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Trabajar es fantástico

y otros cuentos de terror que nos han colado


Trabajar
es
fantástico
Y otros cuentos de terror
que nos han colado

Amparo Montejano David G. Panadero


Elena Romea Elmer Ruddenskjrik
H. M. Crespo José R. Montejano
María Belén Montoro María Larralde
Pedro P. González Raúl Contreras Álvarez
Rubén Íñiguez Pérez
Primera edición: Madrid, 2020
Trabajar es fantástico, y otros cuentos de terror que nos han colado

Varixs autorxs, 2020


Amparo Montejano
David G. Panadero
Elena Romea
Elmer Ruddenskjrik
H.M. Crespo
José R. Montejano
María Belén Montoro
María Larralde
Pedro P. González
Raúl Contreras Álvarez
Rubén Íñiguez Pérez

2Cabezas Ediciones
Servicios2cabezas@gmail.com

Ilustración de portada: Pietro Foller - @Pietrofoller


Diseño y maquetación: 2Cabezas
Correcciones y revisión: Rubén Íñiguez Pérez
Foto primera página: Woman working in 1919.
(New york Public Library)
Impresión y encuadernación: Cimapress
ISBN: 978-84-09-19359-2

Desde 2Cabezas Ediciones se promueve la libertad


de reproducción parcial o total de la presente obra a
través de cualquier medio posible siempre que
se realice citando a la fuente y sin ánimo de lucro.
A las Trabajadoras y Trabajadores del mundo.
A quienes se fueron. A quienes siguen luchando.
No hay nada tan humano como el hambre.
El talento es más barato que la sal de mesa.
Lo que separa al individuo talentoso del
exitoso es mucho trabajo duro.

Stephen King

Ningún nuevo horror puede ser más terrible


que la tortura diaria de lo cotidiano

H.P.Lovecraft

Un aumento de sueldo es como un martini:


sube el ánimo, pero sólo por un rato.

Dan Seligman

Trabajadores del mundo, descansad.



Bob Black

Take this job and shove it!



Dead Kennedys
Prólogo

Miedo
al
trabajo
Rubén Íñiguez Pérez
Miedo al trabajo

Rubén Íñiguez Pérez

Nos han contado un cuento. Uno aparentemente inocente pero


con un fondo perverso. Ya en la infancia nos meten en la cabeza
esa milonga de que trabajar es lo que nos convierte en personas
de bien, de que hay que esforzarse y estudiar para ser alguien en
la vida, de que si no servimos para algo no formaremos parte del
sistema. «¿Qué quieres ser de mayor?», nos preguntan mientras
pringamos un papel con ceras de color Manley. Tenemos cuatro
años y solo queremos pintar un elefante, pero hay quien piensa
que ya va siendo hora de escoger un oficio. Hasta las ficciones
infantiles nos dan la matraca: desde las fábulas clásicas y sus
hormigas trabajadoras hasta esos seres diminutos llamados cu-
rrys de la serie Fraggle Rock que cantaban aquello de «hay que
trabajar, no podemos descansar». Ahora esa moto nos la vende
Pixar. Sí, esa compañía cuyas películas de animación son acla-
madas por crítica y público. Esa que nos cuenta historias sobre
personajes que luchan por ser útiles, pues, como señala Íñigo
Domínguez citando al periodista James Douglas, si no consiguen
servir para algo, terminarán en la «basura»:
Metáfora fantástica de todo esto es la basura. Es curioso, se-
ñala Douglas, la de veces que en estas películas aparece el basu-
rero como la muerte final, el mal absoluto o el infierno del olvido.
O del capitalismo. «La basura no trabaja, no tiene una función,
es el modo de representación de la inutilidad (…) Es la lógica del
capitalismo puro. En una economía estructurada sobre el creci-
miento ilimitado, el dinamismo es el estado natural de las cosas
y el capital improductivo, como el trabajador improductivo, es

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un desperdicio de recursos. El ciudadano virtuoso no debe solo
consumir, sino también producir», dice Douglas. En Del revés (In-
side Out, Peter Docter, 2015) el vertedero es el lugar donde mueren
los sueños de la infancia cuando ya no sirven, en Wall-E (Andrew
Stanton, 2008) es directamente el planeta Tierra antes de ser
refundado por humanos emprendedores y en Toy Story 3 (Lee
Unkrich, 2010) es el amenazador final de los juguetes extraviados.1
Trabajar es lo mismo que vivir. No existimos si no producimos
algo. No dudo ni de la calidad de estas películas ni de otros va-
lores positivos que puedan tener, pero esas ideas están ahí y hay
que responderlas. Por eso me parece de una necesidad brutal
que se publiquen antologías como esta que tienes en las manos,
porque hay que contar lo que todas esas ficciones obvian, sea
porque no les interesa hacerlo o porque no quieren que lo sepas.
No te hablarán de que el trabajo, incluso dedicándonos a lo que
nos gusta, es algo terrorífico, que actúa como si fuera una es-
pecie de asesino enmascarado de peli slasher —con un número
de víctimas que ya quisieran los serial killers Ted Bundy y el «hijo
de Sam»—. Cualquier empleo, por aparentemente tranquilo que
sea, conlleva unos riesgos que nos generan estrés y lesiones. Por
eso no nos gusta trabajar, es algo que sencillamente hacemos
para subsistir.
Es interesante al respecto Phantasma (Phantasm, Don Cosa-
carelli, 1979). Esta película nos presenta a unos personajes que
no tienen miedo a la muerte en sí, sino al hecho de que tras esta
no existe el prometido descanso eterno. En una escena, Mike, el
niño, descubre con horror cómo el encargado de una empresa de
servicios funerarios, un tipo trajeado y de aspecto siniestro co-
nocido como Tall Man —uno de los malos más icónicos del cine
de terror1—, reanima los cadáveres para convertirlos en zombis
al servicio de un fin desconocido. La estampa que, a través de
una puerta interdimensional, observa Mike aterra más que la
idea de que al morir no hay nada: el otro mundo es un lugar
donde seremos esclavos por siempre. El horror de estar desti-
nados a trabajar eternamente. Somos suyos. Él nuestro jefe. No
hay «jubilación». El «descanso eterno» como una mentira más.
1 Íñigo Domínguez (2017): «Maldita Pixar» en JotDown https://www.
jotdown.es/2017/03/maldita-pixar/

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Y es que el trabajo es fuente de nuestros mayores temores.
Como si fuera Pennywise, el payaso de It, entra en nuestra
mente para recordarnos que estamos atados a él y atormen-
tarnos con ello. Aparece incluso en nuestros sueños. ¿Quién
no se ha despertado de un sobresalto en mitad de la noche por
culpa de una pesadilla que tenía lugar en el puesto de trabajo? O
bueno, a quién no le ha dejado dormir alguna vez el hecho de no
tener trabajo, pues no tenerlo nos crea frustraciones, agobios,
depresiones, etc.; pero es que conseguirlo tampoco nos libra de
ello. Sobre todo, cuando lo común hoy día es la precariedad —
la cual, por cierto, tenemos muy normalizada—. Qué no somos
capaces de hacer cuando la necesidad nos aprieta. ¿Acaso hay
algo más terrorífico que un curro de mierda plagado de riesgos
—y encima malpagado— y no poder rechazarlo? Pensad en los
repartidores de Glovo o Deliveroo. Se la juegan todos los días
circulando en bicicleta por el agobiante asfalto de Madrid o
Barcelona, todo por llevar a X destino pizzas, hamburguesas,
fideos o unas simples galletas. Aunque si hablamos de riesgo
para que otros coman, no podemos olvidarnos de pescadores,
mariscadores y recogedores de percebes. Profesiones de las
que asumimos con naturalidad la muerte de trabajadores para
que otros puedan disfrutar de un puto —y caro— capricho. De
hecho, el mar, quizás como zona de tránsito a lo desconocido, es
un espacio recurrente en las historias de terror y fantasía: los
terrores marinos de Poe, Barlow y Lovecraft o el loco cineasta
que, por su estúpida extravagancia, arriesga su vida y la de
todos sus trabajadores por filmar a King Kong en la Isla Calavera
—aunque para historia de un loco cineasta que pone en peligro
a todo su equipo, además real, la de Noel Marshall y el rodaje de
El gran rugido (Roar, 1982)2—.
¿Y si hablamos de los autónomos? Esos trabajadores sin de-
rechos pero con cincuenta mil obligaciones. La golosina con la
que disfrutan muchas empresas que necesitan empleados pero
no quieren contratarlos. Y qué decir de esa mierda que llaman

2 Cinemanía (2015): «El gran rugido: Ningún animal sufrió daños en el


rodaje; 70 humanos, sí» en Cinemanía https://cinemania.20minutos.es/
noticias/el-gran-rugido-ningun-animal-sufrio-danos-en-el-rodaje-70-hu-
manos-si/

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freelancismo con sus «puedes dedicarte a lo que más te gusta»
y «además no tienes jefes que aguantar». Ja, ja, ja, ¡qué bueno!
No mintáis a la gente y hablad de la peña que te da la turra por
Whatsapp un viernes a las 23:00 para ver si le puedes tener un
encarguito para el lunes por la mañana.
Y ya que estamos, qué decir de esas insulsas conversaciones
con gente que solo sabe hablar de trabajo. ¿No os espantan? Sí,
ese tipo de personas que necesitan que sepas que trabajan —no
vayas a pensar que están en el paro—. Esas que están en em-
presas de mierda, envuelven su cretinismo con un traje barato,
camuflan su puesto de trabajo bajo un eufemismo —general-
mente en forma de extranjerismo— para darse importancia
y repiten a lo largo de su monólogo varias veces el sintagma
«mi empresa» —que denota un tono de sumisión similar al de
«mi amo»—, como si fueran alguien importante dentro de esta,
cuando probablemente solo llevan los cafés o se encargan de
atender las llamadas que nadie quiere. En fin, esa gente que
idealiza el trabajo y cree —inocentemente— que ascenderán
socialmente a través de él, como le sucede a Cholo, el personaje
que interpreta John Leguizamo en la genial La tierra de los
muertos vivientes (Land of the Dead, George A. Romero, 2005).
Porque así nos lo han hecho creer desde pequeños: si eres
bueno en tu trabajo, tarde o temprano mejorarán tus condi-
ciones. Otra gran mentira que nos han colado: la meritocracia.
Y así pasa, que con ese pensamiento es lógico que haya
quien crea que estar en el paro es casi una deshonra. Por ello,
hacemos lo que haga falta por conseguir un puesto de trabajo.
Naiara Puertas en su magnífico ensayo Al menos tienes tra-
bajo33 (2019, Ed. Antipersona) comenta el caso de un jubilado
que ofrece cinco mil euros a cualquier empresa que contrate
a su hijo. Suena a coña, pero no lo es. Mi abuelo suele contar
una anécdota similar cuando se habla de los datos del paro
en las noticias: estaba comprando en la carnicería del barrio
cuando entraron en el establecimiento unas personas que re-
presentaban a un partido político, creo que el PP, para repartir
programas y pedir el voto a los presentes —era período de
campaña electoral, concretamente las municipales del 2011—.
3 Naiara Puertas (2019): Al menos tienes trabajo, Ed. Antipersona.

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Mi abuelo les dijo que a ver si hacían algo con el paro, que
ningún partido hace nada, y les comentó que él sería capaz de
reducir su pensión a la mitad con tal de que sus nietos encon-
trásemos trabajo.

TRABAJO Y FICCIONES

He comentado ya algunas ficciones que abordaban el trabajo,


aunque no indirectamente, pero cabe señalar que, como tema
universal que es, ha sido eje central de muchas historias, sobre
todo a partir del siglo XIX, pues la escritura va dejando de ser
practicada solo por unos pocos nobles y clérigos. Otras clases
comienzan a tener voz y eso se refleja en la literatura decimonó-
nica, con las consecuentes rupturas con los estilos preceptistas.
Lo mismo sucede en el cine con esos primeros filmes sobre
obreros saliendo de fábricas o, unas pocas décadas después,
con clásicos como Tiempos modernos (Modern Times, Charles
Chaplin, 1932) o Metrópolis (Metropolis, Fritz Lang, 1927).
Precisamente el espacio de trabajo puede ser detonante de
nuestros miedos. Pensad en quienes trabajen en morgues, tana-
torios o cementerios, ¿cuántas historias de terror nos han de-
jado estos sectores? Imposible contarlas. Y qué de esos oficios
en los que reina la soledad, como el de empleado de gasolinera o
el de camionero, propensos a los avistamientos ovni o a encon-
trarse a chicas de la curva, o a convertirte en un psicópata como
sucede en El diablo sobre ruedas (Duel, Steven Spielberg, 1971) o
en Nunca juegues con extraños ( Joy Ride, John Dahl, 2001). Pero
no solo las ficciones, tenemos historias dentro de nuestra tra-
dición parapsicológica tan golosas como las del Museo Reina
Sofía, con funcionarios y trabajadores que hablan de sucesos
paranormales. Incluso hay una historia de baja laboral:
Un antiguo vigilante del Reina Sofía denunció estos sucesos
paranormales en octubre de 1997 ante la Consejería de Medio
Ambiente de la Comunidad de Madrid. El extrabajador del
Museo pidió la baja por la depresión que le habrían ocasionado
las supuestas apariciones del fantasma y reclamó a la Consejería
que realizase un exorcismo en la pinacoteca para acabar con el
espíritu. […] aseguró que por culpa de este fantasma había en-

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fermado, sufría nerviosismo, sudores y mareos. Unos síntomas
que, según afirmó en su escrito, desaparecieron nada más ser
trasladado, motivo por el que reclamó que sus problemas fuesen
considerados enfermedad laboral.4
Los nueve relatos que componen esta antología abordan el
trabajo desde diversos subgéneros: gore, ciencia ficción, horror
metafísico, etc. Encontramos a personajes cuyos oficios ni si-
quiera pensamos que podrían sus conflictos, como lo que nos
cuenta H.M. Crespo en Algo rutinario, donde aprendemos los
riesgos laborales de un sicario y de lo interminable que puede
llegar a ser el último día de trabajo. Un cuento que mezcla el
noir con lo sobrenatural, un híbrido entre Posesión infernal (Evil
Dead, Sam Raimi, 1982) y Fargo (Joel Coen, 1996).
En ¡Compre usted un Radio-Sombrero-Marciana!, Am-
paro y José R. Montejano nos llevan de viaje al pasado, con-
cretamente a la época de la Gran Depresión, con una historia
de empresarios metidos a mad doctors —o mad doctors me-
tidos a empresarios— en el que horror cósmico, metaliteratura
y ciencia ficción se entremezclan con un gusto a los grandes
maestros del Pulp, como H.P. Lovecraft o Robert E. Howard.
Y del mad doctor pasamos una especie de ¿mad artist? en La,
lará, larito, limpio tu casita, de María Larralde. Un relato sobre
una mujer que acepta un empleo como personal de limpieza y en el
que no faltan posesiones y familias extrañas. Esta narración habla
del acoso y del abuso laboral, del machismo y de la injusticia. Vamos,
de las mierdas que se tienen que aguantar por ganarse la vida. De
esto último trata también Somos Legión, de Elmer Ruddenskjrik,
de la mierda que se tiene que comer a diario un barrendero, de todo
lo que tenemos que aguantar por no perder un puesto de trabajo, de
las chorradas de un jefe o un cliente aburridos. Y es que, como versa
La segunda vida de Szilveszter Matuska, de Pedro P. González, nos
vemos obligados a aceptar trabajos horribles por mera supervivencia,
jugándonos la vida incluso. Uf, qué mal rollo, morir trabajando…

4 Raúl Martín (2015): «La aterradora leyenda del hospital que se convirtió
en el museo Reina Sofía» en ABC https://www.abc.es/madrid/20150215/ab-
ci-fantasmas-reina-sofia-201502132012.html?ref=https%3A%2F%2Fwww.
google.com%2F

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Pero si hay un espacio propenso al horror y a lo paranormal
ese es el hospital. El ecógrafo, de Elena Romea, es un relato ex-
traño sobre un ginecólogo un tanto inquietante. Parece escrito
como si la autora fuera puesta de LSD, mezclando el estilo aca-
démico, el gore y el surrealismo en una suerte de fusión entre
Michael Crichton, William Burroughs y Clive Barker; y en él se
tratan la meritocracia, los efectos de las drogas, las clásicas ren-
cillas entre compañeros o el miedo a pasar por la consulta y que
nos diagnostiquen algo que no esperamos.
En Fuerzas ocultas, David G. Panadero, a través de la se-
gunda persona del singular, nos lleva a recordar «nuestro pa-
sado» para hablarnos de la decepción, de los ideales que uno
abandona para aceptar curros de mierda, de licenciados que
trabajan en precario, del miedo a revelarse en un mundo donde
es ya imposible ocultarse. En fin, de ese eterno dilema: subsis-
tencia frente a revolución.
Esa frustración del parado por lograr su codiciado empleo
es el tema de La carnicera de Vallecas, de María Belén Mon-
toro. Esta historia retrata la situación de los barrios de clase
obrera, humilde, y aborda asuntos como la estafa piramidal, la
hipoteca, la vivienda, etc.; en fin, los miedos reales de la gente,
esos que están ligados a la situación laboral. No se olvida esta
autora de algo fundamental en todo esto: las tapaderas, los ne-
gocios oscuros que esconden las grandes empresas.
Pero si hablamos de negocios oscuros, no nos podemos ol-
vidar de los tejemanejes entre empresarios y políticos, todos los
días tenemos noticias en la tele de tramas entre gentes de poder.
De esto trata Por favor, el relato de Raúl Contreras Álvarez.

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Fuerzas
ocultas
David G. Panadero
Fuerzas Ocultas

David G. Panadero

No hay peor horizonte que un atardecer que nunca acaba.


Comenzó hace tanto tiempo que se pierde en el recuerdo...
Aunque en el calendario de tu dormitorio llevas las cuentas
y sabes que solo son doce años, siete meses y ¿veintiún días?
Lo ves desde tu mesa, en la recepción del almacén donde tra-
bajas. Tendrías que mirar ese calendario para asegurarte.
Pero que lo miras a diario y tachas una jornada más, eso es
seguro. Tratas de quitarle hierro, te convences a ti mismo de
que tienes cosas mejores en las que pensar antes que marcar
la raya cada día. Como si fueses un reo esperando el final de
una condena... Pero sabes que esa condena no acabará.
Piensa en las cervezas que te quedan por beber, gente nueva
a la que conocer, planear algún viaje para bañarte en las aguas
del mar… Pero no son más que espejismos, asumes, un oasis en
el desierto de la única realidad posible: este trabajo inútil que
cumples, un trabajo que ocupa casi todas tus horas de vigilia,
con el que pagas las facturas y algún que otro vicio, como el
whisky destilado de rata segoviana que, junto con las pastillas
administradas mes a mes —dosis justas, no te emociones—, te
ayuda a conciliar un sueño espeso, inerte, del que despiertas
apático e indiferente, como si no hubieras dormido más de
quince minutos seguidos.
Ese trabajo es inútil para ti, para los demás y también para
tus jefes. Un limbo del que no puedes huir aunque su razón de ser
se te escapa. Un eterno retorno que parece guiar a toda la ciudad,
abandonada toda idea de cambio en el horizonte, envuelta en

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nubes de polución que convierten el cielo en manchas de tinta na-
ranjas, algunas brillantes, otras ensangrentadas, incluso negras,
que evolucionan muy despacio, apenas se mueven. Cuando eras
joven, algo más joven, mirabas al cielo con ilusión y tratabas de
adivinar figuras en esas formas de colores violentos. Fue ese otro
de los pasatiempos que con los meses se reveló completamente
inútil. Otro camino a la enajenación que quisiste evitar. Bastante
tienes con lo tuyo.

Te licenciaste en Geografía e Historia. Acababa el siglo XX y


con él se iban muchas cosas. Empezaste a trabajar con lo que
tenías más a mano: medias jornadas que te dejaban tiempo
para tus oposiciones. Te veías como profesor de bachillerato.
Pero aquella época te arrasaba, no podías dormir. Inconfor-
mista desde la cuna, te resistías a acomodarte y no dejabas de
frecuentar asociaciones, manifestaciones, acción social directa:
Guerra de Irak, 11M, luchas civiles, protección de datos, preca-
riedad laboral, empobrecimiento… Siempre había motivos para
elegir. Salías a la calle a protestar.

Pasabas noches enteras bebiendo cerveza y vino barato con tus


amigos, sufriendo la deriva de los acontecimientos, temiendo la
implantación del Nuevo Orden Mundial, pensando que existían
alternativas. Verdaderas alternativas que la prensa y los medios
oficiales escamoteaban a los ciudadanos para continuar con el
show. Erais además vosotros los portavoces, quienes tirarían de
la manta. Ya verían todos de qué manera. Iba a ser algo sonado.
Acojonante. Todo estaba bastante claro y bastante bien pen-
sado. Aportabais vuestra energía, vuestros músculos, vuestros
sueños, vuestro odio.
La juventud os dio fuerzas para aguantar las detenciones.
No os asustaba pasar dos o tres días en comisaría. ¿Cuál era
vuestro truco? ¿Cómo soportabais el ayuno, la falta de sueño, los
golpes...? ¿Acaso aquello no iba con vosotros...? ¿En qué cojones
pensabais? ¿Cómo lo hacíais, cabrones?
Han pasado unos cuantos años desde entonces. ¿Qué ha sido
de ti, luchador? ¿Qué tripa se te ha roto? Tus movimientos son
más lentos, tu mirada no brilla, tu cuerpo está reblandecido,

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estás anestesiado... Por momentos parecía que ibas a llegar a lo
más alto. Ni los golpes más certeros consiguieron que doblaras
la rodilla. ¿Dónde quedaron esas noches? ¿Qué ha fallado en tu
sistema operativo, en tu puta cabeza, tan acostumbrada a en-
cajar golpes? Decir que ya no eres el mismo sería obvio y cruel.
Todos lo sabemos, también tú. Todavía frecuentas los parques
y los bares de entonces pero tanto tú como tus colegas sois
otros. Como si os hubieran echado un candado invisible que limi-
tara vuestros movimientos, no pasáis de una nostalgia ingenua,
inofensiva, los años de vuestra juventud. Orgullo panzudo, co-
dazos animosos. ¡Parecéis personajes de teleserie, cuarentones
recordando los tebeos de Spiderman! Te has comido con patatas
tu propio eslogan, ese que coreabais, que pintabais en las paredes
y susurrabais cada vez que os detenían: «¡Nunca de rodillas!»
Habías cumplido entonces el cuarto de siglo y decidiste que
tu madre no limpiaría más tu ropa sucia. Esos trabajos basura
eran perfectos para ir tirando: como segurata te pagabas una
habitación, sacabas horas para la oposición y tenías calderilla
para cervezas. Tu grupo de activistas en la sombra había cre-
cido y se había mezclado con otros grupos de todas partes de
Madrid, conectados con cualquier punto de España. El éxito
de vuestra revolución se basaba en ser invisible —casi invi-
sible— para cualquiera que no participase directamente.
Sabías perfectamente que tú y cualquiera de los tuyos podía
caer en el momento menos pensado. Hay mil formas de justi-
ficar una muerte por error. Sabías que la justicia funciona así:
unos obtienen sus favores y otros se esconden y reciben escupi-
tajos. Después la televisión dejaría bien claro que fuisteis unos
radicales antisistema. La gente que viera la noticia en sus casas
o en los bares la aceptaría literalmente. Que cambiaran o no de
canal dependía de la carnaza que ofreciera la próxima noticia.
Forma parte del juego y no caerías en el error de pedir cambio
de reglas. Lo que tenga que venir, que venga.

Pero eras inteligente e imaginabas que las nuevas reglas eran


cada vez más complicadas y peligrosas. Morir era una posibi-
lidad remota porque el ataque de la opinión pública también
podía acabar con todo. ¿Y un tratamiento y filtración de la infor-

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mación gestionado a través de las tecnologías? ¿Un aislamiento
en lo laboral, lo social, lo económico, ejercido mediante un con-
trol constante, ejecutado desde la Red de Redes? La primera
vez que lo pensaste, te acojonaste vivo. Imaginaste tu cuenta
bancaria congelada... Recordabas cómo las empresas privadas
de los centros comerciales de Inglaterra colaboraban con la po-
licía vendiendo grabaciones de cámaras ocultas… De momento
la mejor solución fue cerrar los ojos y dormir unas horas.
Todo sucedía a destiempo, ¿verdad, joven? Te acostumbraste
a la velocidad y ahora que vivías solo, que empezabas a batirte el
cobre en diferentes trabajos y eras dueño y señor, todo parecía
ir a cámara lenta. Algo estaba fallando. Te perdías entre la mul-
titud esperando que nadie te reconociera, ni siquiera tus amigos.
Pasabas las noches en vela preparando esa oposición que nunca
aprobaste. Algo iba mal y no sabías qué. Te examinaste varias
veces y aunque te habías preparado a fondo, estabas muy lejos
del resultado.
La crisis era inminente y tenías que hacer cualquier cosa por
seguir manteniendo esos trabajos basura que antes conseguías
con facilidad. Pasaste meses con el cinturón apretado, sometido
a entrevistas de trabajo en lejanos edificios de oficinas, recep-
ciones de hoteles, desangelados espacios de coworking… Quien
concertaba esas reuniones no solía acudir. A veces pedían al
conserje que tomara nota de quienes habían asistido. ¿Se pre-
miaba la constancia en la búsqueda de empleo o la desespera-
ción pura y dura? ¿Perjudicaba o ayudaba en algo identificarse y
dejar constancia de la visita?
Los de recursos humanos eran cada vez más creativos: di-
námicas de grupo en las que costaba trabajo adivinar qué es-
peraban de ti, cuestionarios confusos en los que no sabías si la
parte ofendida eras tú…
También ibas a tirar la toalla en la búsqueda de subempleo.
Pero un día saltó la alerta de tu móvil y acudiste al polígono
donde llevas más de doce años trabajando. Todo fue muy fácil.
De hecho, ni siquiera había otros aspirantes a ese puesto de tra-
bajo.
Se trataba de un almacén de materiales médicos. Traba-
jabas, como siempre te ha gustado, en turno de tarde, para no

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tener que madrugar. Disponías de todas las horas posibles para
contemplar ese atardecer contaminado. Tu única tarea era dar
acceso a los trabajadores en función de las autorizaciones. A pri-
mera hora de la tarde acudía la furgoneta de reparto para llevar
los materiales a hospitales, clínicas y farmacias. El conductor
solía ser diferente. Que recordaras, rara vez uno había repetido
la ruta.

Han pasado doce años, siete meses y ¿veintiún días? desde tu pri-
mera jornada en el almacén y anotas cada día en el calendario de
tu dormitorio porque es lo único que te ayuda a marcar el paso
del tiempo. Ninguna novedad, ningún acontecimiento te ayuda
a diferenciar un día de otro. Esperas la llegada del repartidor
para dar las buenas tardes y continuar la jornada. Cuando llego,
con el reglamentario mono azul y la gorra, empiezas a apilar las
cajas convenientemente embaladas en la carretilla. Esta vez hay
una diferencia: me miras y te sorprendes de que sea yo quien
se encarga del reparto. Quedan sueltas un par de cajas y te pido
que las lleves a la furgoneta.
—¿Puedes echar un vistazo mientras voy al baño? Ya sabes
que luego no paro ni un minuto...
—Claro, descuida. —Estiras las piernas y enciendes un ci-
garro del que no darás más de tres caladas.
Con zancadas ágiles, me acerco al vehículo. Una mirada in-
tensa. Nos reconocemos.
—«¡Nunca de rodillas!». —Sonrisa retadora.
De algún rincón del pasado, en tu memoria emerge mi rostro.
Uno más entre los policías del turno de noche. La época de las
comisarías. Sé lo que estás pensando: si sigo siendo policía o voy
de por libre. Me he cuidado mejor que tú, chaval, me conservo
como entonces. Con un movimiento rápido te arranco del cuello
la tarjeta identificativa y con una sola mano la parto en mil pe-
dazos. Ahora no puedes volver a entrar en el almacén. Tendrás
que subir conmigo a la furgoneta porque este, y no otro, es el
momento de la revolución.

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¡Compre
usted
un Radio-
Sombrero-
Marciana!
Amparo Montejano
José R. Montejano
¡Compre usted un
Radio-Sombrero-Marciana!

Amparo Montejano y José R. Montejano

Alustrar y limpiar, sacar brillo… eso era todo lo que a Big-Bear se


le permitía hacer dentro de la reducida tienda de fabricación de
«Novedosos Artilugios» del Sr. Mason. Tienda que pertenecía a
la franquicia norteamericana Sweet News, filial de otra europea
—más grande y enigmática— de nombre Sweet Food, que, al pa-
recer, estaba dirigida, fundamentalmente, hacia un mercado de
consumo alimenticio.

Big-Bear era un negro grande… tan grande que, a veces, para


poder recorrerlo al completo —de un único visaje—, se hacía
necesario encaramarse un par de peldaños —o dos, si la cons-
titución física del voyeur no era excesivamente elevada— sobre
la entrecana escalera de latón que el Sr. Mason guardaba en el
local. ¡Sí!, quizás desde allí, desde lo alto… la gente podría ob-
servar —cumplidamente— la rotunda generosidad de su ana-
tomía, recia y granítica, y la enorme cicatriz que desfilaba por
su cabeza, despuntando desde el hueso parietal izquierdo hasta
el temporal derecho, tras el aciago día en que Big-Bear descu-
brió —con la mayor ferocidad posible— que las llaves inglesas
no están hechas para apretar u aflojar tornillos, sino para gol-
pear las cabezas de los niños malos y desobedientes. ¡Sí!, desde
lo alto podía verse bien: un surco curvilíneo que a modo de
blanquecino tentáculo destacaba sobre su ensortijado y sucinto
pelo zaíno. También desde lo alto —aunque no era absoluta-
mente necesario— los mirones habrían podido verle el cuello:

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amplio, atravesado por costurones rojizos —probablemente
latigazos— que se fundían bajo la vaina negra de la piel —tan
oscura, tan nublosa—, trasparentada por bajo la enyesada ca-
misa de algodón con la que el Sr. Mason le obligaba a vestirse
mientras estuviese trabajando en la tienda. El Sr. Mason decía
que este detalle —el que el gran negro cubriese su pecho con un
blanco inmaculado— produciría confianza en los clientes, pues
era sinónimo de que el negro era visible, localizable: una baliza
roja en un mar borrascoso.
Pero si había algo destacable en la fisionomía del gigante
negro que limpiaba en «Novedosos Artilugios», aparte del olor —
su olor era ácido, ligeramente ocre y un tanto desagradable, «olor
a negro», como diría el Sr. Mason—, eran sus ojos. Grandes y em-
barrados, con una opaca trasparencia que parecía conectarlos
con otro mundo...; mirando —siempre— a la gente de soslayo,
hincando la mirada en el pecho como si quisiera atravesarles las
costillas, rebuscar tras los pulmones y acceder —con sus oscuras
pupilas— hasta la cavidad pericárdica; y una vez allí, y como si
del Dios-Perro se tratase, contemplar la inteligencia, la conciencia
y el pensamiento, porque para Big-Bear, el alma humana quedaba
reducida a la pirámide inclinada —de punta hacia abajo y a la iz-
quierda— que latía dentro del pecho de cada uno. Pero, ¡claro!,
Amery Mason sabía que esa clase de examen visual, que el negro
haría a los clientes que entraran por la puerta de su negocio,
supondría una absoluta falta de educación y decoro —y más vi-
niendo de un negro—, por lo que nada detenía al Sr. Mason a la
hora de llamarle la atención —con fines instructivos—.
—¡Estás siempre en babia, Big! Además, ¿cuántas veces he
de decirte que no puedes mirar a la gente de esa manera? Si
quieres conservar tu puesto de trabajo dedícate a limpiar los
suelos, a sacarles mucho brillo… y cuando lleguen los clientes
(que llegarán, y en masa), te meterás en el almacén y seguirás
dando lustre a mis aparatos. ¿Ha quedado claro?
—Sí, señor —le respondía el gran negro, de brazos ingentes y
anchas espaldas, agachando mucho la cabeza en señal de respeto
(como cuando se busca un centavo sobre un suelo de madera).
Pero Big-Bear no estaba en babia ni era tonto; lo que ocurría
es que el gran negro había tenido otras vidas —o eso creía él—,

32
y en una de ellas se llamaba Seirga y era quemado vivo —con su-
cesivas descargas de corriente alterna— por asesinar blancos.

«Novedosos Artilugios» era un local pequeño y cuadrangular,


de apenas ocho metros por seis, esquinado en el 44 de la Calle
Varet —a la que daba su reluciente escaparate de dos por dos
metros— y la Avenida Bogart, en donde se ubicaba el minús-
culo almacén —sin salida al exterior—, y en el que el viejo
Amery Mason había invertido hasta el último centavo obte-
nido con la venta de su granja de pavos de Carolina del Sur
—herencia del tío-abuelo Darragh—. Y es que Amery Mason,
hombre trabajador, perspicaz y muy seguro de sí mismo, había
llegado a la conclusión de que en la Norteamérica de finales de
la década de los 30 —en constante y vertiginosa evolución—,
una granja de pavos no era un negocio con visos de futuro…,
¡no!Los pavos estaban bien, pero el resto del año, salvando las
honrosas fortunas obtenidas por Navidad y Acción de Gracias,
la avicultura estabulada no daba para abandonar la desagra-
dable etiqueta que resultaba de formar parte del proletariado.
¡No!, no se podían comprar bonitos vestidos de seda para Me-
rricat —siempre coqueta y de espíritu urbanita— con los réditos
de vender pavos, y mucho menos el elegante Auburn Speedster, de
rejilla inclinada y desenfadado guardabarros, con el que Amery
Mason soñaba y del que pensaba presumir —cuando sus aparatos
comenzasen a venderse y a rentarle dividendos—, al volante y sin
pudor, cada vez que llevara a Merricat de compras o al teatro. Por
ello, cuando a sus oídos llegó la noticia de que una empresa nor-
teamericana —Sweet News, con sede en Providence— buscaba
aventureros y resueltos franquiciados, no se lo pensó ni un se-
gundo —y mucho menos Merricat—, ni tardó más de veinticuatro
horas en poner —del lado de la carretera comarcal— un vistoso
cartel, con letras grandes pintadas en rojo borgoña, que rezaba
tal que así: «Se vende. Negocio próspero. Motivos: personales».
Y como siempre hay un roto para un descosido, y gente que,
sin talento comercial, cree haber oído pitar su nombre desde
los negruzcos caños de la «Locomotora de la Suerte» —esa que
dicen que solo pasa una vez en la vida y que hay que encaramarse

33
a ella prácticamente al vuelo—, dos días más tarde y frente al
vallado que daba a la puerta principal de la hacienda, se detenía
una destartalada y pajosa camioneta: la de un imberbe joven-
zuelo, con ínfulas de inventor, de nombre Kenny Arony, quien
ofertó a los Mason una propuesta que no pudieron rechazar…
Arony abonó —en efectivo, hasta el último centavo— la
totalidad de la granja —con sus más de mil cabezas de ga-
llipavos—; y pagó por ella una cantidad mucho más elevada
de la que inicialmente Amery pedía —la herencia del tío-
abuelo Darragh había sido grande: casi cuatro acres nortea-
mericanos de terreno abierto; acres a los que Amery, y si no
se presentaba la oferta conveniente, rotularía por segmentos,
que vendería de forma autónoma al negocio avícola—; no
le hizo falta… Aquel niñato de pelo albino y hombros caídos
hacia delante llevaba consigo una fortuna; una fortuna que,
por demás, justificó las prisas con las que se aposentó dentro
de la finca y la celeridad con las que quedaron solventadas las
cuestiones legales —las derivadas del cambio de titularidad,
enajenación de bienes, etc., etc.—.
Meses más tarde, y dado que nada hay entre el cielo y la
tierra de lo que no se sepa o en lo que no recalen las noticias,
a los oídos del viejo Mason llegó un informe inquietante…,
extraños rumores acerca de la insólita manera con la que el
nuevo propietario de la granja estaba haciendo dinero: se
decía que cebaba a los pavos, no con pienso de maíz, sino con
una extraña papilla rosácea —de formulación propia e híper-
secreta— que, además de hacerlos crecer y crecer hasta darles
un volumen de terneros, obraba en sus esqueletos una prodi-
giosa transformación: en ellos, sus espoletas se duplicaban,
triplicaban, e inclusive cuadriplicaban… para que así, en fes-
tejos y conmemoraciones, ningún niño se quedase sin su parte
de horquilla, porque ¿acaso hay en el mundo fetiche mejor que
aquel que proviene de algo recién sacrificado? Y ¿quién no
desea tronchar huesos, si al hacerlo, atrae hacia sí la suerte?
De hecho, en la propia casa de los Mason, no había fiesta que
se preciara, en donde el plato estrella no fuera un lechón-pavo
de la granja Arony —con su montón de huesecillos de la suerte
por quebrar—.

34
Pero tras el sorpresivo e inesperado triunfo del lampiño
Arony —que se había encaramado a la «Locomotora del Éxito»
con un negocio que, en principio, no parecía tener porvenir—,
el viejo Mason, tuvo que reconocer, mal que le pesase, que el ta-
lento no iba asociado a la experiencia, sino a la potencial genia-
lidad de presentar al público algo que rozase lo increíble; algo
que le fuese cotidiano —y con el que estuviese familiarizado—,
pero que, a su vez, le personase hacia unas expectativas de fu-
turo que lo hiciese sentirse especial, ¡muy especial!... capaz de
rozar —merced a eso— la absoluta perfectibilidad que dimana
del invento privativo de una civilización superior: aquella a la
que se accede si se dispone de un cuantioso montante. Y para
esa clase de civilización era para la que Sweet News trabajaba.
—El dinero es el verdadero Dios del mundo… —repetía la
pizpireta Merricat a su marido—. ¡Oh, Amery!, déjate de bana-
lidades y remilgos, y acepta de una vez trabajar afiliado a una
empresa con estirpe europea.
Porque, ¡sí!, el corpus ideario de presentar —al norteameri-
cano pudiente— unas cuantas invenciones ingeniosas y extraor-
dinarias había partido del franquiciador de Providence, pero
su aparato… su aparato era invención suya, y le correspondía
a él —como sucedía con el resto de socios inventores— el in-
menso honor de poder testarlo y mostrarlo al mundo. ¡No!, ese
honor no era objeto de la compañía, cuya misión consistía, úni-
camente, en facilitarles los materiales necesarios para la con-
secución de sus novum, buscarles el local —en función de una
ubicación determinada y un público concreto, en base a un estu-
diado marketing sociocultural— y a asesorarles en cuestiones
legales, tales como: el uso de la denominación, derechos de pro-
piedad industrial e intelectual, asistencia técnica y comercial
constante —los siete días de la semana, las veinticuatro horas
del día—, a cambio de un elevado cobro de derecho de entrada
y un veinte por ciento de los beneficios —brutos— que Amery
obtuviera con la venta de cada uno de sus ingenios. Y aunque en
un principio podría resultar un acuerdo más ventajoso para una
parte que para otra, Amery sabía que, en el mundo empresarial,
repleto de peces grandes que se comen —de un bocado— a los
peces chicos, asociarse con una corporación sólida —de pres-

35
tigioso nombre e ingente peso tras de sí— era la única forma
de poner a circular sus productos —el boca a boca, y más en
la Norteamérica de finales de los 30, en constante evolución y
desarrollo, ya no era efectivo, no funcionaba: «conspiraciones
de un mundo moderno», que diría Marx—. Por tanto, más que
necesario era que el pez grande nadase cubriendo las aletas del
pez chico, espantando a sus posibles oponentes y carneando a
sus futuros predadores.
¡Sí!, si Amery lo pensaba, Merricat tenía razón: las ñoñeces
y sentimentalismos no conducían más que al precipicio de la
desgracia. Y es que ¿cómo podía uno abandonar el estigmático
precinto de ser obrero si no estaba dispuesto a correr unos
riesgos —asumiblemente— necesarios? Para muestra un botón:
ahí estaba el papanatas del Arony, cubriéndose de gloria y na-
dando en la abundancia tan solo por... ¿por qué? ¿Acaso a alguien
se le había ocurrido preguntarle qué mierda les daba de comer a
sus pavos? ¡No!, nadie se lo había cuestionado; es más, disponer
de un pavo de la granja Arony suponía estar varios meses en
lista de espera. Y a nadie parecía importarle; todo el mundo pa-
recía ser feliz…
«¡Tan voluble es la mente del hombre! —Razonaba Amery
para sí—. Nos movemos por modas, y lo que ayer nos parecía
despreciable, hoy se ha convertido en una exquisitez a conse-
guir.»
Y aunque este tipo de procedimientos comerciales —llamé-
mosle así al hecho de envenenar a unos pavos con dios sabe qué
clase de sustancias—, al hombre trabajador e inteligente que
era Amery, forjado en el duro y canónico esfuerzo, le resultaban
moralmente reprochables, ¿quién era él para decir lo que estaba
bien o estaba mal?, ¿quién era él para meter las narices en el
negocio de otro?
¡Nadie!¿Acaso él permitiría que el niñato de Arony le diese
consejos acerca de sus excelsos aparatos? ¡No, claro que no!,
¡cada cual a lo suyo!... Pues sus complejos aparatos, de índole
futurista, solo eran tocados por sus manos expertas —¡bueno!,
y por las de su negro—; manos que ensamblaban, con sumo cui-
dado y tierno esmero, la tecnología de cuatro válvulas en W y
la perilla de sintonización —entre los obturadores— a la an-

36
tena esférica del cuadro; antena que servía de catalizador de los
ritmos producidos por los impulsos eléctricos —elementos po-
tenciales de acción entre las neuronas de los cerebros vivos—.
¡Oh, no, no, no! ¡Nada tenían que ver sus aparatos con los
radios-sombreros-finolis del británico Joseph Day1! Aquellos no
eran más que ridículos hongos de copa con los que escuchar —si
acaso, y con la suerte de lado2 — uno o dos canales de noticias.
¡No!, sus aparatos eran distintos, ¡potencialmente iniguala-
bles!, porque no se fundamentaban en las típicas ondas de radio,
sino en los cuatro patrones principales de ondas emitidas por el ce-
rebro —alfa, beta, theta y delta— que, debidamente coordinadas
por rangos, establecidos —cada uno— sobre su espita respectiva
—desde las de mayor a menor frecuencia hasta las de menor a
mayor amplitud—, aspiraban a lograr una total comunicación ce-
rebral; una conexión con el subconsciente del prójimo —siempre
que este dispusiese de su correspondiente «Radio-Sombre-
ro-Mental»— que ayudase a crear un estado de conciencia ex-
cepcional, una claridad mental inusitada y una comunicación no
verbal sin precedentes, al conectarse una mente con otra —si es
que ambas se hallaban registrando dentro de un mismo rango de
repetición—. Por poner un ejemplo: si las oscilaciones electromag-
néticas del cerebro de un individuo X se encontraban en un estado
alto de frecuencia —entre doce y treinta hercios—, y a través de
la antena catalizadora de su respectivo aparato se conectaban con
el cerebro de otro individuo Y, entonces, el desempeño mental de
ambos cerebros aumentaría en base a un cálculo exponencial de X
elevado a Y, al no ser ya una única mente actuante, sino dos. Dos
mentes segregando, a la vez, endorfinas —para crear un inimagi-
nable estado de bienestar—; adrenalina —para resolver, con pe-
ricia, los problemas—, etc., etc., etc.
¡Oh, aquello era brillante!, ¡grandioso! ¡Un invento mun-
dial sin precedentes!, porque Sweet News, y en este caso el

1 Joseph Day (Londres, 1855 — 1946), ingeniero inglés que desarrolló el


motor de gasolina de dos tiempos y diferentes aparatos para la fabricación
de pan.
2 La antena de los radio-sombreros fabricados en los EE. UU., a finales de
los años 30, eran bidireccionales, por lo que las señales de radio podían
perderse si el usuario giraba la cabeza.

