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Matthew Riley y Anthony D.

Smith

Nacionalismo y música clásica


De Händel a Copland

Traducción de
Patrick Alfaya McShane
y
Javier Alfaya McShane
Índice

Prefacio

Introducción

1. Música y comunidad nacional: de monarcas a ciudadanos


2. La música tradicional en la música culta
3. La música de la patria
4. Mitos y recuerdos de la nación
5. La música conmemorativa
6. La canonización de la música nacional
Conclusión. Naciones, nacionalismo y música clásica

Bibliografía
Créditos
Prefacio

Anthony Smith murió poco después de que entregásemos este libro a


producción, tras una larga enfermedad que fue física, aunque no
intelectualmente, debilitadora. Durante toda su vida fue un amante de la
música clásica, disfrutó yendo a conciertos, era el dueño de una
considerable colección de CD y tocó el piano hasta entrados los setenta. Su
interés por la música clásica puede rastrearse al menos hasta su experiencia
como estudiante en interpretaciones universitarias de la Jovánschina de
Mussorgski. Nacionalismo y música clásica es la última de sus numerosas y
destacadas publicaciones acerca de diversos aspectos de las naciones y el
nacionalismo y, junto con su libro previo The Nation Made Real: Art and
National Identity in Western Europe, 1600-1850 (Oxford University Press,
2013), constituye una explicación continuada de trabajos anteriores y más
teóricos que situaron a la cultura y el simbolismo en el centro de nuestra
comprensión del nacionalismo.

Matthew Riley
Agosto de 2016
Introducción

El objeto de este libro es realizar un análisis comparativo de la relación


entre la música occidental y los fenómenos de la nación y el nacionalismo.
Por un lado, estudia la influencia de las naciones emergentes y el
nacionalismo en el desarrollo de la música clásica en Europa y América del
Norte. Por otro, examina las ideas, sonidos y resonancias que en mayor o
menor medida diferencian el repertorio de cada una de las naciones y que
contribuyeron a dar forma y sentido al concepto abstracto de nación. Todo
ello nos permitirá evaluar la aportación de la música clásica al dinamismo y
la propagación del ideal nacional, a la vez que nos ayudará a determinar
cuánto contribuyó este ideal al ascenso de una clase especial de «música
nacional». Nuestro principal foco de atención es el mundo interior del
sentimiento y la emoción nacionales, el desarrollo de su simbolismo
auditivo y el modo en que los músicos, y sobre todo los compositores,
participaron a la hora del darle forma comprometiéndose profunda y
ampliamente con la construcción nacional.
Ha llegado el momento de reunir las ideas de los estudios sobre
nacionalismo, historia cultural y musicología. El estudio sobre las naciones
y el nacionalismo, que durante un tiempo restringió su interés a temas
económicos y políticos en las sociedades industriales modernas, ha dirigido
su mirada en las últimas décadas a asuntos culturales e identitarios, y en la
actualidad tiene una amplia visión histórica. Al mismo tiempo, la
musicología en inglés ha abrazado el estudio del nacionalismo junto con un
interés más amplio por las políticas culturales, dejando de lado el viejo
modelo «centro/periferia» —paradójicamente en sí mismo un legado del
nacionalismo alemán—, según el cual la historia de la música de Alemania,
Francia e Italia representaba la tradición universal, mientras que los
compositores de otros países eran susceptibles de ser considerados
«nacionalistas». La noción romántica de que la música nacional expresa sin
tapujos «el espíritu del pueblo» e instintivamente generará evocaciones en
el público connacional ha sido sustituida por un modelo activamente
creativo por parte de compositores, críticos e historiadores.
La obra de Richard Taruskin sobre la música rusa fue un ejemplo precoz
de estas tendencias 1 . Taruskin adoptó una postura crítica hacia la música y
la historia de su acogida, resistiéndose a su enclaustramiento nacional tanto
por parte de historiadores occidentales como soviéticos y combinando
enfoques históricos con un detenido análisis de la música. Tres estudios más
sobre la música rusa provienen de la misma corriente: los de Francis Maes,
Marina Frolova-Walker y Rutger Helmers 2 . Varias monografías sobre la
música de compositores concretos o escuelas nacionales en particular han
seguido también una línea crítica: los historiadores culturales Robert
Stradling y Meirion Hughes en lo relativo al «renacimiento musical inglés»;
Taruskin respecto de Stravinski; Steven Huebner sobre la ópera francesa;
Stephen Meyer en lo tocante a Weber; David E. Schneider respecto a
Bartók y Lynn M. Hooker de manera más general sobre la música húngara;
Daniel M. Grimley sobre Grieg y Nielsen; Tomi Mäkelä y Glenda Dawn
Goss respecto a Sibelius; y Alexandra Wilson sobre la acogida de la obra de
Puccini 3 . A estos estudios se pueden añadir trabajos revisionistas de
historia cultural, principalmente sobre el anterior «centro», a menudo obra
de autores que no son musicólogos: Celia Applegate, Cecilia Hopkins
Porter, Hannu Salmi y Barbara Eichner respecto a Alemania, Jane Fulcher y
Barbara Kelly sobre Francia y Philipp Ther sobre Europa Central 4 .
Benjamin Curtis ha llevado a cabo una aproximación comparativa al
nacionalismo musical decimonónico que comprende a los así llamados
centro (Wagner) y periferia (Smetana, Grieg) 5 . Tiene muy en cuenta el
nacionalismo político y cultural y el debate respecto a los escritos de los
compositores como «discurso»; sin embargo, apenas analiza la música. Hay
muchos más estudios breves sobre compositores en concreto, obras o
tradiciones nacionales, incluidas tres colecciones de ensayos y cuatro
publicaciones especiales en revistas 6 . Entre los estudios más generalistas
sobre el tema de la música, las naciones y el nacionalismo se incluyen los
de Jim Samson, Richard Taruskin y el de Philip V. Bohlman, que cuenta con
una orientación etnomusicológica «de abajo arriba» 7 .
Nuestro libro utiliza estos trabajos para el análisis comparativo. Pero a la
vez ofrece una perspectiva distintiva, más amplia. En la literatura
musicológica se tiende a destacar intensamente el periodo que va de 1848 a
1914, incluyendo a unos pocos compositores anteriores, como Weber,
Glinka y Chopin. Ciertamente, este fue el momento culminante de la
«música nacional»: la época de las sociedades corales, grandes óperas y
poemas sinfónicos, y de los florecientes movimientos nacionales en la
Europa central y del este. La identidad nacional se convirtió en la
preocupación de muchos músicos, y los compositores procuraron expresarlo
a través de modos, patrones rítmicos y texturas que tomaban prestados de
fuentes vernáculas («música tradicional»), de efectos evocadores de
paisajes nacionales, de la plasmación a través de la música de cuentos
tomados de la historia y leyendas nacionales.
Aunque nosotros también hemos tomado principalmente de este periodo
los ejemplos de música nacional, nos esforzamos mucho por no perpetuar la
visión que la trata —como a todos los fenómenos culturales nacionales—
como una mera imagen, incluso «decorativa», de los cambios políticos, y
que la asocia en exceso con movimientos nacionalistas concretos. Además,
un enfoque demasiado estrecho, centrado en el siglo XIX tardío, trae a la
mente la limitada definición de nación como una comunidad política
masiva e inclusiva, y por tanto moderna, de ciudadanos 8 . Esta perspectiva
pasa por alto la historia anterior, y mucho más larga, del lenguaje y el
simbolismo elitistas de la nación, que se retrotrae a la Edad Media (por
ejemplo, entre oficiales de la corte y humanistas), un periodo que después
proporcionaría una gran cantidad de contenido para la música «nacional»
—y «nacionalista»— 9 . De hecho, la interacción entre música y nación
abarca los oratorios de Händel, la música al aire libre de la Revolución
francesa de Gossec, Cherubini y Méhul y las obras orquestales de
Beethoven y Mendelssohn, y se extiende en la música culta hasta por lo
menos mediados del siglo XX con Prokofiev, Shostakovich, Copland y
otros. No todo este repertorio está vinculado a la expresión de la identidad
nacional como tal o al empleo de fuentes vernáculas; gran parte se refiere a
la «nación» en un sentido más abstracto.
Como resultado, creemos que hace falta una aproximación comparativa
más amplia. Pero, más que un análisis general de «la nación en la música» y
la «música en la nación» de Monterverdi a Shostakovich —una empresa
que supondría varios volúmenes, por no mencionar el tener que hurgar en
los archivos en busca de personajes ya olvidados—, hemos optado por una
aproximación más concisa y temática, un estudio minucioso sobre la
variedad de temas culturales que constituyen los aspectos clave de esta
relación ambivalente. Sucesivamente, abordamos cada uno de los
principales temas culturales nacionales haciendo referencia a música clásica
bien conocida de diferentes países de Europa y Norteamérica. Nuestra
selección del repertorio pretende captar la atención del público general de la
música clásica, familiarizado con obras habituales en los auditorios y en
grabaciones. Inevitablemente, es parcial, y de hecho refleja en parte el
proceso de «canonización» de la música nacional que describimos en el
capítulo 6, un legado con el que escogemos trabajar, antes que oponernos a
él, por el bien de nuestros propósitos.
En cuanto al método, este procedimiento requiere, primero, algunas
definiciones funcionales de términos esenciales: «nación», «identidad
nacional», «música nacional» y «música nacionalista». Esto nos permitirá el
examen de temas culturales clave que sirven para esclarecer aspectos del
polifacético concepto de nación y que han provocado una fuerte respuesta
por parte de diversos músicos y públicos. Un segundo requisito es enmarcar
los temas culturales de manera que se facilite un análisis comparativo a
gran escala para Europa y América del Norte, necesario si queremos
calibrar su influencia relativa. Por último, el subsiguiente marco de trabajo
nos permitirá seguir de cerca algunos debates generales sobre el significado
y el papel de la «música nacional» en la tradición occidental y su relación
bidireccional.
Estos debates operan a dos niveles: conceptual e histórico. Por un lado,
la música, como otras artes, puede ser analizada como un medio semiótico,
pero uno que únicamente requiere ritmos y tiempo e intervalos para generar
sus efectos auditivos, intelectuales y emocionales. Sin embargo, en cuanto
materia simbólico-subjetiva, la música puede ser emparejada con otras artes
(por lo general, teatro y literatura) para resaltar sus efectos o para incluir
temas sociales, políticos e históricos. Por otra parte, la música es un arte
escénico: requiere de uno o más intérpretes y algún tipo de público para un
acto de una duración limitada y definida. A ese nivel, la música se ve
involucrada en el devenir tecnológico y social, especialmente en los
cambios en los recursos, sobre todo en los instrumentos musicales, y en la
aparición de un público melómano cada vez más acostumbrado a asistir y a
responder a actuaciones musicales programadas y de duración limitada con
una serie de instrumentos, incluida la voz humana, en edificios públicos y
privados.
Antes del siglo XVIII la música estaba bajo el dominio de la iglesia y la
aristocracia con sus orquestas de corte. Con la excepción de Inglaterra —y
Händel—, no fue hasta finales de ese siglo cuando un nuevo público secular
empezó a asistir a conciertos presentados por impresarios (como, por
ejemplo, Solomon 10 *) con grandes orquestas y con solistas que a menudo
interpretaban piezas encargadas especialmente para la ocasión, como las
sinfonías de París y Londres de Haydn. Esencialmente, fue gracias a estas
actuaciones públicas que los contenidos que conforman los principales
aspectos del concepto de nación se desarrollaron y diseminaron
ampliamente, ayudando a movilizar y unificar a los miembros instruidos de
las clases medias de la nación. Por lo que, desde el punto de vista histórico,
la «nación en la música» y «la música en la nación» aparecen
exclusivamente con el surgimiento, primero, de una élite cultural nacional
y, después, de la nación de ciudadanos de clase media, que se convierten en
espectadores de eventos públicos, lo que se traduce en una creciente
necesidad de músicos para el cada vez mayor número de espectadores en
emplazamientos construidos a ese efecto.

Definiciones

Probablemente el problema más grande en este campo sea la falta de


acuerdo en la definición de términos básicos como «nación»,
«nacionalismo» y «música nacional»; hay tantas definiciones como
estudiosos. Primero nos encontramos en la bibliografía con una lista de
«nacionalismos»: étnico, territorial, tradicionalista, progresivo, racial,
religioso, secular, anticolonial y muchos otros. No cabe duda de que los
antecedentes históricos muestran todos estos tipos. La pregunta es qué los
une lo suficiente como para que podamos catalogarlos a todos como
«nacionalistas». La cuestión es aún más complicada por el hecho de que el
mismo término «nacionalismo» se utiliza para referirse a diferentes formas
de nacionalismo, en concreto:

1) una ideología o ideologías de la nación, su unidad, identidad y


autonomía;
2) un movimiento por lo general consistente en una o más
organizaciones que han adoptado estas ideologías;
3) un «lenguaje» y un simbolismo de la nación y sus elementos;
4) un sentimiento («sentimiento nacional» o «conciencia») de
pertenencia a una nación y el deseo del bienestar de esta;
5) el «desarrollo de las naciones», un proceso histórico que supuso el
surgimiento de las naciones.

Para nuestros propósitos, el término «nacionalismo» debe restringirse a


los dos primeros usos antes mencionados; «nacional» hace referencia a los
usos 3 y 4, lenguaje y sentimiento nacionales; y en cuanto al quinto uso, es
el más complejo y en gran medida irrelevante para lo que nos ocupa.
Teniendo en cuenta todo esto, definimos «nacionalismo» como un
movimiento ideológico para obtener y mantener la autonomía, unidad e
identidad de un grupo humano que algunos de sus miembros consideran una
nación efectiva o potencial.
La ideología en cuestión constituye una «doctrina esencial» del
nacionalismo, cuyas principales proposiciones pueden ser resumidas de la
siguiente manera:

1) el mundo está dividido en naciones, cada una con su propio carácter,


historia y destino;
2) la nación es la única fuente del poder político;
3) la lealtad a la nación está por encima de todas las otras lealtades;
4) para ser libre, el individuo debe pertenecer a una nación;
5) las naciones han de obtener autonomía y absoluta autoexpresión;
6) la paz y la justicia en el mundo únicamente se pueden edificar sobre
una pluralidad de naciones libres 11 .

Autonomía nacional, unidad nacional e identidad nacional constituyen


los principales fines del nacionalismo en todo el mundo; sin embargo,
podríamos añadir valores decisivos como la dignidad nacional, la
continuidad, la autenticidad y la patria nacional. Probablemente, aparte de
esta última, todas son abstracciones elevadas, y en la práctica los
nacionalistas se han visto en la necesidad de remplazarlas o materializarlas
con ideas y nociones secundarias más concretas, más tangibles: por
ejemplo, la idea de que Polonia fue un Cristo crucificado y resucitado, que
encontramos en los escritos de exiliados polacos como el poeta Adam
Mickiewicz, o la creencia en Japón de que el emperador, el «padre» de la
nación, era descendiente de la diosa solar.
Además de esta versión política del nacionalismo, también hay un
nacionalismo cultural que enfatiza la identidad e incluye las proposiciones
1, 3, 4 y 5, pero no la 2 ni la 6. De acuerdo con nuestros enunciados, la
labor de los nacionalistas culturales es más «nacional» que «nacionalista».
Por ejemplo, Johann Gottfried Herder, el padre del nacionalismo cultural,
no era una entusiasta del estado, pero entendía que era crucial que cada
nación tuviese su propia cultura diferenciada y, por tanto, su propia
identidad 12 .
Pero si los problemas para definir el «nacionalismo» no fuesen
suficientemente serios de por sí, palidecen ante los que plantea el concepto
de «nación», el objeto de todo nacionalismo. Probablemente este haya sido
el tema más controvertido en el campo de los estudios nacionalistas, y ha
dado casi tantas definiciones como estudiosos en este campo. Sin embargo,
la mayoría de ellos admitirían la proposición según la cual la «nación» es
una forma de comunidad humana; no como el estado, al que se define mejor
en términos de autoridad institucional, sobre todo respecto a los medios
para ejercer la violencia y la exacción. Y el hecho de que la mayoría (pero
no todos) de los nacionalismos aspiren a conseguir estados soberanos para
sus naciones —convertirse en «estados nacionales» (o incluso «estados-
nación», si la población es monoétnica)— no debería ensombrecer la
diferencia entre naciones y estados 13 .
El término «nación» posee dos usos significativamente diferentes. Por un
lado, como categoría general analítica, sirve para diferenciar un tipo
particular de comunidad cultural e identidad colectiva de otras categorías
relacionadas de comunidad cultural e identidad colectiva, como pueden ser
las comunidades étnicas, las comunidades religiosas o los sistemas de
castas. Por otro lado, como término descriptivo, «nación» reúne los rasgos
de un tipo de comunidad cultural y/o política que puede ser definida como
una comunidad humana denominada y autodefinida cuyos miembros
mantienen memorias, mitos, símbolos, valores y tradiciones comunes,
residen y están ligados a lo que perciben como una tierra natal histórica,
crean y diseminan una cultura pública distintiva y observan costumbres y
leyes comunes. Esto nos permite a su vez definir el concepto de «identidad
nacional» como la continua reproducción y reinterpretación de los patrones
de memorias, mitos, símbolos, valores y tradiciones que componen la
herencia distintiva de la nación y la variable identificación de los miembros
de la comunidad con esa herencia 14 .
¿Cómo nos ayudan estas definiciones a explicar a qué nos referimos con
«música nacional»? Los límites que definen una «música nacional»
específica son difíciles de establecer. Sin duda, la idea de nación pudo estar
presente en la mente de algunos intelectuales antes de su materialización
moderna, pero incluso entonces se basaba por lo general en (1) algunos
rasgos culturales preexistentes del grupo dominante entre la población
escogida —por ejemplo, algunos vínculos lingüísticos, étnicos o religiosos
comunes— y (2) algún modelo exterior de nación —por ejemplo, los
nacionalismos del este de Europa a menudo veían en Francia e Inglaterra
sus modelos—. Desde este punto de vista, las naciones modernas no son ni
«preformadas» ni completamente «inventadas»; son habitualmente creadas
sobre la base de la variable cultura existente de la ethnie (comunidad étnica)
dominante y un modelo histórico nacional externo. En este proceso de
creación nacional, a menudo todo tipo de artistas ayudan a «redescubrir»
elementos de culturas anteriores (héroes, paisajes, costumbres, etc.) en el
área o áreas designadas y los utilizan para popularizar la imagen deseada de
la nación 15 .
La música culta occidental no es una excepción. Tradicionalmente, los
compositores han hecho uso de las historias de los poetas, de los héroes de
los historiadores y de los paisajes de los geógrafos y pintores para forjar un
retrato compuesto de la nación tal y como ellos la ven y tal y como desean
que su público la sienta. A finales del siglo XIX y principios del XX a
menudo esta era la base de la «música nacional», un tipo de música que
induce ideas positivas sobre la nación y provoca fuertes sentimientos
nacionales en el público, sobre todo —aunque no únicamente— si son
compatriotas. El efecto también puede producirse sin que el compositor lo
pretenda: puede que el público, y los espectadores en general, lleguen con
el paso del tiempo a «sentir la nación», por decirlo así, a través de obras
musicales concretas que parecen evocar poderosos sentimientos nacionales,
esto es, sentimientos relativos a una comunidad humana identificada y
territorializada cuyos miembros comparten mitos, símbolos, memorias,
valores y tradiciones, crean una cultura pública y observan leyes y
costumbres comunes. Tales evocaciones pueden suscitarse con un mínimo
programa literario, como ocurre con el último poema sinfónico de Sibelius,
Tapiola (1926), que recurre a la leyenda del dios Tapio para evocar el
misterio y el terror de los bosques finlandeses. La música nacional es en
esencia una forma de nacionalismo cultural, y en nuestro vocabulario se la
debe diferenciar de la «música nacionalista», cuyo objetivo es puramente
político y pretende involucrar a sus oyentes en la acción política.
Esta aproximación a la música nacional es sin duda preferible a la que se
limita a definir como nacional a cada compositor que es miembro de una
comunidad nacional particular sin tener en cuenta sus intenciones o lugar de
residencia y la respuesta del público a —o la naturaleza de— su trabajo; el
resultado es que obras como la Cuarta sinfonía de Chaikovski y el
Concierto para violín de Brahms se convierten en obras nacionales rusas y
alemanas, respectivamente, en la misma categoría que, por ejemplo,
Cuadros de una exposición de Mussorgski o Lohengrin de Wagner. Esto
supone vaciar la categoría de lo nacional de su contenido ideológico o
cultural. También es preferible a tratar a la música nacional como una
desviación de una norma universal o clásica, de modo que algunos países
—aquellos con instituciones de pedagogía musical secular propias
relativamente recientes o que carecen de ellas— generarían música nacional
y otros con tradiciones pedagógicas más longevas producirían música
universal.
La siguiente cuestión concierne a la diferencia entre música «nacional» y
«nacionalista». Philip Bohlman afirma que la «música nacional» enfatiza
características nacionales internas, tales como los paisajes nacionales, la
lengua y las experiencias históricas, de manera que la cultura nacional se
genera desde dentro y desde abajo y su música tradicional es representada
por individuos y grupos locales. Por el contrario, la «música nacionalista»
subraya las características externas, porque sus artífices sienten que su
cultura tradicional se ve amenazada desde fuera; como resultado, la cultura
se torna competitiva y posesiva, y su música tradicional se caracteriza por
grandes eventos escénicos. Como dice Bohlman, «la música nacionalista
sirve a los estados-nación para competir con otros estados-nación, y eso es
lo que la diferencia fundamentalmente de la música nacional» 16 . Sin duda
Bohlman acierta al subrayar las formas por las que una música «nacional»
contribuye a definir las ideas abstractas, a menudo incipientes, de la nación.
Por otra parte, sería difícil demostrar, al menos en lo que respecta a la
música culta occidental, que este fue un proceso puramente interno, de
abajo arriba, dado el intercambio considerablemente fértil y la competencia
virtuosista en la música europea de los siglos XVIII y XIX . Además, ¿qué
debemos decir de Smetana y Grieg, dos compositores nacionalistas, según
Benjamin Curtis, ambos miembros de pequeñas naciones sin estado pero de
cuya música se decía, y se sigue diciendo, que «reflejaba a la nación» (de
los checos y noruegos)? 17 . Incluso si omitimos la referencia al «estado-
nación» —un término en sí mismo problemático—, ¿en qué sentido es Peer
Gynt de Grieg música «nacional» y Fantasy on a Theme by Thomas Tallis
de Vaughan Williams «nacionalista»? ¿Porque esta última fue compuesta en
un «estado-nación» soberano y la de Grieg no? ¿Se puede afirmar
coherentemente que la música de Grieg destaca la especificidad nacional
intrínseca, y la de Vaughan Williams, la competición y comparación con el
exterior?
Al parecer, no es posible sostener distinciones inflexibles. Nos movemos
más bien en un continuo que va de lo implícitamente nacional a la música
abiertamente (y a veces oficialmente) nacionalista, como pueden ser la
Obetura 1812 de Chaikovski o Finlandia de Sibelius, en las que las
intenciones nacionalistas del compositor o de sus mecenas son nítidas y
bien conocidas. Así, en un lado de la secuencia encontramos la evocación y
la definición de los elementos nacionales (naturaleza, historia, comunidad,
lengua); en el otro, la divulgación didáctica de la «moralidad» política del
carácter nacional; y en medio, la considerable superposición de los modos
de expresión musical evocativos y didácticos. En los términos en que se
emplean aquí las definiciones de nación y nacionalismo, podemos decir que
la música nacional está más interesada por los mitos, memorias, símbolos y
tradiciones de la comunidad, su tierra natal y su cultura, mientras que la
música nacionalista tiende a proclamar la autonomía, unidad e identidad de
la nación política, a menudo con una música cargada de emoción. Sin
embargo, una vez más, aunque los extremos de este continuo están claros,
muchas obras se mueven entre uno y otro y muestran simultáneamente
características de ambos.
En este libro evitamos la expresión «compositores nacionalistas», a la
que la antigua literatura musicológica hace referencia a menudo, partiendo
de la base de que un compositor puede un día escribir música nacional y al
siguiente otro tipo de música. Por otra parte, no tiene sentido afirmar que
los compositores italianos, franceses y alemanes escribían música universal
mientras que los de la «periferia» eran «compositores nacionalistas». Aquí
se usa «nacionalista» como un adjetivo con el significado antes señalado,
pero también sustantivamente para referirnos a un intelectual que se adhiere
a la ideología nacionalista. En lo que respecta a la música, entre estos
intelectuales —cuyo nacionalismo era principalmente cultural— se puede
incluir a los propios compositores de música nacional, como Balakirev,
Wagner, Smetana, Grieg y Vaughan Williams, que desarrollaron una
actividad programática para promocionar la causa de la nación a través de
la música. Sin embargo, más a menudo, los «nacionalistas» en el ámbito de
la música no eran esencialmente músicos que componían o interpretaban,
sino recopiladores de canciones tradicionales, como Ludwig Erk
(Alemania), Ludvig Mathias Lindeman (Noruega), Julien Tiersot (Francia)
y Cecil Sharp (Inglaterra), o críticos, escritores e historiadores que
animaron a los compositores a componer música nacional y se la explicaron
al público, como Franz Brendel y A. B. Marx (Alemania), Zdeněk Nejedlý
(territorios checos), Vladimir Stasov (Rusia) y J. A. Fuller Maitland, H. C.
Colles y Frank Howes en Inglaterra. A menudo la música nacional se
despliega en el espacio abierto por estos nacionalistas culturales y lleva a
cabo sus programas.

Comparación y marco temporal

A pesar de estas advertencias, los puntos extremos en este continuo pueden


servir de ayuda a la hora de realizar comparaciones entre naciones, algo
esencial para el enfoque temático de la relación entre «música» y «nación».
El objetivo es comparar una variedad de evocaciones y narrativas musicales
de los elementos claves de la nación para revelar así las poderosas
dimensiones musicales de la formación y la continuidad nacionales, así
como la influencia de las naciones y el nacionalismo en la música. La
variedad es en parte musical, en parte cultural. Por un lado, se adaptan
diferentes géneros musicales a respectivos elementos y fuentes nacionales.
Ciertos géneros de música instrumental pueden expresar mejor las danzas
comunitarias, como las mazurcas para piano de Chopin, mientras que los
poemas sinfónicos de Smetana a Sibelius son más indicados para evocar
paisajes nacionales, siendo la ópera una manera óptima de narrar episodios
históricos nacionales (aunque también sirva para otros fines nacionales).
Por otra parte, las diferentes culturas étnicas e historias nacionales dotan
de marco, contenido y color a elementos y formas particulares de la nación.
Por ejemplo, en la década de 1860 emergió una tímida escuela nacional rusa
—más tarde adquirió mayor consistencia conceptual— caracterizada por
una mezcla variable de literatura rusa (habitualmente Pushkin), música
eclesiástica ortodoxa, folclore y música tradicional, y a veces un
orientalismo exótico, todo lo cual contribuyó a subrayar la diferencia de
esta música con las tradiciones alemana y francesa 18 . La tradición alemana
de Bach a Brahms se configura dentro del marco literario y cultural alemán
y las tradiciones luteranas o católicas, que contribuyeron a forjar la
disposición hacia la música «seria» y hacia formas musicales rigurosas
como la sinfonía, el cuarteto y la sonata y la elevación de la música
abstracta 19 .
Como estos ejemplos ponen de manifiesto, en este estudio nos
ocuparemos del desarrollo de la tradición musical occidental y de la
emergencia simultánea de la nación moderna en Europa. Por lo general,
tendremos que ignorar la evidencia de otras formas de nación anteriores en
las épocas antigua y medieval, así como de formas no occidentales de
nación, y los controvertidos debates en torno a estos asuntos, aunque solo
sea por razones de espacio 20 . Para nuestros propósitos, podemos hablar
del desarrollo de la música occidental en relación con el surgimiento de las
naciones desde el siglo XVI en adelante, cuando las «escuelas nacionales»
de música empezaron a emerger en estados nacionales como Francia,
Inglaterra o España. Pero, en este punto, es difícil valorar la influencia de la
nación en la música, o viceversa, excepto en las danzas de las diferentes
comunidades étnicas. A partir del siglo XVII podemos discernir
gradualmente elementos nacionales en composiciones orquestales y
especialmente vocales, como King Arthur (1691) de Purcell, con su
profecía de la gloria inglesa. Para señalar una fecha final, las naciones y el
nacionalismo siguieron siendo una fuerza potente en la música clásica por
lo menos hasta la Segunda Guerra Mundial. Para Bohlman, las canciones
tradicionales recientes y los concursos populares como Eurovisión se han
convertido en fuerzas motrices competitivas entre naciones incluso hoy en
día, aunque estos repertorios no caen dentro de nuestro radio de acción. En
cuanto a la extensión de la tradición occidental, no incluimos únicamente a
Europa, desde Irlanda y Escandinavia hasta Rusia, sino también a América
del Norte y del Sur, donde compositores como Charles Ives, Samuel Barber,
George Gershwin, Aaron Copland, Leonard Bernstein y Hector Villa-
Lobos, todos trabajando dentro de la tradición clásica, han contribuido con
sus obras al canon de la música nacional.

La dimensión nacional

¿Cuáles son entonces las principales dimensiones culturales de la nación


que facilitan la comparación de las relaciones entre nación y música en
Europa y América? Según nuestra definición, la primera es la dimensión de
la comunidad en sí misma, la percepción de que el «pueblo» de la nación
constituye una comunidad vinculada por relaciones sociales, sentimientos
compartidos, mitos y memorias y valores y propósitos comunes. Estos se
expresan periódicamente en los ritos y ceremonias, símbolos y tradiciones
de una cultura tradicional distintiva con sus festivales conmemorativos. La
música desempeña un papel fundamental en estos ritos y ceremonias, y en
los festivales públicos en los que estos son elementos centrales. Esto
resultaba obvio en las fêtes de la Revolución francesa y en todos los
festivales nacionales que tomaron como modelo el ejemplo francés. En este
punto podemos incluir los himnos nacionales que proliferaron a lo largo de
Europa y las Américas desde finales del siglo XVIII en adelante, así como la
respuesta «heroica» de algunos compositores clásicos, desde Beethoven
hasta Verdi y Chaikovski, o el incremento en el uso de canciones y bailes
tradicionales en las obras clásicas y la compilación de libros de canciones
tradicionales en casi todas las naciones europeas.
Una segunda dimensión respecto a la nación se forma en torno al
territorio actual o putativo de la nación, la tierra considerada natal. La idea
de que a cada comunidad nacional le pertenece una tierra natal histórica es,
sin lugar a dudas, muy antigua; la referencia bíblica a la «tierra de Israel» es
solo el caso más conocido e influyente del mundo antiguo, pero existen
muchos otros expresivos ejemplos en las páginas de Heródoto. Sin
embargo, no fue hasta finales de la Edad Media cuando las patrias
nacionales fueron vinculadas a estados nacionales en Europa Occidental, y
fue únicamente a partir del siglo XVIII , bajo el culto a la autenticidad y, más
tarde, el Romanticismo, cuando se destacaron las cualidades especiales de
sus respectivos paisajes y estos fueron investidos de propiedades cuasi
míticas. Por eso, aunque en épocas anteriores encontramos trabajos
musicales que claramente describen la tierra y su gente, hasta el siglo XIX
las obras musicales no empezaron a evocar el sentimiento de una tierra
natal específica para connacionales.
Junto al paisaje, la historia nacional forma el otro eje principal de la
nación. Esto refleja la concepción de las naciones como categorías
temporales con sus propias trayectorias, que empezarían desde los orígenes
primitivos e irían adquiriendo riqueza y complejidad hacia una edad (o
edades) heroica o dorada, para luego entrar durante muchas generaciones en
un declive del que solo despertarían gracias a los esfuerzos de los
«proselitistas» nacionales. Vital para esta etnohistoria —una narración
contada una y otra vez de generación en generación— es la creencia en
héroes y heroínas históricos y legendarios, modelos de heroísmo y virtud
que deberían ser emulados por futuras generaciones. Tales exempla virtutis
fueron ganando popularidad en el arte occidental desde aproximadamente
1750, y encontraremos ejemplos similares en la música de los siglos XVIII y
XIX , sobre todo en los poemas sinfónicos (Stenka Razin, de Glazunov, Suite
Lemminkäinen, de Sibelius), las óperas (Aida , Siegfried) y los oratorios de
Händel a Mendelssohn. La música dramática ayuda a recrear, por medio de
la imaginación, una personalidad heroica en la época del que la escucha, sin
tener en cuenta las evidencias históricas. Lo que se busca y se representa es
la autenticidad poética —una que evoque un periodo histórico ficticio—.
Puesto que se presupone que las naciones tienen un pasado (o pasados),
en consecuencia se las dota de un futuro. No de cualquier futuro, sino de
uno predestinado, el destino nacional al que la historia conduce a la
comunidad. Es un destino al que solo se puede llegar a través de la lucha y
el sacrificio, los sacrificios que, como señaló el historiador decimonónico
Ernest Renan, se han hecho en el pasado y se ha de estar dispuesto a hacer
en el futuro 21 . Son esos sacrificios los que deben ser conmemorados y
esas hazañas las que deben ser celebradas en los ritos y ceremonias
realizados ante los memoriales y monumentos a los caídos. Otra vez, la
música es parte integral de los rituales de la nación, a menudo en forma de
lamentos fúnebres, como en el Dido y Eneas de Purcell, la marcha fúnebre
de Götterdämmerung de Wagner y el lamento del Alexander Nevski de
Prokofiev. A menudo los ritos de la nación son acompañados por marchas
solemnes que pueden aparecer en obras más abstractas, como el segundo
movimiento de la Sinfonía «Heroica» de Beethoven.
Estas constituyen las principales dimensiones de la nacionalidad, y en
este libro servirán para ordenar la gran variedad de vínculos entre música y
nación y los muchos tipos de composiciones musicales que expresan estas
relaciones. Tras un capítulo dedicado a examinar en términos generales las
expresiones musicales de la dimensión nacional, pasaremos a estudiar
pormenorizadamente la serie de temas musicales de la siguiente manera. El
capítulo 2 aborda la comunidad nacional expresada a través de la música
culta que incorpora la «música tradicional» para definir la identidad
nacional. Los capítulos 3 y 4 tratan sobre la tierra natal y la etnohistoria,
respectivamente. El capítulo 5 retoma el tema de la comunidad nacional,
pero desde la perspectiva de las prácticas conmemorativas. Estas
dimensiones no agotan las múltiples relaciones entre música y nación, y
menos aún la variada tipología de obras musicales que de alguna manera
pueden contener un elemento nacional. Es más, algunas composiciones
pueden expresar más de un tema, e incluso todos ellos. El capítulo 6 enfoca
estos temas con distancia y aborda cuestiones más amplias relativas a las
tradiciones musicales nacionales y la canonización de la música nacional en
diversos países. Este enfoque temático y comparativo, cimentado en las
cuatro dimensiones, arroja luz sobre el impacto de las naciones y el
nacionalismo en la música culta occidental, a la vez que revela las vías por
las que varios géneros musicales han contribuido a definir las propiedades
de las naciones y, en algunos casos, a promover los objetivos del
nacionalismo. Al mismo tiempo, el acercamiento comparativo y temático
ayudará a explorar y analizar razonamientos más generalistas sobre el auge
y el papel de la «música nacional» en la tradición occidental.

Esencialismo y constructivismo

Generaciones de oyentes han atribuido cualidades nacionales a cierto


repertorio de música culta europea y americana de los siglos XIX y XX .
Perciben, o creen percibir, la expresión de la nacionalidad a través del
sonido, y hablan de carácter «ruso», «checo», «inglés», etc. (véase el
capítulo 6). Esta impresión puede ser muy fuerte y propiciar sentimientos
identitarios sólidos compartidos entre grupos de oyentes. ¿Cómo
explicarlo? Por una parte, los propios nacionalistas tienen una respuesta a
mano: la música nacional capta una cualidad nacional esencial —Herder lo
llamaba Volksgeist (espíritu del pueblo)— que es debidamente reconocida
como propia por los connacionales. Esta explicación atribuye un contenido
espiritual a la música y es, esencialmente, recalcitrante. Por lo general es
rechazada por los estudiosos contemporáneos, que se muestran escépticos a
la hora de idealizar lo referente al nacionalismo, en gran medida por las
desastrosas consecuencias que este ha tenido en las guerras y conflictos
étnicos del siglo XX . En su lugar, destacan la «construcción» de la
nacionalidad en la música en determinados momentos históricos por parte
de determinadas personas con determinados intereses y la «invención de la
tradición» en la música. Los términos «invención» y «construcción»
aparecen en los títulos de numerosos artículos de musicología sobre el
nacionalismo musical que ponen de manifiesto dos amplias tendencias
musicológicas. Una es la postura «modernista» en la historia de las
naciones y el nacionalismo, según la cual la aparición del nacionalismo se
debe a la modernización del sistema económico, mientras que las culturas
nacionales son fenómenos secundarios. La segunda es la comprensión del
lenguaje y el «texto» en el estructuralismo y el posestructuralismo en el
ámbito de las humanidades, que establece estructuras de diferencias en
lugar de un contenido esencial. Este concepto de «diferencia» sirve de guía
a la reciente historia del «pensamiento nacional» en Europa de Joep
Leerssen, que encuentra las raíces del pensamiento nacional en antiguas
formas de pensar sobre uno mismo y otros y sobre la sociedad y la
naturaleza que la rodea. La noción misma de ethnie se entiende no solo
como «pertenecer al grupo» sino como «ser diferente a los otros» 22 .
En su libro sobre la construcción de la nación y los compositores
nacionalistas (Wagner, Smetana y Grieg), Benjamin Curtis incluye un
capítulo titulado «Constructing “Difference” in the National Culture» sobre
la creación de fronteras nacionales en torno a la música, la «producción
discursiva de la diferencia» y la «fetichización de la diferencia». Dicha
producción opera en dos niveles: la definición de las características para
diferenciar la música de una nación y la «diferenciación» de tradiciones
musicales separadas, haciéndolas opuestas a la música de «uno» mismo
con, implícita o explícitamente, un juicio de valor negativo. Las naciones se
definen musicalmente por exclusión, aunque Curtis admite que los límites
pueden ser «duros» o «blandos». No analiza la música de los tres
compositores mencionados como tal, únicamente sus «formaciones
discursivas». Por poner otro ejemplo, desde el punto de vista del influyente
musicólogo alemán Carl Dahlhaus, el «folcrorismo» en la música
decimonónica —que no es lo mismo que el nacionalismo pero está muy
relacionado con él— es, en el plano de la técnica compositiva,
esencialmente lo mismo que el «exotismo»: la descripción musical de una
cultura remota o ajena, tal y como se refleja en las óperas de temática
egipcia o asiática para los escenarios franceses. En ambos casos la
autenticidad de los materiales musicales es irrelevante a tal efecto. «El
elemento clave no es tanto la sustancia étnica original de estos fenómenos
como el hecho de que se diferencien de la música culta europea y la función
que cumplen como desviaciones de la norma europea.» Esa función es la
misma en una pieza para piano de Grieg, una canción de Balakirev o un
episodio de una de las óperas exóticas de Gounod, Saint-Saëns o Bizet. De
la misma manera, la «descripción del paisaje» en la música —otro elemento
clave en la música nacional— «va en contra de la corriente principal de la
evolución compositiva» y surte efecto principalmente a través de la
negación de los procesos habituales en la música moderna europea 23 .
Poner en duda ese planteamiento sobre la música nacional no significa
restaurar la hipótesis del Volksgeist . Después de todo, las primeras etapas
de la música nacional a menudo no especifican ninguna identidad nacional
en particular o evocan varias, mientras que las celebraciones y festivales
conmemorativos y las ceremonias, tal y como veremos en los capítulos 1 y
5, ponen más énfasis en la forma nacional que en el contenido. Así pues, es
más importante el sentimiento de una comunidad con una memoria y una
cultura pública comunes que el contenido de esa memoria o la singularidad
de esa cultura. Incluso la música que proyecta un característico «color
local» o habla con un fuerte «acento» nacional que suena diferente a la
norma a menudo incorpora las formas de las tradiciones celebratorias y
conmemorativas, colmándolas, por así decirlo, de un particular contenido
nacional.
Por otra parte, los historiadores y musicólogos nacionalistas, a pesar de
su tendencia a la idealización, pueden poseer «conocimientos» acerca de
sus propias tradiciones musicales —con maneras diestras de escuchar y
entender— que los foráneos deberían tomarse en serio. La semiótica de la
música nacional no viene determinada únicamente por diferencias respecto
a un lenguaje que es percibido como «universal», y aún menos respecto a
«una corriente principal de la evolución compositiva» que pasa por los
compositores austriacos y alemanes de Bach a Schönberg, sino por
desarrollos y diálogos internos dentro de las tradiciones. Desde luego, estas
tradiciones tienen un punto de partida, y más tarde pueden ser reinventadas,
pero al mismo tiempo la música nacional tiene más formas de
comunicación que la negación. En el plano estético, la música nacional se
concibe mejor como un juego de similitudes y diferencias dentro de una
tradición distintiva junto con las diferencias con la tradición considerada
universal. Por lo que, al contrario de lo que afirmaba Dahlhaus, el
folclorismo en la música puede ser mucho más que exotismo. El modelo
está compuesto de múltiples tradiciones interrelacionadas que se
diferencian las unas de las otras pero a la vez están entretejidas y comparten
una sintaxis básica: tonalidad armónica, estructuras de frase regladas y
texturas homófonas. El intercambio transnacional es habitual, sobre todo en
lo que respecta a formas musicales y técnicas compositivas. Los ejemplos
incluyen las influencias de Brahms en Dvorak; Wagner en Smetana, D’Indy
y Elgar; Stravinski en Szymanowski y Copland; Borodin, Rimski-Korsakov
y Chaikovski en Sibelius; y Sibelius en Vaughan Williams y Harris. De
hecho, la «diferenciación» de las tradiciones musicales no nativas solo es
aplicable a uno de los tres compositores mencionados por Curtis —Wagner
(respecto a la tradición musical francesa)—, y por lo general raramente se
encuentra en compositores que, si eran nacionalistas, tendían a adherirse a
un pluralismo cultural herderiano (véase el capítulo 6).
La música nacional funciona a menudo como un «contrato» por el que el
compositor acepta usar ciertas convenciones, y el oyente, interpretarlas de
una forma determinada. La comunicación se da en condiciones establecidas
por el contrato, y de esta manera el significado es reconocido. El contrato
de la música nacional no es inmemorial: entra en vigor en el curso de la
historia. Las tradiciones nativas existentes pueden ser «nacionalizadas» a
través de nuevas asociaciones o usos, mientras que fenómenos culturales
bien asentados como los mitos y las leyendas pueden ser redivivos y recibir
nuevos significados (capítulo 4). Un contrato puede evolucionar con el
tiempo y ser «renegociado», sobre todo en o después de tiempos de crisis:
en esos momentos la creatividad puede ser necesaria. Un ejemplo sería el
paso en los años veinte de Manuel de Falla del andalucismo al
neoclasicismo castellano, que fue rápidamente reconocido como un
«verdadero» modismo español por los oyentes simpatizantes (capítulo 3).
Este es el punto en que las edades de oro pueden ser postuladas (véase el
capítulo 6) en un esfuerzo por erradicar tradiciones compositivas más
recientes o heredadas de otros. Los procesos de recepción cultural también
desempeñan un papel importante en la negociación de los contratos, de
modo que algunas composiciones son seleccionadas y preferidas por
encima de otras como ejemplos del estilo nacional y algunas piezas que no
fueron pensadas para ello por sus compositores han acabado siendo
interpretadas como nacionales, como en el caso de La pasión según San
Mateo de Bach, Kamarinskaya de Glinka y «Nimrod» de Elgar (véase, de
nuevo, el capítulo 6).
Esencialmente, Stephen Meyer llega a la comprensión contractual en su
estudio de Der Freischütz de Weber, una obra que sin duda alguna marcó un
momento de crisis cultural y cuyo estreno adquiriría más adelante estatus
mítico como el inicio de la música nacional alemana. El «carácter nacional»
de la ópera, sugiere, es
a la vez el tema y el resultado de un diálogo entre «actos de composición» y «actos de
interpretación y percepción» […]. Weber adoptó significantes preexistentes del estilo nacional,
pero los cambió a través de «actos de composición». Después del estreno de Freischütz, algunas
de sus características fueron adoptadas, a través de «actos de interpretación y percepción», como
precondiciones del estilo nacional, y tal vez como elementos de la siempre cambiante definición
de la propia nación. Esta relación recursiva siempre es fluida y redefine continuamente sus
términos. En cualquier caso, para que un estilo nacional se convierta en una realidad […] tiene
que haber una cierta continuidad de expectación y convención 24 .

Podemos observar esta relación recursiva no solo en la réplica


compositiva de Wagner a Weber, sino también en la de Mendelssohn a
Beethoven y Bach; Balakirev, Rimski-Korsakov y Borodin a Glinka; la de
Glazunov y Rachmaninov, a su vez, a ellos; Vaughan Williams a Parry y
Elgar, etc. En este libro, por lo tanto, evitamos tanto los extremos
esencialistas como los constructivistas. Prestamos atención a los orígenes
históricos del nacionalismo en la música, pero no lo vemos como un mero
delirio de masas ideado por los nacionalistas. Al mismo tiempo destacamos
los complejos procesos de intercambio transnacional que a menudo se
encuentran en estos repertorios.

1 . Richard Taruskin, Mussorgsky: Eight Essays and an Epilogue (Princeton y Chichester: Princeton
University Press, 1993); Defining Russia Musically: Historical and Hermeneutical Essays (Princeton
y Chichester: Princeton University Press, 1997); On Russian Music (Berkeley y Los Ángeles:
University of California Press, 2009).

2 . Francis Maes, A History of Russian Music: From Kamarinskaya to Babi Yar (Berkeley y Londres:
University of California Press, 2002); Marina Frolova-Walker, Russian Music and Nationalism:
From Glinka to Stalin (New Haven y Londres: Yale University Press, 2007); Rutger Helmers, Not
Russian Enough? Nationalism and Cosmopolitanism in Nineteenth-Century Russian Opera
(Rochester: University of Rochester Press, 2014).

3 . Meirion Hughes y Robert Stradling, The English Musical Renaissance 1840-1940: Constructing a
National Music, 2.ª ed. (Mánchester: Manchester University Press, 2001); Richard Taruskin,
Stravinsky and the Russian Traditions: A Biography of the Works through Mavra, 2 vols. (Berkeley:
University of California Press, 1996); Steven Huebner, French Opera at the fin de siècle: Wagnerism,
Nationalism, and Style (Oxford: Oxford University Press, 1999); Stephen C. Meyer, Carl Maria von
Weber and the Search for a German Opera (Bloomington: Indiana University Press, 2003); David E.
Schneider, Bartók, and the Renewal of Tradition: Case Studies in the Intersection of Modernity and
Nationality (Berkeley: University of California Press, 2006); Lynn M. Hooker, Redefining Hungarian
Music from Liszt to Bartók (Nueva York: Oxford University Press, 2013); Daniel M. Grimley, Grieg:
Music, Landscape and Norwegian Identity (Woodbridge: Boydell Press, 2006); Daniel M. Grimley,
Carl Nielsen and the Idea of Modernism (Woodbridge: Boydell Press, 2010); Tomi Mäkelä, Jean
Sibelius, trad. de Steven Lindberg (Woodbridge: Boydell Press, 2011); Glenda Dawn Goss, Sibelius:
A Composer’s Life and the Awakening of Findland (Chicago y Londres: University of Chicago Press,
2009); Alexandra Wilson, The Puccini Problem: Opera, Nationalism and Modernity (Cambridge:
Cambridge University Press, 2007).

4 . Celia Applegate y Pamela M. Potter, Music and German National Identity (Chicago: University of
Chicago Press, 2002); Celia Applegate, Bach in Berlin: Nation and Culture in Mendelssohn’s Revival
of the St. Matthew Passion (Ithaca y Londres: Cornell University Press, 2005); véase también «What
is German Music? Reflections on the Role of Art in the Creation of the Nation», German Studies
Review 15 (1992), pp. 21-32; «How German is it? Nationalism and the Idea of Serious Music in the
Early Nineteenth Century», 19thCentury Music 21/3 (1998), pp. 274-296; Cecilia Hopkins Porter,
The Rhine as Musical Metaphor: Cultural Identity in German Romantic Music (Boston: Northeastern
University Press, 1996); Hannu Salmi, Imagined Germany: Richard Wagner’s National Utopia
(Nueva York: Peter Lang, 1999); Barbara Eichner, History in Mighty Sound: Musical Constructions
of German National Identity , 1848-1914 (Woodbridge: Bodybell Press, 2013); Jane Fulcher, French
Cultural Politics and Music: From the Dreyfus Affair to the First World War (Nueva York: Oxford
University Press, 1999); Jane Fulcher, The Composer as Intellectual: Music and Ideology in France:
1914-1940 (Nueva York: Oxford University Press, 2005); Barbara L. Kelly (ed.), French Music,
Culture, and National Identity, 1870-1939 (Woodbridge: Bodybell Press, 2008); Philipp Ther, Center
Stage: Operatic Culture and Nation Building in Nineteenth-Century Central Europe, trad. de
Charlotte Hughes-Kreutzmüller (West Lafayette: Purdue University Press, 2014).

5 . Benjamin W. Curtis, Music Makes the Nation: Nationalist Composers and Nation Building in
Nineteenth-Century Europe (Amherst: Cambria, 2008).

6 . Toni Mäkelä (ed.), Music and Nationalism in 20th Century Great Britain and Finland (Hamburgo:
Bockel, 1997); Helmut Loos y Stefan Keym (eds.), Nationale Musik im 20. Jahrhundert:
kompositorische und soziokulturelle Aspekte der Musikgeschichte zwischen Ost-und Westeuropa:
Konferenzbericht Leipzig 2002 (Leipzig: Gundrun Schröder, 2004); Michael Murphy y Harry White
(eds.), Musical Constructions of Nationalism: Essays on the History and Ideology of European
Musical Culture , 1800-1945 (Cork: Cork University Press, 2001); Journal of Modern European
History 5/1 (2007) sobre el siglo XIX ; Studia musicologica 52 (2011) respecto a la ópera nacional;
Journal of Modern Italian Studies 17/4 (2012) sobre la ópera italiana, y Nations and Nationalism
20/4 (2014) sobre temas escogidos.
7 . Jim Samson, «Nations and Nationalism», en Samson (ed.), The Cambridge History of Nineteenth-
Century Music (Cambridge y Nueva York: Cambridge University Press, 2001), pp. 568-600; Jim
Samson, «Music and Nationalism: Five Historical Moments», en Athena S. Leoussi y Steven Grosby
(eds.), Nationalism and Ethnosymbolism: History, Culture and Ethnicity in the Formation of Nations
(Edimburgo: Edinburgh University Press, 2007), pp. 55-67; Richard Taruskin, «Nationalism», en
Staley Sadie (ed.), The New Grove Dictionary of Music and Musicians, 29 vols., 2ª ed. (Londres:
Macmillan, 2001), vol. 17, pp. 689-706; Philip V. Bohlman, Focus: Music, Nationalism, and the
Making of the New Europe, 2ª ed. (Nueva York y Londres: Routledge, 2011).

8 . Eric J. Hobsbawn, Nations and Nationalism since 1780: Programme, Myth, Reality (Cambridge:
Cambridge University Press, 1990), cap. 1 [trad. cast., Naciones y nacionalismo desde 1780
(Barcelona: Crítica, 1991)].

9 . Adrian Hastings, The Construction of Nationhood: Ethnicity, Religion, and Nationalism


(Cambridge: Cambridge University Press, 1997); Caspar Hirschi, The Origins of Nationalism: An
Alternative History from Ancient Rome to Early Modern Germany (Cambridge: Cambridge
University Press, 2012).

10 . * Johan Peter Solomon (1745-1815) fue un violinista, director, compositor y empresario alemán
que hizo carrera en Londres organizando conciertos con música de afamados compositores como
Joseph Haydn, al que llevó a Londres. [N. del T.]

11 . Véase Walker Connor, Ethnonationalism: The Quest for Understanding (Princeton: Princeton
University Press, 1994), cap. 4; Anthony D. Smith, National Identity (Londres: Penguin, 1991), cap.
4 [trad. cast.: La identidad nacional (Madrid: Trama, 1991)].

12 . Respecto al nacionalismo cultural, véase John Hutchinson, The Dynamics of Cultural


Nationalism: The Gaelic Revival and the Creation of the Irish Nation State (Londres: Allen &
Unwin, 1987).

13 . Véase Montse Gibernau, Nations without States: Political Communities in a Global Age
(Malden, Mass.: Blackwell, 1999).

14 . Véase Anthony D. Smith, Nationalism: Theory, Ideology, History (Cambridge: Polity, 2010),
cap. 1 [trad. cast.: Nacionalismo (Madrid: Alianza Editorial, 2004].

15 . Véase Peter F. Sugar, Ethnic Diversity and Conflict in Eastern Europe (Santa Bárbara: ABC
Clio, 1980), sobre todo los ensayos de Hofer, Fishman y Petrovich; para los vínculos étnicos
preexistentes, véase Anthony D. Smith, The Ethnic Origins of Nations (Oxford: Blackwell, 1986).

16 . Bohlman, Music, Nationalism and the Making of the New Europe, p. 86.

17 . Curtis, Music Makes the Nation.

18 . Maes, A History of Russian Music, cap. 5.

19 . Applegate, Bach in Berlin, cap. 2.

20 . Pero véanse Stein Tonnesson y Hans Antlov, Asian Forms of the Nation (Richmond: Curzon
Press, 1996), esp. introducción; y Anthony D. Smith, Nationalism and Modernism: A Critical Survey
of Recent Theories of Nations and Nationalism (Londres: Routledge, 1998), cap. 8.

21 . Ernest Renan, Qu’est-ce qu’une nation? (París: Calmann-Lévy, 1882); traducido en John
Hutchinson y Anthony D. Smith, Nationalism (Oxford y Nueva York: Oxford University Press,
1994).

22 . Joep Leerssen, National Thought in Europe: A Cultural History (Ámsterdam: Amsterdam


University Press, 2006), sec. 1, p. 17.

23 . Curtis, Music Makes the Nation, pp. 146, 147; Carl Dahlhaus, Nineteenth-Century Music, trad.
de J. Bradford Robinson (Berkeley y Los Ángeles: University of California Press, 1989), p. 306;
véase también Ralph P. Locke, Musical Exoticism: Images and Reflections (Cambridge: Cambridge
University Press, 2009), cap. 4.

24 . Meyer, Carl Maria von Weber, p. 115.


1 Música y comunidad nacional: de monarcas a
ciudadanos

El principal sujeto cultural de la nacionalidad es la idea de comunidad, es


decir, la unidad de un «pueblo» a través de obligaciones mutuas y de los
recuerdos y valores compartidos. En el contexto más amplio de nuestro
relato sobre el auge de la música nacional y su papel en el desarrollo de las
naciones y del nacionalismo, es el intento por parte de los «preceptores
nacionales» de hacer efectiva la comunidad nacional movilizando a sus
ciudadanos de forma vernácula. En sus esfuerzos se sirvieron de la música
con el fin de despertar el sentimiento nacional y hacer parecer real a la
nación, evidente en sí misma y accesible a su gente al apelar al lenguaje, las
costumbres, los recuerdos, la historia y el destino. En este capítulo se
mencionan los principales avances y se sintetizan algunos de los temas más
importantes en el intento de desarrollar la comunidad nacional, poniendo
sobre todo el foco en el devenir político e intelectual de finales del siglo
XVIII y su legado. Pues únicamente cuando las ideas nacionales quedaron
vinculadas a la noción de «el pueblo», más que a la de un monarca o la
aristocracia, fue factible el desarrollo sostenido de la música nacional y esta
pudo sumarse a la configuración de la nación.

Las trayectorias de «música» y «nación»

Aunque tuvo antecedentes destacados en las tradiciones musicales judía (el


templo) y grecorromana, la música clásica occidental evolucionó desde el
canto gregoriano en Roma e Italia hacia la rica y compleja tradición
polifónica presente en gran parte de Europa Occidental y Central en los
tiempos de Tallis, Victoria y Palestrina, con la influencia dominante de las
exigencias de la liturgia católica —y posteriormente protestante—. Sin
embargo, ya en el siglo XVI la música secular era importante en las cortes de
reyes y príncipes en Italia, Francia, España e Inglaterra. A lo largo del siglo
siguiente tanto la música sacra como la profana, sobre todo la ópera, fueron
desarrolladas por Monteverdi en Mantua y Venecia, y la música profana,
incluidas obras instrumentales, mascaradas y danzas, floreció en Italia y en
la corte de Luis XIV, que se convirtió en el modelo para las cortes
principescas de Alemania, Austria, Bohemia y otros lugares. Con el
mecenazgo musical tan consolidado en instituciones supranacionales, o
monopolizado por las élites aristocráticas, a menudo no nacionales, hubo
poco rastro de influencia nacional, por no hablar de nacionalista, en el
desarrollo musical anterior al siglo XVII . Resulta aún más difícil evaluar la
contribución de diversos tipos de música a la formación de las naciones
modernas en los periodos tardomedieval y principios de la Época Moderna.
Pero pudo haber una influencia indirecta en las diversas fanfarrias y
procesiones de los monarcas y sus cortes, probablemente vinculadas a la
iglesia, como en la Venecia de Gabrieli, o en las marchas y canciones de
guerra, como las cantadas por los lanceros suizos de cada cantón 25 .
Probablemente resulte más complicado rastrear la evolución de las
naciones. En parte se debe a una falta de acuerdo respecto a las evidencias,
en parte a las disputas en torno a la definición del concepto de nación. Sin
embargo, se puede argumentar que existió una forma de nación en el mundo
antiguo, sobre todo entre los egipcios, los judíos y los armenios, no
fundamentada en la esencialidad de los ideales cívicos o la ciudadanía
(excepto de forma limitada en la antigua Atenas) sino en la pertenencia
religiosa a una comunidad etnopolítica. La historia posterior del ideal de
nación, tras la caída del Imperio Romano de Occidente, es oscura, y en
opinión de muchos, inexistente. Por otra parte, en el siglo XI ya hay claros
signos de disparidad nacional en términos eminentemente culturales y
territoriales, aunque las evidencias son más literarias que musicales o
artísticas. En unos pocos casos, y de manera notable en las Islas Británicas,
surgió algún tipo de sentimiento nacional defensivo entre las élites, por
ejemplo en las guerras contra los vikingos daneses 26 .
Ya en el siglo XVI nos encontramos con intelectuales, como Petrarca, que
dan rienda suelta a intensas expresiones de antagonismo étnico cultural-
nacional, pero rara vez iban ligadas a objetivos políticos. Sin embargo, estos
últimos se hacen explícitos en los debates del Concilio de Constanza (1415-
1420), en el que los conflictos territoriales y políticos entre delegaciones
eclesiásticas definidas territorial y lingüísticamente, que a menudo actuaban
en beneficio de sus patrones seculares, presagiaban la desintegración de la
«cristiandad» como concepto político unificador europeo. En el siglo XVI ,
el poder de las monarquías territoriales occidentales europeas
fundamentadas en ethnies (comunidades étnicas) dominantes —y con él un
«patriotismo concentrado en torno a la corona»— había acabado en buena
medida con el del papado, el Sacro Imperio Romano Germánico y las
ciudades-estado, preparando el terreno para una creciente identificación
nacional de las élites en estos estados 27 .
Es en este punto donde empiezan a cruzarse el desarrollo de la música
occidental y la formación de la nación moderna. Pero solo de manera muy
moderada: no son naciones de ciudadanos (los holandeses y posiblemente
los suizos son excepciones parciales), y, como hemos visto, la mayoría de la
música pública era sacra y eclesiástica, aunque las danzas cortesanas tenían
a menudo carácter «étnico». Incluso en el siglo siguiente hay pocos
ejemplos de influencia mutua entre música secular y élites nacionales; no
obstante, como veremos, la Inglaterra de la Restauración fue una excepción
en este sentido. En el continente, únicamente después del Tratado de
Westfalia (1648), que puso fin a la Guerra de los Treinta Años, pudieron los
conflictos subsiguientes entre los estados absolutistas por las sucesiones
española y austriaca estimular la producción de marchas y canciones
glorificando al monarca y al estado, lo que, en retrospectiva, preparó el
terreno para los himnos (tanto en Austria como en Gran Bretaña), que a su
vez sirvieron de modelo para los posteriores himnos republicanos de las
naciones de ciudadanos 28 .
En consecuencia, debemos considerar dos formas de nación en la
temprana época moderna y en la época moderna. La primera es jerárquica y
dirigida por la élite, si no monárquica: una paternal «nación súbdito-amo»,
como en Suecia, y también en otros lugares 29 . Este tipo de nación surgió
en la Edad Media, pero adquirió preeminencia entre los siglos XVI y XIX . El
segundo tipo es republicano, teóricamente igualitario y dirigido por la
burguesía; surgió primero en Holanda e Inglaterra (donde se diluyó después
de la Restauración en el primer ejemplo de nación dirigida por la élite), y
después de manera más radical en Estados Unidos y Francia. A menudo,
este segundo ejemplo es considerado el único modelo genuino de nación
(principalmente por su fuerte componente democrático); pero esto supone
valorar la historia occidental desde un punto de vista teleológico, un
progreso paulatino hacia un estadio final inclusivo, racional, liberal y en
definitiva cosmopolita. De hecho, a lo largo del siglo XIX e incluso hasta el
XX hallamos naciones modernas emergentes, es decir, naciones modernas
creadas sobre la base de etnias o vínculos étnicos mucho más antiguos, caso
de España, Rusia, Polonia, Japón y Etiopía, dirigidas por élites hereditarias
e incluso por monarcas. (También hay casos mixtos, como Gran Bretaña,
Dinamarca e Italia 30 .)
Probablemente haya sido aún más importante la influencia de un tercer
tipo de tradición cultural de legitimación política que podemos denominar
«pactismo». La idea de un pacto entre Dios y su Pueblo, cuyo origen es el
pacto del monte Sinaí, pasó a formar parte de la corriente dominante del
cristianismo, con el resultado de que desde principios de la Edad Media y
hasta la revuelta de los Países Bajos y la Revolución Gloriosa inglesa la
pretensión de constituir un pueblo en alianza y «elegido» de acuerdo con el
modelo del Israel bíblico se reprodujo a lo largo de Europa y América. A
menudo adoptó la forma, en su expresión moderna y secular, de un contrato
político entre los miembros de la ethnie dominante con el fin de crear y
mantener una comunión sagrada en el pueblo del estado nacional
emergente, como ocurre en las repúblicas en las que se jura fidelidad, como
Francia y Estados Unidos 31 .
Al contrario que las tradiciones jerárquicas y republicanas, el pactismo
ha sido un tipo de tradición cultural legitimadora demasiado inestable como
para crear naciones que siguieran tan solo su modelo, excepto durante
breves periodos revolucionarios. Sin embargo, como señaló Max Weber
refiriéndose al carisma, el don de la gracia, el empuje dinámico de un
movimiento pactista como el nacionalismo puede ser, y a menudo es,
suficiente para destruir o remodelar las estructuras jerárquicas y
republicanas existentes y sustituirlas por otras más adaptadas a las
circunstancias y necesidades de la población. Aún más importante es
señalar que el pactismo, religioso o secular, ha desempeñado un papel
fundamental en la creación del mito de la elección étnica, que bajo su
apariencia secular ha demostrado ser hasta la fecha una dinámica cultural
potente y duradera para la nación moderna 32 .

El papel de las artes


Incluso hoy en día, las naciones modernas de Europa y las Américas
presentan diferentes combinaciones de las tradiciones políticas
legitimadoras jerárquica, republicana y pactista; pero es a sus formas de
gobierno y sus ethnies , y a menudo a la combinación entre ambas, a las que
debemos mirar en busca de sus estructuras materiales y culturales a largo
plazo. Sin embargo, cuando volvemos la mirada hacia los caminos por los
que emergieron las diferentes naciones, debemos complementar estos
factores estructurales subyacentes tomando en consideración las
dimensiones de la acción cultural y humana. En este contexto, el papel
desempeñado por los «preceptores nacionales» ha sido de suma
importancia, ejerciendo su labor junto a los líderes políticos y, en algunos
casos, supliéndolos. Su papel ha sido crucial. Filósofos sociales, filólogos,
historiadores y folcloristas, desde Rousseau, Herder y Fichte hasta Mazzini,
Palacky y Karamzin, han tomado a menudo la iniciativa, proveyendo a las
futuras generaciones de compatriotas de una educación nacional, si no
nacionalista, e inculcando su visión de la nación en las mentes y corazones
de los jóvenes.
Pero conceptos como nación, identidad nacional y nacionalismo son
abstracciones novedosas y elevadas, extrañas a la gran mayoría de aquellos
a los que los preceptores nacionales consideran miembros de la nación
futura y a quienes quieren movilizar. Como descubrieron Mazzini y Fichte,
entre otros, sus visiones nacionales caian fácilmente en saco roto y a la
mayoría de las élites educadas, por no hablar de las clases bajas analfabetas,
les parecían irrelevantes. De ahí la necesidad de medios sensuales para
galvanizar, y educar, tanto a las élites como a las clases bajas, y también el
reclamo de apoyo y dedicación entusiasta a toda clase de artistas —
literarios, musicales y visuales— para contribuir a la tarea de conseguir que
la nación parezca natural y real. Este es el proyecto de «movilización
vernácula» que llevó a preceptores nacionales y artistas a tratar de despertar
a sus compatriotas y hacer de la nación algo tangible y accesible a través de
la referencia a un lenguaje cívico y unas costumbres comunes, unos paisajes
nacionales, una historia étnica y un destino nacional. Y del mismo modo
que los preceptores nacionales se volvieron hacia los artistas en busca de
ayuda para materializar su sueño, muchos artistas se sintieron atraídos por
el ideal de la nación y sus instituciones nacionales, en las que esperaban
poder ejercer un papel pedagógico y adquirir cierto grado de prestigio
nacional 33 .
La creación de una «música nacional» que despierte ideales y
sentimientos nacionales en sus espectadores e inspire amor por la patria
entre sus miembros debe situarse en el contexto de la «materialización» de
la nación y la movilización de sus ciudadanos de forma autóctona. Los
temas de este tipo de música replican los del proyecto de movilización
nacional vernácula. Como hemos visto, estos son los temas que celebran la
comunidad y la ciudadanía, evocan el paisaje y la tierra natal, recrean
historias heroicas y conmemoran el sacrificio y el destino nacional. En el
resto de este capítulo estudiaremos más de cerca el primero de estos temas
de la música nacional: la celebración de la comunidad y de la ciudadanía.

«Armonías» protestantes masivas

Las comunidades de la magnitud y la complejidad de las «naciones


modernas», incluso habiendo dominado estados soberanos y pudiéndose
vanagloriar de un extenso aunque más bien presupuesto pedigrí étnico, han
tenido que desplegar un intenso trabajo político y cultural, por no hablar de
los recursos socioeconómicos, si querían sobrevivir y prosperar en un
entorno moderno. Han necesitado crear instituciones nacionales, organizar
procesos políticos nacionales y acordar normas y prácticas legales y
educativas, incluso cuando carecían de un estado independiente, como es el
caso de Cataluña y Escocia. Pero igual de importante ha sido el trabajo
cultural necesario para crear la nación y hacer a sus miembros
«nacionales». Tal y como se afirma que dijo el líder del Risorgimento
Massimo d’Azeglio: «Hemos hecho Italia, ahora hay que hacer a los
italianos». «Hacer realidad la nación» e imbuir a las masas del pueblo
escogido de sentimientos nacionales, cuando la mayoría de sus lealtades se
dirigían a la familia, aldea, localidad o provincia, requería un largo y
enérgico proceso de educación y adoctrinamiento sobre el significado y los
beneficios de la nación, y la inevitable necesidad de una comunidad y una
solidaridad nacionales. De ahí deriva el frecuentemente repetido
llamamiento a la unidad y el incesante recurso a la fraternidad y la
solidaridad en la historia de las naciones modernas y del nacionalismo.
Es en este momento cuando los artistas, y en particular los músicos,
desempeñaron un papel fundamental. Al fin y al cabo, no hay mejor
ejemplo de unidad y fraternidad que la «armonía» de los coros de masas y
la solidaridad generada por los conmovedores cantos corales de libertad tras
la opresión. Lo observamos en la Inglaterra del siglo XVIII y durante la
Revolución francesa. Ya después de la Revolución Gloriosa, el King Arthur
de Purcell (1691), con textos de John Dryden, una ópera en la tradición de
las mascaradas escrita para el teatro de la reina, volvía a narrar la historia
legendaria del rey Arturo: cómo derrotó a las fuerzas de la oscuridad y a los
invasores sajones y cómo gracias a las profecías de Merlín esperaba la
llegada de la Revolución Gloriosa, invocando la ayuda del todopoderoso
para su pueblo elegido y las virtudes de este último, celebradas por el coro
de campesinos. También fue esta la principal temática de otra mascarada
aún más exitosa, King Alfred de Thomas Arne, escenificada por vez primera
en 1740, con libreto de James Thomson y David Mallet. Vuelve a contar la
historia del ascenso de Alfred de fugitivo a conquistador de los daneses,
pero su verdadero mensaje es el nacionalismo británico, que remonta los
derechos de los británicos a la Revolución Gloriosa y lanza un llamamiento
a las armas, sobre todo en el celebrado coro final, «Rule Britannia». En sus
últimos seis cuartetos el autor se las ingenia para repasar el espectro
nacionalista británico del siglo XVIII , desde la ayuda providencial y el ideal
de libertad hasta la supremacía naval global, la excelencia cultural y la
belleza natural de la «bendita isla», y aún hoy sigue siendo una evocación
poderosa de la resistencia y la grandeza británicas 34 .
En 1747, con este boyante clima, apareció el Judas Macabeo de Händel,
dedicado al duque de Cumberland, vencedor de los escoceses en Culloden.
Es una gran canción de victoria. «See the Conquering Hero Comes»
expresa a la perfección el temperamento del momento, que viraba desde la
desesperación tras la victoria jacobita en Prestonpans hacia el posterior
triunfalismo tras la victoria en Culloden. El oratorio de Händel no satisfizo
únicamente a los judíos londinenses, sino sobre todo a los protestantes, que
vieron a los británicos como el moderno pueblo elegido, al igual que lo
habían sido los antiguos israelitas, a quienes al armarse «En defensa de la
nación, la religión y las leyes el todopoderoso Jehová fortalecerá tus
manos» y en cuya tierra natal británica «lanudos rebaños adornan las
colinas, / y los valles sonríen con ondulado trigo» (Morell, 1746).
Judas Macabeo fue uno de los varios oratorios bíblicos (y en este caso
apócrifo) con los que resurgió la decadente carrera londinense de Händel,
junto a Saúl (1739), Sansón (1743), Joseph (1743), Belshazzar (1744),
Joshua (1747), Salomón (1748) y Jephta (1752), por nombrar únicamente
aquellos basados en el Antiguo Testamento. De hecho, la mayoría de estos
oratorios procedían de la biblia hebrea y los evangelios apócrifos, con la
excepción del Mesías (1742), cuyos textos proceden del Nuevo Testamento.
En varios de estos oratorios, un héroe trágico en apuros es situado en el
marco de un providencialismo casi mesiánico que obra en función de un
pueblo elegido, una temática atractiva para los protestantes británicos del
siglo XVIII en lucha con los franceses católicos. La excepción es Israel en
Egipto (1739), en el que la esclavitud y la opresión de todo el pueblo de
Israel y su milagrosa liberación por una poderosa deidad tocaron
especialmente la fibra sensible de muchos británicos enfrentados a las
hostiles potencias católicas continentales. Aquí es el coro el que expresa las
emociones del pueblo judío (británico), como ocurriría en numerosas
ocasiones en las décadas y siglos venideros 35 .
Pero esto quizá no fuera más que el presagio de un sentimiento nacional
popular, ya que muchos otros trabajos de Händel, como los himnos y los
tedeums compuestos para el duque de Chandos (c. 1718), la Música
acuática (1716) y la posterior Música para los reales fuegos de artificio
(1749), estaban vinculados a la monarquía británica, a menudo fuente de
mecenazgo musical. Sin embargo, el cambio hacia los oratorios bíblicos,
con su énfasis en el destino divino del pueblo elegido, fue elocuente al
subrayar el papel crucial de la elección étnica y la convicción asociada de
que los británicos, bajo su antigua monarquía, eran los elegidos. Este fue
también el tema del que sería el himno nacional británico, «God save the
King», cuya melodía fue escrita por vez primera por John Bull en 1619 pero
no fue publicada hasta 1744, y aún tendría que esperar hasta el año
siguiente para ser cantada en público tras la derrota del ejército real por los
jacobitas en Prestonpans. Con arreglo de Thomas Arne, al principio fue una
súplica a la ayuda divina frente a los rebeldes escoceses; pero la victoria
final en la guerra le aseguró un puesto en la conciencia nacional, y su
constante repetición impuso la unisonancia nacional de coros de masas, que
resultaron cruciales a la hora de «nacionalizar» a los británicos 36 .

Himnos de la república secular


La contrapartida francesa al providencialismo protestante británico fue,
claro está, el republicanismo revolucionario recubierto de ropajes seculares
clásicos, a pesar de lo cual también incorporaba un «pactismo» mesiánico,
tan minucioso y profundo como el de su rival británico. También en este
caso el concepto fundamental de pueblo elegido —la ilustrada y
republicana (más tarde imperial) ethnie francesa, que se afirmaba
vivamente en las ceremonias de juramento de la Revolución— se
manifestaba a través de las artes, de manera destacable en las dimensiones
musicales y visuales de los espectáculos revolucionarios dramáticos.
Musicalmente hablando, lo que importaba no era tanto la implicación de un
Gossec o un Méhul como la presencia de la canción popular. Desde los
tiempos de Luis XIV, con la celebérrima canción de triunfo «Marlbrough
s’en va-t-en guerre» (1709), pasando por la posterior canción de victoria
«La batalla de Fontenoy» (1745), punto álgido de la dinastía Borbón en el
siglo XVIII , hasta la temprana canción revolucionaria «Ça ira», que la gente
cantaba en todas partes en 1790, las marchas y las canciones callejeras
fueron la contrapartida popular al culto aristocrático a la ópera. Estas
canciones culminaron en «El canto de guerra del ejército del Rin», más
tarde conocido como «La Marsellesa», compuesto en Estrasburgo por
Claude-Joseph Rouget de I’Isle en 1792. Después de una primera
interpretación allí, se enviaron copias a París, una de ellas a André Grétry,
mentor de Rouget. Pero fue al ser adoptada por unos cuatrocientos
voluntarios marselleses, que cantaron el himno de batalla repetidamente de
camino a la capital y una vez allí poco antes del asalto el 10 de agosto a las
Tullerías, cuando adquirió el estatus indiscutible como principal himno de
batalla de Francia. No está claro en qué medida contribuyó a cambiar el
curso de la guerra de 1792-1793. Sin embargo, muchos testigos de
Jemappes en noviembre de 1792 y de Cambrai en julio de 1793
confirmaron su potencial nacional; su lenguaje sangriento y la sacralización
de la nación aseguraron su preeminencia en Francia y su influencia en el
extranjero 37 .
Todo ello sugiere que únicamente cuando las ideas y el lenguaje
nacionales estaban estrechamente ligados a la creencia en «el pueblo», en
lugar de en el monarca o en la aristocracia, fue posible una prolongada
interacción entre música y nación. Aunque hubo excepciones notables,
como ilustra el ejemplo británico, la experiencia de la Revolución francesa
y de todas las revoluciones, exitosas o no, que la siguieron sustenta esta
tesis. Tan solo la destrucción de los anciens régimes y el surgimiento de la
nación de ciudadanos hicieron posible que la música se involucrara en la
elaboración de la nación, primero y principalmente a través de los coros de
masas cantando al unísono y los himnos nacionales de guerra y celebración.
Hasta cierto punto, el terreno para esta transformación estaba bien
abonado en las artes. Aparte de los pensadores radicales de la Ilustración,
principalmente Voltaire y Rousseau, el teatro, la pintura y los dramas
musicales en Francia habían rechazado el estilo y las preocupaciones
rococó y habían dirigido su mirada al pasado, a menudo hacia la antigüedad
clásica, en busca de ejemplos heroicos de la virtud y el patriotismo que a
partir de 1750 habían empezado a ser objeto de interés de las clases
educadas. Esta tendencia tendría su culmen en la gran serie de pinturas de
David de la década de 1780 sobre episodios de la antigüedad grecorromana
—Belisario (1781), Héctor y Andrómaca (1783), El juramento de los
Horacios (1785), La muerte de Sócrates (1787) y Bruto (1789)— que
ejemplifican de manera manifiesta la virtud cívica, la austeridad y el
sacrificio patriótico. En el ámbito de la música, un nuevo estilo de armonía
libre llevado a París por Gluck después de 1774 también fue aplicado a
temas heroicos de la mitología griega, y consiguió muchos adeptos en la
capital francesa; las óperas de Gluck Iphigénie en Aulide, Iphigénie en
Tauride, Orphée et Eurydice y Armide continuaron gozando de popularidad
durante la Revolución 38 .
Todo ello estaba en línea con el culto a la sensibilidad y el llamamiento
de Rousseau a que la música expresase la «verdad y sencillez de la
naturaleza», estimulado por la influencia de los compositores alemanes e
italianos traídos por María Antonieta después de 1774. Especialmente
importante fue el papel de las óperas cómicas y las óperas de Grétry (1741-
1813). Desde Le Huron (1768) hasta L’épreuve villageoise (1784), Grétry
buscaba la naturalidad y la fidelidad a los sentimientos individuales. Las
canciones de su ópera trovadoresca Richard Coeur de Lion (1784) se
distinguieron por su popularidad, sobresaliendo «Ô Richard!, Ô mon Roi»,
que fue adoptada por la escolta de la guarnición de Versalles en octubre de
1789. En su Guillaume Tell (1791), una ópera llena de color local «suizo»,
utilizaba cuernos de vaca y tormentas, para transmitir el «tumulto y la
violencia». Ese mismo año, el italiano Luigi Cherubini escribió su ópera
Lodoïska, una «ópera de rescate» que incluía un castillo en la Polonia
medieval y una dama cautiva que esperaba a su liberador, Floreski, junto al
color coral y orquestal mediante el uso de instrumentos como el clarinete y
el corno francés, todo lo cual anticipaba la ópera romántica y, yendo un
poco más lejos, el Fidelio de Beethoven 39 .
Sin embargo, fue en los diferentes festivales revolucionarios (fêtes)
donde la música desempeñó un papel muy importante en el espíritu de la
Revolución. Ya que fue en ellos, como entendió muy bien David, donde el
ideal de la fraternidad podía materializarse gracias a los coros de masas
cantando al unísono himnos revolucionarios. A través de la música de
François-Joseph Gossec, Luigi Cherubini y Étienne Nicolas Méhul, la
poesía de Marie-Joseph Chénier y el arte escénico y las coreografías de
Jacques-Louis David, la fête revolucionaria procuraba crear, y expresar, una
nueva nación soberana de iguales como no había existido anteriormente.
Por eso en la Fête de la Fédération en julio de 1790 (véase la figura 5.1, en
pág. 268), durante la celebración principal, además de un drama sagrado
(hiérodrame) de Marc-Antoine Désaugiers que conmemoraba la toma de la
Bastilla, se interpretó un tedeum compuesto especialmente para la ocasión
por Gossec, el cual, a pesar de sus muchas deudas con sus obras religiosas
previas, buscaba atraer a una multitud de unas 400.000 personas (más
50.000 guardias nacionales) en el amplio espacio abierto del Campo de
Marte. Más tarde Gossec compuso «Offrande à la Liberté, scène
religieuse», una adaptación teatral de la liturgia para santificar la libertad,
que fue interpretada 130 veces durante la Revolución; más adelante escribió
«Himno a la igualdad» (1793), «Himno a la humanidad» (1795) y «Canción
marcial para el Festival de la Victoria» (1796), mientras Cherubini
componía himnos a la Fraternidad y al Panteón en 1794, y a la Victoria en
1796. En los grandes festivales de agosto de 1793 (Fête de la Réunion) y
junio de 1794 (Fête de l’Être Suprême), la música de Gossec jugó un papel
importante en la procesión que iba de la Plaza de la Bastilla al Campo de
Marte, en la que se dividió al coro por edad y género, cantando
antifonalmente y al unísono. Pero, a pesar de sus muchas colaboraciones
con el poeta revolucionario Chénier, la música de Gossec no consiguió ser
políticamente efectiva; con su excesiva ornamentación y difícil
instrumentación, sus obras tenían más de motetes que de himnos profanos,
lo que impedía a las multitudes parisinas sumarse al canto, tal y como se
esperaba. Las excepciones fueron su «Himno al Ser Supremo» (1794) y su
«Himno a Jean-Jacques Rousseau» (1794). En el Festival del Ser Supremo
que organizaron Robespierre y David el 8 de junio de 1794, 2.400
delegados de las secciones de París, divididos en hombres ancianos,
madres, chicas jóvenes y niños pequeños, cantaron coros antifonales con el
público y después, al unísono, el «Himno al Ser Supremo», antes de que
Robespierre apareciese para quemar la estatua del ateísmo y mostrar la de la
sabiduría 40 .
La Revolución francesa mostró la importancia de la música y de la
coreografía a la hora de crear los sentimientos de unidad y solidaridad
nacionales. La clave de esta relación fue el concepto relativamente nuevo
de ciudadanía dentro de la nación, la fuente de la soberanía. Como
resultado, la música tenía que ser «popular» y «nacional» y elevar y
santificar a la nación y a todos sus miembros, creando una comunidad
sagrada de ciudadanos. Aquí se puede observar la continuidad con las
antiguas ideas religiosas de la «alianza» y la «elección» divinas, que fueron
secularizadas y politizadas en los rituales de las ceremonias de juramento de
los ciudadanos a la patrie y en el principio de la «libertad del pueblo» que
forma la comunidad nacional. Al igual que sus banderas y sus himnos
revolucionarios, la música de los festivales no solo reflejaba sino más bien
exhortaba al traspaso de la autoridad del monarca a los ciudadanos,
alabando su liberación de la opresión tanto interna (la aristocracia) como
(tras 1792) externa (austriaca, británica) 41 .

