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Antropología Aplicada- Roger Bastide

Cap.1

I. La antropología de misión universalista

Se puede decir que, desde los primeros contactos entre poblaciones


europeas y poblaciones indígenas al menos desde el momento en
que son grupos, no ya individuos, los que se enfrentan: grupos de
mercaderes, grupos de misioneros, el grupo dominante,
atrincherado en su orgullo cultural, elabora una estrategia tendiente
a modificar la mentalidad, transformar los comportamientos y
reorganizar las estructuras sociales de los grupos dominados en
función de intereses externos a estos últimos. Sería erróneo
considerar como un fenómeno reciente aquello que los anglosajones
llaman «aculturación controlada» y nosotros «aculturación
planificada». Su origen se remonta a los comienzos de las relaciones
interétnicas. El grupo comerciante procuraba, mediante regalos,
despertar necesidades nuevas que crearan nuevos mercados para
los productos industriales europeos, y asimismo atraer hacia las
metrópolis lejanas -merced al «trueque», que fue anterior a la trata-
los productos exóticos. El grupo misionero pretendía arrancar a las
«tinieblas» del paganismo las almas de los indígenas, para hacerlos
elevarse a la fe cristiana. Basta con estudiar, por ejemplo, las
reducciones jesuíticas de América del Sur para darse cuenta de
cómo la voluntad de planificación fue llevada hasta sus últimas
consecuencias, puesto que para producir un cambio más acabado
en las sociedades amerindias se las aislaba, se las arrebataba a
toda influencia que pudiese llegarles de su medio o del propio
pasado, y se las transformaba en una especie de internado o colegio
en el que toda una etnia se hallaba bajo el control de un puñado de
pedagogos. Cuando los misioneros comenzaban su obra no lo
hacían sin planes, sin meditados designios, sin una elaborada
estrategia.
Sin embargo, por lo que se refiere a esta época, sería impropio
hablar de antropología social aplicada. En principio, sencillamente
porque no existía aún la antropología científica. Los planes
elaborados en Roma, Madrid o Lisboa debían ser proseguidos o
modificados al ritmo de los acontecimientos, es decir, según las
reacciones espontáneas, imprevisibles, de aque-

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llos a quienes se quería evangelizar- • A todo lo largo de esta primera
etapa, a la que podríamos calificar de precientífica, hubo una mezcla
de razonamientos, anticipaciones y empirismo. El método utilizado
entonces se define como de «ensayo; error». La objetividad se
desprendía por aproximaciones progresivas, y ya el modelo marxista
mostraba ser el más exacto para comprender lo que estaba
ocurriendo, puesto que esta objetividad no era la de una realidad
exterior a la acción -del misionero o el mercader- sino una
«construcción» del manejo interesado de que estos hacían objeto a
los hombres y sus agrupamientos.
Debe esperarse hasta la segunda mitad del siglo xix para que, con
la aparición de la primera escuela de etnólogos el evolucionismo,
nazca la antropología científica. No nos corresponde exponer aquí
qué ha sido el evolucionismo. Nos basta con decir que todos los
pueblos pasan por los mismos estadios de desarrollo, que van del
«salvajismo» a la «barbarie», y de esta a la «civilización». Tan solo
nos importa destacar que el evolucionismo planteaba a la conciencia
occidental, simultáneamente, un problema y un deber. He aquí el
problema: si todos los pueblos deben recorrer las mismas etapas de
la evolución, ¿cómo es que algunos de ellos se han detenido en el
camino, o al menos solo avanzan por la ruta común con un retraso
más o menos considerable? Y he aquí el deber: si la meta de esta
evolución el ingreso en la civilización-- no está garantizada en todas
partes, quizás el papel de los hombres blancos, que ya gozan de los
beneficios de tal civilización, sea ayudar a sus hermanos inferiores
para que la alcancen más rápidamente1. En tal caso, ¿qué métodos
deben ponerse en práctica para despertarlos y guiarlos por la senda
del progreso? Pero ahora esta búsqueda de los medios puede
sobrepasar el nivel del puro empirismo, ya que existe una ciencia
que explica por qué y cómo una población pasa de un estadio a otro.
Una etnología historicista nos pone en conocimiento de las lecciones
del pasado y nos informa sobre los procesos y los avances reales de
nuestra propia evolución, que de ahí en más es posible aplicar a la
aculturación de las poblaciones detenidas en la «barbarie» o el
«salvajismo». Mientras la antropología se con-

