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1. Roland Barthes, «Introduction to the structural analysis of narratives», Image, music, text,
trad. de Stephen Heath (Nueva York, 1977), 79.
2. Los términos narrativa, narración, narrar, etc., derivan del latín gnarus («conocedor»,
«familiarizado con», «experto», «hábil», etc.) y narro («relatar», «contar») de la raíz sánscrita gná
(«conocer»). La misma raíz forma yvtopuioc, («cognoscible», «conocido»). Véase Emile Boisacq,
Dictionnaire étymologique de la langue grecque (Heidelberg, 1950), vid. en yvwpincx;. Mi agradeci-
miento hacia Ted Morris, de Cornell, uno de nuestros grandes especialistas en etimología.
18 EL CONTENIDO DE LA FORMA
en la historia del relato histórico nos da alguna clave sobre la cuestión. Los
historiadores no tienen que relatar sus verdades sobre el mundo real en
forma narrativa. Pueden optar por otras formas de representación, no narra-
tivas o incluso antinarrativas, como la meditación, la anatomía o el epítome.
Tocqueville, Burckhardt, Huizinga y Braudel, por citar sólo a los maestros
más señalados de la historiografía moderna, rechazaron la narrativa en
algunas de sus obras historiográficas, presumiblemente a partir de la suposi-
ción de que el significado de los acontecimientos que deseaban relatar no
era susceptible de representación en modo narrativo.3 Se negaron a contar
una historia del pasado o, más bien, no contaron una historia con etapas
inicial, intermedia y final bien delimitadas; no impusieron a los procesos
que les interesaban la forma que normalmente asociamos a la narración
histórica. Si bien es cierto que narraban la realidad que percibían, o que
pensaban que percibían, como existente en o detrás de la evidencia que ha-
bían examinado, no narrativizaban esa realidad, no le imponían la forma de
un relato. Y su ejemplo nos permite distinguir entre un discurso histórico
que narra y un discurso que narrativiza, entre un discurso que adopta
abiertamente una perspectiva que mira al mundo y lo relata y un discurso
que finge hacer hablar al propio mundo y hablar como relato.
Recientemente se ha formulado la idea de que la narrativa debe conside-
rarse menos una forma de representación que una forma de hablar sobre los
acontecimientos, reales o imaginarios; ha surgido en una discusión de la
relación entre discurso y narrativa que ha tenido lugar en la estela del
estructuralismo y va asociada a la obra de Jakobson, Benveniste, Genette,
Todorov y Barthes. Aquí se considera la narrativa como una forma de hablar
caracterizada, como indica Genette, «por un cierto número de exclusiones y
condiciones restrictivas» que la forma de discurso más «abierta» no impone
al hablante.4 Según Genette, Benveniste mostró que
711.
712. Inundaciones por doquier.
713.
714. Murió Pipino, mayor del palacio.
715. 716. 717.
718. "Carlos devastó a los sajones, causando gran destrucción.
719.
720. Carlos luchó contra los sajones.
721. Theudo expulsó de Aquitania a los sarracenos.
722. Gran cosecha.
723. 724.
725. Llegaron por vez primera los sarracenos.
726. 727. 728. 729. 730.
731. Murió Beda el Venerable, presbítero.
732. Carlos luchó contra los sarracenos en Poitiers, en sábado.
733. 734.
Esta lista nos sitúa en una cultura en trance de disolución, una sociedad
de escasez radical, un mundo de grupos humanos amenazados por la muer-
te, la devastación, las inundaciones y la hambruna. Todos los acontecimien-
tos son extremos, y el criterio implícito para seleccionarlos para el recuerdo
en su naturaleza liminal. Los temas objeto de preocupación son las necesida-
des básicas -alimento, seguridad respecto a los enemigos exteriores, lideraz-
go político y militar- y la amenaza de que no se satisfagan; pero no se
comenta explícitamente la conexión entre las necesidades básicas y las
condiciones de su posible satisfacción. Sigue sin explicarse por qué «Carlos
luchó contra los sajones», igual que por qué un año hubo una «gran cose-
cha» y otro hubo «inundaciones por doquier». Los acontecimientos sociales
son aparentemente tan incomprensibles como los acontecimientos natura-
les. Parecen simplemente haber ocurrido, y su importancia parece no distin-
guirse del hecho de que fuesen anotados. En realidad, parece que su impor-
tancia no radica más que en el hecho de que se haya dejado constancia de
los mismos por escrito.
Y no tenemos idea de quién los registró; ni tenemos idea de cuándo se
registraron. La nota que hay en 725 -«Llegaron por vez primera los sarrace-
nos»- sugiere que este acontecimiento al menos se registró después de que
los sarracenos hubiesen llegado por segunda vez, y establece lo que podría-
mos considerar una expectativa genuinamente narrativista; pero la llegada
de los sarracenos y su expulsión no es el objeto de este apunte. Se registra el
hecho de que Carlos «luchó contra los sarracenos en Poitiers en sábado»,
pero no el resultado de la batalla. Y ese sábado resulta inquietante, porque
no se menciona ni el mes ni el día de la batalla. Hay muchos cabos sueltos
- n o hay una trama en perspectiva- y esto resulta frustrante, si no descon-
certante, tanto para la expectativa narrativa del lector actual como para su
deseo de una información específica.
Además, constatamos que en realidad no hay introducción alguna al
24 EL CONTENIDO DE LA FORMA
1045. 1046. 1047. 1048. 1049. 1050. 1051. 1052. 1053. 1054. 1055.
1056. Murió el Emperador Enrique; y le sucedió en el trono su hijo Enri-
que.
1057. 1058. 1059. 1060. 1061. 1062. 1063. 1064. 1065. 1066. 1067. 1068.
1069. 1070. 1071. 1072.
rar su discurso de forma narrativa. Sin este centro, las campañas de Carlos
contra los sajones siguen siendo simplemente contiendas, la invasión de los
sarracenos simplemente una incursión, y el hecho de que la batalla de
Poitiers se librase en sábado tan importante como el hecho de que se librase
la batalla. Todo ello me sugiere que Hegel tenía razón cuando afirmó que un
relato verdaderamente histórico tenía que exhibir no sólo una cierta forma,
a saber, la narrativa, sino también un cierto contenido, a saber, un orden po-
lítico-social.