Los sucesores alemanes

La senda abierta por los republicanos franceses fue continuada de forma


intermitente por los liberales alemanes en las décadas siguientes. La derrota
de Prusia por Napoleón en 1806-1807 estimuló un movimiento de reforma
política que coincidió con la primera floración del movimiento romántico.
En la guerra de liberación de 1813-1815 la juventud alemana desempeñó un
papel pequeño pero significativo en los regimientos de voluntarios —entre
los que se encontraba el poeta Theodor Körner—, que dejaron atrás el mito
de la liberación nacional gracias al heroísmo bélico. Durante el subsiguiente
periodo de represión estatal, fundamentalmente en Prusia, la intelectualidad
alemana, sobre todo los estudiantes y sus Burschenschaften , trató de
mantener vivo el espíritu nacionalista revolucionario. Con este propósito
organizaron dos grandes festivales. El primero en 1817, en el castillo de
Wartburg, el lugar donde Lutero tradujo la Biblia, y el segundo en
Hambach, en 1832. El festival de Wartburg fue planeado por las
asociaciones estudiantiles y deportivas, muchos de cuyos miembros eran
discípulos de Friederich Ludwig Jahn. Clave en este festival fue la
interpretación de himnos protestantes mientras los estudiantes, portando
hojas de roble, marchaban castillo arriba iluminados por antorchas. Tras
escuchar un discurso sobre la justicia y un sermón, unieron las manos y
juraron defender el Bund , para concluir con un servicio religioso luterano.
La reunión de Hambach fue un acontecimiento más confuso y
desorganizado, aunque también incluyó una procesión a las ruinas del
castillo en la que todos los participantes portaban emblemas negros y
dorados e iban vestidos como antiguos griegos, mientras cantaban
canciones patrióticas y ondeaban banderas, junto con fasces y guirnaldas de
hojas de roble. También en este caso hubo discursos, fuegos en lo alto de las
colinas y una comida al mediodía, pero la multitud mostró menos unidad y
los símbolos fueron más seculares y revolucionarios 42 .
¿Cómo se expresaba este nuevo espíritu de libertad en la música alemana
de la época? Ya antes de la Revolución, Mozart utilizó la versión de Da
Ponte de la obra teatral Le mariage de Figaro (1785) de Beaumarchais al
año siguiente como Le nozze di Figaro . Su crítica de la nobleza, como
señaló Danton, allanó el camino para el derrocamiento del Antiguo
Régimen y el surgimiento de las nuevas libertades, pero estas eran sociales,
no nacionales. Incluso las sinfonías de Beethoven y su ópera Fidelio , con
sus deudas a la música de la Revolución, sobre todo a Cherubini y Méhul,
abordaban una concepción de la libertad universal, pero ninguna en
particular, y mucho menos de la libertad nacional. Quizá por esta razón el
último movimiento de su Quinta Sinfonía y el segundo movimiento de su
Séptima Sinfonía se hicieron tremendamente populares en Francia a
principios del siglo XIX . La excepción a esta regla es su música incidental
para la reposición vienesa de la obra de Goethe Egmont en 1810, que cuenta
la vida y persecución de un patriota luchador por la libertad en la Holanda
del siglo XVI . La visión que tiene Egmont en su celda, poco antes de ser
ejecutado, de un levantamiento holandés y de su triunfo sobre los opresores
españoles tuvo un claro significado político para Austria durante las guerras
napoleónicas 43 .
Para entonces había enraizado en parte de la intelectualidad alemana
cierta concepción de la identidad nacional alemana. Pero se trataba
exclusivamente de una identidad cultural, y a lo largo del siglo XVIII , como
ha demostrado Celia Applegate, consideró fundamentales para su
autoconcepción y su sentido de autoestima cultural no solo la literatura
alemana sino también la música instrumental y coral, sobre todo la del norte
protestante, en contraposición a la «ligera» música vocal italiana y a la
«frívola» música francesa. Esta identidad y sentimiento nacionales,
desarrollados y propagados por críticos musicales, estudiantes y periodistas
alemanes, se basaban en una herencia musical independiente a lo largo de
todo el siglo y desde finales del XVII . A la vez, todo ello preparó el camino
para el redescubrimiento de Bach por parte de Mendelssohn y su reveladora
interpretación de La Pasión según San Mateo en Berlín en 1829 ante la
familia real y un grupo de notables. En muchos sentidos, reinaba un
sentimiento cultural nacional conservador, cuyo fin era apoyar el orden
monárquico y aristocrático, que no se debe confundir con el nacionalismo
cultural ilustrado de Herder, interesado por «el pueblo» y las canciones
tradicionales, ni con el posterior nacionalismo político, proclamado
enérgicamente por Fichte en el Berlín ocupado por los franceses en sus
Discursos a la nación alemana de 1807-1808, así como por los escritores
románticos y los propagandistas alemanes, como «Turnvater» Jahn y Ernest
Moritz Arndt en la década de 1810. Sin embargo, proporcionó tanto a la
identidad cultural como al sentimiento nacional cultural romántico el
entusiasmo de los coros de masas, que de acuerdo con el modelo de las
Singakademie berlinesas y las Gesangverein de Hamburgo se diseminó por
innumerables pueblos y ciudades a lo largo de las tierras germanohablantes
de mediados del siglo XIX 44 .
El resurgir de Bach también nutrió esa mezcla de religión protestante e
identidad cultural alemana que algunas de las obras de Mendelssohn, como
su Sinfonía n.° 2 («Lobgesang»), Op. 52 (1840), ejemplifican. El vínculo
con la identidad alemana en esta obra es contextual: la celebración en la
Marktplatz de Leipzig en junio de 1840 del cuatrocientos aniversario de la
invención de la imprenta por parte del «patriota alemán» Johannes
Gutenberg, y sobre todo de la Biblia de Gutenberg, que, según los liberales
del siglo XIX , diseminó la ilustración espiritual por todos los territorios
germanohablantes y preparó el camino para la Reforma de Lutero. Para la
ocasión, Mendelssohn compuso un Festgesang para coro masculino y
banda doble de metales (uno de cuyos movimientos adquirió vida propia a
partir de 1861 como villancico navideño: «¡Escuchad! Los ángeles
cantan»). Al día siguiente Mendelssohn estrenó su Sinfonía «Lobgesang»,
que une tres movimientos instrumentales a una cantata de nueve
movimientos, principalmente basados en los Salmos, en un himno general
de alabanza a la victoria de las luces sobre la oscuridad, del conocimiento
espiritual sobre la ignorancia. Para Larry Todd, esta sinfonía sin texto
«impresiona como una composición instrumental que aspira hacia una
música en apariencia religiosa, mientras la cantata, con el añadido de textos
litúrgicos, a su vez se acerca a la condición de música litúrgica». El coro se
presenta, de forma implícita, como el pueblo alemán celebrando su propia
herencia religiosa y cultural 45 .
Esto, sin duda, no supone un sentimiento nacional alemán puro, y menos
aún un nacionalismo alemán. Sin embargo, tanto por su contexto inmediato
como por su aspiración a combinar específicamente la religión luterana con
la tradición alemana de la música sinfónica de Beethoven y Schubert, la
sinfonía-cantata de Mendelssohn se basaba en la tradición (norte)alemana
de la identidad nacional cultural. Contribuyó al gran movimiento coral
alemán del siglo XIX , que desde la década de 1840 involucró a un
importante número de alemanes de clase media en una tarea de
participación musical, armonía social y patriotismo. Además de para dar
conciertos, los coros se reunían para participar en competiciones en
festivales en localidades como Wartburg (Fig. 1), hogar de una legendaria
competición coral medieval, en los que el patriotismo era el tema principal.
En este contexto, es poco sorprendente que en 1841 el escritor August
Heinrich Hoffmann von Fallersleben, por entonces exiliado en la
Heligoland británica, compusiera los textos del «Deutschlandlied», con sus
primeras estrofas «Deutschland, Deutschland, über alles», utilizando como
música la melodía de Haydn conocida en Austria como el Kayserhymne
(«Gott erhalte Franz den Kaiser»). Más tarde fue adoptado como el himno
nacional alemán, porque su incondicional celebración de Alemania y de los
alemanes era preferida con diferencia a cualquier otra canción tradicional 46
.
En las revoluciones de 1848, la libertad y la unidad fueron los objetivos
principales de los liberales, los radicales y los demócratas de la Asamblea
de Frankfurt. Después de la disolución de esta última y el fracaso parcial de
los movimientos nacionales de liberación, Robert Schumann asumió para
sus trabajos corales posteriores los ideales de la unidad alemana, la libertad
y la patria, que se hacían eco de los de la Revolución francesa. Muchos de
los arreglos de sus part-songs 47 * para coro masculino de 1848 (Drei
Gesänge, op. 62, y tres Freiheitsgesänge , WoO 13-15), así como el motete
de 1849 para doble coro masculino, «Verzweifle nicht im Schmerzensthal»,
el «Adventlied» op. 71 de 1848 y el «Neujahrslied» op. 144 de 1850
(basado en poemas de Ruckert), proyectan el deseo de un futuro próspero
nacido de las desgracias presentes. Algunas de estas piezas tienen un
decidido tono militar, mezclado con una nostalgia religiosa; sin embargo,
todas pregonan la esperanza de un triunfo republicano, al igual que las
últimas cuatro Baladas para solista, coro y orquesta (1851-1853),
compuestas en Düsseldorf 48 .
Fig. 1 Sängerfahrt con motivo del Festival de la Canción de Wartburg en agosto de 1847. Litografía.
© ACI / Bridgeman

El pueblo a escena

Un número significativo de óperas de mediados de siglo se centran en


ensalzar a la nación a través de su «pueblo» y en la idea de una comunidad
nacional definida por obligaciones mutuas o valores compartidos. Los
libretos están en lengua vernácula, no en italiano, y en la mayoría de los
casos hay una aspiración a la autenticidad étnica en el estilo musical y, a
veces, también en el vestuario y los decorados originales. El coro de escena
tiene un papel clave. Sin embargo, estas obras no expresan sentimientos
republicanos o revolucionarios: o bien las clases sociales aparecen
conviviendo en armonía, o bien no se menciona en absoluto la división
estructural en jerarquías sociales. Es el planteamiento musical el que da una
nueva fuerza al «pueblo».
El estreno de La vida por el zar (1836) de Mijaíl Glinka fue apoyado por
el zar Nicolás I y la corte imperial, y se presentó como un importante
evento para el estado. Retrata la abnegación de un campesino ruso del siglo
XVII que le salva la vida al zar de manera heroica, uniendo a monarca y
campesino en una concepción jerárquica de la nación. Glinka incluso
representó la unidad de Dios, el zar y el pueblo en un tema recurrente, más
o menos al estilo del leitmotiv wagneriano. El gran coro final «Slv’sya» es
una marcha con aires de himno en la que los campesinos y los nobles rusos
se unen como una única nación en la gloria de la religión ortodoxa. Sin
embargo, Glinka se inspiró profundamente en la música tradicional rusa,
por lo menos tal y como la entendían las clases cultivadas de la época, y el
«estilo ruso» es esencial en la ópera, no solo un colorido localista. Por vez
primera un campesino es el héroe de una gran ópera trágica, y él y su
familia son el centro de la acción. Por este motivo La vida por el zar gustó
tanto a los liberales como a los monárquicos rusos, que dieron la bienvenida
al uso de la tradición para definirse culturalmente 49 . La segunda ópera de
Glinka, Ruslan y Ludmila (1842), combina de nuevo monarquismo y
folclore, pero esta vez añadiendo elementos de épica mágica y cuentos de
hadas. Comienza con las celebraciones previas a la boda de Ruslan y
Ludmila en Kiev y acaba con una fiesta nupcial: antiguos símbolos de la
cultura campesina rusa. Maes distingue cuatro tipos de modismos
nacionales: un estilo ruso-italiano para la boda de Ruslan y Ludmila,
música tradicional finlandesa para el mago Finn, una parte de ópera bufa
italiana para el petulante Farlaf y estilos «orientales» para Ratmir, Naina y
Chernomor. Estos últimos no están relacionados con los estilos orientales de
la música: sencillamente describen una lánguida sensualidad, en particular
en la música con la que Naina seduce a los héroes masculinos 50 . Esto
encaja con las intenciones de Glinka de —sobre todo al final— englobar
dentro de la Rusia eslava varias regiones y gentes. Marina Frolova-Walker
define el final como una «concepción épica-imperial» por la que los
enemigos históricos de Rusia se unen bajo su influencia en preparación de
un futuro glorioso 51 .
Encontramos una preocupación similar por el campesinado en Halka, de
Stanislaw Moniuszko (1848, estrenada en Varsovia en 1858). Como Glinka,
Moniuszko combina la tradición con la historia trágica de un campesino,
trasladando los bailes nacionales que se habían usado tanto en Polonia
como en Rusia a comienzos del siglo XIX para los Singspiele al contexto de
una ópera trágica con el objetivo de establecer un estilo operístico nacional.
Desde los primeros compases de la obertura, Halka le debe mucho a la gran
ópera francesa, y la heroína campesina canta en un estilo noble. Se enamora
de un aristócrata, que de manera imprevista la abandona para casarse con
alguien de su misma clase. Cuando Halka se entera del engaño gracias a su
pretendiente campesino, se vuelve loca, pero en lugar de prender fuego a la
iglesia en la que se está casando la pareja de nobles, se tira por un
precipicio. Según Michael Murphy, el trágico episodio de su suicidio se
enmarca dentro de un agudo sentimiento revolucionario y religioso, con el
coro cantando una canción popular tradicional a la que se une Halka
perdonando la traición de su señor, en el espíritu del mesianismo redentor
romántico que predicaban los nacionalistas polacos como Juliusz Slowacki
y Adam Mickiewicz. Sin embargo, a pesar de la crítica social a la nobleza y
su apoyo al levantamiento campesino de Galitzia de 1846, la ópera acaba de
manera abrupta con los campesinos forzados a cantar alegremente en la
celebración de los nobles recién casados. Por lo tanto, a la gran tragedia
Moniuszko añade tanto la celebración del campesinado como verdadero
representante de la nación como un nacionalismo mesiánico que lo
envuelve todo 52 . La popularidad de Halka se debió menos a su trama
melodramática que a sus muchas danzas polacas: polonesas para la nobleza
y mazurcas para el campesinado, sobre todo de la región de Mazur. Fueron
estas las que dieron expresión al «espíritu nacional» de Polonia y, como los
carteles publicitarios sugerían, las responsables de su gran popularidad.
En la década de 1860 varias óperas revelan un pronunciado nacionalismo
cultural, y los monarcas y la nobleza desaparecen de ellas por completo.
Ahora únicamente «el pueblo» ocupa la escena, y se despolitiza el
argumento, por lo menos en apariencia. Encontramos una clara alabanza del
campesinado checo en la siempre popular ópera cómica de Bedrich
Smetana Prodaná nevěsta (La novia vendida, 1866-1870), con libreto de
Karel Sabina, prominente figura del movimiento nacionalista checo. La
ópera se desarrolla en una comunidad campesina autónoma e igualitaria,
retratada de manera realista en sus aspectos ideales y terrenales (no presume
de ningún aristócrata, a diferencia de Las bodas de Fígaro, a la que
Smetana tomó como modelo). Lo que hizo a esta ópera tan popular fue la
inclusión de conocidas danzas tradicionales, así como la presencia de trajes
nacionales y el retrato de la vida cotidiana campesina, un asunto
fundamental para los nacionalistas culturales de todo el mundo, cuya
búsqueda de la «autenticidad» quedaba ejemplarizada en el propósito y el
contenido de La novia vendida 53 . El hecho de que Smetana no aludiese a
ninguna melodía tradicional y que sus fuentes fuesen bailes procedentes de
las ciudades más que del campo no impidió que La novia vendida definiese
el sonido de lo «checo» en la música 54 .
Los maestros cantores de Núremberg (1867), de Wagner, fue concebida y
escrita en vísperas de la unificación política de Alemania; sin embargo, e
irónicamente, su mensaje se refiere a la grandeza alemana a través de la
cultura. El retraso de la unificación alemana en comparación con su
modernidad industrial, comercial y administrativa supuso que desde
principios del siglo XIX el nacionalismo alemán siempre estuviera marcado
por un fuerte sesgo cultural, y Los maestros cantores representa el culmen
de esta tendencia. Sin embargo, en este caso la tradición cuenta poco,
incluso en la música. El escenario, la Núremberg del siglo XVI , es urbano,
no rural, y «el pueblo» es la burguesía urbana, no el campesinado, unida por
los gremios comerciales, no por el cultivo de la tierra. Wagner escogió una
imagen idealizada y nostálgica de Núremberg como una comunidad
Volksgemeinschaft, tal y como promovían los románticos, que veían en esta
ciudad el ancestral emplazamiento de la grandeza y la libertad alemanas, un
lugar situado en el centro geográfico de Alemania y conocido por la gloria
de sus artistas y artesanos. En consecuencia, no se define al «pueblo» a
través de la monarquía ni de la ciudadanía republicana, sino de los valores y
la cultura. En palabras del historiador alemán Friedrich Meinecke, Wagner
imagina Alemania como una Kulturnation idealizada que, como en la
realidad, está a punto de convertirse en una Staatsnation . La ópera no alude
a la actividad comercial de la ciudad, y las autoridades civiles apenas hacen
acto de presencia. Por otra parte, la cultura alemana queda vinculada a la
religión. Tal y como dice el zapatero-poeta Hans Sachs en su último
discurso a la gente de Núremberg: «¡Aunque se esfumase en el humo / el
Sacro Imperio Romano Germánico, / siempre existirá floreciente / el Sacro
Arte Alemán!». En este punto la cultura sustituye al monarca como
representación de la nación y adquiere un aura religiosa 55 .
El coro es esencial para transmitir este mensaje. El primer acto da
comienzo con un canto que imita a una coral luterana en la Iglesia de Santa
Caterina, y la ópera termina con una manifestación coral en el «prado del
festival» a las afueras de la ciudad al final del concurso de canto. De hecho,
la escena final recuerda inconfundiblemente la cultura historicista de
festivales de la Alemania decimonónica, un movimiento de masas que,
como dice Arthur Gross, «se aproximó a la liturgia de una religión secular».
Derivado del festival de Wartburg de 1817 y del festival de Hambach de
1832, el movimiento Volkfest se extendió por las sociedades y clubes
alemanes, que realizaban procesiones ataviados de época y portando
banderas que representaban los oficios artesanos hacia lugares sagrados o
de importancia nacional, donde solían escuchar discursos o sermones y
cantar himnos. Estas reuniones multitudinarias fueron adquiriendo un
carácter cada vez más nacional. La misma Núremberg celebró uno de estos
festivales en 1861, transformando la ciudad en un escenario histórico, y
miles de hombres alemanes de 260 clubes musicales se congregaron para
desfilar, reunirse y cantar. Estas actividades eran muy anacrónicas respecto
al Núremberg del siglo XVI , pero a Wagner le servían de modelo para
celebrar la cultura alemana a través de las voces del pueblo. Hans Sachs
defiende la sensatez musical de la gente corriente frente a unos maestros
cantores escépticos, y al final de la ópera el pueblo y los maestros cantores
cantan al unísono, al tiempo que las artes gremiales son identificadas con la
cultura nacional. De modo que Los cantores da preeminencia tanto «al
pueblo» como al mismísimo proceso de movilización vernácula 56 .
La definición de la nación a través de la cultura del pueblo queda
reforzada cuando está a punto de terminar la fase final del festival en el
prado a través de las advertencias de Hans Sachs acerca de las amenazas
externas que se ciernen sobre la cultura alemana. Exhorta a sus
compatriotas a «honrar a los maestros alemanes» del gremio de maestros
cantores, pues
si modos de sureña trivialidad
(se) plantasen en la tierra alemana,
nunca nadie sabría lo que es más alemán y auténtico
si no sobreviviese en el honor de los maestros alemanes.
Esto es, de manera literal, una profecía de la separación entre los
gobernantes y el pueblo que seguiría a la imposición del absolutismo en una
Alemania fragmentada tras la Guerra de los Treinta Años y del desarrollo
en sus diversas cortes de una cultura afrancesada. Sin embargo, las
generaciones posteriores, en consonancia con los escritos chovinistas de
Wagner en la década de 1860, entendieron que se refería a la amenaza de la
corrosiva influencia judía y francesa. Aunque más adelante este fragmento
ganara notoriedad en la historia posterior de Alemania, el tema de la
infiltración foránea era un aspecto habitual y que incluso se consideraba
lógico en la ópera nacional de la época: sirva de ejemplo Los
brandemburgueses en Bohemia (1862-1863), de Smetana.

La música tradicional y la nación

Mientras la Revolución francesa impulsaba y hacía realidad el ideal de la


comunidad nacional y ciudadana, con la música como fuerza movilizadora
autóctona, un nuevo movimiento intelectual miraba hacia la cultura y las
artes con el objetivo de poder definir a la mismísima comunidad nacional, y
llegaba a sugerir que casi se podía «sentir» la nación a través de las
experiencias estéticas de la visión, la lectura y la escucha. Los temas y el
estilo de una obra de arte debían mostrar la particular herencia de la nación,
apelando —supuestamente— a los más profundos instintos de los
connacionales o despertándolos cuando estos se encontraran adormecidos.
Este punto de vista iba en paralelo con el interés por el folclore, la mitología
y la historia local y nacional de las artes, y en última instancia suponía un
alejamiento del universalismo ilustrado y, de manera más general, del
tradicional mecenazgo nobiliario. En la música, se hizo especial hincapié en
la llamada «música tradicional», en particular en la «canción tradicional», y
en su incorporación a la música culta compuesta por profesionales. Las
estrategias adoptadas por los compositores para conseguirlo a menudo
fueron pragmáticas, y la autenticidad de sus fuentes, bastante cuestionable,
pero no hay duda de su eficacia ni del profundo impacto causado: la
definición cultural de la nación a través de la música ha dejado un legado
internacional e influye incluso hoy en día en la reacción del público, los
programas de concierto, la grabación de CD, la crítica musical y los libros.
El siglo XVIII fue testigo del creciente interés de los intelectuales y el
público europeo por las músicas étnicas, que se inició alrededor de 1720
con la publicación y promoción de canciones y baladas escocesas en
antologías y en escenarios ingleses. Los escoceses de las tierras bajas
iniciaron este proceso como una manera de autodefinirse culturalmente
dentro de la Unión con Inglaterra; esta música les atraía a ellos y a los
ingleses como una forma de primitivismo benigno, mientras que los
pobladores de las tierras altas quedaban retratados como salvajes y toscos a
la vez que inocentes y pintorescos. El poeta Allan Ramsay abanderó la
publicación de las «canciones escocesas» y urgió a los músicos escoceses a
«apropiárselas» y «refinarlas» con sus obras, uniendo así la música de las
tierras altas y de las tierras bajas en una única música nacional. Esto se
consiguió en gran parte con el «estilo escocés de salón», en el que las
melodías eran armonizadas, se les añadían características del estilo
«galante» a la moda en toda Europa y se publicaban para el mercado de
clase media escocés y londinense 57 . El culto en Alemania a Osián
contribuyó a dar a estas piezas el atractivo de una pasada época heroica. La
demanda de arreglos de canciones escocesas para músicos principiantes fue
satisfecha por compositores como Haydn, Kozeluch y Pleyel y, más tarde,
por Beethoven, Weber y Hummel.
El concepto de «música tradicional» fue divulgado por primera vez por
estudiosos —que no músicos— de la generación de 1760 y 1770, y
enseguida fue objeto de investigaciones. En aquel momento, los círculos
intelectuales europeos, guiados por Herder y los románticos alemanes,
mostraban un creciente interés por la música «del pueblo» de cualquier
región o etnia —sus baladas, danzas, músicas e instrumentos—, como si los
estudiosos la hubiesen «redescubierto» en sus rústicos lugares de «origen».
Ya en la década de 1750 Jean-Jacques Rousseau había llamado la atención
sobre la influencia de los diferentes patrones lingüísticos en las variantes
musicales nacionales. En su Dictionnaire de la Musique (publicado en
inglés en 1779) destacaba los repertorios musicales italiano, francés y
alemán y afirmaba que el lenguaje, más que ningún otro factor, determinaba
formas sonoras específicas y patrones melódicos y que estos, en gran
medida, habían devenido nacionales. Sin embargo, fue Johann Gottfried
Herder quien no solo acuñó el término «canción popular» (Volkslied) para
referirse a las canciones de la población rural en Von deutscher Art und
Kunst (1778), sino que también destacó el papel fundamental que
desempeñaban la música, el baile y, sobre todo, las canciones en la
especificidad y la diversidad cultural nacionales. En sus antologías Stimmen
der Völker in Liedern (1778) y Volkslieder (1778-1779) afirmaba que «las
voces del pueblo» de diversas naciones podían ser escuchadas en sus
canciones, además de en la poesía y las danzas. A pesar de que se centró
específicamente en los textos de las canciones, la mayoría publicadas sin
melodía, destacó la etnia o nación de origen de estas (incluidas las de
Irlanda y Estonia, que aún no eran independientes). Como ilustrado,
pensaba que las canciones poseían tanto una cualidad universal, ya que
podían representar toda la cultura humana, como una dimensión privativa,
ya que también podían dar voz a culturas diferenciadas en sus formas más
específicas, entre las cuales la nacional era la forma más común, y la
otorgada por Dios 58 . Herder no fue el único que puso nombre a este
fenómeno musical; en otros países se utilizaban términos como canzoni
populari y canzoni tradizionali; narodnaya pesnya; national song y
popular song . Estos términos reflejan una creciente conciencia respecto a
la música de las sociedades campesinas tradicionales, arraigada en el
trabajo y las costumbres cotidianas; una mirada antropológica a las
sociedades premodernas, incluidas las ideas sobre el primitivismo de
Rousseau, el auge del turismo en busca de lo exótico y la acogida de la
poseía de James Macpherson, que él atribuía a un antiguo bardo gaélico
llamado «Osián» 59 . De hecho, Von deustcher Art und Kunst, de Herder, es
en realidad un ensayo sobre los escritos de Macpherson.
El siglo XIX fue testigo de la difusión, la sistematización y, sobre todo, la
nacionalización del estudio de la música tradicional. Al comienzo, «música
tradicional» era casi sinónimo de música escocesa. La primera colección de
canciones tradicionales (1774; rápidamente retirada de circulación) de
Herder únicamente incluía material alemán y británico, y daba gran
importancia a las canciones escocesas en su análisis de la música tradicional
60 . Sin embargo, las colecciones posteriores (1778, 1779) de Herder

contemplaban muchas más tradiciones europeas, incluyendo Francia,


España, Italia, Escandinavia, los países bálticos e incluso Laponia,
Groenlandia y Perú. De nuevo, los siguientes pasos se dieron en Alemania,
con la antología en dos partes de Clemens Brentano y Achim von Arnim,
Des Knaben Wünderhorn (1806, 1808), que hacía hincapié en la lengua
alemana y que fue reeditada y adaptada a lo largo de todo el siglo,
obteniendo así una mayor repercusión nacional. Le siguieron Deutsche Lied
für Jung und Alt (1818), editado por Bernhard Klein y Karl August Groos,
cuyos textos eran predominantemente de los mayores poetas alemanes,
como Goethe, Friedrich Schlegel y Ludwig Uhland, escritos al estilo de
canciones tradicionales, pero esta vez con música añadida, y la emblemática
publicación Deutscher Liederhort (1893-1894), de Ludwig Erk y Franz
Magnus Böhme, que incluía 2.175 canciones. Gracias sobre todo al ejemplo
y a las ideas provenientes de Alemania, el estudio, la publicación y la
estética de la música tradicional se extendieron por Europa, primero por los
países celtas, Escandinavia y las regiones eslavas —las ideas de Herder
fueron especialmente influyentes en el este de Europa— y más adelante, a
finales del siglo XIX , también por Italia, Francia e Inglaterra. En Rusia se
habían publicado canciones tradicionales desde la década de 1770, pero la
famosa colección de Nikolai Lvov (1790) fue una respuesta a Herder. Los
ejemplos de investigación sobre música tradicional y folclore incluyen los
de Ludvig Matthias Lindeman (1840) en el caso de Noruega; Oskar
Kolberg (1857-1890) en Polonia; Karel Jaromír Erben para el caso checo
(1842-1845), y Julien Tiersot (1889) en Francia. Un policía de Chicago,
Francis O’Neill, recopiló más de 2.500 melodías irlandesas, que publicó en
nueve volúmenes a principios del siglo XX ; como consecuencia de la
diáspora irlandesa, contribuyó a unificar las diferentes tradiciones musicales
locales. En el otro lado de Europa, Shaul Ginsburg y Pesach Marek
publicaron una antología integral de 367 canciones tradicionales judías bajo
el título de Canciones tradicionales judías de Rusia (1901), tanto en yidis
como en otras lenguas. Esta labor fue apoyada por la Sociedad de San
Petersburgo para la Canción Tradicional Judía y ponía en evidencia la clara
motivación ideológica de los editores, que siguieron el modelo del
Deutscher Liederhort de Erk y Böhme con la idea de rescatar para el pueblo
judío una parte esencial de su historia 61 .
Desde el comienzo, el interés por la música tradicional estaba vinculado
a una crítica implícita a las sociedades modernas europeas que sufrían la
industrialización y la racionalización burocrática. La idea de que los
diferentes pueblos expresaban sus diferencias a través de la cultura y de que
la música era un aspecto vital del culto a lo autentico se fue extendiendo por
la Europa del siglo XIX , en la que los diversos significados del término
«pueblo» se vieron reducidos a una ecuación que incluía al campesinado en
su entorno rural original. Era aquí donde los seguidores de Herder
esperaban encontrar a la auténtica nación con su verdadera y genuina
cultura, en los dialectos, bailes, baladas y música de campesinos
supuestamente incorruptos, incluso si, como la mayoría de los artesanos,
permanecían al margen del espacio generado por los vínculos entre
ciudadanos. La música tradicional se convirtió en un medio por el que una
clase media recientemente incorporada a la ciudad podía, y en algunos
casos lograba, reconectar con lo que consideraban su verdadera etnicidad y
su distante pasado rural. Al mismo tiempo, los preceptores nacionales
diferenciaban la música tradicional de otras músicas populares,
especialmente de las canciones populares urbanas, que les parecían
impuras, cursis o comerciales. Coleccionistas como Arnim y Brentano no
pretendían únicamente reunir un catálogo de costumbres que se
desvanecían, sino, tal y como ellos lo entendían, educar y mejorar el gusto
de las clases bajas urbanas, que habían olvidado sus raíces campesinas. A
comienzos del siglo XX , la estética de la música tradicional se alejó de la
ideología ciudadana inicial para servir en su lugar a varios movimientos de
regeneración nacional que surgían en aquellos momentos. Estos
movimientos, haciéndose eco del conservadurismo völkisch enunciado por
primera vez en la Alemania decimonónica por Fichte y otros, proponían un
modelo de comunidad orgánica opuesto a la sociedad moderna, urbana y
«cosmopolita» y pretendían revertir el proceso de mestizaje cultural e
incluso racial para devolver a la nación a su verdadera «naturaleza».

La incorporación de la música tradicional

Como se demostrará en el capítulo 2, el siglo XVIII fue testigo de un


creciente interés por los modismos étnicos en la música, en particular por
las canciones escocesas, los efectos de «color local» para los escenarios
musicales, sobre todo en las obras teatrales, y la aparición de un estilo
«pretendidamente popular» en las canciones alemanas para la interpretación
doméstica. Pero ninguna de estas formas musicales era presentada o
percibida como «música nacional» tal y como entendemos el término hoy
en día —despertar en el público ideas positivas respecto a la nación y los
sentimientos nacionales—. La nacionalización de los modismos musicales y
de los estilos populares tuvo lugar, conceptualmente, a finales del siglo XVIII
y, más tarde, en el siglo XIX , en la práctica, al ser adoptados por los
programas e ideologías nacionalistas y combinados con otros potentes
recursos culturales, tales como las ideas de tierra natal y de historia y
mitología nacionales. Este sólido entorno intelectual supuso una elevación
de la calidad y las aspiraciones de las composiciones basadas en lo popular.
Los grandes compositores que tomaron esta senda fueron Weber, Chopin y
Glinka en las décadas de 1820 y 1830; más tarde, a finales del siglo XIX , les
siguieron Liszt, Smetana, Balakirev, Borodin, Mussorgski, Rimski-
Korsakov, Grieg, D’Indy, Dvorak y otros, y Albéniz, Vaughan Williams y
otros a principios del siglo XX . Algunos compositores coleccionaron y
publicaron música tradicional para más tarde incorporarla a su propia
música, destacando Balakirev, Janáček, Vaughan Williams, Holst, Bartók y
Kodály. Hasta cierto punto, podemos detectar una creciente precisión en la
reproducción, que es reflejo de la profesionalización en el estudio de la
música tradicional. Mussorgski y Janáček estaban interesados en la relación
entre los ritmos del habla y la música tradicional, y en sus trabajos esta
influencia iba en paralelo a una estética integradora de estilos compositivos
realistas y duros que se erguían frente a la superficial ornamentación
burguesa. Pero todo ello no siempre derivó en música nacional: una mayor
exactitud etnográfica no supone en sí misma más nacionalismo en la música
clásica. Hacia 1900 y 1910 algunas composiciones influidas por la música
tradicional ya no eran lo que consideramos música estrictamente nacional,
sino un modernismo con un barniz étnico preocupado por problemas de
comunicación, individualidad artística y renovación del lenguaje musical a
través de principios estructurales alternativos.
Un buen ejemplo de la incorporación de la música tradicional se
encuentra en cuatro de los compositores rusos del llamado moguchaya
kuchka («El gran puñado» o «Grupo de los cinco»): Mily Balakirev,
Alexander Borodin, Nikolai Rimski-Korsakov y Modest Mussorgski. En
estos casos, esta incorporación se combina con un programa explícitamente
nacionalista, y en ocasiones también con una investigación etnográfica
original. El kuchka se formó durante un periodo de liberalización en Rusia
durante el reinado de Alejando II y se vio estimulado por el desacuerdo con
Anton Rubinstein y sus organizaciones: la Sociedad Musical Rusa y el
Conservatorio de San Petersburgo (fundado en 1862). El proyecto de
Rubinstein era internacional, tenía un carácter profesional, con personal
traído del extranjero, y su objetivo era importar la cultura musical y técnica
de Alemania a Rusia, donde, desde su punto de vista, la composición estaba
en manos de diletantes. Los miembros del kuchka eran autodidactas, y todos
trabajaron en algún momento fuera del ámbito musical. Además del
resentimiento con la nueva entidad musical creada por Rubinstein, les unían
las ideas nacionalistas de su mentor, el crítico Vladimir Stasov (que dio
nombre al grupo), y Balakirev, el líder intelectual de los compositores, que
promovía y supervisaba algunas de las composiciones del resto. Los kuchka
eran musicalmente progresistas, se oponían al academicismo y defendían la
música programática, el brillante color orquestal, los contrastes fuertes y un
estilo pseudooriental derivado de la ópera Ruslan y Ludmila, de Glinka. No
coincidían respecto al uso de las canciones tradicionales: Stasov y el quinto
compositor del grupo, César Cui, pensaban que no pasaban la prueba del
realismo. Sin embargo, Balakirev realizó un viaje por el Volga en el verano
de 1860 para recoger canciones tradicionales, cuyo resultado fue un
volumen de cuarenta arreglos (1866). Prestó atención a la música
tradicional del Cáucaso, desarrolló un nuevo sistema armónico basado en la
modalidad de las baladas tradicionales rusas y abogó por el uso de
canciones tradicionales en las composiciones orquestales, junto a principios
estructurales alternativos a los desplegados por la música sinfónica
convencional —principalmente alemana—. En este sentido, consiguió crear
una escuela de composición orquestal (de la que se hablará en el capítulo
2). Al mismo tiempo, Mussorgski y Rimski-Korsakov hicieron uso en sus
óperas de las canciones tradicionales con amplias funciones dramáticas. En
la década de 1870 el kuchka ya se había disuelto como grupo coherente —
Rimski-Korsakov se sumó como profesor al Conservatorio de San
Petersburgo, Balakirev sufrió una crisis nerviosa, Mussorgski se unió a
grupos reaccionarios y Cui tenía más éxito como crítico que como
compositor—, pero el estilo de todos ellos y su manera de estilizar las
canciones tradicionales se convirtieron en un referente para compositores
rusos posteriores que querían evocar la nacionalidad.
En Inglaterra, el renacimiento de las canciones tradicionales empezó a
finales de la década de 1880 —más tarde que en la mayoría de Europa—, y
desde el comienzo estuvo fuertemente imbuido de antiurbanismo y
antiindustrialismo. Se convirtió en foco de interés para las clases medias
descontentas con el utilitarismo victoriano y las consecuencias culturales de
su política económica. En su discurso inaugural de la recién creada
Folksong Society en 1898, el compositor Hubert Parry, generalmente
considerado el líder de la profesión musical en Inglaterra, recomendó a los
compositores ingleses estudiar las canciones tradicionales, ya que «este
estilo es en definitiva nacional» y podía ser una alternativa saludable «a la
sórdida vulgaridad de los habitantes de nuestras ciudades» 62 . A medida
que la creciente urbanización atraía cada vez a más trabajadores rurales a
las ciudades en expansión, las tradiciones populares iban desapareciendo en
Inglaterra, y la principal preocupación de estos revitalizadores nacionales
de lo tradicional era salvar todo el patrimonio que pudiesen. Al mismo
tiempo, la vida musical inglesa, incluida la composición profesional, estaba
viviendo un «renacimiento», como decían sus defensores, profesionales
cultivados pertenecientes a las clases medias y a las familias radicales de la
«aristocracia intelectual» inglesa 63 . Intentaban revitalizar las grandes
tradiciones musicales inglesas de los periodos Tudor y jacobita, así como
aprovechar las posibilidades de las canciones tradicionales y contrarrestar lo
que consideraban una larga tendencia de los ingleses a importar música de
fuera en lugar de crear la suya propia.
Las preocupaciones de ambos movimientos se cruzan en la figura de
Ralph Vaughan Williams, el compositor inglés más exitoso de esa
generación después de Elgar, que se dedicó a recoger, arreglar y editar
canciones tradicionales, a publicitarlas y dar conferencias sobre ellas. En
este campo se le unieron sus amigos y colegas compositores Gustav Holst y
George Butterworth. El interés de Vaughan Williams no era únicamente
etnográfico, sino también cultural y filantrópico, una actitud propia de un
caballero ocioso de familia de tradición radical y con un fuerte sentido
ético. Su proyecto musical fue un claro ejemplo de la movilización de lo
autóctono, ya que quería crear una cultura musical desde la base,
familiarizando a la gente corriente con la música tradicional inglesa y
uniendo la composición profesional con la música sencilla hecha por
aficionados, en la creencia de que el arte debe surgir de la comunidad.
Vaughan Williams incluyó las melodías de canciones tradicionales en su
edición del English Hymnal (1906), un intento de reformar desde abajo la
música de la Iglesia Anglicana. Él y Holst eran socialistas declarados, pero
de la variante de clase media representada por William Morris y la Sociedad
Fabiana 64 . Vaughan Williams decía que las canciones tradicionales eran
«la sangre espiritual del pueblo» 65 . De entre su música instrumental
original, la Norfolk Rhapsody n.° 1 (1906), la Fantasia on English Folk
Song (1910) y Five Variants on Dives and Lazarus (1939) se basan en las
canciones tradicionales que fue reuniendo. Las óperas Hugh the Drover
(1911-1914; estrenada en 1924) y Sir John in Love (1924-1929) se inspiran
en canciones tradicionales. Sin embargo, en contraste con su reputación de
«compositor popular», las alusiones directas a canciones tradicionales son
relativamente poco frecuentes en las composiciones artísticamente
ambiciosas de Vaughan Williams. En sus primeros años buscaba una
identidad propia como compositor, y la encontró al impregnar su estilo con
algunos de los ritmos y formas de las canciones tradicionales inglesas, a lo
que unió otras influencias, como Debussy y Ravel, junto a su interés por los
paisajes, la música del periodo Tudor y la literatura y la religión visionarias
de la tradición radical inglesa. En los años veinte su música exploró temas
como la religión (Sancta Civitas, 1925; The Pilgrim’s Progress, 1921-
1951), la sexualidad (Flos Campi, 1925), la mortalidad (Riders to the Sea,
1936) y la vida moderna y la música (Sinfonías n.° 4 y n.° 6, 1934, 1947,
Concierto para piano, 1931). Volvió a las canciones tradicionales y al
imaginario paisajístico solo por necesidad durante e inmediatamente
después de la Segunda Guerra Mundial, escribiendo partituras para
películas propagandísticas del gobierno y una, The People’s Land (1943),
para el recién creado National Trust. El interés de Vaughan Williams por las
canciones tradicionales formaba parte de una fuerte síntesis artística que se
hacía eco de la redefinición antiindustrial y comunitaria de la nacionalidad
inglesa a partir de 1880, en la era de la contracción industrial, la
competencia económica alemana y estadounidense y el desafío al imperio
de ultramar.
El primer compositor de envergadura que siguió una carrera paralela
como etnomusicólogo profesional fue Bela Bartók, quien a partir de 1905
recogió material en Hungría junto a su colega Zoltán Kodály, que preparaba
un doctorado sobre la música tradicional húngara. Más adelante Bartók
amplió sus miras, primero hacia otros grupos étnicos dentro de la esfera
política húngara, en las actuales Eslovaquia y Rumanía, más tarde hacia el
norte de África y por último hacia Turquía. Desarrolló su propio método de
etnomusicología comparada, que explicó en sus ensayos y posteriormente
en su libro La música tradicional húngara y de los pueblos vecinos (1934).
Las primeras composiciones originales de Bartók, como el poema sinfónico
Kossuth (1903), se enmarcan dentro de un estilo compositivo tradicional
húngaro derivado de Liszt y Brahms, muy dependiente de los modismos de
los verbunkos, que se asociaban con las actuaciones de los gitanos
húngaros. Esta música gitana se vio favorecida por la nobleza y la alta
burguesía de Budapest, y Liszt y sus Rapsodias húngaras la hicieron
internacionalmente popular como estilo nacional húngaro. El ímpetu inicial
de Bartók por el estudio de la canción tradicional supuso el reconocimiento
de que la auténtica canción tradicional húngara tal y como él la entendía —
la música de los campesinos— era algo bastante diferente. Asumió el
cometido de salvaguardar la poco conocida y sin embargo verdadera música
húngara frente a la invasión de la falsa, y en un primer momento tuvo la
esperanza de poder crear sobre estas bases un nuevo estilo de composición
nacional. Sin embargo, al poco tiempo comenzó a combinar diferentes
influencias étnicas y las usó para alterar su lenguaje musical de manera
esencial, lo que hizo que su estilo se adhiriese al de un grupo internacional
de compositores modernistas que incluía a Stravinski, Scriabin y
Schönberg. Bartók era un patriota húngaro que quería llamar la atención
sobre la música tradicional magiar, pero también ayudó a promocionar otras
músicas étnicas, reconoció el intercambio entre ellas y, en sus trabajos de
las décadas de 1910 y 1920, desarrolló un estimulante lenguaje modernista
dirigido a entendidos en el que no había rastro de la música nacional
decimonónica y que difícilmente movilizaría a los ciudadanos en favor de la
causa nacional. Sin embargo, a finales de los años treinta Bartók volvió a
utilizar en su lenguaje el estilo de los verbunkos en obras como Contrasts ,
el Cuarteto n.° 6 y el Concierto para violín 66 . Por lo general sus trabajos
reflejan la noción de una Hungría imperial multiétnica que dejó de existir
tras la Gran Guerra.
La práctica de incorporar música tradicional a composiciones de música
clásica no estaba ligada a una única postura política, y podía servir a
concepciones de la nación monárquicas, republicanas u organicistas. En el
caso de comunidades relativamente pequeñas que luchaban por su
independencia, como por ejemplo los territorios checos, Finlandia y
Noruega, la definición cultural de la nación a través de la música y los
característicos acentos y temas nacionales contribuyeron a configurar un
modelo de nación basado en la ciudadanía. Por ejemplo, Smetana se sentía
identificado con el partido de los «jóvenes checos», al tiempo que en la
década de 1890 Sibelius estaba asociado a la «Joven Finlandia». La música
sirvió al modelo de movilización autóctona y a la educación nacional de
futuros ciudadanos libres. En los estados-nación bien desarrollados la
situación era a veces bastante diferente. En la Rusia posnapoleónica el
nacionalismo era una política estatal, y el movimiento tradicional fue
adaptado e incluso promovido por el estado, como demuestra La vida por el
zar de Glinka. Chaikovski, que se vio muy favorecido por el mecenazgo
imperial, nunca utilizó tanto la música tradicional como en su ópera Vakula
el herrero (1874), que fue un encargo de la corte y que reflejaba la
propaganda estatal contra el separatismo ucraniano. La feria de Soróchinets
(1874-1881) de Mussorgski, incluida dentro del mismo estilo aprobado
oficialmente de la «opereta cómica rusa», utilizó más que nunca auténticas
canciones tradicionales; sin embargo, refleja la cercanía del compositor con
aristócratas reaccionarios, como el experto en canciones tradicionales Tertiy
Ivanovich Filippov 67 . Incluso Balakirev cambió el programa
revolucionario que reflejaba el ambiente político de comienzos de la década
de 1860 y que acompañaba a su segunda Obertura sobre temas rusos ,
basada en temas tradicionales, por uno antiliberal y eslavófilo que celebraba
la historia de Rusia, demostrando que la misma pieza musical podía
promover programas tanto progresistas como reaccionarios 68 . En Francia,
las composiciones influidas por las canciones tradicionales eran alentadas
por la Schola Cantorum, una institución creada en 1894 en oposición a los
conservatorios estatales que reflejaba los objetivos regeneracionistas de su
creador, el compositor Vicent d’Indy, un feroz y elocuente enemigo del
liberalismo de la Tercera República. (La Sinfonía sobre un aire montañés
francés de D’Indy y su entorno cultural se abordan en el capítulo 2.) El
alumno de D’Indy Joseph Canteloube, que dedicó su vida a coleccionar y
arreglar canciones tradicionales francesas, era miembro del movimiento
contrarrevolucionario monárquico Action française y se posicionó a favor
del gobierno de Vichy. Las observaciones de Hubert Parry —un darwinista
social comprometido que creía en la superioridad racial germánica— ante la
Sociedad Inglesa para la Canción Tradicional (citadas anteriormente)
muestran sus miedos por la degeneración urbana. Los escritos musicales de
Bartók están llenos de referencias a la raza, la degeneración y la
contaminación cultural. Temía la influencia de judíos y gitanos en la vida
cultural húngara, y quería revertir el cosmopolitismo del Imperio
Austrohúngaro con el objetivo de preservar la música étnica rural, ya que
aquellos músicos, aunque también híbridos, eran híbridos campesinos
aceptables 69 . El compositor, pianista y coleccionista de canciones
tradicionales australiano Percy Grainger mantuvo toda su vida la creencia
en la superioridad racial nórdica como si fuese una cuestión de fe: creía que
Australia era la reserva sur de la pureza racial nórdica 70 . Estas ideas aún
apelan al «pueblo», pero lo hacen en referencia tanto a lo biológico y
ancestral como a cualquier ideal republicano de ciudadanía.

25 . Ulrich Im Hof, Mythos Schweiz: Identität, Nation, Geschichte, 1291-1991 (Zúrich: Neue Zürcher
Zeitung, 1991), cap. 1.

26 . Hastings, The Constrution of Nationhood, cap. 2; Leonard Scales, «Identifying “France” and
“Germany”: Medieval Nation-Making in Some Recent Publications», Bulletin of International
Medieval Research 6 (2000), pp. 23-46.

27 . Scales, «Identifying “France” and “Germany”»; Leonard Scales, «Late Medieval Germany: An
Under-Stated Nation?», en Leonard Scales y Oliver Zimmer (eds.), Power and the Nation in
European History (Cambridge: Cambridge University Press, 2005), pp. 166-191; Hirschi, The
Origins of Nationalism; Anders Toftgaard, «Letters and Arms: Literary Language, Power and Nation
in Renaissance Italy and France, 1300-1600», tesis doctoral, Universidad de Copenhague, 2005.

28 . Bohlman, Music, Nationalism, and the Making of the New Europe, pp. 109-117.

29 . Bo Strath, «The Swedish Path to National Identity in the Nineteenth Century», en Oysten
Sorensen (ed.), Nordic Paths to National Identity in the Nineteenth Century (Oslo: Research Council
of Norway, 1994), pp. 55-63.

30 . Anthony D. Smith, The Cultural Foundations of Nations: Hierarchy, Covenant, and Republic
(Oxford: Blackwell, 2008), caps. 4 y 5.

31 . Véase Hastings, The Construction of Nationhood, cap. 8; Anthony D. Smith, Chosen Peoples:
Sacred Sources of National Identity (Oxford: Oxford University Press, 2003), caps. 3 y 5.

32 . Max Weber, From Max Weber: Essays in Sociology, ed. de H. Gerth y W. Mills (Londres:
Routledge & Kegan Paul, 1948), cap. 9.

33 . Véase Leerssen, National Thought in Europe, pp. 186-203; Anthony D. Smith, «National
Identity and Vernacular Mobilisation in Europe», Nations and Nationalism 17/2 (2011), pp. 223-256.

34 . T. C. W. Blanning, The Triumph of Music: Composers, Musicians and Their Audiences, 1700 to
the Present (Londres: Penguin, 2008), pp. 241-245.

35 . Linda Colley, Britons: Forging the Nation, 1707-1837 (New Haven: Yale University Press,
1992), pp. 31-33; respecto a la contribución de las artes visuales, véase también Johan Bonehill y
Geoff Quilley (eds.), Conflicting Visions: War and Visual Culture in Britain and France, c. 1700-
1830 (Aldershot: Ashgate, 2005).

36 . Blanning, The Triumph of Music, pp. 246-247.


37 . Blanning, The Triumph of Music, pp. 248-260; Michael Vovelle, «La Marseillaise: War or
Peace», en Lawrence D. Kritzman (ed.), Realms of Memory: The Construction of the French Past
under the Direction of Pierre Nora, trad. de Arthur Goldhammer, vol. 3, Symbols (Nueva York y
Chichester: Columbia University Press, 1998), pp. 29-74; véase también Simon Schama, Citizens: A
Chronicle of the French Revolution (Nueva York y Londres: Knopf y Penguin, 1989), pp. 597-599.

38 . Emmet Kennedy, A Cultural History of the French Revolution (New Haven y Londres: Yale
University Press, 1989), pp. 116-118, Robert Rosenblum, Transformation in Late Eighteenth Century
Art (Princeton: Princeton University Press, 1967), cap. 2.

39 . Kennedy, A Cultural History of the French Revolution, pp. 119-121.

40 . David Charlton, «Introduction: Exploring the Revolution», en Malcolm Boyd (ed.), Music and
the French Revolution (Cambridge: Cambridge University Press, 1992), pp. 1-11; Robert Herbert,
David, Voltaire, «Brutus» and the French Revolution: An Essay in Art and Politics (Londres: Allen
Lane, 1972); Jean-Louis Jam, «Marie-Joseph Chénier and François-Joseph Gossec: Two Artists in
the Service of Revolutionary Propaganda», en Boyd (ed.), Music and the French Revolution, pp. 221-
235; Kennedy, A Cultural History of the French Revolution, pp. 239-241, 337, 343.

41 . Aviel Roshwald, The Endurance of Nationalism: Ancient Roots and Modern Dilemmas
(Cambridge: Cambridge University Press, 2006), cap. 4; M. Elisabeth C. Bartlet, «The New
Repertory of the Opera During the Reign of Terror: Revolutionary Rethoric and Operatic
Consequences», en Boyd (ed.), Music and the French Revolution, pp. 107-156.

42 . George I. Mosse, The Nationalism of the Masses: Political Symbolism and Mass Movements in
Germany from Napoleonic Wars through the Third Reich (Ithaca y Londres: Cornell University Press,
1975), pp. 77-79, 83-85.

43 . Beate Angelika Kraus, «Beethoven and the Revolution: The View of the French Musical Press»,
en Boyd (ed.), Music and the French Revolution, pp. 300-314.

44 . Applegate, Bach in Berlin; Celia Applegate y Pamela M. Potter, «Germans as the “People of
Music”: Genealogy of and Identity», en Applegate y Potter (eds.), Music and German National
Identity, pp. 1-35.

45 . R. Larry Todd, «On Mendelsohn’s Sacred Music, Real and Imaginary», en Peter Mercer-Taylor
(ed.), The Cambridge Companion to Mendelssohn (Cambridge: Cambridge University Press, 2004),
pp. 167-188; véase también Mark Evan Bonds, After Beethoven: Imperatives of Originality in the
Symphony (Cambridge, Mass.: Harvard University Press, 1996), cap. 3; Ryan Minor, Choral
Fantasies: Music, Festivity, and Nationhood in Nineteenth Century Germany (Cambridge:
Cambridge University Press, 2012), cap. 2; y más adelante, en el capítulo 6.

46 . Eichner, History in Mighty Sounds, p. 163; Bohlman, Music, Nationalism, and the Making of the
New Europe, pp. 35-37; Leerssen, National Thought in Europe, pp. 148-149.

47 . * Las part-songs son una forma de música coral secular a dos o más voces. [N. del T.]

48 . John Daverio, «Einheit-Freiheit-Vaterland: Intimations of Utopia in Robert Schumann’s Late


Choral Music», en Applegate y Potter (eds.), Music and German National Identity, pp. 59-77.
49 . Taruskin, Defining Russia Musically, cap. 2; Frolova-Walker, Russian Music and Nationalism,
pp. 58-61.

50 . Maes, A History of Russian Music, pp. 24-25.

51 . Frolova-Walker, Russian Music and Nationalism, pp. 119-127.

52 . Michael Murphy, «Moniuszko and Musical Nationalism in Poland», en Murphy y White (eds.),
Musical Constructions of Nationalism, pp. 163-180.

53 . Anthony Arblaster, Viva La Libertà! Politics in Opera (Nueva York y Londres: Verso, 1992), pp.
212-213, 215-217.

54 . John Tyrrell, Czech Opera (Cambridge: Cambridge University Press, 1988), pp. 215-217, 226-
232.

55 . Stephen Brockmann, Nuremberg: The Imaginary Capital (Rochester: Camdem House, 2006),
cap. 2, pp. 102-103.

56 . Arthur Groos, «Constructing Nuremberg: Typological and Proleptic Communities in Die


Meistersinger», 19th-Century Music 16/1 (1992), pp. 26-32, Stewart Spencer, «Wagner’s
Nuremberg», Cambridge Opera Journal 4/1 (1992), pp. 31-32; Brockman, The Imaginary Capital,
pp. 52-55; Stephen C. McClatchie, «Performing Germany in Wagner’s Die Meistersinger von
Nürnberg», en Thomas S. Grey (ed.), The Cambridge Companion to Wagner (Cambridge: Cambridge
University Press, 2008), p. 142.

57 . Matthew Gelbart, The Invention of «Folk Music» and «Art Music»: Emerging Categories from
Ossian to Wagner (Cambridge: Cambridge University Press, 2007), pp. 28-31; Graham Johnson,
Berlioz and the Romantic Imagination (Londres: Arts Council, 1969), p. 34.

58 . Bohlman, Music, Nationalism, and the Making of the New Europe, pp. 28-29; F. M. Barnard,
«Culture and Political Development: Herder’s Suggestive Insights», American Political Science
Review 62 (1969), pp. 379-397.

59 . Gelbart, The Invention of «Folk Music» and «Art Music», pp. 106-107.

60 . Ibíd., p. 102.

61 . Bohlman, Music, Nationalism and the Making of the New Europe, pp. 75-82.

62 . Hubert Parry, «Inaugural Adress», Journal of the Folksong Society 1/1 (1989), p. 3.

63 . Noel Annan, «The Intellectual Aristocracy», en J. H. Plumb (ed.), Studies in Social History: A
Tribute to G. M. Trevelyan (Londres: Longman, Green & Co., 1955), pp. 241-287; Julian Onderdonk,
«Ralph Vaughan Williams’ Folksong Collecting English Nationalism and the Rise of Professional
Society» (tesis doctoral, Universidad de Nueva York, 1998), pp. 79-140, y «The Composer and
Society: Family, Politics, Nation», en Alain Frogley y Aidan J. Thomson (eds.), The Cambridge
Companion to Vaughan Williams (Cambridge: Cambridge University Press, 2013), pp. 9-28.
64 . Paul Harrington, «Holst and Vaughan Williams: Radical Pastoral», en Christopher Norris (ed.),
Music and the Politics of Culture (Londres: Lawrence & Wishart, 1989), pp. 106-127.

65 . Ralph Vaughan Williams, National Music and other Essays (Oxford: Oxford University Press,
1987), p. 23.

66 . Schneider, Bartók, Hungary, and the Renewal of Tradition, introducción y p. 263.

67 . Maes, A History of Russian Music, pp. 124-126, 129.

68 . Taruskin, Defining Russia Musically, pp. 145-149.

69 . David Cooper, «Bela Bartók and the Question of Race Purity in Music», en Murphy y White
(eds.), Musical Constructions of Nationalism, pp. 16-32; Katie Trumpener, «Bela Bartók and the Rise
of Comparative Ethnomusicology: Nationalism, Race Purity and the Legacy of the Austro-Hungarian
Empire», en Ronald Radano y Philip V. Bohlman (eds.), Music and the Racial Imagination (Chicago:
University of Chicago Press, 2000), pp. 403-434; Julie Brown, «Bartók, The Gyspsies and Hybridity
in Music», en Georgina Born y David Hesmondhalgh (eds.), Western Music and its Others:
Difference, Representation and Appropriation in Music (Berkeley: University of California Press,
2000), pp. 119-142.

70 . Malcolm Gillies y David Pear, «Percy Grainger and American Nordicism», en Julie Brown (ed.),
Western Music and Race, pp. 115-124.
2 La música tradicional en la música culta

Como hemos visto, los preceptores nacionales del siglo XIX y principios del
XX , habiendo puesto sus esperanzas en dar forma a la comunidad nacional,
dirigieron su atención hacia «el pueblo». Los adeptos al pensamiento de
Herder buscaron la esencia de la nación en la cultura autóctona del pueblo.
El estudio del folclore era vital para su proyecto, y difundieron
ampliamente sus conclusiones para llamar la atención de sus connacionales
respecto a su propia cultura. En concreto, los pensadores nacionalistas
exhortaron a los compositores a construir la música culta de alto nivel sobre
esas bases, con la esperanza de que la idea de nacionalidad fuese
diseminada y tomada en consideración en la cultura de las clases
acomodadas. El interés académico por la música tradicional surgió en
Alemania, para extenderse después por países que carecían de una tradición
profesional larga o culta en cuanto a la composición musical, y más tarde
por aquellos que sí la tenían (Francia e Italia). A partir de entonces surgió
una tradición intelectual que estableció fuertes vínculos entre la música
cotidiana de las poblaciones rurales y la música de la alta cultura europea.
El proyecto de una movilización autóctona se vería apoyado por la creación
de modismos semivernáculos en el ámbito de la tradición de la música
culta.
El programa de la música nacionalista tuvo éxito por cuanto en la
actualidad miles de oyentes de música clásica siguen escuchando el carácter
nacional en aquella música culta basada en fuentes étnicas nativas,
empezando por Chopin y Glinka y continuando con Smetana, Dvořák,
Grieg, los miembros del kuchka y, a comienzos del siglo XX , Vaughan
Williams, Albéniz y Falla. A primera vista podría parecer que la influencia
de la música tradicional es un prerrequisito para la existencia de música
nacional y que la define. Sin embargo, esta impresión es parcialmente
errónea. A pesar del notable solapamiento, no toda la música clásica bebe
de la música vernácula étnica ni, a la inversa, toda la música clásica que
bebe de ella puede ser llamada, según nuestra definición, música nacional.
Der Ring des Nibelungen de Wagner se basa en el folclore no musical —las
fuentes literarias, la mitología y los pseudoantiguos versos aliterativos
Stabreim de Wagner—, pero no en canciones o bailes tradicionales, aunque
sin duda se consideró y se percibió como una contribución a la cultura
nacional alemana. La cantata de Elgar Caractacus y su «estudio sinfónico»
Falstaff no tienen en cuenta a la tradición para nada y, sin embargo, ambas
pretendían, y así se percibió, retratar las características nacionales inglesas
y despertar sentimientos nacionales. Por otra parte, los metódicos estudios
folclóricos de Janáček y Bartók y la absorción de una modalidad, unas
estructuras rítmicas y unas inflexiones melódicas particulares en sus
modismos composicionales no los circunscribieron en ningún caso a la
música nacional en sus trabajos posteriores. Del mismo modo, la
autenticidad de las fuentes utilizadas por un compositor no determina el
carácter nacional de su música. Der Freischütz de Weber marcó el
comienzo de la ópera romántica alemana y fue toda una institución teatral
en la Centroeuropa germanohablante, pero sus melodías
pseudotradicionales, cantadas por campesinos alemanes en un idílico
ambiente rural, eran invenciones de Weber, a pesar de que fueran
rápidamente adoptadas en las calles aledañas a los teatros de ópera. En
cuanto a la técnica compositiva, el intercambio trasnacional fue
fundamental para este repertorio, y los compositores escudriñaban al otro
lado de la frontera en busca de modelos para los géneros preferidos, como
rapsodias, oberturas, sinfonías y colecciones de bailes para piano.
Los compositores mostraron diferentes grados de asimilación estilística,
imitación y transformación de los materiales étnicos, no se limitaron
únicamente a las citas literales y combinaron estos elementos musicales con
temas literarios sobre la cultura, la historia y los paisajes nacionales para
crear una música que fuese percibida como nacional por su público urbano.
Pero el nacionalismo no fue la única razón que les atrajo hacia la música
tradicional. Un segundo conjunto de fuerzas culturales —relacionadas con
el nacionalismo pero diferentes a él— les urgía a buscar autenticidad
expresiva, individualidad y originalidad. El artista romántico mantenía una
relación ambivalente con las tradiciones históricas y percibía un creciente
distanciamiento entre la cultura tradicional urbana y el arte de lo «poético».
Una solución a la alienación romántica era evocar el espíritu de un
colectivo humano naíf (el pueblo tradicional) cuya producción cultural se
consideraba simple, audaz, primitiva y no burguesa. La música étnica
ofrecía una fuente de autenticidad para el artista creativo, que empezaba a
ser valorado, y era una manera de reintegrar al individuo en una sociedad
reformada. Los objetivos del movimiento nacionalista se solapaban con los
del romanticismo gracias a la búsqueda común de los orígenes y de la
autenticidad y su simultánea articulación herderiana. Pero a veces es
necesario separarlos conceptualmente, sobre todo desde que, en las
primeras décadas del siglo XX , el legado del romanticismo, potenciado bajo
la apariencia del modernismo artístico, sustituyó al nacionalismo como
inspiración de numerosas composiciones que absorbieron influencias
étnicas.
Hacía mucho que la música rural había sido asimilada por la música
profesional de las cortes y las ciudades —por ejemplo, Georg Philipp
Telemann (1681-1767) a menudo usaba melodías polacas— sin que ni sus
creadores la concibiesen ni sus mecenas la percibiesen como «música
nacional». Las «óperas de balada» satíricas como The Beggar’s Opera
(1728) de John Gay incorporaban melodías, baladas e himnos. El proceso se
aceleró con el cambio en los gustos de las comunidades urbanas en
detrimento de los estilos floridos y entretejidos del «barroco» y en favor de
las texturas homofónicas (melodía/acompañamiento), las frases simétricas y
breves, las armonías simples y el lirismo sencillo, junto a la estética
«galante» que valoraba «lo natural» y «lo sencillo». Resultó fácil adaptar
elementos de la música campesina a este marco. Es más, los compositores
más sofisticados podían deliberadamente enfrentar, a modo de contraste,
modismos rústicos contra estilos cultos y refinados. Se desarrolló un
vocabulario convencionalizado que representaba la música campesina:
breves frases de conjunto, improvisaciones efectistas y bordones que
recuerdan a gaitas. Este vocabulario puede escucharse en los movimientos
de minueto de los tríos de Haydn y Mozart (el mismo nombre «trío»
proviene de la conformación de un conjunto rústico). Haydn introdujo
innumerables finales en ritmo de «contradanza» y melodías vivaces con
fines humorísticos en movimientos serios e imponentes. Puede que hiciese
uso de melodías tradicionales croatas, aunque se sigue debatiendo al
respecto. Pero, en cualquier caso, este lenguaje seguía siendo considerado
música rural. Refleja una visión de la sociedad jerárquica y dispar en la que
los diversos estilos y los gestos rítmicos de algunos bailes representaban
distintos estratos sociales en un orden universal, transnacional. En la música
el color local era posible, como el estilo «turco» en Mozart, pero como
parte de un exotismo estandarizado en el siglo XVIII . Junto a los estilos
rústicos, esta música «turca» contribuyó a forjar una visión del mundo
basada en tipologías de caracteres y estilos, que definía en función de su
uso y no de su origen 71 .
Del mismo modo, hacía tiempo que existían ideas acerca de los «estilos
nacionales», que se reflejaban sobre todo en las distinciones que hacían los
teóricos musicales entre los estilos franceses, alemanes e italianos. Pero
estos estilos estaban asociados con las tradiciones y los gustos de la corte y
el público urbano, no con la música rural y de las clases bajas. A menudo
los estilos ni siquiera estaban definidos por características internas: por
ejemplo, se consideraba que el estilo alemán era una mezcla de los otros.
Los compositores de cualquier país podían adaptar los distintos estilos
nacionales. El italiano Giovanni Battista Lulli fue aceptado como maestro
compositor del estilo francés (como Jean-Baptiste Lully), y de hecho más
adelante fue mirado como una autoridad por los compositores de la ópera
seria francesa. J. S. Bach escribió un «Concierto italiano» BWV 971,
llamado así únicamente por usar el ritornello , y Mozart se enorgullecía de
su habilidad profesional para imitar el estilo favorito de los países que
visitaba. Los enciclopedistas franceses abogaron por la música francesa por
encima de la italiana en la famosa querelle des bouffons, pero únicamente
porque pensaban que era mejor. Rousseau, a pesar de su herencia y
residencia fundamentalmente francófonas, atacó apasionadamente a la
ópera francesa y defendió el estilo de la ópera italiana moderna, según él
porque el estilo italiano era más «natural», más humano y más universal, y
se lo recomendaba al público francés.
Es probable que el primer paso hacia una música nacional basada en
modismos vernáculos se diese en Berlín, donde se compusieron las
primeras canciones de música clásica en el sentido moderno (Lieder). Eran
remedos de canciones tradicionales con melodías simples, estructuras de
frases simétricas y sencillos acompañamientos opcionales para interpretar
en casa. Los principios de este repertorio fueron planteados por vez primera
por Christian Gottfried Krause (Von der musikalischen Poesie, 1752), y,
entre otros, también contribuyeron al género C. P. E. Bach, Johan Adolf
Peter Schultz y Johann Friederich Reichardt. El estilo alentaba la expresión
personal sensitiva por parte del intérprete, pero no la individualidad del
compositor; por tanto, era personal a la vez que teóricamente colectivo —
un tema que posteriormente podría atraer a los románticos—. Se evitaba la
exhibición u ornamentación melódica, así como cualquier forma que
pudiese recordar al virtuosismo o el ámbito público moderno. En este
punto, la línea entre lo que se tomaba prestado de fuentes tradicionales y lo
que se componía era muy borrosa, tal y como indica la expresión im
Volkston («al estilo popular»). Los compositores estaban sacando partido de
la tendencia rousseauniana, una estética de lo «natural» que se traducía en
algo sencillo y sin amaneramientos y, a la vez, universal. Como la posterior
música nacional, se suponía que los primeros Lieder seducirían a todas las
clases sociales. El repertorio se amplió durante el siglo XIX con vínculos
más explícitos con lo nacional alemán, sobre todo en las partes para coro
masculino. Brahms continuó la tradición en sus Lieder, que a veces llevan el
título Volkslied, aunque claramente son sus propias composiciones 72 .
Los alemanes del sur también tenían su versión de este estilo tradicional.
El Singspiel alemán de Mozart Die Zauberflöte (1791) fue escrito para el
público de las clases medias del burgués Freihaus-Theater auf der Weiden,
en los barrios residenciales de Viena, y está plagado de prosaicas melodías,
valses, Ländler y contradanzas. No obstante, en su combinación de estos
elementos con estilos eruditos (para Sarastro y sus sacerdotes) y formas
clásicas, Die Zauberflöte representa la culminación de los principios de
síntesis y universalidad del siglo XVIII : en su música, así como en su
temática intelectual, busca la reconciliación y un lenguaje común 73 .
Haydn continuó con este planteamiento en sus últimos oratorios, Die
Schöpfung (1798) y Die Jahreszeiten (1801). En este último, los modismos
musicales rústicos se asocian con antiguos tropos pastoriles y personajes
comunes de origen campesino que celebran el cambio de estaciones: apenas
nada que ver con la música nacional. Como contraste, el famoso
Kayserhymne de Haydn es un primer ejemplo del Volkston como música
nacional. Haydn ensalzaba a la monarquía Habsburgo, pero el sentimiento
nacional que representa el himno se supone que debe atraer a todas las
clases sociales. Fue usado como himno nacional de Austria y, más tarde, de
Alemania. Beethoven desarrolló una versión de la melodía festiva de estilo
tradicional, más famosa como «Oda a la alegría» de su Novena Sinfonía,
también presente en su Fantasía Coral op. 80, en el final del Concierto para
Piano n.° 4 op. 58 y en el Cuarteto para Cuerdas en Mi bemol op. 127.
Todas son diatónicas y simétricamente fraseadas, con la mayoría de las
notas del mismo valor. Sin embargo, estos ejemplos conservan gran parte
del espíritu del universalismo de la Ilustración: ni los textos ni las melodías
hacen referencia a ninguna nación en concreto. Esta falta de concreción de
la Novena Sinfonía contribuyó a que a finales del siglo XX fuese adoptada
como el himno supranacional de la Unión Europea.
La estética del Volkston en la música vienesa fue perfeccionada por
Schubert, que la desarrolló a partir del legado de la escuela de canto
berlinesa pero llevó el Lied a un nivel artístico mucho mayor e incorporó
toques con los guiños irónicos, el distanciamiento y la nostalgia propios del
Romanticismo. Muchos de los Lieder de estilo tradicional de Schubert están
estructurados o tienen inflexiones sofisticadas para que sugieran una
inocencia perdida, una perfección inalcanzable o la recuperación de
memorias olvidadas. En su primer ciclo de canciones de poemas de
Wilhelm Müller, Die schöne Müllerin (1824), la configuración estrófica de
estilo tradicional esconde una historia trágica y expresa una amarga ironía
bajo la cándida superficie. Más adelante, «Der Lindenbaum», del
Winterreise (1827), el segundo ciclo de Schubert sobre Müller, fue
considerada en las escuelas alemanas una canción tradicional genuina,
aunque su cambio a la tónica menor al comienzo de la segunda estrofa y el
acompañamiento magníficamente graduado del arreglo original son detalles
artísticos que nunca se encontrarían en una canción tradicional. Schubert
también puso el estilo al servicio de la música instrumental. En su Cuarteto
para cuerdas en La menor D. 804 (1824), dos compases de acompañamiento
introductorio preceden la aparición del melancólico tema principal, de estilo
tradicional, que se repite tres veces, la última en una versión transfigurada
en modo mayor. El tercer movimiento del cuarteto es un Ländler en
tonalidad menor que se ve interrumpido por algunos de los cambios tonales
hacia notas remotas más atrevidos de Schubert. En este caso, el contraste de
los efectos «de afinación» de la imaginaria banda pueblerina y los cambios
mágicos del color tonal dirigen la atención hacia la reacción subjetiva del
público ilustrado más que hacia los propios músicos. No hay ningún
elemento explícitamente nacional en Schubert, pero su tratamiento
romántico del Volkston anticipa la retórica de la música nacional posterior.
La primera manifestación exitosa de la nación que hace uso del Volkston
en una obra a gran escala fue la ópera Der Freichütz (1821), de Weber.
Weber utilizó el estilo tradicional para el coro de campesinos, las danzas, el
canto nupcial y los coros de caza, así como en algunas arias y conjuntos. Se
invita al público a identificarse con los personajes campesinos en su entorno
forestal. En retrospectiva, Der Freichütz fue entendida como la primera
ópera romántica alemana y el comienzo de una tradición. Wagner tenía en
gran estima a Weber, y admiraba esta obra en particular. En realidad, se
inspira mucho en la opéra comique francesa y en la tradición escénica del
melodrama, y no incluye ninguna canción tradicional: el mismo Weber
compuso las melodías 74 . Pero, aunque el folclore de Weber no sea
auténtico, Der Freichütz contiene los elementos de la futura música
nacional basada en la música tradicional, las fuentes que, para los
nacionalistas culturales, darían forma al estilo musical de cada nación.

Música tradicional y música culta: estética y poética

Los escritos del erudito Herder ofrecían una versión alternativa de la verdad
y el valor al universalismo del siglo XVIII y la tradición clásica en la
literatura, que miraba hacia la cultura más que hacia la razón y encontraba
múltiples verdades humanas relativas a comunidades y periodos históricos.
Herder afirmaba que la esencia del ser humano residía en el lenguaje, que a
su vez era único de una comunidad y su cultura, que lo definían. La
comunidad, a través de la lengua, determina lo que se manifiesta con
expresiones humanas. El «espíritu del pueblo» (Volksgeist) se materializa en
las actividades y en la cultura comunales. Por lo tanto, desde la perspectiva
de Herder, el folclore es de vital importancia. El estudio de la cultura y las
tradiciones del pueblo sirve no solo para descubrir las canciones y los
cuentos de los campesinos iletrados, sino para afirmar una herencia única y
preciosa que es a la vez esencialmente humana y por tanto de significado
universal.
Para Herder, la música no era menos importante que el lenguaje, ya que
los mismísimos orígenes de este están en la música. En sus compilaciones,
Herder clasificó las canciones tradicionales por categorías nacionales, no
por localidades, y, por su influencia, los nacionalistas posteriores
presentaron la música tradicional, así como el folclore en general, como un
bien que pertenecía a todas las clases de la nación. Al mismo tiempo, al
igual que Herder, buscaron el Volkgeist en la música de las comunidades
rurales. Se pensaba que estas habían preservado la cultura nacional porque
estaban fuera de la historia, en gran medida indemnes a la modernidad y a
la industrialización. Los nacionalistas presentaban la música tradicional, a
diferencia de las canciones populares urbanas, como el registro histórico de
un pueblo antiguo y vibrante que proporcionaba una base firme para la
construcción de la nación 75 .
Las ideas de Herder también influyeron en la manera en que la música
tradicional fue asimilada en la práctica por la música culta y en la manera
en que se comprendió este proceso. En este campo, las inquietudes del
Romanticismo se acercaban mucho a las del nacionalismo. La generación
literaria de 1760 y 1770, incluidos, junto a Herder, Edward Young,
Rousseau, Goethe y Schiller, promovió la idea del «genio» como una fuerza
creadora y un desafío a la concepción mimética de las artes en la teoría
clásica francesa, sustituyendo su inclinación por reglas, géneros y estilos
universales por un interés en los orígenes de la obra de arte individual y su
proceso de producción. Concebían el arte no como la imitación de la
naturaleza, sino como la expresión de un intenso impulso humano. En lugar
de seguir los procesos del oficio y el aprendizaje, el genio artístico crea sus
propias reglas. En estas y otras concepciones románticas más tardías el arte
se separaba, de esta manera, de la ciencia, la racionalidad y la producción
mecánica. La coherencia de una obra de arte genial era como la de un
organismo vivo, creciendo como la vegetación y organizándose de manera
espontánea sin un control plenamente consciente. El genio fogoso, natural,
creativo del artista, libre de reglas y al margen de la tradición clásica,
discurría en paralelo al espíritu de la música tradicional escocesa, tal y
como había sido descrita ya en el siglo XVIII (véase el capítulo 1). Hacia
finales de la década de 1770 Herder había abandonado la antigua diferencia
entre arte y naturaleza, heredada de sus predecesores, incluso cuando se
refería a la música escocesa, en favor de una concepción dinámica y
orgánica de la creatividad artística, y de hecho de todo el universo. En
consonancia con el interés de su generación por el holismo, concebía el arte
como la reconciliación del artificio humano y la naturaleza. En el prefacio a
su volumen de canciones tradicionales de 1779 el Volkslied aún está ligado
a la naturaleza, pero no lo concebía en oposición al arte, sino más bien
como «material para el arte poético» 76 . El pueblo también representaba
una forma de genio puro y auténtico, y Herder difuminó la línea divisoria
entre este y el genio individual del artista. De esta manera, el
individualismo y la originalidad podían coexistir en la misma música con la
universalidad y la validez intersubjetiva. «Ahora el arte podía afirmar ser a
la vez individual y nacional en su genio original» 77 .
Al juntar ambos tipos de genio —el genio tradicional y el genio artístico
— apelaba tanto a su generación como a las posteriores de nacionalistas y
románticos por igual. Los nacionalistas se agarraron a la idea de que el
genio individual de un gran compositor que escribe para el público
burgués/aristocrático de las salas de conciertos o teatros de ópera era de
hecho expresión del genio colectivo de lo tradicional, e incluso estaba
determinado por este. Herder había demostrado que la música tradicional no
era algo meramente exótico y primitivo, sino el punto de origen de toda
actividad musical, por muy sofisticada que fuese. A los románticos les
atraía la idea de la reconciliación de opuestos. Sus intereses eran el estilo
personal del compositor, su originalidad y su independencia respecto a las
reglas en su relación con la tradición. Los peligros que afrontaba el artista
romántico eran la posibilidad de la subjetividad absoluta, alienarse del
público popular y la disolución de la cultura compartida. El vínculo entre
música culta y música tradicional ofrecía una solución a estos problemas, al
situar el origen subjetivo de la obra de arte en el origen colectivo del
pueblo. Según la concepción típica del siglo XIX , la «nacionalidad original»
debería funcionar de «dentro hacia fuera», en contraste con la idea que el
siglo XVIII tenía de los estilos nacionales 78 .
Las primeras señales de la convergencia de estas ideas en la práctica las
encontramos en los ciento cuarenta o más arreglos de canciones
tradicionales británicas, principalmente escocesas, que Beethoven escribió
para el editor de Edimburgo George Thomson entre 1809 y 1820 (también
escribió dieciséis conjuntos de variaciones sobre canciones tradicionales
para flauta y piano op. 105 y 107, también para Thomson). Previamente
Thomson ya había encargado arreglos a otros conocidos compositores
continentales, lo que sin duda dio prestigio a su negocio. Haydn aportó más
de 400. Thomson hizo modificar a fondo las canciones, encargando para
muchas de ellas nuevos versos de poetas, incluyendo a Robert Burns.
Ofrecía a sus compositores melodías sin texto y les pedía partes de piano,
violín y chelo, una introducción exclusivamente musical y un epílogo para
cada canción. Sin duda, Thomson pulió y embelleció las canciones
tradicionales originales, haciéndolas aceptables para que las jóvenes damas
burguesas que compraban sus ediciones pudiesen interpretarlas en casa.
Pero de esta manera abría la veda para que se tomasen decisiones atrevidas
en materia compositiva que mostraran un «genio» y una «originalidad»
equiparables, en términos románticos, al genio originario de la fuente
tradicional. La primera reacción de Leopold Koželuh fue devolver las
melodías a Thomson, quejándose de que era «une musique barbare». La
respuesta de Haydn fue aportar a sus composiciones todos los medios
técnicos del estilo clásico 79 . El planteamiento de Beethoven fue más
proclive a mantener el carácter «salvaje» que los románticos percibían en
las melodías. Su paleta armónica es más amplia que la de Haydn, y su
elección de acordes resulta a veces curiosa, con efectos «primitivos» y
armonías que contradicen la interpretación lógica de la melodía. Beethoven
no se arrugó ante aquellos aspectos de las melodías que apenas encajaban
en el sistema tonal mayor/menor, como la modalidad, las dobles tónicas y
los finales no tónicos, sino que los vio como una invitación a realizar una
armonización atrevida. En las introducciones y los epílogos aprovechó la
oportunidad para introducir el desarrollo de los motivos, construyendo la
introducción a partir de trozos de la melodía, evitando la conclusión
definitiva al final de la introducción y, en consecuencia, incorporando
secciones vocales e instrumentales, y tratando el epílogo final (después de
la última estrofa) como si fuese una coda en un movimiento de sonata,
operando para resolver cualquier tensión pendiente con ulteriores
desarrollos y clímax 80 . En «Atardecer» (Ej. 2.1; texto de Walter Scott),
por ejemplo, Beethoven acentúa las ambivalencias tonales de la melodía
entre los modos mayor y menor relativos (La menor y Do mayor). Aunque
la tónica es La menor, la música se mantiene mucho tiempo en los acordes
dominantes o tónicos de Do mayor, desplazándose ahí tras apenas un
compás. El Mi prolongado y agudo de la melodía en el compás 27 exige a
gritos una armonización con un acorde dominante en La menor, pero
Beethoven utiliza en su lugar un acorde en estado fundamental en Do
mayor. En los últimos compases de la melodía evita por completo un acorde
dominante en La menor, o cualquier cadencia en la tónica, volviendo
discretamente en el último movimiento del acorde de Do mayor a un acorde
de La menor. La obra tiene una introducción inspirada en los motivos de la
melodía, mientras que el largo epílogo recompone la melodía con un efecto
melancólico, hipnótico. Pero a estas alturas de su carrera la reputación de
«genio» sin cortapisas ya era bien conocida por el público europeo, y en
cierto sentido devolvió las melodías tradicionales escocesas a sus orígenes
primitivos tal y como se entendían en la época. Beethoven allanó el camino
para una tradición de respuestas estilísticamente progresistas e incluso
modernistas a la música tradicional que incluiría a Chopin, Balakirev,
Mussorgski, Grieg, Stravinski y Bartók, todos los cuales se alejaban en
algún momento de la fácil asimilación de la música campesina por parte de
la cultura burguesa.
Ej. 2.1 Beethoven, «Atardecer», 25 Schottische Lieder, op. 108, para violín, chelo, voz y piano,
compases 12-31.
Ej. 2.1 Continuación

Para Adolf Bernhard Marx, el influyente pedagogo y teórico


decimonónico, las composiciones escocesas de Beethoven eran los mejores
ejemplos de este tipo de música. Como señala Matthew Gelbart, aprender a
escribir melodías tradicionales se convirtió en parte del programa
pedagógico para futuros compositores que Marx propuso en sus escritos de
la década de 1840, pero se concibió como un paso orientado a la escritura
de obras completamente originales. Para Marx, la originalidad de
Beethoven residía en su «constante fidelidad consigo mismo y su objeto»;
era original hasta al utilizar melodías tradicionales porque las hacía suyas 81
. Pero Marx y los románticos posteriores reservaron las mayores alabanzas
para los trabajos originales en los que la música tradicional era asimilada a
un nivel más profundo y «orgánico», sin citas literales. Marx pensaba que el
compositor debería usar las canciones tradicionales para «penetrar más
profundamente en el alma de su arte» 82 .
Con la perspectiva actual, las ideas de los intelectuales y pedagogos que
por vez primera compilaron música tradicional y debatieron sobre ella
parecen a menudo discutibles. Los propios músicos campesinos no tenían el
concepto de música tradicional y no pensaban en su música como nacional.
Con la excepción de algunos lugares remotos, la música de las comunidades
rurales casi nunca era exclusiva y puramente autóctona, sino que estaba
mezclada con modismos urbanos, populares e incluso cultos. Esta música
no estaba al margen de la historia, emanando del Volkgeist como un arroyo
fresco, sino que se veía afectada por las guerras, las conquistas, los
movimientos de pueblos y, por último, la industrialización y los nuevos
medios de transporte. Los músicos siempre han viajado en busca de trabajo,
y como los grandes imperios europeos englobaban muchos pueblos,
siempre hubo solapamientos e intercambios. Gran parte de la música que
los primeros compiladores encontraron podía describirse mejor como
perteneciente a tradiciones regionales o subnacionales, y determinadas
características estilísticas, como los bordones de las gaitas, se extendieron
más allá de las fronteras y pasaron a ser por tanto supranacionales 83 . Sin
embargo, al transcribir la música tradicional con la notación musical
occidental y hacerla accesible al armonizarla, es posible que los
compiladores eliminasen la expresividad individual de cada músico
campesino y la homogeneizaran al servicio de su concepto de unidad
cultural nacional. Los historiadores del renacimiento de la canción
tradicional inglesa influidos por el marxismo y los estudios culturales han
criticado que los compiladores de canciones burgueses diferenciaran
demasiado drásticamente entre la «verdadera» música tradicional y la
música de las clases trabajadoras urbanas, centrándose en las melodías
modales en beneficio de su sonido exótico en comparación con la música
culta, y expurgando las letras a menudo subidas de tono de las canciones
rurales por interés de su consumo doméstico 84 . Sea como sea, de todas
formas la mayoría de los compositores del XIX adoptaron una actitud
pragmática respecto a sus fuentes vernáculas: algunas pasaron la criba de
las tradiciones de los salones y el teatro tradicional (Chopin, Glinka),
algunas procedían tanto de músicos profesionales como de campesinos
(Liszt, Albéniz) y algunas tenían su origen en ciudades más que en el
campo (Smetana).
Herder y los primeros compiladores de canciones tradicionales eran
hombres de letras que —sorprendentemente, dadas sus desarrolladas y
elaboradas teorías— publicaron únicamente los textos de las canciones, no
las melodías. El concepto de Volkgeist de Herder funciona mejor para el
lenguaje que para la música, ya que el primero está más enraizado en una
comunidad y opera como un sistema independiente. En la música clásica
había un lenguaje tonal históricamente desarrollado que era compartido a
nivel internacional y tradicionalmente hablado como «primera lengua» por
los músicos europeos cualificados. A finales del siglo XIX, el uso de
fuentes tradicionales en la música clásica a menudo dependía de varias
características de la sintaxis musical «marcadas» semióticamente que
diferenciaban al estilo de la norma universal. Esto incluye escalas inusuales
con notas «alteradas» con respecto a los modos mayores y menores,
especialmente la cuarta aumentada y la séptima disminuida; sonoridades
«modales» semejantes a las utilizadas por los compositores profesionales de
los periodos medieval y renacentista, en especial «dórico», «lidio» y
«mixolidio», alejándose de nuevo de las escalas mayor y menor; la escala
pentatónica; bordones con intervalos «abiertos» de quinta; efectos rítmicos
repetitivos (ostinati); pedales armónicos (notas sostenidas en la textura);
ritmos yámbicos (patrones en los que la nota breve cae sobre el pulso), y así
sucesivamente. Muchas de estas características son compartidas por
diferentes tradiciones regionales, y en la música clásica decimonónica a
menudo se solapan con efectos exóticos presentes en el repertorio operístico
que representan ambientes africanos y asiáticos. En efecto, al igual que la
categoría más amplia de exotismo musical, este tipo de música nacional
retrata una cultura que en realidad es bastante diferente, incluso remota, a la
de su público 85 . Ambos estilos representan la «irregularidad integrable»
en relación con el estándar del lenguaje musical culto occidental 86 y
comparten la tendencia a minimizar el sentido de la temporalidad
progresiva característico de la armonía tonal (relación: dominante-tónica)
mediante semitonos para justificar la implicación armónica.
Lo que es genuinamente distintivo en los diversos modismos regionales
es el ritmo, sobre todo el ritmo de los bailes. Una mazurca tiene un ritmo
diferente a un reel de las tierras altas escocesas, que a su vez es diferente de
una tarantela o una polca. Para los compositores profesionales del siglo XIX
, el truco para componer música nacional a partir de fuentes tradicionales
estaba en combinar estos ritmos característicos con el vocabulario de los
aspectos modales, rítmicos, armónicos y tímbricos propios de la norma
paneuropea y revestirlos de ideas apropiadas, como mitos, historia y
comunidad nacionales y pensamientos sobre la tierra natal. El éxito de esta
música a la hora de representar a la nación y de despertar en el público
sentimientos nacionales no estaba directamente relacionado con su
autenticidad etnográfica.