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1
Aquí exponemos los hechos tal como se desarrollan en el nivel «consciente» del
pensamiento occidental de la época. Indudablemente, si profundizamos la investigación nos
veríamos obligados a preguntarnos si El evolucionismo, lejos de constituir una causa, no será
un efecto, y si esta teoría no representará, en definitiva, tan solo una «racionalización» o
«justificación» a posteriori de la colonización.
vierte en una ciencia, nace, como contrapartida, una antropología
aplicada.
El primer problema que se planteará -siguiendo a Comte, por
ejemplo- consiste en saber si en este ascenso hacia el progreso es
absolutamente necesario que todo pueblo pase por las mismas
etapas o si alguna de ellas puede ser salteada. ¿Es preciso, antes
de alcanzar el estado positivo, haber ido primero del fetichismo al
politeísmo, y luego, desde este, desembocar en el monoteísmo? En
tal caso ¿corresponderá estimular las misiones cristianas? ¿O, por
lo contrario, es posible franquear directamente el abismo que se abre
entre el fetichismo y el positivismo, sin necesidad de recorrer las
etapas intermedias por las que ha pasado nuestra civilización?
Comte defendió esta última posición, y la Iglesia Positivista del Brasil
condenó la acción misional entre los indios -a la católica tanto como
a la protestante alegando que frenaba su ascenso hacia el progreso
y los demoraba en su avance espontáneo.
Como segundo problema, se planteará el que supone descubrir la
causa de algunos estancamientos o de cierta lentitud entre aquellas
poblaciones a las que se dará en llamar, por oposición a la nuestra,
«retrasadas». Algunos, siguiendo la orientación dada por Morel en
su Traité de la dégénérescence, invocarán causas físicas: el clima
(la civilización es fruto del clima templado; tanto los trópicos como
las extensiones heladas de los polos obstaculizan el desarrollo de la
civilización), la ecología (las zonas pantanosas, malsanas, focos de
paludismo y parasitosis, destruyen la salud física de los individuos y,
de ese modo, los hacen inaptos para la civilización)2.? Otros, como
R. Allier en su Psychologie de la conversion chez les peuples non-
civili-sés o su libro sobre la magia, buscan causas morales: la
civilización no es posible más que en virtud del control de las
funciones superiores Razón y Voluntad- sobre las inferiores-Instinto
y Afectividad pánica--. En determinado momento de su evolución el
hombre se encontró ante una encrucijada; algunos pueblos optaron
por el esfuerzo (aquellos que fueron tocados por el cristianismo) y
otros eligieron el erotismo irrestricto (relacionado con el paganismo).
El cultivo de la sensualidad sería, pues, responsable de los
estancamientos en el desarrollo, el debilitamiento de la voluntad
creadora y la caída en el magismo, que por esencia representa el
antiprogreso.3 A partir de aquí la antropología aplicada variará según
que el

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2
Morel, Traité des dégénérescences, 1857.

3
R. Allier, Le non-civilisé et nous, 1928, y Magie et religion, 1935.
mayor énfasis de la antropología llamada científica recaiga sobre las
causas físicas o sobre las morales. En el primer caso se deberá
luchar contra el medio exterior para sanearlo, y así el lugar
preeminente es ocupado por el médico. En el segundo caso
corresponderá transformar primero a los hombres, de modo que por
reflejo cambien la sociedad y su cultura; en primer lugar, estará
entonces el misionero, que libera a los individuos de sus pasiones
carnales, o el educador, que enseña los caminos de la razón. La
antropología aplicada vacila entre ambas concepciones, pero tanto
en uno como en otro caso su procedimiento ya no es empírico sino
racional. Ahora, a la inversa de lo que ocurría en el período
precientífico, lo que se manifiesta es el modelo cartesiano, caro a la
economía del capitalismo liberal: se comienza por buscar las causas
reales de los fenómenos de modo que sea posible actuar sobre ellos,
porque se deben respetar las leyes de la naturaleza tanto social
como física si se desea triunfar; ya no es el homo aleator sino el
homo sapiens quien dicta las reglas de la única acción
verdaderamente eficaz, que lo es porque ya no descansa en la
contingencia de la acción sino en las certezas de la ciencia.

Pero el fracaso de esta primera antropología aplicada disipará la


ilusión de sus promotores. En la mayoría de los casos la conversión
no pasa del nivel superficial, y las concepciones cristianas son
reinterpretadas a través de las creencias tradicionales.
La escuela no llega a modificar en profundidad a los individuos,
como que la sociedad espera a los niños a la salida de clase para
destruir cuanto les ha enseñado el maestro blanco. El hombre del
Progreso, delegado de la civilización ante los «bárbaros» o los
«salvajes», había creído que con solo dar a conocer los valores que
él juzgaba superiores iba a despertar el entusiasmo y el fervor de las
masas. Pero bien pronto se confiesa impotente, y habla de «pereza
inveterada», de «inferioridad congénita» o de «fuerzas diabólicas»
conjuradas contra la palabra de Dios…
• En casi todas partes se forma una «élite» que adhiere a los valores
occidentales y los asimila, pero es una élite desagradecida, que se
vuelve contra quienes la educaron.

