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CAPÍTULO 1

EL VALOR DE LA NARRATIVA EN LA REPRESENTACIÓN


DE LA REALIDAD

Plantear la cuestión de la naturaleza de la narración es suscitar la refle-


xión sobre la naturaleza misma de la cultura y, posiblemente, incluso sobre
la naturaleza de la propia humanidad. Es tan natural el impulso de narrar,
tan inevitable la forma de narración de cualquier relato sobre cómo sucedie-
ron realmente las cosas, que la narratividad sólo podría parecer problemáti-
ca en una cultura en la que estuviese ausente - o bien, como en algunos
ámbitos de la cultura intelectual y artística occidental, se rechazase progra-
máticamente. Considerados como hechos de cultura omnicomprensivos, la
narrativa y la narración tienen menos de problemas que simplemente de
datos. Como indicó (en patente equivocación) el último Roland Barthes,
la narrativa «es simplemente como la vida misma [...] internacional, transhis-
tórica, transcultural».1 Lejos de ser un problema, podría muy bien conside-
rarse la solución a un problema de interés general para la humanidad,
el problema de cómo traducir el conocimiento en relato,2 el problema de
configurar la experiencia humana en una forma asimilable a estructuras
de significación humanas en general en vez de específicamente culturales.
Podemos no ser capaces de comprender plenamente las pautas de pensa-
miento específicas de otra cultura, pero tenemos relativamente menos difi-
cultad para comprender un relato procedente de otra cultura, por exótica
que pueda parecemos. Como dice Barthes, la narrativa es «traducible sin
menoscabo esencial», en un sentido en que no lo es un poema lírico o un
discurso filosófico.
Esto sugiere que, lejos de ser un código entre muchos de los que puede
utilizar una cultura para dotar de significación a la experiencia, la narrativa
es un metacódigo, un universal humano sobre cuya base pueden transmitir-
se mensajes transculturales acerca de la naturaleza de una realidad común.
La narrativa, que surge como dice Barthes, entre nuestra experiencia del
mundo y nuestros esfuerzos por describir lingüísticamente esa experiencia,
«sustituye incesantemente la significación por la copia directa de los aconte-
cimientos relatados». De ello se sigue que la falta de capacidad narrativa o el
rechazo de la narrativa indica una falta o rechazo de la misma significación.
Pero ¿qué tipo de significado falta o se rechaza? La fortuna de la narrativa

1. Roland Barthes, «Introduction to the structural analysis of narratives», Image, music, text,
trad. de Stephen Heath (Nueva York, 1977), 79.
2. Los términos narrativa, narración, narrar, etc., derivan del latín gnarus («conocedor»,
«familiarizado con», «experto», «hábil», etc.) y narro («relatar», «contar») de la raíz sánscrita gná
(«conocer»). La misma raíz forma yvtopuioc, («cognoscible», «conocido»). Véase Emile Boisacq,
Dictionnaire étymologique de la langue grecque (Heidelberg, 1950), vid. en yvwpincx;. Mi agradeci-
miento hacia Ted Morris, de Cornell, uno de nuestros grandes especialistas en etimología.
18 EL CONTENIDO DE LA FORMA

en la historia del relato histórico nos da alguna clave sobre la cuestión. Los
historiadores no tienen que relatar sus verdades sobre el mundo real en
forma narrativa. Pueden optar por otras formas de representación, no narra-
tivas o incluso antinarrativas, como la meditación, la anatomía o el epítome.
Tocqueville, Burckhardt, Huizinga y Braudel, por citar sólo a los maestros
más señalados de la historiografía moderna, rechazaron la narrativa en
algunas de sus obras historiográficas, presumiblemente a partir de la suposi-
ción de que el significado de los acontecimientos que deseaban relatar no
era susceptible de representación en modo narrativo.3 Se negaron a contar
una historia del pasado o, más bien, no contaron una historia con etapas
inicial, intermedia y final bien delimitadas; no impusieron a los procesos
que les interesaban la forma que normalmente asociamos a la narración
histórica. Si bien es cierto que narraban la realidad que percibían, o que
pensaban que percibían, como existente en o detrás de la evidencia que ha-
bían examinado, no narrativizaban esa realidad, no le imponían la forma de
un relato. Y su ejemplo nos permite distinguir entre un discurso histórico
que narra y un discurso que narrativiza, entre un discurso que adopta
abiertamente una perspectiva que mira al mundo y lo relata y un discurso
que finge hacer hablar al propio mundo y hablar como relato.
Recientemente se ha formulado la idea de que la narrativa debe conside-
rarse menos una forma de representación que una forma de hablar sobre los
acontecimientos, reales o imaginarios; ha surgido en una discusión de la
relación entre discurso y narrativa que ha tenido lugar en la estela del
estructuralismo y va asociada a la obra de Jakobson, Benveniste, Genette,
Todorov y Barthes. Aquí se considera la narrativa como una forma de hablar
caracterizada, como indica Genette, «por un cierto número de exclusiones y
condiciones restrictivas» que la forma de discurso más «abierta» no impone
al hablante.4 Según Genette, Benveniste mostró que

ciertas formas gramaticales como el pronombre «yo» (y su referencia implícita


«tú»), los «indicadores» pronominales (determinados pronombres demostrativos),
los indicadores adverbiales (como «aquí», «ahora», «ayer», «hoy», «mañana», etc.)
y, al menos en francés, determinados tiempos verbales como el presente, el
3. Véase Alexis de Tocqueville, Democracy in America, trad. de Henry Reeve (Londres,
1838); Jakob Christoph Burckhardt, The civilization of the Renaissance in Italy, trad. de S.G.C.
Middlemore (Londres, 1878); Johan Huizinga, The Wtming of the Middle Ages: A Study of the Forms
of Life, Thought and Art in France and the Netherlands in the Dawn of the Renaissance, trad. F.
Hopman (Londres, 1924); y Fernand Braudel, The Mediterranean and the Mediterranean World in
the Age of Philip II, trad. Sian Reynolds (Nueva York, 1972). Véase también Hayden White,
Methahistory: the Historical Imagination in Nineteenth-century Europe (Baltimore, 1973); y Hans
Kellner, «Disorderly Conduct: Braudel's Mediterranean Satire», History and Thought 18, n. 2
(1979): 197-222.
4. Gerard Genette, «Bourdaríes of Narrative», New Literary History 8, n. 1 (1978): 11. Véase
también Jonatahn Culler, Structuralist Poetics: Structuralism, Linguistics and the Study of Literatu-
re (Ithaca, 1975), cap. 9; Philip Pettit, The Concept of Structuralism: a Critica! Analisys (Berkeley y
Los Angeles, 1977); Tel Quel [Grupo], Théorie d'ensemble (París, 1968), artículos de Jean Louis
Baudry, Philippe Sollers y Julia Kristeva; Robert Scholes, Structuralism in Literature: an Introduc-
tion (New Haven y Londres, 1974), caps. 4-5; Tzvetan Todorov, Poétique de la prose (París, 1971),
cap. 9; y Paul Zumthor, Langue, texte, énigme (París, 1975), 4.a parte.
EL VALOR DE LA NARRATIVA 19

pretérito perfecto y el futuro, están limitados al discurso, mientras que la na-


rrativa en sentido estricto se distingue por el uso exclusivo de la tercera persona y
de formas tales como el pretérito indefinido y el pluscuamperfecto.5

Por supuesto, esta distinción entre discurso y narrativa se basa exclusiva-


mente en un análisis de las características gramaticales de ambas modalida-
des de discurso en las que la «objetividad» de uno y la «subjetividad» del otro
se definen principalmente por un «orden de criterios lingüístico». La «subje-
tividad» del discurso viene dada por la presencia, explícita o implícita, de un
«yo» que puede definirse «sólo como la persona que mantiene el discurso».
Por contrapartida, la «objetividad de la narrativa se define por la ausencia de
toda referencia al narrador». En el discurso narrativizante, pues, podemos
decir, con Benveniste, que «en realidad no hay ya un "narrador". Los
acontecimientos se registran cronológicamente a medida que aparecen en el
horizonte del relato. No habla nadie. Los acontecimientos parecen hablar
por sí mismos».6
¿Qué implica la producción de un discurso en el que «los acontecimien-
tos parecen hablar por sí mismos», especialmente cuando se trata de aconte-
cimientos que se identifican explícitamente como reales en vez de imagina-
rios, como en el caso de las representaciones históricas? 7 En un discurso
relativo a acontecimientos manifiestamente imaginarios, que son los «con-
tenidos» de los discursos ficcionales, la cuestión plantea pocos proble-
mas, pues ¿por qué no representar a los acontecimientos imaginarios como
acontecimientos que «hablan por sí mismos»? ¿Por qué en el dominio de lo
imaginario no iban a hablar hasta las mismas piedras, como las columnas de
Memnon cuando fue alcanzada por los rayos del sol? Pero los acontecimien-
tos reales no deberían hablar por sí mismos. Los acontecimientos reales
deberían simplemente ser; pueden servir perfectamente de referentes de un
discurso, pueden ser narrados, pero no deberían ser formulados como tema
de una narrativa. La tardía invención del discurso histórico en la historia de
la humanidad y la dificultad de mantenerlo en épocas de crisis cultural
(como en la alta Edad Media) sugiere la artificialidad de la idea de que los
acontecimientos reales podrían «hablar por sí mismos» o representarse
como acontecimientos que «cuentan su propia historia». Esta ficción no
habría planteado problemas antes de imponerse al historiador la distinción
entre acontecimientos reales e imaginarios; la narración de historia sólo se
problematiza después de que dos órdenes de acontecimientos se disponen
ante el narrador como componentes posibles de los relatos y se fuerza así a
la narración a descargarse ante el imperativo de mantener separados ambos
órdenes en el discurso. Lo que queremos denominar narración mítica no
5. Genette, «Boundaries of Narrative», 8-9.
6. Ibíd., 9. Cf. Emile Benveniste, Problems in General Linguistics, trad. Mary Elizabeth Meek
(Coral Gables, Fia., 1971), 208.
7. Véase Louis O. Mink, «Narrative Form as a Cognitive Instrument», y Lionel Gossman,
«History and Literature», ambos en The Writing of History: Literary Form and Historical Understan-
ding, comp. de Robert Hl. Canary y Henry Kozicki (Madison, Wis., 1978), con una completa
bibliografía sobre el problema de la forma narrativa en la escritura histórica.
20 EL CONTENIDO DE LA FORMA

está sujeto a la obligación de mantener diferenciados ambos órdenes de


acontecimientos, los reales y los imaginarios. La narrativa sólo se problema-
tiza cuando deseamos dar a los acontecimientos reales la forma de un relato.
Precisamente porque los acontecimientos reales no se presentan como
relatos resulta tan difícil su narrativización.
¿Qué implica, pues, ese hallar el «verdadero relato», ese descubrir la
«historia real» que subyace o está detrás de los acontecimientos que nos
llegan en la caótica forma de los «registros históricos»? ¿Qué anhelo se
expresa, qué deseo se gratifica por la fantasía de que los acontecimientos
reales se representan de forma adecuada cuando se representan con la
coherencia formal de una narración? En el enigma de este anhelo, este
deseo, se vislumbra la función del discurso narrativizador en general, una
clave del impulso psicológico subyacente a la necesidad aparentemente
universal no sólo de narrar sino de dar a los acontecimientos un aspecto de
narratividad.
La historiografía constituye una base especialmente idónea sobre la cual
considerar la naturaleza de la narración y la narratividad porque en ella
nuestro anhelo de lo imaginario y lo posible debe hacer frente a las exigen-
cias de lo real. Si consideramos la narración y la narratividad como instru-
mento con los que se median, arbitran o resuelven en un discurso las
pretensiones en conflicto de lo imaginario y lo real, empezamos a compren-
der tanto el atractivo de la narrativa como las razones para rechazarla. Si
acontecimientos putativamente reales se representan de forma no narrativa,
¿qué tipo de realidad es la que se ofrece, o se piensa que se ofrece, a la
percepción bajo esta modalidad? ¿Qué aspecto tendría una representación
no narrativa de la realidad histórica? Al responder a esta cuestión no llega-
mos necesariamente a una solución al problema de la naturaleza de la na-
rrativa, pero empezamos a vislumbrar en parte la base del atractivo de la
narratividad como forma de representación de los acontecimientos que se
conceptúan reales en vez de imaginarios.
Afortunadamente, tenemos multitud de ejemplos de representaciones de
la realidad histórica de forma no narrativa. En realidad, la doxa del establish-
ment historiográfico moderno supone que hay tres tipos de representación
histórica -los anales, la crónica y la historia propiamente dicha-, la imper-
fecta «historicidad» de dos de los cuales se evidencia en su fracaso en captar
la plena narratividad de los acontecimientos de que tratan.8 No hace falta
decir que la sola narratividad no permite la distinción entre los tres tipos.
Para que una narración de los acontecimientos, incluso de los aconteci-
mientos del pasado o de acontecimientos reales del pasado, se considere una
verdadera historia, no basta que exhiba todos los rasgos de la narratividad.
Además, el relato debe manifestar un adecuado interés por el tratamiento
juicioso de las pruebas, y debe respetar el orden cronológico de la sucesión
8. Por razones de economía, utilizo como representante de la concepción convencional de
la historia de la escritura de la historia la obra de Harry Elmer Barnes, A History of Historical
Writing (Nueva York, 1963), cap. 3, que estudia la historiografía medieval de Occidente. C). Robert
Scholes y Robert Kellogg. The Nature of Narrative (Oxford, 1976), 64, 211.
EL VALOR DE LA NARRATIVA 21

original de los acontecimientos de que trata como línea base intransgredible


en la clasificación de cualquier acontecimiento dado en calidad de causa o
efecto. Pero convencionalmente no basta que un relato histórico trate de
acontecimientos reales en vez de meramente imaginarios; y no basta que el
relato represente los acontecimientos en su orden discursivo de acuerdo
con la secuencia cronológica en que originalmente se produjeron. Los
acontecimientos no sólo han de registrarse dentro del marco cronológico
en el que sucedieron originariamente sino que además han de narrarse,
es decir, revelarse como sucesos dotados de una estructura, un orden de
significación que no poseen como mera secuencia.
Está de más decir también que la forma de los anales carece por comple-
to de este componente narrativo, pues consiste sólo en una lista de aconteci-
mientos ordenados cronológicamente. Por el contrario, la crónica a menu-
do parece desear querer contar una historia, aspira a la narratividad, pero
característicamente no lo consigue. Más específicamente, la crónica suele
caracterizarse por el fracaso en conseguir el cierre narrativo. Más que
concluir la historia suele terminarla simplemente. Empieza a contarla pero
se quiebra in medias res, en el propio presente del autor de la crónica; deja
las cosas sin resolver o, más bien, las deja sin resolver de forma similar a la
historia.
Si bien los anales representan la realidad histórica como si los aconteci-
mientos reales no mostrasen la forma de relato, el autor de la crónica la
representa como si los acontecimientos reales se mostrasen a la conciencia
humana en la forma de relatos inacabados. Y el saber oficial quiere que, por
objetivo que pueda ser un historiador en su presentación de los hechos,
por juicioso que haya sido en su valoración de las pruebas, por escrupuloso
que haya sido en su datación de las res gestae, su exposición seguirá siendo
algo menos que una verdadera historia si no ha conseguido dar a la realidad
una forma de relato. Donde no hay narrativa, dijo Croce, no hay historia.9
Peter Gay, desde una perspectiva directamente opuesta al relativismo de
Croce, lo expresa de forma igualmente rotunda: «La narración histórica sin
un análisis completo es trivial, el análisis histórico sin narración es incom-
pleto.» 10 La formulación de Gay evoca el sesgo kantiano de la exigencia de
narración en la representación histórica, al sugerir, parafraseando a Kant,
que las narraciones históricas sin análisis son vacías, y los análisis históricos
sin narrativa son ciegos. Podemos así preguntar: ¿qué tipo de comprensión
da la narrativa de la naturaleza de los acontecimientos reales? ¿Qué tipo de
ceguera con respecto a la realidad se desvanece mediante la narratividad?
En lo que viene a continuación considero los anales y la representación
histórica de las crónicas no como las historias imperfectas que convencio-
nalmente se consideran que son, sino más bien como productos particulares
de posibles concepciones de la realidad histórica, concepciones que consti-
tuyen alternativas, más que anticipaciones fallidas del discurso histórico

9. White, Methahistory, 318-385.


10. Peter Gay, Style in History (Nueva York, 1974), 189.
22 EL CONTENIDO DE LA FORMA

consumado que supuestamente encarna la historia moderna. Este proceder


arrojará luz sobre los problemas tanto de la historiografía como de la
narración y esclarecerá lo que yo considero como naturaleza puramente
convencional de la relación entre ellas. Lo que se pondrá de manifiesto,
según creo, es que la misma distinción entre acontecimientos reales e
imaginarios, básica en las formulaciones modernas tanto de la historia como
de la ficción, presupone una noción de realidad en la que se identifica «lo
verdadero» con «lo real» sólo en la medida en que puede mostrarse que el
texto de que se trate tenga el carácter de narratividad.

Cuando nosotros, desde la óptica moderna, vemos una muestra de anales


medievales, no nos puede sorprender la aparente ingenuidad del autor; y
tendemos a atribuir esta ingenuidad a su aparente negativa, incapacidad o
desinterés por transformar el conjunto de acontecimientos ordenados verti-
calmente como un archivo de efemérides anuales en los elementos de un
proceso lineal/horizontal. En otras palabras, es probable que nos descon-
cierte su aparente fracaso en percibir que los acontecimientos históricos se
disponen para la mirada perceptiva como historias que esperan ser narradas.
Pero sin duda un interés genuinamente histórico exigiría que nos preguntá-
semos no sólo cómo o por qué el autor de los anales dejó de escribir una
«narrativa» sino más bien qué tipo de noción de realidad le llevó a represen-
tar en forma de anales lo que, después de todo, consideraba como aconteci-
mientos reales. Si pudiésemos responder a este interrogante, estaríamos en
condiciones de comprender por qué, en nuestra propia época y condición
cultural, hemos podido concebir la propia narratividad como problema.
El primer volumen de los Monumento. Germaniae Histórica, de la serie
Scriptores, contiene el texto de los Anales de Saint Gall, una lista de aconte-
cimientos que tuvieron lugar en la Galia durante los siglos Vil, IX y x de
nuestra era.11 Aunque este texto es «de referencia» y contiene una represen-
tación de la temporalidad 12 -la definición de Ducrot y Todorov de lo que
puede considerarse narrativa-, no posee ninguna de las características
que normalmente atribuimos a un relato: no hay un tema central, ni un
comienzo bien diferenciado, una mitad y un final, una peripeteia o una voz
narrativa identificable. En los que son para nosotros segmentos teóricamen-
te más interesantes del texto, no hay sugerencia alguna de una conexión
necesaria entre un acontecimiento y otro. Así, para el período comprendido
entre el 709 y el 734, tenemos las siguientes entradas:

709. Duro invierno. Murió el Duque Godofredo.


710. Un año duro y con mala cosecha.
11. Anuales Sangallenses Maiores, dicti Hepidanni, comp. Ildefonsus ab Arx, en Monumenta
Germaniae Histórica, serie Scriptores, comp. de George Heinrich Pertz, 32vols. (Hannover, 1826;
repr., Stuttgart, 1963), 1:72 y sigs.
12. Oswald Ducrot y Tzvetan Todorov, Encyclopedic Dictionary of the Sciences of Languague,
trad. de Catherine Porter (Baltimore, 1979), 297-299.
EL VALOR DE LA NARRATIVA 23

711.
712. Inundaciones por doquier.
713.
714. Murió Pipino, mayor del palacio.
715. 716. 717.
718. "Carlos devastó a los sajones, causando gran destrucción.
719.
720. Carlos luchó contra los sajones.
721. Theudo expulsó de Aquitania a los sarracenos.
722. Gran cosecha.
723. 724.
725. Llegaron por vez primera los sarracenos.
726. 727. 728. 729. 730.
731. Murió Beda el Venerable, presbítero.
732. Carlos luchó contra los sarracenos en Poitiers, en sábado.
733. 734.

Esta lista nos sitúa en una cultura en trance de disolución, una sociedad
de escasez radical, un mundo de grupos humanos amenazados por la muer-
te, la devastación, las inundaciones y la hambruna. Todos los acontecimien-
tos son extremos, y el criterio implícito para seleccionarlos para el recuerdo
en su naturaleza liminal. Los temas objeto de preocupación son las necesida-
des básicas -alimento, seguridad respecto a los enemigos exteriores, lideraz-
go político y militar- y la amenaza de que no se satisfagan; pero no se
comenta explícitamente la conexión entre las necesidades básicas y las
condiciones de su posible satisfacción. Sigue sin explicarse por qué «Carlos
luchó contra los sajones», igual que por qué un año hubo una «gran cose-
cha» y otro hubo «inundaciones por doquier». Los acontecimientos sociales
son aparentemente tan incomprensibles como los acontecimientos natura-
les. Parecen simplemente haber ocurrido, y su importancia parece no distin-
guirse del hecho de que fuesen anotados. En realidad, parece que su impor-
tancia no radica más que en el hecho de que se haya dejado constancia de
los mismos por escrito.
Y no tenemos idea de quién los registró; ni tenemos idea de cuándo se
registraron. La nota que hay en 725 -«Llegaron por vez primera los sarrace-
nos»- sugiere que este acontecimiento al menos se registró después de que
los sarracenos hubiesen llegado por segunda vez, y establece lo que podría-
mos considerar una expectativa genuinamente narrativista; pero la llegada
de los sarracenos y su expulsión no es el objeto de este apunte. Se registra el
hecho de que Carlos «luchó contra los sarracenos en Poitiers en sábado»,
pero no el resultado de la batalla. Y ese sábado resulta inquietante, porque
no se menciona ni el mes ni el día de la batalla. Hay muchos cabos sueltos
- n o hay una trama en perspectiva- y esto resulta frustrante, si no descon-
certante, tanto para la expectativa narrativa del lector actual como para su
deseo de una información específica.
Además, constatamos que en realidad no hay introducción alguna al
24 EL CONTENIDO DE LA FORMA

relato. Simplemente comienza con el «título» (¿es un título?) Anni domini,


que encabeza dos columnas, una de fechas y la otra de acontecimientos.
Visualmente al menos, el título une la fila de fechas de la columna de la
izquierda con la fila de acontecimientos de la columna de la derecha en un
augurio de significación que podríamos considerar mítica, a no ser por el
hecho de que Anni domini se refiere tanto a un relato cosmológico de la
Sagradas Escrituras como a una convención de calendario que aún utilizan
los historiadores de Occidente para señalar las unidades de sus historias. No
deberíamos remitir demasiado rápido el significado del texto al marco
mítico que invoca al denominar a los «años» como «años del Señor», pues
estos «años» tienen una regularidad que no posee el mito cristiano, con su
clara ordenación hipotáctica de los acontecimientos que abarca (creación,
caída, encamación, resurrección, segunda venida). La regularidad del calen-
dario señala el «realismo» del relato, su intención de considerar hechos
reales en vez de imaginarios. El calendario ubica los acontecimientos, no en
el momento de la eternidad, no en tiempo kairótico, sino en tiempo cronoló-
gico, en el tiempo de la experiencia humana. Este tiempo no tiene puntos
altos o bajos; es, podríamos decir, paratácticos e infinito. No tiene saltos. La
lista de las épocas está completa, aun cuando no lo esté la lista de los aconte-
cimientos.
Por último, los anales no tienen conclusión; simplemente terminan. Las
últimas entradas son las siguientes:

1045. 1046. 1047. 1048. 1049. 1050. 1051. 1052. 1053. 1054. 1055.
1056. Murió el Emperador Enrique; y le sucedió en el trono su hijo Enri-
que.
1057. 1058. 1059. 1060. 1061. 1062. 1063. 1064. 1065. 1066. 1067. 1068.
1069. 1070. 1071. 1072.