Música para piano: danzas nacionales

La música para piano fue fundamental para la divulgación de la música


nacional de estilo tradicional. La forma principal eran las obras breves, o las
colecciones de obras breves con título de danza y un ritmo de baile
característico. Aunque parezca una forma humilde de música, en
comparación con las óperas y los poemas sinfónicos nacionales, las obras
de baile para piano eran la manera más efectiva de representar a la nación
con música tradicional. Así se evitaba el problema de integrar los materiales
tradicionales originales en formas más grandes, y las selecciones de obras
de baile podían servir como resumen caleidoscópico de la vida nacional, tal
vez con fragmentos de las culturas de diversos pueblos y regiones, los
sentimientos, los tiempos y los festivales en una unidad global.
La contribución más importante a este tipo de música son las más de
cincuenta mazurcas de Frédéric Chopin (1810-1849). Aparte de su
fascinante variedad, originalidad, profundidad expresiva e influencia en
compositores posteriores, las mazurcas están entre las primeras piezas
instrumentales que encarnan las ideas del nacionalismo decimonónico.
Chopin comenzó su principal serie de mazurcas en serio después del
levantamiento de Varsovia de 1830, en aquel momento el último capítulo de
la trágica historia de Polonia, que llevó, tras su fracaso, a la ratificación de
la partición en 1815 entre Rusia, Prusia y Austria. Por entonces Chopin se
había marchado de Polonia —para bien, como se vio después—, y la
seriedad con la que indiscutiblemente se puso a trabajar y el tono
melancólico de muchas de las mazurcas, a pesar de los vivos ritmos de
baile, revelan la nostalgia y los recuerdos del emigrante. Chopin elevó la
mazurca campesina hasta convertirla en la verdadera danza nacional polaca,
incluso más que la polonesa, un baile de salón de la aristocracia polaca que
se había convertido en el habitual de la música instrumental en el siglo XVIII
para compositores de todos los rincones de Europa. Las mazurcas abarcan
toda su carrera, y se dedicó a ellas más que a cualquier otro de sus géneros
favoritos, como nocturnos, estudios, preludios o baladas. A pesar de la
métrica ternaria, las frases con estructuras relativamente esquemáticas y
motivos recurrentes y las estructuras formales, las mazurcas de Chopin
permiten una amplia gama expresiva, incluidos algunos de sus
pensamientos más íntimos, y están repletas de deslumbrantes cambios
armónicos, flexibles formas rítmicas, texturas contrapuntísticas y otras
sorpresas. En estas piezas Chopin combinó los estilos de tres danzas
bastante diferentes de la Polonia central: mazur, oberek y kujawiak. La
resultante gama expresiva, el carácter y las formas rítmicas, todo reunido
bajo un único título genérico, son equiparables en el plano abstracto al
esfuerzo nacionalista de unir al pueblo en una nación. Los esfuerzos de
Chopin se corresponden con las ideas de los intelectuales varsovianos de la
década de 1820 —los años de su juventud en Varsovia— sobre el folclore y
el nacionalismo. Chopin nunca expresó tales ideas por sí mismo, pero su
profesor de composición, Józef Elsner, publicó escritos al respecto. Herder
tuvo una gran influencia en el movimiento nacionalista en Varsovia. En el
panfleto O tańcach (Sobre el baile, 1829) el poeta romántico Kazimierz
Brodziński trataba, a la manera herderiana, el tema del carácter nacional
polaco, los ritmos de las danzas nacionales y el papel de estas en el arte. A
medida que las esperanzas de la concreción política de Polonia se iban
desvaneciendo, las mazurcas de Chopin comenzaron a manifestar la
emergencia del nacionalismo polaco en la cultura 87 .
La posición personal de Chopin respecto al nacionalismo polaco era
ambivalente. Difícilmente se le puede llamar «artista nacional» de acuerdo
con el modelo de su compatriota y exiliado parisino Adam Mickiewicz, o
incluso, en música, Franz Liszt. A pesar de que en la Varsovia de 1820 se
moviese en ambientes radicales, y entre exiliados polacos en París en 1830,
y obviamente simpatizase con la causa polaca, políticamente Chopin no era
un revolucionario, y no participó en ningún tipo de acción política. En
Varsovia se relacionó con la aristocracia moderada e incluso con el
gobierno polaco-ruso, incluido el gobernador general, el gran duque
Constatino, hermano del zar Alejandro I. En París frecuentó sobre todo a la
alta burguesía y a la aristocracia cosmopolita —en cuyos salones encontró
una atmósfera agradable y una fuente de ingresos— más que a la
aristocracia polaca exiliada, de cuya compañía se fue alejando
progresivamente. Estos mecenas no tenían relación con la causa polaca, que
era bien conocida en Francia y contaba con el apoyo de las clases medias y
bajas. Después de algunos años en París, Chopin evitó dar conciertos
públicos, y únicamente tenía relaciones indirectas con intelectuales polacos
como Mickiewicz. No reaccionó ante la insistencia de Elsner para que
compusiese una ópera nacional. Según un testigo presencial, en una ocasión
Mickiewicz reprendió severamente a Chopin por malgastar su talento
entreteniendo a la aristocracia en lugar de atraer las simpatías de un sector
social más amplio hacia la causa polaca 88 . La mazurca era un género de
salón, no para ocasiones públicas, y Chopin hizo uso de sus mazurcas con
fines didácticos y para conciertos privados. Apenas hay evidencias de que
las mazurcas despertasen sentimientos nacionales en el público de Polonia o
de otros lugares en tiempos de Chopin. Antes de que abandonara Varsovia,
sus composiciones con sabor nacional eran de un tipo completamente
distinto: obras de virtuoso para el público, como Rondo à la Mazur op. 5,
Rondo à la Krakowiak op. 14, Fantasía sobre aires polacos op. 13,
Introducción y polonesa brillante op. 3 para chelo y piano y el Andante
Spianato et Grande Polonaise brillante op. 22 para piano y orquesta. Por
aquella época, Chopin también improvisaba sobre canciones polacas en los
conciertos. Afirmaba que, si hubiese podido volver a una Varsovia libre, en
su primer concierto habría interpretado su Allegro de Concerto op. 46, un
grandioso gesto público en forma de concierto virtuoso, pero exento de
colorido tradicional y, para los oídos modernos, difícilmente una de sus
mejores piezas 89 . Al principio, las complejas mazurcas fueron apreciadas
sobre todo por los músicos. Sin embargo, tuvieron su importancia como
medio de movilización autóctona en Polonia, donde casi toda la música de
Chopin se escuchaba como si tuviese características nacionales 90 .
Chopin no hizo indagaciones sobre el folclore, y las mazurcas no
deberían entenderse como transcripciones de música vernácula. Los
exhaustivos esfuerzos musicológicos de finales del siglo XIX y el siglo XX
en busca de sus fuentes concretas se han revelado infructuosos. Siendo un
adolescente, en dos ocasiones pasó sus vacaciones estivales en una finca
cerca de su lugar de nacimiento, en Żelazowa Wola; allí escuchó música
tradicional, que describió en cartas a su familia. Es posible que recordase
algo del espíritu y energía de esta en sus mazurcas de madurez, aunque
también se basan, de forma más inmediata, en la tradición de los bailes
incluidos en las producciones cómicas y las composiciones de teclado para
salones de Varsovia: mazur, oberek, kujawiak, polonesas y kralowiak.
Algunas de estas obras de los años veinte anticipan los rasgos
característicos de las mazurcas de Chopin: patrones y motivos rítmicos
repetitivos, acentos sobre el segundo y tercer tiempo del compás ternario,
cuartas aumentadas y bordones 91 . Pese a la profusión de teoría, en vida de
Chopin la música tradicional polaca estaba en sus comienzos, y él era
consciente de que las recopilaciones publicadas con arreglos eran
adaptaciones para el consumo urbano. «Un día un futuro genio llegará hasta
la verdad y devolverá a todo su valor y belleza. Hasta entonces, las
canciones tradicionales seguirán ocultas bajo capas de pintura.» 92 El logro
de Chopin no fue el de dar voz a un auténtico tipo de música tradicional,
sino revolucionar la calidad musical y el significado expresivo de un género
compuesto de manera profesional, que a partir de entonces incluía mucho
más que color local.
La descripción de las estrategias compositivas y de las delicadezas
expresivas de las mazurcas de Chopin daría por sí sola para un libro, por lo
que tendremos que conformarnos con dos ejemplos. Los efectos expresivos
de estas piezas reflejan cómo coordina Chopin los elementos derivados del
folclore con innovaciones en la estructura tonal y formal y la disrupción de
las expectativas convencionales en formas que recuerdan al Romanticismo
literario y musical. Del mismo modo que el crítico romántico Friedrich
Schlegel pensaba que solo el «fragmento» estético podía apuntar más allá
de sí mismo hacia un «todo» ideal, las mazurcas de Chopin, tanto individual
como colectivamente, sugieren una integridad original, que se le presenta
ahora al oyente como «perdida» y solo recuperable en la imaginación. La
op. 56 n.° 1 en Si (1844; Ej. 2.2) es un «fragmento» de este tipo. Comienza
con una armonía no tónica y rápidamente se aleja de la tónica gracias a una
«secuencia real», es decir, una secuencia que hace una transposición exacta
del modelo original, sin respetar la tonalidad inicial. Antes de la década de
1840 estas técnicas estaban por lo general reservadas para secciones de
desarrollo, y desde luego se evitarían siempre al comienzo de las obras,
donde se dispone la estabilidad tonal. En el compás 6 Chopin llega a Sol
mayor, una tonalidad lejana a la tónica y que no se solía escuchar tan
pronto. La música se apoya entonces en un bordón de quinta sobre Sol: un
indicador de una rústica banda de campesinos, que, por lo tanto, implica
sencillez y salubridad pero que es, paradójicamente, una fuerza disruptiva
en esta mazurca, que subraya y estabiliza de forma temprana una tonalidad
que solo se relaciona tangencialmente con la tónica. El resto de la obra
explora aún más la relación entre tonalidades lejanas: las dos secciones
centrales, de tipo vals, están en Mi bemol mayor y en Sol mayor. El op. 59
n.° 1 en La menor (1845; Ej. 2.3) es melancólico, pero su modo y tonalidad
son muy fluidos, abandonando continuamente el modo menor por periodos
breves en tonalidades mayores afines, momento en el que los ritmos de
danza son presentados asertivamente (compases 9-10 y 17-21) antes de que
la música retorne al modo menor mediante una cadencia suave o el
comienzo de una nueva sección. Más adelante, el tema principal retorna
inesperadamente en la distante tonalidad de Sol sostenido menor, a un
semitono de La menor, pero lejana con respecto a las reglas de la armonía
convencional. Es difícil no reconocer en esta pieza los elusivos mecanismos
memorísticos de la mente de un exiliado solitario. Los vivos ritmos
danzarines aparecen y desaparecen en medio de secciones, fuera de la
tónica, y nunca alcanzan un clímax pleno que confirmaría su realidad
presente.
Ej. 2.2 Chopin, Mazurca en Si menor op. 56 n.º 1, compases 1-14.
Ej. 2.3 Chopin, Mazurca en La menor op. 59 n.° 1, compases 1 a 22.

En la segunda parte del siglo XIX las colecciones de danzas nacionales


devinieron muy populares y comercialmente muy rentables. Brahms
compuso para el mercado de aficionados cuatro colecciones de Danzas
húngaras (1869) para dúos de piano inspiradas en la música de los gitanos.
Dvořák siguió su ejemplo con su primer libro de Danzas eslavas (1878; y
un segundo en 1886), lo que le hizo famoso de un día para otro en
Alemania y Austria. Las danzas fueron publicadas en una versión para dúo
de pianos y en versión para orquesta, y en pocos meses se habían
interpretado en Dresde, Hamburgo, Berlín, Niza, Londres y Nueva York.
Como resultado, Dvořák emergió de la oscuridad a la celebridad
internacional; interpretó también otras composiciones, y los músicos
alemanes más importantes de su época le asediaban con peticiones de
encargos.

Fig. 2 : Bredich Smetana. Frontispicio de la Marcha dedicada a la Guardia Nacional Checa


(Narodni Pochod) y La novia vendida (Prodana Nevesta) . Checoslovaquia, Praga.
© ACI / Bridgeman

Resulta cuestionable que alguna de las colecciones de danzas de Brahms


o Dvořák pueda ser considerada «música nacional» según nuestra
definición. Brahms no era húngaro y no escribía para los húngaros, y el
estilo gitano solo era indirectamente húngaro (véase más delante a
propósito de las Rapsodias húngaras de Liszt), mientras que Dvořák
escribía para un mercado internacional, preparando específicamente un
plato de las provincias del Imperio Austríaco para su consumo en el
«centro» cultural germanohablante. Más adelante Dvořák sostendría que su
música era eslava y no checa; atribuía la música checa a Smetana. De
hecho, Smetana concibió el segundo ciclo de sus Danzas checas (1879)
para piano como una respuesta al primer ciclo de Danzas eslavas de Dvořák
(1878), poniendo en evidencia lo que, desde su punto de vista, era la
genuina música de baile checa. El mismo Smetana era un virtuoso del
piano, y en un principio su música de danzas nacionales no tenía ningún
tipo de vínculo folclórico con sus marchas patrióticas del año
revolucionario de 1848. Más tarde escribió un gran número de polcas para
piano. Las famosas danzas nacionales de su ópera Prodaná nevěsta (La
novia vendida, 1866-1870) no incluían melodías auténticas, pero fijaron una
pauta de lo que sería considerado checo en música. Estas asociaciones se
confirman en el frontispicio de un arreglo para piano de la marcha de la
ópera, que está ilustrado con imágenes de campesinos bailando ataviados
con trajes nacionales (Fig. 2). Las dos colecciones de Danzas checas son,
significativamente, solo para piano en lugar de para dúo, y fueron
concebidas dentro de la tradición de la música progresista romántica para
piano solo que se inició con Chopin, Schumann y Liszt, algo lógico para un
compositor que se consideraba vinculado a la «nueva escuela alemana» de
Wagner y Liszt. De acuerdo con el diario del compositor, están compuestas
«a la manera de las mazurcas de Chopin». Las dos primeras polcas del
primer ciclo están en modo menor y con tempi moderados, contradiciendo
la impresión dejada por La novia vendida de que las danzas checas son
esencialmente alegres. La primera no comienza en tónica, sino con una
progresión de acordes cromáticos, a la manera de un «fragmento»
romántico. Para el segundo ciclo Smetana utilizó material de Prostonárodní
české písně a říkadla (Canciones y rimas folclóricas checas , 1864), editado
por Karel Jaromír Erben, pero su tratamiento aprovechó la fuerza y la
técnica de la música virtuosista para piano a la manera de Liszt para crear
un monumento público heroico a la música checa. Las danzas son
dramáticas y variadas, y cada una parece un poema sinfónico en sí misma.
En cierto modo, Smetana apoyó la aproximación «auténtica» de Chopin
frente a la Hauskmusik de las Danzas eslavas de Dvořák, tanto por su valor
artístico como por su folclore. Como las mazurcas de Chopin, las Danzas
checas están bastante en consonancia con la sugerencia de Herder de
entremezclar el genio artístico con el folclórico. En el conjunto de su obra,
Smetana fue clave a la hora de materializar la visión de Erben de la polca
como una danza nacional checa. Sin embargo, rechazó el llamamiento a la
autenticidad musical basada en el folclore de algunos nacionalistas checos,
así como la actitud antialemana de estos. Prefería componer sus propias
danzas nacionales, e imitó el estilo de las ciudades más que el del campo 93
.
Las danzas nacionales (y algunas canciones) para piano están presentes a
lo largo de toda la carrera de Edvard Grieg (1843-1907), empezando a
mediados de la década de 1860, cuando se unió a la causa del nacionalismo
cultural noruego. Grieg conocía al violinista noruego Ole Bull,
internacionalmente famoso, que llevaba tiempo interpretando música
tradicional noruega en sus conciertos europeos. Como compositor es más
conocido por sus miniaturas para piano, sobre todo las sesenta y seis Piezas
líricas en diez volúmenes publicadas entre 1866 y 1901. Estas son una
mezcla: algunas de las obras son bailes tradicionales noruegos, algunas
pretenden ser arreglos de canciones tradicionales y algunas revelan otros
elementos folclóricos o retratan escenas de la vida campesina o mitológica,
como «Las campanas tañendo», «Elfos» o «Un día de boda en
Troldhaugen». Sin embargo, hay algunas que no tienen ningún significado
nacional obvio, o aluden a una atmósfera romántica que, si se quiere, se
puede interpretar como nacional. Esto último se observa con más claridad
en sus 23 Canciones y bailes tradicionales noruegos op. 17 (1869) y en las
19 Melodías populares noruegas op. 66 (1896), e incluso en las Escenas de
la vida rural op. 19 (1874). El mismo Grieg recopilaba música tradicional y
pasaba mucho tiempo en las montañas occidentales de Noruega, pero para
sus composiciones dependía de la colección Aeldre og nyere norske
fieldmelodier (Antiguas y nuevas melodías de las montañas, 1840), de
Ludvig Mathias Lindeman. Los arreglos de Grieg destacan por su singular e
innovador estilo armónico —un avanzado cromatismo que era paralelo al
de Wagner, aunque independiente de este—, y entre sus arreglos de música
tradicional se incluyen algunos de los más experimentales. En sus escritos,
Grieg usaba el lenguaje herderiano del nacionalismo cultural, exaltando el
«espíritu tradicional» y afirmando que «las canciones tradicionales reflejan
musicalmente la vida interior de las personas» 94 .
La aproximación más atrevida de Grieg se encuentra en su última obra:
las diecisiete Slåtter op. 72 (1903), que se inspiran en melodías para una
suerte de violín tradicional noruego —hardingfele— transcritas a partir de
las interpretaciones de Knut Dahle. El peculiar estilo de la música para
hardingfele lo producen sus cuerdas simpáticas, que, al tener la corda al
aire, crean una resonancia armónica en respuesta a la cuerda en arco. La
música para hardingfele está estructurada en unidades breves de uno, dos o
tres compases y se distingue por una afinación y unas ornamentaciones
melódicas inusuales, unas disonancias fuertes y falta de vibrato. Grieg no
podía transcribir de manera directa esta construcción al piano, pero lo
subsanó inventando acordes extraños, percusivos y disonantes para reflejar
los efectos sonoros del instrumento y destacar los ritmos cruzados y los
acentos que no caen en el pulso (Ej. 2.4). Al igual que había hecho
Beethoven con sus canciones tradicionales escocesas, Grieg añadió
preludios, interludios, postludios y desarrollos motívicos. En consecuencia,
Grieg alcanzó una forma de autenticidad romántica que de alguna manera
recuerda otra vez a la lógica de Herder: la inspiración tradicional natural se
encuentra con el genio original del artista creativo. Las danzas campesinas,
Slåtter , representan una estética primitiva y llevan tan lejos las
innovaciones en el lenguaje musical que se las puede denominar
modernistas. Fueron bien acogidas por los músicos más avanzados de París,
y probablemente influyeron en Bartók. Al mismo tiempo, al igual que
ocurre con mucha de la música modernista que adoptó modismos
tradicionales, su estatus como música nacional es cuestionable. Los Slåtter
no eran para consumo popular, y los pianistas no los incorporaron a su
repertorio. Su capacidad de expandir el sentimiento nacional es limitada, y
fueron uno de los pocos trabajos de Grieg que no adquirieron un significado
nacional en su posterior acogida popular 95 .
Ej. 2.4 Grieg, «Knut Lurånsens halling I», op. 72, n.° 10, compases 25-38.

En el siglo XX , probablemente la obra que puede considerarse con más


derecho la sucesora de las mazurcas de Chopin es la Iberia (1906-1908) de
Isaac Albéniz: una especie de suite dividida en doce piezas para piano de
monumental envergadura, extremada complejidad armónica y rítmica y
gran dificultad técnica, sistemáticamente agrupada en cuatro cuadernos. Sin
embargo, a decir verdad, Iberia no es una única obra, y casi nunca se
interpreta entera. Las piezas recogen una gran variedad de danzas y
ambientes, y muchas de ellas, a pesar de sus títulos, combinan referencias a
varias danzas o modismos de forma muy estilizada. El título sugiere que
abarca toda la península, aunque en la práctica el sur de España, en concreto
Andalucía, está desproporcionadamente representado. Algunas piezas
describen localidades concretas o festividades anuales, y todas juntas
sugieren una panorámica de la vida española a través de una colección de
fragmentos y visiones fantásticas. A diferencia de Chopin y la mayoría del
resto de danzas nacionales para piano, Iberia se centra en ambientes
urbanos y en el bullicio callejero. «El puerto», por ejemplo, retrata una
ajetreada ciudad portuaria, El Puerto de Santa María, en Cádiz, con un
zapateado, mientras que la programática «Corpus Christi en Sevilla»
describe una procesión en esta ciudad, combinando animados bailes con el
sonido de cantos religiosos y campanas de iglesias. Albéniz dominaba los
modismos populares españoles y se sirvió diestramente de ellos con
técnicas que había aprendido de la nueva música francesa para piano,
especialmente Debussy, así como con efectos narrativos derivados de la
música programática. Por ejemplo, en la primera pieza, Evocación , no está
claro a qué danza o danzas, o a qué combinación de ellas, alude, y el tempo
lento contribuye aún más a la confusión. En esta pieza Albéniz concibe una
reflexión nostálgica sobre sus fuentes, una sublimación de la música
tradicional española que sugiere un flujo de recuerdos atravesando la
conciencia. Muchas de las piezas terminan en quietud, como si el baile
hubiese acabado y las calles estuviesen despejadas y tan solo
permaneciesen los recuerdos. Por esta profundidad expresiva, así como la
avanzada técnica compositiva y la monumentalidad de los cuatro cuadernos
en conjunto, Iberia supuso un paso adelante respecto a mucha de la música
de salón de Albéniz que, recurriendo a bailes españoles, retrataba un
exotismo de postal 96 .

Oberturas y sinfonías

Desde una perspectiva nacionalista, la integración de la música tradicional


en la forma sinfónica suponía la absorción del Volksgeist por parte de una
de las formas más elevadas de música culta y un medio perfecto para
movilizar a los ciudadanos instruidos a través de la cultura. A mediados del
siglo XIX , la sinfonía, cuya máxima expresión eran las nueve sinfonías de
Beethoven, sobre todo las heroicas sinfonías impares, había obtenido un
grandísimo prestigio entre los músicos y críticos más elevados y
representaba los valores del humanismo liberal. Sus oberturas
semiprogramáticas sobre temas heroicos (Egmont, Coriolano, Leonor) eran
igual de estimadas. A finales del siglo XIX surgieron por toda Europa y
Estados Unidos salas sinfónicas y sociedades filarmónicas, con público
abonado y un repertorio estable. Sin embargo, importar la música
tradicional al abstracto género sinfónico provocaba un conflicto con su
estilo dinámico, sus estructuras dirigidas a una meta muy definida, sus
frases de extensión flexible y los procesos característicos de los
«desarrollos motívicos». La música tradicional ocupa una temporalidad
diferente a la del estilo sinfónico beethoveniano, pues está basada en
estrofas periódicas, entonación bárdica, ritmos ostinatos y otros procesos
repetitivos. Si una melodía tradicional es fragmentada y sometida a
desarrollos motívicos a través de un proceso de composición profesional
transformador, el vínculo con el Volksgeist se rompe. Como bromeó el
compositor inglés Constant Lambert en su polémico Music Ho! (1934), «el
problema con las canciones tradicionales es que una vez que las has
interpretado no hay mucho más que puedas hacer aparte de tocarlas de
nuevo y más fuerte» 97 .
En gran medida, muchos de los compositores que utilizaron la música
tradicional evitaron las formas sinfónicas, algunos de manera deliberada,
porque pensaban que debía trascender o ser rechazada (Liszt, Smetana,
Bartók), y otros por su falta de interés o su aparente incapacidad (Chopin,
Glinka, Grieg). Al mismo tiempo, no todas las oberturas y sinfonías
«nacionales» citaban fuentes vernáculas de manera directa. Esta práctica
fue más habitual entre las obras rusas de las décadas de 1860 y 1870,
inspiradas por la obra para orquesta de Glinka Kamarinskaya (1848), tal y
como la interpretó Balakirev. Por el contrario, a pesar de su compromiso de
por vida con el movimiento tradicionalista inglés y su uso de canciones
tradicionales en sus obras líricas, las nueve sinfonías de Ralph Vaughan
Williams (1872-1958) no hacen referencia a ninguna canción tradicional
conocida. En A London Symphony (n.° 2) se recogen canciones y clamores
urbanos, mientras que otras destacan la modalidad y lo que Vaughan
Williams interpretaba como los rasgos melódicos comunes de las canciones
tradicionales inglesas.
Un ejemplo temprano de modismos tradicionales incorporados en formas
sinfónicas lo podemos encontrar en la obertura Nachklänge von Ossian
(Ecos de Osián, 1841), de Niels Gade (1817-1890), que ilustra algunas de
las complejidades de este tipo de música. Los historiadores musicales
daneses han escuchado en esta obertura un «tono nacional», y de hecho
utiliza una canción tradicional, «Ramund va sig en bedre mand», con
sugerencias de modalidad en la armonización. Gade, que colaboró con Hans
Christian Andersen, estaba interesado en el folclore y escribió algunas
piezas manifiestamente nacionales, pero al mismo tiempo su carrera
musical dependía de Alemania, donde llegó a ser director de la
Gewandhaus de Leipzig en la década de 1840, y era amigo de Mendelssohn
y Schumann. La obertura fue escrita para un concurso organizado por la
Sociedad Musical de Copenhague. El jurado era alemán y en principio
debería haber incluido a Mendelssohn, cuya reciente obertura «Las
Hébridas» («La cueva de Fingal»; 1832) sirvió de modelo a Gade. Por lo
tanto, el título en alemán de la obra es significativo, puesto que es una
dedicatoria romántica del poema de Ludwig Uhland «Freie Kunst». Claro
que Osián no tenía nada que ver con Dinamarca, y la breve popularidad de
la que gozó Osián en Dinamarca ya había pasado en la década de 1840; por
el contrario, en Alemania algunos veían a Osián como a un héroe nacional
y, paradójicamente, como al padre de la literatura alemana. La obertura
posee lo que los historiadores daneses denominarían «tono nacional» (la
atmósfera arcaica, el sonido del arpa de un bardo, una melodía tradicional al
estilo de una balada y su modalidad), pero no está claro a qué nación se
refiere: Escocia, Dinamarca o Alemania 98 .
El esfuerzo más conocido de incorporación de las fuentes tradicionales a
la música sinfónica fue el realizado por los compositores del llamado
kuchka en Rusia, y se inspiró en el ejemplo, el apoyo y las teorías de
Balakirev. Las referencias a canciones tradicionales en las sinfonías rusas
no son muy numerosas 99 , aunque es frecuente la imitación de modismos
tradicionales: inflexiones modales, pedales, motivos breves repetidos,
agrupaciones métricas cambiantes y un énfasis en la integridad melódica
sobre la fragmentación motívica. Los compositores rusos convirtieron este
último rasgo en un signo característico, favoreciendo la presentación de
ideas musicales sobre su desarrollo. Sin embargo, las sinfonías kuchka son
siempre de cuatro movimientos; a menudo los esquemas en forma de sonata
son evidentes; la «narrativa» tonal habitual de tónica menor a tónica mayor,
originada con las Sinfonías n.° 5 y n.° 9 de Beethoven, es muy común, y
hay alusiones a la música sinfónica de compositores alemanes,
especialmente Schumann.
Balakirev intentó definir un estilo de música orquestal rusa basado en
material folclórico haciendo especial hincapié en el color y en la inflexión
rítmica y melódica y sugiriendo una aproximación a la estructura de
grandes escalas. Su modelo fue Kamarinskaya (1848) de Glinka, una
«Fantasía para orquesta sobre dos canciones rusas» que hace uso de dos
melodías tradicionales que se van alternando, una lenta y otra rápida,
construidas como ostinatos rítmicos y «variaciones» con acompañamientos
cambiantes más que con melodías alteradas. El rechazo de la fragmentación
motívica convencional o las variaciones dentro de la estructura de la frase y
el uso del color orquestal para dar forma completa a la pieza parecieron
ofrecer un método de construcción musical que fue bien recibido como
alternativa al programa académico que estaba introduciendo en Rusia el
Conservatorio de Arthur Rubinstein en San Petersburgo. Glinka no seguía
ningún programa nacionalista con Kamarinskaya : buscaba el color local, al
igual que hizo con sus Dos oberturas españolas (1848, 1851). Balakirev,
sin embargo, apoyado por el crítico Vladimir Stasov, quería instaurar una
escuela de composición sinfónica rusa con sus dos Oberturas sobre temas
rusos (1858, 1862), muy cercanas al modelo de Glinka aunque siguiendo la
forma sonata modificada. La primera obertura ofrece el mismo contraste
lento-rápido entre sus dos primeras melodías tradicionales y unas relaciones
semejantes entre las claves, mientras que la longitud de las frases de tres
compases de los dos temas rápidos recuerdan una de las melodías de
Kamarinskaya . En la segunda obertura, que luego sería el poema sinfónico
Rusia , Balakirev dio con una forma innovadora de armonizar una canción
tradicional modal que enfatizaba su nota tónica alternativa y evitaba la
armonía dominante y verdaderas cadencias a favor de la subdominante. Esta
aproximación a la tonalidad, que pasó a ser conocida como «modo ruso
menor», fue utilizada por muchos compositores rusos posteriores como un
elemento propio del estilo nacional aunque no incorporasen ningún
componente folclórico. A la vez, Balakirev favoreció las modulaciones
abruptas y la relación entre las tonalidades típicas en aquella época del
Romanticismo progresista, sobre todo de Liszt. A este respecto, el estilo de
Balakirev se asemeja a —a la vez que intensifica— lo que Beethoven hizo
con las canciones tradicionales escocesas. Rimski-Korsakov siguió su
ejemplo con su Obertura sobre temas rusos op. 28 (1866), Fantasía sobre
temas serbios (1867) y Obertura de la gran pascua rusa (1888) 100 .
Muchas obras rusas no sinfónicas hacen referencias locales a «cambios
ambientales», canciones tradicionales y fuertes contrastes entre secciones
lentas y rápidas.
Se dice que el acercamiento reiterativo y de ambiente cambiante a la
forma sinfónica codifica en la estructura musical un aspecto de la ideología
eslavófila de los compositores kuchka . Se afirmaba que la vida de los
campesinos rusos, encadenada a los eternos ciclos de las estaciones y a la
religión ortodoxa, era superior a la moderna sociedad occidental liberal, que
desgraciadamente Pedro el Grande impuso a Rusia. Las estáticas formas
repetitivas de los rusos y su interés por el timbre y una orquestación
innovadora contrastan también con los procesos de desarrollo continuo en
las sinfonías de Beethoven 101 . Sin embargo, a pesar de toda su retórica
eslavófila, los compositores kuchka nunca cortaron sus vínculos con el
lenguaje del «núcleo» musical alemán. Es cierto que su proyecto musical
dependía de un sentimiento de distanciamiento parcial del lenguaje
universal. Su escritura sinfónica tenía su propia lógica, que incluía
establecer vínculos entre temas aparentemente opuestos (ya presentes en
Kamarinskaya) y el posicionamiento de los movimientos en forma sonata
en «un marco de introducción-coda» 102 . En el primer movimiento de su
Sinfonía n.° 1 en Do (1864, 1897) Balakirev combina la presentación
temática repetitiva con la tradicional manipulación motívica y la
contracción de las frases para aumentar y reducir la tensión de formas
estrechamente relacionadas con la composición sinfónica convencional 103 .
Rimski-Korsakov utilizó canciones tradicionales rusas, en parte bajo la
supervisión de Balakirev, en dos movimientos de su Sinfonía n.° 1 en Mi
bemol menor (1865; revisada en 1884). Encontramos variaciones
estructurales en los movimientos lentos. Lo mismo ocurre, de manera más
libre, en la introducción del primer movimiento de su Sinfonía n.° 3 en Do
(1873, 1886). En otros aspectos, sin embargo, estas obras están firmemente
ancladas en la tradición sinfónica y son deudoras de Schumann. La
transición entre los temas del primer movimiento de la n.° 3 es suave y muy
refinada, señalando la aspiración a la maestría convencional sinfónica más
que a la yuxtaposición y a los contrastes fuertes. La Sinfonía n.° 2 de
Rimski-Korsakov es música nacional de otro tipo: sigue una historia árabe
de Osip Ivanovich Senkovski (1800-58) y utiliza melodías árabes de Album
des chansons arabes, mauresques et kabyles (1863), de Salvator Daniel, y
de Esquisse historique de la musique árabe (1863), de Alexander
Christianovich. El compositor escribió cuatro versiones entre 1868 y 1903,
y finalmente la tituló Suite sinfónica: Antar, ya que no tenía nada de
sinfónico excepto los movimientos (cuatro). Sin embargo, al hacerlo dejó de
lado los ideales del grupo kuchka y recurrió a una concepción tradicional de
la sinfonía que habría contado con la aprobación de Rubinstein, en relación
con el cual esta obra se toma cierta licencia 104 .
La Sinfonía n.° 2 en Si menor de Borodin fue popular entre el público
occidental, que escuchaba en ella un fuerte regusto ruso. Stasov la llamaba
la sinfonía «Heroica», y sostenía que Borodin tenía un programa para tres
de los cuatro movimientos: el primero describe una reunión de guerreros
rusos; el tercero, al antiguo bardo Bayan, y el cuarto, una escena de los
héroes en un banquete. Únicamente el scherzo utiliza auténtico material
folclórico, pero el resto proyecta una sensación similar de heroica e incluso
primitiva fuerza. El final es un conjunto de danzas eslavas que mezclan
métricas binarias y ternarias con gran presencia de la percusión —a modo
de detalle «primitivo»—, pero que también está fundido en una estructura
similar a la forma sonata, que ilustra la tangencial pero muy real relación
con la tradición sinfónica alemana. César Cui, en una reseña de la sinfonía
en 1885, hablaba de «una fuerza indomable, elemental. La sinfonía está
impregnada de rasgos de la nacionalidad rusa, pero una nacionalidad de
tiempos remotos; la Rus es perceptible en esta sinfonía, pero la primitiva
Rus pagana». También hablaba de «un pensamiento y una expresión
severos» que coexistían con «costumbres sagradas occidentales», la
paradoja básica sobre la que el proyecto del kuchka floreció. Finalmente,
Cui insistía en la originalidad del compositor. Para el crítico, los temas del
primitivismo y del genio original recuerdan la acogida por parte de los
románticos de la música tradicional escocesa y el planteamiento sobre la
música culta expuesto por Herder 105 .
Piotr Illich Chaikovski (1840-1893) abrió un camino entre Rubinstein y
el kuchka; fue uno de los primeros graduados del Conservatorio de San
Petersburgo. Desde su juventud tuvo una técnica depurada y consiguió
hacer carrera como compositor profesional, pero a veces siguió los
principios kuchka; durante una época trabajó estrechamente con Balakirev y
más tarde fue amigo de Rimski-Korsakov. La estética tradicionalista de
Chaikovski tendía a reservar las canciones tradicionales para el final de las
composiciones instrumentales y de los tríos de los scherzos, siguiendo el
mismo patrón que Haydn y observando el decorum estilístico (escogiendo
el estilo adecuado para la labor que le ocupaba). Su Primera Sinfonía (1866,
revisada en 1874) comienza con un tema estructurado en unidades de tres
compases como las de Kamarinskaya y la primera obertura de Balakirev; el
tema del segundo movimiento es la estilización de la típica «prolongación»
de una canción tradicional rusa con variaciones; el final recoge una canción
tradicional rusa, sometida al estilo «cambio de fondo». Su Tercera Sinfonía
es conocida como «Polaca» por su polonesa final, pero el título no se lo
puso Chaikovski, y esta sinfonía se encuadra en el grupo de sus suites para
orquesta, que fueron compuestas en lo que Richard Taruskin denomina,
siguiendo a George Balanchine, «estilo imperial», en el que la polonesa
desempeña un papel fundamental 106 . Si esta es música nacional, entonces
Rusia, no Polonia, está representada por medio de una concepción
jerárquica de la nación. La principal contribución sinfónica de Chaikovski a
la música nacional es su Sinfonía n.° 2 en Do menor, conocida como
«Pequeña Rusia» (es decir, Ucrania; 1872-1881). Es en ella donde
Chaikovski se acerca más al kuchka , sobre todo al final, en el que una
veloz danza ucraniana se repite contra un fondo cambiante. Esta técnica
también aparece de forma fugaz en la lenta introducción del primer
movimiento, acompañando a un tema tradicional interpretado con el
característico énfasis ruso de la subdominate al final de cada frase. El
retorno de esta melodía para trompa al final del movimiento sigue la
estructura de dos oberturas de Balakirev, pero también evoca recuerdos de
la tradición austrohúngara y el majestuoso tema para trompa de la Sinfonía
en Do mayor, «La grande», de Schubert. El tema también es llevado hasta
la sección de desarrollo: una profundización de la síntesis del proceso
sinfónico y el folclore. En el tercer movimiento los elementos se mantienen
separados; las secciones externas están en forma de sonata y únicamente el
trío tiene una canción tradicional 107 .
Las dos sinfonías de Glazunov (1865-1936) fueron escritas cuando era
un adolescente prodigio y beben de las técnicas kuchka y de material
folclórico. La primera se llama «Eslava». Sin embargo, a partir de entonces
Glazunov abandonó toda actitud antioccidental y en sus seis sinfonías
siguientes combinó planteamientos rusos y alemanes. La n.° 3 se la dedicó a
Chaikovski, y la n.° 4, a Anton Rubinstein. Un acercamiento similar lo
podemos encontrar en las sinfonías de Vasili Kalínnikov (1876-1901) e
incluso, en la dirección opuesta, en el mismo Rubinstein 108 . A principios
del siglo XX casi no se utilizaban los materiales de la música tradicional en
las sinfonías rusas; más bien se vira hacia fuentes de carácter religioso, con
Rachmaninov a la cabeza, evocando las campanas y el canto ortodoxo,
sobre todo en su Segunda Sinfonía (1907).
Fuera de Rusia, una de las sinfonías más exitosas a la hora de incorporar
música tradicional fue Symphonie sur un chant montagnard français
(Sinfonía sobre un aire montañés francés, 1886) de Vicent d’Indy (1851-
1931), a veces denominada Symphonie cévenole . Como educador, D’Indy
tuvo una gran influencia sobre la siguiente generación de compositores de
música nacional. Procedía de una familia aristocrática sólidamente
arraigada en la región de Ardèche, en el sur de Francia. Era
empecinadamente patriótico y se oponía de lleno a la secular y burguesa
Tercera República, lo que lo llevó a hacer campaña por la reforma cultural y
social y a promocionar el catolicismo regional frente al republicanismo
oficial estatal. Para reformar la música francesa dirigió su mirada hacia la
universalidad de la tradición moderna alemana, inspirándose sobre todo en
Beethoven y Wagner. Su mentor musical, César Franck, encontró la forma
de conciliar las innovaciones técnicas de Liszt y Wagner con la tradición
musical instrumental abstracta, incluyendo el uso de temas «cíclicos» que
son recurrentes en diferentes movimientos. Para D’Indy la música era un
arte ético y ennoblecedor. La sinfonía era para él el mayor reto compositivo,
y procuró superar las tradiciones francesas de música orquestal ligera y, de
alguna manera, germanizar la música francesa para que hablase en nombre
de una nación regenerada. Por lo tanto, aunque su fin último era volver a
conducir a Francia hacia su destino como cultura universal, temporalmente
la convirtió en parte de la «periferia» musical con respecto a Alemania, lo
que pudo haber facilitado el uso de música tradicional en una sinfonía. Con
la Symphonie cévenole, D’Indy «trasplantó» la sinfonía abstracta de su
hogar alemán a la campiña francesa.
El movimiento folclorista llegó a Francia en la segunda mitad del siglo
XIX , y D’Indy era amigo del musicólogo y folclorista Julien Tiersot, autor
de Histoire de la chanson populaire en France (1889). El mismo D’Indy
publicó Chansons populaires du Vivarais (1892). El tema de la sinfonía es
una canción montañesa que D’Indy escuchó y anotó en Cévennes en 1885,
mientras paseaba por la montaña. Se transmite una sensación de aire libre
cuando el corno inglés presenta el tema al comienzo, con la descripción del
paisaje en el movimiento lento, el evocativo estruendo de las campanas al
final del desarrollo del primer movimiento y la insinuación de festividades
locales al final 109 . La Symphonie cévenole es un híbrido de géneros: la
inclusión de una parte importante para piano solo y el hecho de que se
restringiese a tres movimientos en lugar de cuatro hacen pensar en un
concierto. Sin embargo, no es un concierto convencional para virtuoso, ya
que la parte para piano, aunque difícil, es principalmente de
acompañamiento, participando en texturas sumamente inventivas, a menudo
junto al arpa. Esta obra se basa en técnicas sinfónicas modernas. Hay dos
temas cíclicos, uno de los cuales es el aire de montaña, la base para los
temas principales de los tres movimientos, que en la transformación
temática es manejado un poco a la manera de Liszt, aunque también
recupera su forma original en momentos silenciosos. La versión original y
completa del aire de montaña se sitúa fuera de la parte en forma de sonata
del primer movimiento, formando otra sección de introducción-coda. El
tema en sí es métricamente complejo, y alterna dos compases de 6/8 con
tres de 9/8, relacionando ritmos binarios con ternarios (Ej. 2.5 [i], compases
3-4 ,5-6, 9-10, contando pulsos de negra con puntillo). Cuando el tema
principal de la parte en forma sonata del primer movimiento aparece, es
presentado en un compás ternario regular, a pesar de que la melodía (en los
instrumentos graves de la orquesta) se basa en la canción tradicional (Ej.
2.5 [ii]). En el final, el tiempo quíntuple implícito se lleva a cabo de manera
más completa. Estos sutiles procesos métricos sustituyen hasta cierto punto
el desarrollo motívico sinfónico convencional 110 .
Las posteriores actividades pedagógicas y literarias de D’Indy le
involucraron en las políticas culturales, y desarrolló una suerte de escuela
de composición con cierta orientación hacia la música nacional y la canción
tradicional, aunque sus miembros eran de diferentes nacionalidades. En
1894 D’Indy participó en la fundación de un nuevo conservatorio, la Schola
Cantorum, que desafiaba al Conservatoire National de Musique, una
institución pública que controlaba la educación musical en Francia y que se
centraba en formar a los compositores para que escribiesen ópera
contemporánea. D’Indy concibió un «código» que ligaba sus nuevos
valores culturales a ciertos géneros, estilos y repertorios, creando un
simbolismo nacionalista que aunaba arte, política y religión y que exponía
un programa cultural opuesto al del Estado 111 . El plan de estudio de la
Schola subrayaba la importancia del contrapunto y los estudios históricos
de composición, y se inspiraba en la reivindicación que hizo el propio
D’Indy del canto gregoriano y la música de los siglos XVI y XVII . La Schola
invitaba a sus alumnos a participar en la larga tradición europea,
estableciendo un canon de las grandes obras del pasado sobre las que
construir. D’Indy presentó su modelo en un tratado, Cours de composition
musicale (1903-1950), en el que describía una sinfonía por analogía con
una catedral. La sinfonía transmitía un mensaje moral y tenía el poder de
mejorar la sociedad 112 .
Ej. 2.5 D’Indy, Symphonie cévenole, primer movimiento (reducción): (i) compases 1-10; (ii)
compases 27-30.

En la primera década del siglo XX , al comienzo del affaire Dreyfus, las


artes se estaban politizando mucho en Francia, con agrupaciones
nacionalistas de extrema derecha como la Ligue de la Patrie Française y
Action Française profundamente interesadas por la cultura como medio
para anticipar sus programas de renovación nacional 113 . D’Indy era
miembro de la Ligue, y utilizó sus recursos para promocionar su programa
educativo. Era ferozmente antisemita, y siguió la estela de Wagner en sus
ataques a los compositores judíos, aunque no todos los estudiantes de la
Schola estaban contra Dreyfus.
Muchos de los miembros del círculo de estudiantes y colegas de D’Indy
estaban interesados en la música folclórica y las culturas regionales
francesas, así como en la música antigua. El bretón Guy Ropartz (1864-
1955) utilizó canciones tradicionales en su obra de estilo franckiano
Symphonie sur un thème breton (1894-1895), y Déodat de Séverac (1872-
1921) utilizó la música de su Languedoc natal en su Sonata para Piano
(1898-1899). De alguna forma, Joseph Canteloube (1879-1957) tenía unos
antecedentes similares a los de D’Indy. Aunque nacido en París, varias
generaciones de su familia procedían de una región del sur de Francia, en su
caso Auvernia. Desde sus primeros años hasta el final de su vida realizó
excursiones campestres para investigar las canciones tradicionales, que
publicó en antologías para voz y acompañamiento o para coro. Canteloube
es conocido sobre todo por sus Chants d’Auvergne (1923-1954), el más
conocido de los cuales es el exuberantemente orquestado «Baïlèro». Era el
típico producto de la Schola, en la medida en que su interés por la
compilación de canciones tradicionales era fomentado por su sólida técnica.
D’Indy dejó un legado en el sur de Europa, América Latina y más allá,
sobre todo en compositores de aquellos países que incorporaron las
canciones folclóricas a la forma sonata y a las ideas sinfónicas, como
Joaquín Turina (1882-1949; España) y Ahmed Adnan Saygun (1907-1991;
Turquía).
Probablemente la sinfonía más famosa que utilizó material folclórico es
la Sinfonía n.° 9 en Mi menor de Dvořák, «Del nuevo mundo» (1893). Esta
obra, sin embargo, está repleta de ironías. Dvořák vivió en América entre
1892 y 1895, tras haber sido contratado para dirigir el nuevo Conservatorio
Nacional de Música por la filántropa Jeanette Thurber, que quería a un
músico europeo de renombre que pusiese en marcha la institución y crease
una escuela de música americana. Su nombramiento fue precedido de gran
publicidad. Dvořák estaba en estrecho contacto con los críticos musicales y
periodistas americanos, y la dimensión nacional de la sinfonía fue
publicitada antes del estreno y tuvo gran importancia en su primera acogida.
La música fue incorporada a los continuos debates sobre la identidad
cultural americana, su grado de independencia respecto a la cultura europea
y su diversidad étnica. Dvořák conoció de primera mano la música de las
plantaciones sureñas a través de su estudiante negro Henry Burleigh y
estudió las melodías amerindias. A este respecto, dio su punto de vista en
un artículo en el New York Herald, «The real value of Negro melodies». El
estilo al que llegó Dvořák en sus obras compuestas en América, como la
«Sinfonía del Nuevo Mundo», el Cuarteto «Americano» op. 96, la Suite
«Americana» op. 98 y las Canciones Bíblicas op. 99, se caracteriza por
alternar el lirismo y una fulgurante energía rítmica, los ritmos sincopados,
las armonías plagales (subdominantes), una figura rítmica característica
similar a un «chasquido», con una nota breve en el acento, las escalas
pentatónicas y los fragmentos de éxtasis armónico que pretenden sugerir
paisajes. Las obras con múltiples movimientos tienen bases programáticas,
y hay rememoraciones cíclicas entre movimientos. El carácter y el contraste
temáticos, de gran intensidad, se superponen al desarrollo temático. En la
sinfonía hay citas reales o aparentes de canciones afroamericanas (incluida
«Swing Low, Sweet Chariot»), y en los movimientos internos, una
exposición basada en The Song of Hiawatha de Longfellow, ambos
elementos reconocidos públicamente 114 . Este estilo era uno de los varios
entre los que el Dvořák compositor había aprendido a moverse según la
ocasión, pasando de la abstracción brahmsiana en su música de cámara
escrita para los alemanes y austriacos a los flexibles modismos «eslavos»
para sus danzas, la música nacional checa a la manera de Smetana para su
obertura «Husita» y el estilo oratorio en los encargos corales para los
festivales provinciales ingleses. Los músicos americanos que contrataban la
música de Dvořák y debatían sobre ella querían conciliar la música culta y
las músicas populares de diferentes estilos; en este sentido, su música
americana es el primer paso de un proceso que fue mucho más lejos en la
música culta americana posterior. Pero en ese momento sus mecenas
querían que un europeo lo hiciese por ellos. Dvořák escribió una sinfonía
que sonaba como en aquel momento debía sonar la «música nacional», no
importa cuáles fueran las fuentes. Al mismo tiempo, la obra era
clásicamente sinfónica: la forma de los movimientos es tradicional y
diáfana, y en el primer movimiento una transición vincula los diferentes
temas de la exposición con no menos delicadeza que en la Tercera Sinfonía
de Rimski-Korsakov.
La formula de la música americana de Dvořák fue puesta en práctica por
la siguiente generación de compositores americanos, incluidos Arthur
Nevin (1871-1943), Charles Wakefield (1881-1946) y Henry F. Gilbert
(1868-1928), todos los cuales recogieron canciones afroamericanas o
amerindias y las incorporaron a sus composiciones de estilo clásico. Estas
obras no han sobrevivido como parte del repertorio de concierto, y se han
encontrado con las objeciones predecibles. El crítico y compositor
conservador Daniel Gregory Mason la designó como «la música de la
indigestión», mientras que la historiadora Barbara Tischler habla
despectivamente de «nacionalismo musical americano por citas» 115 .

Las rapsodias

La rapsodia —un nombre que sugiere la libertad de improvisación del


artista romántico— presenta menos complejidades para el compositor que
las sinfonías de la música nacional inspirada en el folclore. En ella el
compositor, que a veces también era el intérprete, no tenía que preocuparse
por el desarrollo motívico y podía actuar como un antiguo bardo, evocando
el Volksgeist y la nación, al principio en la nebulosa antigüedad y más tarde
en el presente y heroicamente, con formas que variaban de una pieza a otra.
El término «rapsodia» fue utilizado por primera vez como título genérico en
música para canciones de finales del siglo XVIII y posteriormente, a
principios del siglo XIX , para piezas de teclado para aficionados que
imitaban de manera accesible los extremos expresivos de famosos virtuosos
del teclado contemporáneos. Hasta la segunda mitad del siglo la rapsodia no
se transformó en una pieza heroica para orquesta vinculada a sentimientos
nacionales. Esto se debió en gran medida a Liszt, que convirtió la rapsodia
en una pieza para virtuosos del piano en sus diecinueve Rapsodias
húngaras para piano (n.° 1-15, 1846-1847, publicadas en 1851-1853; n.°
16-19, publicadas en 1882-1885), concebidas originalmente como Magyar
dallok/Ungarische National-Melodies (1839-1840), y sus sucesoras, seis
Magyar rhapsodiák/Rhapsodies hongroises 116 .
En noviembre de 1839 Liszt volvió a Hungría por primera vez desde su
niñez: ya gozaba de fama internacional, y era el húngaro vivo más célebre.
En aquella época Hungría estaba sumida en una lucha política por conseguir
su independencia de Austria. Liszt era aclamado como héroe nacional, se le
rindieron honores en una ceremonia en el Teatro Nacional y tomó la
costumbre de tocar en público su arreglo de la Marcha Rákóczy, una
melodía prohibida por las autoridades. Sin embargo, a juzgar por las
composiciones publicadas, Liszt aún no era un compositor nacional, pero
tomó la decisión de serlo. Liszt conocía desde su juventud la música de los
romanís, pero ahora empezó a tomársela más en serio, escuchando
atentamente a las bandas de «gitanos» y escribiendo sobre sus
interpretaciones. Las Rapsodias húngaras son obras seccionales con fuertes
cambios de tempo, que evocan melancolía y éxtasis y evolucionan hasta
alcanzar un apasionado clímax. Evocan el estilo verbunkos (la palabra que
quiere decir «reclutamiento», ya que la música está relacionada con el
reclutamiento por parte del ejército austriaco) que tocaban las bandas
romanís, incluidos los efectos de címbalo, la «escala bizantina» (o escala
doble armónica menor) con la melancolía que aporta la segunda aumentada
y otras característica rítmicas, melódicas y armónicas. La pregunta de si
Liszt utilizó material verdaderamente folclórico es compleja. Los romanís
que interpretaban esta música eran músicos profesionales, no campesinos, y
ni se consideraban húngaros ni las clases instruidas húngaras para las que
tocaban les consideraban como tales. Algunas de las melodías de las que
hizo uso Liszt habían sido compuestas por húngaros de clase alta antes de
que los romanís se apropiaran de ellas. El estilo de las rapsodias, aunque
intensificado, no era algo nuevo en la tradición europea: el style hongrois se
remonta al siglo XVIII y se había convertido en una forma musical
característica en Haydn, Beethoven y, sobre todo, Schubert. Este estilo
hundía sus raíces en canciones y bailes húngaros, pero primero fue filtrado
a través de las actuaciones públicas y las interpretaciones tradicionales de
los romanís, y posteriormente por la tradición de los compositores 117 .
Irónicamente, el propio Liszt se identificaba con los romanís en la misma
medida que con los campesinos húngaros, y se sentía atraído por su
virtuosismo instrumental y su nomadismo. Confundió los orígenes de parte
de esta música y lio las cosas aún más en su ampuloso y controvertido libro
Des Bohémiens et de leur musique en Hongrie (1859), donde atribuyó por
completo el estilo a los romanís, lo que supuso que los nacionalistas
húngaros le acusasen de traidor. Todo esto en lo que concierne a las
primeras quince rapsodias: las cuatro últimas, compuestas treinta años
después, muestran un estilo nuevo extremadamente cromático que Liszt
cultivó a partir de la década de 1860 y en el que los elementos «gitanos» se
minimizan 118 .
Probablemente, Liszt subestimó los vestigios de la genuina música
tradicional húngara —la música de los campesinos magiares— preservados
en sus Rapsodias húngaras. Pero el significado histórico de estas piezas es
independiente de la cuestión de su autenticidad. Liszt elevó un género (la
rapsodia) y un estilo exótico y característico (style hongrois) a la categoría
de música para concierto virtuoso, y lo dotó de expresión heroica y épica.
Su ejemplo fue seguido por compositores de rapsodias nacionales como
Svenden (cuatro Rapsodias noruegas para orquesta, 1876-1877); Dvořák
(tres Slavonic Rhapsodies, 1878-1879); Lalo (Rapsodie norvégienne, 1879);
Mackenzie (Rhapsodie écossaise; Burns: Scotch Rhapsody n.° 2 , 1779-
1880); Chabrier (España, rapsodie pour orchestra, 1883); Albéniz
(Rapsodia española para piano y orquesta, 1887); Saint-Saëns (Rapsodie
d’Auvergne, para piano, 1884; Rapsodie Bretonne, 1891); Rachmaninov
(Rapsodia rusa, 1891, para dos pianos); Enescu (dos Rapsodias rumanas,
1901); Stanford (seis Irish Rhapsodies, 1902-1922); Vaughan Williams (tres
Norfolk Rhapsodies, 1905-1906); Delius (Brigg Fair: An English Rhapsody,
1907); Ravel (Rapsodie espagnole, 1908); Casella (Italia: Rapsodia para
orquesta, 1909); Finzi (A Severn Rhapsody, 1923), y Bloch (America: An
Epic Rhapsody for Orchestra, 1926). Rhapsody in Blue (1924), de
Gershwin, también es parte de esta tradición. La mayoría de estas obras
aluden de una u otra forma a música vernácula. Son muy variadas en cuanto
a forma y orquestación —la mayoría son orquestales, pero algunas incluyen
instrumentos solistas, mientras que otras siguen un programa, al igual que
los poemas sinfónicos—, aunque abundan el carácter intenso y los detalles
improvisados, en la tradición de Liszt. La mayoría de las rapsodias
nacionales aluden a naciones de la «periferia» nacional, aunque los
compositores provengan del «centro», como es el caso de las rapsodias
españolas de compositores franceses. «Las rapsodias alemanas» son muy
infrecuentes, si es que existe alguna.

Fantasía

Durante gran parte del siglo XIX la fantasía musical estuvo relacionada con
la rapsodia por su libertad formal y su predisposición a la improvisación:
sería difícil establecer diferencias sustanciales entre ambos géneros. Sin
embargo, a principios del siglo XX hubo una tendencia en Inglaterra a
definir un tipo de «fantasía» según el modelo de la fantasía para viola de
estilo jacobeo 119 *. El acaudalado músico amateur Walter Willson Cobbett
organizó concursos para estimular a los compositores ingleses modernos a
escribir fantasías para grupos de cámara y después encargó doce de estas
obras, aunque, aparte de la instrumentación, especificaba poco respecto al
género. Se presentaron casi setenta obras a ambos concursos, que eran
reflejo de un resurgimiento más extenso del estilo Tudor en la cultura
inglesa entre 1890 y 1914, pero no solo en la música, sino también en otros
campos, como la arquitectura y el diseño. En la música fue parte de un
deliberado «Renacimiento» inglés. Se pensaba que el retorno al espíritu de
la música Tudor y jacobea sortearía los siglos intermedios de expansión
comercial y colonial, un periodo en el que la composición musical no
prosperó en Inglaterra y los ingleses importaron la mayoría de su música.
Entre 1910 y 1912 Vaughan Williams compuso cuatro piezas llamadas
fantasías: Fantasia on English Folk Songs para orquesta (1910), Fantasia
on a Theme by Thomas Tallis para doble orquesta de cuerdas y cuarteto de
cuerdas (1910, revisada en 1913, 1919), Phantasy Quintet, encargo de
Cobbett, para dos violines, dos violas y chelo (1912), y Fantasia on
Christmas Carols para barítono, coro mixto y orquesta (1912). Aunque no
la escribió para Cobbett, The Tallis Fantasia es una de las obras más
famosas creadas por un compositor inglés, e incluso hoy en día se resalta su
singular sonido «inglés». El éxito de esta evocativa pieza se debe a que es
una síntesis moderna de elementos históricos: el género jacobeo
transformado en una pieza para orquesta de cuerda; varias tradiciones de
música coral sacra, incluido el tema del salmo «Why fum’th in fight the
Gentiles spite», del compositor de la época Tudor Thomas Tallis (1505-
1585); la concepción espacial de la obra y la imaginativa instrumentación
para doble orquesta de cuerdas y solistas, con efectos antifonales que
sugieren cantos corales y que parecen corresponder con el estilo
perpendicular inglés del periodo Tudor de la catedral de Gloucester, donde
se estrenó en el Three Choirs Festival; el estatus de este festival como una
gran tradición musical inglesa; las pinceladas de «una pintura paisajística»
en términos musicales, y, por último, pero no por ello menos importante, el
uso de modismos de canciones tradicionales —aunque, que se sepa, no sean
citadas de forma directa—.
Vaughan Williams creía en la influencia de las canciones tradicionales en
la música eclesiástica, tanto en el canto llano como especialmente en la
música sagrada Tudor, que, según sostenía años después, tuvo su origen en
costumbres específicamente inglesas más que en la tradición compositiva,
razón por la que los historiadores musicales tenían la impresión de que
había surgido «de la nada» 120 . El primer elemento motívico que aparece
en la Tallis Fantasia consiste en fragmentos de temas de Tallis para
instrumentos graves; le sigue directamente una emulación del antiguo estilo
eclesiástico organum (una forma de armonizar una melodía con voces
paralelas propia de la música medieval). A continuación, dos presentaciones
del tema de Tallis en modo frigio, el segundo una apoteosis extática que
parece hecha para llenar el espacio arquitectónico. El mismo principio de la
obra sugiere un amplio paisaje con lentos y ampliamente espaciados
acordes. Esta forma de evocar vastos espacios era habitual en la música
nacional, y ya había sido usada por Vaughan Williams en su Norfolk
Rhapsody n.° 1. La introducción del tema tradicional es postergada hasta
presentar otros signos de la identidad inglesa y de haber creado la atmósfera
requerida 121 . Del silencio que se produce tras la apoteosis surge un solo de
viola que presenta una melodía de estilo tradicional a la manera de una
rapsodia; a continuación, se le une un solo para violín formando un dueto.
En este punto la música pasa de los grandiosos gestos históricos y místicos
a la escala humana y, a la vez, hace referencia a la fantasía para viola de
estilo jacobeo. Por lo tanto, la Tallis Fantasia evoca la antigüedad y el gran
alcance de la historia cultural y musical inglesa. La síntesis de Vaughan
Williams excluye ostensiblemente ciertos elementos musicales (la forma de
sonata, el cromatismo wagneriano) y combina temas religiosos,
arquitectónicos, paisajísticos, música de cámara y canciones tradicionales
con el fin de proyectar una concepción de la nación inglesa y su identidad y
destino, ambos incluidos en la tradición y anhelantes de una renovación
cultural.

La música tradicional y el modernismo

La música tradicional se convirtió en un asunto de profundo interés para los


compositores de la generación modernista de principios del siglo XX , como
Janáček, Bartók, Stravinski, Falla y Szymanowski. En aquel momento, los
etnógrafos se mostraban más sistemáticos y realizaban más investigaciones
que nunca, y la veracidad de las fuentes era un tema primordial para los
modernistas. Bartók despreció los esfuerzos nacionalistas de Chopin y
Liszt, en los que encontraba demasiado poco folclore auténtico, demasiado
exotismo y una excesiva «banalidad» en el arte de componer. La percepción
de la música tradicional como algo fuerte y tosco encajaba con la estética
modernista del primitivismo y su deseo de superar las añejas convenciones
de la cultura burguesa decimonónica. Ya no era necesario clasificar las
composiciones modernistas por géneros, ya que cada vez más obras eran
consideradas sui generis, trascendiendo la clasificación genérica o
mezclando los géneros de manera irrepetible. Sin embargo, en sus
composiciones la función de la música tradicional reflejaba de diversas
maneras los viejos imperativos del Romanticismo, y dedicaron más tiempo
que nunca a realzar el genio original del artista y la autenticidad que la
gente corriente había aportado a esta música. La música tradicional se
convirtió en una herramienta para reformar y renovar el lenguaje musical
que permitía afrontar los problemas compositivos y encontrar un «estilo»,
no solo una forma de conseguir un sabor exótico o de invocar al Volkston .
Las estructuras modales y rítmicas de las fuentes tradicionales suscitaban
especial interés. Stravinski, Bartók y Falla encontraron formas de
transformar esas estructuras modales en estructuras cromáticas. Este
sistema sortearía el lenguaje tonal del último Romanticismo alemán
(Wagner y Richard Strauss) con un nuevo cromatismo que ya no estaba
basado en una tonalidad mayor/menor armónica. Pero una etnografía más
científica y una asimilación más sistemática no derivaron directamente en
una mayor presencia de lo nacional en la música culta, porque a menudo los
esfuerzos de los modernistas no terminan de encajar en la categoría de la
música nacional tal y como se entiende en este libro. Algunos produjeron de
manera deliberada híbridos étnicos o culturales, otros rechazaron el amplio
interés popular en sus países de origen, mientras que otros se inspiraron en
la música tradicional solo de forma intermitente.
La música más conocida de Igor Stravinski (1882-1971) fue compuesta
para los Ballets Rusos de Sergei Diaghilev: los tres extraordinarios ballets
L’oiseau de feu (El pájaro de fuego, 1910), Petrushka (1911) y Le sacre du
printemps (La consagración de la primavera, 1913) y el híbrido Les noces
(Las bodas; empezado en 1914 y estrenado en 1923). Los ballets quedan,
en diferentes grados, a la sombra del mentor de Stravinski, Rimski-
Korsakov, y extienden el vocabulario de la música culta nacionalista rusa.
Diaghilev trataba de llegar a un público parisino enormemente influido por
una aristocracia internacional que buscaba en el kuchka la «auténtica» —
que para el grupo significaba exótica— música rusa. Las innovaciones de
L’oiseau se encuentran principalmente en los diseños y los decorados, que,
como señala Richard Taruskin, reflejan un «neonacionalismo» ruso, un
movimiento artístico similar al arts-and-crafts inglés, que tenía algunos de
los mismos objetivos que los modernistas musicales en su búsqueda del
«estilo» e intentaban hallarlos en el folclore 122 . En la música de
Petrushka, a pesar de que le debe poco a Rimski-Korsakov, Stravinski
desprecia un principio del kuchka al utilizar fuentes de origen urbano en
lugar de rurales: los efectos de concertina y de caja de música, las melodías
para organillo y el griterío callejero. Anteriormente, los nacionalistas rusos
tildaban esta música de degenerada. Taruskin afirma que la primera
coincidencia entre folclore y modernismo en Stravinski se da en el primer
tableau, en el que el compositor intenta hacer un retrato fiel del «pregonero
del carnaval», un personaje tradicional cuya labor es atraer a la multitud a
una caseta de feria con melodías improvisadas (pribautki) con una
monotonía aguda de pareados de longitud desigual. Stravinski escribe
fragmentos rítmicos estáticos y aditivos de extensión variable que empiezan
y acaban de forma inesperada, una técnica que llegó a ser fundamental en
sus composiciones posteriores 123 . Le sacre es conocida por su deliberado
barbarismo, pero junto a los acentos brutales, las bruscas disonancias y el
tema del sacrificio humano (práctica de la que no tenemos evidencia en la
Rusia prehistórica), hay innovaciones estructurales en el ritmo y en la
organización tonal que se derivan de la música tradicional rusa y de Europa
del Este. Le sacre intensificó y extendió el proceso rítmico de Petrushka y
lo tematizó en el contexto ritual del ballet, por lo que el ostinato y la
irregularidad son fundamentales para toda la estructura rítmica. Es más,
Taruskin demuestra que Stravinski combinaba temas breves, modales,
derivados de toda la tradición folclórica, para generar escalas octatónicas.
Estas estructuras cromáticas octatónicas, que alternan la sucesión de tonos y
semitonos, habían sido populares entre los compositores rusos desde
tiempos de Glinka, y especialmente desde Rimski-Korsakov, pero siempre
se habían mantenido separadas del típico lenguaje diatónico de mayores y
menores, como un efecto reservado a personajes o hechos sobrenaturales.
Las alusiones a la música tradicional en las partituras también habían sido
diferentes a los pasajes octatónicos. De modo que Stravinski sintetizó dos
tradiciones rusas —el folclore y las técnicas decimonónicas de la música
culta—, pero lo hizo de una manera nueva que transformó el lenguaje
musical en un estilo típicamente modernista 124 .
Le sacre fue la culminación del renovado interés de comienzos del siglo
XX por el folclore ruso entre los estudiosos, historiadores y artistas
nacionalistas, que estaba animado por el ocultismo y el misticismo de la
época. Se pensaba que los antiguos paganos habían vivido en armonía con
la naturaleza, y el renacer de sus costumbres, incluidas las canciones,
danzas y conjuros, se consideraba un remedio a los excesos de la
civilización moderna. El colaborador de Stravinski en La consagración fue
Nicolai Roerich (1874-1947), pintor y experto en arte antiguo ruso, cuya
obra ya había puesto en primer plano los ídolos, las danzas rituales y los
lugares sagrados —precisamente las temáticas de La consagración —.
Stravinski y él intentaron crear un nuevo estilo de ballet omitiendo la
mímica y cualquier tipo de narrativa. Roerich buscaba la autenticidad
etnográfica en sus decorados y vestuarios, y las fuentes folclóricas
seleccionadas por Stravinski también eran bastante veraces, incluso por lo
que respectaba a los pasos del ritual. Utilizó las llamadas «canciones
ceremoniales», y en concreto las canciones de estación o de «calendario»,
vinculadas a los festivales en los que Roerich basaba la acción. Lo que no
está claro es qué parte es auténtico material folclórico y qué es invención o
transformación de Stravinski: el folclore se transformó en un estilo
moderno 125 .
Entre 1914 y 1920, los años del exilio en Suiza, Stravinski escribió ocho
composiciones sobre textos del folclore ruso, haciendo uso de materiales
musicales de coleccionistas eslavófilos publicados recientemente, gran
parte de ellos de origen provinciano y humilde. En aquella época Stravinski
seguía buscando alternativas a las normas compositivas tradicionales, y
desarrolló un estilo radical y abrasivo. Las fuentes para sus obras del
periodo de guerra incluyen el ritual de ceremonia de las bodas campesinas
rusas, los cuentos tradicionales y las melodías y rimas para niños. En sus
canciones de este periodo, los textos cantados son fórmulas breves y
sencillas (popevki) que se repiten en una métrica irregular, como por
ejemplo en las cuatro canciones publicadas como Pribaoutki (rimas o
melodías; 1914), instrumentadas para voz, flauta, oboe, clarinete, fagot,
violín, viola, chelo y contrabajo. Renard (1916; «La fábula del zorro, el
gallo, el gato y el carnero»; «Una alegre actuación») es la apropiación por
parte de Stravinski de las tradiciones de los skomorokhi (juglares itinerantes
rusos que ofrecían actuaciones satíricas), una fábula moral que se desarrolla
en una granja y que requiere de danza acrobática y canto 126 .
Les noces, una vez más estrenada por los Ballets Rusos de Diaghilev,
que tiene una instrumentación de cuatro solistas, coro mixto, cuatro pianos
y percusión y cuyo subtítulo es «Escenas coreografiadas», no es ni una
ópera, ni una cantata ni un ballet, y carece de una trama al uso. A diferencia
de los rituales de Le sacre, el ritual de las ceremonias de casamiento de los
campesinos rusos era una tradición cristiana vigente más que folclore
pagano prehistórico. Los largos y formalistas rituales de las bodas
campesinas se habían convertido en la representación de la vida campesina
rusa en la «alta» cultura mucho antes de Stravinski, y de hecho los
encontramos en óperas de Glinka y Rimski-Korsakov. Las fuentes
principales de Stravinski eran más recientes y precisas: una colección de
más de 1.000 canciones campesinas de boda publicada en 1911 127 . Pero él
continuó con su aproximación flexible a sus fuentes, evitando la
correspondencia exacta entre texto y melodías, creando sus propios y
flexibles popevki al estilo tradicional pero sin referencia específica a una
única fuente original y permitiendo que se combinaran en formas
determinadas por las escalas octatónicas 128 . Años después Stravinski se
dedicó a borrar sus huellas, tras afirmar que sus estudios etnográficos eran
inexistentes o muy superficiales, probablemente para distanciarse del
bolchevismo y, posteriormente, de las políticas culturales nacionalistas de
Stalin.
Sin embargo, en contraste con todo ese carácter ruso explorado por
Taruskin, debe establecerse de forma diferenciada una dimensión
paneslávica en la música de Stravinski. Su familia era polaca, y el nombre
Strawinski, relacionado con el río Strawa, es común en Polonia. Durante su
infancia, Stravinski pasó algunos veranos en el pueblo de Ustulig, ahora en
la frontera entre Ucrania y Polonia pero enclavado durante siglos en
territorio polaco, que antes de la división del siglo XVIII comprendía la
actual Bielorrusia, Ucrania, Lituania y parte de Rusia. Algunas de las
melodías de La consagración se asemejan a melodías de la región que
circunda Ustulig y han de considerarse más ucranianas o polacas que rusas.
En otras partes de La consagración, por ejemplo en la famosa melodía para
fagot del comienzo, Stravinski utiliza melodías tradicionales lituanas que
encontró en una antología de 1900 del cura polaco Anton Juszkiewicz.
Estas decisiones eran significativas: Polonia, por supuesto, era católica, no
ortodoxa —una destacable diferencia cultural—, y había sido la potencia
dominante en la Europa del Este durante siglos. En muchas óperas
nacionalistas del siglo XIX Polonia es señalada como la enemiga de Rusia
129 .
A diferencia de Stravinski, Béla Bartók (1881-1945) nunca intentó
ocultar sus fuentes folclóricas; además de compositor, era etnomusicólogo,
crítico y escritor musical, y quería publicitar la enorme diferencia, tal y
como él la entendía, entre las tradiciones de la música popular moderna,
especialmente lo que se consideraba «música nacional» húngara, compuesta
para la alta burguesía e interpretada por los romanís, y la genuina música
tradicional de los campesinos. Según Bartók, la música de los campesinos
húngaros se asentaba en principios modales bastante diferentes, diatónicos
o pentatónicos. Poco después de comenzar su investigación de la cultura
tradicional húngara junto a su amigo Zoltán Kodály en 1905 comenzó a
usar los modos como base estructural de sus propias composiciones. La
profusión de estructuras modales puede diluir la función tanto de la
dominante, que es vital para el sentido de dirección lógica, tan presente en
la música tonal, como de las notas principales, cuyos semitonos crean la
impresión de anhelo y de esfuerzo en la armonía cromática de los
compositores del siglo XIX . Pero Bartók fue más allá, usando fórmulas que
derivaban de los modos, tales como acordes de séptima o acordes basados
en cuartas perfectas, y repitiéndolas más por su sonoridad que por su
función dentro de una progresión lógica. Algunas veces los resultados
producen una sensación estática y de falta de desarrollo que recuerda a
Stravinski, y podríamos considerar que son atonales o que se alejan de un
centro tonal a través de la repetición y del énfasis retorico. Bartók también
sintió atracción por las estructuras tonales simétricas que se mantienen
idénticas al girarlas sobre un único «eje» tonal. De esta forma podía generar
estructuras cromáticas, incluyendo su colección de escalas octatónicas, a
partir de materiales folclóricos de forma similar a como lo hacía Stravinski.
Estas técnicas se encuentran por vez primera y de manera más obvia en
armonizaciones de canciones tradicionales como Catorce bagatelas para
piano op. 6 (1908) y Ocho canciones tradicionales húngaras para voz y
piano op. 47 (1905, 1917), pero también en obras más ambiciosas y
famosas como El castillo de Barbazul (1911-1917), Música para cuerdas,
percusión y celesta (1936), Concierto para orquesta (1943) y los seis
Cuartetos de cuerda 130 .
Pero ¿es la música de Bartók «nacional», de acuerdo con nuestra
definición? En 1906 Bartók y Kodály pidieron a los húngaros que les
ayudasen a realizar una compilación completa y erudita de las auténticas
canciones tradicionales, y sus constantes y denodados trabajos de campo
daban a entender que la cuestión estaba zanjada. Sin embargo, más tarde,
mientras Kodály se concentraba en el folclore húngaro, los intereses de
Bartók, tanto etnográficos como compositivos, se tornaron mucho más
amplios. Bartók recopiló material folclórico de gran parte del Imperio
Austrohúngaro en los últimos años de su existencia, incluyendo Hungría y
lo que ahora son Eslovaquia y Rumanía. Más tarde viajó a Turquía y al
norte de África. Todas estas fuentes étnicas le suscitaban el mismo interés,
como etnógrafo pero también como compositor. A partir de 1908 gran parte
de su música se basa en la «fusión» de modismos étnicos 131 . Bartók
propuso su propia música étnicamente híbrida en sustitución de la «mala»
música híbrida nacional húngara del siglo XIX (de la alta burguesía y los
gitanos) 132 . En su Suite de danzas (1923) fue más lejos, e incluso combinó
danzas árabes con otras fuentes, todo fusionado por medio de un ritornello
de estilo húngaro 133 .
El enfoque de Bartók se traslada constantemente desde los campesinos
puros, por un lado, hasta los problemas compositivos del autor de música
culta modernista, por otro, olvidándose de las clases medias urbanas y las
clases altas húngaras. En un ensayo de 1921 titulado «La relación del
folclore con el desarrollo de la música culta de nuestro tiempo» sostenía
que
la perfección artística solo se puede conseguir gracias a uno de los dos extremos: por un lado, el
folclore campesino presente en las masas, carente por completo de la cultura de aquellos que
habitan en las ciudades; por otro, el poder creativo de un genio solitario. La fuerza creativa de
alguien que tenga la desgracia de haber nacido entre los dos extremos conduce a obras estériles,
inútiles y deformadas 134 .

Estaba siempre en pos de la «autenticidad», tanto etnográfica como


artística, y esto suponía que la singular identidad étnica de los campesinos
no era de vital importancia. A pesar de que Stravinski y Kodály, afirma
se entregaron a la música tradicional de un país concreto […], quiero enfatizar que esta
exclusividad no es importante. La personalidad del compositor debe ser lo suficientemente fuerte
como para sintetizar los efectos de sus reacciones en la más amplia variedad de tipos de música
tradicional. Aunque probablemente solo reaccionará a la música tradicional que armonice con su
personalidad. Sería absurdo forzar una selección por razones externas, por ejemplo un
patriotismo mal entendido 135 .

Al mismo tiempo, puesto que muchas de sus obras iban dirigidas a un


público internacional de élite y no a las clases populares húngaras, el Bartók
modernista estaba adoptando un modismo «primitivo». A pesar de su
retórica antirromántica, en última instancia la apropiación del folclore por
parte de Bartók revela un programa romántico más que un programa
nacionalista debido a su alienación de la sociedad urbana y su búsqueda de
la autenticidad expresiva. Sus primeras obras son las que se podrían
considerar música nacional: el poema sinfónico influido por Liszt Kossuth
(1903), sobre un héroe de la revolución húngara de 1848, y la Rapsodia
(1905) y el Scherzo burlesque (1904), ambos para piano y orquesta, que
están bajo la influencia de Liszt y Brahms y emplean atributos
decimonónicos húngaros, incluidos verbunkos, csárdás y canciones cultas
de estilo popular. Todas ellas fueron escritas antes de que Bartók comenzase
sus estudios etnográficos, y representaban, como él mismo llegó a
reconocer, su carencia de un estilo coherente. Por lo general, la música de
su colega Kodály puede considerarse música nacional húngara de una
manera mucho más directa. Por ejemplo, su gran obra para coro y orquesta
Psalmus Hungaricus (1923), aunque no utiliza música tradicional húngara,
hace uso de sonoridades pentatónicas y del estilo lidio junto a referencias a
estilos históricos de los periodos medieval, renacentista y barroco, así como
una armonía moderna para expresar el sufrimiento pasado y presente de
Hungría. Los húngaros siempre la han considerado una obra de carácter
nacional.
Leoš Janáček (1854-1928) es un caso similar, en la medida en que
recurrió a fuentes folclóricas por sus posibilidades rítmicas y su modalidad
con el fin de crear un nuevo lenguaje musical. Pero una vez más, las
contribuciones de Janáček a la «música nacional» se producen
relativamente pronto en su carrera y no incluyen la mayoría de sus obras
más conocidas. Como Bartók, Janáček estaba muy implicado en el estudio
del folclore, y había trabajado desde 1886 con el filólogo y folclorista
František Bartoš (1837-1906) en el Gymnasium checo de Brno. Editaron
dos volúmenes de música tradicional morava (1890, 1899-1901), el
segundo de los cuales incluía 2.057 canciones y danzas. Janáček hizo uso
de sus investigaciones a la hora de componer Valašské Rákoczy (Danzas
valacas, 1899-1891), la Suite para orquesta (1891), el ballet Rákoš Rákoczy
(1891) y la ópera en un acto Počátek románu (El comienzo de un romance,
1894). Las dos obras escénicas consisten principalmente en danzas
tradicionales orquestadas. Pero la famosa Její pastorkyňa (Su hija adoptiva,
1904; más conocida como Jenůfa fuera de la actual República Checa),
adaptación de una obra teatral de Gabriela Preissová, parece no haber
tenido en cuenta ningún material tradicional, a pesar de algunas partes de
estilo folclórico. En esta ópera Janáček adaptó los ritmos e inflexiones de la
música tradicional y el habla morava, combinándolos con una escena
terriblemente realista y modismos compositivos modernos. Desarrolló
entonces un estilo compositivo basado en los patrones del habla de los
moravos checos, que después utilizó en óperas posteriores que carecían de
temática checa, incluidas las adaptaciones de los autores rusos Ostrovski
(Kát’a Kabanová , 1921) y Dostoyevski (Z mrtvého domu; De la casa de
los muertos, 1928), con personajes y decorados rusos. La actitud política de
Janáček era netamente antialemana y le dio la bienvenida a la nueva
Checoslovaquia, pero también albergaba lealtades subnacionales hacia
Moravia y, como Dvořák, simpatías paneslavas que difícilmente podían
hacer de él un nacionalista checo. Taras Bulba (1918), cuyo segundo título
es «Rapsodia para orquesta» y está dedicada al ejército checo, parece a
primera vista música nacional; sin embargo, su temática gira en torno a un
guerrero cosaco ruso de una novela de Gogol. La Misa glagolítica (1927)
pone el texto católico en antiguo eslavo eclesiástico, no en checo. La
música morava tiene mucho en común con las fuentes húngaras y eslovacas
de Bartók, por lo que el estilo del folclore musical en Janáček es bastante
diferente del de sus predecesores bohemios, Smetana y Dvořák. Jenůfa se
desarrolla en la frontera entre Moravia y Eslovaquia, y casi le resultaría tan
distante y exótica al público de Praga como al de Alemania. De hecho, el
original de Preissová fue considerado inadecuado cuando se programó en el
Teatro Nacional de Praga, y la ópera de Janáček no llegó a Praga hasta
1915, cuando fue puesta en escena con cortes y una orquestación revisada.
Su éxito internacional posterior solo llegó cuando sus óperas fueron
estrenadas en alemán en teatros alemanes y austriacos. Al igual que le
ocurrió a Bartók, el interés de Janáček por la música tradicional era una
forma de liberarse como artista de las aparentes limitaciones de la tradición.
Karol Szymanowski (1882-1937) viró hacia la música nacional en los
años veinte, cuando ya había entrado en los cuarenta. Hacía tiempo que
sostenía que la música polaca decimonónica no había logrado alcanzar los
niveles establecidos por Chopin, pero creía que el problema era el
inmovilismo provincial, y lo afrontó comprometiéndose con proyectos
musicales europeos más amplios. Al mismo tiempo, Szymanowski sostenía
que las danzas polacas posteriores a Chopin, junto con la música basada en
el folclore de otros países, se limitaban a incorporar elementos exóticos a
formas estereotipadas. Esta música le recordaba a «las aves europeas
encerradas en una jaula académica de complejo diseño y obligadas a olvidar
el canto de los campos y bosques». Las obras de Stravinski de la década de
1910 le hicieron cambiar de perspectiva. El primer resultado fue Słopiewnie
(1921), que utiliza poemas de Julian Tuwim escritos en un estilo eslavo
experimental con lenguaje semiabsurdo, con asonancias, aliteraciones y
ritmo interno. Pribaoutki, de Stravinski, era la predecesora obvia en lo que
respecta tanto al texto como a la música 136 .
En 1922 Szymanowski se estableció en Zakopane, un pueblo turístico a
los pies de las montañas Tatra, en la frontera sur de Polonia, donde un grupo
de artistas y folcloristas había creado una comunidad especialmente
consagrada a preservar la cultura tatra. Allí estudió la música tradicional
tatra, que es más parecida a la música de los grupos de eslavos de las tierras
altas desperdigados a lo largo de la frontera polaca y el norte y el este de (lo
que por entonces era) Checoslovaquia que a la música tradicional de la
llanura polaca. Las veinte mazurcas escritas entre 1924 y 1925 estaban
pensadas para ser dignas sucesoras de las mazurcas de Chopin, ya que ni
imitaban a este ni a sus emuladores decimonónicos. Los modos y motivos
melódicos especiales de la música tradicional tatra se combinan con ritmos
tradicionales de mazurcas creando un nuevo ritmo híbrido. A la vez, estas
mazurcas son modernistas en sus modismos, con una acusada bitonalidad,
frases sin motivos regulares y disonancia de la segunda menor. El ballet
Harnasie, escrito entre 1923 y 1931, lleva este planteamiento aún más lejos.
La influencia de la música rusa de Stravinski es evidente: Les noces es el
modelo escénico, que en este caso tiene como eje central una boda
campesina goral 137 . Estas piezas podrían ser consideradas una grandiosa
síntesis de la música polaca, aunque también poseen sonoridades
paneslávicas 138 .
La música tradicional española y la estética modernista confluyeron
brevemente en El sombrero de tres picos (1919) de Manuel de Falla (1876-
1946), escrita para los Ballets Rusos de Diaghilev, que a finales de la
década de 1910 estaban de gira por España. Picasso diseñó la escenografía,
el vestuario y el telón al estilo cubista, y la coreografía de Massine fue
asimismo poco tradicional. El conocido final de Falla es una «jota», que
formó parte del lenguaje de la música de baile español durante gran parte
del siglo XIX , tanto para los compositores españoles como para los
extranjeros. Pero la acción escénica a la que acompaña es irónica:
personajes grotescos y campesinos que arrojan de un lado a otro la imagen
de un magistrado imitando la pintura de Goya sobre un tema festivo popular
veraniego, El pelele . El tratamiento irónico del folclore suscitó opiniones
enfrentadas en España: los críticos conservadores la detestaban y veían en
la música y la imaginería una falta de respeto a la cultura nacional 139 . Su
obra posterior para piano, la Fantasía Bética, hunde sus raíces en su estilo
«andalucista», influido por los gitanos y el flamenco, con ágiles
figuraciones, uso del modo frigio, notas de paso en las novenas y en las
séptimas, hemiolias y elementos que evocan el canto flamenco, pero en esta
ocasión todo ello inmerso en modismos modernistas: agresivos, percusivos
y disonantes 140 . En los años veinte Falla desarrolló un modernismo
neoclásico que se inspiraba en la historia, la literatura y las canciones
cultas, así como en la herencia medieval y renacentista de España, pero
depurado del lenguaje musical del «andalucismo»: un modernismo nacional
que dejaba de lado la música tradicional.
Hasta cierto punto, la coexistencia del modernismo y la música nacional
fue más evidente en América que en Europa, ya que la experiencia del
intercambio de ideas era algo familiar en las sociedades poscoloniales del
Nuevo Mundo. Aaron Copland, que concibió el estilo nacional americano
más influyente, expuso sus ideas en uno de sus cursos de la Cátedra Norton
de Harvard, en 1951-1952, titulado «La imaginación musical de las
Américas». Al mismo tiempo, Copland reivindicó la solidaridad
panamericana entre los compositores del norte y del sur que estaban
involucrados en una síntesis similar de las culturas inmigrante e indígena
frente al legado europeo de la música culta y de la cultura concertística. Por
entonces, la absorción de la música étnica por parte de la música culta del
siglo XX había adquirido una dimensión supranacional equivalente a la que
se daba en Europa 141 .
El estilo de Copland fue configurado por las influencias modernistas
europeas, de Stravinski a Webern; sin embargo, a lo largo de toda su vida
estuvo interesado por las fuentes vernáculas y la expresión de la identidad
americana. Esta hace acto de presencia por vez primera en sus obras
modernistas de los años veinte influidas por el jazz y el blues, como Music
for the Theater (Música para teatro, 1925) y el Concierto para piano
(1926), obras complejas y mordaces que no tuvieron buena acogida entre el
público habitual de conciertos. Más adelante Copland simplificó sus
modismos de manera deliberada, lo que denominó una «simplicidad
impuesta», en un intento de reconciliarse con «el pueblo» tal como lo
concebía en aquella época el izquierdista Frente Popular, a la vez que seguía
echando mano de los recursos sonoros del modernismo. La culminación de
su cambio estilístico fueron las tres célebres partituras para ballet —Billy
the Kid (1938), Rodeo (1942) y Appalachian Spring (1944)— que utilizan
melodías vernáculas de los colonos angloceltas: en las dos primeras,
canciones de cowboys, y el himno de los cuáqueros shakers 142 * «Simple
Gifts» en la tercera. Sin embargo, el primer paso de Copland en este nuevo
estilo vernáculo simplificado es El Salón México (1937), donde subraya la
significación panamericana del cambio. Es una brillante fantasía orquestal
en un solo movimiento, inspirada por un salón de baile en Ciudad de
México, en la que se combinan melodías y ritmos mexicanos rurales y
urbanos, aunque sujetos a la distorsión y fragmentación modernistas. Más
adelante, Copland escribió la obra para dos pianos Danzón cubano (1942)
sobre música que escuchó en un salón de baile en La Habana. Entre 1941 y
1963 realizó tres giras, financiadas por el gobierno, por Sudamérica y
Latinoamérica como embajador musical, dando conciertos, apareciendo en
la radio y reuniéndose con músicos, además de muchos viajes a México por
su cuenta. En la escuela de verano de la Orquesta Sinfónica de Boston en
Tanglewood impartió clase a muchos jóvenes compositores
latinoamericanos 143 .
Desde 1928 Copland mantuvo una estrecha amistad con el compositor
mexicano Carlos Chávez (1899-1978), a quien consideraba un ejemplo de
música nacional moderna y uno de los pocos músicos americanos libres de
influencias europeas. Ambos tenían objetivos estéticos y estilísticos muy
similares, y Chávez dirigió el estreno de El Salón México . Desde muy
joven, Chávez conocía la cultura indígena mexicana, y su imagen pública se
vio determinada por la Revolución mexicana de 1921, que trajo consigo un
programa cultural nacionalista mediante el apoyo estatal a las artes. Sus
primeros ballets aztecas El fuego nuevo (compuesto en 1921) y Los cuatro
soles (1925) presentaban el pasado precolombino de su país. Chávez
estudió los instrumentos musicales de las culturas étnicas y las
descripciones de los primeros historiadores españoles y procuró plasmar
este espíritu en Xochipilli (1940), «Una música azteca imaginaria» para
cuatro instrumentos de viento y seis percusionistas. La reacción de Chávez
a la vida musical europea fue negativa; sin embargo, a partir de 1923
comenzó una larga relación con Estados Unidos que le llevó a conocer a los
compositores experimentales Henry Cowell y Edgar Varèse, así como a
Copland, y a incorporarse al International Composers’ Guild y a la Pan
American Association of Composers. Chávez representa otra mezcla
ecléctica de neoclasicismo modernista, vanguardismo y nacionalismo. Por
lo tanto, los principales compositores americanos de los años veinte y
treinta que se interesaron por las fuentes étnicas y la música nacional
estaban comprometidos con el modernismo y el panamericanismo 144 .

