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ESE OSCURO DESEO DEL OBJETO

Lo contrario de la ilusión es el objeto. De este modo, cuando los primeros pintores modernos ata -
caron frontalmente el ilusionismo perspectívico heredado del Renacimiento, acercaron sus crea-
ciones al ámbito de las cosas. El arte, inquilino tradicional de un empíreo (imperio) metafísico, des-
cendía a la materia. Ángel caído de la Cultura, abandonado de los dioses, ¿Que otra alternativa le
quedaba sino plegarse al capricho de los hombres? Por eso, perdida la representación, las obras
de arte confirmaron su aptitud física para satisfacer el impulso de posesión.

La primera formulación radical de todo esto apareció entre los fauves. Matisse lo dijo claramente:
"A fin de cuentas yo no pinto una mujer, hago un cuadro". Con mayor precisión indicó los usos
ideales que imaginaba para su pintura: "Sueño con un arte equilibrado, puro, apacible, cuyo tema
no sea inquietante ni turbador, que llegue a todo trabajador intelectual, tanto al hombre de nego-
cios como al artista, que sirva como lenitivo, como calmante cerebral, algo semejante a un buen si -
llón que le descanse de sus fatigas físicas". La pintura como aspirina del espíritu, como tresillo de la
conciencia. Aunque parezca difícil en esta línea ir más allá, las realizaciones de Matisse y de sus
amigos se vieron muy pronto sobrepasadas por otras propuestas aún más radicales.

El cubismo, en efecto, incrementó de modo inusitado la objetualización del arte, y lo consiguió


atacando en todos los frentes, con violencia sistemática, los pilares en que se apoyaba la tradición
de la pintura occidental. La geometría, al tiempo que se afirmaba con total explicitud (de ahí ha-
bría venido el nombre para este movimiento), negaba su aptitud para dar cuenta de la naturaleza
o la apariencia de las cosas. En las obras cubistas más representativas las líneas se entrecruzan; los
planos ilusorios se yuxtaponen, se encabalgan, se contradicen; la tercera dimensión se niega como
vista ideal pero se manifiesta, por el contrario, en su dimensión táctil, manual. Lo ha precisado
Braque: "Dans la nature il y a un espace tactile, je dirai presque manuel..." En otro lugar declaró
que le interesaba esa mínima profundidad ilusoria que permitía sentir el espacio del cuadro "al al -
cance de la mano". Como un objeto del que uno se puede apropiar. En relación con todo eso están
los temas. Las señoritas de Aviñón y las demás obras del "periodo negro" de Picasso no se inspiran
en seres de carne y hueso, sino en estatuillas africanas o ibéricas. El ser humano pintado es la ver-
sión objetualizada de otros objetos de interés arqueológico o etnológico. Cuando, ya en el período
analítico (hacia 1910-11), encontraremos retratos reconocibles como los de Vollard o Kahnweiler,
una multitud de planos diminutos con tonalidades plúmbeas reforzará, más que la deseada di -
mensión objetiva que se supone a todo buen retrato tradicional, otra objetual. Por encima del re-
ferente se impone la materia.

La evolución más lógica se produce hacia 1912. Por esas fechas Picasso y Braque reducen su temá-
tica a un tipo peculiar de naturalezas muertas no gastronómicas: periódico, guitarra, pipa, copa,
botella de Vieux Marc, violín, baraja, etc. Sin emoción alguna, con la frialdad de lo que no sugiere
ninguna de las pasiones, estos cuadros son objetos entre objetos. No se trata de ningún objeto co-
locado ante la realidad. Tampoco quieren hablarnos de la simultaneidad visiva o de la cuarta di-
mensión, como tantas veces se ha dicho. El cuadro cubista ideal fagocita los objetos, los digiere y
los reinterpreta hasta conseguir ser él mismo otro objeto singular. A partir de la famosa Naturale-
za muerta con silla de rejila (Picasso, 1912), las cosas invaden la superficie de la tela y la pintura se
convierte en "otra cosa". El descubrimiento del collage fue para el mundo del arte como un pode-
roso sumidero que se tragó rápidamente los últimos vestigios de la herencia romántica. Las activi-
dades de pintar o esculpir fueron sustituidas por las de construir o elaborar.

