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El año pasado ocurrió algo similar en Chile. En octubre de 2019, en medio de protestas sin
precedentes a lo largo del país, contra la desigualdad y las medidas de austeridad, el Presidente
Sebastián Piñera describió a Chile como una nación en guerra, posando con el jefe de su
ejército, el general Raúl Iturriaga, a sus espaldas; pero al día siguiente, Iturriaga dijo a los
periodistas: "Yo no estoy en guerra con nadie". La declaración de Iturriaga aclaró la posición de
las fuerzas armadas, de que no consideraban a los manifestantes como enemigo, lo que
desmintió inmediatamente la retórica de Piñera y llevó a elaborar planes para minimizar el
contacto entre las tropas y los manifestantes.
Milley e Iturriaga muestran que los mandos militares pueden actuar de forma resuelta y abierta
para enfrentarse a órdenes que ponen en peligro el profesionalismo militar y los derechos
humanos. En la América Latina contemporánea, una región con una historia de golpes de
estado, guerras sucias y disturbios cívico-militares, las fuerzas armadas pueden disentir
públicamente sin dejar de proteger las normas profesionales ni caer en el retroceso
democrático. De hecho, en casos recientes en la región, los militares evitaron enfrentamientos
letales entre las tropas y el pueblo, lo que permitió salvar vidas.
La historia de las relaciones cívico-militares en Estados Unidos y América Latina es muy distinta;
sin embargo, América Latina ofrece lecciones sobre cómo deben responder las fuerzas armadas
cuando se las involucra en operaciones internas que pudieran dañar su carácter no partidista y
poner en peligro las libertades civiles. En los últimos años, los ejércitos de Chile, Ecuador,
Colombia y Brasil han demostrado que las fuerzas armadas pueden aclarar sus propias
limitaciones legales para corregir la peligrosa retórica civil; modificar las órdenes para que la
represión sea mínima; denunciar los delitos ocultos; y reprochar públicamente los intentos por
arrastrar a su institución a una política partidista. Las fuerzas armadas estadounidenses deben
ser cuidadosas y aplicar la disidencia pública con buen criterio y sólo en casos en que cumplir
con órdenes peligrosas constituya mayor amenaza para los derechos humanos y la democracia
que disentir públicamente; y, si es posible, harán bien en alertar al Congreso, para preservar así,
e incluso reforzar, la supremacía civil.
Si los oficiales en toda América Latina son capaces de disentir públicamente de los líderes civiles
en casos extremos, y hacerlo sin menoscabo de la supremacía civil, los de Estados Unidos y
otros países deberán poder hacer lo mismo ante situaciones similares.
Chile: Aclaración de órdenes
Cuando los presidentes describen a los ciudadanos como combatientes enemigos, los militares
pueden aclarar rápidamente su posición y limitaciones legales, para objetar peligrosas
caracterizaciones erróneas y equívocas. La evidencia reciente de Chile demuestra que cuando
las palabras de un líder pudieran crear condiciones de represión militar, los comandantes
militares tienen justificación para disentir. Pueden aclarar rápidamente que la gente en las
calles son ciudadanos en el ejercicio de sus derechos humanos, conferidos por la constitución
que los militares han jurado defender. Si pueden hacerlo sin minar la autoridad civil en un país
donde el recuerdo de una dictadura militar sigue vivo, sin duda pueden hacerlo en Estados
Unidos.
Los líderes militares estadounidenses evitan regularmente situaciones que puedan dar incluso
la apariencia de partidismo político. Irónicamente, la subordinación del Gral. Milley rompió con
esa tradición al sustentar los esfuerzos del presidente por impresionar a su electorado como
ejecutivo de mano dura que hace imperar “la ley y el orden". Aunque más tarde se arrepintió
de su actuación, el General debería haber seguido sus propios consejos, expresados en mayo de
2017, cuando dijo que, en condiciones adecuadas, la "desobediencia disciplinada" podía estar
justificada para lograr un objetivo, siempre y cuando uno fuera "moral y éticamente correcto" y
utilizara buen criterio.