Conclusión

El uso compositivo de fuentes étnicas vernáculas en la música culta fue el


resultado de dos fuerzas interrelacionadas: el nacionalismo y el
Romanticismo. A finales del siglo XVIII surgió una estética supuestamente
folclórica en torno a un temprano Romanticismo rousseauniano que
valoraba la sencillez y la franqueza emocional. Otro tipo de Romanticismo
alentaba un uso valientemente individualista de las fuentes vernáculas, un
planteamiento iniciado por Beethoven y más tarde continuado por Chopin,
Liszt, Smetana, Grieg y los compositores del grupo kuchka . Estos hicieron
uso de la modalidad y de los ritmos característicos como puntos de partida
de singulares estrategias compositivas. En la década de 1820, el programa
cultural nacionalista incorporó la ópera y la música instrumental, y fueron
Weber, Chopin y Glinka las principales figuras que utilizaron los modismos
vernáculos literarios o estilizados. El estilo folclórico sencillo y directo
continuó estando disponible para los compositores decimonónicos
posteriores, como Brahms, pero el énfasis que se dio a la originalidad
después de Beethoven inclinó la balanza hacia las composiciones de gran
escala. Se servía mejor al proyecto de movilizar a los compatriotas con
rapsodias espectaculares y grandiosas y sinfonías idealistas, mientras que el
efectismo nacionalista de las recopilaciones de danzas para piano se
difundía más lentamente, al principio en círculos musicales. A principios
del siglo XX el nacionalismo volvió a perder fuerza como principal
motivación para la absorción de la música tradicional por parte de la música
culta, a medida que una vertiente más extrema del ideario romántico fue
calando en la primera generación de compositores modernistas. Entonces la
dimensión transnacional, anteriormente restringida al intercambio de
formas y géneros musicales, se extendió a las fuentes étnicas, los programas
literarios y los argumentos teatrales. El Stravinski de la década de 1910 es
el principal valedor de la música nacional modernista. Basándonos en
nuestra (es cierto que selectiva) muestra, está claro que en Europa la
historia de la música nacional y la de la música culta influida por el folclore
discurren en paralelo, cruzándose durante aproximadamente un siglo antes
de separarse nuevamente.

71 . Gelbart, The Invention of «Folk Music» and «Art Music», pp. 14-15.

72 . Richard Taruskin, The Oxford History of Western Music, vol. 3, Music in the Nineteenth Century,
2ª ed. (Nueva York y Oxford: Oxford University Press, 2010), pp. 119-123; Natasha Loges, «How to
Make a “Volkslied”: Early Models in the Songs of Johannes Brahms», Music & Letters 93/3 (2012),
pp. 318-319.

73 . Dahlhaus, Nineteenth Century Music, p. 35.

74 . Ludwig Finscher, «Weber’s “Freischütz”: Conceptions and Misconceptions», Proceedings of the


Royal Musical Association 110 (1983-1984), pp. 79-90; Dahlhaus, Nineteenth Century Music, pp. 64-
75.

75 . Dahlhaus, Nineteenth Century Music, p. 107.

76 . Gelbart, The Invention of «Folk Music» and «Art Music», pp. 198-199.

77 . Ibíd., p. 203.

78 . Carl Dahlhaus, Between Romanticism and Modernism: Four Studies in the Music of the Later
Nineteenth Century, trad. De Mary Whittall (Berkeley y Los Ángeles: University of California Press,
1980), p. 91.
79 . Richard Will, «Haydn Invents Scotland», en Mary Hunter y Richard Will (eds.), Engaging
Haydn: Culture, Context and Criticism (Cambridge: Cambridge University Press, 2012), pp. 44-74.

80 . Barry Cooper, Beethoven’s Folksong Settings: Chronology, Sources, Style (Oxford: Clarendon
Press, 1994), pp. 149-168, 171-179.

81 . Gelbart, The Invention of «Folk Music» and «Art Music », p. 217.

82 . Ibíd., p. 220.

83 . Curtis, Music Makes the Nation, p. 94.

84 . Vic Gammon, «Folk Song Collecting in Sussex and Surrey, 1843-1914», History Workshop
Journal 10/1 (1980), pp. 61-89; David Harker: Fakesong: The Manufacture of British «Folksong»
1700 to the Present Day (Milton Keynes: Open University Press, 1985), caps. 6 y 8; Georgina Boyes,
The Imagined Village: Culture, Ideology and the English Folk Revival (Mánchester: Manchester
University Press, 1993), caps. 1 y 3.

85 . Locke, Musical Exoticism, cap. 4.

86 . Dahlhaus, Nineteenth-Century Music, p. 306.

87 . Jim Samson, Chopin (Oxford y Nueva York: Oxford University Press, 1996), pp. 44, 56, 74;
«Music and Nationalism», pp. 55-56.

88 . Jolanta T. Pekacz, «Deconstructing a “National Composer”: Chopin and Polish Exiles in Paris,
1831-4», 19th-Century Music 24/2 (2000), pp. 166-171.

89 . John Rink, Chopin: The Piano Concertos (Cambridge: Cambridge University Press, 1997), p.
92.

90 . Zofia Chechlińska, «Chopin Reception in Nineteenth-Century Poland», en Jim Samson (ed.),


The Cambridge Companion to Chopin (Cambridge: Cambridge University Press, 1994), pp. 206-221.

91 . Barbara Milewski, «Chopin’s Mazurkas and the Myth of the Folk», 19th-Century Music 23/2
(1999), pp. 131-135.

92 . Samson, Chopin, p. 17.

93 . Curtis, Music Makes the Nation, pp. 121-129.

94 . Citado en ibíd., p. 131.

95 . Stale Kleiberg, «Grieg’s “Slåtter”, Op. 72: Change of Musical Style or New Concept of
Nationality?», Journal of the Royal Musical Association 121/1 (1996), pp. 46-57; Curtis, Music
Makes the Nation, pp. 130-135; Grimely, Grieg, pp. 147-191.

96 . Walter Aaron Clarck, Isaac Albéniz: Portrait of a Romantic (Nueva York y Oxford: Oxford
University Press, 1998), pp. 220-248.
97 . Constant Lambert, Music Ho! A Study of Music in Decline (Londres: Faber & Faber, 1934), p.
164; de la sección «On the conflict of nationalism and form».

98 . Anna Harwell Celenza, The Early Works of Niels W. Gade: In Search of the Poetic (Aldershot:
Ashgate, 2001), pp. 121-136.

99 . A. Peter Brown, The Symphonic Repertoire, vol. 3, parte B, The European Symphony from ca.
1930. Great Britain, Russia and France (Bloomington: Indiana University Press, 2008), pp. 521-523.

100 . Taruskin, Defining Russia Musically, pp. 113-151.

101 . Benedict Taylor, «Temporality in Nineteenth Century Russian Music and the Notion of
Development», Music & Letters 94/1 (2013), pp. 79-80.

102 . Sobre este término, véase James A. Heposkoski, Sibelius, Symphony Nº 5 (Cambridge:
Cambridge University Press, 1993), p. 6.

103 . Taylor, «Temporality in Nineteenth-Century Russian Music», pp. 94-99.

104 . Brown, The Symphonic Repertoire, vol. 3, pp. 254-301, 433-461.

105 . Ibíd., pp. 313-330.

106 . Taruskin, Defining Russia Musically, pp. 276-290; On Russian Music, pp. 131-132.

107 . Maes, A History of Russian Music, p. 77; Taruskin, On Russian Music, pp. 129-130.

108 . Taylor, «Temporality in Nineteenth-Century Russian Music», p. 100.

109 . Andrew Thomson, Vincent d’Indy and his World (Oxford: Clarendon Press, 1996), pp. 50, 66-
68.

110 . Para un análisis en profundidad, véase Brown, The Symphonic Repertoire, vol. 3, pp. 640-654.

111 . Fulcher, French Cultural Politics and Music, p. 6.

112 . Ibíd., p. 31.

113 . Ibíd., p. 5.

114 . Michael Beckerman, New Worlds of Dvořák: Searching in America for the Composer’s Inner
Life (Nueva York y Londres: Norton, 2003), pp. 18-19.

115 . Barbara L. Tischler, An American Music: The Search for an American Musical Identity (Nueva
York y Oxford: Oxford University Press, 1986), pp. 6, 33-38.

116 . John Rink, «Rhapsody», en Sadie (ed.), New Grove, vol. 21, pp. 254-255.

117 . Jonathan Bellman, The Style Hongrois in the Music of Western Europe (Boston: Northeastern
University Press, 1993), pp. 12, 47-68.
118 . Ibíd., p. 189.

119 . * Se refiere a la época llamada «jacobea», en la que se desarrolló un estilo artístico muy
concreto, y que tuvo lugar durante el reinado del rey Jacobo IV de Escocia y I de Inglaterra e Irlanda,
entre 1566 y 1625. [N. del T.]

120 . Vaughan Williams, National Music and Other Essays, p. 50.

121 . Anthony Pople, «Vaughan Williams, Tallis, and the Phantasy Principle», en Alain Frogley (ed.),
Vaughan Williams Studies (Cambridge: Cambridge University Press, 1996), pp. 47-80.

122 . Taruskin, Stravinsky and the Russian Traditions, pp. 502-518.

123 . Simon Karlinsky, «Stravinsky and Russian Pre-Literate Theater», 19th-Century Music 6/3
(1983), pp. 232-240; Taruskin, Stravinsky and the Russian Traditions, pp. 710-717.

124 . Taruskin, Stravinsky and the Russian Traditions, p. 937.

125 . Ibíd., pp. 891-893.

126 . Ibíd., pp. 1244-1246.

127 . Ibíd., pp. 1330-1337.

128 . Ibíd., pp. 1363-1372, 1386-1403.

129 . Luke B. Howard, «Pan-Slavic Parallels in the Music of Stravinsky and Szymanowski», Context
13 (1997), pp. 15-19.

130 . Elliott Antokoletz, The Music of Béla Bartók: A Study of Tonality and Progression in Twentieth-
Century Music (Berkeley y Londres: University of California Press, 1984), pp. 26-50.

131 . Benjamin Suchoff, «Fusion of National Styles: Piano Literature, 1908-1911», en Malcolm
Guillies (ed.), The Bartók Companion (Londres: Faber, 1993), pp. 124-145.

132 . Brown, «Bartók, the Gypsies and Hybridity in Music», pp. 122-123.

133 . Schneider, Bartók, Hungary, and the Renewal of Tradition, pp. 4-5, 216.

134 . Béla Bartók, Essays, ed. de Benjamin Suchoff (Londres: Faber, 1976), p. 322; citado en
Cooper, «Béla Bartók and the Question of Race Purity in Music», pp. 21-22.

135 . Bartók, Essays, p. 326.

136 . Jim Samson, The Music of Szymanowski (Londres: White Plains y Nueva York: Kahn &
Aversill, 1980), pp. 156-162.

137 . Ibíd., pp. 166-180.

138 . Howard, «Pan-Slavic Parallels in the Music of Stravinsky and Szymanowski».


139 . Carol A. Hess, Sacred Passions: The Life and Music of Manuel de Falla (Oxford: Oxford
University Press, 2005), pp. 114-120.

140 . Ibíd., pp. 122-123.

141 . Martin Brody, «Founding Sons: Copland, Sessions and Berger on Genealogy and Hybridity»,
en Carol J. Oja y Judith Tick (eds.), Aaron Copland and his World (Princeton y Oxford: Princepton
University Press, 2005), pp. 21-26.

142 . * La Sociedad Unida de Creyentes en la Segunda Aparición de Cristo, que tuvo su punto álgido
a finales del siglo XVIII , es un grupo milenarista de origen norteamericano. [N. del T.]

143 . Elizabeth Bergman Crist, Music for the Common Man: Aaron Copland during the Depresion
and War (Nueva York: Oxford University Press, 2005), cap. 2.

144 . Robert Parker, «Chávez (y Ramírez), Carlos (Antonio de Padua)», en Sadie (ed.), New Grove ,
vol. 5, pp. 544-548; Alejandro L. Madrid, Sounds of the Modern Nation: Music, Culture, and Ideas in
Post-Revolutionary Mexico (Filadelfia: Temple University Press, 2008).
3 La música de la patria

El concepto de patria tiene unas raíces profundas, aunque hasta el


surgimiento del nacionalismo no empezó a generalizarse y a darse por
sentado. Por un lado, puede encontrarse en muchas culturas un apego al
«hogar», en oposición a la idea de lo «foráneo». El objeto de semejante
arraigo puede ser una granja, una aldea, un barrio, una región o una
provincia. Por otro lado, es difícil hallar antes de la era moderna ejemplos
de apego a lo que podríamos denominar nación o estado-nación. Existen
excepciones, como la de los antiguos egipcios en la ribera del Nilo, la de los
primitivos cristianos de Armenia atrapados entre Roma y la Persia sasánida
y el reino de Judea, rodeado por Asiria y Egipto y más tarde sometido a los
macabeos de la Siria de los seléucidas y el Egipto ptolemaico. Pero no sería
hasta los comienzos de la era moderna cuando, tanto en Europa como en
Asia, el sentido de la patria se identificase con algo parecido a los reinos
nacionales, desde Inglaterra y Francia hasta el Irán safávida y el Japón
tokugawa. En la Italia medieval, por ejemplo, con la división que
implicaban tantas ciudades-estado y ducados, no existía la percepción de
«Italia» como ente político, tal y como había ocurrido en la Roma de
Horacio y de Virgilio, sino solo una idea de identidad cultural italiana
adoptada por Dante, Petrarca y los humanistas, a pesar de la llamada
solitaria que más tarde haría Maquiavelo para que los italianos hiciesen
causa común frente al invasor francés. Una vez más, no sería hasta finales
del siglo XVIII cuando el ideal de patria comenzase a ganar adeptos en Italia
y en Europa en general, y más adelante en otros lugares, a medida que la
ideología del nacionalismo iba echando raíces 145 .

El culto a la naturaleza

¿En qué consistía este ideal? En este punto habría que distinguir entre los
rasgos relativos a la «naturaleza», en los que incluiríamos los factores
geográficos, ecológicos y económicos; los contextos históricos,
fundamentalmente la etnohistoria y la geopolítica; y los contenidos sociales
y culturales, preeminentemente el folclore, las costumbres populares, los
mitos y los símbolos. Para los nacionalistas, el ideal de patria supone:

1. La delimitación del territorio como posesión colectiva de una parte


de la naturaleza por un pueblo o una comunidad étnica, es decir, un
paisaje étnico.
2. La sensibilidad ante paisajes bellos o sublimes y los espacios
poéticos pertenecientes a este territorio.
3. Un sentido de pertenencia al territorio y de identificación con estos
paisajes étnicos por parte de una población determinada que hace de
este lugar su residencia.
4. Una creencia en la profunda historicidad de la patria en cuestión, a
través de un proceso de historización del paisaje por el cual la historia
colectiva modela los paisajes étnicos.
5. Un sentido de patria tanto «ancestral» como «natural», a través de un
proceso de naturalización de la historia en el que la historia de un
pueblo es modelada por su paisaje étnico.

Por consiguiente, la patria de los nacionalistas está siempre delimitada y


es histórica y natural. Al mismo tiempo, está poblada por los autóctonos, un
auténtico «nosotros» étnico que tiene su origen en la tierra y es al mismo
tiempo su expresión: es decir, «la tierra y su pueblo». Fueron los primeros
románticos —poetas, artistas y filósofos— los que confirieron una base
teórica al ideal de la patria. Argüían que constituía un elemento necesario
dentro del concepto de nación, dado que toda nación necesita una patria, a
ser posible «propia», o al menos necesita haberla tenido, del mismo modo
que toda patria precisa, o al menos ha precisado, ser poblada por su
«propia» gente, así como un pasado étnico, preferiblemente de sólida
raigambre, y un destino colectivo forjados mediante la lucha y el sacrificio.
El personaje clave en lo que a la patria y su transformación ideológica se
refiere fue Jean-Jacques Rousseau. Su llamamiento a una vuelta a la
naturaleza y su evocación de una vida auténtica de simplicidad rural y
libertad, en contraposición a la sofisticación y la corrupción de la vida
urbanita y cortesana, tocaron la fibra sensible de las clases educadas
europeas e inspiraron un amplio abanico de respuestas artísticas. Los poetas
románticos ingleses, y artistas como Constable y Turner, que se basaban en
tradiciones topográficas, pastorales y pintorescas más tempranas,
ejemplifican este espíritu de simplicidad rural y de libertad, con su
novedoso enfoque en torno a la naturaleza. Un aspecto relevante de este
enfoque fue una nueva valoración del paisaje por sí mismo, y la
consecuente proliferación de la pintura paisajística por derecho propio, algo
presagiado, como solía pasar, por un nuevo tipo de poesía centrada en la
naturaleza, como las de Thomson y Gray. En Alemania, los poetas, artistas
y filósofos del Romanticismo, como Schelling, arrojaron una luz más nítida
sobre los misterios de la naturaleza, dotando a sus paisajes de un rasgo casi
místico, sobre todo en el caso de la obra pictórica de Caspar David
Friedrich. Inevitablemente, esa mayor atención que se le dedicaba a la
«naturaleza» se tradujo en una creciente autoidentificación del artista con su
propio entorno natural, como se advierte en los innumerables paisajes de
Constable de su Suffolk natal 146 .
Aunque es cierto que todo esto no derivaba automáticamente en la
veneración de la patria, y huelga decir que tampoco en una inclinación
hacia ningún tipo de nacionalismo en particular, sí proporcionaba un fuerte
incentivo al cultivo de su ideal. En muchos sentidos, este nuevo culto de la
naturaleza se puede interpretar como un requisito previo al ideal de la
patria, puesto que centraba su atención en lo sublime y bello de la
naturaleza, al igual que en su carácter cambiante, pero también en la vida
del entorno rural, sus costumbres y tradiciones propias y sus patrones de
asentamiento y vida laboral. Este creciente interés por el territorio y la
naturaleza y la novedosa apreciación de los «paisajes poéticos» señalaron
una nueva etapa crítica en el desarrollo de las adhesiones nacionales. En un
sentido más genérico, podría considerarse que este fenómeno forma parte
de la búsqueda más amplia de la autenticidad que tantos seguidores tendría
en la Europa del siglo XIX , una búsqueda materializada tanto en el tiempo,
como «nuestra etnohistoria», como en el espacio, como «nuestro territorio y
sus paisajes», habitados por «nuestro» pueblo rural, que para los
nacionalistas constituían las expresiones primarias sobre el terreno de un
espíritu nacional característico.

El lenguaje como factor diferencial


Aunque la «vuelta a la naturaleza» era una condición sine qua non, había
otros dos factores simultáneos que historiaban y delimitaban territorio y
paisajes, convirtiéndolos en «patrias». El primer factor era la singularidad
lingüística, que permitía al mismo tiempo la comunicación dentro de una
comunidad y contraponerla a aquellos fuera de ella que ignoraban el
idioma, fenómeno que se remonta a la Grecia clásica y su sentido del
«griego» y el «bárbaro» (al que se le atribuía un habla ininteligible). En la
Biblia también se menciona a gente de habla extraña (Salmo 114). Los
romanos aluden con el término «naciones» (término que solo mucho
después se referiría a una comunidad con identidad propia) a las tribus
lejanas que hablaban idiomas incomprensibles. Las palabras y expresiones
de determinados idiomas actúan como «guardas fronterizos», parafraseando
a John Armstrong, lo que genera comunidades donde la lengua crea un
cerco incluso sin necesidad de fronteras vigiladas. A su vez, los confines de
la lengua suelen ser permeables y tienen una considerable capacidad de
absorción en las zonas fronterizas. Esta permeabilidad preocupaba
enormemente a muchos de los primeros intelectuales alemanes debido a la
fragmentación política que afectaba a los territorios donde se hablaba
alemán, y también al hecho de que bajo la monarquía Habsburgo Austria
poseía un estado con larga tradición dinástica cuya jurisdicción estaba
separada de la del resto de los estados alemanes. Esto podría explicar por
qué en Alemania se planteó un nuevo enfoque respecto al papel que
desempeñaba la lengua, y fue Herder el primero que lo hizo. Según él,
pensamos a través del lenguaje, que es exclusivo del ser humano. El
lenguaje no solo nos permite comunicarnos sino también que el grupo y el
individuo cumplan una función expresiva. En última instancia, el lenguaje
es el signo y el medio por los cuales se establece una relación íntima entre
el individuo y el grupo. Herder afirma que somos individuos con capacidad
expresiva solo dentro de una cultura compartida, cuyo «espíritu» (Geist)
nos une ineludiblemente, actuando como almacén de nuestras memorias
colectivas y nuestra historia común. Así pues, el lenguaje ejerce un poder
de cohesión a través de la literatura, la filología y mediante el fomento de
un canon literario nacional, como los hermanos Grimm serían de los
primeros en demostrar. Con este objetivo los nacionalismos culturales, y en
especial los de los románticos alemanes y de Europa del Este, incentivaron
la producción de literaturas vernáculas y de cánones literarios competitivos
que tanta influencia ejercerían en otros campos artísticos. Por lo tanto, la
patria se convertiría en un santuario de la cultura lingüística y una fuente de
identidad cultural, de paisajes poéticos y de territorios definidos 147 .

El estado en guerra

Tras la «vuelta a la naturaleza», el segundo factor que influiría en la


fundación de la nación sería el poder cada vez más amplio e intrusivo del
estado burocrático. El modelo lo encontramos en el estado dinástico, y
posteriormente revolucionario, de Francia. Sus orígenes se remontan al
menos al siglo XIII , pero el mayor impulso para la centralización alcanzaría
su apogeo primero con Luis XIV y más tarde con los jacobinos, el
Directorio y Napoleón. En connivencia con la Iglesia Galicana, el estado se
propuso la tarea de unificar lingüística e históricamente a una población
diversificada, convirtiendo a la cultura y el idioma parisinos y de la Île de
France en el patrón cultural para todas las regiones de Francia, y para
conseguirlo, si fuese necesario, se haría uso de la fuerza. Durante la
Revolución y las guerras que le sucedieron, Danton, entre otros, fomentó la
tesis de «las fronteras naturales» de Francia, lo que suponía un paso
importante en la difusión de una idea de patria basada en la jurisdicción
territorial del estado francés. Encontramos modelos semejantes en
Inglaterra (posteriormente en Gran Bretaña) y en España, en este último
caso a pesar de las profundas diferencias regionales y lingüísticas existentes
en su territorio. Posteriormente también se hallarían patrones de conducta
similares en Suecia y Dinamarca. En todos estos casos la idea de una patria
sagrada difundida por el estado y en última instancia modelada a imagen y
semejanza de la «tierra santa» originaria del antiguo Israel hizo mella y
sentó las bases para fijar lo que constituiría el ideal de patria 148 .
Pero quizás un factor más determinante que la intervención del estado
fue el efecto producido por las innumerables guerras que afectaron con
tanta frecuencia a los países de Europa. El conflicto bélico no solo fue
decisivo para definir las fronteras del estado, como ocurriría con la
República Holandesa tras sus largas guerras con la España de los
Habsburgo, sino que también, tal como demostró Charles Tilly, supondría la
fundación (o destrucción) de los estados. Simultáneamente, desempeñaría
un papel decisivo al movilizar a los hombres y concebir la idea de la
devoción por esa tierra que tantas vidas se había cobrado en términos de
sacrificio. George Mosse alude al poderoso mito de la experiencia en la
guerra y el sentido de camaradería. Más importantes aún serían las
innumerables bajas y los mitos del sacrificio de la sangre en nombre de la
patria, en especial en la derrota, con mitos que se remontan a los epitafios
por los antiguos griegos que lucharon y murieron en las guerras contra
Persia, o también a todos aquellos macabeos que se sacrificaron durante la
revuelta judía contra los seléucidas. Ya en la época moderna, todos estos
efectos generados por los conflictos bélicos se hicieron visibles a escala
masiva durante las guerras revolucionarias y napoleónicas 149 .
Aun así, los conflictos bélicos tienden a dividir y sus efectos suelen ser
temporales, mientras que la idea de patria en términos generales se prolonga
durante largos periodos de paz. En lo que al estado se refiere, es cierto que
puede cumplir la función de armazón de la nación, pero no genera simpatías
ni tampoco adhesiones a la patria y sus paisajes, excepto durante aquellos
periodos en los que se sufren graves crisis. Es más, ¿qué decir de los
muchos ejemplos de una adhesión inquebrantable a la patria entre ethnies
que, como los checos, los noruegos y los finlandeses, carecían de estados y
a quienes no habían llamado a filas para ir a la guerra, o aquellos que como
los italianos o los alemanes se dividían en varios estados? En estos lugares
el ideal de patria surgió después de 1800 y se nutrió de mitos de épocas
doradas legendarias o históricas en territorios ancestrales y paisajes idílicos.
Además, la guerra y el estado no son exclusivos de la época moderna, ya
que también los encontramos durante la antigüedad y la Edad Media. Por el
contrario, y a pesar de contar con sus precursores premodernos, el ideal de
patria solo afloró con gran intensidad durante la temprana y tardía época
moderna. No sería hasta la llegada del Renacimiento cuando se empezara a
considerar digna de respeto la curiosidad científica sobre la naturaleza, y
solo algo despúes prevalecería una nueva sensibilidad en torno a la belleza
y diversidad del paisaje. Y hasta el siglo XVIII el culto a la autenticidad no
centró su atención en la diferencia y la singularidad de los territorios
nacionales y los paisajes étnicos no solo desde un punto de vista geográfico
y topográfico, sino también por lo que respecta a sus recursos étnicos y
simbolismos, allanando el camino a la aparición del ideal de patria.

La música y el paisaje
¿Qué papel desempeña la música clásica a la hora de reflejar estos cambios
de actitudes y sensibilidades? ¿Encontramos una trayectoria paralela en lo
que podríamos denominar «música asociada a la naturaleza», es decir, en la
música que evoca y retrata el entorno natural, al menos a partir del siglo
XVIII ? Y, de ser así, ¿en qué momento podemos diferenciar paisajes sonoros
inherentes a la nación y su patria, esos paisajes sonoros que ayudan a fijar
las imágenes predominantes de una nación en las mentes y los corazones
tanto de sus compatriotas como de los forasteros?
Hacia el siglo XVIII , una tradición europea de larga trayectoria había
establecido un vocabulario musical «pastoral», inspirado en el sonido
producido por las flautas de los pastores. Típico reflejo de ello son las
melodías para instrumentos de viento, y en especial las de las flautas, que
con frecuencia encontramos a dúo y dobladas en terceras, con melódicos
compases de 6/8 o 12/8, ritmos regulares y melodías combinadas y una
cadencia armónica lenta o incluso notas pedales armonizadas como si se
tratara del bordón de una gaita. Buenos ejemplos de ello los encontramos en
el «Concierto de Navidad» op. 6 n.° 8 de Corelli, en la «Pifa» del Mesías de
Händel y en la escena de la natividad del Oratorio de Navidad de J. S.
Bach. Dentro de la ópera francesa existía una tradición de escenas de
tempestades que iban acompañadas por espectaculares efectos orquestales
de sonido 150 . En la segunda mitad del siglo XVIII , algunas sinfonías
«características» retrataron escenas de tormentas e idilios pastorales 151 . En
Las Cuatro estaciones (1712) de Vivaldi observamos una descripción
directa de la naturaleza. Se trata de cuatro conciertos para violín que
describen rasgos de la vida campestre y rural durante la primavera, el
verano, el otoño y el invierno respectivamente. Pero, al igual que en la
«Sinfonía Pastoral» del Mesías (1742) de Händel o en la muy posterior obra
de Haydn, Las estaciones (1801), dichas piezas no se inspiran en un lugar
determinado, en ningún territorio específico definido ni tampoco en ningún
paisaje concreto. Se trata de descripciones apasionadas pero genéricas, a
pesar de que Vivaldi esté representando la primavera y el verano en Italia.
Incluso en la Sinfonía Pastoral (1808) de Beethoven, una descripción más
directa de las emociones experimentadas al entrar en contacto con la
naturaleza, el compositor nos advierte de que no debemos entenderla como
un retrato de paisajes concretos y escenas campestres determinadas, a pesar
de que sabemos que su fuente de inspiración eran los bosques de los
alrededores de Viena, donde a Beethoven le apasionaba pasear. Pero, al
mismo tiempo, aún se está muy lejos de imaginar un concepto de patria; lo
cierto es que cualquier otro arroyo o bosque habría sido igualmente válido.
Durante el Romanticismo alemán la música y el paisaje estaban
intrincadamente ligados a una poesía idílica y evocadora, visiblemente
manifiesta en los grandes ciclos de canciones de Beethoven (An die ferne
Geliebte, 1816), Schubert (Die schöne Müllerin, 1823; Winterreise, 1827) y
Schumann (el ciclo Eichendorff Liederkreis, 1840). En estos casos se pone
el énfasis en el paisaje como experiencia subjetiva que media entre el sueño
y la realidad, la humanidad y la naturaleza. Esta última casi cobra vida
dentro de la imaginación, hasta el punto de que prácticamente conversa con
el poeta. La experiencia es única, pero el paisaje, descrito con un
vocabulario convencional de bosques, prados, campos y arroyos
murmurantes, no tiene por qué serlo 152 . Lo cierto es que, en el plano
musical, la idea de una patria y de sus paisajes sonoros llega casi medio
siglo después que en los campos de la literatura y las artes visuales. En
Francia y Gran Bretaña aparece incluso con posterioridad, ya que a finales
del siglo XVIII la geografía insular, por un lado, y la fuerte tradición de una
monarquía centralizada, por el otro, fomentaron respectivamente el
imaginario rural y el ideal político de la patria, claramente inexistentes tanto
en Alemania como en Italia. A partir de 1579 los Países Bajos constituyen
una excepción, pues tanto la literatura como la pintura, aunque no así la
música, presentaban el imaginario de una patria dividida, en guerra y
finalmente próspera.
En términos musicales, la ubicación del paisaje iba de la mano de una
nueva técnica musical que Carl Dahlhaus dio en llamar Klangfläche , «una
superficie sonora […] estática en el exterior pero en constante movimiento
en su interior». Un «ritmo exterior» rápido —que podría representar el
susurro de las hojas, el murmullo de un arroyo o incluso una violenta
tormenta— se superpone a una armonía estática, sin presentar ideas
melódicas características. La música se mantiene fuera del tiempo normal,
minimizando cualquier progresión armónica dirigida a un objetivo, la lógica
de las ideas motívicas, la estructura normal de las frases o la forma como
proceso. La superficie rápida en ocasiones representa disonancias
irresolutas, trascendiendo las funciones interválicas consonantes y
disonantes dentro de la música tonal, tal y como ocurre en «Waldweben»
(«Murmullos en el bosque»), del Siegfried de Wagner 153 . Al oyente se le
ofrece la oportunidad de poder apreciar la característica calidad acústica y
tímbrica del Klangfläche como si se tratase de un estado de ánimo. Se da
cabida a una amplia gama de estados anímicos de todo tipo, todos ellos
estáticos y siempre al margen de una temporalidad musical normal y
relativa a un paisaje concreto, más que genérico. Frente al Klangfläche
pueden emerger algunos detalles del «primer plano», como la imitación de
los cantos de un pájaro, el sonido de una trompa, fragmentos temáticos o
canciones tradicionales de mayor concreción paisajista. Sibelius utilizaba
esta técnica con frecuencia. De forma más general, algunas veces los
compositores dependían de una única nota u octava, al trabajar en los
agudos de las cuerdas, con la intención de sugerir el «trasfondo» de estos
primeros planos, como se observa en los primeros compases de las dos
oberturas sobre temas rusos de Balakirev, En las estepas de Asia Central de
Borodin (Ej. 3.1) o en First Norfolk Rhapsody (Primera rapsodia de
Norfolk) y la Fantasía sobre un tema de Thomas Tallis , de Vaughan
Williams. Aunque estas técnicas servían como localización, eran
compartidas por compositores de diversos países, como solía ocurrir con la
música nacional.
Ej. 3.1 Borodin, En las estepas de Asia Central (reducción), compases 1-27.

Pero, como sucedía con otras artes, la música, al representar a la patria,


tenía que lidiar con dos problemáticas. La primera de ellas, como hemos
visto, era la excesiva generalización, lo que suponía privar a la naturaleza
de un reclamo político, y la segunda era todo lo contrario, es decir, la
excesiva identificación con un lugar determinado. En el primer caso,
encontramos ejemplos tardíos de una generalización paisajista en un paisaje
musical nórdico genérico, aunque sea exclusivamente danés (Nielsen),
noruego (Grieg) o finlandés (Sibelius), relacionado en este último caso con
la epopeya finlandesa Kalevala . Por otro lado, y también dentro de esta
primera problemática, la exótica música paisajista oriental está representada
en las obras de Borodin, como El príncipe Igor (1869-1887), y Sheherazade
(1888) y Le coq d’or (1906-1907) de Rimski-Korsakov. En estos casos
apenas se advierte sentido del lugar ni de pertenencia a un territorio o
incluso a un paisaje. La devoción nórdica u oriental lo impregna todo, al
margen de cualquier vínculo con un colectivo humano concreto, y se limita
a registrar paisajes sonoros genéricos y sus actividades individuales
humanas (o mágicas) 154 .
Un problema más frecuente era probablemente el del localismo. Al
contrario que la música, las artes visuales solo pueden abarcar un punto de
vista o un único paisaje, lo que a veces supone un tremendo escollo para un
pintor paisajista que pretende delinear la esencia misma de Inglaterra,
Francia o Alemania. Había diversas formas de enfrentarse al problema. Una
de ellas consistía en dibujar o pintar toda una serie de escenas de Inglaterra
o Francia, destacando la unidad y la diversidad. Turner eligió esta práctica,
y gozó de una gran popularidad a través de sus grabados y estampados de
Gran Bretaña 155 . Otro modo de afrontarlo consistía en recurrir al
simbolismo, y en concreto a la descripción de monumentos, ruinas y demás,
como en el caso de Stonehenge (1836), la sobrecogedora acuarela de
Constable, o de uno de los emplazamientos históricos elegidos por
Friedrich, La Abadía de Elena (1824-1825), que el artista veía como
encarnación de la «auténtica Alemania», o de Catedral junto a un río
(1815), obra de Schinkel que evoca una Alemania medieval en contraste
con su decadencia moderna 156 . Posiblemente el modo más frecuente de
gestionar el problema del localismo era aceptarlo e incluso glorificarlo. Lo
observamos claramente en la particular visión arcádica de Inglaterra que
tenía Constable y que plasmaba a través de sus múltiples paisajes de
Suffolk. A pesar de que en época del artista dicho condado atravesaba un
proceso de temprana industrialización acompañado por conflictos de clase,
concretamente alrededor de la tecnología moderna, Constable retrató su
lugar de nacimiento y el río Stour desde la óptica de los poetas de la
naturaleza del siglo XVIII —Thomson, Gray y Cowper—, a los que el pintor
idolatraba. Esto le serviría para mostrar una visión más amplia del sur de
Inglaterra en la que lo local actuaba como una potente imagen de lo
nacional y que a lo largo del siglo XIX llegaría a gozar de una inmensa
popularidad entre los círculos de la clase media 157 .
Varios compositores procedieron de modo similar. Esto puede advertirse
con claridad en el método de las «series» de los ciclos de poemas
sinfónicos, entre los que destaca el ciclo de Smetana de seis piezas de
temática histórica checa titulado Má Vlast (Mi patria, 1874-1876) y la
evocación de regiones de España del ciclo Iberia (1905-1908; véase el
capítulo 2) para piano de Albéniz. El simbolismo de la naturaleza lo
encontramos en los poemas sinfónicos sobre los cuentos de hadas La rueca
dorada y La bruja del mediodía (ambas de 1896), de Dvořák, y en la
sincrética (cristiano-pagana) obertura del Festival de la Pascua Rusa (1888)
de Rimski-Korsakov. También cabe mencionar toda la moda «orientalista»
rusa, cuyos máximos exponentes los encontramos en la violenta y sensual
Sheherazade (1888) de Rimski-Korsakov y en la hechizante obra de
Borodin En las estepas de Asia Central (1880-1881), con su lánguida
descripción de una caravana «oriental» de mercaderes recorriendo las
interminables llanuras al raso. En este caso, el «lugar» lo definen
básicamente los contrastes históricos, ideológicos y mitológicos con un
«Otro» (normalmente con una connotación negativa), tanto en términos
territoriales como étnicos 158 .
Pero, al igual que los pintores, algunos compositores preferían tratar a un
territorio concreto o un lugar en particular, en ocasiones aquel en que
residían, como el símbolo o incluso el epítome de la tierra patria. En el caso
de Carl Nielsen, se trataba de la isla danesa de Funen, que, aunque se
encuentra lejos de Selandia y de la capital, Copenhague, para él era la
materialización de la esencia de lo danés 159 . Podríamos denominarlo
«sinécdoque musical»: la parte por el todo. Elgar retrató en su cantata
Caractacus (1898) a una antigua tribu de britanos que vivía, practicaba sus
ritos y se peleaba con los romanos bajo las colinas de Malvern, en
Worcestershire, paraje no demasiado lejos de su casa y fuente de inspiración
para sus partituras. Elgar superó la problemática del localismo desde dos
ángulos diferentes. La obra, que dedicó a la reina Victoria, concluye con un
himno coral conmovedor y chovinista, loa al Imperio Británico. Más
sutilmente, los paisajes musicales de su cantata transfieren y sintetizan en
sonido dos tradiciones iconográficas del arte inglés que se remontan al siglo
XVIII : una tradición paisajista que representa las colinas de Malvern y una
tradición de pintura histórica heroica que muestra a Caractacus ante al
emperador Claudio. Por lo tanto, hay una asociación indisoluble entre las
imágenes nacionales y locales 160 . En el campo de las artes visuales, el
aspecto pictórico de Caractacus representa un género mixto, combinación
de paisaje e historia. Muchos paisajes patrios decimonónicos, sobre todo en
la música instrumental, también funcionan de este modo, a veces con cierta
premeditación difusa y sugestiva, tal y como ocurre dentro del popular
género romántico del paisaje con ruinas. Se invita al espectador a repoblar
el paisaje con heroicos personajes históricos para poder crear una sensación
de historicidad, antigüedad y arraigo natural 161 . En el caso de los paisajes
del Grand Tour , los turistas y el público contaban ya con un elenco de
ideas e imágenes; pero para los paisajes nuevos y locales, aquellos que se
imaginaban como patrias, los compositores tenían que crearlas ellos
mismos o depender de sus inmediatos precursores nacionalistas.
A pesar de sus variantes, todos estos métodos y trámites artísticos tenían
un objetivo prioritario: evocar la singularidad y la belleza o excelencia de
determinados paisajes destinados a desvelar con la mayor autenticidad
posible una naturaleza virgen y un paisaje étnico histórico, combinando la
vuelta a la naturaleza con el ideal de patria. Por parte del compositor o
artista, la búsqueda de la autenticidad a través de toda una gama de formas e
instrumentos musicales para captar los estados cambiantes de la naturaleza
y las singularidades de la patria ejercía un poderoso influjo de identificación
tanto externa como interna.
Pero ¿cómo llevar a cabo esta búsqueda de lo auténtico al evocar la
patria? Debían tenerse presentes tres factores. El primero de ellos era el de
la «diferenciación»: la exclusividad de determinados paisajes sonoros
étnicos desde el punto de vista de su differentia specifica, que en términos
musicales se reflejaba en aspectos como sus ritmos, texturas e instrumentos
habituales, o ciertos tipos de Klanfläche. El segundo factor era la
«caracterización»: trazar el perfil y la naturaleza de los paisajes sonoros
étnicos recurriendo al uso de adjetivos binarios, como frío y calor, poblado
y desolado, tierra y mar, moderno y antiguo, cotidiano y exótico. Un tercer
factor sería el de la «identificación»: una adhesión e identificación con un
determinado paisaje sonoro étnico en su contexto histórico, generando una
intimidad expresiva con «la tierra y su pueblo» que a veces excluye a
aquellos que se considera que no forman parte del grupo.
Los primeros dos factores, la diferenciación y la caracterización, los
hallamos en algunas de las obras parcialmente programáticas de
Mendelssohn, cuyos paisajes musicales permanecían dentro de los límites
de los caminos recorridos por los turistas de la época. Los dos viajes que
realizó a pie por Escocia y Gales junto a su amigo Carl Klingemann en
1829 dieron musicalmente sus frutos y demostraron que el compositor se
encontraba a la vanguardia de aquellos que trataban de caracterizar a «la
tierra y su pueblo» haciendo uso de un paisaje sonoro étnico. En ambos
casos, «el pueblo» es histórico o legendario, y se genera un vínculo entre el
paisaje sonoro étnico y un pasado nacional inventado. En el primer caso, en
la obertura de Las Hébridas (1830), obra a la que Mendelssohn pondría
varios títulos, entre ellos La gruta de Fingal y la Obertura a las islas
solitarias, al parecer el compositor ya había bosquejado el comienzo de la
partitura con cierto detalle cuando llegó a la costa occidental de Escocia,
aunque no sin haber visitado antes la célebre cueva en Staffa, asociada a
Fingal, héroe del ciclo de los poemas osiánicos. Según Douglass Seaton, la
lectura por parte de Mendelssohn de las traducciones que James
Macpherson hizo del poema osiánico ya había prefigurado su visión del
paisaje étnico escocés, como debió ocurrir con su público alemán.
Mendelssohn tradujo dos géneros visuales a la música: los sublimes
paisajes osiánicos, ya popularizados en las pinturas de principios del siglo
XIX , y la tradición turística de bosquejar escenas pintorescas de las tierras
altas escocesas y las islas. En la obertura también se refleja la desazón del
compositor tras el agitado viaje en barco que le llevó a visitar la gruta; la
repetición continuada del tema descendente inicial sugiere claramente un
paisaje marino que ya hacia el final es sacudido por una tormenta que irá
amainando hasta llegar al motivo principal. Cuando Mendelssohn revisó la
obra, trató de crear un entorno natural más diferenciado, de «aceite de
ballena, gaviotas y pescado en salazón». Además, la secuencia armónica
también sugiere una sensación de lejanía temporal y espacial, tal como
demandaba una antigua epopeya 162 .
La diferenciación y caracterización también impregnan la Sinfonía
«Escocesa» de Mendelssohn (1842; el compositor suprimió el título al
publicarse la obra). El origen de la partitura lo encontramos en una visita
que hizo al palacio de Holyroodhouse en Edimburgo, donde las ruinas de la
capilla real le recordaron a Mendelssohn el relato del amor malogrado entre
María Estuardo y David Rizzio —un típico acto romántico de repoblación
imaginaria de las ruinas— y dieron impulso a la composición de la sinfonía.
La capilla ya había sido objeto de pinturas y dioramas románticos 163 . Un
tema con estilo de balada, que Mendelssohn afirmaba haber anotado en esa
visita, da comienzo a la sinfonía y se retoma de forma fragmentaria en la
coda del primer movimiento, actuando como marco alrededor de la sección
principal de la forma sonata del movimiento, estructura que advertimos en
muchas sinfonías posteriores con elementos de canciones tradicionales
(véase el capítulo 2). En esta ocasión la introducción y la coda parecen
encarnar al espectador moderno contemplando las ruinas, mientras que su
repoblación imaginaria del paisaje la escuchamos en la rápida sección
dramática y apasionada dentro del marco 164 . El segundo movimiento es un
enérgico scherzo con ritmos lombardos. El lento tercer movimiento
contiene una marcha fúnebre. El finale es aún más brioso que el primer
movimiento, y concluye con una transformación triunfal a modo de himno
del tema de apertura en estilo de balada del primer movimiento, que se
repetirá tres veces. ¿Deberíamos considerar la sinfonía una epopeya
histórica al estilo de las novelas de Walter Scott o un paisaje sonoro étnico?
Para Mendelssohn, la línea divisoria que separaba ambas formas era más
bien difusa, dado que la capilla real de Edimburgo estimuló la historia
romántica escocesa. Lo cierto es que parecen formas íntimamente
relacionadas de caracterización étnica ubicadas en territorio escocés, cuyo
pasado se reivindica y se transmite mediante un paisaje sonoro étnico
singular. Al igual que la pintura histórica contemporánea, y en especial las
imágenes que inspiraron a Scott, la Sinfonía «Escocesa» se encuadra en un
género mixto que «imbuye a sus lugares imaginarios de un sentido del
acontecimiento histórico» 165 .
Con posterioridad, Mendelssohn también visitaría Italia, centrándose en
la ciudad de Roma, donde asistió a los carnavales de comienzos de 1831. El
compositor reflejó dicha experiencia en el radiante y gozoso primer
movimiento de su Sinfonía Italiana (1833-1834, posteriormente revisada).
El segundo y cuarto movimientos beben implícitamente de toda una
tradición de imágenes visuales típica de la pintura de género de la época,
tales como las procesiones de los peregrinos con voto de silencio o los
grupos de pastores y campesinos bailando en el campo en los alrededores
de Roma. Al finale Mendelssohn lo llamó «Saltarello», aunque en realidad
se asemeja más a una tarantela napolitana por su extraordinaria velocidad y
compás compuesto, al igual que por sus imitaciones del sonido de la
pandereta y el tambor y su dueto de flautas. Al final, mientras se va
apagando en la distancia, la música rememora determinados aspectos de la
tradición visual. Thomas Grey establece una relación entre los paisajes
nacionales de Mendelssohn y las nuevas tecnologías y espectáculos, como
los tableaux vivants , la linterna mágica, los dioramas y los efectos
especiales teatrales, que intentaban animar las escenas históricas y
paisajistas 166 .
La música de Mendelssohn no alcanza la categoría de música nacional,
sino más bien la de precursora de la caracterización étnica. Tanto el
compositor como el oyente carecen de identificación. Mendelssohn
compuso básicamente para el público inglés y alemán, y no para el escocés
o el italiano, del mismo modo que los artistas alemanes en Roma vendían
sus paisajes italianos a turistas alemanes imbuidos del Italienische Reise de
Goethe. Escocia era romántica y exótica para los alemanes de comienzos
del siglo XIX . Aún así, en la música clásica esto marcó el inicio de
recreaciones ensoñadoras a través de la evocación étnica de la tierra y de su
gente, al entrelazarse los paisajes sonoros de la naturaleza y la etnohistoria.
La Fantasía escocesa de Max Bruch y las evocaciones étnicas de España de
Glinka, Rimski-Korsakov, Chabrier y Ravel profundizarían más en el
enfoque de Mendelssohn. El saltarello del finale de la Sinfonía Italiana
inauguró una tradición sinfónica exótica por parte de compositores
franceses como Saint-Säens, Lalo y D’Indy 167 .
La Sinfonía Renana n.° 3 en Mi bemol mayor (1850) de Schumann
añade sus ingredientes a los de Mendelssohn, identificándose claramente
con su tierra natal. Schumann no dio a conocer el título durante el estreno ni
al publicar la obra, pero revela sus intenciones, al igual que los títulos
originales de los cinco movimientos. Durante su estreno en Düsseldorf,
Schumann afirmó que su intención era expresar «elementos nacionales»
junto con cierto «sabor local», combinación lógica si se tiene en cuenta que
el nacionalismo alemán centró su atención en el río Rin tras la crisis renana
de 1840, en la que Francia amenazaba con invadir el territorio. El primer
movimiento refleja «algo de la vida en el Rin»; el segundo, un Ländler,
llevaba por título original «Mañana en el Rin»; y el cuarto se llamó
«Acompañamiento para una ceremonia solemne». Según Joseph Wilhelm
von Wasielewski, biógrafo de Schumann, este cuarto movimiento describe
una ceremonia que tuvo lugar en la catedral de Colonia, otro icono del
sentir nacionalista que, tras haber permanecido a medio edificar desde la
Edad Media, estaba terminando de ser construida por aquella época, con los
fondos del estado prusiano, como un monumento nacional que rivalizase
con la gran catedral de Estrasburgo. Schumann respondió con un magnífico
movimiento lleno de toques eclesiásticos, como el solemne sonido de los
trombones y el contrapunto stile antico propio de un gran motete. Dicha
asociación se mantiene en el finale al introducir un tema de estilo coral
cerca de la conclusión, probablemente tomando como modelo la Sinfonía
Escocesa de Mendelsohnn. Por último, la elección de la tonalidad de Mi
bemol mayor evoca la Sinfonía Heroica de Beethoven, especialmente
debido a que el primer movimiento es una danza rápida de compás ternario.
Todo el proyecto sinfónico de Schumann pretendía aprovechar el
formidable legado de Beethoven para continuar una tradición ahora
concebida como universal y alemana 168 .

Géneros del paisaje sonoro de la patria

El poema sinfónico fue el género favorito de los compositores de todos los


países para expresar el paisaje sonoro de la patria. El género fue inventado
por Liszt en la década de 1850 con el objetivo de renovar la tradición
musical al dotar a la música instrumental de contenido. A veces Liszt
utilizaba estilos nacionales en sus poemas sinfónicos, como en el caso de la
música gitana de su patriótica Hungaria, esencialmente una rapsodia
húngara para orquesta. Sin embargo, los paisajes sonoros no fueron su
mayor inquietud. Aún así, su estilo y sus técnicas fueron de gran ayuda para
los futuros compositores de música nacional, que se acogerían al poema
sinfónico como vehículo para caracterizarse e identificarse con
determinados paisajes étnicos y patrias. Como señala Keith Johns, en sus
poemas sinfónicos Liszt desarrolló todo un repertorio de «temáticas» —
estilos o gestos convencionales que representan una idea, como podría ser
una clase de gente, un estado anímico, un baile o un lugar—, como el
lamento o la marcha fúnebre, la marcha triunfal, la meditación —pastoral o
canción de cuna— (recitativo instrumental), lo trascendental o la
inmortalidad (coral), el despertar (la llamada de la trompa), el idealismo, la
belleza o el amor. Es más, Liszt creó su célebre método de transformación
temática, por el cual cambiaba un motivo o idea de una temática a otra
diferente, facilitando los efectos narrativos de la música orquestal. Por
último, Liszt fomentó los programas que contenían tramas con final
apoteósico, lo que podía usarse en combinación con la transformación
temática. Así pues, en Tasso la canción del gondolero se convierte en una
marcha fúnebre y en una canción de amor, concluyendo apoteósicamente
169 . Más adelante hubo compositores que adaptaron estas técnicas
narrativas a los materiales y programas nacionales, añadiendo ingredientes
tales como las plataformas tonales, el arpa barda y el encantamiento, el
encuadre introducción/coda, que enmarcaba los acontecimientos en la
antigüedad o en tiempos legendarios, y las estructuras repetitivas y sin
desarrollar, como las estrofas a modo de balada, los efectos de un
encantamiento o los bailes repetidos insistentemente. Los poemas
sinfónicos caracterizaban a la patria sin necesidad de obedecer a un texto, lo
que ayudaba sobremanera a los compositores de naciones pequeñas que
deseaban un reconocimiento tanto nacional como internacional. La obertura
programática estaba íntimamente relacionada con el poema sinfónico,
aunque había surgido con anterioridad (muchos de los poemas sinfónicos
del propio Liszt eran originalmente oberturas teatrales). La segunda
Obertura sobre temas rusos de Balakirev se convertiría más adelante en el
poema sinfónico Rusia . Las rapsodias orquestales ya mencionadas en el
capítulo 2 también presentan grandes similitudes con el poema sinfónico.
En la ópera, los preludios o interludios orquestales eran la localización más
frecuente de los paisajes sonoros, como en el caso del preludio a la ópera
Das Rheingold de Wagner, los murmullos orquestales del Siegfried o el
repicar de campanas de la catedral de San Basilio del Boris Godunov de
Mussorgski.
Diremos lo mismo de otros géneros, como el sinfónico, el instrumental y
el vocal. Aunque solo sea indirectamente, se alude a la nación en
movimientos de sinfonías (D’Indy, Dvořák, Bruckner, Sibelius, Vaughan
Williams), conciertos (Concierto para violín de Sibelius, los Conciertos para
piano n.° 2 y 3 de Rachmaninov), ciclos de canciones (Haugtussa de Grieg,
On Wenlock Edge de Vaughan Williams) y música para piano (las mazurcas
de Chopin, algunas de las Piezas líricas de Grieg, el Iberia de Albéniz).
Dentro de la música de cámara es más difícil hallar paisajes sonoros y
patrias, quizás por ser un género tradicionalmente abstracto, de texturas
contrapuntísticas, y por su vínculo con las formas aristocráticas en el gusto
y el criterio. La música de cámara de Dvořák tiene colorido étnico, pero
dicho colorido suele ser tan eslavo, o incluso norteamericano, como checo.
Las partituras que expresan adhesión a la patria poseen puntos en común
tanto con los repertorios influidos por la música tradicional, ya
mencionados en el capítulo 2, como con los de inspiración etnohistórica y
mitológica, que analizaremos más a fondo en el capítulo 4. No podría ser de
otro modo, dado que en todo momento nos ocupa un tema tan amplio como
el de «la tierra y su gente», sus canciones y bailes, sus mitos y leyendas, sus
bosques, sus valles y montañas. En última instancia, esto es así porque la
patria es un lugar de asentamiento, percibido como el territorio
etnohistórico en el que sus ciudadanos se cuentan los unos a los otros y a
sus descendientes historias sobre sí mismos y sus antepasados que van
desplegándose dentro de un paisaje étnico con un perfil y un carácter
propios. De ahí la importancia de las reliquias y los monumentos de la
nación que encarnan esas memorias, mitos y símbolos compartidos de los
habitantes de una patria y sus culturas, el pueblo que tiene ahí su hogar, o
que lo siente como tal 170 .

Música de ocho patrias

El resto del capítulo se centrará en los espacios poéticos de la patria,


incluyendo aquellas de sus características naturales que se considera que
poseen importancia étnica y etnohistórica, y en el proceso de naturalización
de la historia en contraposición a la historización de la naturaleza, que
abordaremos en el capítulo 4. En la creación de un paisaje sonoro nacional
nos podemos remontar a multitud de ejemplos europeos y americanos. Pero
hay diferencias sustanciales en el punto de partida y el uso de recursos por
parte de los diversos compositores nacionales a la hora de cumplir sus
objetivos musicales. El primer ejemplo lo tenemos en el paisaje sonoro
alemán, forjado durante la primera mitad del siglo XIX , cuando Alemania
gozaba de una fuerte tradición musical y un sentido patriótico que se
acentuaba progresivamente a pesar de carecer de un estado político. Los
tres ejemplos siguientes retratan naciones con pocos recursos y pobladas
por gente con un pasado de penalidades, hasta cierto punto carentes de una
tradición musical propia pero cuyos miembros empezaban a hacer valer sus
culturas y territorios como expresión de sus comunidades «viejas-nuevas».
Hablamos de los checos, los noruegos y los finlandeses. En estos casos el
paisaje sonoro nacional es básicamente obra de un único compositor muy
influyente, cuya música ha resonado junto con la de sus coetáneos hasta
convertirse en el equivalente sonoro al imaginario visual y literario de la
tierra patria. Los tres ejemplos posteriores se basan en estados nacionales
amplios e históricos, como Rusia, Inglaterra y España, que disponían de
tradiciones y recursos naturales análogos y en los que los miembros de las
ethnies dominantes experimentaron un resurgir o renacimiento musical
propio. El ejemplo final, Estados Unidos, se enmarca en la tradición de los
paisajes sonoros musicales europeos, pero cambia de perfil a causa de la
ausencia de historia, al menos en lo que a los «colonizadores» se refiere, en
su paisaje, lo que le otorga una significación cultural diferente. En cada
caso, el efecto final que produce la creación de un paisaje sonoro patriótico
es el de imprimir en el corazón y la mente de una gran cantidad de los
miembros de la comunidad un mundo sonoro nacional memorable y único.

La patria alemana

En la música, la patria alemana se asociaba primordialmente con dos


paisajes: sus bosques y el río Rin. Su significado nacional estaba teñido de
un tipo de panteísmo singularmente germano que emanaba de la reacción
intelectual de finales del siglo XVIII y principios del XIX contra el
determinismo y el materialismo que algunos intelectuales alemanes
encontraban en el racionalismo de la Ilustración, que, según ellos, separaba
de forma irrevocable la humanidad y la naturaleza. Por ejemplo, a Herder y
a Goethe les interesaban el organicismo, el holismo y los procesos
naturales; el filósofo idealista Friedrich Schelling defendía la tesis de que la
naturaleza genera la consciencia y reside en ella. Él y el filósofo idealista
Friedrich von Hardenberg («Novalis»), colega de estudios y vecino suyo
durante un tiempo en Jena, imaginaban a la humanidad y la naturaleza
fusionadas en un único y poderoso organismo, y su amigo Friedrich
Schlegel veía en la naturaleza el lenguaje jeroglífico de Dios. Los
románticos alemanes proponían la unidad de los fenómenos físicos y
psicológicos y cultivaban un interés por los sueños, los procesos
inconscientes y el genio artístico. Pensaban que el paisaje proporcionaba
una mirada rápida a un entorno que trascendía lo humano. Combinado con
motivos visuales religiosos, este modo de entendimiento espiritual lo
apreciamos en la obra pictórica de Gaspar David Friedrich. Hay un resurgir
de la naturaleza en la prosa y poesía de Novalis y en la lírica de
Eichendorff. Por lo tanto, los románticos alemanes se convirtieron en
«topógrafos de lo sagrado» 171 . En lo que respecta a la música, surgió un
vocabulario dedicado a la naturaleza: sonidos lejanos de trompa, cantos de
pájaros, el crujir de las hojas, el murmullo del arroyo, junto con efectos
estáticos sugerentes de una fascinación cautivada y una solemne
tranquilidad, como si se tratase de un poema de Eichendorff traducido a
sonidos.
Los bosques eran una temática habitual en la poesía tradicional recogida
por Arnim y Brentano y en los cuentos tradicionales compilados por los
hermanos Grimm, y sin duda podrían ser objeto de una lectura retrospectiva
desde un prisma moderno y panteísta. Su importancia nacional se remonta a
la acogida que tuvo, en época renacentista, el historiador romano Tácito,
quien describió la destrucción de las legiones romanas por parte del
guerrero Arminio (Hermann) en una emboscada que tuvo lugar en el bosque
en el año 9 d. C. Tácito ponía como ejemplo a los primitivos pero tenaces,
virtuosos y republicanos germánicos frente a una Roma imperial y
decadente. En la década de 1760 Friedrich Gottlieb Klopstock escribió una
trilogía de dramas en prosa basados en la figura de Arminio, y en 1808
Heinrich von Kleist produjo la obra de teatro Die Hermannschlacht, de
fuerte carga antinapoleónica. En 1875, al finalizarse el Hermannsdenkmal
en el bosque de Teutoburgo cerca de Detmold, se materializó la propuesta
que llevaba demandándose desde hacía mucho tiempo de erigir un
monumento en honor a Arminio, haciéndolo coincidir además con los actos
conmemorativos del nuevo káiser Guillermo I. En el cuadro de Friedrich
Chasseur en el bosque (1814), símbolo de la guerra de liberación, un
soldado francés deambula por un bosque de pinos oscuro y amenazante bajo
la ominosa mirada que un cuervo le lanza desde el tocón de un árbol 172 .
Der Freischütz, de Weber, proporcionó al bosque alemán su primera gran
producción musical, a pesar de desarrollarse en Bohemia. La trama
transcurre en el bosque y en la casa del guardabosques, lugares donde
residen todos los personajes. En el aria del segundo acto la heroína Ágata
corre las cortinas de su dormitorio, revelando un paisaje estrellado mientras
invoca a la naturaleza. La escena final tiene lugar en medio de un bello
paraje, pero la escena de la Garganta del Lobo del segundo acto sucede en
un barranco de aspecto aterrador y cubierto casi por completo por árboles
oscuros, rodeado por «altas montañas» 173 . En este contexto, entre gritos
espeluznantes, armonías sobrecogedoras y efectos orquestales, el demonio
Samiel forja siete balas mágicas que el héroe Max deberá utilizar en un
concurso de tiro. Incluso el célebre fragmento tranquilo de la obertura para
cuatro trompas, instrumento que los compositores alemanes asociarían a
partir de entonces con el misticismo de la naturaleza (el nombre del
instrumento en alemán es Waldhorn), se verá pronto interrumpido por una
partitura más oscura, ominous tremolandi, que vira hacia la tonalidad
menor. A Wagner le parecía que el libreto de Der Freischütz lo había escrito
el mismísimo bosque de Bohemia, y opinaba que el carácter alemán se
fundaba en su pasión por la naturaleza. El compositor Hans Pfitzner
consideraba que el bosque era el auténtico personaje central de la ópera 174
.
En Der Ring des Nibelungen, de Wagner, el bosque alemán es el teatro
de operaciones de los welsungos, la raza de seres humanos creada por
Wotan para arrebatar el anillo de Alberich de las garras del dragón Fafner y
de este modo poner el mundo en orden. El primer acto de Die Walküre tiene
lugar en una cabaña en el bosque, representada en el preludio por una
tumultuosa plataforma tonal que simboliza la huida de Sigmund de sus
enemigos. El bosque aparece en el drama más adelante en el acto, cuando la
puerta de la cabaña se abre y revela una noche primaveral iluminada por la
luna y Siegmund irrumpe con una apasionada canción de amor
(«Winterstürme wichen dem Wonnemond») con un apacible
acompañamiento orquestal. El Preludio a Siegfried saca a la luz la
melancólica amenaza del bosque, que en el segundo acto contendrá al
dragón y a dos nibelungos intrigantes. El segundo acto incluye unas
Klangfläche idílicas que encarnan los murmullos del bosque; cantos de
pájaro que Siegfried consigue entender tras haber probado la sangre del
dragón; la trompa de Siegfried, y el dragón al acecho en su cueva. Aún así,
al final el bosque del segundo acto se revela pintoresco e inofensivo, dado
que se adapta al registro cómico general del drama. Siegfried es protegido
por Wotan y no puede fallar.
Una vez más nos topamos con el bosque de un cuento de hadas en la
ópera para niños de Engelbert Humperdinck Hänsel und Gretel (1893), y
también en su menos conocida Köningskinder (1910). Por supuesto, el
bosque de Hänsel und Gretel oculta a una bruja, pero Humperdinck destaca
su lado benévolo en el segundo acto, cuando el cariñoso hombre de arena
induce al sueño a los niños y aparecen los ángeles para proteger su letargo
al son de un interludio orquestal wagneriano. El preludio a la ópera
comienza con la música para las oraciones de los niños, interpretada por
cuatro trompas, evocando tanto la obertura Der Freischütz como la
tradicional coral luterana en cuatro partes. Observamos otra aportación
poswagneriana en la sinfonía n.° 4 de Anton Bruckner en Mi bemol mayor
(«Romántica»), en la que, según el programa que el compositor desveló a
su amigo Theodor Helm, el primer movimiento retrata un pueblo medieval
al amanecer mientras el sonido de una trompa anuncia la salida del sol
desde las torres; se abren los portones y los caballeros se marchan al galope,
inmersos en la magia del bosque, entre hojas susurrantes y el canto de los
pájaros. Escuchamos la llamada del alionín en el segundo tema grupal 175 .
El scherzo se basa en la llamada estilizada de las trompas de caza, con todos
los metales al frente, y en especial las trompas. Destacan las plataformas
tonales, sobre todo al comienzo de la partitura, como telón de fondo de la
lejana llamada de una trompa solista, y en la conclusión del finale, donde
una extensa coda armónicamente estática surge a partir de un pp hasta
alcanzar su trascendental clímax. La sinfonía es «romántica» en el sentido
del Lohengrin o del Tannhäuser de Wagner, es decir, como celebración de
la Edad Media alemana. Esta patria histórica está para Bruckner ligada de
forma natural al bosque, y la sinfonía está en Mi bemol mayor, tonalidad
estrechamente vinculada al uso de la trompa.
El preludio a Das Rheingold de Wagner es otra vasta Klangfläche sobre
un acorde de tríada de mi bemol mayor que comienza con un mi bemol
grave y construye ondas de sonido que irán en aumento durante algo más de
cuatro minutos. Se trata de un concepto musical revolucionario, aunque el
preludio se mantiene inquebrantable en la tradición alemana de la absoluta
trascendencia del paisaje. Retrata al Rin como origen amoral del mundo y
de la vida y le concede un protagonismo aún mayor que a cualquiera de las
criaturas del universo wagneriano, incluidos los dioses. Las Doncellas del
Rin son la personificación de la naturaleza durante el periodo inicial de
toma de conciencia, concepto que habría llamado la atención de Schelling,
de sus sucesores del Romanticismo y de los nacionalistas, para quienes la
nación era orgánica y natural, y el Rin, el emblema de su totalidad. Al final
del Götterdämmerung, y por lo tanto de todo el ciclo del anillo, la orilla del
río se desborda y las Doncellas del Rin exigen la devolución del anillo que
Alberich había forjado con el oro que les había robado. A pesar del carácter
activo e implícitamente nacional de los héroes wälsung, ninguna institución
prospera dentro del paisaje historizado de la patria del ciclo del Anillo . En
la corte de los gibichungos solo se respira traición y vanidad, y el valor solo
puede encontrarse gracias al poder trascendental del amor. A este respecto
el Anillo difiere de Die Meistersinger von Nürnberg de Wagner, ópera en la
que el individuo y la sociedad, el artista libre y el gremio de los maestros
cantores finalmente se reintegran gracias a la mediación de Hans Sachs y
Núremberg se consolida como el antiguo centro geográfico y cultural de la
patria (véase el capítulo 1).
El Anillo se concibió a finales de la década de 1840, en una época en la
que el Rin se situaba en el centro de la política cultural alemana a
consecuencia de la crisis renana de 1840. El río marcó la frontera entre las
civilizaciones germánicas y las latinas durante siglos, remontándose a la
época de Varo y Arminio. La Sinfonía Renana de Schumann (otra partitura
del paisaje alemán compuesta en la tonalidad de mi bemol mayor) se sitúa a
finales de la década, periodo en el que se produjeron infinidad de poemas
románticos y patrióticos homenajeando al Rin, al tiempo que se editaron
más de 400 canciones para voz y piano, guitarra o coro masculino. La fase
temprana del Romanticismo renano la acapararon los románticos de
Heidelberg, incluyendo a Armin, Brentano, Eichendorff y Hölderlin,
quienes estaban descubriendo simultáneamente el folclore alemán. Más
adelante, Friedrich Schlegel vería al Rin como un ente vivo con conciencia
y también como símbolo de la nación alemana 176 . Los textos del
Rheinlieder abarcan los típicos temas románticos alemanes, como la
nostalgia, lo errante, el misterio del cosmos y el proceso de desarrollo
orgánico, y aluden a la sirena de Lorelei —la versión más conocida de las
Doncellas del Rin wagnerianas— y a los nibelungos. Algunos textos
combinan sensibilidades nacionales y panteístas. La mayor parte de las
partituras poseen un estilo directo y sencillo de canción tradicional
(Volkston; véase el capítulo 2) y carecen de gran valor estético, aunque
nueve de ellas son de Schumann y también hay unas cuantas de
Mendelssohn y de Liszt 177 . «Auf einer Burg», del Liederkreis op. 39 de
Schumann, sobre poemas de Eichendorff, describe a un viejo caballero que
lleva durmiendo centenares de años en un castillo en ruinas en lo alto del
Rin, una probable encarnación de Federico Barbaroja, quien según la
leyenda despertará algún día para salvar a Alemania. Debajo de él, en el río,
ve pasar la comitiva de una boda, pero la novia, que posiblemente
representa a la Alemania moderna, está llorando. «Im Rhein» (Heine), del
Dichterliebe op. 48 n.° 6, refleja a toda la «ciudad santa» de Colonia en ese
«río sagrado» que es el Rin, fundiendo en una unidad sacrosanta el paisaje y
la cultura alemana. Las dos partituras de Schumann adoptan un estilo
sereno y deliberadamente arcaico en una tonalidad menor, igual que en el
movimiento de la catedral de Colonia de la Sinfonía Renana, en el primer
caso haciendo uso de constantes ritmos con puntillo al estilo de una
«obertura francesa» barroca. En ningún caso hay pretensión alguna de
«pintar» un paisaje por tonalidades, sino de reflejar la antigüedad de la
cultura paisajística alemana.

La patria checa

Es sobre todo con un compositor, Bedřich Smetana, y una obra en concreto,


los seis poemas sinfónicos que comprende Má Vlast (Mi patria) (1874-
1879), con los que el paisaje sonoro de la patria nacional checa tiene una
deuda. Hubo otros compositores, como Zdeněk Fibich, Antonín Dvořák y
Josef Suk, que contribuyeron a ello notablemente, pero Smetana personificó
el nacionalismo programático, creando un mundo sonoro y un conjunto de
asociaciones que definieron los parámetros y el contenido del ideal de la
patria checa. Esto se debe en gran medida a que en sus obras, y
especialmente en Má Vlast, la historia, la mitología, el folclore y la
naturaleza se entrelazan tan íntimamente que episodios de la historia checa
se naturalizan dentro de un paisaje étnico repleto de reliquias y de
monumentos de acontecimientos reales o imaginarios de su historia. Para
finales del siglo XX , una interpretación de Má Vlast siempre inauguraba el
Festival Internacional de la Primavera de Praga el día 12 de mayo, fecha del
fallecimiento de Smetana y acontecimiento que se ha convertido en un
ritual nacional.
Los checos fueron de los primeros en fomentar un nacionalismo cultural
propio, sobre todo en el ámbito lingüístico y literario, ambos reprimidos tras
la derrota de la nobleza checa en 1618 a manos de los católicos Habsburgo
al comienzo de la Guerra de los Treinta Años. Sin embargo, con el auge de
los mercaderes y artesanos bien entrado el siglo XVIII y con las reformas del
emperador José II, que promovieron el uso del idioma alemán en la
administración central pero toleraban las lenguas minoritarias en las
provincias, surgiría un movimiento reivindicativo del idioma entre la
reducida comunidad de intelectuales checos encabezada por el cura católico
Josef Dovrobsky y el maestro Josef Jungmann. Ambos publicarían sus
estudios sobre la gramática, el idioma y la literatura checas a principios del
siglo XIX , dedicándose el primero de ellos a todas las lenguas eslavas, y el
segundo, a la lengua y literatura checas, una distinción que encontraría su
paralelismo en el campo de la música checa cincuenta años más tarde en las
figuras de Dvořák y Smetana. El intelectual nacionalista checo de mayor
renombre era František Palacky, activista, director de un periódico,
cofundador del Museo Checo a partir de 1822 e historiador, cuya historia
fundacional de Bohemia sería publicada en diversos tomos desde 1836 en
adelante. Palacky también se implicó en la lucha política, declinando en una
célebre carta escrita en 1848 la oferta de formar parte de la Asamblea de
Frankfurt tras aducir que los checos no eran alemanes y que su único
vínculo con el Imperio Alemán provenía de los lazos dinásticos 178 .
La necesidad de una música nacional checa impulsó al movimiento a
crear un Teatro Nacional checo que pudiera competir con los teatros de
habla alemana en la ciudad de Praga. Finalmente el edificio se inauguró en
1881, aunque se incendiaría por completo solo unas semanas más tarde, lo
que exigiría una segunda larga campaña de suscripciones entre el público,
hasta que pudo reabrir en 1883. El personaje principal de dicho movimiento
sería Smetana, quien, tras un periodo de formación en Praga durante la
década de 1840, se trasladó a Suecia a consecuencia de la represión que se
desencadenó en la década de 1850 contra el nacionalismo checo en Praga,
ciudad a la que volvería en 1864 para, según él, encontrarse con un teatro y
una música checos en estado lamentable. En concreto, la ópera estaba
plagada casi por completo de malas traducciones de los textos originales en
italiano o francés, no reunía los mínimos de calidad artística exigidos en
Europa ni cultivaba un estilo genuino propio. En lo relativo a la enseñanza
musical que se impartía por aquella época en los conservatorios, la
consideraba anticuada porque fracasó a la hora de incorporar las
innovaciones más «progresistas» de compositores como Berlioz, Liszt o
Wagner, todos ellos muy admirados por Smetana. A este respecto cabe
mencionar la peculiar situación en la que se encontraba el propio Smetana,
a quien se consideraba fundador de la «escuela nacional de música» checa,
ya que por un lado era el entusiasta impulsor del nacionalismo checo en la
música y por otro un devoto de la música europea progresista, que a
grandes rasgos no era más que la Nueva Escuela Alemana de Liszt y
Wagner. Por ello no sorprende que Smetana, que descartaba la idea de la
música tradicional como pilar de un estilo de ópera nacional porque
pensaba que derivaba en un popurrí carente de un propósito artístico
unificador, fuese atacado por los críticos nacionalistas checos, que lo
consideraban demasiado wagneriano 179 .
Y sin embargo fue Smetana quien plantó la semilla que germinaría en
una escuela nacional de música checa, con sus óperas cómicas y heroicas y
sus poemas sinfónicos. Aunque puede que no fuese el primero en concebir
un estilo específicamente checo, según Michael Beckerman Smetana sí fue
pionero al articularlo con un fuerte componente nacionalista, hasta el punto
de que los compositores checos posteriores tuvieron que lidiar con su
personalidad musical y su modo de conciliar los elementos checos con las
formas musicales progresistas y europeas que tanto apreciaba. Leoš Janáček
escribió en 1924 que el mérito musical de Smetana comprendía tres puntos
cardinales: «Su amor por la naturaleza, su inquietud ante lo acontecido en el
día a día y su capacidad para evocar los más profundos recovecos de la
historia checa» 180 . En Má Vlast fusiona estos tres elementos en una
síntesis monumental con un carácter ceremonial y optimista, que le tomó la
medida a la patria checa tanto en el tiempo como en el espacio. Smetana
promovió sistemáticamente la historicidad del paisaje checo, convirtiendo a
la patria en un lugar ancestral y natural.
Sus cuatro primeros poemas sinfónicos fueron compuestos
esencialmente entre 1874 y 1875. El primero de ellos, Vyšehrad , evoca la
gran roca en Praga con vistas al río Vltava, lugar donde se erigía el
magnífico castillo de los antiguos reyes bohemios de la dinastía Přemyslid,
cuyas ruinas, según el prólogo explicativo de Smetana a su partitura, ahora
invoca el bardo Lumír a través de su arpa (que se escucha en los primeros
compases). El segundo poema sinfónico, Vltava, es un retrato de la
constante crecida del río desde los manantiales y de su fluir por el bosque, a
través de los campesinos que bailan, las ninfas acuáticas a la luz de la luna
y los rápidos de San Juan, hacia la capital y por delante del castillo de
piedra (el tema de Vyšehrad vuelve triunfante al llegar a este punto). Šarka
describe una historia terrible basada en la mitológica «guerra de las
doncellas», acontecida poco antes de la fundación de la nación checa,
cuando las mujeres declararon la guerra a los hombres. Z Českých luhů a
hájů (Por los campos y bosques de Bohemia) es el cuarto poema sinfónico,
y aunque carece de concreción alguna, representa la sublimidad y la belleza
del paisaje checo, junto con el canto de los pájaros, las canciones
tradicionales y el baile, todo ello estrechamente vinculado a una unidad
motívica que culmina con un impulso tremendo. Smetana añadió dos piezas
más al ciclo tres años más tarde, y destacan por su estrecha relación. La
primera de ellas es Tábor, la ciudad del siglo XV que albergaba una
guarnición de guerreros husitas, y la segunda Blaník, la montaña de
Bohemia central bajo la cual, según la leyenda, los guerreros husitas se
refugiaron tras su derrota final y donde ahora permanecen inactivos en
espera de la llamada que salve a la patria checa de una situación agónica.
Ambas se basan en la coral husita «Ktož jsú boží bojovníci» («Vosotros que
sois guerreros de Dios») y van generando gradualmente la coral completa a
partir de fragmentos expuestos al comienzo. Las dos obras están en la
misma tonalidad, y el inicio de Blaník guarda tal semejanza con el final de
Tábor que parece la continuación de la misma partitura. Todo ello enlaza
historia con leyenda y el pasado con un futuro glorioso vaticinado de
antemano, tal y como refleja la triunfal conclusión del ciclo, que vuelve una
vez más al tema de Vyšehrad, expresando la restauración futura de la
soberanía nacional 181 .
La singularidad de la patria checa viene marcada dentro del universo
musical de Smetana por rasgos estilísticos como las polcas, las melodías
dobladas por terceras, la repetición de motivos transportados
descendentemente por el intervalo de tercera y la modalidad de la coral
husita. A primera vista, su caracterización parece bastante variada, y retrata
la brutalidad de los asesinatos y batallas, la idílica campiña, la
majestuosidad de Praga y la gloria del futuro triunfo checo junto con ciertas
cualidades oscuras e incluso primitivas que a veces surgen en las cuatro
últimas piezas. Sin embargo, la patria checa de Smetana está bien definida.
Moravia brilla por su ausencia, y el compositor se centra en la región
central de Bohemia, alrededor de Praga. A este respecto, Smetana
descartaría más adelante tres temas para utilizar en sus poemas sinfónicos
que confirmarían esta orientación: Ríp, colina al norte de Praga donde
según la leyenda el fundador de la nación, Čech, guio a su pueblo y desde
donde, al estilo de Moisés, inspeccionó el nuevo territorio; Lipany, al este
de Praga, donde tuvo lugar una masacre durante las guerras husitas, y Bíla
Hora (Montaña Blanca), al oeste de Praga, donde aconteció la fatídica
batalla de 1620 que marcaría el comienzo del dominio de los Habsburgo 182
. Dado que el tema central de Má Vlast es el de la soberanía, las imágenes
de la patria se agrupan en torno a la capital. La identificación del
compositor es plena, hasta el punto de que posteriormente añade la emotiva
primera persona del determinante posesivo al título original del ciclo en
cuatro movimientos (Vlast) . Dicho ciclo está dedicado a la ciudad de
Praga, y los acontecimientos históricos y legendarios tienen lugar en
localidades reales que el público checo tenía a su alcance. Ciertamente, son
lugares que en algunos casos se encuentran a unos cuantos metros de
distancia de donde, más adelante, llegaron a estrenarse e interpretarse las
partituras. El uso de la coral husita sacraliza la conmemoración de la
nación, y la ejecución de la obra recuerda el ritual de la comunión. (Má
Vlast no entra en las verdaderas disputas que, con la comunión como
trasfondo, provocaron las guerras husitas. Se retrata a los husitas como
patriotas, y no como sectarios religiosos.)
Smetana aborda con flexibilidad la música programática. Su descripción
del paisaje la encontramos en Vltava, en Z Českých luhů a hájů y en
algunos fragmentos de Vyšehrad y Blaník . En Šarka hay un uso intensivo
de las técnicas narrativas, aunque mucho menor que en la mayor parte de
las piezas restantes. La lúgubre y monótona Tábor es un retrato psicológico
de unos guerreros de voluntad firme más que la descripción de una batalla;
Blaník, por su parte, es una fantasía profética sobre la resurrección nacional
y una incitación a la acción. Má Vlast fue concebida cuando Smetana estaba
a punto de concluir su ópera festiva Libuše (de la que hablaremos en el
capítulo 4), que anuncia parte de su música, incluidos el tema de Vyšehrad y
la coral husita, tiene un carácter ceremonial semejante y, anticipando
Blaník, concluye con la visión profética de la reina Libuše sobre la historia
futura del pueblo checo y la fundación de Praga. Las dos obras guardan
similitud con la dimensión innovadora de Die Meistersinger de Wagner
(véase el capítulo 1), uno de los modelos operísticos a seguir por parte de
Smetana, en el que desde el escenario un personaje histórico alude al
presente y el futuro del público. Smetana evita relatos sobre héroes
individuales de un modo que tipifica el género mixto de la historia y el
paisaje en la tradición de Mendelssohn. En Vyšehrad, el arpa barda
rememora románticamente la historia gloriosa del castillo en ruinas sobre el
río Vltava, demandando del público una repoblación imaginaria similar a la
de la Sinfonía Escocesa de Mendelssohn.
El público internacional contemporáneo y las instituciones tienden a
agrupar a Dvořák, Janáček y Smetana como compositores de música
nacional checa, pero, tal y como mostraremos en el capítulo 6, los músicos
checos de finales del siglo XIX y comienzos del XX no consideraban que
todos ellos perteneciesen a una escuela nacional única. Aun así, es cierto
que los tres compartían un interés por el paisaje forestal. Este interés puede
encontrarse en De los bosques y prados de Bohemia, de Má Vlast; en la
escena forestal nocturna de la ópera El beso, de Smetana; en las óperas de
Dvořák con puesta en escena ruralista, como El rey y el quemador de
carbón y El campesino astuto, al igual que en Rusalka y sus motivos
mitológico-folclóricos; en la temprana ópera de Janáček Šarka (compuesta
entre 1887 y 1888), en la que saca a relucir la mejor música de la partitura;
y en las respuestas panteístas a la naturaleza que observamos en La zorrita
astuta (1924) y en la Misa glagolítica . La obertura de Dvořák V přírodě
(En el reino de la naturaleza, 1891) comienza con los típicos «sonidos de la
naturaleza» enfrentados a una Klangfläche, seguidos de un tema
íntimamente relacionado con el himno checo Vesele zpívejme, Boha Otce
chvalme (Cantemos con alegría, alabado sea el Señor) . Esta veneración
por la naturaleza también se advierte en Josef Suk (Pohádka léta; Un
cuento de verano, 1907-1909) y en Vítězslav Novak (V Tatrách; En el Tatra
, 1902) y Pan (1910-1912) 183 .