37
viejo Amery Mason —en el que la empresa norteamericana
confiaba ciegamente—, buscaban lograr un hito científico de
trascendencia incalculable: la sintonización de dos mentes —
en principio, solo dos— bajo el dial de un mismo pensamiento.
Aunque… había algo en el diseño de su «Radio-Sombre-
ro-Cerebral» que al visionario de Amery no terminaba de en-
cajarle. ¡No!, en realidad no era una cuestión de forma, tampoco
de contenido; en realidad era más una cuestión de renombre, de
nombradía, pues el apodo de «Radio-Sombrero-Cerebral» podía
ser que generara —tal que así se lo había sugerido su esposa—
una cierta inquietud; al menos, a ella sí que la excitaba…, le des-
pertaba cierta ansiedad el introducir sus bonitos rizos dentro
de una especie de yelmo, profusamente cableado, y que, además
—y eso era algo que se hacía evidente dada su denominación—
en algo estaba relacionado con el cerebro.
—¿Recuerdas al Arony? —le había dicho Merricat durante
una larga y copiosa sobremesa—, ¿acaso él va diciendo por ahí
cómo hace que sus pavos tengan más huesos de lo normal? ¡No!,
¿verdad? Y no lo hace porque, si lo hiciera, nadie le compraría
sus pavos-mutantes.
¡Oh, Merricat tenía razón!
«Si hubiese nacido hombre —cavilaba Amery para sí (no
fuese a ser que su esposa se empoderase en demasía)— hubiese
sido, cuanto menos, asesor del presidente.»
¡No!, no tenía por qué ser tan explícito en la nomenclatura
del prodigio que acababa de gestar; no tenía por qué preocupar
—innecesariamente— a un potencial y exclusivo cliente, que lo
que buscaba, en definitiva, era sentirse especial, ¡muy especial!,
casi un dios…y para ello necesitaba divertirse.
«Como lo hace Dios cuando, desde su trono, se asoma para ver
la raza de mierdas que ha creado…» —pensaba Amery.Y es aquí en
donde, nuevamente, el viejo Mason se dio cuenta de que no era ne-
cesario ser un as en los negocios ni tener una mente prodigiosa —
como la suya— para aportar una idea que terminase de catapultar
su maravilla hasta lo más alto —al Top Ten de ventas—: su negro,
de cuerpo enorme y cerebro de mosquito, le había comentado el
parecido que tenía su aparato con las escafandras marcianas; es-
cafandras que había visto —pues no sabía leer— en una de esas

38
revistillas baratas, de a centavos —¿Weird Tales había dicho que se
llamaba? — que leían los mindunguis sin clase, como él.
¡Sí, ya tenía un nombre para su milagro! ¡Acababa de nacer el
«Radio-Sombrero-Marciana»!
Aunque, antes de sacarla al mercado, necesitaba encontrar
a un par de voluntarios —Merricat ya se había negado en re-
dondo— que, para el avance vertiginoso y el constante desa-
rrollo de la ciencia, le prestasen sus cerebros.

Big-Bear no pensaba que aquellos cacharros pudieran servir


para algo porque ¿qué tenían de especial unos cuencos hondos
con lo profundo lleno de cables? ¡Nada!
Los cuencos servían para comer, escupir y, si acaso —y
por no poderlo hacer en público, estando presente una mujer
o algún blanco finolis— orinar; no servían para crear cone-
xiones entre sesos; ni servían ni lo servirían jamás. Entonces
¿por qué ese artilugio le producía tanto miedo y lo colmaba
de inseguridades? Quizás porque podría funcionar… ¡No!, no
lo haría. ¿Y si sí?... ¡No!, no funcionaría porque era imposible
que esa escudilla sirviese para algo más que para techarse la
mollera, aunque… ¡no!, no podía ser bueno que los demás su-
piesen de ti lo mismo que tú, ni que recordasen tus recuerdos,
conociesen tus vivencias o averiguasen —y esto era lo que
más preocupaba a Big-Bear— acerca de la naturaleza de tus
miedos y miserias.
«Quizás —razonaba Big-Bear— porque, la mente de cada
uno, tiene que quedarse dentro de cada uno. Porque los miedos
son las vergüenzas del alma que cada cual lleva a rastras desde
antes de nacer, y las miserias, los calvarios que se almacenan
entre las tripas… entre las tripas llenas de mierda que resumen
nuestra estancia en el mundo.»
¡No!, no estaba bien que el Sr. Mason quisiera hurgar en
su mente sirviéndose de un tazón; además, le dolía bastante
la cicatriz: el combado riachuelo que le recordaba —cons-
tantemente— la malignidad de su linaje y que jamás le había
permitido cubrirse la testa ni tan siquiera en los duelos más
sentidos.

39
«Las heridas sanan al aire. Mejor al aire…» —cavilaba Big-
Bear, mientras esgrimía, dentro de la tienda y de arriba hacia
abajo, el cepillito poroso de crin de Mustang (ideal para preservar
las fluctuaciones eléctricas de la «Radio» dentro de la corporeidad
de sus espitas) con el que pulía uno de los dos aparatos-prototipo.
—¡Oh, vamos!, Big… —le había dicho el Sr. Mason esa misma
tarde—. ¿Qué te ocurre, tienes miedo? ¡Tan grande y con miedo!
Además, ¿qué puedes perder? No tienes hijos ni familia ni una
mujer que te caliente la entrepierna. Es más, tan seguro estoy de
la fiabilidad de mi invento, que he decidido ser yo mismo el que
esté al otro lado del registro. ¡Sí, sí, no me mires así! Tú te pones
esta maravilla en tu abierta cabezota, y yo me pongo la otra. Verás
qué bien lo vamos a pasar… Además, y por si no te habías dado
cuenta, Big, ¡eres negro! ¡Ja, ja, ja!, ¿qué más podría pasarte?
Y recordar la risa desenfadada del Sr. Mason, hizo que Big-
Bear apretase muy fuerte los dientes… los unos contra los otros.

—¡Oh, cariño, no lo hagas! —imploraba Merricat, de forma


insistente, a su marido.
—¡Vamos, mujer! ¿Tan poco confías en mi trabajo? —le re-
plicaba Amery—. ¿Es que no crees en mi… nuestros artilugios?
¡Oh, Merricat, me decepcionas! Tú mejor que nadie sabes el es-
fuerzo y la lucha que hay detrás; tú me animaste a…
—¡Sí, sí, lo sé! ¡Oh, Amery!, no te enfades conmigo; en-
tiende que es mi espíritu de esposa enamorada la que me
lleva a recelar de ese aparato. Además…
—Además, ¿qué?... —La hostigó Amery, mientras agitaba
en el aire una de sus manos, como si fuese un guiño, para que
ella prosiguiese con sus razonamientos (porque los razona-
mientos de Merricat eran sabios y valiosos).
—Pues que no me gusta que te pongas la escafandra
cuando sé que la otra va a estar conectada a la cabeza de ese
negro. ¡Ya está, ya lo he dicho! —Y como si fuera una niña,
demudó su gesto de preocupación por otro de disgusto.
—¡Ja, ja, ja! —Se carcajeó su esposo, que no tardó ni un se-
gundo en atraerla hacía sí y sentarla sobre sus rodillas—. Eres
una criatura impetuosa y adorable, mi querida Merri… —Y des-

40
lizó (para acariciarla), desde la bolita en punta que Merricat
tenía por nariz hasta la agudizada hendidura vertical de sus pe-
queños senos (aún turgentes), el índice de su mano derecha—.
Si tanto miedo te da que me conecte a Big-Bear, ya sabes lo que
puedes hacer tú…
De un salto, la briosa Merricat se levantó de sus piernas.
—¡Oh, no, no, no! ¡Jamás! ¡Jamás permitiré que me despeines
los rizos! ¡Ni te imaginas el tiempo que me tiro por las noches
fijándome los bigudíes!
El viejo Mason se alzó de la silla para ir tras ella.
—¡Oh, sí, sí, sí!, ¡claro que me lo imagino! —le dijo medio
en serio, medio en broma, mientras la agarraba por la cintura
y aproximaba, a su abultada y caliente entrepierna, el cuerpo
tibio y esbelto de su esposa.
—¡Jiji! —rio Merricat—. ¿Aquí, en la trastienda? ¿Ahora?...
—¡Ahora! —le exhortó, cariñosamente, Amery.
—¿Y si nos ve el negro?
—No nos verá…
—¿Y si después de conectarte…?
—Bueno —le atajó Amery—, ya sabes lo que dicen de las
vergas de los negros, ¿no?
—¡Jiji!...
Y escuchar —tras de la puerta del almacén— las risas lu-
juriosas de los Mason, hicieron que Big-Bear se apretase muy
fuerte la cabeza; ¡fuerte, fuerte, un hueso contra el otro!... hasta
que, del costurón bosquejado por el perlino tentáculo, comenzó
a manar el pus.

En la trastienda de «Nuevos Artilugios» todo estaba ya prepa-


rado para que comenzase el experimento; lo primero y más im-
portante: Merricat hacía un buen rato que había abandonado el
local, por lo que lo más probable era que ya se encontrase en
casa.
—Mejor —adujo Amery Mason a un tembloroso Big-Bear,
tratando de quitarle hierro a la explícita negativa que este
mostraba ante el hecho de tener que calzarse el «Radio-Som-
brero-Marciana» sobre la pantagruélica cicatriz de su fea ca-

41
bezota—. No es bueno que las mujeres metan sus curiosas
naricillas en los asuntos que son de hombres.
Aunque, al final, y pese a las reticencias de Big-Bear, el viejo
Mason pudo convencerle con la celada que suponía el exponer, a
un gigante negro de más de dos metros, piel agrietada y mirada
sucia, las enormes dificultades que tendría para encontrar un
trabajo decente y digno en la Norteamérica en la que vivían —
en constante evolución y desarrollo—si es que él lo despedía
por desobediente.
Salvado este escollo, los dos hombres se hallaban sentados,
apostados frente a frente, y con los «Radio-Sombrero-Marcianas»
bien puestos y perfectamente acoplados a sus cráneos; de tal modo
que, lóbulos, cerebelos, amígdalas y hasta los hipocampos respec-
tivos se encontraban por bajo, y a una distancia —en paralelo—
de las cuatro varillas recolectoras de los impulsos eléctricos, de
no más de 0,5 milímetros; varillas que durante todo el proceso
de sintonización conceptual captarían la información de los mapas
cognitivos3 (interoceptivos, propioceptivos y exteroceptivos) y la
procesarían a través de ilusiones perceptuales4, ilusiones que
auxiliarían a los cerebros en la creación de un cómputo de
patrones de ocurrencias y relaciones, espaciotemporales,
que permitirían que la mente del Sr. Mason y la de Big-Bear
compusiesen una sintonía de pensamientos apógrafos —del
exterior, del interior, reales, imaginados o recordados— re-
mitidos de una mente a la otra, y viceversa, a través de sus
respectivas antenas.
—¿Preparado, Big? —La emoción le nublaba la vista y le
obraba un nudo en la garganta.
—¿Cree que es necesario, Señor? Me duele mucho la…
Pero Amery Mason, embargado por la potencial genialidad
que supondría el presentar al público la magia —hecha ciencia—

3 El cerebro, mediante los procesos perceptivos, representa en su interior


—cognitivamente, esto es, simbólicamente— la información que captan
los sensores de los que dispone el cerebro; unos inspeccionan el medio
externo —el entorno en que se vive— y otros, el medio interno —el propio
cuerpo—.
4 Fenómenos en los que el estímulo percibido no se corresponde con el
estímulo distal —objeto real—.

42
de una intercomunicación… ¡no!, mejor dicho: la magia de una
sincronización cerebral —subconsciente con subconsciente—
que… ¡no!, mejor aún: la magia de integrar a dos individuos en
una sola mente que sumase las cualidades de experiencia del
mundo —ensayadas por los dos sujetos—, fue lo que le preci-
pitó a accionar —sin apenas escuchar el tenue e incongruente
balbuceo del negro— el disparador de su casco, situado junto a
la barbilla, en la correa de ajuste de su «Radio».

¡ZzzZzz!
Un chiflido… ¡intenso, intenso!, que quema como el fuego y
que se expande por el reducido habitáculo como boira negra que
trae la noche. Y crece y crece…
¡ZzzZzz! ¡ZzzZzz!
haciendo que el azul eléctrico de los fluorescentes se enturbie y
mengüe…
¡¡Plaf!!
y desaparezca. Y todo se haga negro.
Y por entre lo oscuro, el zumbido cada vez más fuerte… ¡y
más y más y más!
¡ZzzZzz! ¡ZzzZzz! ¡ZzzZzz!
¡Cientos de avisperos que se posan sobre las ahumadas ca-
bezas!
Que pican y pican y pican.
«¡Oh, la cicatriz!», aúlla Big-Bear.
La cicatriz del negro es un río de sangre.
Sangre desde la antena que baja y se descuelga por los
occipitales del casco. Y Amery la siente: caliente, desde su
frente, cegándole la boca.
Y pica. Y pica y pica…
Y Amery llora.
No se desencaja… aquello no se afloja, no hay correa.
«¡Oh, cómo duele!»
¡ZzzZzz! ¡ZzzZzz! ¡ZzzZzz!…
Chasquean las «Radios» que, con fuerzas renovadas, com-
primen los cerebros, entreverados por el humazo que exhala la
piel hirviendo. Y huele a pelo.

43
Pop, pop, pop…
A pelo viejo que chisporrotea.
Y el negro grita:
«¡Quítamelo, quítamelo!»
¡ZzzZzz! ¡ZzzZzz! ¡ZzzZzz!…
Las varas de luz avanzan, giran, se detienen, son gaseosas. Y
los objetos voltean y centrifugan, los unos sobre los otros, hasta
hacerse planos, dimensiones de ceniza. Y muchos son los colores
que ronronean: blancos y negros y rojos y negros otra vez, super-
puestos en dos cables que hacen un túnel. Y al fondo, flotando en
la embocadura, cuatro bolsas de proteínas que enroscan la exci-
tabilidad eléctrica con los nervios. Y fluyen las bombas5 de sodio o
potasio sobre un hilo eléctrico lleno de pavos, cientos, con sus mi-
llares de huesos sobre las plumas; horquillas que bailan al jazz del
Mississippi: escalas europeas de negros africanos que corretean
un blues sobre los enormes maizales profundos de una granja,
putos esclavos obsesivos, a mil revoluciones por segundo…
¡ZzzZzz! ¡ZzzZzz! ¡ZzzZzz!…
A las cuerdas rizan excepto el banyo los cabellos si vibran
caben risas para amos son besos hasta golpes tras la Navidad
contra las celdas según la granja por los barcos de los muertos
salvo los caballos entre el sexo con la tarta bajo el Mississippi
mediante los orgasmos sobre la silla antes de follar desde el
cuchillo durante Merri hacia... la llave inglesa.
¡ZzzZzz! ¡ZzzZzz! ¡ZzzZzz!…

Se levantó como pudo… le dolía cada centímetro de piel, cada


centímetro de músculo, cada milímetro de hueso; ¡tan despacio!,
pues en medio de la más desconcertante oscuridad, tumbado boca
abajo, con la silla sobre su espalda, no dejaba de ver los puntos de
luz que arremeten contra unos ojos que han estado durante mucho
tiempo ciegos.
Y se quitó aquello de encima: el engendro artificial que que-
maba como hulla al rojo; y lo tiró, con apenas un rescoldo anímico

5 La bomba sodio-potasio es una enzima que se encuentra en la membrana


plasmática de todas las células animales.

44
de sus brazos, lo más lejos que pudo de sí, lo más lejos porque…
aquello apestaba a humo, a sangre y a mierda.
¡Crac!
Y quebró; y rebotó por entre compresores, turbinas, des-
tornilladores y un sinfín de llaves, arandelas y tornillos que ha-
cían que el pequeño almacén se pareciese a un templo erigido en
honor a la chatarra; chatarra con la que fueron gestados los cas-
cos-chupacerebros —eso era exactamente lo que sentía: como si
una enorme avispa le hubiese inoculado el veneno de su culo
en mitad de la cabeza y, al tiempo, se hubiese ido llevando a
cachitos, en pequeñas porciones no más grandes que una pelota
de golf, trocitos de su cerebro. ¡Materia gris con la que alimentar
a sus larvas que sabía le zumbaban desde dentro! —.
¡ZzzZzz! ¡ZzzZzz! ¡ZzzZzz!…
Después, y arrastrando los pies por el suelo para no caerse y las-
timarse —más de la cuenta—, decidió orientarse y avanzar hacia
donde creía que se hallaba la puerta. Debía de ir bien porque, en su
patética marcha —en la que esgrimía un movimiento general in-
controlado— se tropezó con algo que yacía —inmóvil— en el suelo.
¡Era el otro!
Sobre el piso, boca abajo y con la silla en los lomos —tal cual él
estaba cuando despertó—aún llevaba acoplada —a su cabeza— la
dichosa maquinita de marras.
El otro… el que había permanecido sentado más próximo a la
casilla de salida —por si las moscas—. El otro…
Con rabia, y echando mano de un ímpetu que su cuerpo no
tenía, lo coceó varias veces. El otro no se movió, no se quejó ni dijo
nada, pues no era más que una excrecencia carnosa que comenzaba
a oler mal. ¡Se lo merecía! Sin duda que lo merecía.
¡Debía salir de allí, debía encontrar la puerta que daba a la
tienda! Y es que ¡no podía respirar!... ¡Aquel olor!, ¡aquel maldito
olor!... que no parecía el suyo.
¡ZzzZzz! ¡ZzzZzz! ¡ZzzZzz!…
«¡Mierda!, ¡no debería haber hecho lo que hice!», pensó.
Entonces, trato de apartar el bulto empujándolo hacia un la-
teral con una de sus piernas, pero no podía, porque el bulto era
pesado, ¡mucho! Dolorosamente compacto. Dolorosamente… No
le quedó otra que agacharse —perdiendo varias veces el pre-

45
cario equilibrio del que contaba— para arremeter, con las pocas
fuerzas que tenía, contra el otro derrengado sobre el piso —de
seguro que bien muerto—.
«Y uno y dos…», se decía.
Y al conteo de «tres» empujaba con los brazos, crispando la
mandíbula, las rodillas en tierra y hasta con los meñiques de los
dedos de los pies.
Le llevó algún tiempo apartarlo. ¿Cuánto? No sabría decirlo.
¿Unos quince minutos? Quizá más…
«Mucho… —razonaba para sí—, demasiado cuando lo que
uno busca es huir y no volver jamás.»
Ya sin el estorbo que suponía la trinchera obrada por el
cuerpo del finado, avanzó hacia la puerta, lacrada desde dentro.
Recordó haberle visto cerrarla con el llavero —al que encade-
naba un conjunto de llavines— y dejarlo puesto en la cerradura.
Y comenzó a palpar la puerta, buscando el picaporte. ¡Por fin,
ahí estaba! Y el llavero en su sitio. Uno, dos, tres giros de llave a
la derecha, y un leve cric abrió el primitivo candado. Entonces,
los melifluos destellos de las farolas que se filtraban por la relu-
ciente cristalera que daba al 44 de la Calle Varet, esquinada con
la Avenida Bogart —ahora, solitaria y muda— lo deslumbraron:
tenía los ojos pastosos, cegados por las nieblas y los puntos de
luz —negros y blancos y rojos y blancos otra vez…— que se
superponían sobre la línea del horizonte conformando una es-
pecie de pasadizo hecho por largos y sinuosos cabos de ochos
corredizos: vidas enlazadas en tensión continua.
¡ZzzZzz! ¡ZzzZzz! ¡ZzzZzz!…
«¿Qué hora será?», se preguntó. Y sintió un tictac en la
muñeca que le mostró tres manillas de lectura indescifrable.
Tambaleándose avanzó, a duras penas, hacia la salida. Atran-
cado se hallaba también el portón que daba al exterior —debería
de haberlo previsto, pues trabajaban a puerta cerrada hasta que
el negocio se declarase oficialmente inaugurado, y eso sería
justo después de la prueba, cuando los «Radio-Sombrero-Mar-
cianas» hubiesen sido convenientemente validados—. Como
pudo regresó al almacén; no para entrar, sino para introducir la
mano —con la indecisión y el miedo que surge de lo que no de-
bería ser y sin embargo está, duele, se siente y se respira— por

46
la línea de abertura —medianía entre la jamba y la madera del
postigo— atrapando la argolla, en suspenso sobre el pasador,
y desbandando el camino recorrido. Despacio, muy despacio…
colocando un pie delante del otro, agarrándose al firme cuando
se precipitaba al suelo y crispando las uñas sobre las paredes
hasta lograr alzarse y enfilar la puerta.
¡La puerta!
¡ZzzZzz! ¡ZzzZzz! ¡ZzzZzz!…
El frío aire de la vía le recordó que existía y seguía vivo —
quizás porque su alma era buena—.
¡ZzzZzz! ¡ZzzZzz! ¡ZzzZzz!…
Entonces, acodado sobre el cimbreante farolillo de un re-
codo, se olió nuevamente: ¡sí, era él! A continuación, se tocó los
brazos y las piernas —con los dedos finos de perladas uñas—,
y continuó por el cuello hasta la enflaquecida estructura del
abdomen; por último, se llevó las manos a la cabeza: de huesos
limpios y sin costurones.
¡ZzzZzz! ¡ZzzZzz! ¡ZzzZzz!…
¿Recordaba dónde vivía? ¡Sí, lo recordaba!
Algunas veces había seguido a la Sra. Mason… La Sra. Mason
que olía a plátano y tarta de nueces.

—¿Amery? —La voz de Merricat sonaba distante, ubicada


tras del falso murete al que daba la escalera y por el que se
accedía a la cocina—. ¡Oh, Amery, mi amor! ¿Estás bien? —Y
salió corriendo a su encuentro (emocionada) nada más verlo
apostado en el umbral de la puerta—. Mi amor, ¡me tenías tan
preocupada! ¿Por qué has tardado tanto?... Son más de las
once. —Y se colgó de su cuello y lo colmó de besos (de besos
aguados y carnosos como sandías)—. Amery, ¿qué te pasa?,
¿ha ido todo bien? —La mirada del viejo Mason se perdía en
un punto (uno lejano), bajo una nebulosa de opacas traspa-
rencias que parecían conectarlo con otra realidad, con otro
mundo.
—Ssssíí… todo bien, (¡ZzzZzz! ¡ZzzZzz! ¡ZzzZzz!) —Le fallaba
la voz, le fallaba: de agudos a graves en la articulación mínima
de un sonido.

47
—¡Genial! Entonces, ¡hay que celebrarlo! He comprado
champán francés, como a ti te gusta, y ¿a que no sabes a qué
huele?
El olfato del viejo Mason no era capaz de procesar el olor.
Aunque ¡claro que lo detectaba!: deliciosamente aromático, ju-
gosamente suculento, pero no estaba seguro de haber comido
—a lo largo de su vida— algo que tuviera un perfume que se le
pareciera; así es que comenzó a inhalar, con largas y efectistas
aspiraciones de aire, todos y cada uno de los compuestos quí-
micos volátiles que se esparcían por la sala: el calor balsámico
del vino, espaciado —probablemente— sobre grandes masas de
carne hecha a fuego lento; el de las meritorias especias: perejil,
ajo, clavo de olor…
Pop, pop, pop
—Piel hirviendo… —Recordó entonces el viejo, con un
susurro—. Piel hirviendo que chisporrotea...
—¿Qué dices, amor? ¿Seguro que estás bien?
—Sssííí… bien, (¡ZzzZzz! ¡ZzzZzz! ¡ZzzZzz!).
—Oye, ¿y qué pasó con el negro? ¿Se ha quedado
limpiando el almacén? Más le valdría tenerlo impecable.
—Y le acarició una mejilla con las manos (manos suaves y
blancas)—. Mira que ya te dije que no me gustaba que ese go-
rila estuviese al tanto de nuestro proyecto, y mucho menos
al otro lado de ese casco. ¡A saber qué estupideces tendrá en
el cerebro! ¡Oh, vamos!, no me mires así, sabes que es cierto;
es gente ignorante que solo aporta aún más ignorancia al
mundo.
Al oír aquello, Amery Mason hincó la mirada en el pecho de
su esposa… como si con ello quisiera atravesarle las costillas,
rebuscar en sus pulmones y llegarle muy, muy adentro… hasta la
base misma del corazón. Tal vez allí contemplaría la verdadera
inteligencia, conciencia y calidad de pensamiento que ocultaba
el alma de aquella mujer coqueta y parlanchina.
—No sé, te noto raro, ¡hueles raro! —proseguía Me-
rricat—; bueno, verás como todos los males se te pasan con
la cena tan rica que te tengo preparada. ¡Sorpresa! Le dije
al Arony que me enviase un pavo, el más grande que tuviera
en la granja, porque tú y yo teníamos algo muy importante que

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celebrar hoy. Llegó esta misma mañana… ¡Era enorme! Tom, el
carnicero, lo trajo y… ¿Amery?...
El viejo Amery Mason acababa de descubrir que la pirá-
mide inclinada —de punta hacia abajo y a la izquierda— que
latía dentro del pecho de su esposa, tenía la misma valía que
una boñiga de perro.

No pasó mucho tiempo —acaso un par de días— desde que Tom,


el carnicero de los Mason —quien, al parecer, acudió al domi-
cilio de estos con la intención de cobrar un servicio— se topará
de bruces con el terrible escenario de una barbarie criminal,
con respecto al hallazgo —esta vez por parte de una patrulla
de la policía del distrito de Nueva York— del cadáver de uno
de los empleados de la familia: un enorme hombre negro que
respondía al apelativo de Big-Bear y que trabajaba limpiando el
pequeño local comercial —ubicado en el 44 de la Calle Varet,
esquina con la Avenida Bogart— adquirido por los Mason, no
hacía mucho tiempo, y en cuya fachada podía leerse el sorpren-
dente rótulo «Novedosos Artilugios».
Tanto para la resolución del primer delito —el cuerpo de la
Sra. Mason tenía la cabeza incrustada en el culo de un gigante
pavo asado—, como del segundo —al negro le habían frito el
cerebro con… aún no se sabe con qué—, la policía solicitaba la
colaboración ciudadana para encontrar al o los presuntos cul-
pables.
Según el New York Times, en su sección semanal de «Crónicas
Luctuosas», la resolución de estos dos casos, incuestionable-
mente relacionados entre sí, tenía algo que ver con el que era el
esposo y jefe de los finados —respectivamente—: el Sr. Amery
Mason, en paradero desconocido desde la noche en que se come-
tieron los asesinatos. Pese a todo, y según había informado a los
medios el inspector jefe de policía Teniente Brown, se buscaba al
Sr. Mason en estado de cadáver, pues —y con las informaciones
de que se disponían— habría sido físicamente imposible que un
hombre de edad avanzada —como era el Sr. Mason—, carácter
afable y endeble musculatura; gran trabajador, fiel y amante
esposo y mejor patrón —así lo habían descrito aquellos que lo

49
conocían—, tuviese la fuerza suficiente para introducir a su es-
posa por el agujero anal de un ave —por muy grande que este
fuera—; además, la caja de caudales de los Mason, ubicada en
la bodega, apareció destrozada —probablemente la golpearon
con una llave inglesa que fue encontrada en el suelo, a escasos
centímetros de la caja—. Era un sinsentido pensar que todo esto
había sido hecho por el Sr. Mason, igual que era un sinsentido
creer que un viejo habría podido obligar a un hombre, de seme-
jante envergadura, a permanecer sentado —sin cuerdas ni co-
rreajes— mientras se le diluía el cerebro —tal cual lo confirma
el informe pericial de la autopsia realizada por el eminente fo-
rense, el Dr. Collins—. De lo que se empleó para llevar a cabo se-
mejante aberración —en testimonio del Teniente Brown— poco
se sabe, y poco se podría averiguar ya, porque a las pocas horas
de conocerse la noticia —única y exclusivamente emitida por el
dial de los cuerpos de seguridad estatales—, dos hombres ata-
viados con idénticos trajes grises y poseedores de una acredita-
ción especial, estuvieron revisando y limpiando la trastienda —a
juzgar por los numerosos y multiformes bultos que de ella sus-
trajeron—.Por lo pronto, es tal la extrañeza del caso que ya la
prensa nacional lo ha bautizado con el nombre de «El crimen
del pavo frito» —esto último, por aquello de la condición en
la que se encontró el cerebro del hombre negro—.

¡Cinco!... Cinco hermosas espoletas de pavo, junto a un enorme


fajo de billetes de todos los colores —con diferentes caras de
blanco impresas— y el recibo del billete de autobús en el que
viajaba, era cuanto Big-Bear se guardaba en los bolsillos. ¡Oh,
todo aquello era tan nuevo para él! Jamás había viajado en au-
tobús, y el autobús le encantaba —Big-Bear recordaba haber
sido feliz (en otra vida) conduciendo un camión gigante que
transportaba ganado desde un estado a otro; los pasajeros
del autobús no distaban tanto de lo que había acarreado en
el pasado (en uno de muchos)—. Un autobús que bordeaba
la costa, la imponente costa del noreste americano. ¡Sí!, se
apearía en Connecticut, en concreto, en la cosmopolita Bri-
dgeport —el que le vendió el billete le había dicho que era

50
la quinta ciudad más grande de Nueva Inglaterra—; desde
allí, tomaría otro hasta Hartford —Springfield—; de Hart-
ford, y siempre en autobús —no tenía prisa, nadie le espe-
raba— marcharía hasta Providence; y por último —aunque
de esto no estaba absolutamente seguro—, tomaría un ferri
que lo anclaría en su nuevo destino: el pequeño pueblecito de
Aquinnah, junto a los pretéritos y abisales acantilados de Gay
Head. ¿Por qué? Big-Bear no lo sabía. Quizás guardaba rela-
ción con algo de la vida del que le prestó la vaina que ahora lo
abrigaba, el Sr. Mason; quizás tenía algo que ver con sus bio-
grafías pasadas… Lo que sí sabía, y era una certeza más que
absoluta —entonces, Big-Bear acarició el fajo de billetes con
sus dedos de uñas finas y esmaltadas—, es que ahora tenía
dinero y era blanco.
¿Qué mejor cosa que esta podría pasarle en la Norteamé-
rica de finales de los 30 —en constante y vertiginosa evolu-
ción—? Por eso, Big-Bear estaba muy contento.
Y en ese preciso instante, a su mente de esclavo acudió
una revelación:
«¿Qué tal ser Tu propio Amo?»

¡Sí, eso era! Cuando arribase a Gay Head echaría raíces y mon-
taría un negocio: construiría su propia granja. Y ¡con muchas
cabezas de animales! Porque siempre había preferido —y
preferiría— estar en compañía de animales que de personas
—en cualesquiera de sus vidas, pasadas o futuras—.

«¿Caballos?», se interrogó.
¡ZzzZzz! ¡ZzzZzz! ¡ZzzZzz!…
Big-Bear introdujo su mano derecha en el bolsillo de la per-
nera del pantalón: ¡cinco! —a partir de ahora, y durante el
tiempo que durase esta nueva pervivencia, su número de la
suerte—.

«No, mejor de pavos —sonrió—. De grandes y lustrosos


pavos, como terneros.»

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Somos
Legión
Elmer Ruddenskjrik
Somos Legión

Elmer Ruddenskjrik

Soy barrendero. Un peón de una empresa de limpieza que no


lleva nada más que unos cuatro años trabajando aquí, haciendo
el mismo recorrido, día tras día, de menear el cepillo a lo largo
de las calles de un polígono de mayoristas de alimentos. No os
podéis ni imaginar la de mierda fresca y podrida que tengo que
recoger por ahí muchas veces; y digo mierda porque, una vez
que se desecha y se arroja al polvoriento suelo de hormigón que
recorre los altos y bajos de los muelles de carga, o una vez que
cae sobre el grumoso asfalto sobre el que ruedan los camiones
y las traqueteantes carretillas elevadoras, cualquier manjar que
haya germinado y crecido en la tierra, cualquier sabrosa carne
de todo tipo de ganado que haya sido criado, se transmuta en
auténtica basura, y en un repugnante residuo del que solo se ali-
mentan cucarachas, ratas, gatos y hasta ávidas avispas.
Pero todo esto, la idiosincrasia de mi trabajo, es algo que
poco debe de importaros, al menos no más de lo poco que me
importa a mí. Este trabajo me da para vivir y tener aquellas
pequeñas cosas necesarias para ir tirando en esta sociedad
nuestra, y procuro realizarlo con la suficiente diligencia como
para garantizar que, por eficiente y cumplidor, no van a pres-
cindir de mis servicios. Se trata de un empleo relativamente
seguro, nada complicado y, hay que reconocerlo, con difíciles
alicientes. Pero… desde hace cosa de unos dos meses… esto ha
cambiado sustancialmente. ¡Joder si ha cambiado!

55
Tardé un par de días en darme cuenta. La primera vez que la vi,
la flaca señora, con los ojos prietos por una vida bizqueando bajo
el sol a lo largo de intensivas jornadas de trabajo en el campo,
llamaba mi atención abriendo el agujero de su boca en un grito
mudo, y alzando su brazo derecho para, retorciendo en exceso la
muñeca, hacerme gesto de vente pacá. Sonreí afable, afirmando
claramente con la cabeza, mientras me preguntaba qué cojones
querría aquella jodida puta seca y arrugada al dirigir con pres-
teza mis pasos hacia ella, dispuesto a aparecer amable y servil,
procurando que la imagen que pudiera dar se extendiera a la
reputación de la empresa que me tenía contratado, y buscando,
con ello, afianzar mi posición en la misma, ante la posibilidad de
una fácil sustitución al más mínimo descontento, que no está la
cosa para jugarse el pan…
Al llegar a ella, con un deje de paleta pueblerina, la mujer se
me hizo audible, toda vez que la muy estúpida ya me estaba ha-
blando desde una distancia imposible para que yo pudiera oírla.
—... que estaba limpiando el camión del hijo mío y ya no
sabía qué hacer con estos papeles. ¡Y veo aparecer a tan buen
mozo para recogerlos! —Terminaba de decir la hija de puta, con
una mueca rígida que pretendía ser una sonrisa, y no la máscara
amenazante y predadora de una criatura al borde de la muerte,
que era lo que se me descubría en la cercanía de unos cincuenta
centímetros de su persona.
—Hombre… ¡para eso me pagan! —respondí de inmediato
con una afable sonrisa y encogiéndome de hombros, mientras
tendía hacia ella el cajón que sostenía en mi mano izquierda, ese
hacia cuyo fondo arrastraba o empujaba con saña la inmundicia
desde la escoba que manejaba con la diestra.
—Es que, mientras mi hijo está ahí dentro haciendo unas
gestiones, me digo: ¿qué hago aquí solina? Y me puse a limpiarle
el camión, que siempre está sucio del polvo de la carretera y de
los bichinos estrellaos. ¿Verdad que lo dejo bien?
La anciana insoportable se volvió ligeramente entonces
hacia el frontal del chato vehículo, como para invitarme a com-
probarlo. Sin moverme, aprecié de inmediato que la superficie
de chapa y cristal del camión sí que estaba bastante lustrosa,
pero dudaba que se pudiera agradecer a las atenciones de un par

56
de manos artríticas que sujetaran y sacudieran con debilidad
aquellos pañuelos de mocos estrujados entre unos dedos retor-
cidos y de demasiado largas uñas. El conductor sería quien lo
mantuviera limpio, y aquella mujer pretendía atribuirse el irri-
sorio mérito, llevada, seguramente, por la desgracia de saberse
completamente inútil para su hijo, cuando no una carga. 
—Pues sí, ha quedado muy bien, la verdad, hay que recono…
—Pues mira, allí enfrente han tirado ahora unos plásticos,
que los vi yo salir de esa nave y tirarlos ahí. —La seca mujer ni
siquiera me miró a la cara cuando me interrumpió, simplemente
como si no me oyera hablar, o como si estuviera, en realidad,
hablando con alguien que, desde luego, no era yo, quien, hay que
añadir, parecía no existir en la escena—. Y me dije yo: ¿dónde
estará el chico para recogerlos? Y aquí apareciste. Me dije: ¡voy
a avisarle enseguida, para que no se crea nadie que no hace bien
su trabajo!
—Vaya, pues gracias, muchas gracias. Voy pallá entonces…
—Me despedí de aquella manera con la mejor de las sonrisas,
alzando levemente la mano con la que sujetaba la escoba, y ca-
minando raudo hacia el lugar señalado. 
Aquella basura que me había señalado habría de alcanzarla
de todos modos en mi camino ordinario, si la muy estúpida no
me hubiera llamado y hecho perder el tiempo, pero a pesar de
ello me dirigí a recogerla inmediatamente, haciendo alarde de
una diligencia que rayaba en lo pusilánime. 

