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Apuntes Civil Familia 2022
Apuntes Civil Familia 2022
EL DERECHO DE FAMILIA
El presente tomo de la obra está íntegramente dedicado al «Derecho de familia” y por tanto,
parece obligado decir unas palabras sobre el objeto material de la regulación de dicho sector
sistemático antes de comenzar a desarrollarlo: la familia. No obstante, tanto dicha temática como
cualesquiera otros puntos del presente capitulo serán considerados con extrema brevedad, pues
las exigencias pedagógicas desaconsejan que los capítulos introductorios se conviertan en
largas exposiciones que provoquen el desaliento del lector, sobre todo en el caso de que este
todavía no haya alcanzado un conocimiento institucional mínimo de la materia considerada. Por
tanto, si gusta, puede posponer la lectura meditada del presente capítulo al momento en que
haya realizado una primera lectura del conjunto del tomo.
El grupo familiar, más o menos amplio y autosuficiente, constituye sin duda un dato prenormativo,
pues las personas y sus descendientes no requirieron en ningún momento la estructuración
previa del Derecho de familia para constituir, en efecto, un grupo social al que tradicionalmente
se le ha dado el nombre de familia.
Siendo un prius respecto del Derecho, ni que decir tiene que la familia es ante todo una institución
social que, en cuanto objeto de la regulación jurídica, deviene institución asimismo jurídica.
Durante siglos, la familia como institución social ha sido una agrupación de personas conectadas
por vínculos conyugales y de parentesco u otras circunstancias (adopción, prohijamiento,
relación de servidumbre o vasallaje, etc., que son de todo punto de vista obvios, pero que, a su
vez, dependen de con-sideraciones sociológicas, éticas, morales, históricas, etcétera, que
determinan la aceptación social de esquemas familiares muy variados.
Se decía, por ejemplo, en algún pasaje de uno de los cuerpos legales básicos de nuestro
Derecho histórico, las Partidas, que formaban parte de la familia el señor de ella e su mujer e
todos los que bien so él, sobre quien ha mandamiento: así como los fijos y los sirvientes e los
otros criados (7, 33, 6). Probablemente semejante descripción del grupo familiar respondiera, de
forma estrecha y certera, a la realidad sociológica del momento histórico en el que la norma fue
dictada y, además, es seguro que su vigencia no supuso revoluciones ciudadanas, ni rebeldía
frente a la Ley, ni siquiera su desuso.
Podría pensarse que lo apenas dicho responde a una presentación absolutamente engañosa,
parcial e interesada del tema, dado que el punto de partida adoptado supone sentar la premisa
de tipos familiares distintos, sencillamente por el transcurso del buen número de siglos que media
entre las Partidas y los tiempos actuales. Ciertamente así puede ser, pero enseguida podremos
contrastar cómo la evolución de la idea de familia y de parentesco no requiere siempre tantos
siglos para alterar el status quo de pautas aceptadas o impuestas por las modas, la política, la
religión o, sencillamente, la Ley.
Hasta 1978/1981, los llamados hijos ilegítimos no formaban parte de la familia de quien o quienes
los habían procreado, porque así venía impuesto por consideraciones sociales y jurídicas
formuladas con anterioridad. Bastó que el articulo 39.2 de la Constitución de 1978 consagrara la
absoluta igualdad entre hijos matrimoniales y extramatrimoniales para que el entero sistema del
Código Civil relativo a la filiación hubiera de ser reformado por la Ley 11/1981, resultando un
nuevo rumbo para la consideración de la familia respecto de los hijos ilegítimos.
Por tanto, la idea de familia es tributaria en cada momento histórico de una serie de
condicionamientos sociales y se resiste a ser encajonada en una noción concreta que no se
plantee con grandes dosis de generalización e imprecisión. Por ello, no existe precepto alguno
en la Constitución ni en la legislación ordinaria en el que, de forma precisa, se establezca con
carácter general qué es una familia o cómo deben ser las familias. Tan familia es el grupo
compuesto por los padres y doce hijos, cuanto una viuda y un hijo, o una madre separada que
ostenta el ejercicio de la patria potestad sobre sus dos niñas pequeñas, etcétera, aunque a
efectos de una norma jurídica concreta (de impuesto sobre la renta de las personas fisicas o de
declaración de familia numerosa) se establezcan condiciones y requisitos absolutamente
precisos y concretos.
Para el contraste entre la familia tribal y la familia nuclear (compuesta por los progenitores y sus
hijos) o para la delimitación de la familia monoparental (un solo progenitor) y conceptos de índole
semejante, es evidente que hemos de remitir a la Sociología, pues el Derecho carece de pautas
al respecto.