Las patrias escandinavas

Tal como ocurrió en el territorio checo, el idioma y la literatura histórica


pasaron a un primer plano dentro del emergente nacionalismo cultural
noruego de finales del siglo XIX , de la mano de su nacionalismo político.
Puertas afuera, este nacionalismo cultural era una reacción contra la
influencia cultural danesa, que continuó incluso después de que los cuatro
siglos de dominio político danés finalizaran a consecuencia de la unión
forzada con Suecia a partir de 1814, y también contra el dominio sueco tras
esa misma fecha. Puertas adentro, dicho nacionalismo cultural tenía dos
ejes: un interés floreciente por la historia antigua de Noruega y la división
cada vez mayor entre los partidarios del «riksmal» y los del «landsmal».
El interés por la literatura histórica, toda una realidad ya a finales del
siglo XVIII , se centraba en las traducciones que Gerhard Schøning había
hecho al danés de las sagas nórdicas de Snorri Sturlason. Pero fue el poeta
Henrik Wergeland quien, al dar un discurso en Eidsvoll en 1834 que llevaba
por título «A la memoria de los antepasados», reivindicaría la necesidad de
rehabilitar el estado real medieval noruego dentro de la conciencia noruega
moderna, como si se tratase de la otra mitad del anillo, que debía soldarse
con un nuevo estado nacional noruego. Los historiadores adeptos a
Wergeland, y en particular P. A. Munch, afirmaban que el Edda y las sagas,
y la lengua que utilizaban, eran enteramente noruegas, tesis que ejerció una
influencia enorme, entre otros, en escritores como Ibsen y Bjørnson.
Comparaban la edad de oro de la nación medieval noruega libre de ataduras
con el pasado reciente de la «era danesa», que Ibsen denominaba «la noche
de los cuatrocientos años». Por otro lado, la división lingüística derivaba de
la insistencia en el perjuicio causado por la influencia cultural danesa entre
la élite noruega de la metrópoli, ya que el lenguaje literario («riksmal») se
escribía en efecto en danés, tras haberse abandonado el antiguo lenguaje
literario nórdico. Ante esta situación, el filólogo Ivar Aasen elaboró una
gramática noruega en 1848, y dos años más tarde un diccionario noruego
basado en el lenguaje hablado en las zonas rurales de Noruega occidental,
con la idea de constituir un idioma noruego alternativo libre de toda
influencia danesa («landsmal»), que en 1885 sería aceptado por el
Parlamento (Storting) en pie de igualdad con el «riksmal» dano-noruego, a
pesar las tremendas reticencias que hasta el día de hoy ha suscitado 184 .
Los músicos también se vieron atraídos por el folclore y las antiguas
epopeyas. Como ocurrió en Bohemia, en Noruega surgió un movimiento
para promover un teatro y una ópera nacionales, además de un folclore
musical nacionalizado con carácter propio, lo que se materializaría por
primera vez en la ópera cómica de Waldemar Thrane Fjeldeventyret (El
cuento de la montaña, 1825). Dicho movimiento tuvo el apoyo de Johan
Svendsen y el violinista y patriota cosmopolita Ole Bull. En 1849 los
artistas noruegos interesados en la promoción de la cultura nacional
organizaron una serie de tableaux vivants en el Teatro Christiania que
contribuirían a implantar el paisaje noruego como imagen de la identidad
nacional. La música y las descripciones poéticas de la naturaleza y el
folclore acompañaban a las imágenes. Este acontecimiento animaría al
compositor Halfdan Kjerulf a explorar el campo de la música tradicional
noruega.
Sin embargo, le correspondió a Edvard Grieg, compositor procedente de
Bergen, en Noruega occidental, la tarea de elevar el perfil cultural
internacional de sus compatriotas a partir de la década de 1860 mediante la
representación musical del paisaje del oeste de Noruega, pero adaptándolo a
los parámetros fijados por los cánones musicales europeos de la época.
Como afirmaría el compositor, «pintar la naturaleza noruega, la vida
popular noruega, la historia noruega y la poesía tradicional noruega
transformándola en sonidos es un terreno en el que creo ser capaz de aportar
algo» 185 . Supondría traducir musicalmente los dibujos de paisajes que él
mismo realizaba, incluido el de su lugar de nacimiento (Fig. 3). Sin
embargo, Grieg no era un firme partidario del «landsmal», y compuso
canciones en ambas lenguas noruegas. Se formó en Leipzig y siempre
estuvo atento a su reconocimiento tanto nacional como internacional,
prestando especial atención a Alemania. La mayoría de sus obras no son
voluminosas; solo compuso un fragmento operístico, Olav Trygvason
(estrenado en 1889), una sinfonía temprana y un concierto para piano. En
sus canciones y piezas para piano Grieg tradujo a la música la emergente
imaginería de la patria noruega en torno a las bodas tradicionales, los pastos
de las montañas, los hechizos montañeses y la «magia troll». El paisaje
occidental noruego aparece representado en el «bosque oscuro» de la
canción nostálgica «Den Bergtekne» («El esclavo de la montaña»), el
bosque misterioso de la canción «Langs ei A» («A lo largo de un río»), el
recuerdo de la vida rural en algunas de sus Piezas líricas y los troles de la
montaña procedentes de la mitología noruega para la música incidental del
famoso poema dramático de Ibsen Peer Gynt (1875). El ciclo de canciones
Haugtussa (La doncella de la montaña, 1898), con un texto escrito en
«landsmal» por el novelista y poeta Arne Garborg, retoma Die schöne
Müllerin de Schubert, pero haciendo hincapié en lo sobrenatural y en las
visiones alucinantes de los espíritus del paisaje que tiene la heroína. Grieg
amplía el estilo del Lied romántico haciendo uso de un cromatismo
penetrante y flexibilizando los efectos estáticos y los sonidos naturales al
explorar la psicología del paisaje 186 .
Fig. 3 Vista de paisaje desde el lugar de nacimiento de Edvard Grieg, del libro de bocetos del
compositor.
© ACI / Bridgeman

El interés de Grieg por las sonoridades estáticas alienta una actitud


contemplativa por parte del oyente, dirigiendo su atención a la calidad del
sonido y no a su función dentro de la lógica armónico-melódica, y podría
haber iniciado una tendencia escandinava más amplia que se advierte con
claridad en Sibelius y en Nielsen y que sugiere la idea de una aproximación
supranacional, «nórdica», al paisaje que se modula en casos individuales.
En el caso concreto de Grieg, las sonoridades suelen combinarse con un
cromatismo armónico y melancólico de gran complejidad, que se centra en
el paisaje como tema romántico. Es más, en obras como Gangar op. 54, n.°
2 y Klokkeklang (El sonido de las campanas) op. 54, n.° 6 Grieg otorga una
importancia capital a los acordes de quintas abiertas que inducen esa
sonoridad folclórica y a notas pedal que se extienden del colorismo más
exótico a parámetros independientes que estructuran una composición
completa 187 . Estas piezas posiblemente sigan la tradición marcada por el
diatonismo nórdico que se remonta a Franz Berwald (1796-1868) y más
adelante a muchas de las obras tardías de Sibelius, incluidas sus Sinfonías
n.° 6 (1923) y n.° 7 (1924). Irónicamente, el segundo movimiento,
«Andante pastorale», de la Sinfonía n.° 3 de Nielsen (Sinfonía Expansiva,
1912) es una versión de la estática tríada en Mi bemol mayor «alemana»
(Das Rheingold de Wagner y la Sinfonía n.° 4 de Bruckner). Comienza con
la típica llamada de las trompas repitiéndose una y otra vez, pero poco
después se convierte en una dulce melodía, una «evocación del paisaje» con
secciones sin palabras para soprano y barítono 188 . El diatonismo también
desempeñó un importante papel en países como Inglaterra (Elgar, Vaughan
Williams) y Estados Unidos (Copland), y por lo tanto este efecto no es
exclusivo de Escandinavia.
Los finlandeses fueron un grupo étnico incluso más «sumergido» que el
de los noruegos durante el largo periodo de dominio danés. Pero en este
caso fue Suecia la que incorporó el territorio al este del golfo de Botnia, y,
tras su conversión al luteranismo en el siglo XVI , esta religión se convirtió
en la dominante dentro del territorio oriental finlandés. Aunque la mayoría
de sus habitantes hablaban finlandés, una importante minoría de suecos
siguió ocupando la mayor parte de los puestos que requerían mayor
experiencia. Mediante el Tratado de Hamina de 1809, legitimado por
Napoleón, el imperio del zar obtuvo el territorio al este de Finlandia y lo
convirtió en un gran ducado de Rusia hasta 1917. Con todo, no se molestó a
la minoría gobernante sueca. Aunque muchos de sus miembros estaban
dispuestos a asimilar la lengua mayoritaria finlandesa, las élites suecas se
convirtieron en objetivo, entre la intelectualidad, del cada vez más
influyente movimiento en pro del uso del idioma finlandés. El origen de
este movimiento se encontraba fundamentalmente en la vieja Universidad
de Turku, donde el catedrático Henrik Porthan, contemporáneo de Herder,
expuso su Dissertatio de poesi fennica en 1778, cuya tesis sostenía la
necesidad de mostrar los poemas folclóricos sin alterarlos, aunque en
algunos casos resultase necesario restaurarlos para adaptarlos a una
«estructura más entera y apropiada», como se supone había hecho
Macpherson con sus fragmentos osiánicos 189 .
Cuando el Tratado de Hamina fracturó la estrecha relación existente
entre la intelectualidad finlandesa y Suecia, sus miembros no tuvieron más
remedio que identificarse con la gran mayoría de la población analfabeta de
Finlandia, perdiendo, en consecuencia, el idioma sueco a favor del
finlandés. Con este fin fundaron en 1831 la Sociedad Literaria Finlandesa
en Helsinki, al trasladarse la universidad a dicha ciudad, e, inter alia, se
propusieron traducir el Kalevala al sueco o al alemán y al finlandés el
poema de Runeberg Los cazadores de Elk, que retrataba a los finlandeses
como gente pacífica y alegre a pesar de su pobreza. Pero la intelectualidad
consideró que, para alcanzar el prestigio en Europa, se debía dotar a los
finlandeses de una historia y una literatura adecuadas para un pueblo que
carecía de ambas. En 1835 el doctor Elias Lönnrot publicó la primera
versión de su antología de poesía oral careliana bajo el título Kalevala, o
Tierra de héroes (en 1849 se publicó una edición más completa). En poco
tiempo se convertiría en la epopeya nacional finlandesa, aunque su editor,
Lönnrot, no solo se encargó de recopilar los contenidos de los cantantes
carelianos originales y sus baladas, sino también de hacer los añadidos y
arreglos pertinentes.
Hacia finales de siglo, cuando el intento de rusificación contribuyó a
crear en respuesta un fuerte sentimiento nacionalista político finlandés,
surgió una nueva corriente cultural del mismo signo que impregnó la
literatura, las artes pictóricas y la música. Se trataba de un movimiento
conocido como carelianismo que puso de moda entre los intelectuales,
incluidos folcloristas, artistas, lingüistas, etnógrafos, fotógrafos y músicos,
visitar y en algunos casos vivir en la provincia más oriental de Finlandia,
que por entonces era considerada la zona más antigua del país y testigo de
su cultura original de la Edad de Hierro. Durante siglos Carelia había sido
un territorio objeto de discordia situado en la frontera entre Rusia y Suecia,
además de un campo de batalla, y Lönnrot recopiló en las áreas remotas de
esta zona todo su material para la Kalevala . La popular Suite Karelia de
Sibelius fue compuesta para una noche de gala en 1893 con el objeto de
patrocinar un sorteo, práctica habitual de recaudación de fondos utilizada
por los nacionalistas finlandeses. Lo celebraba la Asociación de Estudiantes
de la antigua e importante —desde el punto de vista arquitectónico—
ciudad careliana de Viipuri para contribuir a la construcción de una
universidad para adultos. Se organizó una exposición de artesanía,
mobiliario e indumentaria finlandeses y la velada se organizó en torno a
tableaux vivants que mostraban paisajes carelianos, en especial del castillo
de Viipuri, haciendo un repaso a la historia finlandesa desde la antigüedad
hasta los tiempos modernos. La música de Sibelius acompañó las imágenes.
Como señala Glenda Dawn Goss, sus fuentes eran una amalgama de
«corales bachianas, canciones rúnicas ruso-carelianas, baladas tradicionales
suecas, himnos luteranos, fugas germánicas y técnicas al estilo de Grieg»
(en este caso se trataba de «música evocadora del paisaje») 190 . El célebre
poema sinfónico Finlandia también se compuso para los tableaux vivants
de un sorteo nocturno, aunque esta vez en Helsinki, en 1899, y con
imágenes que arrancaban con la antigua y mítica historia del Kalevala hasta
llegar a la era de la máquina de vapor 191 .
Sibelius ya había estudiado a fondo el Kalevala a través de su colosal
Sinfonía Kullervo (1892), obra en cinco movimientos para gran orquesta,
mezzosoprano, solistas barítonos y coro masculino. El estreno se presentó
como un acontecimiento nacional, y los historiadores finlandeses lo
reivindican como el nacimiento de la música nacional genuina 192 . En lo
que a estilo musical se refiere, Kullervo supone el comienzo de un lenguaje
singular que con el paso del tiempo Sibelius llevaría mucho más lejos.
James Hepokoski enumera sus características:
Melodías modalmente matizadas («finlandesas») y estructuras de acompañamiento reiterativo;
repeticiones obsesivas del bajo ostinato, largas notas pedal y reposiciones de ideas melódicas ya
escuchadas; ritmos interrumpidos bruscamente; texturas melancólicamente espesas, oscuras y con
frecuencia en modo menor que rememoran un pasado hiriente y tragedias ineludibles;
yuxtaposiciones sin mediación alguna de campos tímbricos de pronunciado contraste, y una
predilección por las imágenes sonoras dilatadas y con una textura estratificada a costa de un
desarrollo tradicional y contrapuntísticamente lineal 193 .

En Kullervo este estilo crea un ambiente primitivista cargado de


fatalidad para una historia edípica de incesto y suicidio protagonizada por el
héroe epónimo. Más adelante Sibelius lo desarrollaría y depuraría en una
serie de poemas sinfónicos y sinfonías, en este último caso basándose con
frecuencia en fragmentos del Kalevala . Sibelius no obvió finales sombríos
en algunos de sus poemas sinfónicos ni en su Cuarta Sinfonía, rompiendo
de este modo los cánones establecidos a lo largo de la música sinfónica del
siglo XIX y por lo tanto resaltando la caracterización del desolado e
implacable paisaje finlandés. Sibelius es sin lugar a dudas heredero de las
tradiciones de la música nacional y los paisajes de la patria del siglo XIX ,
pero también de la tradición sinfónica universal, con la cual, al igual que los
compositores kuchka , estaba en contacto, quizás incluso con la esperanza
de que pudiera ayudarle a expresar la nación por medio de la música. Es
cierto que está muy próximo a las tradiciones compositivas rusas y (en
cierta medida) reacciona frente a las alemanas; justo lo contrario de su
postura política, que consideraba a Rusia la opresora de Finlandia 194 .
Para evocar la patria finlandesa en su música sinfónica, Sibelius emplea
dos técnicas esenciales. Primero explora una amplísima gama de
sonoridades estáticas con mucha actividad de superficie, en concreto sus
propios y peculiares recursos tonales, representados por el veloz sonido de
las cuerdas, el murmullo de las maderas y los amenazadores crescendo de
los metales. Por poner un ejemplo, En Saga (Una saga, 1893) empieza con
una formación caleidoscópica de efectos estáticos, incluyendo una amplia
figuración arpegiada de todos los instrumentos de cuerda en pp para la
totalidad de los recursos tonales, similar a un susurro que lo impregna todo.
Frente a unas Klangfläche, en los metales surge un tema solemne con un
sonido bardo (Ej. 3.2) que, muy al final de la obra, se retoma con un
murmullo encarnado en un solo de clarinete. La «acción» del poema
sinfónico tiene lugar en el marco introducción/coda y concluye con
violencia y en tragedia. La obra sigue la tradición de la Sinfonía Escocesa
de Mendelssohn, del kuchka y de D’Indy, pero diferenciada de un modo
muy característico y con unos rasgos que, con la ayuda de las asociaciones
programáticas y la consistencia de su aplicación en la obra de Sibelius, el
público identifica como manifiestamente «finlandeses». La ninfa del bosque
(Skogsraet, 1895) consiste casi por completo en cuatro largas secciones de
stasis; la segunda encarna al bosque en el que una ninfa seducirá al héroe
con consecuencias fatales. En ella escuchamos unas susurrantes secciones
tonales de cinco minutos y medio de duración basadas en una armonía
única. La sección final es un colosal crescendo armónicamente estático,
muy posiblemente modelado a imagen y semejanza de la coda finale de la
Sinfonía Romántica de Bruckner.
Ej. 3.2 Sibelius, En Saga, compases 34-41 (reducción para timbales y cuerdas).
© by Breitkopf & Härtel, Wiesbaden
Ej. 3.2 Continuación
Ej. 3.2 Continuación
Ej. 3.2 Continuación

Una segunda técnica implica el uso de estructuras repetitivas y circulares


en diversos niveles. En un nivel local Sibelius imita la recitación rúnica
improvisada de los cantantes del Kalevala, que pronuncian todo el poema
haciendo uso de un tono recitativo particular. La música invita al oyente a
salir del tiempo lineal y adentrarse en un mundo legendario y ahistórico,
evitando el desarrollo motívico. Posiblemente se trate de una versión muy
particular de la técnica kuchka que altera el trasfondo de la variación, algo
ya mencionado previamente. Sibelius tiende a utilizarla para los segundos
grupos temáticos de las estructuras de sonata (Sinfonías n.° 1, primer
movimiento, n.° 2, finale, n.° 3, primer movimiento), tal como haría
Chaikovski antes que él en sus finales (Sinfonías n.° 2 y 4 y Concierto para
violín). El finale de la Sinfonía n.° 2 de Sibelius posee cinco iteraciones en
la exposición y ocho al recapitular, y alcanza un grandioso punto
culminante de triunfo nacional implícito. Por el contrario, el segundo
movimiento de la Sinfonía n.° 3 es una versión atemperada. Llevándolo a
niveles estructurales más amplios, en las obras sinfónicas tardías el
principio toma el relevo de la forma sonata: en vez del trío
exposición/desarrollo/recapitulación, Sibelius primero expone materiales
sónicos o temáticos en un orden determinado para después repetir dicha
presentación cierto número de veces, en cada caso con diversos desarrollos,
omisiones o añadidos. En cada una de estas reiteraciones las tres funciones
de la sonata podrían verse desdibujadas o disminuidas 195 .
James Hepokoski afirma que Sibelius une sus efectos sónicos y
Klangfläche con sus procesos circulares de tal modo que la aparición de la
«música como sonido» se convierte en el objetivo de la «labor» de
reiteración múltiple. Cabalgata nocturna y amanecer (1909) es una
partitura con dos secciones contrastadas, ambas repetitivas y de estructura
circular, que exploran «estados de ánimo» sónicos comparados. La segunda
sección es una aprehensión estática, por no decir extática, de la naturaleza.
El material de transición, de temática de estilo coral, sigue la estela de las
transformaciones corales de la conclusión de los finales de la Sinfonía
Escocesa de Mendelssohn y de la Sinfonía Renana de Schumann. La
Sinfonía n.° 5 de Sibelius (1915, 1916, 1919) aplica los mismos principios
de un modo complejo, y una vez más alcanza condiciones extáticas dentro
de un finale con repeticiones que se han ido acumulando desde los
movimientos previos. De este modo, los paisajes ulteriores de Sibelius se
convierten en parte integral de la forma sinfónica y no solo en el trasfondo
para otra acción o en un marco de referencia. El objetivo de toda la
estructura es la percepción subjetiva de un objeto musical «en sí mismo»,
ya sea armónico, tímbrico o estructural, e implícitamente esto evoca la
sensación de percibir un paisaje. Podría decirse que el mismo proceso de
identificación es narrado en la obra sinfónica de Sibelius al tiempo que el
oyente aprende a fundirse con el mundo sonoro 196 .
La abstracción del paisaje en la obra tardía de Sibelius podría atribuirse
en parte a las corrientes del simbolismo que les llegaron a los artistas
finlandeses desde París a finales de la década de 1890. Su atención se
volvió hacia las reacciones subjetivas del espectador o del oyente y la
exploración de los oscuros rincones del yo interior. La narración de
acontecimientos concretos del Kalevala que observamos en Kullervo se
reduce en la Suite Lemminkäinen (1896), que consta de cuatro
movimientos, con su evocación del cisne negro de Tuonela, la tierra de los
muertos. La última obra de Sibelius, Tapiola (1926), carece de
planteamiento alguno más allá de la descripción del hogar del poderoso
Dios del bosque finlandés, Tapio. Las dos primeras sinfonías de Sibelius
(1899-1902) rebosan tanto impulso heroico como descripción paisajista, y
por consiguiente se ajustan plenamente al variado género mixto del
paisaje/historia que advertimos en Mendelssohn, Smetana y Elgar. La
ulterior tendencia hacia lo abstracto se traduce en una historización menos
explícita de la naturaleza. Al oyente nadie le invita a poblar el paisaje con
gente o su cultura, y menos aún con instituciones. Del mismo modo que
Sibelius tiende a restar importancia a la percepción de un tema musical (una
melodía con acompañamiento y estructura regular en el fraseo), también
despuebla el paisaje de su patria, evitando cualquier alusión a héroes
renombrados y a planteamientos narrativos concretos. Únicamente nos
transmite la sensación de «estar en un lugar», si bien se trata de un lugar
magníficamente caracterizado y fácil de identificar.

La patria rusa

Tal y como afirmaba John Breuilly, el sentir nacional, que a veces rayaba en
abierto nacionalismo, podía encontrarse también a lo largo del siglo XIX en
estados grandes y firmemente asentados. Solía formar parte de una doctrina
oficial y ser el fundamento de una «misión» imperialista de conquista y
anexión, si no de asimilación. Es algo que advertimos en la Rusia zarista.
Con posterioridad a las reformas de Pedro el Grande, los primeros indicios
de una identidad nacional rusa moderna los encontramos entre los
aristócratas occidentalizados de finales del siglo XVIII . Además de su
admiración por las culturas alemana y francesa, hubo importantes
movimientos que pretendían reformar la lengua rusa bajo la supervisión de
la Academia Rusa, fundada en 1783, que llegó a publicar un diccionario
ruso en varios tomos, además de una gramática. En el marco de la disputa
lingüística que se produjo con posterioridad, el historiador Karamzin
encabezó el ala modernista, decantándose por la lengua demótica y
superando el modelo eclesiástico eslavo de los tradicionalistas. Además,
con Catalina la Grande y posteriormente con Alejandro I la Rusia zarista se
erigió en una potencia de primer orden dentro del panorama europeo, algo
que alcanzaría su culmen con la derrota de Napoleón en Rusia en 1812. La
proeza militar y el prestigio político reforzaron y coincidieron con la
efervescencia cultural romántica de la década de 1820, que incluía la
historia de Rusia de Karamzin y la poesía de Pushkin, llegando incluso a
impregnar el estilo neoclásico que predominaba en los cuadros de la época.
Sin embargo, el gobierno del reaccionario zar Nicolás I (1825-1855) frenó
la occidentalización y propició la promulgación de la doctrina oficial de
Autocracia, Ortodoxia y Nacionalidad (narodnost’) planteada en 1832 por
el ministro de Educación, el conde Uvarov. Aunque los principios de
autocracia y ortodoxia se habían establecido hacía ya mucho tiempo, el
concepto de narodnost’ era una novedad, y su objetivo a largo plazo
consistía en inspirar fuertes sentimientos nacionalistas y corrientes en las
que se diese prioridad a los eslavófilos entre la creciente intelectualidad y la
clase mercantil 197 .
A partir de la década de 1860 se puede hablar de música nacional en
sentido estricto, con la formación del kuchka como un grupo cohesionado
cuyo proyecto ideológico articulan Stasov y Balakirev, una postura
antiacadémica, la investigación y el uso de la música tradicional rusa por
parte de Balakirev y la canonización de Glinka como padre fundador del
arte musical ruso, con Ruslan y Ludmila y Kamaryinskaya como sus
partituras modélicas. Es a partir de este momento cuando identificamos en
el contexto musical determinados elementos recurrentes que expresan la
patria rusa, como el uso de un lenguaje musical tradicional; evocaciones del
canto ortodoxo, la música coral y el sonido de campanas; fuentes literarias
de Pushkin, ahora canonizado, junto a Lemontov y Gogol, como un clásico
ruso más distinguido aún que el propio Glinka; y la moda de representar un
Oriente fabuloso, sensual y exótico. Estos cuatro elementos suelen
entrelazarse, y como tales apuntan a una concepción de la patria muy
apegada a «la tierra y su gente», en las antípodas de lo que podrían ser los
enormes espacios silenciosos de la Finlandia de Sibelius en Tapiola . Por
poner un ejemplo, el Boris Godunov de Mussorgski se basa en un texto de
Pushkin, y la escena de la coronación contiene un episodio con majestuoso
sonido de campanas, canto religioso y estilizaciones de canciones
tradicionales.
El uso de la religión ortodoxa para definir la patria comienza con Una
vida por el zar, de Glinka (véase el capítulo 1), y también puede observarse
en «La gran puerta de Kiev» (literalmente La puerta de Bogatyr), finale de
Cuadros de una exposición (1874) de Mussorgski, donde escuchamos canto
religioso y el sonido de unas campanas que evocan la grandeza de la
antigua patria rusa y su capital. En la Obertura de la gran pascua rusa
(1888), de Rimski-Korsakov, se escuchan ecos de motivos ortodoxos rusos
mezclados con un estado de ánimo en el que prevalece lo folclórico y
pagano frente a lo cristiano. El compositor afirmó que su objetivo era captar
la esencia de lo que él daba en llamar «las festividades paganas» en la
mañana de Pascua como ejemplo insigne de «la doble fe» o religión
sincrética de los ritos eslavos y cristianos tan característica durante el
periodo de la Rusia medieval, en especial en las áreas rurales 198 . En el
siglo XX la imitación del canto religioso y del sonido de campanas es una
constante a lo largo de la obra de Rachmaninov, en algunos casos en un
contexto abstracto e incluso tras haber abandonado otros elementos
patrióticos.
El elemento oriental es el único elemento recurrente en la música rusa
que podría servir como base para expresar un paisaje nacional como tal (la
canción tradicional, Pushkin y la liturgia ortodoxa no tendrían una relación
directa con el paisaje). En un principio la idea podría parecer paradójica —
¿cómo es posible que un exótico «Otro» cultural encarne a la nación?—,
pero hay que contemplarlo desde el prisma del imperialismo ruso. La
expansión rusa suponía la incorporación del «Este» al concepto de Rossiya,
el estado ruso, por no decir Rus’, la cuna ancestral del pueblo ruso. Por lo
tanto, hablamos tanto de Rusia como de fuera de su territorio. Del mismo
modo, a partir de Ruslan y Ludmila Oriente ayudaría indirectamente a
definir la nación rusa a través de su celebrada monarquía reinante. El mero
hecho de la diversidad cultural representaba la grandeza de la monarquía y
por lo tanto de la nación. Lo que nos falta en este caso es una identificación
con el paisaje al estilo de Weber, Smetana o Grieg.
El paisaje de Oriente desempeña un papel fundamental en el «cuadro
musical» de Borodin En las estepas de Asia Centra l (1880). Comienza con
un pedal en dominante que se extiende casi ininterrumpidamente durante
noventa compases en el registro agudo de los violines y que revela la
interminable monotonía de las estepas al este de Rusia, mientras que un
lánguido y sensual tema oriental para corno inglés alterna con un tema al
estilo de una canción tradicional rusa más enérgico y alegre. La partitura
rendía homenaje a los veinticinco años de reinado de Alejandro II, monarca
que, más que ningún otro, dedicó parte de su reinado a la conquista del este,
especialmente Asia Central 199 . El orientalismo vuelve a ser protagonista
en las célebres «Danzas polovtsianas» de El príncipe Igor (1869-1887,
inconclusa), la única ópera de Borodin, basada libremente en la obra del
siglo XII El cantar de las huestes de Igor. En ella Igor es capturado por
Khan Konchak, quien, con la esperanza de poder aliarse con los rusos, trata
de seducir a un padre y a su hijo, a los que retiene como huéspedes y
cautivos, mediante unas danzas y, en la ópera, a través de los encantos de su
hija, Konchakovna (lo que en la obra del siglo XII solo se insinúa). Mientras
que las danzas revelan un esplendor salvaje, el dueto de Konchakovna con
Vladimir despliega un hedonismo lánguido cuyo objetivo específico es que
la guapa doncella sirva de señuelo para seducir al polluelo, como pretende
el Khan (aunque en el original del siglo XII no se aluda directamente a
Konchakovna). Así las cosas, el texto de Stasov para la ópera proporcionó
munición a un nacionalismo ruso que se mostraba agresivo en Asia Central,
destacando la superioridad de Rusia y del «carácter ruso» frente a los
inferiores y hedonistas pueblos del este 200 .
Varias obras de Rimski-Korsakov están imbuidas de un hedonismo
oriental escapista. Una de las primeras fue su suite sinfónica Antar (1868,
revisada en 1875 y 1897), un tableau musical en cuatro movimientos sobre
un poeta y una peri, un hada alada de la mitología persa, en cuyos brazos
muere el artista. En su música escuchamos variaciones y repeticiones en
torno a un tema principal recurrente que representa al mismo poeta Antar.
En la suite orquestal en cuatro movimientos Sheherazade (1888) el enérgico
tema del sultán Shakriar, interpretado por los metales, es contrarrestado por
los arabescos de violín de su esposa, que logra retrasar y finalmente anular
su ejecución gracias a los mil y un cuentos que relata. Más adelante Rimski-
Korsakov acabaría cansado del estilo oriental: su última ópera, El gallo de
oro (1907), es un relato satiríco-fantástico acerca del estúpido rey Dodon,
un astrólogo y la reina de Shamakha. Sus objetivos no eran solo el sistema
político zarista, aunque muy veladamente, sino también los preceptos
nacionalistas del kuchka e incluso el admirado Glinka 201 .
A finales del siglo XIX Rimski-Korsakov encontró otro modo de
representar la patria rusa, simiente que Stravinski recogería posteriormente
dándole aire renovado. Este enfoque, que suele recogerse bajo el amplio
encabezado del «neonacionalismo», era, en cierto sentido, terrenal y
popular, pues derivaba de las tradiciones folclóricas fomentadas por el
kuchka, aunque al mismo tiempo también se interesaba por la estilización
del material artístico en beneficio del gran espectáculo, por el cuento de
hadas e incluso por la aprehensión mística de la naturaleza. En la ópera de
Rimski-Korsakov Snegorouchka (La dama de nieve, 1881) los intentos por
ocultar a la dama de nieve de los rayos de sol fracasan cuando el Dios del
amor, Lel, la libera y se casa, liberando la tierra helada del zar. Se trata
esencialmente de una alegoría sobre la transición del invierno a la
primavera y más tarde a la plenitud del verano (kupala), cuando, según la
mitología eslava, el Dios-Sol Yarilo se apodera de la tierra. Snegorouchka
también es un vehículo para mostrar tradiciones populares, pues el
compositor utiliza canciones del calendario estacional y danzas
ceremoniales. En su obra posterior Nochebuena (1894-1895) Rimski-
Korsakov se mantuvo fiel al texto de Gogol pero añadió villancicos
navideños ucranianos y un intermezzo para ballet, celebrando la huida de
los demonios al volver el sol en el instante de la celebración del nacimiento
de Cristo con un himno matinal ortodoxo. El panteísmo místico de
Korsakov estaba influido por el folclore de libros tales como Concepciones
poéticas de los eslavos sobre la naturaleza, de Alexander Afanasiyev, quien
recopilaría el cuento popular que inspiró Snegorouchka. La leyenda de la
ciudad invisible de Kitezh y la doncella Fevroniya (1903-1904), basada en
la hagiografía del siglo XVI sobre Fevroniya de Murom, es una ópera épica
panteísta con una estilización folclórica que utiliza un estilo eclesiástico
tradicional y canciones de boda para revelar la cercanía entre el amor
cristiano al prójimo y la religión natural, emparejando de este modo al Dios
cristiano con Sirin y Alkonost, pájaros profetas de la mitología eslava 202 .
En muchos sentidos, los tres grandes ballets de Stravinski para
Diaghilev, El pájaro de fuego (1910), Petrushka (1911) y La consagración
de la primavera (1913), continuaron la senda de este folclore
neonacionalista y se inspiraron en el modelo de Rimski-Korsakov en lo que
a técnica musical y tratamiento temático se refiere, a pesar de que la
mayoría de las veces el público era internacional, fundamentalmente
francés, y no ruso. En el caso concreto de La consagración de la primavera
, Stravinski y Nikolai Roerich pretendían representar una serie de imágenes
de una noche sagrada entre los antiguos eslavos. Las imágenes, que en un
principio festejaban la kupala, la plenitud del verano, se trasladarían
posteriormente al Semik, los ritos de la primavera. Como diría Stravinski,
«a lo largo de toda la obra transmito al oyente mediante ritmos lapidarios la
sensación de la cercanía de la gente con la tierra, de la comunión de sus
vidas con la tierra» 203 . Ciertos elementos del ballet provienen de la
descripción que hace Heródoto de los antiguos escitas, especialmente la
glorificación de los ancestros; por aquel entonces se consideraba a los
escitas antepasados lejanos de los rusos, a cuyo carácter habían aportado
una vitalidad barbárica que diferenciaba a Rusia de Occidente. Los
decorados y el vestuario de Roerich siguieron el estilo de sus pinturas
arcaicas, que él poblaba de ancianos, ritos, ídolos y menhires 204 .
Stravisnki utilizó gran cantidad de música tradicional a lo largo y ancho de
La consagración de la primavera (véase el capítulo 2), en particular
canciones de temporada, aunque metamorfoseadas a lo largo de la partitura
al más puro estilo neonacionalista de un modo parecido al utilizado por
Gauguin, cuyos cuadros admiraba Stravinski, y, más cerca de su patria, las
obras de Abramtsevo, la colonia de artistas del filántropo Savva Mamontov
que incluía a Victor Vasnetsov, Vassily Polenov, Ilya Repin y Konstantin
Korovin. A partir de comienzos de la década de 1880 contribuyeron a
revitalizar un estilo neonacionalista estilizado de características similares
que incluía los decorados para óperas como Snegorouchka . Así pues, en La
consagración de la primavera el realismo etnográfico temprano del kuchka
queda atenuado mediante una simplificación abstracta y casi clásica de las
formas. Pero, como señala Taruskin, esto supondría centrarse únicamente en
«la música en sí misma» y olvidar la génesis extramusical y la inquietante
temática planteada en La consagración de la primavera: la celebración de
una mitología de crueldad y barbarie, el biologismo, el sacrificio de la
sangre del individuo por la comunidad, la falta de compasión; es decir,
rasgos distintivos de las sociedades totalitarias, pero también
característicos, aunque inconscientemente, de las menos complejas
sociedades aborígenes que estudiaba Durkheim por aquellos días y en las
que reconocía las semillas de una «religión eterna», a saber, el culto que
hace la sociedad de sí misma, cuya forma moderna, el culto a la nación, se
ha situado en el epicentro de la era moderna 205 .
Una patria inglesa en la periferia

En lo relativo a Gran Bretaña, ese otro gran imperio de finales del siglo XIX
, nos enfrentamos con la dualidad y la ambigüedad. ¿Podemos hablar de
una nación británica o inglesa, de un nacionalismo británico o inglés? No se
trata solo de cuestiones académicas, ya que en el contexto del fin-de-siècle
británico tienen ramificaciones de un mayor calado social, cultural y, sin
lugar a duda, musical. Para algunos académicos el diagnóstico es
relativamente sencillo: no hubo un nacionalismo inglés hasta finales del
siglo XIX , tan solo el precedente que supuso el imperialismo británico. En
lo que respecta a la identidad nacional, según Krishan Kumar, el imperio
triunfó sobre la nación hasta que comenzó su decadencia y se empezaron a
escuchar voces críticas. Fue entonces cuando surgió una necesidad
ideológica y el nacionalismo inglés pasó a cumplir su función. Sin duda
esto desplaza a otros momentos destacados de dicho nacionalismo, tales
como Milton y Cromwell en la Mancomunidad Puritana, y también el
movimiento literario y político antifrancés del siglo XVIII asociado a
Hogarth, Hurd, Smollett y Cowper, que sería estudiado a fondo por Gerald
Newman. Kumar descarta este último, al que considera una especie de
primitivismo moralista de virtud incorruptible, en consonancia con
Rousseau, y estima que bebe de las fuentes del nacionalismo pero no
termina de identificarse plenamente con él. Afirma que no sería hasta
finales del siglo XIX cuando surge una auténtica necesidad de sentirse
étnicamente inglés (a duras penas un nacionalismo en toda regla), en el
sentido expresado por la interpretación whig de la historia inglesa como un
proceso de progreso acumulativo y continuo basado en las antiguas
libertades civiles sajonas. El mito de la democracia anglosajona adoptado
por historiadores como William Stubbs y J. R. Green tenía cierto aire de
populismo racista, al enfrentar a los anglosajones con los celtas y los
extranjeros, pero también era expansivo, pues englobaba a todos los
dominios de los británicos blancos que participaban del exclusivo privilegio
que suponía formar parte del «pueblo elegido» 206 .
Este era también el momento del resurgir de la música inglesa. Tras el
periodo floreciente de la música inglesa de mediados del siglo XVIII ,
encarnado en las figuras de Thomas Arne, William Boyce y por supuesto
Händel, durante el siglo XIX visitaron Inglaterra toda una serie de
renombrados compositores extranjeros, entre los que se contaban
Mendelssohn, Bruch, Brahms y Dvořák. Pero la música inglesa, es decir, la
compuesta por ingleses en Inglaterra, no resucitaría hasta finales de siglo,
gracias a Stanford y Parry. La generación de sus discípulos, que entraría en
la madurez con la llegada del siglo XX , presentaría su obra como música
nacional, como un «Renacimiento» consciente de sí mismo y relacionado
con la música inglesa de los siglos XVI y XVII , a su vez asociada al resurgir
de la canción popular contemporánea. Clave para su proyecto era tener una
conciencia paisajista tanto explícita como implícita.
Había un rincón de Inglaterra que era extraordinariamente popular como
sinécdoque de la nación inglesa: el área de las Midlands occidentales, desde
el estuario del Severn hasta Shropshire, también conocida por los
historiadores de la música como «Severnside» debido a un comentario de
Elgar. Una cifra desproporcionada de compositores nacieron en la zona
(Parry, Elgar, Vaughan Williams, Holst, Howells) o tuvieron relación con
ella, además de ser la sede del Three Choirs Festival (Festival de los Tres
Coros), que se celebra en las catedrales de Worcester, Gloucester y
Hereford; es el festival de música más antiguo de Inglaterra, un
acontecimiento importante en el contexto de la sociedad regional y un punto
de encuentro para encargar obras musicales y organizar conciertos de la
nueva música inglesa, como la fantasía sobre un tema de Thomas Tallis, de
Vaughan Williams, obra acogida favorablemente por el público tras su
estreno en la catedral de Gloucester durante la edición de 1910. Pero sobre
todo fue la poesía del catedrático de cultura clásica A. E. Housman la que
dio lugar al culto hacia Severnside. Nacido en el aburrido Bromsgrove, en
Worcestershire, y sin haber visitado jamás Shropshire, en 1896 Housman
publicó inesperadamente un tomo de poemas pastoriles titulado A
Shropshire Lad (Un muchacho de Shropshire). Su lenguaje directo pero
mordaz y sus versos regulares describen la vida y los quehaceres de las
aldeas y granjas de Shropshire, pobladas por pequeños terratenientes
ingleses, y transmiten un aire de autenticidad al lector mediante constantes
alusiones a pueblos, cerros y ríos de la zona. Durante la primera mitad del
siglo XX se les puso música a más de mil textos suyos, incluidas las célebres
series de ciclos de Arthur Butterworth (1904), las dos de Vaughan Williams
(1909, 1927), otras dos de Ivor Gurney (1919) y una de John Ireland (1920-
1921) 207 . Vaughan Williams y Butterworth utilizaron modismos al poner
música a las canciones tradicionales basadas en textos de Housman, lo cual
supuso otra contribución a la síntesis en la heterogeneidad de las fuentes
inglesas, algo ya mencionado en los capítulos 1 y 2 al respecto de Vaughan
Williams. Lo que atrajo sobremanera a los compositores era el tremendo
pesar que envolvía al Shropshire imaginado por Housman, «una tierra
abandonada» por mozos que marchaban a guerras extranjeras y jamás
regresaban. Este desasosiego —et in arcadia ego — retumbaba en los oídos
de los compositores de la era eduardiana debido a las guerras de los bóers
(1898-1901) y se intensificaría después de la Gran Guerra. En 1914 los
oficiales se llevaban al frente los poemas de Housman y escribían a sus
seres queridos imitando sus versos. George Butterworth incluso pareció
sufrir el mismo destino que los muchachos de Shropshire al morir a los
treinta y un años en el frente del Somme, lo que truncaría la trayectoria de
un músico de formidable talento. Ivor Gurney escribió un libro de poesía
titulado Severn y Somme.
Además de las musicalizaciones de los textos de Housman, surgieron
otras partituras relacionadas con Severnside, como la Sinfonía «Costwold»
(1900), una de las primeras obras de Holst, la evocadora rapsodia orquestal
Un muchacho de Shropshire, de Butterworth (1911), Una rapsodia de
Severn para orquesta de cámara (1923), de Finzi, la ópera popular de
Vaughan Williams Hugh the Drover (Hugh el boyero) (1910-1914,
estrenada en 1924), ambientada en una aldea de Costwold, el cuarteto para
cuerdas En Gloucestershire (1922), de Howells, y su monumental Missa
Sabrinensis (Misa de Severn, 1954), obra que por su dimensión se aproxima
a la Misa en Si Menor de Bach y a la Misa Solemnis de Beethoven y que
proyecta el estado anímico de tristeza y misticismo extático a un plano
universal. Elgar se crio en Worcester y era conocida su devoción por el
entorno rural del valle de Severn, pero, al contrario de lo que se piensa, en
su música apenas trata de representarlo directamente —con las excepciones
de Caractacus, uno de los interludios del poema sinfónico Falstaff (una
huerta de Gloucestershire) y posiblemente las Variaciones Enigma (1899),
que recoge retratos musicales de miembros de la sociedad de Severnside, y
en concreto de la alta burguesía rural de Worcestershire— 208 . La
Introducción y allegro para orquesta de cuerdas y cuatro solistas de cuerdas
(1905) guarda relación con el cercano valle de Wye en Herefordshire («esa
dulce frontera que alberga mi hogar»), pero también con el recuerdo de una
canción tradicional galesa que escuchó flotando por un valle mientras se
encontraba de vacaciones.
Podría resultar paradójico que una región de la periferia occidental se
convirtiese en el punto cardinal desde donde los compositores exploraban
su identidad inglesa en un microcosmos. En general la tendencia refleja una
reconceptualización de la identidad inglesa adscrita geográfica y
territorialmente a las Islas Británicas, en vez de —o en clara oposición a—
reflejar un sentimiento de «pueblo elegido» o una aspiración imperial. La
nueva identidad inglesa añadía una vertiente céltica que, aunque
minimizada, no olvidaba que se trataba de un pueblo con el cual los
ingleses compartieron sus islas, además de ser sus habitantes originales: los
descendientes de los antiguos britanos del Caractacus de Elgar. (Por lo que
se refiere a los antiguos héroes históricos, los victorianos mostraban una
clara debilidad por el rey Alfredo el Grande y por los anglosajones frente a
los indígenas britanos.) La melancolía y el misticismo del «crepúsculo
céltico» también pasaron a formar parte de la identidad británica.
Severnside era la ubicación perfecta, ya que el lugar marcaba la frontera
histórica entre los dominios sajones y los célticos. Recorre sus primeros 97
kilómetros a lo largo de Gales y drena una cuenca que cubre franjas de
dicho país y del centro de Inglaterra. El muchacho de Shropshire que retrata
Housman anhela su «patio de recreo del oeste» más allá de Severn y no
mira hacia el este, por donde fluye el río Támesis hasta su estuario, símbolo
de la metrópolis y el imperio 209 . El Severn se concibe como un río con
connotaciones culturales y naturales más que políticas. La ubicación
periférica de la región serviría como eje central del nuevo concepto de
identidad inglesa.
En el ámbito de la literatura inglesa, la publicidad y la propaganda
bélicas, el arquetipo del paisaje inglés lo representaban los South Downs de
Surrey, Sussex y Kent . Sin embargo, en el plano musical esta región nunca
alcanzó las cotas de éxito que tenía Severnside. El rival más cercano a
Severnside era el Wessex de Thomas Hardy, una opción más desapacible
pero que aún así inspiraría los hermosos ciclos de canciones de Gerald
Finzi, el Egdon Heath (1928) de Holst y la Sinfonía n.° 9 de Vaughan
Williams (1958; el programa sería eliminado por el compositor). Más tarde
una pequeña zona de East Anglia alcanzaría cierta fama gracias a Benjamin
Britten, si bien es cierto que las obras que inspiró apenas pueden
considerarse música nacional. Las descripciones musicales del norte de
Inglaterra escasean, aunque puede encontrarse una en North Country
Sketches (Bosquejos del país del norte) (1915), de Frederick Delius, una de
las partituras más inglesas del émigré de York (su identificación con
Inglaterra o la falta de ella se comenta en el capítulo 6).
Encontramos evocaciones más abstractas del campo inglés en La
ascensión de la alondra (1920), de Ralph Vaughan Williams. Es otra obra
que sintetiza vigorosamente el paisaje con la música alusiva a la naturaleza
y un estilo de canción tradicional. Su introspectiva Sinfonía pastoral (1922)
aplica con valentía este enfoque al género sinfónico «dinámico», a pesar de
que el propio Vaughan Williams y más tarde los críticos restasen
importancia a su ruralismo inglés y destacasen los vínculos con el
modernismo de la Europa continental y el paisaje desfigurado por la guerra
del norte de Francia, donde el compositor hizo el servicio militar 210 .
Ambas obras no solo son pastoriles sino también sosegadas, aunque poseen
un corte dramático. Las dos partituras cuentan con un solista: violín y
soprano, respectivamente, para voz sin texto, esta última en el finale de la
sinfonía. En ambos casos alcanzan un estado de éxtasis visionario antes de
terminar con una única línea para el solista que va diluyéndose en la nada.
Muy en consonancia con la tradición del Severnside, Vaughan Williams
resta aquí importancia a los posibles acontecimientos históricos o heroicos
que pudieran haber tenido lugar en ese contexto rural e inclina claramente
la balanza hacia el mero paisaje frente al «género mixto» patriótico.
Es indudable que, a rasgos generales, tras el Caractacus de Elgar la
música inglesa evitó las epopeyas históricas; Tintagel (1921), de Arnold
Bax, que evoca las leyendas célticas que giraban en torno al castillo en
ruinas de la región de Cornualles y cita Tristan und Isolde de Wagner, nos
recuerda tanto el nacionalismo irlandés adoptivo de Bax como su
identificación con Inglaterra. Dicha obra acompaña a sus otros poemas
sinfónicos, como Cathaleen-ni-Hoolihan (1905), In the Faery Hills (En las
colinas de Faery) (1909) y The Garden of Fand (El jardín de Fand) (1920).
En el mundo de la ópera, Hubert Parry (con Ginebra, que no llegaría a
interpretarse) y Rutland Boughton con su Festival de Glastonbury (la
versión inglesa de Bayreuth) pusieron de moda un género céltico
wagneriano de leyendas artúricas que no incluiría ninguna ópera inglesa
sobre Alfredo el Grande, el rey Harold o Hereward el Proscrito, ni tampoco
ópera heroica o trágica alguna sobre Shakespeare.

Patrias españolas, exóticas y otras


La concreción del lugar era un elemento clave dentro de la tradición
europea de música «española» surgida a finales del siglo XIX y principios
del XX y compuesta tanto por compositores españoles como por no
españoles. Las alusiones a pueblos y jardines eran frecuentes en los títulos
de estas partituras. Para los compositores españoles la imagen de la patria
era importante para construir un renovado sentido de identidad nacional tras
la pérdida del imperio como consecuencia de la guerra de Cuba en 1898. La
trascendencia de la música culta nacional en España no es fácil de analizar
debido a la costumbre de los compositores de fuera, sobre todo franceses y
rusos, de impregnar de exotismo los estilos españoles y al intenso debate
suscitado en el campo de la cultura en una nación cada vez más dividida a
comienzos del siglo XX . Para compensar su decadencia como potencia
mundial, España se convertiría en destino turístico a lo largo del siglo XIX .
Ya a finales de dicho siglo la música flamenca emergería como un género
popular para entretener a los extranjeros en los cafés. A comienzos del siglo
XX los estilos musicales españoles más reconocibles (en general los del
flamenco) se asociaban fundamentalmente con un grupo étnico, el los
romaníes, que era socialmente periférico. La imagen que el público europeo
tenía de los españoles era la de una gente parcialmente de fuera, ubicada en
la periferia europea y vinculada a África y Asia debido a sus tradiciones
árabes y gitanas. La música española brindó la oportunidad de componer
brillantes partituras orquestales, como España (1883), de Chabrier,
Capricho español (1887), de Rimski-Korsakov, y la Rapsodia española
(1908) de Ravel. La heroína de la ópera Carmen de Bizet sintetiza esta idea
de la España exótica. En España misma el flamenco tuvo gran cantidad de
detractores entre los nacionalistas, que lo identificaban con el atraso y la
decadencia 211 . Aun así, algunos compositores españoles no pudieron
resistir del todo el influjo del exotismo y lo readaptaron para sus propios
fines. Después de todo, miraban hacia París en busca de liderazgo cultural,
y la mayoría de ellos estudiaron o incluso vivieron en dicha ciudad 212 .
La historia europea de los estilos musicales españoles se remonta al siglo
XVIII , con bailes como el fandango, el bolero y la seguidilla. Más adelante
les sirvieron a Cherubini y Méhul para dar color local a sus óperas en los
escenarios franceses, y también a las dos oberturas españolas de Glinka, a la
Rapsodie espagnole de Liszt, a la música para piano de Gottschalk y a las
óperas de Verdi. El estudio de la música tradicional, tanto por eruditos
como por aficionados, dio ímpetu a los fuegos artificiales orquestales de
Chabrier y Rimski-Korsakov. Por último, Ravel y Debussy agregaron
elementos españoles a sus partituras, en concreto ritmos de habanera
estilizados e imitaciones del sonido de la guitarra con un instrumento de
teclado, aplicando efectos armónicos, rítmicos y de textura modernista,
además de cierta tendencia a una subjetividad ensoñadora. De manera
simultánea, los compositores españoles Albéniz, Falla y hasta cierto punto
Enrique Granados fueron un paso más allá en su proceso exploratorio del
lenguaje flamenco, que incluía el modo frigio y los efectos de la guitarra en
el teclado, combinándolos con las técnicas modernistas de los compositores
franceses. Albéniz y Falla transformaron los modos folclóricos en sistemas
cromáticos, un poco a la manera de Bartók. La Iberia de Albéniz converge
con Debussy hasta el punto de compartir editor (francés), la manera de
estructurar la partitura y algunas de las instrucciones interpretativas
característicamente francesas de este último compositor. Mientras vivió en
Paris entre los años 1907 y 1914, Falla asimiló la visión romántica que
tenían los franceses de España, y su obra Noches en los jardines de España
(1916) para piano y orquesta suena muy similar al estilo español de
Debussy. Al oído profano le resulta difícil advertir que la música de los
compositores españoles es más auténtica. Algunas de sus obras sugieren, no
menos que en el caso de Debussy, la perspectiva romántica distante o
turística de quien no termina de identificarse con el escenario musical, sino
que simplemente lo observa. James Parakilas considera a Falla «un ejemplo
claro de autoexotismo» 213 .
En todo este contexto musical, Andalucía, región al sur de España,
probablemente fuese la que cobró mayor protagonismo. En concreto hay un
lugar lleno de exotismo al que se alude insistentemente: el palacio árabe
granadino de la Alhambra y sus jardines, especialmente contemplados de
noche. Los escritos de románticos franceses como Chateaubriand, Hugo y
Gautier sobre Granada describían la ciudad como un resplandor de Oriente,
y a los gitanos, como sustitutos modernos de los árabes que vivieron en
España. La Exposición Universal de París de 1900 dedicó una muestra a
«Andalucía durante el periodo árabe» y exhibió el palacio de la Alhambra
poblado por gitanos españoles y norteafricanos, acompañados por bailarines
y música flamenca, combinando el viejo exotismo con el moderno 214 .
Estos temas, si no el estilo musical del andalucismo, se remontan a la ópera
de Cherubini Les Abencérages, ou L’étendard de Grenade (1813). Debussy
trató el tema cuatro veces, en Lindaraja (1901), para dos pianos, en La
soireé dans Grenade de sus Estampes (1903), en la sección central del
Ibéria de sus Images orquestales (compuesta entre 1903 y 1910) y en La
puerta del vino , del segundo libro de Préludes (1913). Estas obras registran
las impresiones (imaginadas) de una noche en Granada, con una habanera
estilizada y efectos armónicos y de textura modernista, un lenguaje que está
en deuda con una habanera anterior de Ravel. En la misma línea, la obra de
Falla Noches en los jardines de España describe dos jardines andaluces, el
primero de los cuales es la Alhambra. Los lugares enumerados en los títulos
de las piezas de los cuatro cuadernos de la obra maestra de Albéniz, Iberia ,
siguen haciendo hincapié en Andalucía, como se comentó ya en el capítulo
2, aunque se permiten ciertas licencias al mezclar y fusionar la canción
española con los bailes regionales. Así pues, «Triana» lleva el nombre de un
barrio gitano de Sevilla, una de las cunas del flamenco, «El Albaicín»
designa el barrio gitano de Granada, «Eritaña» es el nombre de una taberna
a las afueras de Sevilla en la que se interpretaba flamenco y, por último,
«Fête-Dieu à Séville» y «El puerto» son en ambos casos ubicaciones
andaluzas 215 .
En la década de 1920 Falla dio un giro a su modo de retratar la patria
española siguiendo la estela de los intelectuales de la Generación del 98,
que, tras la pérdida del imperio español, adoptaron la causa de la
modernización y de una nueva identidad española orientada culturalmente
hacia Castilla y no Andalucía y la convirtieron en el centro tanto cultural
como geográfico de España 216 . Ahora Falla restaba importancia al folclore
y el andalucismo en favor de un neoclasicismo moderno y riguroso con una
orquestación reducida similar a la de las obras contemporáneas de
Stravinski, junto con guiños históricos a la música de los compositores
españoles del siglo XVII . Era un enfoque que pretendía renovar la música
moderna española al evocar la cultura cortesana del Siglo de Oro español,
cuando España era la primera potencia europea. Era la España en gran
medida ignorada por los compositores franceses. Para su ópera con
marionetas El retablo de Mease Pedro (1923) Falla adaptó un episodio del
Quijote de Cervantes. Su Concierto para clave, de estilo stravinskiano
(1926; Ej. 3.3), es en realidad un sexteto con tres movimientos cortos y está
parcialmente inspirado en el modo de interpretar el teclado del compositor
asimilado español Domenico Scarlatti. La obra de Falla incorpora una
canción tradicional castellana incluida en un villancico del siglo XV y una
melodía del polifonista renacentista Tomás Luis de Victoria, que pretende
evocar el fervor religioso y la celebración del Corpus Christi. Por lo tanto,
vemos que Falla deja de centrarse en los gitanos, los palacios árabes y los
exteriores para volcarse en un mundo de soberanos, cortes y religión
católica, del Romanticismo al Neoclasicismo, de la periferia geográfica al
centro, del localismo al universalismo y de los lugares turísticos a los
artistas, escritores y músicos históricos. Los oyentes contemporáneos
estaban muy al tanto de estos mensajes 217 . Para Parakilas, «este paso
podría ser intepretado como un intento de encontrar bajo el manto de las
divisiones sociales, políticas y regionales de España (que habían sido muy
intensas durante su vida y estaban en los albores de la catástrofe) un estrato
de historia que pudiesen compartir todos los españoles» 218 . Pero Falla
recordaría la imagen exótica de los jardines de la Alhambra en piezas como
Psyché (1924), canción para mezzosoprano, flauta, arpa y trío de cuerdas
que combina evocaciones neoclásicas de la música de la corte española del
siglo XVIII con trinos flamencos, mientras la reina Isabel Farnesio se sienta
en la Alhambra con sus cortesanos. Otro ejemplo de esta tendencia artificial
es el célebre Concierto de Aranjuez, de Joaquín Rodrigo, inspirado en los
jardines del palacio real de Felipe II, fuera de Madrid. El compositor hizo
hincapié en el hecho de que el palacio se erigía «de camino a Andalucía»,
una idea que capta a la perfección esta combinación de elementos
estilísticos flamencos cortesanos y neoclásicos. El concierto, compuesto en
1939, durante la etapa final de la Guerra Civil española, propone una
concepción entusiasta de la patria.
Ej. 3.3 Falla, Concierto para clave, primer movimiento (reducción para flauta, oboe, clarinete, violín
y partes del violonchelo), compases 1-10.
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El edén norteamericano

Los intentos más conocidos de captar la esencia de la patria norteamericana


en el campo de la música culta proceden de mediados del siglo XX , aunque
podrían remontarse a la Sinfonía del Nuevo Mundo de Dvořák e incluso a
medio siglo antes, con las sinfonías «Niágara» de Anthony Philip Heinrich
(1781-1861) y William Henry Fry (1813-1864). El movimiento vino a
centrarse en el periodo de la Gran Depresión y culminó con las partituras
para los tres famosos ballets de Copland, Billy the Kid (1938), Rodeo
(1942) y Appalachian Spring (1944). También se denota cierto patriotismo
implícito en algunas de las obras de Copland de esa época, como Fanfarria
para el hombre corriente (1942), Retrato de Lincoln (Lincoln Portrait)
(1942) y su Tercera Sinfonía (1946), al igual que, ligeramente antes, en las
obras de Roy Harris, Virgil Thomson y otros. Durante la década de 1930 la
música de Copland experimentó un cambio estilístico de primer orden que
le llevó del modernismo explícito y sus composiciones influidas por el jazz
de la década de 1920 al nuevo diatonismo y a lo que él mismo denominaría
«simplicidad impuesta». Por lo general, el nuevo interés por el paisaje
indicaba un cambio de dirección en la música culta norteamericana, que
dejaba atrás las fuentes vernáculas afroamericanas para pasar a centrarse en
las de origen británico e irlandés y se alejaba de la actividad y el bullicio de
las ciudades industrializadas del este en favor de los amplios espacios
abiertos del «Oeste». A partir del crac económico, los artistas adoptaron
posturas políticamente progresistas y buscaron un compromiso con «el
pueblo» a través del uso de los nuevos medios de comunicación, como las
películas documentales (The Plow that Broke the Plains [El arado que
rompió las llanuras], 1937, de Thomson), la radio (Music for Radio:
Prairie journal [Música para la radio: diario de la pradera], 1936, de
Copland), la ópera para niños (The Second Hurricane [El segundo
huracán], 1936, también de Copland) y el cine. Había un interés y una
empatía renovados por el espíritu pionero de los granjeros norteamericanos
que habían sido desahuciados por el sistema económico. Se trataba de un
momento decisivo en la autodefinición de la música norteamericana. El
estilo norteamericano de Copland se convertiría con el paso del tiempo en
el patrón para la música pastoril y el heroísmo norteamericanos en
Hollywood y los medios de comunicación. La Fanfarria y diversos
fragmentos de sus ballets podían escucharse con frecuencia en conciertos
dedicados a la música norteamericana, convenciones políticas, las
celebraciones del 4 de julio, acontecimientos conmemorativos y en la
publicidad televisiva. Irónicamente, en 1953 Copland tuvo que declarar ante
el Subcomité Permanente del Senado interrogado por el senador Joseph
McCarthy debido a sus vínculos «antinorteamericanos» con el Partido
Comunista, no mucho después de que su Retrato de Lincoln fuese retirado
del programa inaugural de la campaña del presidente Eisenhower 219 .
La versión de la música patriótica norteamericana durante el periodo de
la Gran Depresión sigue las tradiciones culturales europeas desde un punto
de vista formal, incluso a pesar de que su contenido determina unas
dimensiones y unas posibilidades expansivas que por razones lógicas
estaban ausentes en las concepciones europeas. Rousseau sigue siendo el
padre de este movimiento, que hace hincapié en la simplicidad rural, la
virtud primitiva y la simplificación autoconsciente de su estilo musical, a
pesar de que el objetivo no sea historizar el paisaje, ya que este es
concebido como un desierto prístino. La música tiene un toque nostálgico
(por supuesto aún rousseauniano), ya que a estas alturas se ha cerrado la
frontera y no hay posibilidad alguna de expandirse. También advertimos el
legado de la música nacional europea. Las sinfonías de Harris se inspiran en
Sibelius, mientras que Copland aprovechó sus años de estudio en París,
admiró lo que había visto en el sentir ruso de Stravinski y aprendió de él la
importancia de las fuentes vernáculas en el estilo moderno. Dentro de su
contexto político progresista, la obra de Copland se enmarca en las
tradiciones europeas de música nacional (si no en la de Stravinski) y recurre
a fuentes vernáculas para definir la nación a través del «pueblo», de tal
modo que recuerda a Liszt, Grieg y Sibelius. En cuanto al estilo musical,
para evocar el paisaje los compositores norteamericanos se entregan en gran
medida al diatonismo, a las notas pedal y al éxtasis armónico, aunque por lo
general tiende a evitarse el uso de estos recursos. El paisaje norteamericano
no se caracteriza precisamente por su elevada actividad («murmullos en el
bosque»), sino por encima de todo por un carácter abierto que se transmite a
través de texturas dispersas, amplios intervalos que se espacian y melodías
dilatadas con grandes saltos, recuerdos evocadores de las llanuras, de los
desiertos del Oeste y, de modo más genérico, de un estado de ánimo amante
de la libertad. El ejemplo más cristalino probablemente sea el comienzo de
Fanfarria para el hombre corriente, una melodía para trompetas al unísono
en cuartas y en quintas, en gran medida por movimiento disyuntivo, que
traza un gran arco en dos ocasiones. La segunda exposición viene
acompañada del sonido de trompas al unísono, formando intervalos
«abiertos» de cuartas, quintas y sextas. Una larga tradición en la teoría de la
música y el lenguaje musical cotidiano han llevado al discurso musical a
denominar abierto al sonido de los intervalos de cuarta y quinta justa, dado
que, para un oído acostumbrado a la armonía de tríada, estos intervalos
carecen de la plenitud que aportan la tercera o sexta. Copland dio un paso
crucial al asociar esta arraigada metáfora con la apertura topológica y, en
última instancia, mental. La orquestación de Fanfarria está pensada
únicamente para instrumentos de viento metal y de percusión, aunque en
otros casos Copland también pone el énfasis en los instrumentos de viento
madera, tomando sus soportes estructurales de Stravinski al evitar el
lenguaje expresivo vocal típico de las cuerdas orquestales y fomentando las
sonoridades acampanadas. La sensación de frescura de esta música
fronteriza la distingue de las patrias nacionales europeas 220 .
Ej. 3.4 Copland, Billy the Kid, «Introduction: The Open Prairie» (reducción), compases 1-18.
© Copyright 1941 by the Aaron Copland Fund for Music, Inc. Copyright renewed. Boosey &
Hawkes, Inc., Sole licensee

Las secciones preliminar y final de Billy the Kid, tituladas «La llanura
abierta», acompañan a una caravana multitudinaria a paso lento a través de
un escenario que representa un gran movimiento migratorio. Son escenas a
imagen y semejanza del éxodo hacia el Oeste descrito en la novela de
Walter Noble Burns The Saga of Billy the Kid (La saga de Billy el niño)
(1925), de donde parte el argumento del ballet. Aunque el coreógrafo
Eugene Loring pidió una «marcha» a Copland, el compositor hizo uso del
compás ternario con un bajo repetitivo cifrado a contratiempo y toques
stravinskianos para la orquestación de los instrumentos de viento y el
característico ostinato que imita claramente los ballets rusos de Stravinski
Petrushka y La consagración de la primavera . Al comienzo (Ej. 3.4) de la
partitura la melodía diatónica se dobla en acordes de tríada sin tercera en los
instrumentos de madera (viento), siendo la aparición de las cuerdas no
menos dispersa (compás 7). La entrada suave y el gradual crescendo que
surge mientras la caravana se abre camino a través de las llanuras tienen un
célebre precursor en la obra de Borodin En las estepas de Asia Central .
Esta música del paisaje norteamericano posee un aura heroica, pero en
absoluto de un optimismo insulso. En conjunto, Billy the Kid puede ser
considerada una obra pastoril en un sentido literario, es decir, una
representación integral de la vida, las emociones y los caracteres humanos
en un marco natural alejado de las artificiales complejidades del contexto
urbano. La novela de Burns presenta un retrato amable del célebre forajido,
y Copland y Loring destacan esta interpretación de los hechos. Billy es un
héroe ingenuo y casi victimizado, cuya muerte, al final, aunque necesaria
para el progreso de la civilización norteamericana, también se torna trágica
221 .

Una vez más, el comienzo de Appalachian Spring parte de la tradición


musical paisajista europea. En esta pieza Copland utiliza en un «segundo
plano» notas pedales y notas sostenidas en la sección de las cuerdas,
dejando los fragmentos interpretados por las maderas (viento) para un
primer plano o como llamadas de la naturaleza. Escuchamos un acorde
perfecto mayor arpegiado y en la sección aguda una séptima que queda sin
resolver y transmite una sensación de atemporalidad y de sonoridad «pura»
que no requiere una resolución coordinada, «a tiempo». La música sugiere
el comienzo de un nuevo mundo virginal, y durante su estreno el argumento
aludía a «ese movimiento de la primavera en Pensilvania en que había “un
jardín al este del Edén”». Las secciones más rápidas son stravinskianas
tanto en la orquestación como en la sonoridad, pero se añaden canciones
tradicionales y bailes estilizados, además de una cierta dulzura diatónica
que culmina con las variaciones sobre el himno shaker «Simple gifts»
(«Regalos sencillos»). Esta sección, que conserva la melodía de principio a
fin mientras varían el tempo, la dinámica, la textura y la instrumentación,
también tiene su pedigrí en el ámbito de la música nacional europea,
siguiendo la tradición rusa del kuchka de componer variaciones con
acompañamiento de «trasfondo cambiante». Como ocurre con Billy the Kid,
Appalachian Spring es una obra genuinamente pastoril que abarca la idea
del bien y del mal en Norteamérica, aunque en el fondo transmite un
mensaje optimista. La música es más conocida por la suite orquestal que
por el ballet en sí, ya que presenta una imagen más idílica y suprime
muchos de sus elementos más tristes y siniestros. Martha Graham, la
coreógrafa que realizó el encargo, apoyó al Frente Popular, al igual que
Copland, y el guion, que fue revisado innumerables veces, en un principio
estaba relacionado con la guerra civil. Incluso la versión definitiva, que
trata sobre un matrimonio recién casado que establece un hogar, muestra la
presencia del pecado y la corrupción en el jardín junto con alusiones
bíblicas («Al este del Edén» hace referencia a la tierra del destierro de
Caín). El periodo concreto en el que transcurre el relato es ambiguo, y se
producen cambios generacionales, de modo que el ballet parece un
recorrido por la historia de los Estados Unidos. Copland y Graham
compartían una visión similar de la estética modernista, pero en el caso de
Appalachian Spring se adaptó a un lenguaje musical tradicional y hasta
cierto punto a un ballet con una coreografía convencional en una síntesis
popular. Los decorados minimalistas de Isamu Noguchi transmitían un
fuerte sentido del lugar que se ajustaba a la meditada simplicidad de la
música de Copland, con el propósito de captar el «espíritu pionero», con un
escenario hogareño que incluía una mecedora shaker 222 .
Copland no fue el primero en el panorama de la Gran Depresión. Hubo
un tiempo durante los años treinta en que Roy Harris fue aplaudido como el
gran compositor norteamericano de música culta que buscaba el país. Se
creó un mito en torno a los orígenes y el pasado del compositor. Nació en
Oklahoma y se crio en California, donde su padre era granjero. Harris se
convirtió en un icono del Oeste en el ámbito de la música y explotó al
máximo la imagen de su carácter recio, su pasión por el lugar donde se crio
y las raíces de su creatividad vinculadas a la naturaleza. Los críticos
aplicaron estas virtudes a sus obras, que carecían de programas explícitos
—con raras excepciones, como en el caso de A Farewell to Pioneers (Un
adiós a los pioneros) (1935)—. Harris tenía predilección por las estructuras
melódicas asimétricas y prosaicas que aumentaban paulatinamente su
distancia ascendente, con preferencia por los intervalos abiertos. Él las
denominaba «autogenéticas», un concepto bastante común en la historia del
Romanticismo musical pero que en este caso está dedicado a captar
implícitamente el espíritu pionero en la forma sinfónica. Su obra más
célebre es la Tercera Sinfonía (1939), un éxito instantáneo que, como el
propio Harris admitió, captaba el estado anímico de aquellos tiempos y ha
seguido formando parte del repertorio concertístico. Harris compuso un
total de trece sinfonías y sentó las bases de la escuela sinfónica
norteamericana de mediados de siglo. Howard Hanson, William Schuman,
Walter Piston y Copland compusieron todos Terceras Sinfonías «heroicas»
siguiendo los pasos de Harris. Al final, en el imaginario popular, la versión
de la patria norteamericana de Harris perdió terreno en favor de la de
Copland. Irónicamente, la técnica pulida y sus influencias modernistas
libremente adaptadas le dieron ventaja sobre el instruido Harris en la
búsqueda rousseauniana de la patria musical norteamericana. Su lenguaje
norteamericano no era en absoluto «autogenético», sino una síntesis
cuidadosamente elaborada que se benefició intensamente y con mano
experta de las tradiciones musicales europeas 223 .
Una de las evocaciones más conocidas de la patria norteamericana
también fue una de las más tardías dentro de esta tradición y una de las más
excepcionales de su compositor. La «rapsodia lírica» de Samuel Barber
Knoxville: Summer of 1915 (Knoxville: verano de 1915) (1947) para
soprano y orquesta fue compuesta tras la Segunda Guerra Mundial, pero
retrocede en el tiempo junto al poeta James Agee a una infancia antes de la
Primera Guerra Mundial y a un estado de inocencia pastoril. Los oyentes y
los cantantes norteamericanos se han identificado durante varias
generaciones con la infancia descrita en Knoxville, incluso aquellos sin
vínculo alguno con Tennessee, como era el caso del propio Barber, que
tenía la misma edad que Agee. El texto plasma las vistas, los sonidos y los
sabores cotidianos de una noche del verano sureño centrándose, al estilo de
Proust, en evocar el detalle sensorial, a lo que Barber responde con
modismos pastoriles tales como el pentatonismo, la figuración basculante y
un cierto toque de blues, junto con onomatopeyas musicales. El texto
también se caracteriza por la repetición y la catalogación de sensaciones,
recuerdos de familiares y plegarias. Barber introduce una forma al estilo del
rondó que gira en torno a un estribillo basculante. En este caso, el sur rural
sustituye al oeste rural como la auténtica fuente de la identidad
norteamericana. Aun así, la intrusión del ruido de coches y tranvías rompe
el idilio. Knoxville concluye con una alusión al acorde final de Appalachian
Spring, un acorde perfecto mayor al que se añaden los de séptimo y noveno
grados 224 .
Conclusión

La música del género pastoral no es nada novedoso, pero aprovecharla para


expresar el ideal de la patria y el proceso de naturalización de la historia de
un pueblo y su paisaje étnico supuso un avance novedoso en el siglo XIX .
Comenzó con lugares que poseen una historia representativa en el campo de
las artes visuales, la literatura y el Grand Tour: los bosques alemanes, el
Rin, Roma y su entorno rural, las ruinas escocesas y su costa. Todo ello se
tradujo musicalmente, ya fuese con identificación (Weber, Schumann,
Wagner) o sin ella (Mendelssohn), creando un género mixto, casi pictórico,
de historia y paisaje. Los compositores posteriores viraron su atención hacia
los paisajes de la patria con un tratamiento literario o una historia pictórica
menores, o incluso con una historia que aún estaba siendo forjada por los
nacionalistas: los campos cerca de Praga, las montañas al oeste de Noruega,
los bosques y lagos finlandeses, las colinas y valles de las marcas inglesas y
galesas, el palacio de la Alhambra, las llanuras norteamericanas. A los
ejemplos citados en este capítulo podríamos añadir el Ardèche de D’Indy,
ya comentado en el capítulo 2, y muchos otros. En todos estos casos la
diversificación, la caracterización y la identificación musicales son más
pronunciadas. Los compositores crearon tradiciones de efectos sonoros
característicos en primer y segundo plano e hicieron uso de la música
tradicional autóctona. Además, entre ellos mantuvieron un diálogo
transnacional tanto sobre técnicas como sobre recursos y géneros, como en
el caso del poema sinfónico. En ocasiones sus paisajes musicales
acompañaban originalmente a espectáculos visuales como los tableaux
vivants , en los que el público advertía el paisaje étnico de inmediato. En
este contexto, y especialmente en los sorteos finlandeses, la música
nacional abonó el terreno para que se produjera una movilización vernácula
de la forma más directa posible.
Por otro lado, a veces la mezcla de géneros se reduce cuando la historia
y los actos de los seres humanos son minimizados en favor de las respuestas
subjetivas a la naturaleza, las reacciones panteístas o la transformación
existencial a través de la intuición de la esencia del fenómeno natural. El
interés por cualidades características del sonido más que por su función
discursiva, incluso en el caso de las maderas y metales vibrantes de los
intérpretes, y la falta absoluta de una acción concreta, de un programa
detallado o incluso de un tema musical en sentido convencional en la
música tardía de Sibelius invitan al público a reconectar colectivamente con
el tácito mundo de la vida humana cotidiana dentro de una comunidad
étnica que debe descansar en una ubicación determinada.

145 . Véase Steven Grosby, «Religion and Nationality in Antiquity: The Worship of Yahweh and
Ancient Israel», European Journal of Sociology 32/2 (1991), pp., 229-165; Tofgaard, «Letters and
Arms».

146 . Anthony D. Smith, The Nation Made Real: Art and National Identity in Western Europe, 1600-
1815 (Oxford: Oxford University Press, 2013), cap. 4.

147 . John Alexander Armstrong, Nations Before Nationalism (Chapel Hill: University of North
Carolina Press, 1982), cap. 1; Isaiah Berlin, Vico and Herder: Two Studies in the History of Ideas
(Londres: Hogarth Press, 1976), pp. 145-152; Barnard, «Herder’s Suggestive Insights»; Leerssen,
National Thought in Europe, pp. 93-102.

148 . Armstrong, Nations Before Nationalism, cap. 8; Geoffrey Hously, «Holy Land or Holy Lands?
Palestine and the Catholic West in the Late Middle Ages and the Renaissance», en Robert Swanson
(ed.), The Holy Land, Holy Lands and Christian History (Ecclesiastical History Society, Woodbridge:
Boydell Press, 2002), pp. 234-249.

149 . Charles Tilly, The Formation of National States in Western Europe (Princeton: Princeton
University Press, 1975); Michael Mann, The Sources of Social Power, vol. 2, The Rise of Classes and
National-States (Cambridge: Cambridge University Press, 1993), pp. 4 y ss.; George L. Mosse,
Fallen Soldiers: Reshaping the Memory of the World Wars (Nueva York: Oxford University Press,
1990), esp. caps. 2 y 3.

150 . Caroline Wood, «Orchestra and Spectacle in the Tragédie en musique 1673-1715; Oracle,
Sommeil and Tempête», Proceedings of the Royal Musical Association 108 (1981-1982), pp. 40-46.

151 . Richard Will, The Characteristic Symphony in the Age of Haydn and Beethoven (Cambridge:
Cambridge University Press, 2002).

152 . Charles Rosen, The Romantic Generation (Cambridge, Mass.: Harvard University Press, 1995),
cap. 3.

153 . Dahlhaus, Nineteenth-Century Music, pp. 307-308.

154 . Maes, A History of Russian Music, pp. 80-83.

155 . Véase James Hamilton, Turner’s Britain (Londres: Merrell, 2003), cap. 3.

156 . William Vaughan, German Romantic Painting (New Haven: Yale University Press, 1994), pp.
101-102, 193-199.
157 . Stephen Daniels, Fields of Vision: Landscape Imagery and National Identity in England and
the United States (Princeton: Princeton University Press, 1993), cap. 7; Michael Rosenthal ,
Constable: The Painter and his Landscape (New Haven: Yale University Press, 1989), cap. 3.

158 . Maes, A History of Russian Music, p. 81.

159 . Daniel M. Grimley, «Horn Calls and Flattened Sevenths: Nielsen and Danish Musical style», en
Murphy and White (eds.), Musical Constructions of Nationalism, p. 135.

160 . Matthew Riley, Edward Elgar and the Nostalgic Imagination (Cambridge: Cambridge
University Press, 2007), pp. 161-162.

161 . Thomas S. Grey, «Tableaux Vivants: Landscape, History Painting, and the Visual Imagination
in Mendelssohn’s Orchestral Music», 19th-Century Music 21/1 (1997), p. 56.

162 . Douglass Seaton, «Symphony and Overture», en Peter Mercer-Taylor (ed.), The Cambridge
Companion to Mendelssohn (Cambridge: Cambridge University Press, 2004), pp. 99-111; Grey,
«Tableaux Vivants», p. 41.

163 . Grey, «Tableaux Vivants», pp. 57-58.

164 . Ibíd., pp. 56-57.

165 . Ibíd., p. 41.

166 . Ibíd., pp. 40-55.

167 . Locke, Musical Exoticism, p. 73.

168 . A. Peter Brown, The Symphonic Repertoire , vol. 3, The European Symphony from ca. 1800 to
ca. 1930, Parte A, Germany and the Nordic Countries (Bloomington: Indiana University Press,
2008), p. 278.

169 . Keith T. Johns, The Symphonic Poems of Franz Liszt, ed. de Michael Saffle (Stuyvesant:
Pendragon Press, 1996), pp. 17-45.

170 . Véase Anthony D. Smith, Myths and Memories of the Nation (Oxford: Oxford University Press,
1999), cap. 5; todos los ensayos en David J. Hooson (ed.), Geography and National Identity (Oxford:
Blackwell, 1994).

171 . Kate E. Rigby, Topographies of the Sacred: The Poetics of Place in European Romanticism
(Charlottesville: University of Virginia Press, 2004), p. 53.

172 . Simon Schama, Landscape and Memory (Londres: Fontana, 1996), cap. 2; Leerssen, National
Thought in Europe, pp. 36-51.

173 . Meyer, Carl Maria von Weber, p. 94.

174 . Ibíd., p. 105.


175 . Edward Laufer, «Continuity in the Fourth Symphony (First Movement)», en Crawford Howie,
Paul Hawkshaw y Timothy Jackson (eds.), Perspectives on Anton Bruckner (Aldershot: Ashgate,
2001), p. 143.

176 . Porter, The Rhine as Musical Metaphor, pp. 35-36.

177 . Ibíd., cap. 3.

178 . Hugh Seton-Watson, Nations and States: An Enquiry into the Origins of Nations and the
Politics of Nationalism (Londres: Methuen, 1977), pp. 145-149.

179 . Taruskin, The Oxford History of Western Music, vol. 3, pp. 448-451; Curtis, Music Makes the
Nation, pp. 59-61.

180 . Michael Beckerman, «In Search of Czechness in Music», 19th-Century Music 10/1 (1986), p.
66.

181 . Brian Large, Smetana (Londres: Duckworth, 1970), cap. 11.

182 . John Clapham, Smetana (Londres: Dent, 1972), pp. 75-76.

183 . Tyrrell, Czech Opera, pp. 153-155.

184 . Øystein Sorensen, «The Development of a Norwegian National Identity during the Nineteenth
Century», en Øyster Sorensen (ed.), Nordic Paths to National Identity in the Nineteenth Century
(Oslo: Research Council of Norway, 1994), pp. 15-35; Seton-Watson, Nations and States, pp. 761-
774; Grimley, Grieg, p. 34.

185 . Citado en Curtis, Music Makes the Nation, p. 74.

186 . Ibíd., pp. 76-77; Grimley, Grieg, pp. 26-27, 79-86, 117-146.

187 . W. Dean Sutcliffe, «Grieg’s Fifth: The Linguistic Battleground of “Klokkeklang”», Musical
Quarterly 80/1 (1996), pp. 161-181; Grimley, Grieg, pp. 8, 57.

188 . Grimley, Grieg, pp. 135-136.

189 . Lauri Honko, «The Kalevala Process», Books from Finland 19/1, p. 17; véase también Seton-
Watson, Nations and States, pp. 71-73; Matti Klinge, «”Let us be Finns”: The Birth of Finland’s
National Culture», en Rosalind Mitchison (ed.), The Roots of Nationalism: Studies in Northern
Europe (Edimburgo: John Donald Publishers, 1980), pp. 67-75.

190 . Goss, Sibelius, p. 156.

191 . Ibíd., caps. 8 y 15.

192 . Matti Huttunen, «The National Composer and the Idea of Finnishness: Sibelius and the
Formation of Finnish Musical Style», en Grimley (ed.), The Cambridge Companion to Sibelius , p.
15; Goss, Sibelius, cap. 7.
193 . James A. Hepokoski, «Sibelius, Jean», en Sadie (ed.), New Grove, vol. 23, pp. 322-323.

194 . Philip Ross Bullock, «Sibelius and the Russian Traditions», en Grimley (ed.), Sibelius and his
World, pp. 24-49.

195 . Hepokoski, Sibelius, Symphony Nº 5, pp. 23-26. Véase también James A. Hepokoski, «The
Essence of Sibelius: Creation, Myths and Rotational Cycles en Luonnotar», en Glenda Dawn Goss
(ed.), The Sibelius Companion (Westport, Conn., y Londres, 1996), pp. 122-146; y «Modalities of
National Identity: Sibelius Builds a First Symphony», en Jane F. Fulcher (ed.), The Oxford Handbook
of the New Cultural History of Music (Nueva York: Oxford University Press, 2011), pp. 421-483.

196 . Hepoloski, Sibelius, Symphony Nº 5 , pp. 26-27, cap. 5; «Sibelius, Jean», pp. 331-334.

197 . Seton-Watson, Nations and States, pp. 83-85; Edward C. Thaden, Conservative Nationalism in
Nineteenth-Century Russia (Seattle: University of Washington Press, 1964), pp. 18-20.

198 . Maes, A History of Russian Music, p. 188.

199 . Taruskin, Defining Russia Musically, pp. 149-150, 154, 168; Maes, A History of Russian Music,
p. 81.

200 . Maes, A History of Russian Music, p. 188; Taruskin, Defining Russia Musically, cap. 9.

201 . Frolova-Walker, Russian Music and Nationalism, pp. 218-225; Maes, A History of Russian
Music, pp. 70, 175-176.

202 . Maes, A History of Russian Music, pp. 187-191.

203 . Citado en ibíd., p. 225.

204 . Taruskin, Stravinsky and the Russian Traditions, p. 851.

205 . Taruskin, Defining Russia Musically, cap. 13, esp. pp. 384-388; Émile Durkheim, Las formas
elementales de la vida religiosa, trad. de Ana Martínez Arancón (Madrid: Alianza Editorial, 2014);
véase también Camilla Gray, The Russian Experiment in Art 1863-1922 (Londres: Thames and
Hudson, 1971), pp. 9-36.

206 . Krishan Kumar, The Making of English National Identity (Cambridge: Cambridge University
Press, 2003), pp. 202-207; Gerald Newman, The Rise of English Nationalism: A Cultural History,
1740-1830 (Londres: Weidenfeld and Nicolson, 1987), esp. cap. 4.

207 . Robert Stradling, «England’s Glory: Sensibilities of Place in English Music, 1900-1950», en
Andrew Leyshon, David Matless y George Revill (eds.), The Place of Music (Nueva York y Londres:
Guilford Press, 1998), pp. 176-196.

208 . David Cannadine, «Orchestrating his Own Life: Sir Edward Elgar as a Historical Personality»,
en Kenyon (ed.), Elgar, pp. 11-13.

209 . David Martin, «The Sound of England», en Athena S. Leoussi y Steven Grosby (eds.),
Nationalism and Ethnosymbolism: History, Culture and Ethnicity in the Formation of Nations
(Edimburgo: Edinburgh University Press, 2007), pp. 68-83; Schama, Landscape and Memory, pp. 3-
5.

210 . Michael Kennedy, The Works of Ralph Vaughan Williams, 2.ª ed. (Oxford: Oxford University
Press, 1980), pp. 167-172; Michael Vaillancourt, «Modal and Thematic Coherence in Vaughan
Williams’s Pastoral Symphony», Music Review 52 (1991), pp. 203-217; Eric Saylor, «“It’s Not
Lambkins Frisking At All”: English Pastoral Music and the Great War», Musical Quarterly 91/1-2
(2009), pp. 39-59; «Landscape and distance: Vaughan Williams, Modernism and the Symphonic
Pastoral», en Matthew Riley (ed.), British Music and Modernism 1895-1960 (Farnham: Ashgate,
2010), pp. 147-174.

211 . Michael Christoforidis, «Manuel de Falla, Flamenco and Spanish Identity», en Brown (ed.),
Western Music and Race, p. 242.

212 . James Parakilas, «How Spain Got a Soul», en Jonathan Bellman (ed.), The Exotic in Western
Music (Boston: Northeastern University Press, 1998), pp. 137-193; Locke, Musical Exoticism, cap. 7.

213 . Parakilas, «How Spain Got a Soul», p. 189.

214 . Christoforidis, «Manuel de Falla, Flamenco and Spanish Identity», p. 232.

215 . Parakilas, «How Spain got a Soul», pp. 174-184; Clark, Issac Albéniz, cap. 7.

216 . Christoforidis, «Manuel de Falla, Flamenco and Spanish Identity», pp. 237, 242.

217 . Carol A. Hess, Manuel de Falla and Modernism in Spain, 1898-1936 (Chicago: University of
Chicago Press, 2001), caps. 7 y 8.

218 . Parakilas, «How Spain got a Soul», p. 193.

219 . Neil Lerner, «Copland’s Music of Wide Open Spaces: Surveying the Pastoral Trope in
Hollywood», The Musical Quarterly 85/3 (2001), pp. 477-515; Denise Von Glahn, The Sounds of
Place: Music and the American Cultural Landscape (Boston: Northeastern University Press, 2003),
cap. 1; Taruskin, The Oxford History of Western Music, vol. 3, p. 637; Beth E. Levy, Frontier
Figures: American Music and the Mythology of the American West (Berkeley: University of
California Press, 2012), pp. 2-10.

220 . Taruskin, The Oxford History of Western Music, vol. 3, pp. 664-668.

221 . Crist, Music for the Common Man, pp. 119-132; Levy, Frontier Figures, pp. 324-328.

222 . Lynn Garagola, «Making an American Dance: Billy the Kid, Rodeo, and Appalachian Spring»,
en Carol J. Oja y Judith Tick (eds.), Aaron Copland and his World (Princeton y Oxford: Princeton
University Press, 2005), pp. 135-141; Crist, Music for the Common Man, pp. 165-176.

223 . Taruskin, The Oxford History of Western Music, vol. 3, pp. 637-649; Levy, Frontier Figures,
cap. 8.

224 . Benedict Taylor, «Nostalgia and Cultural Memory in Barber’s Knoxville. Summer of 1915»,
Journal of Musicology 25/3 (2008), pp. 211-229.
4 Mitos y recuerdos de la nación

Si una nación viene delimitada por un espacio territorial, también se define


por su momento histórico y prehistórico. Para los nacionalistas cada nación
posee un origen, trayectoria y destino únicos, además de su acervo de
recuerdos históricos, mitos y leyendas. Los nacionalistas del siglo XIX
recopilaron y ahondaron en las leyendas, los mitos y los recuerdos que
representaban la trayectoria de su propia nación e iluminaban sus
aspiraciones. La contribución de los músicos a la reconstrucción imaginaria
del pasado de la nación fue enorme, aunque una gran parte de ella haya
caído en el olvido. En este capítulo examinaremos una muestra de obras
pertenecientes a compositores célebres del siglo XIX que aún forman parte
del repertorio interpretativo contemporáneo y que ilustran historias, mitos y
leyendas nacionales. A partir de estas muestras, podemos afirmar que
determinadas obras musicales estaban intrínsecamente ligadas a la visión
nacional de un pasado étnico y que, por otro lado, las sucesivas olas del
nacionalismo atrajeron a algunos de los compositores más sobresalientes y
configuraron obras fundamentales de su repertorio.

El culto a los antepasados

Podríamos comenzar por el «culto a los antepasados». Este fue el modo en


que Ernest Renan introdujo la importancia de la historia nacional a la hora
de diferenciar y configurar las naciones. Tras rechazar toda una serie de
intentos de definir el concepto de nación como una amalgama de raza,
religión, geografía, idioma e intereses económicos, Renan consideraba la
voluntad colectiva presente y la historia nacional, y en concreto el culto a
los antepasados, componentes imprescindibles de la nación, que en su
opinión era un «principio espiritual». Y decía:
La nación, como el individuo, supone la consumación de un largo pasado de esfuerzos, sacrificio
y devoción. De todos los cultos, el dedicado a los antepasados es el más legítimo, dado que ellos
nos han convertido en lo que somos. Un pasado histórico, grandes hombres, la gloria
(entendiéndola como genuina): todo ello conforma el capital social sobre el que se sustenta la
idea nacional. Compartir glorias comunes en el pasado y una voluntad común en el presente;
haber realizado grandes hazañas juntos y desear realizar aún más: estas son condiciones
ineludibles para constituirse en pueblo. Se ama en proporción a los sacrificios consentidos y a las
desgracias padecidas […] por consiguiente, una nación supone solidaridad a gran escala, fundada
sobre un sentimiento de los sacrificios consumados en el pasado y de los que estamos preparados
para afrontar en el futuro 225 .

