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CRÓNICAS DE INDIAS:

LA PERSISTENCIA DE LA MIRADA

Prof. Bruno Longoni

Dado el carácter híbrido e irresolublemente intertextual de la crónica de Indias en tanto


palimpsesto o superposición de escrituras (Oviedo, 2001:77), la primera dificultad que en-
frenta un lector moderno al abocarse a su lectura consiste en querer establecer una rigurosa
delimitación genérica. Esta dificultad se suaviza cuando desarticulamos la división tajante en-
tre discurso histórico objetivo y discurso literario subjetivo, una oposición ignota a los hombres
del Renacimiento que llegaron a América. La indiferenciación entre ficción y realidad constituye
un delirio colectivo en el siglo XVI que nosotros, contumaces posmodernos, nos obstinamos
en reeditar; Cervantes, hombre del barroco, juega deliberadamente con esa barrera cuando
atribuye a Cide Hamete Benengeli, historiador arábigo, la factura del Quijote:

¡Bueno es que quiera darme vuestra merced a entender que todo aquello que estos buenos libros dicen
sea disparates y mentiras, estando impreso con licencia de los señores del Consejo Real, como si ellos
fueran gente que habían de dejar imprimir tanta mentira junta! (Cervantes, 2004:325)

Dicha fe en la palabra escrita que, por el solo hecho de serlo, se pretende cierta, es
usufructuada por los cronistas de Indias a la hora de despejar dudas frente a la autoridad
monárquica: “La cosa que más conserva y sostiene las obras de natura en la memoria de los
mortales, son las historias y libros en que se hallan escritas; y aquellas por más verdaderas y
auténticas se estiman”, dice Fernández de Oviedo (1950:77); “lo cual yo escribí con tanta
certinidad, que aunque en ella se lean algunas cosas muy nuevas y para algunos difíciles de
creer, pueden sin duda creerlas”, nos previene Álvar Núñez Cabeza de Vaca (1983:2); “porque
las relaciones que hasta ahora a V.M. de esta tierra se han hecho (…) no son ni han podido
ser ciertas, porque nadie hasta ahora las ha sabido, como será esta que nosotros a V.R.A.
enviamos”, aclara Hernán Cortés (1993:58).
Pretensión de verosimilitud y providencialismo manifiesto son, en consecuencia, dos
presupuestos que hermanan a los cronistas de Indias en ecuménico concilio: la llegada del
europeo al Nuevo Mundo entraña un secreto designio divino en su plan de evangelización
universal. Hasta el Inca Garcilaso de la Vega, melancólico mestizo que solloza por su patria
“antes destruida que conocida” sin descuidar jamás su ática elocuencia, antepone astutamente
la ruina de su imperio en boca de un profético Pachacútec, como si a los incas no les quedara
más que resignarse ante el decurso dialéctico de las épocas:
Pocos años después que yo me haya ido de vosotros, vendrá aquella gente nueva y cumplirá lo que Nuestro
Padre el Sol nos ha dicho y ganará nuestro Imperio y serán señores de él. Yo os mando que les obedezcáis
y sirváis como a hombres que en todo os harán ventaja; que su ley será mejor que la nuestra y sus armas
poderosas e invencibles más que las vuestras.

O Guamán Poma de Ayala, indio yarovilca cuya macarrónica y biliosa Nueva corónica y
buen gobierno (1615) “obliga indefectiblemente al lector europeo a precipitarse en la otredad
andina, en su extrañeza, en su extranjeridad, forzando, en consecuencia, los límites de la
lengua”; incluso él, quien tantas imprecaciones reserva hacia los crímenes del conquistador
europeo, sabrá juzgarlo superior al inca que había acabado con la edad de oro y el tiempo
primordial andino.

Diario de a bordo de Cristóbal Colón o la dialéctica del amo y del esclavo

Así sean sus intenciones de carácter económico, religioso o meramente aventurero, el