2. EL DERECHO DE FAMILIA
Al Derecho le interesa, sin embargo y, por cierto, mucho, la familia, por evidentes razones de
organización social y de tutela de las personas necesitadas de protección (con carácter general,
los menores de edad o los discapacitados), cuya atención ha de procurarse mediante
mecanismos sustitutivos si la familia no existe o no resulta suficiente para ello.
La idea de solidaridad y de socorro mutuo entre los cónyuges y los miembros de la familia, en
efecto, soluciona de hecho no pocas de las tensiones sociales existentes, de las que, por tanto,
la estructura política y administrativa puede desentenderse de plano.
Pero, claro está, la convivencia familiar y los innumerables trances existentes entre los miembros
de cualquier familia pueden originar simultáneamente numerosos conflictos que requieren una
regla de mediación jurídica a la que el Estado no puede responder con la técnica del avestruz,
metiendo la cabeza en un agujero.
Evidentemente, de los diversos sectores del Derecho civil, es el Derecho de familia el que se ha
visto sometido en tiempos contemporáneos a reformas más profundas. Cualquier observador,
aunque sea lego en Derecho, tiene conocimiento de la gran cantidad de innovaciones legislativas
de que el Derecho de familia ha sido objeto en los últimos años y del sentido básico de tales
reformas.
1. La conservación, prácticamente hasta ayer, de la redacción originaria del Código Civil de 1889,
inspirado en criterios propios del momento codificador, que podríamos resumir recordando el
carácter patriarcal de la familia, la sumisión de la mujer a la autoridad del marido y la radical
discriminación entre los hijos legítimos e ilegítimos.
2. La aprobación y promulgación de la Constitución de 1978,que, dando por aceptadas
innegables conquistas sociológicas, consagra principios relativos a la dinámica familiar
absolutamente contradictorios con los inspiradores de los Códigos decimonónicos.
Aunque resulta imposible detenerse ahora en desarrollar los diversos extremos que plantea tal
materia, habrán de indicarse al menos cuáles son los principios familiares básicos conforme a la
vigente Constitución, adelantando algunas ideas que, en su lugar correspondiente, serán objeto
de análisis más detenido:
1. La Constitución establece la absoluta igualdad entre hombre y mujer respecto del matrimonio
(Artículo 32.1).
Tales principios han sido plasmados fundamentalmente mediante las reformas del Código Civil
operadas por dos leyes, del mismo año pero de fecha y numeración distinta, que conviene
retener.
2. “La segunda es la Ley 30/1981, de 7 de julio, por la que se modifica la regulación del
matrimonio en el Código Civil y se determina el procedimiento a seguir en las causas de nulidad,
separación y divorcio (BOE de 20 de julio).
Tras ellas, se han dictado algunas otras leyes que también han incidido en algunos aspectos del
Derecho de familia, pero cuya importancia no es, ni de lejos, comparable con la producida en
1981, dado que no han representado alteración alguna del sistema familiar instaurado por las
Leyes 11 y 30 de 1981. Nos limitaremos, pues, a reseñarlas (pues, en general, serán también
citadas en adelante solo por el ordinal y el año), sin perjuicio de insistir en su contenido cuando
proceda en el resto de la exposición:
-Ley 21/1987, de 11 de noviembre, por la que se modifican determinados artículos del Código
Civil y de la Ley de Enjuiciamiento Civil, en materia de adopción.
-Ley 11/1990, de 15 de octubre, sobre reforma del Código Civil en aplicación del principio de no
discriminación por razón de sexo.
-Ley Orgánica 1/1996,de 15 de enero, de protección jurídica del menor, de modificación parcial
del Código Civil y de la Ley de Enjuiciamiento Civil.
-Ley 40/1999,de 5 de noviembre, por la que se regulan los nombres y apellidos y el orden de los
mismos.
-Ley 42/2003, en materia de relaciones familiares de los nietos con los abuelos.
En cambio, en relación con la trascendental reforma de 1981 asumen un similar significado las
Leyes 13/2005, de 1 de julio, en materia de derecho a contraer matrimonio, y la 15/2005, de 8 de
julio, en materia de separación y divorcio, en cuanto reforman en profundidad la ordenación
posconstitucional de tales cuestiones. La primera al otorgar carta de naturaleza al matrimonio
entre personas del mismo sexo y la segunda al suprimir la necesidad de afrontar de manera
doble la crisis matrimonial a través de la separación y, después, del divorcio, de una parte, y, de
otra, al sustituir el sistema casualista de las crisis matrimoniales por la mera decisión, ad nutum,
de los cónyuges interesados.
