciones, a nivel de las poblaciones).
“Podríamos decir esto: todo sucedió como si el poder, que tenía la soberanía como modalidad y esquema
organizativo, se hubiera demostrado inoperante para regir el cuerpo económico y político de una sociedad
en vías de explosión demográfica e industrialización a la vez. […] Para recuperar el detalle se produjo una
primera adaptación: adaptación de los mecanismos de poder al cuerpo individual, con vigilancia y
adiestramiento; eso fue la disciplina. […] fue la más temprana -en el siglo XVII y principios del XVIII- en un
nivel local, en formas intuitivas, empíricas, fraccionadas, y en el marco limitado de instituciones como la
escuela, el hospital, el cuartel, el taller, etcétera. Y a continuación, a fines del siglo XVIII, tenemos una
segunda adaptación, a los fenómenos globales, los fenómenos de población, con los procesos biológicos o
biosociológicos de las masas humanas. Adaptación mucho más difícil porque implicaba, desde luego, órganos
complejos de coordinación y centralización. Tenemos, por lo tanto, dos series: la serie cuerpo-organismo-
disciplina-instituciones; y la serie población-procesos biológicos-mecanismos regularizadores-Estado. Un
conjunto orgánico institucional: la órgano-disciplina de la institución, por decirlo así, y, por otro lado, un
conjunto biológico y estatal: la biorregulación por el Estado” (Foucault, 2000: 226). “Los conceptos de
‘normal’ y ‘patológico’, tal como fueron acuñados por la medicina, se transformaron en la medida de una
serie de acciones políticas con las que se articulan instituciones estatales y privadas, tendientes a lograr la
gubernamentalidad de la población. Ello se evidencia entre otras cosas en las funciones de organismos del
Estado y de instituciones de encierro a cargo del mismo. La articulación de esas instituciones posibilitó un
ejercicio de la gubernamentalidad que actuó en una doble dirección: por un lado tuvo un sentido totalizante,
en tanto toda la ciudad a través de diversos dispositivos (DNH, Asistencia Pública, Escuela) cayó bajo la
mirada controladora y cuadriculadora de los pode res; por otro lado la gubernamentalidad se ejerció de
modo individualizante, en tanto esos dispositivos gestaron a través de diversas estrategias, el gobierno de sí
mismo, por medio de la aspiración a ideales de limpieza, orden y moral. La construcción de un yo interior, de
una conciencia moral, jugó en ello un papel central. Y en la construcción de esa conciencia moral, el miedo a
las enfermedades físicas y morales fue esencial para la interiorización del imperativo ético” (Murillo et al.,
2007: 32). El proceso de medicalización que describimos se tradujo en varias orientaciones o estrategias,
entre ellas las del “alienismo” y el “higienismo”. Estas estrategias médico-jurídicas valorizaron e
instrumentalizaron la dimensión del espacio, respectivamente el espacio cerrado y el espacio abierto de los
intercambios (Murillo, 2002). El alienismo se aplicó al diseño de espacios de encierro, valorados como
agentes de educación, curación y regeneración, con un modelo eminentemente hospitalario (Robert Castel
se centró en la difusión del orden psiquiátrico, que definió como “edad de oro del alienismo”; 1980). Dicho
modelo (que contaba a la vez con una triple estrategia: distribución precisa del espacio; clasificación
diferenciada de patologías de conducta; relación de autoridad entre médico y paciente) se trasladó al
régimen de prisiones, depósitos de mendigos y contraventores, manicomios, instituciones de minoridad, etc.
En fin, instituyó la idea de lo “correccional”, el encierro controlado para el estudio científico de la
psicogénesis y la etiología moral, la “secuestración” de sujetos por parte del aparato estatal no para purgar
sus condenas, sino para su “resocialización". El higienismo, complementariamente, fue la extensión de estas
estrategias al espacio abierto, al espacio público donde concurre la población sana y laboriosa, es decir,
normal. La progresiva extensión de las estrategias, reglamentaciones y agencias del Estado (a través de su
propio funcionariado y de sus articulaciones y ramificaciones paraestatales) alcanzó bajo su jurisdicción el
diseño urbanístico, de calles y cursos cloacales (“sistema arterial y venoso de la ciudad”, según rezaban
documentos públicos de la época, reproduciendo la imagen organicista de lo social) y la regulación en la
construcción de edificios de viviendas y de plazas y espacios públicos (Gorelik, 1998). Las regulaciones
también alcanzarían la inspección de escuelas y la normatividad de la rutina de trabajo. El prestigio científico
de la medicina legitimó la intervención estatal sobre los espacios del ocio y trabajo públicos, y de la
privacidad. El modelo higienista y el correccional tuvieron su esplendor a nivel internacional entre los años
1930 y 1950. Sus propuestas fueron en buena medida la matriz de políticas públicas emprendidas durante el
Estado de bienestar. No es posible en este trabajo inventariar los avatares de las mismas, sino sólo señalar en
qué medida la emergencia de la cuestión social ligada a los temores de lo urbano impulsó la articulación de
“un triple eje: la gestión de los espacios públicos y privados, la construcción de un sujeto universal desde el
punto de vista de sus facultades morales, aunque con diferenciaciones particulares desde la perspectiva de
sus obligaciones y lugares sociales, y la implementación de la ciencia como instrumento para la gestión de
tales espacios y la constitución de tales sujetos” (Murillo et al., 2007: 36). La contraparte de este proceso de
“normalización” social fue la difusión, a nivel tanto de las regulaciones públicas como del sentido común, de
la discriminación de aquello que la clasificación incluía en el oscuro espacio de la “degeneración” y la
“desviación” social27. Entraban en este espectro tanto la prevención de enfermedades28, la sanción de los
problemas de aprendizaje y conducta en la escuela, la disolu ción familiar o el descuido de los hijos (aun al
límite de su eventual secuestración estatal, contemplada en la ley de patronato), e incluso las faltas de
modales y el aspecto exterior (ser pobre, pero “honrado” o “limpio”). Los inmigrantes que llegaban al país, a
imagen de las familias aristocráticas tradicionales, internalizarían estos criterios de juicio y prejuicio, de
conducta, vestimenta e higiene, que devenían signos de distinción y pertenencia a la “gente decente”,
constitutiva de una cuasi raza, opuesta a los “otros” de los criollos y poblaciones originarias, en una forma de
larvado o abierto racismo. “La ‘raza argentina’ se constituyó en un horizonte a lograr. Raza que no tenía en
todo caso una marca étnica (si bien la apostura de los aristócratas anglosajones o franceses solían servir de
modelo), sino que consistía sobre todo en un modo de ser que implicaba respetar a la patria, a la familia, ser
limpio, aplicado, trabajador, decente, respetar la palabra dada y tomar precauciones para el futuro” (Murillo
et al., 2007: 43).