Cierto es que la continuación de la lista de años al final del relato sugiere


una continuación de la serie hasta el infinito, o más bien hasta la Segunda
Venida. Pero no hay una conclusión del relato. ¿Cómo podría haberla, al no
haber un tema central acerca del cual pudiese narrarse una historia?
No obstante, debe de haber un relato, pues con seguridad hay una trama
-si entendemos por trama una estructura de relaciones por la que se dota de
significado a los elementos del relato al identificarlos como parte de un todo
integrado-. Aquí me estoy refiriendo, sin embargo, no a la lista de fechas de
años que se ofrece en la fila de la izquierda del texto, que da coherencia y
plenitud a los acontecimientos al registrarlos en los años en que tuvieron
lugar. Dicho de otro modo, la lista de fechas puede considerarse el significa-
do del que los acontecimientos presentados en la columna de la derecha son
el significante. El significado de los acontecimientos es su registro en este
tipo de lista. Esta es la razón, presumo, por la que el redactor de los anales
debió de experimentar escasa inquietud ante lo que parecen ser para el
lector actual años en blanco, discontinuidades, y falta de conexiones causa-
les entre los acontecimientos registrados en el texto. El estudioso actual
EL VALOR DE LA NARRATIVA 25

aspira a la plenitud y continuidad en el orden de los acontecimientos; el


redactor de los anales tiene ambas en la secuencia de los años. ¿Qué
expectativa es más «realista»?
Recuérdese que no estamos ante un discurso onírico ni infantil. Puede
ser erróneo denominarlo discurso, pero tiene algo de discursivo. El texto
evoca un «meollo», opera en el ámbito del recuerdo en vez del del sueño o la
fantasía, y se despliega bajo el signo de «lo real» en vez del de «lo imagina-
rio». De hecho, parece eminentemente racional y, a primera vista, más bien
prudente en su manifiesto deseo de registrar sólo aquellos acontecimientos
respecto de los cuales pueda haber pocas dudas sobre su ocurrencia, en su
intención de no utilizar los hechos de forma especulativa o proponer argu-
mentos sobre posibles asociaciones de los hechos entre sí.
Los comentaristas modernos han señalado el hecho de que el autor de los
anales registrase la batalla de Poitiers del 723 pero no así la batalla de Tours,
que tuvo lugar en el mismo año y que, como todo escolar sabe, fue una de
«las diez grandes batallas de la historia universal».13 Pero aun cuando el
autor de los anales hubiese conocido la batalla de Tours, ¿qué principio o
regla del significado le habría instado a registrarla? Sólo desde nuestro
conocimiento de la historia posterior de Europa occidental podemos aspirar
a clasificar los acontecimientos en cuanto a su significación histórico-
universal, e incluso entonces su significado es menos histórico-universal que
simplemente europeo occidental, representando la tendencia de los historia-
dores modernos a clasificar jerárquicamente los hechos del registro desde
una perspectiva cultural específica, y no universal.
Es esta necesidad o impulso clasificar los acontecimientos con respecto a
su significación para la cultura o grupo que está escribiendo su propia
historia la que hace posible una representación narrativa de los aconteci-
mientos reales. Con seguridad es mucho más «universal» simplemente regis-
trar los acontecimientos a medida que los conocemos. Y al nivel mínimo en
que se despliegan los anales, lo que se incorpora al relato tiene mucha más
importancia teórica para la comprensión de. la naturaleza de la narrativa que
lo que se deja fuera. Pero esto plantea la cuestión de la función en este texto
de registrar aquellos años en los que «no sucedió nada». Cada narrativa, por
aparentemente «completa» que sea, se construye sobre la base de un conjun-
to de acontecimientos que pudieron haber sido incluidos pero se dejaron
fuera; esto es así tanto con respecto de las narraciones imaginarias como
de las realistas. Y esta consideración nos permite preguntarnos qué tipo de
noción de la realidad autoriza la construcción de una descripción narrativa
de la realidad, la articulación de cuyo discurso está regida más por la
continuidad que por la discontinuidad.
Si se concede que este discurso se desarrolla bajo el signo de un deseo
de realidad, como hemos de hacer para justificar la inclusión de la forma de
anales entre los tipos de representación histórica, hemos de concluir que es
un producto de una imagen de la realidad según la cual el sistema social

13. Barnes, History of Hisiorical Writing, 65.


26 EL CONTENIDO DE LA FORMA

-sólo él puede ofrecer los marcadores diacríticos para clasificar la impor-


tancia de los acontecimientos- está sólo minimamente presente en la con-
ciencia del escritor, o más bien está presente como factor en la composición
del discurso sólo en virtud de su ausencia. En todo momento, lo que pasa a
un primer plano de la atención son las fuerzas del desorden, natural y
humano, las fuerzas de la violencia y la destrucción. El relato versa sobre
cualidades más que sobre agentes, y representa un mundo en el que pasan
cosas a las personas, en vez de uno en el que las personas hacen cosas. Es la
dureza del invierno del 709, la dureza del año 710 y la falta de cosecha de ese
año, la inundación del 712 y la inminente presencia de la muerte lo que se
reitera con una frecuencia y regularidad ausentes en la representación de
los actos humanos. Para este observador, la realidad lleva el aspecto de ad-
jetivos que desbordan la capacidad de los nombres que modifican de resistir
a su determinación. Carlos consigue devastar a los sajones, combatirlos y
Theudo consigue expulsar de Aquitania a los sarracenos, pero estas acciones
parecen pertenecer al mismo orden de existencia que los acontecimientos
naturales que traen o «grandes» o «deficientes» cosechas, y son al parecer
igualmente incomprensibles.
La falta de un principio para valorar la importancia o significación de los
acontecimientos se señala sobre todo en los saltos en la lista de aconteci-
mientos de la fila de la derecha, por ejemplo en el año 711, en el que al
parecer «no sucedió nada». El exceso de agua caída en el 712 va precedido y
seguido de años en los que tampoco «sucedió nada». Esto recuerda la
observación de Hegel de que los períodos de felicidad humana y seguridad
son páginas en blanco en la historia. Pero la presencia de estos años en
blanco en el relato del autor del anal nos permite percibir, a modo de
contraste, en qué medida la narración busca el efecto de haber llenado todos
los huecos, de crear una imagen de continuidad, coherencia y sentido en
lugar de las fantasías de vacuidad, necesidad y frustración de deseos que
inundan nuestras pesadillas relativas al poder destructor del tiempo. De
hecho, el relato del autor de este anal invoca un mundo en el que está
omnipresente la necesidad, en el que la escasez es la norma de la existencia
y en el que todos los posibles medios de satisfacción no existen o están
ausentes, o bien existen bajo una inminente amenaza de muerte.
Sin embargo, la idea de satisfacción está implícitamente presente en la
lista de fechas que conforman la columna de la izquierda. La plenitud de
la lista atestigua la plenitud del tiempo, o al menos la plenitud de los «años
del Señor». No hay escasez en los años: éstos descienden regularmente des-
de su origen, el año de la Encarnación, y se despliegan implacablemente
hasta su potencial término, el Juicio Final. Lo que falta en la lista de
acontecimientos para darle una similar regularidad y plenitud es una noción
de centro social por la cual ubicarlos unos respectos de otros y dotarles de
significación ética o moral. Es la ausencia de una conciencia de centro
social la que impide al analista clasificar los acontecimientos que trata como
elementos de un campo de hechos históricos. Y es la ausencia de este centro
lo que evita o corta cualquier impulso que pudiese haber tenido de configu-
EL VALOR DE LA NARRATIVA 27

rar su discurso de forma narrativa. Sin este centro, las campañas de Carlos
contra los sajones siguen siendo simplemente contiendas, la invasión de los
sarracenos simplemente una incursión, y el hecho de que la batalla de
Poitiers se librase en sábado tan importante como el hecho de que se librase
la batalla. Todo ello me sugiere que Hegel tenía razón cuando afirmó que un
relato verdaderamente histórico tenía que exhibir no sólo una cierta forma,
a saber, la narrativa, sino también un cierto contenido, a saber, un orden po-
lítico-social.
En su introducción a sus Lecciones sobre filosofía de la historia, Hegel es-
cribió:

La palabra historia reúne en nuestra lengua el sentido objetivo y el subjeti-


vo: significa tanto historia rerum gestarum como las res gestae. Debemos
considerar esta unión de ambas acepciones como algo más que una casualidad
externa; significa que la narración histórica aparece simultáneamente con los
hechos y acontecimientos propiamente históricos. Un íntimo fundamento co-
mún las hace brotar juntas. Los recuerdos familiares y las tradiciones patriarca-
les tienen un interés dentro de la familia o de la tribu. El curso uniforme de los
acontecimientos [la cursiva es mía], que presupone dicha condición, no es
objeto del recuerdo; pero los hechos más señalados o los giros del destino
pueden incitar a Mnemosyne a conservar esas imágenes, como el amor y el
sentimiento religioso convidan a la fantasía a dar forma al impulso que, en un
principio, es informe. El Estado es, empero, el que por vez primera da
un contenido que no sólo es apropiado a la prosa de la historia, sino que la en-
gendra.14

Hegel prosigue con la distinción entre el tipo de «sentimientos profun-


dos», como el «amor» y la «intuición religiosa y sus concepciones», y «esa
existencia exterior de una constitución política que se encarna en... las leyes
racionales y costumbres». Este, dice, «es un Presente imperfecto, y no puede
comprenderse cabalmente sin un conocimiento del pasado». Esta es la
razón, concluye, por la que hay períodos que, aunque llenos de «revolucio-
nes, emigraciones nómadas y las más extrañas mutaciones», están desprovis-
tos de cualquier «historia objetiva». Y su desposesión de una historia objetiva
está en función del hecho de que no pudieron producir «ni historia subjetiva
ni anales».
No tenemos que suponer, indica, «que los registros de estos períodos han
desaparecido accidentalmente; más bien, como no fueron posibles, no han
llegado a nosotros». E insiste en que «sólo en un estado consciente de las leyes
pueden tener lugar transacciones diferenciadas, unidas a la clara conciencia de
ellas que proporciona la capacidad y sugiere la necesidad de un registro
duradero». En resumen, cuando se trata de proporcionar una narrativa de
acontecimientos reales, hemos de suponer que debe existir un tipo de sujeto
que proporcione el impulso necesario para registrar sus actividades.

14. G.W.F. Hegel, Lecciones sobre filosofía de la historia universal; se cita por la trad. de J.
Gaos (Madrid, 1974), pág. 137.
28 EL CONTENIDO DE LA FORMA

Hegel insiste en que el verdadero sujeto de este registro es el Estado, pero


el Estado es para él una abstracción. La realidad que se presta a representa-
ción es el conflicto entre el deseo y la ley. Cuando no hay imperio de la ley,
no puede haber ni un sujeto ni un tipo de acontecimiento que se preste a
representación narrativa. Cierto es que ésta no es una proposición que
pueda verificarse o falsear empíricamente; tiene la naturaleza de una presu-
posición o hipótesis capacitante que nos permite imaginar cómo son posi-
bles tanto la «historicidad» como la «narratividad». Y nos autoriza a conside-
rar la proposición de que nada es posible sin una noción del sujeto legal que
pueda servir de gente, medio y tema de la narrativa histórica en todas sus
manifestaciones, desde los anales y la crónica al discurso histórico que
conocemos en sus realizaciones y fracasos modernos.
La cuestión de la ley, la legalidad y legitimidad no se plantea en esas
partes de los Anales de S. Gall que hemos venido considerando; al menos, no
se plantea la cuestión de la ley humana. No se sugiere que la llegada de los
sarracenos represente una transgresión de límite alguno, que no debiera
haberse producido o pudiese haber sido de otro modo. Como todo lo que
sucedió aparentemente sucedió de acuerdo con la voluntad divina, basta con
señalar que ha sucedido y registrarlo bajo el «año del Señor» correspondien-
te en el que tuvo lugar. La llegada de los sarracenos tiene la misma significa-
ción moral que la lucha de Carlos contra los sajones. No tenemos forma
alguna de conocer si el analista se habría visto impulsado a detallar su lista
de acontecimientos y pasar al desafío de una representación narrativa de
ellos si hubiese escrito siendo consciente de la amenaza a un sistema social
específico y de la posibilidad de volver a una situación anárquica contra la
cual pudo erigirse un sistema legal.
Pero una vez hemos reparado en la íntima relación que Hegel sugiere
entre ley, historicidad y narratividad, no nos puede sorprender la frecuencia
con que la narratividad, bien ficticia o real, presupone la existencia de un
sistema legal contra o a favor del cual pudieran producirse los agentes
típicos de un relato narrativo. Y esto plantea la sospecha de que la narrativa
en general, desde el cuento popular a la novela, desde los anales a la
«historia» plenamente realizada, tiene que ver con temas como la ley, la le-
galidad, la legitimidad o, más en general, la autoridad. Y efectivamente, si
atendemos a la que se supone siguiente etapa en la evolución de la represen-
tación histórica tras la forma de los anales, a saber la crónica, esta sospecha
se confirma. Cuanto más históricamente consciente de sí mismo es el
escritor de cualquier forma de historiografía, más le incumbe la cuestión del
sistema social y la ley que lo sostiene, la autoridad de esta ley y su justifica-
ción, y las amenazas a la ley. Si, como sugiere Hegel, la historicidad como
modo de vida humana diferenciado es impensable sin presuponer un siste-
ma legal en relación al cual pudiera constituirse un sujeto específicamente
legal, entonces la autoconciencia histórica, el tipo de conciencia capaz
de imaginar la necesidad de representar la realidad como historia, sólo
puede concebirse en cuanto a su interés por la ley, la legalidad, la legi-
timidad, etc.
EL VALOR DE LA NARRATIVA 29

El interés por el sistema social, que no es más que un sistema de


relaciones humanas regido por la ley, suscita la posibilidad de concebir los
tipos de tensiones, conflictos, luchas y sus varios tipos de resoluciones que
estamos acostumbrados a hallar en cualquier representación de la realidad
que se nos presenta como historia. Esto nos permite conjeturar que el
surgimiento y desarrollo de la conciencia histórica, que va unido a un sur-
gimiento y desarrollo paralelo de la capacidad narrativa (del tipo encontra-
do en la crónica, frente a la forma de los anales), tiene algo que ver con la
medida en que el sistema legal actúa como tema de interés. Si toda narra-
ción plenamente realizada, definamos como definamos esa entidad conocida
pero conceptualmente esquiva, es una especie de alegoría, apunta a una
moraleja o dota a los acontecimientos, reales o imaginarios, de una significa-
ción que no poseen como mera secuencia, parece posible llegar a la conclu-
sión de que toda narrativa histórica tiene como finalidad latente o manifiesta
el deseo de moralizar sobre los acontecimientos de que trata. Donde hay
ambigüedad o ambivalencia acerca de la posición del sistema legal, que es la
forma en que el sujeto encuentra de forma más inmediata el sistema social
en el que está obligado a alcanzar una plena humanidad, no hay una base
sobre la que cerrar un relato que uno pueda querer contar referente al
pasado, ya se trate de un pasado público o privado. Y esto sugiere que la
narrativa, seguramente en la narración fáctica y probablemente en la narra-
ción ficticia también, está íntimamente relacionada con, si no está en
función de, el impulso a moralizar la realidad, es decir, a identificarla con el
sistema social que está en la base de cualquier moralidad imaginable.
El autor de los anales de Saint Gall no muestra interés alguno por
un sistema de moralidad o legalidad meramente humano. El apunte del
año 1056 «Murió el Emperador Enrique; y le sucedió en el trono su hijo
Enrique», contiene en estado embrionario los elementos de una narrativa.
De hecho es una narrativa, y su narratividad, a pesar de la ambigüedad de la
conexión entre el primer acontecimiento (la muerte de Enrique) y el segun-
do (la sucesión de Enrique) que sugiere la partícula y, se cierra mediante la
invocación tácita del sistema legal, la regla de sucesión genealógica, que el
analista da por supuesta como principio que rige correctamente la transmi-
sión de autoridad de una a otra generación. Pero este pequeño elemento
narrativo, este «narratema», flota fácilmente en el mar de fechas que repre-
senta la propia sucesión como principio de organización cósmica. Los que
recordamos lo que esperaba al joven Enrique en sus conflictos con los
nobles y los papas durante el período del conflicto de las Investiduras, en el
que se discutía precisamente la cuestión de la posición de la autoridad
última en la tierra, nos sentimos irritados por la economía con que el
analista registró un acontecimiento tan cargado de futuras implicaciones de
orden moral y legal. El período 1057-1072, que el analista cita simplemente
al final de su registro, conoció un número más que suficiente de «aconteci-
mientos» para justificar una presentación plenamente narrativa de su ori-
gen. Pero el analista decidió simplemente ignorarlo. Al parecer pensó que
había cumplido con su deber enumerando únicamente las fechas de los
30 EL CONTENIDO DE LA FORMA

años. Lo que podemos preguntarnos es, precisamente, ¿qué supone esta


negativa a narrar?
Lo que podemos concluir con seguridad -como sugirió Frank Kermode-
es que el analista de Saint Gall no era un buen memorialista; y esta aprecia-
ción de sentido común está plenamente justificada. Pero la incapacidad de
mantener un buen diario no es teóricamente diferente de la falta de disposi-
ción a hacerlo. Y desde el punto de vista de un interés por la propia
narrativa, una «mala» narrativa puede decirnos más sobre la narratividad
que una buena narrativa. Si es cierto que el analista de Saint Gall era un
narrador irregular o perezoso, podemos preguntarnos qué es lo que le
faltaba para haber sido un narrador competente. ¿Qué no encontramos en su
relato que, de haberlo encontrado, le habría permitido transformar su cro-
nología en una narrativa histórica?
La propia ordenación vertical de los acontecimientos sugiere que nues-
tros analistas no pretendían un punto de vista metafórico o paradigmático.
No padece lo que Román Jakobson denomina «trastorno de la similitud». De
hecho, todos los acontecimientos citados en la columna de la derecha
parecen considerarse acontecimientos del mismo tipo; se trata en todos
casos de metonimias de la condición general de escasez o plenitud de la
«realidad» que el analista está registrando. La diferencia, una variación
significativa dentro de la semejanza, sólo se representa en la columna de la
izquierda, la lista de fechas. Cada una de éstas actúa de metáfora de
la plenitud y la conclusión del año del Señor. La imagen de sucesión
ordenada que sugiere esta columna no tiene contrapartida alguna en los
acontecimientos, naturales o humanos, enumerados a la derecha. Lo que el
analista necesitaba, y que le habría permitido construir una narrativa a
partir del conjunto de hechos que registró, fue la capacidad de dotar a los
acontecimientos del mismo tipo de «proposicionalidad» que está implícita-
mente presente en su representación de la secuencia de fechas. Esta caren-
cia se parece a lo que Jakobson denomina «trastorno de la contigüidad», un
fenómeno que en el habla se representa por el «agramatismo» y en el
discurso por la disolución de los «vínculos de coordinación y subordinación
gramatical» por los que podemos agregar «series de palabras» en frases
significativas.15 Nuestro analista no era, por supuesto, afásico -como mues-
tra ampliamente su capacidad de idear frases significativas- pero carecía
de la capacidad de sustituir significados entre sí en cadenas de metoni-
mias semánticas que transformarían su lista de acontecimientos en un dis-
curso sobre los acontecimientos considerados como totalidad en evolución
temporal.
„ „ , Ahora bien, la capacidad de concebir un conjunto de acontecimientos
como pertenecientes al mismo orden de significación exige algún principio
metafísico por el que traducir la diferencia en semejanza. En otras palabras,
exigen un «tema» común a todos los referentes de las diversas frases que
registran la realidad de los hechos. Si existe este tema es el «Señor», cuyos

15. Román Jakobson y Morris Halle, Fundamentáis of Language (La Haya, 1971), 85-86.
EL VALOR DE LA NARRATIVA 31

«años» se consideran manifestaciones de Su poder de producir los aconteci-


mientos que se dan en ellos. El tema del relato, pues, no existe en el tiempo y
por lo tanto no podría actuar como tema de una narrativa. ¿Se sigue de ello
que, para que haya una narrativa, debe haber algún equivalente del Señor,
algún ser sagrado dotado de la autoridad y poder del Señor, con existencia
temporal? Si es así, ¿cuál podría ser su equivalente?
La naturaleza de este ser, capaz de servir de principio organizador central
del significado de un discurso de estructura realista y narrativa, se invoca en
el tipo de representación histórica conocido como crónica. Por consenso
entre los historiógrafos, la crónica es una forma «superior» de conceptuali-
zación histórica y expresa un tipo de representación historiográfica superior
a la forma del anal.16 Su superioridad consiste en su mayor globalidad, su
organización de los materiales «por temas y ámbitos», y su mayor coheren-
cia narrativa. La crónica también tiene un tema central -la vida de un
individuo, ciudad o región; alguna gran empresa, como una guerra o cruza-
da; o alguna institución, como la monarquía, un obispado o un monasterio.
El vínculo de la crónica con los anales se percibe en la perseverancia de la
cronología como principio organizador del discurso, y esto es lo que hace de
la crónica algo menos que una «historia» plenamente desarrollada. Ade-
más, la crónica, como los anales pero al contrario que la historia, no con-
cluye sino que simplemente termina; típicamente carece de cierre, de ese
sumario del «significado» de la cadena de acontecimientos de que trata que
normalmente esperamos de un relato bien construido. La crónica promete
normalmente el cierre pero no lo proporciona -siendo ésta una de las
razones por las que los editores decimonónicos de las crónicas medievales
negaron a éstas la condición de verdaderas «historias».
Supongamos que enfocamos la cuestión de forma diferente. Supongamos
que se acepta, no que la crónica sea una representación de la realidad
«superior» o más sofisticada que los anales, sino que en realidad se trata de
un tipo diferente de representación, caracterizado por el deseo de una
especie de orden y plenitud en una presentación de la realidad que sigue
estando teóricamente injustificada, un deseo que es, hasta que no se demues-
tre lo contrario, puramente gratuito. ¿Qué implica la imposición de este
orden y la provisión de esta plenitud (de detalle) que marca la diferencia
entre los anales y la crónica?
Tomo la Historia de Francia de un tal Richerus de Reims, escrita en
vísperas del año 1000 d.C. (aprox. el 998),17 como ejemplo del tipo de
representación histórica constituida por la crónica. No tenemos dificultad
en reconocer este texto como narrativa. Tiene un tema central («los conflic-
tos de los franceses»), un verdadero centro geográfico (la Galia) y un verda-