En esa vorágine apareció la escultura específicamente moderna como un paradigma incuestiona-


ble del comportamiento artístico de nuestro tiempo. Las guitarras de cartón y chapa, hechas por
Picasso a partir de 1912, u otras como obras como el célebre vaso de ajenjo o la naturaleza muerta
de la Tate Gallery (1914), eran el desarrollo más consecuente posible de las "pinturas" del cubismo
sintético. Los objetos representados aparecían destripados, deconstruidos en la más inquietante
de las reconstrucciones. Si el arte se disolvía en el objeto, solo el objeto podía ser arte. Desde en -
tonces hasta ahora el número y la variedad de las manipulaciones de la materia, supera cualquier
posibilidad razonable de enumeración. Julio González, estimulado por Picasso, suelda piezas de
hierro, las tortura hasta conseguir que una nueva carga poética parezca emanar directamente de
las características del material. De ahí se nutren innumerables maestros de la escultura contempo-
ránea como David Smith o Chillida.

Otro resultado de esta peculiar objetualización es lo que podíamos llamar la pérdida del aura labo-
ral. Manchado por la grasa o por el óxido de hierro, obligado a servirse de las herramientas de la
producción industrial, el artista en su trabajo se parece a los obreros. Y, como el hábito hace mu-
cho al monje, también siente en sus carnes la sensación enajenante de la desigualdad y la opre-
sión. El artista, soñándose "hermano de la clase trabajadora", fabricante de objetos para alguna
modalidad de consumo, tiende a situarse en el más duro y difícil de todos los territorios sociales:
odia a la burguesía y al capitalismo, quienes, por cierto, directa o indirectamente, soportan su acti-
vidad, ama nominalmente a la clase obrera, la cual paga tal amor con la ignorancia y el desprecio
hacia el trabajo artístico; recela de los intelectuales, a los que ve encastillados en el intento de qui -
tar y poner sentidos a toda su actividad. El resultado es que, para unos y otros, e incluso para si
mismo, el artista supera la concepción habitual del desclasado. Identificado cada vez más con su
obra, él es por lo tanto el objeto.

Mucho se podría hablar, en esta línea, del constructivismo ruso. Las obras teóricas de Taraboukin y
otros hicieron pensar que, efectivamente el caballete dejaba su sitio a la máquina. Pero aún esta-
mos esperando al "hombre nuevo". En la Rusia que configuró el estalinismo, artistas y obreros se
repartieron su papel social de un modo algo parecido a como estaba en la época de los zares. Gran
parte del arte soviético ha sido purpurina y cartón piedra, kitsh, como tanta producción "comer-
cial" occidental. Y de aquí viene otra lección: cuando se quieren mantener la emoción y el patetis-
mo de un modo artificioso, se cae con frecuencia en el bibelot insustancial. El cultivo masivo de la
iconolatría sugiere que las ideas solo anidan ya en el fetichismo del objeto. El arte también se
adentra así en el terreno material.

Pero la vanguardia rusa revolucionaria fue, durante una época, deudora reconocida del futurismo
italiano, un curioso movimiento desde el punto de vista que ahora analizamos. La exaltación de los
objetos del mundo industrial (automóviles, aviones, locomotoras, máquinas militares...) implicaba
un doble movimiento intelectual: aniquilación de la iconografía romántica y elevación de la técnica
al altar de lo sublime. El arte no pierde su aura, cambia solo de lugar. Los pintores, inspirándose en
las imágenes simultáneas captadas por el "fusil fotográfico" de Marey, intentan reproducir la ilu -
sión del movimiento. La retórica pomposa de Zaratustra impregna todos los manifiestos y discur-
sos con su lastre de simbolismo decimonónico. Más que cambiar radicalmente las cosas, el objeto
se hacía sujeto.

¿Era inevitable la revolución de Marcel Duchamp? ¿Habrían existido sus propuestas sin esos "pre-
cedentes"? Sea como fuere, nadie puede discutir su poderosa singularidad. Hacia 1913 concibe el
plan general de La mariée con una serie de elementos diagramáticos que niegan, al mismo tiempo,
el ilusionismo visual y la complacencia sensual con el objeto. La superación del cubismo y del futu-
rismo viene por la vía conceptual. Esa obra de arte no "reside" en la esfera de lo material, sino en
la frágil transparencia que evoca un material invisible como es el cristal ¿No es lógico que se rom-
piera o que quedara inconclusa?