Las últimas modificaciones han sido efectuadas por la Ley 54/2007,de 28 de diciembre, de
adopción intencional, que retoca el articulo 154 en materia de patria potestad, y la Ley 20/2011,
de 21 de julio, del Registro Civil, que modifica el articulo 30 CC en materia de adquisición de la
personalidad de las personas físicas, además de establecer un nuevo marco de desarrollo para
el Registro Civil. No obstante, la completa entrada en vigor de dicha Ley 20/2011 fue prorrogada
hasta el 30 de junio de 2020, por la Ley 5/2018, de 11 de junio, de modificación de la LEC en
relación con la ocupación ilegal de viviendas.
En el mismo mes de julio de 2015, muy poco antes, fue dictada la Ley 15/2015,de 2 de julio, de
la jurisdicción voluntaria, que ha modificado numerosos preceptos legales relativos al Derecho
de familia, como tendremos ocasión de ir comprobando paulatinamente, a lo largo de la lectura
de esta nueva edición del Derecho de familia. Asimismo son dignas de ser destacadas la Ley
Orgánica 8/2015, de 22 de julio, y la complementaria Ley ordinaria 26/2015, de 28 de julio, ambas
con la misma denominación oficial: de modificación del sistema de protección de la infancia y la
adolescencia, que han modificado igualmente importantes aspectos relacionados con los
menores de edad.
Las disposiciones legislativas reseñadas son de ámbito estatal y serán las tenidas en cuenta a
lo largo de esta exposición, que pretende mantener pautas de mesura y adecuación a lo que
comúnmente se ha entendido por Derecho de familia de aplicación general en España, sin
considerar las disposiciones auto-nómicas vigentes en los respectivos territorios.
De otra parte, conviene señalar que tras la aprobación de la Constitución de 1978 y dada la
instauración del Estado autonómico, algunas de tales Comunidades Autónomas parecen
haberse decantado hacia la regulación propia de algunos otros aspectos del Derecho de familia,
singularmente de la adopción y de la protección de los menores: así ya, por ejemplo, la Ley
catalana 37/1991. de 30 de diciembre, sobre medidas de protección de los menores
desamparados y regulación de la adopción, posteriormente derogada, y años después la extensa
Ley gallega de la familia, la infancia y la adolescencia, de 20 de mayo de 1997.De mayor calado
son otras propuestas normativas, como la Ley aragonesa 13/2006, de la persona, o la valenciana
10/2007,sobre régimen económico matrimonial o la Ley 3/2009, de 27 de abril, de modificación
de la Compilación de Derecho Civil de las Illes Balears sobre causas de indignidad sucesoria y
desheredamiento.
El designio codificador, aunque más limitado en términos materiales, parece haber prendido con
fortaleza también en Aragón, donde la Ley 13/2006, de 27 de diciembre, ha sido integrada
recientemente en el denominado Código del Derecho Foral de Aragón, aprobado por Decreto
Legislativo 1/2011, de 22 de marzo, que refunde igualmente las siguientes disposiciones previas:
Ley 1/1999, de 24 de febrero, de sucesiones por causa de muerte; Ley 6/1999, de 26 de marzo,
relativa a las parejas estables no casadas; Ley 2/2003, de 12 de febrero, de régimen económico
matrimonial y viudedad; Ley 2/2010, de 26 de mayo, de igualdad en las relaciones familiares ante
la ruptura de convivencia de los padres; y Ley 8/2010, de 2 de diciembre, de Derecho Civil
patrimonial. La normativa aragonesa, con vocación también de generalidad, incluye regulación
sobre las parejas estables no casadas, la autoridad familiar de los padres y otras personas y la
Junta de Parientes, el régimen económico matrimonial de bienes (consorcio conyugal legal), o el
usufructo vidual.
Más allá del régimen económico matrimonial también contienen disposiciones en materia de
familia las leyes 2/2006, de 14 de junio, de Derecho Civil de Galicia; Ley 1/1973, de 1 de
marzo(Compilación del Derecho Civil Foral de Navarra), que ha sido ampliamente modificada
por la Ley Foral 21/2019, de 4 de abril, de modificación y actualización de la Compilación del
Derecho Foral de Navarra o Fuero Nuevo de Navarra, complementada por disposiciones en
materia de custodia de menores-Ley Foral 3/2011, de 17 de marzo-y parejas estables de
Navarra-materia regulada por la Ley Foral 6/2000, de 3 de julio-, o la Ley 5/2015, de 25 de junio,
de Derecho Civil Foral del País Vasco.