En su introducción a sus Lecciones sobre filosofía de la historia, Hegel es-
cribió:
14. G.W.F. Hegel, Lecciones sobre filosofía de la historia universal; se cita por la trad. de J.
Gaos (Madrid, 1974), pág. 137.
28 EL CONTENIDO DE LA FORMA
15. Román Jakobson y Morris Halle, Fundamentáis of Language (La Haya, 1971), 85-86.
EL VALOR DE LA NARRATIVA 31
dero centro social (la sede arzobispal de Reims, con las agua agitadas por la
disputa sobre quién es el legítimo titular de los dos aspirantes al puesto de
arzobispo), y un verdadero comienzo temporal (presentado en una versión
sinóptica de la historia del mundo desde la Encarnación hasta el momento y
lugar de la redacción del relato de Richerus). Pero la obra fracasa como
verdadera historia, al menos según la opinión de los comentadores posterio-
res, en virtud de dos cosas. Primero, el orden del discurso sigue al orden de
la cronología; presenta los acontecimientos en orden de sucesión y, por lo
tanto, no puede ofrecer el tipo de significación que se supone tiene que
proporcionar un relato narratológicamente regido. En segundo lugar, proba-
blemente debido al orden «analístico» del discurso, el relato no concluye
sino que simplemente termina; meramente se rompe con la huida de uno de
los litigantes al puesto de arzobispo y pasa al lector la carga de reflexionar
retrospectivamente sobre los vínculos entre el inicio del relato y su final. El
relato llega hasta el «ayer» del propio escritor, añade un hecho más a la serie
que empezó con la Encarnación y luego termina sin más. En consecuencia,
quedan insatisfechas todas las expectativas narratológicas normales del lec-
tor (este lector). La obra parece estar desplegando una trama pero a conti:
nuación distorsiona su propio desarrollo al terminar simplemente in medias
res, con la anotación críptica de «el papa Gregorio autoriza a Arnulfo a
asumir provisionalmente las funciones episcopales, a la espera de la deci-
sión legal que se las confirmará, o denegará su derecho a ellas» (2:133).
Y sin embargo Richerus es un narrador convencido. Dice explícitamente
al comienzo de su relato que se propone «conservar especialmente por
escrito [ad memoriam recuere scripto specialiter propositum est]» las «gue-
rras» «problemas» y «asuntos» de los franceses y, además, describirlos de
forma superiores a otros relatos, especialmente al de un tal Flodoardo, un
anterior escriba de Reims que había escrito unos anales de los que Richerus
había sacado información. Richerus observa que se ha servido libremente de
la obra de Flodoardo pero que a menudo ha «puesto otras palabras» en lugar
de las originales y «modificado por completo el estilo de presentación [pro
alus longe diversissimo orationis scemate disposuisse]» (1:4). También se
sitúa en la tradición de la escritura histórica citando a clásicos como César,
Orosio, Jerónimo e Isidoro como autoridades de la historia temprana de las
Galias, y sugiere que sus propias observaciones personales le dieron una
comprensión de los hechos que narra que nadie más podría reivindicar.
Todo esto sugiere una cierta convicción del propio discurso que está mani-
fiestamente ausente en el redactor de los Anales de Saint Gall. El discurso de
Richerus es un discurso estructurado, cuya narrativa, en comparación con
la del analista, está en función del convencimiento con que se realiza esta
actividad estructuradora.
Sin embargo, paradójicamente, es esta actividad estructuradora cons-
ciente de sí misma, una actividad que da a la obra de Richerus el aspecto de
una narración histórica, lo que merma su «objetividad» como relato históri-
co -según concuerdan los modernos analistas del texto-. Por ejemplo, un
moderno editor del texto, Robert Latouche, atribuye al orgullo de Richerus
EL VALOR DE LA NARRATIVA 33
una forma con la que no podríamos referirnos al texto escrito por el analista
de Saint Gall. Éste no tiene necesidad de reclamar su autoridad para narrar
los acontecimientos, pues no hay nada problemático en su posición al hacer
manifestaciones de una realidad que se encuentra en lucha permanente.
Como no hay «discusión», no hay nada que narrativizar, no hay necesidad de
que los hechos «hablen por sí mismos» o sean representados como si
pudiesen «contar su propia historia». Sólo es preciso registrarlos en el orden
en que llegan a ser conocidos, pues no hay discusión, no hay una historia
que contar. Richerus tenía algo que narrativizar porque había esta disputa.
Pero la cuasi narración de Richerus no tenía cierre no porque la disputa no
estuviese resuelta, pues de hecho la disputa estaba resuelta -por la lucha de
Gerberto con la corte del rey Otto y la instalación de Amulfo como arzobis-
po de Reims por parte del papa Gregorio.
Lo que faltaba para una verdadera resolución discursiva, para una resolu-
ción narrativizante, era el principio moral a la luz del cual Richerus pudiera
haber juzgado la resolución como justa o injusta. La propia realidad ha
juzgado la resolución resolviendo la cuestión como lo ha hecho. Por lo
demás, se sugiere que el rey Otto otorgó a Gerberto algún tipo de justicia, «al
instalarle como obispo de Rávena en reconocimiento de su cultura y genio».
Pero esta justicia está situada en otro lugar y la dispone otra autoridad, otro
rey. El fin del discurso no arroja luz sobre los acontecimientos original-
mente registrados para redistribuir la fuerza de un significado inmanente
en todos los acontecimientos desde el principio. No hay justicia, sólo
fuerza o, más bien, sólo una autoridad que se presenta con diferentes ti-
pos de fuerza.
Con estas reflexiones sobre la relación entre historiografía y narrativa no
aspiro más que a esclarecer la distinción entre los elementos de la historia y
los elementos de la trama en el discurso histórico. De acuerdo con la
opinión común, la trama de una narración impone un significado a los
acontecimientos que determinan su nivel de historia para revelar al final
una estructura que era inmanente a lo largo de todos los acontecimientos.