II. El dilema del relativismo cultural

Quizá sea posible considerar la obra de Lévy-Bruhl como la


comprobación de ese fracaso. Este autor, en efecto, señalaba la

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oposición entre las mentalidades prelógica y lógica, y de tal modo
presentaba como particularmente difícil sino imposible la conversión
de la primera en la segunda. Los sabios de la época no se engañaron
al respecto, y el hecho de que la reacción de algunos antropólogos
haya sido tan apasionada se debió, precisamente, a que veían en la
obra de Lévy-Bruhl una condena que alcanzaba tanto a la obra
misional R. Allier-como a la tarea de asimilación escolar emprendida
por los colonizadores - D. Essertier--. En Estados Unidos Boas, que
denunció al evolucionismo, denuncia con igual ímpetu la falsedad de
la idea de una mentalidad prelógica. Pero con Boas llegamos a una
segunda etapa en la historia de la antropología -la del triunfo de la
antropología cultural-, y es preciso que nos detengamos para
dedicarle un breve análisis.
Nadie duda de que la razón es una e idéntica en todos los hombres,
cualquiera que sea el color de la piel o la textura de los cabellos. Sin
embargo, se expresa en obras culturales diferentes.
No vamos a abrir juicios de valor sobre estas variedades; no existen
culturas superiores e inferiores. Solo hay culturas distintas. El gran
error en que cayó el evolucionismo consistió en juzgar las
civilizaciones con referencia a la nuestra, incurriendo así en el
pecado de etnocentrismo. No hay duda de que los aborígenes
australianos, cuando fueron descubiertos, aún se hallaban en la
Edad de Piedra, pero ofrecían al observador una riqueza y
complejidad sociales muy superiores a las nuestras.
No hay duda de que las civilizaciones orientales no han alcanzado
el mismo nivel de desarrollo técnico que la civilización occidental,
pero como contrapartida alcanzaron un desarrollo de la vida
espiritual y del conocimiento metafísico que sobrepasa al nuestro.
¿Qué conclusión se desprende de este relativismo cultural? ¿No
será quizá la de que debe respetarse la autonomía de cada pueblo?
La palabra «genocidio» no estaba de moda en aquella época, pero
quizá debería considerarse toda política de aculturación forzada, de
asimilación y cambio de las mentalidades o los valores nativos como
«genocidio cultural»4.
El Acta de Reorganización de los Indígenas nos da una imagen

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4
Por supuesto que aquí también, lo mismo que unas páginas atrás, nos atenemos a la
expresión consciente de los antropólogos. En otro nivel podríamos preguntarnos hasta qué
punto esta ideología no habrá sido simplemente un arma de guerra contra el colonialismo
europeo, con miras a sustituir una dominación por otra. Es curioso observar que la
antropología norteamericana, de la mano de White, regresa al evolucionismo una vez
concluida la descolonización, mientras que los soviéticos siguen siendo fieles a Morgan, que
justifica su expansionismo cultural y político.
de este cambio de perspectiva. Se apoya, efectivamente, en la
hipótesis de trabajo de que el hombre no vive sino en y por un grupo
y cada grupo tiene su civilización autónoma. De manera que cada
comunidad indígena se halla dotada de una cultura propia, que se
ha constituido históricamente como resultado de la relación
establecida entre el grupo humano en evolución y el medio externo
en que este debe vivir, y tal comunidad proporciona a sus miembros
un modelo de personalidad capaz de satisfacer las necesidades de
su grupo. Es indudable que estas sociedades amerindias pueden ser
integradas política y económicamente en la sociedad mayor, la
norteamericana; pero no es menos cierto que culturalmente deben
mantener una absoluta independencia respecto de la cultura
anglosajona. La cooperación económica entre el blanco y el indio no
podrá dar frutos a menos que el primero respete las religiones,
costumbres y valores de su socio nativo. No obstante, la idea de la
superioridad de la civilización occidental ronda todavía la conciencia
de los promotores del Acta de Reorganización, aunque ya no se
traduce en una voluntad de asimilación a priori; la iniciativa debe
emanar de los mismos indígenas, no del exterior. El pensamiento
subyacente a esta legislación es el de que cuando los anglosajones
disponían del presupuesto y distribuían por sí las correspondientes
partidas entre individuos o grupos se hacía patente el fracaso, es
decir, la resistencia de los administrados; en cambio, dejando que
las comunidades se ocupen de distribuir las asignaciones ha de
producirse, necesariamente, un vuelco en la situación. Estas
comunidades, por fin libres, no dejarán de dar un buen uso a los
fondos, es decir -y he aquí lo subyacente-, de utilizarlos en el sentido
de su occidentalización o aculturación.5
Justamente, si se puede hablar del dilema de la antropología cultural
es porque su relativismo nunca llega hasta su consecuencia lógica,
y mantiene en lo íntimo de sí ese etnocentrismo que sin embargo
denuncia en las concepciones que le son ajenas-aunque, pese a
todo, lo hace en un terreno más teórico que práctico-. Uno de los
tratados más famosos de esta escuela- el de Herskovits,
íntegramente fundado en la idea del relativismo- se cierra
paradójicamente con un capítulo dedicado a la antropología
aplicada.6 El lector experimenta la sensación

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5
Mc Nickle, «The indians of the United States», America Indígena, vol.18, n°2,1958.