16. Barnes, History of Historical Writing, 65 y sigs.


17. Richer, Histoire de Trance, 888-995, comp. y trad. de Robert Latouche, 2 vols. (París,
1930-1937), 1:3; las referencias ulteriores a esta obra se citan entre paréntesis en el texto (traduc-
ción mía).
32 EL CONTENIDO DE LA FORMA

dero centro social (la sede arzobispal de Reims, con las agua agitadas por la
disputa sobre quién es el legítimo titular de los dos aspirantes al puesto de
arzobispo), y un verdadero comienzo temporal (presentado en una versión
sinóptica de la historia del mundo desde la Encarnación hasta el momento y
lugar de la redacción del relato de Richerus). Pero la obra fracasa como
verdadera historia, al menos según la opinión de los comentadores posterio-
res, en virtud de dos cosas. Primero, el orden del discurso sigue al orden de
la cronología; presenta los acontecimientos en orden de sucesión y, por lo
tanto, no puede ofrecer el tipo de significación que se supone tiene que
proporcionar un relato narratológicamente regido. En segundo lugar, proba-
blemente debido al orden «analístico» del discurso, el relato no concluye
sino que simplemente termina; meramente se rompe con la huida de uno de
los litigantes al puesto de arzobispo y pasa al lector la carga de reflexionar
retrospectivamente sobre los vínculos entre el inicio del relato y su final. El
relato llega hasta el «ayer» del propio escritor, añade un hecho más a la serie
que empezó con la Encarnación y luego termina sin más. En consecuencia,
quedan insatisfechas todas las expectativas narratológicas normales del lec-
tor (este lector). La obra parece estar desplegando una trama pero a conti:
nuación distorsiona su propio desarrollo al terminar simplemente in medias
res, con la anotación críptica de «el papa Gregorio autoriza a Arnulfo a
asumir provisionalmente las funciones episcopales, a la espera de la deci-
sión legal que se las confirmará, o denegará su derecho a ellas» (2:133).
Y sin embargo Richerus es un narrador convencido. Dice explícitamente
al comienzo de su relato que se propone «conservar especialmente por
escrito [ad memoriam recuere scripto specialiter propositum est]» las «gue-
rras» «problemas» y «asuntos» de los franceses y, además, describirlos de
forma superiores a otros relatos, especialmente al de un tal Flodoardo, un
anterior escriba de Reims que había escrito unos anales de los que Richerus
había sacado información. Richerus observa que se ha servido libremente de
la obra de Flodoardo pero que a menudo ha «puesto otras palabras» en lugar
de las originales y «modificado por completo el estilo de presentación [pro
alus longe diversissimo orationis scemate disposuisse]» (1:4). También se
sitúa en la tradición de la escritura histórica citando a clásicos como César,
Orosio, Jerónimo e Isidoro como autoridades de la historia temprana de las
Galias, y sugiere que sus propias observaciones personales le dieron una
comprensión de los hechos que narra que nadie más podría reivindicar.
Todo esto sugiere una cierta convicción del propio discurso que está mani-
fiestamente ausente en el redactor de los Anales de Saint Gall. El discurso de
Richerus es un discurso estructurado, cuya narrativa, en comparación con
la del analista, está en función del convencimiento con que se realiza esta
actividad estructuradora.
Sin embargo, paradójicamente, es esta actividad estructuradora cons-
ciente de sí misma, una actividad que da a la obra de Richerus el aspecto de
una narración histórica, lo que merma su «objetividad» como relato históri-
co -según concuerdan los modernos analistas del texto-. Por ejemplo, un
moderno editor del texto, Robert Latouche, atribuye al orgullo de Richerus
EL VALOR DE LA NARRATIVA 33

por la originalidad de estilo la causa de su fracaso en escribir una verdade-


ra historia. «En última instancia -escribe Latouche- la Historia de Riche-
rus no es, en sentido estricto [proprement parlerj, una historia sino una
obra de retórica compuesta por un monje... que intentaba imitar la técnica
de Salustio.» Y añade: «Lo que le interesaba no era la materia [matiére],
que moldeó a placer, sino la forma» (l:xi).
Latouche tiene ciertamente razón al decir que Richerus fracasa como
historiador supuestamente interesado en los «hechos» de un determinado
período de la historia, pero seguramente está también equivocado al sugerir
que la obra fracasa como historia por el interés de su autor por la «forma»
más que por la «materia». Por supuesto, por «materia» Latouche entiende los
referentes del discurso, los acontecimientos individualmente considerados
como objetos de representación. Pero Richerus se interesa por «los conflic-
tos de los franceses [Gallorum congressibus in volumine regerendis]» (1:2),
especialmente el conflicto por el control de la sede, en el que estaba
implicado su protector, Gerberto, arzobispo de Reims. Lejos de estar ante
todo interesado en la forma en vez de en la materia o contenido, Richerus
sólo se interesaba por esto último, pues en este conflicto le iba su propio
futuro. La cuestión que Richerus esperaba ayudar a resolver mediante la
composición de su narrativa era dónde estaba la autoridad para la dirección
de los asuntos en la sede de Reims. Y podemos suponer justamente que su
impulso a redactar una narración del conflicto estaba de algún modo vincu-
lado al deseo por su parte de representar a (tanto en el sentido de escribir
sobre como en el de actuar como agente de) una autoridad cuya legitimidad
dependía de la clarificación de los «hechos» de un orden específicamente
histórico.
De hecho, tan pronto señalamos la presencia del tema de la autoridad en
este texto, también percibimos en qué medida las pretensiones de verdad de
la narrativa y, en definitiva, el mismo derecho a narrar dependen de una
cierta relación con la autoridad per se. La primera autoridad invocada por el
autor es la de su defensor, Gerberto; es en virtud de su autoridad que se
compone el relato («imperii tui, pater sanctissime G[erbert], auctoritas
seminarum dedit» [1:2]). A continuación están aquellas «autoridades» repre-
sentadas por los textos clásicos a los que recurre para su construcción de
la historia primitiva de los franceses (César, Orosio, Jerónimo, etc.). Está la
«autoridad» de su predecesor como historiador de la sede de Reims, Flo-
doardo, una autoridad con la que discute como narrador y cuyo estilo afirma
mejorar. Es por su propia autoridad por la que Richerus efectúa esta mejora,
poniendo «otras palabras» en lugar de las de Flodoardo y modificando «por
completo el estilo de presentación». Está, por último, no sólo la autoridad
del Padre Celestial, que es invocado como causa última de todo lo que
sucede, sino la autoridad del propio padre de Richerus (al que se refiere a lo
largo de todo el manuscrito como «p.m.» [pater meus] [l:xiv]), que figura
como sujeto central de una parte de la obra y como testigo en cuya autoridad
se basa esa parte de la obra.
El problema de la autoridad impregna el texto escrito por Richerus de
34 EL CONTENIDO DE LA FORMA

una forma con la que no podríamos referirnos al texto escrito por el analista
de Saint Gall. Éste no tiene necesidad de reclamar su autoridad para narrar
los acontecimientos, pues no hay nada problemático en su posición al hacer
manifestaciones de una realidad que se encuentra en lucha permanente.
Como no hay «discusión», no hay nada que narrativizar, no hay necesidad de
que los hechos «hablen por sí mismos» o sean representados como si
pudiesen «contar su propia historia». Sólo es preciso registrarlos en el orden
en que llegan a ser conocidos, pues no hay discusión, no hay una historia
que contar. Richerus tenía algo que narrativizar porque había esta disputa.
Pero la cuasi narración de Richerus no tenía cierre no porque la disputa no
estuviese resuelta, pues de hecho la disputa estaba resuelta -por la lucha de
Gerberto con la corte del rey Otto y la instalación de Amulfo como arzobis-
po de Reims por parte del papa Gregorio.
Lo que faltaba para una verdadera resolución discursiva, para una resolu-
ción narrativizante, era el principio moral a la luz del cual Richerus pudiera
haber juzgado la resolución como justa o injusta. La propia realidad ha
juzgado la resolución resolviendo la cuestión como lo ha hecho. Por lo
demás, se sugiere que el rey Otto otorgó a Gerberto algún tipo de justicia, «al
instalarle como obispo de Rávena en reconocimiento de su cultura y genio».
Pero esta justicia está situada en otro lugar y la dispone otra autoridad, otro
rey. El fin del discurso no arroja luz sobre los acontecimientos original-
mente registrados para redistribuir la fuerza de un significado inmanente
en todos los acontecimientos desde el principio. No hay justicia, sólo
fuerza o, más bien, sólo una autoridad que se presenta con diferentes ti-
pos de fuerza.
Con estas reflexiones sobre la relación entre historiografía y narrativa no
aspiro más que a esclarecer la distinción entre los elementos de la historia y
los elementos de la trama en el discurso histórico. De acuerdo con la
opinión común, la trama de una narración impone un significado a los
acontecimientos que determinan su nivel de historia para revelar al final
una estructura que era inmanente a lo largo de todos los acontecimientos.
Lo que estoy intentando determinar es la naturaleza de esta inmanencia en
cualquier relato narrativo de sucesos reales, sucesos que se ofrecen como el
verdadero contenido del discurso histórico. Estos acontecimientos son rea-
les no porque ocurriesen sino porque, primero, fueron recordados y, segun-
do, porque son capaces de hallar un lugar en una secuencia cronológica-
mente ordenada. Sin embargo, para que su presentación se considere relato
histórico no basta con que se registren en el orden en que ocurrieron
realmente. Es el hecho de que pueden registrarse de otro modo, en un orden
de narrativa, lo que les hace, al mismo tiempo, cuestionables en cuanto su
autenticidad y susceptibles de ser considerados claves de la realidad. Para
poder ser considerado histórico, un hecho debe ser susceptible de, al menos,
dos narraciones que registren su existencia. Si no pueden imaginarse al
menos dos versiones del mismo grupo de hechos, no hay razón para que el
historiador reclame para sí la autoridad de ofrecer el verdadero relato de lo
que sucedió realmente. La autoridad de la narrativa histórica es la autoridad
EL VALOR DE LA NARRATIVA 35

de la propia realidad; el relato histórico dota a esta realidad de una forma y


por tanto la hace deseable en virtud de la imposición sobre sus procesos de
la coherencia formal que sólo poseen las historias.
La historia, pues, pertenece a la categoría de lo que pueden denominarse
«el discurso de lo real», frente al «discurso de lo imaginario» o el «discurso
del deseo». La formulación es lacaniana, obviamente, pero no quiero llevar
demasiado lejos sus aspectos lacanianos. Simplemente quiero sugerir que
podemos comprender el atractivo del discurso histórico si reconocemos en
qué medida hace deseable lo real, convierte lo real en objeto de deseo y lo
hace por la imposición, en los acontecimientos que se representan como
reales, de la coherencia formal que poseen las historias. Al contrario que la
de los anales, la realidad representada en la narrativa histórica, al «hablar
por sí misma», ños habla a nosotros, nos llama desde lo lejos (este «lejos» es
la tierra de las formas) y nos exhibe la coherencia formal a la que aspiramos.
La narrativa histórica, frente a la crónica, nos revela un mundo supuesta-
mente «finito», acabado, concluso, pero aún no disuelto, no desintegrado.
En este mundo, la realidad lleva la máscara de un significado, cuya integri-
dad y plenitud sólo podemos imaginar, no experimentar. En la medida en
que los relatos históricos pueden completarse, que pueden recibir un cierre
narrativo, o que puede suponérseles una trama, le dan a la realidad el aroma
de lo ideal. Esta es la razón por la que la trama de una narrativa histórica es
siempre confusa y tiene que presentarse como algo que «se encuentra» en
los acontecimientos en vez de plasmado en ellos mediante técnicas narra-
tivas.
La confusión de la trama de la narrativa histórica se refleja en el casi
universal desdén con el que los historiadores modernos contemplan la
«filosofía de la historia», cuyo ejemplo paradigmático moderno es Hegel. Se
condena esta (cuarta) forma de representación histórica porque no consiste
más que en la trama; sus elementos de relato sólo existen como manifesta-
ciones, epifenómenos de la estructura de la trama, al servicio de los cuales
se dispone su discurso. Aquí la realidad tiene el aspecto de esta regularidad,
orden y coherencia que no deja lugar a la acción humana, presentando un
aspecto de esta globalidad e integridad que intimida más que invita a la
identificación imaginaria. Pero en la trama de la filosofía de la historia, las
diversas tramas de las diversas historias que nos cuentan eventos meramente
regionales del pasado se revelan como lo que son: imágenes de esa autoridad
que nos incita a participar en un universo moral que, a no ser por su forma
de historia, no tendría atractivo alguno.
Esto pone fin a una posible caracterización de la exigencia de cierre de la
historia, por deseo del cual la forma crónica se considera deficiente como
narrativa. Sugiero que la exigencia de cierre en el relato histórico es una
demanda de significación moral, una demanda de valorar las secuencias de
acontecimientos reales en cuanto a su significación» como elementos de un
drama moral. ¿Se ha escrito alguna vez una narrativa histórica que no
estuviese imbuida no sólo por la conciencia moral sino específicamente por
la autoridad moral del narrador? Es difícil pensar en una obra histórica
36 EL CONTENIDO DE LA FORMA

creada durante el siglo xix, la época clásica de la narrativa histórica, a la que


no se diese la forma de juicio moral sobre los acontecimientos que rela-
taba.
Pero no tenemos que prejuzgar la cuestión fijándonos en textos históri-
cos compuestos en el siglo XIX. Podemos apreciar la actuación de la
conciencia moral en la consecución de la plenitud narrativa en una mues-
tra de historiografía de la baja Edad Media, la Crónica de Diño Compagni,
escrita entre 1310y 1312y reconocida por lo general como una verdadera
narrativa histórica.18 La obra de Diño no sólo «llena los huecos» que
pudieron haber quedado en la presentación analística de la materia (las
luchas entre las facciones negras y blancas del partido de los güelfos,
dominante en Florencia entre 1280 y 1312) y organiza su relato según una
estructura de trama ternaria bien perfilada, sino que alcanza la plenitud
narrativa invocando explícitamente la idea de un sistema social que sirve
de punto de referencia fijo por el que puede dotarse al flujo efímero de
acontecimientos de un significado específicamente moral. En este sentido,
la Crónica muestra claramente en qué medida la crónica ha de aproximar-
se a la forma de una alegoría, moral o analógica según los casos, para
conseguir tanto la narratividad como la historicidad.
Resulta interesante señalar que a medida que la forma de crónica es
desplazada por la historia en sentido estricto, algunos de los rasgos de la
primera desaparecen. En primer lugar, no se invoca un patrón explícito. La
narrativa de Diño no se despliega bajo la autoridad de un tutor específico,
como lo hace la de Richerus. Diño simplemente afirma su derecho a contar
acontecimientos notables (cose notevoli) que él ha «visto y oído» sobre la
base de una superior capacidad de previsión. «Nadie vio estos acontecimien-
tos en su origen (principi) más ciertamente que yo», dice. Su futura audien-
cia no es, pues, un lector ideal específico, como fue Gerberto para Richerus,
sino más bien un grupo que se concibe para transmitir su perspectiva sobre
la verdadera naturaleza de todos los acontecimientos: el de los ciudadanos
de Florencia capaces, según lo expresa, de reconocer «los beneficios de
Dios, que rige y gobierna por todos los siglos». Al mismo tiempo, habla a
otro grupo, los ciudadanos depravados de Florencia, los responsables de los
«conflictos» (discorde) que han transtornado a la ciudad durante tres déca-
das. Para los primeros, su narrativa pretende reflejar la esperanza de una
liberación de estos conflictos; para los últimos, pretende ser una admoni-
ción y una amenaza de justo castigo. El caos de los diez últimos años se
contrasta con los más «prósperos» años futuros, una vez que el emperador
Enrique IV haya bajado a Florencia para castigar a un pueblo cuyas «malas
costumbres y falsos beneficios» han «corrompido y hostigado al mundo
entero».19 Lo que Kermode denomina «peso de la significación» de los

18. La crónica di Diño Compagni delle cose occorrentí ne'tempi suoi e La canzone moróle Del
Pregio dello stesso autore, comp. Isidoro Del Lungo, 4. a ed., rev. (Florencia, 1902); véase Barnes,
History of Historical Writing, 80-81.
19. lbíd., 5.
EL VALOR DE LA NARRATIVA 37

acontecimientos contados se «proyecta» a un futuro que va algo más allá del


inmediato presente, un futuro cargado de juicio moral y castigo para los
malvados.20
La jeremiada con la que se cierra la obra de Diño la caracteriza como
perteneciente a un período anterior al del desarrollo de una verdadera
«objetividad» histórica, es decir, de una ideología secularista -según nos
informan los comentaristas-. Pero es difícil ver cómo el tipo de plenitud
narrativa por la que se elogia a Diño Compagni pudo haberse conseguido sin
una invocación implícita del estándar moral que utiliza para distinguir entre
los acontecimientos reales dignos de ser registrados y los que no son dignos
de ella. Los acontecimientos realmente registrados en la narrativa parecen
ser reales precisamente en la medida en que pertenecen a un orden de
existencia moral, igual que obtienen su significación a partir de la posición
en este orden. Los acontecimientos encuentran un lugar en la narrativa que
da fe de su realidad según si conducen al establecimiento del orden social o
no. Sólo el contraste entre el gobierno y el imperio de Dios, por un lado, y la
anarquía de la situación social actual en Florencia, por otro, podría justificar
el tono apocalíptico y la función narrativa del último párrafo, con su imagen
del emperador que vendrá a castigar a «quienes trajeron el mal al mundo
mediante [sus] malos hábitos». Y sólo una autoridad moral podría justificar
el giro narrativo que permite llegar a un final. Diño identifica explícitamente
el final de su narrativa con un «giro» en el orden moral del mundo: «El
mundo está empezando ahora a girar una vez más [Ora vi si ricomincia il
mondo a revoígere adosso]...'. el Emperador va a venir a cogeros y destruiros,
por tierra y por mar.» 21
Es este final moralista el que impide a la Crónica de Diño satisfacer el
estándar de un relato histórico «objetivo» moderno. Pero este moralismo
sólo es el que permite finalizar la obra, o más bien concluir, de una forma
diferente a como concluyen los anales y las crónicas. Pero ¿de qué otra
forma podría concluir una narrativa de los acontecimientos reales? Cuando
se trata de repasar el concurso de hechos reales, ¿qué otro «final» pudo
haber tenido una determinada secuencia de estos hechos aparte de un final
«moralizante»? ¿En qué pudo haber consistido el cierre narrativo más que
en el tránsito de un orden moral a otro? Confieso que no puedo concebir
otra forma de «concluir» una presentación de los acontecimientos reales
pues con seguridad no podemos decir que una secuencia de acontecimien-
tos reales llega realmente a su fin, que la propia realidad desaparece, que los
acontecimientos del orden de lo real han dejado de producirse. Estos acon-
tecimientos sólo pueden parecer cesados cuando se cambia el significado, y
se cambia por medios narrativos, de un espacio físico o social a otro. Cuan-
do se carece de sensibilidad moral, como parece suceder en la presentación
analista de la realidad, o sólo está potencialmente presente esta sensibilidad,
como parece suceder en la crónica, parece faltar también no sólo el signifi-
20. Frank Kermode, The Sense of an Ending: Síudies in the Theory of Ficíion (Oxford, 1967),
cap. 1.
21. Compagni, La crónica, 209-210.
38 EL CONTENIDO DE LA FORMA

cado sino también los medios para seguir estos cambios de significado, es
decir, la narratividad. Donde, en una descripción de la realidad, está presen-
te la narrativa, podemos estar seguros de que también está presente la
moralidad o el impulso moralizante. No hay otra forma de dotar a la realidad
del tipo de significación que se exhibe en su consumación y se retiene a la
vez por su desplazamiento a otro relato «por contar» y que va más allá de los
límites del «fin».
El objeto mi indagación ha sido el valor que se atribuye a la propia
narratividad, especialmente en las representaciones de la realidad del tipo
que encontramos en el discurso histórico. Puede pensarse que he repartido
las cartas en favor de mi tesis -que el discurso narrativizante tiene la
finalidad de formular juicios moralizantes- mediante la utilización exclusiva
de materiales medievales. Y quizá sea así, pero es la comunidad historiográ-
fica moderna la que ha distinguido entre las formas discursivas de los anales,
la crónica y la historia sobre la base del logro de plenitud narrativa o la
ausencia de este logro. Y esta misma comunidad académica tiene aún que
explicar el hecho de que sólo cuando, según indica, la historiografía se
transformó en una disciplina «objetiva», se celebró la narratividad del dis-
curso histórico como uno de los signos de su madurez como disciplina
plenamente «objetiva» -como ciencia de carácter especial pero ciencia al
fin y al cabo. Son los propios historiadores los que han transformado la
narratividad, de una forma de hablar a un paradigma de la forma en que
la realidad se presenta a una conciencia «realista». Son ellos los que han
convertido a la narratividad en valor, cuya presencia en un discurso que
tiene que ver con sucesos «reales» señala de una vez su objetividad, seriedad
y realismo.
Lo que he intentado sugerir es que este valor atribuido a la narratividad
en la representación de acontecimientos reales surge del deseo de que los
acontecimientos reales revelen la coherencia, integridad, plenitud y cierre
de una imagen de la vida que es y sólo puede ser imaginaria. La idea de que
las secuencias de hechos reales poseen los atributos formales de los relatos
que contamos sobre acontecimientos imaginarios solo podría tener su ori-
gen en deseos, ensoñaciones y sueños. ¿Se presenta realmente el mundo a la
percepción en la forma de relatos bien hechos, con temas centrales, un
verdadero comienzo, intermedio y final, y una coherencia que nos permite
ver el «fin» desde el comienzo mismo? ¿O bien se presenta más en la forma
que sugieren los anales y la crónica, o como mera secuencia sin comienzo o
fin o como secuencia de comienzos que sólo terminan y nunca concluyen?
¿Y se nos presenta realmente el mundo, incluso el mundo social, como un
mundo ya narrativizado, que «habla por sí mismo», más allá del horizonte de
nuestra capacidad de darle un sentido científico? ¿O es la ficción de un
mundo así, capaz de hablar por sí y de presentarse como forma de relato,
necesaria para la creación de esa autoridad moral sin la cual sería impensa-
ble la noción de una realidad específicamente social? Si sólo fuese cuestión
de realismo de presentación, podría defenderse considerablemente la moda-
lidad de los anales y la crónica como paradigma de formas en que la realidad
EL VALOR DE LA NARRATIVA 39

se presenta a la percepción. ¿Es posible que su supuesto deseo de objetivi-


dad, manifestado en su fracaso en narrar adecuadamente la realidad, tenga
que ver no tanto con los tipos de percepción que presuponen, cuanto con su
fracaso en representar la moraleja bajo la presentación estética? Y ¿podría-
mos responder a la cuestión sin ofrecer una descripción narrativa de la
historia de la propia objetividad, una presentación que ya prejuzgase el
resultado de la historia que contásemos en favor de la moral en general?
¿Podemos alguna vez narrar sin moralizar?
CAPÍTULO 2