Es la unión de dos nociones que pronto encontrarán voz musical: el


sacrificio y el heroísmo y su fusión con el autosacrificio de héroes y
heroínas. El sacrificio constituye un poderoso vínculo social porque sitúa a
las sucesivas generaciones ante al sentido del deber, invitándolas a
emularlo. Las hazañas, sufrimientos y triunfos de héroes y heroínas tales
como Héctor, Siegfried, Juana de Arco y Alexander Nevski tienen una
importancia similar. La identificación con el triunfo e incluso el auto-
sacrificio del héroe o heroína también suponen una poderosa fuente de
solidaridad nacional y de continuidad generacional, dado que se entienden
como factores inspiradores y renovadores de la comunidad. Como observó
Renan, «el sufrimiento en común une más que la felicidad», para después
añadir: «Cuando hablamos de recuerdos en un contexto de nación, las penas
destacan sobre los triunfos, ya que imponen obligaciones y requieren un
esfuerzo común» 226 .
Es igualmente importante la idea de que las hazañas y los sufrimientos
heroicos no solo revelan las cualidades ejemplares de individuos
ejemplares, sino también las virtudes y el verdadero espíritu de la
comunidad nacional. Los héroes tampoco son casos aislados. Los
antepasados heroicos y su exempla virtutis suelen ser iconos de una edad de
oro de virtudes, poder, sabiduría, fe y creatividad revelada a través de las
epopeyas, el arte y las crónicas de un pasado lejano. En Occidente son bien
conocidos los ejemplos de la Atenas de Pericles, el Israel de David, la
República romana, la Inglaterra isabelina y el grand siècle francés. Se trata
de edades de oro con cierta base histórica, aunque muy idealizadas. Otras
veces nos encontramos dentro de la órbita de la leyenda, como en el caso de
la nórdica Edda, los héroes de Troya y los antiguos héroes germánicos y
finlandeses, aunque para muchos artistas estos últimos solo supusieron un
argumento prometedor para hacer uso de la evocación y la caracterización.
Y fue al caracterizar épocas pasadas y al evocar su singular entorno cuando
los artistas, y especialmente los compositores, encontraron terreno fértil
para dar rienda suelta a su capacidad imaginativa y sus habilidades
descriptivas, sobre todo en géneros como la ópera, el poema sinfónico y la
cantata. La grand opéra, con su énfasis en el espectáculo y su prestigio
social, era el vehículo perfecto para divulgar estos temas y para la
movilización vernácula de los ciudadanos en el ámbito cultural, mientras
que la cantata era un fenómeno vinculado a los movimientos corales
patrióticos, especialmente en Alemania e Inglaterra.
Por lo que respecta a la mayor parte de los artistas, la línea entre la
leyenda y la historia era más bien difusa, y la autenticidad, idea
fundamental entre los nacionalistas y sus partidarios, solía interpretarse con
el significado de verdad poética más que como veracidad histórica. Lo que
les importaba a los nacionalistas, incluidos determinados compositores, era
que cada nación fuese dueña de su propia trayectoria y destino, y por
consiguiente poseyese un conjunto de recuerdos, mitos y tradiciones que
pudiesen iluminar y fuesen testigos de su pasado. Por poner un ejemplo,
para Jean Sibelius los mitos primitivos del Kalevala no solo rememoraban
una época lejana de heroísmo finlandés, sino que también definían el linaje
de los finlandeses, mostrándoles su origen, el lugar donde habitaban y sus
cualidades esenciales a través del carácter de héroes finlandeses muy
concretos y del paisaje nórdico de lagos y bosques. De modo similar, para
Grieg eran las leyendas de las montañas y los fiordos noruegos, además de
las hazañas de los reyes noruegos, los que perfilaban la nación noruega,
mientras que para Smetana el pasado checo abarcaba tanto la leyenda como
la historia, situando a la comunidad en una ubicación y un tiempo
específicos. En todos estos casos el pasado más lejano es el más evocador,
ya que permanece inmaculado y a salvo de los esfuerzos de los
historiadores; la imaginación artística tiene mayor margen de maniobra.
Hoy en día el público que acude a los conciertos solo conoce una parte
de estos repertorios. Un ejemplo temprano es el de Guillermo Tell (1829),
de Rossini, cuyo tema es el de un patriótico luchador por la libertad que
vive dentro de un entorno de paisajes idílicos, a pesar de que el compositor
sea italiano; el héroe, suizo; los libretistas y el público, franceses; y el autor
original de la historia (Friedrich Schiller), alemán. Hoy en día la obertura
está trillada, pero la ópera íntegra apenas ha sido programada. En Francia,
las obras basadas directamente en temas nacionalistas, como Roland à
Roncevaux (1864) y Jeanne d’Arc (1876), de Auguste Mermet, no se
representaban más frecuentemente que, por ejemplo, el Robin Hood (1860)
de George Macfarren en Inglaterra. En Alemania Tannhäuser, Lohengrin y
Der Ring des Nibelungen son casos que resultan obvios desde la perspectiva
actual, pero en su época compartían su temática mitológica con obras
menos conocidas pero estudiadas a fondo recientemente por Barbara
Eichner, tales como Die Nibelungen (1854), de Heinrich Dorn, y Gudrun
(1851), de Carl Armand Mangold. El personaje histórico Hermann
(Arminio) y la derrota de las legiones romanas fueron el argumento de
Armin (1877), de Heinrich Hofmann, y de Thusnelda (1881), de
Grammann. Del mismo modo, los célebres poemas sinfónicos de Smetana y
Sibelius coexistieron con obras tales como Barbarossa (1900), de
Siegmund von Haussegger, y Baba Yaga (1905), Kikimora (1909) y El
Lago encantado (1909), de Lyadov. Entre las cantatas, y junto con
Caractacus de Elgar y Alexander Nevski (1939) de Prokofiev, en la
Alemania del siglo XIX se compusieron no menos de quince oratorios sobre
la figura de San Bonifacio y otros nueve en torno a la de Lutero, junto con
innumerables cantatas y piezas corales más breves sobre el tema de
Hermann 227 .
Fig. 4 Escena de Guillermo Tell de Rossini, grabado de Zincke (Museo de Historia de Viena).
© ACI / Bridgeman

En este capítulo estudiaremos las contribuciones más conocidas de


Smetana, Sibelius, Mussorgski, Wagner y Verdi. Lo que aquí emerge es la
diversidad de la visión creativa. Estos prodigios artísticos se sumergieron en
lo más profundo de los mundos simbólicos del nacionalismo cultural de sus
respectivos países, pero realizaron sus obras de un modo muy personal,
exquisito y original, reflejando su propia filosofía y perspectiva estética.

Historia y leyenda checas

La cuarta grand opéra ceremonial de Smetana, Libuše (completada en 1872


y estrenada en 1881), carecía hasta cierto punto de precedentes en la
historia de este género musical. Rendía homenaje a la grandeza de la nación
checa e incluía escenas de la leyenda checa con un despliegue de pompa y
drama. Smetana pensaba que Libuše lo convertía en el «fundador de un
nuevo tipo de música checa», además de considerar la obra de una
«importancia sin igual en nuestra historia y literatura». «Libuše no es una
ópera a la vieja usanza, sino un cuadro festivo: una forma de sustento
musical y dramático» 228 . El libreto se basa fundamentalmente en el
Chronicon Bohemorum, de Cosmas, canónigo de Praga. La acción se sitúa
en el siglo XI , durante los comienzos del estado de Bohemia, y relata el
reinado de la reina Libuše, la disputa entre dos hermanos de la nobleza, la
elección de Libuše del granjero Premysl como marido, la fundación de la
ciudad de Praga y la primera dinastía de la realeza checa, los Přemislidas.
Toda una serie de óperas anteriores de compositores italianos, alemanes y
bohemios habían utilizado la historia o, al menos, el personaje de la reina
profetisa, pero Smetana fue el primero en «nacionalizar» la leyenda para los
escenarios, impregnándola de significación simbólica y ritual. La ópera
también posee una clara trascendencia contemporánea, dado que la disputa
entre los dos hermanos se asemeja a las luchas políticas modernas entre los
viejos y los nuevos partidos checos (véase el capítulo 6), y presenta una
escena reconciliatoria 229 .
El mensaje principal de la obra solo se transmite al terminar el acto III,
tras concluir la acción dramática y consumarse el matrimonio de Libuše.
Mediante un monólogo cargado de dramatismo, la reina tiene una serie de
visiones acerca del futuro de la historia checa, la gloria y la tragedia de la
nación, sus héroes y monarcas, los guerreros husitas y el castillo real de
Praga. Parte del material para la ópera provenía de música que Smetana
compuso en 1869 sobre el tema del juicio de Libuše y cuyo objetivo era
recaudar fondos para un concierto de tableaux vivants y lectura de poesía,
contribuyendo de este modo a acelerar la finalización de las obras de la
catedral de San Vito en Praga, que llevaba inacabada desde el siglo XV . En
la ópera, las ilustraciones visuales y la noble declamación y las ocasionales
poses estáticas de Libuše recuerdan claramente estos orígenes 230 . En los
tres actos anteriores se despliegan unas cuantas situaciones operísticas y un
poco de lírica vocal, pero Smetana recurre profusamente en toda la obra a
un estilo vocal declamatorio, una armonía estática sostenida, efectos
acumulativos, armonía diatónica y tempi majestuosos, que transmiten una
sensación de formalidad y monumentalidad. Una de sus fuentes de
inspiración más destacadas era el Meistersinger de Wagner, cuyo gran
preludio sirvió de modelo a Smetana para su introducción orquestal en su
tonalidad de Do mayor, su carácter ceremonial y el modo en que sus temas
se combinan simultáneamente en texturas polifónicas. Los efectos
antifonales en los coros de Smetana también recuerdan a Die Meistersinger,
mientras que la profecía de Libuše sobre la destrucción, la supervivencia y
el triunfo de los checos parece un calco de la advertencia de Hans Sachs
sobre el destino de Alemania en la escena festiva del prado. Sin embargo,
en Libuše se otorga mucha más importancia a las imágenes exteriores
relativas al carácter de la nación —dinastía, ciudad capital, acción heroica—
, tal como se muestran en los mitos y leyendas, que a la visión esteticista de
Wagner 231 .
Smetana concibió Libuše como un homenaje a la nación checa, y quería
que se reservase para las grandes conmemoraciones nacionales. En un
principio albergó la esperanza de poder representarla durante la coronación
del emperador Francisco José como rey de Bohemia, pero cuando este
rechazó la corona checa, el compositor retuvo la obra durante nueve años,
hasta que se inauguró el largamente esperado Teatro Nacional de Praga en
1881. Tras la destrucción del nuevo teatro debido a un incendio solo unas
semanas más tarde, la reapertura del edificio en 1883 también se celebró
con la representación de Libuše. El amplio escenario y la tecnología
moderna de que disponía el Teatro Nacional reunían las condiciones ideales
para la producción de la ópera 232 .
Poco después de finalizar Libuše, Smetana comenzó su ciclo de poemas
sinfónicos Má Vlast (véase el capítulo 3). La ópera marcaría el rumbo de la
partitura orquestal: ceremonial, heroica, pastoral, pictórica y una fusión
deliberada de leyenda e historia documentada. La música para el cuarto
tableau de la visión de Libuše es la coral husita, cuyo ritmo persiste hasta la
conclusión de la ópera y que Smetana volvió a utilizar en los dos
movimientos finales de Má Vlast: Tábor y Blaník . El motivo del
«Vyšehrad» de Má Vlast también se adelanta en Libuše, y con un
significado similar. Má Vlast no pretendía ser un estudio histórico de las
tierras checas, sino simbolizar el espíritu de creatividad y de resistencia en
la historia de la nación. Smetana se encontraba cerca de nacionalistas
checos como Palacky y Rieger y pretendía que sus óperas, incluidas la
trágica y heroica Dalibo r y la ópera cómica Prodaná nevěsta (La novia
vendida), además de Libuše y su magnífico ciclo sinfónico, contribuyesen
musicalmente a alentar a su pueblo en su lucha por la autonomía. Al lograr
estos objetivos, sentó las bases para una escuela checa de composición
nacional, no solo al elegir el contenido sino también al dotar a su música de
un simbolismo nacional reconocible que tuviese eco entre sus
contemporáneos y sucesores 233 . Desde la Segunda Guerra Mundial, el
concierto anual de Má Vlast durante la noche inaugural del Festival de
Primavera de Praga ha cimentado su categoría de obra fundamental en la
música nacional checa.

Tierra de héroes

Con el retorno al sistema de represión de las minorías y naciones bajo el


gobierno del zar Alejandro III (1881-1894) y su heredero Nicolás II (1894-
1917), no es de extrañar que los finlandeses se aferrasen a un nacionalismo
cultural que, como vimos en el capítulo anterior, se encarnó en el
movimiento «careliano» a través de las artes y el estilo de vida. Este
movimiento se centraba en la vuelta a una edad de oro de la cultura
finlandesa, como plasmaba el Kalevala, la «Tierra de héroes». Esta
antología de baladas carelianas de Elias Lönnrot (1835, versión ampliada en
1849) experimentó un renovado interés, llegó a ser considerada tanto
leyenda como historia antigua finlandesa y más tarde sería impartida como
tal en los colegios finlandeses 234 .
Determinados episodios del Kalevala ya se habían utilizado
musicalmente antes de que lo hiciera Sibelius, en concreto Filip von
Schantz en 1860 y Robert Kajanu en su poema sinfónico Aino (1885). Sin
embargo, Sibelius ahondó en el carácter de la epopeya, e incluso llegó a
conocer al cantante rúnico de origen careliano Larin Paraske, cuyas
inflexiones vocales y ritmos anotaría detalladamente. No se trataba de un
episodio aislado. Debemos encuadrarlo en el contexto del alejamiento que
experimentó Sibelius de la dependencia de su antiguo mentor, el sueco
Martin Wegelius, quien había adoptado un enfoque más académico hacia la
composición y la enseñanza musical, para identificarse ahora con el
enfoque más tradicional de Kajanu y su adhesión a la cultura finlandesa,
hecho que Sibelius resumiría con la siguiente afirmación: «Veo los
elementos finlandeses puros con menos realismo que antes, pero creo que
con mayor sinceridad». Sin embargo, fue durante su permanencia en Viena
en 1891-1892 cuando Sibelius se entregó a los relatos del Kalevala,
escogiendo la trágica historia de Kullervo, que modeló como «poema
sinfónico» con coro y que se estrenaría en Helsinki en 1892. El estreno fue
un gran acontecimiento nacional, además de un éxito rotundo. Pasó a
formar parte del mito nacional emergente, despertando y superando con
creces las altas expectativas. El crítico Oskar Merikanto escribió al
respecto: «Reconocemos estas [melodías] como propias, a pesar de no
haberlas escuchado nunca antes» 235 . Juho Ranta, miembro del coro
durante el estreno de la partitura el 28 de abril de 1892, se expresaría en los
mismos términos: «Aunque conscientemente no escuché nada que me
resultase familiar en esta música, parecía como si la conociese desde hacía
tiempo, como si la hubiese escuchado antes. Eso sí que era música
finlandesa» .
El relato de Kullervo, tal y como se narra en el Kalevala, comienza con
la supuesta aniquilación del clan del héroe por parte de su tío Untamo y con
Kullervo siendo vendido como esclavo para ejercer de pastor del herrero
Ilmarinen, de quien finalmente huye para reencontrarse con sus padres. Tras
ser enviado a la ciudad a pagar los impuestos, al volver a casa Kullervo se
adentra en el bosque, donde trata de seducir a varias jóvenes, a la última de
las cuales acaba violando. Pero más adelante, y para su consternación,
descubre que se trata de su hermana perdida mucho tiempo atrás (y que en
la epopeya se suicida ahogándose). Posteriormente Kullervo va a la guerra
contra Untamo, y con la ayuda de una poderosa espada que le entrega
Ukko, rey de los dioses, barre al clan de Untamo. Pero al volver a casa
descubre que su familia ha muerto y termina deambulando por el bosque.
La casualidad le lleva al lugar preciso donde había violado a su hermana, y
un Kullervo consumido por la culpa cae presa de su propia espada.
El Kullervo de Sibelius se centra en el aspecto psicológico del relato, en
la violación consumada por el héroe, en el incesto y en el consiguiente
sentimiento de culpa, temas cuyo origen Glena Dawn Goss vincula a la
influencia del ambiente en que fue compuesto, la Viena de fin-de-siècle, y
de la literatura de realismo erótico 236 . Los primeros dos movimientos de
esta sinfonía en cinco movimientos, la «Introducción» y la «Juventud de
Kullervo», no siguen el argumento, sino que contraponen un modo más
pastoral con una música en «estilo rúnico», en especial en la canción de
cuna del movimiento lento. Es en el tercer movimiento, «Kullervo y su
hermana», donde Sibelius es fiel al texto de la epopeya e introduce un coro
masculino para relatar el viaje del protagonista a casa a través del bosque y
sus encuentros con las doncellas a las que trata de seducir. El punto
culminante de este movimiento es la escena de la violación, seguido por el
descubrimiento de que la joven es su hermana, lo que lleva a su recitación
apasionada y al llanto de Kullervo. El cuarto movimiento, «Kullervo va a la
guerra», es un enérgico scherzo alla marcia que vuelve a distanciarse de la
epopeya literaria. El movimiento final, «La muerte de Kullervo»,
compuesto para coro y orquesta, relata la escena en la que la mera
casualidad lleva a Kullervo al lugar de la violación, a una sensación de
culpa que le consume y, finalmente, a su suicidio, cuya traducción musical
transmite poder acumulativo e inexorable intensidad.
En cierto modo, Kullervo era una obra única dentro del repertorio de
Sibelius. Sin ser una sinfonía coral o un poema sinfónico, fusionaba el
nacionalismo careliano con un intenso realismo erótico. Por otro lado,
Kullervo se situaba en la cúspide de toda una serie de poemas sinfónicos de
Sibelius, en algunos de los cuales su temática también procedía del
Kalevala. El primero de ellos, En Saga (1892), forma parte de la etapa de
folclore «careliano», aunque se ha denominado genéricamente poema
trágico-heroico, una composición evocadora, más que descriptiva, de la
atmósfera del mundo chamánico del Kalevala . Debemos asignar la
categoría de obra folclórica a la Suite Karelia (1893), cuya posterior
popularidad no debería eclipsar sus orígenes políticos en una serie de
tableaux vivants nacionales compuestos para la fiesta organizada con
motivo de la campaña de la Asociación de Estudiantes de Viipuri con la
intención de apoyar la educación pública en la región. La obra se
interpretaría para un grupo relativamente reducido de académicos. Cuatro
leyendas de Lemminkäinen (1896, posteriormente revisada) supone otro
encuentro fructífero con las leyendas del Kalevala . Si el sabio chamán
Väinämöinen era el eje espiritual de la epopeya, era su homólogo más
joven, Lemminkäinen, una especie de Aquiles finlandés, físicamente
atractivo y con una picardía temeraria y audaz, el que gozaba de una mayor
acogida popular. Las cuatro leyendas conforman las aventuras del héroe,
empezando por Lemminkäinen y las doncellas de la isla (1895-1896),
donde se planifica el encuentro del heroico y enérgico varón con las
seductoras vírgenes de la isla, evocando el estado anímico irracional y
sobrenatural de una noche de verano, temas que cautivaban a muchos
artistas nórdicos, y finalizando en una resplandeciente sensación de
autoconfianza. A renglón seguido advertimos el lento despliegue del acorde
inicial en La menor de El cisne de Tuonela (1896, revisado en 1900), que
sugiere el enorme espacio oscuro del inframundo finlandés. Su inquietante
melodía, interpretada por un corno inglés, evoca vívidamente la antigüedad
trascendental de la epopeya finlandesa. Lemminkäinen en Tuonela (revisada
en 1935) evoca el funesto viaje del héroe hacia las aguas oscuras del
inframundo finlandés, donde pretende matar al cisne, pero terminará siendo
asesinado él mismo, y debe ser reconstruido, hueso a hueso, por su afligida
madre. Por último, La vuelta de Lemminkäinen (1896, revisada en 1900)
invierte la secuencia trágica para terminar con una declaración triunfante
del héroe masculino dentro de una coral en Mi bemol mayor 237 .
Observamos un intento posterior de evocar el mundo heroico pero
oscuro del Kalevala en el poema sinfónico La hija de Pohjola (1905-1906).
Basado en el Canto 8 de la epopeya, describe el intento del anciano profeta
Väinämöinen, verdadero tema principal del poema, de ganarse la mano de
la hija del norte realizando hazañas imposibles escogidas a su antojo. El uso
que hace Sibelius del canto del pájaro en las cadencias de los instrumentos
de viento (maderas) liga el poema al paisaje finlandés. Pero, a diferencia del
texto, no hay un final glorioso, sino más bien una sensación de soledad. Se
trata de una obra marcadamente sinfónica en la que dos intentos de afianzar
un centro armónico se ven malogrados y la música fluye hacia el vacío.
Sibelius regresó al Kalevala con Luonnotar (1913), su enigmático poema
sinfónico vocal. El texto procede del primer Canto y describe la creación
del mundo a partir de los trozos de un huevo de gaviota caído de la rodilla
del espíritu femenino de la naturaleza que flota entre las olas del prístino
océano. En tres estrofas, la música ilustra los dolores del parto del espíritu
de la naturaleza, con la voz ascendiendo al final para describir el origen de
las estrellas en el cielo nocturno. El último e inspirado poema sinfónico del
Kalevala de Sibelius es el desolado y espeluznante Tapiola (1926), que a
grandes rasgos retrata un bosque salvaje, hogar donde habita Tapio, el dios
del bosque 238 .
Si sus últimos poemas sinfónicos nos sumergen en las profundidades del
mundo antiguo finlandés y su paisaje, e incluso más allá, la obra más
celebrada de Sibelius, Finlandia (revisada en 1901), nos trae de vuelta al
mundo terrenal de la política contemporánea. Concebida en el cenit de la
campaña política finlandesa contra el dominio ruso como «Finlandia
despierta», se trataba del último de seis tableux dispuestos
cronológicamente que se iniciaban en los «días oscuros» de principios del
siglo XIX y concluían con la amplia melodía del himno del despertar. La
música describe esta evolución, cuya introducción en modo menor alude a
los poderes oscuros, retrata después la edad del despertar a través de los
educadores de la nación, personificados por los tableteos rítmicos y la
llamada al despertar, y concluye con un episodio que simboliza el momento
de autorrealización de Finlandia dentro de su propia historia, lengua, poesía,
educación y progreso industrial, este último encarnado en el motivo de la
locomotora. Todo ello nos conduce al himno que revela el espíritu ahora
triunfante de la nación finlandesa, con el pasado desvelando dicho espíritu
en el tiempo presente. El hecho de que Sibelius pudo haber tomado
prestadas algunas de las primeras frases de este himno de una obra coral
patriótica de la década de 1880, cuyo autor era el compositor finlandés Emil
Genetz, solo refuerza sus connotaciones nacionales y, en este caso,
nacionalistas. A su vez, el «largo» final revisado de la partitura erige al
himno en toda su plenitud en portador de la identidad nacional. Aquí el
héroe es el pueblo finlandés, ese pueblo que emerge de su historia y a través
de ella hacia la modernidad, un recorrido similar al de los húngaros en el
Hungaria de Liszt, los rusos en Rusia de Balakirev y los checos en Má
Vlast de Smetana; de ahí el nombre de Finlandia, título favorito del editor
239 .

El héroe imperfecto

¿Pero se falseó de modo similar, al menos musicalmente, a otros pueblos,


por ejemplo el ruso? La ópera de Borodin El príncipe Igor (1869-1887,
inacabada) escenifica una adaptación de Vladimir Stasov de El cantar de
las huestes de Igor, relato medieval sobre el conflicto entre la Rus de Kiev y
la tribu de nómadas orientales conocida como los polovtsianos.
Enfrentándose a los principios teóricos del kuchka, Borodin fraguó su obra
como una grand opéra tradicional que giraba en torno a números como
coros, tableaux y arias, con amplia representación del pueblo. Stasov
transformó el argumento original —una historia de derrota— en
propaganda triunfalista de las campañas contemporáneas rusas en el este.
Stasov y Borodin configuraron la ópera a imagen y semejanza del Ruslan y
Ludmila de Glinka, y la música sigue muy de cerca el modo de enfocar su
oposición estilística entre Rusia y Oriente 240 . Por otro lado, en 1242, año
en que tuvo lugar la batalla sobre el helado lago Peipus, un ejército ruso
detuvo a los caballeros teutones invasores, tema central de la banda sonora
cargada de dramatismo compuesta por Sergei Prokofiev para la película de
propaganda antinazi de Eisenstein Alexander Nevski (1938). Como
veremos, los rusos de Pskov fueron protagonistas de Pskovityanka (La
doncella de Pskov; 1868-1872) de Rimski-Korsakov, basada en la obra
teatral de Lev Alexandrovich Mey y que relata la historia de la conquista de
Novgorod y Pskov por Iván el Terrible durante la década de 1560. Aun así,
por mucha implicación que haya por parte del «pueblo», no dejan de ser
todas ellas obras de reyes y aristócratas, y son estos quienes encarnan el
carácter de la nación rusa.
En última instancia ocurre lo mismo con las dos grandes óperas
históricas de Mussorgski, Boris Godunov y Khovanshchina. Y no podía ser
de otro modo, ya que Mussorgski estaba entregado a la tarea de retratar la
historia de Rusia con absoluto rigor. Aunque su mentor Vladimir Stasov le
instó constantemente a producir un drama progresista con la presencia
destacada del pueblo, Mussorgski hizo oídos sordos. En su opinión, el
pueblo, la mayoría de las veces, no era la fuerza motriz de la historia. Esto
no significa que no hiciese acto de presencia en sus óperas. Aparece mucho
en la primera escena de la primera versión de Boris Godunov (1869) y
dirige a Boris el saludo «Slava» («Gloria a los héroes»), pero demuestra ser
estúpido e indiferente ante los grandes acontecimientos; en esto el
compositor permanece fiel al aristocrático texto de Pushkin. A Mussorgski
le interesan más determinados individuos del grupo, como Missail y
Varlaam, que el colectivo, muy en consonancia con el realismo mostrado en
su proyecto inacabado basado en la obra El casamiento, de Gogol. Incluso
el Yurodiviy («El loco santo») que aborda y acusa a Boris se sitúa al margen
del pueblo, como demuestra Richard Taruskin 241 .
Mussorgski basó su ópera en la tragedia de Pushkin del año 1825, una
obra ya de por sí en deuda con La historia del estado ruso (1818 en
adelante) de Nicolai Karamzin. Para el romántico Karamzin, el sentimiento
de culpa de Boris respecto a su crimen era el eje central de su reinado; y
aunque la postura de Pushkin era más ambigua, también suponía el soporte
de su drama, dado que la culpa podía ser utilizada, y de hecho lo fue, por
otros, como el pretendiente Dmitri (Grigori Otrepev). En honor a la verdad,
no existe constancia de que Boris asesinase en Uglich en 1591 al otro hijo
de Iván el Terrible, el niño Dmitri, y no es muy probable que, de haberlo
hecho, hubiese experimentado sentimiento de culpa alguno. Pero desde la
época de la Smuta (el anárquico «Periodo Tumultoso», 1605-1613), la
historia del remordimiento de Boris formó parte de la literatura europea,
culminando con el drama inacabado de Schiller Demetrius (1805). Hay
constancia histórica de que Boris Godunov, cuñado y consejero del rey
Fiódor (1584-1598), quien fuera hijo de Iván el Terrible, fue coronado zar al
fallecer el monarca, y al decir de todos tuvo un reinado ejemplar. Sin
embargo, a partir de 1601 un frío inusual, inundaciones y hambrunas
provocaron terribles sufrimientos a la población, que culpó al zar de la
tragedia. De modo que cuando un antiguo monje de nombre Grigori
Otrepev huyó a Polonia y fingió ser el niño Dmitri, pudo reunir un ejército
con apoyo polaco, avanzar hasta Moscú y hacerse con el trono tras la
muerte de Boris en 1605. Mussorgski se mantuvo fiel a la tragedia de
Pushkin, pero su ópera se centró en Boris y su sentimiento de culpa. De este
modo la primera versión de Boris Godunov (1869-1872) es una obra
dramática sobre un héroe imperfecto de la historia de Rusia en la que el
pueblo solo desempeña un papel secundario 242 .
El directorio de los Teatros Imperiales rechazó la primera versión de la
obra básicamente porque no tenía papel femenino, e inmediatamente
Mussorgski revisó la partitura con entusiasmo (1872-1874), como
demuestra Richard Taruskin al analizar las diferencias entre las dos
versiones de la ópera. El compositor no solo introdujo un nuevo acto
«polaco» con una princesa polaca intrigante, sino que además añadió
escenas y otorgó un mayor protagonismo al pueblo. Esta segunda versión
era más tradicional en muchos aspectos, y estaba hasta cierto punto en
deuda con los métodos compositivos de grandes bloques utilizados por
Verdi. Mussorgski seguiría manteniendo el remordimiento de Boris como
eje central del argumento, y por lo tanto la importancia capital de la escena
que se desarrolla en el Terem (las viviendas privadas del zar), en el Kremlin,
donde Boris, obsesionado por el sentimiento de culpa, tiene una visión de
Dmitri, el niño asesinado. En lo esencial, Mussorgski no se desvió de la
visión histórica tradicionalista y centralista de Karamzin, un relato de zares,
boyardos y la Iglesia, aunque la despoja de cualquier resquicio de
romanticismo «amoroso». Con una sola excepción, y además crucial: la
última escena de esta segunda versión tiene lugar en el bosque cerca de
Kromy y reemplaza a la escena de San Basilio. Aquí sí aparece el pueblo en
acción, sustituyendo su lealtad al zar Boris por la del impostor Grigori, el
falso Dmitri. Existe cierta justificación histórica al respecto, dado que
bandas de siervos hambrientos vagaban por los campos para huir de la
hambruna, que atribuían al odiado régimen moscovita, una circunstancia
fundamental en los escritos más populistas del contemporáneo de
Mussorgski Nikolai Kostomarov. Pero el compositor contaba también con
otra fuente de influencia para su escena: el ejemplo, mencionado
anteriormente, de la ópera de Rimski-Korsakov Pskovityanka. En la escena
de la veche (asamblea popular) republicana en Pskov, la asamblea de
ciudadanos hacía un llamamiento para debatir cómo enfrentarse a la
amenaza militar que suponía Ivan el Terrible. Rimski-Korsakov demostraría
que el pueblo podía ejercer un papel que superaba el de mero narrador;
podía mostrarse de forma individual, casi caótica, discutiendo las diversas
alternativas, mientras la orquesta proporcionaba un sentido de continuidad.
Este ejemplo no cayó en saco roto para Mussorgski, dado que en la escena
final de Kromy parece sugerir que el pueblo tenía la capacidad de decidir el
destino de sus gobernantes. Esto abonaba el terreno para proclamas caóticas
por parte del coro y para hacer uso de canciones tradicionales, como cuando
la multitud se burla del boyardo Kruschov o cuando se escucha la canción
de Varlaam y Missail. Sin embargo, no tienen la última palabra. Antes de
caer el telón, el Yurodiviy hace un patético llamamiento final en nombre de
la pobre y doliente Rusia que parece sugerir la futilidad de toda acción
política 243 .

Un «drama musical nacional»

La futilidad de la política, y por supuesto de toda acción útil, supone el eje


central de la segunda e inacabada ópera de Mussorgski, Khovanshchina
(1874-1881, completada por Rimski-Korsakov). Los acontecimientos del
drama están basados en episodios ocurridos en la historia rusa durante el
siglo XVII , para lo cual Mussorgski hizo una labor de investigación
diligente, informando esporádicamente de sus avances a Stasov y otros.
Este periodo de la historia rusa también fue un Periodo Tumultuoso, e
incluso de mayor complejidad y caos que la anterior Smuta. Comenzó en
1666, cuando el patriarca Nikon pretendió que el rito y la práctica
ortodoxos rusos volvieran a sus orígenes grecobizantinos. Esto provocó un
enorme cisma en la Iglesia que acabó con la escisión de los Viejos (o
«Verdaderos») Creyentes para formar sus propias comunidades religiosas,
por lo general en los bosques. El estado reaccionó violentamente: el zar
Alexei (1645-1676) y más tarde su hija, la regente Sofía (1682-1689),
enviaron partidas para buscar y destruir dichas comunidades, que solían
preferir inmolarse en los bosques a caer en manos enemigas. En el año 1682
hubo una crisis sucesoria. El zar Fiódor III (1676-1682) acababa de morir y
había rivalidad entre los clanes de las dos esposas del zar Alexei. En
Moscú, donde transcurre gran parte de la ópera, el príncipe Golitsyn, primer
ministro de Sofía, trataba de introducir reformas de corte occidental. Tenía
enfrente a los Viejos Creyentes y a los alborotadores guardias Streltsii (o
mosqueteros), que eran protegidos del príncipe Iván Khovanski. Este último
había apoyado en un primer momento al pequeño Pedro, de diez años (el
futuro Pedro el Grande), pero más tarde daría su apoyo a Sofía como
regente de los dos hermanastros, el enclenque Iván V y Pedro. Los
mosqueteros Streltsii se rebelaron al menos en dos ocasiones, en 1689 y en
1698, y Pedro tuvo que reprimirlos y disolverlos antes de poder poner en
marcha sus grandes reformas del estado ruso 244 .
Para Mussorgski era este un periodo fértil para explorar facciones y
conceptos rivales de la «Vieja Rusia». También era una temática de
actualidad, dado que en 1872 se celebraba el bicentenario del nacimiento de
Pedro el Grande; para el régimen zarista y gran parte de sus intelectuales,
era un momento para festejar el progreso de Rusia tanto en el ámbito
nacional como en el internacional, con innumerables elogios hacia Pedro y
el estado ruso impulsado por él. Sin embargo, Mussorgski no se sentía
identificado con semejante visión, ya que no compartía el entusiasmo de los
intelectuales por el progreso. Y a pesar de rechazar el nihilismo, la
valoración del compositor del desarrollo de Rusia era esencialmente
pesimista. En una exacerbada carta a Stasov que combina un primitivismo
ruso de carácter populista con un pesimismo austero y lleno de
desesperación, Mussorgski hablaba de intentar arar la «virginal» tierra rusa
sin fertilizar, pero de un modo muy diferente al que deseaban los círculos
occidentalizantes y prescindiendo de sus herramientas, hechas de
«materiales extraños» , e insistía una y otra vez en que, a pesar de los
«avances» técnicos y el «progreso» material, el pueblo «no se ha movido»
245 .

Así las cosas, la trama de Khovanshchina parece ejemplificar y constatar


esta valoración global. Es un relato de intriga, denuncia y violencia
enmarcado en un periodo histórico que concluye en un mundo atemporal
dominado por la fe. El acto II nos revela un encuentro entre los personajes
principales, el príncipe Golitsyn, el príncipe Iván Khovanski y el líder de
los Viejos Creyentes, Dosifei, todos ellos haciendo gala de su elevado
estatus, todos ellos hablando en nombre de Rusia. En el acto IV Golitsyn es
enviado al exilio, y Khovanski, asesinado en su propio palacio tras rebelarse
los mosqueteros Streltsii, que serán abandonados por su líder Khovanski.
Mientras tanto, la profetisa Marfa, que es una Vieja Creyente, trata de salvar
a su amante, el príncipe Andrei, hijo de Khovanski, pero, aconsejada por
Dosifei (personaje inspirado parcialmente en el arcipreste Avvakum, Viejo
Creyente que fue martirizado en 1682), finalmente le dirige hacia la ermita
en el bosque, donde todos ellos perecerán bajo las llamas del fuego
purificador.
¿Podríamos denominar «drama del pueblo» a semejante obra? Como
destaca Taruskin, con independencia de sus sentimientos hacia el destino de
Rusia, todos los protagonistas son aristócratas, incluso Dosifei; todas sus
disputas atañen a su dignidad y estatus. Por otro lado, Mussorgski consultó
a sacerdotes y folcloristas al respecto de los cantos de los Viejos Creyentes,
y escribió a Stasov en julio de 1873: «Estoy reuniendo miel popular de
todos los rincones para poder ofrecer un panal más sabroso y con una
personalidad más auténtica, porque al fin y al cabo esto es un drama del
pueblo» 246 . ¿Pero qué significado debemos atribuir a la expresión «drama
del pueblo» o al subtítulo que Mussorgski le dio a Khovanshchina,
narodnaya muzikal’naya drama? ¿ Significa esto que estamos ante un
drama del pueblo (drama popular) o ante un drama nacional (un drama
musical de la nación)? En este caso, el contexto sería el interés de
Mussorgski por los cantos de los Viejos Creyentes, pero esto solo supondría
una visión parcial, aunque de importancia vital para el compositor, de su
drama histórico panorámico, una parte que se sale de la «historia» y se
adentra en un mundo de fe a través de la autoinmolación. Nadie queda vivo
al final de la ópera, y a Pedro no se lo ve por ninguna parte. A este respecto,
el final teatral de Rimski-Korsakov, con las trompetas acompañando el
avance de las tropas de Pedro, que sin duda refleja el optimismo respecto a
un estado ruso «progresista» y una intelectualidad con visión de futuro, es
ciertamente engañoso y no tiene absolutamente nada que ver con el
pesimismo general del compositor y de la ópera 247 .
No cabe duda de que Mussorgski tenía un profundo interés por la
historia y el destino de Rusia. «La historia es mi compañera nocturna, la
disfruto y es embriagadora», escribiría a Stasov en septiembre de 1873 248 .
Reunió un catálogo nada desdeñable de libros y artículos para su labor de
investigación sobre lo sucedido a finales del siglo XVII en Rusia, y sus
óperas se basan en los documentos, himnos, costumbres y ritos de la época.
A esta fascinación se unía su compromiso con la autenticidad, una entrega
que le impedía aceptar la visión progresista de Rusia y su pasado bajo el
reinado de Pedro el Grande que tenían sus contemporáneos. Como
advertimos anteriormente, la autenticidad es la seña de identidad del
nacionalismo moderno, el patrón oro de la cultura y la política y la piedra
de toque de todo lo nacional. En este aspecto Mussorgski no solo reflejó
sino que también contribuyó al aumento del nacionalismo en la Rusia del
siglo XIX , probablemente más aún que Sibelius con respecto al
nacionalismo finlandés. Luego estaba la cuestión del heroísmo, o más bien
la falta de él. Ninguno de los líderes políticos de Khovanshchina logra sus
objetivos de alterar el curso de la historia. Incluso Dosifei, el admirado líder
de los Viejos Creyentes y lo más parecido a un héroe que encontramos, solo
es capaz de guiar a sus seguidores más allá de la historia y la política. La
misma Marfa, que va perfilándose como una heroína, únicamente consuma
sus pasiones al quitarse la vida. Da la impresión de que en Khovanshchina
solo hay antihéroes de los que nosotros no tenemos nada que aprender en
este mundo.
Por último está la cuestión de la música tradicional en las óperas de
Mussorgski. El verdadero héroe de estos dramas musicales es la Madre
Rusia, una construcción casi atemporal constituida por el pueblo, el paisaje
y las tradiciones rusas y de la que debe excluirse todo elemento o influencia
extraña. Este planteamiento obliga a fijarse en el uso que hace Mussorgski
de la música tradicional, como en la escena de Kromy en Boris Godunov y
en la música de origen folclórico de los cantos de los Viejos Creyentes y de
las plegarias de los Streltsii en Khovanshchina. Pero cuando Mussorgski
compuso su última ópera, el compositor ya había abandonado su realismo,
que sustituyó por líneas melódicas sinuosas con un carácter cada vez más
abstracto; el mejor ejemplo sería la memorable escena en la que Marfa, en
el papel de vidente, augura la caída y exilio de Golitsyn. Esto concuerda
con el paulatino pesimismo de Mussorgski, que le distanciaba del
progresismo popular de Stasov y le animaba a adoptar un conservadurismo
aristocrático acorde con su trasfondo familiar, en una época en la que la
reacción política y el antisemitismo iban en aumento en Rusia 249 .
Al contrario que las voces nacionales de Sibelius y Smetana, la
evolución de Mussorgski dio un giro espectacular en el curso de unos pocos
años, pues pasó del realismo e incluso el populismo a adoptar una postura al
mismo tiempo más impersonal y tradicional. Por otro lado, al igual que en
el caso de Sibelius y Smetana, la voz nacional de Mussorgski siempre posee
un rasgo distintivamente personal. En estas tres figuras, sus estilos
personales configuraron una música nacional reconocible al instante y con
elementos de origen folclórico que se transformaron en un nacionalismo
musical personal acorde con su visión de la naturaleza y la historia de sus
comunidades nacionales.

Wagner y el mito alemán

Los colosales proyectos músico-dramáticos de Wagner basados en leyendas


alemanas de la era medieval (Lohengrin, Tannhäuser, Parsifal) y antiguos
mitos germánicos (Der Ring des Nibelungen) supusieron la consumación
del compromiso de los románticos alemanes con el mito, primero a un nivel
teórico y luego en el ámbito de la investigación práctica. Ya a finales del
siglo XVIII Herder y otros fomentaron la idea del mito como fusión entre la
poesía y la religión que encarna el alma de la nación y apuntala su
literatura, su religión y sus costumbres. En la década de 1790 los
románticos de Jena, como los hermanos Schlegel y F. W. J. Schelling,
abogaban por «una nueva mitología» que superase los problemas de la
cultura moderna —la alienación del individuo y la fragmentación y
sobrerracionalización de la sociedad— y ayudara a llevar a cabo la
transformación social. Las mitologías clásicas y bíblicas serían sustituidas
por una nueva simbología y por relatos que fusionarían arte y religión,
sentando las bases para una vida pública renovada. Schelling pensaba que
dicha mitología constituiría la obra de un pueblo entero personificado en un
solo poeta, como en el caso de Homero. Predecía una nueva liturgia en
forma de ceremonias y festivales para el pueblo, librando al arte de su
tradicional patronazgo cortesano, estatal y eclesiástico y de su dependencia
del mercado literario 250 . En la década de 1840 Wagner resucitó todas estas
ideas en sus dramas musicales, en unos tiempos difíciles para los
intelectuales románticos tanto en las universidades como en la vida pública.
En Wagner el mito proporciona una crónica de los temas políticos del
momento: capitalismo, industrialización y revolución. El mismo Wagner
desempeñaría un papel en 1849 durante el Levantamiento de Mayo en la
ciudad de Dresde. En sus escritos desde el exilio en Zúrich tras el fracaso de
la revolución (Die Kunst und die Revolution, 1849; Das Kunstwerk der
Zukunft, 1851; Oper und Drama, 1851) Wagner expone su esperanza en la
regeneración de la cultura alemana a través de un arte para el pueblo que
encarnase su propia creatividad con el artista como mediador. A este arte lo
guiarían las verdades humanas y las ideas espirituales más que el mero
entretenimiento y los beneficios económicos. Un gran festival veraniego
lograría la gran tarea histórica de renovar el arte y la cultura humanos. Lo
que finalmente se materializaría en el Festival de Bayreuth es el reflejo de
la actualización de estas inquietudes románticas, con sus prácticas rituales
de interpretación y su auditorio al estilo de un anfiteatro, aunque
rápidamente se convertiría en coto de las élites sociales, de modo similar a
cualquier otro teatro de la ópera.
El periodo del estado revolucionario francés y las guerras napoleónicas
lanzó a los eruditos y escritores alemanes en busca de una mitología
específicamente nacional que afianzase el nuevo y emergente sentir
nacionalista alemán. Este movimiento tenía su sede en Berlín, al principio
cuando aún estaba bajo la ocupación francesa. En sus conferencias
berlinesas, A. W. Schlegel idealizaba la época medieval y su espíritu
caballeresco y heroico, además de mostrar un interés paternalista por los
más débiles. A los románticos de Berlín también les interesaban las
tradiciones paganas de los germanos primitivos. Argumentaban que el
cristianismo era responsable de la sustitución y destrucción de la religión
germánica, y lo comparaban implícitamente con un poder extranjero.
Aunque no hay indicios de que la práctica de dicha religión o liturgia fuese
más allá de lo esporádico, los estudiosos en la materia, como los hermanos
Grimm, pretendieron reconstruirla interpretando sus leyendas y epopeyas
medievales y el folclore contemporáneo. Después de todo, Herder abogaba
por la existencia de un vínculo intrínseco entre el arte, la religión y las
costumbres del pueblo del pasado. En su Die Teutschen Volkbücher (1807),
Joseph Goerres publicó cuentos tradicionales del siglo XVI que, según
afirmaba, conformaban los recuerdos escritos de un sistema mítico. Sigurd,
der Schlangentödter (1808), de Friedrich de la Motte Fouqué —de claras
resonancias wagnerianas—, era el primero de los dramas de una trilogía que
llevaba por título Der Held des Nordens. El oscuro y sangriento
Nibelungenlied (siglo XIII ), a pesar de amoldarse a regañadientes a las
teorías nacionalistas sobre el carácter alemán, se convirtió en el eje central
del sentimiento nacional en el Berlín ocupado, e incluso llegaron a competir
varias ediciones de dicha obra. Por último, la monumental Deutsche
Mythologie (1835) de Jacob Grimm proponía una codificación de la
religión de los antiguos pueblos germánicos, desde los mitos sobre las
deidades islandesas hasta las creencias cotidianas de los campesinos. Para
entonces, los artistas ya habían producido cuadros, canciones y relatos
acerca de las leyendas alemanas. Durante la década de 1830 el rey Luis I de
Baviera hizo construir su propio «Walhalla», un mausoleo monumental
sobre el Danubio, cerca de Regensburg, que rendía tributo a los héroes
alemanes 251 .
El uso que Wagner hacía de sus fuentes era similar al de los románticos,
ya que las combinaba y mezclaba permitiéndose bastantes licencias. En su
ensayo «Die Wibelungen: Weltgeshichte aus der Sage» (1848) sostenía la
tesis de que en la leyendas alemanas el mito y la historia se entrelazaban,
modificándose y reescribiéndose posteriormente los viejos relatos y
creencias. A veces el idioma original era el nórdico antiguo en vez del
alemán, pero los románticos consideraban estas fuentes parte de la misma
cultura germana antigua. Wagner era un lector insaciable en estos campos, y
se inspiró en la literatura medieval y moderna para las leyendas de
Tannhäuser, Lohengrin y Parsifal, y en la leyenda céltica de Tristan und
Isolde. Aun así, su obra con mayor contenido mítico es el Anillo . Para su
tetralogía, Wagner hizo una incursión en la Edda mayor, la Edda menor y en
la saga islandesa völsunga; en el Nibelungenlied, obra escrita en Austria
pero que relataba lo acontecido en una corte a orillas del Rin y viajaba
brevemente a Islandia; en la saga de Thidrek de Noruega; y en el Lied von
hürmen Seyfrid, del siglo XVI . Wagner conocía la obra de los hermanos
Grimm sobre mitos y cuentos tradicionales, y tomó prestados muchos de
sus argumentos de cuentos de hadas, como el de la mujer que duerme bajo
los efectos de un encantamiento y es despertada por el beso del héroe o el
del joven que se marcha de casa para averiguar lo que es el miedo 252 .
A la vista de esto, el carácter nacionalista que imprime Wagner a los
mitos y a las leyendas resulta indiscutible. Lleva a efecto el programa que
proponía A. W. Schlegel: «Esas sombras gigantes que se nos aparecen a
través de la niebla deben una vez más definirse, y la imagen de la historia
antigua [Vorzeit] cobrará vida nuevamente gracias a su alma exclusiva». En
la figura de Siegfried Wagner personifica el sacrificio heroico de un gran
antepasado que ha emprendido hazañas legendarias. El mensaje queda
enfatizado en Tannhäuser, Die Meistersinger y el Anillo por el imaginario
nacional de la patria, y por el uso que el libreto de Wagner para el Anillo
hace del pseudoantiguo verso aliterativo Stabreim, imitación del estilo de la
antigua poesía épica del norte de Europa. Las tradiciones de comienzos del
siglo XX en la producción de cascos, capas y espadas transmitían este
ambiente de un modo inequívoco a un público muy amplio. De modo más
general, se puede decir que la música de Wagner, con sus voluminosos
escritos en prosa, difundía mensajes chovinistas, que pasaron a ser
abiertamente nacionalistas a comienzos de la década de 1840 y una vez más
en la década de 1860. Debido a su desencanto con el nuevo Reich, este
aspecto perdió protagonismo en sus escritos de la década de 1870, pero tras
su muerte su viuda Cosima y el círculo de Bayreuth harían hincapié en él.
Ya en las décadas de 1870 y 1880 se editaron innumerables libros sobre
Wagner y la nación alemana; más adelante, Bayreuth continuaría la labor.
La pasión de Hitler por Wagner, su estrecha relación con Bayreuth y la
familia Wagner y el uso que hicieron los nazis de las obras del compositor
durante el III Reich son de infausta memoria 253 .
Dicho esto, no es menos cierto que en Wagner se detecta una clara
tendencia a universalizar el mito. El Anillo rebosa motivos germánicos,
pero la tetralogía está organizada al modo de la Orestíada de Esquilo (una
tetralogía más un drama satírico; Wagner situaría primero al equivalente de
este último, Das Rheingold) y refleja la esperanza de resucitar el espíritu
(supuestamente «universal») de la Grecia clásica. La idea de una Alemania
heredera del alma de Grecia formaba parte de la cultura intelectual alemana
desde mediados del siglo XVIII , de modo parecido a lo ocurrido con la
teoría del mito, y estaba relacionada parcialmente con ella. El resurgir
helénico —que se centraba específicamente en la cultura de la Atenas de
Pericles— también lo observamos en el concepto wagneriano del
Gesamtkunstwerk, en el diseño del auditorio Festpielhaus de Bayreuth, en
su ilusión por fusionar arte y religión y en toda la red de leitmotivs
orquestales de sus dramas musicales más tardíos, que posiblemente asuman
el papel de un coro griego. A su vez, los personajes y acontecimientos del
Anillo incorporan grandes abstracciones (el amor, el sentido del deber, la
redención) y representan hasta el final las ideas filosóficas universales sobre
el destino del hombre, influidas por los escritores revolucionarios de
comienzos del siglo XIX , a cuya vanguardia se situaba Ludwig Feuerbach.
Wagner se convertiría en discípulo de Feuerbach durante su fase
revolucionaria a finales de la década de 1840, y en sus escritos de Zúrich,
que allanaron el camino para el Anillo, expresó la doctrina romántica de la
nueva mitología en el lenguaje humanista feurbachiano: «la historia
justificaría» la sustitución de la sociedad cristiana moderna por una
«religión social del futuro». Llegado a este punto, y en contraste con su
postura en «Die Wibelungen», Wagner disoció la historia, que vería como
lo «convencional», del mito, que definiría como lo «humano». Por
consiguiente, el mito estaba del lado de la «necesidad» histórica y
eliminaría todas las formaciones, estados e instituciones legales
históricamente definidos, y presumiblemente también las naciones. En este
sentido, tal y como advertimos en sus escritos de Zúrich, Wagner se
aproximó al mito siguiendo las tesis del Romanticismo temprano de la
década de 1790, según las cuales el nuevo mito surgirá de los procesos que
se irán desarrollando dentro de la modernidad, antes de que dichas tesis
fuesen absorbidas por el movimiento nacionalista de Berlín a partir de 1800
254 .

Los escritos en prosa de Wagner están llenos de contraposiciones


binarias típicas del pensamiento völkisch alemán: idealismo/materialismo;
cultura/civilización; interpretación/imitación; monarquía/democracia;
nacional/cosmopolita 255 . Todas ellas establecen una dicotomía entre lo
alemán y lo no alemán, donde lo no alemán suele ser francés y a veces
judío. En el arte wagneriano, estas dicotomías surgen esporádicamente,
como por ejemplo en la conclusión de Die Meistersinger. En el Anillo, los
welsungos podrían considerarse héroes alemanes, y en el acto I de Siegfried
el personaje principal es la antítesis del repulsivo y mentiroso Mime, el
nibelungo, probable estereotipo antisemita. Aun así, Siegfried también
defiende a la humanidad, y no solo a una nación. Los dioses han pecado, y
los gibichungos carecen de atractivo alguno, a pesar de ser todos ellos
característicamente alemanes. Además, al tratar la temática de los mitos y
leyendas, Wagner no representaba a un pueblo oprimido sobre el escenario,
ni insurrecciones ciudadanas, ni tampoco la voluntad del pueblo de adquirir
su libertad. Para el mismo Wagner, en contraposición a lo que afirmarían
sus ulteriores defensores oficiales, la significación nacional de su obra
reside ante todo en su visión del destino de Alemania como transmisora de
la cultura humanista universal. Las posteriores interpretaciones críticas del
ciclo del Anillo normalmente han sido de corte socialista, psicoanalítico o
humanista en vez de nacionalista.
En su estilo musical, Wagner transmite una atmósfera mítica a través de
ritmos pausados y dimensiones épicas, retrasando la narración y los
acontecimientos mediante largos preludios orquestales e interludios. No
recurre a la música tradicional o a un leguaje arcaico para evocar un
ambiente histórico. De hecho, el estilo musicalmente progresista de Wagner
en el Anillo —evitando las secciones con estructura preestablecida, el uso
de leitmotivs y la armonía cromática— ilustra su crítica a lo
«convencional», otro aspecto de la cual lo constituía la utilización de los
temas míticos. Un elemento de su estilo que sí nos dirige hacia un pasado
exclusivamente alemán es el uso frecuente e innovador de los instrumentos
de viento metal, incluido uno creado por Adolphe Sax por encargo del
propio compositor: la tuba «Wagner». Justo en esta época se estaban
descubriendo en turberas a lo largo y ancho del norte de Alemania y el sur
de Escandinavia los antiguos lurs, instrumentos que, según las sagas
islandesas, se utilizaban en las batallas. En el Anillo, el heroísmo suele
asociarse a los instrumentos de viento metal, como ocurre en los motivos de
Siegfried, incluidos la llamada de la trompa en Siegfried y su noble
transformación en Götterdämmerung en un coro entero de trompas, de la
espada Nothung (un arpegio de trompeta), de los welsungos (una fanfarria
majestuosa y melancólica), del Valhalla (interpretado al principio por un
coro de tubas Wagner) y de las valquirias. De hecho, los instrumentos de
viento metal, tanto los más fuertes como los más suaves, dan color a todo el
ciclo, desde las notas sostenidas de las trompas en el Preludio de Das
Rheingold hasta la representación del amanecer en el Rin en el interludio
entre las escenas 1 y 2 del acto II del Götterdämmerung.
Viva Verdi, viva Italia

Para los checos, los finlandeses y los rusos, la comunidad nacional, con
independencia de los problemas políticos y sociales, al menos suponía una
división etnocultural identificable y relativamente unificada de la
humanidad. Para los italianos del siglo XIX esta era una empresa bastante
más ambigua. Cierto es que Virgilio y Horacio cantaron las virtudes de
«Italia», y que durante al menos medio milenio la península se unificó bajo
el dominio de Roma. Pero esto quedaba ya muy lejos. La Italia de Dante era
un mosaico político y como mucho un concepto lingüístico y cultural de
italianità (basado en el habla toscana), y el llamamiento solitario de
Maquiavelo a expulsar a los invasores extranjeros fue desatendido. En el
siglo XIX Italia estaba dividida entre los estados papales, con el reino de
Nápoles al sur, y los ducados del norte bajo la soberanía de los Habsburgo
austriacos. Durante los periodos de la Edad Media, el Renacimiento y el
Ancien Régime, las diversas regiones de Italia siguieron su curso histórico
individualmente, desarrollando culturas y dialectos independientes, sobre
todo en Venecia. Cierto es que a Napoleón, cuyo breve gobierno presagió
una visión, si no la realidad, de una Italia unida, esta evolución histórica tan
arraigada le importaba más bien poco. Sin embargo, y a pesar de una fuerte
restauración y reacción conservadora tras 1815 bajo los auspicios de la
Austria de Metternich, al llegar la década de 1830 las descontentas clases
ilustradas, especialmente en el norte, se organizaron en torno a
publicaciones o sociedades secretas, tanto en Italia como en el exilio, y
fomentaron enérgicamente, aunque de forma intermitente, la sedición contra
el dominio austríaco y papal con el objetivo final de crear, aunque de modo
diverso, un estado italiano unido e independiente que abarcase toda la
península y que en última instancia pusiese fin a sus divisiones sociales y
culturales 256 .
Este era el trasfondo en el que floreció la ópera italiana del bel canto y
Verdi compuso sus óperas tempranas. Se ha generado y continúa
generándose una fuerte controversia sobre todo a la hora de determinar
hasta qué punto las primeras óperas de Verdi se convirtieron en símbolo del
movimiento nacionalista del Risorgimento, pero también respecto al grado
de implicación en ello del propio compositor. Desde una perspectiva
tradicional, el Risorgimento fue el proceso más trascendental de la política y
la sociedad italianas del siglo XIX , mientras que a Verdi, tanto al hombre
como al compositor, se lo consideraba el símbolo principal y fuerza motriz
de su camino hacia la victoria. A diferencia de la tradición hagiográfica, los
historiadores revisionistas pasaron por alto el Risorgimento y su simbología
y se centraron por el contrario en analizar los procesos económicos y
sociales ocurridos en la península mientras defendían simultáneamente el
gran atractivo y la popularidad de los regímenes de la Restauración en Italia
posteriores al periodo napoleónico. Pero estos últimos años una nueva
interpretación «culturalista» de la política italiana durante el siglo XIX ha
resituado la verdadera importancia del Risorgimento. A la vanguardia de
dicha interpretación encontramos al historiador de la sociedad y la cultura
Alberto Banti, cuyo nuevo movimiento histórico se ha volcado en el
análisis del criterio cultural de las obras artísticas, literarias y musicales que
proporcionaron el alimento de los líderes y partidarios del Risorgimento a
través de las «intensas imágenes» y las emociones de afinidad, honor y
sacrificio que vinculaban a estas obras con los viejos ideales y virtudes
cristianos y aristocráticos. Para el propio Banti, la ópera italiana desempeñó
un papel crucial a la hora de cristalizar y diseminar estas imágenes y
emociones, algo que es posible comprobar con absoluta nitidez en las
primeras óperas de Guiseppe Verdi. Es cierto que muchos italianos cultos
utilizaron las letras de la palabra Verdi a partir de 1859 como acrónimo del
soberano de Piamonte, Vittorio Emmanuele Re D’Italia, a quien muchos
miembros del Risorgimento veían como la gran promesa unificadora de la
península y que, en 1861, llegaría a convertirse en rey de una Italia
unificada 257 .
Pero ¿por qué llegó Verdi a tener un vínculo tan estrecho con el
Risorgimento? Esto no es un problema para la tradición hagiográfica. Desde
el comienzo de su carrera artística, o al menos desde la creación de
Nabucco en 1842, a Verdi se lo consideró un patriota, y a sus óperas, toques
de diana para despertar el sentimiento de unificación e independencia de
Italia. Pero para algunos historiadores británicos el papel musical de Verdi,
con independencia de sus inclinaciones personales respecto a la nación, fue
insignificante; es decir, que antes de 1848 observamos poca base en sus
óperas para encontrar un Verdi «nacionalista». En concreto, Roger Parker
destaca que en publicaciones o en la prensa diaria de la época no hay
constancia de noticias en las que se reflejase la emoción del público, por no
hablar de la ausencia de multitudes enfervorizadas durante las primeras
funciones del célebre coro « Va, pensiero» de su tercera ópera, Nabucco
(1842); basándose en esto, e insistiendo en la ausencia de grandes
entusiasmos, concluye que la imagen de Verdi como patriota italiano se
elaboró mucho más tarde —a finales de la década de 1850, e incluso a
finales de la década de 1870, cuando Ricordi escribió al dictado la
autobiografía autorizada de Verdi—. Además, para el compositor y su
libretista, Solera, los cuartetos del coro de los esclavos hebreos en Nabucco
se añadieron a los de la profecía inmediatamente posterior de Zaccaria, el
líder judío, marcada como «Coro e Profezi» en la partitura manuscrita por
Verdi. Por lo que respecta al entusiasmo del público contemporáneo, parece
quedar reservado para otras escenas de Nabucco, como por ejemplo el
himno final, «Immenso Jehova». De hecho, algunos críticos lamentaban la
tendencia en Verdi y otros compositores a ocultar la difícil situación política
de la Italia de su época tras las fachadas medievales o de tiempos
inmemoriales, ya se tratase de la antigua Babilonia, de las Cruzadas (como
en I Lombardi, 1843), de las invasiones bárbaras (Attila, 1844) o de la
Francia de la Edad Media (Giovanna d’Arco, 1845), mientras se guardaban
de componer óperas de temática italiana, al menos hasta la llegada de La
Battaglia di Legnano (1848-1849). Y aun así, en este caso la obra se
compuso durante un periodo de revueltas y revolución, cuando la censura
ya se había abolido 258 .
No obstante, lo que distinguía a estas óperas tempranas era, por un lado,
su impulso dramático y su dinamismo, y, por otro, su característico estilo
musical directo y grandioso que atraía al público, ejemplificado
magníficamente en los coros patrióticos y en gran medida al unísono de
Verdi. Empiezan con «Va, pensiero», en Nabucco y continúan con «O
signore dal tetto natio», en I Lombardi, donde los cruzados lombardos,
mientras se mueren de sed a las puertas de Jerusalén, cantan
nostálgicamente a los ríos de su patria lombarda, «Si ridesti il leon di
Castiglia», en el acto III de Ernani (1844), un himno de batalla de la
República veneciana bajo la apariencia de Castilla, y «Viva Italia!, sacro un
patto», al comienzo de La Battaglia di Legnano, el himno de la Liga
Lombarda, cuyas fuerzas son convocadas para hacer frente a la invasión de
Barbarroja, por no mencionar la marcha de la victoria al final de la obra 259
.
La dimensión nacionalista en la obra de Verdi no desapareció tras 1849 y
la vuelta al dominio austríaco. Se observa en I Vespri Siciliani (1855), a
pesar de que la revuelta siciliana de 1282 contra la ocupación francesa
también fuese dirigida contra sus compatriotas napolitanos; en Don Carlo
(1867), con el trasfondo de la revuelta flamenca contra el dominio español
de los Habsburgo bajo el reinado de Felipe II; en Aida (1871), donde el
conflicto entre el amor y el patriotismo se expresa con mayor nitidez,
especialmente en la escena del Nilo en el acto III, y en la escena añadida de
la Cámara del Consejo en la edición revisada de Simon Boccanegra (1881).
Tampoco disminuyó la entrega del propio Verdi a una Italia libre, unificada
y liberal, ni tan siquiera tras constituirse finalmente un estado nacional
italiano en 1870 con la aquiescencia de Roma 260 .
Pero ¿hasta qué punto es relevante el compromiso de Verdi a la hora de
evaluar el impacto nacional de sus óperas, y en especial el de las más
tempranas? A decir verdad, y en opinión de muchos historiadores, durante
estos últimos años se ha restado importancia a la intención del autor y ha
cobrado mayor protagonismo la acogida de sus obras por parte del público,
al menos en el marco de la música nacional. Según Axel Körner,
si un historiador trata de definir el significado de una ópera en el contexto original de su acogida,
no debería ni escucharla ni leer el libreto. Para reconstruir la acogida original de la obra los
historiadores deberían tratar de olvidar todo lo que saben sobre ella y su tradición transmisora. Lo
único que debería ocupar a los historiadores sería la búsqueda de fuentes que revelen cómo fue
juzgada la obra original en su época 261 .

Como observa Körner, esto atañe sobre todo a la acogida que tuvo en un
primer momento el coro de «Va, pensiero» de Nabucco , que, como ya
mencionamos, y hasta donde sabemos, no generó especial entusiasmo o
repercusión por parte de público alguno. La temática de la ópera no era
nueva, y el coro quizás quedase eclipsado por la Profezia de Zaccaria, que
se interpretaba inmediatamente después. Solo a partir de 1848 se convertiría
en símbolo del renacer de Italia.
Estas afirmaciones han sido rebatidas en diversas ocasiones tanto en un
plano específico como de un modo más genérico. Unir el coro a la profecía
de Zaccaria animando a los judíos cautivos a rebelarse contra sus opresores
también podría interpretarse como un modo de aumentar su importancia en
vez de disminuirla. A su vez, el conocimiento que el público tenía del tema
no evitó que Nabucco e I Lombardi, además de otras óperas tempranas de
Verdi, gozasen de una inmensa popularidad durante la década de 1840. Por
último, y esto quizá sea lo más importante, también podría ponerse en tela
de juicio por qué la reacción del público al escuchar «Va, pensiero» se
retrasó seis años, juzgándolo a largo plazo y en el contexto de un trasfondo
político determinado 262 .
En un plano más general, centrarse en cómo reaccionó el público en un
primer momento parece bastante restrictivo, y el razonamiento, circular. De
modo similar, podría argumentarse que la acogida posterior es tan
importante como la del público que acudió a las primeras funciones. No
tenemos más que pensar en los muchos «fracasos» experimentados por
obras literarias o musicales, sin omitir algunas pinturas, tras ser leídas,
escuchadas u observadas por vez primera y que el paso del tiempo acaba
convirtiendo en canónicas. (Un buen ejemplo en el campo del arte lo
encontramos en la pintura de Constable La carreta de heno, del año 1822,
que solo se convertiría en icono del paisaje inglés —del sur— más tarde, a
lo largo del siglo XIX .) Por ejemplo, en el caso de La Battaglia di Legnano
la ópera fue un éxito rotundo en Roma en 1849, fracasó en Bolonia en 1861
y volvió a tener éxito en Parma en 1862. Tampoco deberíamos descartar por
completo, como sugiere Körner, la intención del autor. Al menos en el caso
de Verdi hay una coherencia en sus ideas sobre la nación que se expresa en
muchas de sus óperas, y que parece corresponderse con lo que demanda el
público, y todo ello a pesar de la constante injerencia de la censura y de la
necesidad de utilizar un «disfraz de época» para esquivarla. A este respecto
coincidía con muchos de sus contemporáneos, cuya «movilidad histórica»
incrementaba, más que disminuía, su mensaje moral y su fuerza dramática.
Lo que le interesaba a Verdi era, en la medida de lo posible, componer
óperas basadas en situaciones cargadas de verdadero dramatismo,
preferentemente situaciones históricas, pero que, costase lo que costase,
pudieran parecerles reales tanto a él como a su público. Además, sus temas
característicos del parentesco, en especial la relación entre el padre y la hija,
el honor y el sacrificio por la patria se adaptan especialmente a todas las
ideologías nacionalistas de la época a lo largo y ancho de Europa, si no
forman incluso parte de ellas. Por consiguiente, la acostumbrada
superposición del amor romántico a la devoción por la patria, tanto en
Guillermo Tell de Rossini como en las óperas de Verdi (aunque no es el
caso de Aida), fue comprendida a la perfección por el público italiano de la
época 263 . Sin lugar a dudas, Verdi creó música nacional en sus primeras
óperas, que ejercieron, y aún ejercen en la actualidad, una inmensa
influencia en el Risorgimento, en Italia e incluso más allá.
Conclusión

La creación musical de los mitos y leyendas nacionales tuvo un inmenso


atractivo tanto para nacionalistas como para compositores. La lógica del
exempla virtutis es evidente en las partituras basadas en figuras como
Lohengrin y Siegfried (Wagner), Libuše y Dalibor (Smetana), Olaf
Trygvason (Grieg), Caractacus (Elgar) y Alexander Nevski (Prokofiev),
cuyo heroísmo y sacrificio se presentan como cualidades nacionales que
deben emular los ciudadanos contemporáneos. Estos proyectos musicales se
utilizaron para alentar una movilización vernácula de los ciudadanos, ya
fuera de modo directo, como en las actividades de recaudación de fondos en
Praga y Finlandia, o de modo indirecto, como en la acogida que tuvieron las
óperas de Wagner y Verdi. Pero, tal y como observamos en los casos
analizados, en la obra de algunos de los compositores más célebres la
relación entre el mito y la leyenda y la música nacional es variada e
intrincada, se resiste a ser interpretada siguiendo patrones generales y está
cargada de preocupaciones filosóficas y estéticas además de nacionalistas.
A Mussorgski le inquietan el antiheroísmo y el fatalismo. Wagner aporta
una fuerte dosis de universalidad a sus mitos germanos: en origen, Siegfried
podría ser un héroe alemán, pero en el Anillo su propósito es el de redimir
al mundo. En Verdi, el sentimiento nacional y los héroes históricos y
legendarios van de la mano, pero sin superponerse explícitamente, y sus
lazos resultan obvios para el oyente sensibilizado o para el familiarizado
con una tradición interpretativa. El mundo legendario del Kalevala de
Sibelius es primitivo, rebosa violencia, encantamientos y las fuerzas
amorales de la naturaleza, aunque al volver la vista retrospectivamente
hacia una edad dorada de la cultura finlandesa también resuenan con
claridad los ecos de las inquietudes del fin-de-siècle europeo. Estos músicos
crearon los materiales simbólicos del nacionalismo cultural a través de sus
visiones individuales y extraordinarias.

225 . Renan, Qu’est-ce qu’une nation?; en Hutchinson y Smith, Nationalism, p. 17.

226 . Ibíd., p. 19.

227 . Eichner, History in Mighty Sounds, caps. 1 y 2, pp. 253-272, 164-181.


228 . Cartas del 20 de diciembre de 1880 y el 17 de agosto de 1883, citadas en Large, Smetana, pp.
215, 212.

229 . Ibíd., pp. 218-219; Tyrrell, Czech Opera, pp. 3-4, 140-143.

230 . Large, Smetana, pp. 211-212.

231 . Clapham, Smetana, pp. 100-101; Large, Smetana, pp. 224-229.

232 . Large, Smetana, p. 220.

233 . Beckerman, «In Search of Czechness in Music».

234 . Lauri Honko, «The Kalevala Process».

235 . Matti Huttunen, «The National Composer and the Idea of Finnishness: Sibelius and the
Formation of Finnish Musical Style», en Grimley (ed.), The Cambridge Companion to Sibelius, p. 8.

236 . Glenda Dawn Goss, «Vienna and the Genesis of Kullervo: “Durchführung zum Teufel!», en
Grimley (ed.), The Cambridge Companion to Sibelius, pp. 22-31.

237 . Daniel M. Grimley, «The Tone Poems: Genre, Landscape and Structural Perspective», en
Grimley (ed.), The Cambridge Companion to Sibelius, pp. 96-99, 101-102; Stephen Downes,
«Pastoral Idylls, Erotic Anxieties and Heroic Subjectivities in Sibelius’ Lemminkäinen and the
Maidens of the Island and First Two Symphonies», en Grimley (ed.), The Cambridge Companion to
Sibelius, pp. 35-37.

238 . Grimley, «The Tone Poems», pp. 103-105, 111-113.

239 . James A. Hepokoski, «Finlandia Awakens», en Grimley (ed.), The Cambridge Companion to
Sibelius, pp. 81-94.

240 . Maes, A History of Russian Music, pp. 182-184.

241 . Taruskin, Defining Russia Musically, pp. 75-80.

242 . Maes, A History of Russian Music, pp. 101-107; Taruskin, Mussorgsky, pp. 244-249.

243 . Maes, A History of Russian Music, pp. 107-115; Caryl Emerson, The Life of Mussorgsky
(Cambridge: Cambridge University Press, 1999), pp. 83-88; Taruskin, Mussorgsky, pp. 249-280.

244 . Maes, A History of Russian Music, pp. 118-119; Nicolas Riasanovsky, A History of Russia
(Oxford: Oxford University Press, 1963), pp. 235-238.

245 . Emerson, The Life of Mussorgsky, p. 100, en cursiva en el original; Taruskin, Mussorgsky, p.
314.

246 . Citado en Emerson, The Life of Mussorgsky, p. 102, en cursiva en el original; Taruskin,
Mussorgsky, p. 323.
247 . Emerson, The Life of Mussorgsky, pp. 17-20; Taruskin, Mussorgsky, pp. 222-223.

248 . Rosamund Bartlett, «“Khovanshchina” in Context», en Batchelor y John (eds.),


Khovanshchina, p. 36.

249 . Gerard McBurney, «Mussorgsky’s New Music», en Batchelor y John (eds.), Khovanshchina,
pp. 21-29.

250 . George S. Williamson, The Longing for Myth in Germany: Religion and Aesthetic Culture from
Romanticism to Nietzsche (Chicago: University of Chicago Press, 2004), pp. 1-13.

251 . Ibíd., cap. 2.

252 . Rudolph Sabor, Richard Wagner, Der Ring Des Nibelungen (Londres: Phaidon Press, 1997), pp.
78-107.

253 . Salmi, Imagined Germany, p. 178.

254 . Ibíd., caps. 1 y 3; Williamson, The Longing for Myth in Germany, pp. 190-204.

255 . Salmi, Imagined Germany , pp. 11-13.

256 . Derek Beales y Eugenio Biaggini, The Risorgimento and the Unification of Italy, 2.ª ed.
(Londres: Pearson, 2002), caps. 1-2, 4; Christopher Duggan, The Force of Destiny: A History of Italy
since 1796 (Londres: Penguin, 2008), cap. 4.

257 . Alex Körner y Lucy Riall, «Introduction: The New History of Risorgimento Nationalism»,
Nations and Nationalism 15/3 (2009), pp. 396-401; Lucy Riall, «Nation, “Deep Images” and the
Problem of Emotions», Nations and Nationalism 15/3 (2009), pp. 402-409.

258 . Roger Parker, Leonora’s Last Act: Essays in Verdian Discourse (Princeton: Princeton
University Press, 1997), cap. 2, esp. pp. 23, 24.

259 . Julian Budden, The Operas of Verdi, tomo 1, ed. revisada (Oxford: Clarendon Press, 1992), pp.
27, 107, 132, 163, 397.

260 . Charles Osborne, The Complete Operas of Verdi (Londres: Indigo, 1997), pp. 389-391, 307-
309.

261 . Axel Körner, «The Risorgimento’s Literary Canon and the Aesthetics of Reception: Some
Methodological Considerations», Nations and Nationalism 15/3 (2009), p. 412.

262 . Philip Gossett, «Giuseppe Verdi and the Italian Risorgimento», Studia Musicologica 52/1-4
(2011), pp. 241-257.

263 . Alberto Mario Banti, «Reply», Nations and Nationalism 15/3 (2009), pp. 449-453; Gossett,
«Giuseppe Verdi and the Italian Risorgimento»; véase también Rosenblum, Transformations in Late
Eighteenth Century Art, caps. 1 y 2.
5 La música conmemorativa

Al dar comienzo el periodo que abarca la música nacional, y cuando está ya


a punto de concluir, dos obras corales destacan como claros ejemplos de
drama bíblico dentro del ciclo de celebración, conmemoración y
regeneración. La primera sería el oratorio de Händel Israel en Egipto
(1738-1739), relato sobre los sufrimientos de los israelitas en Egipto y su
milagrosa salvación de la mano de Dios. La Parte I, que lleva por título
«Lamentación de los israelitas a la muerte de José», reutiliza un himno
funerario a la muerte de la reina Carolina en 1737 —«Los Caminos a Sion
están llenos de dolor»—, que en este caso modificaba sus palabras por:
«Los hijos de Israel están sumidos en el dolor». En la Parte II, a la
conmemoración le sigue una narrativa dramática que describe la salvación
de los israelitas y donde se detallan vivamente las diez plagas divinas
padecidas por los egipcios; mientras que la Parte III, titulada «La canción
de Moisés» (del Éxodo 15, 1-21), celebra la salvación y la victoria sobre los
egipcios en el mar Rojo y la recién obtenida libertad de los israelitas. El
coro se encarga de llevar el peso del drama, transmitiendo el carácter, las
tribulaciones y el triunfo del pueblo de Israel a través de sus palabras. No es
fácil saber hasta qué punto el público identificaba la salvación de los
israelitas con la providencia de Gran Bretaña, porque el predominio del
coro y el uso de un texto sagrado como entretenimiento profano tenían
muchos detractores 264 .
La otra obra coral basada en un tema bíblico es El festín de Baltasar
(1931), compuesta casi dos siglos más tarde. En cierto modo es una obra de
carácter conmemorativo gracias al uso de un narrador. Sin embargo, Walton
también destaca el plano conmemorativo en la primera parte, que comienza
con la profecía de Isaías sobre la perdición de Babilonia, y luego recuerda
el llanto de los israelitas en el Salmo 137, donde los niños de Israel cuelgan
sus arpas cerca de los ríos de Babilonia y lloran a su tierra ancestral y sobre
todo a Jerusalén, su mayor motivo de alegría. La segunda parte proporciona
vívidas descripciones de la gran ciudad de Babilonia, su riqueza, sus
diversos bienes y sus muchos dioses, con colores y ritmos «bárbaros»
apropiados. Con similar dramatismo se relata vivamente el festín de
Baltasar basado en el libro de Daniel (capítulo 5), cuando aquel ordena
restituir los tesoros saqueados del templo de Jerusalén. Una pausa repentina
mantiene al narrador relatando la escritura en la pared y la profecía sobre su
amargo destino, que concluye con un «y aquella noche asesinaron al rey
Baltasar». Acto seguido, el coro canta el himno a la alegría israelita por el
triunfo y la libertad, basado en el Salmo 81.

Recuerdo y conmemoración

En estas obras y en muchas otras, el recuerdo desempeña un papel


importante. Se trata de recuerdos compartidos más que de recuerdos
individuales agregados, es decir, compartidos por una comunidad histórica
como elementos esenciales de sus tradiciones. Mientras que una parte de
estas partituras describen experiencias inmediatas —las plagas, el festín de
Baltasar—, otras están centradas en un pasado compartido. En Israel en
Egipto, los israelitas lloran la muerte de José y la irremediable pérdida de la
alegría experimentada durante su vida, expresando el llanto mediante una
elegía funeraria; en El festín de Baltasar entonan un canto fúnebre a la
memoria de Sion, tierra de los israelitas de la que han sido expulsados por
Nabucodonosor, y sobre todo a la de Jerusalén, en respuesta a la
melancólica pregunta: «¿Cómo podemos cantar la canción del Señor en
tierra extraña?». En ambos casos los recuerdos narran tiempos pasados y
mejores, y dibujan un cuadro generacional de una comunidad temporal e
histórica, incluyendo el espacio y recorriendo el tiempo. Obviamente, los
recuerdos se nublan y distorsionan; por eso, al basarse en recuerdos
alternativos de un pasado compartido, los mitos y las tradiciones suelen
diferir y a veces oponerse. Pero el efecto global de los recuerdos
compartidos refuerza los lazos de unión dentro de la comunidad, a veces
para forjarla, fundamentándola en los recuerdos de la represión, como en el
caso de los israelitas esclavizados por los egipcios y sus homólogos
ulteriores, también cautivos de los babilonios. Desde luego podría
argumentarse que estos relatos dramáticos suministraban el modelo de idea
y el perfil de nación surgido a lo largo y ancho del mundo occidental 265 .
A medida que disminuyen los recuerdos de experiencias recientes, se los
suele reemplazar por memorias manuscritas, codificadas en epopeyas,
himnos y crónicas, y también en historias más elaboradas, impersonales e
integradas, como las de Heródoto y Tucídides en la antigua Grecia y las de
Elishe y Moses Korenatsi en la Armenia del primer milenio 266 . Pero, por
muy importantes que sean estos escritos, para nuestros propósitos su
influencia dentro de la comunidad es menor que la ejercida por los ritos y
ceremoniales que ensayan los recuerdos escritos de la nación. Una vez
completamente desarrolladas, estas memorias manuscritas quedan
integradas en una versión aceptada y a menudo oficial de la narrativa
nacional desde sus orígenes hasta el presente, para acto seguido ser
expuestas y coreografiadas a través de un movimiento individual y grupal, y
mediante una simbología y unas tradiciones, en ritos públicos de la nación
cuidadosamente escenificados. Las grandes fêtes de la Revolución francesa
establecen el patrón (Fig. 5). Como vimos al referirnos a la música que
acompañaba a las fêtes en el capítulo 1, estos ritos son tanto de celebración
como conmemorativos, en el sentido más estricto de la triste reflexión sobre
la vida y la muerte de un modelo ejemplar de la nación. Ciertamente, los
ritos públicos que festejan y conmemoran a la nación se yuxtaponen o
incluso se entretejen para configurar un solo relato dramático,
reivindicando, en última instancia, el sentido del sacrificio en nombre de la
nación, la cual, a su vez, se regenera simbólicamente a través de la
participación de sus miembros en sus ritos.
Fig. 5. Festival de la Federación en el Campo de Marte el 14 de julio de 1790, grabado de I. S.
Herman (Biblioteca Nacional de París).
© ACI / Bridgeman

Por lo tanto, al examinar la música conmemorativa es necesario tener


presente que la nación suele formar parte de un ciclo de celebración,
conmemoración y regeneración, incluso cuando en algún que otro caso el
orden pueda verse alterado, o alguno de estos aspectos periódicos del
simbolismo nacional se truncase. Como veremos, la conmemoración, en su
sentido más estricto de dolor y luto respetuoso a través de elegías, marchas
fúnebres y lamentaciones, suele ser parte de un ciclo más amplio de
celebración y regeneración 267 .

Elementos musicales de la conmemoración ritual


Como hemos podido apreciar, los ritos conmemorativos remiten a una
narrativa nacional, y más concretamente al luto y la reflexión en torno a los
sacrificios generacionales en favor de la nación, como destacaba Ernest
Renan. Para tal fin, los elementos musicales que forman parte integral del
drama ritual y su simbolismo también deben reflejar las diversas facetas y
fases del drama. Aquí podríamos distinguir tres tipos de elementos
musicales que, por separado o en conjunción, expresan la participación
masiva que en los dos últimos siglos ha pasado a ser característica principal
de los ritos de las naciones.

1. Desde los tiempos de los antiguos espartanos, cuando se dice que los
poemas de Tirteo animaban y disciplinaban a sus soldados, las
marchas o canciones de marcha han cumplido un papel fundamental
en el marco de los rituales públicos conmemorativos. De hecho, las
marchas suelen aparecer durante las fases de celebración y
regeneración del ciclo; de ahí la frecuencia de grandes bandas
militares y el predominio de los instrumentos de viento (metales) y
los tambores, que expresan un sentir general que estimula el espíritu
de solidaridad y resolución que se enfatiza no solo en las marchas
militares del pasado sino también en los espectáculos multitudinarios,
como por ejemplo los de los nazis. Pero las marchas y canciones con
ritmos de marcha o semejantes también se han convertido en
elementos imprescindibles de los rituales públicos compartidos de
rememoración. Las marchas solemnes solían acompañar a monarcas o
grandes personalidades públicas hacia su consagración definitiva y
entierro, sobre todo cuando estas eran militares de alto rango. De ahí
la importancia de las marchas fúnebres, que a ritmo firme y pausado
reflejan el paso marcial de soldados o dolientes desfilando, y también
de la atmósfera generalizada de tristeza que a las autoridades les gusta
alentar.

2. Las obras corales, los coros y los cantos multitudinarios reflejan el


espíritu del acontecimiento conmemorativo y dan forma ritual al
drama nacional. En este sentido son algo más que meros
acompañantes de los ritos. Los himnos, los cantos religiosos y los
coros, tanto cantados por el público como por profesionales, cumplen
la función de suscitar tanto recuerdos personales como compartidos y
de comentar y subrayar el significado del acontecimiento en el drama
de salvación nacional. También pueden celebrar acontecimientos
señalados de la historia de la nación, como su independencia (Día de
la Independencia), la proclamación de una nueva constitución (Día de
la Constitución) o una revolución, como en el caso de la
conmemoración de la Toma de la Bastilla o la Revolución de Octubre.
Aunque estos acontecimientos pueden ser declaradamente profanos,
los elementos musicales suelen remitirse a los ritos religiosos,
especialmente a los himnos y las procesiones. Esto se deriva del
sentido atribuido a los acontecimientos como parte de un drama de
salvación nacional en el que la nación reemplaza a los feligreses
como comunión política de ciudadanos con sus propios ritos,
símbolos, festividades y mártires 268 .

3. Por último, cabe mencionar las lamentaciones fúnebres y las elegías,


que son exclusivas de la fase conmemorativa del ciclo. Ambas son
lamentaciones individuales y compartidas, conmemorativas de la
muerte de grandes personalidades de la nación o de multitudes de
ciudadanos que han realizado el «sacrificio supremo» en conflictos
bélicos en nombre de la nación, en especial durante las dos guerras
mundiales. Las ceremonias anuales del día de los caídos suelen incluir
música fúnebre destinada a otras ocasiones y con propósitos
totalmente profanos, ya sean mitológicos o abstractos, elementos que
serán reutilizados en el marco de los «ritos de recuerdo» a los
soldados caídos. Dicha música conmemorativa suele ser lenta,
solemne y majestuosa, y expresa la pasión de esta parte de la
ceremonia nacional. Con la ejecución de dicha música también se
pretende reflejar o afianzar los conceptos de unidad nacional e
igualdad entre los ciudadanos, a medida que cada uno de ellos se va
enfrentando a la realidad de la pérdida o de la muerte. En muchos
sentidos esta es el alma del ritual público, incluso cuando las
lamentaciones musicales suenan cuando está a punto de dar comienzo
la ceremonia con la intención de generar un ambiente idóneo de
majestuosa solemnidad.
Esto nos plantea la interesante y oportuna pregunta de hasta qué punto
estos rituales públicos están simple y llanamente ideados por las élites u
otros actores o si por el contrario reflejan un apoyo masivo y una efusión
genuina del sentir nacional. No cabe duda de que en algunos casos las
ceremonias son el resultado de las iniciativas y planes de una élite, y en
especial cuando se trata de estados recién fundados, sobre todo fuera de
Europa, aunque incluso en este caso se requiere de un público sensibilizado.
Pero en los estados de larga tradición las ceremonias han ido
evolucionando, normalmente a lo largo de décadas o siglos, aunque también
advertimos rituales públicos conmemorativos de nuevo cuño. Los ejemplos
de dramas rituales multitudinarios organizados de forma autónoma son
pocos y distantes entre sí: por ejemplo, los dramas de los trabajadores
soviéticos tras la Revolución Rusa o el Thingspiel de la Alemania prenazi.
La mayoría de la veces los grupos organizados, sean los veteranos, el estado
o la Iglesia, han marcado las pautas de estos rituales públicos 269 .

