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WAR ON THE ROCKS

LECCIONES CÍVICO-MILITARES DE AMÉRICA LATINA

DAVID PION-BERLIN Y ANDREW IVEY


27 DE AGOSTO DE 2020 - COMENTARIO
El 1 de junio, el Presidente Donald Trump pidió a la Guardia Nacional que le protegiera de los
manifestantes pacíficos mientras caminaba desde la Casa Blanca hasta la Iglesia Episcopal de
San Juan. Le acompañaba, en uniforme de combate, el general Mark Milley, Jefe del Estado
Mayor Conjunto. La imagen del Presidente y de su principal general caminando por la plaza
Lafayette mientras la policía disparaba gases lacrimógenos en las inmediaciones, suscitó
numerosas críticas, e incluso creó en algunos observadores la impresión de que se trataba de
una nación en guerra.
Sin embargo, 10 días después de las protestas en los alrededores de la Casa Blanca, el Gral.
Milley se disculpó por lo que reconoció fue una visita indebida que sugería el uso de las fuerzas
armadas con fines políticos. De manera sucinta, el general admitió: "No debería haber estado
allí".

El año pasado ocurrió algo similar en Chile. En octubre de 2019, en medio de protestas sin
precedentes a lo largo del país, contra la desigualdad y las medidas de austeridad, el Presidente
Sebastián Piñera describió a Chile como una nación en guerra, posando con el jefe de su
ejército, el general Raúl Iturriaga, a sus espaldas; pero al día siguiente, Iturriaga dijo a los
periodistas: "Yo no estoy en guerra con nadie". La declaración de Iturriaga aclaró la posición de
las fuerzas armadas, de que no consideraban a los manifestantes como enemigo, lo que
desmintió inmediatamente la retórica de Piñera y llevó a elaborar planes para minimizar el
contacto entre las tropas y los manifestantes.

Milley e Iturriaga muestran que los mandos militares pueden actuar de forma resuelta y abierta
para enfrentarse a órdenes que ponen en peligro el profesionalismo militar y los derechos
humanos. En la América Latina contemporánea, una región con una historia de golpes de
estado, guerras sucias y disturbios cívico-militares, las fuerzas armadas pueden disentir
públicamente sin dejar de proteger las normas profesionales ni caer en el retroceso
democrático. De hecho, en casos recientes en la región, los militares evitaron enfrentamientos
letales entre las tropas y el pueblo, lo que permitió salvar vidas.
La historia de las relaciones cívico-militares en Estados Unidos y América Latina es muy distinta;
sin embargo, América Latina ofrece lecciones sobre cómo deben responder las fuerzas armadas
cuando se las involucra en operaciones internas que pudieran dañar su carácter no partidista y
poner en peligro las libertades civiles. En los últimos años, los ejércitos de Chile, Ecuador,
Colombia y Brasil han demostrado que las fuerzas armadas pueden aclarar sus propias
limitaciones legales para corregir la peligrosa retórica civil; modificar las órdenes para que la
represión sea mínima; denunciar los delitos ocultos; y reprochar públicamente los intentos por
arrastrar a su institución a una política partidista. Las fuerzas armadas estadounidenses deben
ser cuidadosas y aplicar la disidencia pública con buen criterio y sólo en casos en que cumplir
con órdenes peligrosas constituya mayor amenaza para los derechos humanos y la democracia
que disentir públicamente; y, si es posible, harán bien en alertar al Congreso, para preservar así,
e incluso reforzar, la supremacía civil.