Lo que estoy intentando determinar es la naturaleza de esta inmanencia en
cualquier relato narrativo de sucesos reales, sucesos que se ofrecen como el
verdadero contenido del discurso histórico. Estos acontecimientos son rea-
les no porque ocurriesen sino porque, primero, fueron recordados y, segun-
do, porque son capaces de hallar un lugar en una secuencia cronológica-
mente ordenada. Sin embargo, para que su presentación se considere relato
histórico no basta con que se registren en el orden en que ocurrieron
realmente. Es el hecho de que pueden registrarse de otro modo, en un orden
de narrativa, lo que les hace, al mismo tiempo, cuestionables en cuanto su
autenticidad y susceptibles de ser considerados claves de la realidad. Para
poder ser considerado histórico, un hecho debe ser susceptible de, al menos,
dos narraciones que registren su existencia. Si no pueden imaginarse al
menos dos versiones del mismo grupo de hechos, no hay razón para que el
historiador reclame para sí la autoridad de ofrecer el verdadero relato de lo
que sucedió realmente. La autoridad de la narrativa histórica es la autoridad
EL VALOR DE LA NARRATIVA 35
18. La crónica di Diño Compagni delle cose occorrentí ne'tempi suoi e La canzone moróle Del
Pregio dello stesso autore, comp. Isidoro Del Lungo, 4. a ed., rev. (Florencia, 1902); véase Barnes,
History of Historical Writing, 80-81.
19. lbíd., 5.
EL VALOR DE LA NARRATIVA 37
cado sino también los medios para seguir estos cambios de significado, es
decir, la narratividad. Donde, en una descripción de la realidad, está presen-
te la narrativa, podemos estar seguros de que también está presente la
moralidad o el impulso moralizante. No hay otra forma de dotar a la realidad
del tipo de significación que se exhibe en su consumación y se retiene a la
vez por su desplazamiento a otro relato «por contar» y que va más allá de los
límites del «fin».
El objeto mi indagación ha sido el valor que se atribuye a la propia
narratividad, especialmente en las representaciones de la realidad del tipo
que encontramos en el discurso histórico. Puede pensarse que he repartido
las cartas en favor de mi tesis -que el discurso narrativizante tiene la
finalidad de formular juicios moralizantes- mediante la utilización exclusiva
de materiales medievales. Y quizá sea así, pero es la comunidad historiográ-
fica moderna la que ha distinguido entre las formas discursivas de los anales,
la crónica y la historia sobre la base del logro de plenitud narrativa o la
ausencia de este logro. Y esta misma comunidad académica tiene aún que
explicar el hecho de que sólo cuando, según indica, la historiografía se
transformó en una disciplina «objetiva», se celebró la narratividad del dis-
curso histórico como uno de los signos de su madurez como disciplina
plenamente «objetiva» -como ciencia de carácter especial pero ciencia al
fin y al cabo. Son los propios historiadores los que han transformado la
narratividad, de una forma de hablar a un paradigma de la forma en que
la realidad se presenta a una conciencia «realista». Son ellos los que han
convertido a la narratividad en valor, cuya presencia en un discurso que
tiene que ver con sucesos «reales» señala de una vez su objetividad, seriedad
y realismo.
Lo que he intentado sugerir es que este valor atribuido a la narratividad
en la representación de acontecimientos reales surge del deseo de que los
acontecimientos reales revelen la coherencia, integridad, plenitud y cierre
de una imagen de la vida que es y sólo puede ser imaginaria. La idea de que
las secuencias de hechos reales poseen los atributos formales de los relatos
que contamos sobre acontecimientos imaginarios solo podría tener su ori-
gen en deseos, ensoñaciones y sueños. ¿Se presenta realmente el mundo a la
percepción en la forma de relatos bien hechos, con temas centrales, un
verdadero comienzo, intermedio y final, y una coherencia que nos permite
ver el «fin» desde el comienzo mismo? ¿O bien se presenta más en la forma
que sugieren los anales y la crónica, o como mera secuencia sin comienzo o
fin o como secuencia de comienzos que sólo terminan y nunca concluyen?
¿Y se nos presenta realmente el mundo, incluso el mundo social, como un
mundo ya narrativizado, que «habla por sí mismo», más allá del horizonte de
nuestra capacidad de darle un sentido científico? ¿O es la ficción de un
mundo así, capaz de hablar por sí y de presentarse como forma de relato,
necesaria para la creación de esa autoridad moral sin la cual sería impensa-
ble la noción de una realidad específicamente social? Si sólo fuese cuestión
de realismo de presentación, podría defenderse considerablemente la moda-
lidad de los anales y la crónica como paradigma de formas en que la realidad
EL VALOR DE LA NARRATIVA 39
analizarlos. La biología se convirtió en ciencia cuando dejó de ser practicada como «historia
natural», es decir, cuando los científicos de la naturaleza orgánica abandonaron el intento de
construir la «verdadera historia» de lo «que sucedía» y empezaron a buscar leyes, puramente
causales y no teleológicas que pudieran explicar la evidencia proporcionada por el registro fósil, los
resultados de las prácticas de cultivo, etc. Ciertamente, como subraya Mandelbaum, una presenta-
ción secuencial de un conjunto de acontecimientos no es lo mismo que una presentación narrativa
de éstos. Y la diferencia entre ellos está en la ausencia de cualquier interés por la teleología como
principio explicativo en la primera. Cualquier presentación narrativa de cualquier cosa es una
presentación teleológica, y ésta es la razón por la que la narrativa resulta sospechosa en las ciencias
físicas. Pero las observaciones de Mandelbaum no contemplan la distinción convencional entre
crónica e historia sobre la base de la diferencia entre una presentación meramente secuencial y una
presentación narrativa. La diferencia se refleja en la medida en que la historia así concebida se
aproxima a la coherencia formal de una historia (véase Hayden White, «El valor de la narratividad
en la representación de la realidad», capítulo 1 de este libro).