Diario de a bordo y la Carta a Santángel expresan un deseo flagrante por imponer el universo
semiótico europeo sobre el Nuevo Mundo. Esa imposición comienza, naturalmente, por la pa-
labra. “Siempre la lengua fue compañera del imperio”, dirá Nebrija (2011:3) en el prólogo de
la primera Gramática de la lengua castellana surgida curiosamente ese mismo año, y Colón,
uno intuye, suscribiría sin objeciones, como ya lo denota su manía nominalista a medida que
van surgiendo las islas en el horizonte: “A la primera que yo hallé puse nombre San Salvador,
a conmemoración de su Alta Majestad, el cual maravillosamente todo esto ha dado; los indios
la llaman Guanahaní” (Colón, 1991: s.p.). Poco importa para el cronista que las islas posean
nombre previo: Colón las rebautiza como si carecieran de historia, como si su mirada fundara
la realidad.
En la rotunda impugnación del lenguaje autóctono se deja entrever la negación onto-
lógica del otro, y ello nos lleva al primer contacto lingüístico con los taínos: el intercambio, si
es que una sucesión de malentendidos guturales resiste esa denominación, se verá atravesado
íntegramente por el interés mercantilista. Para Colón cualquier sonido producido por los nati-
vos es indicio de oro cercano: “Y yo estaba atento y trabajaba de saber si había oro, y vi que
algunos de ellos traían un pedazuelo colgado en un agujero que tienen a la nariz” (Colón,
1991: s.p.). Más aún, en el Diario todo juicio de valor sobre el indio (su generosidad o su
avaricia, según el caso) se deduce estrictamente de su vinculación con los objetos. En El arpa
y la sombra (1979), última nóvela de Alejo Carpentier, un desangelado y cínico Cristóbal Colón
que aun aspira al indulto de la historia se arrepiente menos de haber inaugurado la esclavitud
en suelo americano que de las innumerables alusiones al oro que hallamos en su diario de
viaje. Como si los vínculos humanos no fueran más que relaciones fantasmagóricas entre
objetos Colón prefigura, sin siquiera sospecharlo, el fetichismo de la mercancía (Marx,
2014:78).
Las lenguas indoeuropeas acarrean conceptualmente nociones de dinero, compra-venta
y propiedad privada que condicionan su estructura profunda; de allí a que la relación media-
tizada por la mercancía solamente pueda configurar un Otro que es, en verdad, un Mismo. Si
aplicáramos, de hecho, la dialéctica del Amo y del Esclavo desarrollada por Hegel para dar
cuenta del impacto fundacional que supuso la conquista, veríamos en aquel choque con una
otredad radical las bases del yo moderno (Todorov, 1987). En la Fenomenología del espíritu,
Hegel hipotetiza sobre el inicio de la historia humana a partir de una abstracción: dadas dos
consciencias deseantes en una lucha a muerte, una se somete a la otra porque su miedo a
morir pesa más que su deseo de ser reconocido (“Y aunque le mudase la voluntad a ofender
esta gente, él ni los suyos no saben que son armas, y andan desnudos como ya he dicho, y
son los más temerosos que hay en el mundo”, en Serna 2012: 75), pero ello llena de insatis-
facción al Amo victorioso, ya que no es un sujeto libre quien reconoce su superioridad sino un
esclavo temeroso de perder su vida, un hombre cosificado por la mirada del Amo. Ningún
reconocimiento auténtico, concluye Hegel, se produce bajo peligro de muerte.
Aquí radica la gran paradoja del descubrimiento: la imposición violenta de un orden
simbólico acaba por disolver a esa otredad cuyo reconocimiento (la adopción de la fe ver-
dadera y de las costumbres civilizadas) tanto se ansía; si el indio asumiera como propia sin
más la cultura europea, dejaría de ser quien es. El surgimiento del Nuevo Mundo coincide,
pues, con su refutación, así como el deseo de hermandad cristiana convive, aparentemente
sin mayores conflictos, con la animalización y el despojo de la palabra:

Ellos deben ser buenos servidores y de buen ingenio, que veo que muy presto dicen todo lo que les decía,
y creo que ligeramente se harían cristianos; que me pareció que ninguna secta tenían. Yo, placiendo a
Nuestro Señor, llevaré de aquí al tiempo de mi partida seis a Vuestras Altezas para que aprendan a hablar.
(Colón, 1991, s.f.)

La forma de la cruz es la forma de la espada: he ahí el oxímoron que, desde la gesta


épica del Cid en adelante, ocupa un espacio central en el imaginario ibérico. En ese sentido,
la superioridad tecnológica demostrada, por ejemplo, en el trabajo del hierro, será determi-
nante para definir los roles en la dialéctica del amo y el esclavo: “Ellos no traen armas ni las
conocen, porque les mostré espadas y las tomaban por el filo y se cortaban con ignorancia”
(Colón, 1991, s.p.). Transcurren aproximadamente doscientos treinta años y Robinson Crusoe,
escopeta al hombro y machete en mano, reproduce cabalmente el gesto de Colón:
And first, I let him know his name should be Friday, which was the day I saved his life: I called him so for
the memory of the time. I likewise taught him to say Master; and then let him know that was to be my
name (Defoe, 1986:137)

