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Uno
California, 1886
Amanda miró el coche de caballos detenido frente al hotel y a su conductor, y consideró la posibilidad
de dar media vuelta y volver a San Francisco. Volver a una cama de sábanas limpias. A los caballeros de
buena educación. A casa.
Respiró hondo y se vio en el espejo rajado del vestíbulo del hotel. Vestido azul, sombrero a juego
sobre sus bucles oscuros y zapatos de tacón. Su aspecto quedaba totalmente fuera de lugar en aquel
pequeño pueblo, bullicioso y abierto de Beaumont, al` pie de las montañas de Sierra Nevada.
Cuando se lo imaginaba desde su casa en San Francisco le había parecido una buena idea, pero en
aquel momento...
Volvió a mirarse en el espejo y se obligó a respirar hondo y a erguirse. Si bien era cierto que carecía
de experiencia en viajes, y aun más, no era precisamente mujer de mundo, también lo era que tenía ya
veinticuatro años y que poseía el sentido común necesario para acometer aquel viaje sin sufrir percance
alguno. ¿Es que eso no tenía ningún valor? Por supuesto que sí.
Más animada, se aventuró a salir a la acera, con cuidado de evitar a los mineros y leñadores que
transitaban por ella, hombres con sucias ropas de trabajo y barbas crecidas. Miró de nuevo el coche de
carga de la Compañía Maderera Hermanos Kruger, parado al otro lado de la calle. Era la razón por la
que había esperado dos días encerrada en el hotel de Beaumont, esperando su llegada.
Y ya estaba allí. Irguió la cabeza un poco más e hizo acopio de valor. Podía hacerlo. Tenía que hacerlo.
Fue aquel pensamiento lo que la empujó a cruzar la calle, esquivando tiros de caballos, mulas y
carretas.
Estaba de espaldas a ella, cargando suministros en la parte trasera del carro. Parecía más un oso que
un hombre, vestido con unos pantalones de piel manchados y un sombrero también de piel que le
aplastaba los rizos sobre el cráneo.
-Señor... disculpe.
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Caravana de esposas – Judith Stacy
-¿Se dirige a mí, señorita?
De cerca, su cara era como el cuero viejo, seco y endurecido por los elementos... al menos la escasa
piel que podía ver por encima de la barba.
-Sí, soy yo -dijo, y se subió un poco los pantalones-. Pero nadie me ha llamado Samuel desde la última
vez que estuve en el servicio del domingo, y hace tanto de eso que ya no recuerdo cuándo fue. Todo el
mundo me llama Shady.
-Llámeme Shady.
-Desde luego... Shady. Como iba a decirle, estoy buscando un medio de transporte a la Compañía
Maderera Hermanos Kruger, y me han dicho que usted podría ofrecérmelo.
-¿Quiere ir al campamento?
-Sí.
-Pues sí.
- Según me han dicho, no hay ningún otro medio de transporte de confianza -Amanda sacó un
arrugado sobre de su bolso-. El señor Kruger me ha confirmado su honestidad y me dio instrucciones de
esperar en el hotel hasta que llegase usted a la ciudad, para luego subir a las instalaciones de la
compañía con usted.
-Bueno... subo y bajo al pueblo cada dos o tres días -contestó, pasándose la mano por la barba-. ¿Y
dice que Jason Kruger quiere que vaya?
-¿A usted?
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Caravana de esposas – Judith Stacy
-Sí, señor Harper, yo...
-Shady.
-Shady -Amanda se aclaró la garganta y le acercó el sobre-. Aquí están sus instrucciones.
-¿Y está segura de que ha sido Jason Kruger quien la ha mandado llamar? Es que, verá, hay dos
Kruger: Jason y Ethan. Son hermanos.
Amanda hizo un gesto con la mano hacia el carro, que llevaba pintado en rojo el nombre de la
empresa.
-Jason es el mayor, pero he oído que no por mucho -explicó el hombre-. Es el que lleva todo el
tinglado de ahí arriba, ¿sabe?
-Lo sé, señor... Shady. Tengo asuntos que tratar con el señor Kruger. Fue él quien me escribió y me
pidió que viniese aquí.
-Asuntos, ¿eh? -Shady se encogió de hombros y se volvió hacia el carro-. Bueno, a mí me da igual. Yo,
en cuanto termine de cargar, me pongo en marcha. Quiero llegar al campamento antes de que se haga
de noche.
-Si está usted completamente segura de que quiere encontrarse con Jason Kruger, claro.
Amanda sintió un nudo en el estómago y sintió de nuevo, aunque aquella vez con más fuerza, la
tentación de volverse a casa.
Jason Kruger bajó los pies del borde de la mesa y se inclinó hacia delante. Acababa de ter minar de
cenar y no le gustaba que fueran a molestarle a aquellas horas.
Aquella habitación era, como poco, espartana, con sus paredes de madera basta, un par de mesas y
armarios y una estufa de leña en un rincón, pero le gustaba disfrutar un rato de la soledad tras un duro
día de trabajo. Quería echarle un vistazo a los periódicos nuevos, y no tener que seguir con más de lo
mismo.
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Caravana de esposas – Judith Stacy
Duncan era un hombre delgado como un alambre, y se quitó el sombrero para darle la vuelta entre las
manos.
-Bueno, jefe, siento molestarlo pero, verá... es que mi Gladys está teniendo problemas con Polly
Minton y bueno, esta vez yo...
-Lo sé, jefe, y le agradezco que hiciera una excepción por tratarse de mi mujer y todo eso, pero...
-Problemas -Jason volvió a maldecir-. Las mujeres solo traen problemas. No sirven para nada en un
campamento como este.
-Cuando la trajiste, te dije que sería responsabilidad tuya. Yo no quiero saber nada de nada. Si tienes
problemas, arréglatelas como puedas.
-Sé que lo dijo, jefe, pero verá... - Duncan se aventuró más cerca de la mesa-. Mi Gladys y Polly
Minton se han peleado como dos lobas. Yo he intentado arreglarlo, se lo juro, pero a Polly se le ha
metido en la cabeza que Gladys le ha robado y llevan todo el día tirándose de los pelos. Tiene que
ayudarme, señor Kruger; tiene que ayudarme.
Jason maldijo un poco más en silencio, mirando a Duncan. Era un buen trabajador, resistente y de
pies firmes en su trabajo de conducir río abajo los troncos hasta el aserradero. Había sido leal también.
Las explotaciones madereras tenían sus altibajos, pero Duncan siempre se había quedado. El único
problema que había causado era precisamente aquel: el de llevar allí a su mujer.
Y lo que tenían entre manos era, nada menos, que una acusación de robo, algo que no podía tolerar
en el campamento. Necesitaba orden y disciplina entre la gente para poder tirar aquellas secuoyas
gigantes y los titánicos abetos, arrastrarlos en lo más escarpado de las montañas, conducirlos por el río
hasta el aserradero y enviarlos al mercado.
No podía permitir que un robo quedase impune. Mujer u hombre, tenía que ponerle freno a la
situación.
Respiró hondo.
-Le debo una, jefe. De verdad -Duncan se acercó a la puerta-. Iré a buscar a mi Gladys. La señorita
Minton también está aquí. Les diré que pasen. Están aquí fuera.
-Mujeres -masculló Jason, pasándose la mano por la nuca antes de volver a sentarse en su sillón. Ya
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tenía suficiente con ocuparse de los problemas de su gente. Peleas, en su mayor parte. Algún que otro
disparo de vez en cuando. Desacuerdos entre hombres que podían arreglarse con facilidad. Pero
tratándose de mujeres.
La puerta de la oficina se abrió y Polly Minton y Gladys Duncan entraron. Jason las conocía a ambas.
Conocía a todo el mundo que viviera en aquel campamento y en el pueblo que había crecido a su
sombra.
La dos eran mujeres grandes. Él medía más de uno ochenta y Gladys lo miraba a los ojos
sin ninguna dificultad. Polly era la encargada de la lavandería, y a base de frotar había desa rrollado
unos increíbles bíceps.
-Oídme las dos: el señor Kruger va a escucharos -dijo Duncan-, y va a solucionar este embrollo de una
vez por todas.
-Está bien -dijo este-: cuéntenme qué ha pasado. Primero usted, señora Minton.
-Yo, como buena vecina y buena cristiana que soy, invité a Gladys a venir a mi casa hace unos días, y
estuvimos charlando un rato antes de que tuviera que empezar con el trajín de la cena. Y hoy me he
pasado por la suya, como es el deber de toda buena vecina, y allí estaba, tan ricamente, en el alféizar
de su ventana.
-¿El qué?
Polly levantó el paño que cubría la cesta que había llevado y le mostró una tarta de manzana a medio
comer.
-Le di un mordisco cuando Gladys no miraba -explicó Polly-, y no hay duda: es mi receta. ¡Me la ha
robado sin más!
-¿La receta de una tarta de manzana? - Jason se levantó y miró a Duncan-. ¿Todo esto por una
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maldita receta de cocina?
-Me la robó cuando estaba de espaldas - continuó Polly-. Los celos no la dejan vivir.
-¿Yo, celosa? Tú si que no aguantas que a todo el mundo le encante mi pollo al horno - Gladys se
volvió hacia Jason-. Lleva intentando averiguar cuáles son los ingredientes desde que llegué.
- ¡Esa receta es mía! ¡Lo supe en cuanto la probé! ¡Gladys me la ha robado! Pruébela usted, señor
Kruger, y verá.
Gladys fue a quitársela de las manos, pero golpeó el plato sin querer y este fue a aterrizar sobre la
mesa de Jason. La manzana salió volando en todas direcciones, cayendo sobre los papeles, sobre su
camisa, en sus pantalones.
Un tenso silencio llenó el despacho mientras Jason contemplaba la tarta pringando su ropa.
Duncan se adelantó.
-¡No voy a dispararles a ellas -Jason levantó lentamente la cabeza-, sino a ti!
-Señor Kruger, no querrá hacer eso de verdad -contestó Duncan, tirando del ala de su sombrero.
-¡Saca a estas mujeres de aquí! -bramó, señalando la puerta-. ¡No quiero volver a ver ni a una sola
mujer más en este campamento!
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-Pero señor Kruger...
Una delicada fragancia precedió la entrada de una mujer. En la habitación creció una exclamación de
sorpresa y Jason quedó clavado en el sitio.
-¿Señor Kruger? -preguntó ella, mirándolo con unos enormes ojos azules-. Soy Amanda Pierce, de San
Francisco.
-¿Y?
-¿Mi petición?
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Dos
-¿Una esposa? -gritó Jason.
-¿Una esposa?
Estaba cansada del viaje, un dolor de cabeza andaba rondándole después de tantos brincos por el
sendero de la montaña y aquel tal señor Kruger estaba poniendo a prueba sus buenos modales.
-Señor Kruger, tiene usted que arreglar esto de una vez por todas.
-Disculpe, señor Kruger -Amanda se acercó y añadió bajando la voz-, se ha manchado la camisa de
tarta.
-Gracias -dijo entre dientes, como si no apreciase su solícito comentario, y se volvió hacia las otras dos
mujeres-. Mirad, me importa un comino de quién sea esa dichosa receta, o quien ponga qué en el pollo,
o si de verdad alguien ha robado esa tarta. Habéis hecho una montaña de un grano de arena y no
quiero oír ni una palabra más sobre el asunto.
-Disculpe, señor Kruger -intervino Amanda-, si no le molesta que se lo diga, lo que le han presentado
estas dos señoras es un problema verdaderamente serio.
Por un momento dio la impresión de que Jason iba a echarla del despacho junto con los demás, pero
Amanda se mantuvo firme. No iba a conseguir su atención hasta que el asunto de la receta robada
quedase solventado, y ya que él no parecía tomárselo en serio, ella lo haría.
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-¿Puedo? -le preguntó.
-Adelante.
-Una mujer trabaja durante los para perfeccionar una receta, y de ningún modo puede aceptar que
otra mujer se la robe para que luego se la pase a todo el mundo -Amanda se volvió hacia Jason-. ¿Me
sigue, señor Kruger?
-Bien. En mi opinión, solo hay una forma de solucionar este asunto: que intercambien las rece tas de la
tarta y del pollo. Así sólo ustedes dos las tendrán, y podrán estar seguras de que la otra no se la da a
nadie por temor a que su propia receta pueda ser puesta en circulación. ¿Qué les parece?
-Señor Kruger, la señora será una esposa estupenda. Estupenda, se lo digo yo.
La puerta se cerró dando paso a un silencio aún más incómodo que el del griterío anterior. Jason la
miró fijamente y Amanda se encontró prisionera de sus ojos, aun en contra de su voluntad.
Era un hombre alto, de cabello negro y ojos verdes e inquietantes. Debía pasar mucho tiem po al aire
libre porque su piel se había oscurecido y alrededor de los ojos había marcas de guiñarlos por la luz del
sol. Debía trabajar duro también porque veía moverse unos músculos bien desarrollados bajo las
mangas de su camisa azul. Tenía unos hombros poderosos, el pecho fuerte, la cintura estrecha y su...
Amanda apretó los labios y al encontrarse de nuevo con la mirada de él, le pareció que sus
pensamientos habían sido tan desvergonzados como los de ella, y enrojeció.
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Amanda se había olvidado de que estaba también en la habitación. Jason Kruger parecía ocupar todo
el espacio, apoderarse de todo el aire.
-Siéntese, madam.
Amanda sonrió agradecida y se sentó. En las horas que había pasado en el carro con Shady había
podido conocerlo bien y había llegado a la conclusión de que le gustaba. Por áspero y brusco que
pareciera por fuera, era un hombre dulce por dentro.
-Gracias, Shady.
-De nada, señorita -Shady miró a Jason-. La señorita aquí presente ha tenido un viaje largo y duro
montaña arriba, y está aquí sólo porque usted la ha hecho venir.
Jason se sentó también al otro lado de la mesa y se pasó una mano por el pelo.
-No he bajado de esta montaña hace meses, señorita Pierce -dijo-, así que no hay manera de que
haya podido pedirle que se case conmigo.
-Tiene una carta -contestó Shady-. Una carta que le ha escrito usted.
-Es una solicitud, en realidad -dijo Amanda, y sacó la carta del bolso-. Verá, señor Kruger, me envía la
Agencia Nupcial Futura Esposa.
Shady se rio.
-Me temo que ha hecho usted un viaje muy largo para nada, señorita Pierce -dijo- Yo no escribí esta
carta.
Amanda sintió que el estómago se le hacía un nudo. ¿No había escrito él la carta? ¿Tantas penalidades
para nada? ¿Había tenido que soportar las durezas del viaje, controlando el dinero hasta el último
centavo... para nada?
-¿No es usted Jason Kruger? -le preguntó-. ¿No es esta la Compañía Maderera Hermanos Kruger?
-Sí, pero ya le he dicho, señorita Pierce, que yo no he escrito esta carta. Ni siquiera había oído hablar
de la agencia de la que habla.
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-Pero...
La puerta se abrió entonces y un hombre entró. Alto, con el pelo oscuro y los mismos ojos verdes que
Jason. Físicamente eran muy parecidos, pero aquel hombre sonreía de oreja a oreja.
-Encantado de conocerla, señorita Pierce. Soy Ethan Kruger -se presentó-. Shady acaba de decirme
que la ha traído hoy hasta aquí arriba.
Los buenos modales que llevaba grabados tan dentro la sostuvieron incluso en un momento de
desolación como aquel.
-Así que te has buscado una novia, ¿eh? Deberías ser tú quien se encargara siempre de hacer los
pedidos.
Jason se levantó.
Jason se miró y al ver los trozos de tarta que aún le chorreaban del pantalón y de la camisa, se acercó
al lavamanos que había en una esquina murmurando algo entre dientes.
-Cierra la boca -replicó Jason, señalándolo con un dedo-. Yo no voy a casarme con ella. Todo esto no
es más que un error. Lee esa carta.
-Esta no es tu letra.
-Ya lo sé.
-No tengo ni idea de quién puede ser - murmuró Ethan-. Quizás sea una broma.
Etahn sonrió.
-A mí me parece divertido.
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¿Divertido? ¿Abandonar la seguridad de su casa, viajar durante cientos de kilómetros, soportar
incomodidades, malos modales y peores olores podía parecerle divertido?
- Si tienes que hacerme una pregunta así, es que llevas demasiado tiempo encerrado en estas
montañas -contestó Ethan, sonriendo.
-Señor Kruger -dijo. Al fin y al cabo, había ido hasta allí por cuestión de negocios, y no debía
olvidarlo-. Creo que ha malinterpretado mis intenciones. Yo sólo...
-Mire, señorita Pierce -la interrumpió Jason-, yo no busco esposa, ni en este momento, ni en el futuro.
-Pero...
-Estamos en un campamento de leñadores -continuó-. Mis hombres trabajan doce horas al día, seis
días a la semana. Es un trabajo peligroso. Perder durante unos segundos los la con centración puede
costarle la vida a un hombre, o a sus compañeros, y no pienso permitir que la distracción de una mujer
pueda poner en peligro a mis hombres. Aquí nadie quiere una mujer.
-¿Nadie?
-Nadie.
-Comprendo...
Amanda suspiró, profundamente desilusionada. Había puesto tantas esperanzas en aquel viaje. Todos
los planes que había trazado, los planes que la habían mantenido durante los últimos días, habían
quedado desbaratados. Lo mismo que sus esperanzas para el futuro.
Tragó saliva con dificultad. No estaba dispuesta a permitir que sus sentimientos la dominaran. Había
llegado hasta allí para saber, para aprender, para investigar. Ahora ya tenía la respuesta.
-Al menos podrías decirle que lamentas que haya tenido que venir hasta aquí para nada.
-Ah, claro. Mire, señorita Pierce -continuó, mirándola-, yo... siento mucho que... que haya tenido que
hacer este viaje para nada.
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-No -replicó Amanda, con la desilusión convertida en rabia.
-No siente usted ni lo más mínimo que haya malgastado mi tiempo, así que no pretenda lo contrario -
espetó-. Es usted un hombre desconsiderado, irreflexivo y maleducado, señor Kruger, así que no añada
la mentira a la lista de sus defectos -e irguiéndose para mirarlo por encima del hombro, añadió-. ¡Y sus
modales en la mesa son deplorables!
Ethan sonrió.
-¿Qué vas a hacer con ella? -preguntó su hermano mientras sacaba las cerillas del cajón para
encender las lámparas.
-¿Cómo que qué voy a hacer? Pues nada. -Es demasiado tarde para que vuelva hoy al pueblo. Shady
no podría hacer el viaje a oscuras. Ese camino ya es bastante peligroso a la luz del día.
-¿Y qué pretendes hacer? ¿Darle una linterna y un mapa y decirle que empiece a caminar?.
-Es posible, pero ahora ya está aquí y algo hay que hacer con ella.
-Supongo que tienes razón. Tendrá que quedarse -Jason se paseó por la oficina, intentando pensar-.
Llévala a casa de la señora McGee y a ver si ella puede darle alojamiento por una noche.
-¿Meg?
-No hay otro sitio en el que pueda quedarse una mujer decente.
-¿Pero qué?
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Amanda estaba en el porche, apoyada en una de las columnas y mirando a su alrededor. Todo lo que
le permitía la escasa luz que quedaba del día, claro.
En la distancia vio iluminarse de amarillo unas cuantas ventanas. Desde allí distinguió la silueta de
unos cuantos edificios y dos sombras oscuras que pasaban de largo. Soplaba una brisa fría, y un perro
ladró en alguna parte.
De tener un poco de sentido común, debería estar asustada, pero el cansancio, la rabia y la desilusión
no dejaban sitio para nada más.
Tenía que encontrar a Shady Harper y pedirle que la condujera montaña abajo, pero ¿dónde buscarlo?
El carro en el que habían subido no estaba por allí, y tampoco su propietario, y ella no tenía ni idea de
dónde buscarlo.
El racimo de edificios al que Shady había llamado pueblo quedaba a escasa distancia. Quizás estuviera
allí. O al menos podría encontrar un hotel en el que pasar la noche. Lo único que tenía que hacer era
llegar hasta allí sin caerse en la oscuridad.
Miró hacia la puerta de la oficina de Jason Kruger que con tanta indignación había cerrado antes, pero
no estaba lo bastante desesperada como para solicitar la ayuda de aquel hombre... ni en aquel
momento, ni en el futuro.
Justo en aquel momento la puerta se abrió y su figura quedó dibujada contra la luz que salía del
interior.
Su rostro estaba en sombras y cuando se acercó, Amanda vio que no era Jason sino su hermano, y la
ira que había sentido le supo durante unos segundos a desilusión.
-Señorita Pierce -dijo Ehtan-, voy a acompañarla a un lugar en el que podrá pasar la noche.
-Llámeme Ethan. Lo de señor Kruger puede dar lugar a confusiones por aquí -con una sonrisa, señaló
la oficina-. Además, no me gusta que me confundan con mi hermano, no sé si me comprende.
-Lo comprendo perfectamente -espetó-, pero no necesito su ayuda. Hablaré con Shady para que me
lleve de vuelta a Beaumont inmediatamente.
Jason apareció en el porche y Amanda tuvo la sensación de que había estado escuchando y
observando desde dentro.
-Puede que sea usted quien manda en este campo de mineros, señor Kruger, pero no tiene usted
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potestad alguna sobre mí. Lo que voy a hacer es buscar a Shady Harper para que me lleve a Beaumont
esta misma noche.
Y acercándose a ella, la sujetó por el codo con una mano poderosa que le envió una ola de calor por el
brazo hasta la garganta, lo que atizó de nuevo su ira.
-En eso se equivoca, señorita Pierce -su voz era profunda y estaba cargada de autoridad y
determinación-. Todo y todos en esta montaña son asunto mío.
-¿Incluida yo?
-Especialmente usted.
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Tres
-Déjeme ayudarla, señorita Pierce.
Ethan la sujetó por el codo para ayudarla a avanzar por aquel terreno tan desigual. Tenía la misma
fuerza que su hermano en la mano, pero no resultaba ni mucho menos amenazante. Es más, Amanda
casi no notaba su contacto.
-Le gustará la señora McGee -dijo Ethan, sosteniendo la linterna en alto para alumbrar su avance. El
camino era accidentado y lleno de baches, peligroso en la oscuridad.
-¿Está seguro de que no le importará que me quede a pasar la noche en su casa? -preguntó Amanda,
levantándose un poco la falda al andar-. Es muy impropio presentarse sin haber sido invitada y pedir un
favor de esta naturaleza, a pesar de que le pagaré la estancia, por supuesto.
-A la señora McGee le vendría bien el dinero, pero dudo que lo acepte. Es más, seguramente
agradecerá la compañía. Meg trabaja duro. Demasiado incluso. A veces me preocupa que...
Amanda se atrevió a apartar la mirada del camino para mirarlo brevemente, pero su rostro era ilegible
en la oscuridad.
Ethan se rio.
-Esta es la casa.
Los dos se quedaron un momento contemplando la pequeña cabaña de madera con una única luz
brillando en una de las ventanas.
-¿Es que no vamos a llamar? -preguntó Amanda al ver que Ethan no hacía movimiento alguno.
Ethan respiró hondo y dejó la linterna en los peldaños; luego subió al porche, se quitó el sombrero, se
pasó la mano por el pelo, se sacudió las mangas y tiró de las puntas del chaleco. Amanda lo vio aún
estudiar un instante la puerta antes de llamar.
La puerta se abrió y la señora McGee apareció. Amanda esperaba que se pareciera a las dos mujeres
que había conocido en el despacho de Jason Kruger, mujeres fuertes y capaces de soportar la vida dura
de un campamento de leñadores.
Pero la señora McGee era delicada y menuda, poco más o menos de su misma edad. Llevaba su pelo
rubio recogido con cuidado en lo alto de la cabeza, y su vestido, a pesar de ser cómodo y práctico, era
bonito también.
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-Buenas noches, señor Kruger -lo saludó.
-Señora McGee -Ethan hizo girar el sombrero entre las manos-. Yo... eh... siento molestarla tan tarde,
pero me gustaría pedirle un favor si me lo permite.
-¿Qué favor?
-Bueno... -Ethan pareció perdido un momento. Se miró los pies y después de nuevo a ella-. Bueno...
A ese paso, iban a estar allí toda la noche, así que Amanda subió al porche.
-Señora.McGee, soy Amanda Pierce. Siento muchísimo molestarla, pero me veo oblligada a
permanecer aquí esta noche, y Ethan ha pensado que quizás podría usted darme alo jamiento durante
una noche.
Ethan se puso rojo como un tomate. Incluso parecía haber dejado de respirar.
-¿Casarse?
-Con Jason.
Meg sonrió.
-¡Eso es maravilloso!
-Pero...
-Iré a buscar a Shady para que le traiga sus cosas -dijo Ethan.
Ethan se quedó un momento más en el porche mientras Amanda entraba en la casa, dando vueltas y
más vueltas al sombrero entre las manos.
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La casa de la señora McGee parecía cómoda y confortable. Una gran cocina de hierro, una mesa de
comedor con sus sillas, un pequeño sofá y una mecedora llenaban la pequeña habitación, decorada con
cortinas de encaje y limpia como los chorros del oro. Por primera vez desde que había llegado a aquel
campamento, se relajó.
-Debe estar muerta de hambre -dijo Meg-. Voy a prepararle algo de comer.
-No quiero causarle más molestias -contestó Amanda-, pero es verdad, tengo mucha hambre.
Meg sonrió.
-No es nada especial. Sólo tengo un poco de pollo qué ha sobrado de la cena que he pre parado para
Todd y para mí.
-¿Todd es su marido?
Amanda se mordió un labio. Jason Kruger le había dicho lo peligroso que era el trabajo en aquel
campamento, y debería haber tenido más cuidado con las preguntas.
-Lamento haber sido tan imprudente con mi pregunta. Perdóneme por favor. Siento mucho su pérdida.
Amanda decidió no preguntar más. No le gustaba hurgar en el pasado de la gente. Sabía por
experiencia lo doloroso que podía ser.
Se quitó los guantes y el sombrero mientras Meg se movía por la cocina. Alguien llamó a la puerta. Era
Shady, con el equipaje de Amanda.
-No va a haber boda -contestó Amanda- Al parecer, no fue el señor Kruger quien escribió la carta.
-¿Cómo es eso?
Había intentado explicárselo a Jason Kruger en su despacho, pero él no había querido escuchar.
-Yo soy la propietaria de la Agencia Nupcial Futura Esposa, no una posible mujer para nadie -explicó-.
Mi servicio es muy selecto. No acepto a cualquier mujer como candidata, lo mismo que no damos
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respuesta a cualquier solicitud.
- ¿Quiere decir que ha venido hasta aquí para echarle un vistazo a Jason después de recibir su
petición?
-Sí. Vine para determinar si el señor Kruger sería un marido aceptable para las señoritas que acuden a
mi agencia.
-No del todo -Amanda se detuvo. No quería hablar de la verdadera razón por la que estaba allí. Ya se
sentía bastante ridícula, aunque, por otro lado, ¿qué mal le podía hacer? Se marcharía de allí a la
mañana siguiente y nunca volvería a ver a aquellas personas-. La verdad, esperaba que hubiese más
hombres en este campamento interesados en tener esposa.
-No sabía que el señor Kruger no permitía mujeres aquí. He traído mi catálogo de novias hasta aquí
para nada -concluyo, señalando una de las bolsas que Shady había llevado.
-¿Un catálogo? -preguntó él-. ¿Cómo uno de esos para comprar herramientas? ¿Con fotos de mujeres
que quieren casarse?
Amanda asintió.
-Docenas. En mi agencia hay novias de todos los tamaños, con distintos colores de ojos, de pelo...
todas ellas educadas y con excelentes dotes para el hogar. Muchas poseen conocimientos avanzados de
música y arte.
-¿Y cree que las mujeres querrían venir a vivir aquí? -preguntó Meg.
-No sólo querrían, sino que estarían encantadas. Por eso mi desilusión fue mayor cuando el señor
Kruger me dijo que nadie aquí quería tener esposa.
-No tengo nada más que hacer aquí -dijo Amanda-, y querría pedirle que me bajase al pueblo mañana
por la mañana, Shady.
-Si le diera tiempo a Jason para pensarlo puede que cambiase de opinión.
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Amanda negó con la cabeza.
-Ha sido tajante en cuanto a que no quiere más mujeres aquí, aun sin saber que yo era la propietaria
de la agencia. ¿Se imagina cuál sería su reacción si supiera que quería traer a un buen número de
novias a este campamento?
Jason estaba en el porche de su oficina, empapándose del silencio, la paz y la soledad de aquellas
horas de oscuridad. Durante el día, la montaña rugía con el ruido de las sierras, los caballos y los bueyes
arrastrando su pesada carga, las hachas haciendo astillas la madera y los gritos de sus hombres
avisando de la caída de los árboles.
Pero por la noche, todo era quietud. Paz. Podía dejar de pensar, relajar cuerpo y mente. Aquel tiempo
era su tesoro.
Con la excepción de que aquella noche sus pensamientos echaban humo como la hoja de un serrucho
y se sentía tan tenso que parecía a punto de estallar.
Era culpa de aquella mujer. De aquella tal señorita Pierce. Tenía la culpa por haber entra do moviendo
las caderas al ritmo del trigo agitado por la brisa y su busto asomando por encima del escote. Por
mirarlo con aquellos ojazos azules. Por componer aquella deliciosa mueca con su boca de labios
carnosos y rojos.
Pues ni por ella, ni por mil como ella iba a cambiar su forma de hacer las cosas. Tenía un negocio que
dirigir, un negocio por el que había luchado con todas sus fuerzas y por el que seguía luchando aún con
más ahínco por mantener a flote. Tenía grandes planes en el horizonte, y no necesitaba distracciones.
Se apoyó contra la columna y dejó vagar la mirada por el camino que conducía al pueblo. Aún podía
percibir su olor en el aire. Dulce y delicado. Femenino.
Luego miró la casa de la señora McGee. Shady Harper había entrado un momento antes con su
equipaje. Toda la casa debía oler a aquellas alturas como ella.
La puerta se abrió justo en aquel momento y Shady salió. Una mujer apareció en el umbral, recortada
su silueta contra la luz de la casa. Jason frunció el entrecejo y miró con más atención estirando el cuello.
¿Sería ella? ¿Sería Amanda?
-Maldita sea... -murmuró en la oscuridad y se volvió. Las mujeres eran una distracción, desde luego. Y
él acababa de demostrarlo curioseando en la oscuridad, estirando el cuello como un caracol, intentando
ver a una, a pesar de que hubiese pasado mucho tiempo desde que había visto otra... visto, o hecho
algo más agradable.
No pudo resistir la tentación y de nuevo se volvió a mirar. Shady seguía en el porche, hablando con la
mujer. Era Amanda. Estaba seguro de ello.
Quizás Ethan tuviese razón. Puede que llevara demasiado tiempo sin salir de aquellas montañas.
Amanda era una mujer hermosa, con todas las curvas en su sitio. Perfectamente compuesta y
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Caravana de esposas – Judith Stacy
pidiendo ser descompuesta. Un paquete de regalo esperando ser abierto.
Y a él le hubiera gustado mucho abrirlo tomándose su tiempo para hacerlo. Despacio, muy despacio,
hasta que...
Escupió otro improperio y se obligó a desaparecer del porche, enfadado consigo mismo. ¿En qué
diablos estaba pensando? Él no necesitaba ni quería tener a una mujer en su vida, y mucho menos a
una mujer como aquella, que se atrevía a reprenderlo, incluso a insultarlo en su propio despacho. La
señorita Amanda Pierce se marcharía a la mañana siguiente, y que buen viento la llevase.
Cerró la puerta de la oficina de un portazo y echó a andar hacia su casa, pero una fragancia le hizo
detenerse y volver a mirar hacia la casa de la señora McGee justo cuando Amanda vol vía a entrar. Se
quedó un momento más allí, los ojos clavados en la puerta cerrada, olfateando el aire.
La luz grisácea del amanecer empapaba la casa cuando Amanda abrió los ojos en la pequeña
habitación en la que había dormido. Se había quedado dormida nada más apoyar la cabeza en la
almohada de plumas y había dormido hasta que el aroma de algo delicioso que se estaba preparando en
la cocina la había despertado.
Se quedó bajo aquellas suaves sábanas de algodón durante unos minutos, pensando. Allí estaba ella,
en una cama extraña, en una casa extraña, en un lugar extraño. La vida ordenada que había dejado
atrás en San Francisco una semana antes le parecía lejana y querida al mismo tiempo.
Su padre era un comerciante adinerado, y las había dejado a su madre y a ella bien acomo dadas a su
muerte. Pero a su madre no se le daban demasiado bien los negocios y el dinero había tardado poco
tiempo en desaparecer.
Su madre no estaba ya junto a ella, y Amanda había utilizado el poco dinero que quedaba para poner
en marcha la agencia matrimonial, un negocio que había llenado el espacio vacío de su vida.
Meg estaba junto a la cocina y Todd, su hijo, sentado a la mesa. Había visto al niño la noche anterior
al levantarlo Meg de la cama para dejársela a ella. Todd tenía ocho años y el pelo rubio como su madre.
Sin embargo, sus rasgos debían ser los de su padre. El padre que... simplemente, no estaba.
-Buenos días -la saludó Meg con una sonrisa-. Llegas justo a tiempo.
-No, gracias. Ya está todo hecho -Meg sirvió unos huevos rellenos en un plato junto con unos
panecillos tostados-. Siéntate.
Todd empezó antes de que Amanda y Meg se sentaran y acabó antes de que hubiesen podi do
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Caravana de esposas – Judith Stacy
comenzar.
Todd hizo una mueca de aburrimiento, como si hubiese oído aquellas mismas instrucciones cientos de
veces, y salió de la cabaña.
-Es un niño muy dulce -dijo Amanda, viendo el amor brillar en los ojos de su madre.
-No.
Meg suspiró.
-Toda la montaña lo sabe, así que no veo motivo para que no lo sepas tú también. Me desperté una
mañana y me encontré con una nota de Gerald en la que decía que no podría seguir viviendo aquí. Que
tenía que buscar otra cosa. Que sentía no podernos llevar a Todd y a mí, pero que tenía que encontrar
su propio camino.
-Gerald no era un hombre muy estable. Íbamos siempre de un sitio para otro, de trabajo en trabajo.
-Gerald montó un negocio en el pueblo, pero no le fue bien. Volvió a intentarlo varias veces más, pero
con mala suerte en todas.
-Es terrible.
-Sí, lo fue al menos al principio -Meg intentó sonreír-. Pero Todd y yo tenemos un techo sobre
nuestras cabezas y tengo suficiente trabajo para que ambos podamos comer. Nos va bien.
Para ella, la montaña era un lugar extraño pero eso no quería decir que a otros no pudiera gustarles.
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Caravana de esposas – Judith Stacy
-Sí, pero resulta un poco solitario. No hay otras mujeres con las que entablar amistad.
-Jason permitió que viniese la mujer de Duncan porque hace unos meses sufrió un acci dente y ella fue
quien lo curó. No hay médico en el campamento. Las otras pocas mujeres que viven aquí trabajan en el
pueblo.