Sin duda alguna la mayor parte de las disposiciones legales y, en todo caso, las fundamentales,
que integran el Derecho de familia se caracterizan por ser normas de carácter imperativo. Por
tanto, en la relación existente entre el ius cogens y la capacidad autonormativa de los
interesados, prevalece en general el sentido y el significado de las normas de Derecho imperativo
frente al campo, verdaderamente limitado, en el que puede desplegar su influencia la autonomía
privada.
Es impensable que los cónyuges, como regla, puedan configurar el estatuto juridico del
matrimonio a su antojo, o que los padres decidan cuáles son sus deberes respecto de los hijos
(entendiendo, por ejemplo, que estos deben estar-les agradecidos por haberlos traído al mundo),
por encima de las disposiciones legales o en contradicción con ellas.
Tal debate, obviamente, supera con mucho las pretensiones de esta exposición e incluso puede
resultar contraproducente y engañoso en términos didácticos. Por tanto, no será desarrollado.
Habrá de bastar, en consecuencia, con resaltar que el análisis del Derecho de familia ha sido
adscrito o atribuido en España siempre al Derecho civil y que, de este modo, en términos
sistemáticos, debe considerarse Derecho privado, salvo opiniones aisladas y, por tanto, carentes
de relevancia general. En efecto, como ya advertimos en el primer capitulo del tomo primero de
esta obra (al que ahora hemos de remitir), las situaciones sociales típicas o los supuestos
institucionales del Derecho civil son, precisa-mente, la persona, la familia y el patrimonio.
Sea de ello lo que fuere, lo cierto es que la existencia de normas imperativas en aspectos
fundamentales del Derecho de familia (dato indiscutible que iremos contrastando paso a paso),
tampoco conlleva la absoluta erradicación de la autonomía privada de las personas familiarmente
relacionadas entre sí, pues en numerosos supuestos conflictivos las propias normas legales de
Derecho de familia reclaman y presuponen ante todo un acuerdo o un convenio entre los
interesados (sean los cónyuges en relación con la determinación del domicilio familiar; sean
cónyuges que se encuentran en trámite de separación o divorcio; sean alimentistas o esposos
que, a consecuencia de la separación o el divorcio, pactan la pensión correspondiente; etcétera).
Esta línea de desarrollo, como veremos, se ha acentuado profundamente en algunos de los
aspectos de Derecho de familia, instaurados sobre la base de nuevos principios, en las reformas
descritas de 1981.
Aceptado ello, algunos civilistas españoles han considerado oportuno englobar conceptualmente
el conjunto de supuestos en que la autonomía privada desempeña relevancia bajo el paraguas
teórico del negocio juridico de Derecho de familia. A nuestro juicio, sin embargo, la aceptación
de dicha categoría conceptual resulta sumamente dudosa, pues no proporciona una mayor
facilidad de explicación de las diversas instituciones de Derecho de familia a las que se pretende
aplicar, ni desde luego un régimen normativo supletorio de carácter general. Además, aun
admitiendo la categoría conceptual del negocio jurídico, requiere tal cantidad de precisiones y
delimitaciones que, en el fondo, la defensa del llamado negocio jurídico familiar supone una
alteración del esquema conceptual fundamental representado por el negocio con carácter
general. Lo veremos de forma particular al considerar la naturaleza del matrimonio, que para
quienes defienden tal categoría, debería representar el negocio jurídico de Derecho de familia
por antonomasia.
De otra parte y yendo posiblemente más al fondo, conviene observar que e! Derecho, por muy
imperativo que se conciba y plantee, no puede entrar en la familia como caballo o elefante en
cacharrería, tratando de regular los aspectos más íntimos, profundos y entrañables de las
personas (supongamos, definiendo las horas de retorno de los hijos in potestate los viernes por
la noche o determinando cuántas veces semanales puede reclamar un cónyuge al otro el uso del
matrimonio, como decían los viejos ginecólogos para referirse al acto sexual). Planteando ahora
el tema en sentido contrario, tampoco pueden pretender los miembros de la familia que sus
desavenencias, discusiones o disputas hayan de merecer siempre una norma jurídica concreta
que afronte de forma directa y clara su resolución; ni reclamar de forma continuada y recurrente
la decisión arbitral del juez (o de cualquier inspector estatal o funcionario público dedica-do a tal
materia).