No podemos desatender la notoria castración simbólica que conlleva la usurpación del


nombre, ya que los últimos emperadores americanos (Cuatémoc y Atahualpa, entre ellos)
adoptarán, antes de ser asesinados y bautismo forzado mediante, el nombre del conquistador
vencedor, y ese ensañamiento se traducirá en la destrucción sistemática de todo vestigio de
cultura precolombina: de las ruinas de Sacsayhuamán en Cuzco nos quedan, valga la redun-
dancia, ruinas. Del imponente Qoricancha, el “templo del oro” quechua, ha permanecido sola-
mente el templo. Y si Machu Picchu aún pervive ello se debe, como los afiches turísticos insis-
ten, a su carácter de ciudad secreta.
Si bien la producción cultural, señala Hegel, queda a cargo del Esclavo por ser quien
trabaja la materia ante el ocio pasivo del Amo, la producción de aquel queda supeditada a
éste, como ya se siente latir en la queja de Calibán a Próspero:

You taught me language; and my profit on't is, I know how to curse.
The red plague rid you for learning me your language! (Shakespeare, 1968:34)

Del Sumario de Fernández de Oviedo a los Naufragios de Álvar Núñez:


del testigo universal a la conciencia infeliz

Plinio, a quien Fernández de Oviedo reconoce como faro intelectual en el proemio de


su Sumario de la Natural Historia de las Indias, no dudó en apelar a la mitología griega en su
Naturalis historia para conferir al naciente imperio romano un pasado de gloria. Oviedo, his-
toriador orgánico de Carlos V, buscó inscribir su Sumario -palabra ambiciosa- en dicha tradi-
ción grecolatina para legitimar la conquista española. Su obra ilustra aquello que Foucault
propone como distintivo de la episteme en el siglo XVI: la palabra escrita y los signos naturales
coinciden para simbolizar el orden divino a partir de la analogía: “la experiencia del lenguaje
pertenece a la misma red arqueológica que el conocimiento de las cosas de la naturaleza. (…)
estos signos mismos no son sino un juego de semejanzas y remiten a la tarea infinita, nece-
sariamente inacabada, de conocer lo similar” (Foucault, 2014:49). Late en Oviedo una pulsión
totalizante que busca descifrar a partir de analogías: “porque todas las casas de Santo Do-
mingo son de piedra como las de Barcelona” (p.88), “la gente de esta isla es de estatura algo
menor que la de España comúnmente” (p.91), “hay en la dicha isla de Cuba una manera de
perdices que son pequeñas, y son casi de especie de tórtolas en la pluma pero muy mejores
en el sabor” (p.102). El tono neutro cede, eso sí, cuando se topa con el nativo:

Los caribes flecheros, (…) comen carne humana, y no toman esclavos ni quieren a vida ninguno de sus
contrarios o extraños, y todos los que matan se los comen, y las mujeres que toman sírvense de ellas, y
los hijos que paren (si por caso algún caribe se echa con las tales) cómenselos después. (p.123)

La animalización del indio (“caníbales, abominables, sodomitas y crueles”, p.113) ya


queda sugerida en la estructura misma de la obra: confeccionada como una suerte de bestiario
medieval, a la descripción de los nativos sigue la de los animales, vegetales y minerales au-
tóctonos. Como observábamos en los Diarios de Colón, el nativo americano continúa formando
parte del paisaje y su ingreso en la especie humana queda supeditado a la buena voluntad del
cristiano y su misión evangelizadora.
Ahora bien, si Roland Barthes caracteriza a la modernidad como aquel momento “en
que el escritor deja de ser testigo universal para transformarse en una conciencia infeliz”
(2003:12); acaso la misma sentencia cabría para describir la brecha que separa a Fernández
de Oviedo de Álvar Núñez Cabeza de Vaca. Al afán de objetividad presupuesto en el uso de
una tercera persona “neutral” que predomina en la mayoría de las crónicas, los Naufragios de
Cabeza de Vaca se configuran como el testimonio individual de una travesía insólita narrada
en primera persona (plural y singular) a partir del fracaso rotundo de la expedición conducida
por Pánfilo de Narváez hacia las costas de la Florida en 1527. A primera vista uno creyera
encontrarse con un texto que opera abiertamente a contramano de la doxa imperante:

Es la constatación del «mundo al revés», con salvajes que lloran al ver la desgracia del blanco, con blancos
caníbales que horrorizan al indio, con soldados españoles que son hechos esclavos e indios convertidos en
sus amos; un mundo jamás concebido por las pulidas mentes renacentistas; un mundo con culturas en-
frentadas, y donde la conquista se convierte en viaje de supervivencia a través de la calamidad y el sufri-
miento que ocasionan el hambre, el frío y el maltrato físico (García Sierra, 2006:288)