Como digo, tardé dos días en darme cuenta. Al segundo día, a la


misma hora, me encontré a la mujer, y del mismo modo, o muy
parecido, me hizo llamar para decirme prácticamente la misma
estupidez, con alguna ligera variación. Conclusión: estaba senil
y parecía olvidar las cosas. Otros dos días de encuentro con ella,
y tratando de mantener una conversación más larga, me reve-
laron que la grimosa criatura se olvidaba de lo hablado apenas
un par de minutos después. 
Esa fue la mía. 
Se convirtió en un ritual, un reconfortante ritual. Una es-
pita por la que sofocar toda la presión de mi iniquidad frus-
trada. Porque vivo solo. No he conseguido que mis familiares

57
mantengan sus lazos conmigo a pesar de mi naturaleza, ni he
logrado engañar a nadie para que comparta su vida conmigo y
poder hacérsela, así, imposible. Tampoco me codeo con compa-
ñeros de trabajo entre los que pueda crear cizaña. Y todo ello,
para qué negarlo, me estaba volviendo loco. Pero el descubri-
miento del semicadáver que frota con inocencia y esperanza el
camión de su hijo, ocupado siempre a la misma hora, ha cam-
biado mi vida. 
—... limpiándolo con papel se ve que se queda muy bien,
¿verdad que sí? —Me dijo ella aquella primera vez que me
atreví a hacer lo que quería.
—Sí, está quedando muy bien si quieres dejarlo hecho una
puta mierda, vieja asquerosa —contesté manteniendo la misma
expresión sonriente y el tono de voz modulado y afable de los
cuatro días anteriores. 
Es cuando le hablo así, a la muy puta, cuando me convierto
en una persona real, alguien a quien escucha y mira directa-
mente a la cara. Deja de sonreír. Su línea de falsos y perfectos
dientes pagados a sueldo de camionero se transmutan en una
línea fina y recta de labios apretados al borde del puchero más
infantil, y sus ojos azules y pequeños me observan como si fuera
yo el mismo hijo al que nunca he visto, y al que, estoy seguro,
ella sabe que tiene muy decepcionado. 
—Eres asquerosa, momia de mierda. Deberías dejar de
mover tus zarpas sobre cosas más útiles que tú, no sea que las
acabes por joder. —Cualquiera que nos viera desde la distancia,
no sabría distinguir que la arrugada e inexpresiva cara de la an-
ciana reflejaba una tristeza insondable, más reforzada por ines-
perada y absurda, y me vería a mí tan afable y sonriente como
siempre, moviendo la boca para soltar inaudibles pero agrada-
bles palabras, quizá incluso galantes—. Aunque, para jodida tú,
que seguro que no sabes ni quién es el padre de tu hijo. 
Y me alejé de ella despidiéndome con mi acostumbrado gesto
de alzar levemente el palo de escoba. Y así día tras día. Con ligeras
variaciones, a veces más decidido, otras más comedido, según la
proximidad o el número de personas que trajinan por los muelles
de alrededor en ese momento. Pero siempre con el mismo resul-
tado: una esfinge delgada y triste que, con abrumadora pesa-

58
dumbre, se yergue junto a aquel camión durante minutos, o bien
se refugia con presteza en el asiento del copiloto de la cabina, con
la sombra de mi odio pegada a su conciencia, por incapaz que sea
después de recordar el motivo de su malestar… Y lo que es más
importante: de poder contarlo. 
A veces, cuando estoy en casa, y cuando ya he perdido el
interés en la película que echan por la televisión pública esa
noche, me masturbo sin siquiera moverme del sofá de mi pe-
queña salita. Veo con nitidez cómo la puñetera anciana pierde su
hipócrita sonrisa para retraerse a ese estado infantil de frustra-
ción, ese desolador y absurdo pero que resulta completamente
inconsolable. Y se me pone dura como una piedra. Me imagino a
su hijo volviendo con ella, y encontrándola triste, apenada, sin
ganas de hablar y, quizá, al llegar a casa o al restaurante al me-
diodía, sin ganas de comer. Quizá se plantea que ya no puede
cuidar más de ella, que no se atreve a obligarla a comer o a hacer
cosas, a recuperar sus ganas de vivir. 
Quizá nada de esto ocurre así, pero yo lo imagino, y todo ello
me acerca al éxtasis mientras me la pelo como un mono. 
Y en el momento en que siento que me corro, me imagino que
mi leche, espesa y caliente, sale disparada contra la cara inde-
fensa de la puta anciana. Ella apenas puede hacer otra cosa que
cerrar los ojos de la sorpresa, pero parte del disparo le llega a
caer sobre los párpados, gotas se precipitan y quedan colgando
desde su nariz, al borde de las fosas nasales, y también llegan
a lubricar esos labios secos y apretados, reacios a probar la re-
galada simiente. También me imagino que me corro con vio-
lencia sobre la cara de un obeso camionero, el hijo de la anciana,
cuyo aspecto no conozco en realidad, pero que me figuro como
un pánfilo paleto con barba de tres días que llego a regar con
perlados rastros, que ruedan a cámara lenta sobre las gruesas
cerdas que recubren sus mejillas y gruesa papada. El tipo es tan
estúpido, su expresión tan bobalicona, que no pocas veces re-
cibe mi corrida con la boca totalmente abierta. Y así, ambos, me
hacen feliz como hacía mucho tiempo que no era. 
Somos así, algunos. Pero somos muchos. Somos Legión. 
Y el mundo es nuestro.

59
El
ecógrafo
Elena Romea

61
El ecógrafo

Elena Romea

Calixto Botija se levantó aquella mañana pensando que sería un


día normal en el trabajo. No le gustaba madrugar, pero siempre
ponía el despertador diez minutos antes para poder ir un poco
más lento con la preparación del desayuno —la comida más im-
portante del día según su colega el doctor Martín, endocrino
del hospital donde él trabajaba— y poder así concentrarse en
la evacuación de deposiciones mañaneras que tanto le cos-
taba. Tras una buena ducha, lavado de dientes y aseo de nariz
y orejas, pasó a vestirse con los pantalones de poliéster caquis
que combinaban a la perfección con la camisa de algodón gris
claro, jersey de cuello en uve de lana del mismo color, pero más
oscuro, y la corbata roja de los miércoles. A continuación, con
ayuda del calzador, deslizó cada uno de sus pies previamente
cubiertos por unos caros calcetines de nailon escarlata dentro
de unos elegantes y nada cómodos zapatos Oxford de antelina
mate. Llegó al portal del edificio, revisó si llevaba todo lo ne-
cesario para enfrentarse a la jornada laboral y se abrochó su
gabardina Garibaldi marrón oscura. Estaba oscuro. Quizás llo-
viese de camino al metro.

María José, ama de casa, hizo lo que pudo aquella madrugada.


Preparó a los niños, al marido, se puso el anorak encima del pi-
jama, bajó al supermercado, se lavó por partes y, tras ponerse lo
poco que le quedaba limpio, salió corriendo camino del hospital.
Tenía ecografía rutinaria y revisión con el ginecólogo y no quería
llegar tarde, pues o bien perdería la cita o bien tendría que entrar

63
la última, y ese era un lujo que no se podía permitir: el pequeño
salía a la una y alguien tendría que estar esperándolo.

El doctor Díez Ochoa besó a su mujer antes de salir por la puerta


del piso de lujo que tenían en la calle Serrano. Ventajas de ser
jefe de servicio de ginecología de un hospital público y asesor
de medicina privada. La noche anterior había llegado tarde, bo-
rracho y oliendo a Manoli, que, para el lector más despistado,
hay que decir que no es el nombre de su santa esposa. ¡Ay, los
visitadores farmacéuticos que alegrías daban! ¡Cómo se lo ha-
bían pasado con esas pastillitas «Juanola» de origen dudoso y
efectos alucinógenos! Por cierto, ¿dónde se habría quedado la
caja? Bueno, seguro que si alguien la encontraba la tiraría a la
basura, pues se notaba a leguas que aquello no era un caramelo
normal.

Pepa despertó a la niña, Juanita, de dieciocho años, que llevaba


más de doce horas encerrada en su habitación —durmiendo, su-
ponía—, pero con el móvil encendido y un drama sentimental
que iba más allá de la comprensión de un adulto de más de veinte
años. Se decidió hace unos meses, la niña tenía que ir al médico,
seguro que ya estaba teniendo relaciones sexuales y no quería
sorpresas. Ya las tuvo ella a los dieciséis. Casi la arrastró por
toda la casa de una oreja hasta que estuvo lista para abandonar
el hogar camino del médico.

Calixto Botija llegó al hospital sin incidencias en el camino,


sacó su bata blanca de la taquilla, se colgó su identificación al
cuello, cogió una caja de caramelos que alguien se había olvi-
dado en la sala de médicos —maravillosa coincidencia, desde
que dejó el tabaco, otra prescripción médica, se había aficio-
nado a los Ricola y, como aquella mañana la farmacia estaba
cerrada, no había podido comprarlos—, y abrió la consulta
33 de ecografía Doppler transvaginal diagnóstica en la que
llevaba trabajando desde hacía más de treinta años. Llevaba
tanto tiempo allí que las mujeres habían dejado de interesarle.
No veía nada obsceno en los muslos de una muchacha, en su
vulva o en su trasero desnudo.

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María José, Pepa y Juanita chocaron a las puertas del edificio,
recién abierto al público, hicieron cola para sacar el tique de la
cita y subieron a la segunda plata en el mismo ascensor.

Segismundo Díez Ochoa estaba, en ese mismo instante, termi-


nándose su segundo carajillo y quinto cigarrillo en la terraza de
un hotel cercano, mientras fantaseaba con cierto olor nocturno
de sus dedos índice y medio. Él ya no atendía a pacientes y su
primera visita no estaba citada hasta una hora después. Pensó
en Merche, su secretaria y suspiró. Cerró los ojos, disfrutó del
sabor del café adulterado y dio la última calada antes de levan-
tarse, pagar, subirse los pantalones caídos y dirigirse rumbo a
su despacho.

Para determinar la posición del cuerpo uterino, consideramos dos


ángulos: el ángulo de flexión —que el eje del cuerpo forma con el
del cuello del útero— y el ángulo de versión —hecho con el eje de
la excavación pelviana—; es decir, la línea trazada entre el ombligo
y el cóccix. El útero normalmente está en anteversión cuando el
ángulo de liberación se sitúa en frente del eje formado entre el
ombligo y el coxis.

El doctor Botija se sentó, encendió la máquina de ultrasonidos


y el ordenador que, además de ser donde escribía los informes
que mandaba a las consultas de resultados, era el encargado de
dar turnos a las pacientes que estaban esperando fuera. Ordenó
a la enfermera que —aunque llevaba allí más de quince mi-
nutos, había permanecido invisible como siempre para nuestro
médico— preparase la camilla, las sábanas y los apósitos nece-
sarios para que todo funcionase bien y no hubiese demoras. Se
tomó un caramelo, con este tiempo comenzaba a molestarle la
garganta y se dispuso a comenzar.

65
LSD-25 - dietilamida de ácido lisérgico- (6aR,9R)-N,
N-dietil-7-metil-4, 6, 6a, 7, 8, 9-hexahidroindolo
[4,3-fg]quinolina-9-carboxamid efectos sobre el sis-
tema nervioso central interrupción de los recep-
tores de serotonina, conocidos como receptores 5-HT.

María José fue la primera en entrar. Se desnudó de cintura para


abajo, se puso la sábana alrededor de la cintura y se tumbó bo-
carriba con el culo elevado gracias a la cuña-cojín que reposaba
sobre la cama. Ya con el condón recubriendo la manga ecográ-
fica, Calixto depositó el gel lubricante y se dispuso a su intro-
ducción por vía vaginal. María José, tras tres partos naturales,
no sintió nada.

Anejo Izquierdo: 26 × 17 mm con 9 folículos de 5 y 6 mm


Anejo derecho: 25 × 15 mm con 7 folículos de 5 mm
Útero: anteversión 58 × 33 mm, bordes regulares y pa-
rénquima homogéneo sin masas. Endometrio 2.8 mm
Douglas: libre

El fondo del saco de Douglas es una membrana del peritoneo que


recubre la cavidad abdominal entre el recto y el útero en las mu-
jeres y entre la vejiga y el recto en los hombres. Está formada por
tejido conectivo denso y tiene la función de sostener los órganos.

María José se vistió y salió corriendo a recoger la casa.

Mescalina, 2-(3,4,5-trimetoxifenil) etanamina o 3, 4, 5-trime-


toxi-β-feniletilamina, inhibe la oxidación del lactato de sodio,
piruvato y glutamato en el cerebro del sujeto.

Entraron dos señoras más: una a punto del prolapso; la


otra ya en su climaterio, pero sin complejidad aparente.
Le sudaban un poco las manos, pero lo achacó a que la ca-
lefacción estaba muy alta. Otra paciente, cuarenta años y
siete miomas: tres subserosos, dos intramurales y dos

66
submucosos, uno de ellos enorme, no sabía ni cómo no se
meaba encima al sentarse.

Un prolapso uterino es un descenso hacia el exterior de


uno o varios de los órganos que se encuentran en la cavidad
pélvica. Entre estos órganos se encuentran la vagina,
la uretra, el recto o la vejiga.

Un mioma es un tumor benigno


constituido por células musculares.

MDMA, 3, 4-metilendioximetanfetamina, aumento de acti-


vidad en neurotransmisores como la
serotonina, la dopamina y la norepinefrina.

Cuarta, teratoma de treinta centímetros. Se negaba a ope-


rarse. Algún día le estallará la pelvis y problema resuelto.

El teratoma es un tumor de origen embrionario


formado por varios tipos celulares. Normalmente
aparecen en los ovarios de la mujer.

Fenciclidina, 1- (1-Fenilciclohexil) piperidina, anestésica.


Antagonista de receptores ionotrópicos, causa u
na despolarización prolongada de la neurona.

Mientras tanto Segismundo en su despacho miraba el culo de su


secretaria, joven, atractiva y muy servicial, e intentaba recordar
dónde habría dejado sus «juanolitas». La resaca era terrible y no
paraba de pensar en lo gilipollas que eran los médicos que tenía
a su cargo mientras repasaba informes. Había uno en especial,
Calixtito Botijón. Le sacaba de sus casillas. Habían estudiado
juntos en la UAM donde siempre se había sentido inferior debido
a la perfección de los procedimientos médicos y de seguridad

67
que este aplicaba a todas sus tareas. Pero ¿quién era el mejor
ahora? Él en su despacho haciendo lo que le daba la gana, él otro
en su cuchitril oscuro metiéndoles un palo por el coño a señoras
todo el día… No había color.

DMT, N, N-dimetiltriptamina, alcaloide triptamínico de nú-


cleo indólico, regulador del receptor SIGMA-1.

Juanita entró en consulta, el ecógrafo repitió todos los pasos


anteriores e intentó introducir la cámara en la paciente, quien
estaba nerviosa y preocupada. Con insistencia lo consiguió. A
Juanita se la notaba dolorida. Realmente no sabía si era virgen
o no. Algo había pasado, pero ni David ni ella lo habían hecho
antes y no estaban seguros de lo que había sucedido hacía dos
meses.

Anejo Izquierdo: 24 × 18 mm quiste compa-


tible con endometrioma de 2 mm
Anejo derecho: 23 × 20 mm
Útero: retroversión 56 × 35 mm, bordes regulares y pa-
rénquima homogéneo sin masas. Endometrio 2.8 mm
Douglas: libre… ¿libre?

Un endometrioma se forma cuando el tejido en-


dometrial (tejido de la superficie interna del útero)
se adhiere y crece anormalmente en los
ovarios, como ocurre con la endometriosis.

Nuestro doctor no daba crédito a lo que estaba viendo en la


pantalla. ¿Qué era eso? ¿Qué ocupaba el Douglas? Eso no era
ni líquido ni tejido endometrial. Notó como un líquido bajaba
desde el cérvix de la paciente a su guante de látex y de este a su
muñeca desnuda. Pensó que una vez más le habían menstruado
encima. Dejó la sonda dentro de Juanita y atónito observó que
no era sangre reglar sino algo verde y viscoso lo que empezaba
a manchar su camisa gris claro. Se asustó, mas no perdió la
compostura y, bajo la atónita mirada de Juanita, continuó con
la prueba.

68
Inclinó un poco más el palo del ecógrafo para ver qué era eso
que habitaba el Douglas de la chica. Una especie de caviar alie-
nígena parecía haber tomado esa zona de su cuerpo. Hizo más
presión sobre la zona. No podía creer lo que estaba viendo. Jua-
nita comenzó a llorar y a gritar. A su madre no la habían dejado
entrar por tratarse de una prueba privada y la enfermera había
salido a ordenar unos informes.
Calixto Botija erosionaba su vagina con movimientos ascen-
dentes y descendientes en busca de una vista mejor. El pequeño
visillo que separaba el colon de su vagina comenzó a rasgarse.
La sangre brotó sobre la camilla y Juanita se desmayó. El doctor
comenzó a tomar fotografías del interior de la muchacha con
el ultrasonido hasta que la imagen de la ruptura de uno de los
huevos del interior de la matriz le hizo vomitar sobre el pelo
de la chica. A ella, inconsciente, no pareció importarle. ¿Qué era
eso? Ya era raro que a los quistes endometriales los llamasen
«de chocolate» por estar rellenos de sangre seca…. Pero esto…
¡Esto iba más allá de lo que había visto nunca dentro de una
mujer! ¡Y había visto cosas muy raras!
De ese zigoto, por llamarlo de una manera más cientí-
fica, nació un insecto azul, que brillaba sobre las imágenes
en blanco y negro de la ecografía. Pequeño, volador y tierno.
Otros embriones siguieron a este, llenaron el útero de Juanita
y comenzaron a comerse sus entrañas. El doctor, ecógrafo en
mano cual espada, luchó contra ellos evitando que la devo-
rasen por completo a la vez que iba rajando las jóvenes vís-
ceras. Nunca imaginó que el dinero invertido en las clases de
esgrima pudiera dar su fruto en una situación como aquella.
Esos médicos engreídos amiguitos de Díez Ochoa que se bur-
laban de él y sus lecciones de lucha entre caballeros mientras
agotaban las bebidas en el afterwork del bar de enfrente del
hospital. ¿Quién era el tonto ahora? ¿Quién iba a salvar a la pa-
ciente y al mundo de esta invasión extraterrestre? ¡Embestida
voladora con ruptura de vejiga y con su consecuente derra-
mamiento de orina! —sobre la ya apetitosa mezcla generada
por la sangre de la paciente y el vómito de Botija—. ¡Passata
sotto enredando los intestinos no evacuados con el útero vir-
ginal de la niña! ¡Contrataque del monstruo añil devorador de

69
vulvas! ¡Remesón vaginal que alcanza hasta el diafragma! Y
así hasta que nuestro héroe cayó exhausto en la batalla.
Dos días después despertó en el área 4 del hospital habita-
ción 402, salud mental, atado de pies y manos a una cama. La ca-
misa de fuerza apoyada en la silla del acompañante inexistente.
No quedaba rastro de su elegante ropa ni de sus caramelos.
Segismundo estaba dando parte en comisaría mientras acari-
ciaba un paquetito de caramelos que escondía en su bolsillo. El
mismo que, antes de llamar a la policía, había cogido de la mesa
de la consulta 33. Sí, esa que tenía un amasijo de órganos in-
ternos flotando sobre una extraña mezcla de vómito y sangre en
una camilla, una cabeza de cuya boca salía el palo del ecógrafo
coronado por la cámara de ultrasonidos, un médico desmayado
sobre una pantalla de ordenador bañada en bilis, una enfermera
tirada en el suelo al lado de la puerta y sobre ella el cuerpo infar-
tado de la madre de Juanita.

María José planchaba las camisas de Pepe con la tele de fondo.


Casi quemó una cuando reconoció al médico de la foto que ilus-
traba la noticia. Pronto lo olvidó y continúo con el resto de las
tareas domésticas.

En el techo de la habitación 402 una libélula gigante guiñaba


un ojo a nuestro Calixto, quien al ir a escupirla se dio a sí mismo
con su propia saliva en el ojo. Lo pensó mejor, vio que era
hembra. Deseó tener su ecógrafo consigo. Era un hombre vo-
cacional. Toda una vida dedicada a los úteros, ovarios y cérvix,
a la salud reproductiva femenina. Lo más seguro es que ya le
hayan quitado su licencia médica, pero… ¿Y la veterinaria? Eso
sí podría ejercerlo… Se fabricaría su propia máquina, con el
mango y la cámara más fina, sin profiláctico, seguro que las
moscas no sufrían de enfermedades de transmisión sexual.
Todo sería diminuto. Pero sí, lo haría. Se colocaría en su silla,
al mando de su aparato de ultrasonido, con bellezas aladas de
caparazón duro en la camilla. El palito iría a través de la larga
cavidad vaginal de la cucaracha hasta llegar al ovario, con cui-
dado, sin tocar el corazón. Se aseguraría de que los conductos
ováricos están bien, libres, preparados para dejarse fecundar,

70
que el espermateca funciona bien y que las glándulas encar-
gadas de segregar los materiales adhesivos están perfectas.

En los insectos el aparato reproductivo de la hembra consiste


en un par de ovarios, un sistema de ductos, por el cual pasan los
huevos al exterior, y estructuras asociadas. Generalmente cada
ovario consiste en un grupo de ovariolas donde se producen los
óvulos. En la parte anterior del ovario hay un ligamento suspensor
que generalmente se inserta en la pared interior del cuerpo o en
el diafragma dorsal. En la parte posterior hay un oviducto por
el cual descienden los huevos hacia el exterior (Gullan, P.J.; P.S.
Cranston (2005). The Insects: An Outline of Entomology (3 edición).
Oxford: Blackwell Publishing. pp. 22-48. ISBN 1-4051-1113-5.)

Aquella noche soñó con su libélula. Con su aparato genital feme-


nino, con los huevos que guarda bajo su coraza y con su poste-
rior inseminación.

Díez Ochoa no pudo dormir. No le habían llevado aún ante el


juez. Decía no saber qué podría haber ocurrido, pero la lla-
mada de angustia de unos de los visitadores farmacéuticos a su
móvil pinchado por la policía lo delató. En sus dedos no quedaba
ningún olor, pero sí restos de las «juanolitas». Chupó y chupó
hasta que alcanzó un estado de inconsciencia del que nunca se
recuperó. Al contrario que el doctor Botija, quedó en coma y
nunca más despertó. Poco a poco los gusanos de la carne fueron
devorando sus entrañas hasta que no quedó nada. La ecografía
abdominal lo confirmó, cáncer de hígado. Y así se lo trasladó
María José, ya de vuelta de su excedencia por maternidad, a la
resentida mujer, quien sonrío y se alejó por el pasillo de la planta
sexta. Al final todo había salido a la perfección. En el ascensor la
mantis religiosa que llevaba en la solapa le guiñó un ojo y ella la
besó llenándola de carmín. Se bajó en la planta segunda, cruzó
el pasillo y esperó a su turno en la consulta 33. Tenía revisión y
le habían dicho que había un ecógrafo nuevo jovencísimo y gua-
písimo, cariñoso y bobalicón.

71
Calixto Botija se levantó aquella mañana pensando que sería
un día normal en el trabajo. No le gustaba madrugar, pero
siempre ponía el despertador diez minutos antes para poder

La,lará,
ir un poco más lento con la preparación del desayuno —la co-
mida más importante del día según su colega el doctor Martín,
endocrino del hospital donde él trabajaba— y poder así con-
centrarse en la evacuación de deposiciones mañaneras que

larito,
tanto le costaba. Tras una buena ducha, lavado de dientes y
aseo de nariz y orejas, pasó a vestirse con los pantalones de
poliéster caquis que combinaban a la perfección con la camisa
de algodón gris claro, jersey de cuello en uve de lana del mismo

limpio
color, pero más oscuro, y la corbata roja de los miércoles. A
continuación, con ayuda del calzador, deslizó cada uno de sus
pies previamente cubiertos por unos caros calcetines de nailon
escarlata dentro de unos elegantes y nada cómodos zapatos

tu casita
Oxford de antelina mate. Llegó al portal del edificio, revisó si
llevaba todo lo necesario para enfrentarse a la jornada laboral
y se abrochó su gabardina Garibaldi marrón oscura. Estaba os-
curo. Quizás lloviese de camino al metro.

María José, ama de casa, hizo lo que pudo aquella madrugada.


María Larralde
Preparó a los niños, al marido, se puso el anorak encima del pi-
jama, bajó al supermercado, se lavó por partes y, tras ponerse
lo poco que le quedaba limpio, salió corriendo camino del hos-
pital. Tenía ecografía rutinaria y revisión con el ginecólogo y no
quería llegar tarde, pues o bien perdería la cita o bien tendría
que entrar la última, y ese era un lujo que no se podía permitir: el
pequeño salía a la una y alguien tendría que estar esperándolo.

El doctor Díez Ochoa besó a su mujer antes de salir por la puerta


del piso de lujo que tenían en la calle Serrano. Ventajas de ser
jefe de servicio de ginecología de un hospital público y asesor
de medicina privada. La noche anterior había llegado tarde, bo-
rracho y oliendo a Manoli, que, para el lector más despistado,
hay que decir que no es el nombre de su santa esposa. ¡Ay, los
visitadores farmacéuticos que alegrías daban! ¡Cómo se lo ha-
bían pasado con esas pastillitas «Juanola» de origen dudoso y
efectos alucinógenos! Por cierto, ¿dónde se habría quedado la
La, lará, larito,
limpio tu casita

María Larralde

Toda persona de más de cincuenta años debería convertirse en


escritor. Deberíamos ser obligados por ley. Debería estar en las
constituciones como obligación y derecho de cada ciudadano.
La jubilación debería adelantarse para que cada cual pudiera
escribir el relato de su vida. A los cincuenta todos hemos acu-
mulado las suficientes experiencias vitales como para escribir,
al menos, la propia biografía. Y, sin que parezca algo superfi-
cial, diré que este es mi caso. Podría escribir una novela entera,
sobre todo, ahora que tengo todo el tiempo del mundo para mí.
Ahora que ya no tengo miedo a nada.
Pongamos como ejemplo, la historia de nuestros padres, su
vida antes de ser adultos, antes de conocerse, antes de conce-
birnos. Nadie conoce la verdadera historia de sus padres. Los
recuerdos de sus infancias, los traumas, los encuentros oscuros
con los seres que poblaron la imaginación infantil de quienes
nos trajeron al mundo. Seguramente, cada uno de nuestros ante-
pasados podría haber relatado historias increíbles que, sin em-
bargo, nadie va a conocer nunca. Historias que están perdidas
para siempre. Podridas, muertas como los cerebros de quienes
las protagonizaron. Si pudiéramos leer la vida, escrita de puño
y letra, de todas y cada una de las personas que han vivido a
lo largo del tiempo, ¿qué necesidad de historia universal acadé-
mica tendríamos como especie? Exacto, ninguna.
Pues bien, aunque es tarde ya para mí, quiero escribir mi
historia, y que mi hija y mis nietos puedan saber de primera
mano quién soy, lo que he vivido y lo que siempre he callado.

75
Ahora que mi paso por este mundo cuenta con más de cincuenta
años me toca hacer mi testamento. La memoria es algo frágil.
Es un bien que no se aprecia cuando lo tenemos, y que se desco-
noce cuándo se pierde. Pero comenzaré por el final. El final de
la vida suele ser lo menos interesante, lo sé. Pero este no es el
caso. Además, mi memoria, fresca y viva respecto de los últimos
acontecimientos, está menos poblada de falsos recuerdos. Sin
embargo, la primera infancia, la niñez e, incluso, la juventud va
quedando enmascarada por un halo neblinoso de recuerdos ob-
jetivos inmersos en un relato fantástico.
Para empezar, diré lo siguiente: yo, nunca, dejaría que nadie
limpiara mi hogar. Nunca, bajo ninguna circunstancia. Ahora
mismo, mientras me enfrento a esta página en blanco, intento
poner en orden los recuerdos más recientes para, posterior-
mente, avanzar poco a poco hacia el pasado. He visto de todo,
esa es la verdad. De todo, hasta fantasmas. Porque hay casas con
fantasmas, sí. Me da igual quién lo crea, estas son cosas que no
se pueden generalizar. Es completamente normal que quienes
no han visto ninguna casa infestada no crean en estas cosas. Sin
embargo, no fue la visión de ningún fantasma la que constituyó
la experiencia más increíble de mi vida como asistente de hogar.
Comenzaré esta historia por la parte más importante, lo
que define la esencia de mi trabajo, lo que nadie entiende, lo que
los demás no pueden concebir dados los prejuicios instaurados
en la sociedad superficial e intelectualizada en la que vivimos.
Limpiar casas, ser empleada de hogar, es un trabajo terapéutico
hasta cuando no lo es. En primer lugar, cuando limpias sientes
que tu trabajo es verdaderamente importante. Si no lo fuera, las
personas que nos contratan harían las tareas domésticas ellas
mismas. No tener tiempo no es una excusa. El tiempo es rela-
tivo, y lo gastamos en lo que queremos. Sí, parece que algo que
uno delega en otra persona no es importante, o lo es menos que
otras actividades. Sin embargo, no es así. La gente no quiere
hacer las tareas domésticas porque psicológicamente no lo so-
portan, como cuidar a sus hijos. Y pondrán miles de excusas
superficiales, o no tanto. Puede que las excusas sean realmente
convincentes. Pero la realidad es otra. Porque, la verdad es que
las tareas domésticas suponen verte a ti mismo tal cual eres.

76
Recoger tu propia mierda, ver tu propia inestabilidad, tus vi-
cios. Tu pereza está en tu casa, el desorden está en la propia
vivienda, el caos, lo malsano de tu vida, está en tu hogar, ence-
rrado entre cuatro paredes.
Las casas encierran, en su orden o desorden, quién eres. Sé
que hay quienes piensan que es, en realidad, un trabajo poco o
nada cualificado que realizan personas de nivel sociocultural
bajo. Pues no, se equivocan. Es peor que eso. Los que limpiamos
somos los gusanos sociales, los individuos más útiles, casi casi,
como los enterradores. Porque podríamos habernos dedicado a
otras tareas u ocupaciones poco cualificadas, como montadores
de piezas en una fábrica, camareros, albañiles, conductores, no
sé, o modelos. Pero limpiar las casas de otras personas te otorga
otro nivel, te otorga poder. Por un lado, puedes llegar a conocer
a las familias y a cada uno de sus miembros en profundidad.
Conoces sus virtudes, sus afectos, sus hábitos intestinales. Por
otro, conoces sus vicios, por ocultos que estos sean, acabas co-
nociéndolos, si estás el tiempo suficiente en una casa, claro. En
ocasiones, lo único que conoces son los defectos y vicios, desde
el primer día.
Pero una persona que tiene tal poder debe poseer virtudes.
Si te dedicas a cotillear y sacar lo malsano acabas en la puta
calle, o algo peor. En todo caso este poder debe ser utilizado
solo en caso de necesidad. De necesidad extrema. Hay quienes,
no siendo verdaderos profesionales, utilizan la confianza de las
familias para chantajearlos en cuanto tienen ocasión. No lo re-
comiendo. Es sucio y vil. Nuestra función es catártica, somos los
laxantes de la sociedad.
La última casa en la que estuve ejerciendo estaba a las
afueras de la ciudad. Al principio me pareció extraño que fuera
el padre de la familia el que me llamó para citarme y realizar la
entrevista. La empresa de trabajo que le facilitó mi currículum,
en realidad, nunca había mantenido una relación laboral con-
migo. Se trataba, según me dijo, de Trabalia una ETT que había
buscado por Internet. Esta le había proporcionado mis datos a
través de su web. Como tenía magníficas referencias de otros
clientes se decidió a llamarme. La verdad es que este trabajo es
poco estable, a veces te contratan, en otras ocasiones, cuando

77
vas por libre, la gente prefiere no contratarte. Simplemente
llegas a un acuerdo verbal y santas pascuas. Este era el caso.
Sin embargo, no me extrañé pues mi currículum debía estar
disponible en más de cien portales, webs y empresas de tra-
bajo temporal. Lo que sí me hizo dudar fue el hecho de tener
en aquella web supuestas opiniones favorables sobre mi trabajo
como empleada de hogar. Recordaba a cada uno de mis clientes
y, sinceramente, no me cuadraba que ninguno de ellos se hu-
biera esforzado por hablar bien, ni mal, de mí en ningún sitio. La
mayoría de ellos eran personas ocupadas, o que simplemente no
perdían el tiempo en algo así. Me sonaba a mentira.
Alejandro era el padre. Fue quien me entrevistó citándome
en su hogar. La casa estaba ubicada en una pedanía a la que podía
llegar, sin embargo, fácilmente con la Línea 34 de autobús. Era
una zona residencial, pero no estaba conformada por urbaniza-
ciones sino por casas unifamiliares tipo chalet. No todas eran
lujosas pues era una zona donde las casas antiguas que habían
pertenecido a familias campesinas todavía seguían en pie. La
zona, actualmente, ya no era rural. La mayoría de casas habían
sido reformadas y vendidas por los legítimos herederos. Pocas
eran de nueva construcción, pero las había también, aunque en
menor número. La zona, a pesar de estar alejada de la ciudad,
no estaba desabastecida. Un pequeño centro comercial con un
supermercado, no muy grande; unas cuantas tiendas de ropa y
unas salas de cine, junto con una gasolinera algo destartalada,
donde se situaba también la parada de autobús; unos jardines,
cerca de un colegio de infantil y primaria, ayudaban a que aquel
lugar no pareciera inhóspito del todo. Las Atalayas del Marqués,
así le llamaba todo el mundo a aquella especie de pedanía.
Lo recuerdo todo muy bien pues hace muy pocos años de
esta última experiencia. Desde luego, supuso el fin de mi vida
laboral, y casi de mi vida como tal.
Alejandro era un hombre maduro, de temprano pelo gris pla-
teado y ojos verde oscuro. Alto y extremadamente delgado, po-
seía el don de comunicar más con su cuerpo y expresiones faciales
que con la palabra. Aquel primer día llegué caminando hasta la
dirección que me había proporcionado por teléfono. Confiada
en que podría ser un buen empleo, acudí contenta y tranquila.

78
Llevaba una idea preconcebida de qué tipo de familias viven en
un lugar así. Habitualmente son gente con pasta. Suelen querer
a alguien a tiempo completo, pues no tienen tiempo de ocuparse
de absolutamente nada en su hogar. Con esa idea, por otro lado,
absurda, pues se basaba en puros prejuicios sin fundamento, me
acerqué hasta aquella entrada que me hacía sentir incómoda.
No era una casa demasiado grande. Tenía una sola planta,
cosa que llamó mi atención. Una entrada peatonal de no más de
cincuenta metros hasta la puerta principal de la vivienda, y otra
entrada para vehículos que daba al camino sin asfaltar. Era, sin
embargo, una casa grandísima, de color terroso y paredes de
cristal en muchas de sus partes principales, con una superficie
construida de más de trescientos metros cuadrados, o eso cal-
culé a bote pronto. Me resultó extraño. No se parecía a las casas
de los alrededores. Además, era curioso el hecho de que parecía
estar oculta. Si no hubiera acudido, con la dirección escrita en
una nota, nunca la hubiera encontrado. Ningún transeúnte podía
ver su ubicación si no la conocía previamente. Los grandes ár-
boles que, como un pequeño bosque, se interponían entre la vi-
vienda y la carretera principal, no dejaban ver la casa. Eso no
me gustó. La intranquilidad comenzó a anidar en mi pecho. La
intuición, que se dice, y que recomiendo seguir siempre, porque
no es algo mágico, es el instinto de supervivencia que nos indica
cuándo hay algo disonante en el ambiente, o en una persona o
situación, y que nos señala claramente un peligro. Pero la nece-
sidad económica, y Alejandro, durmieron mi instinto.
Me recibió en la puerta de entrada. Olía de forma especial,
quizá era su perfume. Pero siempre olía igual. Aquel olor suave,
como a musk, parecía desprenderse de su piel, no de su ropa
como más tarde comprobaría. Iba totalmente vestido de negro.
Las prendas eran ligeras, de algodón. Aquel atuendo resaltaba la
viveza de sus ojos intensamente verdes. Iba descalzo. Su rostro
era recio pero amable. Enseguida pensé que debía ser un artista,
cosa que confirmó inmediatamente, pues me hizo pasar a un am-
plio salón repleto de extrañas estatuas que, de alguna manera,
recordaban cuerpos humanos mezclados grotescamente con
animales u otros seres más raros aún que los propios animales.
Estaban colocados en extrañas posturas, algunas incestuosas,

79
pero, a un mismo tiempo, parecían seres mecánicos, sin vida, sin
alma. Seguramente era una sensación que se transmitía por los
materiales utilizados, pero yo no sé nada de estatuas ni de arte
moderno. Me impresionó tanto aquella visión que Alejandro,
percatándose de mi estupor, me tranquilizó con un comentario.
—Tranquila, María, son mis esculturas.
Acto seguido, me ofreció asiento en un sofá enano de color
negro de piel genuina, frío al tacto, pero que parecía envolverme
completamente como si fuera un arrullo, y se sentó enfrente. No
había en aquel amplio salón un sofá familiar, cosa que me extrañó,
pues supuestamente aquel hombre vivía con su familia. Mujer e
hija, o eso me había dicho por teléfono. Me sentía nerviosa, algo
malsano parecía flotar en el ambiente, pero pensé que eran las
estatuas las que le daban ese aire opresivo. Estaba todo lleno,
como si no hubiera orden ni concierto, de estatuas retorcidas de
oscuros colores y materiales poco atractivos. Era normal que me
sintiera rara. Pensé que se me pasaría en cuanto me acostum-
brara y, sobre todo, cuando conociera a la mujer y a la hija.
Alejandro, una vez acomodado, me ofreció agua. Una mesita
sencilla de cristal se interponía entre él y yo. Me miró directa-
mente a los ojos, me sentí muy molesta, pues aquel hombre miraba
de forma rara y demasiado sugerente. Parecía querer algo de mí.
Y no me refiero a que limpiara su casa, ni a perversiones sexuales.
Me dio la impresión de que necesitaba ayuda. Algo carcomía su
alma. No sé si es así como se dice cuando alguien necesita que lo
ayudes, pero no puede decírtelo con palabras. Se desprende de su
mirada, de sus gestos. Eso no me gustó. No me sentí cómoda, el
silencio se alargaba demasiado, y comencé la conversación.
—¿Necesita una persona a tiempo completo o parcial?
—Completo —dijo—. Necesito que venga a diario, de la ma-
ñana a la noche. Mi mujer y mi hija estarán fuera un tiempo, y yo
tengo tanto trabajo que no puedo ocuparme de la casa.
—Ah, entiendo. —Pensé que se había separado reciente-
mente y que esa era la causa de su extraño comportamiento.
Miré alrededor. Le pregunté si necesitaba que cocinara
también, o alguna otra tarea especial. Al oírme decir eso a mí
misma, me ruboricé. Noté cómo mis mejillas de mujer aburrida
se tornaban rosadas. Me dio mucha vergüenza que pensara

80
algo raro sobre mí, pues ni siquiera había pensado en nada se-
xual al decirlo, sin embargo, al escuchar mi propia voz diciendo
aquellas palabras me sentí como una puta.
—Sí, me dijo. Necesito que cocine, que planche, que cuide el
jardín. Como le enseñaré ahora, no tengo piscina, bueno, más
bien la he clausurado. Porque, evidentemente, yo no voy a uti-
lizarla. —Se quedó pensativo mirando una escultura que se si-
tuaba detrás de mí. Me sentí de nuevo incómoda, pero no quería
volverme a mirar. Así que decidí continuar la conversación.
—Bueno, está bien —le dije sonriéndole, lo cual hizo que me
mirara a los ojos como percatándose de mi presencia, como des-
pertando de un sueño, y dejando de mirar aquella estatua—. ¿Y
los fines de semana?
—Sí, también. Todos los días. La necesito todos los días, si
puede ser, claro. —Bajó la mirada hacia el suelo unos segundos.
Entonces me di cuenta de que miraba mis piernas. Aquello
me alarmó realmente, pero Alejandro continuó hablando.
—Tenga en cuenta que, aunque mi vida social no es muy aje-
treada, mi casa es el único lugar donde expongo mis obras. Por
eso verá que los fines de semana, sobre todo, vienen invitados
a ver y comprar. Llegan de todo el mundo porque, aunque no
lo sepa, María, soy muy conocido a nivel mundial. Sin embargo,
uno de mis rasgos característicos es que mis clientes solamente
pueden conseguir una pieza mía aquí.
Abriendo ambos brazos me hizo ver que aquel lugar era su
museo. Se levantó y siguió hablando al tiempo que caminaba
por la estancia, deslizándose entre aquellas obras grotescas que
para mí eran horriblemente feas. Parecían seres vivos, seres
que estaban de alguna forma, pero que en cualquier momento
podían moverse, saltar sobre mí.
—Pero, no se preocupe por el salario. Le pagaré realmente
bien. No tengo problemas económicos. Debería ver lo que al-
gunos llegan a pagar por una de estas esculturas. ¿Qué me dice?
¿Le interesa?
—Sí, no hay problema. De momento no tengo otra vivienda
que atender. Acabo de estar de baja y, justamente, me llamó
cuando comenzaba a buscar empleo. Para mí, si usted me lo per-
mite, es un trabajo ideal. ¿Cuál sería el sueldo?