3. Véase Geoffrey Elton, The Practice of History (Nueva York, 1967), 118-141; y J. H. Hexte,
Reappralsals in History (Nueva York, 1961), 8 y sigs. Estas dos obras pueden considerarse indicati-
vas de mi concepto de la profesión en los años sesenta con respecto a la adecuación de la
«narración de historias» a los fines y objetivos de los estudios históricos. En ambas, las representa-
ciones narrativas constituyen una opción del mismo historiador, quien puede elegir o no sus
propósitos. La misma idea fue expresada por Georges Lefebvre en La Naissance de L'historiogra
phie moderne (conferencias leídas originalmente en 1945-1946) (París, 1971), 321-326.
LA CUESTIÓN DE LA NARRATIVA 43
sean cuales sean los méritos relativos de los aspectos narrativos y disertati-
vos de un determinado discurso histórico, los primeros son fundamentales y
los últimos secundarios. Como indicó Benedetto Croce en un famoso dic-
tum, «donde no hay narrativa no hay historia».5 A menos que se hubiese
determinado la historia real y se hubiese contado la verdadera historia, no
había nada que interpretar de naturaleza específicamente histórica.
Pero esta concepción decimonónica de la naturaleza y función de la na-
rrativa en el discurso histórico se basaba en una ambigüedad. Por una parte, se
consideraba a la narrativa como sólo una forma de discurso, una forma que
tenía a la historia como contenido. Por otra parte, esta forma era en en sí un
contenido en la medida en que se concebía que los acontecimientos históricos
se manifestaban ellos mismos en la realidad como elementos y aspectos de
historia. La forma de la historia contada se suponía exigida por la forma de la
historia llevada a cabo por los agentes históricos. Pero ¿qué decir sobre esos
acontecimientos y procesos atestiguados por el registro documental que no se
prestan a representación en una historia sino que pueden representarse como
objetos de reflexión sólo en otra modalidad discursiva, como la enciclopedia, el
epítome, el cuadro o la tabla o serie estadística? ¿Significa esto que estos
objetos eran «ahistóricos», es decir, que no pertenecían a la historia; o la
posibilidad de representarlos en una modalidad de discurso no narrativa indica
una limitación de la modalidad narrativa e incluso un prejuicio a lo que puede
decirse que tiene una historia?
Hegel insistía en que un modo de ser específicamente histórico estaba
vinculado a una modalidad de representación específicamente narrativa por
un «principio vital interno».6 Para él este principio era más que la política,
que era tanto la condición previa del tipo de interés en el pasado que imbuía
la conciencia histórica y la base pragmática para la producción y conserva-
ción del tipo de registros que hacían posible la indagación histórica:
5. Esta fue la primera postura de Croce sobre la cuestión. Véase «La storia ridotta sotto il
concetto genérale dell'arte» (1893) en Primi saggi (Bari, 1951), 3-41. Croce escribió: «Prima
condizione per avere stori vera (e insieme opera d'arte) é che sia possible construiré u n a
narrazione» (38). Y: «Ma si puó, in conclusione, negare que tutto il lavoro di preparazione tenda
a produrre narrazioni di ció ch'é accaduto?» (40). Lo cual no quiere decir, en opinión de Croce,
que la narración fuese la propia historia. Obviamente, era la conexión con los hechos atestiguada
p o r los «documenti vivi» lo que hacía «histórica» a una narrativa histórica. Véase la discusión del
tema en la obra Teoría e storia della storiografia (1917) (Bari, 1966), 3-17, donde Croce se
extiende sobre la diferencia entre crónica e historia. Aquí se subraya la distinción entre un relato
«muerto» y un relato «vivo» del pasado, en vez de la ausencia o presencia de «narrativa» en el
relato. También aquí Croce subraya que no se puede escribir u n a verdadera historia sobre la
base de «narraciones» acerca de «documentos» que ya no existen, y define la crónica como
«narrazione vuota» (11-15).
6. «Es ist eine innerliche gemeinsame Grundlage, welche sie zusammen hervortreibt» (G. W.
F. Hegel, Vorlesungen über die Philosophie der Geschichte [Frankfurt am Main, 1970], 83; en el
texto se realizan otras citas de esta obra, que van entre paréntesis).
LA CUESTIÓN DE LA NARRATIVA 45
Por lo general, los sentimientos profundos, como el amor, asi como la intui-
ción religiosa y sus concepciones están completos en sí mismos, constantemente
presentes y satisfactorios; pero esa existencia exterior de una Constitución política
articulada en sus leyes y costumbres racionales es un presente imperfecto y no
puede comprenderse exactamente sin un conocimiento del pasado (83-84).
7. Esto no quiere decir, por supuesto, que algunos historiadores no fuesen contrarios a la idea
de una política científica a la que la historiografía podría contribuir, como pone bastante claro el
ejemplo de Tocqueville y de toda la tradición «maquiavélica», que incluye a Treitschke y a Weber.
Pero es importante reconocer que la idea de ciencia a la que había de contribuir la historiografía
siempre se distinguía del tipo de ciencia cultivada en el estudio de los fenómenos naturales. De ahí
la larga controversia sobre las presuntas diferencias entre las Geisteswissenschaften y las Naturwis-
senschaften durante todo el siglo xix, en el que los «estudios históricos» desempeñaban el papel de
paradigma del primer tipo de ciencia. En la medida en que determinados pensadores, como
Comte y Marx, concibieron una ciencia de la política basada en una ciencia de la historia, fue-
ron considerados menos como historiadores que como filósofos de la historia y por tanto no como
contribuyentes a los estudios históricos.
En cuanto a la propia «ciencia de la política», por lo general los historiadores profesionales han
supuesto que los intentos por construir esta ciencia sobre la base de los estudios históricos daría
lugar a ideologías «totalitarias» del tipo representado por el nazismo y el estalinismo. La literatura
sobre este tema es muy amplia, pero el núcleo de la argumentación subyacente se expresa de
forma admirable en la obra postrera de Hannah Atendt. Por ejemplo:
Obviamente, lo que lamentaba Arendt era no la disociación de los estudios históricos con
respecto al pensamiento político, sino más bien la degradación de los estudios históricos en la
«filosofía de la historia». Como, en su opinión, el pensamiento político se mueve en el ámbito del
saber humano, era ciertamente necesario el conocimiento de la historia para su cultivo «realista».
De ello se seguía que tanto el pensamiento político como los estudios históricos dejaban de ser
«realistas» cuando empezaban a aspirar al estatus de ciencias (positivas).