Si los oficiales en toda América Latina son capaces de disentir públicamente de los líderes civiles
en casos extremos, y hacerlo sin menoscabo de la supremacía civil, los de Estados Unidos y
otros países deberán poder hacer lo mismo ante situaciones similares.
Chile: Aclaración de órdenes

Cuando los presidentes describen a los ciudadanos como combatientes enemigos, los militares
pueden aclarar rápidamente su posición y limitaciones legales, para objetar peligrosas
caracterizaciones erróneas y equívocas. La evidencia reciente de Chile demuestra que cuando
las palabras de un líder pudieran crear condiciones de represión militar, los comandantes
militares tienen justificación para disentir. Pueden aclarar rápidamente que la gente en las
calles son ciudadanos en el ejercicio de sus derechos humanos, conferidos por la constitución
que los militares han jurado defender. Si pueden hacerlo sin minar la autoridad civil en un país
donde el recuerdo de una dictadura militar sigue vivo, sin duda pueden hacerlo en Estados
Unidos.

En octubre de 2019, estallaron en Chile enormes manifestaciones a nivel nacional. Piñera


inicialmente declaró que su país estaba "en guerra contra un poderoso enemigo" y ordenó a
decenas de miles de policías y soldados salir a las calles contra los "delincuentes." Este tipo de
retórica, que recuerda el alarde público del exdictador chileno Augusto Pinochet, podría haber
dado paso para que las fuerzas armadas acabaran con las manifestaciones violentamente. Pero
Iturriaga rápidamente aclaró que Chile no estaba en guerra contra sus propios ciudadanos. La
aclaración hizo que el Ministro civil de Defensa de Chile, Alberto Espina, diera instrucciones a
los mandos a su cargo, de mantener la calma y no disparar contra los manifestantes; y los
soldados cumplieron, con pocas excepciones. Se produjeron numerosas violaciones de los
derechos humanos, pero la mayoría fueron a manos de la policía, no de los soldados. Cabe
destacar que la aclaración del general no acordó ningún poder político a las fuerzas armadas;
más bien, la participación de los militares menguó la reputación de la institución.
¿Deberían haber reaccionado de manera similar los líderes militares estadounidenses ante una
situación con alta probabilidad de violencia contra los manifestantes? Al igual que Piñera,
Trump se mostró beligerante verbalmente, al describir a los manifestantes como "matones" y
"terroristas", lo que podría haber envalentonado a los soldados para justificar y utilizar la
violencia. El Presidente advirtió al Gobernador de Minnesota que, si no podía restablecer el
orden, los militares lo harían, y añadió: "Cualquier dificultad y asumiremos el control; cuando
empiece el saqueo, comenzarán los disparos."
Los oficiales en servicio activo deberían haber contrarrestado a la retórica de Trump, pero no lo
hicieron. Al contario, el Gral. Milley guardó silencio y tardó 10 días en disculparse por aparecer
de uniforme junto al presidente en el parque Lafayette. Además, Milley se negó a declarar ante
el Congreso - la única otra institución civil que podría haber frenado los abusos del Ejecutivo. Su
disculpa fue apreciada, pero llegó demasiado tarde y, lo que es peor, su silencio inicial sugería
complicidad.