6
M. J. Herskovits, Les bases de l’antropologie culturelle, París, 2 a ed., 1967; trad. al francés
de una parte de su extenso tratado, The Mar and His Works.
de que entre el principio y el final de la obra existe algo así como una
contradicción interna; muchos profesores de antropología me lo han
confiado. Quizá la palabra contradicción sea un tanto drástica, ya
que entre el análisis de las culturas y el capítulo final hay todo un
conjunto de capítulos intermedios consagrados a la dinámica
cultural, es decir, a la evolución de las culturas; las civilizaciones no
permanecen estáticas, sino que cambian a través del tiempo, y ello
ocurre tanto por influjo de innovaciones -interiores a su desarrollo-
como de imitaciones --respecto de civilizaciones vecinas. No debe
olvidarse que la antropología cultural nació, con Boas, bajo el signo
del difusionismo - es decir, del reconocimiento de intercambios entre
sociedades en contacto, y siempre concedió un papel importante en
sus investigaciones con Herskovits, Linton y Redfield- a los
fenómenos de aculturación, es decir, a los procesos de difusión en
trance de concretarse; las observaciones de los etnógrafos
demuestran que los hombres, si bien se resisten a los cambios,
también aceptan, cuando les parecen buenas, técnicas, instituciones
y prácticas provenientes de otras culturas. En consecuencia, es
posible una antropología aplicada que se funde en tales hechos de
aculturación, reconociendo que el indígena también se aviene a
recibir algo de los blancos.
Pero, aunque no se pueda hablar de verdadera contradicción entre
el relativismo cultural y la existencia de una antropología aplicada,
podemos en cambio referirnos a cierto malestar y a una vaga
inquietud por parte del lector.
Esta inquietud o este malestar no carecen de fundamento. La
historia de la Acción Indigenista, con sus vaivenes, sus vacilaciones
y sus retrocesos, ilustra claramente al respecto. Porque la época en
que se impuso el relativismo cultural dejó como saldo el mismo
fracaso que coronó la época de la asimilación forzada, de la
evangelización, por la que se había comenzado.
Se esperaba que el respeto por las culturas indias se tradujera
finalmente en el abandono de tales culturas por parte de sus
portadores; en consecuencia, el relativismo no hacía sino disimular
-y mal, por cierto, puesto que se planteaba para la coyuntura de un
mundo absorbido por otro- el etnocentrismo de antaño. Pero sucedía
que el individuo, lejos de cambiar, extremaba su resistencia, y
aprovechaba el liberalismo de la administración para regresar más
sistemáticamente a sus antiguas tradiciones. La política
estadounidense respecto de las Reservas Indígenas va, pues, a
cambiar una vez más, y ello por dos razones: en primer lugar, una
razón económica, surgida del valor creciente de la propiedad
inmobiliaria de los indios - bosques,

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minas, tierras de pastoreo–; si se pudiera occidentalizar a los
dueños, de estas riquezas, es decir, transferirles la mentalidad
anglosajona de búsqueda de la ganancia individual, se los
impulsaría a pasar de la propiedad colectiva de tipo comunitario a la
propiedad individual, y de este modo surgirían propietarios
particulares que, para satisfacer las nuevas necesidades
despertadas por la sociedad de consumo, estarían dispuestos a
vender sus bienes, de los cuales harían presa, poco a poco, los
anglosajones. Pero a esta razón económica se añade otra, de
naturaleza ideológica, que por otra parte no es sino el reflejo de
aquellos intereses materiales en el pensamiento del grupo blanco:
se vuelve al evolucionismo. Solo que, como el evolucionismo todavía
es mal mirado por los especialistas norteamericanos. se lo
disfrazará, dándole otra forma u otra terminología: ahora será la
teoría del desarrollo económico y social, que postula, exactamente
igual que el execrado evolucionismo, la superioridad de los valores
occidentales sobre cualesquiera otros, y la necesidad de que el
cambio se realice en esa dirección…
En resumen, la antropología cultural exhibe dos grandes capítulos,
mutuamente contradictorios: uno es el dedicado a la relatividad de
los valores, contrario al etnocentrismo de los primeros antropólogos
y que debería haber desembocado en la liberalización de las
relaciones interétnicas; el otro es el consagrado a los fenómenos de
aculturación, rematado en la constitución de una antropología
aplicada, y así, subrepticiamente, en un regreso al etnocentrismo. Y
esta contradicción se resolvió finalmente, con el triunfo de la
segunda perspectiva.