-De la tierra en la que se asienta, pero no de los negocios. Influye mucho en todo lo que pasa aquí,
pero es normal. Al fin y al cabo, es el dueño de la montaña.
-¿Es suya?
-Sí.
Amanda no contestó mientras asimilaba aquella información. No entendía por qué la sorprendía tanto,
pero es que había algo muy poderoso en un hombre dueño de toda una montaña.
-Las normas que ha impuesto -continuó Meg-, como lo de no beber y no fumar en el campamento son
por la seguridad y el bienestar de los leñadores. Se preocupa mucho por sus hombres. La verdad es que
Jason es un buen jefe.
Meg sonrió.
-He oído hablar de otros campamentos madereros a los hombres que trabajan ahora aquí. A la
mayoría de los trabajadores los pagan con bonos que se ven obligados a canjear en la tienda de la
empresa, en la que los precios son altísimos. A veces, cuando el mercado de la madera anda mal, el
propietario incluso llega a invalidar los bonos, de modo que la gente se queda atrapada sin dinero y sin
forma de conseguirlo, y lo único que pueden hacer es seguir trabajando para el mismo propietario.
Meg asintió.
-Pero Jason paga a sus hombres en efectivo, y como no es propietario de ninguna de los negocios del
pueblo, sus hombres pueden comprar donde quieren.
-Jason no es un santo, pero sí es justo. Por eso creo que deberías ir a hablar con él esta mañana y
explicarle tus planes.
Amanda recordó la expresión de Jason Kruger la noche anterior y negó con la cabeza.
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Caravana de esposas – Judith Stacy
-Ha sido inflexible.
-Pero si es una idea maravillosa. Además, Amanda, has venido desde tan lejos que no puedes
marcharte sin intentarlo al menos una vez. Todas las mujeres de por aquí te estaría mos tan
agradecidas.
Amanda se quedó pensativa. Desde luego había hecho un camino muy largo y se merecía una
oportunidad. Quizás Jason fuese capaz de ver las cosas de otro modo a plena luz del día. Una vez
supiera los pormenores de su plan, era posible que le diese el visto bueno, siempre y cuando él no
tuviera que casarse con nadie.
Había salido de San Francisco con tanta decisión, tan ansiosa por llegar. Había esperado dos días en
Beaumont y había subido hasta allí arriba por un camino de cabras, pero ni todo eso le había hecho
perder el entusiasmo por su plan. Nada, excepto encontrarse con Jason Kruger.
Se levantó de la mesa llena de nuevo de empuje y determinación. Hablaría con Jason Kruger.
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Caravana de esposas – Judith Stacy
Cuatro
La luz de la mañana había cambiado cuando Amanda salió de la casa de Meg McGee con su bolsa y
sus esperanzas bajo el brazo, en busca de Jason Kruger.
No le parecía justo que sus sueños dependiesen de aquel hombre en concreto. Llevaba un año con la
agencia, y tenía planes tanto para su negocio como para ella misma, sin hablar de las mujeres que
habían acudido a ella en busca de un marido, una familia, hijos, un hogar.
Echó a andar hacia la oficina. No. Depender del capricho de Jason Kruger para conseguir la felicidad
de sus novias no era ni mucho menos deseable, pero por el momento, no tenía elección.
Lo que no había visto la noche anterior al llegar ya de noche la sorprendió en aquel momento. El
campamento y el pequeño pueblo había sido excavado literalmente en la montaña.
Un muro de árboles tupidos que debían alcanzar al menos los sesenta metros rodeaban un gran claro.
En el centro quedaba el pueblo, que Amanda iba dejando detrás al dirigirse hacia el oeste, y frente a ella
quedaba el campamento de leñadores. A la derecha, el aserradero y la represa del molino.
El camino lleno de baches por el que habían subido desde Beaumont la última noche separa ba el
pueblo del campamento para seguir ascendiendo después en dirección a la cumbre. El almacén, los
barracones y las cocinas quedaban en el centro del campamento, y unos cuantos edificios menores se
repartían entre ellos: graneros, cercados con caballos y bueyes esperando el comienzo del día de
trabajo.
Al otro lado del camino, estaba la oficina de Kruger. Detrás quedaba una casa, que segura mente debía
pertenecer a los dos hermanos. ¿Cómo sería por dentro? Seguramente sin un solo centímetro de encaje.
Y, presidiéndolo todo: madera. Había madera por todas partes. Casas de madera, establos de madera,
muebles de madera. Tocones, astillas, tablas, serrín. El aire olía a árboles, a serrín dulce y a resina.
En su conjunto aquel campamento producía una sensación de precipitación, como si las cosas se
hubieran hecho a la carrera y por pura necesidad para seguir después con cosas más importantes.
No había nadie a aquellas horas por allí. Meg le había dicho que encontraría a los hom bres en el
comedor. Jason estaría allí también.
Un rumor de voces la atrajo hacia el edificio que Meg le había descrito. Un olor delicioso impregnaba el
aire y se detuvo frente a la puerta para alisarse la falda y atusarse el pelo. Las demás mujeres que había
visto en el campamento vestían de un modo más sencillo, pero ella estaba allí por negocios y era
importante que su apariencia lo reflejase.
Iba a entrar cuando de pronto se detuvo. No se había podido quitar a Jason Kruger de la cabeza en
toda la mañana, y en aquel momento recordó lo irritante que había sido la noche anterior. Lo exigente.
Lo arrogante.
No contaba con mucha experiencia en negocios, pero seguramente no estaba nada bien llamar a un
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Caravana de esposas – Judith Stacy
posible cliente irreflexivo, desconsiderado y grosero. Aunque se lo mereciera.
En fin... no podía hacer otra cosa más que seguir adelante, hablar con él, presentarle su plan y
esperar que ocurriera lo mejor. Se cambió de mano el bolso en el que llevaba el futuro, respiró hondo y
entró.
Unas largas filas de mesas cargadas con platos de comida llenaban la habitación. Los hombres
abarrotaban unos bancos dispuestos a ambos lados y comían y bebían de platos y tazas de lata. El
cocinero, un hombre de vientre generoso y cubierto por un delantal, estaba en un rincón. Los hombres
tenían la cabeza baja comiendo y charlando mientras unos chicos, los ayudantes del cocinero, iban y
venían entre las mesas llenando las tazas de humeante café y acarreando platos con comida.
Amanda se puso de puntillas para mirar por encima de la marea de cabezas. Debía haber unos
cincuenta hombres allí y no sabía muy bien cómo iba a encontrar a Jason entre todos ellos.
Un hombre sentado a la mesa más cercana a ella se dio cuenta de su presencia, la miró boquiabierto y
golpeó con el codo a su vecino.
Ese hombre miró, seguido por el de al lado, hasta que toda la mesa la estaba mirando con las manos
suspendidas en el aire.
El silencio se adueñó de la estancia. Los tenedores dejaron de chocar con los platos de lata. El café
humeó inmóvil desde las tazas.
Los ayudantes del cocinero quedaron clavados en sus sitios. La habitación se quedó helada en un
mutismo reverencial.
Cincuenta rostros vueltos hacia ella. Cincuenta pares de ojos mirándola desorbitados. Cincuenta bocas
abiertas.
Al otro lado de la habitación, un hombre se levantó. Alto. Pecho fuerte. Hombros anchos. Irreflexivo,
desconsiderado, grosero. Atractivo.
Jason Kruger.
Jason echó a andar hacia ella frunciendo el ceño con más fuerza incluso que la noche ante rior, y
Amanda se preguntó si verdaderamente lo peor que podía ocurrirle era que contestara que no a su
propuesta. ¿Se le ocurriría quizás atarla a un carro y lanzarlo cuesta abajo hasta el pueblo?
Se detuvo frente a ella, acorralándola. Su mirada echaba chispas, ensartando a Amanda como un
pincho moruno.
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Caravana de esposas – Judith Stacy
-¿Qué demonios está usted...
No terminó la frase. Se volvió hacia los hombres que seguían observándolo todo en silencio.
-Salga.
Amanda se irguió.
-Señor Kruger, no pienso permitir que me dé órdenes como si fuese una criada.
-Señorita Pierce, ¿sería tan amable de salir fuera un momento... antes de que pueda ser arrasada por
más de cincuenta hombres?
-Algunos de estos hombres no han visto a una mujer como usted desde hace meses.
Jason no supo qué contestar y lo vio apretar los dientes tras mirarla de arriba abajo, como si tuviese
que contener las palabras.
El sol asomaba ya tras las cumbres de las montañas cuando Amanda salió del comedor, pero antes de
que pudiera detenerse, Jason la sujetó por el codo y la obligó a cruzar la calle. El rumor de
conversaciones volvió a empezar dentro del edificio.
-Mire, señorita Pierce -le dijo tras calarse el sombrero de modo que le hiciera sombra en los ojos-, no
tengo mucho tiempo. He de dirigir este negocio. Siento que haya venido usted hasta aquí para nada,
pero no voy a casarme con usted, y no hay más que hablar.
-Da la casualidad, señor Kruger, de que no siento la más mínima inclinación de casarme con usted.
Él pareció ofenderse.
-Tal y como dijo usted anoche, la carta que recibí era un error, pero eso no quiere decir que no
podamos llegar a un acuerdo satisfactorio para ambos.
-¿No quiere casarse conmigo pero pretende llegar a un acuerdo? -su mirada se volvió dura al pasarse
el dorso de la mano por los labios-. ¿Y qué clase de acuerdo tiene usted en mente, señorita Pierce?
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Caravana de esposas – Judith Stacy
-Creo que mis servicios son precisamente lo que usted necesita, señor Kruger.
-¿Sus servicios?
-Sí. Este campamento está muy alejado de Beaumont e incluso allí hay muy pocas mujeres donde
elegir. Me refiero a las mujeres adecuadas, por supuesto.
Él se rascó la barbilla.
-Entiendo.
-La vida aquí en las montañas debe resultar muy solitaria. El trabajo es duro, y la compañía por las
noches supondría una mejora sustancial en sus condiciones de vida. ¿No está usted de acuerdo, señor
Kruger?
-Desde luego.
Amanda se había preparado el discurso mientras iba hacia la cantina, y parecía haber surtido tal efecto
en Jason que incluso tenía la impresión de que había empezado a sudar.
-Quizás fuese lo mejor que nos pusiéramos a ello ahora mismo en su oficina.
-Demasiado ocupado...
Las voces fueron llenando la calle a medida que los leñadores salían del comedor. Algunos de ellos se
llevaban los dedos al ala del sombrero a modo de saludo, pero otros se limitaban a mirar.
-¿Debería quizás hablar con sus hombres ahora que están reunidos? Tengo fotografías.
-¿Fotografías?
-Claro. Pero quizás prefiera usted ir primero a su oficina. Quizás incluso avisar a su hermano.
-De novias.
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Caravana de esposas – Judith Stacy
-¿Novias?
-Sí, novias.
¿Tan tonto era aquel hombre que no podía entender una sola palabra?
-Soy la propietaria de Agencia Nupcial Futura Esposa, señor Kruger. Esa es la razón de que haya
venido a verlo.
-¿Eso era lo que quería? ¿Traer mujeres para que se casen con los hombres aquí arriba?
-Bueno... -se pasó el dedo por dentro del cuello de la camisa-. No importa -volvió a colocarse el
sombrero-. Entonces, no vino aquí pensando que yo iba a casarme con usted, ¿no es eso?
-No, personalmente conmigo, no. Es más, en circunstancias normales habría desestimado su solicitud
inmediatamente.
-¿Me está diciendo que no soy lo bastante bueno para las mujeres que tiene en su agencia?
- Verá, señor Kruger, tenemos nuestros métodos de selección, pero al leer su carta y saber lo
tremendamente solo que se sentía aquí arriba, me dio tanta lástima que tuve que venir a investigar.
-Anoche ya dejó muy claro que no quería casarse, y comprendo su norma de no permitir mujeres en el
campamento, pero no podía marcharme sin haber hablado de ello una vez más.
-Mire, señorita Pierce, tengo un negocio que dirigir y no tengo tiempo de...
-Yo también tengo un negocio que dirigir, señor Kruger -lo interrumpió-. La felicidad de las mujeres
que han confiado en mi agencia es mi negocio, y no entiendo por qué no está usted dispuesto ni
siquiera a considerarlo. Es algo que también lo beneficiaría a usted.
Amanda se detuvo al ver que varios leñadores se habían quedado en la puerta del comedor y la
miraban en silencio. Jason también los vio.
-Vayamos a mi oficina.
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Caravana de esposas – Judith Stacy
Al entrar, Amanda dejó la bolsa junto a la puerta. La habitación le pareció más pequeña que la noche
anterior. Más íntima incluso. Jason le pareció más alto, más fuerte, más sal vaje, y de pronto pensó en el
vestido que llevaba, en cómo delineaba la curva de sus pechos y el inicio de sus caderas.
- Siéntese.
Su ira había desaparecido y con un gesto de la mano le indicó la misma silla en la que se había
sentado el día anterior.
-Iba a indicarme las razones por las que debería permitir la llegada de mujeres a esta explotación,
señorita Pierce.
Su mirada era tan intensa que incluso le costaba respirar, pero aquella era su oportunidad de oro. Su
futuro y el de todas aquellas mujeres que habían confiado en ella dependían del resultado de aquella
conversación.
-En primer lugar, señor Kruger, debería considerar la estabilidad de su plantilla -empezó-. Lo hombres
casados son mucho más estables y por lo tanto, tendría menos bajas entre sus hombres. Es más difícil
cambiar de trabajo si se tiene esposa e hijos, así que lo más probable es que se quedaran aquí,
trabajando para usted.
A excepción de Gerald McGee, que había abandonado a su mujer y a su hijo con tan sólo una carta de
despedida. No quería que Jason pudiese ponerle aquel ejemplo, así que se apresuró a continuar.
-Por otro lado, está también la cuestión de la seguridad. Estoy segura de que también le preocupa la
forma en que sus empleados pasan su tiempo libre. Pocos podrán tener en cuenta su propia seguridad
al volver de Beaumont tras varios días de beber y...
La observaba como un gato miraría a un ratón acorralado, pero Amanda se aferró a su dignidad e
intentó no ruborizarse.
-Un momento. Estaba hablando de seguridad. Días de beber y... ¿de qué más?
Estaba disfrutando con su incomodidad, eso era obvio, y ella se irguió en la silla intentando mostrar
aplomo.
-Y alternar.
-¿Alternar?
Jason Kruger sabía perfectamente a qué se estaba refiriendo, y estaba jugando con ella.
Sí, señor Kruger: alternar. Alternar irreflexivamente. Días y días sin dejar de alternar. Horas y horas
de...
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Caravana de esposas – Judith Stacy
Jason apoyó los antebrazos en la mesa, incómodo, y Amanda respiró hondo para recuperar el hilo de
sus pensamientos.
Jason se levantó y abrió de par en par la ventana. Menos mal, porque ella tenía también un calor
tremendo. Se quedó de espaldas a ella sin decir nada, de modo que continuó.
-Tengo entendido que es usted el dueño de esta montaña. Las parejas casadas necesitan un sitio
donde vivir, y usted podría alquilar o vender parcelas. El pueblo crecería, y de ese modo obtendría usted
otro rendimiento de la tierra, además de crear un nuevo mercado local para la madera.
Siguió dándole la espalda durante un buen rato y al final, cansada, Amanda se levantó.
-Hasta la última -contestó por encima del hombro-, y mi respuesta sigue siendo no.
-Le he dado varias razones excelentes por las que las novias a las que represento serían un gran
beneficio para este campamento, y no entiendo por qué...
-Yo se lo explicaré -interrumpió, dándose la vuelta-. Si dejo que las mujeres suban aquí, la primera
consecuencia serán largas colas en la barbería. Los hombres querrán irse pronto para darse un baño.
-Luego se casarán. Las cortinas empezarán a poblar las ventanas y los domingos, cuando mis hombres
deberían estar descansando, tendrán que ocuparse arreglando cosas, acicalando las casas.
Jason se acercó.
-Lo que no se puede permitir es que mis hombres no se concentren en su trabajo porque sus mujeres
estén enfadadas con ellos. O porque estén ansiosos por volver a casa.
Amanda sintió una ola de calor emanar de Jason. Una ola que la empapó.
Amanda enrojeció hasta la raíz del pelo. ¿Cómo se atrevería a decirle algo así? Debería abofetearlo, y
lo habría hecho de no estar tan atrapada en su aura.
Jason se acercó más y ella quiso alejarse, debía alejarse. Entonces sintió sus labios en los suyos y
deseó desesperadamente quedarse donde estaba.
Él rodeó su cintura con un brazo y la apretó contra su cuerpo. Un calor abrasador hirvió entre ambos y
él movió los labios sobre su boca jugando, anhelando, pidiendo.
Una explosión sacudió su cuerpo. Era la primera vez que la besaban, al menos así. Nunca la habían
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Caravana de esposas – Judith Stacy
tocado como lo estaba haciendo Jason. No era decente. No era digno.
Tuvo que agarrarse a sus hombros para no caer y entreabrió casi inconscientemente los labios,
ocasión que él aprovechó inmediatamente para saborearla, para explorarla, para invitarla a hacer lo
mismo.
Amanda estaba perdida en aquella miríada de sensaciones, perdida sin remedio en la decadencia del
momento en el que sus bocas se fundieron.
Hasta que, de pronto, él se separó y una voz atravesó la niebla de su mente. Se dio la vuelta. La
puerta estaba abierta y Ethan los miraba desde allí.
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Caravana de esposas – Judith Stacy
Cinco
Ethan se quedó paralizado en la puerta.
- Ah... perdón.
Jason siguió sujetando a Amanda, abrazándola. Era tan suave, tan cálida... su olor era mejor que
cualquier otro que hubiera en aquella montaña y no quería separarse de ella.
Tenía los labios húmedos y las mejillas sonrosadas, y él era quien lo había provocado. Provocado y
disfrutado.
Parecía tan vulnerable, tan confusa, que deseo seguir abrazándola, confortándola, pero ella lo empujó,
se irguió y, dando media vuelta, salió a toda prisa. Se detuvo en la puerta como si no supiera qué le
resultaba más vergonzante: salir y enfrentarse a Ethan, o quedarse allí con él.
Sus palabras le hicieron tomar una decisión: abrió de par en par la puerta y salió a toda prisa.
-Maldita sea -murmuró él, la mirada fija en la puerta. Quería ir tras ella. Quería hacerla volver. Quería
abrazarla, y olerla, y besarla, y...
¿Y qué? Masculló otro juramento en el silencio de la estancia. Sabía perfectamente lo que quería
hacer. Su cuerpo se lo había dejado bien claro.
-¿Habéis hecho las paces con un beso, o ha sido un beso sin más?
-Es otra de las razones por las que no quiero mujeres aquí.
-No.
-Pues de mujeres que se componen con ropas de ciudad, tan dignas y propias, para luego
escandalizarse de un simple beso. ¿Qué clase de esposa sería esa?
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Caravana de esposas – Judith Stacy
Ethan se rio.
-Nadie te la ha pedido -Jason agarró el sombrero y caminó hasta la puerta-. Tenemos mucho trabajo.
-Espera un minuto -contestó levantándose-. Trabajas más que cualquier hombre de los que viven en
esta montaña. Deberías tomarte unas vacaciones. No sé... bajar a Beaumont unos días...
Ya tenía bastante con el beso que le había dado a Amanda Pierce y que le habían incendiado el cuerpo
y la mente como para que, además, Ethan le recordase a su padre.
Ethan había llegado después con la idea del aserradero y había aportado el dinero necesario para
ponerlo en marcha. Desde entonces habían trabajado juntos, planeado juntos. De hecho, Ethan y él
habían estado siempre más unidos que la mayoría de hermanos. Ethan era tan solo un año menor que
él, y siempre habían estado juntos, mientras que el resto de la familia estaba desperdigada por todas
partes, unidos tan sólo por alguna que otra carta.
No le gustaba que le recordasen a su padre, lo mismo que tampoco necesitaba que le recor dasen lo
mucho que hacía que no salía de aquella montaña. La señorita Pierce y su beso habían tenido ese
efecto... con unos resultados fácilmente predecibles.
Tenía que volver a pensar en el trabajo, olvidarse de Amanda Pierce, y bajó del porche. De todos
modos, se marchaba aquel mismo día, y buen viento llevara. Sus novias y ella... su olor dulce... sus
labios de terciopelo...
Echó a andar hacia el camino que conducía a lo alto de la montaña, y se llevó una gran sorpresa al
encontrarse con sus empleados congregados allí, cargados con sus hachas, sierras y cantimploras. Los
tiros de bueyes estaban ya aparejados, dispuestos para subir montaña arriba. Pero los hombres estaban
allí hablando cuando deberían estar ya montaña arriba.
Lo primero que se le pasó por la cabeza fue que había habido un accidente y que alguien estaba
herido, pero los hombres armaban demasiado ruido para que se tratara de algo serio.
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Caravana de esposas – Judith Stacy
Buck Johansen, un hombre de pecho en forma de barril, se separó del grupo. Buck esta ba a cargo de
los leñadores. Era el capataz, quien se ocupaba de la explotación diaria. Era su responsabilidad decidir
qué árboles iban a talarse, cómo debían caer y cómo debían hacerse los cortes.
-Hay habladurías -dijo Buck, deteniéndose frente a él-. Se dice que vas a casarte.
La mirada de Jason aterrizó directamente en Duncan, que ocupaba el centro del grupo, e
inmediatamente supo de dónde habla salido ese rumor.
-¿Y qué hay de esa joven que estuvo anoche en tu oficina? -lo interpeló Duncan-. Todos la hemos
visto esta mañana en el desayuno.
Hubo un rumor de protesta entre los hombres, pero echaron a andar montaña arriba. Todos menos
Buck Johansen.
- ¡Si tú no eres capaz de conseguir que piensen solo en el trabajo, ya me buscaré a alguien que
pueda!
Buck lo miró solamente y Jason lamentó sus palabras. Buck era uno de los mejores y se consideraba
afortunado de poder contar con él.
-Mira, Buck -le dijo-, no tengo tiempo para esta clase de problemas.
-Hay quien dice que deberías casarte. Para que te... calmaras un poco.
Jason se mordió la lengua para no contestar lo que tuvo ganas de contestar, pero luego miró hacia
otro lado porque sabía que Buck tenía razón.
-Haz que los hombres se pongan a trabajar y que no se distraigan. No quiero que alguien se haga
daño.
Otro día cualquiera, Jason habría subido con ellos, pero aquella mañana se quedó donde estaba,
contemplando las moles de los árboles, sintiendo el sol de la mañana en la cara, y deci dió no subir.
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Caravana de esposas – Judith Stacy
Tenía cosas que hacer abajo.
Caminó hasta el aserradero. Estaban trabajando en los troncos que los hombres habían bajado de dos
secciones de la montaña. La mitad de ellos eran conducidos por el río y la otra mitad, procesados allí.
Ethan estaba ocupado supervisando el trabajo y Jason le hizo un gesto con la mano para que saliera,
lejos del ruido infernal de la sierra movida por una máquina de vapor.
-Habla con Shady antes de que baje hoy a Beaumont -le dijo-. Asegúrate de que pasa por la oficina de
correos.
-Shady sabe de sobra que estamos esperando un paquete de San Bernardino. No volverá sin haber
pasado por la oficina.
-¿Te molesta? -preguntó, sonriendo-. Puede que lamentes que se vaya la señorita Pierce.
-¿Lo ves? A esto me refiero -dijo, levantando en alto las manos-. Una mujer, una sola mujer aparece
en el campamento, y todo se pone patas arriba.
-A mí me da la impresión de que eres tú el único que está patas arriba. El resto de la gente está
perfectamente.
No había nada como un paseo a paso rápido para tranquilizarse, pensaba Amanda mientras caminaba
hacia el pueblo. Especialmente si se iba por un camino tan accidentado como aquel, en el que se podía
caer fácilmente delante de todo el mundo y pasar un mal rato.
Se detuvo y respiró hondo. ¿Qué era peor? ¿Hacer el ridículo delante de un montón de extraños, o
hacerlo delante de los hermanos Kruger?
A uno de los cuales había besado. Apasionadamente. En los labios. Con la boca abierta.
Volvió a enrojecer y sintió un calor abrasador en el pecho. Iba a tener que volver a Beaumont
andando para curarse del escozor de aquel recuerdo. Qué comportamiento tan impropio de una dama.
¿Qué le habría pasado para comportarse así?
Era culpa de Jason Kruger. Había sido él quien la había empujado a ello. Aquel hombre no era un
caballero. Un caballero no tenía músculos como los suyos, ni un pecho duro como la roca, ni una boca
abrasadora. Un caballero no abrazaba a una mujer hasta que sus cuerpos se tocaban. No permitía que a
una mujer la rozasen sus muslos, su vientre, su...
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Amanda se tapó rápidamente la boca y miró a su alrededor. Un hombre al que no conoció entraba en
los establos. ¿La habría visto? ¿Sospecharía en qué estaba pensando?
Cuando llegó a casa de Meg, estaba casi sin aliento. Una de las formas en que Meg se ganaba la vida
para su hijo y ella era remendando la ropa de los leñadores, y la encontró cosiendo botones, cerrando
costuras descosidas y poniendo remiendos en los rotos.
-Eso me temo.
-Si de verdad no me vas a permitir que pague por la noche que he estado en tu casa, déjame al
menos ayudarte con la ropa.
-No seas tonta. Para mí ha sido estupendo tenerte aquí. No te imaginas lo solitaria que puede resultar
esta montaña sin poder hablar con otra mujer.
Se pasaron varias horas arreglando toda la ropa que Meg tenía en el cesto y mientras hablaba sin
parar. Meg ansiaba de verdad tener compañía femenina, y el corazón se le encogió un poco. Otra razón
por la que lamentaba marcharse sin haber cumplido su misión.
-Dios mío, qué tarde es -Amanda miró hacia la ventana y vio que el sol estaba ya en todo lo alto-. No
sé por qué se retrasará tanto Shady.
-Debería ir a buscarlo.
No quería que se hiciera muy tarde, no fuera a ser que no encontrase habitación en el hotel de
Beaumont.
-Los hombres bajarán pronto a comer, y si hay algo que puede conseguir que Shady se materialice de
la nada, es el olor de la comida.
Aunque lo intentó, Amanda no pudo resistirse a la tentación de mirar hacia la oficina de Jason, y sintió
un extraño escalofrío. Los labios le palpitaron de pronto ante el recuerdo de aquel beso. ¿Por qué no
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Caravana de esposas – Judith Stacy
podía quitárselo de la cabeza?
Caminó por el pueblo en busca de Shady. Aquel lugar tenía un aire temporal. Los edifi cios habían sido
construidos apresuradamente, sin preocuparse lo más mínimo por la forma o la armonía. Había
escombros y restos delante de las tiendas; no había acera por la que caminar a lo largo de la única calle
del pueblo, ni apenas clientes. Todas las tiendas debían estar destinadas a los leñadores, y al parecer los
dueños no estaban interesados en impresionarlos.
Todo era tan distinto a San Francisco, lleno de tiendas, restaurantes, gente y carruajes...
No encontró a Shady por ninguna parte y, con un suspiro, salió de los límites del pueblo. Shady sabía
que debía llevarla a Beaumont y quizá Meg tuviese razón y fuera a buscarla después de comer. Lo mejor
sería tenerlo todo preparado y esperarlo en casa de Meg.
Un estremecimiento la sacudió de un modo tan violento que se paró en seco. La bolsa. Se había
dejado la bolsa en la oficina de Jason Kruger.
Se apretó con los dedos el puente de la nariz, pensando. No podía marcharse sin ella, desde luego.
Meg le había dicho que Jason solía subir a la montaña con los hombres, así que seguramente no se le
encontraría en el despacho. Era lo más probable.
Respiró hondo y echó a andar de nuevo. ¿Por qué acabaría metiéndose en situaciones tan extrañas en
aquella montaña?
Amanda llamó a la puerta de la oficina con la esperanza de que no le contestase nadie. Miró a su
alrededor. Aquello estaba casi desierto por las mañanas. Volvió a llamar, abrió la puerta y entró. No
había nadie.
En la otra ocasión que había estado allí no había tenido oportunidad de fijarse en lo que la rodeaba,
pero en aquel momento reparó en las dos mesas, en los mapas y los planos sujetos a la pared y
ocupando todo el espacio disponible, en el serrín que cubría el suelo.
La oficina estaba inmóvil y a Amanda se le ocurrió abrir uno de los libros de contabilidad. Unas cifras
de números bien perfilados ocupaban varias filas. Luego pasó la mano por el respaldo de la silla de
Jason, reparando en el tacto áspero de la madera. Sobre la mesa había abierto un periódico
especializado del sector.
A pesar de todos sus defectos, que eran muchos, Jason Kruger era digno de admiración por lo que
había conseguido. Al recibir la carta que presuntamente era suya, había hecho algunas averiguaciones.
La profesión de leñador era muy dura, según le habían dicho, y requería de energía inagotable y
fuerza. Había que inventar nuevas técnicas constantemente para sacar los árboles más grandes de los
bosques. Le habían dicho que un hombre que pudiese sacar los árboles grandes de Sierra Nevada
alcanzaría mayor fortuna que la del oro y la plata del Oeste.
Suspiró. Era una pena que Jason no quisiera compartir esa riqueza con nadie. O esa vida. Recogió su
bolsa de donde la había dejado y se encaminó a la puerta, que se abrió inesperada mente cuando iba a
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Caravana de esposas – Judith Stacy
poner la mano en el picaporte.
-Es que... me había dejado la bolsa -dijo, ofreciéndola como prueba-. Me marcho enseguida.
-Siempre que entienda que esa idea suya de las mujeres está totalmente descartada.
-Lo que yo entiendo, señor Kruger, es que es usted un hombre muy testarudo.
Amanda a punto estuvo de morderse la lengua al oír lo que acababa de decir. ¿Pero por qué tenía que
insultar a aquel hombre cada vez que se lo encontraba?
-¿Testarudo ¿Yo? -Jason entró y cerró la puerta-. Usted sí que es la mujer más testaru da que he
conocido. Testaruda y avasalladora.
- ¡Avasalladora!
Amanda se irguió todo lo que pudo, aunque comparada con él seguía siendo pequeña.
Alguien me escribió una carta desde esta montaña, señor Kruger. Alguien aquí arriba quiere tener
esposa, y es mejor que lo acepte de una vez por todas.
-En cuanto averigüe quién escribió esa carta, tenga por seguro que lo voy a despedir tan rápido que ni
se va a dar cuenta de dónde le viene el golpe.
- ¡Qué hombre tan cabezota, Dios mío! - espetó-. No se preocupe, que voy a marchar me y nunca
volverá a saber de mí. Tendrá su preciosa montaña toda para usted. Espero que le dé calor por la
noche.
Un débil gemido se escapó de sus labios al darse cuenta de lo que había hecho. Clavó la mirada en los
ojos de él y lo vio tragar saliva.
Los dos permanecieron inmóviles durante un buen rato hasta que Jason dio un paso hacia delante.
Ella retrocedió. Tenía la misma expresión que cuando la había besado. ¿Acaso pensaba volver a hacerlo?
¿Debía ella permitírselo?
Jason se detuvo, y entonces fue Amanda quien dio un paso hacia él.
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Caravana de esposas – Judith Stacy
-Mi padre es el jefe de la oficina de correos de Beaumont. Dice que estaba usted esperando esto -el
muchacho le entregó un sobre grande y arrugado-. Me dijo que subiera inmediatamente a traérselo, y
he venido todo lo rápido que he podido.
Jason abrió el sobre y sacó lo que contenía. Una sonrisa floreció en su rostro. No una tímida mueca,
sino una auténtica sonrisa.
-¿El qué?
-El contrato.
- ¡Es maravilloso! -no tenía ni idea de qué podía ser ese contrato, pero era difícil no sentir su
entusiasmo-. ¿Qué clase de contrato?
-Es con el ferrocarril de Santa Fe a San Bernardino. Están teniendo nuevas vías y nece sitan traviesas.
¿Sabe de qué clase de árbol se hacen las mejores traviesas?
-Del abeto douglas. ¿Y sabe qué clase de árboles hay en toda esta montaña?
-¿Abeto douglas?
-¡Abeto douglas! -Jason se rio deleitado-. ¿Ve esto? Es un pedido en firme. ¿Sabe lo que significa?
-No sólo eso. El ferrocarril no contrata al primero que llega. Esto significa respetabilidad, Amanda.
Nunca había utilizando antes su nombre propio y la palabra la atravesó como una flecha.
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Caravana de esposas – Judith Stacy
-¡Señor Kruger! ¡Señor Kruger!
-Sí, señor. Pero no va a venir. Dice que vaya usted. Ahora mismo.
-¿Qué pasa?
-No lo sé. Sólo me ha dicho que vaya, que pasa algo con los hombres.
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Caravana de esposas – Judith Stacy
Seis
Una extraña desilusión le contrajo el pecho cuando Jason salió de la oficina con el chico de la correos
pegado a los talones. No podría decir exactamente por qué. ¿Porque se hubiera marchado tan deprisa?
¿Porque su vida estuviese tan llena que no quedara sitio para nada más... ni nadie más?
Amanda salió de la oficina con el álbum de las fotografías. Aquellas eran mujeres que querían ser
amadas, besadas, que querían tener un hogar para sí mismas y una familia. Pero ella no era así.
Al menos, ya no.
Aquellas mujeres eran su prioridad, así que lo que tenía que hacer era concentrarse en el trabajo y
olvidar todo lo demás. Eso era lo que Jason Kruger hacía.
Pero su paso perdió vigor al ver desaparecer a Jason. ¿Qué clase de emergencia sería? ¿Alguien habría
resultado herido? ¿Muerto, quizás?
Miró a su alrededor: árboles como gigantes, edificios de madera, un pueblo tan alejado de la
civilización, tan aislado, tan desolador. Según Meg, no había ni médico.
Sintió la tentación de correr tras Jason para averiguar qué había ocurrido, para ayudar si estaba en su
mano, pero no lo hizo. El no querría verla allí. No la necesitaba.
A pesar de sus muchos defectos, y tenía unos cuantos, debía reconocer que Jason Kruger era un
hombre capaz. Fuerte, decidido, inteligente. No necesitaba ayuda de nadie.
Respiró hondo. Tenía que resignarse al hecho de que su viaje hasta la Compañía Maderera Hermanos
Kruger había sido un error. Sus chicas no tenían nada que hacer allí, y tampoco ella.
Con un inexplicable nudo en el pecho, se dirigió a casa de Meg. Recogería sus escasas pertenencias y
esperaría a que Shady la llevase a Beaumont.
Jason apretó los puños en un intento de controlar su ira al enfrentarse con su equipo de leñadores en
el camino que llegaba al aserradero. El sol del mediodía brillaba con fuerza y una suave brisa agitaba las
hojas de los árboles.
Ethan estaba a su lado, pero no había hablado mucho. Buck Johansen estaba intentando actuar de
mediador, pero no estaba teniendo demasiado éxito.
Estaban todos frente a él, en un grupo compacto. La mitad de ellos tenía verdadero interés en el
resultado de aquello, y la otra mitad se limitaba a esperar a ver qué ocurría. Todos ellos deberían haber
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Caravana de esposas – Judith Stacy
estado en el comedor, comiendo.