Ecuador: Modificación de órdenes


Los comandantes militares, tras ser desplegados, pueden modificar las órdenes presidenciales
para evitar enfrentamientos peligrosos con manifestantes pacíficos, sin subvertir el control civil.
Ecuador ofrece un excelente ejemplo de esta táctica. En el pasado este país fue víctima de
intervenciones militares y hubo ocasiones en que los soldados se unieron a los manifestantes
indígenas para derrocar a presidentes; sin embargo, los militares ecuatorianos actualmente han
optado por expresar su disidencia sin desestabilizar el control civil ni la democracia, lo que
también evita víctimas civiles.
Ante las protestas de grupos indígenas en todo Ecuador, en octubre de 2019, el Presidente
ecuatoriano Lenín Moreno ordenó a las fuerzas armadas restablecer el orden. El Ministro de
Defensa, el General jubilado Oswaldo Jarrín, entendió por ello que el Presidente daba licencia a
las tropas para utilizar todas las medidas necesarias para contener las manifestaciones. Los
militares salieron a las calles, pero en lugar de seguir ciegamente las órdenes, reconsideraron la
táctica a seguir y adoptaron posiciones de retaguardia, para evitar choques frontales con los
manifestantes. El comandante del ejército, el Gral. Javier Pérez, quien dirigió la operación,
declaró que, si el ejército hubiera recurrido a la fuerza, los soldados "estarían recogiendo bolsas
de cadáveres, y esa no es su misión". Estas acciones no han dado a los militares mayor peso
político, ni tampoco han puesto en entredicho la supremacía civil. De hecho, el Presidente
relevó a Pérez de sus funciones y transfirió su mando a otro general, pero lo hizo sin
contrariedades ni represalias militares, afirmando que el control civil seguía intacto.
En Washington D.C. se desplegaron alrededor de 5.000 efectivos de la Guardia Nacional (GN)
cuando el Presidente caminó a la Iglesia de San Juan. La GN despejó el paso del Presidente,
mientras que la policía parques reprimía a los manifestantes no violentos con porras y gases
lacrimógenos. Los mandos del ejército presionaron a la GN para actuar con agresividad,
mientras que el Gral. Milley se dirigió personalmente a ellos –en ambos casos con la intención
de disuadir al presidente de desplegar la 82ª División Aerotransportada. El General y sus
compañeros de mando podrían haber seguido el ejemplo ecuatoriano, y reconsiderar las
tácticas de la Guardia Nacional, para situarla fuera del contacto directo con los manifestantes,
así como ordenar templanza en su actuación. Ello habría satisfecho las propias reglas de
enfrentamiento de la Guardia Nacional y del Ejército, de responder en proporción a la
"amenaza", y hacer uso de cualquier tipo de fuerza sólo como último recurso, o en defensa
propia.

Los líderes militares estadounidenses evitan regularmente situaciones que puedan dar incluso
la apariencia de partidismo político. Irónicamente, la subordinación del Gral. Milley rompió con
esa tradición al sustentar los esfuerzos del presidente por impresionar a su electorado como
ejecutivo de mano dura que hace imperar “la ley y el orden". Aunque más tarde se arrepintió
de su actuación, el General debería haber seguido sus propios consejos, expresados en mayo de
2017, cuando dijo que, en condiciones adecuadas, la "desobediencia disciplinada" podía estar
justificada para lograr un objetivo, siempre y cuando uno fuera "moral y éticamente correcto" y
utilizara buen criterio.

La "desobediencia disciplinada" de los militares ecuatorianos ofrece una lección, y demuestra a


los comandantes militares estadounidenses que pueden modificar creativamente las órdenes,
para proteger a los ciudadanos incluso cuando se les ordene reprimirlos.

Colombia: denuncia militar de irregularidades

Los militares también pueden denunciar conductas peligrosas o potencialmente delictivas y


tienen la obligación de hacerlo. Consideremos el caso de Colombia, donde la denuncia de
irregularidades terminó con una práctica alarmante. Al igual que Estados Unidos, Colombia es
una democracia. A diferencia de Estados Unidos, las guerras de Colombia se han librado dentro
de sus fronteras, principalmente contra los insurgentes de izquierdas. Cuando civiles inocentes
quedan atrapados en el conflicto, surgen abusos contra los derechos humanos y destrucción de
pruebas. El escándalo de los "falsos positivos", en 2008, fue que el Ministerio de Defensa
concedía primas en función del número de combatientes enemigos abatidos; y, bajo la presión
de producir más muertes en combate, e incapaces de infligir suficientes bajas entre los
insurgentes reales, los soldados atrajeron a no combatientes con la promesa de trabajo, los
ejecutaron y los vistieron como combatientes enemigos. Ello ocasionó la muerte de 8.000 no
combatientes como mínimo.