III. El funcionalismo y la antropología aplicada 7

Malinowski es franco. Con él podemos apreciar claramente la


importancia que asume la colonización en los orígenes de una
antropología aplicada que procura ser científica o, al menos,
apoyarse en una antropología teórica realmente científica y sacar
partido de ella. Porque Malinowski entiende que la ciencia es cada
vez más necesaria para los administradores de las colonias, si es
que desean tener éxito en la tarea de cambiar las sociedades que
han pasado a estar a su cargo. Todos los esfuerzos que despliegue
con posterioridad a su regreso a Inglaterra estarán orientados a
entrenar a los futuros colonizadores

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7
B. Malinowski, «Practical Anthropology», Africa, vol. 2, 1929.
en los métodos de la etnografía, y a lograr que los etnólogos reparen
en que su disciplina tiene un aspecto práctico al menos tan
interesante como su aspecto teórico. Por eso se lo ve luchar contra
el evolucionismo, y también contra la etnología histórica de Graebner
y de la escuela de Viena. Ya no es posible que la antropología se
lance a la búsqueda de un pasado hipotético y se fije como meta
esencial la reconstrucción de lo que debió ser la sociedad indígena
antes de la llegada de los blancos. En lugar de competir con la
historia, debe preocuparse por las realidades presentes. Con
frecuencia se ha reprochado a Malinowski-y especialmente en la
actualidad-- su desdén por la historia; ahora vemos cuál fue la razón
profunda de esa actitud suya: el conocimiento del pasado es un
saber gratuito, que de nada puede servir. El colonizador modela pura
argamasa humana, aquí y ahora, pensando en el futuro. En
consecuencia, lo único que le importa conocer es la sociedad
presente en que actúa. La antropología cultural cede así su lugar a
la antropología social, y esta antropología social va a ser
funcionalista, es decir que, desechando los problemas de
causalidad*- explicación por los antecedentes-, se consagrará de
manera exclusiva a los problemas de las funciones - explicación de
las instituciones sociales de hoy por las necesidades de quienes las
han creado.
Se imponía, pues, señalar que la revolución científica introducida por
la obra de Malinowski, que tan profunda huella dejó en la evolución
contemporánea de la antropología, no emanaba tan solo de un gusto
personal, de la sensación de que las escuelas anteriores habían
fracasado o del reconocimiento de que todas las reconstrucciones
históricas del pasado de la humanidad se desmoronaban, como
podía esperarse de su carácter más novelesco que científico. El
pasaje de la historia a la psicología por parte de la etnología- hecho
distintivo de la antropología en la segunda década del siglo xx--, y,
en particular, con Malinowski, el pasaje a la psicología de las
necesidades naturales (antes de que sus continuadores, más o
menos inspirados en el freudismo, la vuelvan más compleja),
responde, en último análisis, a la lógica de la colonización. Si es
verdad, como afirma Comte, que las exigencias de la práctica se
hallan insertas en el origen de la ciencia, también podríamos, yendo
aún más lejos, decir que asimismo se encuentran en el origen de
todas las transformaciones de la ciencia, como por ejemplo las
principales metamorfosis de sus grandes teorías explicativas.
Pero es interesante señalar que esta transformación no ha sido obra
de los antropólogos franceses sino de los ingleses. Y ello se debe,
justamente, a que la colonización inglesa no siguió el

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mismo camino que la francesa. Administración indirecta, a través de
los jefes indígenas, en lugar de administración directa, ejercida por
la metrópoli. Efectivamente, la Tercera República había adoptado la
filosofía del Siglo de las Luces, la misma que fue sustento ideológico
para la revolución de 1789; así, los colonizadores de los siglos xix y
xx partieron, como si fuesen los soldados del Año II, a guerrear
contra los Tiranos (en ambos casos el «oscurantismo» de la
Tradición resultó ser el enemigo común de las huestes republicanas,
decididas a instaurar a punta de bayoneta el triunfo de la Razón
cartesiana). Pero Malinowski entiende que semejante sistema
carece por completo de eficacia, ya que no se puede crear
milagrosamente un orden nuevo sobre la base del antiguo, y
tampoco cabe esperar que los africanos se vuelvan civilizados por
arte de encantamiento. Ahí tenemos -dice nuestro antropólogo- una
concepción de la colonización más mágica que científica. En
realidad, cualquier cambio social es lento, y exige mucha prudencia
a quien pretenda orientarlo en una determinada dirección. El único
medio para desarrollar la vida económica y la administración racional
de un país es el control indirecto, de modo que sean los nativos
quienes se ocupen de producir los cambios en materia de moral,
justicia, educación, religión y arte, pues ellos sabrán realizar las
transformaciones según los lineamientos de su propia cultura y, en
consecuencia, sin renegar de sí mismos.
Así, pues, la antropología aplicada, en cuanto disciplina científica, no
podía abrirse paso en un país que, como Francia, creía en el
prestigio de la sola razón; le estaba inevitablemente reservado ver
la luz en un país pragmatista como Inglaterra, donde interesan los
hechos, se toman en cuenta las resistencias y siempre se actúa con
suma cautela. En todo caso, la conclusión que se desprende de este
segundo sistema de acción (el de la administración indirecta)
consiste en que no se deben hacer intentos para modificar la cultura
de un pueblo sin haberla conocido primero. En síntesis: la
antropología aplicada solo aparece después de la exploración
etnográfica. Malinowski no tiene la menor duda de que esta alianza
entre el conocimiento de los hechos y el de las estrategias para la
acción favorecerá por igual a la etnología y a la colonización. Porque
la antigua etnología se demora siempre en los mismos caminos:
mitos, ritos, costumbres extrañas; se detiene en lo puramente
espectacular o, si se prefiere, en lo exótico. Pero el exotismo no es
cotidiano.
La acción práctica del antropólogo, lejos de dañar a la ciencia,
favorecerá su avance, abriéndole huevos caminas. Y Malinowski
ofrece algunos ejemplos de ello. Destaca la rareza– para la