La glorificación de los muertos

Tiene su origen en la ceremonia anual del British Remembrance Day (Día


del Recuerdo). El gobierno de turno y la British Legion (Legión Británica)
la instauraron en 1920, y representaba a los exmilitares que sirvieron en el
frente durante la Primera Guerra Mundial. El año anterior, tanto en Paris
como en Londres, y en respuesta a una multitudinaria demanda generada
por el sentimiento de dolor entre las familias de ciudadanos que habían
soportado la enorme pérdida de sus seres queridos tanto en el frente
occidental como en otros lugares, se celebraron ceremonias de homenaje al
soldado desconocido y se erigieron precipitadamente catafalcos para los
desfiles de la victoria. Al contrario que la ceremonia británica, los ritos
franceses se combinaban con los festejos anuales de la Toma de la Bastilla.
Así pues, la celebración se impuso a la conmemoración fúnebre. Dicha
celebración comienza en París con el encendido de la antorcha sobre la
tumba del soldado desconocido bajo el Arco de Triunfo, antes del gran
desfile de soldados y personalidades que se dirige de los Champs Élysées a
la Place de la Concorde, donde el presidente toma la palabra para hablar a
los ciudadanos y tiene lugar un desfile militar; el resto del día está dedicado
a jubilosas celebraciones por todo el territorio 270 . En Gran Bretaña, la
ceremonia del Día del Recuerdo tiene lugar en la amplia vía pública de
Whitehall, en pleno centro del gobierno, elegida por su enorme capacidad
para acoger a las previsibles multitudes de ciudadanos. La ceremonia tiene
lugar el domingo más próximo al Día del Armisticio (11 de noviembre) y
acuden la reina y la realeza, al igual que políticos y demás personalidades,
todos los cuales depositan coronas de amapolas sobre los escalones del
mausoleo de Lutyen, un monumento geométrico abstracto ubicado en pleno
centro de Whitehall. Esto refleja la doble naturaleza del ritual público:
oficial y popular. La ceremonia en sí se divide en tres partes: lamentos y
marchas al son de los vientos (metales) de las bandas militares, un oficio
religioso ante las personalidades y una marcha de veteranos con sus
regimientos 271 .
Durante la primera parte, bandas multitudinarias de instrumentos de
viento (metales) interpretan marchas tales como «Heart of Oak» y «Men of
Harlech», pero también incluyen lamentos, elegías y fragmentos de
partituras clásicas, entre ellas «Rule Britannia», de Arne. Quizá las elegías
más conmovedoras sean el lamento de Dido, de la conclusión de la ópera de
Purcell Dido y Aeneas, y el «Nimrod» de Elgar, un retrato de A. J. Jaeger,
empleado de su editora Novello, extraído de las Variaciones Enigma (1899)
del compositor. Se trata de un extracto lento, imponente y elocuente que
sigue formando parte inherente de tan señalada fecha y suele interpretarse
de forma independiente. (Irónicamente, Jaeger era alemán, y rebosaba salud
cuando Elgar compuso la pieza. Aun así, la simplicidad de la melodía y su
textura se prestan a un arreglo para banda de instrumentos de viento metal y
conciertos al aire libre, e incluso el original para orquesta podría
interpretarse como una alusión a los modismos solemnes corales o de los
metales.) En conjunto, la música sombría y majestuosa abona el terreno
para la parte central y oficial de la ceremonia. Una vez que las
personalidades y la realeza se han situado alrededor del mausoleo, el obispo
de Londres celebra un breve y tradicional servicio religioso cristiano, y la
reina, la realeza y personalidades de diversa índole colocan las coronas
sobre los escalones del monumento. El elemento musical se confía al canto
de un himno, «O God, our help in ages past», del «Old Hundredth Psalm»,
en el que el público se une al coro. Luego las personalidades abandonan el
mausoleo y comienza la tercera parte, la dedicada al pueblo. Esto se
convierte en una marcha, pero no de soldados uniformados y armados, sino
de veteranos de gran cantidad de regimientos y compañías que lucharon en
las dos guerras mundiales, así como en otras más recientes. Las bandas de
instrumentos de viento metal vuelven a tocar e interpretan la canción de
marcha «A Long Way to Tipperary» y otros clásicos de la guerra mundial,
mientras cada regimiento desfila por delante del mausoleo, saluda y entrega
su corona. Esta es la parte democrática de la ceremonia, que complementa
pero también contrarresta a la sección oficial. Mientras tanto, la música de
esta sección revela el espíritu de camaradería de los hombres y mujeres que
lucharon y sirvieron en las guerras y el orgullo por las hazañas logradas. En
el ejemplo británico podemos considerar la primera parte como una
conmemoración de la pérdida y el dolor, y la segunda, como un acto de
regeneración mediante el servicio religioso cristiano y el himno para todos,
mientras que la tercera parte es más una celebración del solidario lazo de
unión de la nación, todo ello simbolizando una narrativa que se desplaza
desde la oscuridad hacia la luz con la esperanza de una reafirmación y una
regeneración nacionales obtenidas mediante un sacrificio inmenso.

Los precursores musicales

Pero la música no solo conmemoraba a la nación y a sus héroes en los ritos


anuales del recuerdo. En gran medida, hasta comienzos del siglo XIX la
música conmemorativa y las lamentaciones que solía implicar se realizaba
fundamentalmente en contextos eclesiásticos. El ritual por el duelo tendía,
hasta bien entrado el siglo XIX y comienzos del XX , a confinarse a la liturgia
católica, especialmente a las misas de réquiem; en los Réquiems de Brahms,
Verdi y Fauré la conmemoración de los seres queridos a título individual
queda subsumida en un drama narrativo cristiano más amplio. A su vez, nos
topamos con lamentos individuales en escenarios operísticos, lamentos que,
como vimos en el caso británico, se extraen de su contexto original y se
trasladan a otro que poco tiene que ver. Este sería el caso del célebre
lamento de Dido en el Dido y Aeneas de Purcell: el lamento por un
individuo (ella misma) se convierte, durante el Día del Recuerdo, en una
elegía por la nación británica, con Dido como materialización de la nación
femenina. Todos estos ejemplos de música conmemorativa tienen como
objeto bien a un individuo, bien al conjunto de la humanidad; carecen de
connotaciones cívicas, por no hablar de nacionales. Händel aparte, esto vale
prácticamente para toda la música del siglo XVIII . Incluso cuando los
ciudadanos empiezan a cobrar protagonismo en una obra, como por ejemplo
ocurre en la Misa de Nelson de Haydn, prima fundamentalmente la
celebración y no lo fúnebre o lo nacional.
La música de Beethoven de las primeras décadas del siglo XIX ,
probablemente bajo la influencia de los compositores de la Revolución
francesa, da un paso crucial hacia la interpretación de una música
específicamente nacional y conmemorativa en las salas de conciertos.
Como muchos intelectuales alemanes que celebraron la Revolución
francesa influidos por sus ideales, Beethoven veía con buenos ojos un
nuevo republicanismo cívico francés y consideraba que dichos valores
pertenecían en gran medida a la humanidad en su conjunto. Adoptó sus
rituales de conmemoración y celebración como marco natural para sus
propias reflexiones sobre el héroe liberado (en su ópera Leonore) y el héroe
caído (en la Sinfonía «Heroica»), y en la Quinta Sinfonía, en la obertura
«Egmont» y en otras obras.
La obertura «Egmont» (1808), que forma parte de su música incidental
para la obra dramática de Goethe sobre el tema, sigue la estela de su
heroísmo y dramatismo y utiliza la tonalidad de Fa menor, que en el siglo
XVIII se asociaba a la tragedia y la lamentación. Su temática gira en torno a
la muerte ejemplar del conde Egmont durante la primera etapa de la
rebelión holandesa contra la represión ejercida por los Habsburgo españoles
bajo el yugo de Felipe II. En cierta medida, los ideales bíblicos calvinistas
inspiraron la revuelta, y esta adquiriría fuertes connotaciones nacionales
durante las décadas posteriores. Sin embargo, Egmont murió como católico,
como admitiría incluso el duque de Alba, el comandante en jefe español,
además de como leal súbdito del rey de España. Aun así, el espectáculo
público que supuso su decapitación lo convirtió en mártir para la causa de
los Países Bajos, y más adelante en apóstol de la libertad y la resistencia.
Fue esta imagen, recogida en el drama de Goethe de estilo Sturm und
Drang, y no tanto la realidad más prosaica, la que inspiró la obertura
tempestuosa y desafiante de Beethoven. Además, este tipo de mensajes caía
en tierra fértil en la ciudad de Viena durante el periodo napoleónico. A
través de Egmont, Goethe transmite una visión trascendental de la libertad
al retratar al conde en prisión poco antes de ser ejecutado. La estructura
formal de la obertura de Beethoven resulta extraordinaria. Se trata de la
primera partitura de un gran compositor en la forma sonata que deja atrás el
principio más elemental del estilo clásico de la sonata: la vuelta a la tónica
en la sección de la recapitulación del material presentado al principio fuera
de la tónica de la tonalidad. En la obertura «Egmont», el segundo tema
vuelve con una tonalidad carente de tónica, antes de una sección más tenue
y una pausa que Beethoven dijo que representaba la muerte de Egmont. La
tónica se recupera después mediante una coda, esta vez transfigurada en Fa
mayor, con la música de la «Sinfonía de la victoria» del final de la música
incidental encarnando el triunfo definitivo de las fuerzas holandesas y la
consumación de los ideales de Egmont. Por consiguiente, la obertura
reemplaza la simetría formal clásica y la resolución tonal con efectos de
drama y narrativa. El mensaje de lo trascendental de la muerte y su
proyección resolutiva en el futuro anticipan la música conmemorativa
posterior en el ámbito de los géneros sinfónicos 272 .
Tan trágico y heroico, e incluso más oportuno e influyente, es el ejemplo
de la Sinfonía n.° 3 de Beethoven en Mi bemol mayor («Heroica», 1804). Si
su primer movimiento, largo pero sólidamente elaborado, posee un carácter
épico, su segundo movimiento, una imponente marcha fúnebre titulada
«Marcia funèbre», es una composición de heroísmo trágico cuyo modelo
podría haber sido el Hymne funèbre sur la mort du Général Hoche (1797)
de Cherubini; Beethoven sentía gran admiración por la obras del
compositor italiano. También podría haberle influido la marcha fúnebre en
Do mayor (la tonalidad de su movimiento) de la ópera de Ferdinando Paer
Achille, interpretada en Viena en 1801. Es más, Beethoven ya había
compuesto una «Marcia funebre per la morte d’un eroe» en su Sonata para
piano en La bemol mayor op. 26 (1801-1802). El segundo movimiento de la
«Heroica» sugiere un cortejo fúnebre como tributo al héroe caído, con
ritmos con puntillo semejantes a los que pudiera interpretar un tambor y
fanfarrias para los metales. La música evoluciona gradualmente hacia un
clímax trágico de poderosa intensidad antes de menguar la casi paroxística
expresión de dolor abrumador, extinguiéndose a través de partes
fragmentadas del tema y sonidos susurrantes 273 .
Según la portada, la Sinfonía «Heroica» está dedicada a la memoria de
un gran hombre, de un «héroe». Recordemos que dicho «héroe»
(normalmente un varón, aunque no siempre) y el ideal heroico eran
elementos que se utilizaban frecuentemente en el campo de las artes a
finales del siglo XVIII y comienzos del XIX ; a partir de la década de 1750, o
incluso antes, se retrataba a los héroes griegos y romanos, y también a los
modernos, que surgían profusamente, realizando su exempla virtutis,
mostrando valor o generosidad, piedad o clemencia, pero sobre todo
autosacrificio en la batalla en nombre de su ciudad-estado o país. Basta con
pensar en los ritos funerarios por Voltaire en París en 1791 y por Marat en
1793 (véase capítulo 1) y en la audaz serie de pinturas clásicas de Jacques-
Louis David, que van desde El dolor y los lamentos de Andrómaca sobre el
cuerpo de Héctor (1783) y El juramento de los Horacios (1785) hasta La
muerte de Sócrates (1787) y Bruto (1789). Posteriormente, bajo Napoleón,
este estilo de imitación clásica alcanzó su apogeo imperial en las artes y la
moda, proporcionando un contexto ideológico a las obras heroicas de
Beethoven de este periodo 274 .
La Sinfonía «Heroica», y en especial su segundo movimiento, siguen
claramente este patrón. Nos pide que seamos partícipes de esta
conmemoración y extremaunción de un «gran hombre» en una elegía de
gran envergadura y nobleza. En un principio, dicho gran hombre era nada
más y nada menos que Napoleón Bonaparte, cuyo nombre figuraba en la
primera página de la copia de la partitura de Beethoven. Pero se dice que,
cuando a finales de 1804 el primer cónsul de Francia se autoproclamó
emperador de los franceses —escena memorablemente recogida por David
—, Beethoven entró en cólera y borró el nombre de Bonaparte de la primera
página. La versión que se publicó en 1806, «compuesta para honrar la
memoria de un gran hombre», no menciona a Bonaparte, y está dedicada al
príncipe Lobkowitz. Sea cual fuere la verdad de lo ocurrido, aquí la
conmemoración es individual y universal; en un verdadero estilo romántico,
el «gran hombre» es un hombre para la humanidad. Pero también
advertimos otro detalle: el componente patriótico del republicanismo cívico.
Está lejos de parecerse al nacionalismo francés, y no digamos de la
emergente versión völkisch alemana del nacionalismo; aquí no hay
elemento etnocultural, al menos para Beethoven. (Con los mismos
revolucionarios franceses, era diferente; su patriotismo republicano cívico
implicaba un fuerte componente cultural, es decir, el uso del idioma francés,
y más tarde la selección de episodios destacados de su historia. La suya era
una misión por la libertad y la civilización francesa.) Del mismo modo, la
única ópera de Beethoven, Leonore (1806), basada en un libreto que llevaba
por título Leonore, ou L’Amour Conjugale, de Jean-Nicolas Bouilly, y en
concreto su versión final revisada, Fidelio (1814), gira en torno al individuo
y al heroísmo tanto de Florestán, quien desde su calabozo se muestra como
inocente víctima de la injusticia opresora, como de su valiente, abnegada y
rescatadora esposa, Leonore, omitiéndose mención alguna a una comunidad
nacional específica 275 .
Durante la siguiente generación, la noción de la marcha fúnebre se
popularizó aún más entre los compositores. El Preludio op. 28 en Do menor
de Chopin y la introducción lenta a la Fantasía en Fa menor op. 49 son
marchas fúnebres, al igual que el tercer movimiento central de su Sonata n.°
2 en Si bemol menor (1839), cuya planificación, con su «Marcia funèbre»,
está en cierta medida en deuda con el op. 26 de Beethoven. Pero se trata de
obras abstractas que podría parecer que no guardan relación alguna con
comunidad alguna. La dramática Grande Symphonie funèbre et triomphale
(1840), de Berlioz, encargada por el ministro de Interior para la
inauguración de la columna de la Bastilla durante las celebraciones
conmemorativas del décimo aniversario de la Revolución de Julio, contiene
una marcha fúnebre seguida de una oración fúnebre y concluye en una
apoteosis triunfante. La partitura está escrita para una enorme banda de
instrumentos de viento y resucita el estilo monumental al aire libre del
periodo revolucionario francés 276 .
Uno de los primeros ejemplos más conocidos e influyentes de lamento
colectivo es el de los egipcios en la escena inaugural del Mosé in Egitto
(revisada en 1827) de Rossini. En este caso se lamentan por la oscuridad
que, invocada por Moisés bajo el manto divino, envuelve la tierra,
obligando al faraón a convocar al profeta hebreo y liberando de este modo a
los israelitas de su yugo. Esto va emparejado con la célebre oración en la
que el coro de israelitas, liberados milagrosamente del mar Rojo, se unen a
Moisés, Aaron y Elcia para implorar a Dios que sea misericordioso con su
pueblo. Se convirtió en uno de los números colectivos más populares de
Rossini, con su melodía sencilla y oscilante, prototipo para los coros
compuestos por Verdi 277 . Pero no hubo coro que gozase de más
popularidad que el de los esclavos hebreos del acto III del Nabucco (1842)
de Verdi, en el que los versos de Solera siguen el modelo bíblico (Salmo
137, otra vez). El coro, en gran medida al unísono, responde, tal y como
advertimos en el último capítulo, a los sentimientos expresados en estos
versos con una naturalidad directa que estimuló de modo continuado a
generaciones de italianos. Dichos versos serían escogidos espontáneamente
por las miles de personas que acudieron al funeral de Verdi en 1901:
Va, pensiero, sull’ali dorate;
va, ti posa sui clivi, sui colli,
ove olezzano tepide e molli
l’aure dolci del suolo natal.
Del Giordano le rive saluta,
di Sionne le torri atterrate;
o mia patria si bella e perduta,
o membranza si cara e fatal 278 .

Sobre todo los dos últimos versos, con el repentino crescendo de Verdi al
comienzo de la frase, que expresan las penalidades del pueblo que ha
perdido su tierra e independencia, a largo plazo tocarían la fibra sensible de
los italianos oprimidos en su propia tierra 279 .
La marcha fúnebre del Götterdämmerung de Wagner, que acompaña al
cortejo fúnebre de Siegfried, reanuda la tradición conmemorativa sinfónica
que instituiría Beethoven con su transformación de las tradiciones
revolucionarias francesas. Al igual que las tempranas marchas fúnebres del
siglo XIX , comienza y concluye en una atmósfera sombría pero posee una
sección central más alegre en la tonalidad mayor de la tónica. Ciertamente
es más que una marcha: es un interludio orquestal minuciosamente
configurado entre escenas que aprovecha todas las técnicas temáticas,
armónicas y orquestales del ciclo del Anillo . Wagner presenta un contraste
extremo menor/mayor mediante una orquestación monumental y un sonido
muy metálico, de tal modo que en cuestión de minutos pasa de la catástrofe
y la desesperación al júbilo. El giro hacia la tonalidad mayor representa lo
trascendental, e inequívocamente retrata la muerte del héroe como un
sacrificio redentor. La marcha fúnebre de Siegfried está en Do menor, la
misma tonalidad que la marcha fúnebre de la Sinfonía «Heroica» de
Beethoven, y el giro a la tónica mayor (Do mayor) no solo recuerda ese
movimiento sino también el finale de celebración de la Quinta Sinfonía de
Beethoven y la vuelta a Fa mayor en la obertura «Egmont», precursora de la
marcha de Siegfried por el modo en que destaca la trascendencia de la
muerte y el triunfo futuro. La marcha fúnebre comienza con un motivo de
«muerte» —un acorde severo en Do menor que se repite en los metales—
seguido por el ambiente triste que transmite el motivo de los «welsungos»
para rememorar el linaje de Siegfried. Tras un crescendo gradual, la
transformación a Do mayor viene anunciada por el motivo de la espada de
Siegfried, Nothung, en presencia de una versión monumental y
transfigurada de la «muerte», que hace su entrada en Do mayor. Le sigue el
motivo original de Siegfried y la transformación representada a través de la
llamada de su trompa en Do mayor, marcado por reiteraciones de la
«muerte» transfigurada. El clímax se desvanece y la marcha concluye con
un talante sombrío mientras el oyente vuelve a la realidad del drama actual.
Pero la música transmite un mensaje positivo e idealista: la muerte del
héroe es un sacrificio que tiene sentido para la comunidad, dado que sus
ideales trascienden su fallecimiento y viven en el pueblo reunido en torno a
un cuerpo. Debido a su estructura sinfónica formal y a su instrumentación
puramente orquestal, la marcha fúnebre de Siegfried funciona
perfectamente como obra independiente para ser interpretada en salas de
conciertos y muy pronto adquiriría un estatus de icono. Los nazis la
utilizaron para celebraciones y retransmisiones conmemorativas radiadas,
incluido el anuncio de la muerte de Hitler en 1945, y años más tarde
resucitaría dentro del Nuevo Cine Alemán de la década de 1970 en
contextos conmemorativos nacionales, aunque de corte menos patriótico 280
.
La conmemoración también supone un sello distintivo en algunas obras
de Liszt, empezando por sus Funérailles, subtitulada «Octubre 1849», año
en que falleció Chopin y los austríacos ejecutaron a trece generales
húngaros tras el fracaso de la Revolución húngara de 1848, acontecimientos
que afectaron tremendamente a Liszt. La partitura comienza con el
estruendo de las campanas funerarias, pero su tema principal hace uso de la
«escala gitana» —Liszt consideraba que la música romaní era la auténtica
música tradicional húngara— y de tresillos marciales en la mano izquierda
para rememorar la polonesa «Heroica» op. 53 de Chopin 281 . (Las
polonesas de Chopin, y en especial las que están en tonalidad menor,
heroicas y trágicas, suponen una tradición pianística interpretativa con
identidad propia.) También puede encontrarse una marcha fúnebre
conmemorativa titulada «Marche funèbre en mémoire de Maximiliam I,
Empereur de Mexique», una de las obras correspondientes al tercer libro de
los Années de pèleriage, troisième année (publicado en 1883). A Liszt le
produjo consternación la ejecución de Maximiliano por las fuerzas
revolucionarias, y eso se refleja en el sombrío comienzo de la marcha
fúnebre, que solo se desvanece más tarde gracias a una melodía optimista al
estilo de una fanfarria que pone fin a la obra con un toque triunfante. Le
sigue otra pieza, «Sunt lacrimae rerum: en mode hongrois» (1872), un
lamento por la derrota de sus compatriotas, los húngaros, en 1849, tras la
Revolución de 1848, cuyo título toma prestado de la Eneida de Virgilio y en
el que utiliza un modo húngaro que destaca el intervalo cromático del
tritono 282 .
En el plano conmemorativo, las obras nacionales de Liszt de mayor
relieve no son las populares Rapsodias húngaras de comienzos de la década
de 1850 (al igual que algunas posteriores de la década de 1880), sino sus
Retratos históricos húngaros (completados en 1885). Estos conmemoran a
cuatro estadistas y, dos poetas húngaros y al compositor y crítico Michael
Mosonyi. Stephan Szechenyi fundó la Academia Húngara de las Ciencias y
ocupó una cartera ministerial en 1848; su música retrata a un hombre
resolutivo. Joseph Eotvos, escritor y político, también ocupó una cartera
ministerial, y Liszt transmite el lado heroico y reflexivo de su carácter. A
Michael Vorosmarty, poeta y autor del poema patriótico «Szozat», Liszt le
dedica un tema principal de lento desarrollo y que desemboca en un final
beligerante, retratando a un hombre astuto y de firmes convicciones. Una
versión abreviada de una «Trauermarsch», cuya disonancia implacable es su
sello distintivo, es la música que le dedica a Ladislaus Telecki, miembro del
partido Kossuth que se suicidaría más adelante. El también ministro en
1848 Franz Deak ayudó a formular el acuerdo entre Hungría y el Austria de
Francisco José, y Liszt le dedica una jactanciosa marcha cuya partitura
termina con una fanfarria triunfante. Para el célebre poeta y líder del
movimiento juvenil de marzo en 1848 Alexander Petofi compuso una
música lírica y elegíaca, aunque también se inclina hacia la grandeza
trágica. Por último, la marcha fúnebre de Michael Mosonyi, con su
grandioso punto culminante y una solemnidad pausada ya a punto de
concluir la pieza, redondea estos retratos musicales conmemorativos de la
tierra natal del compositor, expresando de este modo su pasión y
admiración por estas figuras de relieve 283 . Kossuth, el temprano poema
sinfónico de Bartók sobre el político revolucionario húngaro, vuelve sobre
las piezas de Liszt, con una descripción del liderazgo del Kossuth que
finaliza con una marcha fúnebre.

Sacrificio y triunfo en Rusia


Los ideales de resistencia y sacrificio, acompañados del sentido de la
pérdida y el duelo, poseen una larga historia en Rusia. Esto salta a la vista
en las óperas de Mussorgski y en sus Cantos y danzas de la muerte (1875-
1877). El llanto del santo tonto en la escena final del bosque cerca de
Kromy en la segunda versión de Boris Godunov (1872-1874) quizá sea el
canto fúnebre por la Madre Rusia más explícito que exista, solo comparable
con los lamentos autocompasivos de los mosqueteros Streltsii en
Khovanshchina (1874-1881), pero da la impresión que la ópera, de
principio a fin, es una letanía de aflicciones de la Santa Madre Rusia que
solo puede concluir con una salida colectiva de la historia misma. Hay otras
piezas conmemorativas de finales del siglo XIX , como el elegíaco Trío para
piano en La menor (1882) de Chaikovski, en memoria de Nikolai
Rubinstein, y el movimiento final de su última obra, la Sinfonía n.° 6 en Si
menor («Pathetique», 1893), ambas elegías a individuos o a la humanidad,
pero sin connotación nacional alguna.
En Rusia debemos esperar hasta los acontecimientos que conducen a la
Segunda Guerra Mundial y a su transcurso para toparnos con elegías y
conmemoraciones que combinan lo individual con el duelo nacional y la
pérdida con la celebración. Durante la década de 1930, es decir, hasta el
pacto germano-soviético de 1939, la Rusia de Stalin se oponía radicalmente
al fascismo de Hitler. Fue en este ambiente político en el que Sergei
Eisenstein, con objeto de reconstruir su carrera, eligió para una de sus
películas el tema de Alexander Nevski (1938), el célebre episodio de la
historia de Rusia en el que el heroico príncipe de Novgorod, a pesar de estar
sometido a la Horda Dorada tártara, organizó una icónica resistencia a la
invasión de los caballeros teutones en 1242. La escasez de relatos históricos
rusos y de otras fuentes ha permitido interpretar con mucha libertad dichos
acontecimientos, pero las restricciones ideológicas de la década de 1930
sirvieron de contrapeso. Fue necesario desdibujar la línea entre la historia
rusa y la soviética, y se retrató a Nevski como un protocomunista y
nacionalista ruso. Además, no cabía duda alguna respecto a la relación entre
los caballeros teutones del Medievo y los nazis. A estos últimos Einsenstein
les proporcionó una indumentaria con rasgos animales, e hizo que se
comportaran como bestias para enfatizar su barbarie y subrayar su
diferencia radical con los rostros individuales y los actos cargados de
humanidad de los rusos. La música de Prokofiev se encargaría de destacarlo
de tal modo que representase a unos teutones temibles y amenazadores y a
unos rusos heroicos y alegres. La pieza central era la extraordinaria batalla
sobre el helado lago Peipus, muestra de la perfecta fusión entre el cine y la
música. Se filmó en plena ola de calor en una pradera a las afueras de
Moscú, sobre asfalto triturado, cristales y arena blanca. En esta secuencia
observamos la conocida carga de formación en cuña de los caballeros
alemanes y su contención por parte de unos defensores rusos rodeados.
Advertimos al gran maestre de los caballeros derrotado en combate singular
frente a Alexander y con el hielo agrietándose más adelante bajo el peso de
los caballeros, que huyen con sus pesadas armaduras. Una vez ganada la
batalla, la heroína Olga busca a su amado ruso entre los muertos y
moribundos, mientras entona el lamento por las víctimas de la masacre,
«responded, halcones brillantes», sobre una pradera llena de cadáveres,
conmemorando de este modo su heroísmo y sacrificio por la nación; su
lamento recuerda el de Yaroslavna por su marido en el acto IV del Príncipe
Igor de Borodin. Su acto solitario de triste conmemoración se enmarca
dentro del ciclo habitual: la batalla representa la regeneración y después se
interpreta el himno ruso a la victoria en señal de celebración tras escucharse
el lamento. El resultado satisfizo a Stalin, y la película, que se estrenó en
multitud de salas, tuvo un éxito enorme en toda la Unión Soviética. Poco
después Prokofiev arregló la música transformándola en una cantata que
sería interpretada por separado, y cuando la obra fue repuesta en 1942
supuso un eficaz grito de guerra durante la Gran Guerra Patriótica,
celebrándose un concierto extraordinario con la obra íntegra el 5 de abril,
fecha conmemorativa del setecientos aniversario de la batalla sobre el hielo
284 .

La Sinfonía n.° 5 (1937) de Shostakovich tuvo un trato similar, al igual


que la Sinfonía n.° 7 («Leningrado», 1941). Tras ser oficialmente criticado
por su obra en 1936, Shostakovich adoptó la forma heroica clásica del
realismo socialista, tan solicitada por el Partido. Su visión global en la
Quinta Sinfonía atañía a la formación de la personalidad en el contexto de
la sociedad, pero dicha visión compartía tragedia y optimismo a la par.
Durante el Largo, en su estreno el día 21 de noviembre de 1937, parte del
público lloró, al parecer debido a los sufrimientos padecidos por el pueblo.
La música triste contenía ecos disfrazados del réquiem ortodoxo ruso y de
preludios sinfónicos compuestos a la memoria de los muertos. En el último
movimiento, la explosión de alegría que exigía la política oficial en el
campo de las artes se ve limitada por fragmentos disonantes que expresan el
inevitable sufrimiento humano que trae el progreso. Suele darse por hecho
que en un momento determinado Shostakovich ironiza respecto al final
triunfante de la obra, sugiriendo auditivamente la brutalidad en vez de, o al
igual que, la celebración. El clasicismo heroico de la forma sinfónica
tradicional, de cuatro movimientos y con un planteamiento de menor a
mayor —con el esquema Re menor a Re mayor imitando la Novena
Sinfonía de Beethoven—, inevitablemente despliega un proceso
regenerativo, aunque en realidad es discutible que el compositor comulgase
con dicho planteamiento a pies juntillas 285 .
Para la Séptima Sinfonía Shostakovich revive nuevamente el formato
clásico de los cuatro movimientos, en esta ocasión mediante el complejo
tonal Do menor/Do mayor de la otra sinfonía en tonalidad menor de
Beethoven, su Quinta, dotando a cada movimiento de un título: «Guerra»,
«Recuerdo», «La inmensidad de la patria» y «Victoria». Más adelante
decidió suprimir dichos encabezamientos de la partitura, pero permitió que
el público tuviese conocimiento de ellos. El celebrado tema de la marcha y
sus once variaciones correspondientes al primer movimiento, con una
energía que va en aumento y un acompañamiento con ritmos repetitivos de
caja, suelen interpretarse como expresión del avance del ejército alemán y
su terror destructor; a pesar de que gran parte de la sinfonía se concibió
antes de la invasión alemana de Rusia, fue completada durante el largo sitio
de Leningrado. Shostakovich afirmó que el núcleo del primer movimiento
no era la marcha en sí, sino lo que llamó la «marcha fúnebre» o sección del
«réquiem» que le seguía, donde el tema principal del movimiento vuelve
con un monumental tutti en Do menor, en contraste con su presentación
inicial en Do mayor, y desemboca en una serie de melancólicos solos de las
maderas que concluyen con una sección extraña y templada, con un solo de
fagot con acompañamiento ostinato a tiempo séptuple que sugiere un
lamento triste (Ej. 5.1). La sinfonía utiliza fanfarrias y motivos folclóricos y
pastorales, al igual que agresivos timbales para diferenciar a los rusos de
sus enemigos, con un movimiento lento reflexivo al retratar el sitio de
Leningrado. En este caso el esquema de conmemoración y celebración
clásico posee forma sinfónica. La obra no tardaría en ser aclamada por el
pueblo ruso y el público internacional por igual. Sin embargo, el grado de
implicación doctrinaria de Shostakovich en el inmenso triunfo del finale y
su aparente conclusión celebratoria en Do mayor vuelven a ser discutibles
286 .
El público también reaccionó con entusiasmo ante el movimiento lento
de la Sonata para piano n.° 7 (1942) de Prokofiev. Aunque fue Sviatoslav
Richter quien la interpretó por vez primera a comienzos de 1943, muchos
de sus temas ya se habían bosquejado en 1939. Aun así, en el marco de
sufrimiento y angustia de las purgas y la Gran Guerra Patriótica, el
movimiento lento, con su melodía inaugural derivada del «Wehmuth»
(«Tristeza») del Liederkreis op. 39 de Schumann, canción que nos habla de
la tristeza que se oculta en el corazón, demostró ser tremendamente popular
entre el público, al igual que el estimulante finale , otra pieza a tiempo
séxtuple 287 .
Ej. 5.1 Shostakovich, Sinfonía n.° 7 («Leningrado»), primer movimiento (reducción), fig. 60+3-fig.
61+6.
© Copyright by Boosey & Hawkes Music Publishers Ltd. For the UK, British Commonwealth
(excluding Canada) and Eire.

Celebración y conmemoración en Gran Bretaña


En el caso de Gran Bretaña durante los siglos XVIII y XIX , la
conmemoración estaba ligada musicalmente de forma estrecha a la
celebración mediante la regeneración, aunque predominasen
indistintamente la una o la otra dependiendo de la naturaleza del
acontecimiento o acontecimientos y de la fuente conmemorativa, pública o
privada. Las causas hay que buscarlas fundamentalmente en los dominios
de la religión y la política. La amenaza era un factor clave necesario para
reforzar la religión estatal anglicana frente a quienes se consideraban
católicos o estuardos, siempre al acecho, y resultaba crucial a la hora de
forjar una identidad protestante que configurase la recién formada «Gran
Bretaña» (tras su unión con Escocia en 1707), como ocurrió con los
modernos israelitas que se resistieron a ser esclavizados por los egipcios.
Más importante aún era el papel dominante desempeñado por la monarquía
en la capital del reino: los ritos fúnebres conmemorativos por la muerte del
rey daban paso automáticamente a los rituales para celebrar la coronación
del sucesor o sucesora, a quien se consideraba la encarnación del
renacimiento y regeneración del reinado y de la nación. Debido a los lazos
tan estrechos existentes en Gran Bretaña entre la monarquía, el estado y la
nación, no debería sorprendernos la fecha relativamente temprana de la
producción musical de estos rituales o su uso continuado, en especial en
vista del prestigio de compositores como Purcell o Händel; los cuatro
himnos compuestos por este último para la ceremonia de coronación de
Jorge II en 1727 se encuentran entre la obras más célebres del compositor, y
una de ellas, Zadok, the Priest (Zadok, el sacerdote), lleva interpretándose
en todas las coronaciones desde dicha fecha 288 .
Con el paso del tiempo, la música de celebración y conmemoración de
Händel la utilizaría el estado para otras ocasiones: la «Marcha fúnebre» de
su oratorio Saúl se interpretó durante la conmemoración del veinte
aniversario de su muerte en 1784, al igual que durante el cortejo fúnebre de
Nelson en su trayecto hacia la catedral de San Pablo en enero de 1806.
Obras posteriores de celebración y de carácter religioso son «I was glad»,
de Hubert Parry, al igual que su musicalización del extático poema de
William Blake conocido popularmente como «Jerusalem», que ha
alcanzado el estatus de segundo himno nacional con carácter informal. En
cuanto a popularidad, solo compite con las estrofas triunfales de «Land of
Hope and Glory», con texto de A. C. Benson y extraído de la Coronation
Ode (1902), de Elgar, partitura compuesta para la coronación de Eduardo
VII y cuya melodía apareció primero en su «Pompa y circunstancia»,
Marcha n.° 1 (1901). Las marchas orquestales de Elgar eran fundamentales
para la tradición moderna británica, empezando con la Marcha imperial por
el Jubileo de Diamante de la reina Victoria, seguida por la «Marcha
triunfal» de Caractacus, las cinco marchas de Pompa y circunstancia
(1901-1930) y la más oscura Coronation March (1911). Esta tradición de
celebración secular regia se mantuvo hasta bien entrado el siglo XX con la
marcha solemne de Walton Crown Imperial (1937) para la coronación de
Jorge VI, al igual que con su más alegre y eufórica Orbe and Sceptre (Orbe
y cetro), compuesta para la coronación de la reina Isabel II (1953). El
compositor afirmaba que los títulos de las marchas rememoraban unos
versos del Enrique V de Shakespeare:
No es el bálsamo, el cetro y la borla,
la espada, el mazo, la corona imperial,
la túnica entretejida de oro y perlas…

Más que ningún otro compositor de música clásica, Elgar creó un estilo
personal dentro del vocabulario musical del ciclo conmemorativo: marchas
rápidas, marchas fúnebres, elegías, lamentos, corales solemnes. Sin
exagerar demasiado, podría afirmarse que gran parte de su obra abarca toda
una serie de fragmentos con diversos grados de compleción que proceden
del ciclo conmemorativo. Van desde afirmaciones explícitamente patrióticas
como la cantata The Banner of St. George (La bandera de San Jorge),
compuesta para las celebraciones del Jubileo de Diamante de la reina
Victoria en 1897, hasta sus piezas sinfónicas más sutiles y abstractas para
sala de concierto. Caractacus (1898) contiene una «marcha triunfal» para
las legiones victoriosas que desfilan a través de Roma, el lamento de
Caractacus «Oh, mis guerreros» por sus compatriotas caídos y el patriótico
coro final que canta el himno al Imperio Británico, y todo ello junto a
elementos pastorales, paisajes de la patria e historia nacional. La síntesis del
patriotismo británico y el poderío de la antigua Roma en el moderno
Imperio Británico confirma la regeneración de la nación a través del
sacrificio de los viejos guerreros. En obras posteriores, Elgar añadió un
toque triste a su noble expresión, algo que W. B. Yeats llamó «heroica
melancolía». Un ejemplo temprano de este enfoque es el fragmento de la
melodía «Land of Hope and Glory» («Tierra de esperanza y gloria») que
aparece al final del primer movimiento de su Coronation Ode, con su lenta
y suave introducción que sugiere un sonido lejano que aumenta gradual y
emotivamente para volver a desvanecerse. En la Sinfonía n.° 1 de Elgar
(1908), el motivo del tema de apertura es la melodía de una canción de
marcha diatónica en su estilo ceremonial, que reaparece a lo largo de la obra
y concluye triunfalmente. El segundo movimiento es una marcha rápida, y
el adagio del tercer movimiento tiene un perfil noble pero profundamente
elegíaco. También encontramos una marcha rápida, una elegía y un lamento
en esa despedida que supone su Concierto para Violonchelo (1919), la
última gran obra de Elgar.
Entre su música sinfónica, la más cautivadora reelaboración del ciclo
conmemorativo de Elgar la hallamos en su Sinfonía n.° 2 en Mi bemol
mayor (1911). El larghetto del segundo movimiento es una magnífica y
sombría marcha fúnebre, mientras que el finale contiene marchas de
celebración y largos fragmentos de esplendor ceremonial. Dentro del
repertorio de la música inglesa, esta sinfonía ha logrado un estatus
semimítico como elegía de la época eduardiana y como visión de un futuro
oscuro, expresado incluso antes de que la guerra fuera inevitable o antes de
que todo el mundo la esperara; escuchamos cómo su combinación de
magnificencia y poderosa energía confluye para transmitir las dudas y
ansiedades ocultas del mismo Elgar y de sus contemporáneos. La sinfonía
está dedicada a la memoria del rey Eduardo VII, que moriría durante el
transcurso de la elaboración de dicha obra, aunque Elgar negaba que la
marcha fúnebre conmemorase al rey o (de modo poco convincente) incluso
que se tratase de una marcha fúnebre propiamente dicha. Como sinfonía
romántica tardía en Mi bemol mayor, y siguiendo la tradición de la
«Heroica» de Beethoven (directamente hasta la marcha fúnebre en Do
menor) —junto con la Sinfonía «Renana» de Schumann, a la que alude al
comienzo y en otro fragmento de la partitura, además de la Sinfonía
«Romántica» de Bruckner—, se enmarca en la tradición de la música
sinfónica nacional alemana conmemorativa, alusiva al paisaje de la patria y
a la historia nacional (véase el capítulo 2). El solemne movimiento de la
catedral de Colonia de Schumann, al igual que la Sinfonía «Heroica» de
Beethoven, resuenan en el segundo movimiento de la Sinfonía n.° 2 de
Elgar, aunque su modelo más inmediato sea otra pieza en Do menor, la
marcha fúnebre de Siegfried del Götterdämmerung de Wagner. El tema
principal de Elgar recuerda al motivo de Siegfried, y en dos ocasiones el
movimiento mismo llega a su punto culminante de tonalidad mayor
transfigurada en el que una orquestación metálica, y en especial el motivo
con un sonido de trompeta, que va aumentando su intensidad, rememora la
aparición en la tonalidad de Do mayor del motivo de la «espada» de la
marcha de Wagner. La escala y la orquestación son wagnerianas, y el
contraste radical entre el oscuro comienzo y el punto culminante nos
recuerda al del Götterdämmerung. La vuelta al tema principal viene
acompañada por una sinuosa melodía del oboe que representa una voz
individual llorando la pérdida, último elemento distintivo del vocabulario
conmemorativo. Si Caractacus desarrolla el ciclo conmemorativo de un
modo sumamente concreto, algunos de los elementos de la Sinfonía n.° 2
pueden considerarse una fantasía ensoñadora, de tremenda subjetividad y a
veces incluso sobreexcitación.
Una obra más explícitamente conmemorativa que desarrolla y se
beneficia del vocabulario de Elgar es la cantata The Spirit of England (El
espíritu de Inglaterra) (1917). En enero de 1915, a los cinco meses del
estallido de la Primera Guerra Mundial, el amigo del compositor Sidney
Colvin le sugirió que compusiese un «Réquiem por los muertos» y
mencionó el poema de Laurence Binyon «For the Fallen» («A los caídos»).
Elgar seleccionó este y otros dos poemas de Binyon, «The Fourth of
August» («El cuatro de agosto») y «To Women» («A las mujeres»), todos
ellos publicados en agosto de 1914, justo después del estallido de la guerra,
y posteriormente incorporados a una colección titulada The Winnowing-Fan
(El aventador) . «For the Fallen» incluye el célebre cuarteto de Binyon
«They shall not grow old…» («No envejecerán…»), que más adelante se
recitaría en innumerables oficios religiosos del Día del Recuerdo y sería
esculpido en monumentos conmemorativos británicos. Para el uso popular y
oficial de «For the Fallen», Elgar efectuó un arreglo reducido, con cambios
y sin la sección para la soprano solista, titulado «With Proud Thanksgiving»
(«Una orgullosa acción de gracias»), que en un principio se compuso para
banda militar o de instrumentos de viento metal con intención de que fuese
ejecutado durante la inauguración del cenotafio de Whitehall en 1919 y
durante el homenaje al soldado desconocido en la abadía de Westminster en
1920. Aunque no llegó a interpretarse durante dicha inauguración, el
original «For the Fallen» se convirtió en el soporte de las retransmisiones
de la BBC para el Día del Armisticio en sus primeros años. En 1933 el
biógrafo de Elgar, Basil Maine, escribió que «The Spirit of England se
convirtió en un monumento conmemorativo nacional al que acude
instintivamente mucha gente cada año durante el Día del Recuerdo» 289 .
«Fourth of August» comienza con idealismo y patriotismo, pero pronto vira
hacia analogías religiosas al final de la primera estrofa y en la última:
Ahora en tu esplendor ve antes que nosotros,
espíritu de Inglaterra, ojos ardientes,
despierta esta querida tierra que nos vio nacer
en la hora del peligro purificado.
¡Resiste, oh tierra! Y tú, ya despierto,
purgado por este temible aventador,
oh, maltratada, indomable, impertérrita
alma de hombre que sufre por Dios.

El espíritu de Inglaterra se «purga» y «purifica» en las imágenes que el


católico Elgar identifica como purgantes; de hecho, su partitura alude a toda
una serie de fragmentos de su oratorio The Dream of Gerontius (El sueño de
Geronte) (1900), con texto de Cardinal Newman sobre la temática de la
muerte, el juicio y el purgatorio, confirmando la tendencia de las
composiciones conmemorativas a beneficiarse del lenguaje de la música
sacra. Tal y como destaca Rachel Cowgill, en los versos de Binyon «la
guerra no solo se presenta como una lucha entre el bien y el mal, sino como
purgatorio del espíritu de los ingleses, para quienes se requiere un
autosacrificio como garante de la limpieza, el renacimiento y la salvación
de Europa» 290 . Binyon refleja esta noción en la imagen del aventador, la
herramienta que separa el trigo de la paja. La partitura de Elgar para el
verso final alude al momento de la muerte en Geronte («Novissima hora
est») y transforma el talante patriótico original del tema del «Spirit of
England» en reflexivo e incluso trascendental, sugiriendo un instante de
comunión. Aunque concluye con una declaración religiosa, esta comunión,
más que triunfalista, es tierna y triste.
El magnífico punto culminante, cercano a la conclusión, de «For the
Fallen» forma parte de una tradición de ademanes trascendentes y
regeneradores que encontramos en Wagner, en las primeras obras de Elgar y
en la tendencia generalizada a la apoteosis sinfónica que se impuso durante
el siglo XIX . Pero el movimiento se apoya en una armonía sumamente
cromática y evita una afirmación directa. El cromatismo de Elgar se
intensifica y la música evita definir con claridad una dirección armónica
determinada (Ej. 5.2) con la llegada de la frase «They shall not grow old as
we that are left grow old» («No envejecerán mientras los que
permanecemos sí lo haremos»). Incluso la apoteosis se atenúa debido al
cromatismo y a la deriva descendente en las secuencias de Elgar y a la
suave alternancia de las tríadas en La mayor y La menor en los compases
finales, por lo que la obra concluye de un modo emocionalmente ambiguo.
Escuchar «For the Fallen» debió de ser una experiencia catártica para sus
primeras audiencias, pero ofrece una comunión esquiva y es discutible que
el espíritu de Inglaterra se hubiese reimplantado exitosamente en la
comunidad. Aun así, es indudable que Elgar creó una obra que durante un
tiempo expresó en los años de la posguerra el duelo de miles de personas
mientras trataban de continuar con sus vidas 291 .
Los aspectos pastorales y místicos de la tradición conmemorativa
británica, comenzando por Housman y los poetas de la Gran Bretaña de
Jorge V en literatura y Elgar en música, y continuando con el simbolismo
de la amapola durante el Día del Recuerdo, hallan una nueva síntesis
musical en dos obras de Vaughan Williams: A Pastoral Symphony (Una
sinfonía pastoral) (1922) y la Sinfonía n.° 5 en Re mayor (1943). Ninguna
de las dos obras es explícitamente conmemorativa, y ambas evitan
concienzudamente cualquier expresión directa de aserción, triunfo y
violencia que pudiera asociarse con la guerra, pero sí se benefician del
vocabulario conmemorativo, y los críticos afines siempre las han
considerado una expresión de la experiencia bélica. En 1938 Vaughan
Williams afirmaba que A Pastoral Symphony tenía menos que ver con los
pintorescos campos ingleses que con los paisajes franceses que recordaba
de su estancia en Francia como enfermero auxiliar. Ambas sinfonías
comparten su mundo expresivo con la música para la casi operística
«alegoría» sobre la obra de John Bunyan The Pilgrim’s Progress (El
progreso del peregrino), que se centra en el esfuerzo individual, el
sufrimiento, la muerte y la resurrección.
Ej. 5.2 Elgar, «For the Fallen» (The Spirit of England) (reducción), fig. 19-fig. 22.
Ej. 5.2 Continuación
Ej. 5.2 Continuación

Con su Pastoral Symphony, Vaughan Williams somete a una revisión


radical al género de la sinfonía: el modo pastoral ya no se limita a un
interludio, ni es un locus amoenus dentro de un viaje más amplio o un
escenario idílico para una pieza breve o un poema sinfónico, sino que
impregna la totalidad de una obra en cuatro movimientos de un tipo que
normalmente se asocia con los modos épicos y heroicos. Lo cierto es que el
propósito tiene sentido si aceptamos el hecho de que para Vaughan
Williams la experiencia en tiempo de guerra y su significado solo podían
ser transmitidos con autenticidad a través de este código pastoral, sin una
declaración obvia. Tres de los movimientos son lentos, incluso los dos
externos, ubicaciones donde normalmente se despliega la «acción»
sinfónica. Destacan los solos de las maderas; las melodías, en gran medida
modales aunque a veces pentatónicas, son canciones tradicionales
estilizadas. La armonía depende considerablemente de tríadas paralelas y
evita el uso de armonía «direccional» de «notas sensibles» y el tipo de
cromatismo romántico. A este respecto, la Pastoral Symphony continúa e
intensifica la tradición de la música sinfónica influida por las canciones
tradicionales, del mismo modo que evita el desarrollo motívico (secuencia,
fragmentación) favoreciendo una sucesión de melodías completas e
interrelacionadas. La forma es fluida: los límites estructurales suelen
ocultarse. Una combinación de influencias estilísticas inglesas y francesas
(estilizaciones de canciones tradicionales inglesas junto con Fauré, Debussy
y Ravel) traza un paralelismo implícito entre los paisajes franceses e
ingleses.
En puntos clave de la Pastoral Symphony surge, fugaz pero
inconfundiblemente, un vocabulario conmemorativo. Hacia la conclusión
del primer movimiento el motivo inaugural del tema principal se transforma
en una canción de marcha en tonalidad mayor armónicamente estable,
sugiriéndose el repicar de campanas, acompañada por una orquestación
tremendamente enérgica para el movimiento en su conjunto. En algunas
interpretaciones este fragmento suena como un final heroico preconcebido,
el objetivo convencional de los finales de un movimiento sinfónico rápido.
Al final se rompe y se diluye por completo. En el núcleo del movimiento
lento advertimos un solo ambiental para trompeta natural (sin pistones) en
Mi bemol que interpreta el intervalo acústico de séptima (desafinando) con
alteración de bemol, del cual Vaughan Williams afirmaba que se inspiraba
en el recuerdo de un corneta del ejército que siempre fallaba la octava (Ej.
5.3). El finale comienza con una larga cantilena sin palabras para soprano
entre bastidores, sobre un suave redoble de timbales: un lamento en la
lejanía. Este tema se retoma en la sección central del movimiento, para
concluir con un tremendo estallido orquestal al unísono. La sinfonía termina
con una vuelta a la versión de la soprano entre bastidores, para
desvanecerse en el vacío. Por si en este caso concreto hubiese dudas
respecto a la relación entre la muerte y lo pastoril, su asociación podría
confirmarse en la escena operística titulada The Sheperds of the Delectable
Mountains (Los pastores de las montañas deliciosas) (1922), que Vaughan
Williams concluiría poco después de la sinfonía, una etapa temprana de su
más ambicioso proyecto, The Pilgrim’s Progress. Esta escena pastoral de
Bunyan describe los preparativos del peregrino para la etapa final de su
viaje y su muerte y resurrección mientras cruza el río en dirección a la
Ciudad Celestial. El ambiente tranquilo, la modalidad y las tríadas paralelas
son semejantes a las de la sinfonía, y la forma melódica es similar en todo;
en concreto, la entrada de la viola solista recuerda a la cantilena de la
soprano en el finale de la sinfonía. La caída del peregrino a las aguas va
seguida de la llamada de la trompeta entre bastidores, de aleluyas y del
insistente repicar de campanas por la resurrección, fragmento que se
asemeja significativamente al clímax producido casi al final del primer
movimiento de la Pastoral Symphony, donde, sin embargo, de modo
característico se apaga antes de adquirir una presencia absoluta. En la
sinfonía, la regeneración nacional vuelve a ser esquiva 292 .
Ej. 5.3 Vaughan Williams, A Pastoral Symphony, segundo movimiento (reducción), F+5-G+5.
Copyright © 1924 by Chester Music Ltd trading as J. Curwen & Sons Ltd. US copyright renewed
1952. Used by permission of Chester Music Ltd trading as J. Curwen & Sons Ltd. All rights
reserved. International copyright secured. Copyright © 1990 in the UK, Republic of Ireland, Canada,
Australia, New Zealand, Israel, Jamaica and South Africa by Joan Ursula Penton Vaughan Williams,
assigned 2008 to The Vaughan Williams Charitable Trust. All rights for these countries administered
by Faber Music Ltd, 74-77 Great Russell Street, London WC1B 3DA.
A los primeros oyentes de la Sinfonía n.° 5 de Vaughan Williams en Re
mayor les debió parecer una especie de exaltación edificante en tiempos de
guerra, y en especial la inquietante entrada en Re mayor de las dos trompas
y el giro de la incertidumbre a la certeza, cuando la música remonta de Do
menor a Mi mayor y otra vez, más avanzado el movimiento, cuando
reaparece la llamada de la trompa y la orquesta al completo, dominada por
los metales, efectúa su gran afirmación. Tras un scherzo veloz, la bella
romanza, que se beneficia de la música del compositor para The Pilgrim’s
Progress mediante el fértil replanteamiento del tema del corno inglés en las
cuerdas, sugiere la serena tranquilidad que tantos añoraban en aquellos días
oscuros. El convulso fragmento en mitad del movimiento se corresponde
con el «Save me Lord! My burden is greater than I can bear» («¡Sálvame,
Señor! Mi carga es mayor de lo que puedo soportar»). Aun así, esta crisis
desemboca una vez más en la bendición y la redención. A su vez, en la
passacaglia conclusiva se advierte una sensación de estar viajando hacia un
objetivo fijado, que se alcanza con la vuelta a la declaratoria llamada de la
trompa en Re mayor antes de la bendecidora coda basada en una
contramelodía del tema de la passacaglia . A lo largo de la obra las
variaciones sobre ese tema aluden a una canción tradicional estilizada, a
una fanfarria y al repicar de campanas, evocando una vez más el ambiente
de celebración nacional. La Sinfonía n.° 5 ilustra la estrecha relación entre
las fases elegíacas y de regeneración del ciclo conmemorativo, y ofrece de
un modo visionario la esperanza de regeneración personal y nacional 293 .
A comienzos del siglo XX la música culta conmemorativa abundaba en
Gran Bretaña, aunque pocas piezas resonasen entre el público con tanta
intensidad como las de Elgar o Vaughan Williams. Las seis Irish
Rhapsodies (Rapsodias irlandesas) de Charles Villiers Stanford están
cargadas de alusiones conmemorativas. La n.° 2 (1903) lleva por subtítulo
«The Lament for the Son of Ossian» («Llanto por el hijo de Osián»), la n.°
5 (1917) está dedicada a los Irish Guards (la Guardia Irlandesa) y a su
nuevo comandante, Lord Roberts, y la n.° 4 («The fisherman of Lough
Neagh and what he saw»; 1913) («El pescador del lago Neagh y de lo que
fue testigo»), que es la más intensa y dramática de la serie, presenta música
de marcha del Ulster y parece reflejar una visión apasionadamente unionista
respecto al proyecto de ley del Home Rule irlandés, que por entonces se
tramitaba en el Parlamento 294 . La rapsodia orquestal de George
Butterworth A Shropshire Lad (Un muchacho de Shropshire) (1913)
introduce la melancolía mística de la tradición de Severnside y de los ciclos
de canciones de Housman, del mismo Butterworth y de otros sintetizando
las tradiciones orquestales del kuchka ruso y de Sibelius. Morning Heroes
(Héroes de la mañana) (1930), la sinfonía coral con narrador de Arthur
Bliss, pone música al episodio de la Ilíada en el que Héctor se despide de su
esposa Andrómaca, y también a las palabras de Li Tai Po, Walt Whitman y
Winfred Owen. Esta sinfonía recurre a efectos convencionales de la retórica
trágica y a efectos realistas (con los timbales imitando el lejano cañoneo)
que Vaughan Williams se abstuvo con sumo cuidado de utilizar en su
Pastoral Symphony. La tradición conmemorativa británica tomó un cariz
pacifista a finales de la década de 1930 con Dona Nobis Pacem (1936), de
Vaughan Williams, que pone música a textos de la misa latina, de la Biblia
y de Whitman. La tendencia pacifista también se advierte en la cantata para
la coronación These Things Shall Be (Así será) (1937), de John Ireland, que
incluye una marcha dentro del estilo ceremonial británico pero también
citas de La Internacional . El punto culminante de este tipo de obras lo
encontraremos más adelante en el War Requiem (Réquiem de guerra)
(1962) de Britten.

«La voz del pueblo volvió a alzarse»: una conmemoración


norteamericana

La música conmemorativa adopta un carácter personal y democrático con


las partituras de tiempos de guerra de Charles Ives. Elementos del ciclo
conmemorativo afloran constantemente en su música. Sus temas
fundamentales incluyen el recuerdo personal y colectivo, las celebraciones
y festividades de la comunidad popular local, las bandas de música, salmos
en verso del estilo de los trascendentalistas de Nueva Inglaterra y la
espiritualidad de las experiencias cotidianas. La música vernácula que se
interpretaba en los desfiles en su ciudad natal de Danbury, Connecticut,
causó una profunda impresión en el jovencísimo Ives, al igual que las ideas
de su padre, que de adolescente había sido director de una banda de música
en el ejército de la Unión durante la guerra civil norteamericana. En
Danbury George Ives siguió tocando el cornetín y dirigiendo bandas de
música. Las marchas y los salmos en verso de la época ejercían una
influencia extraordinaria en los veteranos de guerra. Sus temas hablaban de
la muerte, el luto, el recuerdo, la victoria y las ideas democráticas de la
República. Este ambiente imbuyó a Charles del sentido del verdadero
significado espiritual de las citas, sello de identidad de su estilo posterior.
Georges Ives también ejerció gran influencia en su hijo con sus
experimentos musicales, como cantar una melodía en una tonalidad
mientras la acompañaba con otra tonalidad diferente, abonando de este
modo el terreno para un desarrollo heterodoxo en la obra de Charles, lo que
se advertiría claramente en su pasión por la disonancia, las ampliaciones de
tonalidad y ritmo y los efectos espaciales innovadores. La muerte de George
Ives, en 1894, a los cuarenta y nueve años imprimió a los recuerdos de
infancia de su hijo una dimensión personalmente conmemorativa. En el
ámbito musical, Charles volvía una y otra vez a las fiestas locales de su
juventud, donde se combinaban los ideales de la Guerra de Independencia
de Estados Unidos, los relatos de la guerra civil americana y el recuerdo de
su padre 295 .
Cuatro piezas orquestales compuestas alrededor de 1914 y 1915 abarcan
el ciclo conmemorativo con mano maestra, aunque, como la mayor parte de
la música de Ives, fuesen desconocidas para el público de aquella época.
Aunque todavía neutrales en el plano militar, los Estados Unidos estaban
inmersos en una profunda reflexión acerca de su postura en el conflicto
bélico en Europa. Las dos primeras piezas corresponden a la Serie
Orquestal n.° 1 (Three Places in New England): The «Saint-Gaudens» in
Boston Common (Col. Shaw and his Coloured Regimen t) y Putman’s
Camp, Redding, Connecticut. Aunque concebida antes de la guerra, una
gran parte de la elaboración de la obra tuvo lugar tras el estallido del
conflicto en Europa. Ives llegó incluso a profundizar aún más emotivamente
en dos de sus obras maestras: Decoration Day (Día de los caídos), segundo
movimiento de su Holidays Symphony (Sinfonía de las festividades), y
Hannover Square North, at the Day of a Tragic Day, the Voice of the People
Again Arose (En la Plaza Hannover North, la voz del pueblo volvió a
alzarse en un día trágico) (1915), de su Serie Orquestal n.° 2. Estas piezas
abundan en alusiones a los dos grandes conflictos que definieron a la nación
norteamericana —la Guerra de Independencia y la guerra civil— y cuentan
con citas de música militar asociada a ellos 296 .
«Saint-Gaudens», partitura a la que Ives se refirió como su «marcha
negra», es un homenaje al regimiento de Infantería de Voluntarios de
Massachusetts —el regimiento afroamericano del ejército de la Unión— y
al coronel Robert Gould Shaw (que no era afroamericano sino blanco),
comandante de este regimiento y figura principal del asalto al Fuerte
Wagner en 1863. Expresa la respuesta de Ives a la escultura conmemorativa
de Augustus Saint-Gaudens al regimiento en el parque de Boston Common.
El monumento se convirtió rápidamente en tema de discusión en torno a los
valores y la identidad estadounidenses, y se escribieron varios poemas al
respecto, uno de ellos del propio Ives, con el cual prologaría su partitura. Se
trata de una pieza contemplativa y sombría de principio a fin que evita por
completo la heroicidad convencional. Golpes de tambor suaves acompañan
a una dolorosa marcha a paso fatigado que bebe de melodías de Stephen
Foster, de las canciones de marcha de la guerra civil y de las que cantaban
los esclavos afroamericanos en las plantaciones de algodón. Por el
contrario, Putnam’s Camp es en apariencia cómica, algo infrecuente en una
pieza conmemorativa. Es el resultado de juntar dos obras suyas más
tempranas (de 1903 o 1904): Country Band March y la conspicuamente
nacional Overture and March: 1776 . El programa de Ives describe un
pícnic celebrado en Redding, Connecticut (cerca de Danbury), años atrás
durante la festividad del Cuatro de Julio, en el campamento del ciudadano-
granjero y curtido general de la Guerra de Independencia Israel Putnam. En
la primera década del siglo XX el lugar se convirtió en foco de atención del
movimiento para la preservación de la herencia cultural, ya que se trataba
del campamento militar mejor conservado de toda la Guerra de
Independencia. Un niño se aleja del pícnic con la esperanza de poder
vislumbrar a los soldados, y en un sueño atisba a la Diosa Libertad
suplicando a los desertores que recuerden su gran causa y los sacrificios que
han hecho por ella. A pesar de ello, van abandonando el campamento, pero
Putnam vuelve de Redding y se dan la vuelta entre vítores. El niño se
despierta y pasa frente a un monumento de la guerra, para más adelante
reincorporarse a la celebración de la festividad. Putman’s Camp está
concebido como una marcha y un trío, y sus secciones contrastadas se
corresponden con las dos obras más tempranas. La obra rebosa un afectuoso
sentido del humor a expensas de las bandas de música de aficionados y
concluye con unas primeras notas de «The Star-Spangled Banner»
(«Bandera estrellada») que surgen a través del caos antes de su conclusión.
Pero, bajo el manto de su comicidad, el mensaje profundo de la obra reside
en el cruce de caminos entre diversas épocas y generaciones y el
inextinguible significado de los ideales revolucionarios y los sacrificios de
Estados Unidos durante el siglo XX . Los ideales nacionales se integran en la
vida cotidiana y la existencia con toda su crudeza y problemática 297 .
Decoration Day es el segundo movimiento de la Holidays Symphony
(Sinfonía de las festividades) de Ives, y el resto lo integran Washington’s
Birthday (El cumpleaños de Washington), The Fourth of July (El cuatro de
Julio) y Thanksgiving (El día de acción de gracias) . Todas estas
festividades son anuales y nacionales, de modo que conforman un ciclo
estacional. Decoration Day, a finales de mayo (más adelante conocido como
Memorial Day —Día de los Caídos—), estaba dedicado a conmemorar a los
fallecidos durante la guerra civil. Ives tuvo oportunidad de recordar las
celebraciones en Danbury con todo lujo de detalles. Un desfile muy
elaborado se desplazaba desde Main Street hasta el cementerio, donde se
decoraban las tumbas de los caídos en combate, se cantaban himnos y la
interpretación que George Ives hacía de «Taps» —una célebre llamada de
corneta de la guerra civil que recordaba a todos los soldados que debían
apagar las luces al caer la noche— resonaba enérgicamente entre las
tumbas. Después, el desfile volvía a situarse en formación y todos
marchaban de vuelta al pueblo al son de la banda de música. Decoration
Day consta de dos partes. La extensa y armónicamente compleja primera
parte es reflexiva, titubeante y melancólica, con alusiones a canciones de la
guerra civil, mientras que la segunda parte, más breve, es estridente y
festiva, basada en la marcha de Reeve Second Regiment (Segundo
regimiento) . La música de la primera parte se retoma, durante unos
instantes, al final, como si el ánimo festivo no pudiese borrar del todo el
recuerdo de las lápidas. Entre ambas partes, y justo antes de que irrumpa la
banda de música, surge la cita de «Taps», punto capital de la pieza. En la
lejanía suena dulcemente una trompeta en contraste con un
acompañamiento susurrante, que musicalmente simboliza la comunión, la
trascendencia y el sentido de unidad de los supervivientes, sus familias y los
caídos en combate. Se escucha al espectro de George Ives tocando sobre la
que desde 1912 era su propia tumba y donde Charles sabía que sería
enterrado algún día. Aquí advertimos una misteriosa similitud de sonoridad
y textura con el solo de trompeta del segundo movimiento de la Pastoral
Symphony (1922) de Vaughan Williams, que rememora una experiencia real
en el campo de batalla que tendría lugar unos cuantos años más tarde 298 .
Hannover Square registra una experiencia extraordinaria que Ives vivió
el 7 de mayo de 1915, día en el que un submarino alemán hundió el buque
de pasajeros Lusitania. Cuando las noticias llegaron a Nueva York,
recordaba Ives, aquella mañana todo el mundo por la calle parecía inquieto,
presagiando la inminencia de la guerra. De camino a su casa desde el
trabajo en la oficina de su aseguradora, Ives llegó a la estación de Hannover
Square Norte en el ferrocarril elevado, desde donde pudo escuchar un
organillo callejero que sonaba en la planta inferior e interpretaba la vieja
melodía «In the Sweet By and By», una de las favoritas de su padre. Toda la
gente que estaba en el andén, desde los trabajadores hasta los banqueros de
Wall Street, unió sus voces para cantar y tararear la melodía al unísono. Ives
advirtió desahogo colectivo, expresión de dignidad y unidad, además de un
profundo efecto religioso. Al concluir el himno, nadie cruzó palabra con
nadie, y daba la impresión de que todos estaban en misa. En esta obra, el
himno surge gradualmente a partir de sonidos incómodos con ruido de
fondo urbano y ambigüedad armónica, configurando finalmente el clímax y
concluyendo con una cadencia armónicamente pura antes de reanudarse los
murmullos de la ciudad para luego desvanecerse. De modo inesperado, Ives
comienza la pieza con un coro entre bastidores y con instrumentos
entonando un tedeum que poco a poco se irá transformando en «In the
Sweet By and By», en el que la espontánea espiritualidad de la gente
reemplaza al formalismo oficial de la vieja iglesia. Como afirma Jan
Swafford, «la apariencia de serendipia cuidadosamente configurada era un
rasgo definitorio de la madurez de Ives» 299 . Este es otro instante de
comunión colectiva, un acto conmemorativo visiblemente informal y
carente de guía que se desarrolla en un entorno mundano entre obreros y
viajeros en unión. El compositor resucita el espíritu del encuentro del
campamento en el siglo XIX , en este caso con una imagen moderna, secular
y urbana 300 .
Las piezas conmemorativas de Ives son sofisticadas desde una óptica
tanto estética como musical, pero debido a su esquivo lenguaje musical su
mensaje ha limitado sustancialmente su difusión. Por el contrario, la
partitura norteamericana más célebre asociada a una conmemoración
nacional es sin lugar a dudas el elegíaco Adagio para cuerdas (1938) de
Samuel Barber, aunque su concepción original estaba totalmente al margen
de este propósito. Originalmente la pieza era un movimiento del Cuarteto
para Cuerdas (1937) de Barber, obra que carecía de programa alguno. Se
hizo un arreglo para orquesta de cuerdas al año siguiente, cuando Arturo
Toscanini retransmitió su estreno con la orquesta de la NBC. Adquirió una
dimensión nacional y conmemorativa tras ser elegida, primero, como pieza
de acompañamiento para el anuncio por radio del fallecimiento del
presidente Franklin D. Roosevelt, más adelante para las conmemoraciones
de otras figuras políticas y culturales y finalmente, en 1963, para la
cobertura mediática de la muerte del presidente John F. Kennedy y de su
entierro. Tras este cúmulo de asociaciones, Barber arregló el movimiento
para coro, introduciendo el Agnus Dei de la misa en latín, que establecía
una relación con el sacrificio religioso que armoniza con ritmos del estilo
del canto gregoriano y perfila las frases y las arcaicas cuartas y quintas
consecutivas. Más adelante el Adagio se utilizó en innumerables películas,
programas de televisión y anuncios publicitarios, aunque su aparición más
conocida e intensa fue en la película sobre el horror de la guerra de Vietnam
Platoon (1986), de Oliver Stone. En 2001 el Adagio fue la pieza central de
los conciertos conmemorativos que sucedieron a los ataques del 11 de
septiembre. En el Reino Unido la obra sustituyó al programa previsto en la
Noche de los Proms del 15 de septiembre, bajo la dirección del
estadounidense Leonard Slatkin. Así pues, el Adagio de Barber es una pieza
fundamental en la vida nacional del pueblo norteamericano, aunque no haya
nada en la partitura que aluda a Estados Unidos o siquiera a la «nación» en
un plano abstracto 301 .

Conclusión

En la música conmemorativa nacional observamos una interacción


especialmente íntima y compleja entre los programas nacionalistas y la
música clásica. Las marchas, los lamentos, las elegías y las corales
declarativas pueden encontrarse en el lenguaje musical del siglo XVIII , pero
no sería hasta después de la Revolución francesa cuando todas ellas
confluyesen para conmemorar a la nación, primero con música para
ceremonias al aire libre y más tarde con música para una sala de conciertos
o un teatro de ópera. El ciclo nacional conmemorativo tiene su máximo
exponente en la música culta de comienzos del siglo XX de compositores de
Rusia y Gran Bretaña, en gran medida en el terreno de la sinfonía. Los
familiares temas beethovenianos de la lucha, el sufrimiento, la victoria y los
ideales románticos de la trascendencia y el triunfo del idealismo frente a la
realidad material, heredados de las tradiciones musicales del siglo XIX , se
extrapolan aquí a las experiencias históricas nacionales. Las modernas
tecnologías de la comunicación a menudo desempeñaron un papel
fundamental a la hora de difundir el mensaje de estas obras a un público
amplio de un modo semirritual. Ejemplos de ello son la radiodifusión de
The Spirit of England, de Elgar, la Sinfonía n.° 5 de Vaughan Williams y la
Sinfonía «Leningrado» de Shostakovich y la obra cinematográfica para la
partitura de Prokofiev Alexander Nevski. Desde una perspectiva estética y
posiblemente también ética, las obras más célebres de este género están
incompletas, son alusivas y, parcialmente, irónicas. De acuerdo con nuestro
criterio, obras finalizadas y concretas como Caractacus (dedicada a la reina
Victoria) y Alexander Nevski son nacionalistas y tienden a ser
propagandísticas. Aquí también podríamos incluir, en Rusia, la Obertura
1812 (1882) de Chaikovski y las sinfonías programáticas, y posiblemente
cinematográficas, de posguerra de Shostakovich, las números 11 (El año
1905) y 12 (El año 1917, dedicada a la memoria de Lenin).

264 . Anthony Hicks, «Handel and the Idea of an Oratorio», en Burrows (ed.), The Cambridge
Companion to Handel, pp. 161-162.

265 . Hastings, The Construction of Nationhood, cap. 8.

266 . Anne Elizabeth Redgate, The Armenians (Oxford: Blackwell, 2000), pp. 159-160, 22-24.

267 . Anthony D. Smith, «The Rites of Nations: Elites, Masses and the Re-Enactment of the
“National Past”», en Rachel Tsang y Eric Taylor Woods (eds.), The Politics of Cultural Nationalism
and Nation Building (Londres: Routledge, 2013), pp. 21-37.

268 . Smith, Chosen Peoples, cap. 2.

269 . Erika Fischer-Lichte, Theatre, Sacrifice, Ritual: Exploring Forms of Political Theatre (Londres
y Nueva York: Routledge, 2005), caps. 4 y 5.

270 . Mosse, Fallen Soldiers, p. 95.

271 . Jay Winter, Sites of Memory, Sites of Mourning: The Great War in European Cultural History
(Cambridge: Cambridge University Press, 1995), pp. 103-104.
272 . Lewis Lockwood, Beethoven: The Music and the Life (Nueva York y Londres: W. W. Norton,
2003), pp. 266-268; James A. Hepokoski, «Back and Forth from Egmont: Beethoven, Mozart and the
Nonresolving Recapitulation», 19th-Century Music 25 (2002), pp. 127-153. Sobre la rebelión en los
Países Bajos, véase Peter J. Arnade, Beggars, Iconoclasts, and Civic patriots: The Political Culture
of the Dutch Revolt (Ithaca y Londres: Cornell University Press, 2008), p. 185; Philip S. Gorski,
«The Mosaic Moment: An Early Modernist Critique of Modernist Theories of Nationalism»,
American Journal of Sociology 105/5 (2000), pp. 1428-1468; Smith, The Cultural Foundations of
Nations, cap. 5.

273 . Lockwood, Beethoven, pp. 204-209.

274 . Rosenblum, Transformations in Late Eighteenth Century Art, cap. 2; Joseph Clarke,
Commemorating the Dead in Revolutionary France: Revolution and Remembrance, 1789-1799
(Cambridge: Cambridge University Press, 2007), esp. caps. 2 y 3; Smith, The Nation Made Real,
caps. 3 y 6.

275 . Lockwood, Beethoven, pp. 209-214; Arblaster, Viva La Libertà!, pp. 51-62; David Galliver,
«Leonore, ou l’amour conjugal: A celebrated Offspring of the Revolution», en Boyd (ed.), Music
and the French Revolution, pp. 157-168.

276 . Johnson, Berlioz and the Romantic Imagination, p. 79; Arblaster, Viva La Libertà!, pp. 70-72;
Anatole Leikin, «The Sonatas», en Samson (ed.), The Cambridge Companion to Chopin, pp. 160-
187.

277 . Arblaster, Viva La Libertà!, pp. 70-76.

278 . «Ve, pensamiento, sobre alas doradas, pósate en esas colinas, esa arena donde el aire es suave y
dulce en mi queridísima tierra natal. Saluda las torres derruidas de Sion y el resplandeciente calor del
Jordán. Oh patria mía, tan hermosa y perdida, oh recuerdo tan grato y fatal.» [N. del T.]

279 . Osborne, The Complete Operas of Verdi, pp. 57-59; Roger Parker, Leonora’s Last Act: Essays
in Verdian Discourse (Princeton: Princeton University Press, 1997), cap. 2.

280 . Reinhold Brinckmann, «Wagners Aktualität für den Nationalsozialismus: Fragmente einer
Bestandsaufnahme», en Saul Friedländer y Jörn Rüsen (eds.), Richard Wagner im Dritten Reich. Ein
Schloss-Elmau-Symposion (Múnich: C. H. Beck, 2000), p. 127; Jens Malte Fischer, «Wagner-
Interpretation im Dritten Reich: Musik und Szene zwischen Politisierung und Kunstanspruch», en
Saul Friedländer y Jörn Rüsen (eds.), Richard Wagner im Dritten Reich: Ein Schloss-Elmau-
Symposion (Múnich: C. H. Beck, 2000), p. 146; Roger Hillman, Unsettling Scores: German Film,
Music, and Ideology (Bloomington: Indiana University Press, 2005), pp. 74-76.

281 . Kenneth Hamilton, «Liszt’s Early and Weimar Piano Works», en Hamilton (ed.), The
Cambridge Companion to Liszt, pp. 71-72.

282 . James Baker, «Liszt’s Late Piano Works: Larger Forms», en Hamilton (ed.), The Cambridge
Companion to Liszt, pp. 142-143.

283 . Ibíd., pp. 126-135.


284 . Simon Morrison, The People’s Artist: Prokofie’s Soviet Years (Nueva York y Oxford: Oxford
University Press, 2009), pp. 218-233; Daniel Jaffé, Sergey Prokofiev (Londres: Paidon Press, 1998),
pp. 152-155, 172.

285 . Maes, A History of Russian Music, pp. 553-556; véase Taruskin, Definig Russia Musically, pp.
511-544, para sus diversas interpretaciones.

286 . A History of Russian Music, pp. 356-357; Jaffé, Sergey Prokofiev, p. 172.

287 . Jaffé, Sergey Prokofiev, pp. 171-172.

288 . Graydon Beeks, «Handel’s Sacred Music», en Burrows (ed.), The Cambridge Companion to
Handel, p. 177.

289 . Rachel Cowgill, «Elgar’s War Requiem», en Byron Adams (ed.), Edward Elgar and his World
(Princeton y Oxford: Princeton University Press, 2007), p. 320.

290 . Ibíd., p. 331.

291 . Ibíd., pp. 348-350; Daniel M. Grimley, «“Music in the Midst of Desolation”: Structures of
Mourning in Elgar’s The Spirit of England», en J. P. E. Harper-Scott y Julia Rushton (eds.), Elgar
Studies (Cambridge: Cambridge University Press, 2007), pp. 220-237.

292 . Kennedy, The Works of Ralph Vaughan Williams, pp. 168-172; Daniel M. Grimley, «Landscape
and Distance: Vaughan Williams, Modernism and the Symphonic Pastoral», en Matthew Riley (ed.),
British Music and Modernism 1895-1960 (Farnham: Ashgate, 2010), pp. 160-174.

293 . Kennedy, The Works of Ralph Vaughan Williams, pp. 279-283; Hugh Ottaway, Vaughan
Williams Symphonies (Londres: British Broadcasting Corporations, 1972), pp. 35-40.

294 . Paul Rodnell, Charles Villiers Stanford (Aldershot: Ashgate, 2002), pp. 229-237, 281, 284, 311.

295 . Michael Broyles, «Charles Ives and the American Democratic Tradition», en J. Peter
Burkholder (ed.), Charles Ives and his World (Princeton: Princeton University Press, 1996), p. 149;
Jan Swafford, Charles Ives: A Life with Music (Nueva York y Londres: W. W. Norton, 1996), caps. 2
y 3.

296 . Respecto a las fechas de estas partituras, véase Gayle Sherwood Magee, Charles Ives
Reconsidered (Urbana y Chicago: University of Illinois Press, 2008), pp. 125-126, y en un contexto
histórico más amplio, cap. 5.

297 . Swafford, Charles Ives, pp. 218-219, 243-245; Denise Von Glahn, «New Sources for the “St.
Gaudens”, in Boston Common (Colonel Robert Gould Shaw and his Colored Regiment)», Musical
Quarterly 81/1 (1997), pp. 13-50; Denise Von Glahn, «A Sense of Place: Charles Ives and “Putnam’s
Camp, Redding, Connecticut”», American Music 14/3 (1996), pp. 276-312; Magee, Charles Ives
Reconsidered, p. 125.

298 . Swafford, Charles Ives, pp. 20-21, 29-30, 252-253.

299 . Ibíd., p. 99.


300 . Leon Botstein, «Innovation and Nostalgia: Ives, Mahler, and the Origins of Modernism», en
Burkholder (ed.), Charles Ives and his World, p. 50; Swafford, Charles Ives, pp. 270-271; Magee,
Charles Ives Reconsidered, pp. 118-120; Von Glahn, The Sounds of Place, pp. 90-105.