Para un hombre que ha abandonado la pintura y que ha elegido la obra literaria de Raymond
Roussel como faro y guía de su actividad, el trabajo de como el Grand Verre exigía un complemen -
to material: El ready -made. Las cosas que están ahí son recuperadas por el artista procurando que
no pierdan ni un ápice de su neutralidad. Nada de sentimientos o emociones. La ironía es una téc -
nica del distanciamiento artificial que Duchamp maneja jugando con los desplazamientos de posi-
ción o lugar y, gracias al título, con un cambio del ámbito mental. Los objetos de Duchamp no son
ni amables ni odiosos pero subvierten el universo. El orden es convencional, parecen decirnos,
aunque se cuidan mucho de invitarnos a una revuelta generalizada. No olvidemos que Marcel Du-
champ "fabricó" un número muy limitado de ready-mades y aún de esos autorizó muy pocas répli-
cas. Esta operación con los objetos tiene una indudable vocación de ejemplaridad, como ocurrió
siempre, por lo demás, en todas las obras de arte que querían ser de calidad. El objeto destruye al
arte, pero lo sustituye apropiándose de su dimensión moral.

El último trabajo importante de Duchamp nos invita a una reflexión particular. Los Étant donnés
pude considerarse como la versión hiperilusionista del grand verre, la representación más sensual
y menos esquemática de “la novia desnudada por sus solteros, incluso”. Aclara, desde luego, la
posición global del autor ante la vida, reafirmando definitivamente el papel central del erotismo
en su obra. Yo creo además que, sin excluir otras interpretaciones complementarias, los Étant don-
nés constituyen una obvia firma anagramática: Rrose Sélavy-Duchamp, éros c´esta la vie du champ,
el amor es la vida del campo. En un juego típicamente duchampiano, el amor es femenino y la na-
turaleza masculina. El amor mueve el mundo que está dentro de nosotros al otro lado de la puerta
(el único objeto material, por cierto, que puede "tocar" el espectador) Lo visual es una mero resor -
te ilusorio e ilusionado de lo mental. El objeto de nuestro deseo es tridimensional pero se resuelve
en la conciencia, como si tuviera (también) la transparencia aséptica del cristal. El sujeto es abrasa-
do por el objeto.

Pero cuando Duchamp concibió y elaboró en secreto los Étant donnés, ya se había producido la re-
volución surrealista del objeto. La pretensión de este movimiento es política, en el sentido más es-
tricto de la palabra. Los surrealistas insisten en su deseo de "desacreditar" el mundo de la reali-
dad, de "subvertir" el orden establecido. El objeto no busca, pues, un lugar neutro desde el que
pueda predicar una aristocrática ironía. La famosa divisa de Lautréamont ( “Hermoso como el en-
cuentro fortuito de un paraguas y una máquina de coser sobre una mesa de operaciones”) postula
la importancia que, en una primera fase, se concedía a la revelación casual de lo maravilloso. La
etapa siguiente, que se inicia hacia 1929-30 con una mayor implicación política del grupo, cuenta
ya con el impulso " renovador" de Salvador Dalí, gran fabricante de objetos surrealistas. La influen-
cia del psicoanálisis permitía ver el objeto como un símbolo y éste como un síntoma revelador de
la podredumbre burguesa. Poco importa aquí considerar la lucha interna entre quienes pretendían
utilizar todo esto para alcanzar un estado de conciencia superior donde las contradicciones se ha-
brían superado, y quienes solo deseaban manifestar la belleza poética de lo oculto y del horror. El
objeto desplazado, el objeto revelado, el objeto epifánico, era el verdadero protagonista ¿Y la mu-
jer o el amor? Mera cosa resplandeciente o tenebrosa, como en los objetos por Yves Tanguy: "La
femme est l être qui projette la plus grande ombre ou la plus grande lumiere dans nos reves" , se
decía, citando a Baudelaire, en el primer número de la révolution surréaliste...

El paseo triunfante del objeto por el arte (y por la conciencia) de nuestro siglo ha continuado des -
pués de la Segunda Guerra Mundial. Pese a episodios "románticos" como el expresionismo abs -
tracto o la más reciente transvanguardia, y pese a las pulsiones conceptuales o neoconceptuales,
la pérdida de representatividad del mundo exterior y la afirmación de "la cosa hecha" respecto al
sujeto, parecen conquistas irrenunciables. "Es lebe die neue Maschinenkunst Tatlins", mostraban
Grosz y Heartfield en un cartel durante la feria dadá de Berlín (1920). "¡Viva la ilusión del objeto!",
parecemos exclamar ya todos.

FUENTE- Juan Antonio Ramirez- REVISTA EL PASEANTE Nº 10

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