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época en que hacía tal afirmación- de los estudios consagrados a
los sistemas políticos tradicionales; sin embargo, el Indirect Rule
(dominio indirecto) requiere, puesto que el cambio debe ejecutarse
a través de los jefes tradicionales, que previamente se conozcan de
manera cabal los sistemas de poder africanos.
En cambio -dice-, una considerable cantidad de ensayos han sido
dedicados a la reconstrucción de las civilizaciones nativas según
pudieron haber existido antes de la colonización, pero sucede que
las influencias europeas pesan ya desde bastantes siglos atrás
como para que tales reconstrucciones no corran el peligro de ser
falsas y demasiado abstractas; la realidad consiste en el juego
dialéctico que puede percibirse entre civilizaciones diferentes. Esa
etnología histórica, que cristaliza un momento-a menudo imaginario-
de lo vivido, debe ser sustituida por una etnología de las dinámicas
culturales, de los resultados de los contactos y de los fenómenos de
difusión. Como se ve, la antropología aplicada no pretende limitarse
a ser un arte al servicio de los colonizadores, aunque haya nacido,
por obra de Malinowski, de las necesidades de la civilización;
también pretende ser ciencia, o al menos una corriente renovadora,
profundizadora y enriquecedora de la ciencia.
Pero el gran hallazgo de Malinowski, el que dará nombre a la escuela
de la antropología social creada por este, es el funcionalismo.
Veamos cómo, a partir de los hechos producidos por la colonización,
nuestro investigador llegó a esa nueva concepción de la
antropología. Lo que más preocupa a la administración colonial son
los problemas de trabajo y productividad económica. Pues bien: el
trabajo es una forma premeditada de actividad sistemática,
estandarizada por la tradición y consagrada a satisfacer
necesidades del hombre que lo realiza. Inicialmente esas
necesidades son naturales (aplacar el hambre, protegerse de la
intemperie), pero la cultura las adopta y, al volverse culturales, es
preciso si se desea saber en qué medida y de qué manera se puede
aumentar la productividad de este trabajo- averiguar primero cuáles
son los sistemas de valor propios de esta o aquella cultura, para
luego discernir en qué consisten los estimulantes de la acción. Por
cierto, que al hacer del funcionalismo un descubrimiento de
Malinowski no pretendemos desconocer la originalidad de Durkheim
ni de los organicistas, anteriores a él; por lo contrario, estimamos
que en este aspecto concreto el pensamiento de Durkheim, que
luego Radcliffe-Brown habría de continuar, es superior al de
Malinowski. Lo que ocurre es que aquel era un funcionalismo
sociológico, puramente teórico e incapaz de insertarse en la acción,

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mientras que el descubierto por Malinowski es un funcionalismo
psicológico, apoyado en última instancia sobre la naturaleza
biológica de las necesidades humanas, lo cual, consecuentemente,
hacía posible su manipulación, objeto mismo de la antropología
aplicada.
Las instituciones sociales son respuestas culturales a las
necesidades, el medio que una civilización determinada ofrece para
satisfacerlas. No podemos, pues, destruir impunemente esas
instituciones tradicionales para reemplazarlas por otras nuevas,
made in Europe. O, más exactamente, cada vez que se destruya una
institución como algo que entorpece el desarrollo económico del
país, será preciso determinar primero a qué función correspondía -
–a qué necesidades, a qué valores- con la finalidad de crear en su
reemplazo una nueva institución, superior, claro está, desde nuestro
punto de vista, pero que responda a la misma función, que satisfaga
las mismas necesidades y que no se encuentre en contradicción
demasiado notoria con los valores que están en la base de la
antigua. La construcción de un sistema distribuidor de agua en un
poblado africano proporciona, en esta perspectiva, un buen ejemplo
de los errores que es posible cometer cuando la buena voluntad no
se apoya en un conocimiento previo de las «funciones» que deben
ser respetadas. Hubo un alma buena que sintió piedad ante el
esfuerzo físico de las pobres mujeres necesitadas de recorrer varios
kilómetros para cargar agua en el río y llevarla luego sobre la cabeza
hasta sus casas, perdiendo un tiempo considerable en tan penoso
menester: alguien que para pensar no empleaba sino el corazón.
Pero junto con el agua corriente llegó al poblado la tristeza y se
insinuaron algunos estados depresivos. Porque la penosa faena del
agua tenía otra función, cierto es que latente, además de la
constituida por el aprovisionamiento del líquido: permitía que las
mujeres se reunieran, charlaran, «chismearan» sobre los vecinos e
hicieran circular noticias y decisiones. A partir de entonces cada
mujer se sintió sola ante su canilla. Fue necesario, para impedir que
el deterioro mental se intensificase, crear otra institución que
respondiera a la vieja exigencia, ya no más satisfecha, de paréntesis
amistoso, charla y reunión: un club femenino, el cual, por otra parte,
podía suscitar necesidades nuevas, políticas o culturales, en tanto
satisfacía las antiguas. No puede darse mejor ejemplo --y este bien
pronto se volvió clásico-del aporte del pensamiento funcionalista a
la constitución de una antropología aplicada.