En 2019, un grupo de oficiales se percató de la existencia de órdenes que reflejaban las del
anterior escándalo de falsos positivos y alertó a los medios de comunicación sobre estas
actividades secretas. Su testimonio produjo resultados rápidos. Obligó al presidente Iván
Duque Márquez y a su comandante del ejército a admitir que las órdenes estaban erradas y a
revertirlas por completo. Los valientes oficiales que dieron la cara fueron amenazados y
acosados por hacerlo, aunque sin duda salvaron la vida de ciudadanos y la dignidad de los
soldados.
El caso colombiano tiene paralelismos con el del teniente coronel Alexander Vindman. En su
calidad de Director de Asuntos Europeos, en el Consejo de Seguridad Nacional, Vindman estaba
autorizado para escuchar una llamada telefónica entre Trump y su homólogo ucraniano, el
Presidente Volodomyr Zelenksy, en la que oyó algo que le perturbó: Trump estaba ejerciendo
presión indebida en un gobierno extranjero para que investigara a su rival político, Joe Biden.
Al igual que en Colombia, Vindman tuvo conocimiento directo de un hecho preocupante oculto
a la opinión pública y se sintió con la obligación de denunciarlo. En su testimonio ante la
Cámara de Representantes, Vindman actuó correctamente al comunicar dicha información a la
única institución que podía poner paro a la transgresión presidencial.

Vindman se enfrentó a represalias de los partidarios de Trump, que cuestionaron su lealtad por
ser un inmigrante soviético, y acabó viéndose presionado a retirarse del servicio; pero, al igual
que sus homólogos colombianos, también produjo resultados a favor del juicio político del
presidente. Como muestra el caso de Colombia, los oficiales pueden denunciar abusos
peligrosos sin aumentar el poder político militar; y, aunque puede suponer riesgos el hacerlo,
permanecer callado conlleva el mayor peligro de erosionar el profesionalismo militar y la propia
democracia.

Brasil: Reprimendas públicas

Si los líderes civiles utilizan a los militares para sus propios fines partidistas, los oficiales
jubilados pueden reprender públicamente esas acciones y abogar por la preservación del
profesionalismo no partidista de su institución. Hablando de los civiles que politizan las fuerzas
armadas y abusan de su derecho a equivocarse, consideremos el caso del presidente
latinoamericano más comparado con Trump: Jair Bolsonaro, de Brasil. Aparte de llenar su
gobierno con muchos oficiales en servicio activo y jubilados, Bolsonaro ha elogiado la histórica
dictadura militar de Brasil, incluso afirmando que no mató a suficiente gente. También alabó el
"autogolpe" del Presidente peruano Alberto Fujimori, en que éste utilizó a los militares para
disolver el Congreso, citándolo como un ejemplo de cómo puede usarse a los militares para
retomar el mando.
En múltiples ocasiones, Bolsonaro se ha unido a los manifestantes que piden la intervención de
los militares en la política, primero para anular las restricciones de la COVID-19 impuestas por
gobernadores y alcaldes, y luego para impedir la investigación sobre la corrupción del propio
Bolsonaro y sus hijos. Los partidarios de Bolsonaro consideran que un autogolpe beneficiaría a
su presidente; y, al respaldarlos, Bolsonaro implícitamente apoya la idea.
Los oficiales retirados se opusieron. El general Carlos dos Santos Cruz, quien fue miembro del
gabinete de Bolsonaro hasta su desavenencia con los hijos del presidente, argumentó: "La idea
de entremeter a las fuerzas armadas en disputas entre los poderes del Estado, las autoridades y
los intereses políticos es algo completamente fuera de lugar y una falta de respeto hacia las
fuerzas armadas". El Diputado Roberto Pertenelli, ex general y miembro del partido de
Bolsonaro, dijo que toda orden de intervenir en la política sería ilegal e inconstitucional. El
ministro de Defensa, el General Fernando Azevedo e Silva, llegó incluso a emitir una declaración
pública afirmando el compromiso del ejército de defender la Constitución y los derechos
humanos. Aunque las fuerzas armadas tienen un peso político considerable en Brasil, no han
ganado mayor influencia por expresar esos reproches públicamente.