La sociedad de masas y el estado de bienestar

La cuestión social, como hemos visto, surgió originalmente en el siglo XIX en el marco de desarrollo del
comercio, la industria y la urbanización, encuadrada en las estrategias de construcción de un poder de Estado
y una “Nación”, y avivada en sus términos más dramáticos por la reacción conservadora frente a la
inmigración y las primeras manifestaciones del pauperismo y, luego, hacia fines de siglo XIX y comienzos del
XX, frente a las demandas populares de participación política (la “Revolución del Parque” en 1890, liderada
por la Unión Cívica, germen del radicalismo, y marca fundacional de estas luchas hasta la conquista del
sufragio universal con la ley Sáenz Peña en 1912) y por derecho al trabajo (los sucesos de la “Semana trágica”
de enero de 1919, y la “Patagonia rebelde” entre 1920-21, represión feroz de obreros en reclamo de
derechos, por parte ya del gobierno civil democrático de Yrigoyen).

En las primeras décadas del siglo XX, con la paulatina integración de trabajadores en la economía industrial, y
la socialización de los inmigrantes que devendrían parte de las nuevas “clases medias”, el centro de la
decisión política y aun el modelo cultural dejarían de depender exclusivamente de las élites aristocráticas de
la oligarquía, y en cambio, un nuevo protagonismo político y social de las “masas” marcaría el advenimiento
de una nueva era histórica en la Argentina.

Crisis del liberalismo, auge del nacionalismo y sustitución de importaciones:

El cambio histórico hacia una mayor participación e integración de las mayorías no sería un proceso exento
de tensiones. Especialmente, con los trastornos debidos a la crisis económica mundial tras el crac de la bolsa
de Nueva york en 1930 que afectó la dependencia del modelo agroexportador y auspició un nuevo régimen
económico de sustitución de importaciones. La repercusión política local de este marco histórico de crisis
sistémica del capitalismo está en el golpe militar de Uriburu que puso fin al gobierno democrático radical e
inauguró una serie tristemente larga y duradera de golpes militares y gobiernos de facto en la historia
argentina. En el contexto del debate de ideas en la época de entreguerras, en las décadas de los veinte y los
treinta, acontecimientos como la guerra mundial y la crisis capitalista parecían inaugurar una suerte de “crisis
civilizatoria”, de cuestionamiento del paradigma del progreso asociado a la modernidad y de un pesimismo
generalizado a nivel mundial y, en particular, el descrédito y la aparición de cuestionamientos al liberalismo y
el positivismo. Esta atmósfera de crisis y desazón en nuestro país tuvo por ejemplo su expresión, más allá del
debate académico o filosófico, en letras de tangos que devendrían clásicos del género, como las del gran
compositor Enrique Santos Discépolo, “Yira, yira” (1930) y “Cambalache” (1935), u otras muy conocidas
como el tango “Pan” (letra de Celedonio Flores, 1932), o “Al mundo le falta un tornillo” (letra de Enrique
Cadícamo, 1933).