-Si usted va a tener una, señor Kruger, ¿por qué nosotros no? -lo desafió un valiente desde las últimas
filas del grupo.
-Pero porque usted no quiera casarse, nosotros no tenemos que pensar lo mismo.
-Shady dice que la señorita Pierce tiene un libro lleno de mujeres deseando echarse marido -añadió
alguien-. Podemos elegir a la que queramos y que nos la envíen directamente aquí.
Jason masculló algo entre dientes y miró a su hermano, pero Ethan no dijo nada. Buck se acercó y
bajó la voz.
-No han dejado de hablar de esto en toda la mañana. Será mejor que te lo pienses bien, Jason,
porque las cosas se están poniendo muy feas.
Los hombres obedecieron, murmurando entre ellos y mirando a Jason a hurtadillas. Cuando se
hubieron marchado, Buck volvió a hablar.
-No puedes culparlos, Jason. Es lógico que un hombre quiera tener a una mujer esperándo lo en casa
al final de un día de trabajo, y tener hijos que sigan sus pasos.
Jason lo miró con el ceño fruncido, pero no dijo nada, así que Buck siguió:
-En otros campamentos se permite que los leñadores tengan a sus mujeres con ellos. Algunos
hombres empiezan a decir que lo mejor sería buscarse trabajo en otro sitio. Bueno, no sólo algunos,
sino muchos.
-Maldita sea...
-No es una amenaza, sino un hecho. Y esta no es la primera vez que surge el problema, Jason.
A pasos de gigante, Jason volvió camino abajo. Ethan lo siguió, pero no hablaron hasta llegar a la
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Caravana de esposas – Judith Stacy
oficina.
-¡Maldita sea esa mujer! Esto es todo culpa suya -maldijo, tirando el sombrero a la mesa.
-Lo que te ha dicho Buck es cierto: hace ya tiempo que los hombres andaban dándole vueltas a este
asunto. Desde que la mujer de Duncan vino a vivir con él. La visita de Amanda simplemente ha subido
un poco de tono la protesta.
-¿Qué es?
-Un mensajero lo ha traído de Beaumont -contestó, y siguió con su deambular. Ethan leyó el contrato
y sonrió.
- ¡Lo hemos conseguido! Pero no podremos servir el pedido si los hombres se marchan.
-Que se vayan -replicó Jason con un gesto brusco de la mano-. Ya contrataré a otros. Nuestros
salarios son mejores, y si los subo un poco más no me costará encontrarlos.
-No podrías reunir un grupo nuevo a tiempo, aunque se fuesen sólo la mitad. Los salarios son ya
buenos, así que si los subes estarás recortando el beneficio.
Jason murmuró otra maldición entre dientes y siguió de un lado para otro. Ethan estaba diciendo la
verdad. Precisamente por eso era bueno para los negocios, bueno como socio. Siempre era la voz de la
razón, aunque en aquel momento la razón le estuviese arrancando la piel a tiras.
-No lo digas -se revolvió-. No pienso cambiar de opinión respecto a lo de tener mujeres aquí arriba.
Ethan se levantó.
Jason lo miró fijamente y volvió a pasearse. Sabía que Ethan tenía razón, pero no quería admitirlo.
-¿Qué hay de malo en que haya unas cuantas mujeres aquí? Si eso nos permite cumplir con el
contrato.
-Ya sabes lo que pienso de la presencia de las mujeres, y también sabes por qué.
-Sí, lo sé, pero esto no tiene nada que ver ni con papá ni con mamá. Hace casi un año que no
sabemos de ellos.
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Caravana de esposas – Judith Stacy
-Gracias a Dios -murmuró.
-Los dos hemos trabajado duro para poner en marcha esta empresa. ¿Qué otra posibilidad tienes?
Había construido lo que tenía en aquella montaña partiendo de la nada, y justo en aquel momento,
cuando las cosas empezaban a ir bien, tenía que ocurrir algo así.
No podía permitirse perder el contrato con el ferrocarril. Los demás contratos eran pequeños, y el
resto de la madera que obtenían la enviaban al mercado. Aquella era su gran oportunidad. Un contrato
así no se podía tomar a la ligera. Otras compañías acudirían a él para comprarle la madera, y su
empresa crecería. El futuro sería seguro, todo lo que siempre había deseado y soñado, para lo que había
trabajado.
Ethan suspiró.
Jason dejó de pasearse y volvió a maldecir. Por más vueltas que le diera, no se le ocurría otra cosa.
Tardó unos minutos en asimilar la decisión que había tomado, pero al final asintió.
-Vamos a decirle a la señorita Pierce que puede traer a esas chicas -dijo Ethan-. Supongo que no le
costará más que unos cuantos días, ¿no crees?
Jason masculló otra maldición, y Ethan le dio una palmada en la espalda cuando se encaminaban a la
puerta.
-No te pongas así. Ya verás como no es tan grave. ¿Cuántos problemas pueden causar unas cuantas
mujeres?
Jason hizo una mueca al imaginárselo. Él ya sabía bien cuántos problemas podía causar una sola
mujer.
Meg había hablado casi sin parar desde la noche anterior, pero Amanda había disfrutado de su
compañía. Estaban sentadas en su cabaña, tomando café y esperando que llegase Shady.
-Estás hoy en boca de todo el mundo en esta montaña -dijo Meg-. Todo el mundo habla de lo bien
que solucionaste el problema entre Gladys Duncan y Polly Minton.
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Caravana de esposas – Judith Stacy
- Ah, sí; lo de las recetas.
- No puedo creer que fueses capaz de firmar la paz entre esas dos. Llevan tirándose de los pelos
desde el día que se conocieron.
-Mira, así no podré decir que he perdido el tiempo del todo viniendo aquí.
-No puedo. He de volver a casa, a ocuparme de mi negocio -movió despacio la cabeza-. Ojalá supiera
quién escribió esa carta firmando con el nombre de Jason.
Amanda se quedó pensativa un instante, pero llegó enseguida a la conclusión de que cuanto más lejos
estuviera de Jason y de aquella montaña, mejor.
Shady recogió sus bolsas y siguió a ambas mujeres al porche. Cargó las cosas en el carro y se ocupó
de revisar los arneses de los animales.
Amada miró por última vez lo que la rodeaba y se le ocurrió que, seguramente, ella también echaría
de menos aquel lugar.
-Por supuesto.
Sintió con fuerza la soledad de Meg en aquel campamento, acrecentada por la marcha de su marido.
Amanda sabía que era mucho pedir para una mujer que apenas podía mantenerse a sí misma y a su
hijo, pero había tenido que proponérselo de cualquier modo.
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Caravana de esposas – Judith Stacy
-Buena suerte, Meg.
-¿Preparada?
Aprovechó el momento, el último que iba a tener, para mirar a Jason. Alto, fuerte, atractivo, seguro.
Aquel era su entorno; pertenecía a aquel lugar. Jason Kruger era uno de esos hombres poco comunes
con la tenacidad y la fuerza suficientes para ganarse la vida en plena naturaleza.
-Se ha salido con la suya -dijo Jason sin más preámbulos-. Traiga aquí a esas mujeres.
-¿Cómo dice?
-He decidido que puede subir aquí a esas mujeres para mis hombres, así que hágalo. Ya.
Amanda lo miraba atónita. Aquel debería haber sido el momento más feliz de su carrera profesional.
Había viajado desde muy lejos, soportado incomodidades y durezas sólo para oír decir esas palabras,
pero no se sentía feliz. Nada en absoluto.
-¿Qué?
-No traería a mis chicas aquí bajo ninguna circunstancia, señor Kruger. Y es mi última palabra.
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Caravana de esposas – Judith Stacy
Siete
-Pero qué demonios... -Jason la miró sin poder dar crédito a lo que había oído-. ¿Qué quiere decir
conque no puede traer a sus mujeres aquí?
Amanda se irguió.
-Ni más ni menos que lo que he dicho, señor Kruger: no puedo traerlas.
-¿Y puede saberse por qué no? -gritó. Ethan le dio con el codo en las costillas. -Cálmate. No vas a
llegar a ninguna parte gritándole.
-Mire, señorita Pierce, desde que llegó aquí anoche no ha hecho más que hablar de traer a esas
mujeres aquí, y ahora me dice que no puede. ¿Qué es lo que ha cambiado?
-Señor Kruger, por mí puede estar usted diciendo por favor hasta quedarse afónico, que no conseguirá
hacerme cambiar de opinión -y volviéndose hacia Shady, añadió-: señor Harper, estoy lista para partir.
-Un momento. No va a irse a ninguna parte hasta que yo le diga que puede hacerlo.
-Mire, señorita Pierce, quiero que traiga aquí a esas mujeres y que...
-Por supuesto, madam -contestó, apresurándose a asistirla, pero Jason lo sujetó por un hombro.
-No va a irse a ninguna parte hasta que hayamos solventado este asunto -dijo-. Mire, señorita Pierce.
-Jason -Ethan se interpuso entre ambos-. ¿No crees que deberías preguntarle a la señorita Pierce la
razón por la que no quiere traer aquí a esas señoritas?
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-Bueno, yo...
-Haber venido hasta aquí ha sido un error por mi parte en más de un sentido, pero traer aquí a mis
chicas está fuera de toda posibilidad.
-Un momento -intervino de nuevo Ethan-. Un momento, antes de que alguno de los dos diga algo de
lo que se arrepienta después.
Amanda miró a Jason echando fuego por los ojos, del mismo modo que la miraba él a ella.
- Señorita Pierce, es cierto que quiere usted encontrarles marido a esas señoritas, ¿no es así?
-Por supuesto.
-Bien. Los dos necesitan encontrar la forma de llegar a un acuerdo. ¿Por qué no van los dos a la
oficina para hablar tranquilamente?
La ira iba disminuyendo en el interior de Amanda, pero muy despacio, y a él parecía ocurrirle lo
mismo, pero lo que había dicho Ethan tenía sentido. De hecho, él era la única persona razonable en
aquel momento.
Un ruido sordo de pisadas en la tierra llamó su atención. Los leñadores iban de nuevo mon taña arriba,
de vuelta al trabajo.
Todos llevaban unas enormes botas rígidas para evitar lesiones en los pies. Los pantalones los
llevaban o cortos o metidos dentro de las botas para evitar que pudieran enganchárseles con las ramas
o las raíces. La mayoría lucía un enorme mostacho o unas largas barbas sin cui dar, y el olor a sudor
rancio emanaba del grupo a tufaradas.
Alguno de ellos inclinaron cortésmente la cabeza o se tocaron el ala del sombrero. Otros se dieron
entre ellos con el codo. Algunos se detuvieron, provocando un embotellamiento detrás, y en todo el
grupo se oía el rumor de los cuchicheos. Tras un instante, todos se detuvieron a mirar.
Amanda no tenía nada en contra de aquellos hombres. De hecho, en el fondo era la clase de tipo que
muchas de sus chicas buscaban, pero en la superficie la cosa era radicalmente distinta.
-Señorita Pierce -dijo, llevándose la mano al ala del sombrero-, los hombres me han preguntado si
pueden ver ese catálogo suyo.
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Amanda miró a Jason y de nuevo a Buck.
-Lo sé, pero a mis hombres les gustaría ver el catálogo de todos modos.
Sacó el catálogo de la bolsa, se acercó con el a los leñadores y con una sonrisa, lo abrió.
Los hombres se arremolinaron en torno a ella, empujándose unos a otros, estirando el cuello para ver
mejor. Amanda mantenía las páginas abiertas unos minutos para que pudieran ver, y ellos admiraban
las fotografías con reverencia. Luego se fueron marchando, unos quitándose cortésmente el sombrero y
otros murmurando gracias entre dientes.
Cuando se marcharon todos, Buck volvió a mirar el libro, suspiró y tras darle las gracias a Amanda,
echó a andar con sus hombres.
Amanda cerró el álbum, conmovida por la expresión que había visto en algunos rostros. Antes había
pensado en lo solas que debían sentirse las pocas mujeres que vivían en aquella montaña y en aquel
momento se dio cuenta de que los leñadores también se sentían solos.
Un nudo de tristeza le contrajo el pecho. ¿No era esa la razón inicial que la había movi do a poner en
marcha su negocio? ¿Acaso no pretendía buscarles compañeros de por vida a las mujeres, ofrecerles la
posibilidad de tener una familia, de combatir la soledad?
Volvió al carro. Jason seguía allí, mirándola. Meg la observaba también y Ethan se había acercado un
poco más a Meg, fascinado al parecer por unos mechones de pelo que le rozaban las mejillas.
Caminaron el uno al lado del otro, y a mitad del camino, Jason la sujetó por el brazo para evitar que
se tropezara en aquel camino de cabras. Un calor suave le subió por el brazo y lo miró, pero él tenía la
vista fija en la oficina.
Amanda se sentía un poco incómoda, pero se apartó algún que otro recuerdo inquietante de la
cabeza. Estaba allí.. para hablar de sus chicas, nada más.
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-Permítame que le diga, señorita Pierce, que no me parece nada bien que haya venido hasta aquí para
revolucionar a mis hombres y negarse después a traer aquí a esas señoritas - dijo Jason-. No debería
haber iniciado esto si no pretendía seguir hasta el final.
-Vine aquí para investigar una opción de negocio -replicó-, y no me diga que usted nunca ha hecho
algo así para decidir al final que no es lo más adecuado.
-Sí, por supuesto que lo he hecho, pero esto es distinto. Está jugando con los senti mientos de las
personas, y eso no es lo correcto.
Jason la observó un momento en silencio y Amanda sintió que enrojecía. ¿Estaría decidiendo si decía o
no la verdad? ¿Estaría quizás preguntándose si podía confiar en ella? ¿O andaría decidiendo si volver o
no a besarla?
-Vayamos directos al grano, que tengo mucho trabajo. ¿Por qué no quiere traer aquí a esas mujeres?
-Creo que lo primero que habría que hablar es la razón por la que usted no las quiere aquí -replicó
Amanda, y se sentó frente a él.
-Eso ya se lo he explicado.
-Me dio unas cuantas razones, pero pienso que hay mucho más. Algo más profundo.
-Lo sé.
-Está bien -contestó-. Sinceramente, señor Kruger: sus hombres huelen mal.
-¿Ah, sí?
-Bueno, pues así es -continuó-. No soy capaz de imaginarme cuándo se dieron un baño por última vez,
para no hablar de los cortes de pelo y el afeitado. ¿Se imagina usted que llega un carro de mujeres y se
encuentra con sus hombres? Echarían a correr montaña abajo.
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-Bueno, en eso tiene razón.
-No inmediatamente. Supongo que no habrá pensado usted que iban a celebrarse las bodas nada más
bajarse del carro, ¿verdad?
-Aparte de no tener sitio para ellas, no hay escuela ni iglesia, y sus hombres no tienen sentido del
decoro.
-¿Decoro?
-Espero que se comporten exactamente tal y como lo hacen, y esa es la razón por la que son
inaceptables para mis chicas.
-¿Y eso es todo? ¿Esas son sus razones? ¿Lo que está diciendo es que si mis hombres se lavan y
aprenden algo de modales, traerá a esas mujeres?
-No, aún queda una cosa más. Necesito que me conteste a la pregunta que le he hecho antes, señor
Kruger: ¿por qué no quería que vinieran mujeres a este campamento?
Jason se recostó en su silla y la miró a los ojos. No estaba acostumbrado a que alguien se opusiera a
él. Era un hombre acostumbrado a salirse con la suya.
-No sé cómo vamos a conseguir que funcione este proyecto si no está dispuesto a ser sincero
conmigo.
-¿Señor Kruger?
No contestó. Su intuición no le había engañado. Jason tenía más razones para no querer mujeres en
aquella montaña.
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-Demonios, no.
-No.
-Simplemente no me gusta tener mujeres aquí. No me gusta la forma en que lo dominan todo,
convirtiendo a los hombres en pura arcilla con la que hacer lo que quieren.
-Nadie.
-Nadie.
-Mi madre. Nos arrastraba de un rincón a otro del país buscando un empleo, una forma de ganar
dinero aquí o allá.
A Amanda la sorprendió la amargura de su voz. Lo que le estaba diciendo era personal, muy personal.
No había pretendido inmiscuirse en algo así, y la conmovió que lo compartiera con ella.
-¿Y su padre estaba de acuerdo con ello? -le preguntó con suavidad.
-Jamás dijo nada. Para él todo lo que ella quisiera hacer estaba bien. Ni siquiera puedo recordar todos
los sitios en que vivimos, o en casa de cuántos parientes nos colamos.
-Tengo hermanos y hermanas por todas partes, y a algunos de ellos no los reconocería aunque
entrasen por esa puerta.
-Permitió que lo avasallara. Todo lo que pudiera hacerla feliz, a él le parecía bien.
Jason no contestó y volvió junto a la ventana. Ahora comprendía sus motivos, y teniendo en cuenta lo
que había pasado, no podía culparlo.
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Caravana de esposas – Judith Stacy
Dejándose llevar por un impulso, se acercó a él.
-Tiene razón -dijo suavemente-. Las cosas cambian cuando las mujeres intervienen.
-Sin embargo, es precisamente un cambio lo que quieren sus hombres. Si de verdad quiere que traiga
a mis chicas aquí arriba, tendrá que aceptar que las cosas van a cambiar también aquí.
No le gustaba que le dijeran lo que tenía que hacer, y Amanda lo comprendió claramente al verle
apretar los dientes. Jason Kruger era un hombre acostumbrado a dar órdenes, y no a aceptarlas.
-Siempre que quede bien clara una cosa: lo primero aquí es el trabajo. Nada es más importante que
cumplir con el contrato del ferrocarril. ¿Queda claro?
- Perfectamente claro.
Jason la miró fijamente, como si una vez más intentase calibrar si podía confiar en ella.
-Encargaré a algunos de los hombres que construyan una casa para sus chicas -dijo-. Y quiero que
esas mujeres estén aquí en cuanto esté terminada.
Amanda se irguió.
-Usted asegúrese de que todo esté listo para cuando mis chicas lleguen.
Estaba hasta el gorro de Jason Kruger y de sus modos, y dio media vuelta dispuesta a marcharse,
pero él la sujetó por un brazo con una impresionante delicadeza, tanta que Amanda quedó paralizada.
Tenía la frente arrugada y sus ojos verdes se habían tornado grises. Aquella mirada debía aterrorizar
al leñador más templado, y en su caso le aceleró el corazón, aunque no por miedo.
-No quiero tener problemas con mis hombres por culpa de esas mujeres.
Amanda se soltó.
-Si cree que eso es posible controlarlo, señor Kruger, es que decididamente lleva demasiado tiempo
encerrado en esta montaña.
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Ocho
El comedor estaba abarrotado cuando Jason entró. El aire de la mañana era fresco, pero dentro se
estaba bien. El aroma del desayuno y la charla de sus hombres llenaban la estancia.
Un día de trabajo igual que otros tantos. A él le gustaba esa rutina. Le gustaba despertarse en su
cama, contemplar su montaña y saber qué lo esperaba. De vez en cuando surgían problemas, desde
luego, pero eran de similar naturaleza y sabía cómo enfrentarse a ellos.
Se sentó a la mesa con su hermano, cerca de la pared del fondo. Uno de los ayudantes del cocinero le
sirvió el café y tomó un sorbo.
-Estás hecho un asco -le dijo Ethan tras tomar un bocado de huevos revueltos.
-No me digas que has estado despierto toda la noche soñando con la señorita Pierce -bromeó.
Desde que hablara con Amanda el día anterior, Jason no había visto a su hermano y por lo tanto, no
había podido decirle que habían llegado a un acuerdo. Ethan había estado muy liado con un problema
que había surgido en el aserradero pero, de algún modo, el rumor se había extendido como la pólvora.
-De lo único que me alegro es de que podamos cumplir con el contrato del ferrocarril.
Se sirvió de la bandeja que había en el centro de la mesa; prefería comer que seguir hablando del
tema. Aún tenía sus dudas sobre lo de las mujeres, pero por el bien del contrato, había tenido que
tragar.
Pero no tenía por qué haberle hablado a Amanda sobre sus padres.
Recordar con qué facilidad le había relatado sus problemas personales le produjo un tremen do
escozor. Jamás había hablado de esas cosas con otra persona, y ahora ella sabía cosas de él que nadie
en aquella montaña conocía.
Y él se lo había contado todo sin más, como si fuese su amiga más íntima, su confidente más cercana.
Ni siquiera hablaba de ello con Ethan.
Tomó un sorbo de café e intentó aclararse las ideas. Mujeres. Aquella era la clase de pro blemas que
acarreaban las mujeres.
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-Esta mañana -le dijo a su hermano-, quiero que te ocupes de...
Pero su voz quedó sepultada por una ola de silencio. Amanda estaba en la puerta del comedor.
Era una mujer hermosa, sin duda. Aquella mañana se había vestido de color rosa, y su aspecto era
digno y limpio. Una verdadera joya en la que posar la mirada.
La suya y la de todos los demás hombres del comedor. La imagen de Amanda al sol de la mañana lo
embrujó hasta que Ethan le dio con el codo en las costillas.
-Hay que reconocer que el escenario de esta montaña ha mejorado mucho últimamente - comentó.
Jason salió por fin de su estupor y cruzó el comedor. Amanda esperó junto a la puerta, serena,
consciente de que todas las miradas estaban clavadas en ella y la vio sonreír.
Primero a sus hombres y después a él. Las rodillas le flaquearon un momento y sintió una extraña
tensión en el pecho que lo irritó.
-Fuera -Jason señaló la puerta con un gesto de la cabeza, pero luego recordó. - Si es tan amable,
señorita Pierce.
Ella inclinó la cabeza a modo de saludo a los leñadores y salió. Jason siguió el movimiento de sus
caderas hasta el umbral.
-He pensado que esta mañana después del desayuno sería un buen momento para hablar de mis
chicas con sus empleados -le dijo Amanda-. Necesito saber con exactitud cuántos hombres están
interesados en casarse para poder hacer planes.
-¿Planes?
-Sí, planes. Cuántas chicas deben venir, qué tamaño ha de tener la casa en la que vivirán, mobiliario,
provisiones adicionales...
-Ah, ya.
-También sería una buena oportunidad para informar a los hombres de qué es lo que se espera de
ellos.
-Yo había pensado planteárselo de un modo algo más delicado -sonrió Amanda.
Ojalá no lo hubiera hecho, porque no podía remediar devolverle la sonrisa, y no quería hacerlo.
-Escuchad -les dijo-. Los hombres que estén interesados en lo que la señorita Pierce pueda tener que
decir sobre lo de encontrar esposa, que esperen aquí. El resto, que vaya saliendo.
Lentamente, algunos hombres se fueron levantando y salieron, no sin antes estirar el cuello para
intentar ver mejor a Amanda. Algo más de la mitad del grupo se quedó sentado.
-Me complace ver cuántos de ustedes están interesados en tener esposa -les dijo-. Bien. En primer
lugar, el precio normal por los servicios de mi agencia nupcial es de doscientos dólares, pero ya que son
ustedes un buen número, puedo reducirlo a ciento cincuenta.
Amanda sintió la mirada de Jason fija en ella y esperó que se sintiera satisfecho por la reduc ción del
precio. Meg y ella habían estado levantadas hasta tarde hablando del asunto, haciendo cálculos de los
gastos.
-Realizaremos una entrevista esta tarde después de la cena. Quienes estén interesados, hablen
conmigo entonces.
Se alegró de que Jason se hubiera ofrecido a hablar él del asunto de la higiene, pero apenas había
salido cuando le oyó decirles que olían peor que mofetas y que tendrían que aprender modales si
esperaban que alguien se casara con ellos.
A veces envidiaba la libertad de los hombres. Podían hacer y decir casi todo sin que nadie los
reprendiera por el mero hecho de ser hombres. Nadie esperaba de ellos que se comportasen de un
modo determinado, ni que fuese sumisos, dulces y de perfectos modales. Podían ser irresponsables y
tarambanas si querían, y no preocuparse por su reputación, algo que muy pocas mujeres podían hacer.
Unos minutos más tarde, el resto de los leñadores salió del comedor y tomó el sendero de la montaña.
Jason salió el último.
-¿Cuántos se han echado atrás ante lo del baño y los modales? -le preguntó.
-Ni uno.
-Bien. Eso significa que necesitaré veintitrés esposas. Me pondré a trabajar inmediatamente -dio la
vuelta con intención de marcharse, pero se detuvo-. Una cosa más, señor Kruger: voy a necesitar algún
sitio para vivir, ya que parece que voy a estar aquí una temporada.
-Que resulta un poco pequeña para tres, y que no es justo que tengan que alterar sus cos tumbres por
mi culpa -Amanda señaló a las cabañas que había detrás de la de Meg-. He reparado en que una de
esas casitas está vacía. ¿Podría ocuparla yo?
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Caravana de esposas – Judith Stacy
-Señorita Pierce, ya le dije que lo primero aquí es el trabajo. Nadie ha vivido en esa cabaña desde
hace meses, y no puedo prescindir de ninguno de mis hombres para que la ayude.
Amanda se cuadró.
-No, pero es que esa cabaña está inhabitable, y usted sola no va a poder...
-No le compete a usted decirme lo que puedo o no puedo hacer. Puede que sea usted el dueño de
esta montaña, pero yo no soy de su propiedad.
Aquel desafío le aceleró la sangre por las venas. Nadie lo desafiaba en su montaña. Nadie. Y tenía que
ser precisamente la señorita Amanda Pierce quien lo hiciera. Todo su cuerpo palpitó con un calor
extraño.
-Lo único que necesito saber, señor Kruger, es si puedo o no utilizar la cabaña.
Quería besarla. Todo su cuerpo estaba encendido por el deseo de rodearla con los brazos y sentirla
junto a su cuerpo. Deslizar las manos por...
-Gracias. Eso era todo lo que quería saber. Y tras inclinar levemente la cabeza, dio media vuelta y
echó a andar.
Jason se quedó clavado en el sitio, contemplando el delicado balanceo de sus caderas al andar hasta
que de pronto salió tras ella. No le gustaba que Amanda ni nadie lo manejase. La montaña era suya y
era él quien ordenaba.
-No pienso permitir que haga usted lo que le dé la gana mientras esté en mi montaña - espetó,
plantándose delante de ella-. Soy yo quien toma las decisiones aquí.
-Primero me dice que no quiere que lo moleste ni a usted ni a sus hombres, y mucho menos que
interfiera en su horario de trabajo, y ahora insiste en que haga precisamente eso. No pueden ser ambas
cosas, señor Kruger.
-Sí que puede ser. Esta montaña es mía, y puedo hacer las cosas como me dé la gana.
Amanda se irguió.
-Y las mujeres que van a venir aquí son mis chicas. Es responsabilidad mía traerlas hasta aquí y eso es
lo que voy a hacer, tanto si le gusta como si no.
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Caravana de esposas – Judith Stacy
Y esquivándolo, se levantó las faldas y echó a andar.
Jason la vio irse echando humo por las orejas. Condenada mujer. Irritante, testaruda, marimandona...
Se quitó el sombrero y se pasó la manga de la camisa por la frente. Estaba molesto con ella, pero más
aún consigo mismo porque, a pesar de todo, seguía deseando besarla.
Durante dos días seguidos, Jason no subió con sus hombres a la montaña, sino que se quedó en la
oficina, ocupándose del papeleo.
O, al menos, intentándolo.
La silla de su escritorio quedaba en el ángulo correcto para ver las cabañas esparcidas por la falda de
la montaña y, si se inclinaba un poco a la izquierda, podía ver la que Amanda iba a habitar.
Maldiciendo entre dientes, Jason volvió a concentrarse en sus papeles. El cuello empeza ba a dolerle de
tanto estirarlo y, con determinación, se obligó a leer las columnas de cifras.
La docena de cabañas que había en aquella zona estaban ocupadas por comerciantes que tenían
negocios en la ciudad y por algunos de los leñadores. A Jason no le importaba dónde vivieran sus
leñadores, siempre que lo hicieran cerca de la explotación. A algunos no les gustaba vivir en los
barracones y se habían construido sus propias cabañas, y a él le parecía bien, siempre que lo hicieran en
su tiempo libre y con su propio dinero.
La cabaña abandonaba que Amanda había elegido había pertenecido a un leñador que había dejado el
trabajo hacía meses. Era la que quedaba más arriba de la montaña, ya entre los árboles. Había sido
construida sólo para un hombre, era pequeña y quedaba aislada, de modo que nadie más la había
querido.
Pero aquella mañana Amanda estaba limpiándola como si la mismísima reina de Inglaterra fuese a
vivir en ella. Había visto a Meg y a ella subir y bajar de la cabaña cargadas con cubos, escobas, fregonas
y cajas con artículos de limpieza, y se habían pasado horas dentro.
Y él se había pasado casi las mismas horas escorado a la izquierda en su silla observándo las por la
ventana.
Y dándose cuenta de que estaba haciéndolo otra vez, lanzó un sonoro juramento y volvió a sus
papeles.
Limpiar la cabaña debía ser un trabajo duro. Amanda era una dama, acostumbrada segura mente a
tener doncella y ama de llaves que se ocuparan de esa clase de trabajo. No estaba habituada a ese
esfuerzo. Podía incluso hacerse daño.
Pasó una página del libro de contabilidad. Le estaría bien empleado. Por haber insistido en hacerlo
todo ella sola. Condenada mujer...
Claro que para hacer la limpieza, habría tenido que ponerse otra clase de ropa. Era eso en lo primero
que había reparado desde su puesto de observación: no llevaba polisón. Lo que seguramente significaría
que tampoco llevaba toda esa extraña ropa interior que solían llevar las mujeres.
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Caravana de esposas – Judith Stacy
Volvió a bajar la mirada a las entradas del libro e intentó concentrarse, pero no funcionó. Los números
se agolpaban unos sobre otros. De un golpe, lo cerró.
Aquello era precisamente lo que no quería que ocurriera. No había podido sacar adelante el trabajo
por la presencia de una mujer.
Bueno, no por cualquier mujer, sino por Amanda Pierce. Y lo único que faltaba era que de verdad se
hiciera daño en esa limpieza.
La montaña estaba a su cargo, y era él quien tenía que asegurarse de que se siguieran las normas. Lo
que tenía que hacer era plantarse en aquella cabaña y llamar a capítulo a la señorita Pierce.
El murmullo acompasado de la serrería se extendía por todo el pequeño valle. A aquellas horas del día,
había allí muy poca gente: un par de críos, hijos de los comerciantes del pueblo, un perro, el cocinero y
sus ayudantes.
Jason subió colina arriba, más allá de las cabañas ocupadas, hasta el lugar que ocupaba la de
Amanda. El sol se colaba entre las hojas de los árboles y era casi mediodía, de modo que hacía calor.
La cabaña no era gran cosa. Una sola habitación, el tejado a dos aguas y un porche. Pero era sólida y
resistente. El leñador que la había construido sabía lo que se hacía. La puerta esta ba entreabierta, pero
Jason no oyó voces dentro.
Los pocos muebles que había dejado el leñador estaban todos arrinconados en un lugar que aún no
había sido limpiado. La zona de la cocina ya estaba limpia.
Tampoco las había visto salir desde su oficina, aunque podían haber salido en los escasos momentos
en los que había conseguido concentrarse en su trabajo.
Bajó del porche y rodeó la cabaña, y al llegar a la esquina, se quedó paralizado y sin respiración.
Amanda estaba en el pequeño porche trasero. Ya no llevaba el vestido rosa con el que la había visto
antes, sino un sencillo vestido de tela de algodón a cuadros color verde que seguramente le habría
prestado Meg. Se había sujetado el pelo a la espalda con un pañuelo amarillo.
Estaba sentada, con la espalda apoyada contra la puerta, los ojos cerrados, las piernas... las piernas
desnudas estiradas.
Jason sintió una enorme tensión en el vientre mientras la observaba desde allí. Se había subido el
vestido hasta las rodillas, dejando al descubierto unas perfectas pantorrillas y unos pies pequeños y
blancos.
Sin abrir los ojos, la vio sacar un pañuelo de un cubo de agua fresca y limpia que tenía al lado,
desabrocharse los dos primeros botones del vestido y echar la cabeza hacia atrás. Apretó el pañuelo. Un
delgado hilo de agua cayó sobre su garganta, y escurrió por su pecho para terminar desapareciendo
bajo la tela del vestido.
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Caravana de esposas – Judith Stacy
Jason apretó los dientes para no gemir en voz alta, pero con ello no evitó que el resto de su cuerpo
reaccionase.
Hipnotizado, siguió mirando. No había ni rastro de la dama altiva y formal que había visto aquellos
días. Lo que había quedado en su lugar era una mujer de verdad, real. Relajada, desinhibida.
Accesible.
Sí, accesible. Todo su cuerpo se estremeció ante la posibilidad, y deseó tocarla como nunca había
deseado algo en toda su vida.
Siguió observándola, presa del hechizo en el que ella desconocía tenerlo, con la imaginación disparada
al galope.
Cómo le gustaría lamer esos regueros de agua que discurrían por su pecho, contenerlos con los labios,
moldear su carne con las manos.
Siguió mirándola, perdido, felizmente perdido, hasta que por fin su conciencia lo despertó.
Retrocedió hasta la esquina anterior de la casa y la llamó. Luego le concedió unos cuan tos segundos y
volvió a avanzar. Al llegar a la parte trasera, Amanda se había recuperado, pero él no.
Seguía sentada, pero erguida, con los botones abrochados, la falda estirada y las piernas encogidas,
rodeadas las rodillas por los brazos. Pero verla así sólo sirvió para recordarle lo que acababa de ver... y
lo mucho que le gustaría volver a verlo.
Para sorpresa suya, Amanda no parecía asustada o nerviosa porque hubiera estado a punto de
sorprenderla en un momento en el que tenía la guardia baja.
Jason se sentó también, controlando el deseo de contestar con sinceridad a su pregunta y confesar
que a quien únicamente había interrumpido era a él.
-Aún nos queda la mitad. Meg ha ido a buscar un poco de limonada. No sé qué habría hecho sin ella.
Jason asintió, pero en realidad casi no había oído la respuesta al darse cuenta de que una puntilla
blanca de su enagua asomaba por el escote del vestido, lo que le hizo pensar en lo desnuda que estaba
sin corsé, polisón y todas las demás cosas que llevaban las mujeres.
-Todo esto es muy distinto -comentó ella, mirando hacia los árboles como torres, las flo res silvestres y
el sotobosque.
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Caravana de esposas – Judith Stacy
-He estado en muchos sitios.
-Quizá.
-Esta montaña es tan salvaje que resulta casi exótica -volvió a mirar a su alrededor y des pués a él-.
¿Es esa la razón de que le guste?
Una sonrisilla pícara se dibujó en sus labios y Jason se dio cuenta de que estaba bromeando, a lo que
contestó con otra sonrisa.
-Lo dudo.
-Podría sorprenderla.
-Siempre está trabajando. Ethan dice que no ha salido de esta montaña desde hace meses.
-No he tenido una buena razón para hacerlo -contestó, y a punto estuvo de añadir que menos aún en
aquel momento.