Semejante caracterización puede entenderse en dos sentidos diversos. En primer lugar, resulta
útil para poner de manifiesto que el Derecho de familia es el sector del ordenamiento jurídico en
que se produce una mayor influencia de los principios morales o de las convenciones sociales
generalmente aceptadas por los miembros de una comunidad política determinada, pues
respecto de la regulación del matrimonio y de las relaciones entre padres e hijos resulta imposible
dar la espalda a las vivencias sociales, históricas y religiosas de cualquier estructura estatal. Tal
admonición, dirigida en el fondo al legislador, que ha de actuar en esta materia con particular
cautela, prudencia y precaución en la concreción normativa del Derecho de familia, implica, en
segundo lugar, que generalmente la regulación jurídica de la familia y las pautas de conducta
seguidas normalmente por la generalidad de los grupos familiares, en el fondo, son coincidentes.
De ahí la irónica observación de que donde hay familia no tiene cabida el Derecho y su correlato
de que la aplicación del Derecho supone la desaparición de la familia. Sin duda alguna, la mayor
parte de las vivencias familiares se desarrollan conforme a las pautas generalmente aceptadas
sin necesidad de reclamación alguna de las normas imperantes. Sin embargo, ello no significa
la tacha de superfluidad o futilidad del Derecho de familia, pues, evidentemente, el ordenamiento
jurídico ha de suministrar vías de solución para aquellos su-puestos en que la falta de concordia
familiar, sea entre los cónyuges o entre estos y sus hijos, requiere medios exógenos de
superación de los conflictos. Si bien se piensa, lo apenas dicho, aunque solo suele considerarse
en relación con el Derecho de familia, es una realidad innegable en otros sectores del Derecho
civil (y,en general, del Derecho), pues la existencia de medios contra el incumplimiento de las
obligaciones o las acciones protectoras de los derechos reales, por ejemplo, no han de
presuponer de forma necesaria (ni de hecho es cierto) que los deudores incumplan sus
obligaciones o que nadie respete la propiedad de los demás con carácter general. Por tanto, el
Derecho de familia, al igual que muchos otros sectores del ordenamiento, adquiere precisamente
relevancia y significación en las situaciones de crisis.
Se afirma comúnmente que los “derechos de familia”, es decir, los derechos subjetivos que
podrían incardinarse en el Derecho de familia, se caracterizan por ser indisponibles,
intransmisibles, irrenunciables e imprescriptibles. Asimismo, se resalta respecto de ellos que su
especial naturaleza impide que el ejercicio de los derechos subjetivos familiares puedan ser
sometidos a condición o a término, o que quepa ejercitarlos mediante representante, pues la idea
de representación ha de excluirse de las relaciones de los cónyuges entre sí(a resaltar en este
aspecto, el llamado matrimonio por poder) o de las existentes entre los padres y los hijos. En
definitiva, se dice con acierto, tales notas técnicas se derivan del hecho fundamental de que los
derechos subjetivos en el ámbito de las relaciones familiares no pueden dejar de ser concebidos
más que como una derivación de los propios lazos familiares, inherentes a ellos y tratarse, por
tanto, como derechos especialmente personalísimos.
Siendo las reseñadas características tendencialmente ciertas con carácter general, lo que debe
someterse a revisión es si realmente los poderes o faculta-des que las reglas jurídicas suelen
atribuir a algunos de los familiares respecto de otros (y, muchas veces, recíprocamente) pueden
concebirse en sentido técnico como derechos subjetivos propiamente dichos o, por el contrario,
deben calificarse como potestades.
Como quizá se recuerde, tal cuestión ya fue objeto de análisis en el capítulo sexto del tomo
primero de esta obra, donde dimos por establecido que cuando los poderes o facultades que
ostenta una persona no atienden propiamente a sus intereses particulares, sino que el ejercicio
de tales poderes implica tener en consideración el cuidado y la vigilancia o los intereses de otra
u otras personas, resulta más preciso hablar de potestad. Conviene recordarlo ahora, pues aun-
que el concepto de potestad puede inducirse tanto de otras normas de Derecho público cuanto
de Derecho privado, obviamente en este último sector sistemático su campo abonado es el
Derecho de familia.
La pluralidad de las formas de los grupos familiares y la complejidad de las relaciones actuales
requiere reflexionar sobre el hecho de que las situaciones fácticas han acabado por conseguir
en los últimos lustros una determinada consagración normativa o, al menos, una cierta necesidad
de comprensión y de apoyo por los poderes públicos, de manera tal que, con independencia de
las normas tradicionales de regulación de los problemas familiares se reclaman el auxilio de otros
instrumentos.
