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¿APARTHEID EDUCATIVO?

Sin embargo, la educación puede operar también como un dispositivo que margina
y agudiza la desigualdad. Por lo menos esta es la idea que atraviesa el libro La
quinta puerta, donde se explora la historia y el desarrollo de la educación pública en
Colombia.

Escribe / Christian Camilo Galeano Benjumea – Ilustra / Stella Maris


Para llegar a esa escuela rural hay que subir por una carretera sin pavimentar ,
atravesar cultivos de café y plátano, además si se está en temporada de lluvias, hay
que cruzar ríos de pantano. Al girar en una curva —se observa como en un cuadro
bucólico— un kiosko con un techo deteriorado donde un grupo de adolescentes
esperan a la profesora con algo de impaciencia y aburrimiento. El salón comparte el
mal del kiosko, parte del cielo rraso se ha caído y se puede observar una grieta en
una de las tejas por donde un rayo de luz o el agua se suelen filtrar dependiendo del
clima.

En esta escuela trabajan con la metodología de Escuela Nueva, es decir, chicos de


diferentes grados comparten un mismo salón, pero desarrollan actividades de
acuerdo al grado en que estén. En este, en particular, hay un grado sexto
conformado por más de seis niñas y tres niños, un grado séptimo con cuatro niñas y
tres niños, un octavo con cinco adolescentes y un noveno con siete adolescentes
más. ¡Cómo si no bastara! Allí hay también dos grados de la educación media, siete
adolescentes más que se dividen entre los grados décimo y undécimo. Todos son
atendidos por una sola profesora que debe garantizar una educación de calidad.

Al fondo, hay una estantería con cientos de guías que ya no se usan por lo viejas,
son ediciones que rondan los quince o veinte años de haber sido editadas. En
principio, buscaban que este material bibliográfico sirviera para mejorar —aunque
fuera un poco— la calidad de la educación rural. Ahora esos libros acumulan polvo ,
y hacen parte del inventario, nadie los lee ni los mueve de sitio; la burocracia impide
desecharlos — menos, reciclarlos—, se mantienen allí como una escultura que
representa la educación pública rural.
Los profesores, a su vez, deben actualizarse, buscar en ColombiaAprende e innovar
en las clases, al tiempo que son psicólogos, trabajadores sociales, enfermeros y, en
ocasiones, parteros. Se mueven de un lado a otro, buscan que los estudiantes
pueden tener los conocimientos mínimos —competencias, en el lenguaje
burocratizado de la educación— para enfrentarse al mundo y a las adversidades de
la vida en el campo. La educación es la llave para salir adelante —es el cliché—,
que sirve para abrir puertas, pero en este caso la llave parece haberse roto en la
chapa de la puerta, esta no abre ni cierra.

Invocar la educación es traer cientos de ideas y fantasmas sobre la mesa. Implica,


también, oír toda una serie de discursos que ven en ella una oportunidad para
transformar diferentes realidades, tanto individuales como colectivas. Discursos
válidos, sin lugar a dudas. Sin embargo, la educación puede operar también como
un dispositivo que margina y agudiza la desigualdad. Por lo menos esta es la idea
que atraviesa el libro La quinta puerta, donde se explora la historia y el desarrollo de
la educación pública en Colombia.

Para entender el deterioro de la educación pública, los investigadores parten de dos


esquemas interpretativos. El primero, la trampa de la debilidad de los bienes
públicos; y el segundo, la trampa de la radicalización. Ambos se erigen sobre las
formas de desigualdad económica y política de la sociedad. El primero, según los
autores, se origina cuando un bien público —en este caso la educación— no es
atendido por el Estado, esto conlleva a que surjan ofertas privadas que pretenden
dar solución a aquellos que tengan el dinero con el que pagar. Por su parte, el bien
público es desatendido, se deteriora, pierde calidad. Esto se agrava si las
comunidades no tienen una “voz política” que permita organizar los reclamos ante el
Estado. Por lo general, las comunidades se quedan con lo poco que se les brinda.

Por otra parte, la trampa de la radicalización emerge cuando un sector radicalizado


—en este caso los sindicatos de profesores— se alza como una voz de protesta
ante el lamentable estado de la educación. Sin embargo, las luchas solo logran
conseguir triunfos parciales que permiten mejorar las condiciones laborales de los
profesores, algo que no está mal, pero se olvidan de las condiciones de la
educación. Es sabido que el gremio de docentes oficiales es un sector que tiene
garantías laborales envidiables en comparación conpara otros gremios, producto de
las innumerables movilizaciones y paros.