Esta idea recibió otra formulación en el influyente libro de Karl R. Popper La miseria del
historicismo (1944-1945) (Londres, 1957):
Quiero defender la opinión, tantas veces atacada por los historicistas como pasada de
moda, de que la historia se caracteriza por su interés en acontecimientos ocurridos,
singulares o específicos, más que en leyes o generalizaciones (...). En el sentido propuesto
por este análisis, toda explicación causal de un acontecimiento singular puede decirse
histórica en cuanto que la «causa» está siempre descrita por condiciones iniciales singula-
res. Y esto concuerda perfectamente con la idea popular de que explicar algo causalmente
es explicar cómo y por qué ocurrió, es decir, contar su «historia». Pero es únicamente en
historia donde en realidad nos interesamos por la explicación causal de un acontecimiento
LA CUESTIÓN DE LA NARRATIVA 47
singular. En las ciencias teóricas, las explicaciones causales de este tipo son principalmen-
te medios para un fin distinto: la experimentación de leyes universales. (Págs. 158-159 de
la versión española.)
La obra de Popper iba dirigida contra todas las formas de planificación social basadas en
la pretensión del descubrimiento de las leyes de la historia o, lo que es lo mismo, leyes de la
sociedad. Por mi parte no tengo inconveniente en aceptar este punto de vista. Lo único que quiero
subrayar aquí es que la defensa por parte de Popper de la «periclitada» historiografía, que
identifica la «explicación» con el relato de una historia, constituye una forma convencional de
afirmar la autoridad cognitiva de esta historiografía «periclitada» y de negar la posibilidad de una
relación productiva entre el estudio de la historia y una futura «ciencia de la política». Véase
también Jorn Rüseny Hans Süssmith, comp., Theorien in der Geschichtswissenschaft (Dusseldorf,
1980), 29-31.
8. Los argumentos propuestos por este grupo de autores varían en los detalles, pues diferentes
filósofos ofrecen explicaciones diferentes de las razones por las cuales un relato narrativo puede
considerarse una explicación; y su diversidad va desde la posición de que la narrativa es una
versión «porosa», «parcial», o «en esbozo» de las explicaciones nomológico-deductivas ofrecidas
por las ciencias (ésta es la concepción ulterior de Cari Hempel) a la idea de que las narrativas
«explican» mediante técnicas como la «coligación» o la «configuración», que carecen de contra-
partida en la explicación científica (véase las antologías de escritos sobre el tema recopiladas por
Patrick Gardiner, ed., Theories of history (Londres, 1959); y William H. Dray, Philosophical Analysis
and History [Nueva York, 1966]. Véase también los estudios de este tema de Dray, Philosophy of
history [Englewpod Cliffs, 1964]; y, más recientemente, R. F. Atkinson, Knowledge and Explanation
in History [Ithaca, 1978]. Para una primera respuesta en Francia al debate anglo-norteamericano,
véase Paul Veyne, Comment on écrit l'histoire: essay d'epitémologie [París, 1971], 194-209. Y en
Alemania, Reinhart Koselleck y Wolf-Dieter Stempel, comp., Geschichte-Ereignis und Erzdhlung
[Munich, 1973]).
48 EL CONTENIDO DE LA FORMA
9. El texto básico es el de Fernand Braudel, Ecrits sur l'histoire (París, 1969), pero véase
también, entre muchas obras de similar cariz polémico, Fran^ois Furet, «Quantitative history», en
Historical studies today, ed. F. Gilbert y S. R. Graubard (Nueva York, 1972), 54-60; y Jerome
Dumoulin y Dominique Moisie, comps. The historian between the ethnologist and the futurologist
(París y La Haya, 1973), actas de un congreso celebrado en Venecia en 1971, del cual vale la pena
destacar las intervenciones de Furet y de Le Goff.
10. Subrayo el término semiológicos como una forma de reunir bajo una única denominación
a un grupo de pensadores que, aun con sus diferencias, han tenido un especial interés por la
narrativa, la narración y la narratividad, han abordado el problema de la narrativa histórica desde
el punto de vista de un interés más general en la teoría del discurso, y tienen en común sólo la
tendencia a partir de una teoría semiológica del lenguaje en sus análisis. Un texto básico y
explicativo es el de Roland Barthes, Elements de semiologie, pero véase también el (grupo) Tel
Quel, Théorie d'ensemble (París, 1968). Y para una teoría global de la «semiohistoria», véase Paolo
Valesio, The Practice of Literary Semiotics: a Theoretical Proposal, Centro Internazionale di
semiótica e lingüistica, Universita di Urbino, número 71, serie D (Urbino, 1978); e ídem, Novanti-
gua: Rethorics as a Contemporary Theory (Bloomington, Ind., 1980).
Un enfoque semiológico general para el estudio de la narrativa ha dado lugar a un nuevo
ámbito de estudio denominado narratología. Puede conseguirse una visión global del estado
actual e intereses de los especialistas que trabajan en este campo mediante el examen de los
tres volúmenes de artículos recopilados en Poetics Today: Narratology I,II, III, 2 vols. (Tel Aviv,
1980-1981). Véase también New Literary History 6 (1975) y 11 (1980), dos volúmenes dedicados
a las teorías actuales de Narrative and Narratives, y On narrative, la edición especial de Critica!
Inquiry, 6, número 1 (1980).
11. Sus posiciones se presentan en Hans Georg Gadamer, Le probléme de la conscience
historique (Lovaina, 1963); y Paul Ricoeur, History and truth, ídem, «The Model of the Text:
Meaningful Action Considered as a Text>, Social Research, 38, número 3 (1971); ídem, «Expliquer
et comprendre», Revue philosophique de Louvain 55 (1977); e ídem, «Narrative Time», Critical
Inquiry 7, número 1 (1980).
12. J. H. Hexter, Doing History (Bloomington, Ind., 1971), 1-14, 77-106. Un filósofo que
defiende una parecida noción «artesanal» de los estudios históricos es Isaiah Berlín («The Concept
of Scientific History», en History and Theory 1, número 1 [1960]; 11).