Así, recurriendo al título competencial de la protección social de la familia, la primera década del
siglo XXI se ha caracterizado por una notoria dedicación de las Comunidades Autónomas a
procurar la aprobación de normas sobre mediación familiar en su correspondiente territorio, en
el entendido de que las técnicas de mediación pueden coadyuvar a solventar problemas diversos
y variopintos de los grupos familiares. Así, sin pretensión exhaustiva alguna, podrían ser ciadas
las siguientes disposiciones de ámbito autonómico (desarrolladas, a su vez, por los respectivos
Reglamentos y disposiciones complementarias):
-La Ley 15/2003, de 8 de abril, de Mediación Familiar (modificada por la Ley 3/2005) de la
Comunidad Autónoma de Canarias.
-La Ley 1/2015,de 12 de febrero, de Servicio Regional de Mediación Social y Familiar de Castilla-
La Mancha.
-La Ley 1/2006, de Mediación Familiar de Castilla y León, desarrollada por el Decreto 61/2011,
de 13 de octubre, por el que se aprueba su Reglamento.
-La Ley 14/2010,de 9 de diciembre, de Mediación Familiar de Illes Balears.
-La Ley aragonesa 2/2010, de 26 de mayo, de igualdad en las relaciones familiares ante la
ruptura de convivencia de los padres, cuyo artículo 4 (único del capítulo III) prevé la mediación
familiar, salvo en los casos de violencia doméstica o de género. Tras su aprobación el Gobierno
autonómico anunció la presen-tación de una Ley de mediación familiar propiamente dicha que
se materializó en la Ley 9/2011, de 24 de marzo, de Mediación Familiar de Aragón.
Así pues, en el momento de cerrar esta edición carecen de ley especifica Extremadura, La Rioja,
Murcia, y las ciudades de Ceuta y Melilla, lo cual no significa que no tengan servicios o centros
especializados de mediación familiar.
6.2. La ampliación del ámbito objetivo: la mediación en asuntos civiles y mercantiles conforme a
la ley 5/2012, de 6 de julio
La Ley 5/2012, después de definir la mediación como aquel medio de solución de controversias,
cualquiera que sea su denominación, en que dos o más partes intentan voluntariamente alcanzar
por sí mismas un acuerdo con la intervención de un mediador, declara su aplicación a las
mediaciones en asuntos civiles o mercantiles, incluidos los conflictos transfronterizos, siempre
que afecten a derechos y obligaciones que estén a disposición de las partes en virtud de la
legislación aplicable, aunque excluye de su ámbito de aplicación (no necesariamente de la
posibilidad de mediación) la mediación penal, con las Administraciones públicas, la laboral, y la
mediación en materia de consumo.
De otro lado, la Ley contiene el estatuto mínimo del mediador, con la determinación de los
requisitos que debe cumplir y de los principios de su actuación, y regula el procedimiento de
mediación, un procedimiento sencillo y flexible en el que los propios sujetos implicados
determinan libremente sus fases fundamentales, siempre bajo la premisa de que alcanzar un
acuerdo no es algo obligatorio, pues, a veces, la mediación puede perseguir simplemente mejorar
relaciones, sin intención de alcanzar un acuerdo de contenido concreto.
Ahora bien, el objetivo básico de la mediación es llegar a un acuerdo entre las partes que
solucione su conflicto, y para facilitar el carácter vinculante de tales acuerdos la Ley les otorga
fuerza ejecutiva (lo que acerca la mediación al recurso a los Tribunales y al arbitraje) en el caso
de que se homologuen judicial-mente o se eleven a escritura pública.
Finalmente, debemos resaltar que la Ley estatal es una ley general, que no hace referencia
exclusiva a la mediación en los casos de crisis matrimonial o de pareja (sin duda incluida en su
ámbito en cuanto se refiera a derechos disponibles), a pesar de ser este el ámbito en que nació
y se desarrolló inicialmente y en el que está centrada, de manera particular, la legislación
autonómica, salvo en el caso de Cataluña y Cantabria. De otro lado, para finalizar, debemos
resaltar que la Ley 5/2012 ha sido reformada en varias ocasiones: en concreto, por las Leyes
29/2015, de 30 de julio, de cooperación jurídica internacional en materia civil, que modifica
aspectos relativos a la ejecución de los acuerdos de mediación transfronterizos, y la Ley
7/2017,de 2 de noviembre, de resolución alternativa de litigios en materia de consumo.
