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Secciones Lunes, 12 junio 2023 ISSN 2745-2794 Suscribirse Crear cuenta Iniciar sesión

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Mienten las mentiras: los falsos positivos del periodismo


Por: Alejandro Gómez Dugand* Bogotá

Si un periodista tuviese que escoger entre ética y estética, tendría que privilegiar lo primero. Sin embargo, algunos deciden ignorar deliberadamente
esa máxima. Estos son algunos de los casos más atroces –que con el tiempo resultan incluso risibles– de grandes fraudes periodísticos.
20/10/2017

Ilustración Cristian Escobar.

Si esta nota fuera sobre los mejores primeros párrafos del periodismo, tendríamos
que hablar de “Hack Heaven”, una nota publicada por Stephen Glass en la revista
The New Republic en 1998. En esos primeros párrafos, Ian Restil grita iracundo
desde una esquina de la mesa. Dice que quiere un convertible. Un viaje a Disney.
El primer ejemplar del cómic de los Hombres X. Una suscripción vitalicia a
Playboy y a Penthouse. “Show me the money!”, grita Ian Restil, “Show me the
money!”.

Restil, de apenas 15 años, está negociando con ejecutivos de Jukt Micronics, una
empresa que el malcriado Restil –pero no por eso menos talentoso– logró
hackear. Ian había publicado los salarios de los empleados de la empresa junto a
fotografías de desnudos y un mensaje, cuando menos, arrogante: “The Big bad
bionic boy has been here, baby” (El gran maloso niño biónico estuvo acá, baby).
Los ejecutivos le ofrecen disculpas al muchachito por interrumpirlo: “Podemos
conseguir más dinero”, le dicen. “Así, podrá comprarse el cómic y cuando tenga,
digamos, edad suficiente, el carro y las revistas pornográficas”.

Restil tiene a los ejecutivos acorralados. Los ingenieros de Jukt Micronics, “una
importante empresa de software”, no se explicaban cómo este adolescente había
vulnerado la seguridad de la empresa. La decisión de Jukt era clara: antes de
perseguir a Restil, debían contratarlo como asesor de seguridad electrónica. Glass
explica cómo esta escena no es para nada disparatada. En su nota cita a Computer
Inside, un boletín para hackers que aseguraba que al menos 900 hackers habían
sido contratados en los últimos cuatro años para asesorar sobre temas de
seguridad a empresas que ellos mismos habían infiltrado.

Las grandes historias del periodismo están hechas con escenas como esa: escenas
con personajes tan inusuales como verosímiles y que apelan a los grandes tópicos
de la literatura: Restil, el pequeño David que lucha contra el gigante Goliath. En
la Biblia, David derriba al gigante de una pedrada.

El problema es que nada de esto ocurrió en el mundo real. Como lo descubriría


Adam Penenberg, del equipo digital de la revista Forbes, Ian Restil nunca existió.
Ni Jukt. Ni sus ejecutivos. Ni el niño pataletudo en la esquina de la mesa, ni los
abogados arrodillados: todo fue una ficción creada de Stephen Glass, presentada
como periodismo. “El artículo –escribió Penenberg en mayo de 1998– era un
completo y absoluto fraude perpetrado por uno de los editores asociados (de The
New Republic), Stephen Glass, de 25 años”.

Hoy hablamos tanto de fake news que el término parece ya un eufemismo


peligroso: un saco demasiado grande en el que cabe la historia de Frida Sofía, la
falsa víctima del terremoto de México del 19 de septiembre, la foto trucada de los
tiburones navegando una carretera de Houston luego del huracán Harvey y las
cadenas de WhatsApp en las que “expertos” anónimos aseguran que Colombia se
convertirá en Venezuela. Parece que el torrente de noticias que no lo son exige un
nuevo ejercicio de taxonomía que nos permita diferenciar su intención: una cosa
es una foto falsa creada para conseguir viralidad y otra muy diferente es la
campaña de desinformación que emprendió el Centro Democrático, tal como lo
confesó Juan Carlos Vélez, en tiempos del plebiscito. Fake news, failed new,
fabricated news… El asunto es que dentro de esas muchas palabras que en inglés
son con “f”, y que pueden describir cierto “periodismo” de hoy, existe una
contundente: fiction. Hablar de ficción en periodismo es plantear de entrada una
paradoja irresoluble. En el oficio de contar la realidad, la ficción es el mayor de los
pecados. Y sin embargo, la historia de Glass no puede ser descrita de otra manera.
No es manipulación de la información, ni una edición mal intencionada: la de
Glass es una historia inventada de cabo a rabo: para usar una “f” más,
fabulaciones enmascaradas de periodismo.

El episodio de Hack Heaven fue un duro golpe para la prestigiosa The New
Republic, un triunfo sin precedentes para el equipo digital de Forbes y el final
definitivo de Glass, quien durante los siguientes 20 años tuvo que retractarse de
muchas otras notas que firmó como reportero.