Y es que, efectivamente, Cabeza de Vaca deconstruye la conquista americana en varios


sentidos: nada queda en su relato de aquel buen salvaje ni, menos aún, del locus amoenus
esbozado por Colón; la omnipresencia del oro en los Diarios cede ante el flagelo permanente
del hambre en los Naufragios; así como tampoco podremos seguir hablando de un indio ame-
ricano, puesto que el autor enumera no menos de treinta tribus diferentes y su valoración
fluctúa de una a otra. La antropofagia, tema sumamente sensible para la época, aparece
asombrosamente vinculada a los cristianos y, para colmo, acompañada por una nota mordaz
que anticipa el humor viperino de la novela picaresca: “cinco cristianos que estaban en el
rancho en la costa llegaron a tal extremo, que se comieron los unos a los otros, hasta que
quedó uno solo, que por ser solo no hubo quien lo comiese” (Cabeza de Vaca, 1983:52). En
su Crónica del Río de la Plata, Ulrich Schmidl, navegante alemán que participa de la primera
fundación de Buenos Aires a cargo de don Pedro de Mendoza, da testimonio de un episodio
aún más truculento que Mújica Láinez explotaría luego en uno de sus cuentos incluidos en
Misteriosa Buenos Aires:

Ni bien se los había ajusticiado, y se hizo la noche, y cada uno se fue a su casa, algunos otros españoles
cortaron los muslos y otros pedazos del cuerpo de los ahorcados, se los llevaron a sus casas y allí los
comieron. También ocurrió entonces que un español se comió a su propio hermano que había muerto. Esto
ha sucedido en el año 1535, en el día de Corpus Christi, en la referida ciudad de Buenos Aires.

La mención del Corpus Christi en semejante entorno cárnico equivale, por su socarro-
nería desfachatada, a la corrosiva acrimonia de Cabeza de Vaca.
Si bien Naufragios desmantela numerosos mitos vigentes, su sesgo moralizante y alec-
cionador la devuelve al siglo XVI que la vio nacer, pues sabido es que en el Renacimiento la
empatía aristotélica en el arte se emplea para impartir determinado modelo de conducta.
El trayecto patético del protagonista desde su insubordinación primaria al despojo sim-
bólico y literal de sus vestiduras, desde su ayuno forzado a sus curas milagrosas y desde su
empatía con el indio hasta su reinserción en el contexto cultural europeo terminan de confec-
cionar a los Naufragios como una autoficción hagiográfica cuyo héroe, al igual que Cristo,
carece de codicia, sana enfermos, resucita muertos y cree en el “buen trato” lascasiano en
aras de atraer a los nativos hacia la fe verdadera:

“Diciendo que los cristianos mentían, porque nosotros veníamos de donde salía el sol, y ellos de donde se
pone; y que nosotros sanábamos los enfermos, y ellos mataban los que estaban sanos; y que nosotros
veníamos desnudos y descalzos, y ellos vestidos y en caballos y con lanzas; y que nosotros no teníamos
cobdicia de ninguna cosa” (p.132)

La voz del indio es (como la del portugués hacia el final de la crónica) incorporada al
coro, lo cual si bien anuncia un rasgo central de la novela moderna -la polifonía-, promueve
nuestro escepticismo lector al enfrentarnos con una voz tan sospechosamente funcional a los
fines retóricos de su discurso literario.
Bajo ningún aspecto habría que ignorar que nos enfrentamos con textos persuasivos
que nacen con destinatarios y fines específicos. En Colón resulta clara la necesidad de justifi-
car, a partir de la insistente (y falaz) representación de América como tierra de riqueza y
promisión, la inversión económica que supuso para los reyes católicos su empresa navegante;
como historiador oficial, Oviedo debe consolidar la visión providencialista que fundamente la
ampliación del imperio hacia América, espacio tan exótico como pecaminoso y urgido de in-
tervenciones divinas; por su parte, Cabeza de Vaca parece movido por la obsesión hispana de
la fama y el honor (Oviedo, 2001:78) en defensa de una evangelización pacífica del Nuevo
Mundo. Sus Naufragios significan un primer acercamiento real hacia el nativo americano, pero
así como destruyen mitos, erigen otros.

Brevísima relación de la destrucción de las Indias


de Fray Bartolomé de las Casas y una reflexión final

Si las Crónicas de Indias fueron expresión cabal de una narrativa orgánica al poder, de
la divulgación de información estratégica puesta al servicio de su Real Majestad para mejor
intervenir en los asuntos novohispanos, no menos cierto es que la persistencia de la mirada
que la crónica exige en todo cronista deviene, al sostenerse la observación, incómoda, sedi-
ciosa, subversiva incluso. La Brevísima relación de la destrucción de la Indias de Fray Barto-
lomé de las Casas, incesante desfile de atrocidades y piedra liminar de la “leyenda negra”
americana, da cuenta de ello.
La crónica no escapa a los imperativos ideológicos de su época: el providencialismo
dogmático del siglo XVI equivaldría, si lo extrapoláramos a nuestros días, al relativismo liberal
que rige nuestros intercambios. Ello no le impide poner sobre la mesa, no obstante y como
payaría Martín Fierro, “males que conocen todos / pero que naides contó”.
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