No parecía estarle criticando, sino solo charlando. No podía recordar la última vez en que había
hablado de ese modo con una mujer. Recordó la última ocasión en que se había acostado con una,
aunque no podría reconocer su rostro. Recordaba algunas palabras intercambiadas, pero nada
interesante. Ninguna mujer había conseguido suscitar su interés durante el tiempo suficiente.
Y ni siquiera en aquel momento podría jurar que era la conversación lo que lo tenía fascinado, porque
en aquel momento lo estaba pasando de maravilla viendo asomar los dedos de los pies de Amanda bajo
la falda. Lo que no podría decir era por qué diez dedos blancos y pequeños le resultaban tan
interesantes.
Echó hacia atrás los hombros para relajar la tensión. Puede que debiera salir de la montaña con más
asiduidad.
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Caravana de esposas – Judith Stacy
Miró a Amanda y reprimió el deseo de acercarse más, tomar su rostro entre las manos y besarla en la
boca.
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Nueve
Unas voces se acercaban a la cabaña y en un abrir y cerrar de ojos Todd apareció a todo correr. Un
momento después, llegó Meg. Como Amanda, llevaba un sencillo vestido y se suje taba el cabello con un
pañuelo. Ethan iba a su lado con una jarra de limonada.
Jason se levantó como golpeado por un rayo. Ethan se quedó plantado en los peldaños del porche.
Entraron en la casa y se acomodaron en la mitad que ya estaba limpia, Amanda secó varias tazas que
ya habían fregado y Meg sirvió la limonada.
-Esta cabaña empieza a parecer habitable. Han conseguido mucho en tan sólo una mañana -comentó
Ethan, mirando entorno-. Quizás deberíamos contratarlas para el equipo de leñadores.
-Tranquilo, socio -le dijo Ethan, sujetándolo antes de que se estrellara contra Amanda.
-¿Han movido eso ustedes solas? –quiso saber Ethan, señalando con la cabeza el rincón atestado de
trastos.
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Caravana de esposas – Judith Stacy
Ethan y Jason intercambiaron una mirada de preocupación.
-Mire, señorita Pierce, usted está acostumbrada a tener doncellas y criados que le hagan esta clase de
cosas, pero tiene que darse cuenta de que esas limpiezas tan a fondo son duras.
-¿Doncellas y criados? No habría sabido qué hacer con ellos, si es que alguna vez los hubiera tenido.
-Estaba en un error -Amanda recogió con cierta brusquedad las tazas y las dejó a un lado-. Si fueran
tan amables, caballeros, tenemos mucho que hacer.
-No me gusta que tengan que mover todo eso solas -insistió Jason.
-Ya lo hemos hecho una vez -contestó ella-. Lo único que tenemos que hacer ahora es sacarlo al
porche, terminar con la limpieza y volverlo a meter. No pasará nada.
Jason y Ethan se miraron entre ellos, luego miraron hacia los muebles y por último, a ellas.
-Ninguno de los dos va a ayudarnos -declaró Amanda, e interponiéndose entre ambos, tomó un brazo
de cada uno y los acompañó a la puerta-. Buenos días, caballeros.
-Tú de aquel lado -le dijo Jason a Ethan, y entre los dos, sacaron al porche la mesa de la cocina.
La primera intención de Amanda fue la de protestar, pero no lo hizo. Jason tenía esa expresión férrea
en el rostro que ya le había visto en otras ocasiones y supo que lo que fuera a decir, caería en saco
roto. Qué hombre más testarudo.
Entre los dos sacaron rápidamente la mesa, las sillas, la cama, el colchón, un armario y un pequeño
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Caravana de esposas – Judith Stacy
sofá. Cuando todo estuvo fuera, Ethan llamó a Todd.
-Sí, señor.
-Lo he hecho para que no fueran a hacerse daño. No me gustaría que un hombre tuviese que perder
un día de trabajo para ir a buscar al médico. El trabajo es...
-Tenga cuidado.
Ethan salió y los dos se marcharon mientras Amanda y Meg los miraban desde el porche.
Y para sorpresa de Amanda, Jason también miró hacia atrás, pero no saludó. Solo miró y siguió
caminando, pero el corazón de Amanda dio un vuelco.
-Será mejor que sigamos con lo nuestro -dijo Amanda sin moverse del sitio.
-Sí, será lo mejor -corroboró Meg, sin despegar los pies del suelo.
Meg se volvió decidida a contestar que no, pero lo único que hizo fue suspirar.
-¿Tu marido?
-Sí. Sigo estando casada. Y lo que sienta por Ethan no va a cambiar nada.
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Caravana de esposas – Judith Stacy
Meg negó con la cabeza.
-Ethan podría encontrarlo -sugirió, y sabía que lo haría. Encontraría a Gerald McGee dondequiera que
estuviese. Los hermanos Kruger eran parecidos en eso. Tenaces y capaces de conseguir lo que se
propusieran.
-Lo he pensado a veces -confesó Meg, entrelazando las manos-. Ethan nunca ha hecho nada
inapropiado. A sus ojos, sigo estando casada, y él lo respeta. Pero hace ya tiempo que hay algo entre
nosotros.
-Puedo divorciarme de Gerald legalmente, pero ¿y moralmente? Es mi marido. Hice una promesa ante
Dios -Meg dejó vagar la mirada por los árboles-. Y siempre será el padre de Todd.
-Lo sé. Pasa mucho tiempo con él. Ha ayudado mucho al niño desde que Gerald nos dejó.
Amanda suspiró. Era un dilema de difícil solución. Meg y Ethan se sentían atraídos el uno por el otro;
incluso podían estar enamorados. Y un hombre que ni siquiera estaba presente los separaba.
La hora siguiente la pasaron quitando telarañas, fregando paredes y ventanas y raspando cosas del
suelo que Amanda no se atrevió a identificar. Era un trabajo duro, pero no le importó. Tener un lugar en
el que vivir era un paso más en el proceso de llevar a sus chicas a la montaña, y no había nada más
importante para ella.
La espalda le dolió al darse la vuelta, bayeta en mano, para encontrarse con una joven en la puerta de
la cabaña que, con una amplia sonrisa, entró en la cabaña y se dirigió a ella.
-Usted debe ser Amanda Pierce. Por los clavos de Cristo, señorita Pierce, tiene usted a esta montaña
zumbando como una colmena de abejas.
-Amanda, te presento a Becky. Es la sobrina de Polly Minton. Becky acaba de mudarse desde Georgia.
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Caravana de esposas – Judith Stacy
La chica debía tener unos dieciséis años, un pelo del color del maíz y unos grandes ojos azules.
-Esta montaña resulta tan excitante como una reunión de cuáqueros -se lamentó-. Y como no tenía
nada mejor que hacer -añadió, con los brazos en jarras-, se me ha ocurrido venir a ver si podía echar
una mano.
-¡Puf! Tía Polly trabaja como un bracero en época de cosecha. No me deja hacer nada.
-No te preocupes, que yo sí que te dejo - contestó Amanda con una sonrisa-. Ahí tienes un cubo y una
bayeta. Te agradezco que hayas venido a ayudarme.
A última hora de la tarde, las tres mujeres habían dejado la cabaña habitable y salieron al porche a
ocuparse de los muebles.
-Vamos, no necesitamos hombres para mover estas cuatro cosas -declaró Becky, apartándose un
mechón de pelo de la cara-. Los hombres son más lentos que una tortuga cuesta arriba, y no les hace
ninguna gracia andar moviendo muebles.
De modo que empezaron a hacer de nuevo el traslado. Entre las tres lo colocaron todo como Amanda
quería y luego colgaron las cortinas que Meg le había prestado.
-Eres un regalo del cielo, Becky. ¿Cómo podré agradecerte tanto trabajo?
-No he venido aquí esperando dinero - dijo Becky-. Es sólo cuestión de buena vecindad.
Amanda no podía pedirle más. Le había prestado cortinas, sábanas, toallas, utensilios de cocina y
comida. Eso para no hablar de cómo había trabajado en la casa.
-No se me ocurre nada en absoluto. Te devolveré tus cosas en cuanto haya podido bajar a Beaumont
a hacer algo de compra.
Y Meg se marchó, dejándola sola en la cabaña. Sola en su nueva casa. No era gran cosa, sólo una
habitación con una cama, un armario, un palanganero en un lado separado por una cortina, un sofá,
una mesa y una lámpara, y en el último rincón, la cocina, armarios, otra mesa y una silla.
Respiró hondo e intentó recordar por qué estaba allí, en medio del monte, en una cabaña, en el país
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Caravana de esposas – Judith Stacy
de los leñadores. El primer paso había sido dado, y ello le proporcionaba una sensación muy agradable.
Era la parte del negocio que más le gustaba: decidir qué buscaba cada hombre y cada mujer en su
compañero para toda la vida. Unir a dos personas para toda una vida de felicidad.
De pronto se dio la vuelta y vertió agua en la palangana. Sólo porque ella no lo hubiera con seguido,
no significaba que sus chicas no pudieran alcanzarla. Precisamente por eso era tan importante encontrar
al marido adecuado. Ella lo sabía bien.
Dejó a un lado aquel pensamiento y se concentró en lo que quedaba por delante: reunirse con los
leñadores.
Entonces se le ocurrió: eso significaba que tendría que ver de nuevo a Jason Kruger. ¿Sería posible
que pasasen otro momento juntos sin discutir? ¿O sin besarse?
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Diez
Si Amanda se había imaginado que las cosas podían ir bien entre Jason y ella, comprobó rápidamente
que se equivocaba al entrar en su oficina aquella tarde.
Jason estaba sentado a su mesa, la cabeza baja, estudiando un libro de contabilidad. Levantó la vista
cuando la vio entrar y arrugó el entrecejo. El paso de Amanda vaciló. Su prime ra intención fue
preguntarle si molestaba, pero ya sabía la respuesta.
-Bien -dijo, avanzando con determinación hacia su mesa-. Está aquí. Me gustaría discutir unas cuantas
cosas con usted.
Su entrecejo se arrugó aún más al mirarla de arriba abajo. Amanda, vestida ahora de rosa, sabía que
estaba más presentable que cuando la había visto limpiando la cabaña, pero seguramente no le serviría
para contar con su atención.
Sus palabras le sonaron a imposición, y las imposiciones no encajaban demasiado bien con Amanda.
Aun así, se obligó a controlar la ira, decidida a no perder el tiempo con algo que era tan absurdo.
-Mire, señorita Pierce -la interrumpió, levantándose de su silla-: cuando le digo que algo debe hacerse
de un manera particular, así es como debe hacerse.
- Sí.
-Espere...
-No, espere usted -lo interrumpió, pero no pudo seguir. Al otro lado de la mesa se le veía enorme,
más alto aún, su pecho más ancho. Pero no era miedo lo que su físico despertaba en ella. Era otra cosa.
Algo que provocaba un calor que ascendía por su espalda, empujándola a esquivar la mesa y acercarse
a él.
-Muy bien, señor Kruger, ya ha dejado bien clara su opinión -dijo-. ¿Podemos pasar a otra cosa?
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Caravana de esposas – Judith Stacy
-¿De qué quería hablar?
-Ah, sí. Aquí tengo los planos -dijo, y abrió las puertas del armario que tenía al fondo de la habitación.
Amanda sonrió. ¿Planos? ¿Había hecho planos? ¿Había perdido el tiempo en pesar en lo que las
mujeres podían necesitar y se había tomado la molestia de preparar un plano? Se relajó un poco. Quizás
aquel proyecto no terminase por ser una batalla constante.
Jason rebuscó en el armario y sacó al final un rollo de papel que extendió sobre la mesa, sujetando los
extremos bajo los libros de contabilidad.
-Este edificio albergará a veinticuatro hombres... eh, mujeres, quiero decir -miró a Amanda
brevemente antes de volver al dibujo-. Seis filas, cuatro catres por fila. Tres filas en cada pared.
Veinticuatro catres.
-¿Catres? -repitió Amanda, mirando los planos desde el otro lado de la mesa.
-¿Un armario? -preguntó Amanda, ladeando la cabeza primero hacia un lado y después hacia el otro.
-Sí, ¿lo ve? Aquí -dijo, dando unos golpecitos con el lápiz-. Para que puedan guardar sus cosas.
-Ya -contestó Amanda, ladeando de nuevo la cabeza-. Pues francamente, señor Kruger, no entiendo.
El la miró.
-¿Qué es lo que no comprende? Son veinticuatro camas y veinticuatro armarios, todo en una sola
habitación.
-Esa parte está bien clara. Lo que no lo está tanto es cómo puede pensar que mis novias pueden vivir
de ese modo.
-Son los mismos planos que utilicé para construir el barracón de los leñadores. ¿Qué tienen de malo?
-Nada si es para sus hombres, pero mis novias no pueden vivir en las mismas condicio nes -dijo,
señalando los planos-. No hay espacio suficiente entre los camastros para que las chicas puedan
vestirse, sin entrar en la cuestión de la intimidad. ¿Y qué mujer podría arreglárselas con un armario
pequeño como una lata para guardar sus pertenencias?
-Pues sí.
Amanda sacó una hoja del bolso y la desplegó sobre los planos del barracón.
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Jason la miró un momento y después, colocándose en jarras, miró el papel.
-Es sólo un boceto -se disculpó Amanda-. No es ni mucho menos tan completo como su plano, por
supuesto.
Él se frotó la barbilla con una mano mientras inclinaba la cabeza a un lado y a otro, estudian do el
dibujo.
-Sí -sonrió Amanda, satisfecha al ver que su dibujo resultaba comprensible. -Doce habitaciones arriba.
-Todas de buen tamaño.
-Y una cocina.
-Por supuesto.
-Y un trastero.
-Sí, ya lo veo.
-Lo mejor de todo es esta gran sala de la planta baja -dijo Amanda, señalándola-. Puede utilizarse
para muchas cosas.
Jason asintió.
-Creo, señorita Pierce, que está completamente loca si piensa que me voy a gastar el dinero que se
necesitaría para construir una monstruosidad como ésta.
Unos segundos pasaron antes de que sus palabras calaran. Las había dicho con tanta suavidad que
Amanda no las había comprendido.
-¿Una monstruosidad? -su ira se despertó, arrebolándole las mejillas-. ¿Tiene el valor de llamar
monstruosidad a mi plano, cuando el suyo es una idiotez?
-Este diseño es funcional. Ya lo he construido, y puedo decirle, señorita Pierce, que funciona.
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-No tiene usted visión de futuro, señor Kruger.
-Exacto -Amanda agarró su dibujo y lo agitó en el aire-. Mi idea podría devolverle con creces cada
penique que se gastara en construirla. Y ni siquiera voy a pedirle una parte de los beneficios.
- ¡No estoy...
Mirada que Amanda le devolvió, y los minutos transcurrieron así, mirándose el uno al otro, echando
chispas por los ojos.
-Por supuesto.
-Pues siento tener que ser yo quien se lo diga, señorita Pierce, pero esa es la definición perfecta de
una persona testaruda.
Jason se encogió de hombros, le arrebató el dibujo de la mano y lo plantó sobre la mesa de un golpe.
-Primero, -dijo, señalando el plano-, las chicas vivirían en la planta de arriba mien tras llega el
momento de la boda, lo cual será poco después de su llegada. Los recién casados necesitarán un sitio
en el que vivir, con lo que usted podría alquilarle las habitaciones.
Miró a Jason, que tenía los ojos fijos en el plano y no dijo nada. Amanda lo interpretó como una buena
señal, así que siguió adelante.
-Esta sala grande del piso principal puede utilizarse para muchas cosas: bailes, reuniones...
-¿Bailes?
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-Estoy planeando una fiesta para cuando lleguen las chicas -le explicó-. También se podrían celebrar
allí los servicios religiosos, y podría servir como escuela. Así que, en lugar de tener que construir tres
edificios, éste servirá para todo.
Jason emitió una especie de gruñido que obligó a Amanda a retroceder un paso. Luego lo vio
levantarse de la silla y acercarse a la ventana.
Por mucho que le fastidiara admitirlo, tenía que reconocer que la idea era buena. De no haber estado
tan ofuscado por su olor y su presencia, lo habría visto sin necesidad de que se lo explicara.
Seguramente.
Se pasó la mano por la nuca. Aquella mujer era demasiado guapa para ser inteligente. O demasiado
inteligente para ser tan guapa. Una combinación peligrosa.
Una combinación a la que desearía llevarse a la cama más que ninguna otra cosa en el mundo.
Apoyó la frente en el cristal de la ventana mientras su cuerpo reaccionaba ante una idea que le
rondaba con demasiada frecuencia por la cabeza últimamente. Todos los sentimientos que aquella mujer
despertaba en él eran igual de intensos: ira, sorpresa, incomodidad... y todos lo conducían al mismo
punto.
-¿Señor Kruger?
Miró por encima del hombro. Lo mejor sería que se la quitara de en medio cuanto antes. Antes de que
no pudiera resistir más y la besara. O hiciera algo incluso mejor.
Ella le contestó con una brillante sonrisa, y Jason sintió una inexplicable tensión en el pecho al pensar
que era él el responsable de esa felicidad.
-Gracias, señor Kruger -dijo, cerrando su bolso-. Mis chicas serán mucho más felices de este modo, y
usted se beneficiará de ello.
-¿Sólo una?
-Esta noche voy a reunirme con los interesados después de la cena, y necesito un sitio para trabajar.
¿Le parece bien que utilice el comedor?
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Ella miró a su alrededor.
-No quiero que haga promesas a mis hombres que luego no pueda cumplir, así que quiero seguir de
cerca todo este asunto.
-Muy bien -Amanda iba a marcharse, pero se detuvo en la puerta-. Ah, una cosa más.
-¿Seria posible que esta noche se sentasen todos los hombres interesados en encontrar esposa a la
misma mesa? Así podría observarlos y ver por dónde han de empezar las clases de etiqueta.
-¿Quiere comer con los hombres? -preguntó-. ¿No va usted demasiado rápido?
Amanda sonrió.
-No se olvide de que ya he visto a sus hombres a la mesa, y no hay tiempo que perder.
-No sé... no me parece muy buena idea. La cena es el tiempo que tienen los hombres para relajarse
después de un duro día de trabajo, y tener a una mujer a su mesa puede causar todo tipo de
problemas.
Amanda suspiró.
-Señor Kruger, ¿es que vamos a discutir sobre todas y cada una de las decisiones que haya que
tomar?
-Probablemente.
Ella se dio la vuelta y lo miró expectante. No sabía por qué había utilizado su nombre propio. No tenía
intención de hacerlo.
Pero allí estaba, hermosa, fresca y tan femenina, esperando que dijese algo que podría haber estado
mirándola toda la noche.
-Puede cenar con los hombres si quiere, pero sigo pensando que no es buena idea.
Otra sonrisa tan brillante como la anterior iluminó su cara y Jason sintió su efecto hasta la punta de
los pies. Complacer a otra persona nunca había sido importante para él, pero ahora complacerla a ella lo
significaba todo.
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Jason se quedó donde estaba, saboreando el balanceo de sus caderas antes de desaparecer.
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Once
La cena de aquella noche consistía en varias fuentes de jamón, panecillos, guisantes, maíz y boniatos.
Amanda se paró cerca de la puerta del comedor y saboreó el aroma. Olía de maravilla. La vida en la
montaña era dura, pero los leñadores comían bien.
Oyó el rumor de las conversaciones de los leñadores mientras se lavaban la cara y las manos en el
pozo antes de entrar al comedor, y luego oyó la voz de Jason que les pedía a los hombres que iban a
casarse que ocupasen las dos primeras mesas.
Amanda entró poco después, sonriendo y saludando con suaves movimientos de cabeza. Algunos
contestaban con el mismo gesto, otros se llevaban la mano al sombrero, otros se limi taban a mirar, lo
cual produjo una serie de empujones al final de la fila de los que querían entrar ya. Poco a poco
entraron todos y fueron ocupando sus asientos.
Un extraño murmullo se apoderó del comedor mientras los hombres se volvían a mirar, se daban con
los codos en las costillas o señalaban con el dedo.
Los diez hombres sentados a la mesa a la que Amanda se había acercado, quedaron petri ficados. Al
final, un joven que ocupaba más o menos el centro del banco se quitó el sombrero y apretándolo contra
el pecho, dijo:
-Claro que no, señorita Pierce. Será un honor para nosotros que cene en nuestra mesa.
-Gracias -contestó, y volviendose a otra de las mesas de posibles maridos, los saludó-: buenas noches,
caballeros.
Hasta aquel momento, Amanda no había caído en un problema: no tenía sitio donde sen tarse, al
menos debidamente. Los bancos recorrían los laterales de la mesa, y desde luego ella no podía sentarse
en algo así; no si quería mantener su dignidad.
Miró a su alrededor intentando encontrar una solución, y entonces fue cuando vio a Jason que
caminaba hacia ella con una silla. Amanda sonrió agradecida y se apartó de la mesa.
Él, por el contrario, no parecía demasiado complacido. Con el ceño fruncido, dejó la silla a la cabecera
de la mesa y masculló:
De pronto, un brazo la rodeó por la cintura, levantándola del suelo. Un grito se escapó de sus labios al
tiempo que se aferraba al brazo que la retenía dispuesta a clavarle las uñas, pero súbitamente, aquel
brazo le resultó familiar. Miró por encima del hombro. Era Jason, que la apartaba del posible peligro y la
dejaba, con bastante poca ceremonia, en la puerta. Apenas había plantado los pies en el suelo cuando él
desapareció, para meterse en el grueso de la pelea.
Agarró a dos hombres por el cuello de la camisa y los apartó de la mesa. Ethan apareció de Dios sabe
dónde y se lanzó al centro de la melé. Amanda se tapó la boca con las manos.
Los hermanos Kruger acabaron pronto con la pelea, y Jason se subió al banco que no se había
volcado.
Los hombres se levantaron, se sacudieron la ropa y recuperaron los sombreros. Dos de ellos
levantaron el banco caído.
- ¡Eh! ¿Por qué no tenemos nosotros una mujer en la mesa? -gritó alguien desde el fondo.
-¡Silencio! -gritó Jason de nuevo-. ¡Esta mujer no es un muñeco de feria! ¡Sentaos a cenar, o largaos
de aquí!
A Amanda el corazón le latía acelerado, pero cuando Jason se volvió hacia ella, emprendió un galope
desbocado. En un abrir y cerrar de ojos, estaba frente a ella.
Hubiera querido salir corriendo. De hecho, le pareció la mejor idea que había tenido desde que llegara
a aquella montaña.
Su expresión era más feroz que la de un lobo defendiendo a la manada, y Amanda tragó saliva.
Ella había sido la culpable de la pelea. De pronto, Jason la sujetó por el codo. ¿Qué iba a hacer?
¿Subirla al carro de Shady inmediatamente? ¿Lanzarla camino abajo?
Pero lo que hizo fue llevarla de nuevo a la silla que había colocado en la cabecera de la mesa, la
apartó y esperó a que se sentara. Amanda lo hizo con suma delicadeza.
Jason se dirigió al otro extremo del banco, quitó de allí al joven y se sentó.
Era obvio que pretendía quedarse allí y vigilar la mesa durante la cena, de lo cual Amanda se alegraba
enormemente.
Uno de los ayudantes del cocinero llevó un servicio para Amanda y se escabulló rápidamente. Los
leñadores se lanzaron sobre la comida, dejando caer sobre la mesa trozos de jamón y guisantes. Más
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allá de la marea de brazos y tenedores, Amanda se topó con la mirada de Jason, y le sonrió agradecida.
Él la apartó.
En las otras mesas, la conversación volvió a florecer, pero nadie hablaba en la mesa de Amanda. No
estaba segura de si los hombres se sentían incómodos por su presencia o por la de Jason.
No se atrevió a volver a mirarlo. Comía, pero sin dejar de vigilar su mesa; todas las mesas para ser
exactos.
Nunca había conocido un hombre como él. Fuerte. Inteligente. Con un absoluto dominio de lo que
ocurría a su alrededor. El estómago se le encogió de un modo curioso al recordar cómo se había metido
en la pelea, sin pensar en su seguridad. Eso sí, no sin antes asegurarse de que ella quedaba al margen.
Con qué facilidad la había levantado. Tan sólo había necesitado un brazo. Ningún otro hombre se
había atrevido antes a tocarla, y él lo había hecho sin tan siquiera pedirle permiso y, al mismo tiempo,
se había sentido indefensa y todopoderosa sujeta por su brazo.
Qué curioso. La cantidad de sentimientos que había experimentado desde que llegó a la montaña.
Nuevos la mayoría. Extraños. Pero malos, no.
A mitad de la cena, Amanda se había cansado ya de estar a solas con sus pensamientos y el silencio.
-Estoy pensando en organizar una fiesta para cuando lleguen las novias -dijo.
Los diez hombres sé quedaron paralizados, los tenedores a medio camino de la boca, mandíbulas
inmóviles, gargantas quietas. Todos se removieron inquietos, se miraron los unos a los otros y después,
a Jason. Siguieron comiendo. Nadie respondió.
Bajo su piel curtida por el sol, estaba rojo de vergüenza. No debía tener aún veinte años, era delgado
y tenía una hermosa mata de pelo castaño y rizado.
-Henry, señorita. Henry Jasper -dijo, y con cada palabra, sus mejillas se arrebataban cada vez más-.
Mi madre me enseñó.
-¿Y los demás, caballeros? -preguntó Amanda, recorriendo la mesa con la mirada.
La mirada de Jason expresaba un descontento inconfundible. Sin duda temía que pudiera estallar otra
pelea y quería terminar en paz la cena.
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Caravana de esposas – Judith Stacy
El hombre carraspeó y respiró hondo.
Amanda miró hacia el final de la mesa. Juraría que había oído gemir a Jason.
Se las arregló para que la conversación siguiese sin decaer y al final de la cena, los hombres no
parecían ya tan reacios a hablar con ella. Eso la satisfizo. Iba a tener que pasar con ellos mucho tiempo
si quería enseñarles modales y pasos de baile, así que lo mejor sería establecer con ellos la mejor
relación posible.
-Estaré en la oficina del señor Kruger después de la cena para hablar de sus preferencias a la hora de
escoger esposa. Y ahora, si me disculpan, caballeros.
Con una sonrisa, Amanda salió del comedor, y habría jurado que oía un suspiro de alivio generalizado.
En la cabaña que ahora era su hogar, se refrescó después de la cena, recogió su álbum de fotos y se
encaminó a la oficina de Jason. El sol se escondía ya tras las copas de los árboles, salpicando el camino
de parches de luz. El aire se había vuelto más fresco.
Amanda aflojó el paso al ver a los veintitrés posibles maridos que se habían congregado alrededor del
porche de la oficina de Jason. Hombres. Todos hombres.
Ahora comprendía bien lo aisladas que se sentían las mujeres en aquella montaña. No era de extrañar
que Meg se hubiese puesto tan contenta con su llegada.
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Caravana de esposas – Judith Stacy
-¡Cielos, no! ¿Qué iba a hacer un trasto viejo como yo con una mujer? -se rio-. Sólo he venido a darme
una vuelta.
-Me alegro de que esté aquí, Shady. ¿Le importaría echarme una mano?
- Encantado.
-Están numerados del uno al veintitrés -dijo en voz alta-. Cada uno de ustedes elegirá uno, y ese será
su número de orden a la hora de elegir esposa. Es lo justo.
-¿De las fotos de las novias? -Shady asintió con energía-. Claro que sí, señorita.
-Tómense su tiempo para ver las fotos - dijo-, de modo que cuando les toque entrar, sepan qué clase
de mujer les interesa. No puedo garantizarles que pueda conseguir a todas las mujeres de ese catálogo.
Siempre existe la posibilidad de que algunas hayan encontrado marido ya, pero haré todo lo que pueda.
En cualquier caso, estoy segura de que podré encontrar a la mujer que busquen.
Entró a la oficina sin estar segura de que los hombres la hubiesen oído, tan ocupados como estaban
en empujar para acercarse a ver las fotos que Shady custodiaba celosamente, disfrutando de la
autoridad que ello le confería.
Jason estaba ya sentado a su mesa. Amanda esperaba que dijese algo sobre la pelea del comedor,
pero no lo hizo. Eso sí, no parecía alegrarse de verla.
-Le he preparado un sitio para que trabaje -dijo, haciendo un gesto con la mano.
Amanda se volvió.
-Ah...
Al otro lado de la oficina, había dos caballetes con un par de tablones entre ambos y una silla detrás.
Era el engendro más descorazonador que había visto nunca, pero estaba tan cansada... Entre mover
muebles, limpiar la cabaña y la cena, estaba agotada, así que sacó sus papeles y sus lápices sobre
aquella mesa. Sintió la mirada de Jason fija en ella incluso después de haberse sentado, pero intentó
ignorarlo y llamó a Shady.
-Por favor, ¿quiere decirle a los hombres que esta noche sólo tendremos tiempo para atender a cinco
personas? El resto será mañana.
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Caravana de esposas – Judith Stacy
Amanda esperó a que Shady comunicara las órdenes. Esperaba protestas, pero sólo hubo leves
murmullos. Sin embargo, ninguno se marchó.
El primer posible marido entró. Saludó a Jason con una leve inclinación de cabeza y se sentó en una
silla colocada frente a la de Amanda. Bill Braddock no pareció darse cuenta de que no eran más que dos
caballetes y unos tablones cuando dio su nombre.
Todo músculo, Bill tenía el aspecto del leñador que era: corpulento, firme, muy bronceado por el sol y
barba descuidada.
Por el rabillo del ojo vio a Jason mirarla, pero fingió no darse cuenta.
-Para poder buscarle una esposa que tenga sus mismas creencias e intereses.
Bill se quedó pensativo un instante y después le hizo un resumen de su vida: dónde había nacido,
educación, creencias religiosas, familia, trabajos...
Las fotos estaban numeradas y sin nombres, para respetar la intimidad de las mujeres..
-Sí, esa es la que quiero -se recostó en la silla y cruzó las piernas-. En ese catálogo dice que es viuda,
y esa es la que yo quiero. Una que ya esté estrenada.
Jason salió de detrás de su mesa y se plantó allí antes de que Bill Braddock hubiese tenido tiempo de
descruzar las piernas.
-¡Cuidado con lo que dices, animal! - espetó, apretando los puños-. Estás hablando con una dama.
Bill abrió los ojos de par en par y Amanda se puso roja como la grana.
-No, señor Kruger, no es eso lo que yo quería decir -dijo Bill, levantando en alto las manos-. Yo, lo que
quiero es una mujer que sepa cocinar, limpiar y lavar. Eso es todo. No me refería a otra cosa, se lo juro.
Jason siguió mirándolo un momento más, abriendo y cerrando los puños, y después volvió a su mesa.
La entrevista con Bill Braddock terminó por fin, el hombre pagó lo que Amanda les había pedido y se
marchó.
Un silencio tenso llenó la oficina. Jason pasaba las hojas del libro de contabilidad con tanta fuerza que
a punto estuvo de arrancarlas. Amanda colocó sus hojas con demasiada vehemencia.
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Caravana de esposas – Judith Stacy
-¿Algún problema más que causar en un solo día? -preguntó Jason.
-¿Yo? -Amanda se levantó-. Yo no he hecho nada. Ha sido usted quien ha intentado empezar una
pelea.
-¿Y qué demonios quería que hiciera: quedarme sentado aquí y dejar que Braddock le hablase así?
-No. Esperaba que se quedara sentado metiendo las narices en sus propios asuntos.
-Esto también es asunto mío. Todo lo que ocurre en esta montaña es asunto mío.
Enfadada, Amanda fue a decir algo, pero no le salió ni una sola palabra. El cansancio le había ganado
la partida. No tenía energía suficiente para volver a batallar con Jason.
-Pues ya que tiene que estar a cargo de todo, ¿quiere decirle a Shady que haga pasar al siguiente?
De dos zancadas, llegó a la puerta. Amanda le oyó decir algo al hombre que iba a entrar, pero no
entendió qué. Mejor.
El tiempo fue pasando y Amanda consiguió hacer cinco entrevistas más. Shady le devolvió el álbum y
ella lo guardó junto con las demás cosas en la bolsa.
Ni ella ni Jason habían dicho una sola palabra desde que Bill Braddock se marchó de la oficina.
-Todo el mundo sabe que lo tiene -añadió-. El pestillo de la cabaña no podría evitar que alguien
entrase si está decidido a hacerlo.
Amanda palideció. No se le había ocurrido pensar que pudiera no estar segura en la cabaña.
-No creerá que lo voy a meter en mi caja para no devolvérselo después, ¿verdad? -pre guntó Jason,
molesto-. No voy a robarle.
Ese pensamiento la asustó. Señor, ¿por qué se le habría ocurrido algo así?
-Confío en usted -le dijo-. En cuestión de dinero, por lo menos -añadió, ofreciéndole la bolsa.
Jason tardó un instante en aceptarla y al hacerlo sus manos se rozaron. Ambos fingieron no haberse
dado cuenta.
-¿Se marcha?
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Caravana de esposas – Judith Stacy
-Es tarde. Los dos deberíamos irnos a la... cama.
La palabra se quedó colgando en el aire entre ellos. La mirada de Jason parecía llegarle hasta el
corazón. Era como si pudiera leer lo que se le había pasado por la cabeza.
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Caravana de esposas – Judith Stacy
Doce
¿Qué le estaba ocurriendo?
Amanda subía por la colina hacia su cabaña... o al menos, hacia donde creía que estaba su cabaña. No
podía estar segura en la oscuridad.
Desde que llegó a aquella montaña, había dejado de estar segura de casi todo ,y el álbum le pesaba
como si fuese el ancla de un barco. Estaba exhausta. Le dolía la cabeza, los brazos y las manos. En fin,
que estaba hecha un trapo.
Por fin, localizó la cabaña entre las sombras de los árboles. Su hogar.
Mientras subía los peldaños del porche, recordó su casa en San Francisco. Quizás, si cerraba los ojos,
podía imaginarse que estaba a punto de entrar en su habitación, con sus muñecas, su encaje y sus
figuritas de porcelana...
Despacio, se dio la vuelta, y sus ilusiones quedaron hechas añicos. La cabaña era tal y como la
recordaba: lo más distinto del mundo a su casa de San Francisco.
En el silencio, Amanda cerró la puerta, se desnudó y se puso su camisón rosa. El aire de la cabaña
estaba cargado de estar cerrada todo el día, así que abrió la ventana.
De pie en el centro de la cabaña, con el silencio rugiéndole en los oídos, la realidad golpeó a Amanda
en la cara. Jason tenía razón. Aquella montaña no era sitio para una mujer.
Quizás tuviese razón en todo.. Aquel no era su lugar. De pronto, irse a casa le pareció una muy buena
idea.
La soledad y la tristeza la sobrecogieron y sintió ganas de llorar, pero no lo hizo. Tenía que
contenerse, así que se puso la bata y salió al porche. Todo estaba silencioso, profundamente silencioso.
Ni una sola luz brillaba en toda la montaña. Ni un solo sonido de los que estaba acostumbrada a oír en
la ciudad.
Se sentó en los peldaños del porche. A través de las hojas de los árboles, miles de estrellas
parpadeaban y se recostó en los codos para contemplarlas.