En 2019, un grupo de oficiales se percató de la existencia de órdenes que reflejaban las del
anterior escándalo de falsos positivos y alertó a los medios de comunicación sobre estas
actividades secretas. Su testimonio produjo resultados rápidos. Obligó al presidente Iván
Duque Márquez y a su comandante del ejército a admitir que las órdenes estaban erradas y a
revertirlas por completo. Los valientes oficiales que dieron la cara fueron amenazados y
acosados por hacerlo, aunque sin duda salvaron la vida de ciudadanos y la dignidad de los
soldados.
El caso colombiano tiene paralelismos con el del teniente coronel Alexander Vindman. En su
calidad de Director de Asuntos Europeos, en el Consejo de Seguridad Nacional, Vindman estaba
autorizado para escuchar una llamada telefónica entre Trump y su homólogo ucraniano, el
Presidente Volodomyr Zelenksy, en la que oyó algo que le perturbó: Trump estaba ejerciendo
presión indebida en un gobierno extranjero para que investigara a su rival político, Joe Biden.
Al igual que en Colombia, Vindman tuvo conocimiento directo de un hecho preocupante oculto
a la opinión pública y se sintió con la obligación de denunciarlo. En su testimonio ante la
Cámara de Representantes, Vindman actuó correctamente al comunicar dicha información a la
única institución que podía poner paro a la transgresión presidencial.
Vindman se enfrentó a represalias de los partidarios de Trump, que cuestionaron su lealtad por
ser un inmigrante soviético, y acabó viéndose presionado a retirarse del servicio; pero, al igual
que sus homólogos colombianos, también produjo resultados a favor del juicio político del
presidente. Como muestra el caso de Colombia, los oficiales pueden denunciar abusos
peligrosos sin aumentar el poder político militar; y, aunque puede suponer riesgos el hacerlo,
permanecer callado conlleva el mayor peligro de erosionar el profesionalismo militar y la propia
democracia.
Si los líderes civiles utilizan a los militares para sus propios fines partidistas, los oficiales
jubilados pueden reprender públicamente esas acciones y abogar por la preservación del
profesionalismo no partidista de su institución. Hablando de los civiles que politizan las fuerzas
armadas y abusan de su derecho a equivocarse, consideremos el caso del presidente
latinoamericano más comparado con Trump: Jair Bolsonaro, de Brasil. Aparte de llenar su
gobierno con muchos oficiales en servicio activo y jubilados, Bolsonaro ha elogiado la histórica
dictadura militar de Brasil, incluso afirmando que no mató a suficiente gente. También alabó el
"autogolpe" del Presidente peruano Alberto Fujimori, en que éste utilizó a los militares para
disolver el Congreso, citándolo como un ejemplo de cómo puede usarse a los militares para
retomar el mando.
En múltiples ocasiones, Bolsonaro se ha unido a los manifestantes que piden la intervención de
los militares en la política, primero para anular las restricciones de la COVID-19 impuestas por
gobernadores y alcaldes, y luego para impedir la investigación sobre la corrupción del propio
Bolsonaro y sus hijos. Los partidarios de Bolsonaro consideran que un autogolpe beneficiaría a
su presidente; y, al respaldarlos, Bolsonaro implícitamente apoya la idea.
Los oficiales retirados se opusieron. El general Carlos dos Santos Cruz, quien fue miembro del
gabinete de Bolsonaro hasta su desavenencia con los hijos del presidente, argumentó: "La idea
de entremeter a las fuerzas armadas en disputas entre los poderes del Estado, las autoridades y
los intereses políticos es algo completamente fuera de lugar y una falta de respeto hacia las
fuerzas armadas". El Diputado Roberto Pertenelli, ex general y miembro del partido de
Bolsonaro, dijo que toda orden de intervenir en la política sería ilegal e inconstitucional. El
ministro de Defensa, el General Fernando Azevedo e Silva, llegó incluso a emitir una declaración
pública afirmando el compromiso del ejército de defender la Constitución y los derechos
humanos. Aunque las fuerzas armadas tienen un peso político considerable en Brasil, no han
ganado mayor influencia por expresar esos reproches públicamente.