81
—Pues dígame cuánto quiere ganar.
—Bueno, no es eso, yo considero que lo estipulado en el con-
venio de empleadas de hogar. Tantas horas, tanto cobro. Eso sí,
necesito que todo sea legal, ya sabe, que me contrate.
—Bueno, entonces, comience mañana mismo y vamos
viendo… Venga, le enseño toda la casa.
Se me acercó y, ofreciéndome su huesuda mano, delgada, de
dedos largos y perfectos, me ayudó a levantarme. Fuimos reco-
rriendo cada habitación, todas estaban siendo utilizadas para
exponer aquellas horrendas obras. La cocina, los baños, que eran
varios y que se intercalaban entre las distintas salas; las habi-
taciones, que eran amplias y, a no ser porque en ellas se había
instalado una cama, un armario y algunos muebles minimalistas
casi imperceptibles, nadie diría que eran dormitorios. De re-
pente, cuando ya casi llegábamos al final del recorrido, me dijo:
—Estoy pensando que, si no tiene inconveniente, puede que-
darse a vivir aquí. ¿Qué le parece?
—¿Eh? Pues… eso sería realmente más caro para usted y
tampoco veo la necesidad de…
—Bueno, piénselo y ya me dirá más adelante. Tenga en
cuenta que puedo tener clientes a cualquier hora del día o de
la noche y yo, igual que exijo que vengan hasta aquí, me exijo
atenderlos lo mejor posible. Pero yo solo me siento desbordado
para atender correctamente a mis invitados. No se preocupe, le
pagaré cada segundo.
—No sé… ¿Puedo pensármelo?
—Por supuesto —dijo—. Se lo acabo de explicar, puede
pensárselo.
Sus ojos parecieron ensombrecerse. Me di cuenta de que era
alguien poco acostumbrado a que le dijeran que «No». Terminó
de enseñarme toda la casa, menos su taller, donde trabajaba
día y noche, creando, según me contaba, mientras se desli-
zaba por aquel museo del horror. Allí no debía entrar, nunca,
ni molestarlo, nunca, bajo ningún concepto ni circunstancia.
Esa prohibición me pareció absurda, pero no dije nada. Y me
dispuse a marcharme. Mientras me acompañaba a la puerta
sentí que un peso, un cansancio atroz se apoderaba de todo mi
cuerpo. Él puso su mano sobre mi hombro:

82
—¿Se encuentra bien, María? —me dijo, utilizando un vo-
lumen bajo, un tono grave y melodioso, como si cantara.
—Sí, sí, solo es… cansancio.
—¿Está totalmente recuperada de su enfermedad? —me
preguntó con un interés que no se correspondía con nuestro
tipo de relación—. Mañana, cuando venga, mi médico personal
la verá. Cuéntele lo que le ocurre y la atenderá correctamente.
No se preocupe, yo corro con todos los gastos.
—Pero… bueno, simplemente es fibromialgia. Hace años que
padezco este problema y, a veces, me duele tanto todo mi cuerpo
que no puedo moverme. Siento decírselo ahora, quizá esto le
haga replantearse mi contratación, pero… lo llevo muy bien, a
pesar de todo, y creo que soy capaz de cumplir con…
—No es inconveniente, ya le digo, mi oferta sigue completa-
mente en pie. Venga mañana. La espero a primera hora. Le daré las
llaves, le explicaré detalladamente cada tarea, le presentaré a mi
médico personal, se hará un chequeo… No se preocupe por nada.
De repente, levantó la vista. Un coche se acercaba lenta-
mente por el camino de gravilla. El ruido que hacía al desli-
zarse por encima de aquellas piedrecillas saltonas me recordó
al sonido de las olas del mar rompiendo en la orilla. Me quedé
junto a Alejandro, esperando a que llegara hasta donde nos
encontrábamos. Era un coche de lujo. Una bellísima mujer
bajó la ventanilla derecha del asiento trasero. El chofer mi-
raba hacia delante sin inmutarse.
Me sentí incómoda, parecían conocerse a fondo, y sentí
que sobraba. La mujer, sin hablar, lo miró sonriente. Me miró
de arriba abajo de tal forma que me hizo sentir avergonzada,
como si yo fuera una aberración de la naturaleza. Abrió la
puerta y, deslizando sus esbeltas piernas, descendió del
coche sin cambiar su expresión sonriente.
—¡Oh, Alejandro, cuánto tiempo! —dijo, acercándose
lentamente, andando como si se tratara de un desfile de
moda.
Llevaba un elegante traje de chaqueta y falda, parecía una
ejecutiva, pero de las guapas, de las que vuelven locos a los hom-
bres. El color vino de la falda ajustada resaltaba el tono blanco de
su piel. Su cara de mujer madura, bella, de rostro cuidado, per-

83
fectamente maquillado, de labios rojo cereza, llamaba la atención
de cualquiera. Unas gafas de sol de diseño ocultaban su mirada
y el color de sus ojos que, pensé, debían ser azules. El canalillo
de sus perfectos pechos redondos se mostraba sugerente bajo
la chaqueta entallada que resaltaba su breve cintura. Un cabello
ondulado y rubio caía suavemente hasta sus hombros, un bolso
de mano negro, elegante, unas manos finísimas de blanca piel se-
dosa y de uñas color burdeos se movían armoniosamente mien-
tras se acercaba decidida hacia donde la esperábamos. Lo miraba
con intensidad mientras caminaba voluptuosa, segura, decidida.
Me pregunté si sería su mujer. Era acorde al tipo de Alejandro.
Sin embargo, él, cuando la mujer llegó a nuestra altura, dijo:
—Buenos días, señora Berycloth. La estaba esperando. Le
presento a mi ayudante, María. Ella se va a encargar de ense-
ñarle cada una de las estancias.
Me quedé muerta. Él me miró sonriente y, tomando a la se-
ñora de la mano, la besó en su dorso. La mujer me miró extra-
ñada.
—¿Dónde está Adele? —dijo bruscamente.
—Se ha marchado, pero tranquila, ahora está María.
Él la tomó del brazo y me quedé paralizada por lo inesperado
de la situación. ¿Qué se suponía que debía hacer? ¿Seguirlos? Es-
taba a punto de marcharme y, de repente, ¿ya había comenzado
mi trabajo? Por un momento, y dado que me sentía dolorida, pensé
en marcharme, pero no lo hice. Los seguí hasta el interior. Él me
pidió que les preparara algo de beber. Ella quiso tomar whisky con
hielo. Yo, con mis cosas aún en las manos, me acerqué al bar del
salón para preparar las bebidas. Mientras, ellos paseaban entre
las estatuas horrendas. La cara de ella se iluminaba al mirarlas,
como si estuviera viendo una maravillosa puesta de sol. «¿Quién
entiende a los ricos?», pensé para mí. Aquellas cosas eran tan feas,
tan deformes, tan estúpidas, tan imposibles que no decían nada.
Para mí eran como basura amontonada en un estercolero, y sentí
que no cuadraba en aquel entorno estúpido, siniestro y carente de
lógica. Pero había dinero, dinero que ganar para poder vivir mejor.
Se perdieron un rato por la casa con sus bebidas en la mano.
A ella se le podía escuchar reír cada tanto, parecía encantada
de ver las estatuas. Aunque yo me inclinaba por pensar que su

84
felicidad era por haber logrado la compañía de él. Desde luego
era un hombre extraño, pero atractivo como un imán. Hasta
yo me sentía azorada. No soy una marilyn, pero he tenido mis
romances y buen sexo toda la vida con todo hombre que se me
ha antojado. Las hay más hermosas, las hay más inteligentes,
pero de donde yo soy, pocas son pelirrojas naturales, pocas.
Es un gen familiar recesivo, eso me explicaron. Mi piel está
repleta de pecas, incluidas mis piernas, hasta en las plantas de
los pies tengo pecas. Creo que debo tenerlas hasta en la vagina.
Ahora mi pelo es corto, siempre lo llevé largo, pero pasados los
cuarenta, influida por una amiga, me lo corté y hasta ahora.
Sin embargo, me falta una cualidad típica de los pelirrojos. Mis
ojos son color miel, pero no verdes o azules como suelen ser los
de las personas con este tipo de piel y pelo. Cuando me baño
en el mar se aclaran un poco y parecen dorados, es algo pecu-
liar que gusta especialmente a los hombres. Así que, aunque
soy bajita y no muy delgada y estilosa, si quiero, si me pongo
zalamera, aun ahora, con más de cincuenta, puedo llevarme a
la cama al hombre que quiera. Pero estoy cansada. No quiero
tener relaciones. Los hombres son un estorbo. Ya he estado ca-
sada dos veces, y para nada me arrepiento de mi primer ma-
trimonio, pero del segundo sí. Mi primer marido fue el amor
de mi vida, pero murió en el trabajo, un horrendo accidente,
siendo ambos jóvenes. Después de años de luto, penando sola
en la vida, conocí a Pablo. Y al principio bien, pero pronto los
problemas comenzaron en nuestra convivencia debido, sobre
todo, a sus celos patológicos. Tuvimos una hija, Paula, que ac-
tualmente estudia en Alemania. Me divorcié cuando ella tenía
doce años, y el cabrón me las hizo pasar putas. Pensé que me
mataría. Pero, en cuanto mi hija creció, me fui de la ciudad y
se acabó el martirio. Ya nunca supo donde me encontraba. Me
trasladé al norte, lo más lejos posible. Aquí, donde vivo ahora.
Y, después, he tenido muchos amantes, amigos y no tanto. Los
que he querido cuando he tenido necesidad. No me quejo. De
hecho, cuando llegué a la casa de Alejandro, hacía tan solo
unos meses que había estado liada con el hijo de una familia en
cuya casa estaba empleada. Un joven de veintiocho años, todo
un toro. Pero no me sentía bien y, para evitarme problemas, me

85
despedí de aquel trabajo. Además, era demasiado el enganche
que el crío aquel había cogido conmigo. Me esperaba a diario
para meterme en su cama o donde le pillara el apretón. Lo ha-
cíamos a diario, cuando toda la familia había salido. Siempre
ponía excusas para salir el último. En fin. Debió sentirse mal
cuando desaparecí. A saber.
Pero ahora era diferente. No quería nada con este hombre.
Sin embargo, que la señora Berycloth se pusiera tan tonta, me
incomodaba bastante. Pero, en ese momento, no quise darle
mayor importancia a mi reacción. Pensé que me incomodaba el
hecho de ver a una mujer de tal categoría cayendo bajo por culpa
del deseo sexual hacia un hombre que, en aquel momento para
mí, no pasaba de ser un madurito atractivo, un tanto narcisista,
que iba de misterioso y profundo.
Aparecieron en el salón de nuevo. Yo estaba todavía tras
la barra. Me había puesto a ordenar algunas bebidas mientras
pensaba en aquellos dos paseándose por la casa y escuchaba
sus risitas nerviosas. El espejo de detrás de la barra fue el que
me advirtió de su presencia. Él me miró directamente a los ojos.
Me sentí de nuevo rara. No era atracción, era un sentimiento de
malestar, como si estuviera recibiendo un trato que no era el
correcto. Ni siquiera cuando el joven Joaquín comenzó a aco-
sarme en mi anterior casa, tuve esa sensación. Simplemente
supe que deseaba echar un polvo con la sirvienta. Pero este
hombre no me transmitía ese sentimiento. Era otra cosa. O,
al menos, su mirada me transmitía otro deseo, más profundo,
misterioso, un deseo oculto en un alma torturada por algo que
yo, en aquel momento, desconocía y no llegaba siquiera a ima-
ginar.
Ella se sentó donde hacía tan solo unos minutos lo había
hecho yo. Miraba el catálogo que le había ofrecido. Alejandro se
acercó a la barra, me miró y me dijo:
—La señora Berycloth pasará aquí la noche. ¿Puedes pre-
parar la habitación verde? —Y, guiñando su ojo derecho, con-
tinuó—. Sus cosas están en el coche. Ve y dile a su chófer que se
queda y que puede marcharse hasta mañana.
—De acuerdo —contesté e inmediatamente me dispuse a
cumplir órdenes.

86
Al salir quedaron los dos en el salón conversando en voz
baja. Hablaban de las estatuas. Decían cosas absurdas, tontas,
sin sentido. Ella las ensalzaba y no sabía cuál o cuáles elegir.
Según decía tenía varias casas con las que llenar espacios
muertos, vacíos de vida. Quería varias de esas «cosas grotescas»
para adornar sus casas. Pensé que a esa mujer le faltaba echar
un buen polvo. Menuda tonta del culo. Pero el dinero hace imbé-
ciles a muchos porque se aburren. Tener abundancia implica no
tener alicientes. A mí nunca me pasaría, pero sé de buena tinta
que pasa a menudo. Sobre todo, les ocurre a aquellas personali-
dades inmaduras.
La cuestión es que salí a recoger la maleta de mano de la
señora. El conductor seguía en su asiento delantero. Miraba
una revista de dudosa reputación. No se esperaba mi inopor-
tuna e inesperada visita y el pobre hombre dio un respingo en el
asiento que hizo que el coche se moviera un poco. Asomándome
a su ventana le dije:
—Tranquilo, hombre. ¿Cómo te llamas?
Él escondió bajo el asiento la revistilla guarra intentando di-
simular, creyendo que no me había percatado del contenido de
la misma.
—Gerardo —dijo sonriente.
—Hola, Gerardo. La señora va a dormir aquí. Necesito que
me abras el maletero y me des su equipaje.
—¿Va a quedarse aquí? —contestó extrañado—. Habíamos
reservado habitación en un hotel de la ciudad.
—Ya ves —le dije—. Alejandro es muy hospitalario. Te to-
cará ir a ti solo al hotel. O bueno, si quieres compañía, yo po-
dría… Ha, ha, ha, ha.
Sus bonitos ojos negros se abrieron de par en par. Seguro
que era casado, pero a mí ya me daba todo igual.
—Eres preciosa. ¿Te gustaría? Ya que ella se queda, si no
tienes planes —me dijo sonriente.
—De acuerdo. ¡Espérame, dame la maleta, voy a arreglar su
habitación, les preparo cena, y nos vamos!
—Guay, molas.

87
Era más joven que yo, pero le echaba unos cuarenta y pico. Muy
guapo, la verdad. Era un tío de esos de gimnasio. Así que, como era
el chofer de una ricachona, pensé que era alguien en el que podía
confiar. Además, al verlo con aquella revistilla presentí que estaría
muy salido, con ganas de verdad. A pesar de estar cansada, no me
vendría mal. Y más en un hotelazo. Al día siguiente volveríamos
pronto y cada uno por su lado. La señora era de otra ciudad, por
tanto, no había problema de volver a ver a Gerardo en tiempo.
Al entrar con la maleta Alejandro me miró serio. Su rostro
estaba descompuesto por algo que lo perturbaba. Ella seguía ha-
blándole de una de aquellas cosas horribles como si hablara del
David de Miguel Ángel. Cada detalle, cada curva espeluznante,
la hacía estremecerse, cada diente, cada tripa, cada boca abierta
u ojo destrozado de aquellas criaturas la hacían relamerse de
gusto. Allá cada cual. Él estaba aburrido de aquel continuo to-
rrente de adulaciones absurdas.
Irrumpí para salvarlo.
—Señor, voy a preparar la habitación de la señora. Después les de-
jaré algo preparado para su cena y... Me aprovecharé de Gerardo para
que me acerque a la ciudad. Ya se ha hecho tarde y no hay autobuses.
Ella me sonrió afirmando con su cabeza, preveía una velada
encantadora e íntima con su artista favorito. A él se le borró
todo rastro de sonrisa y su rostro se tornó oscuro, y aun diría
que apesadumbrado. La cosa no le gustaba, pero yo la miraba y
pensaba que quizá a Alejandro le resultaba muy pesada, pero
para echar un polvete estaba genial. Era una autentica monada
de mujer. Bellísima. Pensé: «¿Qué más quieres tonto del culo?»,
Me marché sin prestar atención a su desesperación. No co-
nocía de nada a este hombre y ya me parecía un pusilánime.
Jamás, estando en mis cabales, me acercaría a él con ánimo de
tener algo. Este tipo de hombres son los peores, te enredan en
juegos psicológicos en lugar de mostrarse directos y francos.
Prefiero a los Gerardos del mundo normal.
Así que, dispuesta a salir de la casa y dejar a los tortolitos ce-
nando, comencé mis tareas. Pero Alejandro vino a la habitación
donde me encontraba arreglando la cama de la señora.
—María —dijo de una forma que no me gustó nada. Como si
yo fuera algo suyo. Me recordó a mi exmarido.

88
—Diga —contesté volviéndome molesta.
—No puede marcharse.
—¿Qué, cómo? Pero es que yo tengo que…
—No, no puede marcharse. Le pagaré lo que quiera, pero no
me deje solo con esa mujer. ¿No se ha dado cuenta de que nece-
sito ayuda? —Y adentrándose en la habitación se acercó hasta
la cama que estaba terminando de hacer—. Sé que esta clienta
se llevará unas cuantas de mis esculturas. Sé que su intención
es meterse en mi cama, pero si usted se quedara… podríamos
hacerle ver que no tengo tiempo para intimar tanto con ella.
Sepa que realizo esculturas personalizadas que se inspiran en
el alma de cada cliente. Del que lo desea, claro, pero eso implica
un trabajo extra, porque tengo que observar. ¿Entiende? Tiene
que quedarse, pero a un mismo tiempo no debo simpatizar
hasta esos extremos.
—Pero ya le dije delante de ella que… que me bajaría el
chofer.
—No se preocupe. Le diré al chofer que se marche, que no
puede irse porque le di trabajo para la noche. Además, es cierto
que tengo mucho trabajo atrasado, por ejemplo, clasificar las
fichas de mis últimas esculturas. Por eso le dije que las noches
me eran tan imprescindibles como los días, y quedarse a dormir
es la solución.
—Yo no sé clasificar estatuas —contesté airada.
—Esculturas, María, son esculturas, no estatuas. —Se apre-
suró, cortándome al hablar, pero sonriente y mirándome casi
feliz.
—Bueno, pues, ¿por qué no la manda a paseo? ¿Por qué tengo
que quedarme? No la deje mangonear, puede ser su cliente,
puede tener que realizar trabajos especiales, pero yo no puedo
hacer nada al respecto. No quiero dar la imagen de que tengo
algo con usted, ni mucho menos. Eso se lo adelanto, por si no
le había quedado claro. Nada de liarme con usted. Además, qué
tiene de malo la Berycloth, solamente le gusta usted porque lo
admira. Le compra sus estatuas, usted le echa un polvo y santas
pascuas. Nadie se entera. Si no, ¿por qué la deja quedarse? ¿Y
qué tengo yo que ver en todo esto? Puede citarla mañana, de
día.

89
Alejandro se me acercó más y una vez estaba delante de mí,
cogiéndome la cara por la mandíbula con dulzura, me dijo:
—Son esculturas, no estatuas, María. Y te quedas esta noche.
No tengo nada más que decir.
Se dio media vuelta y salió deslizándose por el largo pasillo
oscuro, repleto de aquellas cosas amorfas que, en aquella inson-
dable negrura, parecían fantasmas acechando. La cosa no pin-
taba bien. Este hombre estaba loco o algo peor. Pero me dije que
no valía la pena liarla. Me iba a pagar bien. Mientras terminaba
de arreglar la habitación escuché el sonido del motor del coche
de Gerardo. Me molestó perder la oportunidad de pasar una
noche de lujo con un hombre normal que solo quería echar un
polvo. Hubiera estado bien. Sin embargo, estaba en casa de un
tarado con otra mujer que, en todo caso, estaba aún más tarada
que él. Le iba a pedir un pastón por haberme obligado a que-
darme. Ilusa de mí.
La noche se desenvolvía, sin embargo, con normalidad. La
normalidad que puede haber en una casa anormal llena de fi-
guras monstruosas por todos lados.
Serví una cena ligera a base de verduras, ensaladas y un
poco de salmón al horno que me quedó de rechupete. Aque-
llos dos bobalicones seguían su cháchara sobre arte. Hacía
rato que ella ya no mentaba las asquerosas estatuas, sin
embargo, su excitación y ofrecimiento iban en aumento. Él
no parecía molestarse, cosa que me sorprendió, pues había
frustrado mis planes personales, supuestamente, porque no
quería nada con aquella señora. Y, sin embargo, ahora estaba
un tanto ofrecido.
Yo los miraba desde la distancia, entraba y salía de
la cocina y me hacía la indiferente. Tomaron unas copas.
Él ni me miraba al pasar. Para ella yo no existía, simple-
mente. Llegó el momento de irse a la cama, pero cuál no
sería mi sorpresa cuando ambos se metieron sin pensarlo
en la habitación de él.
Alejandro se volvió desde la distancia y me dijo:
—María, prepare las esculturas número 18, 45 y 567 para
mañana a primera hora. La señora Berycloth tiene muy buen
gusto, como puedes comprobar.

90
Ella se adentraba en la habitación sin mirar atrás, conte-
niendo su excitación todo lo que podía. Mientras, él me miraba
sonriente. Era una risa extraña, retorcida, una mueca que más
parecía un reflejo del sarcasmo que la situación implicaba
para mí. Se mantuvo un momento esperando mi respuesta, de
pie ante la puerta de su dormitorio.
No iba a montar un numerito ni de coña. Pues buena soy yo.
Eso sí, en aquel mismo instante decidí que al día siguiente me
iría echando leches de aquella casa, con mi dinero, y jamás vol-
vería a pisarla en mi vida. Ilusa de mí.
Mientras me daba la vuelta para cumplir con su petición y
dormir a pierna suelta toda la noche, él volvió a llamarme:
—¡María! Venga un momento. —Alzó la voz un poco, cosa
que me preocupó. Como si me diera órdenes.
—¿Qué desea? —le dije con aire suspicaz y un tono irónico.
—¿Sabe cómo debe preparar las esculturas? —me dijo con
un tono suave y perverso.
—Pues habrá que envolverlas, digo yo, no creo que sea pro-
blema para mí —le contesté enfadada. Este hombre me estaba
sacando de quicio el primer día. Batiendo récords de insolencia,
y mala educación.
—Iré con usted para enseñarle cómo debe hacerlo. —Y me
sonrió de nuevo. Esta vez su risa fue sincera como si despertara
de un trance.
Me quedé paralizada. Se volvió hacia el interior de la habita-
ción y diciéndole a la señora que tenía que ultimar unas cosas se
volvió, cerró la puerta suavemente, ¡echó un pestillo, por fuera
de la puerta! Detalle, el de los pestillos por fuera, en el que no
me había fijado al enseñarme la casa. Me tomó del brazo con
suavidad, como si llevara algo ligero, como acariciándome. No
pude más y me planté:
—Alejandro, no sé qué pretende, pero ya le dije que no quiero
nada con usted. Mañana me marcho y no me volverá a ver...
Hay que ser imbécil para actuar así con un tipo que daba
signos de no ser nada normal. Podía haber seguido la corriente,
pero mi temperamento visceral me puede en circunstancias en
las que me faltan al respeto. Sacó una jeringa de su bolsillo de-
recho, yo no me di ni cuenta, ¿quién puede esperarse algo así?,

91
y me inyectó algo que me hizo entrar en un profundo sueño.
Mientras me desvanecía pensé en ella, en la señora que no había
contestado, en la mujer que seguramente estaba drogada en la
cama de aquel tipo. Pero no pude pensar nada más hasta que me
desperté de nuevo horas más tarde.
Cuando lo hice estaba tumbada en una habitación rodeada
de estatuas. Desnuda por completo. Una tenue luz roja ilumi-
naba la estancia. Las figuras demoníacas, mitad hombre, mitad
animal, rodeaban la cama redonda en la que me había colocado.
Me sentía aturdida. Él estaba enfrente, desnudo. Me asusté tanto
que comencé a llorar. Pero eso hizo que me diera cuenta de que
no estaba atada, no me había amordazado. Se movía alrededor
de la cama, me hablaba mientras una música tribal comenzaba a
escucharse en la habitación:
—No tema. La necesito. ¡Mírese! —dijo señalando el espejo
del techo.
Al decirme esto levanté levemente la cabeza para mirar mi
cuerpo. No veía nada fuera de lugar. ¿Qué quería decir el loco
aquel?
—¡Mírese en el techo! —continuó—. Es usted un universo
entero en un solo cuerpo. ¿Sabe qué animal habita en usted,
María? Yo puedo ver el animal, o los animales, que habitan en
cada persona. Ese es mi verdadero arte, las esculturas solo los
representan. Cuando conozco qué es lo que esconde cada per-
sona dentro de su cuerpo, cuando veo su alma…
—Lo voy a denunciar, cabrón, si salgo de esta —le grité mi-
rándome en el gran espejo que había encima de la cama—. Solo
me veía a mí misma, tumbada.
Lo grotesco era su mirada. Por supuesto, estaba empal-
mado. Pero no sé por qué, repentinamente, dejé de temerlo. Me
di cuenta de que, efectivamente, me estaba contando la verdad.
¿Para esto me quería? Continuó.
—No tema. No voy a hacerle nada malo. Solo quiero ver
qué es lo que se esconde bajo esa piel, bajo ese universo que la
impregna. La elegí por su piel, por sus ojos, por su pelo. Usted
no comprende… pero comprenderá. Me falta una obra que sea
verdaderamente sublime. Necesito la suprema inspiración.
Aunque mi don consista en ver dentro de los cuerpos, debo

92
poder observar cuerpos. Cada centímetro. No tema, claro que
me atrae, pero mi excitación es intelectual. No tema.
Repitió eso tantas veces que supe que debía temerlo. Me di
cuenta de que estaba loco de remate. O no. Quizá era realmente
su forma de inspirarse. Pero era raro que no contratara a mu-
jeres modelo para tal fin. Además, ¿qué tenían que ver aque-
llas estatuas monstruosas con nadie que fuera humano? Eran
aleaciones sin sentido de cuerpos de personas mezclados con
animales. Estaban unidos por huesos en el abdomen, o por la ca-
beza, o emergiendo por los brazos como si fueran aberraciones
genéticas. Ahora, muchos de ellos, rodeaban la cama donde me
encontraba desnuda, temblando de frío y miedo.
—La necesito. Necesito ver su cuerpo cada día hasta que
sepa qué es lo que lleva dentro. No le voy a hacer nada. No tema.
Pero si logro descifrar su interior, estoy seguro de que será mi
mejor y más sublime obra. ¿Escucha la música? ¿Qué le hace
sentir? ¿Podría moverse en la cama con libertad?
—¿Por qué no me lo pidió? —le dije enfadada—. Si me lo hubiera
ofrecido por una buena suma de dinero igual hubiera aceptado.
¿Dónde está la señora Berycloth? ¿Por qué la ha dejado quedarse?
—No tema, está bien. Ella sabe lo que hago. Por eso vino, por
eso se quedó.
—¡Pero si la encerró en su dormitorio! ¿Ella sabe esto?
—¿Esto? Ah, ¿cómo trabajo? Sí, sí, no tema. Todos mis
clientes compran esculturas, pero los que vienen a pasar unos
días, una noche, lo que desean es que me inspire y realice una
escultura con su yo interior animal. Desean que los observe, que
los conozca por dentro… desean tener su propia escultura de sí
mismos, y pagan millones de dólares, créame. Ya se lo dije.
—¿Puedo verla? —dije mientras me iba deslizando para
levantarme.
Pero continuó embelesado mirándome. Se movía alrededor
de la cama, detrás de las repugnantes estatuas, extasiado. La
música iba cambiando. Ahora sonaban unos violines, la luz era
dorada y, sin contestarme, dijo:
—¡Quieta! ¡Ahora veo algo! ¡El dorado es su color!¡Usted no
esconde un animal! No. No esconde un animal, esconde otra
cosa. ¡Mírese!

93
Miré hacia el espejo. Me sorprendió ver cómo mis pecas
se iluminaban con aquella luz de tal forma que parecía que
mil rayos traspasaban mi cuerpo. Resplandecía como con luz
propia. Era hermoso de veras, hasta mis ojos eran dorados, el
efecto que el mar y el sol producían en ellos, ahora se podía ob-
servar multiplicado por mil. Yo parecía de oro, una mujer des-
nuda, completamente dorada, irradiando luz propia. Era la luz
de aquellos focos la que producía el efecto visual, no yo.
Alejandro comenzó a entusiasmarse.
—¿Lo ve? ¡Usted será mi obra maestra! Pero necesito tenerla.
—Le repito. Todo esto es una locura. ¡Quiero ver a la se-
ñora! —Él me miraba con lágrimas en los ojos. Tocaba su cuerpo
mientras miraba el mío. La cosa se estaba descontrolando.
—Alejandro, voy a levantarme. Necesito que me deje ver a
la señora.
Él me miró embelesado.
—Ella ya se marchó. Con el proyecto de su escultura en bo-
ceto y las que eligió ayer. Tenía escondida una gacela dentro.
Una gacela, ¿lo puede creer? ¡Es evidente! ¡Para descubrir que la
señora Berycloth tenía una gacela dentro no era necesario tener
inspiración alguna! ¡Cualquiera lo vería! ¿Qué mérito tiene des-
cubrir algo que se ve a simple vista? —Subió el volumen de su
voz.
—¿Se fue? ¡Dios mío! —dije, tapando mi rostro con ambas
manos.
Sin pedir permiso me levanté.
—¡Usted me ha rogado! ¡Me ha engañado! ¡Me ha mentido!
—Venga—me dijo—, mire.
Me acercó a su portátil, en el salón. Los dos estábamos des-
nudos. La cosa era grotesca. Todo lleno de figuras horrendas.
Mire su cuenta bancaria.
—¿Qué dice?
—¡Mírela, le digo! —Insistió.
Accedí a mi banco. Había ingresado veinte mil euros. Me
quedé muerta.
—Y eso es solo el principio. Voy a hacerla rica. ¡Quédese
hasta que pueda hacer su escultura! Si no, soy hombre muerto.
La mediocridad de mis clientes mata mi inspiración. Necesito

94
ver sus reacciones, su cuerpo en movimiento, sus deseos. Ne-
cesito verla por la casa. Necesito que duerma, coma y hasta de-
feque en mi presencia. Necesito ver su cuerpo exteriorizando su
ira, su amor, su deseo… La necesito.
—¡Está loco, Alejandro! —le grité—. ¡Me ha drogado! ¿Pero
no entiende que no puede hacerle esto a nadie?
—Bueno, la gente paga por esto. A usted, sin embargo, le
pago yo. No tema, solo uso sedantes inofensivos. Solo se durmió.
Es una de las facetas que necesito ver, palpar, necesito ver a las
personas inconscientes, alzarlas en mis brazos, sopesarlas, per-
cibir su tacto, su olor genuino.
—¿Pero qué grupo de tarados son ustedes? ¡Me marcho! ¡No
volverá a verme!
—Le ruego que se quede. Terminaremos en unas semanas, o
quizá en unos días...
—Ni loca, y no intente dormirme otra vez. ¿Dónde está mi
ropa? —le dije firmemente.
La música había cesado. Me vestí con la ropa que me trajo
del dormitorio donde me había tenido retenida. Era de día, la
mañana había avanzado bastante. Él seguía desnudo pero su
pene estaba ahora flácido. Mirándolo de reojo me acerqué a la
habitación donde había encerrado a la señora Berycloth. No
había nadie. Al pasar vi entreabierta la puerta del taller donde
Alejandro supuestamente trabajaba. Ni se me ocurrió mirar.
Solo quería irme. Llamaría a la policía en cuanto saliera.
Alejandro me dio mis pertenencias, mi bolso, mi telé-
fono, todo. Me acompañó a la puerta.
—En unos momentos viene el Doctor Lindt. Es amigo
mío desde mi juventud. ¿No quiere que le haga una revisión
médica?
—No. Y déjeme ya en paz. Me marcho ¡No volveré jamás!
—María. ¿No quiere descubrir las maravillas que se es-
conden en su interior? No volveré a abusar de su confianza, lo
prometo. Si usted quiere solo la observaré cuando me diga, y
le pagaré el triple.
—Alejandro, estás enfermo. Seguramente tus clientes rica-
chones, aburridos e inútiles como tú, te admiran. ¿Tú, que solo
haces mierda, vas a decirme lo que hay en mi interior? ¿Sabes

95
lo que hay? Una ira que va a desatarse en cualquier momento.
O me dejas en paz o te mato, ¡hijo de la gran puta!
—María, es maravilloso. Tus expresiones, tus movimientos,
tus gestos, tu piel… Eres una fragua, un volcán en erupción, pero
en lugar de expulsar lava expulsas oro puro. Tu piel…
Abrí la puerta principal y salí rápidamente de aquella casa,
dejando a aquel loco plantado en la puerta. Desnudo, descalzo,
triste, solo.
No veía nada. Me sentía tan angustiada que mis ojos, llenos
de lágrimas debidas a tanta tensión brotaron en oleadas inconte-
nibles. Comencé a correr, llegué a la parada. La espera se me hizo
eterna. El autobús acababa de pasar. Aún tardaría media hora
en pasar otro. Cuando llegué a casa me di una ducha, examiné
mi cuerpo detenidamente. El sitio de la punción, y cada pliegue
de mi piel. Pensaba en acudir a la policía, pero era medio día.
Me sentía tan cansada. Me acosté y lo dejé para el día siguiente.
Me dormí inmediatamente. Sin embargo, a pesar del cansancio,
me desperté en mitad de la noche. Pensé en la señora Berycloth.
Busqué su apellido en internet. Efectivamente, era la rica mujer
del embajador del Reino Unido en nuestro país. Sus fotografías se
podían encontrar fácilmente en la red, en las noticias. Tenía que
saber si seguía viva. Llamé a la embajada británica. No podían
ponerme. Les sugerí que a la señora le podía haber ocurrido algo,
que la podían tener retenida contra su voluntad; les sugerí que,
si no había vuelto a su casa, por favor, llamaran a mi teléfono,
que yo sabía dónde estaba. Sin embargo, no llamé a la policía.
Tenía miedo de meter la pata. ¿Qué iba a denunciar? Él lo negaría
todo. Había ingresado veinte mil euros en mi cuenta y yo estaba
perfecta. La policía podría ir a investigar, pero en esa casa no en-
contrarían más que estatuas horrendas. Me hizo gracia pensar
que el mayor delito de ese hombre eran sus asquerosas estatuas.
Sin embargo, me sentía rara. En realidad, este hombre era el
único que me había deseado de una forma tan diferente a todos
los hombres que había conocido en mi vida. Mi cuerpo era para
él una obra de arte. Yo, en definitiva, jamás me había sentido ad-
mirada. Sí deseada, pero jamás admirada de tal forma, una ma-
nera loca y absurda, completamente irracional. Me desconcertó
el hecho de pensar en él, de no poder quitármelo de la cabeza.

96
Me desnudé delante del espejo y pensé en Alejandro, en sus
ojos verdes intensos, en su delgado cuerpo, en sus manos hue-
sudas, perfectas, en su piel, en su olor, en su mirada perturbada,
llena de un deseo que iba más allá del sexo, del amor. Veinte mil
euros. Solamente por mirarme.
Tras un par de horas, recibí una llamada. Era ella.
—¿María?
—Sí, buenos días, señora Berycloth.
—¿Ocurre algo? Me acaban de informar de su llamada, pero
no logro entender…
—Perdone, necesito pedirle un favor. Usted admira a Ale-
jandro. Necesito que me diga qué hizo con él anoche…
—Eso no puedo decírselo. Usted debería saber que es pri-
vado. ¡Es su ayudante, por Dios! ¿Qué pretende? ¿Por qué no está
Adele con él?... ¿Sabe? Me di cuenta de que no era de fiar, a usted
le da celos que Alejandro mire con ojos de artista a otras mu-
jeres. ¡Vaya que si me di cuenta!
—¡No, no, no es eso! ¡Escúcheme, por favor! Yo comencé ayer
mismo a trabajar con él y no entendía bien lo que...
—¡Mire, si cree que va a coartar la libertad creativa de Ale-
jandro, ni lo intente! Tiene poderosos mecenas, entre ellos, a mí
misma. Le llamaré ahora mismo para recomendarle que la des-
pida, señorita. No es usted digna de tal empleo…
Colgué. Me quedé atónita. El influjo de aquel hombre sobre
esta mujer era casi el que ejerce el líder de una secta. Era todo
tan extraño. Pensé en dejar pasar unos días. No decidiría qué
hacer hasta que me sintiera recuperada.
Pero a las dos o tres horas de haber mantenido esta extraña
conversación telefónica con la señora Berycloth, me llamó.
Estaba tirada en mi sofá, calentita, tomándome un té, viendo
la televisión e intentando quitarme de la cabeza todo aquel
asunto. El dinero me daba para no trabajar durante, al menos,
medio año, y viviendo bien.
Cuando escuché el teléfono supe que era él. Estuve pensando si
cogerlo o no. Paró y después volvieron a llamar. Entonces descolgué.
—¿María? La he estado esperando…
—Alejandro, yo no quiero volver, en serio, todo esto es muy
raro…

97
—Lo sé, pero ahora puede estar tranquila, sabe que soy de
fiar. Perdone mi atrevimiento. Nunca volveré a sedarla, se lo
prometo…
—Pero ¿no ve que esto es de locos? Páguese una modelo,
¡por el amor de Dios!
—No, no puede ser. Debe ser usted, es usted. Busqué durante
meses, María, encontré su fotografía y lo supe. Tiene unas foto-
grafías en Facebook, ¿sabe cuáles digo? Las de la playa. Nunca vi
a nadie como usted, dorada, completamente dorada. No puedo
pagar algo así. No hay nadie con sus ojos, nadie con su pelo,
nadie. La necesito. Venga y pida lo que quiera.
—¿Y la estatua? ¿Mi estatua? ¿Me la podría quedar? —Pensé
en su valor. Sería incalculable.
—Escultura, María. Sí. ¿Quién mejor? Tras darla a conocer,
claro, una vez que la pudiera dar a conocer...
—Bueno. Solo le pido que me pague como ayer... y que me
deje decir «estatuas». Pero una cosa…
—Diga… —contestó ansioso.
—Si veo que intenta propasarse, aunque sea simplemente
acercarse demasiado a mí, me marcharé para siempre.
—¿Viene?
—Sí.
Colgó. ¿Qué estaba haciendo? ¿Qué cojones había dicho? Me
sentía completamente alterada, como en una nube, como una
niña a la que su primer novio ha besado. ¿Pero qué había hecho?
¿quería verlo? Sí, tenía ganas de verlo, de mirar esos ojos y, a
un mismo tiempo, sentía miedo y algo de repulsión. Se me ocu-
rrió que podía grabarlo todo, podía conseguir pruebas de que
era un tarado. Pero su adoración por mí me hacía estar ciega.
Sabía que no era normal, incluso aunque la mujer del embajador
británico fuera su mecenas, su cliente. Busqué información. Era
un tipo extremadamente conocido en el mundo artístico. Los ri-
cachones lo adoraban. Había decorado con sus estatuas miles
de casas. Eran piezas únicas. En su web explicaba su forma de
crear, de proceder. A veces la gente deseaba una obra suya y
entonces pagaban dinerales por posar para él, de las maneras
más increíbles. Algunos lo odiaban, o sea que tenía sus haters.
Decían que era un psicópata, que era puro morbo, que sacaba

98
lo más terrible de las personas, su lado bestial. Era un creador
de aberraciones, era un enfermo mental… En definitiva, lo ado-
raban, lo odiaban. Nada definitivo, no había delitos contra él.
Pensé durante una hora más todo aquello. Pensé mientras
preparaba mi maleta, pensé mientras me bañaba, pensé en lo
increíble que era lo que estaba punto de hacer. Pero lo hice. In-
creíblemente, lo hice.
Cogí el autobús y llegué a las dos horas de haber hablado
con él. Llamé al timbre de entrada. El corazón me latía a mil por
hora. Pensé que era demasiado mayor para tantas emociones,
comenzó a dolerme la cabeza. Me sentí agobiada, sentía calor, un
calor infernal. Las puertas se abrieron, pasé andando por el em-
pedrado peatonal hasta la entrada. La puerta se abrió mientras
desde la cámara y telefonillo me decía:
—Pase, María, estoy en mi taller. La veo, tiene cara de can-
sada, ¿se encuentra bien? Estaré aquí unas horas, pude insta-
larse en la habitación que deseé. La del otro día era la que mejor
la hacía vibrar, sintonizaba con ella, pero elija la que quiera.
—Sí. No se preocupe. ¿Era la azul, no?
—Sí. Nos vemos para la cena. Hoy no tengo visitas. Prepare
algo, cenaremos pronto. Quiero hablarle de mi proyecto. Muchas
gracias, María, no se arrepentirá.
—De nada.
No quise mostrarlo, pero me sentí decepcionada. Después de
todo ¡había venido! Tanto entusiasmo, tanto ir tras de mí y ahora
¡no me hacía ni caso! Pero pensé que eso confirmaba que sus in-
tenciones eran totalmente artísticas. ¡Imbécil! Imbécil de mí.
Me acomodé en la habitación. Las estatuas ya no estaban
alrededor de la cama sino distribuidas de diferentes maneras.
Parecía que estaban puestas de cualquier forma, sin orden ni
concierto. Pero me daban grima, alguna, incluso, me daba mu-
chísimo miedo. Pensé que le pediría sacarlas de mi habitación.
Mientras estaba cambiándome, el pestillo se cerró. El pestillo
de la puerta, el exterior. Unos pasos furtivos se escucharon en
el exterior.
—María —dijo desde afuera con voz pausada, pero algo más
profunda de lo habitual, como si quisiera darle mayor gravedad
a lo que tenía que decirme—, no saldrá jamás de aquí.

99
—¿Esto forma parte de su jueguecito? ¿Quiere ver si me
asusto? ¿Sabe? Sabía que algo así sucedería. ¿Pero no ha pensado
que tengo móvil?
—Sí, María. Claro. Pero usted no sabe que en esta casa no hay
señal. Tengo inhibidores. Nadie puede socorrerla —dijo riendo.
—¿Y qué se supone que debo hacer? ¿Llorar, gritar?
—Mmmm… Puede usted reaccionar como quiera. Más bien,
va a reaccionar como es, tal y como su bestia interior le dicta.
—¿Mi bestia interior? Pero usted dijo que no tenía un animal
dentro, que era otra cosa…
No contestó. Pensé unos segundos qué se suponía que debía
hacer. ¿Quería ver mi reacción? Bueno, pues la iba a ver. Me des-
nudé despacio sobre la cama, me tumbé sobre ella. Comencé a
moverme de manera lo más sensual posible. Alcé las piernas, las
abrí para que se viera bien mi sexo repleto de pecas, entonces
fue cuando lo vi. Detrás, en lo que sería el cabezal de la cama,
había una estatua de aquellas. Una grotesca estatua deforme
que me miraba. No podía asegurarlo, pero aquello parecía mirar
extasiado. Era del tamaño de un niño de unos doce años, oscuro,
de un material que yo no sabía qué podía ser. Su cabeza era ape-
pinada, como un puto calabacín, pero tenía la boca parecida a la
de un lobo, llena de dientes, solo que negros. Un cuerpo delgado
en el que las costillas sobresalían repulsivamente por los cos-
tados reposaba en unas caderas poco desarrolladas. Las patas y
los brazos eran pequeños. Las cuatro extremidades terminaban
en una especie de muñones con dedos amorfos. Una cola grande,
en comparación a su cuerpo, reposaba en la parte trasera y tenía
genitales de hombre humano, lo que le daba un aspecto más ho-
rrendo si cabe.
Me levanté y me tapé. Comencé a vestirme mirando aquella
criatura que parecía estar viva. No se movía, parecía una es-
tatua, pero estaba segura de que no lo era. Entonces, otra cria-
tura, una más grande y grotesca que la anterior movió una de
las amorfas cabezas repleta de plumas rotas y raquíticas. De
repente todas, las diez estatuas que había allí, comenzaron a
moverse. ¡Eran repulsivas, horribles, terroríficas! ¿Qué había
hecho? Supe que no saldría de allí. Este hombre no hacía esta-
tuas. Esto era otra cosa. Me puse la ropa como pude.