dicha matriz discursiva como una mera agregación atomizada de individuos indiferenciados, proclives a la
agitación populista y al motín). Los nacionalistas de la década de los treinta ejercieron una crítica de la
democracia, frente a la cual reivindicaban un orden social jerárquico en el que el gobierno político expresara
a las facciones sociales organizadas de modo corporativista (el agro, la Iglesia, la patronal industrial), y no a
todos los ciudadanos por igual, que sumados como individuos en la “masa” sólo podían fundar una “tiranía
de las mayorías”30. La cuestión social se vio excitada tanto por la crisis capitalista como por la creciente
difusión local de las ideas del fascismo europeo, a las que se superpondrían también las propuestas
económicas de inspiración keynesiana del New Deal norteamericano. La prédica fascista y las políticas del
keynesianismo constituían dos programas diferentes que coincidían sin embargo en una crítica –
respectivamente en lo filosófico-político y lo económico– del liberalismo, y apuntaban ambas a un mismo
objetivo: paliar la acuciante cuestión social. La llamada “década infame”, inaugurada con el golpe militar de
1930, se caracterizó en lo político por el auge de las ideologías ya descritas del nacionalismo y por el fraude
electoral, la represión de los opositores y la corrupción generalizada. El filofascismo y la simpatía con las
potencias del Eje en la Segunda Guerra Mundial no impidieron, sin embargo, las concesiones a Gran Bretaña
en materia comercial (el pacto Roca-Runcimann) y de control de transportes. En el plano económico, la crisis
mundial y el aislacionismo comercial de las grandes potencias auspiciaron a nivel local un proyecto de
industrialización por sustitución de importaciones (modelo ISI) y un mayor dirigismo de la política económica
con la creación del Banco Central junto a muchos organismos estatales reguladores (como las Juntas
Nacionales de Granos y de Carnes) y empresas públicas. El modelo ISI de capital intensivo requeriría ingentes
cantidades de mano de obra, que fueron aportadas por las corrientes de migración interna que tuvieron su
primer apogeo en esta época, desde las provincias más pobres del norte hacia los centros urbanos más
importantes del país. El consecuente desarrollo del sector industrial llegaría en 1943 a superar por primera
vez al sector de la economía agropecuaria, y sería la base de una transformación mayor del sistema social y
político. Estas transformaciones de la matriz económica industrial y los cambios y movimientos
poblacionales, como sucedió ya en las primeras manifestaciones de fines del siglo anterior, impactaron
dramáticamente en las ciudades; y de la realidad de los viejos conventillos dentro del espacio urbano
pasaríamos hacia mediados de siglo XX a la nueva imagen de las “villas miseria” agigantadas en los bordes de
la trama urbana, lo que a la vez agitaba en la población nuevos miedos y suponía nuevas formas de la
cuestión social. Si a comienzos del siglo la oligarquía manifestaba su desdén elitista y su temor por la
epidemia de las “masas”, promediando el siglo serían ahora las clases medias urbanas las que revelarían su
discriminación y temor frente a la invasión de los “cabecitas negras”.
El peronismo y el Estado de bienestar:

El ascenso de Juan Domingo Perón, de Secretario de Trabajo y Previsión a la presidencia de la Nación en el