LA CUESTIÓN DE LA NARRATIVA 49
La historia narrativa tan querida por Ranke nos ofrece (...) (un) destello
pero no iluminación; hechos pero no humanidad^Obsérvese que esta historia
narrativa siempre pretende relacionar «las cosas exactamente tal cual sucedie-
ron en realidad». (...). Sin embargo, de hecho, en su propio modo encubierto,
la historia narrativa se trata de una interpretación, una auténtica filosofía de la
historia. Para el historiador narrativo, la vida de los hombres está dominada
por accidentes dramáticos, por la acción de aquellos seres excepcionales que
surgen ocasionalmente, y que a menudo son los dueños de su propio destino e
incluso más del nuestro. Y cuando hablan de «historia general», de io que
realmente están hablando es del cruce de estos destinos excepcionales, pues
obviamente cada héroe debe medírselas con los demás. Se trata, como sabe-
mos, de una equívoca falacia.14
Esta posición fue adoptada de manera uniforme por otros miembros del
grupo de los Annales, pero más como justificación de su defensa de una
historiografía dedicada al análisis de las tendencias «a largo plazo» en
demografía, economía y etnología - e s decir, procesos «impersonales»- que
como incentivo para analizar el contenido de la propia «narrativa» y la base
de su milenaria popularidad como «verdadero» modo de representación his-
tórica. 15
Hay que subrayar que el rechazo de la historia narrativa por parte de los
miembros del grupo de los Aúnales se debió tanto a que les desagradaba el
objeto convencional de dicha historia, es decir, la política del pasado, como
a su convicción de que la forma de aquélla era inherentemente «novelística»
y «dramatizadora» más que «científica».16 Su convicción de que los asuntos
políticos no eran susceptibles de estudio científico -porque su naturaleza
evanescente y su estatus de epifenómenos de procesos exigen ser más
básicos para la historia- fue congruente con el fracaso de la moderna
politología (agradezco este útil término a Jerzy Topolski) en creer una
verdadera ciencia de la política. Pero el rechazo de la política como objeto
de estudio de una historiografía científica resulta curiosamente complemen-
tario con el prejuicio de los historiadores profesionales del siglo XIX relativo
a la no deseabilidad de una política científica. Afirmar que es imposible una
ciencia de la política es, por supuesto, una posición tan ideológica como
afirmar que esta ciencia no es deseable.
Pero ¿qué tiene que ver la narrativa con todo esto? La acusación planteada
por lo Annalistes es que la narratividad «dramatiza» o «modela» inherentemen-
te su objeto, como si los acontecimientos dramáticos o no existentes en la
historia o, si existen, no fuesen un buen objeto del estudio histórico en virtud de
su naturaleza dramática.17 Es difícil saber qué se puede hacer con esta extraña
mezcla de opiniones. Se puede narrativizar sin dramatizar, según demuestra
toda la literatura modernista, y dramatizar sin teatralismo, como deja muy
claro el teatro moderno desde Pirandello y Brecht. Por lo tanto ¿cómo se puede
condenar la narrativa debido a sus efectos «noveladores»? Se sospecha que de
lo que se trata no es de la naturaleza dramática de las novelas sino del disgusto
hacia el tipo de literatura que sitúa en el centro del interés a agentes humanos
en vez de procesos impersonales y qde sugiere que estos agentes tienen algún
control significativo sobre su destino.18 Pero las novelas no son necesariamente
humanistas más de lo que son necesariamente dramáticas. En cualquier caso,
la cuestión libre arbitrio/determinismo es una cuestión tan ideológica como la
de la posibilidad o imposibilidad de una ciencia de la política. Por ella,
16. Cf. Jacques Le Goff: «La escuela de los Annales detestaba el trio formado por la historia
política, la historia narrativa y la historia de la crónica o episodio *événementielle". Para sus
miembros, todo esto era mera pseudohistoria, historia barata, algo superficial» («Is Politics Still
the Backbone of History?», en Gilbert y Grobard, Mstory Studies Today, 340).
17. Según Furet, «la explicación histórica tradicional obedece a la lógica de la narrativa»,
que entiende como «lo que viene primero explica lo que sigue a continuación». La selección de
los hechos está regida -prosigue- por «la misma lógica implícita: el período tiene preferencia
sobre el objeto analizado; los acontecimientos se eligen según su lugar en una narrativa definida
por un comienzo y un final». Pasa luego a caracterizar la «historia política» como «el modelo de
este tipo de historia», porque «en sentido amplio, la política constituye el repertorio primario
del cambio», y esto a su vez permite la presentación de la historia en cuanto a las categorías de la
«libertad humana». Como «la política es el ámbito por excelencia del azar, y por tanto de
la libertad», puede representarse la historia con la «estructura de una novela» (Furet, In the
Workshop of History, 8-9).
18. De este modo, Furet observa que «los historiadores se han visto forzados a abandonar no
sólo la forma principal de su disciplina -la narrativa- sino también su objeto favorito -la política-
porqué «el lenguaje de las ciencias sociales se basa en la búsqueda de determinantes y límites de la
acción», más que en el sentido del azar y la libertad en los asuntos humanos (Ibíd., 9-10).
LA CUESTIÓN DE LA NARRATIVA 51
21. «Sólo tenemos que reconocer que la historia es un método sin un objetivo diferencial
propio para rechazar la equivalencia entre la noción de historia y la noción de humanidad» (Ibíd.;
véase también 248-250 y 254).
22. «De hecho la historia no está ligada ni con el hombre ni con ningún objeto particular.
Consiste enteramente en su método, que la experiencia confirma como indispensable para catalogar
los elementos de una estructura cualquiera, humana o no humana, en su totalidad» (Ibíd., 262).
23. Ibíd., 261n.
24. Claude Lévi-Strauss, L'Origine des manieres de table (París, 1968), parte 2, cap. 2.
25. Véase Rosalind Coward y John Ellis, Language and Materialism: Developments in Semio-
logy and the Theory of the Subject (Londres y Boston, 1977) y Hayden White, «El discurso de
Foucault», cap. 5 de este libro.