El General retirado James Mattis -quien, al igual que el general brasileño Carlos dos Santos
Cruz, era un alto miembro del Gabinete antes de dejar el gobierno de Trump- criticó
duramente, tanto a su sucesor, el Secretario de Defensa Mark Esper, como al Presidente, por el
despliegue de la Guardia Nacional en Washington. El General retirado Martin Dempsey, que
fue Jefe del Estado Mayor Conjunto, y el anterior Jefe de Gabinete de la Casa Blanca, el General
John Kelly, expresaron objeciones similares. Si bien es cierto que la disidencia pública de este
tipo tiene sus riesgos, el propio Gral. Kelly dijo que utilizar soldados para contener a los
manifestantes sería mucho más arriesgado y causaría un daño perdurable a la moral, la
confianza y la cohesión interna de las fuerzas armadas. Siendo conscientes de estos riesgos, los
oficiales jubilados pueden utilizar su rango para ser poderosos defensores de unas fuerzas
armadas no partidistas, incluso cuando el presidente procure dar a la institución un carácter
partidista. Si bien el público esperaría que los reproches vinieran del Congreso o del propio
partido político del presidente, puede que el personal de seguridad jubilado tenga que infringir
normas cómodas para frenar una politización indebida.
Lecciones para un futuro incierto
Sin duda alguna, en circunstancias normales, no es aconsejable que los militares reprochen la
conducta de su comandante en jefe, porque podrían socavar la autoridad presidencial en
defensa y política exterior. Las críticas del general Douglas MacArthur contra el liderazgo del
Presidente Harry Truman durante la guerra de Corea supusieron tal amenaza, y MacArthur fue
destituido de su cargo con razón. Las críticas del general Stanley McChrystal a la política
exterior del presidente Barack Obama fueron igualmente indebidas, y también fue destituido.
Sin embargo, en circunstancias excepcionales, cuando las órdenes ponen en peligro el
profesionalismo militar y los derechos civiles, los oficiales tienen el derecho y la obligación de
expresar su opinión.
Los intentos de Trump de politizar a las fuerzas armadas estadounidenses han sentado un
precedente peligroso. Su labor por corromper la naturaleza no partidista de las fuerzas armadas
--pronunciando discursos a las tropas como si estuviera en campaña, y amenazando con
ampararse en la Ley de Insurrección para desplegarlos contra sus supuestos oponentes
políticos, así como el uso que Trump hace de Twitter para criticar públicamente a los líderes
militares—dan entrada para que futuros presidentes hagan lo mismo. Por ello, no es de
extrañar que los académicos se pregunten cada vez más: qué comportamiento futuro podrá
esperarse de las fuerzas armadas estadounidenses, si Trump, o en dado caso futuros
presidentes, tratan de erosionar el profesionalismo militar.
Sería irresponsable dar a los militares carta blanca para oponerse a su comandante en jefe;
pero, como demuestran estos cuatro casos recientes en América Latina, los oficiales militares
deben estar preparados para tratar con líderes civiles con tan peligrosa falta de
profesionalismo. Los oficiales pueden disentir en casos extremos, en los que se vea amenazada
la profesionalidad militar y la vida de sus conciudadanos, sin que ello socave la supremacía civil
ni les granjee mayor poder político. Cuando la propia democracia está en juego, no pueden
callar. De hecho, su silencio da la apariencia de complicidad; aunque sin duda se trata de una
decisión difícil y poco envidiable que debe tomarse con extrema precaución y moderación.
David Pion-Berlin es profesor de ciencias políticas en la Universidad de California, Riverside, y es
un latinoamericanista ampliamente conocido por sus investigaciones y escritos sobre las
relaciones cívico-militares. Entre sus libros más recientes se encuentra Soldiers, Politicians, and
Civilians: Reforming Civil-Military Relations in Democratic Latin America (en coautoría con
Rafael Martínez) (Nueva York: Cambridge University Press, 2017).