CAPÍTULO 2
EL MATRIMONIO
1. EL MATRIMONIO
En nuestra sociedad y en nuestro estadio cultural cabe afirmar que, hasta la aprobación de la
Ley 13/2005, de 1 de julio (por la que se ha dado carta de naturaleza al matrimonio homosexual),
a la que dedicaremos el siguiente epígrafe, el matrimonio ha sido indiscutiblemente la unión
estable entre hombre y mujer que tiene por objeto compartir la vida y sus avatares. Si ello es
cierto, habrá que resaltar que, en lo fundamental, la idea contemporánea de matrimonio sigue
siendo muy parecida a la que, hace siglos, ofreció el jurista romano MODESTINO, al afirmar que
nuptiae sunt coninuctio maris et foeminae, et consortium omnis vitae, divini et humani rerum
communicatio (D. 23.2.1).
Claro está que en nuestra aproximación inicial hemos dejado los aspectos divinos de lado, pues
desde la perspectiva civil no son cuestiones que nos corresponda enjuiciar o tratar, pese a su
generalización en la vida civil romana o en la larga tradición canónica, para la que el matrimonio
no es solo una cuestión jurídica, sino también y fundamentalmente sacramental, en cuanto
institución natural creada por Dios. No obstante, como veremos en más de un lugar, el profundo
desarrollo canónico del matrimonio ha influido notoriamente en numerosísimos aspectos de lo
que, hoy, constituye la regulación juridico-civil del matrimonio.
Desde la perspectiva puramente laica y estatal y en este epígrafe introductorio nos interesa
destacar algunas notas propias del matrimonio en nuestra cultura (sin que ello, por supuesto,
haya de implicar de forma necesaria jerarquía o desprecio respecto de otras) que resalten los
aspectos fundamentales de la unión matrimonial con una cierta eficacia didáctica:
1.1.Heterosexualidad
Aunque pueda considerarse como rara avis, sin embargo la joven doctrina que se ha planteado
la posibilidad del matrimonio de un transexual, tras obtener este una resolución judicial firme en
la que se le autorice o reconozca el cambio de sexo, con alguien de sexo diferente, comienza a
defender que «en principio no supone contravenir el principio de heterosexualidad del matrimonio
civil tal como viene configurado en nuestro ordenamiento». En dicha línea se ha pronunciado la
Resolución de la Dirección General de los Registros y del Notariado de 24 de enero de
2005,revocando un auto del Juez Encargado del Registro Civil de Barcelona (que había
denegado la autorización para la celebración de matrimonio entre un transexual costarricense,
originaria y legalmente varón, y un ciudadano español) con argumentos que, en algunos pasajes,
resultan verdaderamente forzados y, por tanto, criticables.
Mediante esta Ley España se suma a aquellos países de nuestro entorno que cuentan con una
legislación especifica que da cobertura y seguridad jurídica a la necesidad de la persona
transexual, adecuadamente diagnosticada, de ver corregida la inicial asignación registral de su
sexo, asignación contradictoria con su identidad de género, así como a os-tentar un nombre que
no resulte discordante con su identidad».
Conforme a ello, técnicamente hablando, la Ley 3/2007 no puede considerarse como una Ley
modificadora del Código Civil y, en efecto, ninguno de los preceptos del Código ha sido objeto
de nueva redacción por parte de dicha Ley que, obsérvese, se ha centrado en exclusiva en los
aspectos propios del Registro Civil (generalmente tan descuidados y poco conocidos). Sin
embargo, es in-negable que una vez que la persona haya conseguido la identidad de género que
le corresponda o pudiera corresponderle es evidente que, para el futuro, como mujer o como
hombre, podrá ejercitar todos sus derechos como los de-más hombres o mujeres y, por supuesto,
contraer matrimonio de conformidad con las reglas generales vigentes en la materia.
En todo caso, el problema del matrimonio del transexual ha desaparecido con la reforma de 2005,
pues, al ser posible el matrimonio entre personas del mismo sexo,no es necesario el cambio de
la mención registral del sexo que inicialmente constase en el Registro Civil, y que, a su vez, no
se considera correspondiente a la realidad, para poder acceder a la institución matrimonial.