LA CUESTIÓN DE LA NARRATIVA 53
Para todos ellos - a s í como para Jacques Derrida y Julia Kristeva- la historia
en general y la narratividad en particular eran meramente prácticas repre-
sentativas por las que la sociedad producía un sujeto humano peculiarmente
adaptado a las condiciones de vida en el moderno Rechtsstaat.26 Su argu-
mentación en defensa de su punto de vista es demasiado compleja para
representarla aquí, pero una breve consideración del ensayo de 1967 de
Roland Barthes titulado «El discurso de la historia» puede dar una idea del
tipo de hostilidad que observaba hacia la noción de historia narrativa.
En este ensayo, Barthes desafiaba la distinción, básica a todas formas de
historicismo, entre discurso «histórico» y «ficticio». El punto de ataque
elegido para su argumentación era el tipo de historiografía que favorecía
una representación narrativa de los acontecimientos y procesos del pasado.
Barthes preguntaba:
26. Jacques Derrida, «The law of geure», Critical ¡nquiry 7, n.° 1 (1980): 55-82; ídem, «La
structure, le signe et le jeu dans le discours des sciences humaines», cap. 10 de L'Ecriture et la
difference (París, 1967). Julia Kristeva escribe: «En la narrativa, el sujeto hablante se constituye
como el sujeto de una familia, un clan o grupo estatal; se ha mostrado que la sentencia sintáctica-
mente normativa se desarrolla en el contexto de una narración prosaica y, posteriormente,
histórica. La aparición simultánea del género narrativo y de la sentencia limita el proceso de
significación a una actitud de petición y comunicación» («The Novel as Polylogue», en Kristeva,
Desire in Language: a Semiotic Approach to Literature and Art, comp. León S. Roudiez (Nueva
York, 1980); véase también Jean Francois Lyotard, «Petite économie libidinale d'un dispositif
narratif», en Des dispositifs pulsionnels [París, 1973], 180-184).
27. Roland Barthes, «Le discours de l'histoire», Social Science Information (París, 1967), en
inglés: «The Discourse of History», trad. Stephen Bann, en Comparative Criticism: A Yearbook, vol.
3, comp. E. S. Schaffer (Cambridge, 1981), 7.
28. Roland Barthes, Mythologies, trad. inglesa (Nueva York, 1972), págs. 148-159.
54 EL CONTENIDO DE LA FORMA
más retrógrado que la ciencia moderna o el arte moderno, los cuales señalaban
la naturaleza inventiva de sus «contenidos». De entre las disciplinas que preten-
dían el estatuto de cientificidad, solo los estudios históricos seguían siendo
víctimas de lo que denominaba «la falacia de réferencialidad».
Barthes pretendía demostrar que «como podemos ver, simplemente aten-
diendo a su estructura y sin tener que invocar la sustancia de su contenido,
el discurso histórico es por esencia una forma de elaboración ideológica, o,
por decirlo más precisamente, una elaboración imaginaria*, por lo cual
entendía un «acto de habla» de naturaleza «performativa», «mediante el cual
el autor del discurso (una entidad puramente lingüística) "rellena" el lugar
de la materia de la expresión (una entidad psicológica o ideológica)».29 Hay
que observar que, aunque Barthes se refiere aquí al discurso histórico en
general, su principal objeto de interés es el discurso histórico dotado de una
«estructura narrativa», y ello por dos razones. En primer lugar, considera
paradójico que «la estructura narrativa, que surgió originalmente en el
caldero de la ficción (en mitos y en la primera épica)», hubiese devenidoren
la historiografía tradicional, «tanto el signo como la prueba de la realidad».?0
En segundo lugar, y más importante, para Barthes -siguiendo aquí a Lacan-
la narrativa era el principal instrumento por el que la sociedad modela la
conciencia narcisista e infantil en una «subjetividad» capaz de asumir las
«responsabilidades» de un «objeto» de la ley en todas sus formas.
Lacan había sugerido que, en la adquisición del lenguaje, también el niño
adquiere el paradigma mismo de la conducta ordenada y gobernada por
reglas. Barthes añade que en el desarrollo de la capacidad de asimilar
«historias» y contarlas, sin embargo, el niño también aprende lo que ha de
llegar a ser aquella criatura que, en expresión de Nietzsche, es capaz
de realizar promesas, de «recordar hacia delante» así como hacia atrás, y de
vincular su final con su principio de modo que atestigüe una «integridad»
que debe poseer todo individuo para convertirse en «sujeto» de un sistema
de legalidad, moralidad o propiedad (cualquiera). Lo «imaginario» sobre
cualquier representación narrativa es la ilusión de una conciencia centrada
capaz de mirar al mundo, aprehender su estructura y procesos y representar-
los para sí como dotados de la coherencia formal de la propia narratividad.
Pero esto es confundir un «significado» (que siempre se constituye en vez de
hallarse) por la «realidad» (que siempre se halla en vez de constituirse).31
Huelga decir que detrás de esta formulación se encuentra una amplia
masa de teorías del lenguaje, el discurso, la conciencia y la ideología alta-
mente problemáticas con las que se asocian los nombres de Jacques Lacan y
de Louis Althusser. Barthes recurrió a éstas para su fin, que no era más que
desmantelar toda la herencia del «realismo» decimonónico, que consideraba
como el contenido pseudocientífico de aquella ideología que se mostra-
ba como «humanismo» en su forma sublimada.
29. Barthes, «The Discourse of History», 16-17.
30. Ibíd., 18.
31. «Más allá del nivel de narración comienza el mundo» (Barthes, «Introducción al análisis
estructural de las narrativas», pág. 115).
LA CUESTIÓN DE LA NARRATIVA 55
34. Cf. Anderson, Arguments within Englis Marxism, 14, 98, 162.
35. Véase las observaciones de Daniel Bell y Peter Wiles en Dumonlin y Moisi, The Historian,
64-71, 89-90.