100
Vestida, tomé mi bolso e intenté llamar. Nada. Sin embargo,
aquellas cosas no me atacaban, simplemente me seguían por toda
la habitación haciendo movimientos extraños con sus cuerpos y
me seguían con su mirada. Cada uno de mis movimientos era
observado por sus espeluznantes cabezas, ojos o apéndices. Al-
gunos parecían tener ojos como los de los caracoles, una especie
de antenas que sobresalían de las cabezas, o de las manos y pies,
pero me observaban en silencio. Ninguno de ellos gritó, gruñó
o emitió sonido alguno. Me parapeté contra la puerta. Estaba
aterrada. Aterrada es poco. Fue entonces cuando grité con un
terror inconcebible y le pedí y supliqué que me abriera. Lo llamé,
lo llamé durante muchos minutos, pero no obtuve respuesta. No
lo maldije, me maldije a mí misma. Yo era la única responsable
de que esta atrocidad se estuviera cometiendo conmigo, yo y mi
vanidad de chacha cincuentona. ¡Gilipollas!
—¡Alejandro! Soy una gilipollas. Soy idiota, ¡sácame de aquí,
por favor!
No contestó. Tras unos minutos me acerqué a una de esas
cosas. Despacio, acerqué mi mano, ¡aquello era un ser vivo!
Tenía un tacto cálido y duro, como su estuviera hecho de carne
y hueso en amalgama. El ser me miraba directamente a los ojos.
Parecía estar triste, pero como sus rasgos eran tan horribles,
su cabeza deforme parecía la de una araña mezclada con una
cabeza humana de mujer. Varios ojos descolocados ocupaban
lo que parecía una frente y tenía en su boca unas repugnantes
mandíbulas que abría y cerraba entorno a una lengua pegajosa
y negra. Entonces la pena me invadió, sentí una congoja terrible,
el miedo se transformó en una especie de aflicción que me en-
cogió el alma.
—¡Ese monstruo! —dije bien alto para que me escuchara—.
¿Qué les has hecho? ¿Esto es lo que vas a hacer conmigo? ¡Esto
no es arte!, ¡eres un malvado!, ¿me oyes? Arte va a ser lo que voy
a hacerte yo a ti…
Fue entonces cuando la puerta se abrió. Salí estrepitosa-
mente de aquella nauseabunda habitación dejando las cosas a
solas de nuevo. ¿Estaban vivas? En el pasillo, oscuro, las esta-
tuas podían verse como oscuras sombras en movimiento. Los
ojos brillantes de alguno de aquellos engendros se veían parpa-

101
dear. Algunos eran de color amarillento, otros rojos o anaran-
jados. Algunos tenían un fulgor espantoso en la mirada. Pero no
se podía discernir si era de rabia o de pena, o de muchos senti-
mientos agolpados en un cerebro que no comprendía nada. Ca-
miné entre ellos sin miedo. Llamé a Alejandro, grité. Entonces
aquellas cosas comenzaron a gruñir, a emitir sonidos por sus
fauces al compás de mis gritos. Uno de los engendros me mordió
en la pierna. El dolor me hizo despertar de mi ensoñación. Aque-
llos monstruos no eran pobres criaturas, eran unas bestias des-
piadadas, desalmadas, y tenían hambre. Por qué no me habían
atacado, hasta ese momento, no puedo saberlo, pero al oler mi
sangre todas aquellas bestias se abalanzaron sobre mí.
A golpes salí corriendo hacia la cocina. En ella me encerré.
Las criaturas de la cocina estaban dormidas. Tomé un cuchillo
grande, afilado, y un hacha de cocina, pequeña pero contun-
dente. Sin embargo, al cerrar la puerta alguien me encerró de
nuevo por fuera. La cocina, sin embargo, daba a la terraza tra-
sera de la casa donde estaba la piscina clausurada que me había
comentado Alejandro, ayer mismo, cuando me enseñó la casa.
Salí hacia ella, anochecía, en el cielo podía ver cómo unas nubes
grises y rosadas se mantenían estáticas en el horizonte proyec-
tando una luz anaranjada sobre los árboles que despuntaban
con frondosas copas verdes tras la valla del fondo.
Alejandro estaba de pie mirando hacia el cielo. Se encontraba de
espaldas a mí con sus manos metidas relajadamente en los bolsillos
de los pantalones. Cuando sintió mi presencia, sin volverse, me dijo:
—¿No es precioso? —Señalando con su cara el atardecer.
—¿Pero qué coño dices? —contesté.
Alzaba el hacha amenazante hacia Alejandro.
—¿Qué son esas cosas? —le grité.
—Son mis esculturas, ya te lo dije —contestó tranquilo, sin
mostrar ningún tipo de emoción o perturbación por lo que es-
taba pasando.
—¡Me han mordido y atacado! ¿Pretendes que me maten?
¡Me has encerrado! —seguí gritando.
—Esto es lo que hago. Esto es lo que soy. Siento que te hayan
atacado, no suelen hacerlo, debe haber sido por los gritos. ¿Te
has asustado? —dijo mirándome a los ojos con dulzura.

102
—¡Pero estoy sangrando! Ese bicho puede tener cualquier
cosa. ¡La rabia o el tétanos! ¡Tengo que irme! ¡Debo ir a un mé-
dico! —Seguí aterrorizada por su actitud extraña. Sabía que no
me dejaría salir.
—No hace falta, para eso está mi amigo, el doctor que te
quería presentar ayer.
Con mis armas en mano le gritaba amenazándolo. Dicién-
dole que me iba, quisiera él o no.
—No puedes irte has visto demasiado. Adele hizo lo mismo,
pero ella aguantó, al menos, un año conmigo. Tuvimos una hija…
—¡Dios! ¿No era tu mujer, verdad?
—¡Bingo! —dijo, riéndose de mi supina imbecilidad—. Las
mujeres, sois tan fáciles de convencer con adulaciones, con un
poco de sexo, con amor.
—Cierto… —le dije.
Me dolía la pierna. ¿Qué sería lo siguiente? Pensé en hundir
el hacha en su frente y partirle la cabeza. Pero para eso tenía
que estar más cerca de él. Además, necesitaba distraerlo porque,
aunque soy fuerte, estaba segura de que él lo era más que yo. Lo
había visto desnudo, y aunque delgado, era un hombre fibroso.
Sin embargo, y aparentemente, no llevaba armas encima. Sus
ropas ligeras dejarían entrever cualquier pequeño objeto, por
pequeño que fuera, y una pequeña navaja o cuchillo no me ame-
drentaba...
—¿Qué hay bajo la lona de la piscina? —pregunté decidida a
matarlo si me daba la oportunidad.
— ¿Quieres verlo? —Me sonrió—. Acércate, ven, anda ven.
Me hacía un gesto con su mano mientras me decía que fuera
junto a él.
—Ayúdame a destaparla —dijo sin emoción—. Se agachó
para coger la lona por un lado y me indicó que hiciera lo mismo
por el otro.
No le ayudé. Tardó unos minutos en recoger la pesada lona
de color verde oscuro que recubría la piscina. Pero solamente lo
hizo por su lado. Sin embargo, no hizo falta más para ver los ca-
dáveres descompuestos, enterrados en cal. Parecían decenas de
animales amontonados de cualquier forma. Todo tipo de ellos,
desde ratas a panteras, osos, gatos y perros, búhos, rapaces de

103
todo tipo. ¿Eran reales o estatuas? La peste que emanaba no de-
jaba lugar a dudas, eran animales, y no podía saber si había tam-
bién entre aquellos restos, cuerpos humanos.
Lo miré con odio. Ya no veía al artista excéntrico que se las
daba de esnobista alardeando de una identidad diferente, de
unos métodos únicos. Ahora veía ante mí al monstruo.
—¿Esto es lo que haces? Vaya mierda, macho —le dije, can-
sada ya de tanta basura—. ¿Qué coño quieres de mí? ¿Matarme?
Pues adelante.
—No has entendido nada. Quiero que estés a mi lado. Segu-
ramente podría sacar de ti una pieza única, si me dejas, claro. Lo
que ves ahí son solo los despojos, lo superfluo, lo accesorio. La
esencia está en cada una de las esculturas vivientes. Si quieres
te enseño mi taller. Despreciaba con gestos a esos pobres ani-
malillos que había mutilado para tomar partes e incorporarlas a
sus monstruosas creaciones.
—¿Te crees Frankenstein, no? Menudo gilipollas. Desde
luego eres como él, igual de estúpido, pusilánime y bastardo que
él. Deberías morir como él.
—¿Frankenstein? ¿De qué hablas, María? —me dijo alterán-
dose por primera vez.
—Hablo de ti. ¿Sabes? A nadie le importas. No eres nada, solo
un estúpido doctor Frankenstein; un loco, un tarado, un mal-
vado, y me das más pena que asco, porque crees que eres la re-
hostia. ¡Menudo imbécil!
—¡Esta eres tú, este tu verdadero ser! He sacado tu oro, tu yo
verdadero. Puedo plasmarlo en una esencia, en formas puras, en
lo que eres. Puedo hacerte inmortal. —Sus ojos estaban a punto
de salírsele de las órbitas.
—No te entiendo, Alejandro. ¿En serio te pagan por estas mierdas?
Y después qué hacen con ellas, ¿las ponen en sus casas? ¿En serio se las
enseñan a alguien? No me los imagino diciendo: «¡Mirad, Alejandro
Kozel me ha hecho una estatua en la que ha captado mi esencia,
venid a verla de cerca para que os pegue un puto bocado!» —le dije
riendo—. Menudo grupo de tarados, tú y tus amiguitos ricachones.
—Ya no puedes irte de aquí. ¿Lo comprendes, no? —dijo.
—Lo único que comprendo, Alejandro, es que haces unas es-
tatuas horribles.

104
En aquel momento pensé en el taller de este loco. Las atro-
cidades que estaba cometiendo nunca pude constatarlas. Me
enfrentaba a un atroz monstruo, engreído por un talento falso
que mantenían intacto, durante años, sus fieles acólitos que, de
seguro, estaban más locos que él.
Su gesto se tornó oscuro, su mirada sombría y con paso
firme se dirigió hacia mí, pistola en mano, apuntándome a la
cabeza. Tuve suerte. Reconozco que tuve suerte. La tuve porque
no tenía miedo, no de ese imbécil. No iba a consentir que se sa-
liera con la suya. Prefería morir, así que decidí arriesgarme. Se
acercaba a paso delirantemente rápido. Pero me dio tiempo a
percibir cómo apretaba el gatillo. Yo estaba muy cerca. Dema-
siado. Me tiré contra él. Me dio en el hombro derecho. Pero en
la otra mano tenía el hacha de cocina que le clavé en todo el
parietal derecho, la mandíbula se desplazó hacia la izquierda
y casi le arranco hasta la oreja. Caí sobre él. Sangramos mu-
chísimo. El dolor en mi hombro derecho casi hizo que me des-
vaneciera, pero como él estaba peor que yo le quité la pistola.
Era pequeña, de esas que usan las mujeres en las películas para
protegerse de violadores o asaltantes. ¿Dónde coño la había
escondido? La tomé con mi mano izquierda, lanzando el hacha
hacia la piscina, y le descerrajé un tiro en su ojo derecho y otro
en el izquierdo. El hacha había sido mi salvación. Salté la valla
como pude. Desde afuera llamé a la policía, me sentía morir. Co-
mencé a llorar, a pedir auxilio. Tardaron bastante en llegar, pero
cuando lo hicieron encontraron todos aquellos monstruitos
despiertos rondando por la casa. Aquel monstruo los mantenía
quietos como estatuas, vivos, pero quietos como estatuas. ¿Qué
drogas les inyectaba? No lo sé. Solo sabía que no quería volver a
ver aquella casa del horror en mi vida. Ni siquiera como testigo.

Ahora cumplo condena porque mi respuesta ante su agresión


fue desmedida, según el juez. A pesar de todas las atrocidades
que ese villano cometió en su vida, a pesar de que merecía morir
cien veces, a pesar de todo el daño que hacía a aquellos pobres
animalillos. A pesar de todo, mi conducta fue inapropiada según
las leyes. ¿Quién puede entender nada? Si me preguntan si lo
volvería a hacer, diré sí. Mil veces sí. No me arrepiento. Por eso

105
cuento mi historia. Pero solamente es una de tantas, una de
tantas historias que las empleadas de hogar podríamos contar.
Y es que, a partir de los cincuenta, todo el mundo debería es-
cribir la historia de su vida. Deberíamos, por ley, escribir nues-
tras biografías. Siempre he quitado la mierda de los demás. En
este caso creo que cumplí con la misión de higiene social más
importante de mi vida.

106
Por
Favor
Raúl Contreras Álvarez
Por favor

Raúl Contreras Álvarez

Si quería recuperar la paz y la cordura no tenía otra alterna-


tiva. Pero encontrarse ahí en la banqueta, afuera de la casa del
gobernador, cargando las dos bolsas de plástico negro, lo hacía
vacilar.
Nadie podía poner en duda la dedicación con la que afron-
taba su vida laboral. Ninguno de sus antiguos patrones hablaba
mal de él. Al contrario, cuando finiquitó cada relación de trabajo,
obtuvo una carta de recomendación por parte de sus emplea-
dores. De haberlo querido se hubiera quedado hasta alcanzar
la jubilación en la maquiladora de ropa en la que se desempeñó
cosiendo pantalones de mezclilla, logrando con eso la falsa se-
guridad económica en la que, siendo concienzudo al gastar, nada
falta y nada sobra. Pero él, joven y sin compromisos, tenía otras
aspiraciones; le gustaba explorar cosas nuevas.
Lo de convertirse en conductor de vehículos de carga se le
antojó cuando limpiaba camiones en un autolavado ubicado por
fuera del anillo periférico de la ciudad, al que llegaban con sus
unidades choferes que transportaban carga pesada. En cuanto
se subió a la cabina del primer camión que le tocó limpiar, y ver
las comodidades que contenía —aire acondicionado, estéreo di-
gital, radio de comunicaciones y asientos acolchonados—, supo
que debía conseguir un empleo así.
Como no tenía ni siquiera la licencia oficial de conductor de
automóviles, porque no sabía manejar, conseguir la de chofer
para vehículos pesados le costó meses de aprendizaje. La parte
práctica del examen que presentó ante las autoridades viales

109
la hizo a la perfección, porque a través de los múltiples favores
que les solicitó a los camioneros que utilizaban los servicios del
autolavado ellos lo enseñaron a mover las unidades. En cambio,
la parte correspondiente a la teoría apenas logró librarla, no
porque no tuviera los conocimientos que se requerían sino
porque no le dieron tiempo suficiente para contestar todas las
preguntas que venían en la prueba escrita.
Ingenuamente llegó a creer que con la obtención de la li-
cencia de chofer encontraría fácilmente cabida en alguna com-
pañía dedicada al ramo de los autotransportes. Durante tres
meses, después de cumplir con su turno en el autolavado, llevó
solicitudes de empleo a las empresas que, los conductores a los
que les limpiaba las unidades, le informaron podrían contra-
tarlo. Lo que no ocurrió porque no contaba con los meses de ex-
periencia en el manejo de vehículos de carga que las compañías
solicitaban a su personal de nuevo ingreso.
—Así como usted me cuenta lo que le pasa también a mí
me sucedió —le platicó uno de los camioneros que acudían al
autolavado durante la conversación que sostuvieron respecto
a la dificultad de encontrar trabajo como chofer—. Es que, po-
niéndonos del lado de los patrones, soltarle un tráiler que cuesta
tantísimo dinero a alguien sin experiencia no es fácil. Aunque
ellos pagan a las aseguradoras para tener un respaldo econó-
mico en caso de que las unidades sufran algún accidente, que se
les quede un vehículo sin funcionar es perder dinero. Le voy a
pasar un dato, a la mera le sirve, yo por ahí empecé. Ahorita que
están por iniciar las campañas electorales todos los partidos
políticos van a necesitar gente que los apoye, que sin pagarles
los ayuden a mover los templetes, los equipos de sonido y todas
las porquerías que regalan a los que asisten a los mítines de sus
candidatos.
»No lo engaño, es un trabajo pesado. Van a ser meses de
dormir poco, comer mal y de soportar los mismos discursos
de los oradores. Si tiene algún ahorro que le permita afrontar
sus gastos durante los meses que dure la campaña podría ser
una oportunidad para usted, porque le van a permitir manejar
los camiones del partido y, si ganan, seguro que le dan trabajo
cuando sean gobierno.

110
Lo que le dijo el camionero lo trajo meditativo durante
unos días. Concluyó que, si tomaba el riesgo sugerido por este,
lo más que le podría ocurrir al finalizar la contienda electoral,
si el partido al que se decidiera a apoyar perdía, era tener que
conseguirse un nuevo trabajo sin importar cual fuera, y con los
buenos antecedentes que lo respaldaban no le sería complicado
encontrarlo. Pero, si ganaban, conseguiría el empleo que de-
seaba. Además, al manejar los camiones del partido, adquiriría
la experiencia como chofer que le faltaba.
—A mí me da mucho pesar que nos deje —le dijo el dueño
del autolavado—. Si tomó esta decisión porque el salario que le
pago le parece poco, si se queda, se lo aumento en un diez por
ciento.
El dueño del autolavado, al no obtener respuesta, continuó:
—Bueno, le agradezco la temporada que pasó con noso-
tros. Nunca tuve quejas de usted. Cumplió a la perfección los
lineamientos marcados por la empresa. Aquí tiene su finiquito,
también una carta de recomendación que le escribí... Ya me con-
taron sobre sus planes. Espero que todo le salga bien. Nomás sea
cuidadoso al elegir el partido político por el que va a apostar. En
esta región solo hay dos opciones: ganan los que ya están en el
poder o los que se lo intercambian con ellos. Los otros partidos
son pura faramalla.
Aunque la probabilidad de errar al escoger el partido al que
apoyaría, de acuerdo a lo expresado por su expatrón, se acotaba
en un cincuenta por ciento, le resultaba complicado decidirse por
alguno de los dos posibles ganadores. Resolver la interrogante
tomando como argumento su afinidad hacia las propuestas que
las plataformas políticas ofrecían al electorado o a la ideología
que —se suponía— defendían, no le proveía la eficacia reque-
rida para atinar al vencedor. Sin tener la menor idea de cómo
hacer una proyección estadística electoral realizó su propio
sondeo. Entendió que no solo debía preguntar a sus conocidos
del barrio en el que vivía sobre cuál de los dos partidos prin-
cipales consideraban sería el futuro triunfador, pues la gente
con la que platicaba cotidianamente no representaba las opi-
niones de ese otro segmento que no integraba la fuerza obrera.
Como no contaba entre sus amistades a personas incluidas en

111
esa fracción en constate contracción denominada clase media, y
mucho menos en la clase alta, intuyó que su antiguo patrón de la
maquiladora podría ser el representante idóneo de la sociedad
económicamente acomodada que le proporcionaría la infor-
mación que estaba buscando, porque en tiempos de contienda
electoral, en las instalaciones de la maquiladora, los candidatos
de los principales partidos hacían reuniones de convencimiento
para que los más de quinientos empleados que ahí laboraban
votaran por ellos.
—¿Qué partido, cree usted, va a ganar la próxima elección?
—le preguntó al dueño de la maquiladora, quien lo apreciaba,
cuando fue a visitarlo a su oficina.
—La verdad es que quien gane o pierda termina por darme
igual, de cualquier manera, voy a seguir pagándole al gobierno
en turno para que no les den ganas de venir con cualquier pre-
texto a clausurar mi negocio —expresó el dueño de la maqui-
ladora antes de responder la pregunta—. Pero creo que van a
ganar los colorados, porque los azules llevan dieciocho años go-
bernando. Verá cómo aparece la cantaleta de que la alternancia
es necesaria. Como mucha gente ya no tolera a los azules el
cambio es inminente. Y luego, cuando estén hartos de los colo-
rados, regresarán los azules. ¡Qué locura!, ¿no? —exclamó.
De las tres camisas que le dieron en la oficina del Partido
Colorado al inscribirse como voluntario en la campaña del can-
didato a gobernador, al día siguiente del que se las entregaron,
sin esperarlo, tuvo que deshacerse de una de ellas. Fue su inicia-
ción en la política real, en la que se trata de quedar bien con la
esperanza de cobrar en el futuro lo que se ha dado.
—¡Qué bonita camisa, muchacho! —le dijo el dueño de la
tienda en la que acostumbraba comprar su despensa, que era fiel
seguidor del Partido Colorado, al verlo entrar a su negocio vis-
tiendo la prenda—. ¡Cómo me gustaría tener una! ¿Se inscribió
de voluntario?
—Sí —le respondió.
—A mí lo que me impide irme a apoyar al partido es que
tengo que abrir la tienda todos los días. De no ser así andaría de-
trás del candidato en todas las reuniones. Si se le atora el dinero
durante la campaña, porque hasta donde tengo entendido a los

112
voluntarios no les ayudan ni con el pago de sus pasajes, no dude
en venir a mi negocio. Aquí cuenta con crédito, porque somos de
los mismos —le dijo el dueño de la tienda.
A manera de agradecimiento por el ofrecimiento que le
había hecho, el tendero se quitó la camisa y se la entregó, pues
no estaba de más contar con la posibilidad de poder sacar fiado
en la tienda en caso de que algún contratiempo monetario se le
presentara obligándolo a gastar sus ahorros antes de que con-
cluyera la contienda electoral, lo que, de sucederle, al no contar
con un respaldo económico externo, acabaría con sus planes.
La campaña del Partido Colorado por la gubernatura del es-
tado inició con la enorme intensidad que le faltó al Partido Azul
durante toda la contienda, el que de antemano se sentía derro-
tado. Desde el primer día, tras mostrar su licencia de chofer de
camiones de carga, le asignaron el camión en el que el candi-
dato a la gubernatura transportaba el templete sobre el que se
presentaba en los eventos con mayor audiencia. Como los mí-
tines podían suceder en cualquier momento entre el amanecer
hasta entrada la noche había días en los que ni siquiera acudía
a dormir a su casa, el camión se transformó en el lugar que ha-
bitaba.
Para fortuna suya, estar en los eventos del candidato oca-
sionó que este lo fuera conociendo y que, de vez en cuando, en-
tablaran conversión.
—Las encuestas nos dan diez puntos de ventaja sobre el Par-
tido Azul, que es el que está en segundo lugar, sin embargo, a mí
eso no me da seguridad —le dijo el candidato antes de iniciar
un mitin que ocurrió la tarde de un sábado, después de haber
platicado con sus asesores de campaña al lado del camión en el
que transportaban el templete.
—Si me lo permite, yo creo que lo mejor es seguir echándole
ganas, no pensar que ya ganó, luchar hasta el último momento
—le dijo al candidato.
—Tiene razón —asintió el candidato mostrando aproba-
ción.
Así como la campaña caminaba de acuerdo a lo planeado
también sus planes personales parecían hacerlo. Mas, la envidia
apareció.

113
—Usted ya no va a manejar este camión —le dijo el encar-
gado de la logística de los transportes del partido—. Mañana se
presenta en la oficina del director de propaganda, necesita gente
para pegar calcomanías con el logotipo del candidato en los ve-
hículos de los automovilistas que transitan por el centro de la
ciudad.
Al escuchar lo dicho por el encargado de la logística de
los transportes del partido, el enojo se le implantó en la cara.
Le preguntó por qué lo removía de la conducción del camión
si, durante el tiempo que llevaba manejándolo, tanto el ve-
hículo como lo que en este transportaba no habían sufridos
percances y siempre había llegado a tiempo a los mítines del
candidato.
Careciendo de un motivo válido para retirarle el camión —lo
que el encargado de la logística de los transportes quería era
que uno de sus sobrinos condujera el vehículo para que el candi-
dato, a quien la prensa colocaba como el inminente vencedor de
la contienda, lo conociera y de esta manera, en cuanto entrara a
gobernar, solicitarle el puesto de su chofer personal—, lo único
que se le ocurrió para justificar su acción fue mencionarle que la
razón de la modificación de la encomienda que tenía durante la
campaña se debía a que, con una frecuencia intolerable, acudía a
manejar sin vestir la camisa oficial de la campaña.
—¡¿Cómo quiere que todos los días venga a manejar el
camión vistiendo la camisa de la campaña si a veces ni tengo
tiempo para ir a dormir a mi casa, mucho menos para ponerme
a lavarlas y plancharlas?! —gruñó al encargado de la logística
de los transportes.
—Mire, para evitar esos inconvenientes se le entregaron
tres camisas —replicó el encargado de los transportes.
—¡Pues yo solo tengo dos camisas, porque una se la regalé
a un militante comprometido con el partido! —dijo sin poner
atención en sus palabras.
—Ese es problema suyo. Usted no entiende que todos los que
andamos en la campaña somos representantes del candidato
ante la sociedad y tenemos que hacerlo con dignidad y pulcritud,
dos conceptos que no comprende —respondió el encargado de
los transportes humillándolo con la mirada.

114
La discusión aumentó de volumen a tal nivel que ocasionó
que el candidato, que pasaba por ahí acompañado de sus ase-
sores, se aproximara a donde se efectuaba la disputa.
—¿Por qué tantos gritos, caballeros? —preguntó el candi-
dato utilizando voz de mando.
—Pues es que aquí el chofer del camión en que transpor-
tamos el templete ya se siente dueño del vehículo y no acepta
que alguien más lo maneje —contestó el encargado de la logís-
tica de los transportes.
—¿Es esa la causa de tu enojo, muchacho? —le preguntó el
candidato.
—No, señor candidato. Lo que sucede es que me están qui-
tando de manejar el camión para mandarme a pegar calcoma-
nías, que porque me presento a los eventos sin la camisa oficial
de su campaña.
—Licenciado —se dirigió el candidato a uno de sus asesores
dilucidando, con la perspicacia que lo caracterizaba, que el con-
flicto radicaba en los intereses personales del encargado de la
logística de los transportes—. Solucione este problema. Este
joven ha trabajado duro en la campaña y el encargado de los
transportes, a quien le hemos rentado la mitad de su flotilla ca-
miones, es una pieza clave para el correcto funcionamiento de
nuestros eventos. Que lleguen a un acuerdo.
Demostrando su capacidad negociadora, después de sacarle
la verdad al encargado de los transportes sobre el motivo que
tenía para cambiar al chofer del camión que transportaba el
templete, el Licenciado —así lo nombraban— cumplió con la en-
comienda del candidato. Valiéndose de la practicidad con la que
se conducía, encontró la manera en que las partes en conflicto
salieran ganadoras, dejando al candidato ante ellas como una
persona a la que le debían estar agradecidos. Al encargado de
la logística de los camiones le permitió que fuera su sobrino el
que manejara el vehículo en disputa. Y al antiguo conductor de
la unidad lo colocó como chofer de una de las camionetas Van
en las que se movía el candidato junto con su equipo de trabajo.
—¿Cómo se siente con su nuevo encargo, joven? —le pre-
guntó el candidato una tarde en la que lo transportaba en la
Van.

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—De maravilla —respondió.
—Este muchacho en verdad está comprometido con el par-
tido. No ha faltado un solo día. De los choferes es el primero en
llegar y el último en retirarse —intervino el Licenciado en la
conversación.
—Compadre, vamos haciendo una cosa. —Se dirigió el
candidato, que estaba de muy buen humor por la respuesta de
decenas de miles de personas que acudieron a apoyarlo en el
evento de ese día, al Licenciado—. No falta mucho para el día
de la elección. Como usted sabe, tengo una regla de vida que he
llevado a la acción en todos los cargos que he ocupado: «Si hay
para uno, hay para todos». Así que, si ganamos, le encargo que
emplee a este muchacho con usted en la fiscalía, porque usted
va a ser el próximo fiscal del estado.
El Licenciado abrazó al candidato porque era la noticia que
estaba esperando. Sus esfuerzos habían fructificado.
La admiración que le profesó al candidato desde el instante
en que le informó que, en caso de llegar a la gubernatura, estaría
a las órdenes del nuevo fiscal, fue acrecentándose. Por primera
vez comenzó a poner atención a lo que este decía en los mítines.
Los programas sociales que implementaría, la construcción de
nuevas vías de comunicación que ayudarían a reducir el tiempo
que empleaban los obreros desde sus barrios hasta su lugar de
trabajo, el incremento en los servicios de salud, la reforma edu-
cativa, la lucha contra la corrupción y la impunidad le parecían
medidas eficaces para aliviar los padecimientos que sufría la
sociedad. Moralizar al gobierno y al pueblo en general —como
decía el candidato— era necesario para romper con los males
que impedían a la ciudadanía vivir mejor. Y el candidato era el
hombre indicado para llevar acabo la transformación que posi-
cionaría al estado como la mejor entidad del país, porque de la
mano de un líder que cumplía con su palabra, empático con los
más necesitados, respetuoso de sus oponentes, de trato cálido
con sus aliados —sin importar lo humilde de las contribuciones
de estos a la campaña—, el progreso estaba asegurado.
—¡Ganamos, muchacho, ganamos! —gritó el Licenciado al
salir de las oficinas del partido y acercarse al estacionamiento
la noche del día de la elección—. Ve a la casa del candidato por

116
su esposa y sus hijos. Te los encargo. Tú eres de confianza. Dos
patrullas con elementos de la policía van a ir contigo.
«Ganamos, ganamos», fue la frase que constantemente sonó
en su cabeza la noche de la victoria. En la plaza de armas de la
ciudad capital, arriba del templete que tantos días había trans-
portado, presenció cómo el candidato, acompañado por su fa-
milia y asesores, proclamó el triunfo, cómo, a través de mensajes
televisivos, los otros partidos se reconocían derrotados, cómo la
multitud lo aclamaba. «Ganamos, ganamos.»
—Necesito que no vaya a dormir hoy a su casa, que se quede
haciendo guardia en la Van, porque el candidato, ahora gober-
nador electo, va a necesitar que lo lleven a las reuniones y en-
trevistas que van a surgir. Desde este momento, si usted quiere,
trabaja para mí. Solo que hay un detalle que debo informarle.
Durante el mes siguiente, como es la transición de un gobierno
a otro, y el gobernador electo no quiere continuar con la cos-
tumbre de que el gobierno saliente pague los gastos generados
por el gobierno entrante en ese periodo, porque el dinero puede
utilizarse para construir una nueva escuela o para hacer algún
otro beneficio a la sociedad, no tendrá usted un sueldo.
»Al igual, en cuanto esté yo en funciones, su pago será cada
quince días, por lo que los primeros catorce días de la adminis-
tración, debido a la espera para que se cumpla la quincena, no
podrá cobrar algún adelanto. Por la comida no deberá preocu-
parse, en la Casa de Transición que vamos a utilizar, entre los
más cercanos al gobernador electo, hicimos una cooperación
para contratar un cocinero y comprar los víveres necesarios
para que, los que estemos ahí, podamos comer. Allí podrá rea-
lizar las tres comidas del día. El contrato que le vamos a hacer
es por seis años, y podría convertirse en un empleo permanente
pues, si así lo desea y efectúa el trámite correspondiente, la
ley dicta que a los tres años de estar laborando en el gobierno
puede solicitar su inscripción definitiva al cuerpo de servidores
públicos del estado. ¿Cómo ve, se anima?
Estar sin ganar dinero durante mes y medio más no lo tenía
contemplado. Sin embargo, los días vividos durante la contienda
fueron muy difíciles y cansados como para tirarlos sin recibir
algún beneficio. Es más, por primera vez contempló la posibi-

117
lidad de hacerse de un trabajo en el que pudiera permanecer
por mucho tiempo porque el ambiente en el que se encontraba
le agradaba. Con el dinero ahorrado que aún le quedaba, el que
tenía destinado para solventar los gastos si se le presentaba al-
guna enfermedad menor, podía pagar la renta de la casa en que
vivía por dos meses más. Lo de la comida, como se lo planteó
el Licenciado, estaría resuelto si se alimentaba en la Casa de
Transición. Lo que quedaba sin resolver eran los gastos que le
generarían los artículos de consumo cotidiano para su aseo per-
sonal y el de su vivienda, los que planeó se los pediría fiados al
dueño de la tienda de su barrio, al que, recordándole lo que le
había propuesto, le obsequiaría la camisa conmemorativa de la
victoria del candidato que repartieron exclusivamente a los que
fungieron como voluntarios en la campaña. «Sí, Licenciado, me
quedo a trabajar con usted», le dijo al futuro fiscal.
Al concluir el primer semestre de estar bajo las órdenes del
fiscal, la vida lo trataba plácidamente. Aunque no se desempe-
ñaba como chofer de su jefe, puesto que tampoco consiguió con el
gobernador el sobrino del encargado de la logística de los trans-
portes del partido, porque esa función le correspondía a ele-
mentos de elite de la policía estatal, no dejó de estar en contacto
permanente con este, quien lo seguía considerando de confianza,
de ahí que en asuntos delicados, como el traslado encubierto de
armas para uso de la corporación policiaca, él era el encargado
de manejar el camión en el que viajaba el cargamento. Ser em-
pleado del gobierno lo convenció de que la vida leve era la mejor
vida, hasta la grasa abdominal se le expandió. En trabajar poco,
ser leal a su jefe y estar en cualquier momento a su disposición,
se encontraba la clave de la felicidad.
—Joven, pase, cierre la puerta con seguro y tome asiento —
le dijo el fiscal cuando lo mandó llamar para que acudiera a su
oficina—. Necesito que haga un trabajo. Lo elegí a usted porque
sabe ser discreto y porque es un buen chofer. Mañana, a las dos
de la madrugada, quiero que se presente en la gasolinera que
está en la entrada sureste de esta ciudad capital. En la parte
trasera de la gasolinera, en donde paran a descansar los con-
ductores de vehículos de carga pesada junto con sus unidades
cuando están de paso por la ciudad, va a estar un tráiler marca

118
Dina con un semirremolque en color blanco. Llévelo a este lugar.
—Le entregó el Licenciado un papel en el que estaba escrita la
dirección a la que quería que llevara el tráiler—. No quiero que
me haga comentarios sobre el tráiler delante de otras personas.
Evite ser visto mientras cumple con el encargo, que nadie sea
capaz de ubicarlo. Abogo a su discreción. Aquí están las llaves
de la unidad.
La encomienda hecha por su jefe no le pareció extraña, no
era la primera ocasión en que lo mandaba a hacerle algún tra-
bajo durante altas horas de la noche. Lo único que no le gustaba
de esas tareas nocturnas era que, para llevarlas a cabo, debía
permanecer despierto hasta llegada la hora en que indicaba
su jefe debía cumplirlas, porque, si se acostaba a dormir y su
aparato despertador fallaba, perdería la confianza que el Licen-
ciado tenía en él. Para matar las horas de espera se puso a ver el
noticiero que transmitían en la televisión, pero cambió de canal
porque le pareció que las noticias que presentaban se enfo-
caban en criticar con saña al gobernador y a sus colaboradores.
«Si supieran los problemones que todos los días les toca resolver
al gobernador y a sus secretarios, ni opinarían», pensó. En el
siguiente canal encontró un documental sobre la vida de los
orangutanes, el cual soportó no más de cinco minutos porque
le pareció aburridísimo. Apagó el televisor, se dedicó a limpiar
su vivienda hasta que el reloj que colgaba de una de las paredes
marcó la una de la mañana.
El frío que hacía en la calle era tolerable, aun así, se llevó
puesta su chamarra de piel sintética con forro interior de lana,
para que en caso de que la temperatura descendiera estar pro-
tegido. Caminó cinco cuadras para llegar a la avenida que que-
daba más cercana a su hogar. Bajo la luz de un semáforo esperó
a que un taxi le diera la parada. A la una con cuarenta minutos
de la noche la ciudad parecía que entraba en un letargo. No se
escuchaban los desquiciantes cláxones de los automóviles ni las
sirenas de las ambulancias ni el ruido de las fábricas. A cuatro
cuadras de su destino, para evitar que el conductor del taxi en
que viajaba conociera el sitio al que se dirigía, descendió del
vehículo de alquiler. Mientras caminaba percibió cómo la tem-
peratura iba descendiendo. Hizo un alto faltando cincuenta me-

119
tros para llegar a la gasolinera. Observó que solo un empleado
estaba laborando el turno de la noche en la estación de venta de
combustible, y que había una fila con tres camiones esperando
les surtieran combustible. Sigilosamente se dirigió a la parte
trasera de la gasolinera. Al fondo del estacionamiento, oculto en
la penumbra, estaba el tráiler por el que iba.
Al acercarse al tráiler llamó su atención que el semirre-
molque tenía un sistema de refrigeración en funcionamiento.
Revisó que el semirremolque estuviera debidamente acoplado a
la cabeza tractora, después subió a la cabina. Encendió el motor,
se cercioró de que el sistema eléctrico que subía y bajaba los vi-
drios de las ventanas de las puertas funcionara correctamente,
al igual que el sistema de luces y los limpiaparabrisas. Accionó
la calefacción, esperó a que la temperatura alcanzara los veinti-
siete grados centígrados, dio avance al vehículo. Le tomó media
hora llegar a la dirección a la que se dirigía. El lote baldío en el
que estacionó el tráiler lucía abandonado, ni siquiera tenía una
reja que protegiera la entrada. La barda posterior y las laterales
que lo delimitaban pertenecían a las construcciones vecinas,
todas casas a las que se les notaba requerían ser restauradas. En
la calle por la que accedió al lote no se topó con alguna persona
o vehículo. La zona era peligrosa. Se respiraba tención en el am-
biente. Se planteó la posibilidad, preocupado por su seguridad,
de quedarse en el interior de la cabina hasta el amanecer, pero
la desechó porque si esperaba ese momento para abandonar el
tráiler, al salir caminando de la colonia, la luz del sol lo haría fá-
cilmente reconocible por aquellos con quienes llegara a encon-
trarse. Sin otra alternativa a su disposición, bajó de la unidad y
verificó que las puertas del tráiler tuvieran los seguros puestos.
Conforme avanzaba hacia la entrada del baldío, la maleza que
poblaba el lote, y que le llegaba hasta el pecho, le impedía des-
plazarse libremente. Cada paso dado le causó dificultad porque,
además de los matorrales, montones de basura y de objetos in-
servibles estaban regados por el suelo. Por un instante percibió
que a pesar de esforzarse no avanzaba, que sus pies se hundían
en una especie de barro pegajoso. El silencio que lo rodeaba le
permitía oír las contracciones y extensiones aceleradas de su
corazón, de las arterias de su cuello al circular la sangre en su

120
interior. La desesperación lo hizo presa, los brazos le temblaban.
De pronto, escuchó que algo se arrastraba por el suelo. Se obligó
a respirar profundo para disminuir la velocidad de sus latidos,
para conseguir concentración. El ruido se acercaba lentamente
al igual que las serpientes al reptar. En tres intentos seguidos
buscó liberarse del barro que lo apresaba, fracasó. Con el ruido
a centímetros de sus pies, en un último intento, depositando
toda su energía en sus piernas, de un tirón consiguió extraer el
pie derecho del lodazal, mas, cuando luchaba por liberar el pie
izquierdo, acompañada de un grito en forma de lamento, una
mano se lo atrapó.
Con los nervios todavía alterados por lo ocurrido durante la
madrugada se presentó en el edificio de la fiscalía. Titubeando
si debía contarle al Licenciado lo sucedido en el lote baldío se
encaminó a la oficina de su jefe, el guardia que resguardaba la
entrada del edificio le había avisado que el Licenciado había de-
jado dicho que quería verlo en cuanto llegara a trabajar.
—¿Cómo le fue con lo que le ordené? —le preguntó el Licen-
ciado.
—Bien, Licenciado. Hice lo que me indicó.
—Vamos a tener que mover el tráiler de lugar. Hágalo esta
misma noche. Llévelo a esta otra dirección.
Sin darle su jefe siquiera la oportunidad de hacer algún co-
mentario, no le quedó más que asentir con la cabeza aceptando
la nueva encomienda.
El resto del horario que debía cumplir durante su jornada la-
boral lo pasó al interior de la fiscalía. El Licenciado no lo requirió
durante todo el día. A las seis de la tarde estaba de regreso en
su casa. Haciendo una excepción en sus costumbres, programó
la alarma de su reloj para que sonara a la media noche. Creyó
que si dormía alejaría de su mente el episodio vivido la noche
anterior. Necesitaba estar calmado para cumplir el mandato de
su jefe.
Aunque su deseo por alcanzar la profundidad del sueño
era grande, no consiguió acceder a este. Apenas dormitó unos
cuantos minutos. Permaneció en la cama hasta que sonó la
alarma de su despertador. Se cambió el pijama que traía puesto
por ropa apta para andar en la calle. Dejó su casa encaminán-

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dose a la avenida en que tomaría el auto de alquiler. Cuando pidió
bajar al conductor del taxi que lo acercó a su destino, estaba a
dos colonias de distancia de donde se encontraba el tráiler. Dis-
cretamente se desplazó por lo zona. Afortunadamente no se en-
contró con nadie.
Con cada paso que lo aproximaba al lote baldío el recuerdo
de la madrugada anterior lo inquietaba con mayor fuerza. Sudor
frío le goteaba de las manos, se agitó su respiración. «¿Y si lo
vivido anoche hubiera sido una jugarreta de su mente, una
mentira?», se preguntó buscando controlar la condición que lo
aquejaba. «Sí, una mentira, eso fue», se dijo a pesar de haber te-
nido que limpiar de su pantalón, al regresar a su casa, la huella
lodosa de la mano que lo detuvo. Ya frente al tráiler desistió de
su intención de verificar si el semirremolque continuaba sujeto
adecuadamente a este. Optó por subir a la cabina, encender el
vehículo y cumplir lo más rápido posible con el encargo.
Llevaba veinte minutos manejando el tráiler cuando una
pizca de tranquilidad lo confortó. La ausencia de percances en
el trayecto y el frío de la madrugada —no llevaba encendida la
calefacción— regularon sus emociones. Pensó que era tiempo
de solicitar los diez días de vacaciones a los que, de acuerdo a
la Ley Estatal de Servidores Públicos, ya tenía derecho. Los uti-
lizaría para relajarse, recuperar energías y poner las neuronas
en su lugar. El último año había sido de resistencia; los días sin
dormir durante la contienda electoral y estar siempre al pen-
diente de las órdenes del fiscal, concluyó, lo habían afectado. A
diferencia del lote en el que la noche previa aparcó el tráiler, el
sitio marcado por su jefe para dejar en esta ocasión el vehículo
era un estacionamiento abandonado al aire libre. Necesitó bajar
del tráiler para abrir el cancel que resguardaba la entrada del
estacionamiento. Una cadena metálica, sin candado, era el único
objeto de seguridad que impedía separar las dos hojas que lo
formaban. Removió la cadena, abrió el cancel, subió al tráiler y
lo estacionó al fondo del lugar.
Después de aparcar el tráiler en el estacionamiento, des-
cendió de la cabina y notó que la temperatura ambiental iba en
descenso. Su cuerpo, al estar un tanto relajado, sintió una pe-
sadez acompañada de somnolencia. Se encaminó a la entrada

122
del estacionamiento. En vez de cerrar el cancel y regresar
a su casa, optó por asegurarlo con la cadena, volver a la ca-
bina del tráiler y tomar una pequeña siesta para que, al des-
pertar con la mente despajada, el retorno a su casa no fuera
fastidioso. Dentro de la cabina, sentado frente al volante, echó
la cabeza hacia atrás, durmió. Descansaba plácidamente, los
ronquidos que brotaban de su boca lo confirmaban. Parecía
que nada podía perturbarlo. Mas, un sonido parecido al de las
uñas raspando fierro lo despertó. El sonido provenía de abajo
de la cabina. Imaginó que un perro podía ser el que lo estaba
produciendo porque, recordó, las hojas del cancel que limitaba
el acceso al estacionamiento quedaban unos cuarenta centí-
metros por arriba del suelo. Por ahí pudo haber ingresado el
animal. Poco a poco el sonido se maximizó, se expandió hacia
las llantas delanteras del vehículo. En eso, la cabina del tráiler
comenzó a zangolotearse. La violencia con la que se movía
hacia que los amortiguadores rechinaran al intentar mantener
la estabilidad del vehículo. Quiso abrir la puerta de la cabina,
escapar. Agarró la manija de la puerta del lado del conductor,
la accionó. Apenas consiguió abrirla un centímetro cuando
una fuerza externa la cerró. Desesperado, accionando de
nueva cuenta la manija, empujó la puerta en varias ocasiones
sin conseguir abrirla. Escuchó cómo el sonido, ahora insopor-
table para sus oídos, se diversificaba, cómo los rasguños se
acompañaban por pisadas en el capó subiendo al techo de la
cabina. Pero sus ojos no lograban distinguir qué o quién lo ata-
caba; la noche helada y oscura había empañado el cristal del
parabrisas. Su instinto de supervivencia le indicaba que debía
escapar cuanto antes, que con cada segundo transcurrido la
muerte lo buscaba con mayor vehemencia. Accionó la manija
de la puerta una y otra vez hasta romperla. Lamentos de dolor
se añadieron al sonido. Volteó hacia el cristal del parabrisas,
observó que un dedo rechinando sobre el vidrio empañado es-
cribía la palabra «Ayuda». Giró su cabeza hacia la puerta. El
rostro espectral que le gritó frente a su cara lo paralizó.
—Aquí está el documento que avala el permiso para que
tome sus diez días de vacaciones —le dijo el Licenciado acer-
cándole la hoja de papel que contenía el documento.

