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Una ruptura antropológica

importante // David Le Breton


 
David Le Breton es Profesor de Sociología en la Universidad de
Estrasburgo. Miembro del Instituto Universitario de Francia y del
Instituto de Estudios Avanzados de la Universidad de Estrasburgo
(USIAS). Autor entre otros títulos en español de: Desaparecer de Sí.
Una tentación contemporánea (Siruela), El cuerpo herido.
Identidades estalladas contemporáneas (Topía), Conductas de
riesgo. De los juegos de la muerte a los juegos de vivir (Topía), El
sabor del mundo. Una antropología de los sentidos (Nueva
Visión), Antropología del cuerpo y modernidad (Nueva
Visión), Caminar (Waldhuter), La piel y la marca. Acerca de las
autolesiones (Topía).

La editorial Topía publicará en los próximos meses su nuevo


libro Experiencias del dolor. Entre la destrucción y el renacimiento.

El suceso catastrófico puede ser el fin de la civilización política, o


incluso de la especie ‘hombre’. Puede ser también la Gran Crisis, es
decir la oportunidad de una elección sin precedentes. Previsible e
inesperada, la catástrofe sólo será una crisis, en el sentido literal de
la palabra, si cuando golpea, los prisioneros del progreso exigen
escapar del paraíso industrial y que una puerta se abra en el cerco
de la prisión dorada

Ivan Illich, La Convivialidad

La crisis sanitaria recuerda la estrecha interdependencia de


nuestras sociedades, la imposibilidad de cerrar las fronteras. La
polución, el calentamiento climático con sus desequilibrios nos lo
recuerda a diario. El surgimiento del coronavirus es una nueva
vuelta de tuerca. Por otra parte, la paradoja es que al reducirse la
circulación automotriz y aérea, y detenerse innumerables
actividades que producen polución, el virus provee una especie de
respiración ecológica para el planeta. Es necesario que los mundos
contemporáneos entren en una era postmoderna radicalizando
principios que todavía eran potenciales las semanas precedentes.
No creo de ningún modo que se trate de cuestionar las medidas de
protección, por supuesto legítimas, sino solamente de resaltar la
ironía trágica de su subtexto.

Todos los días los medios de comunicación desgranan la cantidad


de personas afectadas y el número de muertes aquí y en el
extranjero. Nuestras sociedades, más que nunca, están bajo la
tutela de la ordalía,[1] un juicio de Dios o más bien del azar que
alcanza a unos y a otros, pero más electivamente a aquellos que
participan aún de la trama social con su trabajo, en especial el
personal sanitario. Dentro de este contexto, la letanía de la muerte
por accidentes automovilísticos ha sido suplantada por la del
coronavirus. La ordalía de las rutas está suspendida por el
momento, pocos vehículos están en circulación y la cantidad de
accidentes es casi inexistente. Es cierto, cada automovilista al
volante de su vehículo está convencido que únicamente los demás
son malos conductores, fantasea con ser un experto. Frente al
contagio, es más difícil para cada uno de nosotros afirmar su
omnipotencia.

El confinamiento en nuestras casas manteniendo las relaciones con


los demás por medio de las herramientas de comunicación a
distancia transforma a las poblaciones en un archipiélago
innumerable de individuos. Cada uno está frente a sus pantallas
aunque no quiera, transformado en un hikikomori ordinario, como
esos jóvenes japoneses que viven en reclusión voluntaria mientras
continúan un intercambio sin fin con los otros a través de las redes
sociales. Se mantienen encerrados a veces durante años
rechazando al mundo exterior. Con esta imposibilidad de salir se
borra la presencia física con el otro, aún la conversación
desaparece de antemano en beneficio de la única comunicación sin
cuerpo, sin contacto, e incluso sin voz (salvo la amplificada por el
smartphone o la computadora). Ya no hay más comunicación cara a
cara, es decir del rostro al rostro en la proximidad de la respiración
del otro. Y más allá de la pantalla, en la calle o en otra parte, la
mascarilla lo disimula. El confinamiento acentúa la adicción al
smartphone y en principio destruye también la conversación, o sea
el reconocimiento plenario del otro a través de la atención hacia él.