Había prometido que se quedaría. Había dado su palabra de que llevaría a las novias a aquel lugar
entre la nada. Los leñadores esperaban ansiosos su llegada, pero Jason...
Las lágrimas volvieron a escocerle en los ojos. Jason no quería tenerlas allí. Había acce dido tan sólo
porque necesitaba mantener contentos a sus hombres para poder satisfacer el contrato con el
ferrocarril.
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Caravana de esposas – Judith Stacy
Una lágrimas solitaria cayó por su mejilla. Es más: tenía que reconocer que quien Jason no quería que
estuviese allí era ella.
Amanda se rodeó las rodillas con las manos e intentó no pensar en el dolor que aquella certeza le
producía en el pecho. Otra lágrima rodó mejilla abajo.
Quién sabía si no debiera darle a Jason lo que quería. Quizá debería marcharse.
A Jason le había reventado la cena de aquella noche. Todos esos hombres mirando a Amanda. Ella allí,
sentada a la cabecera de la mesa dejándose mirar, estudiar, permitiendo que los hombres imaginaran
toda clase de cosas con ella.
Cerró los libros y los colocó en una esquina de la mesa, y sin querer, miró hacia la silla que Amanda
había ocupado aquella noche.
Como si no hubiese sido suficiente con la cena, había tenido que oír las parrafadas de sus leñadores.
Eso tampoco le había hecho la más mínima gracia. Había tenido que presenciar cómo les sonreía, cómo
hacía comentarios agradables acerca de lo que ellos le contaban de su pasado, cómo intentaba saber
qué clase de mujer querían.
Y la gota que había colmado el vaso había sido su propia estupidez: a punto había estado de romper
su propia regla de no permitir peleas en su montaña.
-De malo, nada. Sólo que es una mesa tan acogedora, tan bonita que no sé cómo no se ha quedado a
dormir en ella.
- Sabes perfectamente bien lo que quiero decir -replicó Ethan, moviendo despacio la cabeza-. ¿Por qué
no te relajas y disfrutas de su compañía, Jas? No va a durar para siempre.
-¿Que no va a durar para siempre? En cuestión de semanas, esta montaña estará llena de mujeres.
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Caravana de esposas – Judith Stacy
- Sí. Pero Amanda no será una de ellas.
-No habrías pensado que Amanda iba a quedarse aquí, ¿verdad? -preguntó Ethan.
-Bueno, yo...
-Una vez se hayan casado las mujeres, su trabajo habrá concluido y se marchará.
-Ya lo sé.
Salió al porche e inspiró hondo el aire fresco de la noche. El campamento se disponía a pasar la noche.
Hacía fresco. Unas cuantas luces brillaban en el barracón y en las casitas del pueblo.
Le gustaba aquella hora del día. La noche, cuando todo cobraba calma y los hombres y sus problemas
quedaban a un lado y podía relajarse.
Dejó vagar la mirada hacia las cabañas esparcidas por la falda de la montaña, y en concreto hacia la
más alejada de todas. La cabaña de Amanda.
Él sabía, antes de que se lo dijera su hermano, que no iba a quedarse para siempre en aquella
montaña. Lo sabía, de verdad.
Pero es que aquella mujer había tenido tanta presencia en su vida desde que llegó allí, y había
ocupado de tal modo su tiempo que no podía imaginarse cómo sería no tenerla alrede dor. Parecía
pertenecer a aquel lugar tanto como todos los demás... tanto como él.
Masculló una maldición entre dientes. ¿En qué demonios estaba pensando? Amanda no pertenecía a
aquel lugar. Era una mujer de ciudad. Una dama refinada que carecía de lo necesario para vivir en
aquella montaña.
Volvió a mirar hacia su cabaña. Una luz suave y dorada brillaba a través del cristal de la ventana.
Estaba despierta aún.
¿Qué estaría haciendo? Se fijó más en el halo de luz, y no vio sombra alguna atravesarlo. ¿Estaría
comiendo algo? ¿Se estaría desnudando para meterse en la cama? ¿Dándose un baño, quizás?
Quizás estuviese ya acostada, acurrucada bajo la ropa de la cama. ¿Llevaría camisón, o dormiría
desnuda?
- ¡Maldita sea!
Salió del porche como una exhalación camino de su casa. Como había dicho Ethan, en unas semanas,
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Caravana de esposas – Judith Stacy
Amanda se habría marchado, y así era como debía ser. No hacía sino traer un problema tras otro. Se
alegraría el día que la viera marchar.
¿No?
Poco a poco, aflojó el paso. Miró su casa oscura entre las sombras. Luego se volvió hacia la montaña,
y aunque sabía que no debía hacerlo, hacia allá se encaminó.
Su reputación podía resentirse si lo veían en su cabaña a aquellas horas. Amanda era una dama y no
le haría ninguna gracia que la pusiera en una posición comprometida.
Aquella era su montaña y podía caminar hacia la cabaña de cualquiera, a la hora que le apeteciera.
Sin embargo, a medida que ascendía se desvió hacia el aserradero. Tampoco era cuestión de dar que
hablar, así que decidió aproximarse a la cabaña desde atrás.
La luz seguía brillando en una de sus ventanas, así que estaba despierta. Los matojos crujían bajo su
peso al acercarse. Una sombra se formó en los peldaños del porche de atrás. Era Amanda.
Jason se detuvo y tragó saliva. Tenía el camisón y una bata puestos. No podía ver su cara porque la
tenía cubierta con las manos, apoyados los codos en las piernas.
Sin pensárselo dos veces, salió a todo correr del bosque hacia la cabaña. Imágenes de lo que podía
haberle ocurrido pasaron por su cabeza, llenándole de terror.
-¿Qué pasa?
Amanda levantó de golpe la cabeza y se llevó tal susto que se apartó violentamente de él con un grito.
-No, no pasa nada -dijo él, sujetándola por los brazos para tranquilizarla. Tenía las mejillas mojadas
por las lágrimas, y los ojos abiertos de par en par.
Amanda se soltó.
- Sí.
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Caravana de esposas – Judith Stacy
-Porque tenía ganas de hacerlo -contestó, secándose la cara con el dorso de las manos.
-No.
-No, no.
Jason se levantó. Desde la diferencia de estaturas, la veía pequeña y vulnerable, y no pudo evitar
preguntarse si no sería él responsable de aquellas lágrimas.
Con un suspiro, se sentó junto a ella en los escalones y sacó un pañuelo del bolsillo.
Aceptó el pañuelo, se limpió con él la cara y la nariz y se apartó un poco para asegurarse de que no se
rozaban.
Jason la observó y contuvo el deseo de moverse con ella, de acercarse hasta tocarla, pero se quedó
quieto.
-Aquí las cosas son distintas. La gente es distinta. Tienen que ser duros para sobrevivir en un sitio
como éste.
-Muchas gracias por hacer que me sienta aún peor por haber venido -replicó.
-No pretendía molestarla. Lo que pasa es que es una mujer de ciudad, y es algo que tiene que
aceptar.
-No me conoce usted lo suficientemente bien para saber cómo soy -contestó, y volvió a limpiarse la
nariz.
Aún con las mejillas rojas de haber llorado, su postura era digna, incluso desafiante. Dios, qué mujer
más testaruda. Eso sí que lo sabía bien.
Pasaron unos minutos en los que sólo se oyó en silencio del bosque.
-Es un lugar precioso en invierno -dijo, señalando a los árboles-. Hay una manta blan ca cubriendo el
suelo, y cuelgan chupones de todas las ramas de los árboles. Y en primavera, es una explosión de
flores.
-No creía que reparara en cosas así -comentó Amanda, secándose las últimas lágrimas.
-No hay mucho más que hacer aquí cuando se termina de trabajar que no sea contemplar el paisaje.
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Caravana de esposas – Judith Stacy
-Le gusta vivir aquí, ¿verdad?
Amanda asintió.
-Sí, mucho.
-¿Cómo es que se pasa la vida buscando maridos para otras mujeres y no se ha encontrado uno para
usted?
-Bueno...
-No, no es eso.
Una especie de calor se generó entre ellos, un calor que la acercaba a él. Sabía a qué se refería y
debería sentirse insultada, pero no fue así. Pero prefirió no contestar a su pregunta.
-Puse en marcha este negocio porque me gusta ver a la gente felizmente casada. Como a su hermano,
por ejemplo.
-¿Ethan?
-¿Qué? No, eso no puede ser -replicó sin pensar, pero tras una pausa, se volvió hacia ella-. ¿Usted
cree que lo está?
-Ah, es verdad -Jason suspiró y estiró los brazos en el peldaño de detrás de Amanda-. Es una pena.
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Caravana de esposas – Judith Stacy
Dos personas enamoradas que no pueden hacer nada para cambiar su situación.
Las palabras le faltaron porque Jason se acercó un poco más. Desprendía un calor que la atraía como
la mariposa a la llama.
La rodeó con los brazos y ella se lo permitió, lo mismo que cuando se acercó hasta rozar sus labios. Se
sintió cómoda, segura, como si estuviera en casa.
Con un gemido de rendición, le rodeó el cuello con tanta naturalidad como entreabrió los labios para
sentir el calor de su lengua.
Jason la estrechó entre sus brazos hasta que sus pechos se rozaron. Un fuego que se declaró en su
vientre le puso la sangre a punto de ebullición. Su sabor era tan... dulce. Y siguió besándola hasta que
el sabor no le bastó.
Lentamente fue bajando una mano por su espalda hasta llegar a la cintura. Bajo el cami són y la bata
no llevaba nada más, y eso le disparó el corazón. Le maravilló la curva de su cadera y de su cintura
mientras iba ascendiendo para llegar a sus pechos.
Ella se quedó entonces sin respiración, pero no se apartó, sino que arqueó la espalda. Jason acarició
su pezón con un pulgar hasta que sintió endurecerse su pezón, y tras gemir su nombre, hundió la cara
en el arco de su cuello. Saboreó su carne, sintió el ritmo de su pulso batiendo bajo sus labios y hundió la
mano por dentro de la ropa hasta llegar a un pecho desnudo.
El deseo se transformó en pasión. Nunca había tocado algo tan maravilloso. La deseaba. Lo deseaba
todo de ella. Inmediatamente.
El cuerpo le palpitaba de necesidad y al levantar la cara, vio que tenía los ojos cerrados y la
respiración alterada, en cortos jadeos. Estaba perdida en el mismo deseo que estaba experimentando él,
y lo único que había hecho era besarla y acariciar uno de sus pechos. Supo que podía tenerla. En aquel
momento. Allí mismo.
La tentación era tan poderosa que casi le fue imposible resistirse, pero una vocecilla empezó a
hablarle en el fondo de la conciencia y terminó por dirigirse a él a gritos. Se separó un poco de ella,
dejando que el aire fresco corriera entre ellos.
La había encontrado sentada en la escalera, llorando, y no iba a aprovecharse de ello, por mucho que
lo deseara.
Un gemido le retumbó en el pecho al retirar la mano y cerrar su bata. Amanda abrió los ojos y lo miró.
Era una mujer hermosa y la deseaba más que a ninguna otra, pero no así.
Apoyó la frente contra la de ella y la besó tiernamente en la nariz. Ella apoyó la cabeza en su pecho.
No era lo que deseaba de verdad, pero tendría que contentarse.
Tras unos minutos, Jason se levantó, levantándola también a ella y la acompañó a la puerta. Se
quedaron allí, separados por el umbral, mirándose.
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Caravana de esposas – Judith Stacy
Ella se tocó la frente como si quisiera recordar algo olvidado.
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Trece
-Pero no te hagas ilusiones, que he cambiado de opinión. Me quedo.
Aquellas fueron las últimas palabras que Meg le dijo la noche anterior mientras aún con servaba el
sabor de sus labios y la mano le ardía por el contacto con su pecho.
La noche anterior, saber que no iba a marcharse fue un alivio para él, pero en aquel momento,
caminando hacia el comedor, ya no estaba tan seguro.
Un poco más arriba estaba Amanda con un vestido verde pálido que marcaba su cintura y se le ceñía
al pecho. Al pecho que él había acariciado la noche anterior. Un pecho que le había sorprendido por su
redondez y su firmeza.
La facilidad con la que se había dejado llevar por la pasión también le había sorprendido. Amanda era
una dama, y las damas no echaban la cabeza hacia atrás y gemían así como así.
Sólo la había acariciado, y brevemente. Sólo con las yemas de los dedos. Si hubiese llegado más allá,
Amanda...
Calor, deseo y pasión convergieron en su vientre y aflojó el paso. Demonios... había esta do así casi
toda la noche.
Pero él era quien tenía que dirigir el trabajo de aquel negocio, así que se unió al flujo de leñadores
que acudían al comedor, decidido a concentrarse en sus asuntos y no en Amanda. Ni en sus pechos.
Hacerlo resultó ser bastante más difícil que decirlo, sobre todo al llegar a la puerta y ver a Amanda
sonriendo y saludando a los leñadores, porque su mirada se fue irremediablemente a sus pechos. En
concreto a la derecha. Al seno que había acariciado. ¿Cómo sería el izquierdo?
-Señor Kruger.
Oyó la voz de Amanda por encima de la charla de sus hombres y la miró. Si sentía ver güenza por lo
que había ocurrido la noche anterior, no lo demostró, a no ser que fuera el hecho de que mirase
insistentemente el botón del cuello de su camisa en lugar de mirarlo a la cara.
-Me gustaría empezar con el aprendizaje de etiqueta esta mañana -dijo-. ¿Sería mucho pedir que se
juntasen dos mesas para que todos los futuros maridos puedan estar juntos?
Jason se volvió. La mesa que Amanda había ocupado el día anterior ya contaba con dieciséis
miembros, en lugar de los diez que cabían habitualmente en cada banco.
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Caravana de esposas – Judith Stacy
Se dispusieron dos mesas juntas y bancos a tres de los cuatro lados. Ojalá pudiese evitar a Jason todo
el día. Las cosas que se hacían en la oscuridad cobraban un significado totalmente distinto a la luz del
día. No sabía qué hacer, ni qué decirle. ¿Cómo debía reaccionar una dama al ver al caballero a quien le
había permitido acariciar sus pechos?
El temblor del estómago volvió a aparecer. Se había pasado casi toda la noche pensando en ello.
Debería sentirse avergonzada por su comportamiento, que no había sido mejor que el de una... fulana.
Pero no estaba avergonzada ni se sentía casquivana. Lo ocurrido la noche anterior con Jason le había
parecido bien, lo cuál sólo servía para aumentar su confusión.
Vio a Jason ir a buscar la silla y colocarla a la cabecera de las dos mesas. No parecía distin to tras su
encuentro, a excepción de que parecía estar mirando su pecho izquierdo.
Los leñadores se sentaron en los bancos y se lanzaron hacia los platos de salchichas, tocino, maíz,
huevos y tostadas.
-¡Un momento! -dijo Jason, sentándose frente a Amanda-. Esta mañana van a enseñaros modales.
-Buenos días, caballeros -dijo Amanda, sonriendo-. Haremos que sea lo menos incómodo posible. Sé
que tienen hambre y que han de ponerse a trabajar enseguida, así que empezaremos con algo sencillo e
iremos avanzando con cada comida. ¿Les parece bien?
-En primer lugar, la servilleta debe estar sobre las piernas, y no colgando del cuello de la camisa.
-Y a menos que estén cortando carne, la mano que no utilizan debe estar también sobre las piernas.
Esa instrucción causó un poco de confusión entre los leñadores, que colocaron la mano con torpeza
como se les había indicado.
-Lo están haciendo bien -dijo Amanda, sonriendo para animarlos-. Recuerden que el acto de comer no
debe producir ningún sonido, así que nada de sorber ni de masticar ruidosamente.
Los hombres comenzaron con el desayuno, pero parecían incómodos y Amanda intentó darles
conversación, pero ya tenían bastante con procurar que no se les cayera la servilleta y con tener las
manos donde debían, así que renunció a ello.
-Estaré en la oficina del señor Kruger para las cinco siguientes solicitudes en cuanto hayan terminado -
dijo, y se levantó de la mesa.
-Levantaos -ordenó, y los hombres lo hicieron, inclinando educadamente la cabeza. Amanda no pudo
evitar darse cuenta de que parecieron aliviarse al verla marchar, y la verdad, ella también experimentó
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cierto alivio.
Cuando Jason dejó el comedor tras el desayuno para irse a la oficina, pensó que encontraría a
Amanda lista para entrevistarse con los mineros, pero a quien se encontró fue a Ethan y algo que no
esperaba.
-Bonita, ¿eh?
Jason se puso en jarras para examinar la zona de trabajo que había preparado para Amanda. Los
caballetes y las planchas de madera habían sido cubiertas por un mantel de lino rosa. En el centro,
había un jarrón de cristal con un pañuelo amarillo atado alrededor y lleno de flores silvestres.
-Pues como yo -Ethan se recostó en la silla y entrelazó las manos tras la nuca-: Relájate y disfruta.
-Esto es una empresa maderera -protestó Jason-. ¿Quién ha oído hablar alguna vez de un mantel rosa
en una maderera?
-Tú fuiste quien le dijo que viniera a trabajar aquí -puntualizó Ethan-. ¿Qué esperabas?
Ethan jugó distraídamente con un lápiz que encontró sobre la mesa y se encogió de hom bros sin
contestar.
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-Hace casi un año que se marchó su marido.
-Lo sé -suspiró.
-Si decides lanzarte, dímelo; localizaremos a ese bastardo y haremos lo que haya que hacer. Sólo
tienes que decírmelo.
-Sí.
Necesitaba hacerlo. Necesitaba un día de trabajo duro para quitarse a Amanda Pierce de la cabeza.
La puerta se abrió en aquel instante y Amanda entró, recordándole lo que precisa mente pretendía
olvidar desde la noche anterior: sus pechos, abrazados por aquel vestido, en toda su gloria. Menos mal
que ya estaba sentado.
Jason intentó concentrarse en los planos del edificio que había sacado del cajón mientras Amanda se
sentaba y preparaba los papeles de cinco hombres más. No era fácil, teniéndola frente a los ojos, con
aquel aspecto tan lozano y aquel perfume tan dulce. A duras penas era capaz de permanecer sentado.
En cuanto concluyó la última entrevista, Jason guardó el dinero de Amanda en la caja fuerte y salió
disparado hacia la montaña.
Mientras subía con el equipo, respiró el aire fresco. Estaba tenso como la cuerda de una gui tarra, de
modo que nada mejor que un día de trabajo con sus hombres. Un día lejos de Amanda y de todo
pensamiento acerca de mujeres, esposas y senos.
Pero no encontró el descanso que esperaba. Mientras que la conversación habitual de los hombres era
el trabajo y las historias de pesca y de caza, aquel día no dejaron de hablar de las mujeres que iban a ir,
y de Amanda y de su lección de etiqueta de aquella mañana. De las lecciones de baile que seguirían. De
la fiesta. Tres de los hombres cayeron en la cuenta de que querían a la mujer número nueve del
catálogo y a punto estuvo de liarse otra pelea.
A las doce, Jason volvió con sus hombres al comedor sintiéndose tan mal como cuando había salido.
Menos mal que Amanda no estaba allí para otra de sus lecciones de etiqueta. Así podría comer tranquilo.
Pero se engañaba, porque la mitad de los hombres de una mesa acusó a la otra mitad de comer como
unos cerdos e ignorar las lecciones de Amanda, y aquella vez, la pelea fue inevitable.
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¿Qué pasaría cuando se acercase el momento? ¿Quién iba a quedarse con la esposa número nueve?
¿Y cómo se comportarían los hombres que no fuesen a casarse? A juzgar por cómo se encontraba él...
se había pasado el día entero trabajando y sudando, y no había podido dejar de pensar ni un momento
en los pechos de Amanda.
Algo tenía que hacer. Era poco probable que Amanda volviera a permitirle una escaramuza pomo la
del día anterior, pero había muchos otros senos que podía acariciar, además de otras cosas, claro. Cosas
que necesitaba hacer si no quería explotar.
Bajaría a Beaumont a pasar el día... diablos, puede que incluso se quedara dos, para pasarlos con la
prostituta más guapa que encontrara. Y cuanto antes, mejor.
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Catorce
-Venga, date prisa. Vámonos -apuró Jason a su hermano para que salieran del comedor.
-¿Qué prisa hay? -dijo Ethan, tomando un último bocado de su panqueque-. ¿Por qué tienes tanta
prisa por salir para Beaumont?
No había podido pensar en otra cosa desde la tarde del día anterior. Había dejado a Buck Johansen a
cargo de los hombres con instrucciones bien explícitas, y Roby Connor estaba encargado del aserradero.
Y sobre todo, se había mantenido alejado de Amanda... y de sus senos.
Al acercarse al carro que los esperaba fuera, Jason aflojó el paso. Había creído ver algo azul y como
de encaje al otro lado del carro.
¡No!
Dio la vuelta y se encontró con Amanda, Meg y Todd que los aguardaban.
-Hemos visto que Shady tenía el carro ya preparado, así que nos hemos dicho ¿por qué no?
Ethan sonrió.
-Estupendo.
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Caravana de esposas – Judith Stacy
Todd tiró de la manga de su madre.
-¿No podemos ir nosotros también? -preguntó Amanda, mirando el carro-. Hay mucho sitio.
-Tenemos asuntos de los que ocuparnos -dijo Jason, intentando parecer importante.
-Yo también -contestó Amanda, mostrándole su bolsa de cuero-. Todas las órdenes están completas y
he de enviarlas.
-Yo lo haré -dijo Jason, e hizo ademán de recoger la bolsa, pero ella no se lo permitió.
-Ethan y yo podemos comprar lo que necesiten -dijo Jason, buscándose en los bolsillos para encontrar
por fin un trozo, de papel y un lápiz-. Escríbanlo y nosotros se lo traeremos.
-No, Todd, no puedo dejarte solo todo el día. No vamos a volver hasta tarde.
-De eso, nada -intervino Jason-. Ethan y yo tenemos asuntos importantes que atender hoy.
Amanda lo miró.
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Caravana de esposas – Judith Stacy
-¿Hay alguna razón por la que no pueda comprar esas provisiones con Meg y conmigo?
-Bueno...
-Claro que sí -respondió Ethan, mirando a Jason como si hubiera perdido el juicio-. Suban las dos al
carro y cómprense algo bonito. Pásenlo bien, que Todd y yo estaremos perfectamente.
Ella sonrió.
-Gracias, Ethan. Es lo mejor que alguien ha hecho por mí desde hace mucho.
Ethan ayudó a Meg y a Amanda después a subir al carro y luego miró hacia el horizonte.
-Creo que tienes razón -le dijo a su hermano-. Puede que llueva, así que no tardéis mucho en volver.
-No te preocupes. Haré lo que tengo que hacer y saldré inmediatamente de allí.
Saltó al carro con tanta fuerza que el asiento se inclinó hacía un lado y Amanda se tambaleó hacia él.
Rápidamente volvió a enderezarse, pero no pudo evitar que su seno derecho le rozase.
Apretando los dientes, Jason puso en marcha los caballos. Iba a ser un día muy largo.
Jason detuvo el carro a la entrada de Beaumont, frente al establo; pisó el freno, ató las riendas y
saltó. Nunca había tenido tantas ganas de llegar.
Amanda había viajado sentada junto a él, saltando y balanceándose al ritmo del carro y sus piernas se
habían rozado de vez en cuando.
-Buenos días -los saludó el herrero mientras abría la puerta de dos hojas del establo.
-Buenos días -contestó Jason-. Ocúpese de los animales, por favor. Vamos a quedarnos casi todo el
día.
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Caravana de esposas – Judith Stacy
-Desde luego.
-Buenos días, señoras. Permítame que les ofrezca una mano para bajar.
Jason se dio la vuelta y en una décima de segundo estaba delante del herrero para tomar a Amanda
por la cintura y dejarla en el suelo.
-Gracias -susurró.
Las palmas de las manos le picaban. Aunque no podía sentir más que la tela del vestido, sabía lo que
latía debajo.
Meg carraspeó y Jason la ayudó a bajar, y las dos se encaminaron hacia el centro del pueblo.
Eran dos mujeres hermosas, pensó al verlas caminar delante de él. Las dos más guapas que andarían
por aquellas calles. Era lógico que Ethan sintiera algo por Meg. Era una mujer inteligente, trabajadora,
buena madre y que sabía cuidar de sí misma.
Jason frunció el ceño. Eso era lo que hacía que Amanda y ella pareciesen tan distintas. Amanda no
parecía pertenecer a aquel lugar, a las calles vastas y sin arreglar de Beaumont. Su vestido estaba más
a la moda. Se movía de forma algo distinta. En resumen: que parecía la mujer de ciudad que era.
Y eso la convertía en presa fácil en aquellas calles. Ser consciente de ello lo sorprendió. Él tenía sus
propios planes, pero la preocupación por su seguridad le hizo apresurarse a alcanzarlas.
Jason se olvidó por un instante de lo que quería decirles. Era difícil recordar nada cuan do lo miraba
así.
-Eh... cuando compren algo, díganle al tendero que se lo guarde. Lo recogeremos todo antes de
marcharnos para que no tengan que andar cargadas todo el día.
-No se separen.
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Caravana de esposas – Judith Stacy
-No lo haremos.
-Creía que estaba ansioso por ocuparse de esos asuntos que lo esperan -dijo.
-Ah... sí, claro -contestó, retrocediendo un paso-. Sólo quiero que tengan cuidado.
-Lo prometemos.
Amanda se dibujó una cruz con un dedo sobre el pecho y, al verlo, Jason sintió de nuevo un calor
sofocante. Rápidamente se dio la vuelta.
-Señor Kruger... me gustaría darle las gracias debidamente por haber permitido que mis chicas suban
a su montaña. ¿Querría comer con nosotras hoy?
-Bien. Nos veremos a las doce en el restaurante que hay junto al hotel.
-Allí estaré.
Tras asentir levemente, Amanda echó a andar calle abajo hablando con Meg.
Jason se quedó donde estaba, contemplándolas. Dos mujeres, una de ellas de ciudad, solas por las
calles de Beaumont. No le parecía bien.
Pero enseguida descartó la idea. Seguir a aquellas dos mujeres todo el día era lo último que quería
hacer, y desde luego no era el motivo por el que había bajado a Beaumont. La urgencia que le había
empujado a salir de su montaña crecía a cada minuto, y ya era hora de ponerle solución.
Tomó la dirección de una casa de citas que había al otro lado del pueblo. Había bajado allí para
pasarse todo el día metido en la cama, y eso era exactamente lo que iba a hacer.
Pero de pronto se detuvo, y a punto estuvo de colisionar con una señora de edad que salía de la
tienda de ultramarinos. ¿Como iba a pasarse el día en la cama si le había prometido a Amanda que
comería con ellas?
Una retahíla de maldiciones se le escapó de entre los labios. ¿Cómo podía ser tan estúpido?
Suspiró intentando encontrar una solución. No podía faltar a la cita. ¿Qué explicación daría? Como era
cierto que tenía que hacer unas compras, dedicaría a ello la mañana, comería con ellas y después
tendría toda la tarde para pasarla con una mujer complaciente.
La lista de cosas que necesitaba era bastante larga. El cocinero necesitaba harina, azúcar, sal y una
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Caravana de esposas – Judith Stacy
docena de cosas más. Le dejó esa parte de la lista al dueño de los ultramarinos y cruzó la calle.
La construcción del edificio para las mujeres iba a empezar inmediatamente, así que tenía que
comprar el material necesario. Todo lo que no pudiera hacerse de madera, tendría que com prarlo. Entre
dos o tres tiendas lo encontró todo.
Y mientras entraba y salía, miraba a su alrededor en busca de Amanda y de Meg, pero no las vio.
Beaumont no era muy grande, y después de dos horas de no verlas empezó a preocuparse.
En principio se consoló pensando que estarían en una de esas tiendas de ropa de mujeres, mirando
telas y patrones, pero a aquellas alturas, su preocupación era inconsolable.
Estaba empezando a plantearse su búsqueda cuando las vio a lo lejos, saliendo de una tienda de
sombreros. En un principio no estaba seguro de si eran ellas, ya que la tienda quedaba bas tante lejos,
pero ni a kilómetros de distancia podría confundir el vestido azul de Amanda.
Las estuvo observando durante un par de minutos y estaba a punto de darse la vuelta satisfecho
cuando vio a tres hombres plantarse delante de ellas y cortarles el paso.
La sangre se le heló en las venas al ver que ellas intentaban zafarse pero que ellos volvían a
impedirles avanzar, y sin pensárselo, echó a andar.
Se temía que ocurriera algo así. Su latido comenzó a acelerarse, y se echó mano al muslo. No había
ido armado. Llevaba un rifle en la parte trasera del carro, pero para poco iba a servirle en aquel
momento.
Entonces vio a Meg evitar de nuevo a los hombres, pero Amanda se quedó inmóvil. Meg tiró de ella,
pero Amanda no se movió. La vio erguirse y, mirando a la cara a los hombres que venía delante, y
disponerse a ponerles en su sitio con una reprimenda.
Condenada mujer. No tenía ni idea de cómo actuar en un lugar como aquel. No sabía cuidar se ni debía
estar allí. Lo había pensado y dicho en más de una ocasión.
Esquivando un carro y una diligencia, cruzó la calle y saltó a la acera. Desesperadamente se abrió
paso entre la gente sin perder de vista a Amanda. Tenía que llegar a ella. No podía permitir que le
ocurriera algo. No sabía cuidarse. Quizás en San Francisco sí, pero no allí. No entre aquella clase de
gente.
Justo entonces uno de los hombres se agachó, poniendo su cara a la altura de la de Amanda. Jason
vio la indignación en su rostro y luego presenció una maniobra increíble: Amanda levantaba su bolsa de
cuero y la estampaba con todas sus fuerzas en el pecho del hombre quien, tras perder el equilibrio, iba
a parar al pilón rebosante de agua.
Jason se detuvo. Todo el mundo se paró. El minero se revolvió en el pilón y consiguió salir, calado
hasta los huesos.
Amanda debió presentir que Jason estaba cerca, porque se volvió hacia él con la bolsa aferrada contra
el pecho. Estaba roja de ira, tenía los ojos muy abiertos y la respiración agitada.
Y él sintió que las rodillas no iban a sujetarlo. Que Dios le ayudara, pero cómo deseaba besarla. Allí
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Caravana de esposas – Judith Stacy
mismo, en medio de la calle, delante de todo el mundo, y de aquel minero gigante que podía sacarle las
tripas en cuanto se descuidara.
Una grotesca risotada partió de los otros dos mineros, que señalaban a su compañero. Jason corrió
hasta Amanda y se colocó delante de ella.
-Sí -añadió el otro, sin dejar de reír-. La próxima vez que venga, avise antes para no venir.
Recogieron a su empapado amigo y echaron a andar calle abajo, riendo los tres.
-¡Amanda! -exclamó Meg-. ¡No me puedo creer que hayas podido hacer eso!
-Yo tampoco puedo creerlo -contestó ella, llevándose una mano a la garganta.
Jason se volvió. Todo el deseo que había sentido de besarla, de abrazarla, se transformó en ira.
Amanda se irguió.
-Pues en que esos tres hombres no tenían modales y que no tenían por qué hablamos de ese modo.
Sólo la señorita Amanda Pierce de San Francisco se sentiría ultrajada por una falta de educación en las
calles de Beaumont.
Ella tardó unos segundos en digerir sus palabras y después lo miró un poco asustada.
-Por supuesto que lo estoy -contestó él, molesto con ella... y consigo mismo porque se le hubiese
vuelto a escurrir la mirada hacia el mismo sitio-. Tiene que aprender a cuidarse en un sitio como este.
-Discúlpeme, señor Kruger, pero creo haber demostrado con creces que sé perfectamente cómo cuidar
de mí misma.
Jason fue a contradecirla, pero no lo hizo. ¿Qué podía decir? Era cierto que había manejado la
situación, pero eso no significaba que a él le gustara lo más mínimo.
-Terminemos antes con las compras -contestó Meg-. Sólo nos quedan un par de tiendas más.
-Un momento. No quiero que anden solas por las calles. Ese tipo podría caer en la cuenta de que no
es tan divertido que una mujer lo haya tirado al pilón.
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Caravana de esposas – Judith Stacy
-Esperen...
-Señor Kruger, ahora no estamos en su montaña, así que podemos hacer lo que nos plazca.
-Puede que Jason tenga razón -intervino Meg-. Díganos dónde va a estar, y si tenemos algún
problema, iremos a buscarlo.
-¡Quizás debería advertirle a Beaumont que tuviese cuidado con Amanda! -replicó Meg, riendo.
Jason se quedó observando a Amanda. Tenía la boca seca y el cuerpo ardiendo como una tea.
Deseaba a esa mujer como no había deseado otra cosa en toda su vida.
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Quince
Cuando Amanda se acercó al Red Apple, el restaurante que había junto al hotel, Jason ya estaba allí,
tal y como había prometido. Y la sorprendió darse cuenta de que había sonreído sin querer.
-¿Tiene hambre?
Y debía ser verdad, porque tenía una expresión de desesperación que no había visto antes en él.
La sala era amplia y luminosa, llena de mesas con sus manteles a cuadros bien limpios. Otros
comensales ocupaban ya las mesas, pero aun así quedaba una mesa libre junto a la venta na. Una vez
allí, separó la silla y esperó a que estuviese cómodamente sentada antes de acomodarse él.
-Tenía algo más que hacer -dijo, colocándose la falda-. Llegará dentro de un rato.
-No estará tirando a nadie al pilón, ¿verdad? -preguntó, dejando el sombrero sobre la silla de al lado.
-¿Sobre qué?
Amanda suspiró.
-Tenía razón en cuanto a Ethan. He hablado con él. Pero me temo que no pueda hacerse nada al
respecto.
Jason sonrió.
-Será mejor que se vaya acostumbrando. Todo el mundo va a hablar de ello durante días.
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-Pues no pretendía causar controversias.
Amanda sonrió sin poder evitarlo. Qué guapo estaba, más aún de lo habitual. Cómo se había alegrado
de verlo tras empujar al pilón a ese minero. Nunca se había sentido tan aliviada de encontrarse con
alguien.
Desde luego, sabía cómo actuar en todos las situaciones. Se había dado cuenta de ello desde el primer
momento. No sólo ella, sino todo el mundo. Así dirigía a sus hombres. Por eso lo seguían. Había algo en
él que pocas personas podían ignorar.
Aun así, había algo distinto en él aquel día. A veces, parecía más tenso de lo habitual. Sin embargo,
sentada frente a él, estaba presenciando un aspecto suyo desconocido para ella. Parecía más tranquilo.
Sonreía con facilidad. Incluso bromeaba.
La carga de la responsabilidad de su trabajo debía resultar a veces muy pesada, y le complació que
necesitara y disfrutase de un poco de tiempo libre.
La camarera se acercó a su mesa y les sirvió café antes de informarlos sobre el menú del día, pero
ellos le pidieron que volviese cuando Meg hubiera llegado.
-No me había dado cuenta de lo grande que es Beaumont -comentó, viendo pasar gente por la acera-.
Cuando llegué la primera vez, me pareció más pequeño.