123
Agradeciendo el permiso vacacional recién otorgado,
pues, aunque legalmente tenía derecho al periodo de descanso
su jefe hubiera podido negárselo, y sin decirle nada sobre lo
acontecido las dos noches, salió de la oficina del fiscal rumbo
a su vivienda. Como no había comido paró en una de las ros-
ticerías que, para reducir costos, solo ofrecían comida para
llevar. Compró el paquete compuesto por medio pollo ros-
tizado, un refresco en lata, ensalada, tortillas y cinco papas
adobadas. Su idea consistía en ingerir la ensalada, las papas
y el refresco durante el trayecto que recorrería el autobús
que tomaría para acercarse a su domicilio; el pollo y las torti-
llas, los dejaría para la cena. Ya en su casa sacó, de uno de los
cajones de la cocina, una cazuela lo suficientemente grande
para darle cabida a las piezas del pollo rostizado que había
comprado, las que ahí depositó cubriéndolas con las torti-
llas. Colocó la cazuela sobre la estufa sin encender. Optó por
dejarla allí en vez de ponerla dentro del frigorífico, porque
el frío del aparato haría de la grasa y del adobo que cubría
el pollo una masa gelatinosa que le causaba asco. Además,
como no faltaban muchas horas para la cena, era innecesario
mantenerlo en refrigeración. Cansado se fue a tirar sobre el
viejo sofá que constituía el total del mobiliario del espacio
destinado para fungir como sala. Rápidamente, debido a la
pesadez que lo agotaba, quedó completamente dormido. Las
horas pasaron, arribó la noche, se hizo tarde. A pesar de que
el hambre lo acosó no despertó. Por ahí de la madrugada el
murmullo de la grasa hirviendo penetro en su oído, el aroma
nefasto a fritura requemada lo hizo en su nariz. Presuroso
abandonó el sillón y fue hacia la estufa. Encontró que la ca-
zuela humeaba a causa del pollo y de las tortillas calcinadas.
Cerró la perilla del gas, se inquietó. Era imposible que alguien
hubiera entrado y encendido la estufa porque la puerta de
ingreso estaba asegurada con el pasador que le colocaba por
dentro. Se preguntó qué había sucedido. Rechazó la respuesta
que se le vino de bote pronto, pero, al hacerlo, el vaho de un
aliento rancio humedeció la parte posterior de su cabeza.

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Al trascurso de los días los sucesos inquietantes no cesaron.
Vasos y platos volaban desde la alacena y se estrellaban en las
paredes, los muebles cambiaban de lugar, los aparatos electró-
nicos se encendían y apagaban. Decidió ignorarlos. Creyó que
si no les ponía atención desaparecerían. No obstante, el ner-
viosismo que lo consumía, lo trastornó al grado de necesitar
dormir abrazado del rosario que guardaba como recuerdo de
su abuela. Las manos no paraban de temblarle, olvidó que debía
comer y asearse. Llevaba una semana encerrado en su casa y no
entendía por qué no se proponía salir a la calle a pedir ayuda.
Mientras la luz de sol iluminaba el día una calma tensa reinaba
en su casa, pero, al oscurecer, la calma se diluía presentándose
de nueva cuenta los fenómenos que lo enloquecían.
Esa noche la recibió sentado en una de las sillas del comedor
que equipaba la cocina. Mantenía la vista en los residuos de las
piezas de pollo y de las tortillas efervescentes de moscas y gu-
sanos que aún estaban en la cazuela que había abandonado sobre
la mesa. La noche fue profundizándose. Chillidos, lamentos, es-
tridencias, campeaban por la vivienda. Un llanto desgarrador
procedente de su habitación lo extrajo del mutismo en el que
estaba. No podía más, estaba harto, se animó a luchar contra
lo que lo atacaba. Profirió todas las formas de violencia verbal
que conocía sin conseguir aminorar el llanto que taladraba sus
oídos. Tomó el rosario con ambas manos, rezó las letanías que
recordaba de su infancia. «¡Vade retro!», exclamó emulando a
los exorcistas que había visto en las películas. «Ven, ven», lo lla-
maban desde la oscuridad de su cuarto. Resuelto a terminar con
el suplicio sujetó el rosario con más fuerza. Se encaminó hacia su
pieza, la puerta estaba abierta. «¡Vade retro!», gritó irrumpiendo
en la habitación. De repente, la luz eléctrica se encendió ilumi-
nando el lugar. Todo estaba en calma, no había ruidos ni que-
jidos, parecía que la pesadilla había terminado. Durante varios
minutos permaneció inmóvil sin saber bien qué debía entender.
Exhausto se dirigió a su cama buscando conseguir descanso.
Se dejó caer en ella, bajó sus párpados. En eso, una gota de un
líquido pegajoso cayó en su boca. Abrió los ojos, volvió a estre-
mecerse. «¡Ayuda, por favor!», decía la frase escrita en el techo.

125
—Este asunto me trae muy preocupado.
—No es para menos, señor gobernador —respondió el fiscal.
—¿Han actuado con cautela?
—Hemos hecho nuestro mejor esfuerzo.
—¡Maldita suerte la mía! —exclamó el gobernador gol-
peando su escritorio con el puño de su mano derecha.
—Cálmese, compadre, esto no es su culpa. Si hubiese sido
el otro candidato el ganador de la elección también él hubiera
tenido que lidiar con este problema.

Las gotas del líquido pegajoso que formaban las letras de la


frase escrita en el techo fueron mojando su rostro, no se movió
para evitarlo. «¿Y si lo único que quería eso que lo acosaba era
ayuda? ¿Y si él podía brindársela? ¿Y si con ayudarlo lo dejaba en
paz?», se preguntó. Disminuido en su capacidad de razonar, sin
tomar en cuenta la posibilidad de que fuera una trampa, optó
por arriesgarse y regresar al estacionamiento en donde había
dejado el tráiler. Caminó durante dos horas y media para llegar
al lugar; la incertidumbre que sobrellevaba le impidió pensar
en tomar un taxi que lo acercara a su destino. Armado con
una pinza para trozar candados se asomó a través del cancel,
comprobó que el vehículo seguía ahí. Removió la cadena que
sujetaba las dos hojas del cancel, se encaminó a la puerta del
semirremolque. Notó que el sistema de congelación que tenía
el semirremolque en la que viajaba la carga no estaba funcio-
nando, que la misma clase de líquido viscoso que le había caído
a la cara cuando se acostó en su cama goteaba desde una de las
esquinas de la caja del semirremolque formando un charco en el
piso del estacionamiento. Con las pinzas sujetó las asas del can-
dado que aseguraba la puerta del semirremolque, lo destruyó.
Al abrir la puerta la intensidad del hedor que de este emanó
ocasionó que los ojos le lloraran. Descubrió que la carga que el
tráiler transportaba eran cientos de bolsas negras de las que
salía el líquido viscoso y el aroma insoportable. Con los dedos,
haciendo un orificio lo suficientemente grande para ver a través
de este sin necesitar acercarse demasiado, rompió dos bolsas.
Lo que encontró dentro lo estremeció.

126
—¿Estás seguro, compadre, de que es lo mejor que podemos
hacer para resolver este problema? ¿No existe otra solución?
—La otra opción que podríamos tener, con la que no estoy
de acuerdo, es que salgamos a informar a los medios de comu-
nicación lo que hemos hecho, explicarles por qué actuamos de
esa manera. Pero no van a entendernos. Ya ves cómo andan bus-
cando que cometas algún error para sacarlo en las noticias, por
eso te vigilan día y noche. Cuando sepan lo que ha pasado nos
van a atacar hasta hacer tambalear al gobierno. Perderíamos
toda credibilidad —contestó el fiscal.
—¿Es por eso que debemos ser pragmáticos? —cuestionó el
gobernador con un dejo de sarcasmo.
—Te entiendo, compadre, y tú sabes muy bien que estoy de
tu lado, pero también tengo la responsabilidad de cuidarte las
espaldas, de protegerte de toda esa bola de zánganos que te
quieren ver caer. Por eso me atrevo a plantearte esa solución
—respondió el fiscal.
—Aun así, no estoy seguro de que el remedio sea el que me
propones.
—El Instituto de Ciencias Forenses tiene trabajo atrasado
desde hace meses, no cuenta con la infraestructura ni el personal
suficiente para atender esta crisis. Los ministerios públicos ya
no cumplen con su función de investigar, consumen su tiempo
laborable en levantar las decenas de denuncias que a diario hace
la ciudadanía. Lo que está sucediendo no es exclusivo de nuestro
estado, el país entero es un cementerio. Si la gente se entera de
que no tenemos los elementos necesarios para resolver esta si-
tuación va a ser el inicio de nuestro descenso en picada. Además,
bastante hemos hecho con recuperar esos cientos de restos de
la granja en la que los localizamos.
—Entonces, señor fiscal, ¿su propuesta sigue siendo incine-
rarlos para que nadie se entere de su existencia? —preguntó el
gobernador haciendo sentir al fiscal el peso de la responsabi-
lidad que acarrearía si seguía su consejo.
—Si queremos permanecer en el poder no podemos hacer
más.

127
A las nueve de la mañana, utilizando un teléfono público, des-
pués de poner en el piso las dos bolsas que había abierto con los
dedos, preguntó a la secretaria del fiscal:
—¿Está el señor fiscal en su oficina?… ¿En casa del gober-
nador?... ¿Va a regresar más tarde?
Caminar hasta la casa del gobernador le tomó casi tres horas.
A pesar de que en varias ocasiones algunos transeúntes con los
que se encontró voltearon a ver las bolsas de plástico debido
al mal olor que estás despedían no imaginaron lo que en ellas
cargaba, pues creyeron que era basura lo que transportaban.
Adolorido de las piernas, por las dos largas caminatas que había
realizado, llegó a la banqueta de la casa del gobernador. Espe-
raba que, al mostrarle a su jefe el contenido de las bolsas, por
humanidad —creía que el fiscal no estaba enterado de la con-
dición en que estaba el cargamento que trasladaba el tráiler—,
este daría la orden para que el Instituto de Ciencias Forenses
interviniera, y así poder él descansar. Sin embargo, dudaba de lo
que iba a hacer. Temía que el fiscal se enojara con él por meterse
en cosas que solo les incumbían a funcionarios de alto nivel, que
terminara por despedirlo. «¿No hubiera sido mejor actuar con
prudencia y esperar a que su jefe regresara a la fiscalía e infor-
marle lo que estaba sucediendo en vez de presentársele ahí con
las dos bolsas?», se preguntó. Se rehusó a contestarse porque lo
que estaba viviendo era insoportable y, de no arreglarlo pronto,
acabaría en una tumba o en el manicomio.
Ni uno de los tres guardias que custodiaban la entrada de la
casa del gobernador colocó su atención en él, porque estaban al
pendiente de que el grupo de reporteros que cubrían la fuente
noticiosa no fuera a atosigar al mandatario con preguntas
cuando, acompañado por el fiscal, saliera de la propiedad, lo
que de acuerdo a lo que les habían indicado sus dos compañeros
que estaban dentro del inmueble no tardaba en ocurrir. Con un
dolor exacerbándose en sus brazos, ocasionado por el peso de
las bolsas, permanecía con la vista fija en la puerta de la resi-
dencia. No contó con que los reporteros estarían ahí. Entendía
que mostrarle el estado en el que se encontraba el contenido
de las bolsas de plástico a su jefe delante de toda esa gente era
una estupidez. Pero no había caminado tanto y puesto tanto en

128
juego como para no cumplir con lo que se había propuesto. En
cuanto el Licenciado terminara de atender a la prensa —en caso
de que los reporteros estuvieran buscando alguna declaración
del fiscal, pues también podrían estar esperando la salida del
gobernador y así dejarle libre el paso hasta su jefe—, llamaría su
atención para que lo atendiera en algún lugar discreto y poder
mostrarle el contenido de las bolsas.
—¡Ahí viene el señor gobernador y el fiscal! —exclamó uno
de los reporteros cuando, acompañados por los dos elementos
de seguridad que los protegían dentro de la casa, aparecieron en
la puerta de la propiedad.
Rompiendo el cerco de protección que los tres guardias que
vigilaban la parte frontal de la casa habían montado, los repor-
teros se abalanzaron sobre el mandatario ametrallándolo con
preguntas. De no ser porque los dos elementos de seguridad que
los venían custodiando colocaron al gobernador a sus espaldas
y porque el fiscal se incorporó a la barrera humana que ambos
formaron, el gobernador hubiera terminado en el piso.
—¡Cálmense! —gritó el fiscal, sin que le hicieran caso, a la
gente de la prensa que los arrempujaba contra una pared—.
¡Cálmense o pueden provocar un accidente! —les advirtió.
Temiendo por su seguridad el gobernador no respondía acer-
tadamente las preguntas que le hacían. El fiscal se dio cuenta.
—¡Están atentando contra la integridad física del
gobernador! ¡Permítannos regresar a la casa y preparamos en
este momento una rueda de prensa! —gritó el fiscal.
Los representantes de la prensa hacían caso omiso al fiscal.
Tenían al gobernador en la situación de vulnerabilidad que de-
seaban. El fiscal sabía que si daba la orden a los elementos de
seguridad de arremeter contra la prensa el escándalo que pro-
vocaría sería de dimensiones trágicas. Se decidió por resistir los
embates del grupo de reporteros, los que ya estaban rodeados
en la parte posterior por los tres elementos de seguridad que
habían custodiado la puerta de la casa y a los que se les habían
sumado cinco elementos más que arribaron como apoyo.
Desesperado porque el fiscal no volteaba hacia donde es-
taba, un golpeteo en el pecho lo fue acelerando. Levantaba las
bolsas lo más que podía para que su jefe se diera cuenta de su

129
presencia, pero fracasó porque el fiscal no podía más que estar
atento a la aglomeración en la que estaba. «¡Señor fiscal, señor
fiscal!», le gritaba para llamar su atención.
—¡Está bien, está bien! Dejemos que el gobernador entre a
su casa para que tengamos una rueda de prensa —dijo uno de
los reporteros a sus compañeros—. Pero exigimos poder cues-
tionar sin restricciones en cuanto a los temas y al número de
preguntas.
—¡De acuerdo, que así sea! —aceptó el fiscal.
Con la aceptación del fiscal de las condiciones que había
puesto la prensa el alboroto cesó. De pronto, fuerte y claro se
escuchó desde la banqueta: «¡Señor fiscal, señor fiscal!».
Abriendo sus ojos el fiscal con una mezcla de sorpresa y es-
panto al reconocer la identidad de quien lo llamaba desde la ban-
queta, y ver las bolsas negras en las manos de este, asumiendo
que eran parte del cargamento del tráiler, incitado por el miedo,
señaló con el dedo índice de su mano derecha a su empleado,
gritó:
—¡Cuidado!
Uno de los guardias que estaban a las espaldas de los repor-
teros, al escuchar la advertencia del fiscal, giró su cuerpo y le
disparó.
Protegido por dos elementos de seguridad se le acercó el
fiscal. Abrió una de las bolsas, fingió indignación y conmoción.
Notó que el muchacho quería decirle algo. Colocó su oído en la
proximidad de su boca. Lo escuchó decir: «Ayuda, por favor».

130
La
segunda
vida de
Szilveszter
Matuska
Pedro P. González
La segunda vida de
Szilveszter Matuska

Pedro P. González

La única diferencia entre un hombre vivo y otro muerto es un


último suspiro. En aquel entonces, caminaba haciendo equili-
brios sobre esa última frontera. El corazón seguía latiendo, pero
llevaba ya varios días apagado. No sé si habría sido mejor un
disparo a quemarropa, o la tráquea aplastada por un infame ga-
rrote vil. Entonces no sabía si prefería haber muerto a tener que
hacer ese tortuoso viaje atravesando una Siberia dormida bajo
el hielo. Ahora conozco la respuesta. Debí morir mucho antes.
¿Cómo llegué allí? No fue algo buscado. En mis manos habían
florecido callos, como narcisos labrados en cientos de campos
de trabajo. Viejas cicatrices de heridas forjadas en alambradas
de espino e intentos de huida desesperados. Algunos habrían
preferido abandonar este mundo a doblegarse y obedecer. Si no
crees en nada, nada te puede someter. Cuando a un hombre ya
no le queda ni ese último suspiro que perder, y no recuerda lo
que es ganar, es capaz de aceptar cualquier trabajo. En el mo-
mento en que la voluntad está subyugada a la supervivencia, se
es capaz de cualquier cosa por salir del laberinto. La necesidad
es ese perro flaco al que todo el mundo le da patadas; se apiadan
cuando le ven las costillas asomando entre los pellejos, pero
se olvidan de él en cuanto cruzan la calle para acariciar a un
perro sin pulgas. El día en que todo pierde su significado es el
momento de embarcarse en las más descabelladas empresas. El
silencio, una condena y una obligación. Tuve que aceptar.

133
Más allá del paso solo había una casa blanca abandonada, con te-
jado de uralita y chapa oxidada. Una pequeña garita y dos torres
de ladrillo poco más altas que yo a cada lado del camino. Era
mejor quedarse a esperar en aquel sector y no atravesar la línea
invisible hacia el otro lado. Las órdenes y las leyes eran real-
mente estrictas en ese sentido. Era prácticamente imposible
que por allí pudiera pasar un tanque, ni tan siquiera un camión
más grande que el que me obligaban a conducir.
Era una carretera de barro sucio que nadie había transitado
en décadas, abrigada por vegetación muerta que reverdecería
salvaje en una lejana primavera. La nieve estaba intacta, quince
grados bajo cero, quizás más, sin marcas de ruedas, sin pisadas
de humano ni de ningún otro animal salvaje. Un poco más allá,
junto a unas chabolas coronadas con carámbanos, discurría el
río Tumen. Arrastraba placas de hielo del tamaño de un barco
pesquero. Tras los árboles sin hojas y las lomas nevadas, se al-
zaban triunfantes los famélicos postes de electricidad.
Me preguntaba por qué no usar el ferrocarril que cruzaba
sobre el puente. Unía con un apretón amistoso los dos pedazos
de tierra a cada lado del río congelado. Claro que habría faci-
litado el encargo, pero la titánica burocracia fue tan determi-
nante como las órdenes más directas: «Nada de trenes». Más
tarde lo entendería.

Esperaba inquieto, envuelto en el silencio blanco. Era la víctima


de una conspiración, o de una broma de mal gusto que no en-
tendía, sin saber qué o a quién esperaba. Nunca cuestioné las
órdenes y nunca hice pregunta alguna. Nada más que un obe-
diente esclavo que buscaba redención.
Una vieja camioneta se acercó al punto de encuentro desde
el lado prohibido. Me incorporé y me sacudí el abrigo. Las ruedas
salpicaban nieve marrón a cada lado del camino. El tubo de es-
cape dibujaba nubes negras de ceniza en el lienzo gris del cielo.
Se detuvo ante las dos pequeñas torres de ladrillo. La puerta
con una desgastada estrella roja entre dos franjas de azul victo-
rioso se abrió de golpe. Los soldados bajaron de la camioneta y
siguieron el ritmo robótico de una coreografía casi quirúrgica.
Uniformes verdes y gorras de plato de gran tamaño, ridículas.

134
Militares, campesinos y trabajadores, peones y engranajes. ¿Qué
más le daba al gran motor de la historia? Fumaban y hablaban
entre ellos, me lanzaban miradas escépticas y acechantes con
sus ojos rasgados. Reían nerviosos y me señalaban. Parecían
guardar un gran secreto que querían gritar a viva voz. Bajaron
un ataúd de su camión, sin solemnidad ni honor, y lo subieron a
la parte trasera de mi camioneta Gaz-51, oxidada, todavía con
emblemas emborronados de la decadente unión soviética.

Se marcharon de vuelta a Puryong tan rápido como llegaron.


Sentí en el pecho la extraña opresión que me acompañaría todo
el viaje. La nube negra que los soldados dejaron sobre mí al cam-
biar de lugar el féretro se quedó enquistada en la chatarra que
conduciría durante días. Se fueron y me dejaron allí solo, en el
desierto de hielo, con un ataúd en mi camión y un larguísimo
camino que recorrer.

Paré varias veces a tomar café. Marqué distintos hitos en el


mapa y eché cuentas de dónde me tocaría dormir aquella noche.
Quedaban muchos kilómetros aún para alcanzar las zonas
mejor pavimentadas de la infecta Kolimá. El tanque de gasolina
del camión estaba tan lleno como mis tres termos. Lo de encon-
trar una vía de servicio o una gasolinera en aquella soledad as-
faltada en huesos y restos de trabajadores anónimos, era pura
ficción. Es fácil trucar un cuentakilómetros, pero a un cuerpo
cansado, no hay cafeína que lo engañe.
Miles de kilómetros blancos, resbaladizos, puros y vacíos
como el primer amanecer del mundo. No me quería entretener
demasiado o no cumpliría con el encargo.
El rugido sordo de la ventisca se aproximaba sin piedad,
pero necesitaba parar. Mientras conducía, sentía unos ojos
invisibles en la nuca. Conducía y miraba por el retrovisor, de
reojo, y esperaba a que la tapa del ataúd se abriera en cual-
quier momento. Incluso cuando bajaba del camión, para estirar
las piernas o rellenar el depósito con los bidones de gasolina,
sentía esos ojos grotescos clavados en mi espina dorsal. Más
fríos que el hielo que intentaba colarse entre las costuras del
abrigo. Me acercaba a la parte trasera del camión para ver si la

135
tapa se levantaba. Esperaba al borde de la congelación. Acer-
caba mi oreja a la tapa para escuchar si alguien respiraba ahí
dentro. Llamaba a la puerta con toques secretos en código
morse. ¿Hay alguien ahí? Nada. Empezaba a fantasear con abrir
la caja, esconder lo que allí hubiera bajo la nieve y huir. Quería
desaparecer del mundo y que nadie volviera a saber de mí. Dejé
de fantasear y seguí conduciendo.
Los primeros copos tímidos chocaron contra el cristal de-
lantero. Me había entretenido mucho, demasiadas paradas para
restregarme los ojos y hacer crujir la espalda. Había sido más
lento que la borrasca y la tormenta se me había echado encima.
El calor artificial de la calefacción, la infinita carretera
blanca, la violenta caída de la nieve y el ronroneo del motor me
indujeron en un trance primitivo que es viejo conocido de cual-
quier camionero.
Puse la radio y recorrí un dial minado por la estática. Un ca-
zador en busca de una presa despistada para esquivar al sueño.
Entre las interferencias, llegó por primera vez una voz lejana,
casi mágica, que escalaba sobre el zumbido de abejas. El canto
cálido invitaba a estar cómodo y aseado, con un vaso rebosante
de whisky en la mano. Josephine Baker entonaba una sugerente
y profética «My fate is in your hands».
Pronto me vi caminando entre los vagones más lujosos de
un tren engalanado, entre jugadores de póker, artistas y cama-
reros, aristócratas, doctores y detectives. Una agradable tra-
vesía que se había iniciado en Estambul y que recorría Budapest
o Estrasburgo a golpe de charlestón y foxtrot. Un tren cuajado
de exquisiteces y platos exóticos en mesas rodeadas de misterio
y leyendas. El viaje de excesos para clases sociales que repu-
diaba en público y amaba en secreto. Sueños hechos realidad en
madera labrada, sillones orejeros y lámparas de araña. Tecno-
logía punta sobre los raíles más selectos de la historia.
Me dejaba llevar por la sugerente voz y el vaivén imaginario
de un vagón de tren. El calor y la melopea somnolienta de la in-
terminable conducción mantenían una sonrisa estúpida bajo los
ojos agotados. Quizá me estaba envenenado con la mala combus-
tión del motor. Mi cuerpo apretaba pedales y accionaba palancas,
danzaba en el baile automático de la conducción mientras la ca-

136
beza empezaba a flotar hasta naufragar en playas lejanas y terri-
bles. La carga en la parte trasera del camión ejercía una extraña
atracción que me hacía poner rumbo a los lugares más oscuros
de mi propia mente. Me hundí en visiones negras que parecían
llegar, en emisión directa y sin interferencias, desde el ataúd:

Una explosión. Los cadáveres y los restos calcinados atrapados


en el amasijo de acero retorcido. Una potente erección al ob-
servar como el tren más hermoso del mundo ya era solo un
montón de chatarra en llamas. Más allá, bajo el puente, estaban
los campos de arroz incendiados. Campesinos crucificados al
arado de un tractor. La carne seca pegada al hueso en esqueletos
andantes, cautivos de la expoliación de su propia tierra. Perros
rabiosos con monóculos y sombreros de copa. Cadenas en el
campo y esclavos bajo el humo de las ciudades y las fábricas.
Hileras interminables en las minas de carbón y en los trampo-
lines directos a la fosa común del tiempo. Como puñaladas en el
cielo, un ejército de ángeles flamígeros fumigaba con gas mos-
taza, portaban banderas rojas que presagiaban una victoria a
medias y arrojaban cargas explosivas tras las alambradas co-
ronadas con el Arbeit Macht Frei. Una hoz quebrada bajo el mar-
tillo de oro. Un reloj infinito con agujas fraguadas en el miedo.
La mano invisible accionaba los engranajes del mundo, mientras
los coros y los desfiles recorrían las calles de un mundo perfecto
de plusvalías y explotación divido en dos bloques de acero.

Seguía conduciendo de forma automática. Un gólem de carne


sin más dueño que la propia carretera bajo la tormenta de hielo.
El estado de éxtasis hipnótico no me permitía parar de manera
consciente ni racional, no podía luchar con el impulso incontro-
lable de seguir adelante. Aquellas imágenes usaban el cerebro
como yunque, hacían temblar el cuerpo y esculpían un miedo
desconocido en el fondo del alma. Con los ojos cerrados me negué
a mirar por el retrovisor; pero él estaba allí, sentado dentro del
ataúd, erguido en un tenebroso rigor mortis. La cabeza cubierta
con un sombrero de ala corta, camisa negra y gabardina cru-
zada. Me sonrió con sus dientes amarillentos y unos ojos blancos
como la cumbre más alta de los Urales. No sé si la visión impo-

137
sible hizo que nos saliéramos de la carretera o si caí desmayado
por el cansancio, pero tardé varias horas en recuperar la cons-
ciencia después de volcar.

Desperté tendido en la nieve. El frío y el dolor habían agarrotado los


músculos hasta convertirlos en piedra. La tormenta había empe-
zado a cubrir mi cuerpo con una dura manta de hielo. Miré a todos
lados, buscándolo. Bajo la ventisca, el féretro se había abierto despa-
rramando en la nieve un vacío atroz. No había nada. Sentí de nuevo
aquellos ojos inquisidores y la mirada cruel y de desprecio hacia un
mundo al que ya no pertenecíamos. Él estaba de pie bajo la tormenta.
Inmutable. Miraba un reloj dorado, meneaba la muñeca para ponerlo
de nuevo en marcha, volvía a comprobar que funcionara y esperaba
ansioso. Dejé de sentir las piernas cuando el viento arrastró un gru-
ñido sordo y mecánico. Una bola de humo negro se abrió camino
desde el infinito blanco, como un rompehielos en los mares del ár-
tico. La sangre luchaba por no congelarse y los dientes martilleaban
una decadente «Kalinka». El haz de luz dorada nos bañó cuando la
vieja locomotora se detuvo sobre unos raíles imaginarios.
El hombre se giró y me sonrió. Se acomodó el sombrero y la
gabardina antes de subir al segundo vagón del tren.
La locomotora se puso en marcha sin esperar a más viajeros,
escupió hollín y silbó un pitido agudo que anunciaba una inmi-
nente salida a un destino desconocido.
Mis últimas fuerzas me abandonaron con la salida del tren
fantasma. Más allá de cualquier alucinación, entendí que estaba
muriendo. Me apagaba lentamente con una estúpida sonrisa de
hielo. No sé si cumplí la misión. Desconozco si conseguí hacer la
entrega o si fue un completo fracaso que condenaría a un terro-
rífico bando contrario. Ya no importa. Nunca lo hizo. Quizá no
llegué a tiempo, o quizá llegué en el momento justo, pero, como
tantos otros, nunca supe antes de morir si había hecho lo co-
rrecto. El cuerpo de Szilveszter Matuska se esfumó y seguiría
siendo una leyenda. El fascista; el comunista. El héroe o el loco.
El asesino o el salvador. Un hombre que se convirtió en el último
trabajo de otro hombre; el de un esclavo o un traidor que solo
buscaba libertad o castigo. Fuera lo que fuese, solo encontré la
ansiada redención tras morir bajo la nieve.

138
La
carnicera
de
Vallecas
María Belén Montoro
La carnicera de Vallecas

María Belén Montoro

Odiaba aquellos menguados Santa Claus trepadores. También a


los ridículos reyecitos de trapo que con una folclórica mecha bien
podrían reventar. «Que revienten», me dije a mí misma. «Que se
lleven todas esas luces, que bien serían de más utilidad en las
ventanas de un burdel de carretera». Mis pasos me llevaban de
nuevo a mi calle de toda la vida. Se trataba de uno de los barrios
más humildes de Madrid, donde la dramática tasa de escolariza-
ción competía con la de desempleo en los titulares de la prensa
local. Unas destartaladas letras brillantes deseaban unas felices
fiestas a todos aquellos desgraciados, solo que el estado de la ilu-
minación municipal nos había restado las «felices», dejándonos
tan solo la fe y las «fiestas» iluminadas sobre nuestras cabezas.
Con las manos heladas me dispuse a sacar del bolso el juego
de llaves que conservaba desde la adolescencia. Ya lo había ro-
zado con la yema de mis dedos cuando de un fuerte empujón
me tumbaron en el suelo. El bolso cayó y la pila de currículums
impresos a color lo siguieron. Folios con mi rostro sonriente
impreso ahora sembraban el pavimento e hicieron que me tro-
pezase en un intento fútil por incorporarme y perseguir a mi
asaltante. El cabrito se había llevado mi cartera y atravesó la ca-
rretera casi a riesgo de ser atropellado. «¡Maldita sea!», exclamé
tragándome las ganas de llorar mientras recogía las páginas
que al día siguiente iría repartiendo cual comercial.
El desconchado gotelé y las escarpadas escaleras me dieron la
bienvenida. Conté hasta diez delante del Sagrado Corazón de la puerta
y abrí tratando de dibujar en mi rostro la mejor de mis sonrisas.

141
—¡Hola, mamá!
Sonido de campana extractora, la vieja radio de papá y un
delicioso aroma a croquetas, a hueso salado e higaditos fritos.
Dejé las llaves en la entrada y a sabiendas de que no escucharía
mi saludo, decidí avanzar hacia mi habitación. Tampoco estaba
de humor. Las cuatro paredes que me habían visto crecer se me
antojaban cada vez más pequeñas conforme soplaba con ver-
güenza las velas de la tarta más barata del supermercado. Con
cariño, mi madre había colgado en los desnudos muros donde
antes había torpes dibujos infantiles todos mis títulos univer-
sitarios que vestían con orgullo la habitación de una millenial.
Mis ojos, que habían comenzado a regarse, se posaron sobre el
espejo de mi habitación. Aquellos títulos enmarcados eran como
una condena. Eran como brillantes recordatorios de que cada
nueva cana que peinaba me acercaba más a un fracaso injusto.
Mientras trataba sin éxito de tragar mis lágrimas, recorrí
esa galería digital de la vanidad, esa red social en la que, sin
interactuar, espiaba cual voyeur. Exóticas vacaciones, cuerpos
esculturales, bodas de revista, saciadas panzas maternas… Im-
pensable que aquellos hubieran compartido conmigo aulario en
algún momento, muchos de ellos incluso me suplicaban regu-
larmente por los deberes e incluso me copiaban, sin embargo…
Sin embargo, ahora todos tenían más éxito, más dinero y más
felicidad. ¿Cómo era aquello posible? ¿Cómo podía ser que la for-
tuna hubiera sonreído a la cigarra y no a la hormiga?
Hastiada de la realidad, me dispuse a consultar el portal de
empleo antes de sentarme a la mesa que mi madre nunca me de-
jaba preparar. Ninguna novedad. Cinco ofertas en la misma fase
y con más de dos mil inscritos. Había asistido a cursos sobre
empleo, mi currículum era el ejemplo de la perfección e incluso
no me importaba movilizarme a cualquier punto de la penín-
sula. Pero no, aparentemente no era suficiente, era necesaria
una experiencia profesional que cada vez se tornaba más difícil
de conseguir.
—¡Sofía! ¡Venga, vamos a cenar!
Sin apetito, con la derrota en las papilas gustativas y esfor-
zándome por no venirme abajo me senté a la mesa. El frío era
insoportable y el sueldo de mi madre no daba para encender el

142
brasero bajo los faldones de la mesa. Pero ella parecía pletórica.
Con entusiasmo cogió mi plato y sirvió las croquetas y algo de
ensalada.
—He visto ofertas en el extranjero, mamá. Estoy pensando
en irme a trabajar fuera.
Ella negó con la cabeza con una sonrisa en los labios. Estaba
más excitada que de costumbre.
—¿No decías que Derecho es una carrera que casi no puede
ejercerse en el extranjero?
Encontrarme con mis propias palabras como respuesta fue
como golpearme a mí misma a mano abierta.
—No tiene por qué ser de lo mío… Además, puedo aprender
un idioma y, ¿quién sabe?, quizás tenga más oportunidades que
aquí —contesté mientras paladeaba las briznas de carne ente-
rradas en bechamel.
—¿Oportunidades fregando suelos? No, no y no. De eso ya
me he encargado yo bastantes años. —Cogió mi mano sobre la
mesa y levantó la mirada hacia el cielo—. No me he sacrificado
para que acabes como yo, cariño.
—Mamá... —Contuve la respiración para no reventar allí
mismo—. Tengo treinta y tres años…
—Tsssss, tranquila... —agregó mi madre con calma—. Tengo
algo que contarte. —Con ceremonia y un extraño orgullo en su
rostro llenó mi vaso de zumo —. Verás… Limpiando las oficinas
hoy he escuchado a uno de los directivos hablar sobre una em-
presa extranjera. Creo que dijo alemana… Estaban buscando
personal para abrir una sucursal aquí en Madrid.
—¿Una fábrica?
—No, no. Hablé con Remedios, ¿te acuerdas de ella? La se-
cretaria. La que te regaló el reloj de Barrio Sésamo para tu co-
munión…
Odiaba ese maldito reloj y no aguantaba a Remedios. Una de
esas mujeres florero de toda la vida, una digna del saber estar
con ropa de Cortefiel y una agenda repleta de contactos de la
familia.
—Sí, me acuerdo.
—Pues resulta de que le he dado tu teléfono por si hubiera
algún trabajillo de lo tuyo, ya sabes… Para la nueva empresa.

143
Ya había oído eso antes. Dame tu currículum que yo se lo
doy a no sé quién, ya te llamaremos, por la campaña de Navidad
cae seguro… Pero nunca recibía la maldita llamada, ¡ni siquiera
para una jodida entrevista de trabajo! Si en unos meses no apa-
recía ninguna oportunidad... prefería fregar platos en Londres a
estar comiendo aquellas croquetas que solo me sabían a culpa.
Mi madre continuó hablando sobre Remedios y sobre cómo le
había garantizado que seguro había algo para mí y de lo lista
que había sido siempre, que mi madre debía de estar muy or-
gullosa… La seguía oyendo, asentía con la cabeza, pero no la
escuchaba. Su voz se había vuelto lejana, como la de los docu-
mentales de después de comer.

Tras mi rutinario desayuno y el intercambio de algún que otro


comentario susceptible de ser olvidado con mi madre, recibí
una llamada. Tras los primeros instantes de incertidumbre en
los que siempre se tiene la sospecha de ser víctima de algún tipo
de captación o publicidad, comprobé estupefacta que el joven de
acento exótico en la otra línea tenía, de verdad, algo que propo-
nerme. Al parecer, se trataba de Herzhaft, la empresa alemana
a la que Remedios dio mi teléfono. Sin entrar en demasiados de-
talles sobre el puesto que querían ofrecerme, me invitaron de
un modo más que cordial a acudir a una pequeña charla cor-
porativa el próximo jueves por la mañana. Dando las gracias y
guardando el contacto en la memoria de mi teléfono móvil me
dispuse a retomar mi día con ánimos renovados.
—Te lo dije, Remedios es una mujer muy apañada —sen-
tenció sonriente la intermediaria.
—Bueno, bueno… todavía me tienen que ofrecer el trabajo.
—No vas a tener que irte a ningún sitio, mi niña. Ya verás
cómo este va a ser tu año, ya lo verás…
Siempre cargada de optimismo, jamás entendería como una
mujer que había sufrido tanto, podía tener aquella fe en el mundo.
—Pregunta a Remedios algo más sobre la empresa, para ir
un poco preparada.
—¡Claro que sí! Sonríe un poquito que así estás muy fea.