Aun así, el silencio de los sindicatos se hace estruendoso cuando se les pregunta
por las mejoras de en las condiciones de calidad de la educación. Ya que, — hay
sectores al interior de los sindicatos que— solo miran al Estado benefactor y se
olvidan de repensar las prácticas y condiciones que permitan mejorar la calidad de
la educación pública desde las prácticas los procesos al interior del aula. Los
sindicatos, por lo general, son buenos reclamando mejoras laborales, pero
deficientes en las formas de contribuir al mejoramiento de la educación pública. Los
profesores son pequeños burgueses en el aula y proletarios en las marchas.

Estas dos trampas en las que cae la educación pública, llevan a que “En términos
generales tengamos un sistema de apartheid educativo: los hijos de los ricos
estudian juntos y reciben una educación de buena calidad; los hijos de los pobres
estudian juntos y reciben una educación mediocre o mala”. Sumado a esto, aparece
un factor poco tenido en cuenta:, los aActivos sSociales Iinmateriales (ASI), es decir,
la cultura, las redes sociales, los contactos y experiencias que tienen los jóvenes de
estratos altos, que por las condiciones materiales de los chicos que están en la
educación pública, no pueden tener.

Este tipo de activos que tienen los chicos de los colegios privados, por lo general
están vedados para los jóvenes de los colegios públicos. Sumándose a la larga lista
de factores que colocan en desventaja a los jóvenes de los colegios oficiales
(infraestructura deficiente, falta de conectividad, salones atestados de estudiantes,
bibliotecas olvidadas…). El prestigio, ese valor agregado con el que simbólicamente
se revisten o intentan hacerlo, es un bien de las instituciones educativas privadas
para que los chicos de las clases adineradas se formen allí, suele generar una
educación clasista que marca diferencias con el resto de la población. Es lo que la
escritora Carolina Sanín denominó en algún momento “La escuela criolla”.

Es común que los colegios privados de mayor calidad se encuentren en las zonas
campestres, alejados del bullicio de la ciudad. Allí, cuentan con conectividad
permanente, no tienen dificultad en la compra de libros o material complementario
que los prepare para las pruebas Saber — en la escuela rural, el profesor hace
maromas para separar a los adolescentes de la educación media del resto del
grupo y poder estudiar una hoja con dos preguntas tipo Icfes que por lo menos les
dé una idea acerca de la prueba que se les avecina—. Los estudiantes del colegio
privado no tienen problema, por lo general, en tener acceder a educación deportiva
complementaria, ya que los transportes escolares los llevan a la Villa Olímpica o al
centro de entrenamiento después de la jornada de clases — en el campo es difícil
acceder a este tipo de educación complementaria, la Jornada Única la dan los
mismos profesores, que poco quieren saber de deporte después de tener que lidiar
con seis grados diferentes, ocho temas de clase, tres materias y los infaltables
problemas de disciplina que puede tener un grupo tan heterogéneos—.

El libro La quinta puerta es claro al señalar que una solución a este desbaratado
sistema educativo es pensar una educación pluriclasista. Fortalecer la educación
pública con inversión, fortaleciendo incentivando la formación de los docentes ey
incentivando promoviendo que tanto los hijos de pobres como ricos compartan los
mismos salones. Apuesta ambiciosa que solo se logrará pensando una educación
general para que todos los jóvenes, sin importar el sector social, tengan
herramientas para defenderse en la sociedad. De lo contrario, persistiremos en un
apartheid educativo que discrimina con mayor fuerza a las comunidades afros,
indígenas y campesinas.

Por su parte, los chicos de esa escuela rural siguen trabajando con guías, se ríen,
disfrutan del aire fresco del campo. Aprovechan que el profesor se tiene que mover
por diferentes grupos, para explicar otros temas, para observar por la ventana al
pueblo que está a unos cuantos kilómetros de ellos. Los separan del pueblo cientos
de cultivos de plátano y cafeteras, además de un muro invisible que se levanta entre
ellos y una sociedad que se ha construido a partir de la exclusión.

ccgaleano@utp.edu.co
@christian.1090

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