año 1946 y, aun antes, la irrupción de las masas en la Plaza de Mayo para exigir su liberación el 17 de octubre
de 1945 son los hitos que marcan el nacimiento del peronismo y, con él, un proceso de transformación
fundamental en la historia argentina. No se pretende aquí hacer un análisis histórico exhaustivo, sino apenas
señalar y retomar algunos aspectos ligados a la evolución de la cuestión social en relación con el peronismo
y, en particular, su aporte para la institución en nuestro país de un modelo político-social conocido en
general en la historia mundial y en la teoría política como “Estado de bienestar”. De modo muy general y
sintético, y apelando a lo consabido, digamos que la etapa histórica signada por el período correspondiente a
las dos primeras presidencias de Perón (1946-52 y 1952-55) se suele asociar, en lo económico, a una
consolidación del modelo ISI, con el consecuente crecimiento de la clase obrera industrial, y un creciente
intervencionismo de la política económica estatal. En lo político, dentro de un marco democrático, se
instituyó una ideología antiliberal, un fuerte liderazgo carismático y una orientación corporativista para el
ejercicio efectivo del poder, con un significativo crecimiento y reconocimiento de los sindicatos, y una mayor
integración del movimiento obrero dentro del esquema socio-económico. La enumeración de estos hechos
en alguna medida expresa una continuidad respecto del marco económico-político que se insinuaba en años
previos y del perfil que asumían muchos regímenes políticos en la época de la posguerra y los años dorados
del capitalismo fordista. La gran significación y singularidad del peronismo, sin embargo, puede acaso
situarse en un nivel político-cultural: se trató de un parte-aguas histórico que reordenó el mapa social y
dividió de modo profundo y duradero a la sociedad argentina entre dos polos político-ideológicos: el
antagonismo fundamental e irreconciliable entre peronismo y anti-peronismo. “La historia política de la
Argentina en el siglo XX se divide en dos: antes y después del peronismo. Al constituirse como fuerza política
en 1945 desplazó hacia el pasado la tradicional oposición entre radicales y conservadores sobre la que
habían girado las luchas políticas desde la cruzada por la libertad del sufragio. En el lugar de esa oposición se
levantó otra, más cargada de contenidos de clase y tributaria de los conflictos que acompañaron la expansión
de los derechos sociales y la integración política y social de vastos sectores del mundo del trabajo” (Torre,
2002: 3). La oposición fundamental en la Argentina de la primera mitad del siglo XX entre radicales y
conservadores se había basado en las luchas en pos de la conquista de la “primera generación” de derechos
civiles y políticos. Y la etapa inaugurada por el peronismo, con “la institucionalización de las realidades
propias de una sociedad industrial” (Ib.: 4) se caracterizó, al decir de Torre, por mayores “contenidos de
clase”, con el reconocimiento de una segunda generación de derechos, un nuevo horizonte de “justicia
social”. En este sentido, la interpelación política del peronismo a la organización de la clase obrera, con un
discurso crítico de los privilegios de clase de las viejas élites ligadas al modelo agroexportador, supuso una
tensa explicitación y una redefinición política de la vieja “cuestión social”31. La crítica planteada contra el
peronismo desde la izquierda política (con el extremo de la alianza del Partido Comunista con la candidatura
del embajador norteamericano Braden contra Perón, concebida como una versión local de los frentes anti-
fascistas), por el contrario, entendió que la interpelación del discurso peronista al “pueblo”, como unión
interclases, significaba un retroceso y desdibujamiento de la contradicción clasista fundamental del
capitalismo (burguesía vs. proletariado) y suponía el paradójico compromiso de la clase obrera con su propia
explotación dentro del sistema capitalista. En una perspectiva alternativa, el historiador Daniel James (1995)
interpretó en los sucesos del 17 de octubre de 1945, jornada de bautismo del peronismo, lo que definió
como una “iconoclasia laica”: la profanación de propiedades y espacios de las élites, por ejemplo el diario La
Prensa, el Banco Comercial o la sede del Jockey Club y otros clubes y universidades constituían actos de
transgresión del orden simbólico establecido. El peronismo tendría en esta perspectiva, de modo inaugural
en la historia argentina, el valor de un reconocimiento, y aun la institucionalización desde el propio Estado,