LA CUESTIÓN DE LA NARRATIVA EN LA TEORÍA


HISTORIOGRAFÍA ACTUAL

En la teoría historiográfica actual, el tema de la narrativa ha sido objeto


de un debate extraordinario intenso. Desde una cierta perspectiva, esto
resulta sorprendente; aparentemente, poco habría que debatir sobre la na-
rrativa. La narración es una forma de hablar tan universal como el propio
lenguaje, y la narrativa es una modalidad de representación verbal aparente-
mente tan natural a la conciencia humana que sugerir su carácter problemá-
tico puede fácilmente aparecer algo pedante1 pero precisamente porque el
modo de representación narrativo es tan natural a la conciencia humana, es
tan claramente un aspecto del discurso hablado y común de cada día, que su
uso en cualquier campo de estudio que aspire a la categoría de ciencia debe
ser sospechoso. Pues, sea lo que sea una ciencia, es también una práctica
que debe ser tan crítica sobre la forma de describir sus objetos de estudio
como sobre la forma en que explica sus estructuras y procesos«-Contemplan-
do la ciencia moderna desde esta perspectiva, podemos rastrear su desarro-
llo en cuanto a la destrucción progresiva del tipo de representación narrati-
vo en sus descripciones de los fenómenos que abarcan los objetos de estudio
específico. Y esto en parte explica por qué el humilde tema de la narrativa
debería ser tan ampliamente debatido por los teóricos de la historiografía
actuales. Para muchos de los que transformarían los estudios históricos en
una ciencia, el uso continuado por parte de los historiadores de un tipo de
representación narrativo constituye un índice de fracaso tanto a nivel meto-
dológico como teórico. Una disciplina que produce relatos narrativos de su
objeto como un fin en sí parece teóricamente poco sólida; una disciplina que
investiga sus datos a fin de contar una historia sobre ellos parece metodoló-
gicamente deficiente.2

1. Como indica Roland Barthes, «la narrativa es un fenómeno internacional, transhistórico,


transcultural: está simplemente ahí, como la vida misma» («Introducción al análisis estructural de
las narrativas», en Image, Music, Text, traducido por Stephen Heath [Nueva York, 1977], 79). El
modo de representación narrativo por supuesto no es más «natural» que cualquier otro modo
discursivo, aunque tiene interés para los lingüistas históricos la cuestión de si se trata de un modo
primario, frente al que hay que contrastar otras modalidades discursivas (véase Emile Benveniste,
Problema de linguistique genérale (París, 1966); y Gerard Genette, «Fronteras del relato» Figures II
(París, 49-69). E. H. Gonbrich ha sugerido la importancia de la relación entre el modo de
representación narrativo, una conciencia distintivamente histórica (frente a una mítica), y el
«realismo» en el arte occidental (Arte e ilusión: un estudio de la psicología de la representación
pictórica [Nueva York, 1960], 116-146).
2. Así, por ejemplo, Maurice Mandelbaum niega el sentido de llamar narrativa al tipo de
relato producido por los historiadores, si se considera este término sinónimo de historias (The
Anatomy of Historical Knowledge [Baltimore, 1977], 25-26). En las ciencias físicas, la narrativa
carece en absoluto de lugar, excepto en las anécdotas introductorias a la presentación de los
hallazgos; un físico o biólogo consideraría extraño contar una historia sobre sus datos en vez de
42 EL CONTENIDO DE LA FORMA

Sin embargo, en el ámbito de los estudios históricos, la narrativa no ha


solido ser considerada ni como producto de una teoría ni como la base de
un método, sino más bien como una forma de discurso que puede o no
utilizarse para la representación de los acontecimientos históricos, en fun-
ción de si el objetivo primario es describir una situación, analizar un proce-
do histórico o bien contar una historia.3 Según esta concepción, la cantidad
de narrativa de una determinada historia varía, y su función cambiará
dependiendo de si sé concibe como fin en sí o sólo como medio para otro
fin. Obviamente, la cantidad de narrativa será mayor en los relatos que
tienen por objeto contar una historia, al menos en los que pretenden propor-
cionar un análisis de los acontecimientos de que trata. Cuando el objetivo a
la vista es narrar una historia, el problema de la narratividad se expresa en la
cuestión de si pueden representarse fielmente los acontecimientos históri-
cos como manifestación de estructuras y procesos de aconte-
cimientos más comúnmente encontrados en ciertos tipos de discursos «ima-
ginativos», es decir, ficciones como la épica, los cuentos populares, el mito,
el romance, la tragedia, la comedia, la farsa, etcétera. Esto significa que lo
que distingue a las historias «históricas» de las «Acciónales» es ante todo su
contenido, en vez de su forma. El contenido de las historias históricas son
los hechos reales, hechos que sucedieron realmente, en vez de hechos
imaginarios, hechos inventados por el narrador. Esto implica que el futuro
narrador encuentra la forma en que se le presentan los acontecimientos
históricos en vez de construirla.
Para el historiador narrativo, el método histórico consiste en investigar
los documentos a fin de determinar cuál es la historia verdadera o más
plausible que puede contarse sobre los acontecimientos de los cuales los
primeros constituyen evidencia. Un verdadero relato narrativo, según esta
concepción, es menos un producto del talento poético del historiador, tal

analizarlos. La biología se convirtió en ciencia cuando dejó de ser practicada como «historia
natural», es decir, cuando los científicos de la naturaleza orgánica abandonaron el intento de
construir la «verdadera historia» de lo «que sucedía» y empezaron a buscar leyes, puramente
causales y no teleológicas que pudieran explicar la evidencia proporcionada por el registro fósil, los
resultados de las prácticas de cultivo, etc. Ciertamente, como subraya Mandelbaum, una presenta-
ción secuencial de un conjunto de acontecimientos no es lo mismo que una presentación narrativa
de éstos. Y la diferencia entre ellos está en la ausencia de cualquier interés por la teleología como
principio explicativo en la primera. Cualquier presentación narrativa de cualquier cosa es una
presentación teleológica, y ésta es la razón por la que la narrativa resulta sospechosa en las ciencias
físicas. Pero las observaciones de Mandelbaum no contemplan la distinción convencional entre
crónica e historia sobre la base de la diferencia entre una presentación meramente secuencial y una
presentación narrativa. La diferencia se refleja en la medida en que la historia así concebida se
aproxima a la coherencia formal de una historia (véase Hayden White, «El valor de la narratividad
en la representación de la realidad», capítulo 1 de este libro).
3. Véase Geoffrey Elton, The Practice of History (Nueva York, 1967), 118-141; y J. H. Hexte,
Reappralsals in History (Nueva York, 1961), 8 y sigs. Estas dos obras pueden considerarse indicati-
vas de mi concepto de la profesión en los años sesenta con respecto a la adecuación de la
«narración de historias» a los fines y objetivos de los estudios históricos. En ambas, las representa-
ciones narrativas constituyen una opción del mismo historiador, quien puede elegir o no sus
propósitos. La misma idea fue expresada por Georges Lefebvre en La Naissance de L'historiogra
phie moderne (conferencias leídas originalmente en 1945-1946) (París, 1971), 321-326.
LA CUESTIÓN DE LA NARRATIVA 43

como se concibe la presentación narrativa de los acontecimientos imagina-


rios, que el resultado necesario de una correcta aplicación del «método»
histórico. La forma del discurso, la narrativa, no añade nada al contenido de
la representación; más bien es un simulacro de la estructura y procesos
de los acontecimientos reales. Y en la medida en que esta representación se
parezca a los acontecimientos que representa, puede considerarse una na-
rración verdadera. La historia contada en la narrativa es una mimesis de la
historia vivida en alguna región de la realidad histórica, y en la medida en
que constituye una imitación precisa ha de considerarse una descripción fi-
dedigna.
En la teoría histórica tradicional, al menos desde mediados del siglo xix,
la historia contada acerca del pasado se distinguía de cualquier otra explica-
ción que pudiese ofrecerse de por qué sucedían los acontecimientos relata-
dos en la historia, cuándo, dónde y cómo sucedían. Una vez que el historia-
dor descubría la verdadera historia «de lo que sucedió» y la representaba
con precisión en una narrativa, podía abandonar la forma de hablar narrati-
va y, dirigiéndose directamente al lecfor, hablando en su propia voz, y
representando su opinión ponderada como estudioso de los asuntos huma-
nos, hacer una disgresión sobre lo que la historia que acababa de contar
indicaba sobre la naturaleza del período, lugar, agentes, acciones y procesos
(sociales, políticos, culturales, etcétera) que había estudiado. Este aspecto
del discurso histórico fue denominado por algunos teóricos modo de discur-
so disertativo y se consideró que incluía una forma así como un contenido
diferente del de la narrativa.4 Su forma era la de la demostración lógica, y su
contenido el pensamiento del propio historiador sobre los hechos, conside-
rando o bien las causas o bien su significación para la comprensión de los
tipos de acontecimientos de los que la historia vivida se componía. Esto
significaba, entre otras cosas, que el aspecto disertativo de un discurso
histórico habría de valorarse sobre bases diferentes a las utilizadas para
valorar el aspecto narrativo. La disertación del historiador era una interpre-
tación de lo que consideraba la historia verdadera, mientras que su narra-
ción era una representación de lo que él consideraba la historia real. Un
determinado discurso histórico podía ser tácticamente preciso y tan veraz en
su aspecto narrativo como lo permitía la evidencia y, con todo, considerarse
erróneo, inválido o inadecuado en su aspecto disertativo. Los hechos podían
contarse fielmente, y ser errónea su interpretación. O, por el contrario, una
determinada interpretación de los acontecimientos puede ser sugerente,
brillante, perspicaz, etcétera, y aun así no estar justificada por los hechos o
coincidir con la historia relatada en el aspecto narrativo del discurso. Pero
4. La distinción entre disertación y narrativa fue un lugar común de las teorías retóricas de la
composición histórica del siglo xviu (véase Hugh Blair, Lectores on Rhetoric and Belles Lettres
[Londres, 1783], comp. Harold F. Harding [Carbondale, y elle., 1965], 259-310; véase también
Johann Gustav Droyde, Historik, comp. Peter Leyh [Stuttgart, 1977], 222-280). Para una formula-
ción más reciente de la distinción, véase Peter Gay, quien escribe: «La narración histórica sin
análisis es trivial y el análisis histórico sin narración es incompleto» (Style in History [Nueva York,
1974], 189); véase también el estudio de Stephan Bann, «Towards a Critical Historiography:
Recent Works in Philosophy of History», Philosophy 56 (1981): 365-385.
44 EL CONTENIDO DE LA FORMA

sean cuales sean los méritos relativos de los aspectos narrativos y disertati-
vos de un determinado discurso histórico, los primeros son fundamentales y
los últimos secundarios. Como indicó Benedetto Croce en un famoso dic-
tum, «donde no hay narrativa no hay historia».5 A menos que se hubiese
determinado la historia real y se hubiese contado la verdadera historia, no
había nada que interpretar de naturaleza específicamente histórica.
Pero esta concepción decimonónica de la naturaleza y función de la na-
rrativa en el discurso histórico se basaba en una ambigüedad. Por una parte, se
consideraba a la narrativa como sólo una forma de discurso, una forma que
tenía a la historia como contenido. Por otra parte, esta forma era en en sí un
contenido en la medida en que se concebía que los acontecimientos históricos
se manifestaban ellos mismos en la realidad como elementos y aspectos de
historia. La forma de la historia contada se suponía exigida por la forma de la
historia llevada a cabo por los agentes históricos. Pero ¿qué decir sobre esos
acontecimientos y procesos atestiguados por el registro documental que no se
prestan a representación en una historia sino que pueden representarse como
objetos de reflexión sólo en otra modalidad discursiva, como la enciclopedia, el
epítome, el cuadro o la tabla o serie estadística? ¿Significa esto que estos
objetos eran «ahistóricos», es decir, que no pertenecían a la historia; o la
posibilidad de representarlos en una modalidad de discurso no narrativa indica
una limitación de la modalidad narrativa e incluso un prejuicio a lo que puede
decirse que tiene una historia?
Hegel insistía en que un modo de ser específicamente histórico estaba
vinculado a una modalidad de representación específicamente narrativa por
un «principio vital interno».6 Para él este principio era más que la política,
que era tanto la condición previa del tipo de interés en el pasado que imbuía
la conciencia histórica y la base pragmática para la producción y conserva-
ción del tipo de registros que hacían posible la indagación histórica:

Hemos de suponer que las narraciones históricas han aparecido de forma


simultánea a las acciones y acontecimientos históricos. Las memorias familia-
res, las tradiciones patriarcales tienen un interés limitado a la familia y al clan.

5. Esta fue la primera postura de Croce sobre la cuestión. Véase «La storia ridotta sotto il
concetto genérale dell'arte» (1893) en Primi saggi (Bari, 1951), 3-41. Croce escribió: «Prima
condizione per avere stori vera (e insieme opera d'arte) é che sia possible construiré u n a
narrazione» (38). Y: «Ma si puó, in conclusione, negare que tutto il lavoro di preparazione tenda
a produrre narrazioni di ció ch'é accaduto?» (40). Lo cual no quiere decir, en opinión de Croce,
que la narración fuese la propia historia. Obviamente, era la conexión con los hechos atestiguada
p o r los «documenti vivi» lo que hacía «histórica» a una narrativa histórica. Véase la discusión del
tema en la obra Teoría e storia della storiografia (1917) (Bari, 1966), 3-17, donde Croce se
extiende sobre la diferencia entre crónica e historia. Aquí se subraya la distinción entre un relato
«muerto» y un relato «vivo» del pasado, en vez de la ausencia o presencia de «narrativa» en el
relato. También aquí Croce subraya que no se puede escribir u n a verdadera historia sobre la
base de «narraciones» acerca de «documentos» que ya no existen, y define la crónica como
«narrazione vuota» (11-15).
6. «Es ist eine innerliche gemeinsame Grundlage, welche sie zusammen hervortreibt» (G. W.
F. Hegel, Vorlesungen über die Philosophie der Geschichte [Frankfurt am Main, 1970], 83; en el
texto se realizan otras citas de esta obra, que van entre paréntesis).
LA CUESTIÓN DE LA NARRATIVA 45

El curso uniforme de los acontecimientos que implica una situación semejante


no es objeto de evocación seria (...) Es el Estado el que por vez primera presenta
un objeto que no sólo está adaptado a la prosa de la historia sino que supone la
producción de esa historia en el mismo progreso de su propio ser (83).

En otras palabras, para Hegel el contenido (o referente) del discurso


específicamente histórico no era la historia real de lo que sucedió sino la
relación peculiar entre un presente y un pasado público que hacía posible
un Estado dotado de una Constitución.

Por lo general, los sentimientos profundos, como el amor, asi como la intui-
ción religiosa y sus concepciones están completos en sí mismos, constantemente
presentes y satisfactorios; pero esa existencia exterior de una Constitución política
articulada en sus leyes y costumbres racionales es un presente imperfecto y no
puede comprenderse exactamente sin un conocimiento del pasado (83-84).

De ahí la ambigüedad del término historia. Este término «une el lado


objetivo y el subjetivo y denota la historia rerum gestarum tanto como las
propias res gestae» e «incluye lo que ha sucedido no menos que la narración
de lo que ha sucedido». Esta ambigüedad, decía Hegel, refleja «un orden
superior al mero accidente exterior (müssen wir für hohere Art ais für eine
bloss áusserliche Zufalligkeit ansehen)» (83). La narrativa per se no distin-
guía la historiografía de otros tipos de discurso, ni la realidad de los aconte-
cimientos contados distinguía la narrativa histórica de otros tipos de narrati-
va. Lo que hacía posible un modo de indagación específicamente histórico
era el interés en una modalidad de comunidad humana específicamente
política; y la naturaleza política de este modo de comunidad exigía una
modalidad narrativa para su representación. Así considerados, los estudios
históricos tenían su propio objeto, a saber «aquellas colisiones importantes
entre deberes, leyes y derechos existentes y reconocidos y cuyas contingen-
cias son adversas para este sistema establecido» (44-45); su propio objetivo, a
saber, describir estos tipos de conflictos; y su propio modo de representa-
ción, la (prosa) narrativa. Cuando en un discurso falta el objeto, el objetivo o
el modo de representación, aún puede ser una aportación al conocimiento,
pero no una plena contribución al conocimiento histórico.
Las ideas de Hegel sobre la naturaleza del discurso histórico tuvieron el
mérito de hacer explícito lo que se reconocía en la práctica dominante de la
erudición histórica del siglo xix, a saber, el interés por el estudio de
la historia política, un estudio que, sin embargo, a menudo estaba oculto tras
vagas profesiones de interés en la narración como fin en sí. En otras
palabras, la doxa de la profesión asumía la forma del discurso histórico - l o
que denominaba la historia verdadera- como contenido del discurso, mien-
tras que el contenido real, la política, se representaba como algo que
primariamente constituía solo el vehículo o bien la ocasión de la narración.
Esta es la razón por la que la mayoría de los historiadores profesionales del
siglo xix, aunque se especializaran en historia política, tendiesen a conside-
46 EL CONTENIDO DE LA FORMA

rar su trabajo como una contribución menos a la ciencia de la política que a


la labor política de las comunidades nacionales. La forma narrativa en la que
se forjaban sus discursos era plenamente congruentes con este último fin.
Sin embargo refleja tanto la falta de disposición a convertir los estudios
históricos en una ciencia como, lo que es más importante, la resistencia a la
idea de que la política debería ser un objeto de estudio científico al que
la historiografía podía aportar su contribución.7 Es en este sentido, más que

7. Esto no quiere decir, por supuesto, que algunos historiadores no fuesen contrarios a la idea
de una política científica a la que la historiografía podría contribuir, como pone bastante claro el
ejemplo de Tocqueville y de toda la tradición «maquiavélica», que incluye a Treitschke y a Weber.
Pero es importante reconocer que la idea de ciencia a la que había de contribuir la historiografía
siempre se distinguía del tipo de ciencia cultivada en el estudio de los fenómenos naturales. De ahí
la larga controversia sobre las presuntas diferencias entre las Geisteswissenschaften y las Naturwis-
senschaften durante todo el siglo xix, en el que los «estudios históricos» desempeñaban el papel de
paradigma del primer tipo de ciencia. En la medida en que determinados pensadores, como
Comte y Marx, concibieron una ciencia de la política basada en una ciencia de la historia, fue-
ron considerados menos como historiadores que como filósofos de la historia y por tanto no como
contribuyentes a los estudios históricos.
En cuanto a la propia «ciencia de la política», por lo general los historiadores profesionales han
supuesto que los intentos por construir esta ciencia sobre la base de los estudios históricos daría
lugar a ideologías «totalitarias» del tipo representado por el nazismo y el estalinismo. La literatura
sobre este tema es muy amplia, pero el núcleo de la argumentación subyacente se expresa de
forma admirable en la obra postrera de Hannah Atendt. Por ejemplo:

En cualquier consideración del moderno concepto de historia, uno de los problemas


cruciales consiste en explicar su súbito auge durante el último tercio del siglo xvm y la
simultánea disminución de interés por el pensamiento puramente político (...) Donde aún
subsistió un genuino interés por la teoría política, terminó a la desesperada, como en
Tocqueville, o en la confusión de la política con la historia, como en Marx. Pues ¿qué otra
cosa sino la desesperación pudo haber inspirado la afirmación de Tocqueville de que
«como el pasado ha dejado de arrojar su luz sobre el futuro la mente del hombre vaga en la
oscuridad»? Esta es en realidad la conclusión de la gran obra en la que él había «delineado
la sociedad del mundo moderno» y en cuya introducción había proclamado que «un nuevo
mundo reclama una nueva ciencia de la política». Y ¿qué otra cosa sino confusión (...)
pudo haber impulsado a la identificación de Marx de la acción con «la elaboración de la
historia»? («The Concept of History», en Between Past and Future [Londres, 1961], 77).

Obviamente, lo que lamentaba Arendt era no la disociación de los estudios históricos con
respecto al pensamiento político, sino más bien la degradación de los estudios históricos en la
«filosofía de la historia». Como, en su opinión, el pensamiento político se mueve en el ámbito del
saber humano, era ciertamente necesario el conocimiento de la historia para su cultivo «realista».
De ello se seguía que tanto el pensamiento político como los estudios históricos dejaban de ser
«realistas» cuando empezaban a aspirar al estatus de ciencias (positivas).
Esta idea recibió otra formulación en el influyente libro de Karl R. Popper La miseria del
historicismo (1944-1945) (Londres, 1957):

Quiero defender la opinión, tantas veces atacada por los historicistas como pasada de
moda, de que la historia se caracteriza por su interés en acontecimientos ocurridos,
singulares o específicos, más que en leyes o generalizaciones (...). En el sentido propuesto
por este análisis, toda explicación causal de un acontecimiento singular puede decirse
histórica en cuanto que la «causa» está siempre descrita por condiciones iniciales singula-
res. Y esto concuerda perfectamente con la idea popular de que explicar algo causalmente
es explicar cómo y por qué ocurrió, es decir, contar su «historia». Pero es únicamente en
historia donde en realidad nos interesamos por la explicación causal de un acontecimiento
LA CUESTIÓN DE LA NARRATIVA 47

en cualquier otra adopción manifiesta de un programa o causa política


específica, en que puede considerarse ideológica la historiografía profesio-
nal del siglo XIX. Pues si la ideología es el tratamiento de la forma de una
cosa como un contenido o esencia, la historiografía decimonónica es ideoló-
gica precisamente por cuanto asume la forma característica de su discurso,
la narrativa, como contenido, a saber, la narratividad, y trata la «narrativi-
dad» como una esencia que comparten por igual ambos discursos y conjun-
tos de acontecimientos.
Es en el contexto de consideraciones como éstas donde podemos inten-
tar caracterizar las discusiones de la narrativa en la teoría histórica que han
tenido lugar en Occidente en las dos o tres últimas décadas. Podemos
discernir cuatro tendencias principales en estos debates. En primer lugar, la
representada por ciertos filósofos analíticos anglonorteamericanos (Walsh,
Gardiner, Dray, Gallie, Morton White, Danto, Mink), que han intentado
establecer el estatus epistemológico de la narratividad, considerado como
un tipo de explicación especialmente apropiado a la explicación de los
acontecimientos y procesos históricos, frente a los naturales.8 En segundo
lugar, la de ciertos historiadores orientados hacia las ciencias sociales,
ejemplo de los cuales puede considerarse el grupo francés de los Ármales.
Este grupo (Braudel, Furet, Le Goff, Le Roy-Ladurie, etc.) consideraba la
historiografía narrativa como no científica, incluso como estrategia de re-
presentación ideológica, siendo necesaria su extirpación para transformar

singular. En las ciencias teóricas, las explicaciones causales de este tipo son principalmen-
te medios para un fin distinto: la experimentación de leyes universales. (Págs. 158-159 de
la versión española.)

