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Durante los años veinte y treinta del siglo XX, las secuelas de la I Guerra Mundial,
la crisis del sistema capitalista a partir de 1929, el desprestigio de las democracias
liberales y el peligro revolucionario va a provocar que se establezcan gobiernos
dictatoriales en numerosos estados europeos (Portugal, Italia, Alemania, Rumanía...).
En España, el fracaso del régimen de la Restauración y la grave crisis política
existente propiciaron el pronunciamiento militar del general Miguel Primo de Rivera
en septiembre de 1923 que, ante el apoyo del rey Alfonso XIII se acabó convirtiendo en
un golpe de Estado que abrió un periodo de gobierno dictatorial hasta comienzos de los
años treinta. Aunque el sistema fue bien acogido por algunos sectores, que lo
consideraban una forma eficaz de “poner orden” en el país, de forma paulatina fue
perdiendo apoyos al tiempo que el republicanismo se extendía cada vez más.
A esta crisis política hay que sumar una gran inestabilidad social, debido a la
escasez de productos durante la I Guerra Mundial (ya que se exportaban a Europa), al
incremento de la movilización obrera, el anticlericalismo de las clases populares (debido a la
posición privilegiada de la Iglesia durante la Restauración) y la extensión del regionalismo.
En política exterior, tras el desastre del 98, se dirigió hacia el norte de África,
continente protagonista de la expansión imperialista europea del siglo XIX. En la
Conferencia de Algeciras (1906), a España le correspondió la administración del Rif, la zona
norte de Marruecos, mediante el establecimiento de un protectorado. Dicho territorio fue una
fuente de constantes quebraderos de cabeza para los gobiernos españoles, debido a los
continuos enfrentamientos armados con los bereberes, y conllevó un gran gasto económico,
pérdidas humanas y descontento de la población civil.
El golpe contó con el apoyo de los sectores empresariales, los principales bancos
nacionales y la Iglesia. Los republicanos no se opusieron y las organizaciones socialistas
(PSOE y UGT) se mantuvieron a la espera. Tan solo anarquistas y comunistas manifestaron
su repulsa e hicieron llamamientos a la huelga general, que no tuvieron una respuesta
popular suficiente como para hacer frente al golpe. En noviembre de 1923 los presidentes
del Congreso y el Senado visitaron al rey para recordarle que era su deber convocar
elecciones a Cortes antes de que pasasen tres meses desde su disolución. Alfonso XIII
respondió que no era tiempo de Cortes ni Constituciones, si no de poner “paz y orden” en el
país.
A pesar de no contar con un programa político bien definido, Primo de Rivera sí que
tenía unos objetivos muy claros: acabar con el caciquismo, restablecer el orden público,
retirar de la escena a los viejos políticos liberales y pacificar Marruecos.
No obstante, la acción más relevante de este período fue sin duda la intervención en
Marruecos. En un principio, Primo de Rivera asumió personalmente el Alto Comisariado de
Marruecos e intentó negociar la paz con Abd El Krim, lo que le supuso un enfrentamiento
con militares africanistas como los generales Sanjurjo y Queipo de Llano o los jefes del
Tercio Millán Astray y Franco. Las negociaciones llegaron a su fin con el ataque de los
rifeños en 1924 a las tropas españolas que se retiraban desde Xauen, provocando más de
2.000 bajas y penetrando en el Marruecos francés. En 1925, Francia y España acordaron
una ofensiva militar conjunta por mar y tierra, que se tradujo en el conocido como
Desembarco de Alhucemas (1925), un rotundo éxito que facilitó la derrota definitiva de Abd
El Krim, que acabó entregándose a los franceses en 1926.
Aunque Primo de Rivera seguía concentrando todos los poderes, en 1925 recuperó
la figura del Consejo de Ministros, en su intento de restar importancia en el gobierno a los
militares. En 1927 se creó la Asamblea Nacional Consultiva, con la intención de elaborar
una nueva Constitución, el Estatuto Fundamental de la Monarquía. De sus más de 400
miembros, dos tercios fueron nombrados directamente por el gobierno, dejando fuera a las
fuerzas políticas de la Restauración. Ello provocó la oposición de los viejos políticos
dinásticos, la negativa de los socialistas a seguir colaborando y las reticencias del monarca,
acabando por paralizar el proyecto aumentar la oposición al dictador.
Ante los numerosos conflictos sociales y la falta de apoyos, Primo de Rivera acabo
presentando su dimisión el 28 de enero de 1930, muriendo apenas dos meses después en
París. Con la marcha del general, Alfonso XIII desoyó las voces que pedían elecciones, y
entregó el poder al general Dámaso Berenguer, que lideró un gobierno popularmente
conocido como la Dictablanda. En agosto de 1930 una coalición de partidos de diferente
signo (republicanos, socialistas, radicales, catalanistas de izquierda...) firmaba el Pacto de
San Sebastián, en el que se formaba un comité revolucionario liderado por Niceto Alcalá
Zamora con el objetivo de proclamar la República. La insurrección debía producirse el 15 de
diciembre, pero los capitanes de la guarnición de Jaca Fermín Galán y Ángel García
comenzaron la sublevación el día 12, tres días antes de lo previsto, provocando el fracaso
de todo el pronunciamiento.
En febrero de 1931, Alfonso XIII entregó el poder al almirante Juan Bautista Aznar,
quien finalmente establecerá un calendario de elecciones para la vuelta a la normalidad
constitucional: las primeras en celebrarse serían las elecciones municipales, el 12 de abril
de 1931. Los partidos del Pacto de San Sebastián hicieron campaña para presentar dichas
elecciones como un plebiscito sobre la Monarquía y la República. El triunfo aplastante de la
coalición republicano-socialista en las grandes ciudades (poco influidas por los caciques) se
interpretó como un rechazo directo a la monarquía, que dio paso a la marcha del rey y la
proclamación de la II República Española el 14 de abril de 1931.
Aunque en primer momento la dictadura no contó con una fuerte oposición, debido
a la grave crisis en la que se encontraba inmerso el sistema de la Restauración,
poco a poco Primo de Rivera fue perdiendo todos sus apoyos, hasta el punto de
protagonizar algo extremadamente inusual en un dictador como fue su dimisión voluntaria.
El desprestigio popular de la dictadura arrastró consigo a Alfonso XIII, que la había apoyado
desde el primer momento, permitiendo el ascenso del republicanismo y desterrando a la
monarquía de nuestro país hasta 1975, con el regreso de los Borbones personificado en la
figura de Juan Carlos I.