144
La hora indicada, la dirección indicada y un incómodo traje de
chaqueta de cuando tenía veinte años. No indicaron etiqueta,
pero al tratarse de gente extranjera preferí ser precavida. Me
sorprendí al comprobar que tan solo un pequeño grupo de no
más de diez personas aguardaban en la recepción de un hotel
en la periferia de Madrid. Algo incómoda por el sonido de mis
tacones de aguja sobre el mármol —a los cuales estaba lejos
de estar acostumbrada—, me senté justo detrás de una pareja
de aspirantes. Habían preparado una mesa con todas las aten-
ciones de hidratación y protocolo además de un pequeño guión
sobre los puntos a tratar. Una vez se cerró la puerta y las luces
se atenuaron, me sorprendió sobremanera el hecho de que tan
solo éramos ocho personas en una sala en la que bien podrían
caber cincuenta.
Como si de un programa de televisión se tratase, acudieron
los presentadores del evento. Se introdujo un hombre en la cin-
cuentena de potente acento y una chica joven cuya sonrisa pa-
recía el tópico reclamo de cualquier anuncio de dentífrico. Con
un entusiasmo candoroso que achaqué a una formalidad propia
de otra cultura, comenzaron a hablar de la ilusión que les hacía
estar en España abriendo una nueva sucursal. A mí me recor-
daron a los presentadores de Eurovisión tratando de hablar con
torpeza un idioma que en ningún momento de su vida habían
intentado aprender. Chistes fáciles sobre la calidez del invierno
madrileño, sobre la fabulosa comida y lo bien que se lo iban a
pasar en terreno ibérico... pero nada acerca de la actividad a la
que se dedicaba la empresa.
Después de que un tal Víctor Illescas de melena larga y
aspecto agraciado alzara la mano para preguntar lo que yo
deseaba, declararon que Herzhaft era una intermediaria de
otras empresas cuyas funciones cubrían una gran diversidad
de sectores que implicaban siempre un mismo denominador
común: Mejorar la calidad de vida de las personas. Cubrían
empresas del sector sanitario, urbanístico, de servicios e incluso
algunas que tenían que ver con el turismo. Con un aplomo que
sería considerado antinatural en los entornos laborales en los

145
que me había desenvuelto alguna vez, declararon que estaban
buscando cargos de responsabilidad, personas en las que con-
fiar, líderes. Una vez pasó el catering ofreciendo toda suerte de
dulce y salado, nos dejaron una presentación con fotografías de
los equipos de otras filiales en oficinas gigantescas como las que
aparecían en Españoles por el mundo.
—Sofía Criado Rodríguez —pronunció la alemana pugnando
por encontrar aire en los pulmones.
Uno a uno fuimos recogiendo una carpeta con toda suerte
de documentación a rellenar. Datos personales, información
académica, laboral… Llamó mi atención el hecho de que tras las
primeras páginas se encontraba el rótulo «Contrato laboral» en
negrita. Hecho que suscitó más de un comentario en la sala y la
sonrisa de los dos ponentes.
—Tan solo podemos daros la bienvenida a bordo de Her-
zhaft. Estamos a vuestra entera disposición para las dudas que
podáis tener —sentenció el hombre que acababa de contratar a
todas las personas en la sala.
Tras un contrato de más de quince páginas, había otro de
confidencialidad que no había logrado pasar desapercibido tras
la póliza sanitaria gratuita y una promoción especial de vehí-
culos nuevos.
—¿Cuándo empezamos? —inquirió otra aspirante.
—Nos mantendremos en contacto para el día de presenta-
ción, queremos que esté todo listo para que tengáis una adapta-
ción adecuada —aseguró ahora la chica oxigenada.
La siguiente pregunta no llegó a mis oídos, pero albergaba la
desconfianza que yo había comenzado a abrazar.
—Lo siento, pero es necesario la firma del contrato antes de
abandonar la sala. —El gesto amable del alemán se tornó algo
severo.
—Yo pensé que la gente española no era tan desconfiada. Así
lo hacemos en Alemania, espero que no haya ningún problema,
amigos.
La rubia sonrió pícara al sector masculino de la sala y
aquello me causó cierta repugnancia además de vergüenza
ajena. Entre el fajo de papeles había otro documento que llamó
mi atención. «Detalles financieros». El sueldo estaba desglosado

146
sin impuestos incluidos y con un espacio para añadir la cuenta
bancaria del trabajador. Los abonos incluían primas por produc-
tividad, paga de Navidad, por nacimiento de hijos, familiares en-
fermos… y toda una larga lista de comodidades que no parecían
de este planeta. Me preguntaba cuál sería nuestra responsabi-
lidad. Las tramas de corrupción y los testaferros acudieron a mi
mente sin previo aviso.
—Lo siento mucho, pero me gustaría conocer más acerca de
mi función a desempeñar antes de firmar ningún contrato. Nos
han hablado de la empresa y de su importancia, pero ¿cuál va a
ser mi función? Me siento halagada por tan buena oferta de em-
pleo, no quiero resultar grosera, pero al tratarse de un puesto
de responsabilidad no está de más, ¿no es así?
Los allí reunidos se me quedaron mirando, esperando la re-
acción de los contratantes, de seguro, para saber si iba a pasar
a la lista de aquellos que no habían superado la extraña entre-
vista.
—Sofía, ¿verdad? —El hombre se aproximó hacia mí con una
sonrisa en los labios—. Dado su currículum no esperaba menos
de usted.
—Gracias —me atreví a responder, preguntándome en qué
momento le había dado mi currículum.
—Su trabajo será eminentemente administrativo, pero espe-
ramos contar con su visión crítica para poder mejorar nuestro
proceder. Somos una empresa ambiciosa y nuestras miras altas.
Por lo tanto, no nos tiembla el pulso en ofrecer lo mejor a aque-
llos que crecen con nosotros, Sofía.
Me tendió un bolígrafo y luego su mano. La totalidad de los
presentes firmamos lo requerido y ninguna pregunta más fue
formulada. Trabajo de oficina, bien pagado y con exquisitas con-
diciones sociales. Aun cuando le expliqué a mi madre lo ocu-
rrido, seguía sin creérmelo. Nos tomamos las dos una cerveza
en el bar de la esquina y a pesar de mi resistencia inicial, logré
dejarme llevar y pensar que quizás, al fin, me había llegado la
oportunidad que llevaba tanto tiempo esperando.

147
A pesar de que el comezón derivado de no trabajar como abo-
gada aún hacía mella en mí de vez en cuando, la verdad es que
los primeros meses en la nómina de la empresa alemana me ha-
bían hecho sentir muy satisfecha. El trabajo no era extenuante.
Un turno de cinco horas de nueve a dos y de lunes a viernes.
Trabajadores a mi cargo y un salario acomodado que me había
permitido comenzar a buscar mi propia vivienda. No recibía lla-
madas a deshoras, mi opinión no solo era escuchada y reque-
rida, sino que en un margen de tiempo muy corto me habían
asignado trabajadores a los que dirigir y enriquecer con lo que
el señor Schwarz reconoció como «unas dotes claras de lide-
razgo y espíritu de equipo». Podría haber estado de becaria en
cualquier bufete de abogados llevado cafés a personajes que ni
siquiera recordarían mi nombre... pero, una vez en Herzhaft...
quién sabe, quizás me pudieran confiar en algún momento los
asuntos legales de la empresa en la filial española.
Pero el sueldo, aquella estabilidad nueva para mí y la perfec-
ción con la que había encajado en la vacante no resultaron sufi-
ciente para acallar las preguntas que continuaban proliferando
en el rincón más escéptico de mi mente. Uno de los cometidos
de mi sección era la reserva de transporte, alojamiento y otras
necesidades que pudieran surgirle a los clientes de la empresa.
Nombres chinos, franceses, ingleses, portugueses… incluso en
lenguas que jamás hubiera podido reconocer. Todos compartían
destino en Madrid. Sin embargo, después de haber realizado la
compra de cientos y cientos de billetes de avión, barco y ferroca-
rril, tras reservar habitación en todos y cada uno de los hoteles
de la capital y ser aplaudida por mi superior Schwarz por mi
gran productividad... Me percaté de que, tras la reserva inicial,
no volvía a encontrarme con ninguno de esos nombres sobre mi
mesa. No se solicitaba billete alguno de vuelta a sus países de
origen. Pero ¿cómo podía ser aquello posible? ¿Establecían su
residencia permanente en España después de llegar a Madrid?
¿Todos y cada uno de ellos?
Con aquellas preguntas aun formulándose, pero sin ninguna
disposición a indagar sobre el asunto, recibí una llamada de te-
léfono que comenzaría a descoser el entramado tapete de mi
plenitud, el cual tan solo había comenzado a hilarse.

148
—Buenos días, señor Schwarz —contesté pulsando el botón
de mi auricular inalámbrico mientras hacía señas a Raquel, una
de las nuevas supernumerarias para que imprimiera la hoja del
balance mensual.
—¿Qué tal, Sofía? ¿Cómo va esa búsqueda de piso?
—Poco a poco… Voy a necesitar ahorrar mucho, jefe.
—¿Cuántas veces te voy a decir que me llames Leo? —Jamás
había visto un superior con tanto deseo de coloquialidad como
aquel alemán que parecía dejar todo el trabajo en mis manos.
—Leo —entoné con voz cantarina—. ¿En qué puedo ayu-
darte?
—Un añadido de última hora, nada importante. Añade a
Víctor Illescas a la base de datos, tienes los datos personales en
la plataforma.
—Sin problema, me encargaré personalmente.
—Gracias, Sofía. Acuérdate de enviarme la dirección de tu
nuevo piso y la entidad bancaria para la hipoteca. Sabes que
tengo algunos contactos que te lo pueden poner un poquito más
fácil.
—Algunos, jefe. Solo algunos.
Ambos reímos con complicidad. Tras colgar a mi superior
me dispuse enseguida a cumplir con sus ordenanzas de última
hora. Saboreando un café de calidad comprobé mi correo elec-
trónico y abrí el expediente de Víctor Illescas. Aunque en un
principio tan solo me fijé en copiar DNI y domicilio para tra-
mitar la petición de transporte, enseguida me percaté de que el
destino no era Madrid sino Sighisoara, en Rumanía, y de que el
rostro del sujeto me resultaba familiar. Levanté la mirada sobre
mi escritorio para controlar que no había holgazanes bajo mi
mando y de nuevo revolví cada rincón de mi memoria buscando
el rostro del que según los informes había sido trabajador en
una planta de residuos municipal. Ya casi me disponía a cerrar
la ventana del navegador cuando verme de nuevo calzando los
molestos tacones de aguja de mi entrevista, recordé el rostro de
Víctor Illescas. Se trataba del melenudo que preguntó a qué se
dedicaba Herzhaft en la charla que resultó ser una contratación
masiva. ¿Lo habría trasladado la empresa para abrir una filial
en Rumanía? Me resultó un chico atractivo, creo que ese fue el

149
hecho que lo retuvo en mi memoria, tenía un toque bohemio in-
capaz de disfrazarse bajo un traje de chaqueta. Justo tenía su
teléfono frente a mí, me preguntaba si una llamada discreta no
resultaría inapropiada… Estando a punto de realizar la compra
de mi vivienda, supuse que no habría nada malo en preguntar a
este chico por ese radical desplazamiento. Sin discurrir mucho
más el hecho, y concluyendo que yo era de naturaleza tímida,
copié la carpeta en mi escritorio y decidí preguntar a Leo, des-
pués de todo, siempre había sido muy amable conmigo y no me
había dado motivos como para desconfiar de él.

La charla con Schwarz resultó de lo más extraña. En cuanto


le comenté que conocía a Víctor Illescas y que me sorprendía
su súbito traslado a Rumanía, me recalcó que se trataba de
un error. «Menudo idiota. Es mucho más importante que te
ocupes del balance anual. Por favor, lo necesito mañana», de-
claró por la línea telefónica. Al parecer, Víctor seguía traba-
jando para la empresa y de repente un balance de costos, que
nunca me había pedido desde que comencé a trabajar para
Hartzhaft, se volvió de lo más importante. Enseguida cambió
de tema a mi búsqueda de vivienda y a lo mucho que podría
ayudarme.
Al día siguiente, comprobé la plataforma virtual. El expe-
diente de Víctor Illescas había sido eliminado, pero tampoco
aparecía en la base de datos de trabajadores de la empresa. Yo
había guardado una copia de seguridad en mi disco duro y abrí
un incidente en informática enviando el número de la seguridad
social para que hicieran un restablecimiento del perfil de traba-
jador. A veces, ser un profesional productivo tan solo estaba al
alcance de un email al departamento adecuado.
Satisfecha por mi labor y deseosa de escuchar las felicita-
ciones de mi jefe ante el error informático, decidí permitirme
una indulgencia y acudir al fisioterapeuta para que trabajara
un poco mis maltrechas cervicales. De camino en el metro re-
visé mi agenda, ver todos aquellos ticks garantizaban una jor-
nada óptima. Cerré los ojos. El lastimero cántico de la mendiga

150
de todos los días evitó que me saltara mi parada. ¿No se can-
saba? Cada día, a la misma hora, la misma ruta y pronunciando
las mismas palabras tratando generar algo de empatía…

Pensando que podría tratarse de mi ordenador, me puse en con-


tacto con el departamento de residuos donde trabajaba Víctor.
En otros puestos de trabajo no tendría tiempo de interesarme
por estos menesteres, pero cuando el tiempo lo permite, ¿por
qué no hacer las cosas en condiciones? Además, quizás así ten-
dría la excusa perfecta para entablar conversación con él, des-
pués de todo, llevaba muchísimo tiempo sin conocer a alguien y
salir por ahí.
No habían vuelto a verle en la oficina. Al parecer, según me
indicó la nueva jefa de departamento había sido contratado en
otra empresa. Ya nada encajaba. Atendí las solicitudes que tenía
pendientes y recuperé de mi disco duro el informe de Víctor. De
no ser por aquel documento, era como si aquel hombre hubiera
desaparecido de la noche a la mañana. Informática había des-
estimado mi incidencia y el teléfono de Schwarz comunicaba.
Decidí ponerme en contacto con el propio Víctor, pero ya no se
trataba de un asunto rutinario, ni tampoco una posible opor-
tunidad de tener un affair. De no ser porque mi mente siempre
trataba de racionalizarlo todo, diría que la empresa trataba de
ocultar el expediente de Víctor por algún motivo. ¿Pero por qué?
¿Por qué tomarse tantas molestias en un trabajador del depar-
tamento de residuos? Antes de la pausa para el desayuno, tecleé
con decisión el teléfono que había en el expediente de Víctor. «El
número marcado no existe.»
Tras intentarlo durante toda la tarde, decidí que aquel
asunto no era de mi incumbencia. De nuevo la pordiosera del
metro. Esta vez se bajó en mi misma parada y continuó por la
paralela en cuanto me percaté de que andaba tras mis pasos.
—¿Cuántos pisos vamos a ver mañana, cielo?
—Tenemos el de Valdebebas, el de Ensanche… otro en Po-
zuelo, creo.
—Mi niña... —sonrió mi madre mientras ponía en marcha su
flamante cafetera que yo le había regalado.

151
Con el contrato hipotecario programado para la semana que
viene, tomé de repente consciencia de lo rápido que todo había
evolucionado. «Una hipoteca es incluso más sagrado que un
matrimonio, cariño. Tienes que tenerlo muy claro.» No estaba
segura de querer aquello para toda una vida, ni siquiera termi-
naba de creer mi situación actual... ¡y ya debía firmar por los
treinta años siguientes! Con un agujero de nerviosismo en el
pecho me senté en mi despacho que aún olía a recién pintado.
«Herzhaft.» La empresa para la que podría trabajar el resto de
mi vida. Recliné mi espalda sacando el máximo partido de las
sillas ergonómicas y mientras mis deseos futuros se sucedían
en mi mente como una vorágine, decidí teclear de nuevo el móvil
de Víctor. «El número marcado no existe.» Habría cambiado de
teléfono, pensé. Antes de colgar, me percaté de una duplicidad
en el sonido de la línea telefónica de la oficina, como la que se
producía en el teléfono de casa cuando mamá escuchaba mis
conversaciones con Esteban.
Aquella tarde llegué a casa con la sensación de que venían
siguiéndome desde la salida del trabajo. La mañana posterior
no mejoró mis sensaciones. Mi ordenador había sido claramente
movilizado del escritorio y había signos de que alguien había
hurgado en mis documentos. El informe de Víctor ya no estaba
en mi disco duro, tampoco la solicitud de traslado. Aquello de-
tonó por fin el germen de desconfianza que ya anidaba en mí.
Había desempeñado mi función tal y como ellos me indicaron
sin hacer preguntas, como un androide eficiente me había de-
dicado a efectuar la voluntad de Schwarz en cada jornada que
llegaba a mi puesto. Lo único que alteró aquella obediencia se
llamaba Víctor Illescas. Pero ¿qué habría ocurrido con él como
para registrarme de aquel modo a mí?
Aquella pregunta halló su drástica respuesta en otro con-
tenido que había ocupado la totalidad de la capacidad de la
memoria de mi ordenador. Las nuevas carpetas que habían
aparecido como de la nada, alojaban una cantidad ingente de
bases de datos con nombres propios, países de origen, edades
y… ¿colores? Además de aquel detalle que no terminaba de en-

152
tender, había alguna que otra ubicación en Madrid y País Vasco.
Hojas de gasto millonarias, traslados, restaurantes y billetes
comprados a mi nombre y toda suerte de certificados y auto-
rizaciones con mi sello estampado con total claridad. También
había documentos a nombre de otros empleados de la empresa,
incluido Víctor Illescas. «Deposición y eliminación de residuos
asimilables a urbanos y sanitarios de nivel II.»
El documento firmado por Víctor databa justo del mes pa-
sado, existiendo en la base de datos un informe por cada mes del
año justo hasta la fecha en la que, como yo, comenzó a trabajar
en Herzhaft. Los informes cumplían características similares a
los que Schwarz me solicitaba con religiosidad. Todo cumplía
con exquisita uniformidad salvo por una serie de permisos de
inspección sanitarios que Víctor había solicitado hacía tan solo
dos semanas. La dirección era «Cobo Calleja número 27».

Aún inquieta por lo inusual de aquella situación, decidí que


debía de comenzar a tomar medidas de precaución y no tomar
el transporte público. Pedí un taxi a casa con la mirada de los
de seguridad clavada en mi nuca. Abrí con premura la puerta de
casa, mi inconsciente había entrado en un estado de alerta por
el claro registro del despacho y la visión de la maldita mendiga
del metro frente a la puerta de mi portal tan solo empeoró mi
estado de nervios. Mamá tenía la olla a presión en el fuego y en
la radio de papá se escuchaba a todo volumen «Carretera» de
Julio Iglesias. Recorrí el largo pasillo del distribuidor buscán-
dola.
—¡Mamá! —grité varias veces con insistencia.
No hubo réplica. Con el corazón bombeando a todo tren abrí
la puerta de su dormitorio. Tomando aire y soltándolo con alivio,
comprobé que dándome la espalda hablaba por teléfono con una
sonrisa en los labios.
—¡¿Qué pasa, niña?! ¡Que estás últimamente de los nervios!
Pues sí, quizás estaba exagerando un poco la situación, de
hecho, conversando durante la cena, mamá aseguro que aquello
de registrar los despachos era una práctica muy extendida

153
entre el personal de limpieza cuando había vacas flacas. Pero
¿y los datos en el disco duro? ¿La petición de traslado de Víctor
borrada? Si había desconfianza, el mejor modo de salir de dudas
era comprobarlo por mí misma. «Cobo Calleja 27.»

Esta vez llevé el coche de mamá a pesar de sus protestas


acerca del estado del mismo. Tras mi jornada ordinaria en
la que la vigilancia no había cesado por parte del personal
de las oficinas, decidí que nunca cesaría en mi desconfianza
hasta que comprobara con mis propios ojos que Herzhaft era
de confianza, que podía por fin tener la vida que merecía gra-
cias a aquella compañía. ¿Podría ser toda aquella paranoia
fruto de años de indefensión aprendida a base de portazos y
precariedad? Una vez encontrara las «supuestas irregulari-
dades» que Víctor Illescas encontró y que conformó su última
aportación a la empresa, me quedaría tranquila y quizás,
¿quién sabe?, lo mismo era el momento idóneo para entrar
en esa deuda que tanto miedo me daba pero que confirmaría
por fin esa nueva etapa vital. Tiempo de cambio, tiempo de
madurar.
La dirección introducida en el GPS me dirigió hacia un po-
lígono industrial en Fuenlabrada. Por las apariencias, bien po-
dría tratarse de uno en Hong Kong. Las interminables calles
de negocios exhibían sus rótulos en un lenguaje ininteligible
para mí. Avancé hacia el alejado número 27 no sin antes vi-
gilar mis espaldas. No parecía que me nadie me siguiera los
pasos. El lugar se me antojó bastante abandonado y, a juzgar
por la cantidad de cajas localizadas en la entrada, bien podría
Illescas tener razón en lo tratante a la gestión de los residuos.
La puerta de atrás estaba abierta, habían dejado unos conte-
nedores en el exterior y también pude ver un camión con la
caja trasera semicerrada. Saqué del bolso mi tarjeta de iden-
tificación de Herzhaft. Con ella a la vista y la cabeza bien alta
para que no se hicieran demasiadas preguntas, me adentré en
un pasillo que en otro tiempo debió pertenecer a algún tipo
de taller.

154
Había mesas con tornillos de banco cubiertas de polvo,
estanterías rebosantes de botes de pintura ya seca y cubierta
de telarañas además de una cantidad ingente de contenedores
negros vacíos apilados contra las paredes. Allí no parecía que
hubiese ningún tipo de actividad. Ya me daba la media vuelta
cuando un hombre de mediana edad con rasgos eslavos irrumpió
en la nave desde una puerta metálica antes cerrada a cal y canto.
El corazón me dio un vuelco, pero llevando mis manos detrás
de la espalda resolví que debía actuar con naturalidad para no
levantar ningún tipo de sospecha. Así la tarjeta con la mano y
pronuncié con firmeza la palabra «inspección». Mi interlocutor
comprobó el logo de la corporación y me hizo una señal para que
pasara al interior. Descendí unas largas escalinatas metálicas.
El ambiente era húmedo, frío y, a excepción de las luces de se-
guridad de la puerta a la que nos dirigimos, no se vislumbraba
nada a mi alrededor.
Cuando abrió la puerta en las profundidades de aquel al-
macén, era como si hubiese sido trasladada a otra dimensión. La
oscuridad casi absoluta dio paso a la blancura más perfecta del
pasillo de una clínica de alto postín. Mi guía se retiró enseguida
señalando a un dispensador de antiséptico para las manos y una
caja con calzas y gorros quirúrgicos situados a la entrada del
lugar. Desde luego, aquello era lo último que esperaba encon-
trarme. La idea fugaz de volver tras mis pasos se desvaneció en
el momento en el que escuché el giro de la cerradura tras de mí.
Con el equipo adecuado ya colocado como pude, anduve vaci-
lante el largo corredor.
Allí se llevaba una actividad quirúrgica similar a la de cual-
quier hospital que hubiera podido vez alguna vez en televisión,
pues nunca me había visto en la necesidad de acudir a un lugar
como aquel. Nunca había tolerado demasiado bien las vísceras,
la sangre y todo lo que envolviera las entrañas del organismo.
Evité interactuar con el personal que advertía a través de las
ventanas, las aberturas me parecieron similares a las escotillas
de los barcos. Avancé hacia el fondo con rapidez, deseosa de ter-
minar aquel ridículo tour por una clínica que a todas luces pa-
recía realizar una actividad médica clandestina. ¿Sería aquello
lo que quería reportar Illescas?

155
Mis pasos me llevaron a un almacén en el que me encerré a
reflexionar durante unos segundos. No parecían haberse perca-
tado demasiado de mi presencia, así que decidí sentarme sobre
un contenedor de plástico negro. La sala estaba repleta de aque-
llos contenedores de diversos tamaños con gran variedad de co-
lores. Los había negros, verdes, amarillos, morados, naranjas…
Hacía demasiado frío, apestaba a algo químico y una pantalla di-
gital marcaba dieciocho grados centígrados. Decidí que el mejor
modo de salir de allí sin levantar sospechas era realizar aquella
inspección aparentando que conocía de sobra su actividad. Me
disponía a levantarme del contenedor cuando los tacones ejecu-
tivos me jugaron una mala pasada resbalando con el suelo de vi-
nilo. Perdí el equilibro y trastabillando volví a caer con todo mi
peso sobre el contenedor. Este cayó abriéndose y derramando
su contenido.
La repulsa que me generó la escena me provocó un vómito
casi instantáneo. Un líquido del color de la carne lavada se
había precipitado sobre el suelo y poco a poco se aproximaba
a la orilla de mis zapatos. Varada sobre el contenido líquido
del contenedor, yacía una cabeza seccionada de ojos perlados,
vacuos, muertos. A ambos lados de la cabeza, como si de una
sádica guirnalda se tratase se enroscaban los restos de lo que
parecían unos intestinos completos. En un intento por recobrar
la cordura volví a colocarme el zapato que me había traicionado.
¡¿Qué demonios más podría encontrarme en aquellas depen-
dencias?! La cantidad de billetes de transporte, sin retorno, so-
licitados y firmados bajo mi nombre y apellidos, se sucedieron
en mi cabeza como una vorágine. ¿Qué demonios hacían allí? El
aguijón de la desconfianza, acallado por la estabilidad tan de-
seada, volvió ahora tornado en un miedo terrible.
Recorrí la estancia tratando de recomponerme. Debía aban-
donar aquel lugar cuanto antes posible. Mi teléfono no tenía co-
bertura, pero aun así fui capaz de tomar algunas fotografías de
aquella calamidad. Alguien debía denunciarlo. Usando mis úl-
timos instantes antes de desaparecer de lo que, sin duda, era
una cámara frigorífica, fotografié los contenedores de color.
Como sospechaba, se trataba de algún tipo de código. Los más
pequeños al igual que los de mayor dimensión contenían hielo

156
en esquirlas. Debían de contener diversos tipos de vísceras cor-
porales. Un negocio de órganos en Madrid, bajo cuerda y con
certeza generando los euros que con gran satisfacción yo me lle-
vaba a la cuenta bancaria cada mes del calendario.
Cuando salí de la sala estaba todo preparado. Un calor vis-
ceral irradió mi rostro. A pesar de mi resistencia, de mis gritos
agónicos y mis mordiscos, dos mozos de uniforme me inmo-
vilizaron y me amarraron a una camilla con correas de cuero.
Una chica de ojos claros clavó una aguja en el dorso de mi mano
izquierda. Aún entre movimientos fútiles, llanto y gritos de
la más pura y desnuda desesperación, me desplazaron en la
camilla hacia uno de aquellos quirófanos subterráneos. Tan solo
podía ver los conductos de ventilación del techo, luces brillantes
y escuchar las voces cada vez más lejanas de mis captores. Me
sentía como si ahora comenzara a ver aquella situación desde
otro plano de existencia, como una película a través de una pan-
talla. Se me despojó de mi ropa, pero ya no me importaba. Entre
aquellos que advertía a mi lado, me pareció reconocer el rostro
de Schwarz. Quizás se trataba de algún tipo de alucinación.
Una mascarilla azul de la que emanaba un gas embriagador me
proporcionó el pase hacia el final del camino. Una potente luz
blanca y mis párpados no pudieron resistirse a cerrarse. Para
no volver a abrirse. Nunca más.

«La madrileña barriada de Puente de Vallecas amanece conster-


nada. Sofía Criado Rodríguez, vecina del lugar desde la infancia,
se encuentra en paradero desconocido. Se ha dictado una orden
de búsqueda y captura que llevarán a cargo los cuerpos de se-
guridad del Estado durante los próximos días. Se ha informado
a la Interpol y otros cuerpos de seguridad internacionales para
que cooperen en la búsqueda de la ya apodada “Carnicera de Va-
llecas”. Herzhaft, la conocida compañía alemana para la que tra-
bajaba la acusada ha mostrado su total rechazo hacia la barbarie
perpetrada por la titular de la filial en España y anunció esta
mañana su total cooperación. La denuncia fue efectuada tras el
hallazgo de los discos duros por el personal de la empresa. En los

157
discos duros, supuestamente, se han encontrado las bases con los
datos personales de todas las víctimas, personal implicado, tran-
sacciones y registros de toda clase que demuestran la actividad
clandestina de varios quirófanos al sureste de la capital. Las víc-
timas eran contactadas con pretextos laborales desde diversas
partes del globo para después extraerles sus órganos vitales. El
Gobierno Central y el vasco se reunirán esta tarde para…»

158
Algo
Rutinario
H. M. Crespo
Algo rutinario

H.M.Crespo

La primera vez es jodida, requiere una gestión emocional muy


fuerte. Si no tienes que luchar contra mil demonios para hacerlo,
es que eres un auténtico psicópata. Yo no soy ningún chiflado:
de pequeño no agarraba gatos callejeros para coser sus colas, no
torturaba con alfileres a polluelos indefensos ni tampoco tenía
delirios pirómanos. Era más de ver Los Picapiedra, montar en
bici y masturbarme con la sección de lencería del catálogo del
supermercado.
Pero en la adolescencia todo cambió. Empecé a recorrer las
malas calles, mi paisaje vital se tornó sombrío, me topé de frente
con la maldad humana y con el poder... y me sentí cómodo. Des-
taqué en ese mundo, llamé la atención de los inquebrantables ti-
tiriteros del negocio y enseguida comencé a trabajar para ellos.
A los veinte años rompía brazos para cobrar deudas, movía algo
de caballo y, como mucho, abría algún agujero de dos metros de
profundidad para enterrar un cadáver que otro había matado,
pero pronto llegó mi primera vez.
No quise saber su nombre, solo me dieron una fotografía y
una ubicación. Era un hombre de unos cincuenta años, delgado,
su rostro lastraba dificultades fundamentales. Estaba sentado
en su coche rodeado de papeles llenos de números, parecía pre-
ocupado.
A las siete y media de la mañana aparcó en su plaza de garaje,
entraba en su trabajo a las ocho y yo apreté el gatillo a menos
cuarto. Dos veces. La primera bala atravesó la ventana y entró
en su cuello. La sangre emanaba de él con un chorro uniforme,

161
todos los documentos se impregnaron de plasma carmesí. La
tinta de los números se mezclaban con la sangre, dejando un di-
fuminado rastro negro. La segunda bala destrozó el parietal iz-
quierdo. El cerebro salpicó la ventana contraria, chocó contra el
cristal con un sonido atroz. Cuando su cuerpo se quedó sin vida,
la cabeza exangüe de la víctima reposó con brusquedad sobre
el esternón. Lo poco que quedaba en el interior de su cráneo se
derramó por el hueco de salida y cayó sobre sus folios, como
cuando arrojas las sobras del plato de la cena al cubo de basura.
La nariz expulsaba cascadas de muerte que teñían de rojo su
camisa Ralph Lauren color azul cielo. La primera vez es muy jo-
dida.
Estuve días recordando aquello, el sonido, la sangre... Lo
que pasó me rebotaba en el cerebro en pequeños fragmentos
durante todo el maldito día. Pasé varias semanas maldiciendo
el momento en el que dejé de ver Los Picapiedra y agarré una
pistola. Luego llegó el emolumento, entonces entendí que valió
la pena. Me volví a sentir a gusto en este mundo.

La segunda vez dejas de pensar en la primera. En esta ocasión


fue una mezcla de cuerda de tender y cuchillo, el tío era enorme,
tuve que alzarme sobre un contenedor para rodear su cuello.
Luchó para librarse de mí y reconozco que me estaba haciendo
daño, así que, mientras su garganta crujía por la cuerda, saqué
un cuchillo y apuñalé sus costillas. Cuando penetré la piel con
la argentada hoja, su sangre salpicó mis nudillos, sentí el calor
de la muerte en mis manos. A la octava puñalada seguía bañán-
dome de humor caliente que caía sobre capas de sangre ya re-
seca. A la decimotercera dejó de respirar. Yo encontré la calma
a la decimoquinta.
A estas alturas no me paro a pensar en toda la gente a la que
le he arrebatado la vida. He aprendido a no mezclar la compa-
sión con el trabajo, al fin y al cabo, cada una de mis víctimas ha
sido eliminada de una forma equitativa, esto es un puto trabajo.
Después de acabar con ellos he recibido mi dinero y he podido
seguir con mi vida. Quizá se ha convertido en algo terrorífica-
mente frecuente, pero es a lo que me dedico, lo único que sé
hacer... Aunque no deja de ser complicado. Seguro que hay per-

162
sonas que piensan que lo que hago con estos argumentos es jus-
tificar una torpeza esencial en lo que a gestionar los impulsos se
refiere, que existen otros trabajos en los que ganarme la vida sin
generar tanto dolor. Pero seguro que yo también puedo encon-
trar motivos para alegar lo mismo de sus labores remuneradas.
Lucho contra cientos de fantasmas cada noche, como cualquiera.
Soy adicto a incontables drogas legales que prometen recolocar
el significado de estar vivo, al igual que un sesenta y cinco por
ciento de la población. Madrugo, descanso dos días a la semana,
hago pausas para el café... Lo único que me diferencia de un tra-
bajador asalariado de cualquier podrida empresa es que ellos
aprietan teclas y yo, un gatillo. Bueno, eso y el Rolls Royce.
Hace dos horas que he dejado de conducir por asfalto. Las
ruedas de mi coche abrazan la tierra de un camino en mitad de
la montaña y lanzan polvo al cielo nocturno creando una nebu-
losa irrespirable. Piso el acelerador sin preocuparme por la ve-
locidad, en lo único que puedo pensar es en que mañana tendré
que sacar diez putos cubos de arena del motor.
Wesley Cane Balboni es mi copiloto. Su mórbido cuerpo le
impide ir en los asientos de atrás. Lo conozco desde hace años
y sé de sobra que, tras ese telón infame, se esconde un buen
hombre, pero entiendo que muchos piensen lo contrario. No
puede parar de comer. Dice que por culpa de su metabolismo.
A los pocos kilómetros de abandonar la ciudad, abrió la pri-
mera chocolatina. Poco antes de entrar en el desierto me obligó
a parar en una gasolinera a comprar un bocadillo de jamón
asado. No pidió nada de beber porque tenía yogur batido en el
coche. Preguntó tres veces a la dependienta si había recordado
echarle doble de guacamole y extra de queso. Por supuesto no le
dejé introducir en mi vehículo semejante tanque calórico cho-
rreante, así que retrasamos el trabajo hasta que la grasienta
garganta profunda engullera el banquete. Parte del queso que
condimentaba el bocadillo se derramó sobre la desvalida me-
lena que luchaba por mantener desde su adolescencia. Cerca de
los cuarenta años, la herencia genética de padres y abuelos con
gustosas pelambreras de la que tanto presumía se fue a tomar
por el culo, ayudada con seguridad por una vida insalubre y
excesiva. Era definitivo, Wesley empezó a quedarse calvo. En

163
ese momento decidió que se dejaría el pelo largo hasta que su
cabeza luciese como una bola de billar, mientras tanto cubriría
su baldía mollera con toda una colección de boinas importadas
de Francia e Italia.
Sobre su deformado cuerpo, Cane Balboni carga con tres
infartos, diabetes tipo dos y una trombosis pulmonar. Duerme
enganchado a una máquina desde hace diez años, exactamente
los años que lleva sin consumir cocaína. Se ha divorciado quince
veces y tiene ocho hijos. En alguna vana conversación, después
de que haya alzado la voz al camarero pidiendo otra copa y el
alcohol haya hecho su trabajo, reconoce que es un jodido gilipo-
llas. Todos se lo agradecemos.
Está a punto de casarse, él es el primero que sabe que no
saldrá bien, pero el autoengaño está dentro de las facetas más re-
pulsivas de Cane. La afortunada es una joven actriz colombiana
llamada Sylvana Moreno. Nuestra empresa blanquea dinero in-
virtiendo en producciones cinematográficas y Wesley es nuestro
enlace. Se conocieron entre bambalinas, en el rodaje de Pasajero
desconocido, una horrible película que él mismo producía. Lo
cierto es que tiene un dudoso gusto por el arte, o eso demuestra
con su trabajos y decisiones corporativas. Su gran éxito es
Howling Glory, un auténtico insulto al cine que pretende mezclar
el terror con el wéstern, protagonizado por un vengativo sheriff
que por las noches se convierte en un hambriento licántropo.

Ha pasado mucho tiempo desde la última vez que Cane liquidó


a alguien, se encuentra en un altar mayor. Yo he tenido acceso
a esas «comodidades» que otorga una posición más ventajosa,
pero creo que no daría la talla. Además, he construido mi vida
sobre unos pilares asentados en la muerte, eso implica una
absoluta devoción a mi trabajo. No tengo familia ni pareja, mi
única compañía en años ha sido la radio de este Rolls Royce cor-
niche negro de mil novecientos ochenta y tres que ahora estoy
llenando de polvo. Cada seis meses cambio de vivienda. En oca-
siones he tenido que abandonar la casa tan rápido que no me
ha dado tiempo a explorar todas las estancias con la actitud e
ilusión de un colono. No puedo aferrarme a algo que no pretenda
perder. No poseo nada cuando puedo tenerlo todo.

164
Por esa misma razón me queda poco tiempo, este es mi úl-
timo trabajo. Voy a retirarme, viajaré a Francia, concretamente a
La Roque Gageac. Un maravilloso pueblo engastado en un acan-
tilado y bordeado por el verdinegro río Dordoña. Compraré una
casa, la más alta que encuentre, y miraré a los turistas con una
enorme sonrisa que evidencie lo feliz que me siento de empezar
a poseer aquello que se hace llamar vida. Quiero pintar ese her-
moso lugar cada amanecer, no tengo ninguna noción pictórica,
pero aprenderé solo para plasmar la alegría que me provoca. No
más sangre, no más dolor ajeno. Cambiaré Los Picapiedra por
películas de Jacques Tati, la bicicleta por atardeceres acompa-
ñado de vino de Burdeos y dejaré el catálogo de lencería porque
habré conocido a la mujer más preciosa del pueblo. Volveré a
sentirme algo orgánico en este mundo, volveré a sentirme libre.
En el asiento de atrás viaja Leo Fonda, no lo conozco dema-
siado, pero trabaja para Cane, es su hombre de confianza. Lleva
comiendo de la mano del gordo más de ocho años y en todo este
tiempo mi percepción hacia él sigue siendo la misma: es un jo-
dido subnormal. Hay un grave problema en este negocio: cual-
quier imbécil que tiene la suerte de caerle en gracia a un jefazo
piensa que puede ser el nuevo Lucky Luciano. La basura que re-
posa su andrajoso trasero en la lujosa tapicería de mi precioso
coche se ha metido en tantos líos que puedo jugarme el dedo me-
ñique a que ni siquiera Cane es capaz de llevar la cuenta. Tiene
el gatillo fácil y, en mi opinión, las drogas le alteran demasiado
como para llevar un arma. La cuestión es que esta empresa se
sostiene como un castillo de naipes; si uno pierde el equilibrio,
todo acabara cayendo, interpretando un temible baile que acaba
con toda la preciosa construcción desparramada por el suelo, el
telón cerrado y la gente aplaudiendo. Leo ha estado a punto de
empujar las otras cartas muchas veces, más de las que yo aguan-
taría.
Aún llevo un equipo de cintas de casete instalado en mi
coche. No tengo demasiadas y sé de sobra que existe la posibi-
lidad de añadir un equipo mucho más moderno, pero creo que el
guardabarros, de lo único a lo que tengo aprecio en este mundo,
perdería todo su encanto. La cinta que llevamos escuchando
hace más de media hora está acabando, me la conozco de prin-

165
cipio a fin. Suena «Wonderfull Life» de Black. En el último estri-
billo, después de las ondulaciones sonoras ocasionadas por el
desgaste en la banda magnética, la cinta se atasca y repentina-
mente reproduce la primera estrofa de «Manic Monday».
—¿Qué ha pasado? —dice Cane mirando el reproductor.
—Se salió la cinta, tuve que hacer un empalme —contesto.
Cane empieza a reírse. Puedo ver los trozos de jamón engan-
chados a sus muelas, como alpinistas luchando por alcanzar el
saliente definitivo que les permite seguir vivos y llegar a la cima.
—¿Sabes que puedes comprar un reproductor más moderno?
Eso te ahorraría muchos problemas. —Wesley intenta recom-
poner su respiración mientras esputa cada palabra.
Mi respuesta se limita a una pequeña mueca que, con toda
intención, trata de mandarle un mensaje de profunda desidia.
Leo posa sus manos sobre el respaldo de nuestros asientos y se
incorpora.
—¿Qué mierda está sonando? —Leo no puede decir otra
cosa.
Cuando el imbécil abre la boca, siempre intenta evidenciar
su opinión con un taco y, por supuesto, eso aclara al oyente que
está tratando con un auténtico inepto. Me niego a contestar, así
que sentencio un ambiente incomodo que Cane tiene que re-
llenar con su voz rasgada y grave.
—The Bangles, chico, qué recuerdos...
—¡Oh sí! Claro joder, las de la mierda de «Eternal Flame».
Sabía que me sonaban de algo.
Leo contesta mientras reposa la espalda en los asientos y de-
muestra, con una sonrisa de satisfacción, la proeza mental que
ha supuesto a sus escasas neuronas acordarse del nombre de
una de las canciones más famosas los ochenta.
—¡Cuidado con lo que dices, capullo! —Cane se ha enfadado,
en los noventa tuvo un sonado encuentro con Susanna Hoffs, la
guitarrista de The Bangles. Él lo define como una bonita his-
toria de amor, pero todos sabemos que intentó conseguir una
mamada a cambio de producir su primer álbum en solitario.
Ella, con un criterio excelente, le lanzó una botella de whisky de
siete mil pavos a la cabeza y salió del despacho. Muchos traba-
jadores tuvimos que estar semanas en jornadas abusivas para

166
que no denunciara. Tras incesantes llamadas a su teléfono cada
veinte minutos, varios mensajes aterradores en el interior de su
casa y algún que otro susto en mitad de la noche, la señora Hoffs
se lo pensó dos veces.
—«Eternal Flame» es una de las grandes obras maestras de
Tom Kelly y Billy Steinberg.
Cane sabe de lo que habla.
—¿Tom Kelly y quién...? ¡En las Bangles eran todo tías!
Está claro que Leo no.
Wesley se quita el cinturón para girarse con más comodidad
hacia los asientos de atrás. Su enorme culo roza con el tapizado
de su butaca, parece un hipopótamo que se ha caído y está lu-
chando por posar sus patas en tierra firme.
—Eres un idiota. Son los compositores. Kelly y Steinberg nos
emocionaron con «True Colors», nos machacaron con la puta
«Like a Virgin» y nos pusieron cachondos con «I Touch My Self».
Probablemente tu madre se emborrachó para reunir el aplomo
necesario para follarse a tu padre mientras sonaba de fondo
la jodida «True Colors»… Y de ahí saliste tú, maldito polvo mal
echado. Cierra la puta boca si no tienes ni idea de lo que dices. —
El colesterol constriñe el interior de Cane y me parece un autén-
tico logro que las venas consigan hincharse mientras se enfada
con el chico.
En ese momento el camino se hace más estrecho y el terreno
permuta en guijarros aguzados, reduzco la velocidad para con-
ducir con más seguridad.
—Ponte el cinturón, Cane, la carretera se complica. No
quiero que vayas dando botes o forzarás la suspensión de tú
lado y te aseguro que no son fáciles de encontrar. —En cuanto
abro la boca, Cane obedece con celeridad y busca el cinturón lu-
chando contra los pliegues de su costado.
—¿Por qué te has traído esta joya de la mecánica británica
para este curro? —pregunta mientras agarra definitivamente
el cinturón.
—No tengo otro —contesto.