La obra de Popper iba dirigida contra todas las formas de planificación social basadas en
la pretensión del descubrimiento de las leyes de la historia o, lo que es lo mismo, leyes de la
sociedad. Por mi parte no tengo inconveniente en aceptar este punto de vista. Lo único que quiero
subrayar aquí es que la defensa por parte de Popper de la «periclitada» historiografía, que
identifica la «explicación» con el relato de una historia, constituye una forma convencional de
afirmar la autoridad cognitiva de esta historiografía «periclitada» y de negar la posibilidad de una
relación productiva entre el estudio de la historia y una futura «ciencia de la política». Véase
también Jorn Rüseny Hans Süssmith, comp., Theorien in der Geschichtswissenschaft (Dusseldorf,
1980), 29-31.
8. Los argumentos propuestos por este grupo de autores varían en los detalles, pues diferentes
filósofos ofrecen explicaciones diferentes de las razones por las cuales un relato narrativo puede
considerarse una explicación; y su diversidad va desde la posición de que la narrativa es una
versión «porosa», «parcial», o «en esbozo» de las explicaciones nomológico-deductivas ofrecidas
por las ciencias (ésta es la concepción ulterior de Cari Hempel) a la idea de que las narrativas
«explican» mediante técnicas como la «coligación» o la «configuración», que carecen de contra-
partida en la explicación científica (véase las antologías de escritos sobre el tema recopiladas por
Patrick Gardiner, ed., Theories of history (Londres, 1959); y William H. Dray, Philosophical Analysis
and History [Nueva York, 1966]. Véase también los estudios de este tema de Dray, Philosophy of
history [Englewpod Cliffs, 1964]; y, más recientemente, R. F. Atkinson, Knowledge and Explanation
in History [Ithaca, 1978]. Para una primera respuesta en Francia al debate anglo-norteamericano,
véase Paul Veyne, Comment on écrit l'histoire: essay d'epitémologie [París, 1971], 194-209. Y en
Alemania, Reinhart Koselleck y Wolf-Dieter Stempel, comp., Geschichte-Ereignis und Erzdhlung
[Munich, 1973]).
48 EL CONTENIDO DE LA FORMA

los estudios históricos en una verdadera ciencia.9 En tercer lugar, la de


ciertos teóricos de la literatura y filósofos de orientación semiológica (Bar-
thes, Foucault, Derrida, Todorov, Julia Kristeva, Benveniste, Genette, Eco),
que han estudiado la narrativa en todas sus manifestaciones, considerándo-
las simplemente un «código» discursivo entre otros, que puede ser o no
apropiado para la representación de la realidad.10
Y por último, la de ciertos filósofos de orientación hermenéutica, como
Gadamer y Ricoeur, que han considerado la narrativa como la manifestación
en un discurso de un tipo específico de conciencia temporal o estructura del
tiempo."
Podríamos haber añadido una quinta categoría, a saber, la de ciertos
historiadores que no pueden considerarse pertenecientes a una tendencia
filosófica o metodológica particular sino que hablan desde el punto de vista
de la doxa de la profesión, como defensores de una noción artesanal de los
estudios históricos, y que consideran a la narrativa como una forma perfec-
tamente respetable de «hacer» historia (como lo empresa J. H. Hexter) o
«practicar» la historia (como lo expresa Geoffrey Elton).12 Pero este grupo
no representa tanto una posición teórica como encarna una actitud tradicio-
nal de eclecticismo en los estudios históricos - u n eclecticismo que es

9. El texto básico es el de Fernand Braudel, Ecrits sur l'histoire (París, 1969), pero véase
también, entre muchas obras de similar cariz polémico, Fran^ois Furet, «Quantitative history», en
Historical studies today, ed. F. Gilbert y S. R. Graubard (Nueva York, 1972), 54-60; y Jerome
Dumoulin y Dominique Moisie, comps. The historian between the ethnologist and the futurologist
(París y La Haya, 1973), actas de un congreso celebrado en Venecia en 1971, del cual vale la pena
destacar las intervenciones de Furet y de Le Goff.
10. Subrayo el término semiológicos como una forma de reunir bajo una única denominación
a un grupo de pensadores que, aun con sus diferencias, han tenido un especial interés por la
narrativa, la narración y la narratividad, han abordado el problema de la narrativa histórica desde
el punto de vista de un interés más general en la teoría del discurso, y tienen en común sólo la
tendencia a partir de una teoría semiológica del lenguaje en sus análisis. Un texto básico y
explicativo es el de Roland Barthes, Elements de semiologie, pero véase también el (grupo) Tel
Quel, Théorie d'ensemble (París, 1968). Y para una teoría global de la «semiohistoria», véase Paolo
Valesio, The Practice of Literary Semiotics: a Theoretical Proposal, Centro Internazionale di
semiótica e lingüistica, Universita di Urbino, número 71, serie D (Urbino, 1978); e ídem, Novanti-
gua: Rethorics as a Contemporary Theory (Bloomington, Ind., 1980).
Un enfoque semiológico general para el estudio de la narrativa ha dado lugar a un nuevo
ámbito de estudio denominado narratología. Puede conseguirse una visión global del estado
actual e intereses de los especialistas que trabajan en este campo mediante el examen de los
tres volúmenes de artículos recopilados en Poetics Today: Narratology I,II, III, 2 vols. (Tel Aviv,
1980-1981). Véase también New Literary History 6 (1975) y 11 (1980), dos volúmenes dedicados
a las teorías actuales de Narrative and Narratives, y On narrative, la edición especial de Critica!
Inquiry, 6, número 1 (1980).
11. Sus posiciones se presentan en Hans Georg Gadamer, Le probléme de la conscience
historique (Lovaina, 1963); y Paul Ricoeur, History and truth, ídem, «The Model of the Text:
Meaningful Action Considered as a Text>, Social Research, 38, número 3 (1971); ídem, «Expliquer
et comprendre», Revue philosophique de Louvain 55 (1977); e ídem, «Narrative Time», Critical
Inquiry 7, número 1 (1980).
12. J. H. Hexter, Doing History (Bloomington, Ind., 1971), 1-14, 77-106. Un filósofo que
defiende una parecida noción «artesanal» de los estudios históricos es Isaiah Berlín («The Concept
of Scientific History», en History and Theory 1, número 1 [1960]; 11).
LA CUESTIÓN DE LA NARRATIVA 49

manifestación de u n a cierta sospecha de la propia teoría como inpedimento


en la práctica adecuada de la indagación histórica, concebida como investi-
gación empírica. 1 3 Para este grupo, la representación narrativa no plantea
un problema teórico significativo. Por ello, no tenemos más que registrar
esta posición como la doxa contra la que debe levantarse una indagación
genuinamente teórica y pasar a la consideración de aquellos para los cuales
la narrativa es un problema y ocasión de reflexión teórica.
El grupo de los Annales se ha mostrado muy crítico con respecto a la
historia narrativa, pero de una forma más polémica que distintivamente
teórica. Para sus miembros, la historia narrativa era simplemente la historia
de la política del pasado y, además, la historia política concebida como
conflictos y crisis a corto plazo, «dramáticos» que se prestan a representacio-
nes «novelísticas», de carácter más «literario» que propiamente «científico».
Según lo expresó Braudel en un conocido ensayo:

La historia narrativa tan querida por Ranke nos ofrece (...) (un) destello
pero no iluminación; hechos pero no humanidad^Obsérvese que esta historia
narrativa siempre pretende relacionar «las cosas exactamente tal cual sucedie-
ron en realidad». (...). Sin embargo, de hecho, en su propio modo encubierto,
la historia narrativa se trata de una interpretación, una auténtica filosofía de la
historia. Para el historiador narrativo, la vida de los hombres está dominada
por accidentes dramáticos, por la acción de aquellos seres excepcionales que
surgen ocasionalmente, y que a menudo son los dueños de su propio destino e
incluso más del nuestro. Y cuando hablan de «historia general», de io que
realmente están hablando es del cruce de estos destinos excepcionales, pues
obviamente cada héroe debe medírselas con los demás. Se trata, como sabe-
mos, de una equívoca falacia.14

Esta posición fue adoptada de manera uniforme por otros miembros del
grupo de los Annales, pero más como justificación de su defensa de una
historiografía dedicada al análisis de las tendencias «a largo plazo» en
demografía, economía y etnología - e s decir, procesos «impersonales»- que
como incentivo para analizar el contenido de la propia «narrativa» y la base
de su milenaria popularidad como «verdadero» modo de representación his-
tórica. 15

13. La defensa de la historiografía como empresa histórica prosigue y a menudo se manifiesta


en abierta sospecha sobre la «teoría» (véase, por ejemplo, E. P. Thompson, The Poverty of Theo-
ry [Londres, 1978]; y la discusión de su obra por Perry Anderson, Argumente within English
Marxism [Londres, 1980]).
14. Fernand Braudel, «The Situation of History in 1950». Ensayo trad. por Sarah Matthews e
incluido en On History (Chicago, 1980), 11.
15. La posición de Furet varía con la ocasión. Compárese sus observaciones en su «Introduc-
ción» a la obra «/n the Workshop of History, trad. de J. Mandelbaum (Chicago, 1984), con los de su
ensayo «Historia cuantitativa», en el que critica la «histoire événementielle», no por estar interesada
por los «hechos políticos» o por estar «compuesta de una mera narrativa de ciertos acontecimien-
tos seleccionados a lo largo del tiempo», sino porque «se basa en la idea de que estos acontecimien-
tos son únicos y no pueden disponerse estadísticamente, y de que lo único es el material por
excelencia de la historia». Y concluye Furet: «Esta es la razón por la que este tipo de historia
paradójicamente se refiere al mismo tiempo al corto plazo y a una ideología finalista» (54).
50 EL CONTENIDO DE LA FORMA

Hay que subrayar que el rechazo de la historia narrativa por parte de los
miembros del grupo de los Aúnales se debió tanto a que les desagradaba el
objeto convencional de dicha historia, es decir, la política del pasado, como
a su convicción de que la forma de aquélla era inherentemente «novelística»
y «dramatizadora» más que «científica».16 Su convicción de que los asuntos
políticos no eran susceptibles de estudio científico -porque su naturaleza
evanescente y su estatus de epifenómenos de procesos exigen ser más
básicos para la historia- fue congruente con el fracaso de la moderna
politología (agradezco este útil término a Jerzy Topolski) en creer una
verdadera ciencia de la política. Pero el rechazo de la política como objeto
de estudio de una historiografía científica resulta curiosamente complemen-
tario con el prejuicio de los historiadores profesionales del siglo XIX relativo
a la no deseabilidad de una política científica. Afirmar que es imposible una
ciencia de la política es, por supuesto, una posición tan ideológica como
afirmar que esta ciencia no es deseable.
Pero ¿qué tiene que ver la narrativa con todo esto? La acusación planteada
por lo Annalistes es que la narratividad «dramatiza» o «modela» inherentemen-
te su objeto, como si los acontecimientos dramáticos o no existentes en la
historia o, si existen, no fuesen un buen objeto del estudio histórico en virtud de
su naturaleza dramática.17 Es difícil saber qué se puede hacer con esta extraña
mezcla de opiniones. Se puede narrativizar sin dramatizar, según demuestra
toda la literatura modernista, y dramatizar sin teatralismo, como deja muy
claro el teatro moderno desde Pirandello y Brecht. Por lo tanto ¿cómo se puede
condenar la narrativa debido a sus efectos «noveladores»? Se sospecha que de
lo que se trata no es de la naturaleza dramática de las novelas sino del disgusto
hacia el tipo de literatura que sitúa en el centro del interés a agentes humanos
en vez de procesos impersonales y qde sugiere que estos agentes tienen algún
control significativo sobre su destino.18 Pero las novelas no son necesariamente
humanistas más de lo que son necesariamente dramáticas. En cualquier caso,
la cuestión libre arbitrio/determinismo es una cuestión tan ideológica como la
de la posibilidad o imposibilidad de una ciencia de la política. Por ella,
16. Cf. Jacques Le Goff: «La escuela de los Annales detestaba el trio formado por la historia
política, la historia narrativa y la historia de la crónica o episodio *événementielle". Para sus
miembros, todo esto era mera pseudohistoria, historia barata, algo superficial» («Is Politics Still
the Backbone of History?», en Gilbert y Grobard, Mstory Studies Today, 340).
17. Según Furet, «la explicación histórica tradicional obedece a la lógica de la narrativa»,
que entiende como «lo que viene primero explica lo que sigue a continuación». La selección de
los hechos está regida -prosigue- por «la misma lógica implícita: el período tiene preferencia
sobre el objeto analizado; los acontecimientos se eligen según su lugar en una narrativa definida
por un comienzo y un final». Pasa luego a caracterizar la «historia política» como «el modelo de
este tipo de historia», porque «en sentido amplio, la política constituye el repertorio primario
del cambio», y esto a su vez permite la presentación de la historia en cuanto a las categorías de la
«libertad humana». Como «la política es el ámbito por excelencia del azar, y por tanto de
la libertad», puede representarse la historia con la «estructura de una novela» (Furet, In the
Workshop of History, 8-9).
18. De este modo, Furet observa que «los historiadores se han visto forzados a abandonar no
sólo la forma principal de su disciplina -la narrativa- sino también su objeto favorito -la política-
porqué «el lenguaje de las ciencias sociales se basa en la búsqueda de determinantes y límites de la
acción», más que en el sentido del azar y la libertad en los asuntos humanos (Ibíd., 9-10).
LA CUESTIÓN DE LA NARRATIVA 51

sin atrevernos a juzgar el logro positivo de los Annalistes en su esfuerzo por


reformar los estudios históricos, hemos de concluir que las razones que aducen
sobre su insatisfacción por la historia narrativa son muy pobres.
Sin embargo, puede suceder que lo que algunos de ellos tienen que decir
sobre este tema no sea más que una reproducción escenográfica de un
análisis más amplio y de construcción de la narratividad realizado en los
años sesenta por los estructuralistas y postestructuralistas, quienes preten-
dieron demostrar que la narrativa era no sólo un instrumento ideológico
sino el paradigma mismo del discurso ideologizante en general.
No es éste el lugar de otra exposición del estructuralismo y el post-
estructuralismo, pues ya son muchas las existentes.19 Pero podemos apuntar
brevemente la significación de estos dos movimientos para la discusión de la
historia narrativa. Esta significación, según mi punto de vista, es de carácter
triple: antropológica, psicológica y semiológica. Desde la perspectiva antropo-
lógica, representada sobre todo por Claude Lévi-Strauss, el problema no era
tanto la narrativa como la propia historia20 En una famosa polémica dirigida
contra la Critique de la raison dialectique de Sartre, Lévi-Strauss negó la validez
de la distinción entre sociedades «históricas» (o «civilizadas») y «prehistóricas»
(o «primitivas»), y con ello la legitimidad de la noción de un método específico
de estudio y un modo de representación de las estructuras y procesos de las
primeras. El tipo de conocimiento que supuestamente había de proporcionar el
llamado método histórico, es decir, «el conocimiento histórico», era, en opi-
nión de Lévi-Strauss, apenas distinguible del lenguaje mítico de las comunida-
des «salvajes». En realidad, la historiografía -que para Lévi-Strauss significaba
la historiografía tradicional «narrativa»- no era más que el mito de las socieda-
des occidentales y especialmente de las sociedades modernas, burguesas, in-
dustriales e imperialistas. El núcleo de este mito es confundir un método de
representación -la narrativa- con el contenido, a saber, la idea de una humani-
dad exclusivamente identificada con las sociedades capaces de creer que
habían vivido el tipo de historias que los historiadores occidentales les habían
contado acerca de su pasado. Lévi-Strauss concedía que la representación his-
19. Algunas de las mejores exposiciones son: Oswald Ducrot y col., Qu'est ce que le structura-
lisme? (París, 1968); Richard Macksey y Eugenio Donato, comp., The Languages of Criticism and
the Sciences of Man: The Structuralist Controversy (Baltimore, 1970); Josué Harari, comp., Textual
Strategies: Perspectives in Post. Structuralist Criticism (Ithaca, 1979); y John Sturroak, comp.,
Structuralism and Since (Oxford, 1979). Sobre el estructuralismo y la teoría histórica véase Alfred
Schmidt, Geschichte und Struktur: Fragen einer marxistischen ffistorik (Munich, 1971). Me he
ocupado de algunos de estos temas en los libros: Metahistory: The Historical Imagination in
Nineteenth-Century Europe (Baltimore, 1973); y Tropics of Discourse (Baltimore, 1978). Como un
ejemplo fascinante de la aplicación de las ideas estructuralistas-post-estructuralistas a los proble-
mas de la investigación y explicación histórica, véase Tzvetan Todorov, La Conquéte de l'Amerique:
La Question de l'autre (París, 1982).
20. Claude Lévi-Strauss, El pensamiento salvaje, capítulo 9, «Historia y dialéctica». Lévi-
Strauss escribe: «En el sistema de Sartre, la historia desempeña exactamente el papel del mito»
(254-255). Y también: «Basta con que la historia se separe de nosotros en el tiempo o que nosotros
nos separemos de ella en el pensamiento para que deje ser interiorizable y pierda su inteligibili-
dad, una inteligibilidad espuria vinculada a una interioridad temporal» (255). Y también: «Al igual
que decimos de ciertas profesiones, la historia puede conducir a cualquier cosa, siempre que te
libres de ella» (262).
52 EL CONTENIDO DE LA FORMA

tórica, es decir diacrónica, de los acontecimientos, era un método de análisis,


pero «un método sin un objeto propio», y mucho menos un método específica-
mente adecuado a la comprensión de la «humanidad» o de las «sociedades
civilizadas».21 La representación de los acontecimientos en cuanto a su orden
cronológico de presentación, que Lévi-Strauss identificaba como el supuesto
método de los estudios históricos, no es para él más que un procedimiento
heurístico común a todos los campos de estudio científico, tanto de la naturale-
za como de la cultura, previo a la aplicación de cualesquiera técnicas analíticas
necesarias para la identificación de las propiedades comunes de aquellos
acontecimientos como elementos de una estructura.22
La escala cronológica específica utilizada para este procedimiento de
ordenación siempre es específica de una cultura y adventicia, un instrumen-
to puramente heurístico cuya validez depende de las metas e intereses
específicos de la disciplina científica en la que se utiliza. Lo importante es
que en la concepción de Lévi-Strauss sobre esta materia no existe nada
semejante como una escala única de ordenación de los acontecimientos;
más bien, hay muchas cronologías al igual que formas específicas a bada
cultura de representar el paso del tiempo. Lejos de ser una ciencia o incluso
una base de una ciencia, la representación narrativa de cualquier grupo de
acontecimientos, era a lo sumo un ejercicio protocientífico y en el peor
de los casos la base de una especie de autoengaño cultural. «El progreso del
conocimiento y la creación de ciencias nuevas -concluía- tiene lugar
mediante la creación de anti-historias que muestran que un cierto orden
posible sólo en un plano (cronológico) deja de serlo en otro.» 23
No es que Lévi-Strauss se opusiese a la narrativa como tal. En realidad, su
monumental obra Mythologiqu.es pretendía demostrar el carácter central de
la narratividad en la estructuración de todas las formas de vida cultural.24 Lo
que criticaba era la expropiación de la narratividad como método de una
ciencia que pretendía tener como objeto de estudio una humanidad más
plenamente realizada en sus manifestaciones históricas que prehistóricas. La
intención de su crítica iba dirigida, por tanto, a aquel humanismo del que la
civilización occidental se sintió tan orgullosa pero cuyos principios étnicos
parecía honrar más en la transgresión que en la observancia. Se trataba del
mismo humanismo que Jacques Lacan intentó socavar en su revisión de la
teoría psicoanalítica, que Louis Althusser quiso extirpar del marxismo mo-
derno, y que Michel Foucault había descartado simplemente como la ideolo-
gía de la civilización occidental en su etapa más represiva y decadente.25

21. «Sólo tenemos que reconocer que la historia es un método sin un objetivo diferencial
propio para rechazar la equivalencia entre la noción de historia y la noción de humanidad» (Ibíd.;
véase también 248-250 y 254).
22. «De hecho la historia no está ligada ni con el hombre ni con ningún objeto particular.
Consiste enteramente en su método, que la experiencia confirma como indispensable para catalogar
los elementos de una estructura cualquiera, humana o no humana, en su totalidad» (Ibíd., 262).
23. Ibíd., 261n.
24. Claude Lévi-Strauss, L'Origine des manieres de table (París, 1968), parte 2, cap. 2.
25. Véase Rosalind Coward y John Ellis, Language and Materialism: Developments in Semio-
logy and the Theory of the Subject (Londres y Boston, 1977) y Hayden White, «El discurso de
Foucault», cap. 5 de este libro.
LA CUESTIÓN DE LA NARRATIVA 53

Para todos ellos - a s í como para Jacques Derrida y Julia Kristeva- la historia
en general y la narratividad en particular eran meramente prácticas repre-
sentativas por las que la sociedad producía un sujeto humano peculiarmente
adaptado a las condiciones de vida en el moderno Rechtsstaat.26 Su argu-
mentación en defensa de su punto de vista es demasiado compleja para
representarla aquí, pero una breve consideración del ensayo de 1967 de
Roland Barthes titulado «El discurso de la historia» puede dar una idea del
tipo de hostilidad que observaba hacia la noción de historia narrativa.
En este ensayo, Barthes desafiaba la distinción, básica a todas formas de
historicismo, entre discurso «histórico» y «ficticio». El punto de ataque
elegido para su argumentación era el tipo de historiografía que favorecía
una representación narrativa de los acontecimientos y procesos del pasado.
Barthes preguntaba:

La narración de los acontecimientos del pasado, que en nuestra cultura, desde


los griegos en adelante, ha estado sujeta a la sanción de la «ciencia» históricar
ligada al estándar subyacente de lo «real», y justificada por los principios de la
exposición «racional», ¿difiere en realidad esta forma de narración, en algún rasgo
específico, con alguna característica indudablemente distintiva, de la narración
imaginaria, como la que encontramos en la épica, la novela y el drama? 27