-No está mal. Pasa mucha gente por aquí, con los ranchos y las minas que hay alrededor, aparte de
nuestra empresa. Incluso se rumorea que van a construir un teatro.
-Supongo que no lo parece, sobre todo frente a San Francisco. Supongo que debe tener ganas de
volver.
Había comprado cosas para que su cabaña pareciera más un hogar y telas para los dormi torios de las
chicas.
Él frunció el ceño.
-¿Para qué?
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-Cortinas.
-Hablando del edificio, quería decirle que no se preocupe por tener que perder el tiempo supervisando
la construcción. Yo me ocuparé.
-¿Usted?
-Por supuesto. Nadie sabe mejor que yo lo que quiere una novia.
-¿No le resulta molesto tomarse tantas molestias en construir el edificio y hacerlo habitable para luego
marcharse?
-No.
Pasaron varios minutos hasta que se volvió a la ventana, bajo la atenta mirada de Jason.
-¿Ah, no?
-Bueno...
-¿Bueno?
Meg suspiró.
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-Desde luego, el asunto no lo ha dejado indiferente.
-Lo siento.
-Todos sabemos que las promesas del matrimonio son para toda la vida, pero en tu caso...
-El reverendo quiere que sea yo quien tome la decisión -concluyó, y con una sonrisa, cambió de
tema-. ¿Cuál es el plato del día?
Jason llamó a la camarera y pidieron y, charlando sobre las compras de la mañana, transcurrió la
comida.
Cuando terminaron, los tres se quedaron un rato más sentados. Ninguno tenía ganas de marchar.
Cuando se levantaron, Amanda tomó la cuenta de manos de la camarera pero Jason se la arrebató.
-Le dije que esta comida era mi manera de darle las gracias por permitir los matrimonios en su
montaña -protestó.
-Esta comida no va a pagarla, así que más vale que se busque otro modo de darme las gracias -replicó
con una sonrisa.
Amanda sintió un fogonazo. Debería sentirse ofendida, pero lo único que pudo hacer fue devolverle la
sonrisa.
El sol de la tarde había desaparecido tras un banco de nubes, refrescando el aire y desper tando una
brisa suave cuando salieron del restaurante.
-Las acompañaré.
-Ah, sí.
Se suponía que debía ir a la casa de citas aquella tarde. Era la razón que lo había empujado a ir a
Beaumont. ¿Cómo podía haberse olvidado?
Pues porque llevaba una hora sentado frente a Amanda. Mirándola. Oliéndola. Admirando su forma de
utilizar el tenedor o de mover la cabeza. Disfrutando de su risa.
Y, después de todo eso, darse un revolcón con una prostituta había perdido el atractivo. Aun así, ¿qué
podía hacer?
Las dos echaron a andar por la acera y Jason salió en dirección contraria. Pero un instante después, se
detuvo.
-Tengan mucho cuidado -les dijo-. Sobre todo con los mineros.
-No lo sé, pero lo mejor será que los eviten. Si los ven, cambien de dirección, aunque seguramente no
se volverán a acercar.
Amanda asintió.
Jason las miró. ¿Cómo decirles dónde iba a estar, si pensaba pasarse las próximas horas
deshaciéndose de la tensión que lo tenía a punto de ebullición en una casa de prostitución? ¿Cómo
explicárselo a aquellas dos mujeres?
¿Y si les dijera la verdad? Imaginar la expresión de Amanda le hizo sonreír. Demonios, si ella era la
culpable, no estaría de más que lo supiera.
No podía arriesgarse a dejarlas solas en el pueblo. ¿Y si volvían aquellos mineros? ¿Cómo podría vivir
si les ocurría algo mientras él estaba bajo las sábanas con una prostituta?
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Amanda señaló al otro lado de la calle.
Jason miró a la tienda que tan lejos quedaba de la casa de citas que bien podría estar al otro lado del
país, y se colocó entre las dos mujeres, guiándolas a ambas por el codo para cruzar la calle. Luego se
quedó unos pasos atrás mientras ellas revisaban todo lo que había en la tienda, en cada estante, en
cada rincón, y hablaban sobre cada cosa como si fuese la compra mayor que hubiesen hecho en sus
vidas.
Mujeres.
Tras tantos meses de aislamiento en la montaña, rodeado sólo por leñadores, había olvidado cómo era
la compañía de las mujeres. Las pocas que vivían en la montaña mantenían las distancias, algo que a él
le parecía perfecto.
Pero ahora, después de haber estado con Amanda durante días, de haber comido con ella, de verla
mover las caderas al andar, de oírla reír y charlar de cosas de mujeres, no podía recordar por qué se
había opuesto con tanta vehemencia a que hubiese mujeres en su montaña.
En aquel momento vio a Amanda moverse entre los mostradores con tanta delicadeza, con tanta
gracia, y supo que eso era algo que no podría encontrar en una prostituta. .
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Dieciséis
Una lluvia suave y continua mojaba los cristales del comedor, pero se oía con más fuerza porque los
hombres estaban más callados de lo habitual.
Jason estaba sentado en su lugar habitual al fondo de la sala, desde donde podía ver la puer ta de
entrada, al cocinero y a los hombres. Pero aquella mañana no había mucho a lo que mirar.
Su ausencia parecía haberle robado la vida a la habitación. Los leñadores apenas hablaban, y nadie
parecía tener demasiado apetito. Ethan ya se había marchado, dejando su desayuno casi sin tocar.
Jason apartó también su plato a medio comer.
Quizá fuese la lluvia, pensó al levantarse. El trabajo en la montaña no se paraba porque hiciese mal
tiempo, pero a nadie, incluido él mismo, le hacía gracia trabajar bajo la lluvia fría. Quizá ese fuera el
problema.
-Algunos hombres se preguntan -le dijo-, si la señorita Pierce estará indispuesta esta mañana.
-Como estuvo ayer todo el día fuera, los hombres se han imaginado que podía no encontrarse bien
hoy. No estará enferma, ¿verdad?
-La señorita Pierce es una mujer delicada, -corroboró Buck. A su espalda los leñadores asintieron.
Parecían satisfechos con aquella explicación.
-Asegúrate de que hoy se tomen todas las precauciones necesarias en el trabajo, Buck - dijo, y salió.
Un viento frío lo traspasó al salir. Se subió el cuello y se abrochó los botones de la chaqueta y se
dirigió a la oficina bajo la lluvia.
Como había hecho en tantas otras ocasiones, su mirada se desvió hacia la cabaña que quedaba más
alta en la colina. La cabaña de Amanda. No se veían signos de vida. No había luz en la ventana. Quizá
estuviese en la cama aún.
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Caravana de esposas – Judith Stacy
Amanda en la cama. Amanda en la cama con él. La lluvia cayendo sobre el tejado. Los dos juntos,
solos, calientes, íntimos. Un día de lluvia era para pasárselo retozando en la cama.
Un dolor que se había iniciado en el pecho se intensificó, creció y bajó, y Jason se abrió los botones de
la chaqueta para que el viento y la lluvia helada lo refrescasen. Diablos... debería haber ido a la casa de
citas de Beaumont.
El dolor que sentía, el recordatorio constante de su deseo por Amanda empezaba a resultarle tan
familiar que era casi soportable. Casi. Podía haberse ocupado de esa necesidad el día anterior, pero
había elegido no hacerlo. Aun así, podía ir cuando quisiera.
Pero de algún modo, esa necesidad era distinta. Ahora no podía satisfacerse con ninguna mujer, sino
sólo con una: Amanda.
Mientras que el camino de ida a Beaumont había estado cargado de tensión, el viaje de vuelta había
sido un placer. La conversación había fluido con facilidad, y aunque Meg parecía tener muchas cosas en
la cabeza, lo cual era comprensible, Amanda no se había perdido ni una sola de sus palabras.
Charlaron acerca de lo mucho que estaba creciendo Beaumont, de la gente que habían visto allí, de las
cosas que habían comprado. Le sorprendió que le interesaran sus comentarios sobre la economía de la
zona y cómo afectaba a su negocio. Es más, no sólo lo había escuchado, sino que lo había comprendido.
Y a él no le había importado oírla hablar sobre las telas que había comprado, los vestidos que le
gustaban, los botones, el encaje y las cintas. Por alguna razón, le resultaba lo más fascinante que había
oído nunca.
Cuando llegaron al valle justo antes de que oscureciera y seguidos de cerca por la tormenta, había
lamentado verla alejarse. Se había ofrecido para ayudarla a llevar los paquetes a su cabaña, pero Shady
y un par de hombres se habían presentado para descargar el carro y Jason se había sentido obligado a
dejarles hacer.
Una ráfaga de viento frío y húmedo lo golpeó en la cara al mirar una vez más hacia la cabaña de
Amanda. Sabía que no debía ir. Lo sabía ya la noche anterior y lo sabía en aquel momento.
Al llegar al porche de la oficina, se limpió las botas y se quitó la chaqueta y el sombrero para
sacudirlos y quitarles el agua. Ethan estaba sentado a su mesa cuando entró. La habitación estaba
helada, pero olía al café que se estaba haciendo sobre la estufa.
-Ayer a mediodía me di cuenta de por qué querías que fuese a Beaumont contigo, y por qué no
querías la compañía de las mujeres -dijo Ethan.
-¿Crees que tuve tiempo de hacer algo, con dos mujeres de las que cuidar durante todo el día?
Ethan sonrió.
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Caravana de esposas – Judith Stacy
-Según tengo entendido, Amanda no necesita que cuiden de ella.
Jason se sentó.
-Ya me imaginaba yo que esa historia llegaría hasta aquí más tarde o más temprano.
-He estado haciendo algunos cálculos - dijo Ethan, mostrándoselos-. Esa idea que tuvo de alquilar las
habitaciones del edificio nuevo es buena. Recuperarás rápidamente la inversión.
-Es una mujer inteligente -continuó Ethan-. Deberías echarle el lazo antes de que se case con otro.
-Una mujer como ella no va a quedarse soltera, te lo garantizo -contestó mientras cogía el abrigo y el
sombrero-. Bueno, me voy al aserradero.
-Diablos...
Jason se recostó en su silla y tiró sobre la mesa el lápiz. Ethan estaba jugando con fuego, y nadie
juega con fuego sin terminar por quemarse.
Volvió su atención a los planos que tenía delante cuando de pronto recordó algo que había dicho su
hermano. Era sobre Amanda y que no seguiría soltera para siempre.
Ya le había preguntado en un par de ocasiones por qué no estaba casada, sobre todo teniendo en
cuenta que nadie tenía más posibles maridos donde elegir que ella, pero no había obtenido respuesta.
Cuanto más lo pensaba, más convencido estaba de que rehuía el tema, y él no podía evitar
preguntarse por qué.
Pero todo pensamiento lógico desapareció de su cabeza cuando una ráfaga de viento precedió la
entrada de Amanda. La vio cerrar rápidamente la puerta, mirar a su alrededor y sonreír al verlo.
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-Buenos días -lo saludó.
No era un día bueno, sino uno de los peores que se podía tener en un campamento de leñadores.
Pero Jason sonrió y se levantó de su silla.
Una fina película de lluvia humedecía su rostro, tenía las mejillas arreboladas y respiraba algo más
rápido de lo normal. Llevaba un vestido verde y parecía alegre y satisfecha en una mañana horrible
como aquella.
La ayudó a quitarse el abrigo y lo colgó junto a su chaqueta al lado de la puerta. Amanda se quitó la
bufanda y se volvió rápidamente.
-Dios mío, qué viento tan fuerte -comentó, y se acercó al lavamanos que había en el rincón.
De pie frente al pequeño espejo del lavamanos, Amanda se estaba colocando un mechón de pelo
errante y lo sujetaba con una horquilla para luego mirarse girando la cabeza a un lado a otro. No debió
satisfacerla lo que vio, porque volvió a quitarse las horquillas.Todas. Una tras otra fue sacándolas del
recogido, dejando caer mechones de pelo a su espalda.
Era un cabello oscuro y abundante, con un reflejo rojizo que él antes no había visto. No podía verlo,
llevándolo siempre recogido como lo llevaba.
Jason se quedó donde estaba, en silencio, sin moverse. No quería romper aquel momento de intimidad
con Amanda. Una mujer decente nunca llevaba el pelo suelto en público, de modo que un hombre
nunca veía el cabello de una mujer a menos que estuviesen casados.
No podría decir por qué Amanda mostraría aquella confianza con él. No se la merecía, sobre todo
sabiendo como sabía que su único pensamiento era enredar los dedos en aquella mata de pelo, hundir
la cara en él y olerlo, verlo extendido sobre una sábana blanca.
Ante sus ojos sacó un peine del bolsillo y volvió a recogérselo con gran eficiencia.
Jason tuvo que apretar los dientes para no gemir. Lo que daría por quitarle él las horquillas, por ver
esa hermosa melena caer de nuevo a su espalda...
-¿Eh?
Solo entonces Jason se dio cuenta de que se había vuelto del espejo y lo miraba.
Jason saboreó el momento de verla inmóvil frente a él y con la mirada recorrió la línea de su espalda,
su cintura, sus caderas, el polisón, el bajo de su falda y la mínima blancura que había podido ver al
darse la vuelta y girar sus faldas. Tuvo que contener otro gemido antes de mirarla a los ojos.
Dos pequeños mechones de pelo se le rizaban en la nuca, pero Jason no se lo dijo. Le gustaba verlos
allí, rogándole que los enrollara en sus dedos.
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Amanda lo miró por encima del hombro enarcando las cejas en espera de su respuesta.
-¿Puedo verlos?
Amanda fue por una silla y la colocó junto a él, mientras que Jason ponía lo que había sobre la mesa a
un lado y colocaba los planos entre ambos.
En un principio se había limitado simplemente a incluir lo que Amanda le había pedido para cada
habitación, pero a aquellas alturas, que ella aprobase su trabajo lo significaba todo para él.
Discutieron los planos cada uno con un lápiz, preguntando, señalando, ofreciendo ideas. Amanda tuvo
unas cuantas sugerencias, pero en general se mostró satisfecha con su trabajo. Y él lo estuvo con
tenerla tan cerca.
Al final, cuando ya se habían puesto de acuerdo sobre todos los detalles, Jason se echó hacia atrás y
se frotó la frente.
-No puedo esperar a que cese esta lluvia para que empiecen las obras -dijo ella, levantándose-. ¿Cree
que lloverá muchos días?
-Yo creo que solo hoy, a juzgar por cómo sopla el viento.
-Mujeres en su montaña -respondió ella con suavidad-. Somos una verdadera molestia, ¿no?
Ella sonrió.
-Sí. De verdad.
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Amanda se acercó al lavamanos.
-Puede que tener mujeres en la montaña ya no lo moleste, pero este dolor de cabeza es culpa mía -
insistió-, por obligarlo a trabajar tanto en esos planos.
El dolor de cabeza se debía a la tensión que crecía dentro de su cuerpo, y que tenía que salir por
algún sitio, pero eso no podía decírselo.
Bueno, ¿por qué no? Quería tenerla cerca, y aquella era su oportunidad.
Cerró los ojos y echó hacia atrás la cabeza. Sintió su bufanda doblada en la nuca. Se la debía haber
puesto para que estuviera cómodo.
Luego sintió un paño frío en la frente y sus dedos le rozaron las sienes.
¿Tranquilo? ¿Cómo demonios iba a estar ranquilo estando ella tan cerca y teniendo los nervios a flor
de piel? ¿Cómo demonios iba a estar tranquilo si la deseaba tanto que todo su cuerpo era un dolor?
Imposible.
-¿No se siente mejor? -preguntó ella, con paño húmedo en la mano. El se lo quitó de la mano y lo tiró
al suelo. -Amanda...
Llevaba días notando la fuerza que tiraba de ellos, y se sentía incapaz de hacer nada ante ella. Ante él.
Ante sí misma.
Rodeándola con sus brazos, Jason la besó, y ella sintió que las piernas no la sujetaban, así que se
aferró a su cuello y echó hacia atrás la cabeza. Jason devoró su boca.
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Caravana de esposas – Judith Stacy
Un extraño fuego interior conducía sus actos, y la empujó a tomar un puñado de su pelo. El la besó
con más pasión, y Amanda se acercó a él hasta que sus cuerpos se tocaron: sus pechos, sus muslos, su
vientre...
Contuvo la respiración y él gimió. Luego recorrió con sus besos la mejilla mientras le desabrochaba los
botones del cuello y luego puso sus labios sobre su carne trémula.
Torpemente Amanda le desabrochó los botones de la camisa y de la camiseta y apoyó las palmas de
las manos en su pecho. Una nueva clase de deseo la sacudió. El vello de su pecho era rizado y suave,
magnífico. Unos músculos duros como la madera latían bajo sus manos, y al hundirlas más aún y rozar
sus pezones, Jason emitió un gemido.
Uno a uno fue desabrochando los botones de su vestido... y a ella no le importó. Deseaba que
ocurriera. Quería que pasara con Jason.
Sintió su mano de dedos largos sobre uno de sus senos, y después la caricia de su pulgar en el pezón.
Amanda gimió su nombre y volvió a besarla.
El calor los fundió en uno solo. Sus bocas, sus cuerpos en un ritmo frenético de manos y piel, se
acariciaban. La cabeza empezó a darle vueltas, y se aferró a él también con una pierna y se apretó
contra su cuerpo.
-Lo sé.
-Lo sé.
Se miraron el uno al otro, sus rostros apenas a centímetros de distancia, sus cuerpos aún unidos.
-Lo sé -repitió también ella, pero agarró un mechón de su pelo-. Sólo... sólo una vez más.
Jason la besó. Apasionada y salvajemente, apretándola entre sus brazos hasta que toparon con su
mesa y él la tumbó con el peso de su cuerpo.
Pero inmediatamente se separó. Amanda quedó tumbada sobre los planos, mirándolo con los ojos
enturbiados de pasión. El la miraba con la misma expresión. Los dos respiraban agitadamente.
Unos segundos pasaron antes de que el efecto de la pasión le permitiera darse cuenta de lo que decía
Jason.
Miró hacia la puerta y de pronto se dio cuenta de lo vulnerable y loca que había sido.
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Caravana de esposas – Judith Stacy
Pero no sintió vergüenza. Ni arrepentimiento.
Amanda se levantó de la mesa y vio que él la seguía con la mirada. Tenía la blusa desabrochada,
dejando al descubierto el nacimiento de sus pechos, pero en lugar de abrochársela, lo miró a él.
No pudo dejar de mirarla mientras se abrochaba la blusa y se recomponía el resto de la ropa. La vio
también ponerse el abrigo y la bufanda y abrir la puerta. Luego lo miró un instante y se marchó.
Lo único que le impidió salir tras ella fue saber lo que ocurriría si lo hacía. Si alguien se enteraba, y era
lo más probable que así fuera, su reputación quedaría destrozada.
Amanda se metió en la cama aquella noche y se tapó la cabeza con la ropa. Estaba agotada. Ni
siquiera pensó en los ruidos extraños que provenían del bosque y que solían ponerla nerviosa. En lo
único que era capaz de pensar era en Jason.
Había estado en sus pensamientos todo el día acelerando el latido de su corazón. Había trabajado
como una tonta limpiando la cabaña, cocinando, confeccionando listas, planeando, pero Jason no se le
había apartado del pensamiento ni un segundo.
No podía explicarse lo ocurrido aquella mañana. ¿Cómo podía haber tenido un comportamiento tan
escandaloso? Había hecho cosas ni siquiera se había imaginado.
Cosas que habrían destrozado su reputación si Jason no hubiera recuperado el sentido común, algo de
lo que ella carecía por completo en aquel momento.
Se dio la vuelta y ahuecó la almohada. Algo la había empujado a hacerlo. Algo que Jason despertaba
en ella y que, al parecer, ella también despertaba en él. Algo que iba más allá de la pasión febril de
aquella mañana.
Había aceptado la presencia de mujeres en su montaña. No sólo las toleraba, sino que las aceptaba, y
eso la complacía, ya que significaba que había llegado a superar lo que le había contado de su madre.
Había perdonado y olvidado.
Sonrió en la oscuridad. ¿Sería ella la responsable de ese cambio? Jason era un hombre testarudo y
decidido. Un hombre no podía ser dueño de una montaña y dirigir un campamento de leñadores sin
esas dos cualidades, así que sería un exceso de orgullo creer que ella era la única responsable del
cambio en su corazón, pero quizás, sólo quizás, tuviese una pequeña responsabilidad en ello.
Fuera como fuese, el cambio le proporcionaba gran satisfacción. Confiaba en ella. La había aceptado
en su vida. Le había contado sus secretos y le había ofrecido una oportunidad.
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¿Adónde los llevaría todo aquello?
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Caravana de esposas – Judith Stacy
Diecisiete
A la mañana siguiente, estalló una discusión entre tres leñadores. Los tres querían ayudar a Amanda a
sentarse en su silla.
-Gracias, caballeros -les dijo, alzando la voz- . Me complace enormemente ver que no han olvidado sus
modales.
Los tres hombres se miraron y dos de ellos retrocedieron. El tercero, ayudó a Amanda a sentarse y
luego todos ocuparon sus sitios alrededor de la mesa.
-Hemos oído lo que pasó en Beaumont, señorita Pierce -dijo Henry Jasper-. ¿De verdad tiró a ese
minero al pilón?
Amanda se sonrojó un poco. Hubiera preferido que no se supiera. ¿Cómo pedirles a los hombres que
se comportasen como caballeros si ella no era capaz de hacerlo como una dama?
- ¡Que me aspen! -exclamó Bill Bradock, dando una palmada sobre la mesa.
-Bien hecho, señorita Pierce -dijo Henry, y un coro de vítores se unió a él.
-Por supuesto, señorita Pierce -continuó Henry, como si le hubiese leído el pensamiento-, estamos
convencidos de que lo hizo del modo más propio de una dama.
-Gracias, Henry.
-¿Quiere repetirnos las lecciones del otro día, señorita Pierce? -preguntó Bill, y señaló a sus
compañeros con el tenedor-. Estos borricos... perdón, estos caballeros no las recuerdan demasiado bien.
-Por supuesto.
-Y luego, queremos que nos lo cuente todo sobre lo de Beaumont -dijo Henry-. Con pelos y señales.
Luego, no tuvo más remedio que contar la historia. Todos los hombres escucharon en absoluto silencio
y hubo detalles que incluso tuvo que repetirlos. Cuando más tarde los leñadores salieron del comedor,
Amanda sentía una especie de unión con ellos, como si un nuevo respeto y camaradería los uniese.
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Caravana de esposas – Judith Stacy
-Vas a tener a todos los hombres de esta montaña tras de ti, si sigues contando esa historia.
Amanda se volvió para encontrarse con Jason a su espalda. No se había dado cuenta de que estaba
también allí, escuchando.
Al no verlo en su mesa aquella mañana pensó que no estaba en el comedor, pero al verlo comprendió
por qué no había desayunado con ellos.
La pasión que habían compartido el día anterior en su oficina se reflejaba claro como el agua en su
rostro, lo mismo que en el de ella. Cualquiera que los viera juntos, lo sabría, y Jason no querría que sus
hombres lo descubrieran.
-Lo que yo creo es que me van a rehuir después de haberme comportado así -contestó viéndolos salir.
-La vida aquí es dura, y los hombres aprecian a una mujer que sepa cuidarse sola.
-¿Te importaría que utilizase el comedor durante un rato esta tarde? He pensado que sería una buena
idea organizar una reunión con todas las mujeres de la montaña para intentar involucrarlas en la llegada
de las novias.
Se le había ocurrido la noche pasada durante las largas horas que había pasado despierta. No quería
que las mujeres que ya vivían allí pudieran sentirse amenazadas por la llegada de otras mujeres.
Claro. El comedor era el lugar más utilizado del campamento, más aún que el aserradero, por ejemplo.
Mientras una comida se servía, la siguiente ya estaba preparándose.
-Hoy vamos a empezar a preparar los cimientos para el nuevo edificio -dijo Jason-. Parece que vamos
a tener sol todo el día.
Había dejado de llover durante la noche, de modo que el terreno estaba blando, pero no duraría así
mucho tiempo.
Amanda sonrió.
-Estupendo.
Los dos se miraron un momento. Ninguno parecía ansioso por decir o hacer algo. Mirarse era
suficiente. Por el momento.
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Caravana de esposas – Judith Stacy
-Bueno, me voy -dijo él.
-Lo haré.
-¿Jason?
-¿Sí?
-Hay una pregunta que me has hecho en un par de ocasiones, y yo he evitado deliberadatente
contestarla. No sé si seguirás interesado en saber la respuesta, pero... si es así, ¿tendrías un ratito esta
noche para charlar?
Él asintió.
-Por supuesto.
-Perfecto -sonrió.
Amanda no pudo evitar seguirlo con la mirada mientras salía, y él se detuvo en la puerta para mirarla.
Vio una pequeña sonrisa en sus labios antes de que desapareciese, y un trocito de sí misma se fue con
él. Lo mismo que un trocito de él permaneció a su lado.
Amanda se sentó en uno de los tres bancos que rodeaban las dos mesas. Sentadas estaban todas las
mujeres que integraban la población femenina de la montaña, es decir, seis.
Meg estaba allí, por supuesto, además de Becky junto a Polly Minton, su tía. Gladys Duncan estaba
junto a ella, ya que se habían hecho amigas desde el arreglo de la disputa. Las otras dos señoras eran
nuevas para Amanda. El marido de Idelle Turner trabajaba en el aserradero y ella era la maestra de los
pocos niños que vivían allí. El marido de Frances Conroy era el barbero del pueblo.
Aquel desportillado juego de café no era exactamente lo que ella tenía en mente para la reunión, pero
ya que no había una sola tetera en toda la montaña, había tenido que servir. El pastel que había hecho
Meg estaba delicioso, lo mismo que la selección de dulces que habían comprado en Beaumont.
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-Bueno... ¿para qué nos ha reunido hoy aquí? -preguntó Frances Conroy, acercándole su taza para
tomar un poco más de café.
-Todas ustedes han de jugar un papel muy importante a la llegada de las novias, y quería consultarlas
antes de continuar.
-Unas cuantas cosas. La primera es poner en su conocimiento que van a presentarse varias
oportunidades de negocio y quiero que sean ustedes quienes tengan la oportunidad de primera mano.
Tenía razón. Polly llevaba la lavandería en la mitad del edificio y usaba la otra mitad para una pequeña
tienda en la que se ofrecía lo más básico a los leñadores.
-Espero que eso cambie cuando lleguen las novias -dijo Amanda-. Las mujeres necesitarán cosas para
ellas y para sus casas. El viaje a Beaumont es largo y duro, y creo que una tienta bien abastecida iría
muy bien.
-No sé -dudó Polly -. La verdad es que no saco mucho con las cuatro cosas que vendo.
-¿Puede garantizarlo?
-Por supuesto -dijo Becky-. Esas chicas tendrán que comprar un montón de cosas.
-La verdad es que no me gusta mucho emplear el dinero que tantos sudores me ha costado ganar en
comprar cosas y luego tener que esperar sentada a que alguien las compre -dijo Polly-. Además, no
tengo el dinero que hace falta para abastecer una tienda.
-¿Y las demás? -preguntó Amanda-. ¿Alguien querría llevar un negocio así?
-Yo soy como Polly -dijo Idelle-. No tengo suficiente dinero para poner en marcha un negocio así.
Hubo un murmullo generalizado y Amanda supo que había consenso entre las mujeres.
-De acuerdo. Es comprensible. Sólo quiero que no pasen por alto las posibles oportunidades que
puedan surgir a partir de ahora.
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Ellas asintieron y Amanda continuó.
-Estoy planeando una fiesta para cuando lleguen las novias -continuó.
-Sí. Y me gustaría que me hicieran sugerencias sobre cómo querían que fuese.
Mientras que el interés que habían mostrado en expandir sus negocios había sido mínimo, ideas en
cuanto a la fiesta tenían muchas. Amanda tomó notas, se formaron los comités organizativos y se
tomaron decisiones en cuanto a la comida y la decoración.
-Mi marido sabe tocar un poco el banjo -dijo Idelle-. De vez en cuando se reúnen unos cuantos amigos
y él, y tocan la guitarra, el violín y la armónica. Estoy segura de que querrán tocar en una ocasión tan
especial.
-Maravilloso -exclamó Amanda-. Si se les ocurre alguna otra cosa, estaré encantada de oír sus
sugerencias.
-¿Ha conseguido averiguar quién le envió la carta aquella en la que se decía que el señor Kruger
buscaba esposa?
Amanda había estado tan ocupada que no había vuelto a pensar en ello.
-Fuera quien fuese, me alegro de que lo hiciera. De no ser por esa carta, no estaríamos a punto de
recibir a más mujeres en esta montaña.
Las mujeres se levantaron de la mesa y se encaminaron a la puerta. Amanda recogió los platos de la
merienda y Meg se quedó a ayudarla.
-Creo que tú podrías llevar la tienda –le dijo Amanda-. Es más, creo que deberías hacerlo.
-¿Yo?
-Sí, tú. Me dijiste que tu marido y tú habíais tenido varios negocios, así que ya tienes la experiencia.
-Lo que necesitas es un socio. Alguien que pueda poner el dinero para empezar. Tú podrías llevar la
tienda y compartir después los beneficios.
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Caravana de esposas – Judith Stacy
-Claro. He de ocuparme de tener ingresos para cuidar de Todd. Ahora apenas lo consigo. Tener un
negocio que te proporcione ingresos continuados sería la respuesta a mis plegarias.
-Empezaré con las cortinas esta misma tarde -dijo mientras se dirigía a la cocina.
Amanda había contratado a Meg para que hiciese las cortinas del nuevo edificio. Podría haberlas hecho
ella misma, pero Meg necesitaba el dinero, así que era un buen modo de ayudar a su amiga.
-Bien -le contestó-. Jason dice que el edificio estará terminado enseguida.
De pronto sintió una especie de calor que le radiaba del estómago y al volverse, se encontró con Jason
en la puerta. Sonrió y ella se dio cuenta de lo mucho que se alegraba de verlo.
-Muy bien. Estaban todas encantadas con la llegada de las novias. La fiesta va a ser todo un
acontecimiento.
-La más grande que esta montaña ha visto jamás -contestó Jason con una sonrisa. Los dos sabían que
nunca había habido allí una fiesta-. Un equipo ha empezado ya con las tareas iniciales del edificio nuevo.
-Así que es cierto que estás satisfecho con que vengan mujeres a tu montaña -bromeó.
-Unas más que otras -respondió él, mirándola a los ojos, y Amanda enrojeció.
-¿Quién es?
-No ha dicho el nombre -Shady se tiró de los pantalones-, pero dice que es su hermano.
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Dieciocho
Amanda habría sabido que el chico que estaba en el porche de la oficina de Jason era su hermano
aunque nadie se lo hubiera dicho.
El chico debía tener unos trece años, y poseía el mismo pelo oscuro y los mismos ojos verdes que
tenían Jason y Ethan. Era pequeño y delgado y los rasgos de su cara eran aún suaves, pero desarrollaría
las mismas facciones que sus hermanos.
Amanda compartió una incómoda mirada con Shady, que había bajado del comedor con ellos. Shady
le entregó una moneda al conductor que había llevado al chico desde Beaumont y lo despidió.
-¿Y tú
-Jason.
-Y tú el pequeño.
-El más joven -corrigió Brandon, y sacó un sobre de su bolsillo-. Esto es para ti. De mamá.
Brandon se acercó al centro del porche con el sobre en la mano y Jason, de una poderosa zancada, se
lo arrebató de las manos y lo abrió.
-Eh, hermanito.
La voz de Ethan les llegó desde el camino del aserradero. De un salto subió los peldaños del porche y
abrazó a su hermano antes de mirarlo detenidamente.
-Demonio de crío... ¿cuándo has crecido tanto? -Ethan volvió a abrazarlo-. ¿Cuánto hace que no nos
vemos?
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Caravana de esposas – Judith Stacy
Brandon se encogió de hombros como si no lo supiera y no le importase, y Ethan le dio una palmada
en el hombro.
-Ella lo manda.
Jason le plantó la carta en la palma de la mano y masculló el peor juramente que Amanda había oído
jamás. Incluso Shady hizo una mueca.
-Se ha ido a Inglaterra con papá -Jason miró a Brandon-. ¿Cómo es que te ha mandado hasta aquí?
¿Es que ya se ha quedado sin parientes?
-Te quedas, por supuesto -dijo Ethan antes de que Jason tuviese ocasión de hablar, y recogió la
maleta-. Venga, vamos a instalarte.
Amanda se quedó atónita viéndolo alejarse y leyendo su enfado en cada zancada. Luego se volvió a
mirar a Brandon. Si le había molestado, no lo mostraba. Pero tampoco parecía contento de estar allí,
aunque Ethan se estaba esforzando por equilibrar la reacción de Jason, por conseguir que se sintiera
bienvenido.
Amanda se fue tras Jason. Lo llamó dos veces, pero él no se detuvo, así que se levantó la falda y echó
a correr tras él, pero sólo cuando tomaba el camino que conducía montaña arriba se dio la vuelta.
-¿Qué? -bramó.
Amanda retrocedió un paso. No estaba preparada para recibir una respuesta tan cargada de ira, de
modo que no supo qué decir, ni por qué había ido tras él, excepto porque sabía que estaba sufriendo y
quería ayudarlo.
-¿Enfadado? ¡Por supuesto que estoy enfadado! ¿Es esto lo que tengo que esperar de tener mujeres
en mi montaña? ¿Críos que aparecen por arte de magia? ¿Críos abandonados? ¿Familias destrozadas?
¿Madres a las que les importa más el todopoderoso dólar que sus propios hijos?
-Sé que estás resentido con tu madre por la forma en que te crió, pero eso no es razón para pensar
que eso va a ocurrir entre mis chicas.
-¿Y por qué no? ¿Acaso crees que tengo que estar encantado de ver cómo mis hombres se convierten
en ratones acobardados que sus mujeres manejan como marionetas?
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Caravana de esposas – Judith Stacy
-Sé que culpas a tu padre por no ser capaz de plantar cara ante tu madre, pero no tienes por qué
hacer pagar a tu hermano por ello.
-¿Y qué demonios voy a hacer con él? Debería estar en el colegio. Sus padres deberían ocuparse de él.
¿Cómo demonios voy a saber cómo cuidar de él?
-Yo creo que deberías dejar que pasase un poco de tiempo para...
-¿Tiempo? Eso es lo que quiero. Tiempo. Tiempo para mirar a ese crío todos los días y recordar cómo
me pasaban de unas manos a otras. De recordar cómo nadie me quería. Cómo estaban deseando que
me marchara.
-Yo dirijo un campamento de leñadores, y no un orfanato. Tengo un contrato que cumplir y, gracias a
ti, un edificio que construir.
Había ido tras él para intentar ayudarlo, para intentar calmar su dolor. Estaba preparada para su ira,
pero no para aquello.
-¡Todo iba bien hasta que tú llegaste! -Jason hizo un gesto que abarcaba todo el campamento-. ¡Y
ahora, mira lo que pasa!
Amanda se cruzó de brazos, intentando protegerse del dolor que estaba sintiendo.