La historia perfecta
Acá es cuando la intención es importante. Glass ha dicho en varias ocasiones que
lo que lo llevó a mentir era poder contar la “historia perfecta”, una suerte de santo
grial al que todo reportero quiere llegar: historias que no admiten dudas, de
personajes redondos, con anécdotas imposibles de olvidar. El problema es que el
periodismo se parece a la vida, y la vida es todo menos perfecta. Al final, el
periodismo es una batalla entre la ética y la estética en la que la primera siempre
debe ganar.

Glass no es el único, ni el más grave, ni el más famoso. En 1980, Janet Cooke


publicó “Jimmy’s World” en The Washington Post, una desgarradora historia
sobre un niño de ocho años adicto a la heroína. En la nota, Cooke muestra a
Jimmy –un niño precoz, de ojos café y marcas de jeringa en la “piel tersa de bebé
de su brazo moreno”–. El niño vive con su mamá y su padrastro, personajes que
bien podrían ser la mezcla perfecta de los relatos de Roald Dahl e Irvine Welsh.
Ron, el padrastro, o alguno de sus clientes son los encargados de inyectar a Jimmy
“hundiendo la aguja en el brazo huesudo y enviando al niño de cuarto grado a un
gesto hipnótico”. Jimmy, nos dice Cooke, es adicto desde los 5.

La historia perfecta, claro, pero también una historia de ficción: no existió


Jimmy, ni su padrastro, ni su madre. Todos fueron producto de la mente (¿y el
talento?) de Janet Cooke. Pero lo que hace relevante el fraude es que, a pesar de
que muchos de sus colegas en la redacción tenían dudas, los editores del Post no
solo decidieron apoyar a su redactora, sino además nominarla al Premio Pulitzer.
Cooke ganó el que tal vez sea el premio más prestigioso del periodismo, pero dos
días después de recibirlo se vio obligada a devolverlo. En una rueda de prensa,
Robert Woodward –editor del Post– reconoció el error de su diario: “Me la creí, la
publicamos (...). Es una historia brillante, falsa y fraudulenta como es”.

La imaginación como recurso


Cabe mencionar al colombiano José Alejandro Castaño, ganador del premio
iberoamericano de periodismo Rey de España, entre muchos otros. Castaño ha
escrito para El Malpensante, Semana, SoHo y para esta misma revista, entre
muchos –muchos– otros medios. Castaño fue una voz importante del periodismo
nacional a comienzos de este siglo. Pero algunas de sus notas empezaron a
generar dudas. En una describe cómo en un domingo de 2002 en el que se jugó un
clásico futbolístico en Medellín ocurrieron siete milagros: un asmático se curó,
un parapléjico brincó de su silla, un enfermo dejó la cama, una pareja voló por la
ventana para caer encima de un vendedor ambulante sin que ninguno resultara
herido.

Al día siguiente, Castaño publicó una nota en la que aseguraba que al DIM, equipo
ganador del clásico, lo había recibido una corte de cinco prostitutas que, bajo un
sol incandescente, gritaban “¡Los queremos, muchachos, gracias por devolvernos
el alma y la alegría!”. Sin embargo, se prendieron las alarmas de las licencias
periodísticas. Algunos reporteros que iban en el carro con Castaño aseguraron que
esa escena jamás había ocurrido. Una publicación de El Malpensante y otra de La
Silla Vacía dijeron lo que aparentemente ya decían varios en el gremio: Castaño
inventaba personajes, escenas y datos para escribir sus “historias perfectas”.

Laura García, periodista colombiana, escribió un larguísimo blog en SoHo en el


que salió en defensa del cronista paisa, y el mismo Castaño trató de salvar su
carrera en un texto en el que escribió una frase que parece incriminarlo: “(La)
imaginación es (un) recurso periodístico”.

Respuestas no pedidas
En el panteón de los periodistas de la ficción encontramos subgéneros. Están
quienes, como Glass y Cooke, deciden entrevistar a personajes que no existen y
describir escenas que jamás ocurrieron. Pero también están otros, cuando menos
más valientes, que se atrevieron a publicar entrevistas a personas reales con
quienes nunca conversaron. Uno de los casos más elocuentes es el del cronista
argentino Nahuel Maciel, cuya historia quedó recogida en una crónica fabulosa –
que no fabulada– publicada en Gatopardo por Eliezer Budaso y titulada “El
hombre que se convirtió en espejo”.

Maciel se hizo famoso en los noventa por publicar entrevistas muy extensas con
personajes como Mario Vargas Llosa, Carl Sagan, Umberto Eco, Juan Carlos
Onetti y Gabriel García Márquez sin haber hablado con ellos. No solo eso: las
conversaciones imaginarias entre Maciel y García Márquez llegaron a convertirse
en un libro que se publicó en 1992. Así describió Budaso el episodio: “(El) joven
Nahuel Maciel presentó en la Feria del Libro de Buenos Aires Elogio de la utopía,
una recopilación de conversaciones con García Márquez que no eran reales,
prologada por un texto del escritor uruguayo Eduardo Galeano que Galeano nunca
escribió, con un prefacio a cada capítulo plagiado, palabra por palabra, de un libro
del sacerdote argentino Mamerto Menapace, a cuyos textos solo les había
cambiado la palabra ‘Dios’ por ‘Utopía’”.