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IV. Después de la Segunda Guerra Mundial

Inglaterra disponía de sus colonias como de un laboratorio. Estados


Unidos, por su parte, no tenía colonias. Y ya hemos visto que la
doctrina dominante en este país, la del relativismo cultural, hubiera
debido conducir, en buena lógica, a desechar las preocupaciones
prácticas en provecho exclusivo de las teóricas. En este país, el
camino que condujo a la antropología a constituirse - o a resolverse-
en antropología aplicada no parte de la colonización sino de
problemas internos -los de las reservas indígenas, que ya
señalamos, afectan solo a un pequeño número de personas-,
planteados por los tumultos, las huelgas salvajes, el auge de los
sindicatos del crimen, etc. En una palabra: aquí el camino va de la
patología social a la antropología aplicada. ¿Se necesitará mucho
esfuerzo para adivinar que los hechos asumirán un aspecto muy
distinto según que se produzcan en un país o en el otro? El
antropólogo inglés prevé: su tarea precede a la del administrador
colonial, a quien debe dictar la línea de acción más eficaz posible. El
antropólogo norteamericano diagnostica: aparece, tras el estallido
de una crisis que haya perturbado profundamente a una comunidad,
para encontrar las causas y proponer los remedios más adecuados,
de modo que concluya y no se repita. Según la expresión de
Kluckhohn, el antropólogo norteamericano se presenta como un
«expulsor de perturbaciones» (trouble shouter), a quien se llama
únicamente después que los negros han sido masacrados por los
blancos o cuando un culto agresivo-como aquel, mesiánico, de la
«danza de los espíritus»- crea problemas inmediatos que deben ser
resueltos con urgencia. Pero la Segunda Guerra Mundial modificará
radicalmente esta situación.
En efecto; a medida que la guerra se iba extendiendo e
intensificando, los antropólogos eran convocados por el gobierno,
que requería sus servicios para «neutralizar» los problemas morales
suscitados tanto entre las fuerzas combatientes como en la
retaguardia, es decir, lo mismo en el frente nacional que en el
internacional. Los blancos que salían a combatir eran reemplazados
por negros en las plazas de trabajo de la industria bélica; se imponía
regular las relaciones raciales para evitar tensiones que pudieran
disminuir el ritmo de productividad. Las enormes demandas externas
obligaban a racionar los alimentos dentro del país, pero estos
debían, así y todo, conservar su pleno valor nutritivo; era preciso, en
consecuencia, adaptar los conocimientos biológicos a las
necesidades prácticas del racionamiento. En otro terreno, era
forzoso analizar la propaganda enemiga a efec-

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tos de contrarrestarla, y crear servicios especiales capaces, tanto de
llevar a buen término la guerra psicológica –y hacerlo en el centro
mismo de la retaguardia de los ejércitos alemanes–, como de
fortalecer la moral de la nación frente a una guerra larga y costosa.
En resumen: el papel de la antropología se extendía a nuevos
dominios y cambiaba de carácter, porque ya no se trataba, como
antes, de diagnosticar y reaccionar, sino de prever y planificar. De
este modo la Segunda Guerra Mundial hacía posible la convergencia
de las antropologías aplicadas inglesa y norteamericana,
arrancando a esta última de lo puramente patológico para asignarle
una tarea prospectiva.8
Entiéndase que también en este caso, tal cual lo vimos a propósito
de Malinowski, la ampliación o profundización de la antropología
aplicada ha resultado útil para la ampliación de la antropología a
secas. La práctica y la teoría guardan siempre un vínculo recíproco
de acción y reacción. Podemos decir, en líneas generales, que son
dos los aspectos en que la teoría se ha visto aquí beneficiada por la
guerra: el de la investigación multidisciplinaria- porque el
antropólogo debió trabajar junto al sociólogo y el psicólogo- y el de
la generalización de la antropología, desde el campo exclusivo de
las sociedades simples en que estaba atrincherada la vieja
etnología, hasta las sociedades complejas - en particular la nuestra-
-. Estas dos consecuencias del llamado hecho por los gobiernos a
los antropólogos para que participaran en el esfuerzo de la guerra–
la multidisciplinariedad y la existencia de una antropología de las
sociedades complejas– se han convertido ahora en conquistas
irreversibles para el campo de las ciencias del hombre.
Sin embargo, como observa Kluckhohn con indudable acierto, no
todos los esfuerzos emprendidos por los antropólogos durante este
período se vieron uniformemente coronados por el éxito, y en
muchos casos desencadenaron opiniones divergentes.
Por ejemplo, después que las fuerzas norteamericanas entraron en
Italia se comenzó a impartir a los oficiales algún conocimiento de
antropología en lo referido al problema de las relaciones interétnicas.
Pero ocurrió que los políticos vieron mal esta iniciativa, porque
temían que un excesivo acercamiento de norteamericanos e
italianos llevase a los primeros a sentir simpatías por el fascismo. Y
los antropólogos replicaban que «el contacto no supone aceptación
moral completa sino tan solo la oportunidad de lograr comprensión
e información». Otras discrepancias surgieron respecto del Japón,
tanto en el nivel de la propaganda