La casa que compartían los hermanos Kruger era la más grande de las de la montaña, pero había sido
construida con el mismo cuidado que los demás edificios. Amanda subió las escaleras del porche
preguntándose qué iba a encontrarse dentro y por qué no tenía más sentido común y se iba a su casa
en lugar de ir allí.
La puerta estaba abierta, de modo que llamó con los nudillos y se asomó. La casa no era de una sola
habitación como las demás, sino que tenía un salón, una cocina y un pasillo que conducía al resto de
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habitaciones.
-¿Ethan? -llamó.
Oyó voces al fondo del pasillo pero nadie le contestó, así que volvió a llamar.
Había dejado a Jason subiendo por el camino de los leñadores, y jamás en su vida se había sentido
tan sola, a pesar de que la soledad la había acechado en muchas ocasiones. Pero nunca como en aquel
momento, viéndolo alejarse y sabiendo qué sentía por ella. Había hablado empujado por la ira pero muy
en serio, y la garganta se le contrajo con las lágrimas.
-¿Ethan?
Su cabeza asomó desde una de las habitaciones del fondo y se acercó a ella sonriendo.
-Estoy preocupada por Jason. Creo que deberías hablar con él.
-Está muy enfadado porque tus padres hayan dejado a Brandon aquí.
Quizá fuese eso lo que ella debería haber hecho. Quizá no debiera haber ido tras él. Pero es que creía
significar algo para él. Creía que agradecería su compañía cuando las cosas fue sen mal porque había
actuado como si le importase, como si la necesitase.
Pero quizá todo hubiera sido sólo eso: una actuación. Sus besos y sus caricias podían no significar
nada para él.
-Ven a conocer a Brandon -dijo Ethan-. No le vendría mal ver un rostro amigo junto al mío.
El salón frente al que pasaron apenas tenía muebles: un sofá, una silla, una mesa y una lámpara. Las
cortinas colgaban en un ángulo extraño en las ventanas. En la cocina había una mesa y varias sillas,
además de una cocina y armarios, que parecían bastante poco usados, ya que los hermanos Kruger
hacían las comidas en el comedor. Una fina capa de polvo lo cubría todo y había arena en el suelo. No
es que la casa diera la impresión de estar muy sucia, sino de que dos hombres solos vivían en ella.
Ethan los presentó y Brandon se levantó de la cama e hizo una leve inclinación de cabeza.
-Bienvenido, Brandon -le dijo ella. En un rincón de la habitación estaban sus pertenencias apiladas-.
¿Puedo ayudarte a deshacer el equipaje?
-Sería de gran ayuda -contestó Ethan-. Hay dos hombres nuevos en el aserradero y necesito estar allí,
no vayan a cometer alguna estupidez como cortarse la mano o algo así.
-Desde luego -contestó Amanda-. Vete tranquilo, que yo me quedaré con Brandon.
-Muy largo -contestó Brandon bostezando, y sólo en el último momento se acordó de taparse la boca-.
Cinco o seis días, ya no lo sé.
-Dios mío...
-Una vez perdí el tren, y otra se rompió la diligencia y nos dejó en medio del campo.
Para haber soportado un viaje así, el chico no tenía mal aspecto, excepto por su cansancio. Aun así,
no le pareció nada bien que sus padres hubiesen permitido que se enfrentase solo a semejante odisea.
De modo que así había vivido Jason su juventud: teniendo que arreglárselas solo. Eso lo había hecho
fuerte, le había permitido ser la clase de hombre capaz de dirigir un campamento de leñadores y ser el
dueño de una montaña. Pero no podía compensar el dolor de los recuerdos de su niñez.
-No hay mucho que deshacer -contestó el chico, volviéndose a sentar en el borde de la cama-. Las
cosas se mezclaron y la mayoría de las mías están ahora camino de Inglaterra. Esas cajas debían
haberse ido con mamá.
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-Vaya por Dios -Amanda levantó una de ellas por la cuerda-. No pesa mucho. ¿Qué hay dentro?.
-Trastos -contestó Brandon, y tras ponerla sobre la mesa, desató la cuerda y abrió la tapa-. ¿Ve? Sólo
papeles, cartas y cosas así.
Amanda miró el contenido. Eran documentos doblados, un paquete de cartas atado con una cinta rosa
y varias otras cajas pequeñas.
-No lo sé. Mi madre lleva con ella estas cosas a todas partes.
-Yo creo que no tienen importancia, pero puede leerlo a ver qué le parece.
Amanda se sentía un poco incómoda ante la posibilidad de leer documentos personales de un hombre
y una mujer a los que no conocía.
Unos segundos pasaron y no hubo respuesta y, al volverse, Amanda se encontró con que Brandon se
había tumbado boca abajo en la cama y estaba completamente dormido. Ni siquiera se había quitado los
zapatos ni la chaqueta.
Amanda sonrió. ¿Sería aquel el aspecto que tendría Jason dormido? Tirado así sobre la cama, sin una
sola arruga de preocupación, totalmente relajado. Le costaba imaginárselo tan tranquilo y
despreocupado.
Necesitaba ocuparse en algo, así que decidió deshacerle el equipaje. Sacó sus escasas posesiones de
la maleta y luego miró las dos cajas abiertas sobre la mesa.
Nadie iba a hacerlo si no. Jason y Ethan estaban demasiado ocupados y, desde luego, Jason no iba a
tener ganas de revolver viejos recuerdos.
Se acomodó en una silla de anea que había en un rincón con las cajas a sus pies. Al parecer era lo que
había dicho Brandon: papeles viejos sin ningún valor.
Pero cambió de opinión al llegar al fondo de la primera caja y encontrar la biblia de la familia Kruger.
Era un volumen grande encuadernado en cuero, con un cierre dorado en las pastas y lomos dorados.
En el centro había varias páginas más gruesas profusamente ornamentadas en las que se veía a Jesús,
un grupo de ángeles y la luz divina partiendo del cielo. En aquellas páginas se había registrado la
historia de la familia Kruger.
Amanda leyó los nombres de los ancestros de Jason que se remontaban hasta casi cien años atrás.
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Caravana de esposas – Judith Stacy
Sus bisabuelos, abuelos, padres, hermanos y hermanas, tías, tíos, sobrinos, nacimientos, muertes y
matrimonios.
Tal y como Jason le había dicho, su familia había nacido en diferentes partes del país.
El último nombre anotado era el de Brandon, y miró al niño dormido en la cama. Jason, el
primogénito, era casi diecinueve años mayor que Brandon, el último hijo. No era de extrañar que no
hubiese lazo fraternal entre ellos.
La tristeza se apoderó de su ánimo. Ella no tenía hermanos, sus padres habían muerto y toda su
familia se componía de unos cuantos primos con los que intercambiaba una carta de tarde en tarde.
Pasó un dedo por el árbol genealógico de la familia Kruger. Qué familia tan grande, pero esparcida por
todas partes. Sin verse apenas. Casi desconocidos los unos para los otros. Quizás aquella pérdida fuese
mayor que la suya, al no tener familia.
Cerró la Biblia cuidadosamente y tomó el paquete de cartas sujetas por el lazo. Esperaba encontrar
correspondencia entre los miembros de la familia, comunicaciones de nacimientos, matrimonios,
historias de niños y mayores. Noticias que son el lazo de unión entre los miembros de las familias.
Pero no era así. Leyó y releyó las cartas un par de veces, lenta y cuidadosamente.
Cuando terminó con la última, dejó caer las manos en el regazo, respirando hondamente. No era lo
que esperaba encontrar. En absoluto.
¿Qué hacer con esas cartas y con la información que había caído en sus manos? ¿Contársela a alguien
o dejarlo pasar?
Jason ya estaba enfadado con ella y no apreciaría otro intento por su parte de meterse en su vida.
Pero aun así, necesitaba saberlo.
Porque era evidente que desconocía por completo la verdad acerca de sus padres.
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Diecinueve
Un coro de voces le dio la bienvenida a Amanda al entrar al comedor para desayunar. Los futuros
maridos, ya sentados a la mesa, se pusieron de pie con tanta naturalidad como si llevasen haciéndolo
toda su vida.
-Buenos días, caballeros, -contestó ella mientras que uno de ellos le retiraba la silla-. Un día precioso,
¿no les parece?
Todo estuvieron de acuerdo en que sí mientras se colocaban la servilleta sobre las piernas, se pasaban
los platos de unos a otros y empezaban a comer.
Llevaba ya una semana sentándose sola en aquella mesa, ya que Jason había vuelto a ocu par su lugar
habitual al fondo del comedor.
Una semana había transcurrido ya desde la llegada de Brandon, durante la cual Jason no le había
dirigido la palabra. Ni siquiera la había mirado. Y aquella mañana no estaba siendo una excepción.
Amanda intentó comerse el desayuno, concentrarse en la conversación de la mesa, pero era casi
imposible. A través del resto de hombres podía ver a Jason comer; podía verlo, pero eso era todo.
Y no era suficiente. Le dolían los brazos del deseo de abrazarlo, de acariciarlo. Quería verle sonreír,
oírle contar cómo iba el trabajo en la montaña.
Había considerado la posibilidad de hablar con él, de suavizar las cosas, pero al final había terminado
cambiando de opinión. Ethan le había dicho que lo mejor era dejarlo solo por que no servía para nada
hablarle estando enfadado.
Pero es que iba contra su propia naturaleza dejar así las cosas. Ella era siempre partidaria de hablar,
de no ocultar nada. Pero su hermano lo conocía mejor que nadie, así que andaría más acertado que ella
en su consejo.
Jason sabía dónde estaba, y si quería hablar con ella, no tenía más que hacerlo.
-Señorita Pierce.
Su atención volvió a los hombres sentados en la mesa, y se encontró con que todos habían dejado de
comer y la miraban.
-Señorita Pierce -repitió Henry Jasper con delicadeza-, sólo queremos decirle que ninguno de nosotros
Espe 134
Caravana de esposas – Judith Stacy
lamenta que haya venido usted aquí.
A Amanda se le llenaron los ojos de lágrimas. Las palabras que Jason le dirigió debían haber corrido
por la montaña.
-Y nosotros le agradecemos todo lo que ha hecho por nosotros -añadió Tom Redford.
Se levantó y todos los leñadores hicieron lo mismo antes de verla salir del comedor. Le costó un
enorme esfuerzo no volverse hacia Jason.
Salió a respirar un poco de aire fresco. Unas nubes grises se aferraban a las cumbres de la montaña, y
el sol era apenas un brillo anaranjado aún. En la distancia vio el nuevo edificio. Los trabajos iban rápido.
El equipo que Jason había asignado a su construcción trabajaba diligentemente y los futuros maridos se
unían a ellos tras terminar sus turnos. Algunos estaban construyendo también cabañas en la falda de
montaña.
Los ojos volvieron a llenársele de lágrimas y en aquella ocasión, amenazaron con caer. Las novias
llegarían en breve y los matrimonios empezarían a celebrarse. Personas que se sentían solas
encontrarían un compañero para toda la vida. Las familias empezarían a crecer.
Y ella se marcharía.
Para ella no habría matrimonio. Ni entonces, ni nunca. ¿Cómo iba a poder casarse con otro hombre si
su corazón le pertenecía a Jason Kruger?
Enfadada consigno misma, se secó las lágrimas. Aquella situación era solo culpa suya, y de nadie más.
Debería haber sabido que no se puede arriesgar el corazón por un hombre. ¿Acaso no lo había
aprendido ya por propia experiencia?
El sonido de unos pasos la sacó de sus pensamientos. Eran los leñadores, que se dirigían ya al trabajo.
Ella también tenía cosas que hacer, de modo que echó a andar, pero la voz de Ethan la detuvo.
Aunque casi toda su atención había estado puesta en Jason, ciertamente había reparado en que el
chico no se había presentado a desayunar.
- No, no lo he visto.
-Dichoso crío -murmuró Ethan-. No sé dónde está o qué andará haciendo, pero no me gusta. Que un
chico de su edad ande por ahí sin control no es nada bueno.
-Estoy de acuerdo -contestó Amanda-. Me ha dicho que quiere trabajar, pero que Jason no se lo
permite.
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Caravana de esposas – Judith Stacy
Aunque el mayor de los hermanos Kruger no quisiera saber nada de ella, el más joven había pasado
buenos ratos a su lado durante aquella última semana. A diferencia de Jason, Brandon no tenía reparos
a la hora de decir lo que pensaba.
-Yo también le dije a Jason que teníamos que darle un trabajo -contestó Ethan-, pero no quiso ni oír
hablar del tema. Dice que es demasiado joven para tener que trabajar, y que de lo único que tiene que
preocuparse es de su educación.
-Brandon va todos los días al colegio de Idelle Turner -dijo Amanda-. Lo veo entrar y salir.
Amanda estaba de acuerdo. Eran muy pocos alumnos en el colegio, de modo que enseguida
terminaban sus lecciones. A partir de las doce, quedaban horas y horas que llenar de algún modo.
-Si tuviese tiempo, lo haría, pero con lo del contrato del ferrocarril, no puedo perder ni un minuto ni a
un solo hombre para enseñar a otro. Sobre todo a un muchacho sin experiencia.
-El aserradero es un lugar demasiado peligroso para que alguien sin experiencia trabaje en él. Un
movimiento equivocado y... bueno, digamos que sería el último.
Amanda hizo una mueca al imaginárselo. Además, ya había oído contar historias de hombres que
habían perdido un miembro, o la vida, en aquellas cuchillas que cortaban los árboles como si fuesen de
mantequilla.
-Eso espero -suspiró ella, y como sintió que las lágrimas amenazaban de nuevo, cambió de tema.
-Ethan, hay una oportunidad de negocio de la que me gustaría hablarle. Una sociedad.
El sonrió.
No pudo dejar de sonreír. ¿Por qué no se abría enamorado de aquel Kruger y no del otro?
Tuvo que tragar saliva para controlar la nueva amenaza de las lágrimas.
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Caravana de esposas – Judith Stacy
-¿Sí? ¿Ha dicho que sí? -Meg dejó a un lado la cortina que estaba cosiendo y se levantó de la silla-.
¿Ethan ha dicho que sí?
Amanda asintió.
-Deberías, sí.
-Mira que ir a pedirle a Ethan a espaldas mías que sea mi socio en la tienda...
-Es que sabía que si lo dejaba en tus manos, nunca se lo preguntarías. Y además, se ha llevado un
alegrón.
-¿De verdad?
-Ethan está loco por ti, y haría cualquier cosa con tal de verte feliz. ¿Has decidido ya qué vas a hacer
respecto a lo de tu marido?
-No debes tener prisa. De momento, concéntrate en abrir la tienda. Esta noche te vas a reunir con
Ethan después de la cena para firmar el acuerdo.
-¿Ah, sí?
-Sí -Amanda separó una cortina del montón que había junto a la silla de Meg-. Y ahora, vamos a
terminar con esto. Tenemos mucho que hacer.
La oscuridad se había apoderado del campamento y, aunque aquella hora del día había sido siempre la
favorita de Jason, aquella noche le ofrecía poco consuelo al caminar hacia su oficina. Aunque debía
reconocer que no tenía razón de ser, porque las cosas iban bien. Mejor de lo habitual, de hecho. Iban
por delante de lo acordado con el contrato del ferrocarril. El edificio nuevo iba viento en popa. Los
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Caravana de esposas – Judith Stacy
hombres trabajaban duro y hacía semanas que no se accidentaba nadie. Los hombres incluso habían
dejado de pelearse por las novias, sobre todo desde que decidieron que la número nueve era más
compatible con Tom Redford.
Así que no tenía razón para estar de tan mal humor, al menos en lo relativo a las cuestiones
importantes de su vida.
Subió las escaleras del porche y se detuvo. Había luz dentro, así que Ethan debía estar allí.
De pronto sintió necesidad de hablar con su hermano. Llevaba más de una semana sin querer hablar
con nadie, y sin que nadie le hablase. Su mal humor se lo había asegurado.
Justo cuando iba a entrar, oyó risas emanar de dentro. Retrocedió y miró por la ventana.
Ethan estaba sentado a su mesa escribiendo algo y, frente a él, estaba Meg. Los dos se acercaron
hasta que sus cabezas casi se rozaron para hablar de algo que su hermano había escrito. La verdad era
que se los veía bien juntos, no se podía negar.
Estaba ya dispuesta a entrar cuando otra persona se acercó a la mesa, y el estómago se le cayó a los
pies.
Amanda.
Se había colocado a un lado de la mesa, de modo que podía verla perfectamente, pero ella estaba
concentrada en el papel, de modo que no lo vio. Dijo algo, y Meg y Ethan la miraron. Luego señaló algo
en el papel y los tres se echaron a reír.
Llevaban más de una semana sin hablar, y era culpa suya. Había desahogado su ira con ella, le había
gritado, le había dicho cosas que no pensaba. Cosas que ya no podía retirar.
Y a partir de entonces, ella se había mantenido alejada de él, limitándose a ocuparse de sus cosas.
Cada mañana daba sus clases en el comedor, supervisaba el trabajo del nuevo edificio hablando con
los hombres, alababa su trabajo, discutía las cosas con Tom Redford, a quien él había puesto a cargo
del proyecto.
Pero no por ello había descuidado él los progresos, lo cual no le resultaba nada fácil, porque cada vez
que consultaba los planos y veía la arruga que tenían en el centro se acordaba de la mañana en que
había besado a Amanda en su oficina con tanta pasión que había acabado sentada sobre la mesa.
Cómo la deseaba aquel día, tanto que a duras penas había encontrado la fuerza necesaria para
detenerse. Pero ahora la echaba de menos. Simple y llanamente.
Sabía que estaba en sus manos cambiarlo. Podía hacerlo inmediatamente si quisiera, entrando sin más
en la oficina y hablando con ella.
Pero para ello tendría que tragarse una buena dosis de orgullo. Significaría actuar como había actuado
su padre, siempre doblegándose a la voluntad de su esposa sin importarle las consecuencias.
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Caravana de esposas – Judith Stacy
Lo había visto cientos de veces durante su infancia y su juventud. Había tenido que vivir con las
consecuencias, y había jurado cientos de veces que no permitiría que una mujer le arruinase de aquel
modo la vida.
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Caravana de esposas – Judith Stacy
Veinte
-Un, dos tres. Un, dos, tres. Eso es. Sigue así.
Amanda continuó dando palmas al ritmo con el que Jim Hubbard interpretaba Mi dulce Clementine en
su armónica mientras marcaba los pasos, sonreía e intentaba animar su clase de baile. Los hombres
eran leñadores de primera clase, pero sobre la pista de baile tenían mucho que aprender.
La brisa de la tarde sopló con suavidad en el primer piso del edificio nuevo, transportando el olor dulce
a serrín. El edificio estaba terminado. Sólo le faltaban unos cuantos detalles.
Desde Beaumont les llegaban carros diariamente con lo necesario para las habitaciones, y se
esperaban más con la llegada de las novias, para la que sólo faltaban unos días.
Los mineros que estaban en la pista de baile habían terminado de comer, pero Jason les había dado
algo de tiempo libre más para las lecciones. Aquella era la tercera sesión, pero las cosas no habían
mejorado mucho.
Pero eso sí, las lecciones habían tenido un gran poder de convocatoria. Incluso los hombres que no
iban a casarse estaban allí, ocupando el perímetro de la habitación, observando. Shady también estaba,
de pie en la puerta, observándolo todo.
Una docena de entre los más valientes estaban en el centro de la sala, pisándose los unos a los otros,
tropezando, imitando los pasos de baile de Amanda, intentando seguir el ritmo de la música. Los demás
observaban preocupados, sin decidirse a ponerse en ridículo.
Amanda suspiró en silencio. A ese paso, la fiesta iba a ser un fracaso total.
-Está bien, vamos a tomarnos un pequeño descanso -anunció, y los hombres se secaron la frente
sudorosa, ostensiblemente aliviados.
-¿Brandon?
El chico saltó del alféizar de la ventana en el que se había acomodado y se apresuró a acercarse.
Parecía estar en todas partes y en ninguna al mismo tiempo. Debía estar acostumbrado a entretenerse
solo, y tenía un carácter mucho más fácil que el de sus hermanos. Se había hecho amigo de Todd
McGee, a pesar de su diferencia de edad, y Ethan se los había llevado a ambos a pescar. Amanda había
oído que el chico ayudaba en la cocina, pero que Jason se lo había impedido en cuanto se enteró.
Miró a sus alumnos e intentó no desanimarse. Aunque algunos intentaban de verdad seguir la música,
otros se limitaban a moverse y los más ni siquiera lo habían intentado. Bailar no era una prioridad para
ellos, obviamente. Necesita algo que avivase su interés, así que garabateó algo en un papel y se lo
entregó a Brandon.
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Caravana de esposas – Judith Stacy
-Es una urgencia. Date prisa, por favor.
Transcurrieron unos minutos que ella ocupó en charlar con Shady y los hombres en refrescarse y
beber, y cuando oyó unas voces femeninas, supo que sus lecciones de baile, y la fiesta, se habían
salvado.
-Caballeros -los llamó-. Como hemos hecho muchos progresos, he decidido subir un poco más el nivel
y esta tarde van a tener compañeras de baile.
Hubo un barullo general y todos se volvieron al ver entrar a Meg, Becky, Idelle Turner y Frances
Conroy.
-Estas damas han donado generosamente su tiempo para ayudarlos en sus lecciones -dijo-. Y ahora, si
son tan amables de ocupar la pista, empezaremos.
Todos los hombres, incluso los que no habían participado antes, se apresuraron a llenar el centro de la
habitación. Hubo incluso algún que otro codazo y un par de empujones.
-En primer lugar -continuó Amanda-, deben recordar que cuando se baila con una dama, deben ser
respetuosos con ella. Quien no lo sea, recibirá un disparo.
Hubo risas entre los hombres, hasta que Shady dio un paso al frente y sacó la pistola de su funda.
-Procedamos entonces.
Para no provocar una estampida, seleccionó ella a los hombres en lugar de pedir voluntarios.
Amanda fue circulando entre las parejas, animándolas y haciendo sugerencias. Los hombres
intentaron seguirlas al pie de la letra, y tras unos minutos, ordenó un cambio de parejas.
Ethan apareció en la puerta, y cuando Amanda ordenó el siguiente cambio de pareja, se acercó a Meg
y bailaron juntos. Al siguiente cambio, no se separó de ella y nadie protestó.
Verlos juntos le producía una gran felicidad por su amiga. Ethan la miraba con afecto, sin molestarse
en ocultarlo. Había trabajado con ellos un par de veces con los planes de la tienda, y se había dado
cuenta de que estaban hechos el uno para el otro. No hacía falta ser una especialista para saberlo.
Sus pensamientos volaron hasta Jason, como era habitual. Seguían sin hablar, y lo echaba de menos.
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Caravana de esposas – Judith Stacy
Comprendía que necesitase tiempo para asimilar las cosas. Tener a Brandon en la montaña, y por lo
tanto un recordatorio constante de su infancia desdichada, no era fácil para él, y no quería atosigarlo o
complicar aún más la situación, pero no iba a poder seguir mucho más tiempo así.
-Señorita Amanda -la llamó Brandon-. Hay un hombre abajo en la oficina -dijo-. Está buscando a la
señorita Meg.
-¿Quién es?
-No te preocupes por nada –insistió Amanda mientras ayudaba a Meg a llevar sus cosas a la cabaña
de Amanda. Todd entró con ellas, cargado de mantas y frunciendo el ceño. Meg intentó abrazarlo, pero
el chico se zafó de ella.
-Ya veremos -contestó su madre-. ¿Por qué no sales un rato a jugar? Te llamaré cuando la cena esté
lista.
Todd salió corriendo y Meg se sentó sobre el montón de mantas, se tapó la cara con las manos y se
echó a llorar. Amanda se arrodilló junto a ella, y también se habría echado a llorar.
-No lo entiendo -dijo Meg, mirando a su amiga con las mejillas surcadas de lágrimas-. ¿Por qué ha
tenido que ocurrir? Esperé casi un año. Un año sin saber una palabra de él, y ahora se presenta sin más.
-Nadie sabe lo que pasé cuando Gerald se marchó -dijo Amanda, sollozando-. Apenas podía dar de
comer a mi hijo. Estaba sola, perdida y... y no sabía qué hacer.. Y ahora se presenta sin más, dice que
lo siente ¿y espera que todo se arregle?
Amanda había bajado a la oficina con Meg para conocer a su marido, pero los dos se habían marchado
a la intimidad de su casa para hablar. Amanda no sabía lo que se había dicho, pero Meg había subido a
su casa poco después para preguntarle si Todd y ella podían vivir unos días en su cabaña.
-Dice que buscando trabajo. Que ha encontrado algo cerca de Los Angeles.
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-Pretende que me vaya con él -dijo, y las lágrimas volvieron a mojarle las mejillas-. Dice que quiere
recuperar a su familia.
-No...
-Le he dicho que necesito tiempo para pensarlo. No puede volver sin más aquí como si nada hubiera
pasado y pretender que nosotros... bueno, ya sabes. No pienso vivir bajo su mismo techo. Al menos, por
ahora.
-Precisamente cuando las cosas empezaban a mejorar. Justo cuando tenía la oportunidad de labrarme
un futuro para Todd y para mí. Una oportunidad -volvió a sollozar-. Y Ethan...
Amanda la abrazó.
-¿Qué puedo hacer? -Meg la miró-. Es mi marido. El padre de mi hijo. Tengo que irme con él.
-¡Maldita sea!
Jason iba de un lado para otro en su oficina, murmurando entre dientes. Se detuvo y miró a su
hermano. Ethan estaba sentado a su mesa, los codos apoyados y las manos cubriéndole la cara.
-Ahora aparece ese bastardo de McGee, después de un año -dijo Jason-, como si nada hubiera
ocurrido. ¿Qué clase de cerdo abandona a su mujer y a su hijo para luego volver esperando que todo
siga como antes?
Como Ethan no contestó, volvió a pasearse y a maldecir. Unos minutos después, se detuvo.
-No puedes dejar que se lleve a Meg de esta montaña. Si la quieres, no puedes permitirlo.
-¡Lo sabes perfectamente! -Ethan se puso de pie-. ¡Llevas semanas comportándote como una mula!
-¡Yo no tengo nada que ver con lo que ha pasado entre Meg y tú!
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-¡Pero sí que lo tienes con lo que pasa entre Amanda y tú!
-¡Yo por lo menos lo he intentado! -espetó su hermano-. Meg sabe lo que siento por ella, pero todo lo
que tú has hecho desde que Amanda llegó a esta montaña es intentar echarla. ¡Y todo por algo que te
ocurrió hace años y que no tiene nada que ver con ninguno de los dos!
Jason lo miró sin contestar y luego volvió a pasearse de un lado para otro. Ethan terminó sentándose
de nuevo.
Las discusiones entre ambos nunca duraban mucho. Estar en desacuerdo con su hermano no le
causaba gran preocupación a Jason.
Respetaba las opiniones de su hermano, hablaban de ello, incluso a veces discutían, y luego, a otra
cosa. Siempre había sido así entre ellos, y a ambos les parecía bien.
Otra cosa muy distinta era ver sufrir a su hermano. Casi estaba decidido a subir allí y a echar a
patadas al cerdo de Gerald McGee. Eso le sentaría bien. Llevaba tiempo queriendo partirle la cara a
alguien. Y si sirviera para algo, no dudaría en hacerlo.
Jason asintió. Conociendo a su hermano, seguro que se le había ocurrido la misma clase de solución.
-Pero no puedo -suspiró, hundiéndose más en su silla-. No puedo obligar a Meg a elegir. Está casada
con él y le ha dado un hijo.
-McGee es un hijo de perra, eso está claro, pero ¿qué clase de hombre sería yo si la obligase a elegir?
¿Si le pidiera que rompiese sus promesas matrimoniales hechas ante Dios? ¿Cómo pedirle que haga algo
así?
-Están casados y tienen un hijo. Ese lazo es muy fuerte. Además, si le pidiera que eligiese, al final se
volvería contra mí por haberla obligado a hacerlo.
-Maldita sea...
-¿Y qué hay de Todd? Ese hombre es su padre. ¿Qué derecho tengo yo a interponerme entre los dos?
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-Dímelo tú y lo haré.
Jason se levantó y volvió a pasearse. Alguien llamó tímidamente a la puerta. Rory Connor estaba allí,
pálido como un muerto y con el sombrero arrugado entre las manos.
-Venga enseguida, señor Kruger -dijo-. Su hermano pequeño ha estado a punto de cortarse una mano
en el aserradero.
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Veintiuno
Meg le había pedido que la dejase un momento a solas para pensar y serenarse, y Amanda se había
marchado dejándola sentada a la mesa, con una taza de café en las manos.
Cerró la puerta y bajó las escaleras del porche. Sus pensamientos estaban con Meg y la decisión que
tenía que tomar, así que al principio no notó el silencio abrumador que reinaba en la montaña.
Se detuvo, alerta. No se oían voces, ni siquiera un pájaro cantaba en las ramas. Y no partía sonido
alguno del aserradero.
La puerta de la oficina de Jason se abrió de golpe y Jason y Ethan echaron a correr montaña arriba.
Rory Connor, el capataz del aserradero, corrió tras ellos con cierta inseguridad.
Llegó al aserradero cuando Jason y Ethan ya habían entrado y unos segundos antes de que lo hiciera
Rory Connor. Los hombres estaban junto a la pared, inmóviles, mirando. Las sierras y sus cuchillas
giratorias estaban en silencio. El aire estaba cargado de tensión.
Jason estaba en el centro de la nave, mirando a sus hombres, y Ethan en un rincón con tres hombres
más.
Amanda se acercó a él, y al ver lo que había detrás, se quedó sin respiración.
Brandon estaba sentado, la cabeza apoyada contra la pared, los ojos cerrados y el rostro sin color.
Tenía la mano y el brazo derechos envueltos en trapos y empapados en sangre. Manchas rojas
salpicaban su camisa, el cuello, la mejilla.
-¿Quién es el responsable de esto? -preguntó Jason, girando sobre sí mismo para mirar a todos los
hombres-. ¿Quién estaba manejando la sierra?
Un hombre alto, delgado y con una barba cerrada dio un paso al frente.
-¡Despedido! -se volvió de nuevo-. ¿Quién más ha tenido algo que ver?
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Caravana de esposas – Judith Stacy
-Jason -repitió con suavidad hay que llevar a tu hermano al médico.
La ira más desesperada desdibujaba sus rastros al volverse hacia ella como si la viera por primera vez.
Miró a Brandon y se dio cuenta de la urgencia de la situación. Luego miró a Amanda, pero ella ya se
había dado la vuelta.
-Tú, ve por el carro -le dijo al hombre más cercano-. Tú, trae mantas y tenlas en la parte de atrás. Tú,
trae toallas limpias y agua. ¡ Vamos!
Ethan y Amanda lavaron la herida de Brandon y se la envolvieron con las toallas limpias bien
apretadas. El chico se quejaba débilmente, debatiéndose entre la consciencia y la inconsciencia. La
sangre empapó enseguida las toallas y empezó a gotear.
Jason salió y gritó al conductor del carro, y a cualquier otro que anduviese por allí, cuando llegaba a la
puerta del aserradero. Luego, tomó a Brandon en brazos y lo colocó con delicadeza sobre el nido de
mantas y cuando iba a subir al pescante del carro, Amanda lo detuvo tocándole un brazo.
-No.
-Estás demasiado nervioso y hay que llevar a Brandon con cuidado. Sube a la parte de atrás y
sujétalo. Ethan, conduce tú.
Ella se subió a la parte de atrás y se sentaron uno a cada lado del chico para iniciar el camino
montaña abajo.
Brandon parecía débil e indefenso envuelto en las mantas, los ojos cerrados, afortunadamente
inconsciente.
Cuando llegaron a Beaumont, el médico estaba pasando consulta. Jason llevó a Brandon dentro y
todos entraron en la sala de curas. La habitación olía a productos químicos y a enfermedad, y cuando el
médico retiró las toallas, Jason se echó hacia atrás y salió a la calle.
Amanda lo miró sin saber qué hacer, y fue Ethan quien le indicó con un gesto de la cabeza que saliera.
Y eso fue lo que hizo.
Esperó en el porche a que Jason volviera de la parte de atrás. Se detuvo al verla, dudó un instante y
subió al porche.
Amanda apoyó las manos en la barandilla. La brisa de la tarde le refrescó la cara. Por la calle pasaron
varios carros y unos cuantos caballos. Las tiendas estaban cerrando. Beaumont se preparaba para pasar
la noche.
Sintió la presencia de Jason en el porche cerca de ella y luego lo sintió a su lado, contemplando como
ella la calle polvorienta. Pasaron varios minutos antes de que hablase.
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Caravana de esposas – Judith Stacy
-¿Crees que perderá la mano?
Por el rabillo del ojo le vio frotarse la cara con las manos.
-¿Vomitar?
Él la miró algo sorprendido. Estaba claro que no iba a dejarle al menos esa dignidad.
-Sí -contestó.
-Sé que esto es culpa mía -dijo, señalando hacia la puerta del médico.
-Sí, lo es.
-¿Qué clase de amiga sería si te dijera mentiras para que te sintieras mejor? Lo que le ha ocurrido a
Brandon es culpa tuya en parte.
-Deberías haberle dado alguna ocupación. Un chico de su edad no puede andar por ahí sin hacer
nada.
-Pero no tenía por qué meterse en el aserradero. Eso demuestra que yo tenía razón.
-Esto sólo demuestra que eres un cabezota, tal y como te he dicho desde que te conozco.
El la miró fijamente.
-¡Me importa un rábano que quieras hablar de ello o no! ¡Ya es más que hora de que empieces a
considerar la posibilidad de que puedes estar equivocado de vez en cuando!
Esperó que le contestase, pero no lo hizo. Simplemente la miró. ¿Estaría enfadado? ¿Herido? ¿De
verdad creería que lo que le había ocurrido a Brandon era culpa suya?
Había algo distinto en él. Su postura no era tan desafiante, ni las líneas de su rostro tan duras. Había
algo en él que no había visto antes.
Y eso le destrozaba el corazón. A pesar de la ira, lo que más deseaba era poder abrazarlo, apretarlo
contra su cuerpo. Darle la fuerza que ella tenía. Aceptar la que él le ofreciera.
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Caravana de esposas – Judith Stacy
Abrió la puerta y entró de nuevo a la consulta.
La oscuridad se había adueñado ya de todo cuando el carro llegó al campamento. Ethan lo llevó
directamente a su casa, donde les aguardaban Shady y Buck Johansen con varias linternas.
-Bueno, ¿cómo está? -preguntó Shady nada más se detuvieron, acercándose a la parte trasera del
carro.
-Todo el mundo ha venido a preguntar -dijo Buck-. Toda la montaña está preocupada.
Jason se bajó y abrió la portezuela trasera. Tomó a Amanda por la cintura y la dejó en el suelo.
Brandon estaba acurrucado en las mantas, durmiendo, el brazo derecho vendado. Jason lo sacó y le
apoyó la cabeza sobre su pecho.
-El médico no está seguro. Sólo el tiempo lo dirá, pero según él, tiene buena pinta.