A partir de la forma en que se plantea la cuestión - c o n la introducción de


los términos ciencia, real, y racional entre comillas- resulta obvio que el
objetivo principal de Barthes era atacar la presunta objetividad de la histo-
riografía tradicional. Y esto es precisamente lo que hizo, exponiendo la
función ideológica del modo de representación narrativo con el que se había
asociado aquella historiografía.
Al igual que en su apéndice teórico a la obra Mythologies (1957), Barthes
no oponía tanto la ciencia a la ideología como distinguía entre ideologías
progresistas y reaccionarias, liberadoras y opresoras. 2 8 En «El discurso de la
historia» indicaba que la historia podía representarse de varios modos dife-
rentes, algunos de los cuales eran menos «mitológicos» que otros por cuanto
llamaban abiertamente la atención a sus propios procesos de producción e
indicaban la naturaleza «constituida», en vez de"«hallada» de sus referentes.
Pero de acuerdo con esta concepción, el discurso histórico tradicional era

26. Jacques Derrida, «The law of geure», Critical ¡nquiry 7, n.° 1 (1980): 55-82; ídem, «La
structure, le signe et le jeu dans le discours des sciences humaines», cap. 10 de L'Ecriture et la
difference (París, 1967). Julia Kristeva escribe: «En la narrativa, el sujeto hablante se constituye
como el sujeto de una familia, un clan o grupo estatal; se ha mostrado que la sentencia sintáctica-
mente normativa se desarrolla en el contexto de una narración prosaica y, posteriormente,
histórica. La aparición simultánea del género narrativo y de la sentencia limita el proceso de
significación a una actitud de petición y comunicación» («The Novel as Polylogue», en Kristeva,
Desire in Language: a Semiotic Approach to Literature and Art, comp. León S. Roudiez (Nueva
York, 1980); véase también Jean Francois Lyotard, «Petite économie libidinale d'un dispositif
narratif», en Des dispositifs pulsionnels [París, 1973], 180-184).
27. Roland Barthes, «Le discours de l'histoire», Social Science Information (París, 1967), en
inglés: «The Discourse of History», trad. Stephen Bann, en Comparative Criticism: A Yearbook, vol.
3, comp. E. S. Schaffer (Cambridge, 1981), 7.
28. Roland Barthes, Mythologies, trad. inglesa (Nueva York, 1972), págs. 148-159.
54 EL CONTENIDO DE LA FORMA

más retrógrado que la ciencia moderna o el arte moderno, los cuales señalaban
la naturaleza inventiva de sus «contenidos». De entre las disciplinas que preten-
dían el estatuto de cientificidad, solo los estudios históricos seguían siendo
víctimas de lo que denominaba «la falacia de réferencialidad».
Barthes pretendía demostrar que «como podemos ver, simplemente aten-
diendo a su estructura y sin tener que invocar la sustancia de su contenido,
el discurso histórico es por esencia una forma de elaboración ideológica, o,
por decirlo más precisamente, una elaboración imaginaria*, por lo cual
entendía un «acto de habla» de naturaleza «performativa», «mediante el cual
el autor del discurso (una entidad puramente lingüística) "rellena" el lugar
de la materia de la expresión (una entidad psicológica o ideológica)».29 Hay
que observar que, aunque Barthes se refiere aquí al discurso histórico en
general, su principal objeto de interés es el discurso histórico dotado de una
«estructura narrativa», y ello por dos razones. En primer lugar, considera
paradójico que «la estructura narrativa, que surgió originalmente en el
caldero de la ficción (en mitos y en la primera épica)», hubiese devenidoren
la historiografía tradicional, «tanto el signo como la prueba de la realidad».?0
En segundo lugar, y más importante, para Barthes -siguiendo aquí a Lacan-
la narrativa era el principal instrumento por el que la sociedad modela la
conciencia narcisista e infantil en una «subjetividad» capaz de asumir las
«responsabilidades» de un «objeto» de la ley en todas sus formas.
Lacan había sugerido que, en la adquisición del lenguaje, también el niño
adquiere el paradigma mismo de la conducta ordenada y gobernada por
reglas. Barthes añade que en el desarrollo de la capacidad de asimilar
«historias» y contarlas, sin embargo, el niño también aprende lo que ha de
llegar a ser aquella criatura que, en expresión de Nietzsche, es capaz
de realizar promesas, de «recordar hacia delante» así como hacia atrás, y de
vincular su final con su principio de modo que atestigüe una «integridad»
que debe poseer todo individuo para convertirse en «sujeto» de un sistema
de legalidad, moralidad o propiedad (cualquiera). Lo «imaginario» sobre
cualquier representación narrativa es la ilusión de una conciencia centrada
capaz de mirar al mundo, aprehender su estructura y procesos y representar-
los para sí como dotados de la coherencia formal de la propia narratividad.
Pero esto es confundir un «significado» (que siempre se constituye en vez de
hallarse) por la «realidad» (que siempre se halla en vez de constituirse).31
Huelga decir que detrás de esta formulación se encuentra una amplia
masa de teorías del lenguaje, el discurso, la conciencia y la ideología alta-
mente problemáticas con las que se asocian los nombres de Jacques Lacan y
de Louis Althusser. Barthes recurrió a éstas para su fin, que no era más que
desmantelar toda la herencia del «realismo» decimonónico, que consideraba
como el contenido pseudocientífico de aquella ideología que se mostra-
ba como «humanismo» en su forma sublimada.
29. Barthes, «The Discourse of History», 16-17.
30. Ibíd., 18.
31. «Más allá del nivel de narración comienza el mundo» (Barthes, «Introducción al análisis
estructural de las narrativas», pág. 115).
LA CUESTIÓN DE LA NARRATIVA 55

Para Barthes, no era accidental que el «realismo» de la novela del siglo


xix y la «objetividad» de la historiografía del siglo XIX se hubiese desarro-
llado pied-á-pied. Lo que tenían en común era la dependencia de un modo
de discurso específicamente narrativo, cuyo principal objetivo era reem-
plazar subrepticiamente un contenido conceptual (un significado) por un
referente que pretendían simplemente describir. Como había escrito en la
obra seminal «Introducción al análisis estructural de la narrativa»
(1966):

• Por tanto hay que descartar las afirmaciones relativas al «realismo» de ia


narrativa (...) La función de la narrativa no es «representar», es construir un
espectáculo (...) La narrativa no muestra, no imita (...) «Lo que tiene lugar» en
una narrativa es, desde el punto de vista referencial (realidad), literalmente
nada; «lo que sucede» es sólo lenguaje, la aventura del lenguaje, la incesante
celebración de su venida.32

Este pasaje se refiere a la narrativa en general, pero los principios enuncia-


dos eran también extensibles a la narrativa histórica. De ahí su insistencia, al
final de «El discurso de la historia», en que «en la historia "objetiva", lo "real"
no es nunca más que un significado no formulado, oculto detrás de un
referente aparentemente omnipotente. Esta situación caracteriza a lo que
puede denominarse el efecto realista (effet du réel)».33
Podría decirse mucho sobre esta concepción de la narrativa y su
supuesta función ideológica, y no menos sobre la psicología en que se
basa y la ontología que presupone. Obviamente, recuerda las ideas de
Nietzsche acerca del lenguaje, la literatura y la historiografía, y en la
medida en que se refiere al problema de la conciencia histórica no dice
mucho que vaya más allá de «Usos y abusos de la historia para la vida» y
de La genealogía de la moral. Esta filiación nietzscheana la admiten
abiertamente postestructuralistas como Derrida, Kristeva y Foucault, y es
este giro nietzscheano del pensamiento francés de los últimos veinte años
aproximadamente el que sirve para distinguir a los postestructuralistas de
sus predecesores estructuralistas más «científicos», como Lévi-Strauss,
Román Jakobson y el primer Barthes. No hay que decir que el postestruc-
turalismo tiene poco en común con las aspiraciones de aquellos historia-
dores del grupo Anuales que soñaron con transformar los estudios históri-
cos en una especie de ciencia. Pero la «desconstrucción» de la
narratividad realizada por Barthes y los postestructuralistas es congruen-
te con las objeciones planteadas por los Annalistes contra el modo narrati-
vo de representación en historiografía.
Sin embargo, la formulación por parte de Barthes de la problemática de
la historia narrativa apunta a una diferencia significativa, entre las discusio-
nes sobre este tema que tuvieron lugar en Francia en los años sesenta y las
que habían tenido lugar en las dos décadas anteriores en la comunidad filo-
32. Ibíd., 124.
33. Barthes, «El discurso de la historia», 17.
56 EL CONTENIDO DE LA FORMA

sófica anglófona, dominada por entonces por la filosofía analítica. La dife-


rencia más evidente está en la congruencia con que los filósofos analíticos
defendían la narrativa, tanto por ser un modo de representación como por
ser un modo de explicación, en contraste con los ataques formulados en
Francia. Diferentes filósofos ofrecían explicaciones diferentes de la base de
la convicción de que la narrativa era un modo de representación de los
acontecimientos históricos perfectamente válidos e incluso un modo de
explicación de éstos. Pero, en contraste con la discusión francesa, en el
mundo anglófono se consideraba la historiografía narrativa en su mayor
parte no como una ideología sino más bien como un antídoto de la nefasta
«filosofía de la historia» de Hegel y Marx, el presunto resorte ideológico de
los sistemas políticos «totalitarios».
Sin embargo, también aquí las líneas de discusión estaban enturbiadas por
la cuestión del estatuto de la historia como ciencia y por la discusión del tipo
de autoridad epistémica que podía pretender el conocimiento histórico en
comparación con el tipo de conocimiento que proporcionan las ciencias
físicas. Hubo incluso un vigoroso debate en los círculos marxistas -un debate
que tuvo su culminación en los setenta- sobre en qué medida una historio-
grafía «científica» marxista debía forjarse en un modo de discurso narrativista,
frente a otro más propiamente analítico. Tuvieron que abordase cuestiones
similares a las que dividieron a los Annalistes de sus colegas más convencio-
nales, pero la narratividad era una cuestión mucho menos relevante que la
cuestión del «materialismo versas idealismo».34 En conjunto, entre los histo-
riadores y filósofos y entre los autores tanto marxistas como no marxistas de
estas disciplinas, ninguno cuestionaba seriamente la legitimidad de los estu-
dios distintamente «históricos», como había hecho Lévi-Strauss en Francia, o
la adecuación, a algún nivel, de la narrativa para representar veraz y objetiva-
mente las «verdades» descubiertas por cualesquiera métodos que hubiese
utilizado el historiador en su investigación, como habían hecho Barthes y
Foucault en Francia. Algunos científicos sociales plantearon estas cuestiones,
pero dada la debilidad de sus propias pretensiones de rigor metodológico, y el
carácter limitado de su «ciencia», tuvieron escaso fruto teórico con respecto a
la cuestión de la historia narrativa.35
Las diferencias entre estas dos series de discusiones de la narrativa
histórica también reflejaban concepciones fundamentalmente diferentes de
la naturaleza del discurso en general. En la teoría literaria y lingüística, el
discurso se considera convencionalmente como cualquier unidad de expre-
sión más larga que la frase (compleja). ¿Cuáles son los principios de forma-
ción del discurso correspondientes a aquellas reglas gramaticales que presi-
den la formación de la frase? Obviamente, estos principios no son ellos
mismos gramaticales, pues se pueden construir cadenas de frases gramatica-
les correctas que no se agreguen o fundan en un discurso reconocible.

34. Cf. Anderson, Arguments within Englis Marxism, 14, 98, 162.
35. Véase las observaciones de Daniel Bell y Peter Wiles en Dumonlin y Moisi, The Historian,
64-71, 89-90.
LA CUESTIÓN DE LA NARRATIVA 57

Obviamente un candidato para el papel de órganon de la formación del


discurso es la lógica, cuyas protocolos rigen la formación de todos los dis-
cursos «científicos». Pero la lógica cede el lugar a otros principios en el
discurso poético, principios como la fonética, la rima, la métrica, etc., cuyas
exigencias pueden autorizar violaciones de los protocolos lógicos en aras de
una coherencia formal de otra naturaleza. Y a continuación está la retórica,
que puede considerarse el principio de la formación discursiva en aquellos
acontecimientos del habla que tienden a la persuasión o la incitación a la
acción en vez de a la descripción, demostración o explicación. Tanto en el
habla poética como retórica, puede tratarse de la comunicación de un
mensaje sobre algún referente extrínseco, pero las funciones de la «expre-
sión» y de la «conacción» pueden tener aquí un orden de importancia
superior. Por ello, la distinción entre «comunicación», «expresión», y «co-
nacción» permite diferenciar, en cuanto a la funcionalidad, entre diferentes
tipos de reglas de la formación del discurso, de las cuales la lógica es sólo
una y en modo alguno la más privilegiada.
Todo depende, según indicó Román Jakobson, de la «actitud» (Einste-
llung) hacia el «mensaje» contenida en el discurso en cuestión.36 Si el
objetivo primario del discurso consiste en transmitir un mensaje sobre un
referente extrínseco, podemos decir que predomina la función comunicati-
va; y el discurso en cuestión habrá de valorarse en función de la claridad de
su formulación y de su valor de verdad (la verdad de la información que
proporciona) con respecto al referente. Por otra parte, si el mensaje se
considera primordialmente una ocasión para expresar una condición emo-
cional del hablante del discurso (como en la mayor parte de la lírica) o para
suscitar una actitud en el receptor del mensaje, a alentar un tipo de acción
particular (como en los discursos exhortatorios), entonces el discurso en
cuestión habrá de valorarse menos en relación a su claridad o su valor de
verdad con respecto a su referente que en cuanto a su fuerza performativa
-una consideración puramente pragmática.
Este modelo funcional de discurso relega la lógica, la poética y la retórica
por igual al estatus de «códigos» en los que pueden moldearse y transmitirse
diferentes tipos de «mensajes» con objetivos bastante diferentes: comunicati-
vos, expresivos o conativos, según los casos.37 Estos objetivos no son en

36. Román Jakobson, «Linguistic and Poetics», en Style and Language, ed. Thomas Sebeok
(Cambridge, 1960), 352-358. Este ensayo de Jakobson es absolutamente esencial para comprender
la teoría del discurso desarrollada en una orientación generalmente semiológica desde los años
sesenta. Hay que subrayar que, mientras que muchos de los postestructuralistas han adoptado la
posición acerca de la arbitrariedad del signo y a fortiori la arbitrariedad de la constitución de los
discursos en general, Jackobson siguó insistiendo en la posibilidad de una significación intrínseca
incluso en el fonema. De ahí que, mientras que los postestructuralistas más radicales, como
Derrida, Kristeva, Sollers y el último Barthes consideraban la referencialidad discursiva como una
ilusión, ésta no fue la posición de Jakobson. La referencialidad era simplemente una de las «seis
funciones básicas de la comunicación verbal» (Ibíd., 357).
37. Como lo expresa Paolo Valesio, «todo discurso en su aspecto funcional se basa en un
conjunto de mecanismos relativamente limitado (...) que reducen toda elección referencial a una
elección formal» (Novantiqua, 21). De ahí que,
58 EL CONTENIDO DE LA FORMA

modo alguno mutuamente excluyentes; en realidad, puede demostrarse que


cada discurso posee aspectos de las funciones. Y esto vale tanto para el
discurso «fáctico» como «ficticio». Pero, considerado como base de una
teoría general del discurso, este modelo nos permite preguntamos cómo
utilizan el discurso narrativo en particular estas tres funciones. Y, lo que es
más relevante para nuestro propósito en este ensayo, nos permite ver cómo
las discusiones actuales acerca de la naturaleza de la historia narrativa han
tendido a ignorar una u otra de estas funciones a fin de salvar la historia
narrativa para la «ciencia» o para consignarla en la categoría de «ideología».
La mayoría de los que defenderían la narrativa como modo legítimo de
representación histórica e incluso como modo válido de explicación (al
menos para la historia) subrayan la función comunicativa. Según esta con-
cepción de la historia como comunicación, una historia se entiende como
un «mensaje» sobre un «referente» (el pasado, los acontecimientos históri-
cos, etc.) cuyo contenido es tanto «información» (los «hechos») como una
«explicación» (el relato «narrativo»). Tanto los hechos en su particularidad
como el relato narrativo en su generalidad deben satisfacer un criterio de
valor de verdad de correspondencia, así como de coherencia. El criterio
de coherencia invocado es, no hay que decirlo, la lógica más que la poética o
la retórica. Las proposiciones individuales deben ser lógicamente congruen-
tes entre sí, y deben aplicarse congruentemente los principios que rigen un
proceso de combinación sintagmática. Así, por ejemplo, aunque un aconte-
cimiento anterior pueda representarse como causa de un acontecimiento
posterior, lo contrario no es válido. Sin embargo, por contrapartida, un
acontecimiento posterior puede servir para esclarecer la significación de
un acontecimiento anterior, pero lo contrario no es válido (por ejemplo, el
nacimiento de Diderot no ilumina la significación de la creación de El
sobrino de Rameau, pero la creación de El sobrino de Rameau ilumina, por
así decirlo retrospectivamente, la significación del nacimiento de Diderot).38
El criterio de correspondencia es otra cuestión. Las declaraciones exis-
tenciales singulares que constituyen la «crónica» del relato histórico no sólo
deben «corresponder» a los acontecimientos de los cuales son predicado,
sino que la narrativa en su conjunto debe «corresponder» a la configuración
general de la secuencia de acontecimientos de la cual es un relato. Lo que
quiere decir que la secuencia de «hechos» tal cual están dispuestos a fin de
hacer una «historia» de lo que de otro modo solo sería una «crónica» deben
corresponderse con la configuración general de los «acontecimientos» de
los cuales los «hechos» constituye indicadores preposicionales.

nunca se trata (...) de apuntar a referentes del mundo «real», de distinguir lo verdadero de
lo falso, lo correcto de lo incorrecto, lo bello de lo feo, etcétera. La única elección está
entre los mecanismos a utilizar, y estos mecanismos ya condicionan todo discurso puesto
que son representaciones simplificadas de la realidad, inevitable e intrínsecamente sesga-
das en dirección partidista. Los mecanismos siempre parecen «ser» gnoseológicos, pero en
realidad son erísticos: transmiten una connotación positiva o negativa a la imagen de la
entidad que describen en el mismo momento en que empiezan a describirla (21-22).
38. El ejemplo está tomado de Arthur C. Danto, Analytical Philosophy of History (Cam-
bridge, 1965).
LA CUESTIÓN DE LA NARRATIVA 59
Para aquellos teóricos que subrayan la función comunicativa del discurso
histórico narrativo, la correspondencia de la «historia» con los aconteci-
mientos que relata se establece en el nivel del contenido conceptual del
«mensaje». Este contenido conceptual puede considerarse compuesto o bien
por los factores que unen los acontecimientos en cadenas de causas y
efectos o bien por las «razones» (o «intenciones») que motivan a los agentes
humanos de los acontecimientos en cuestión. Las causas (necesarias aunque
no suficientes) o razones (conscientes o inconscientes) de que los sucesos
tuviesen lugar como de hecho sucedieron se establecen en la narrativa en la
forma en que cuenta la historia.39 Según esta concepción, la forma narrativa
del discurso no es más que un medio del mensaje, sin más valor de verdad o
contenido informativo que cualquier otra estructura formal, como un silo-
gismo lógico, una figura metafórica o una ecuación matemática. La narrati-
va, considerada como un código, es un vehículo de forma similar a como el
código Morse sirve de vehículo para la transmisión de mensajes por medio
de un aparato telegráfico. Esto significa, entre otras cosas, que el código
narrativo no añade nada en cuanto a información o conocimiento que no
pueda transmitirse por otro sistema de codificación discursiva.-
Esto lo prueba el hecho de que el contenido de cualquier presentación
narrativa de acontecimientos reales puede sacarse del relato, representado
en formato de disertación, y someterse a los mismos criterios de congruen-
cia lógica y exactitud fáctica que una demostración científica. La narrativa
realmente compuesta por un determinado historiador puede ser más o
menos «espesa» de contenido y más o menos «artística» en su ejecución;
puede estar elaborada de forma más o menos elegante -igual que puede
diferir el tacto de diferentes telegrafistas. Pero todo ello, dirían los defenso-
res de esta concepción, es más cuestión de estilo individual que de conteni-
do. En la narrativa histórica lo único que tiene valor de verdad es el
contenido. Todo lo demás es ornamento.
Sin embargo esta noción del discurso narrativo deja de tener en cuenta la
enorme cantidad de tipos de narrativa de que dispone toda cultura para
aquellos de sus miembros que pueden desear recurrir a ella para la codifica-
ción y transmisión de mensajes. Además, cada discurso narrativo se compct
ne no de un único código monolíticamente utilizado, sino de un complejo
conjunto de códigos cuya interrelación por parte del autor -para la produc-
ción de una historia infinitamente rica en sugerencias y tonalidades afecti-
vas, por no decir de actitudes y evaluaciones subliminales de su objeto- da
fe de su talento como artista, como maestros más que como siervo de los
códigos disponibles en el momento. De ahí la «densidad» de discursos
relativamente informales como los de la literatura y la poesía frente a los de
la ciencia. Como ha indicado el textólogo ruso Juri Lotman, el texto artístico
transmite mucha más «información» que el texto científico, porque el pri-
mero dispone de más códigos y más niveles de codificación que el último.40
39. Véase Deay, Phylosophy of History, 43-47, 19.
40. Juri Lotman, The Structure ofArtistic Text, trad. de Ronald Vroom (Ann Arbor, 1977), 9-20,
280-284.
60 EL CONTENIDO DE LA FORMA

Sin embargo, al mismo tiempo, el texto artístico, frente al científico, dirige la


atención tanto al virtuosismo que supone su producción cuanto a la «informa-
ción» transmitida en los diversos códigos utilizados en su composición.
Es esta compleja multiestratificación del discurso y su consiguiente capaci-
dad de soportar una gran variedad de interpretaciones de significado lo que
pretende esclarecer el modelo de discurso centrado en el aspecto realizativo.
Desde la perspectiva que proporciona este modelo, se considera el discurso
como un aparato para la producción de significado más que meramente un
vehículo para la transmisión de información sobre un referente extrínseco. Así
concebido, el contenido del discurso consiste tanto en su forma como en
cualquier información que pueda extraerse de su lectura.41 De ahí se sigue que
cambiar la forma del discurso puede no ser cambiar la información sobre su
referente explícito, pero sí cambiar ciertamente el significado producido por él.
Pdr ejemplo, un conjunto de acontecimientos simplemente enumerados por
orden cronológico de presentación original no está, según Lévi-Strauss, despro-
visto de significado. Su significado es precisamente del tipo que es capaz de
producir cualquier lista -como atestigua suficientemente e,l uso del género de
las listas por parte de Rabelais y de Joyce. Una lista de acontecimientos puede
ser sólo una crónica «minúscula» (si se presentan cronológicamente los aspec-
tos de la lista) o bien una «ligera» enciclopedia (si se organiza por temas). En
ambos casos, puede transmitirse la misma información, pero se producen
diferentes significados. Sin embargo, una crónica no es una narrativa, aun si
contiene el mismo conjunto de hechos que su contenido informativo, porque
un discurso narrativo tiene una realización diferente a la de una crónica. Sin
duda la cronología es un código que comparten tanto la crónica como la
narrativa, pero la narrativa utiliza también otros códigos y produce un significa-
do bastante diferente del de cualquier crónica. No es que el código de la
narrativa sea más «literario» que el de la crónica -como han sugerido muchos
historiadores de la historiografía. Y no es que la narrativa «explique» más o
incluso explique de forma más completa que la crónica. Lo esencial es que la
narrativización produce un significado bastante diferente del que produce la
cronicalización. Y lo hace imponiendo una forma discursiva a los aconteci-
mientos que comprende su propia crónica por medios de naturaleza poética; es
decir, el código narrativo se extrae más del ámbito realizativo de la poiesis que
del de la noesis. Esto es lo que quería decir Barthes cuando dijo: «la narrativa
no muestra, no imita (...) su función no es "representar", es constituir un
espectáculo» (la cursiva es mía).
Por lo general se reconoce que una forma de distinguir el discurso
poético del prosaico es por el relieve que se da en el primero al modelo -de
sonidos, ritmos, métrica, etc.- que llama la atención hacia la forma del
discurso de forma independiente (o por encima de) de cualquier mensaje
que pueda contener en el nivel de su enunciación verbal literal. La forma del
texto poético produce un significado bastante distinto que el que pueda
representar en cualquier paráfrasis prosaica de su contenido verbal literal.