301 . Barbara B. Heyman, Samuel Barber. The Composer and his Music (Nueva York: Oxford
University Press, 1992), pp. 173-174; Luke B. Howard, «The Popular Reception of Samuel Barber’s
“Adagio for Strings”», American Music 25/1 (2007), pp. 50-80.
6 La canonización de la música nacional

En la música culta, un canon es un repertorio de alto nivel de música del


pasado que, al margen del entretenimiento diario, se interpreta regular y
devotamente dentro de una tradición continuada. El rápido incremento de la
música popular efímera a principios del siglo XIX trajo consigo una reacción
de las élites y de aquellos que aspiraban a unirse a ellas, para quienes las
salas de concierto debían replantearse como lugares de solemne meditación.
Durante la segunda mitad de dicho siglo los recitales con intérprete solista y
los conciertos con abono exigían un repertorio de prestigio que estuviese al
margen de los caprichos de unas modas que únicamente pretendían el mero
consumo y beneficio económico. Se trataba de música compuesta por
«grandes maestros» del siglo XVIII y comienzos del XIX . Los géneros
canónicos más importantes eran la sinfonía dentro de la música orquestal y
el cuarteto para cuerdas dentro de la música de cámara. Durante el siglo XIX
la ópera conservó su prestigio tradicional, pero la mayor parte de los teatros
de ópera interpretaban un repertorio menos comprometido. En su contexto
eclesiástico original, canon significa «norma» o «ley», y el canon musical
proporcionó una norma o un conjunto de normas que respondía a un
determinado tipo de música e implicaba la comprensión de la cultura
musical y su significado. La canonización de la música formaba parte de los
grandes proyectos del siglo XIX de tipo monumental e histórico, que en sí
mismos atrajeron en gran medida el interés de los nacionalistas. Ellos
dieron los pasos necesarios —con acierto desigual— para establecer unos
cánones de música nacional que comprendiesen las obras de compositores
autóctonos. Estos intentos iban de la mano de la fundación de teatros y
conservatorios nacionales y de la obtención de un patronazgo por parte del
estado hacia dichas instituciones, además de sueldos para compositores
importantes, como Grieg y Sibelius. Los repertorios canónicos comprendían
fundamentalmente música de gran envergadura dentro de los géneros
tradicionales. Pero, sobre todo durante el siglo XX , también se aceptaban
piezas más modestas, como podrían ser las mazurcas de Chopin, siempre y
cuando se interpretasen y registrasen en ciclos. Un factor que complicaba el
desarrollo de los cánones de la música nacional era que el canon primario lo
constituían casi exclusivamente compositores alemanes y austríacos, como
Bach, Händel, Haydn, Mozart, Beethoven, Schubert, Schumann y
Mendelssohn, a quienes se unieron más adelante Wagner y Brahms. Esto
contrastaba con la situación vigente durante el siglo XVIII , cuando la ópera
italiana y los compositores italianos dominaban el panorama musical
europeo. Aunque el nuevo canon se presentó como heredero de la tradición
universal, los alemanes lo consideraban un orgullo nacional, un hecho que
no escapaba a los ojos de los nacionalistas de otros países.
Esta es la razón por la que la canonización de la música nacional fuera
del ámbito germanoparlante suele revelar dos tendencias de carácter
contrapuesto. Por un lado, los nacionalistas demandaban músicos
autóctonos que compusiesen partituras de calidad y prestigio similares a las
de los grandes maestros alemanes. Las naciones más pequeñas que carecían
de independencia política albergaban la esperanza de entrar a formar parte
de un club selecto y obtener la aprobación y el reconocimiento
internacionales para su arte nacional al revelar la capacidad de sus
ciudadanos para producir arte reconocido universalmente, a pesar de no
contar con tradiciones o instituciones firmemente asentadas. Así pues, las
naciones entraron en una competición musical para obtener reconocimiento
internacional, tal y como harían más explícitamente con sus pabellones en
la Exposition Universelle de París. En 1880 Smetana escribió que el
objetivo que se había fijado en su trayectoria artística era poder demostrar
que el talento musical de los checos no solo residía en su capacidad
interpretativa, algo reconocido por todo el mundo a lo largo del continente
europeo, sino también en su «poderío creativo», ya que poseían una
«música propia y característica». Afirmaba que no sería él sino el mundo el
que juzgaría el éxito de su empresa 302 . En otras palabras: su propósito era
conseguir cambiar el modo de juzgar la musicalidad checa para que dejase
de centrarse en su capacidad reproductora y prestase atención a su
disposición para producir partituras a un nivel semejante al de los franceses,
alemanes o italianos. Durante las décadas de 1930 y 1940 los críticos
estadounidenses buscaron «la gran sinfonía norteamericana» —un
programa notablemente tradicionalista que indica la perseverancia de la
lógica universalista y la necesidad de una vigencia internacional—. La
fundación de instituciones de música nacional o la nacionalización de las ya
existentes fomentaron los objetivos de universalidad y prestigio cultural. La
campaña checa para impulsar un teatro nacional en Praga otorgó a esta
pequeña nación un teatro de ópera de renombre internacional. El festival de
música noruega de Grieg celebrado en Bergen en 1898 era un escaparate
para mostrar al mundo a los compositores noruegos y para contribuir a
llenar sus salas de conciertos. El Festival de Glastonbury, fundado por
Rutland Boughton, era la respuesta inglesa con marcados tintes célticos al
de Bayreuth de Wagner 303 .
Por otro lado, el dominio alemán en el canon universal suponía que los
nacionalistas de otros países definían su proyecto parcialmente en oposición
al estilo musical de composición que ellos asociaban con la tradición. Esto
se traducía en adoptar determinados géneros y evitar otros, o podía
significar la inflexión de la sintaxis musical estándar para crear un dialecto
diferente y reconocible. La modalidad y los ritmos de baile característicos
desempeñaban un papel primordial a este respecto. Algunos músicos —no
siempre compositores— se esforzaron por crear escuelas nacionales de
composición a finales del siglo XIX y principios del XX , a veces
retrospectivamente, y más adelante estas escuelas ofrecieron prácticos
esquemas para libros de texto de historia de la música que necesitaban
imponer un orden en los heterogéneos estilos y desarrollos musicales de la
época. Estas nociones podrían guiar nuestras reacciones ante la experiencia
musical, incentivándonos a escuchar una uniformidad interna o un
desarrollo lógico dentro de un repertorio, una consistencia que, como suelen
destacar los académicos modernos, podría como mucho justificarse
parcialmente. Los intentos más fructíferos de configurar una escuela
nacional probablemente fuesen los de Balakirev y Stasov. Aunque
sobreviviese como grupo coherente durante poco más de una década, el
kuchka realizó innovaciones estilísticas que los músicos rusos recordarían
durante generaciones, contribuyendo a crear un sonido musical ruso. Dicho
esto, su contribución alcanzó la categoría de mito a juzgar por los escritos
de Stasov, cuyas opiniones influirían en las reacciones del público
occidental, predominantemente entre las élites de la sociedad parisina, a
quienes la cultura nacional rusa enlatada por Diaghilev les ofreció un
oportuno exotismo antialemán antes y después de la Primera Guerra
Mundial. El legado de Stasov tanto en Rusia como en Occidente supuso
que, durante gran parte del siglo XX , los críticos y musicólogos hicieran un
relato tremendamente simplista acerca de la «música rusa», cargado de
oposiciones binarias y esencialismo 304 .
La institución de dialectos nacionales en el campo de la composición
equivale a la consumación práctica de la teoría del Volksgeist de Herder, es
decir, la idea de que cada arte nacional contiene el «espíritu del pueblo»,
que se comunica con un público compatriota sensibilizado. Al principio, a
comienzos del siglo XIX , estas nociones eran vagas y entusiastas, pero esta
vez los nacionalistas pretendían instruir a los compositores en cómo
expresar el espíritu nacional, y al público, en cómo escuchar. Esta es la
«norma» que ofrece el canon a la cultura musical, y su legado es el sentir
checo, ruso o inglés, del que en ocasiones siguen hablando los músicos en
la actualidad. Es un fenómeno de los cánones nacionales secundarios: los
músicos no suelen mencionar el «sentir alemán» del primer canon, quizás
porque los compositores no utilizaban inflexiones conspicuas de la sintaxis
estándar. Una vez más, el proceso suele ser retrospectivo, dotando de
consistencia a cosas que cuando tuvieron lugar no se percibieron de ese
modo. Es posible que los músicos ingleses estuviesen orgullosos de las
nuevas partituras inglesas del periodo en torno al año 1900, pero, como
explicaré más adelante en este capítulo, no escucharon el sentir inglés en la
música inglesa como parte de un repertorio, al menos hasta el periodo de
entreguerras. Sin embargo, el proceso también podría ser previsible. La
política cultural de Stalin de la década de 1930 resucitó el para entonces
moribundo nacionalismo del kuchka en aras a forjar una lealtad hacia la
Unión Soviética por parte de los rusos y las repúblicas asociadas. Se
enviaba a los compositores rusos a las provincias para instruirles en la
composición de música nacional de acuerdo con los rasgos estilísticos del
kuchka, convenientemente combinados con canciones tradicionales y
danzas autóctonas. Y puesto que, según se decía, la música rusa empezó
con las dos óperas de Glinka, se esperaba que las repúblicas nacionales
produjesen óperas del mismo cariz —drama heroico y epopeya nacional—,
que luego se compararían con las óperas del compositor 305 . La
canonización de la música nacional fue un proceso confuso y dilatado que
incluyó esfuerzos previsibles y retrospectivos para dotar de consistencia,
singularidad y prestigio a repertorios que en realidad eran conformados por
una serie de fuerzas económicas y culturales al margen del nacionalismo.
Los primeros cánones de música nacional

Los cánones llegaron relativamente tarde a la historia de la música. William


Weber ha seguido el rastro de su aparición durante el siglo XVIII , primero
en Inglaterra, junto con sus nociones asociadas de «clásicos» musicales y
«música antigua». La música carecía de las tradiciones clásicas vivas que
poseían la literatura, la poesía, la arquitectura y la escultura, cuyas obras
maestras de la antigüedad eran conocidas y se conservaban. En estas artes,
los académicos humanistas fijaron estándares para la crítica y la práctica
que se presentaban como intemporales. Se sabe que había música en el
mundo antiguo, pero no se anotaba y no se conocen nombres de músicos, a
excepción de personajes míticos como Apolo, Orfeo y Anfión. No existían
modelos antiguos para la práctica de la composición moderna y solo había
una tradición limitada de crítica escrita en torno a determinadas obras
musicales. Así pues, el proceso de canonización exigía renovar el sentido
del pasado musical. En Inglaterra, los programas de los festivales anuales
de música celebrados en los centros provinciales y las tradiciones musicales
litúrgicas de la Iglesia Anglicana proporcionaron los modelos a seguir.
Dichas prácticas fueron secularizadas a través de organizaciones como el
Concert for Ancient Music (Concierto de Música Antigua), que se negaba a
programar música con menos de veinte años de antigüedad. La nueva
disciplina de la historia de la música, a la que Charles Burney (1776), John
Hawkins (1776) y Johann Nikolaus Forkel (1788, 1801) hicieron tres
importantes aportaciones sucesivas, también contribuyó. El repertorio
canónico inglés se centró en Händel, pero la presencia de Corelli y Purcell
también fue considerable, junto con la de otros compositores ingleses e
italianos del siglo XVII y principios del XVIII . En Francia, la Académie
Royale de Musique (la «Opéra») preservó, hasta la década de 1870, un
viejo repertorio conocido como «la musique ancienne». Las élites sociales
se reunían en la Opéra regularmente para dejarse ver, y el viejo repertorio,
en el que destacaban las obras de Lully, representaba a un estado evocador
de la gloria del reinado de Luis XIV. En otros lugares la música del pasado
perduraba en la vida moderna mediante prácticas relacionadas con
determinadas instituciones, festivales y festividades religiosas, como el
culto del Miserere de Allegri, que se interpretó en la Capilla Sixtina a lo
largo de los siglos XVII y XVIII durante la Semana Santa. La canonización de
la música supuso la proliferación y la ritualización de dichas prácticas en un
contexto público 306 .
Un ejemplo temprano del cruce de caminos del canon musical con la
nación fue la Händel Commemoration del año 1784, una serie de conciertos
celebrados en la abadía de Westminster bajo los auspicios de la corte y la
familia real, que proclamaría a Händel como institución nacional y
presentaría sus obras con un amplio despliegue coral. Aparentemente, la
celebración del veinticinco aniversario de la muerte de Händel fue un
ejercicio de monumentalización e historicismo, y además, según Weber,
supuso la consolidación de un ritual político, creando una nueva autoridad
durante los tiempos difíciles que siguieron a la Guerra de Independencia de
Estados Unidos, a una crisis constitucional y a las turbulentas elecciones
parlamentarias de 1784. El Festival Händel celebró el fin de la crisis y la
reconfiguración de las élites políticas británicas en un nuevo establishment .
Aunque se repitió cinco veces en los siguientes siete años, poco tuvo que
ver con el festival original londinense, aunque volvió a sus orígenes en
festivales provinciales gracias a la labor de sociedades corales locales,
donde los oratorios de Händel continuaron siendo el eje central del
repertorio durante algo más de un siglo 307 .
El primer canon auténtico de música nacional fue el alemán, y surgió
durante la primera mitad del siglo XIX , basándose en la obra de Bach,
Händel y los «clásicos» vieneses —término acuñado por primera vez en la
década de 1830 para referirse a Haydn, Mozart y Beethoven—.
Fundamentalmente se trataba de un canon de música instrumental abstracta
que giraba en torno a los géneros de la sinfonía y el cuarteto para cuerdas.
El canon alemán era solemne y para el gran artista, por lo que llevaba
implícita la idea de genialidad, además de una noción idealista de la
creatividad trascendental. El canon se centraba en las ideas históricas sobre
la música alemana, con un matiz hegeliano y un toque de ese humanismo
universal que gustaba a los intelectuales alemanes del periodo en torno a
1800. En 1801 el teólogo Johann Karl Friedrich Triest publicó en el
Allgemeine Musikalische Zeitung un tratado sobre la evolución de la música
en Alemania durante el siglo XVIII . Concebía la música de los grandes
maestros vieneses, desde 1780 hasta 1800, como una síntesis de un «estilo
aprendido» de principios del siglo XVIII , encarnado en la figura de Bach y
el popular «estilo galante» del periodo intermedio. En 1852 Franz Brendel,
otro historiador muy leído, sostenía la tesis de que la música alemana
contaba con un «sendero especial» (Sonderweg) que expresaba la Kultur
alemana al margen de la Zivilization (término peyorativo utilizado por el
pensamiento völkisch alemán) occidental (sobre todo francesa) 308 . En
opinión de Brendel, dicha tradición se prolongaría en el futuro. Fue él quien
acuñó el término «Nueva Escuela Alemana» para referirse a Liszt y a
Wagner. Estos historiadores exponían la tesis de un desarrollo lógico
interno en la música alemana, una unión entre el pasado, el presente y el
futuro, además de considerar a los músicos alemanes una estirpe. Se restaba
importancia a las diferencias existentes durante el siglo XVIII entre el norte y
el sur de Alemania en lo que a religión, mecenazgo y gustos musicales se
refería. Lo mismo se hacía con las deudas contraídas por Mozart y Haydn
con la singular tradición italiana y vienesa del entorno de los Habsburgo. La
convergencia conceptual de varias tradiciones hacia una música
específicamente alemana se encarna en la Sinfonía «Lobgesang» (1840) de
Mendelshonn, compuesta con motivo de la celebración del cuatrocientos
aniversario de la invención de la imprenta para el veraniego Festival
Gutenberg de Leipzig, conmemoración de la cultura alemana que incluía
cortejos de cofradías y asociaciones cívicas y una representación de la ópera
de Albert Lorzing Hans Sachs, obra precursora de Die Meistersinger, de
Wagner. La sinfonía pone música a palabras de la Biblia y combina
modelos formales de la Novena Sinfonía de Beethoven (tres movimientos
instrumentales seguidos de secciones corales) y un oratorio del siglo XVIII ,
incluyendo corales que recuerdan a la Pasión según San Mateo de Bach,
cuyo estreno moderno dirigió Mendelssohn. El comienzo del primer
movimiento alude a la Sinfonía en Do mayor (la «Grande») de Schubert,
otra obra que Mendelssohn acababa de estrenar, y la primera sección coral
imita el himno a la coronación de «Zadok, el sacerdote», de Händel. Un
fragmento posterior recuerda la creación de la luz de La Creación, el
oratorio de Haydn. De este modo, la sinfonía reúne algunos monumentos
del pasado y el presente de la música alemana, mezcla el género sacro con
el profano, sugiere una respuesta solemne a la música de concierto y
combina los temas optimistas de ilustración y progreso con unos modismos
musicales retrospectivos. Por último, el coro representa al propio pueblo
alemán celebrando su patrimonio cultural exclusivo a través de una
afirmación coral 309 .
La música de J. S. Bach había caído en el olvido durante la segunda
mitad del siglo XVIII casi en todas partes a excepción de Leipzig y Berlín, y
a principios del siglo XIX la canonización de la música alemana fue paralela
al resurgir de la obra del compositor. En la biografía de Bach que escribió
Forkel en 1802, su historia de la música abarcaba hasta el siglo XVIII y,
escudándose en una retórica nacionalista, demandaba apoyo financiero. La
portada dedica el libro a los admiradores «patrióticos del verdadero arte de
la música». Las obras de Bach son un tesoro nacional incomparable con los
de otros países, y Forkel insta a sus lectores a «sentirse orgullosos» de él.
Además, Forkel mantiene la tesis de que Bach es el equivalente musical a
los clásicos literarios de la antigua Grecia y Roma y debería estudiarse en
los colegios para poder completar una educación integral, estableciendo por
primera vez un vínculo entre el novedoso concepto de los clásicos
musicales y la música nacional alemana. El momento decisivo del
movimiento Bach fue la reposición en Berlín de la Pasión según San Mateo
dirigida por Mendelssohn en 1829, un paso crucial en la definición del
canon alemán que convertía a Bach en un compositor nacional por medio
de la ejecución de una de sus partituras más grandiosas y por consiguiente
más monumentales, expresión de elevada gravedad y espiritualidad. El
director y teórico del Berliner Allgemeine Musikalische Zeitung, Adolf
Bernhard Marx, predijo que dicha ejecución supondría «abrir el portón de
un templo que llevaba mucho tiempo cerrado» y alcanzaría la condición
«no de un festival, sino de una celebración religiosa de gran solemnidad».
Al mismo tiempo, los alemanes estaban reivindicando la figura de Händel,
hasta el punto de recuperar la grafía original de su apellido, y el compositor
se convirtió en el soporte de los festivales corales en Alemania del mismo
modo que estaba ocurriendo en Inglaterra. En 1851 el Bach Gesellschaft se
embarcó en una edición integral monumental de las obras de Bach, logro de
esa disciplina nueva y orientada hacia la historia: la musicología. A esto le
siguieron una serie de ediciones completas, comenzando por Händel y
continuando con Mozart, Schubert y Beethoven 310 .
Si Bach y Händel eran los cimientos del canon alemán, entonces
Beethoven era el eje central. Mientras que a los dos primeros se los
consideraba grandes artesanos, avalando de este modo la imagen de
destreza y laboriosidad que los alemanes tienen de sí mismos, Beethoven
era una gran personalidad de la Edad Moderna, el epítome del «genio
original». Las imágenes de lucha heroica, sufrimiento, superación y triunfo
fueron imponiéndose al retratar la vida y la música de Beethoven. Las obras
que mejor se ajustaban a esa imagen del compositor eran las del
denominado «estilo heroico» de la década de 1800, como la Tercera y
Quinta Sinfonías, las oberturas «Egmont» y «Leonore» y la Sonata para
piano op. 53 («Waldstein»). El estilo se caracteriza por unos ademanes
públicos y grandiosos, efectos muy dramáticos que implican una narrativa,
una energía impulsora y finales triunfantes. Estas piezas constituyen el
patrón de oro que se debe emular al componer, especialmente en el género
de la sinfonía, que durante el siglo XIX era el vehículo idóneo para alcanzar
la excelencia en el campo de la música instrumental. Tal y como afirmaba
Robert Schumann en 1839, «del mismo modo que Italia cuenta con
Nápoles, Francia con su Revolución, Inglaterra con su flota, etc., los
alemanes cuentan con las sinfonías de Beethoven. Con Beethoven, el
alemán se olvida de que no tiene escuela de pintura; con Beethoven imagina
que ha cambiado el curso de las batallas perdidas ante Napoleón; incluso se
atreve a situar a Beethoven al mismo nivel que a Shakespeare» 311 . En
Alemania y fuera de ella, durante los siglos XIX y XX se inmortalizó a
Beethoven con estatuas, iconografía, publicaciones, estilo interpretativo,
crítica y biografías. Es más, durante este proceso de acogida Beethoven
estableció una estrecha relación con la política cultural alemana. Desde la
unificación de Alemania en 1871 hasta su reunificación en 1989 y con
posterioridad, los políticos alemanes de todas las ideologías han invocado
su legado 312 .
A finales del siglo XIX , con la idea del compositor como genio original
ya firmemente asentada, el historicismo, el universalismo y el nacionalismo
alemanes se combinaron de diversas formas. En su tratado Oper und Drama
(1851) Wagner se posicionó como heredero del legado de Beethoven al
promover los avances «necesarios» en la historia de la música. En
Beethoven, su ensayo publicado en 1870, centenario de la muerte del
compositor, Wagner atribuía a Beethoven características semejantes a las de
su héroe filosófico, Arthur Schopenhauer: el compositor sordo alcanzaba
una capacidad de percepción metafísica sobre la misma esencia del mundo
mediante sus visiones ensoñadoras. Pero también se retrataba a Beethoven
como un compositor característicamente alemán, y el ensayo revelaba un
chovinismo antifrancés intensificado gracias a la reciente victoria militar
prusiana. Los dramas musicales de Wagner llevaban a escena el principio
del canon musical alemán: sus obras no se limitan a formar parte del
repertorio; cada una de ellas aspira a alcanzar el grado de experiencia
monumental y trascendental. Brahms también percibía el legado de
Beethoven con la misma intensidad, aunque de modo más opresivo debido
a la naturaleza de su proyecto clasicista. Su largamente demorada serie de
cuatro sinfonías aborda la sensación de una crisis en la continuidad del
género y trata de impulsar una tradición y de mantenerla como foco de
atención en una época de cambios rápidos y diversificación en el campo
musical. Con no menos entusiasmo que Brahms, el modernista Schönberg
se implicó de lleno en la labor de continuar la tradición musical alemana, y
es célebre su cita, no del todo en broma, acerca de su técnica «serial»
dodecafónica: «Un descubrimiento que confirmará la supremacía de la
música alemana durante los siguientes cien años» 313 .

Cánones secundarios en la música nacional

Los nacionalistas no alemanes de finales de los siglos XIX y XX también


mostraban gran inquietud al perfilar al futuro de la música, pero no
contaban con tanto material con el que trabajar, dado que el repertorio del
que disponían era más limitado, o lo era al menos el repertorio de su pasado
más reciente que podría servir de base para crear una escuela de
composición moderna. La producción de los cánones secundarios requería
conceptualizar un determinado nacionalismo musical del pasado en el que
poder apoyarse.
Una idea útil en esta clase de proyecto consiste en encontrar una
temprana edad de oro de la cultura nacional cuyo espíritu, si no
directamente su estilo musical, aspiran a resucitar los nacionalistas. De este
modo los compositores modernos evitan las corrientes internacionales y
obtienen su inspiración de la fuente purificada de la tradición autóctona. Así
pues, «el Renacimiento musical inglés» de comienzos del siglo XIX se
presentaba como el «renacimiento» de los grandes logros musicales
ingleses de los periodos Tudor y jacobino; Falla, después de 1920, concebía
el neoclasicismo como el resurgimiento de las grandes tradiciones
musicales españolas de los siglos XVI y XVII , y justo antes y durante la
Primera Guerra Mundial Debussy volvió la mirada al glorioso siglo XVIII de
Couperin y Rameau buscando un clasicismo pulido y una alternativa a los
vínculos alemanes con el Romanticismo musical tardío. El movimiento
careliano finlandés se postulaba como una especie de edad de oro, aunque
su legado musical permanecía oscuro. Al volver a establecer un nexo de
unión con el legado de épocas pretéritas, los músicos trataban de redimir un
pasado ignominioso más reciente. Aun así, la existencia de una edad de oro
no era un requisito indispensable en el campo de la composición: Smetana
aspiraba a fundar una escuela checa de composición, pero se centró en
Mozart, Wagner y Liszt como fuentes de inspiración y no en el fértil legado
de compositores nacidos en Bohemia entre el siglo XVIII y principios del XIX
, como Stamitz (padre e hijo), Gassmann, Vaňhal, Mysliveček, los
hermanos Benda y Wranitzky, Dussek, Tomašek, Vořišek e incluso Gluck.
No del todo desvinculado del tema de las edades de oro está la
identificación de un Otro amenazador o incluso de un «enemigo interior»
como objeto de resentimiento, que vienen a servir como punto de unión y a
transmitir una razón de ser a los movimientos que en otras circunstancias
podrían estar difusos. Para los cánones secundarios el Otro obvio era
alemán, aunque los nacionalistas musicales casi nunca dirigían sus iras
hacia los compositores alemanes y su música como tal. El kuchka ruso veía
al Otro amenazante en la figura de Anton Rubinstein, pero sus objeciones
estaban relacionadas con el hecho de que contratase a músicos alemanes
para impartir el plan de estudios en el Conservatorio de San Petersburgo,
con su programa de composición conservador y con el mecenazgo
aristocrático de la Sociedad Musical Rusa más que con la música alemana
tout court . A Grieg y a Sibelius les ofendía el desdén con que los acogieron
en diversas ocasiones en Alemania a pesar de desear a toda costa el
reconocimiento en dicho país. Sin embargo, Balakirev recomendaba a
Beethoven y a Schumann como modelos, Sibelius sentía una admiración
desmedida por Wagner y Bruckner y Smetana, D’Indy y Elgar eran
wagnerianos, mientras que Vaughan Williams idolatraba a Bach. El canon
alemán en sí mismo normalmente no se definía contra el Otro, a pesar de la
demonización que Wagner hacía de los franceses en sus escritos en prosa y
de la advertencia de Hans Sachs acerca del dominio de influencias
extranjeras al final de Die Meistersinger.
Otro modo de establecer un canon de música nacional consistía en
encontrar un gran precursor: un profeta que proporcionase modelos que
imitar, la piedra angular del canon y un objeto de veneración y
conmemoración. Para el kuchka el precursor era Glinka, en cierto modo una
figura inverosímil, un aristócrata despreocupado y con poco interés por el
nacionalismo cultural que, no obstante, fue elevado a la categoría de
fundador mítico de la escuela rusa y cuyo encuentro con el joven Balakirev
parecía simbolizar la entrega del testigo. Durante el periodo estalinista la
renacionalización de la música rusa trajo consigo una metamorfosis
soviética en libros y largometrajes que convertiría al compositor en
progresista, hasta el punto de que se llegó a sustituir el título Una vida por
el zar por el de Ivan Susanin en honor a su héroe campesino, además de
proporcionarse un nuevo libreto a la obra 314 . Tras la derrota en la guerra
franco-prusiana, los intentos franceses por renovar la cultura nacional
incluyeron un interés renovado por el gran maestro de la ópera del siglo
XVIII Philippe Rameau. En 1876 se inauguró un festival centenario en
homenaje a Rameau en Dijon, su ciudad natal, y más adelante se publicó un
volumen de sus obras con contribuciones editoriales de Saint-Saëns,
D’Indy, Debussy y Dukas que manifestaban una significativa unidad de
criterio. Al establecer su propia figura clásica, los franceses elaboraban una
genealogía de la música nacional francesa moderna que pasaba por alto a
los clásicos alemanes. Un modo muy eficaz de celebrar y «nacionalizar» a
un precursor y su consiguiente tradición era recurrir a la repatriación y
reinhumación de sus restos, en caso de que estuviesen enterrados en el
extranjero. En Alemania Wagner logró un golpe de mano publicitario
cuando los restos de Weber, muerto en Londres en 1826, fueron devueltos a
Dresde, donde había trabajado como Kapellmeister durante los diez últimos
años de su vida. Para el entierro, Wagner compuso música fúnebre sobre
temas del Euryanthe de Weber para acompañar a un desfile de antorchas y
un himno para coro masculino. Junto a la tumba ensalzó la figura de Weber
con un pronunciado romanticismo («Nunca ha existido un compositor más
alemán que tú…») y más tarde informó de los acontecimientos, para su
mayor gloria y reputación nacional, afirmando que la idea del nuevo
entierro había sido solo suya. Wagner le otorgó así a Weber el papel de un
Juan Bautista musical y contribuyó a determinar la noción de la ópera
romántica alemana como parte de la tradición nacional 315 . Un grabado del
siglo XIX de la tumba de Weber destaca su carácter austero y monumental
(Fig. 6).
Fig. 6. Figura 6: Tumba del compositor Carl Maria von Weber en Dresde, Alemania. Grabado del
siglo XIX
© ACI / Bridgeman

Los géneros seleccionados por los compositores definían las rutas del
estatus canónico que adoptarían sus obras. Sinfonistas tales como Balakirev,
Rimski-Korsakov, Borodin, Chaikovski, Glazunov, Dvořák, Sibelius, Elgar,
Vaughan Williams, Harris y Copland trataban de medirse con el heroico
legado de Beethoven; con sus sinfonías pretendían unirse al canon universal
y alcanzar la excelencia de modo tradicional, si bien normalmente con
algún tipo de inflexión nacional. Sin embargo, los temas principales de la
música nacional analizados en anteriores capítulos —como la incorporación
de la canción tradicional, la representación de la patria y la alusión a mitos
y leyendas— tuvieron sus materializaciones más efectivas en los géneros de
la rapsodia, las danzas breves para piano, las óperas, los poemas sinfónicos
y la cantata. Estos géneros construyeron sus propias tradiciones modernas,
y entre compositores de diversos países pudo producirse un cruce de
influjos (Chopin influyó a los compositores kuchka, que a su vez influyeron
a Sibelius, quien dejó su huella en Butterworth, Vaughan Williams y
Harris). La música para piano con una complejidad digna de un virtuoso y
un carácter heroico, como en el caso de las Rapsodias húngaras de Liszt y
las polonesas maduras de Chopin, podía igualar a la sinfonía en su carácter
épico, ahora manifestado en el esfuerzo físico del solista, y codificar la
lucha del pueblo por su soberanía y por adquirir la categoría de estado.
Piezas breves de compositores como Chopin y Grieg se convertían en
magníficas colecciones, concretamente en ediciones íntegras que parecían
abarcar toda la vida de la nación, el folclore al completo en la sala de
conciertos. En ocasiones los poemas sinfónicos también se agrupaban en
colecciones. Las seis piezas de Má Vlast de Smetana son un ejemplo obvio,
pero los poemas sinfónicos nacionales en realidad suelen presentarse en
juegos de cuatro obras, como aspirando a poseer un estatus sinfónico
tradicional con tempi alternativos y contrastes de carácter. Ejemplos de todo
esto son las orientalistas Sheherazade y Antar de Rimski-Korsakov, las
Cuatro leyendas del Kalevala, de Sibelius, North Country Sketches
(Bosquejos del país del norte) de Delius y, en un sentido más laxo, los
cuatro poemas sinfónicos sobre baladas terroríficas extraídas de la
colección Kytice, de Karel Jaromír Erben, todos ellos compuestos en 1896
(El duende del agua, La bruja del mediodía, La rueca dorada y La paloma
salvaje) .
En el caso de Chopin, su producción está dedicada prácticamente por
completo a obras para piano, la mayoría bastante breves. Tanto durante la
década de 1830 como durante la de 1840 la ópera era el único vehículo
válido para obtener un prestigio nacional como compositor, y los amigos de
Chopin en la Varsovia ocupada le instaron, aunque en vano, a componer
una ópera nacional para la causa polaca. La acogida de la música de Chopin
en la Polonia del siglo XIX estaba influida por la percepción y la
celebración de los valores nacionales, con independencia del género,
aunque su difusión tenía restricciones y en gran medida se favorecían sus
obras más tempranas 316 . La música de Chopin se convirtió en el eje
central del repertorio del concertista de piano, y Breitkopf & Härtel publicó
una edición completa de Chopin entre 1878 y 1880, un privilegio, hasta la
fecha, solo al alcance de los compositores alemanes y austríacos. De este
modo Chopin se ganó su entrada en el canon universal, aunque, al no haber
grandes compositores polacos durante la segunda mitad del siglo XIX , su
figura no supuso la consumación de un canon polaco. La edad de las
grabaciones y las retransmisiones jugó en favor de Chopin al dar un giro al
modo en que se consumía la música que restó importancia a la predilección
por las piezas breves. En 1938-1939, la víspera de la invasión nazi de
Polonia, el gran pianista polaco Arthur Rubinstein grabó todas las
mazurcas, un estudio exhaustivo de piezas cuyo propósito original era que
fuesen interpretadas en privado y a un nivel amateur y que se editasen solo
en series de tres o cuatro. La tecnología facilitó y monumentalizó lo que los
nacionalistas entendían como la comunicación del Volkgeist . Durante el
siglo XX , el carácter intimista de las mazurcas se consideró una expresión
polaca más auténtica que las heroicas polonesas. Tras la Segunda Guerra
Mundial, el régimen comunista de Polonia utilizó la música de Chopin para
las ceremonias de estado, los conciertos oficiales y los acontecimientos
artísticos. Los políticos, incluido el presidente, participaron en la
celebración del centenario de la muerte de Chopin en 1949, y el año 1960,
ciento cincuenta aniversario de su nacimiento, fue declarado oficialmente
«Año Chopin» 317 .
El caso checo ilustra la complejidad de configurar un canon secundario.
En esta ocasión surgió una tradición característica en el modo de componer
consistente en que determinados rasgos estilísticos y temáticas eran
compartidos por compositores que se conocían, se enseñaban los unos a los
otros o incluso establecían lazos familiares (por ejemplo, Josef Suk era
alumno y yerno de Dvořák). Los compositores y críticos checos hablaban
con total libertad del «sentir checo» en la música, y se ha impuesto una
tendencia a escuchar su repertorio desde este planteamiento tanto entre
checos como no checos. Sin embrago, una mirada más cercana a la música
de los dos «grandes compositores» checos del siglo XIX , Smetana y
Dvořák, nos revela diferencias culturales de calado. Smetana, un
germanoparlante de clase media que se crio en localidades del sur de
Bohemia, era un nacionalista ideológico muy implicado en la noción de la
cultura nacional checa. En el plano personal, escogió volver a su patria tras
abandonar Suecia y luchar por llevar a la práctica su modo de pensar, lo que
al final tuvo un altísimo coste personal —murió en la miseria— cuando
podría haber disfrutado de una posición segura en el extranjero. Por el
contrario, Dvořák hablaba checo y era de origen rural, procedente de una
aldea, y su trayectoria artística logró reconocimiento internacional tras
recomendar Brahms sus Duetos moravios al editor Simrock, quien luego le
encargaría la primera serie de Danzas eslavas. Compuso música de cámara
para los vieneses y los alemanes y oratorios y una sinfonía para los ingleses,
además de inventar un estilo nacional para Norteamérica. Al igual que
Smetana, Dvořák sabía componer al «estilo checo», y lo demostró en la
música instrumental abstracta de los scherzos furiant de la Sinfonía n.° 6 y
del Quinteto para Piano op. 81. Su Obertura husita (1883) sigue el ejemplo
de Tábor, Blaník y Libuše de Smetana al aprovechar la coral husita. Pero el
mismo Dvořák confesó a su compañero de oficio, el compositor Oskar
Nedbal, que, aunque la música de Smetana era checa, la suya era en esencia
«eslava» 318 . Compuso tres Rapsodias eslavas y dos series de Danzas
eslavas. En este último caso se incluía un baile de corro serbio, una
polonesa polaca y una danza odzemek, todo un estudio sobre el folclore
musical eslavo dentro del Imperio Habsburgo. Igual que los Duetos
moravos (no muy auténticos en lo referente a música étnica), compuso dos
series de mazurcas polacas. Una parte importante de sus movimientos
instrumentales llevan por título «Dumka», término que alude a una elegía
ucraniana pero que al utilizarlo Dvořák define una pieza en corte con
secciones lentas y rápidas bruscamente contrastadas, virando desde la
melancolía hasta el delirio y viceversa. Sus óperas Vanda y Dimitrij se
basan en temas polacos y rusos respectivamente, y por consiguiente no
siguen el trazo marcado por Smetana y sus óperas, cuyas fuentes son
episodios heroicos de la historia o las leyendas checas 319 . A Dvořák le
atraían las tradiciones vienesas de música instrumental abstracta (sonata,
sinfonía, cuarteto para cuerdas, concierto) mucho más que a Smetana, que
prefería la «Nueva Escuela Alemana» de Liszt y de Wagner. En lo que
respecta a la política checa, Smetana se identificaba con el librepensador
partido de los «jóvenes checos», que englobaba a intelectuales, artistas y
periodistas, mientras que Dvořák afirmaba ser afín a los postulados del
«viejo partido checo», asociado con la Iglesia y las clases acomodadas. Al
principio los intelectuales checos se decantaron claramente por Smetana.
Otakar Hostinský y Zdeněk Nejedlý, los dos grandes críticos y formadores
de opinión en el ámbito de la música checa y cuyos escritos abarcaban casi
un siglo, tomaron ambos partido por Smetana. Nejedlý utilizó su
publicación Smetana para atacar a Dvořák, y a partir de la década de 1870
los debates en torno a la música «progresista» y lo wagneriano hicieron
mucho ruido hasta las dos primeras décadas del siglo XX . Para Nejedlý el
sucesor de Smetana era Zdeněk Fibich, a quien siguieron sucesivamente
Josef Foerster y Otakar Ostrčil, figuras hoy en día escasamente conocidas
fuera del territorio checo 320 .
Pero si a algo contribuyeron estas divergencias en la canonización de la
«música checa», fue a reforzar su personalidad musical. Mientras que
Smetana representa un programa ideológico de autorrealización nacional,
aportando óperas monumentales y poemas sinfónicos que retratan el paisaje
de la patria, reformulan los mitos y leyendas nacionales y celebran la
soberanía checa, Dvořák contribuye con obras bien elaboradas en el campo
de la tradición instrumental abstracta, permitiendo de este modo la unión de
la música checa con el canon universal. Mientras que el carácter ceremonial
y esporádico de algunas de las partituras explícitamente nacionales de
Smetana, como Libuše, ha limitado sus posibilidades interpretativas,
Dvořák ha gozado de mayor reconocimiento internacional, difundiendo con
mayor amplitud la reputación de la música checa. A través tanto de Dvořák
como de Smetana la música checa ha recorrido dos rutas complementarias
hacia el estatus canónico manteniendo un cierto grado de consistencia
estilística. Al igual que con Chopin en Polonia, el establecimiento de un
canon musical checo lo determinan la acogida internacional de la música
checa, su prestigio y los esfuerzos de nacionalistas autóctonos como
Nejedlý.
El caso de Rusia es en cierta medida similar al checo. Por mucho bombo
que musicólogos e intelectuales diesen al kuchka, Chaikovski ha gozado de
mayor protagonismo, en especial en Inglaterra y Estados Unidos, debido a
su éxito en el plano sinfónico. Las tres últimas de sus seis sinfonías, el
Concierto para Piano n.° 1, el Concierto para Violín y sus oberturas y
poemas sinfónicos forman parte del repertorio concertístico habitual. Esto
también es aplicable a Rachmaninov, con sus conciertos para piano y sus
sinfonías. Por otro lado, Mussorgski contribuyó a la «gran ópera rusa»
(Boris Godunov), Balakirev y Stasov ayudaron a perfilar una ideología
nacionalista y Rimski-Korsakov la ilustró con su técnica pulida y brillantes
obras maestras orquestales. Uno de los cometidos de los musicólogos
durante las últimas décadas ha sido el de separar el repertorio relativamente
heterogéneo de la música rusa de las ideas nacionalistas omnicomprensivas
que han tratado de atribuirle un sentido. El canon ruso ha demostrado ser
dúctil tanto en Occidente como en la antigua Unión Soviética. Lenin estaba
a favor de la alta cultura y pretendía edificar sobre las obras maestras del
arte burgués y aristocrático, educando a las masas para saber apreciarlo,
mientras que Stalin trató de aislar a la Unión Soviética del desarrollo
moderno occidental en el campo de las artes, y encontró en las tradiciones
musicales autóctonas una poderosa herramienta política. A mediados del
siglo XX Shostakovich se unió al canon sinfónico ruso con obras que, a
partir de su Sinfonía n.º 5, fueron más o menos aceptadas por el régimen.
La Orquesta Filarmónica de Leningrado estrenó siete de sus sinfonías bajo
la dirección musical del legendario Yevgeni Mravinski, que ocuparía su
puesto durante medio siglo, desde 1938 hasta 1988. La orquesta se convirtió
en un escaparate soviético de virtuosismo y disciplina, llegando a
fomentarse un cierto culto en torno a sus interpretaciones, que transmitían
una especial autenticidad dentro del repertorio sinfónico ruso.
A comienzos del siglo XX los músicos franceses empezaron a dar
importancia a los cánones al tiempo que se incrementaba la rivalidad
nacional con Alemania, Wagner dominaba el terreno musical y el caso
Dreyfus sacaba a relucir las profundas divisiones existentes en el seno de la
sociedad francesa. La gran mayoría consideraba que la nueva música
francesa debía expresar su identidad nacional y aumentar el orgullo de la
nación en el ámbito cultural, además de introducir una perspectiva
universalista al debate, dado que una gran parte de los franceses se
consideraban los verdaderos portadores de la cultura europea como tal y el
bastión de los valores «clásicos» en el arte. Los críticos solían citar la
música serena y pulida de Gabriel Fauré (que no era nacionalista ni política
ni musicalmente) como modelo de arte francés y del carácter nacional.
Pero, en general, al contrario que los alemanes, los músicos franceses no se
ponían de acuerdo acerca de la tradición universal de la que eran herederos,
la que debían defender y resucitar. Esto derivó en amargas disputas 321 .
Por ejemplo, D’Indy consideraba que los compositores franceses debían
ser continuadores de la tradición sinfónica universal. En su Schola
Cantorum les decía a sus alumnos que Beethoven era el sinfonista más
grande, aunque afirmaba que los compositores alemanes ulteriores no
estaban a su altura, de modo que el que había tomado el testigo había sido
el maestro de D’Indy, César Franck, cuyo desarrollo del principio cíclico
D’Indy calificaba como «nuevo y exclusivamente francés» . Los partidarios
de D’Indy llegaron a presentar a François-Joseph Gossec como padre de la
sinfonía, rivalizando con Haydn, e insinuaban que en realidad la tradición
sinfónica pertenecía a los franceses tanto como a los alemanes y que podían
competir con ellos con partituras de un nivel superior. Por el contrario, los
adversarios de la sinfonía, primero Debussy y luego otros que, como
Maurice Ravel y Charles Koechlin, se identificaban con su postura, argüían
que la versión de la sinfonía proveniente de la Schola era un género
importado que sofocaba las verdaderas virtudes francesas de claridad,
simplicidad y arraigo en el mundo objetivo. El gobierno de la Tercera
República dio su apoyo oficial a la sinfonía, y en 1904 estipuló que las dos
series de conciertos orquestales parisinos debían programar al menos tres
horas anuales de música francesa, en gran medida sinfónica, y en 1906
estableció una competición para la composición de nuevas sinfonías, con su
consiguiente gratificación económica y la promesa de que serían
interpretadas en diversas ocasiones 322 .
Debussy y sus partidarios concebían un linaje nacional alternativo que
tenía su origen en los compositores franceses del siglo XVIII : los
clavecinistes, especialmente François Couperin «Le Grand» (1668-1733), y
el compositor de óperas y teórico de la música Jean-Philippe Rameau
(1683-1764). Como afirmaba Debussy en 1915,
durante muchos años no he dejado de repetir este hecho: hemos sido infieles a la tradición
musical de nuestro pueblo durante un siglo y medio… Lo cierto es que desde Rameau no
contamos con una tradición francesa propia. Su muerte rompió el hilo de Ariadna que nos guiaba
en el laberinto del pasado. Luego dejamos de cultivar nuestro jardín, y en vez de ello estrechamos
la mano a vendedores de paso procedentes de todo el mundo. Escuchamos sus burradas
pacientemente y compramos su basura 323 .

En algunas de sus partituras, fundamentalmente las obras compuestas


durante la Primera Guerra Mundial, conmemoraba a grandiosos precursores
con guiños clasicistas. Hommage à Rameau (1905), de Debussy, del primer
libro de sus Images para piano, es una zarabanda al estilo de Rameau
basada en una melodía de su ópera Castor et Pollux . En 1915 la trayectoria
compositiva de Debussy viró de las piezas pictóricas y basadas en textos a
las instrumentales y abstractas con títulos genéricos. Sus doce Études para
piano (1915) están dedicados a la memoria de Chopin, cuyas obras
completas publicaba Debussy por aquella época para el editor Durand.
Desde la perspectiva de Debussy, Chopin era un compositor no alemán y de
padre francés que vivió en Francia la mayor parte de su vida adulta. En el
prefacio, Debussy alude a los clavecinistes, creando de este modo un linaje
en el campo de los instrumentos de teclado que se remonta desde el siglo
XIX hasta volver la mirada al siglo XVIII , añadiendo su propia y monumental
obra, resumen de la moderna técnica pianística en un estilo contemporáneo.
Dadas las tempranas visiones estéticas de Debussy, otra sorpresa la
constituye la serie planificada de seis sonatas instrumentales abstractas, de
las cuales concluyó tres: las compuestas para violonchelo y piano, viola y
flauta y violín y piano. Aunque Debussy había compuesto anteriormente un
cuarteto para cuerdas, estas fueron sus primeras obras que llevaban el título
de «sonata». En las partituras publicadas se refiere a sí mismo como
«Claude Debussy, Musicien Français», y se preocupó de que el editor
imprimiese una portada que recordase a las ediciones de Couperin o
Rameau, y no, como se propuso en un principio, una que pudiera
considerarse un mero plagio de un diseño moderno de Breitkopf. Sin
embargo, los vínculos del género con Alemania son innegables, y Debussy
llegó a incorporar procesos cíclicos al estilo de Franck y D’Indy sin llamar
la atención sobre ellos. A diferencia de los estridentes sentimientos
antialemanes que encontramos en sus escritos críticos, la configuración
musical del canon en Debussy fue un proceso ambiguo. Otra pieza
clasicista de este periodo, la suite para piano Le tombeau de Couperin, de
Ravel, compuesta entre 1914 y 1917, está estructurada al modo de una suite
barroca francesa para teclado y comprende seis movimientos dedicados a la
memoria de uno de los amigos de Ravel muerto en la guerra, vinculando
directamente de este modo a un gran precursor musical francés con el
conflicto nacional contemporáneo 324 .

La identidad inglesa en la música

El concepto de la identidad inglesa en el ámbito de la música, que emergió


con fuerza durante el periodo de entreguerras, es un ejemplo práctico
excepcional de la canonización de la música nacional. El canon inglés
moderno se formó a dos bandas, una parcialmente accidental y la otra
parcialmente deliberada. La semejanza entre los compositores más
celebrados se enfatizó de tal modo que parecían configurar una única
«escuela», y a cada uno de ellos se le atribuyó un determinado modo de
audición, además de asociaciones extramusicales. Aunque habían existido
nociones de «música inglesa» con anterioridad, la idea de que la música de
los compositores ingleses poseía unas cualidades nacionales singulares que
la distinguían de otras músicas era una novedad. El debate generado durante
este periodo configuró las respuestas a la música inglesa durante lo que
quedaba del siglo XX e incluso hasta hoy en día. Se minimizaron las
significativas diferencias que existían tanto a nivel estilístico como
ideológico entre las figuras más relevantes, como Elgar, Delius y Vaughan
Williams, y, por lo menos en público, se enterraron las viejas riñas. El papel
que desempeñó la recién creada BBC fue clave no solo al configurar y
propagar este canon de la música inglesa, sino también a la hora de crear un
contexto donde se hiciese necesaria como plataforma tanto de la música
popular como del ultramodernismo europeo. Ante semejantes retos, la
institución de la música culta inglesa necesitaba consolidarse. Sus métodos
incluyeron una selección de la obra de los compositores más celebrados,
destacando sus puntos en común; el uso de un tono crítico emoliente y lírico
que insistiese en su asociación con el campo inglés; las celebraciones, los
memoriales, las emisiones de la BBC y los festivales, y, de modo más
concreto, las retransmisiones de la BBC de los programas del Armistice
Day (Día del Armisticio). Las respuestas aprendidas por los oyentes durante
este periodo son reforzadas en la actualidad por las cubiertas de los CD y
las imágenes televisivas que acompañan a la música.
La estructura ideológica fundamental de la música inglesa de finales del
siglo XIX y la primera mitad del XX se ha denominado «renacimiento
musical inglés», expresión que utilizaron por primera vez los propios
músicos ingleses en la década de 1880 en alusión a los desarrollos surgidos
en Inglaterra en el ámbito de la composición, para más tarde elaborar un
relato de reconexión con una época dorada de compositores isabelinos y
jacobinos, a la que siguió un periodo de declive y decadencia durante los
siglos XVIII y XIX . Más recientemente los historiadores han utilizado dicha
expresión para referirse a un programa específico y a una red cuyo objetivo
era crear un establishment centralizado de la música inglesa 325 . En este
sentido, las instituciones del Renacimiento eran el Royal College of Music
(RCM), el Dictionary of Music and Musicians de Grove, el periódico The
Times, la revista académica Music & Letters y, hasta cierto punto, la
Universidad de Cambridge. Más adelante el movimiento contó con el apoyo
de la revista literaria Scrutiny. Las posiciones de liderazgo en el mundo de
la música las ocupaban los mismos que dirigían estas instituciones. Se
dedicaban libros mutuamente y por lo general unos y otros compartían su
visión de la música inglesa y su futuro. Incluían al mismo George Grove,
paladín de la música victoriana, primer director del RCM y primer editor de
su Diccionario; Hubert Parry, el segundo director del RCM, compositor
fecundo y catedrático de la Universidad de Oxford; Charles Villiers
Stanford, compositor y catedrático en el RCM y Cambridge; W. H. Hadow,
decano del Worcester College de Oxford, vicerrector de la Universidad de
Sheffield, editor de la Oxford History of Music y autor de English Music
(1931); Francis Hueffer, crítico musical de The Times; J. A. Fuller
Maitland, el sucesor de Grove como editor del Dictionary y también
sucesor de Hueffer en The Times; Ralph Vaughan Williams, alumno de
Parry y Stanford y más tarde catedrático del RCM; H. C. Colles, catedrático
del RCM y sucesor de Fuller-Maitland en el Dictionary y The Times; y
Frank Howes, el adjunto de Colles en The Times, que llegaría finalmente a
ser su sustituto, además de autor de The English Musical Renaissance
(1966). En general todos ellos veían con buenos ojos la tradición germano-
austríaca de los siglos XVIII y XIX , aunque no su continuación en el siglo XX
, consideraban a la música inglesa diferente y mostraban vivo interés por las
canciones tradicionales inglesas. Para la generación de Ralph Vaughan
Williams, el Renacimiento, en lo que a composición se refiere, asumió la
condición de movimiento nacional de raigambre folclórica, característico
del siglo XIX o principios del XX , situando en primer plano las canciones
tradicionales, la modalidad y otros arcaísmos técnicos, junto a la poesía de
Housman y a los «georgianos», además de hacer hincapié en el paisaje de la
patria inglesa. Había asociaciones estilísticas con Grieg, Sibelius y los
compositores rusos, a pesar de que los propios músicos ingleses restasen
importancia a estos en sus escritos. Llegados a este punto, los objetivos del
Renacimiento cambiaron de rumbo y de las pretensiones de Parry y
Stanford de unirse al canon universal con sus sinfonías y su música de
cámara se pasó a la esperanza de fundar una escuela nacional con un
dialecto característico que expresase un espíritu nacional único 326 .
El «Renacimiento», como movimiento, aspiraba a fundar una institución
central que difundiese sus valores musicales a lo largo de la nación. En el
ámbito de la composición su mascarón de proa lo encontramos en Vaughan
Williams, cuya combinación de canciones tradicionales, modalidad e interés
por el radicalismo político y las tradiciones literarias fue fácilmente
asimilada. El mismo Vaughan Williams nació en el seno de la «aristocracia
intelectual inglesa», una red difusa de familias fundamentalmente
inconformistas cuyas elevadas contribuciones tanto a la cultura como a la
vida pública se mantuvieron durante muchas generaciones. Estas familias
no constituían una aristocracia basada en la sangre sino en su política de
enlaces matrimoniales. Apellidos célebres como Keynes, Trevelyan,
Darwin y Macauley pueden rastrearse hacia atrás y hacia delante
generación tras generación 327 . Vaughan Williams era sobrino de Charles
Darwin y su cuñada estaba casada con un Maitland, a quien el compositor
dedicó su temprana obra coral Toward the Unknown Region (Hacia la
región desconocida). Todos ellos compartían un legado ético, religioso y
literario. Más adelante, su compañero de clan J. A. Fuller Maitland alabaría
sin ambages a Vaughan Williams como su alma gemela y apoyaría su causa.
Elgar y Delius permanecieron al margen de esta red. A lo largo de la
décadas de 1890, 1900 y 1910, los apellidos de sus colegas y mecenas casi
nunca coinciden con los del estrecho círculo del Renacimiento. Las fuentes
literarias favoritas de Vaughan Williams, procedentes de las tradiciones
puritanas y radicales —Bunyan, Blake, Skelton, Whitman, Bright—, por
razones obvias no ejercían gran poder de atracción en el políticamente
conservador y católico Elgar, que prefería a Shakespeare, los románticos
ingleses y Longfellow y compuso un oratorio, The Dream of Gerontius (El
sueño de Geronte) , basándose en un poema de Cardinal Newman. A su
vez, Delius prefería la literatura europea moderna, como la de Friedrich
Nietzsche, Jens Peter Jacobsen y Gottfried Keller. Entre 1905 y 1907,
mediante sus conferencias en la Universidad de Birmingham, Elgar planteó
un desafío al Renacimiento, desacreditando implícitamente sus logros,
además de a algunas de sus figuras más relevantes. No mostraba interés
alguno por la música tradicional y evitaba la modalidad. A pesar de sus
célebres marchas orquestales y piezas ceremoniales para acontecimientos
de la realeza, la obra de Elgar aspiraba a alcanzar el canon universal. Por el
contrario, el esteta amoral y ateo Delius importunaba a sus amistades con su
eterno desprecio por Inglaterra y todo lo inglés, incluida su música, que
consideraba un elemento más de la beatería y la hipócrita moral inglesas.
Nacido en Bradford de padres alemanes, hablaba alemán como un nativo y
se sentía más en casa en Florida, Noruega, París, Alemania y finalmente en
Grez-sur-Loing que en Inglaterra. La mayor influencia étnica —y
posiblemente la predominante— en su música son los cantos
afroamericanos de las plantaciones (pentatonismo, chasquidos rítmicos),
aunque el lenguaje musical noruego de Grieg también tuvo un peso
importante en su obra. Tanto Elgar como Delius se sitúan en una tradición
poswagneriana más claramente que Vaughan Williams, y por lo tanto al otro
lado de la línea de demarcación técnico-estética de la música y la cultura
europeas modernas. Ninguno de ellos participó en el proyecto de una edad
de oro isabelina y, por tanto, no formaron parte de un «Renacimiento»
consciente de la música inglesa.
Esto no significa que no hubiese puntos en común entre los estilos u
objetivos de los tres compositores. La visión de mediados de siglo según la
cual los tres compartían una cierta identidad inglesa estaba parcialmente
distorsionada y era demasiado selectiva, pero no era producto de la
imaginación. Elgar y Vaughan Williams compartían un interés por los
fragmentos de diatonismo «puro», un recurso musical cuyo rastro se puede
seguir, a través de Parry, hasta los músicos eclesiásticos ingleses del siglo
XIX , como Samuel Sebastian Wesley, y finalmente, a través de la tradición
del oratorio, hasta Händel. Posee gran importancia el modismo musical de
la «disonancia diatónica inglesa», en el cual las disonancias complejas se
utilizan intensamente, aunque siempre se resuelven de un modo ortodoxo
dentro de un contexto diatónico 328 . El comienzo de la célebre oda coral de
Parry Blest Pair of Sirens (Bendita pareja de sirenas) (1887) ejemplifica el
modismo, mientras que su texto (At a Solemn Musick, de Milton) aporta la
nota de «nobleza inglesa». Elgar hizo un uso sistemático de este modismo,
aprovechando también las texturas características de las breves
composiciones corales para tres o cuatro voces masculinas sin
acompañamiento y las tradicionales piezas profanas para coro también sin
acompañamiento, y al mismo tiempo asimilando influencias de Liszt y
Wagner y desplegando una brillante instrumentación orquestal para crear
una versión propia y tremendamente agitada del ya existente modismo
«inglés». Vaughan Williams adoptó ocasionalmente el estilo de la
disonancia diatónica inglesa en sus obras primerizas, tal y como ocurre en
las primeras páginas, al estilo de Parry, de su A Sea Symphony (Una
sinfonía del mar) (1910) y el comienzo de «Easter» («Pascua de
resurrección»), la primera de sus Five Mystical Songs (Cinco canciones
místicas) (1911). Durante este periodo se advierte una clara afinidad con el
estilo de Elgar. Sin embargo, en sus obras posteriores Vaughan Williams
cambió el rumbo de su estilo diatónico, haciendo hincapié en la modalidad
y las influencias de las canciones tradicionales y la música eclesiástica
inglesa antigua. La versión de Elgar del modismo diatónico sobrevivió en el
repertorio conmemorativo y ocasional de Walton, Bliss y Ireland, pero
Vaughan Williams tuvo un impacto más amplio y profundo. Su diatonismo
modal definió una «escuela pastoral inglesa» a mediados del siglo XX e
influyó en los estilos de Herbert Howells, Gerald Finzi y otros. Otras
conexiones entre Elgar y Vaughan Williams incluirían un vivo interés por la
orquesta para cuerdas como medio expresivo —quizás un legado de la
tradición interpretativa inglesa de Corelli— y por la viola como instrumento
solista.
Mientras tanto, Delius no evitó Inglaterra por completo durante su vida
adulta. Sus visitas esporádicas para promocionar su música incluyeron una
en 1907, cuando se percibe un cambio en su estilo compositivo. Se diluye el
cromatismo poswagneriano y emergen con más fuerza el diatonismo y el
lirismo, y los breves poemas sinfónicos orquestales y las formas nítidas
reemplazan a sus enormes obras orquestales/corales u óperas sobre textos
modernistas. En Brigg Fair: An English Rhapsody (Brigg Fair: una
rapsodia inglesa) (1907) la serie de variaciones sobre una canción
tradicional inglesa que compuso lo situó a la vanguardia del movimiento
compositivo de las canciones populares inglesas. La forma de la canción
tradicional y la variación suponían un formato estándar para cualquiera que
conociera la música nacional rusa por aquella época. En North Country
Sketches (Bosquejos del país del norte) (1915), estrenada en Londres,
Delius compuso una obra orquestal en cuatro movimientos que recuerda a
una sinfonía paisajista con proporciones clásicas, incluyendo su scherzo
jaranero y folclórico. Delius tuvo relación con Inglaterra y el movimiento
de las canciones tradicionales a través de sus amigos Percy Grainger y
Philip Heseltine, y dicho estilo a veces se advierte en piezas como A Song
Before Sunrise (Una canción antes del amanecer) (1919). Por lo tanto,
aunque Delius continuó repudiando lo inglés en privado, sus propios actos
le preparaban para la repatriación, incluido, a sus cuarenta años, su cambio
de nombre de Fritz a Frederick 329 .
Durante el periodo de entreguerras la acogida de estos tres compositores
confluyó en la percepción de una identidad inglesa compartida que se
basaba en su relación con el paisaje, sobre todo sus onduladas colinas, que a
veces se describía con una prosa extática y que se presentaba a sí misma
como incorregible. Sin embargo, en ocasiones se afirma que la música es
tan reservada como el carácter inglés. Por ejemplo, en 1947 el catedrático
de música de la Universidad de Oxford J. A. Westrup escribió:
Observamos una cualidad en la música inglesa que nos hace mostrarnos diferentes. La música
inglesa tiende a lo romántico, aunque también a ser reservada. En gran medida evita los gestos
expansivos, y no debido a su falta de sensibilidad sino a su acostumbrada contención […]. Posee
una más que notable cualidad nostálgica que desafía al análisis meticuloso. Se encuentra presente
en la canción tradicional […]. En nuestra música encontramos algo que recuerda el campo inglés,
donde no suele desafiarse la vista sino que hay una ternura penetrante de armonía y contorno 330 .

Conforme las disputas del periodo de la Inglaterra de Eduardo VII iban


quedando atrás, incluso Ernest Newman, el biógrafo y amigo de Elgar,
además de crítico wagneriano y a veces enemigo de Vaughan Williams,
dejaba oír su tono conciliatorio:
Por lo que a mí respecta, la música de Vaughan Williams es por completo inglesa. Estas cosas me
conmueven profundamente porque los campos y ríos ingleses y la poesía inglesa que han
contribuido a darle forma también han contribuido a configurar una parte de mi ser. Cuando
reflexiono en los bellos y tranquilos prados ingleses durante el verano, lo hago junto a muchos de
mis queridísimos poetas ingleses, desde Chaucer en adelante; y cuando Vaughan Williams se une
a esta empresa con algunas de sus partituras, advierto la identidad inglesa de esta música hasta el
tuétano 331 .

Newman posee un poderoso sentimiento nacionalista, y propone un


espíritu trascendental del campo inglés que advertimos en periodos
históricos lejanos y diversos medios artísticos.
A partir de la década de 1920 en adelante, el periodismo, las biografías,
la crítica, la programación de conciertos, la producción discográfica y la
política de la BBC revaluaron a Elgar y a Delius en Inglaterra. En ambos
casos la selección desempeñó un papel fundamental. Se restó importancia a
las obras ceremoniales de Elgar; durante el periodo de posguerra muchos
llegaron a considerarlas un legado vergonzante de patriotería e
imperialismo eduardianos. El verdadero Elgar era el compositor de las
obras orquestales abstractas —las sinfonías, los conciertos, las oberturas y
la Introducción y allegro— y de The Dream of Gerontius (El sueño de
Geronte) . A su vez, esta música respiraba el aire del campo inglés. Al final
de su vida Elgar estrechó sus lazos con el mundo rural al pedir que la casa
de campo cerca de la aldea de Broadheath, en Worcestershire, donde nació
y pasó su primer año de vida se convirtiese en el Elgar Birthplace Museum,
sugiriendo al visitante sus orígenes rurales y no los de un pequeñoburgués
de ciudad. Al celebrarse su setenta y cinco cumpleaños en 1932, y con
motivo de su fallecimiento en 1934, se conmemoró su figura en libros,
publicaciones periódicas y conciertos, reforzando de este modo su imagen
332 .

Había documentación de sobra para demostrar su asociación con el


campo: los orígenes en el ámbito de la composición y los elementos
semiprogramáticos de su Introducción y allegro y de su música de cámara,
el relato de Caractacus, el segundo «interludio ensoñador» de Falstaff y las
observaciones del propio Elgar respecto a sus fuentes de inspiración en el
entorno paisajístico y natural de Worcestershire y Herefordshire. Sin
embargo, la mayoría de sus obras orquestales más importantes no
reivindican la representación o el retrato del paisaje inglés de un modo
directo, y casi todas las observaciones de Elgar acerca del entorno natural
son alusiones a las fuentes literarias del Romanticismo, que disfrutaba
intercambiando con sus amigos. A finales del siglo XX se creó una industria
turística y un legado que giraban en torno al «Elgar campestre», donde
literalmente se monumentalizaba a Elgar con estatuas erigidas en Worcester,
Malvern, Broadheath y Hereford. La identificación de Elgar con el paisaje
de Worcestershire culminó con el popular documental dramático realizado
para el programa Monitor de la BBC Elgar (1962), de Ken Russell; la
celebrada secuencia al principio de la película donde observamos a Elgar
niño cabalgando en un poni blanco a través de Malvern Hills, sin embargo,
no deja de ser mera ficción. Tras la muerte de Elgar, un número de Music &
Letters que rendía tributo al compositor contenía un breve artículo de
Vaughan Williams que llevaba por título «¿Qué hemos aprendido de
Elgar?». Sostenía que la fuente de inspiración de Elgar era puramente
inglesa. «La música de Elgar nos transmite a nosotros, sus compatriotas, un
sentido de lo familiar: la belleza íntima e individual de nuestros campos y
caminos.» Pero al final Vaughan Williams parecía haber «aprendido» más
bien poco de Elgar en lo referente a composición, a excepción del peculiar
préstamo de un trocito de melodía y la sensación general de que un inglés
podía escribir una partitura de sobresaliente manufactura. El artículo es
sobre todo un documento de canonización que asimila al compositor
fallecido al programa del Renacimiento, convirtiéndolo en un precursor y
cerrando de este modo el capítulo de la gran división poswagneriana 333 .
La repatriación de Delius en la década de 1920 y comienzos de la de
1930, tanto cultural como físicamente con la definitiva inhumación de sus
restos, ha sido definida por Robert Stradling como «un estudio de
asimilación cultural y recuperación nacional». La llevaron a cabo sus
defensores, como el crítico Cecil Gray, el compositor Philip Heseltine y el
director de orquesta sir Thomas Beecham, y su objetivo era sustituir a Elgar
por Delius como el gran compositor inglés moderno, aunque esta labor
finalmente derivase en su incorporación a un «amplio espectro». Respecto a
la relación entre el Renacimiento y Delius, Gray llegaría a afirmar
estrafalariamente que el compositor resucitó un espíritu inglés observado en
los isabelinos, en Dowland y en Purcell. El empeño culminó en 1929 con la
celebración del Delius Festival de Londres, con diferencia la mejor
exhibición en Inglaterra de la trayectoria artística del compositor.
Coincidiendo con el acontecimiento, Beecham escribió un artículo en el
Daily Mail titulado «El compositor que representa a Inglaterra». El mismo
Delius acudió al festival tras haber superado el desafío de cruzar el canal de
la Mancha, a pesar de padecer una parálisis grave y estar confinado en una
silla de ruedas. Tras la guerra, los conciertos en los que se interpretaba la
música del compositor en Alemania decayeron, razón por la que aceptó con
gusto la adulación, guardándose para sí sus opiniones sobre Inglaterra. Los
seis conciertos del festival consistían fundamentalmente en piezas breves,
destacando los poemas sinfónicos orquestales. A Mass of Life (Una misa de
la vida) (originalmente Ein Messe des Lebens, obra en la que pone música
al texto de Así habló Zaratustra) fue la única partitura de gran envergadura
334 .

Beecham, Gray y Heseltine introdujeron la asociación con el campo


inglés que más adelante se convertiría en la pieza fundamental de la acogida
inglesa de Delius; también hicieron hincapié en las melodías tradicionales y
la modalidad en la obra de Delius. La monografía de Arthur Hutching sobre
el compositor (1948) se centra en su modo de percibir el campo inglés,
describiendo sus vistas y sonidos con ternura y comparando la música de
Delius con la literatura de Keats, Jeffries y Hardy. Según Hutchings, In a
Summer Garden (En un jardín veraniego) (1908), obra inspirada en el
jardín de la esposa de Delius en Grez, es en realidad un reflejo de
Inglaterra: «El lento fluir del río Loing viene a reflejar una especie de río
Avon, Ouse o Medway» 335 . El 25 de mayo de 1935 esta idea se
materializó físicamente con el retorno a Inglaterra desde Grez de los restos
del compositor —en cumplimiento de su voluntad— para poder ser
reinhumados, aunque esta vez en el cementerio de St. Peter en Limpsfield,
en el condado de Surrey, una región con la que Delius no tuvo ninguna
relación en vida. Beecham pronunció una oración frente a su tumba. Incluso
Vaughan Williams consideró que debía acudir, a pesar de su profunda
aversión hacia Delius y el «cosmopolitismo» que representaba. Era obvio
que se trataba de una ceremonia nacional que requería una exhibición de
unidad. Ya bien entrado el siglo XX la música de Delius fue cayendo en el
olvido en Europa, pero en Gran Bretaña se retransmitía, interpretaba y
grababa con frecuencia, especialmente por parte de músicos británicos. Se
crearon una Fundación Delius y una Sociedad Delius, y muchos de sus
manuscritos están ahora en la British Library. En 1984 se conmemoró a
Delius junto a Elgar y a Holst gracias a una serie limitada de sellos sobre el
tema de los compositores británicos 336 .
En la década de 1920 la nueva BBC, que se fundó en 1922 como
empresa privada y sería nacionalizada en 1927 bajo la dirección del
magnánimo John Reith, fue configurando un ritual nacional y ceremonial a
través de la música. Con posterioridad a la Primera Guerra Mundial, esas
ocasiones desempeñaron un papel importante a la hora de cimentar la
unidad nacional y de cicatrizar las heridas de la nación. El desarrollo de la
radio supuso una revolución tecnológica y comunicativa que sirvió para
difundir los acontecimientos nacionales a una amplia audiencia, además de
para consolidar el sentimiento de nación. Según Rachel Cowgill, en este
proceso «determinadas obras fueron aceptadas y privilegiadas por encima
de las demás para convertirse en símbolos conmemorativos casi litúrgicos»,
destacando sobre todas la partitura de Elgar The Spirit of England (El
espíritu de Inglaterra). Sin embargo, había cierta flexibilidad en la elección
y los debates eran intensos en el seno de la BBC, dado que los locutores
hacían malabarismos para poder mantener un equilibrio entre el
patriotismo, el militarismo y el recuerdo 337 . Las veladas concertísticas de
1924 supusieron retrospectivamente un referente, debido a su relación con
lo pastoral y lo conmemorativo, además de por incluir a compositores que
murieron en la guerra. Tras el himno nacional, se programó la obertura de
Sullivan In memorian, la ahora desconocida cantata de Julian Clifford
Meditation y su poema sinfónico Lights Out (Luces apagadas), «For the
Fallen» («A los caídos») de Elgar, de su Spirit of England, y luego dos
piezas pastorales de compositores que habían fallecido hacía poco tiempo.
Se trataba de Ernest Farrar y sus English Pastoral Impressions (Impresiones
pastorales inglesas) y la Orchestral Rhapsody: A Shropshire Lad (Rapsodia
orquestal: un muchacho de Shropshire), de George Butterworth. Llegados a
este punto, los caminos de la conmemoración y del paisaje inglés parecían
confluir, como había ocurrido poco antes, a pesar de que entonces hubiese
pasado desapercibido, gracias a la Pastoral Symphony (Sinfonía pastoral)
(1922) de Ralph Vaughan Williams. En 1925 un amplio programa para el
Armistice Day incluyó un concierto dedicado íntegramente a Elgar, titulado
«Paz» y dirigido por el mismo compositor. El programa de 1927 se negoció
y planificó a fondo; finalmente se consensuaron las siguientes obras: The
Last Post, de Stanford, «Meditation», de Elgar, y The Glories of our Blood
and State (Las glorias de nuestra sangre y nación), de Parry, además de The
Spirit of England de Elgar como obra central, algo que ya venía siendo
habitual. El programa terminaba de modo revelador con el finale coral de la
Novena Sinfonía de Beethoven. En este caso, una selección de música
nacional inglesa del mismo estilo que la que era interpretada durante la
ceremonia de la última noche de los Proms se unía al himno de fraternidad
universal de Beethoven, combinando lo clásico con lo nacional. En la
década de 1920 se encontró un repertorio adecuado de música inglesa
conmemorativa y de celebración, tras haber probado y desechado a algunos
compositores, mientras que otros se convertían en inamovibles 338 .

Conclusión

Gran parte de este libro está dedicado a las interioridades del mundo del
nacionalismo cultural y su consumación musical, sus signos y símbolos en
las obras de diversos compositores y los contextos culturales de donde
surgieron. Este simbolismo y los dialectos de la música nacional que surgió
proporcionaron los materiales para el sentimiento de identidad nacional —
el sentir francés, ruso, inglés y demás— que suscitaron estos repertorios en
determinados momentos. Sin embargo, los términos en los que concluiría el
«contrato» de la música nacional no solo los fijaban los compositores, sino
en parte los críticos, los intérpretes y aquellos que formaron un estado de
opinión mediante un proceso de acogida, reinterpretación, resurrección,
selección, exclusión y monumentalización. Instituciones tales como los
conservatorios, los festivales, las publicaciones, las ediciones completas y
los locutores de la radio pública eran, ante la ciudadanía, intermediarios de
la experiencia musical y podían ajustarse a un programa nacionalista. A su
vez, los objetivos nacionalistas podían lograrse mediante composiciones
abstractas dentro de géneros tradicionales, como en el caso de la sinfonía y
el oratorio, siempre y cuando estos demostraran que los músicos de la
nación tenían capacidad para competir en la escena internacional y producir
música de altísima calidad.
302 . Curtis, Music Makes the Nation, p. 197.

303 . Ibíd., cap. 5.

304 . Taruskin, Defining Russia Musically, pp. xi-xviii; On Russian Music, cap. 1; Frolova-Walker,
Russian Music and Nationalism, pp. 45-48.

305 . Frolova-Walker, Russian Music and Nationalism, pp. 320-338.

306 . William Weber, «La Musique Ancienne in the Waning of the Ancien Régime», The Journal of
Modern History 56/1 (1984), pp. 58-88; «The Eighteenth-Century Origins of the Musical Canon»,
Journal of the Royal Musical Association 114/1 (1989), pp. 6-17; The Rise of Musical Classics in
Eighteenth-Century England: A Study in Canon, Ritual, and Ideology (Oxford: Clarendon Press,
1992).

307 . Weber, The Rise of Musical Classics, cap. 8.

308 . Bernd Spondheuer, «Reconstructing Ideal Types of the “German” in Music», en Applegate y
Potter (eds.), Music and German National Identity, pp. 52-56.

309 . Bonds, After Beethoven, pp. 80-96; Minor, Choral Fantasies, cap. 2.

310 . Applegate y Potter, «Germans as the “People of Music”», pp. 5, 10, 14; Applegate, Bach in
Berlin, esp. p. 78.

311 . Robert Schumann, On Music and Musicians, ed. de Konrad Wolff, trad. de Paul Rosenfield
(Berkeley: University of California Press, 1983), p. 61.

312 . Para un estudio, véase David B. Dennis, Beethoven in German Politics, 1870-1989 (New
Haven y Londres: Yale University Press, 1996).

313 . K. N. Knittel, «Wagner, Deafness, and the Reception of Beethoven’s Late Style», Journal of the
American Musicological Society 51/1 (1998), pp. 49-82; Hans Heinz Stuckenschmidt, Schoenberg:
His Life, World, and Work, trad. de Humphrey Searle (Nueva York: Schirmer, 1978), p. 277.

314 . Taruskin, Defining Russia Musically, pp. 113-115; Frolova-Walker, Russian Music and
Nationalism, pp. 61-73.

315 . Charles B. Paul, «Rameau, d’Indy, and French Nationalism», Musical Quarterly 58/1 (1972),
pp. 46-56; Katherine Ellis, «Rameau in Late Nineteenth-Century Dijon: Memorial, Festival, Fiasco»,
en Kelly (ed.), French Music, Culture and National Identity, pp. 197-214; Nicholas Vazsonyi,
Richard Wagner: Self-Promotion and the Making of a Brand (Cambridge: Cambridge University
Press, 2010), pp. 50-62.

316 . Chechlinska, «Chopin’s Reception in Nineteenth-Century Poland», pp. 208, 214-217.

317 . Jim Samson, «Chopin Reception: Theory, History, Analysis», en John Rink y Jim Samson
(eds.), Chopin Studies 2 (Cambridge: Cambridge University Press, 1994), pp. 5-8; Zdzislaw Mach,
«National Anthems: The Case of Chopin as a National Composer», en Martin Stokes (ed.), Ethnicity,
Identity and Music: The Musical Construction of Place (Berg: Oxford and Providence, RI, 1994), pp.
61-70.

318 . Michael Beckerman, «The Master’s Little Joke: Antonin Dvořák and the Mask of the Nation»,
en Michael Beckerman (ed.), Dvořák and his World (Princeton: Princeton University Press, 1993), p.
146.

319 . Ibíd., pp. 145-147; Beckerman, New Worlds of Dvořák, p. 14.

320 . Tyrrell, Czech Opera, pp. 10-11; Marta Ottlová y Milan Pospíšil, «Motive der tschechischen
Dvořák-kritik am Anfang des 20. Jahrhunderts», en Klaus Döge y Peter Just (eds.), Dvořák-Studien
(Mainz: Schott, 1994), pp. 211-226.

321 . Carlo Caballero, «Patriotism or Nationalism? Fauré and the Great War», Journal of the
American Musicological Society 52/3 (1999), pp. 598-599.

322 . Brian Hart, «The Symphony and National Identity in Early Twentieth-Century France», en
Kelly (ed.), French Music, Culture and National Identity, pp. 131-148.

323 . 11 de marzo de 1915, citado en Caballero, «Patriotism or Nationalism?», p. 605.

324 . Marianne Wheeldon, Debussy’s Late Style (Bloomington: Indiana University Press, 2009), pp.
6-7, 10-14; cap. 4.

325 . Hughes y Strandling, The English Musical Renaissance .

326 . Ibíd., pp. 31-51, 97-98.

327 . Annan, «The Intellectual Aristocracy».

328 . Jeremy Dibble, «Parry and English Diatonic Dissonance», Journal of the British Music Society
5 (1983), pp. 58-71.

329 . Robert Strandling, «On Shearing the Black Sheep in Spring: The Repatriation of Frederick
Delius», en Christopher Norris (ed.), Music and the Politics of Culture (Londres: Lawrence &
Wishart, 1989), pp. 69-105; esp. p. 103, n. 43.

330 . Citado en Hughes y Stradling, The English Musical Renaissance, pp. 166-167.

331 . Citado en ibíd., p. 169.

332 . Jeremy Crump, «The Identity of English Music: The Reception of Elgar 1898-1935», en Robert
Coles y Philip Dodd (eds.), Englishness: Politics and Culture 1880-1920 (Londres: Croom Helm,
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333 . Riley, Edward Elgar and the Nostalgic Imagination, pp. 81-85 y 114-115; Hughes y Stradling,
The English Musical Renaissance, pp. 198-199.

334 . Stradling, «Oh Shearing the Black Sheep in Spring», pp. 75-83.
335 . Arthur Hutchings, Delius (Londres: Macmillan, 1948), p. 82; véanse también pp. 81-83 y 153-
154, citado en Stradling, «Oh Shearing the Black Sheep in Spring», pp. 80-81.

336 . Ibíd., pp. 75-76.

337 . Rachel Cowgill, «Canonizing Remembrance: Music for Armistice Day at the BBC, 1922-7»,
First World War Studies 2/1 (2011), p. 76.

338 . Ibíd., pp. 78-84.


Conclusión
Naciones, nacionalismo y música clásica

Por recuperar las cuestiones que se planteaban al comenzar este estudio: ¿en
qué medida contribuyó la música clásica a potenciar y propagar el ideal
nacional, y hasta qué punto ese ideal generó una categoría especial de
música nacional dentro del repertorio de la música culta? Los capítulos
anteriores demuestran que los compositores de música clásica estaban
profundamente involucrados en la tarea de forjar una nación, desde la
Revolución francesa (en Inglaterra incluso antes) hasta la Segunda Guerra
Mundial, fuese de modo directo, colaborando con los intelectuales
nacionalistas, o de modo más indirecto, a través de su estilo compositivo y
los géneros escogidos. En casi todos los lugares en los que los músicos
poseían conocimientos acerca de las tradiciones y formación en técnicas de
composición en el ámbito del arte musical europeo surgieron repertorios de
música nacional. Lo cierto es que aquí solo hemos ofrecido un estudio
selectivo. Hablamos de un fenómeno que tuvo una extraordinaria capacidad
de expansión a lo largo de Europa y que en el siglo XX llegaría a Estados
Unidos.
¿Cómo definimos con mayor concreción la música nacional, una música
que despierta ideas positivas en torno a la nación y sentimientos patrióticos
en su público? Es hasta cierto punto una cuestión de estilo y sintaxis
musical, especialmente en los repertorios de finales del siglo XIX , que
aprovechan los modismos vernáculos étnicos o producen dialectos
estilísticos compartidos relativos a una sintaxis melódica y armónica de
práctica común. Pero no toda la música nacional es así, y, a la inversa, como
vimos en el capítulo 2, no toda la música que se beneficia de los modismos
vernáculos étnicos, en especial la de comienzos del siglo XX , es realmente
percibida como música nacional. La música nacional implica algo más. Se
trata de música que de un modo u otro activa el simbolismo de la nación a
través de asociaciones con la literatura y las artes visuales, con las imágenes
nacionales ya existentes, y en particular con los conceptos de ciudadanía y
comunidad, la patria, los mitos, las leyendas, los episodios históricos
heroicos y los rituales conmemorativos de la nación. A veces ese
simbolismo está latente o es incluso involuntario, y la música desarrolla su
significación nacional solo tardíamente, cuando los nacionalistas actúan de
intermediarios con su público, seleccionando, interpretando o
reinterpretando críticamente, resucitándola o monumentalizándola.
Normalmente la música nacional surge gracias a diversas combinaciones de
los siguientes factores: el estilo, los temas culturales y la acogida. De este
modo la música clásica desarrolla su propia facultad de movilizar a los
ciudadanos para la causa nacional.
Las primeras etapas de la música nacional las encontramos en el siglo
XVIII , con el retrato de la comunidad nacional presente en los oratorios de
Händel y en las multitudinarias corales al unísono de las fêtes de la
Revolución francesa. Bajo la influencia de las ideas de Herder y sus
estudios sobre el folclore, los compositores del siglo XIX elaboraron unos
modismos vernáculos étnicos de una autenticidad fluctuante que
incorporaron a una música culta de condición elevada. Estos modismos
abastecieron a la música nacional desde la década de 1820 hasta comienzos
del siglo XX , cuando, durante la época del modernismo, se diluyó su
significación nacional. Bajo el influjo de Rousseau y su idea de la vuelta a
la naturaleza, los compositores transformaron el estilo pastoral en un
vocabulario heterogéneo, primero en el marco de los paisajes de la patria en
la década de 1840, mediante representaciones pintorescas de escenas
familiares procedentes de las tradiciones del arte visual, para más adelante,
con una identificación más profunda, desplazarse a regiones más agrestes y
características. Con estas estrategias, y especialmente en el género del
poema sinfónico, retrataban la naturalización de la historia y transmitían un
sentimiento de pertenencia ancestral a través del paisaje. Un amplio
repertorio de óperas, poemas sinfónicos, cantatas y otras partituras se
beneficiaron del mito y la leyenda nacionales para fomentar las virtudes de
los antiguos héroes y heroínas ante unos ciudadanos que debían emularlos.
Más adelante, la música conmemorativa nacional lloraría y celebraría los
sacrificios de los antepasados, empezando por la época de la Revolución
francesa. La trayectoria de la música culta del siglo XIX continuó con su
nacionalización de los modismos conmemorativos y alcanzaría su cenit con
la música sinfónica de comienzos del siglo XX en Rusia y Gran Bretaña. La
coherencia de los modismos vernáculos étnicos y la unidad de criterio de
las tradiciones nacionales en el modo de componer se intensificaron gracias
a los procesos de canonización desde mediados del siglo XIX en adelante.
Los nacionalistas ensalzaron a renombradas figuras musicales del pasado
como héroes nacionales, fundaron y publicaron ediciones íntegras de sus
obras, resucitaron edades de oro olvidadas y restaron importancia a las
diferencias entre los compositores de sus propios países.
Durante el siglo XVIII , en las manifestaciones de música nacional y en
partituras interpretadas en público, como la obertura «Egmont» de
Beethoven y su Tercera y Quinta Sinfonías, «la nación» es más bien una
entidad abstracta, carente de identidad específica. Esta es la nación como un
tipo de comunidad opuesto a otras formas de comunidad. Estas obras se
presentan a sí mismas como afirmaciones en el «idioma universal» que era
la música, como se decía a veces en aquella época, y no en un dialecto
estilístico. Más adelante verá la luz una concreción más precisa de la
identidad nacional con el uso de modismos vernáculos, paisajes y color
local, como vimos en los capítulos 2 y 3. En los lugares donde se fundaron
escuelas nacionales que engendraron sus propios sistemas simbólicos que
podían ser aprendidos por los oyentes tenía lugar una comunicación
sofisticada. Este enfoque tuvo el amparo de los músicos de países que
carecían de una larga tradición en el campo de la pedagogía musical y del
mecenazgo estatal o aristocrático de partituras autóctonas, o donde las
tradiciones se habían evaporado. En Alemania, Francia e Italia fue menos
frecuente y tuvo un desarrollo menos elaborado.
¿Hasta dónde podemos remontar los términos del «contrato» de la
música nacional? Algunos estudios académicos han vuelto la vista al
periodo medieval para encontrar las fuentes del «carácter de nación» en el
«pensamiento nacional» 339 . Es indudable que durante el siglo XIX la
música nacional se benefició de los mitos medievales, las leyendas y las
imágenes de la patria que, en siglos pasados, las élites sociales utilizaron
para autodefinirse, incluso a pesar de que con frecuencia se trataba de
redescubrimientos que no se habían propagado con gran profusión durante
los siglos intermedios. Pero, en realidad, la cuestión atañe al estilo y los
modismos musicales. ¿Hasta qué punto aprovecharon los compositores del
siglo XIX las tradiciones musicales autóctonas y los estilos nacionales en
piezas que formaban parte del nacionalismo cultural y el proyecto de
movilización vernácula? Podríamos centrar nuestra atención en el estilo
clasificatorio de los teóricos del siglo XVIII («francés», «italiano» y
«alemán»), en el modismo de la «obertura francesa» y en el estilo grandioso
de Lully, en el estilo brillante del concerto instrumental italiano y en la
maestría contrapuntística de la tradición del kantor luterano del norte de
Alemania. ¿Se transformaron estos modismos o fueron construidos sobre
una base que luego se impregnó de ideología nacionalista? En realidad, esto
último solo ocurrió hasta cierto punto. En la Europa del siglo XVIII se
identificaba la polonesa como un emblema de la antigua aristocracia polaca.
En sus polonesas ya maduras de las décadas de 1830 y 1840 Chopin
transformó la danza en una pieza virtuosística para piano con toques
morbosos y militaristas que recuerdan el nacionalismo mesiánico de sus
colegas parisinos exiliados, Adam Mickiewicz y sus seguidores. El estilo de
un diatonismo noble que cultivaron con total diversidad Parry, Elgar,
Vaughan Williams, Finzi y otros compositores ingleses en las décadas en
torno al año 1900 tenía antecedentes en la música de los organistas de las
catedrales inglesas del siglo XIX y finalmente en Händel, a pesar de que era
utilizado en contextos de conmemoración nacional y para la representación
de la patria. Pero estos son casos aislados. Era más frecuente que hubiese
asociaciones estilísticas con partituras del pasado, presentadas como
redescubrimientos dentro de un resurgir de una edad de oro, como en el
caso de Debussy, Falla y, en otros aspectos, Vaughan Williams. En estos
casos, la discontinuidad con el pasado reciente, y no la renegociación de un
contrato ya firmado con los oyentes, era la mayor inquietud en lo que a
estilo musical se refiere. Musicalmente, el sonido de la identidad nacional
era producto de un nacionalismo cultural y no tanto del pasado. Fue este
movimiento el que alentó la absorción de la música tradicional por parte de
la música culta, poniendo más adelante al tanto a los oyentes sobre unos
paisajes sonoros característicos que solían tener su origen en una sola obra
influyente o en el estilo de un compositor.
Un buen ejemplo de cómo la música nacional de finales del siglo XIX se
unía en torno a varios temas anteriores, viejos y recientes, auténticos e
inauténticos, lo encontramos en la marcha fúnebre de Siegfried del
Götterdämmerung de Wagner. El relato del ciclo del Anillo se basa en la
literatura alemana medieval y en la mitología del norte de Europa,
redescubierta y reinterpretada por los nacionalistas del siglo XIX y
reimaginada por Wagner, mientras que el estilo musical de la marcha y la
tonalidad rememoran las tradiciones conmemorativas nacionales
posrevolucionarias, cuya culminación la encontramos en la abstracción y la
sublimación instrumental de las Sinfonías n.o 3 y 5 de Beethoven. A su vez,
también están presentes determinados significantes musicales alemanes,
como el protagonismo de los instrumentos de viento metal, reflejo del
descubrimiento, entonces reciente, del antiguo lur en los enterramientos de
las turberas del norte de Alemania. Por último, los cascos con cuernos que
elaboró el diseñador de vestuario del primer ciclo del Anillo en Bayreuth,
Carl Emil Doepler, son un elemento de pura fabricación contemporánea. A
pesar de que posteriormente los cascos se convirtieron en la imagen
estereotipada de las óperas de Wagner y formaron parte de la imagen
preconcebida de los vikingos, se trataba de un pseudohistoricismo carente
de toda base científica.
Por otra parte, ¿cuánto tiempo duraron los «contratos» de la música
nacional en la historia de la composición de música clásica? El tipo de
música que especifica una identidad nacional con frecuencia se advierte
como una combinación de géneros, modos y registros estilísticos: parte de
una práctica más amplia dentro de la música del periodo del Romanticismo,
pero menos característica del modernismo del siglo XX . Al oyente se le
suministra una etiqueta extramusical, textual o incluso otro tipo de
asociación para comunicarle la importancia de esta mezcla. Por ejemplo, en
la Sinfonía n.° 6 de Dvořák un furiant —una danza folclórica con un legado
compositivo profesional tanto en escenarios populares como en piezas
breves para piano— actúa como un movimiento de scherzo dentro de un
género asociado al humanismo universal, a lo sublime y a la dimensión
épica. En muchas de las mazurcas de Chopin, los ritmos, los contornos
melódicos, las frases breves y las estructuras repetitivas del baile tradicional
se filtran a través de armonías cromáticas saturadas que en la música culta
europea se asociaban en ocasiones con el llanto de un personaje
aristocrático en una opera seria barroca, con la escenificación del Stabat
Mater o con la sección del crucifixus del texto de la misa. Las susurrantes
Klangfläche que definen los paisajes sonoros de la patria en Wagner y en
Sibelius provienen, dentro de la historia de la composición profesional, de
las introducciones pianísticas a los Lieder alemanes de temáticas románticas
en torno a la naturaleza. Pero mientras que esta técnica en un principio
sirvió al realce poético del sutil verso lírico en las interpretaciones
domésticas, en una obra como En Saga de Sibelius se monumentaliza con
una elaborada textura orquestal que sirve de telón de fondo de entonaciones
de estilo bardo que sugieren una epopeya espantosa.
Por lo tanto, la cuestión fundamental al abordar el sentimiento de
identidad nacional en la música culta durante el siglo XIX y comienzos del
XX —y la contribución singular de la música clásica frente a la música
tradicional dentro del proyecto del nacionalismo cultural— radica en la
fusión de lo local, lo familiar y lo hogareño con lo universal y heroico. A un
nivel extramusical, esto también atañe a la mezcla de las patrias locales y
los mitos y leyendas heroicos de la nación. Se advierte una mezcla implícita
de paisaje e historia —con los dos géneros ocupando una vez más diversas
posiciones en la jerarquía estética tradicional— en la Sinfonía «Escocesa»
de Mendelssohn, en Vyšehrad de Smetana y en Caractacus de Elgar. Es
más, los paisajes de la música nacional —quizás con la excepción de los de
la Sinfonía «Italiana» de Mendelssohn— normalmente no son «clásicos» en
el sentido de Claude Lorraine, pero podrían identificar algún rincón casi
desconocido de Europa, como las montañas al oeste de Noruega, las colinas
de las Midlands occidentales o los bosques finlandeses. Esta mezcla de las
culturas y paisajes europeos locales con los valores clásicos sustituye a una
larga tradición de pensamiento primitivo nacional en Europa que se remonta
a la acogida que durante el Renacimiento tuvo la obra Germania de Tácito,
donde su autor elogiaba el estilo de vida virtuoso, republicano y salvaje de
las tribus del norte frente al de sus compatriotas como antídoto ante la
decadencia de Roma 340 .
Durante el siglo XX , el surgimiento del modernismo en la música culta
jugó en contra de la práctica de la mezcla modal, estilística o de géneros, y
por consiguiente también de la música nacional. Con el modernismo, las
formas heredadas de escritura —las reglas de oro de la composición— cada
vez eran más desdeñadas, dado que el compositor trataba de inventar
partiendo de cero algunos o todos los principios constructivos de cada obra.
El modernismo musical llegó incluso a restar importancia a los títulos
genéricos de las composiciones, especialmente en su segunda fase, después
de la Segunda Guerra Mundial. Mientras que algunos modernistas
incorporaron a sus experimentos estilísticos los modismos vernáculos
étnicos, estos iban dirigidos hacia conceptos supranacionales más que
nacionales. Durante el siglo XX la música nacional cobró mayor
protagonismo en los movimientos y los estilos de composición
conservadores: las escuelas sinfónicas de Inglaterra, Estados Unidos y
Rusia, la «simplicidad impuesta» de Copland, los graduados de la Schola
Cantorum de D’Indy y los programas culturales oficiales soviéticos.
Aunque es imposible especificar un único terminus ad quem en el ámbito
de la música nacional, es muy cierto que desde la Segunda Guerra Mundial
pocas obras de música culta occidental con temas nacionales han accedido
al repertorio internacional concertístico y discográfico.

339 . Hastings, The Construction of Nationhood; Leerssen, National Thought in Europe.

340 . Laersen, National Thought in Europe, pp. 36-51.


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Título original:
Nation and Classical Music: From Handel to Copland

Publicado por primera vez en inglés en 2016 por The Boydell Press, Woodbridge
Edición en formato digital: 2021

© Matthey Riley and Anthony D. Smith, 2016


© de la traducción: Alberto Patrick Alfaya McShane y Francisco Javier Alfaya McShane, 2021
© Alianza Editorial, S. A., Madrid, 2021
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28027 Madrid
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ISBN ebook: 978-84-9181-853-3

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