de una identidad de la clase obrera, la “dignificación” de los trabajadores y los humildes, y la elevación de la
cultura popular de masas al estatuto de una cuasi cultura oficial. Volviendo al análisis de los aspectos sociales
del peronismo, podemos encauzarlo con la descripción de la difusión más general en esta época de lo que se
llamó “Estado de bienestar”. Se trató de la institucionalización de nuevos derechos sociales a nivel del
espacio laboral (períodos de vacaciones y descanso, condiciones de trabajo y sobre todo salarios más dignos)
y de la intervención estatal y la prestación de servicios públicos universales (planes de vivienda, ampliación
de los sistemas públicos de salud y educación, empresas públicas e inversiones en energía, transporte e
infraestructura). En el caso argentino, durante el gobierno peronista, varias de estas políticas sociales
lograron amplia difusión y visibilidad a través de la labor de la Fundación Eva Perón y de la figura y memoria
indeleble de su conductora. Y claro está, también debe destacarse en este período la ampliación del voto
femenino; el reconocimiento, por fin, de una plena ciudadanía y derechos políticos para las mujeres.

Ahora bien, hecho este breve racconto histórico del primer peronismo y su política social, pasemos al análisis
de las características del Estado de bienestar en un sentido más general, para considerar la efectiva difusión
de este modelo en regímenes políticos de todo el mundo, acompañando los llamados treinta “años dorados”
(1945-73) del capitalismo de posguerra. Visto en una perspectiva más general o macro, este marco histórico
auspició una estabilización del orden político, una articulación entre las políticas públicas y el esquema
económico del capitalismo industrial fordista, la integración de la clase obrera en la sociedad salarial y de
consumo y una consolidación de los procesos antes descritos de disciplinamiento de los sujetos y de
regulación y “normalización” de la población. “El período de tres décadas que va desde 1945 hasta mediados
de los setenta constituye a nivel mundial lo que dio a llamarse los “treinta gloriosos” considerados como una
“etapa de oro” de la economía industrial capitalista. A partir de una articulación de taylorismo y fordismo, en
tanto formas predominantes de organización del trabajo, con la teoría económica keynesiana y las políticas
welfaristas se construye un modo particular de “dar respuesta” a la cuestión social y una forma definida de
gobierno de la fuerza de trabajo y de administrar la contraposición entre trabajo y capital: el salariado
(Castel, 1997). Esta forma de gobierno de los sujetos supuso la construcción de fuertes anclajes identitarios,
en particular en el trabajo, y la posibilidad de construcción de cuerpos y proyectos colectivos” (Murillo et al.,
2007: 52). Los debates en el campo académico mundial y las alternativas teóricas en torno al análisis y
definición del Estado de bienestar han sido abundantes y es imposible reseñarlos aquí. Digamos apenas que
aquél puede en verdad concebirse como una extensión del Estado protector moderno clásico, lo que por
ejemplo el francés Pierre Rosanvallon (1995) llamó “Estado Providencia”32. La propia denominación del
Welfare State, por otro lado, también asocia este modelo de bienestar con la difusión de las políticas
económicas keynesianas durante la posguerra, como respuesta a la vez a la crisis económica y la cuestión
social (Hobsbawm, 1995; Holloway, 1994). Podemos reseñar el conocido planteo del sociólogo danés Gøsta
Esping-Andersen (1990), provechoso por la simplicidad de su clasificación, que distingue tres modelos de
bienestar: “liberal”, “conservador” y “socialdemócrata”; respectivamente, vinculados con las experiencias de
los países anglosajones como EEUU y Reino Unido, los países de la Europa continental como Alemania y
Francia y los países escandinavos. En el marco teórico de Esping-Andersen, estos modelos (a los que
agregaría más adelante un posible cuarto modelo mediterráneo, tras su experiencia en Italia y España) se
basan diferencialmente “en las hipótesis fundamentales sobre las insuficiencias del mercado laboral y de la
familia” (Esping Andersen, 2001: 202) (los regímenes de bienestar resultan así en procesos de des-
mercantilización y desfamiliarización); y “se distinguen entre sí de acuerdo con la distribución de
responsabilidades sociales entre el Estado, el mercado y la familia (los que constituyen la “tríada del
bienestar”) y, como elemento residual, las instituciones sin fines de lucro del ‘tercer sector’” (Esping-
Andersen, 2001: 207-8)33.