8 C. Kluckhohn, Mirror for Man, Nueva York, 1949, cap. VII .

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como en el de la readaptación de los prisioneros; los antropólogos
habían partido del postulado de la identidad entre todos los hombres,
lo cual los llevaba a la conclusión de que todos debían responder de
un modo idéntico ante circunstancias iguales, cualquiera que fuere
su país de origen. Sin embargo, se vieron forzados a comprobar que
el comportamiento de los japoneses, tanto antes como después de
capturados, era muy distinto del de los norteamericanos; estos
mantenían el mismo código moral en cualquier situación que se les
presentase, mientras que los japoneses lo cambiaban. La idea de
una «moral situacional» -si se me permite la expresión-- se imponía
así a la opinión pública.
La Segunda Guerra Mundial demostraba, pues, que la antropología
era necesaria para una acción concertada, pero también -en otro
sentido- que aún carecía de madurez, en cuanto ciencia y en cuanto
ciencia aplicada. De ahí el gran esfuerzo que se realiza, concluida la
guerra, para impulsar su progreso. Esfuerzo tanto más intenso
cuanto que Estados Unidos se convertía, con su victoria, en una de
las dos potencias más grandes del mundo, tomaba conciencia de
sus responsabilidades ante los demás pueblos y su influencia habría
de extenderse, en adelante, a todo el planeta. América latina, la
India, África y los países subdesarrollados del Mediterráneo
requerían no solo capitales sino también expertos norteamericanos
que les permitiesen marchar más velozmente por la senda del
progreso. Era necesario, para evitar tensiones que pudieran
constituirse en factor de nuevas guerras, integrar en la economía
mundial a los pueblos no industrializados. Era preciso también, por
tratarse de otro factor capaz de desencadenar conflictos bélicos,
admitir la variedad de las culturas y sustituir la ignorancia o la
subestimación de tales variedades por el aprendizaje de la tolerancia
y el respeto mutuos; la antropología dejaba su torre de marfil para ir
a la escuela y entrar en la vida.
Así llegamos al umbral del período contemporáneo. Pero antes de
abordarlo debemos todavía hacer dos observaciones. En primer
lugar, la de que la antropología aplicada, si bien a lo largo de su
evolución histórica ha extendido sin pausa su campo de acción hasta
el punto de haber pasado de las sociedades colonizadas a las
sociedades complejas, no ha variado en cuanto a su naturaleza
profunda; mantiene siempre, estructuralmente, en su base, un
modelo de relación asimétrica, lo que equivale a decir que descansa
en una concepción estratificadora de las sociedades o, si se prefiere,
en la existencia de grupos mayoritarios y minoritarios, de capas
superiores e inferiores, que guardan entre sí

29
una relación dominante-dominado.9 Hay grupos que solo son
dadores y grupos que solo son receptores: «civilizados» y «salvajes»
en el período precolonial, colonizadores y colonizados más tarde,
pueblos desarrollados y Tercer Mundo, por último, mientras nos
mantengamos en el terreno de lo interétnico; si de ahí pasamos a la
esfera intraétnica tendremos, siguiendo el mismo modelo, ciudades
y zonas rurales, blancos y gente de color en las sociedades
multirraciales, burgueses y proletarios.
Ya veremos que, a la inversa de las leyes de la aculturación libre, lo
que campea en la antropología aplicada es la voluntad de asimilar
minorías a las mayorías, en manos de las cuales se encuentran las
llaves del poder y la dirección de la estrategia.
En segundo término, debemos observar que el problema planteado
en la Introducción de esta obra sigue sin resolver. ¿Arte o ciencia?
Y en caso de que se pretenda conferir a la antropología aplicada el
status de ciencia, ¿ciencia de qué? ¿Solo de los medios? ¿O quizá
de los fines? A los medios y los fines consagraremos los dos
capítulos siguientes, comenzando por el de los fines en razón de que
nos ubica siempre en la esfera de la antropología norteamericana,
donde nos demoraremos todavía un momento antes de emprender
la consideración del pensamiento ruso.

9 Este aspecto ha tenido un preciso observador en M.J. Herskovits, op.eit., cap.xx

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