-Debe tener mucho cuidado -dijo Amanda-. El brazo va a necesitar cuidados especiales hasta que esté
curado.
-Es que no es ninguna tontería -dijo Shady -. El chico necesita tener al médico aquí arriba para que lo
cuide.
-Lo que este chico necesita es a su madre -espetó Jason, y entró en la casa.
Ethan lo siguió, y Amanda se quedó en el porche hablando con Shady y Buck, poniéndolos al corriente
de lo que les había dicho el médico.
-Los dos hombres a los que Jason despidió en el aserradero -dijo Amanda-, ¿creen que hablaba en
serio?
Ni él ni seguramente ningún otro hombre de aquella montaña. Jason era el jefe, y su palabra, ley. Y
en aquel caso, estaba de acuerdo con él, por mucho que lamentase ver cómo aquellos dos hombres
perdían su trabajo.
-Buenas noches, señorita Pierce -dijo Buck, y tras tirarse levemente del ala del sombrero, se encaminó
al barracón.
Amanda estaba agotada. Menudo día. Para ella y para muchos otros
El hombre suspiró.
-No lo es.
-Eso creo.
-Supongo que no tiene otra elección, puesto que es su mujer. Por eso no me he casado yo. Me gusta
tomar mis propias decisiones. En fin... buenas noches, señorita.
Amanda se apretó con dos dedos el puente de la nariz. Estaba cansada y ansiosa por irse a casa.
Aquella cabaña había empezado a parecerle eso, su casa, en las últimas semanas. Los ruidos del bosque
ya no la asustaban Los muebles, a pesar de su austeridad, empezaban a resultarle acogedores. Y
aquella noche su colchón de plumas iba a parecerle el mejor de entre los mejores.
Pero quería asegurarse de que Brandon estaba bien antes de irse, así que esperó a que Ethan saliera
antes de marcharse. Pero quien salió fue Jason.
-Dormido.
A la escasa luz que salía del interior de la casa, observó a Jason. Por un momento tuvo la impresión de
que quería decir algo, o pedir algo, pero al final no lo hizo, así que bajó las escaleras del porche y se
encaminó hacia su casa.
-Tenías razón.
Amanda se detuvo y, lentamente, se dio la vuelta. No esperaba oír esas palabras de su boca jamás, y
por un momento se preguntó si las habría imaginado. Entonces Jason volvió a hablar.
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Caravana de esposas – Judith Stacy
-Tenías razón. Debería haberle prestado más atención. Tenía que haberle buscado algo en lo que
ocuparse.
Se quedaron un momento así, a metros de distancia, mirándose el uno al otro en silencio. Los metros
que los separaban bien podrían haber sido kilómetros, porque la tierra que los separaba se abría entre
ambos como un abismo.
Amanda estuvo a punto de acercarse a él y decirle que ya estaba harta de aquella separación. Y lo
habría hecho si hubiese visto en él la más mínima intención de acercarse.
Pero aquella noche estaba cansada, muy cansada, y estaba demasiado cansada para luchar, así que
dio la vuelta y echó a andar hacia su cabaña sin decir una palabra más.
Jason se quedó observándola hasta que las sombras la hicieron desaparecer y aún más. Fue viendo su
silueta cuando pasaba cerca de las ventanas iluminadas y las puertas abiertas. Ni siquiera cuando vio las
luces de su cabaña encendidas dejó de mirar.
Había podido perder a su hermano. El hermano al que ni siquiera conocía. Y aún podía perder a su
otro hermano. Si Meg se marchaba con su marido, quién sabe lo que haría Ethan. Esperar que se
quedase en la montañá: contemplando la cabaña vacía de Meg, recordando, era demasiado. Lo más
probable era que se marchase.
¿Y qué le quedaría a él? Una montaña llena de recién casados. Un contrato con el ferrocarril. Una
empresa que llevar.
Apoyó la frente contra la columna del porche. ¿Y para qué demonios iba a servirle nada de todo
aquello sin Amanda?
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Veintidós
-¡Mujeres! ¡Llegan las novias!
Amanda había oído repetirse aquel grito desde que el primer carro llegó el día anterior a mediodía.
Primero de los hombres del aserradero, luego de los del comedor, de los graneros y por último de los
leñadores que bajaban de la montaña para comer.
Con sus listas en la mano, Amanda se metió en el centro del barullo que dominaba el edifi cio nuevo
cuando las seis últimas del grupo de veintitrés novias llegaron de Beaumont. Todas llevaban equipaje y
necesitaban su habitación. Todas hacían preguntas a la vez. Todas estaban cansadas y hambrientas.
Meg y Becky ayudaban en todo lo que podían.
-Sí -dijo Amanda, consultando sus listas-, tú estás en la habitación ocho, en el piso de arriba. Sí, sí... y
tú en la puerta de al lado.
Esta noche cenaremos a las cuatro. Los baños estarán listos a continuación. La fiesta empieza a las
siete.
-Ahora que ya están todas aquí, se calmarán las cosas -dijo Amanda con una sonrisa-. Eso espero.
Miró por la ventana y vio otro de los carros que llegaba en aquel momento. A pesar de que habían
encargado lo que necesitaban las novias hacía ya semanas, no todo había llegado a tiempo.
-Los hombres empiezan a ponerse nerviosos -dijo Meg, mirando por la ventana.
Amanda acercó la nariz al cristal. Los leñadores, quienes esperaban a su novia y unos cuantos más,
estaban reunidos justo al pie del edificio. Hablaban, señalaban, estiraban el cuello e intentaban
conseguir un puesto mejor.
Una de las reglas era que ningún hombre podía entrar en la residencia de las mujeres sin permiso
expreso de Amanda, aunque seguramente ninguno de ellos se habría atrevido a hacerlo sin aquella
prohibición expresa.
- ¿Estaría Jason allí? Aunque no quería, se encontró mirando entre las caras reunidas. No había vuelto
a hablar con él desde la noche antepasada, cuando volvieron de Beaumont. La tentación de hacerlo
había sido fuerte, tanto que en una ocasión había echado a andar hacia su oficina para detenerse
después a medio camino. No deseaba tanto una confrontación con él, sobre todo porque no estaba
segura de que el resultado fuese el apetecido. Además, se estaba quedando sin tiempo.
Entre los hombres arremolinados fuera, Amanda vio a Gerald McGee, el marido de Meg, y al otro
extremo del grupo, estaba Ethan Kruger. Amanda miró a Meg y se preguntó a cuál de los dos hombres
estaría mirando su amiga.
-Menos mal que esta misma noche es la fiesta -dijo Meg, apartándose de la ventana.
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Caravana de esposas – Judith Stacy
-Y las bodas, mañana -Amanda revisó su lista-. El reverendo Daley llegará hacia el mediodía. Hay un
grupo de voluntarios colocando los bancos para la ceremonia. Idelle Turner se ha encargado de la
decoración y Gladys y Polly, de los aperitivos. Todo debería ir a las mil maravillas.
Atónita, Amanda estaba de pie entre la gente congregada en la pista de baile. ¿Cómo podía estar
ocurriendo algo así?
Por la insistencia de Amanda, Jim Hubbard y los otros cuatro músicos seguían tocando la docena de
canciones que conocían. El salón estaba decorado con flores silvestres y velas. Al fondo, había varias
mesas cubiertas con manteles rosas y bandejas de comida. Las novias se habían puesto sus mejores
galas, los leñadores se habían restregado a conciencia y se habían cortado el pelo y las barbas.
Pero nadie se movía. Los hombres estaban a un lado de la sala y las mujeres al otro, en fila, como si
esperasen una ejecución. Y entre ellos se extendía inmensa la pista de baile.
Al comenzar la fiesta, Amanda había presentado a cada novia a su posible marido. ¿Por qué entonces
no estaban bailando?
-Necesitamos a un hombre lo bastante valiente como para atravesar esa pista de baile y sacar a bailar
a una mujer. Una vez ocurra eso, todo el mundo se animará.
-Pero llevan así casi media hora. Me parece a mí que no tenemos ese valiente.
-Si no ocurre algo pronto, seré yo quien tenga que sacar a bailar a uno de los hombres.
Amanda se dio la vuelta y a la suave luz de las velas vio a un hombre separarse del grupo. Su
esperanza creció para desinflarse de pronto.
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Caravana de esposas – Judith Stacy
-Es Jason -dijo Meg.
-Vaya.
Esperaba que fuese uno de los futuros maridos, un valiente que se hubiese decidido a invitar a su
novia a bailar. Pero era Jason quien avanzaba hacia ella.
-Bueno, no pasa nada -dijo-. Le pediré a Jason que hable con los hombres y que los convenza de que
tienen que empezar a moverse.
Amanda entrelazó las manos con nerviosismo mirando a Jason. A medida que se acercaba, su altura
crecía, su pecho se hacía más ancho, sus hombros más poderosos. Había estado visitando al barbero, lo
mismo que el resto de los hombres. Se había puesto una camisa blanca, corbata, y un chaleco que no le
conocía. Estaba guapo. E iba a salvar su fiesta, tanto si quería como si no.
Jason se tomó su tiempo. Avanzaba sin prisa, como un hombre acostumbrado a ser el centro de las
cosas, un hombre que poseyera todo lo que había a su alrededor. Un hombre que disfrutase de cada
momento.
Se detuvo frente a Amanda y el corazón le dio un vuelco. Gracias a Dios que había llegado. Debía
haber intuido su inquietud.
-¿Quieres bailar?
-Ay, gracias a Dios que estás aquí - Amanda se colgó de su brazo mirando a su alrededor-. Tienes que
conseguir que uno de tus hombres invite a bailar a una chica.
Se puso de puntillas para mirar a los hombres alineados en la pared del fondo.
-Tendrá que ser uno de los más valientes. Ofrécele dinero si es necesario. Yo lo pagaré. No puedo
permitir que la fiesta...
-Amanda -Jason puso un dedo bajo su barbilla y la obligó a mirarlo-. Acabo de preguntarte si quieres
bailar conmigo.
-¿Quién? ¿Yo?
De pronto se dio cuenta de que todo el mundo los miraba, incluido Jason, que sonreía arqueando las
cejas.
Sintió que las mejillas se le coloreaban y que el pulso le bailaba en las venas. ¿Jason quería bailar con
ella? ¿Con ella? ¿Había cruzado toda la pista de baile bajo la mirada de todos los habitantes de la
montaña para sacarla a bailar?
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-Encantada, señor Kruger.
Jason la condujo al centro de la pista, le ofreció los brazos y empezaron a bailar. Menos mal que había
decidido ponerse su vestido amarillo. Todo el mundo los estaba mirando, y aún no se lo había puesto
allí.
-Hace mucho que no bailo -admitió con una sonrisa-. De hecho, hay unas cuantas cosas que no hago
hace mucho tiempo y que estoy ansioso por practicar.
-Si las haces tan bien como bailas, deben ser una experiencia deliciosa.
Amanda sintió una ola de calor partir del cuerpo de Jason y esperó un momento a que dijese algo,
pero no lo hizo. La música terminó y se detuvieron al otro lado del salón. Unos aplausos agradecieron la
interpretación de los músicos. Inmediatamente empezó otra canción y Jason volvió a moverse con
Amanda en los brazos.
-Me gustaría tener todo este lugar para nosotros solos -dijo él, sonriendo.
Amanda se dejó llevar por la magia del momento, de su sonrisa, de sus manos. Lo había echado de
menos. Estar cerca de él era como volver a casa. Como si aquel fuese su lugar en el mundo.
La pista de baile se fue llenando rápidamente. Algunos de los hombres que no bailaban se atrevieron a
acercarse a las mujeres y a empezar a charlar.
Cuando la música terminó, Jason tomó la mano de Amanda y ambos salieron al porche. El aire era
fresco y la luna llena brillaba sobre los árboles.
-Ha sido todo un detalle por tu parte sacarme a bailar -dijo ella, alejándose un poco-. Has salvado la
fiesta.
-¿Por eso crees que te he sacado a bailar? ¿Para que los demás hombres se animaran?
Una tremenda energía cobró vida entre ellos, y Amanda volvió a sentirla como en las otras ocasiones.
Si no hubieran intercambiado palabras tan duras, si él no hubiera dicho que lamentaba que hubiese
llegado a la montaña, y si ella no hubiese lamentado estar allí...
Cuando estaban juntos, todo parecía estar bien, y ella no deseaba estar en otro lugar que no fuese
entre sus brazos.
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Caravana de esposas – Judith Stacy
Jason se acercó y los labios de Amanda se estremecieron esperando su beso.
Pero no era fácil desanimar a Jason, que la atrajo más hacia él. El calor de su cuerpo la empapó y
debilitó su voluntad. Sus labios la rozaron y a punto estuvo de que las piernas dejaran de sujetarla.
-Porque las cosas no están bien entre nosotros y sólo conseguiríamos complicarlo todo aún más.
Él la soltó.
-No me gusta que no nos hablemos. No solucionas nada estando enfadado conmigo y sin querer
hablarme.
-¿Ah, no?
-Tienes razón -dijo tras un segundo de reflexión-. Lo siento. No debería haberte dicho eso, pero es
que tienes que...
-¿Cambiar? -sugirió, dando un paso hacia ella-. De eso se trata, ¿no? De que no hago lo que quieres.
De que pretendes cambiarme.
A la escasa luz del porche vio la ira en sus facciones, y el dolor. Le había dicho antes que no estaba
dispuesto a cambiar su vida para complacer a una mujer, tal y como había hecho su padre. Pero ella no
lo veía igual.
-No. No se trata de eso. Es que no podemos solventar nuestros problemas a menos que queramos
trabajar en ello.
-Sí que lo es -insistió él, acercándose más, acorralándola-. Eso es lo que quieres. Que cambie mi forma
de hacer las cosas. Que las haga como tú quieres.
-No me parece una locura pedirte que hables de las cosas y no que te encierres en...
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-No merezco la pena, ¿no? ¿Es eso lo que me estás diciendo?
-Me gustaba cómo eran antes las cosas -admitió-. Eran más sencillas.
Amanda buscó su rostro con la mirada, esperando encontrar ternura en él, pero no la halló.
Se tragó las lágrimas que se le agolpaban en la garganta y volvió a entrar. Sintió la mirada de Jason
en la espalda, pero no la llamó.
La pista de baile estaba llena de parejas. Unos cuantos hombres y mujeres se alineaban en el
perímetro de la sala, pero Amanda no quería hablar con nadie. Le dolía el pecho. Le dolía el corazón. Y
estaba a punto de llorar.
Rápidamente entró en la cocina. Gladys y Polly no la habían utilizado para preparar los aperitivos de
aquella noche y se dirigió a la puerta de atrás, pero unas voces la detuvieron.
Meg y Ethan estaban junto a la despensa, al otro lado de la habitación. Ella pudo verlos desde la
puerta, pero ellos a ella, no. Meg estaba pálida y Ethan la miraba desde un par de metros de distancia,
como si temiera acercarse.
-No te estoy pidiendo que elijas, Meg - decía, y su voz sonaba cargada de sinceridad-. McGee es tu
marido y eso yo lo respeto. Sólo quiero hablarte para que tomes tu decisión -dio un paso hacia ella-. Te
quiero, Meg. Te he querido desde que te vi la primera vez. Cuidaría de ti y de tu hijo. Jamás te
abandonaría. Y nunca carecerías de nada mientras a mi me quedase aliento.
Las lágrimas rodaron por las mejillas de Amanda, que salió corriendo montaña arriba hacia su cabaña.
Cuando la puerta de su oficina se abrió y se cerró, Jason esperó ver a Amanda. Bueno, deseaba que
fuese ella, acercándose a su mesa con paso decidido. No había vuelto a verla desde que lo dejó solo en
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Caravana de esposas – Judith Stacy
el porche la noche anterior.
Pero quien había entrado era Meg McGee, que lo miraba frunciendo el ceño tal y como había hecho
Amanda.
-¿Qué pasa?
-Es de Amanda.
-¿Amanda?
-Se ha ido.
-Ella nunca asiste a las bodas. Al menos eso es lo que me ha dicho. Y me ha pedido que le entregue
esta carta. Se ha marchado en uno de los carros que volvían temprano a Beaumont.
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Veintitrés
Beaumont le pareció grande y llena de vida al contemplarla desde la ventana de su hotel. Las calles
estaban abarrotadas de caballos v carros, y las aceras de toda clase de gente. Al mirar desde otra de
aquellas ventanas a su llegada de San Francisco, Beaumont le había parecido un lugar totalmente
distinto. ¿Tanto habría cambiado?
Cerró las cortinas para que no entrase el sol de mediodía y se sentó en la cama de metal dorado.
Semanas atrás, había llegado allí dispuesta a ir a la Compañía Maderera Hermanos Kruger con brillantes
planes para su futuro. Y aquella mañana, se marchaba con el corazón destrozado.
Jason...
Apretó los dientes con fuerza. No quería derramar una lágrima más. Lo quería, pero iba a dejarlo.
En parte se marchaba por él. ¿Cómo podía solucionarse nada si él no estaba dispuesto a hablar? Pero
en parte, también se marchaba por sí misma. No podía quedarse a presenciar las bodas. Simplemente,
no podía.
Se paseó por la habitación tirando de los extremos del chal. Al llegar aquella mañana se había
enterado de que la diligencia no saldría hasta la hora de la cena, así que se había regis trado en el hotel
y se había puesto el camisón con la intención de descansar hasta que llegase la hora de ir al punto de
partida.
Descansar... ¡ja!
Se detuvo frente al espejo de la cómoda e irreflexivamente se sujetó unos mechones de pelo que se le
habían soltado mientras pensaba en el viaje de vuelta a San Francisco. Le había parecido duro, hasta
que subió a la montaña y conoció a Jason.
Un nudo de ira se le apretó en el pecho. Había puesto su mundo patas arriba. Ella se sentía satisfecha
viviendo en San Francisco, y con los caballeros que conocía allí. Hasta conocer a Jason Kruger. Ahora ya
no iba a poder ser feliz con nada.
Al marcharse del campamento le había dejado una carta a Meg para que se la entregara. En ella se
limitaba a decir que volvía a casa, ya que su trabajo allí había concluido.
Pero en aquel momento, con la ira dentro del pecho, deseó haberle dicho a Jason Kruger todo lo que
pensaba de él. Alguien debía hacerlo, y ningún habitante de la montaña tenía valor sufi ciente. Excepto
Ethan, quizás. Pero en aquel momento estaba demasiado consumido con sus propios problemas.
Apretó los puños y volvió a pasearse por la habitación. No podía marcharse sin decirle a Jason lo que
sentía. Aunque estaba segura de que no iba a querer oírlo, tenía que decírselo... e iba a hacerlo.
Miró a su alrededor. Tenía la ropa extendida sobre la silla, la cómoda y el lavamanos. Si se daba prisa,
aún podría utilizar alguno de los carros que subían a la montaña, y volver a bajar al día siguiente para
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tomar la diligencia y volver a casa.
A casa.
Su determinación falló. Su casa estaba en aquella pequeña cabaña del monte, y no en San francisco.
Eso también era culpa de Jason. Enfadada, atravesó la habitación y agarró las medias de seda que
tenía en el respaldo de la silla. Aquel hombre iba a oírla bien. Si lamentaba que hubiese llegado a su
montaña, ahora se iba a ocupar de que lamentase de verdad haberla conocido.
Alguien llamó a la puerta. Debía ser la camarera con la comida que había pedido. No estaba de humor
para comer, pero dejó las medias y abrió.
-Me importa un comino quién haya preguntado primero. Quiero saber qué diablos está pasando.
Carta que él sacó de un bolsillo toda arrugada, como si la hubiese aplastado en un puño.
-¿Y te parece suficiente? -inquirió, mirándola con el ceño fruncido-. Después de todo lo que me has
hecho pasar, ¿crees que puedes dejarme una carta y largarte a San Francisco como si no hubiera
pasado nada?
-¡Es que no ha pasado nada! -replicó, con el corazón en la garganta-. Sólo que me he sentido atraída
por un hombre que cree que le he arruinado la vida.
-Lo que pasa es que te has encontrado en medio de un problema familiar, eso es todo.
-¿Eso es todo? -preguntó, sorprendida-. Ese problema familiar ha mediatizado tu vida desde que eras
un niño. Es por ese problema por lo que no querías saber nada de Brandon, ni querías mujeres en tu
montaña, ni querías verme a mí allí.
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Jason la miró, incapaz de negarlo.
-Culpas a tus padres por tu niñez desdichada -continuó-. Tu padre no es fuerte, pero tú madre sí. Tú
eres como ella, pero no quieres aceptarlo. Y, por otro lado, también eres como él.
-Eso es mentira.
-No lo es. Entre las pertenencias de tu hermano, hay cartas escritas por tu padre a tu madre. Cartas
de amor.
Él la miró en silencio.
-Sí, Jason, cartas de amor. Me las encontré cuando estaba ayudando a Brandon a deshacer el
equipaje. Cartas escritas por tu padre y tu madre a lo largo de su matrimonio. Tu padre quiere a tu
madre, tanto que está dispuesto a seguirla a donde quiera que ella desee ir.
-No, como un hombre enamorado. Lo mismo que tú me has seguido hasta aquí.
-Ya he terminado.
-¿Por qué?
-Mira, Jason, ya tienes bastante con tus propios problemas, así que no intentes solucio nar también los
míos.
Ambos se miraron fijamente, los dos equivocados, los dos en lo cierto. Los dos enfadados, los dos
heridos.
-Eso no puedo negarlo -Jason suspiró. Luego se quitó el sombrero y arrugó el ala dis traídamente-.
Pero la verdad es, Amanda - continuó suavemente-, es que no quiero que te vayas.
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Él la miró largamente antes de hablar.
-No es el lugar que te pertenece. Lo supe desde el principio. Eres una mujer de ciudad, demasiado
refinada para esa clase te vida - movió despacio la cabeza y luego sonrió-. Cuando tiraste a ese minero
al pilón, creí que quizás había más dentro de ti de lo que yo sospechaba.
-Pero cuando Brandon se hirió y empezaste a dar órdenes, supe que tu lugar sí que era mi montaña. Y
quise que te quedaras, pero es que no sabía cómo decírtelo. Ni siquiera sabía cómo admitirlo yo, para
empezar.
-No deberías guardarte las cosas de ese modo. Deberías haberme dicho lo que pensabas alguna de
esas veces que intenté hablar contigo.
Jason asintió.
-Sí, lo sé.
Él bajó la mirada.
-En eso también tienes razón. Pero la verdad es que no sé qué hacer con el chico.
-No.
-¿Me quieres?
-Sí, Amanda, te quiero -dijo Jason-. He intentado no sentirlo. He luchado contra ello. No quería
quererte, pero aquí estoy, loco por ti. Persiguiéndote montaña abajo, dispuesto a llevarte a casa
conmigo.
Jason asintió.
-Me temo que he estado enfadado con mucha gente últimamente sin tener una buena razón.
Una sonrisa creció en sus labios. Se acercó a ella y, al darse cuenta de que aún tenía el som brero en
las manos, lo lanzó a la silla del rincón. Sus pupilas se dilataron al ver su corsé, sus enaguas, sus pololos
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y sus medias sobre los brazos de la silla.
Luego se volvió hacia ella y la miró de pies a cabeza, dándose cuenta por primera vez de que estaba
desnuda bajo la bata y el camisón.
La carne de Amanda tembló al verlo mirarla. Jason la tomó en sus brazos y la besó, y Amanda supo
que no había otro lugar en el mundo en el que prefiriera estar.
Jason gimió cuando ella le rodeó el cuello con los brazos y se apretó contra él. Descendió con los
labios por su cuello y tiró del cinturón de su bata para hundir la mano primero a la altura de la cadera y
luego sobre su pecho.
Amanda empujó contra su mano y sintió todo su cuerpo un instante antes de desabro charle la camisa
y deslizar las manos sobre su pecho, enredando los dedos en su vello oscuro y rizado.
Jason volvió a poseer su boca mientras le desabrochaba los botones del camisón.
Luego la abrazó con fuerza y la retuvo así durante unos segundos, para después separarse con un
suspiro y un beso en lo alto de la cabeza.
Ella asintió.
-Sí, lo sé.
-Si seguimos, me va a ser imposible parar, así que si no te gusta adónde vamos, ahora es el momento
de decirlo.
Amanda sonrió.
-¿Estás segura?
-Lo estoy.
Jason volvió a abrazarla y la besó al tiempo que le bajaba la bata de los hombros. Con las bocas aún
unidas, se deshizo del chaleco y la camisa, y apoyándose en un pie y luego en el otro, se quitó las botas
y los calcetines, mientras Amanda se quitaba las horquillas del pelo.
Jason estudió su rostro, su hermoso cabello recogido en lo alto de la cabeza y, tomándola de la mano,
la llevó hasta la cómoda y se colocó detrás de ella. Luego ajustó el espejo para que los dos pudieran
verse y, muy despacio, hundió la cara en su pelo con los ojos cerrados. Qué dulzura. Rozó su cuello con
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los labios y la sintió estremecerse.
Cuando abrió los ojos, se encontró con la imagen de Amanda en el espejo. No estaba asustada, ni
insegura, ni incómoda con lo que estaba haciendo. Ansiosa, sí, pero él también lo estaba.
Cuidadosamente fue quitándole las horquillas del pelo hasta que lo vio caer, libre. Hundió los dedos en
él y localizó las horquillas que quedaban hasta que la melena alcanzó su cintu ra. Jason sonrió y volvió a
hundir su mano entre los mechones. Podría estarse toda la semana haciéndolo. No, toda su vida.
Amanda se dio la vuelta en el círculo de sus brazos y lo besó en la boca. Él gimió, la tomó en brazos y
la llevó a la cama. T
Quedó tumbada sobre el edredón, el pelo extendido sobre la almohada, el camisón abierto hasta la
cintura. Jamás había visto algo tan hermoso. Entonces Amanda sonrió, y él quedó perdido.
Jason se quitó la ropa que aún le quedaba puesta y se tumbó sobre la cama junto a ella. Luego se
apoyó en un codo y puso la mano sobre la cadera de Amanda.
-La idea es que los dos disfrutemos de ello -dijo él, besándola en el cuello-. Si algo no te gusta, lo
dices sin más.
Amanda sonrió y él la besó en la boca hasta que ella entreabrió los labios y luego acarició su espalda
hasta que la sintió más tranquila.
El mundo se movía a cámara lenta para Amanda mientras que su corazón iba a toda velocidad. Las
manos de Jason, aun endurecidas por el trabajo, eran suaves sobre su piel. Tiernas. Cálidas. Y su
cuerpo, poco a poco, fue creciendo en tensión, en necesidad a una respuesta a la exigencia de sus
besos.
Jason deslizó una mano por su pierna hasta alcanzar el final del camisón y fue subiéndolo hasta
sacárselo por la cabeza.
Oh, Amanda... -gimió, devorando con la mirada el cuerpo desnudo y glorioso que tenía a su lado.
Bajó hasta el valle entre sus pechos y lo besó desplazándose luego hasta alcanzar su pezón. Amanda
gimió suavemente y arqueó la espalda, hundiendo las uñas en su pecho.
Jason se colocó sobre ella. Amanda se quedó inmóvil, pero él volvió a besarla y por fin se relajó.
Una urgencia, un ímpetu desconocido se apoderó de ella, aferrada a sus hombros. El movimiento de
sus caderas se convirtió de pronto en el centro de su mundo. Su cuerpo res pondió, moviéndose al
unísono con él, subiendo, buscando, hasta que una tormenta de pasión estalló dentro de ella, y
agarrándose a él con todas sus fuerzas, gimió su nombre.
Jason encontró inmediatamente el clímax que sólo ella podía ofrecerle, y quedó tumbado junto a ella,
abrazándola contra su pecho.
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Amanda oyó la voz de Jason muy cerca del oído. Habían hecho el amor dos veces más y estaban bajo
las sábanas, la habitación a oscuras excepto la poca luz que entraba por la ventana.
Amanda miró hacia otro lado, pero Jason rozó su mejilla para que volviera a mirarlo.
-¿Es de lo que querías hablarme? Me refiero a la noche antes de que llegase Brandon. Me dijiste que
querías hablar conmigo después de la cena -movió la cabeza-. Pero me enredé en mis propios
problemas y no estaba en disposición de escuchar. Pero si quieres hablarme de ello ahora, me gustaría
saberlo.
En el consuelo de sus brazos, la cercanía de sus cuerpos la protegía como una manta caliente en un
frío día de invierno. No querría estar en ningún otro sitio.
-Cuando era muy joven, estuve comprometida para casarme. Todo iba como estaba planeado. Mi
familia se gastó un montón de dinero, los invitados estaban todos allí y el novio no apareció.
-Envió a su hermano para dar explicaciones, si es que una humillación pública como esa puede
explicarse. Al parecer, se había dado cuenta de pronto de que no estábamos hecho el uno para el otro.
Que el matrimonio sería un error y no nos haríamos felices. La verdad es que fue un error desde el
principio.
-Parece ser que sí -suspiró-. Como comprenderás, me ha sido muy difícil confiar en otro hombre
después de aquello, o pensar tan siquiera en llegar a tener una relación formal con alguien.
Ella asintió.
-Me pareció lo más natural. De ese modo podía asegurarme de que ninguna mujer fuese abandonada
en el altar. Mi negocio consiste en encontrar hombres y mujeres compatibles que puedan tener después
una satisfactoria vida en común.
Jason asintió.
Estuvieron en silencio durante un rato, escuchando las pisadas de los cascos de los caballos sobre la
tierra de la calle y el crujir de los carros.
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-Deberíamos irnos -dijo Amanda.
-Dios mío, Jason -exclamó ella, medio incorporándose-. Los dos pasando la noche solos en
Beaumont... la gente se imaginará lo que hemos estado haciendo.
-¿Y tú te imaginas lo que estará pasando en mi montaña esta noche, con todos esos recién casados.?
Amanda sonrió.
- Sí... supongo.
-¿Ah, no?
-Sí. Fíjate en esto -dijo, mostrándole la palma de la mano. Antes de que ella pudiese decir nada,
apartó la ropa de la cama y colocó la mano sobre un seno.
-¿Lo ves? -preguntó, apretándolo con suavidad-. Es perfecto para mi mano -aclaró, y Amanda vio su
mano oscura sobre su pecho tan blanco y sonrió-. Ni muy grande, ni muy pequeño. Perfecto. Tal y como
yo lo imaginaba.
Amanda sonrió.
Amanda suspiró.
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Veinticuatro
- Señorita Amanda, ¿está usted aquí?
Amanda abrió la puerta de su cabaña. Era Brandon Kruger, y no el hermano Kruger que ella,
esperaba.
El campamento estaba en completo silencio cuando Jason y ella llegaron por la mañana.
Todo el mundo debía estar muy ocupado en los menesteres que Jason había imaginado. Le sor prendió
no encontrar a Meg ni a Todd en su cabaña, y esperaba saber de ellos con impaciencia.
-Bien, supongo.
Aquella herida habría tenido a un adulto durante semanas en cama, pero la juventud de Brandon le
había ayudado a estar de nuevo en pie en tan sólo unos días.
-Jason me ha pedido que baje a la oficina -dijo el chico-, y que lleve el catálogo de novias.
-¿Mi catálogo?
Era un poco sorprendente, pero tras el número de bodas del día anterior, era natural que algún
leñador más se hubiera animado a encontrar esposa.
De modo que recogió su bolsa de cuero, cerró la puerta y salió camino abajo con Brandon.
-Hoy he estado trabajando en la oficina. Jason dice que puedo trabajar con él y Ethan. Supongo que
voy a empezar a aprender sobre el negocio.
Ella sonrió.
Al llegar a la oficina Brandon tomó la dirección del comedor, y ella se detuvo antes de subir las
escaleras del porche. No sabía cómo debía actuar. Se había pasado la noche en los brazos de Jason, y él
le había dicho que la quería.
¿Volvería a tomarla en sus brazos al entrar? ¿Se atrevería a declararle de nuevo su amor y a pedirle
que formase parte de su vida para siempre?
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Jason estaba junto a la estufa sirviéndose una taza de café, y tras mirarla brevemente por encima del
hombro, señaló a la silla que había delante de la mesa.
- Siéntate.
Amanda dejó la bolsa junto a la mesa. La escena estaba siendo tal y como ella la había imaginado.
-Jason, yo...
-Un momento -revolvió varios papeles en su mesa y al final los dejó a un lado-. Tenemos trabajo.
- ¿Trabajo?
No estaba segura de haberlo oído bien, pero su actitud se lo confirmó, así que se sentó, intentando
controlarse.
-He decidido que necesito una esposa -espetó, y Amanda sintió que el corazón se le subía a la
garganta-. Y quiero que tú me la busques -añadió, recostándose en su silla.
Ella lo miró estupefacta. ¿Quería una esposa, y que se la buscara ella? Después de todo lo que habían
pasado, de la noche compartida en Beaumont, ¿esperaba que ella le pidiese una esposa de las de su
catálogo.
-En primer lugar -dijo él, entrelazando las manos sobre el pecho-, quiero que sea inteligente.
-¿Es que no vas a tomar notas? Tengo muy claro la clase de mujeres que quiero.
Jason tomó un papel de su mesa y un lápiz y los colocó delante de ella. Aturdida, Amanda tomó el
lápiz.
-En segundo lugar, quiero una esposa que no tenga miedo de decir lo que piense. Eso es importante.
- Sigue escribiendo. Quiero también que sea capaz de enfrentarse a mí cuando me equivoque.
Ella parpadeó.
-Por supuesto, también quiero que sea capaz de defenderse sola si llega la ocasión. Que tenga buena
cabeza para los negocios y que no tenga miedo de correr riesgos en ese sentido. También tiene que ser
guapa. Me gusta el pelo castaño con reflejos rojizos y que caiga sobre mi mano cuando le quite las
horquillas. Quiero que mi esposa me deje hacerlo cuando quiera.
-¿Y ves esto? -Jason le mostró una mano-. Quiero que tenga un pecho del tamaño perfecto para esta
mano. Como si estuviéramos hechos el uno para le otro.
Sonriendo, Jason se levantó y fue a abrazarla. Ella se echó a reír y se secó las lágrimas.
Estiró el brazo hacia la puerta y Meg entró. Tenía arreboladas las mejillas y sonreía.
-¡Meg!
-No he sido yo. Anoche Meg le dijo que lo perdonaba pero que nunca volvería a quererlo. El le
contestó que le concedería el divorcio si lo quería y se marchó.
-¿Y el chico?
- A Todd no le ha importado mucho que se marchara. Meg ha hablado con él y le ha parecido bien.
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Caravana de esposas – Judith Stacy
-¿Sabéis una cosa? -dijo la interesada, sonriendo feliz-. Jason me ha pedido que me case con él.
-¡Qué maravilla! Ahora seremos hermanas. ¡Ay Amanda, cómo me alegro de haberte escrito esa carta
fingiendo ser Jason!
-Era el único modo que se me ocurrió de que pudiesen llegar mujeres a esta montaña.
-Vamos a tener que atar corto a estas dos mujeres, o se nos harán con las riendas del lugar.
-Me temo que ya es tarde para eso -contestó Jason, abrazando a su novia-. Y yo estoy
encantado.
FIN
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