La difusión de los modelos y regímenes bienestaristas, ligados a las experiencias de las socialdemocracias
europeas, como correlato del establecimiento de una “ciudadanía social” (Marshall), tuvieron un indudable
éxito en la reducción de la pobreza y la redistribución social de la riqueza, la articulación política entre
corporaciones y grupos de interés (sindicatos, partidos políticos, patronales empresarias), una relativa
eficiencia en la productividad y desarrollo económicos, la recompensa y protección contra riesgos en el
mercado de trabajo. En un balance político general relativo a la cuestión social, los regímenes de bienestar
parecieron brindar una aparente solución, suturando las heridas del contrato social con su éxito para la
integración de las mayorías de la población en el salariado. En un orden de posguerra signado por la
memoria cercana de la guerra del fascismo contra el liberalismo y del auge del comunismo, la fórmula
práctica del “bienestarismo” socialdemócrata fue exitosa en la integración del movimiento obrero al orden
político liberal y la economía capitalista, el establecimiento duradero (al menos hasta fines de la década de
los sesenta) de una cierta paz social, y resultó una estratégica contención de la amenaza soviética en el
marco de la Guerra Fría.

El ascenso y la doble moral de las clases medias:

Tras el anterior análisis de las políticas económicas keynesianas y de intervención estatal en el mundo del
trabajo, y de las variantes políticas del Estado de bienestar que caracterizaron la consolidación y los “años
dorados” del capitalismo fordista en la posguerra, cabe concluir este capítulo acerca de la sociedad de masas
atendiendo a algunas variables sociales sobre el impacto de aquellos procesos macro políticos y económicos
en la vida cotidiana y en la morfología de la sociedad. En particular, con la integración de las mayorías de la
población en el salariado y la difusión de regímenes bienestaristas, se destaca como nota sociológica
dominante en la contemporaneidad el creciente predominio y protagonismo de las llamadas “clases medias”.
Esta denominación peca de cierta vaguedad teórica34 y designa un amplio espectro social cada vez más
mayoritario en las sociedades modernas, definido por la variable económica y laboral (profesiones liberales y
un cierto poder adquisitivo) y también por aspectos socio-culturales, que nos interesa aquí destacar: una
cierta pretensión de estatus social diferencial, que aleja a las clases medias de los sectores populares (y de la
rutina del trabajo fabril o manual), para auto-percibirse en cambio a imagen del modelo burgués; y en
particular, una voluntad de “ascenso social” con una fuerte apuesta y valorización del acceso a la educación y
la cultura. El análisis de clases sociales clásico tiene una lógica dificultad para incluir la realidad de las clases
medias dentro de su clasificación de las clases sociales35; y, como vimos ya en un capítulo anterior, la obra
de Pierre Bourdieu permite complejizar el análisis de clases y resulta especialmente pertinente para pensar
las clases medias, por las apuestas de éstas a la distinción social a través de la trayectoria profesional y un
mayor capital cultural y educativo. La posición estructural de medianía entre clase alta y baja definió como
parte del habitus de las clases medias lo que puede definirse como “doble moral” o “hipocresía
pequeñoburguesa”. Esta doble moral explicaba, por una parte, la reacción especialmente feroz de las clases
medias contra toda forma de grosería y de las desviaciones y enfermedades morales de la plebe y, por otra,
la vara distinta con que se juzgaba la dudosa virtud de las clases altas, responsables de las múltiples formas
de corrupción política y de explotación de clase, y que aún miraban con desdén a las propias clases medias y
su ostentosa pretensión de ascenso. Entre una dignidad imaginaria cuasi aristocrática y, a la vez, una cercanía
al mundo del trabajo y la necesidad económica, las clases medias se refugiaron y anclaron sus esperanzas de
ascenso social en el valor de la educación y en los ideales y formas y modales de la “decencia” (como ya
hemos visto, formas ellas todas del proceso de “normalización” social y de disciplinamiento de los sujetos
para el orden y la vida laboral del capitalismo). Como dijo el ensayista Arturo Jauretche, en relación con su
famosa definición del “medio pelo” en la sociedad argentina: “Es la situación forzada de quien trata de
aparentar un status superior al que en realidad posee […] El medio pelo procede de dos vertientes. Los
primos pobres de la alta clase y los enriquecidos recientes” (Jauretche, 1966: 280). En la Argentina, hacia
fines de siglo XIX y comienzos del XX, las ocupaciones secundarias ligadas a la economía agroexportadora
(industria y manufacturas y servicios como el transporte y la estiba) conformaron la clase obrera; y fue la
expansión de las actividades llamadas “terciarias”, ligadas a la administración y el comercio, la que dio origen
a la clase media. Los extranjeros inmigrantes serían quienes se integrarían a las ocupaciones más modernas,
como industria y servicios, y los argentinos nativos quedarían en actividades tradicionales, como artesanía y
servicio doméstico. Hay dos mitos muy difundidos y vinculados entre sí acerca de la Argentina que han
buscado distinguirla como un supuesto caso excepcional respecto del resto de países de América Latina. El
primero es el mito de la Argentina “blanca”, basado en la antedicha filiación de la clase media local con los
con tingentes de la inmigración europea, que sentó un precedente y marca de distinción de tipo étnico, entre
una clase trabajadora “morocha” y una pequeña burguesía “blanca”. El segundo mito, que ahora evaluamos,
es la idea de la Argentina “de clase media”. Ambos relatos responden en parte a la realidad y, en parte, son
producto de una lectura parcial e interesada de la historia del país, una narrativa histórica oficial inaugurada
ya en el siglo XIX con Mitre que, junto también con los planes sarmientinos de educación pública y otras
estrategias de integración social, expresaron al fin el propio proyecto de Nación de las élites ilustradas
locales, que imaginaban un país con distancias sociales menores y más integrado, inscribiendo la historia
nacional dentro de un proceso universal de “modernización” (Adamovsky, 2009b). En la historia política
concreta, en verdad el ascenso de las clases medias no fue sencillo ni exento de alternativas dramáticas, y
para su reconocimiento social tuvieron que librar una primera batalla contra la cerrazón y los privilegios de la
aristocracia. En este sentido, la entrada protagónica de las clases medias en la historia argentina, que
marcaría su identidad política, suele asociarse con el ascenso del radicalismo36, que expresó el espíritu de
ascenso social e integración a partir de la conquista de derechos políticos, traducido en la conquista del
sufragio universal que llevó a la presidencia a Hipólito Yrigoyen. En dicho ciclo, con hitos como la reforma
universitaria de 1918 y con la apertura y distribución del empleo público, se cimentó una relación duradera
entre el radicalismo y las clases medias asalariadas.

A medida que se consolidaron las clases medias en ascenso, al integrarse y confundirse como parte de la
burguesía, el eje de diferenciación pasaría a la distinción en el espacio social respecto de la clase trabajadora
y los grupos sociales subalternos. Paradójicamente, y mostrando acaso lo que antes definimos como una
cierta forma de “doble moral”, los inmigrantes y sus descendientes, que habían sufrido antaño el rechazo de
las familias patricias tradicionales, reprodujeron paralelamente después una reacción similar en contra del
aluvión inmigratorio interno de los “negros” y “grasas” del norte que habían arribado a las ciudades. Este giro
de la cuestión social y los nuevos prejuicios de la clase media urbana correspondieron y se hicieron visibles
especialmente con la nueva etapa histórica inaugurada por el ascenso al poder del gobierno peronista.

El fantasma del peronismo: “la pequeña burguesía en el purgatorio”:

En un plano estrictamente sociológico, el primer peronismo fue una etapa de consolidación de la clase
trabajadora, aunque no tanto en lo que respecta a las clases medias, las que tendrían una nueva expansión
significativa recién en los años sesenta por efecto del desarrollismo: “A partir de 1945, en el modelo del
primer justicialismo, claramente hay una política social de mejoramiento del bienestar de los sectores
populares, pero en lo que hace a la estructura social, en términos del volumen y movilidad de las clases, no
hubo grandes cambios. Esas modificaciones ocurrieron más intensamente durante el período del modelo
desarrollista, que va a desplegarse entre 1958 y 1972. No es posible decir que no haya cambiado nada, pero
el del justicialismo no fue un modelo transformador en ese aspecto: uno de los indicadores de modernización
que suele tomarse para el análisis de la estructura social es el incremento de las clases medias asalariadas
(técnicos y profesionales de inserción estable, con trabajo en blanco y pleno) y éste no ha sido uno de las
rasgos característicos del primer peronismo, cosa que sí es más notable en el desarrollismo por las
modificaciones que introdujo en la producción industrial” (Torrado, 2010). Sin embargo, cabe decir del
peronismo que fue la etapa histórica de una cierta consolidación de las clases medias en el aspecto político-
cultural e ideológico. El historiador Ezequiel Adamovsky (2011) plantea de este modo una de las hipótesis
centrales de su análisis sobre la clase media argentina: “el momento de arraigo definitivo de la identidad de
‘clase media’ fue el del peronismo. […] La reacción antiperonista agrupó por primera vez de forma sólida los
intereses de la élite con los de una gran proporción de los sectores medios. En los años peronistas, ser ‘de
clase media’ era una forma de diferenciarse de las identidades que proponía el peronismo, centradas en el
‘trabajador’ como figura principal de la nueva nación que se buscaba construir. También en esta ocasión
hubo políticos e intelectuales que favorecieron la expansión de la identidad de ‘clase media’, esperando
estimular así una reacción de orgullo social contra el fenómeno peronista. En tiempos de Perón se instalaron
poderosas visiones académicas acerca de la sociedad argentina y de su historia, que por primera vez
colocaban a la ‘clase media’ en el papel protagónico estelar. Como en tiempos de Sarmiento y Mitre, las
clases bajas (‘negras’ y peronistas) fueron catalogadas como portadoras de la ‘barbarie’ que amenazaba la
‘civilización’ argentina. En esta forma de imaginar la nación, la ‘clase media’ -que, por omisión, se suponía
blanca, educada y de las regiones ‘modernas’ de Buenos Aires y el Litoral- ocupaba el sitial de honor como
motor del progreso y garante de la libertad contra la tiranía populista. Así, la identidad de clase media arraigó
fuertemente en estos años cargada de componentes peculiares y furiosamente anti plebeyos”. La clase
media quedó entonces parada (duraderamente) en la vereda del antiperonismo (o “gorilismo”, en jerga
peronista) y se plegó al frente civil-político que derrocó a Perón, bajo la bandera de la democracia contra la
presunta “tiranía” del régimen depuesto. Para aquellos sectores de clase media reprimidos o efectivamente
postergados por el peronismo, los años inmediatamente posteriores a la “Revolución Libertadora”
parecieron insinuar un tiempo de apertura y mayor libertad en el ámbito cultural: por ejemplo, con el
restablecimiento de la autonomía universitaria con cogobierno estudiantil y la designación del socialista José
Luis Romero como rector de la UBA; o la reorganización del CONICET; o la creación del Fondo Nacional de las
Artes, presidido por la aristocrática Victoria Ocampo, al tiempo que reabría también, por ejemplo, el principal
teatro de la comunidad judía, el IFT, de tendencia comunista. Pero este optimismo prontamente entraría en
crisis con las divisiones de los representantes políticos respecto de qué hacer con el peronismo y, luego,
frente a las deficiencias de las presidencias radicales y la creciente imposibilidad de sostener una efectiva
institucionalidad democrática (Cavarozzi, 2006). La evidencia creciente de una tendencia al autoritarismo en
la sociedad y la política se comprobó plenamente con el golpe del general Onganía contra el debilitado
gobierno radical de Arturo Illia en 1966. El proceso de la “Revolución Argentina” inauguró un largo período
de inestabilidad política, signado por la disputa entre sectores nacionalistas-desarrollistas y otros más
liberales al interior de los grupos dirigentes, la represión y el conservadurismo cultural (con casos
emblemáticos como el de la irrupción policial dentro de la UBA en la “noche de los bastones largos” del 29 de
julio de 1966), y la resistencia cada vez más abierta de la clase trabajadora y la imposibilidad de encontrar
una solución a la proscripción del peronismo. Podemos pues repetir aquí el planteo de Adamovsky: la
concepción del parte-aguas histórico del peronismo como anclaje fundante y persistente de la identidad de
clase media argentina. Efectivamente, podemos ver cómo la clase media siguió signada en forma duradera
por la experiencia y el fantasma del peronismo y, tras el derrocamiento de Perón en 1955 y a medida que se
imponía la desazón frente a la inestabilidad y el autoritarismo en el campo político, cada vez más amplios
sectores de intelectuales de la clase media comenzaron una severa auto-crítica (como la definió Carlos
Altamirano en un conocido ensayo sobre el tema: “La pequeña burguesía, una clase en el purgatorio”; 1997),
un replanteo de su ambiguo lugar social y político y su distancia respecto de los sectores populares y de la
clase trabajadora. La progresiva politización de sectores intelectuales de clase media responderá tanto al
propio contexto nacional, como también al contexto mundial de fines de los años cincuenta y de la década
de los sesenta, signado por los procesos de descolonización y resistencia “tercermundista”, con el impacto
singular en la región y en nuestro país de la revolución cubana en 1959 (Terán, 1993). “La imagen de la clase
media y su lugar en la nación sufrieron severos cuestionamientos luego de 1955. Un creciente giro hacia la
izquierda afectó todas las áreas de la vida nacional, incluyendo las identidades” (Adamovsky, 2009b).