Ahora el cuerpo es el lugar de la vulnerabilidad, donde yacen la


enfermedad y la muerte para precipitarse por la brecha más
pequeña. Más que nunca el cuerpo es el lugar de la amenaza, es
importante sellarlo, clausurarlo, por medio de los “protocolos de
barrera”, tan adecuadamente nominados. La “fobia del contacto”,
señalada anteriormente por Elias Canetti también se radicaliza en
nuestras sociedades. El cuerpo debe ser lavado, fregado,
examinado, purificado constantemente, mantenido fuera de todo
contacto con el otro desconocido, y por ende sospechoso. No más
besos, no más apretones de manos o abrazos en las pocas
relaciones todavía físicas que sólo se sostienen a distancia. El
deseo es un peligro porque escapa a todo control y expone a lo
peor a quienes ceden a él. Una forma inédita de puritanismo
acompaña las medidas de confinamiento y las precauciones a
tomar para no ser alcanzado por la enfermedad y no contaminar a
los otros. Asistimos a un endurecimiento sociológico del
individualismo con esta reclusión necesaria. La privatización de la
existencia elimina el espacio público. El individuo hace un mundo
sólo para él “comunicándose” permanentemente pero sin la
incomodidad de la presencia física del otro.

El confinamiento con la pareja o la familia no siempre se asume con


comodidad. Vivir el día completo unos con otros a veces es fuente
de tensión. Más bien se trata de alegrarse por el reencuentro luego
del trabajo o durante las vacaciones. En ese contexto, la vida en
común es una imposición, no es algo elegido. Además es difícil salir
para recuperar el aliento en vista de las restricciones para
desplazarse. Lejos del viento pleno del mundo, el aburrimiento nos
acecha, nos hace andar en círculos, rumiar nuestras
preocupaciones, inquietarnos por nuestra gente querida y
preguntarnos con ansiedad por las próximas semanas, y por el
mundo del después. Podemos temer también brotes de violencia
por parte de los hombres contra sus parejas o sus hijos. Los
matrimonios que no se llevan bien pueden pasar momentos
difíciles, y también los niños de las familias donde son maltratados.

La llegada de la primavera en el hemisferio norte suma todavía más


dificultades. Los pájaros cantan por doquier, los brotes explotan, el
llamado del afuera es irresistible, pero debemos mantenernos más
o menos enclaustrados o en la proximidad de nuestras casas y
resistir a la tentación del sol y de la naturaleza en plena
metamorfosis. Una experiencia terrible para los niños que penan por
comprender el motivo de tal encierro.
Redescubrimos con asombro el precio de las cosas que no tienen
precio: el simple hecho de desplazarse a otro barrio, de recorrer los
bosques, de encontrarse con amigos, de tomar un café en la
terraza, ir a un cine o a un teatro, a una librería… Una cierta
banalidad envuelve estos comportamientos cotidianos, y encuentran
hoy su dimensión de sacralidad, su valor infinito. La crisis sanitaria
en ese sentido es un memento mori, el recuerdo de nuestra
incompletud y de una fragilidad que no dejamos de olvidar.
Restablece una escala de valores banalizada por nuestras rutinas.
La privación vuelve deseable lo que estaba dado sin siquiera
pensarlo. Sólo tiene precio lo que nos puede ser arrebatado. El
hecho de desplazarse era tan obvio que no se percibía como un
privilegio.

Esta crisis sanitaria es una travesía por la noche, por el duelo, por la
angustia, más allá nos espera una forma de renacimiento. Al
término de la crisis sanitaria, el retorno a la normalidad será un
momento de júbilo formidable, de reencuentro con los otros y con el
mundo, de recuperación de la alegría de vivir y de la sensación de
estar vivo. Los primeros días serán muy fuertes. Nunca deberíamos
olvidar esta enseñanza propicia del sabor del mundo, pero esa es
otra historia. Estamos en un cruce de caminos, las posturas
políticas serán determinantes: la crisis sanitaria puede engendrar un
impulso humanista, una mayor preocupación ecológica por el
planeta, una inquietud social por luchar contra las desigualdades y
las injusticias.

Traducción: Carlos Trosman

Notas:

[1] He escrito mucho sobre esta noción de ordalía, en especial


en En Souffrance. Adolescence et entrée dans la vie (Metailié),
en Conductas de Riesgo. De los juegos de la muerte a los juegos
de vivir (Topía), o en La sociología del rischio (Mimesis).

Fuente: Revista Topía

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