El General retirado James Mattis -quien, al igual que el general brasileño Carlos dos Santos
Cruz, era un alto miembro del Gabinete antes de dejar el gobierno de Trump- criticó
duramente, tanto a su sucesor, el Secretario de Defensa Mark Esper, como al Presidente, por el
despliegue de la Guardia Nacional en Washington. El General retirado Martin Dempsey, que
fue Jefe del Estado Mayor Conjunto, y el anterior Jefe de Gabinete de la Casa Blanca, el General
John Kelly, expresaron objeciones similares. Si bien es cierto que la disidencia pública de este
tipo tiene sus riesgos, el propio Gral. Kelly dijo que utilizar soldados para contener a los
manifestantes sería mucho más arriesgado y causaría un daño perdurable a la moral, la
confianza y la cohesión interna de las fuerzas armadas. Siendo conscientes de estos riesgos, los
oficiales jubilados pueden utilizar su rango para ser poderosos defensores de unas fuerzas
armadas no partidistas, incluso cuando el presidente procure dar a la institución un carácter
partidista. Si bien el público esperaría que los reproches vinieran del Congreso o del propio
partido político del presidente, puede que el personal de seguridad jubilado tenga que infringir
normas cómodas para frenar una politización indebida.
Lecciones para un futuro incierto
Sin duda alguna, en circunstancias normales, no es aconsejable que los militares reprochen la
conducta de su comandante en jefe, porque podrían socavar la autoridad presidencial en
defensa y política exterior. Las críticas del general Douglas MacArthur contra el liderazgo del
Presidente Harry Truman durante la guerra de Corea supusieron tal amenaza, y MacArthur fue
destituido de su cargo con razón. Las críticas del general Stanley McChrystal a la política
exterior del presidente Barack Obama fueron igualmente indebidas, y también fue destituido.
Sin embargo, en circunstancias excepcionales, cuando las órdenes ponen en peligro el
profesionalismo militar y los derechos civiles, los oficiales tienen el derecho y la obligación de
expresar su opinión.
Los intentos de Trump de politizar a las fuerzas armadas estadounidenses han sentado un
precedente peligroso. Su labor por corromper la naturaleza no partidista de las fuerzas armadas
--pronunciando discursos a las tropas como si estuviera en campaña, y amenazando con
ampararse en la Ley de Insurrección para desplegarlos contra sus supuestos oponentes
políticos, así como el uso que Trump hace de Twitter para criticar públicamente a los líderes
militares—dan entrada para que futuros presidentes hagan lo mismo. Por ello, no es de
extrañar que los académicos se pregunten cada vez más: qué comportamiento futuro podrá
esperarse de las fuerzas armadas estadounidenses, si Trump, o en dado caso futuros
presidentes, tratan de erosionar el profesionalismo militar.
Sería irresponsable dar a los militares carta blanca para oponerse a su comandante en jefe;
pero, como demuestran estos cuatro casos recientes en América Latina, los oficiales militares
deben estar preparados para tratar con líderes civiles con tan peligrosa falta de
profesionalismo. Los oficiales pueden disentir en casos extremos, en los que se vea amenazada
la profesionalidad militar y la vida de sus conciudadanos, sin que ello socave la supremacía civil
ni les granjee mayor poder político. Cuando la propia democracia está en juego, no pueden
callar. De hecho, su silencio da la apariencia de complicidad; aunque sin duda se trata de una
decisión difícil y poco envidiable que debe tomarse con extrema precaución y moderación.
David Pion-Berlin es profesor de ciencias políticas en la Universidad de California, Riverside, y es
un latinoamericanista ampliamente conocido por sus investigaciones y escritos sobre las
relaciones cívico-militares. Entre sus libros más recientes se encuentra Soldiers, Politicians, and
Civilians: Reforming Civil-Military Relations in Democratic Latin America (en coautoría con
Rafael Martínez) (Nueva York: Cambridge University Press, 2017).

Andrew Ivey es candidato al doctorado en el departamento de ciencias políticas de la


Universidad de California, Riverside. Su investigación se centra en las relaciones cívico-militares,
la insurgencia, las relaciones entre policías y militares, y la democratización. Sus investigaciones
anteriores han aparecido en Democratization.
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