41. Ibíd., 35-38.


LA CUESTIÓN DE LA NARRATIVA 61

Puede decirse lo mismo de los diversos géneros de Kunstprosa (declamación


oratoria, comunicación legal, romance en prosa, novela, etc.), de la cual la
narrativa histórica es indudablemente una especie, pero aquí el modelado
en cuestión no es tanto de sonidos y métrica como de ritmos y repeticiones
de estructuras de motivos que se agrupan en temas y de temas que se
agrupan en estructuras de tramas. Esto no quiere decir, por supuesto, que
estos géneros no utilicen también los diversos códigos de argumentación
lógica y demostración científica, cosa que efectivamente hacen; pero estos
códigos no tienen nada que ver con la producción del tipo de significado que
se consigue con la narrativización.
Ciertos discursos narrativos pueden tener incorporados argumentos, en la
forma de explicaciones de por qué sucedieron las cosas como sucedieron,
redactados a modo de alocución directa al lector en primera persona del
autor y perceptible como tal. Pero estos argumentos pueden considerarse más
como un comentario que como una parte de la narrativa. En el discurso
histórico, la narrativa sirve para transformar en una historia una lista de acon-
tecimientos históricos que de otro modo serían sólo una crónica. A fin de
conseguir esta transformación, los acontecimientos, agentes y acciones re-
presentados en la crónica deben codificarse como elementos del relato; es
decir, deben caracterizarse como el tipo de acontecimientos, agentes y
acciones, etcétera, que pueden aprehenderse como elementos de tipos espe-
cíficos de relatos. A este nivel de codificación, el discurso histórico dirige la
atención del lector a un referente secundario, de diferente especie respecto
a los acontecimientos que constituyen el referente primario, a saber, las
estructuras de trama de los diversos tipos de relato cultivados en una
determinada cultura.42 Cuando el lector reconoce la historia que se cuenta
en una narrativa histórica como un tipo específico de relato -por ejemplo,
como un relato épico, un romance, una tragedia, una comediado una farsa-
puede decirse que ha-comprendido el significado producido por el discurso.
Esta comprensión no es otra cosa que el reconocimiento de la forma de la
narrativa.
En este caso, la producción de significado puede considerarse como una
realización, porque cualquier conjunto dado de acontecimientos reales pue-
de ser dispuesto de diferentes maneras, puede soportar el peso de ser con-
tado como diferentes tipos de relatos. Dado que ningún determinado conjun-
to o secuencia de acontecimientos reales es intrínsecamente trágico, cómi-
co, o propio de la farsa, etc., sino que puede construirse como tal sólo en
virtud de imponer la estructura de un determinado tipo de relato a los
acontecimientos, es la elección del tipo de relato y sus imposición a los
acontecimientos lo que dota de significado a éstos. El efecto de este entra-
mado puede considerarse una explicación, pero debería recomendarse que
las generalizaciones que desempeñan la función de universales en cualquier
versión de un argumento nomológico-deductivo son los topoi de tramas
literarias, más que las leyes causales de la ciencia.
42. Véase Hyden White, «Introducción: la poética de la historia», en Metahistoria, 1-38: e
ídem, Tropics of Discourse, caps. 2 a 5.
62 EL CONTENIDO DE LA FORMA

Esta es la razón por la que una historia narrativa puede considerarse


legítimamente como algo distinto al relato científico de los acontecimientos
de que habla -como han argumentado correctamente los Annalistes-. Pero
no es razón suficiente para negar a la historia narrativa un valor de verdad
sustancial. La historiografía narrativa puede muy bien, como indica Furet,
«dramatizar» los acontecimientos históricos y «novelar» los procesos históri-
cos, pero esto sólo indica que las verdades de que trata la historia narrativa
son de orden diferente al de las de su contrapartida científica social. En la
narrativa histórica, los sistemas de producción de significado peculiares a
una cultura o sociedad se contrastan con la capacidad de cualquier conjunto
de acontecimientos «reales» de producir esos sistemas. El que estos sistemas
tengan su representación más pura, más plenamente desarrollada y formal-
mente más coherente en el legado literario o poético de las culturas moder-
nas secularizadas no es razón para descartarlos como meras construcciones
imaginarias. Ello supondría la negación de que la literatura y la poesía
tengan algo válido que enseñarnos sobre la realidad.
La relación entre la historiografía y la literatura es, por supuesto, tan
tenue y difícil de definir como la existente entre la historiografía y la ciencia.
Sin duda esto se debe en parte a que la historiografía occidental surge frente
a un trasfondo de un discurso distintivamente literario (o más bien «noveles-
co») que se configuró él mismo frente al discurso más arcaico del mito. En
sus orígenes, el discurso histórico se diferencia del discurso literario en
virtud de su materia (acontecimientos «reales» en vez de «imaginarios») más
que por su forma. Pero la forma es aquí ambigua, pues se refiere no sólo al
aspecto manifiesto de los discursos históricos (su aspecto como relatos) sino
también a los sistemas de producción de significado (los modos de entrama-
do) que la historiografía compartió con la literatura y con el mito. Sin
embargo, esta filiación de la historiografía narrativa con la literatura y el
mito no debería constituir motivo de embarazo, porque los sistemas de
producción de significado que comparten los tres son destilaciones de la
experiencia histórica de un pueblo, un grupo, una cultura. Y el conocimien-
to que proporciona la historia narrativa es el que se desprende de la compro-
bación de los sistemas de producción de significado originalmente elabora-
dos en el mito y refinados en la retorta del modo hipotético de articulación
ficcional. En la narrativa histórica, las experiencias destiladas y convertidas
en ficción están sujetas como tipificaciones a la comprobación de su capaci-
dad de dotar de significado a los acontecimientos «reales». Y supondría un
Kulturphilistinismus de orden superior negar a los resultados de este proce-
dimiento de comprobación el estatuto de un conocimiento genuino.
En otras palabras, al igual que el contenido del mito se comprueba por la
ficción, también así las formas de ficción se comprueban por la historiogra-
fía (narrativa). Si de forma similar se comprueba el contenido de la historio-
grafía narrativa para determinar su adecuación como medio de representar
y explicar otro orden de realidad que el que presuponen los historiadores
tradicionales, esto se consideraría menos una oposición de la ciencia a la
ideología, como a menudo parecen considerarlo los Annalistes, que como
LA CUESTIÓN DE LA NARRATIVA 63

una continuación del proceso de proyección del límite entre lo real y la


imaginario que empieza con la invención de la propia ficción.
En cuanto narrativa, la narrativa histórica n o disipa falsas creencias
sobre el pasado, la vida humana, la naturaleza de la comunidad, etc.; lo que
hace es comprobar la capacidad de las ficciones que la literatura presenta a
la conciencia mediante su creación de pautas de acontecimientos «imagina-
rios». Precisamente en la medida en que la narrativa histórica dota a conjun-
tos de acontecimientos reales del tipo de significados que por lo demás sólo
se halla en el mito y la literatura, está justificado considerarla como un
producto de allegoresis. Por lo tanto, en vez de considerar toda narrativa
histórica como un discurso de naturaleza mítica o ideológica, deberíamos
considerarla como alegórica, es decir como un discurso que dice una cosa y
significa otra.
Así concebida, la narrativa configura el cuerpo de acontecimientos que
constituyen su referente primario y transforma estos acontecimientos en
sugerencias de pautas de significado que nunca podrían ser producidas por
una representación literal de aquéllos en cuanto hechos. Esto no quiere
decir que un discurso histórico no se evalúe adecuadamente en cuanto al
valor de verdad de sus declaraciones tácticas (existencial singulares) toma-
das individualmente y de la conjunción lógica de todo el conjunto de estas
declaraciones tomado distributivamente. Pues a menos que el discurso
histórico accediese a la evaluación en estos términos, perdería toda justifica-
ción a su pretensión de representar y proporcionar explicaciones de aconte-
cimientos específicamente reales. Pero esta evaluación toca sólo aquel as-
pecto del discurso histórico que convencionalmente se denomina su
crónica. No nos proporciona forma alguna de valorar el contenido de la
propia narrativa. Esta idea ha sido expresada de forma convincente por el
filósofo Louis O. Mink:

Se puede considerar cualquier texto de un discurso directo como una


conjunción lógica de afirmaciones. El valor de verdad del texto no es entonces
más que una sencilla función lógica de la verdad o falsedad de las afirmaciones
individuales tomadas por separado: la conjunción es verdadera si y sólo si cada
una de las proposiciones son verdaderas. De hecho la narrativa ha sido analiza-
da, especialmente por el intento de los filósofos de comparar la forma de la
narrativa con la forma de las teorías, como si no fuera más que una conjunción
lógica de declaraciones referidas al pasado; y de acuerdo con un análisis
semejante no se plantea el problema de la verdad narrativa. Sin embargo, la
dificultad del modelo de la conjunción lógica es que no es un modelo de
narrativa. Es más bien un modelo de una crónica. La conjunción lógica sirve
bastante bien como representación sólo de una relación ordenada de crónicas,
que es «... y entonces... y entonces... y entonces...». Sin embargo, las narrativas
contienen indefinidamente muchas relaciones de ordenación, e indefinida-
mente muchas formas de combinar estas relaciones. Es esta combinación a lo
que nos referimos cuando hablamos de la coherencia de una narrativa, o de la
falta de coherencia. Es una tarea no resuelta de la teoría literaria clasificar las
relaciones de ordenación de la forma narrativa; pero, sea cual sea la clasifica-
ción, debería estar claro que una narrativa histórica pretende la verdad no
64 EL CONTENIDO DE LA FORMA

simplemente de cada una de sus aserciones individuales tomadas distributiva-


mente, sino de la forma compleja de la propia narrativa.43
Pero la «verdad» de la forma narrativa puede revelarse sólo de forma
directa, es decir, por medio de allegoresis. ¿Qué otra cosa podría suponer la
representación de un conjunto de hechos reales como, por ejemplo, una
tragedia, una comedia o una farsa? ¿Existe alguna prueba, lógica y empírica,
aplicables para determinar el valor de verdad de la afirmación de Marx de
que los acontecimientos del «18 BrUmario de Luis Bonaparte» constituyen
una reproducción como «farsa» de la «tragedia» de 1789? ** El discurso de
Marx ciertamente es evaluable por los criterios de exactitud táctica en su
representación de los acontecimientos particulares y de consistencia lógica
de su explicación de por qué ocurrieron como ocurrieron. Pero ¿cuál es el
valor de verdad de su figuración de todo el conjunto de los acontecimientos,
alcanzada por medios narrativos, como una farsa? ¿Hemos de interpretarlo
sólo como una forma de hablar, como una expresión metafórica y por tanto
no sujeto a la evaluación en virtud de su valor de verdad? Ello exigiría
descartar el aspecto narrativo del discurso de Marx, el relato que cuenta
sobre los acontecimientos, como un mero ornato y un aspecto inesencial del
discurso en su conjunto.
La consideración por parte de Marx del carácter de farsa de los aconteci-
mientos que describe es una referencia sólo indirecta (por medio del aforis-
mo que abre su discurso y por su narrativización de los acontecimientos, de
la historia que hace de ellos), lo que es decir, de forma alegórica. Esto no
quiere decir que estuviese justificado suponer que Marx no pretendía que
tomásemos en serio esta afirmación y la considerásemos como una afirma-
ción de contenido verdadero. Pero ¿cuál es la relación entre la afirmación
del carácter de farsa de los acontecimientos y hechos registrados en el
discurso, por una parte, y el análisis dialéctico que se ofrece de ellos en los
pasajes en que Marx, hablando en primera persona y como supuesto científi-
co de la sociedad, pretende «explicarlos», por otra? ¿Confirman los hechos
la caracterización de los acontecimientos como una farsa? ¿Es la lógica de la
explicación de Marx congruente con la lógica de la narrativa? ¿Qué lógica
rige el aspecto narrativizador del discurso de Marx?
La lógica del argumento explícito de Marx acerca de los acontecimientos,
su explicación de los hechos, es manifiestamente dialéctica; es decir, es su
43. Louis O. Mink, «Narrative Form as a Cognitive Instrument», en The Writing oj History:
Literary Form and Historical Vnderstanding, ed. Robert H. Canary y Henry Kozicki (Madison, Wis.,
1978), 143-144.
44. «Hegel observa en algún lugar que todos los hechos y personajes de gran importancia de
la historia universal se presentan, por así decirlo, dos veces. Pero se olvidó de añadir: la primera
vez como tragedia, la segunda como farsa. Caussidiére con respecto a Danton, Louis Blanc con
respecto a Robespierre, la Montagne de 1848 a 1851 con respecto a la Montagne de 1793 a 1795, el
"sobrino" con respecto al "tío". Y la misma caricatura tiene lugar en las circunstancias que
concurren en la segunda división del 18 Brumario.» (Karl Marx «El 18 Brumario de Louis
Bonaparte», pág. 97). Esto no es meramente un aforismo; toda la obra está construida como una
farsa (véase White, Metahistory, 320-327; e ídem, «El problema del estilo en la representación
realista: Marx y Flaubert», en The Concept of Style, ed. Berel Lang (Filadelfia, 1979), 213-229).
LA CUESTIÓN DE LA NARRATIVA 65

propia versión de la lógica de Hegel. ¿Existe otra lógica que rija la


estructuración de los acontecimientos c o m o farsa? Esta es la cuestión que
nos ayuda a responder la triple distinción entre la crónica de los aconteci-
mientos, su explicación en discurso directo c o m o comentario y la narrati-
vización de los acontecimientos proporcionada p o r allegoresis. Y la res-
puesta la obtenemos en el m o m e n t o en que r e c o n o c e m o s el aspecto
alegórico de la caracterización de los acontecimientos del «18 Brumario»
c o m o u n a farsa. No es un hecho el que legitima la representación de los
acontecimientos c o m o farsa, y no es la lógica lo que permite la predicción
del hecho como una farsa. No hay forma de p o d e r concluir lógicamente
que cualquier conjunto dado de acontecimientos «reales» es u n a farsa.
Esto es un juicio, no u n a conclusión; y es u n juicio que sólo puede estar
justificado sobre la base de u n a caracterización poética de los «hechos»
para otorgarles, en el proceso mismo de su descripción inicial, el aspecto
de los elementos de la forma de historia conocida c o m o farsa en el código
literario de nuestra cultura.
Si hay alguna lógica que rija el tránsito del nivel del hecho o aconteci-
miento del discurso al de narrativa, es la lógica de la propia figuración, lo
que es decir, una tropología. Este tránsito se realiza mediante un desplaza-
miento de los hechos al terreno de las ficciones literarias o, lo que es lo
mismo, mediante la proyección en los hechos de la estructura de la trama de
uno de los géneros de figuración literaria. Por decirlo de otro modo, la
transición se efectúa mediante un proceso de transcodificación, en el que
los acontecimientos originalmente transcritos en el código de la crónica se
retranscriben en el código literario de la farsa.
Plantear la cuestión de la narrativización err-la historiografía en estos
términos es, por supuesto, plantear la cuestión más general de la verdad de
la propia literatura. En conjunto esta cuestión ha sido ignorada por los
filósofos analíticos interesados en analizar la lógica de las explicaciones
narrativas en historiografía. Y esto parece ser así porque la idea de explica-
ción que sometieron a investigación descartaba la consideración del discur-
so figurativo como un discurso generador de un verdadero conocimiento.
Como las narrativas históricas se refieren a acontecimientos «reales» más
que «imaginarios», se suponía que su valor de verdad estaba o en las
declaraciones de hecho que contenían o en una combinación de éstas y una
paráfrasis literalista de las declaraciones realizadas en lenguaje figurativo.
Considerándose dado por lo general que las expresiones figurativas son o
bien falsas, ambiguas o lógicamente inconsistentes (constituyendo como
constituyen lo que algunos filósofos llaman errores categoriales), de ahí se
seguía que cualesquiera explicaciones que pudiera contener una narrativa
histórica sólo serían expresables en lenguaje literal. De este modo, en su
resumen de las explicaciones contenidas en la narrativa histórica, estos
analistas de la forma tendían a reducir la narrativa en cuestión a conjuntos
de proposiciones discretas, de las cuales la simple sentencia declarativa
servía de modelo. Cuando un elemento de lenguaje figurativo aparecía en
estas sentencias, se trataba únicamente como una figura del lenguaje cuyo
66 EL CONTENIDO DE LA FORMA

contenido era o su significación literal o una paráfrasis literalista de lo que


parecía ser su formulación gramaticalmente correcta.
Pero en este proceso de literalización, lo que se deja al margen son
precisamente aquellos elementos de figuración - t r o p o s y figuras del pensa-
miento, como los denominan los retóricos- sin los cuales nunca podría
tener lugar la narrativización de los acontecimientos reales, la transforma-
ción de una crónica en una historia. Si hay algún «error categorial» en este
procedimiento literalizante, es el de confundir una presentación narrativa
'de los acontecimientos reales con su presentación literaria. Una presenta-
ción narrativa es siempre un relato figurativo, una alegoría. Dejar este
elemento figurativo fuera de consideración en el análisis de una narrativa es
pasar por alto no sólo su aspecto de alegoría sino también la realización en
el lenguaje por la cual la crónica se transforma en una narrativa. Y es sólo
un prejuicio moderno contra la alegoría o, lo que es lo mismo, un prejuicio
científico en favor del literalismo lo que oscurece este hecho a muchos
modernos analistas de la narrativa histórica. En cualquier caso, la doble
convicción de que la verdad debe representarse en enunciados de hecho
literales y que la explicación debe adecuarse al modelo científico o a su
contrapartida de sentido común, ha llevado a la mayoría de los analistas a
ignorar el aspecto específicamente literario de la narrativa histórica y con
ello toda verdad que pudiera transmitir en términos figurativos.
Está de más decir que la noción de verdad literaria, aun cuando mítica,
no es ajena a aquellos filósofos que siguen trabajando en una tradición de
pensamiento que tiene su origen moderno en el idealismo hegeliano, su
continuación en Dilthey, y su formulación reciente, fenomenológico-exis-
tencialista en la hermenéutica heideggeriana. Para los pensadores de esta
línea, la historia ha sido siempre menos un objeto de estudio, algo a explicar,
que un modo de ser-en-el-mundo que hace posible la comprensión y la
invoca como condición de su propio desocultamiento. Esto significa que el
conocimiento histórico sólo puede producirse sobre la base de una especie
de indagación fundamentalmente diferente de las cultivadas en las ciencias
físicas (nomológico-deductivas) y en las ciencias sociales (estructural-
funcionales). Según Gadamer y Ricoeur, el «método» de las ciencias históri-
co-genéticas es la hermenéutica, concebida menos como desciframiento que
como «inter-pretación», literalmente «traducción», una «translación» de
significados de una comunidad discursiva a otra. Tanto Gadamer como
Ricoeur subrayan el aspecto «tradicionalista» de la empresa hermenéutica, o
lo que es lo mismo el aspecto «tradicional» de la tradición. Es la tradición lo
que une al intérprete con el interpretandum, aprehendido en toda la extrañe-
za que lo caracteriza como algo que viene del pasado, en una actividad que
produce tanto la individualidad como la comunalidad de ambas cosas.
Cuando esta individualidad-en-la-comunalidad se establece a lo largo de una
distancia temporal, el tipo de conocimiento-como-comprensión producido
es un conocimiento específicamente histórico. 45

45. Hans Georg Gadamer, «El problema de la conciencia histórica», en Interpretative Social
LA CUESTIÓN DE LA NARRATIVA 67

Todo esto es conocido para el lector de esta tradición de discurso filosófi-


co y, por supuesto, extremadamente ajeno a los historiadores tradicionales,
así como a los que desean transformar la historiografía en ciencia. Y ¿por
qué no? la terminología es figurativa, el tono piadoso, la epistemología
mística -todas las cosas que desean expurgar de los estudios históricos tanto
los historiadores tradicionales como su contrapartida de orientación más
moderna y científico-social-. Pero esta tradición de pensamiento tiene una
relevancia especial para la consideración de nuestro tema, pues ha sido uno
de sus representantes, Paul Ricoeur, quien ha intentado nada menos que
una metafísica de la narratividad.
Ricoeur se ha enfrentado a todas las concepciones principales del discur-
so, la textualidad y la lectura de la escena teórica actual. Además, ha
examinado exhaustivamente las teorías historiográficas actuales y las nocio-
nes de narrativa propuestas tanto en la filosofía de la historia como en la
ciencia social actual. En conjunto, encuentra muchos elementos válidos en
los argumentos de los filósofos analíticos, especialmente los representados
por Mink, Danto, Gallie y Drai, quienes consideran que la narrativa propor-
ciona un tipo de explicación diferente, aunque no antitética, a la explicación
nomológico-deductiva. Sin embargo, Ricoeur afirma que la narratividad en
historiografía lleva más al logro de una comprensión de los acontecimientos
de que habla que a una explicación que constituya sólo una versión más
ligera del tipo que caracteriza a las ciencias físicas y sociales. Nó^es que
oponga la comprensión a la explicación: estos dos modos de conocimiento
están relacionados «dialécticamente», como aspectos «no metódicos» y «me-
tódicos» de todo conocimiento relativo a las acciones (humanas) más que a
los acontecimientos (naturales). 46
Según Ricoeur la «lectura» de una acción se parece a la lectura de un
texto; para la comprensión de ambos se precisa del mismo tipo de principios
hermenéuticos. Como «la historia versa sobre las acciones de hombres del
pasado», de ello se sigue que el estudio del pasado tiene su propio fin en la
«comprensión» hermenéutica de las acciones humanas. En el proceso de
alcanzar esta comprensión, se invocan explicaciones de diferente tipo, igual
que se invocan explicaciones del mismo tipo «lo que sucedió» en cualquier
historia en aras de su plena elaboración. Pero estas explicaciones sirven de
medio para comprender «lo que sucedió» en vez de como un fin en sí
mismas. De este modo, al escribir un texto histórico, el objetivo debería ser
representar los acontecimientos (humanos) de forma tal que se pusiese de
manifiesto su estatus como parte de un todo significativo. 47