Las entrevistas que no ocurrieron son un género cultivado por los fabuladores del
periodismo. En junio de este año el diario chileno La Tercera tuvo que reconocer
que varias entrevistas publicadas por una de sus reporteras, Ximena Marín
Lazaeta, habían sido o bien inventadas o plagiadas de otros medios. Marín había
firmado una entrevista con Álvaro Uribe y con el español José Luis Rodríguez
Zapatero sin haber hablado con ninguno.

También el periodista Martín Caparrós fue, en 2013, víctima de la fabulación.


“Maestro! Un periodista? ecuatoriano q intentó hablar conmigo y no me
encontró, igual publica su entrevista (sic)”, anunció Caparrós en un trino que
incluía un link a una nota del Expreso firmada por Rubén Darío Buitrón. “Sacó
algunas frases de 1 nota q escribí para el NYTimes, otras de 1 entrevista radial, y
otras de su imaginación calenturienta (sic)”.

Maestro! Un ¿periodista? ecuatoriano q intentó hablar


conmigo y no me encontró, igual publica su entrevista.
http://t.co/ggBIEoJa5T

— cháchara.org (@martin_caparros) March 18, 2013

@osvaldobazan Sacó algunas frases de 1 nota q escribí para


el NYTimes, otras de 1 entrevista radial, y otras de su
imaginación calenturienta

— cháchara.org (@martin_caparros) March 18, 2013

Pero no solo con palabras se miente. Este año el ilustrador peruano Cristhian
Hova tuvo que disculparse públicamente luego de haber asegurado que tres de sus
ilustraciones habían sido portada de The New Yorker. Una de ellas, en la que
Trump se balancea sobre una máquina de juegos en forma de carrito, aparecía en
una nota de la revista Somos que tomó por sorpresa al periodista Diego Salazar:
“¿Cómo es posible que un artista peruano haya publicado no una, sino varias
veces en The New Yorker y no nos hayamos dado cuenta?”. En una nota publicada
en el portal clasesdeperiodismo.com, Salazar cuenta paso a paso cómo descubrió
las mentiras de Hova, quien no solo no había publicado en la revista, sino que
además había plagiado una ilustración de Barry Blitt.

¿Periodismo mágico?
Si esta nota fuera sobre los mejores primeros párrafos del periodismo, estaríamos
obligados a hablar de Caracas sin agua, una nota de Gabriel García Márquez
publicada en 1958. En esos primeros párrafos, García Márquez narra cómo el
ingeniero alemán Samuel Burkart se afeita en un penthouse de la capital
venezolana, asediada por esos días por una fuerte sequía. Ante la escasez, Burkart
se ve obligado a ser recursivo y valerse de otro líquido para podar su barba:
“Burkart compró una lata de jugo de naranja y se decidió por una botella de
limonada para afeitarse. Solo cuando fue a hacerlo descubrió que la limonada
corta el jabón y no produce espuma. De manera que declaró definitivamente el
estado de emergencia y se afeitó con jugo de duraznos”. Por supuesto, los párrafos
iniciales de Caracas sin agua son tan maravillosos como inventados. Nunca
existió Burkart más allá de la imaginación de García Márquez.

Son muchos los casos en los que se pueden encontrar exageraciones y mentiras
en los reportajes de García Márquez. En una nota publicada por Néfer Muñoz en
2014 en BBC Mundo se habla, por ejemplo, de una ocasión –en 1954– en la que
Gabo viajó a Quibdó a cubrir una protesta “multitudinaria”. Al llegar, García
Márquez y el fotógrafo descubren que el tal paro no existió y que Primo Guerrero,
corresponsal de El Espectador, había inventado la protesta. Obstinado en no
regresar con las manos vacías a Bogotá, el mismo García Márquez se puso en la
tarea de convocar a las multitudes para poder tomar las fotos y sacar la nota. El
Espectador publicó la nota con el título Historia íntima de una manifestación de
400 horas. En ella, escribió Muñoz, “García Márquez asegura que la protesta duró
13 días, ‘nueve de los cuales estuvo lloviendo implacablemente’”. García
Márquez, autor de una cita que aparece y reaparece toda vez que se habla de ética
periodística: “En el oficio de reportero se puede decir lo que se quiera con dos
condiciones: que se haga de forma creíble y que el periodista sepa en su
conciencia que lo que escribe es verdad. Quien cede a la tentación y miente,
aunque sea sobre el color de los ojos, pierde”.

*Literato y periodista. Director de Cerosetenta.

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