La proscripción política y represión sistemática del peronismo no hicieron más que acrecentar su
representatividad en la clase obrera y lo convirtieron en una bandera de resistencia, que no tardaría en
identificar a sectores cada vez más mayoritarios de la sociedad civil, provocando una situación de vacío o
“empate hegemónico”37, en contra de los regímenes políticomilitares de facto, que buscaban instituir lo que
el politólogo Guillermo O'Donnell definió como un “Estado burocrático-autoritario” (1982). La llamada
“resistencia peronista” en las fábricas entre 1955-58 fue base de un nuevo sindicalismo más “basista” y
clasista (que también derivó en grupos de izquierda no peronista; por ejemplo, el caso del dirigente de
ideología marxista Agustín Tosco, importante referente del Cordobazo); el cual chocaría luego con la facción
del sindicalismo más participacionista y conciliador con los gobiernos de facto, representada por la fracción
“Azopardo” de la CGT de Augusto Vandor y su proyecto de un “peronismo sin Perón” (James, 2010).

A la par de estas alternativas en el movimiento obrero, un sector politizado en el seno de la clase media
buscó a su vez acercarse al movimiento popular, nutriendo una nueva corriente de “izquierda peronista”, de
lo que surgirían en los años setenta agrupaciones como FAR, FAP y Montoneros (junto a las de izquierda
marxista como el PRT-ERP). En suma, la conflictiva cuestión social y política planteada tras el derrocamiento
del peronismo seguiría condicionando la historia argentina, sin una solución por parte de las clases
dirigentes, hasta el gobierno de Lanusse, cuando se habilitaría por fin el retorno del peronismo al poder en
1973. En fin, para recapitular e ir concluyendo este apartado, debemos cerrar aquí el relato histórico, para
retomar en lo que sigue unas consideraciones sociológicas más generales. Retrospectivamente, la época
inaugurada a mediados de siglo XX por el peronismo constituyó, paradójicamente y a pesar del anti-
peronismo de la clase media argentina, la de la generalización más plena en nuestro país de un modelo social
típico de clase media. Efectivamente, el peronismo auspició la integración de una mayoría de la población
trabajadora en un espectro social de clase media, en un sentido demográfico y socioeconómico, gracias al
acceso mayoritario a nuevos estándares de bienestar y de poder adquisitivo y de consumo. Como base de
esta transformación social debe contarse, claro está, el factor del desarrollo de la economía industrial
fordista, con su correlativa política de pleno empleo y altos salarios. Pero también debe destacarse un nuevo
fenómeno, cada vez más significativo: el desarrollo e impacto creciente de los medios de comunicación
masivos y de las industrias culturales. Estos incorporaron elementos de la cultura popular y los fundieron en
el nuevo paradigma de una verdadera “cultura de masas”, matriz cultural contemporánea que aunó y asimiló
valores, imaginarios y hábitos de recreación y consumo comunes a las distintas franjas de la población. La
época que coincide con la década de los sesenta quedará siempre caracterizada por el auge de un proceso de
“modernización” de la cultura y los hábitos de la población, con impacto directo en las clases medias, que
involucró toda una serie de fenómenos diversos. Podemos resumirlo, por una parte, en una complejización
de la estructura social con protagonismo de nuevos grupos de demandas (feminismo y “revolución sexual”,
demandas de nuevas minorías) y, por otra parte, en la difusión de una cultura de masas más globalizada,
ligada tanto a la expansión de una sociedad de consumo y una industria cultural mediática y mercantil, así
como a la difusión de nuevas expresiones culturales y estilos de vida liberales y libertarios y de impronta
juvenilista (el rock y la cultura juvenil, el hipismo, los happenings y modas del diseño y arte contemporáneos,
el ecologismo y el pacifismo, el movimiento estudiantil, las nuevas variantes de izquierdismo anti-soviético,
con el existencialismo, el estructuralismo y el marxismo dando que hablar en aulas y tertulias, dándose todos
cita en el

“Mayo francés” de 1968, o también un año después aquí en el “Cordobazo”) (Hobsbawm, 1995; Longoni y
Mestman, 2010; Grieco y Bavio, 1995). Así pues, desde mediados de siglo XX, con la generalización de la
sociedad y cultura de masas, la sociedad argentina adquirió un nivel inédito de homogeneidad de su
población (sobre todo en comparación con otros países de la región) tanto en lo social como en lo cultural (y
más allá de las divergencias planteadas en lo político en nuestro país por el fantasma del peronismo).
Corresponderá pues afinar la mirada y distinguir matices; y, al mismo tiempo que vale conservar la clave del
análisis de clases clásico, el nuevo escenario habilita la concepción o análisis de “fracciones” de clase al
interior del amplio y dinámico espectro de las clases medias. Esto es lo que comúnmente hemos todos
incorporado ya en el sentido común, con la distinción nominal entre sectores de clases “media-alta” o
“media-baja”. También veremos que se hablará, en función del análisis dinámico de las trayectorias sociales,
de una “nueva pequeña burguesía” contemporánea, ligada con la nueva economía de servicios, y surgirá la
denominación de “nuevos ricos”. Por otro lado, también aparecería contemporáneamente la “clase media
empobrecida”, en el contexto de crisis económica y desempleo estructural configurado por el auge de las
políticas neoliberales de las últimas décadas del siglo XX. Nos ocuparemos más de esto en un próximo
capítulo, cuando abordemos el análisis de la situación contemporánea, y lo que hoy en día se denominaría
“nueva cuestión social”.

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