Science: A Reader, comp. Paul Rabinow y William Sullivan (Berkeley, 1979), 106-107, 134; Paul
Ricoeur, «Du conflit á la convergence des méthodes en exégése biblique», en Exégése et hermeneu-
tique, ed. Roland Barthes y cois. (París, 1971), 47-51.
46. Paul Ricoeur, «Explicación y comprensión: acerca de algunas notables conexiones entre
¡a teoría del texto, la teoría de la acción y la teoría de la historia», en The Philosophy of Paul
Ricoeur: an Anthology of His Work, ed. Charles E. Reagan y David Stewart (Boston, 1978), 165.
47. Ibíd., 161, 153-158.
68 EL CONTENIDO DE LA FORMA

Captar el significado de una secuencia compleja de acontecimientos


humanos no es lo mismo que ser capaz de explicar por qué o incluso cómo
ocurrieron los acontecimientos particulares que incluye la secuencia. Uno
podría ser capaz de explicar por qué y cómo ocurrió cada acontecimiento de
una secuencia y no haber entendido todavía el significado de la secuencia
considerada como un todo. Trasladando la analogía de la lectura al proceso
de la comprensión, se puede ver cómo se podría comprender cada frase de
un relato y aún no haber captado su sentido. Sucede lo mismo, afirma
Ricoeur, con nuestros esfuerzos por captar el significado de la acción
humana. Así como los textos tienen un significado no reductible a los
términos y frases específicas utilizadas en su composición, ocurre lo mismo
con las acciones. Las acciones producen significados en virtud de sus conse-
cuencias - t a n t o previstas e intencionadas como no previstas y no intencio-
n a d a s - que se encarnan en las instituciones y convenciones de determina-
das formaciones sociales. Comprender las acciones históricas, pues, es
«captar conjuntamente», como partes de todos «significativos», las intencio-
nes que motivan las acciones, las propias acciones y sus consecuencias
reflejadas en los contextos sociales y culturales. 48
En la historiografía, afirma Ricoeur, esta «captación conjunta» de los
elementos de situaciones en los que ha tenido lugar una «acción significati-
va» se consigue por la «configuración» de éstas mediante la instrumentali-
dad de la trama. Para él, al contrario que para muchos comentaristas de la
narrativa histórica, la trama no es una componente estructural sólo de los
relatos ficcionales o míticos; es crucial también para las representaciones
históricas de acontecimientos. «Toda narrativa combina dos dimensiones en
diversas proporciones, una cronológica y la otra no cronológica. Podemos
denominar a la primera dimensión episódica, que caracteriza el relato de los
acontecimientos. La segunda es la dimensión configurativa, según la cual la
trama construye todos significativos a partir de acontecimientos disper-
sos.» 49 Pero esta trama no la impone el historiador sobre los acontecimien-
tos; ni es un código sacado del repertorio de modelos literarios y utilizado de
forma «pragmática» para dotar a lo que de otro modo sería una mera
colección de hechos de una cierta forma retórica. Es la trama, dice, lo que
perfila la «historicidad» de los acontecimientos: «la Trama (...) nos sitúa en
el punto de intersección de la temporalidad y la narratividad: para ser
histórico, un acontecimiento debe ser más que un suceso singular, un
acontecimiento único. Recibe su definición a partir de su contribución al
desarrollo de una trama» (171).
De acuerdo con esta concepción, un acontecimiento específicamente
histórico no es un acontecimiento que pueda introducirse en un relato
cuando lo dése el escritor; más bien es un tipo de acontecimiento que puede
«contribuir» al «desarrollo de una trama». Es como si la trama fuese una
48. Paul Ricoeur, «The Model of the Text: Meaningful Action Considered as a Text», en
Rabinow y Sullivan, Interpretative Social Science, 83-85, 77-79.
49. Ricoeur, «Narrative Time», 178-179; las ulteriores referencias a esta obra se citan entre
paréntesis en el texto.
LA CUESTIÓN DE LA NARRATIVA 69

entidad en proceso de desarrollo antes del suceso de cualquier aconteci-


miento determinado, y cualquier acontecimiento determinado pudiera do-
tarse de historicidad sólo en la medida en que pudiera demostrarse que
contribuye a este proceso. Y, en efecto, esto parece ser así, porque para
Ricoeur, la historicidad es un modo estructural o nivel de la propia tempora-
lidad.
El tiempo poseería así tres «grados de organización»: la «intratemporali-
dad», la «historicidad» y la «temporalidad profunda». A su vez, estos grados
se reflejan en tres tipos de experiencias o representaciones del tiempo en la
conciencia: «representaciones ordinarias del tiempo, (...) como aquellas
"en" las que tienen lugar los acontecimientos»; aquellas en las que «se pone
énfasis en el peso del pasado e, incluso más, (...) el poder de recuperar la
"extensión" entre el nacimiento y la muerte en la labor de "repetición"»; y,
por último, aquellas que pretenden captar «la unidad plural de futuro,
pasado y presente» (171). En la narrativa histórica - d e hecho, en cualquier
narrativa, incluso la más h u m i l d e - es la narratividad la que «nos devuelve
de la intratemporalidad a la historicidad, de "calcular" el tiempo a "evocar-
lo"». En resumen, «la función narrativa proporciona un tránsito desde la
intratemporalidad a la historicidad», y lo hace revelando lo que debe deno-
minarse la naturaleza «de tipo trama» de la propia temporalidad (178).
Así concebido, el nivel narrativo de cualquier relato histórico tiene un
referente bastante diferente del de su nivel de crónica. Mientras que la
crónica representa los acontecimientos como algo existente «en el tiempo»,
la narrativa representa los aspectos del tiempo en los que los finales pueden
considerarse ligados a los inicios para formar una continuidad diferencial.
El «sentido de un final», que vincula la terminación de un proceso con su
origen de forma que dota a todo lo que sucedió en medio de una significa-
ción que sólo puede conseguirse mediante «retrospección», se consigue por
la capacidad específica humana de lo que Heidegger denominó «repetición».
Esta repetición es la modalidad específica de la existencia de los aconteci-
mientos en la «historicidad», frente a su existencia «en el tiempo». En la
historicidad concebida como repetición, aprehendemos la posibilidad de «la
recuperación de nuestras potencialidades más básicas heredadas de nuestro
pasado en la forma del destino personal y el destino colectivo» (183-184). Y
ésta es la razón - e n t r e varias o t r a s - por la que Ricoeur se considera
justificado a afirmar que la «temporalidad es aquella estructura de la existen-
cia que alcanza el lenguaje en la narratividad y la narratividad la estructura
del lenguaje que tiene a la temporalidad como su referente último» (169). Es
esta afirmación la que justifica, creo, hablar de la contribución de Ricoeur a
la teoría histórica como un intento de pergeñar una «metafísica de la narrati-
vidad».
La significación de esta metafísica de la narratividad para la teoría histo-
riográfica radica en la idea de Ricoeur de que la narrativa debe tener, en
virtud de su narratividad, como su «referente último» no otra cosa que la
propia «temporalidad». Lo que esto significa, situado en el contexto más
amplio de la oeuvre de Ricoeur, es que ha asignado la narrativa histórica a la
70 EL CONTENIDO DE LA FORMA

categoría del discurso simbólico, lo que es decir, un discurso cuya fuerza


principal no deriva de su contenido informativo ni de su efecto retórico sino
más bien de su función formadora de imágenes. 5 0 Para Ricoeur, una narra-
tiva no es ni una imagen de los acontecimientos de que habla, ni una
explicación de esos acontecimientos, ni una reformulación retórica de los
«hechos» con vistas a conseguir un efecto específicamente persuasivo. No es
un símbolo que medie entre diferentes universos de significado «configuran-
do» la dialéctica de su relación en una imagen. Esta imagen no es otra cosa
que la propia narrativa, aquella «configuración» de los acontecimientos
narrada en la crónica por la revelación de su naturaleza «de tipo trama».
De este modo, al contar una historia, el historiador necesariamente
revela una trama. Esta trama «simboliza» los acontecimientos mediando
entre su estatus, en tanto que cosas existentes «dentro del tiempo» y su
estatus de indicadores de la «historicidad» en la que participan estos aconte-
cimientos. Corno esta historicidad sólo puede ser indicada, y nunca repre-
sentada directamente, la narrativa histórica, como todas las estructuras
simbólicas, «dice algo distinto de lo que dice y (...) por consiguiente, me
capta porque ha creado en su significado un nuevo significado». 51
Ricoeur concede que al caracterizar de este modo el lenguaje simbólico no
ha hecho sino identificarlo con la alegoría. Esto no quiere decir que sea sólo
fantasía, porque para Ricoeur, la alegoría es una forma de expresar ese «exceso
de significado» presente en aquellas aprehensiones de la «realidad» como una
dialéctica del «deseo humano» y la «aparición cósmica». 52 Una narrativa histó-
rica, entonces, puede considerarse una alegorización de la experiencia de la
«intratemporalidad», cuyo sentido figurativo es la estructura de la temporali-
dad. La narrativa expresa un significado «distinto» del expresado en la crónica,
que es una «representación ordinaria del tiempo (...) como aquel "en" el que
tienen lugar los acontecimientos». Este significado secundario o figurativo no
es algo tanto «construido» como «hallado» en la experiencia humana universal
de una «evocación» que promete un futuro porque encuentra un «sentido» en
toda relación entre un pasado y un presente. En la trama del relato histórico,
captamos una «figura» del «poder de recuperar la "extensión" entre el naci-
miento y la muerte en la labor de la "repetición"». 53
Para Ricoeur, pues, la narrativa es más que un modo de explicación, más
que un código, y mucho más que un vehículo para transmitir información.
No es una estrategia o táctica discursiva que el historiador pueda utilizar o
no, según un objetivo o propósito programático. Es un medio de simbolizar
los acontecimientos sin el cual no podría indicarse su historicidad. Se
pueden realizar afirmaciones verdaderas sobre los acontecimientos sin sim-
bolizarlos - c o m o en una crónica. Se puede incluso explicar estos aconteci-
mientos sin simbolizarlos - c o m o se hace siempre en las ciencias sociales

50. Paul Ricoeur, «Existence and Hermeneutics», en Reagan y Stewart, The Philosophy of Paul
Ricoeur, 98.
51. Paul Ricoeur, «The Language of Faith», en ibíd., 233.
52. Ibíd.
53. Ricoeur, «Narrative Time», 178-184.
LA CUESTIÓN DE LA NARRATIVA 71

(estructural-funcionales). Pero no se puede representar el significado de los


acontecimientos históricos sin simbolizarlos, porque la propia historicidad
es tanto una realidad como un misterio. Todas las narrativas muestran
misterio y al mismo tiempo embargan cualquier inclinación a la desespera-
ción por el fracaso en resolverlo revelando lo que podría denominarse su
forma en la «trama» y su contenido en el significado con el que la trama dota
lo que de otro modo no sería más que un mero acontecimiento. En la
medida en que los acontecimientos y sus aspectos pudieran «explicarse» por
los métodos de las ciencias, no serían, al parecer, ni misteriosos ni particu-
larmente históricos. Lo que puede explicarse sobre los acontecimientos
históricos es precisamente lo que constituye su aspecto no histórico o
ahistórico. Lo que subsiste una vez explicados los acontecimientos es tanto
histórico como significativo en la medida en que pueda ser comprendido. Y
este recuerdo es comprensible en tanto en cuanto pueda «captarse» en una
simbolización, es decir, pueda mostrarse que tiene el tipo de significación
con el que las tramas dotan a los relatos.
Es el éxito de la narrativa en la revelación del significado, coherencia o
significación de los acontecimientos lo que atestigua la legitimidad de su
práctica en la historiografía. Y es el éxito de la historiografía en la narrativi-
zación de conjuntos de acontecimientos históricos lo que atestigua el «realis-
mo» de la propia narrativa. En el tipo de simbolización encarnado en la
narrativa histórica, los seres humanos tienen un instrumento discursivo por
el que afirmar (significativamente) que el mundo de las acciones humanas
es a la vez real y misterioso, es decir, es misteriosamente real (lo que no
quiere decir que sea un misterio real); aquello que no puede explicarse es en
principio susceptible de ser comprendido; y que, por último, esta compren-
sión no es más que su representación en la forma de una narrativa.
Existe pues una cierta necesidad en la relación entre la narrativa, conce-
bida como estructura discursiva simbólica o simbolizante, y la representa-
ción de los acontecimientos específicamente históricos. Esta necesidad se
desprende del hecho de que los acontecimientos humanos son o fueron
producto de acciones humanas, y estas acciones han tenido consecuencias
que tienen la estructura de textos - m á s específicamente, la estructura de
textos narrativos. La comprensión de estos textos, considerados como pro-
ductos de la acción, depende de que seamos capaces de reproducir los
procesos por los cuales se produjeron, es decir, narrativizar estas acciones.
Como estas acciones son en efecto narrativizaciones vividas, de ahí se sigue
que la única forma de representarlas es mediante la propia narrativa. Aquí la
forma del discurso es perfectamente adecuada a su contenido, pues la una es
narrativa y el otro aquello que ha sido narrativizado. El maridaje de forma y
contenido produce el símbolo, «que dice más de lo que dice» pero en el
discurso histórico siempre dice lo mismo: historicidad.
La de Ricoeur es con seguridad la más fuerte pretensión de la suficiencia
de la narrativa para realizar los objetivos de los estudios históricos jamás
realizada por un teórico reciente de la historiografía. Pretende resolver
el problema de la relación entre narrativa e historiografía identificando el
72 EL CONTENIDO DE LA FORMA

contenido de la primera (narratividad) con el «referente último» de la última


(historicidad). Sin embargo, en su posterior identificación de la historicidad
con una «estructura del tiempo» que no puede representarse sino en modo
narrativo, confirma las sospechas de los que consideran las representaciones
de naturaleza inherentemente mítica. No obstante, en su intento por demos-
trar que la historicidad es un contenido del cual la narratividad es la forma,
sugiere que el sujeto real de cualquier discusión de la forma adecuada del
discurso histórico resulta ser en última instancia una teoría del verdadero
contenido de la propia historia.
En mi opinión todas las discusiones teóricas de la historiografía se enredan
en la ambigüedad implícita a la noción de la propia historia. Esta ambigüedad
deriva no del hecho de que el término historia alude tanto a un objeto de
estudio como al relato de este objeto, sino del hecho de que el propio objeto
de estudio pueda concebirse sólo sobre la base de un equívoco. Me refiero, por
supuesto, al equívoco que contiene la noción de un pasado humano general
escindido en dos partes, una de las cuales se supone «histórica», y la otra
«ahistórica». Esta distinción no es del mismo orden que la existente entre los
«acontecimientos humanos» y los «acontecimientos naturales», en razón de la
cual los estudios históricos constituyen un orden de hechos diferentes del de
los hechos estudiados en las ciencias naturales. Las diferencias entre una vida
vivida en la naturaleza y una vivida en la cultura constituyen base suficiente
para aceptar la distinción entre acontecimientos naturales y acontecimientos
humanos, sobre cuya base los estudios históricos y las ciencias humanas en
general pueden pasar a elaborar métodos adecuados a la investigación de los
acontecimientos humanos. Y tan pronto se conceptualiza un orden de aconte-
cimientos humanos en general, y este orden se divide ulteriormente en aconte-
cimientos humanos del pasado y acontecimientos humanos del presente, segu-
ramente resulta legítimo preguntar en qué medida pueden invocarse diferentes
métodos de estudio para la investigación de los designados acontecimientos del
pasado frente a los invocados en la investigación de los acontecimientos
designados como acontecimientos presentes (se entienda como se entienda el
concepto de presente). Pero, tan pronto se postula este pasado humano, es otra
cosa distinta dividirlo ulteriormente en un orden de acontecimientos «históri-
co» diferente a otro «no histórico». Pues esto equivale a sugerir que hay dos
órdenes de humanidad, uno de los cuales es más humano -porque es más
histórico- que el otro.
La distinción entre una humanidad o tipo de cultura o sociedad histórico
y otro no histórico no es del mismo orden que la distinción entre dos
períodos de tiempo en el desarrollo de la especie humana: el prehistórico y
el histórico. Pues esta distinción no se ancla en la creencia de que la cultura
humana no estaba en desarrollo antes del inicio de la «historia» o que este
desarrollo no fuese de naturaleza histórica. Se ancla más bien en la creen-
cia de que hay un punto en la evolución de la cultura humana tras el cual su
desarrollo puede representarse en un discurso diferente de aquel en el que
puede representarse esta evolución en su fase anterior. Como es sabido y se
acepta de forma general, la posibilidad de representar el desarrollo de
LA CUESTIÓN DE LA NARRATIVA 73

ciertas culturas en un tipo de discurso específicamente histórico se basa en


la circunstancia de que estas culturas produjeron, conservaron y utilizaron
un cierto tipo de registro, el registro escrito.
No obstante, la posibilidad de representar el desarrollo de ciertas cultu-
ras en un discurso específicamente histórico no es base suficiente para
considerar que las culturas cuyo desarrollo no puede representarse de forma
similar sigan en la condición de la prehistoria, debido a la inexistencia en
ellas de este tipo de registros, y ello al menos por dos razones. La primera es
que la especie humana no entra en la historia sólo parcialmente. La misma
noción de especie humana implica que si cualquier parte existe en la
historia, existe toda ella. Otra es que la noción dé entrada en la historia de
cualquier parte de la especie humana no podría concebirse como una
operación puramente intramuros, una transformación que experimentan
ciertas culturas o sociedades de carácter meramente interior a ellas. Por el
contrario, lo que implica la entrada de ciertas culturas en la historia es que
sus relaciones con aquellas culturas que estuvieron «fuera» de la historia
han experimentado transformaciones radicales, con lo que aquello que
anteriormente era un proceso de relaciones relativamente autónomas o
autóctonas se convierte ahora en un proceso de interacción e integración
progresiva entre las llamadas culturas históricas y las consideradas no histó-
ricas. Este es aquel panorama de la dominación de las llamadas civilizacio-
nes superiores sobre sus culturas «neolíticas» y de la «expansión» de la
civilización occidental por todo el planeta que es el tema de la narrativa
estándar de la historia universal escrita desde el punto de vista de las
culturas «históricas». Pero esta «historia» de las culturas «históricas» es en
virtud de su misma naturaleza, como panorama de dominación y expansión,
al mismo tiempo la documentación de la «historia» de aquellas culturas y
pueblos supuestamente no históricos que constituyen las víctimas de este
proceso. Podríamos concluir así que los registros que hacen posible escribir
la historia de las culturas históricas son los mismos registros que hacen
posible escribir la historia de las culturas llamadas no históricas. De ahí se
sigue que la distinción entre partes históricas y no históricas del pasado
humano, basada en la distinción entre los tipos de registros disponibles para
su estudio, es tan débil como la noción de que hay dos tipos de pasado
específicamente humano, uno que puede investigarse por métodos «históri-
cos», y el otro investigable por algún método «no histórico», como la
antropología, la etnología, la etnometodología, u otras.
Así pues, en tanto en cuanto la noción de historia presupone una distin-
ción en el pasado humano común entre un segmento u orden de aconteci-
mientos específicamente histórico y otro no histórico, esta noción contiene
un equívoco. Porque, en la medida en que la noción de historia indica un
pasado humano en general, no puede alcanzar especificidad dividiendo este
pasado en una «historia histórica» y una «historia no histórica». De acuerdo
con esta formulación, la noción de historia simplemente reproduce la ambi-
güedad contenida en la falta de distinción adecuada entre un objeto de
estudio (el pasado humano) y el discurso sobre este objeto.
74 EL CONTENIDO DE LA FORMA

El reconocimiento del tejido de ambigüedades y equívocos contenidos en


la noción de historia ¿proporciona una base para comprender las discusio-
nes recientes de la cuestión de la narrativa en la teoría histórica? Señalé
antes, que la noción de la misma narrativa contiene una ambigüedad del
mismo tipo de la encontrada típicamente en el uso del término historia. La
Viarrativa es a la vez un modo de discurso, una manera de hablar, y el
producto producido por la adopción-de este modo de discurso. Cuando se
utiliza este modo de discurso para representar acontecimientos «reales»,
como en la «narrativa histórica», el resultado es un tipo de discurso con
rasgos lingüísticos, gramaticales y retóricos específicos, a saber, la historia
narrativa. Tanto la adecuación percibida de este modo de discurso para la
representación de los acontecimientos específicamente «históricos» como
su inadecuación para aquellos que atribuyen a la narratividad el estatus de
una ideología derivan de la dificultad de conceptualizar la diferencia en-
tre una forma de hablar y el modo de representación producida por su ejer-
cicio.
El hecho de que la narrativa sea el modo de discurso común a las
culturas «históricas» y «no históricas» y que predomine en el discurso mítico
y ficticio lo convierte en sospechoso como forma de hablar sobre los aconte-
cimientos «reales». La forma de hablar no narrativa común a las ciencias
físicas parece más apropiada para la representación de los acontecimientos
«reales». Pero aquí la noción de lo que constituye un acontecimiento real
gira, no sobre la distinción entre verdadero y falso (una distinción que
pertenece al orden de los discursos, no de los acontecimientos), sino más
bien sobre la distinción entre real e imaginario (que pertenece tanto al
orden de los acontecimientos como al orden de los discursos). Se puede
crear un discurso imaginario sobre acontecimientos reales que puede ser no
menos «verdadero» por el hecho de ser imaginario. Todo depende de cómo
uno concibe la función de la facultad de la imaginación en la naturaleza
humana.
Lo mismo puede decirse con respecto a las representaciones narrativas
de la realidad, especialmente cuando, como en los discursos históricos, estas
representaciones son del «pasado humano». Cualquier pasado, que por
definición incluye acontecimientos, procesos, estructuras, etc., ¿cómo po-
dría considerarse perceptible, tanto representado en la conciencia como en
el discurso sino de forma «imaginaria»? ¿no es posible que la cuestión de la
narrativa en cualquier discusión de la teoría histórica sea siempre finalmen-
te una cuestión sobre la función de la imaginación en la génesis de una
verdad específicamente humana?

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