LA CUESTIÓN DE LA NARRATIVA 57
36. Román Jakobson, «Linguistic and Poetics», en Style and Language, ed. Thomas Sebeok
(Cambridge, 1960), 352-358. Este ensayo de Jakobson es absolutamente esencial para comprender
la teoría del discurso desarrollada en una orientación generalmente semiológica desde los años
sesenta. Hay que subrayar que, mientras que muchos de los postestructuralistas han adoptado la
posición acerca de la arbitrariedad del signo y a fortiori la arbitrariedad de la constitución de los
discursos en general, Jackobson siguó insistiendo en la posibilidad de una significación intrínseca
incluso en el fonema. De ahí que, mientras que los postestructuralistas más radicales, como
Derrida, Kristeva, Sollers y el último Barthes consideraban la referencialidad discursiva como una
ilusión, ésta no fue la posición de Jakobson. La referencialidad era simplemente una de las «seis
funciones básicas de la comunicación verbal» (Ibíd., 357).
37. Como lo expresa Paolo Valesio, «todo discurso en su aspecto funcional se basa en un
conjunto de mecanismos relativamente limitado (...) que reducen toda elección referencial a una
elección formal» (Novantiqua, 21). De ahí que,
58 EL CONTENIDO DE LA FORMA
nunca se trata (...) de apuntar a referentes del mundo «real», de distinguir lo verdadero de
lo falso, lo correcto de lo incorrecto, lo bello de lo feo, etcétera. La única elección está
entre los mecanismos a utilizar, y estos mecanismos ya condicionan todo discurso puesto
que son representaciones simplificadas de la realidad, inevitable e intrínsecamente sesga-
das en dirección partidista. Los mecanismos siempre parecen «ser» gnoseológicos, pero en
realidad son erísticos: transmiten una connotación positiva o negativa a la imagen de la
entidad que describen en el mismo momento en que empiezan a describirla (21-22).
38. El ejemplo está tomado de Arthur C. Danto, Analytical Philosophy of History (Cam-
bridge, 1965).
LA CUESTIÓN DE LA NARRATIVA 59
Para aquellos teóricos que subrayan la función comunicativa del discurso
histórico narrativo, la correspondencia de la «historia» con los aconteci-
mientos que relata se establece en el nivel del contenido conceptual del
«mensaje». Este contenido conceptual puede considerarse compuesto o bien
por los factores que unen los acontecimientos en cadenas de causas y
efectos o bien por las «razones» (o «intenciones») que motivan a los agentes
humanos de los acontecimientos en cuestión. Las causas (necesarias aunque
no suficientes) o razones (conscientes o inconscientes) de que los sucesos
tuviesen lugar como de hecho sucedieron se establecen en la narrativa en la
forma en que cuenta la historia.39 Según esta concepción, la forma narrativa
del discurso no es más que un medio del mensaje, sin más valor de verdad o
contenido informativo que cualquier otra estructura formal, como un silo-
gismo lógico, una figura metafórica o una ecuación matemática. La narrati-
va, considerada como un código, es un vehículo de forma similar a como el
código Morse sirve de vehículo para la transmisión de mensajes por medio
de un aparato telegráfico. Esto significa, entre otras cosas, que el código
narrativo no añade nada en cuanto a información o conocimiento que no
pueda transmitirse por otro sistema de codificación discursiva.-
Esto lo prueba el hecho de que el contenido de cualquier presentación
narrativa de acontecimientos reales puede sacarse del relato, representado
en formato de disertación, y someterse a los mismos criterios de congruen-
cia lógica y exactitud fáctica que una demostración científica. La narrativa
realmente compuesta por un determinado historiador puede ser más o
menos «espesa» de contenido y más o menos «artística» en su ejecución;
puede estar elaborada de forma más o menos elegante -igual que puede
diferir el tacto de diferentes telegrafistas. Pero todo ello, dirían los defenso-
res de esta concepción, es más cuestión de estilo individual que de conteni-
do. En la narrativa histórica lo único que tiene valor de verdad es el
contenido. Todo lo demás es ornamento.
Sin embargo esta noción del discurso narrativo deja de tener en cuenta la
enorme cantidad de tipos de narrativa de que dispone toda cultura para
aquellos de sus miembros que pueden desear recurrir a ella para la codifica-
ción y transmisión de mensajes. Además, cada discurso narrativo se compct
ne no de un único código monolíticamente utilizado, sino de un complejo
conjunto de códigos cuya interrelación por parte del autor -para la produc-
ción de una historia infinitamente rica en sugerencias y tonalidades afecti-
vas, por no decir de actitudes y evaluaciones subliminales de su objeto- da
fe de su talento como artista, como maestros más que como siervo de los
códigos disponibles en el momento. De ahí la «densidad» de discursos
relativamente informales como los de la literatura y la poesía frente a los de
la ciencia. Como ha indicado el textólogo ruso Juri Lotman, el texto artístico
transmite mucha más «información» que el texto científico, porque el pri-
mero dispone de más códigos y más niveles de codificación que el último.40
39. Véase Deay, Phylosophy of History, 43-47, 19.
40. Juri Lotman, The Structure ofArtistic Text, trad. de Ronald Vroom (Ann Arbor, 1977), 9-20,
280-284.
60 EL CONTENIDO DE LA FORMA
45. Hans Georg Gadamer, «El problema de la conciencia histórica», en Interpretative Social
LA CUESTIÓN DE LA NARRATIVA 67
Science: A Reader, comp. Paul Rabinow y William Sullivan (Berkeley, 1979), 106-107, 134; Paul
Ricoeur, «Du conflit á la convergence des méthodes en exégése biblique», en Exégése et hermeneu-
tique, ed. Roland Barthes y cois. (París, 1971), 47-51.
46. Paul Ricoeur, «Explicación y comprensión: acerca de algunas notables conexiones entre
¡a teoría del texto, la teoría de la acción y la teoría de la historia», en The Philosophy of Paul
Ricoeur: an Anthology of His Work, ed. Charles E. Reagan y David Stewart (Boston, 1978), 165.
47. Ibíd., 161, 153-158.
68 EL CONTENIDO DE LA FORMA
50. Paul Ricoeur, «Existence and Hermeneutics», en Reagan y Stewart, The Philosophy of Paul
Ricoeur, 98.
51. Paul Ricoeur, «The Language of Faith», en ibíd., 233.
52. Ibíd.
53. Ricoeur, «Narrative Time», 178-184.
LA CUESTIÓN DE LA NARRATIVA 71