Lo que dura el parpadeo. Ese es el tiempo en el que una figura


enorme y difusa pasa de un lado a otro del camino a pocos me-

167
tros del morro del coche. Las luces le iluminan, puedo verlo con
seguridad... al menos lo que dura un parpadeo. El vello de mi
nunca se eriza y la ingrata confusión se adueña de mí. Freno a
fondo y giro el volante bruscamente. El vehículo vira hacia el
límite del camino mientras los neumáticos se erosionan por el
abrupto sendero. Las luces iluminan los árboles, el resplandor
rebota en los troncos cercanos y fulgura en el interior del coche.
Leo brinca en el asiento mientras que Cane ancla un brazo en
el guardabarros para intentar frenar sus bruscos movimientos.
Yo me esfuerzo en controlar el coche, pero la parte derecha
del frontal de lo único que quiero en esta vida choca contra un
tronco ancho que se extiende de forma repentina varios metros
sobre el recorrido. Mi Rolls Royce corniche de mil novecientos
ochenta y tres frena bruscamente después del impacto. La rama
se ha partido con el golpe y ahora forma parte del motor de mi
coche. El humo se escapa por las dobleces del capó como el es-
tertor de un moribundo. Cane se ha hecho daño. Su gorra se ha
caído y ha dejado a la vista la gran cabeza mitad calva mitad
peluda. Un pequeño reguero de sangre serpentea las sienes y se
adentra en el yermo terreno de su melena, creando una costra
viscosa que se adhiere a su rostro. Me importa una mierda si Leo
ha muerto o está herido, pero sus quejidos acompañados de im-
properios hacen evidente su presencia en el mundo de los vivos.
—Hmmmmggg... joder... ¿Qué coño ha pasado? —dice el ha-
rapiento saco de mierda.
—¿Estás bien, Cane? —Muestro preocupación.
—No… no estoy bien. Me sangra la maldita cabeza. —Los
dedos de Wesley palpan la herida de
su sien—. ¿Se puede saber qué te ha pasado? —continúa
mientras observa la sangre recogida por su índice.
—No… no lo sé. He vis... algo se ha cruzado en el camino. Un
animal grande... creo... ¿No lo habéis visto? —Sendos me miran
como si fuera imbécil.
—¡Está claro que no, joder! El que conduces eres tú. Eres
el que tiene que mirar a la carretera. Es la única puta cosa que
tienes que hacer. —Las alargadas piernas de Leo basculan para
incorporarse en los asientos traseros, puedo ver sus zapatillas
deportivas de mil pavos.

168
Jodido estúpido. No voy a tolerar algo así después de haber
perdido mi querido coche. En un rápido movimiento saco mi
revolver Ruger calibre veintidós y aprovecho el balanceo de su
cabeza apepinada para introducirle en la boca la idea de que
me importa poco quién sea. Mientras mi arma se empapa de su
saliva, miro sus ojos de niñato potentado y le hago saber que
siempre estoy dispuesto a apretar el gatillo.
—¡Chicos! ¡No me jodáis ahora! —Cane intenta aplacar la
tensión arrastrando mi brazo para
sacarle la pistola de la boca y prosigue su discurso.
—Estamos en mitad de la noche tirados en la puta montaña,
lo que menos necesitamos ahora es que alguno de nosotros
acabe con la cabeza esparcida por el coche. —No le falta razón.
Hemos venido aquí a trabajar. Mi último trabajo. Es un favor
a este tipo gordo que tanto me ha acompañado y si él dice que
no quiere sesos desparramados, no los habrá. La cinta de ca-
sete sigue sonando, pero mi oído acostumbrado me dice que
hay algo extraño en el audio. Está llegando a su fatídico final.
Mientras David Byrne libera toda su frenética fuerza creativa
en los últimos acordes de «Psycho Killer», el sonido se vuelve
extravagante y la banda magnética empieza a ser vomitada por
la rendija del reproductor. Como el sonido del arma aquella pri-
mera vez, como los sesos del tipo de mi primer trabajo... La cinta
se esparce por el Rolls Royce y sus tripas quedan colgando del
guardabarros. Todos los recuerdos de mi coche, acompañado de
aquellas sinfonías... se han quedado enquistados en la más re-
mota nada.

Decidimos ponernos a trabajar, después de abrigarnos todo lo


que podemos. Venimos preparados. El frío de la noche empieza
a roer los huesos con una mordedura capaz de atravesar las
capas de piel y grasa. Me cubro la cabeza con un gorro de ore-
jeras que compré en Moscú. Tengo la sensación de que las partes
expuestas al viento cortante se cristalizarán y romperán en pe-
dazos. Pero el trabajo es el trabajo, no importan las condiciones
climáticas.
Abro el maletero y allí están. No sé quiénes son, tiendo a no
preguntar. Cane me dio una dirección y unas fotografías como

169
es habitual en mis procedimientos. Solo tuve que entrar en su
casa y hacer mi trabajo. Era una vivienda opulenta, en la zona
rica de la ciudad, accedí por la ventana de una habitación que
sirve de despacho. Hacía tiempo que no trabajaba con un matri-
monio. Los dos estaban durmiendo en el sofá mientras veían la
televisión. Mi herramienta es una semiautomática modificada
con silenciador. Aseguré el disparo posando la punta del cañón
sobre los ojos, primero ella, luego él. Ninguno llegó a ser cons-
cientes de que los asesinaban. Hay gente en este negocio que no
trabaja con mujeres y no suelo ser uno de ellos, pero en esta oca-
sión tuve que hacer una excepción de cuarenta mil pavos extra,
por ser Wesley quien necesita mis servicios.
Junto a los cadáveres están las herramientas de trabajo: dos
palas, un pico, tres linternas, dos hachuelas y un soplete con
bombona para calentar el terreno congelado antes de hincar la
pala. Indico a Leo que saque al hombre mientras yo me encargo
de la mujer. Están muy fríos, el viaje les ha helado las extremi-
dades y cuesta encontrar la manera de desencajarlos del male-
tero. Cuando conseguimos liberar a los fiambres de su prisión, a
Cane le surge una duda.
—¿Y ahora qué hacemos? No podemos cargar con los muertos
y las herramientas.
—No vamos a alejarnos demasiado. Lleva una pala, un
hacha, una linterna y el soplete. Vendremos al coche si necesi-
tamos algo más. —Contesto mientras sostengo por las axilas el
cuerpo de la mujer.
Miro hacia el camino, empiezo a cuestionarme si lo que se
cruzó frente al coche era un animal. Su anatomía me tiene con-
fundido, puedo jurar que caminaba sobre dos patas, pero dejo
de pensarlo, estos cadáveres no van a enterrarse solos.

Arrastro a la mujer por un camino de resistentes helechos que


toleran con entereza la congelación propia de los primeros días
de invierno. Es el momento justo para desarrollar esta parte del
trabajo en las montañas. Aún no ha empezado a nevar, así que
la tierra no será un estoico bloque de hielo, bastarán un par de
pasadas con el soplete para que la punta de la pala penetre con
facilidad. En unos días, todas las montañas estarán cubiertas

170
por una frígida capa blanca que enterrará nuestro rastro du-
rante meses. Cuando los primigenios rayos de sol de primavera
iluminen el paisaje, montones de alimañas recorrerán la vigo-
rosa frondosidad del renacido bosque y encontrarán que algún
buen samaritano les ha enterrado un suculento aperitivo. Justo
lo que necesitan para reponer las fuerzas arrebatadas por el
duro invierno. En dos meses no quedará nada. Ni una sola
huella.

Hemos andado más de dos horas para recorrer un kilómetro.


Mi piel está cubierta por una capa de sudor caliente que gue-
rrea con los escarchados cuchillos que mueve el viento. No ha
sido fácil llegar hasta aquí: hemos luchado con el resbaladizo
musgo, con el suelo rociado por la niebla nocturna, con las
agujas de pino reposadas en el lecho forestal que hacían las
veces de poderosos rodamientos... En ocasiones, hemos lan-
zado los cadáveres por escarpados para descender con más se-
guridad. Cane se ha caído un par de veces, en una de ellas se
ha rasgado el abrigo con una piedra y se ha cabreado, como de
costumbre. Leo está dando el callo, lo reconozco. Carga con el
muerto con bastante dignidad y apenas ha abierto la boca en el
recorrido. Quizá saborear el metal y los restos de pólvora le ha
hecho pensar. Lo único malo es que se ha creído que veníamos a
esquiar y el color verde fosforescente de su abrigo se detecta a
kilómetros. Al empezar el camino le obligué a ponerse el abrigo
del revés. Al principio se negó, pero cuando le expliqué que solo
hace falta encender nuestras linternas para que su mal gusto
se vea desde el pueblo más cercano, lo entendió y se colocó el
gabán con el forro hacia fuera.

Doy el último empujón al cadáver y lo poso sobre la espesura del


bosque. Mi experiencia me dice que estamos en el lugar idóneo
para empezar a trabajar: una superficie más plana que el resto
del empinado camino. Hay poca vegetación, tan solo unos ar-
bustos fáciles de arrancar que posteriormente podríamos usar
para disimular los enterramientos.
—Vale. ¿Cómo lo hacemos? —Dijo Wesley mientras soltaba
con desahogo las herramientas en el suelo húmedo.

171
—Yo los he matado, así que tú y Leo cavaréis. Calentaré la
tierra de vez en cuando. —Digo contundente.
—¡¿Qué?! Ni de coña, tío. He arrastrado este fiambre du-
rante todo el puto camino. Estoy literalmente destrozado. Como
agarre esa pala se me va a joder la espalda y tendréis que cargar
conmigo a la vuelta. Lo advierto. —Leo abre su enorme bocaza
de ascendencia napolitana.
—También existe la opción de dejarte aquí tirado. —Contesto.
—¡Abre los ojos, viejo! Ya estamos aquí tirados por tu jodida
culpa. ¿No eres la leyenda de los sicarios? ¡El único que consigue
trabajar para todas las familias! Así nos presentó Cane hace
tiempo, ¿recuerdas? Dime una cosa, héroe, ¿sabe Don Cavalcante
que su mayor asalariado se está haciendo mayor y no puede
apenas conducir? —En cuanto Leo acaba la frase mis nudillos fo-
rrados por un guante impactan con su mandíbula. Puede que esté
rondando los sesenta, pero sigo siendo ágil en el combate cuerpo
a cuerpo.
Wesley se abalanza sobre mí para frenar un golpe directo al
oído de su chico. Con solo un puñetazo, ha sentido que un viejo
puede partirle la cara y decide sosegar su furia por miedo a re-
presalias. En realidad, tiene suerte de que la mole grasienta me
haya parado, no me importa cavar un jodido agujero más.
—¡Parad ya, joder! Demostrad un poco de profesionalidad,
por amor de Dios... Se me está congelando el culo y quiero acabar
el trabajo. ¿Podéis colaborar para que nos larguemos a casa lo
antes posible? —Cane tiene razón.

Cuesta que la pala se introduzca en el terreno, veo el esfuerzo


que demuestran. De vez en cuando caliento el suelo con el so-
plete para darles un respiro. Definitivamente mi último trabajo
no está saliendo bien. A estas alturas deberíamos estar en la
ubicación indicada para el enterramiento, con los agujeros re-
matados. No paro de pensar en mi coche, y en lo que ha hecho
salirme de la carretera. Ese... animal. Durante el viaje hasta
aquí, he comentado que se trataba de un animal, pero no que
era bípedo. La realidad es que no puedo definir con claridad lo
que vi. Cane piensa que es un ciervo saltando de un lado a otro
del camino. Leo fantasea con haber visto un fantasma. Apoyo la

172
teoría de Wesley, pero tampoco desecho la más retorcida. Eso
desapareció de forma sorpresiva, si no se trata de una aparición
espectral, será un ser vivo extremadamente rápido.
La grasa de Cane hace tambalear su cuerpo mientras in-
troduce la pala. El sudor rebosa por el gorro de lana cubriendo
su rostro. Levanta la mirada hacia mí, que estoy sentado sobre
un vetusto tronco podrido que sirve desde hace décadas como
sustento para el bosque.
—Oye... hhmff... ¿te... te importaría hacer un... un relevo? No
puedo más... —Lo dice mientras de su faringe emergen pitidos
y flujos de aire ronco.
—Claro. —Ayudo a Wesley a salir del agujero, le cambio el
soplete y la comodidad del tronco por la pala y la fría tierra. No
lo ha hecho nada mal, el borde de la tumba llega por los tobillos,
es más de lo que esperaba de él.

Solo llevo cinco o seis paladas de tierra, cuando escucho un


alarido de terror. Wesley se caga en la puta de alguien mien-
tras pega un salto desde el tronco. Está realmente asustado,
da pasos nerviosos queriéndose alejar del lugar de forma ins-
tintiva, se le nota luchar contra el terror interno. No aparta la
vista del frente, hacia el bosque. Leo no cesa de preguntar sin
respuesta «qué coño pasa». Conduzco mis ojos hacia el mismo
lugar que Cane observa con pavor. No hay nada, tan solo la
oscuridad del bosque siendo importunada por la luz de mi lin-
terna.
—¿Qué pasa, Cane? ¿Qué has visto? —Pregunto mientras
salgo del hoyo.
—No lo sé, algo me estaba mirando desde aquellos árboles.
Ha desaparecido en un abrir y cerrar de ojos. —Contesta
mientras saca una pistola del interior del abrigo.
Yo también saco mi arma. Me acerco hacia los árboles con
temple, intento percibir algún movimiento sospechoso de lo
que se pueda esconder en el bosque. Después del incidente de
la carretera, siento que no estamos solos en este lugar. Defini-
tivamente no hay nada, ni un mapache curioso ni una lechuza
que con su expedita mirada este observando cómo traba-
jamos. Guardo mi arma y miro a Cane.

173
—Quizá hayas visto lo mismo que nos hizo salir del ca-
mino. —Digo mientras hago las últimas inspecciones visuales
al lugar.
—Os lo dije, viste un jodido fantasma. —El comentario de
Leo no ayuda a mi mente, que está mandando un escalofrío
por toda la columna vertebral, aún más gélido que el aire que
movía las ramas secas del paisaje.
Todo lo que me rodea se paraliza un instante, cuando el es-
tremecimiento que recorre mi cuerpo y eriza mi pelo se estrella
con lo que mis ojos están viendo.
—Los cadáveres... no están. —Mis globos oculares se crista-
lizan mientras pronuncio estas palabras.
Entre nosotros cunde el pánico, todos lanzamos al aire
preguntas sin respuesta. Leo está bastante nervioso, cree en
los fenómenos paranormales y considera oportuno insistir
en la idea de que estamos siendo hostigados por una entidad
fantasmal. Tiene argumentos para pensarlo, el terreno que
pisamos es sagrado para los antiguos pobladores de las mon-
tañas. Los indios algonquinos basaban sus creencias religiosas
en el animismo, poderosos espíritus que habitaban lo más pro-
fundo del bosque. Justo el sitio que estamos profanando con
nuestros actos deleznables. Me gusta la historia del lugar, pero
prefiero mantenerme cuerdo y me pongo en guardia.
—¡Tenemos que encontrar esos malditos cuerpos! —A
Wesley le está superando la situación.
Gira de un lado a otro su cabeza intentando buscar cual-
quier presencia acechante oculta en el bosque.
—Mirad ahí... —Señalo con el cañón de mi arma un rastro
en el suelo—. Parece que los han arrastrado.
Nuestros pies cautelosos comienzan a seguir la huella de-
jada por los cadáveres. Avanzamos despacio pero el peso de
Cane hace que su pisada hunda las ramas desparramadas en el
suelo y se parten provocando un chasquido agudo que rebota
por la profundidad del bosque.
—No te muevas, Wesley. Es imposible que una mole como
tú pueda ser sigiloso... —Tengo que decírselo, llevamos cinco
pasos y parece que un bulldozer esté destrozando lo árboles.
Obedece sin rechistar, hace un gesto con el pulgar indicando

174
que entiende la situación y Leo y yo continuamos la marcha. Él
ha decido llevar un hacha en sus manos.
Después de alejarnos unos metros de las inconclusas
tumbas, algo llama mi atención en las copas de los árboles que
se presentan varios metros por delante de nosotros. Alzo mi ca-
beza mientras con una mano advierte a Leo que mantenga su
posición. La mujer a la que destrocé el rostro está mirándonos,
agarrada bocabajo sobre una rama muerta de un árbol cente-
nario. Su pelo escarchado cuelga balanceándose con el viento.
Toda su anatomía ha cambiado: el cráneo se ha afilado, los ojos
han tomado una posición casi de cérvido y la nariz se ha elevado
varios centímetros de su posición original. De la oquedad en la
que hace veinticuatros horas habitaba un ojo, está emergiendo
un amasijo de escolopendras que van cayendo al suelo de forma
dispar. La boca se la ha ensanchado, los labios le llegan casi al
principio de las orejas, sostiene una deformada sonrisa que ha
sustituido los dientes por largas espinas. Sobre su cabeza ahora
han brotado dos pequeñas protuberancias parecidas a cuernos.
Juraría que sus brazos son más largos, pero la postura me con-
funde. Lo que puedo ver claramente es que todo el cuerpo he-
lado se ha cubierto por un poco disimulado musgo creciente.
Leo está aterrorizado. No cesa de preguntarme qué es lo
que estamos viendo, pero no puedo darle ninguna respuesta.
Cane alza la voz a lo lejos para que le informemos, ninguno de
nosotros lo hacemos. Levanto la mano armada para disparar a
la mujer, pero en ese momento un grito a mi espalda hace que
me gire rápidamente. El hombre muerto, ahora convertido en
una criatura similar a su mujer, está clavando sus puntiagudos
colmillos en el músculo trapecio de Leo. La sangre brota por la
herida empapando el forro del abrigo. La boca de su atacante
arranca un trozo de carne y el flujo rojizo emana del cuello
como una cola de caballo. Siento cómo las rodillas de la mujer
se clavan en mi espalda, ha saltado desde el árbol y caído sobre
mí, el golpe me lleva a comerme el suelo empapado. La gran pu-
tada es que he perdido la pistola por el impacto. Veo el arma,
solo tengo que intentar alargar el brazo, cogerla y volarle la puta
cabeza, por segunda vez. Pero para ello he de librarme de este
molesto engendro. Tengo todo su peso en la espalda, agarra mi

175
cabeza con fuerza y la hunde en el sustrato embarrado. Veo la
posibilidad de volarle la jodida cabeza un poco más lejos. Es-
cucho dos disparos. Hago fuerza con el cuello y consigo alzarme
varios centímetros sobre el hueco que ha dejado mi cara en el
suelo. Puedo ver cómo Cane está avanzando torpemente mien-
tras dispara dos veces: lucha contra su equilibrio y su negada
puntería para ayudar a Leo. El monstruo revivido que tengo
sobre mí me vuelve a estampar la cara contra el barro. Las fosas
nasales se llenan de tierra mojada, el sabor de la montaña se me
asienta al final de la lengua. No puedo respirar, la hija de puta
aprieta con fuerza. Dos disparos más, seguidos de un quejido
salvaje más parecido a un jabalí que a un ser humano. Noto que
el monstruo de mi espalda cambia de postura, tengo la certeza
de que va a clavarme sus dientes. El quejido animal continúa
llenando el bosque, dos disparos más, según mis cuentas Cane
ya ha gastado todas las balas. Espero que haya podido acabar
con el hombre, pero tengo claro que no queda munición para la
mujer. Siento que el monstruo no está ejerciendo tanta fuerza
sobre mi cabeza y lo aprovecho para asestarle un codazo mien-
tras giro bruscamente. Me levanto, no soy bueno peleando en el
suelo.
Leo está tirado, se arrastra para intentar encontrar algo de
comodidad en un viejo tocón. Mientras mi cara ha estado po-
sada en el barro, esa criatura se lo ha pasado bien con el joven:
la mitad de su rostro está colgando, choca contra su cuello y,
en ocasiones, se le queda pegada por la cantidad de diferentes
flujos viscosos que oculta el cuerpo humano. Mientras tira de su
tronco superior, debe tener cuidado de no enredar las piernas
con sus intestinos, que se están cubriendo de lodo, hojarasca y
arena.
La mujer se lanza sobre mí con un poderoso salto, sus ex-
tendidos brazos están dispuestos a atraparme y su espinosa
garganta tiene toda la intención de devorar mi cara. Preparo el
legendario gancho de derecha que tantos combates me ha hecho
ganar en este trabajo. Su mandíbula recibe el golpe en el aire, he
notado cómo varios colmillos se fracturaban al cerrarle la boca.
La mujer bestia cae al suelo, se levanta con un ágil salto y ruge
con ferocidad. Puedo ver que el golpe ha sido efectivo; su man-

176
díbula inferior está rota y cuelga de la cara mientras declara su
rabia con un salvaje alarido. La pistola está a poco más de un
metro, solo tendría que lanzarme hacia ella y arriesgar el tiro
desde el suelo. La bestia corre hacia mí, tengo que actuar rápido.
Noto un empujón desde mi hombro. Es Cane, con el hacha
de Leo en la mano. El filo del arma corta el viento y se clava
en mitad de la cabeza de la mujer. El chasquido del cráneo re-
verbera en la noche. La lengua del cadáver renacido serpentea
babeante sobre la comisura de su boca mientras que la sangre
desagua los restos de vida. Wesley arranca el hacha de la herida
y la mujer cae. No está conforme, así que el gordo remata con
doce hachazos más mientras ella yace inerte en el terreno del
bosque. Se alza cansado, recuperando la respiración. Ha salpi-
cado su ropa con todo lo que le puede salpicar a uno cuando des-
troza una cabeza con un hacha. El calor de la sangre choca con
el aire helado y genera vapor del cadáver.
—Vámonos de este jodido bosque... —Cane me mira mien-
tras se quita un trozo de hueso de su pómulo.
—No puedo estar más de acuerdo. ¿Qué hacemos con tu
chico? —Pregunto.
—¡Olvídate! Tiene las tripas fuera. Se queda aquí. Ya le man-
daré flores a su familia —Contesta muy convencido.
Cuando nos giramos para echar un último vistazo a Leo
Fonda, el miedo nos recorre las entrañas. Los pies del muchacho
flotan varios centímetros por encima de un helecho, la sangre
gotea y los intestinos cimbrean a la altura de sus tobillos. Una
terrible criatura le está sosteniendo la cabeza con dos manos
engarradas. Se parece a los cadáveres reconvertidos en bestias
salvajes, pero enorme, casi dos metros y medio. Ahora estoy se-
guro de que esto es lo que vi en el camino. Sobre la cabeza aca-
rrea una poderosa cornamenta de ciervo, la más vigorosa que
jamás hayan podido ver mis ojos. Todo el cuerpo está cubierto
por una poblada capa de piel musgosa, su cara es con exactitud
la del cadáver de un venado, pero su anatomía asegura que es
fuerte y enérgico. Levanta a Leo como si fuera un gatito y le mira
directamente a sus ojos muertos. Un flujo de fulgurante energía
comienza a generarse en el espacio que junta sus miradas: es
azulada y penetra en los globos oculares de Leo creando una

177
suerte de puente. Parece que el monstruo le esté insuflando
algún tipo de vida. El chico comienza a convulsionar mientras
Cane me grita que coja el arma y dispare, pero mis piernas
están paralizadas, solo puedo observar como a Leo le está va-
riando su anatomía y cada vez se asemeja más a la bestia que
lo sostiene.
Definitivamente este trabajo se ha ido de nuestras manos.
Lo que prometía ser una labor rutinaria se ha convertido en
un encuentro directo con lo inexplicable. En cualquier otra si-
tuación no tendría problema en levantar el revólver y disparar
hasta que el cañón expulse humo negro, pero ahora mi mente no
funciona, se limita a observar el horror encarnado en una bestia
antediluviana.
Suelta a Leo y gira su cabeza hacia nosotros. El chico sigue
temblando mientras la parte superior de su cabeza se resque-
braja dejando paso a unos pequeños cuernos. Sus dientes se
caen cuando grita de dolor y son reemplazados por colmillos
espinosos. Los brazos se extienden, podemos escuchar como los
huesos se rompen para dejar paso a la semilla transmutadora
que hará de Leo un ser salvaje.
Es el momento de reaccionar. Corro a por la pistola y Cane
avanza hacha en ristre hacia la enorme bestia. Leo me ha es-
cogido como objetivo, me parece bien, está igualado. Agarro el
mango del arma cuando la bestia ha dado dos pasos, voy por
delante de él. Wesley ha intentado clavar el hacha a la enorme
criatura, pero esta se ha defendido del ataque introduciendo
su mano en el vientre de mi insolente compañero. Aún tiene su
hacha en la mano, solo tiene que intentar liberarse del hecho de
tener un miembro ajeno apretando tus vísceras e intentar lanzar
un golpe mortal. Leo da cuatro pasos, está cerca de mí, podría
disparar antes, pero quiero ser certero. Mi cañón se ilumina por
la luz de la potente luna filtrada por las nubes. El estruendo del
disparo se cuela por los huecos de los troncos muertos. Le he
dado en plena cara, tenía ganas de matar a ese mamarracho,
haberle borrado del mapa dominado por esa ansia asesina ha
sido aún más satisfactorio de lo que me esperaba. La mujer se ha
unido a la función, ha caído desde los árboles a pocos metros de
mí. Ruge como una bestia terrible.

178
Creo que Wesley no puede más. Mueve el hacha débilmente,
sin llegar a tocar a la inmunda bestia. Está clavando sus ga-
rras en la cara de mi compañero para llevarse a la boca jirones
de piel. Él no grita, solo blande su arma de un lado para otro
casi instintivamente, juraría que ya ha muerto y que solo estoy
viendo los vestigios instintivos de un cadáver.
La mujer viene directa hacia mí. Disparo una bala, apuntaba
a la cabeza pero acierto en el pecho, es rápida. El segundo pro-
yectil va al estómago, no frena, haré que frene. El tercer disparo
le vuela el tobillo, ha frenado. Mientras come tierra va la cuarta
bala, directa a su hombro. Está en el suelo, bajo mis pies. La úl-
tima bala de mi cargador esparce sus sesos sobre mis botas.
Es el momento del grandote. Me lo tomo como algo ruti-
nario, he tumbado a tíos casi tan grandes como él e igual de feos
y siempre he sabido que ganaría. Aunque solo me hace falta un
vistazo a mi compañero ensartado para entender que esto es
diferente, la rutina ha cambiado y tengo dudas con respecto a
mi posición. Siempre me he sentido un cazador, a eso me dedico,
joder, cazo gente... Ahora reconozco que estoy sobrepasado, no
sé si puedo cazar a este cabronazo cornudo.
Mi arma está vacía, pero yo me siento repleto. El monstruo
junta la mirada con Wesley, el puente luminoso sale de los ojos
cérvidos y se clavan en los ojos muertos de mi compañero. Tengo
que impedir que el gordo se convierta en una bestia, no puedo
tumbar a dos moles así. Agarro un canto considerable, diría que
de unos cuatro kilos con pequeñas puntas propias de la erosión.
Lo lanzo directamente a la cabeza del bicho. El puente energé-
tico se corta de inmediato, me mira vertiendo un berrido caver-
noso y agarro otra piedra, esta vez algo más pequeña. La bestia
suelta a Wesley, que acompaña la caída con espasmos. Mierda...
el gordo se está transformando, tengo que actuar muy rápido.
Hecho a correr.
Cuando he recorrido cinco metros, el monstruo proyecta un
sonido poderoso, como si a todos los animales del bosque les
apuñalasen al mismo tiempo. Sigue mis pasos con peligrosa
celeridad. Wesley ha resucitado y parece que la muerte le ha
sentado bien, se mueve con la agilidad de un oso directo hacia
mí. La bestia está muy cerca y lanza una dentellada que consigo

179
esquivar introduciéndome entre unos árboles cruzados. Me he
rajado el brazo pero ha valido la pena, los colmillos han destro-
zado una rama que aprovecho para recoger del suelo y sigo co-
rriendo. Después de tal proeza para un hombre de mi edad, sigo
corriendo, esquivando ramas. No quiero acabar empalado como
mi coche. El sonido de Cane es más desagradable que cuando
estaba vivo. Corre como un loco con sus tripas fuera. Da un salto
que jamás hubiese pensado ver y cae torpemente sobre un árbol
frente a mi recorrido. El tronco se destroza por su peso y me
corta el paso. No me lo pienso dos veces y atravieso la garganta
de mi amigo con la rama que había agarrado a la carrera. Sus ga-
rras me rajan la cara y ejerzo más fuerza sobre mi improvisada
arma. La herida abierta escupe chorros de sangre tibia que me
salpican el rostro.
Un dolor me repta desde la cadera hacia el cuello, noto como
si algo en mi cuerpo se desenganchase y dijera a mis músculos
que no se movieran. El dolor es más profundo, mis extremi-
dades se retuercen y noto un inmenso calor en mi espalda. Se
vuelve insufrible, chillo de dolor, es lo único que puedo hacer.
Los pies comienzan a elevarse del suelo, algo está tirando de mí.
De pronto, entiendo lo que me ha pasado: esa bestia ha atrave-
sado mi espalda y me está alzando, agarrándome la columna. La
sangre empieza a sobresalir de mi abrigo, de mis pantalones...
La criatura ruge y me lanza hacia un tronco. El golpe es brutal. Si
pudiera sentir dolor, diría que me he roto un par de costillas. Su
pezuña se hunde en la tierra mientras se acerca. Menudo último
puto día de trabajo...
Estoy completamente indefenso así que no puedo hacer otra
cosa que dejar que me clave sus dientes en el cuello. Devora mi
carne, escucho como me mastica, la sangre se me acumula en la
garganta como un manantial esencial y me está dificultando la
respiración. Una vez que ha catado el sabor de mi alma, posa su
mirada sobre la mía. Puedo ver como una luz crece entre noso-
tros, el puente energético se engendra entre nosotros y se clava
en mis ojos como millones de agujas proyectadas con furia. En-
tonces lo veo todo. La codicia, el exceso, la depravación, la hos-
tilidad, la destrucción, la sangre, la muerte... Todo mi mundo se
convertía en un amasijo de espinas en el interior de mi pecho.

180
Mi cráneo se rompe en pedazos, sobresalen los cuernos de la
bestia. Las botas crujen para dejar paso a mis pezuñas, siento el
vínculo con el mundo. Los poros de mi piel se llenan de semillas
florecientes. Mis dientes caen al suelo rodando. Estoy presente
en lo primigenio, deploro la llamada de lo primitivo. El hambre
me desborda, la necesidad de exterminar la simiente corrosiva
es incontrolable. Ahora lo entiendo todo. Me transformo en el
espíritu de la existencia. Soy la representación de mí mismo. Mi
trabajo ha cambiado. Soy el Wendigo.

181
Curriculum
Mortae

183
Rubén Íñiguez Pérez
(Madrid, 1985) Es un pobre freelancer que sobrevive mental-
mente gracias a su labor como divulgador cultural. Estudió
Lengua y Literatura Españolas, sus textos han sido avistado en
medios como Canino, SpanishFear o La abadía de Berzano, edita
el fanzine Spasmo y es uno de los fundadores del festival de cine
fantástico La Mano. Piensa que con su labor algún día se hará
millonario y que gracias a ello podrá dedicarse a lo más le gusta:
tumbarse en la cama viendo vídeos estúpidos de YouTube. Aún
no sabe que se equivocó de oficio.

Raúl Contreras Álvarez


(Guadalajara, México, 1978). Asesor en temas paranormales de
la Fiscalía Nacional Mexicana desde 2003. Publicó dos libros
bajo el pseudónimo Lonley Roberts: El espiritismo en la investi-
gación criminal (2008) y Rituales y delincuencia (2016), ambos
de lectura obligada para los cuerpos policiales en Latinoamé-
rica. Es autor de dos novelas policiacas El Arcano (2011) y El Ase-
sino del Péndulo (2017). Su actividad profesional lo ha llevado
a decenas de países como conferencista experto en fenómenos
poltergeist. Actualmente se encuentra trabajando en su nuevo
libro Iniciación y esoterismo al interior de los grupos criminales.

María Belén Montoro


Estudiosa de cultos, costumbres ancestrales y ritos macabros,
María Belén Montoro, regenta diversos círculos oscuros además
de dedicarse a la escritura de extraños compendios misteriosos.
Proyecto Capricornio es el enigmático nombre de su sello artís-
tico. Si deseas compartir curiosidades sobre ejemplares sinies-
tros y autores de dudosa reputación, uno de sus círculos,El Cubil
de los Engendros, puede que sea un lugar digno de tu paladar...
Además, si tu curiosidad aún no está saciada. Hay... una fre-
cuencia, un programa llamado Folkast en el que participa, junto
con un equipo variopinto, desentrañado leyendas y mitos de
tiempos antiguos.

185
Amparo Montejano
Ferviente adoradora del oscuro e ingente horror de largos miem-
bros arácnidos: Atlach-Nacha (de ahí la inicial de su nombre y lo
astuto de sus ojos). Es regenta de la tribu de los zoog, Círculo
de Lovecraft, por lo que—curiosa y nunca satisfecha—gusta de
cruzar fronteras, entre ensueños y vigilias, para editar terrorí-
ficos grimorios (con los que disfrutar soñando: revista digital
gratuita Círculo de Lovecraft) que atesora entre sus zarpas.
A la humanidad legará: El retorno de la bruja (I am Provi-
dence, Círculo de Lovecraft), Tienes ojos y no los ves (Eliza que ya
no está y catorce relatos más de fantasmas, Grupo Amanecer), La
envainadora de carne (Monstruosas, Tinta Púrpura ediciones),
Cosas de familia (HerejeS: Antología de terror navideño, Historias
Pulp), En la caverna del loco juegan con muñecas (Femenino Plural.
Relatos de mujeres para mujeres, Caballo cuatralbo ediciones) …,
entre otros mistéricos escritos.
Siempre a las infranqueables puertas de lo que pudo haber
sido y no fue; su último logro:
Finalista en Visiones 2019 (AEFCFT) con el relato El poeta
de hierro.

Elena Romea
Aka Elena Anele en los bajos fondos, es profesora de idiomas
de jour y Mistress del Spanish Horror de noche. Responsable de
Spanishfear.com, amante del guante negro de polipiel del giallo,
defensora del splatter y vegana de profesión. Madre amantísima
de cobayas extrañas. Feminazi declarada a la que se la puede
avistar destrozando el fandom de la teta fácil en El podcast surge
de la tumba y su canal de Youtube.

186
José R. Montejano
Vástago maniático del Devorador de las Estrellas, perfeccionista
y metódico subdirector de Círculo de Lovecraft (¿cómo si no po-
dría —a su antojo—mutar de escenario y forma con tanta viabi-
lidad?). Permanece entre sombras, voraz, leyendo y aguardando
las múltiples colaboraciones con otras tribus inter-dimensio-
nales; a saber: NGC 3660, Insomnia (revista especializada en el
universo de Stephen King), Howard´s Work o Noviembre Nocturno.
Admirador del gran Maestro H. P. Lovecraft y de otros ingentes
Constructores de Orbes: Isaac Asimov, Harlan Ellison o W. H.
Pugmire (entre otros).
¡Cuidado con él!: sus zarpas sustentan el mundo…

Elmer Ruddenskjrik
Como actual barrendero y cristalero profesional, es para mí
un orgullo y un placer compartir cualquiera de mis creaciones.
Desde aquellas que, como la que encontraréis en esta antología,
pueden suscitar auténticas dudas sobre mi personalidad, esta-
bilidad mental o el alcance verdadero de mi imaginación y crea-
tividad, hasta muchas otras más alejadas de nuestra realidad,
pero que la recorren con la suficiente tangencia como para
poder reconocernos en ellas todos: desde los seres humanos
hasta aquellos que lo parecen pero pertenecen a la Legión.
Me encontraréis en Historias Pulp, junto a María Larralde, si
vuestro trabajo os deja tiempo para estas cosas...

Pedro P. González
(Madrid, 1983). Un impostor. Se hace pasar por informático por
pura necesidad. Forajido musical por deber, comentarista de-
portivo en A golpes de intuición y exorcista de relatos para cual-
quier convocatoria que cubra las normas básicas de seguridad:
Círculo de Lovecraft, Aeternum, Historias Pulp, Entropia... Tras un
accidente laboral desperté con 2Cabezas, como en aquella gra-
ciosa pesadilla de los Simpsons donde Homer y el Señor Burns
tienen que compartir un único cuerpo.

187
H.M. Crespo
Nació en Madrid. Desde muy pequeño demostró aptitudes hacia el
cine, la narración y el asesinato. Fue el alumno más joven de su es-
cuela de guion cinematográfico, algo que compaginaba con sencillos
trabajos para el crimen organizado: mover algunos paquetes hacia
la frontera, menudear por los bajos fondos, partir una o dos rodi-
llas... Amante de los cómics, de los monstruos, melómano enfermizo,
iconoclasta y traficante de ideas delirantes para dibujantes y edito-
riales. Ha relatado tantas muertes y atrocidades que es incapaz de
recordarlo. Actualmente ha dejado atrás su vida criminal y dedica
su tiempo a crear viñetas repletas de terror, acción y salpicaduras. A
veces sus historias acaban bien... A veces.

María Larralde
Mi máxima aspiración en la vida es no ser nada, desaparecer del
mundo tal cual vine, simplemente sin hacer ruido. Y no es una pose.
Sin detestar al hombre, sí siento aversión por lo grupal humano. Cada
vez me siento más cerca de Dios por pura necesidad psicológica, he
sufrido transformaciones silenciosas en mi mente como consecuencia
de acontecimientos vitales. A pesar de que dicen que las malas ex-
periencias te hacen más fuerte, algunas han sido para mí una puta
mierda, las rechazo y no las asumo.
Trabajar no da dignidad ni la quita, por eso todas las fuerzas del
universo me han llevado hasta este relato: La, lará, larito limpio tu
casita, que es un canto al trabajo ordinario siempre más racional que
el de los artistas y, por este motivo, quienes lo ejercen también lo son.
El mundo no lo mueven los grandes hombres, ni sabios, ni filósofos,
ni científicos, ni artistas, ni políticos. El mundo se mueve gracias a los
hombres ordinarios que se levantan para que todo gire cada día, pero
no lo saben. Si algún día los hombres comunes dejaran de hacer lo que
se espera de ellos, ningún Apocalipsis de novela sería igualable al co-
lapso que sufriría nuestro mundo. Simplemente todo se vendría abajo
desplomándose como un castillo de naipes frágil y silencioso.
Historias Pulp es mi lugar de cobijo desde hace años, cuando el mal
se cernió sobre mi vida. Me ha dado lo mejor que tengo: el magnífico
placer de escribir. Creada junto a mi admirado escritor Elmer Rud-
denskjrik, en esta web, bajo esta marca y editorial, están publicados la
mayoría de mis relatos y novelas.
David G. Panadero
Nací en Madrid en 1974 y soy periodista en excedencia y escritor.
En las más diversas manifestaciones de la cultura popular y el ocio
encuentro mi terreno de trabajo. He ejercido la crítica de cine y li-
teratura en diversos medios—Gigamesh, Stalker, Bibliópolis, Pasadi-
zo—y he publicado varios libros, debutando con Dark City. Mientras
la ciudad duerme (Midons, 2000).
Junto con Miguel A. Parra he escrito entre otros los ensayos Ed
Wood. Platillos volantes y jerseys de angora (T&B, 2005) y Tim Burton.
Simios, murciélagos y jinetes sin cabeza (Diábolo, 2019).
Mi vocación es la transmisión de conocimientos, ya sea de forma
presencial o a través de la Red. Soy profesor de Escritura Creativa y
fundador de Horno de Letras y he sido durante seis años profesor de
Narrativa Audiovisual en CEV, centro en cuyo Departamento de Mar-
keting he sido además Redactor de contenidos digitales.
Mi gran debilidad sigue siendo la novela negra. Dentro de este
campo tengo una muy amplia experiencia. He dirigido las colecciones
de novelas Calle Negra para La Factoría de Ideas, y Off Versátil y soy
conferenciante en diversas universidades españolas y actos cul-
turales, a la vez que edito y coordino Prótesis. Ficción Criminal, mi
proyecto más personal—y visceral—, con el que he contribuido al
resurgimiento de la novela negra española. Conduzco un podcast ci-
néfilo llamado Sesión Prótesis donde bajo el lema de ponerse “hasta
las pestañas de buen cine” fundo mis dos pasiones: el crimen y el au-
diovisual.
ÍNDICE

Miedo al trabajo .............................................................................................11


Fuerzas Ocultas .............................................................................................21
¡Compre usted un Radio-Sombrero-Marciana! .................................29
Somos legión ...................................................................................................53
El ecógrafo .......................................................................................................61
La, Lará, Larito, limpio tu casita ..............................................................73
Por favor .........................................................................................................107
La segunda vida de Szilveszter Matuska ...........................................131
La carnicera de Vallecas ...........................................................................139
Algo rutinario ...............................................................................................159
Curriculum Mortae ....................................................................................183
Este libro se terminó de imprimir en Madrid
en Marzo de 2020
199 años después de que mil obreros en
paro armados atacaran las fábricas textiles de Alcoy
y destruyeran su maquinaria.

Impreso por Cimapress


Calle Cemento 1-3
28500 – Arganda del Rey
Madrid

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