1.2. Monogamia
Dicho ello, parece que en nuestro ámbito cultural debe seguirse predicando la existencia del
requisito analizado, sin que cualquier otra fórmula de colectivización de las relaciones afectivas
pueda resistir el mínimo contraste con el Derecho positivo. Sin embargo, algunos autores
contrarios a la admisión del matrimonio homosexual ponen de manifiesto que, desaparecido el
requisito de la heterosexualidad como premisa del matrimonio y dado que la regulación positiva
de los fenómenos familiares parece seguir únicamente los parámetros sociológicos, puede quizá
llegarse a la superación de la monogamia, siguiendo patrones culturales diferentes a los
occidentales, como ocurre particularmente con los musulmanes, pues como es sabido la ley
coránica admite la pluralidad de esposas. En paralelo, como es natural, habría que plantear, en
tal caso, al menos los supuestos de poliandria.
La celebración del matrimonio se encuentra dirigida a constituir una relación íntima y estable que
comprende cualesquiera aspectos de la vida, que se afronta comúnmente por los cónyuges,
aunque ninguno de ellos pierda su propia individualidad. Aunque semejante característica resulte
dificil de delimitar o explicar en sentido positivo, pues en definitiva dependerá del carácter y
circunstancias de cada pareja, es evidente que resulta necesario subrayarla, pues en sentido
negativo su consideración arroja consecuencias de importancia. El matrimonio no cabe
concebirlo como la atención de necesidades afectivas o carnales pasajeras (vgr. amante
ocasional o incluso, si se permiten las siguientes expresiones, motivadas por la concisión,
querida permanente u hombre mantenido) o absolutamente momentáneas (unión física
veraniega o acto de prostitución), que no comportan más que la huida de la soledad propia, pero
sin que impliquen el deseo de constituir una verdadera comunidad de vida y existencia.
Los matrimonios contraídos con la finalidad de obtener alguna ventaja (típicamente adquisición
facilitada de nacionalidad o cuestiones parecidas),pero que no obedecen al deseo de constituir
una comunidad de vida, son los llamados «matrimonios de complacencia” los que más adelante
haremos referencia
1.4. Estabilidad
En el mismo plano que la anterior y acaso como corolario de ella, debemos considerar la nota de
estabilidad o permanencia inherente a la unión matrimonial.
Para algunos sistemas normativos, la estabilidad se configura como perpetuidad vitalicia del
matrimonio, en cuanto su regulación se asienta en el principio de indisolubilidad. No es el caso
de la legislación española contemporánea, tras la promulgación de la Ley 30/1981.
De no cumplirse tales requisitos formales, la convivencia que reúna todos los requisitos o
presupuestos considerados anteriormente, habrá de conside-rarse técnicamente una unión de
hecho (denominada, además, de múltiples formas: unión libre, concubinato, convivencia more
uxorio, pareja de hecho, etc. Incluso se habla de matrimonio sin papeles y, popularmente, al
menos en Andalucía, con el expresivo término de arrejuntamiento o verbo arrejuntarse).
En la actualidad, existe un profundo movimiento social en favor de las parejas de hecho, dada la
acusada tendencia a expandir la libertad hasta extremos difícilmente compatibles con la
ordenación jurídica de la materia familiar. De otra parte, son relativamente numerosas ya las
disposiciones legales que, en aspectos concretos, asimilan la relación matrimonial con relaciones
análogas de afectividad (incluso, en algunos casos, con independencia del sexo de los miembros
de la pareja, como ocurre en la Ley 24/1994,de Arrendamientos Urbanos) y el mismo principio
ha inspirado algunas sentencias del Tribunal Constitucional, así como múltiples disposiciones de
carácter administrativo, laboral o relativas a la Seguridad Social.
Durante las últimas legislaturas, las Cortes Generales han tenido oportuni-dad de conocer varias
proposiciones y proyectos de ley sobre la materia, aunque finalmente ninguna de tales iniciativas
legislativas ha llegado a convertirse en ley. Partiendo de dicho dato y atribuyendo a la materia
una importancia de que, en rigor, probablemente carezca (al parecer, pese a su tan cacareada
prolifera-ción, las parejas de hecho no llegan a representar más allá de un 3 por 100 de los
matrimonios efectivamente celebrados) algunas Comunidades Autónomas han elaborado
disposiciones legislativas sobre la cuestión de las uniones de hecho.
Al cierre de la presente edición han sido ya promulgadas al menos las siguientes leyes
autonómicas, enumeradas en atención a la fecha de publicación:
-La Ley 25/2010, de 29 de julio, de Código Civil de Cataluña (libro II. Persona y Familia).
-Las Leyes 106 a 113 de la Ley Foral 21/2019, de 4 de abril, que actualiza la Compilación de
Derecho Civil Foral o Fuero Nuevo de Navarra.
En todas las Comunidades Autónomas, aunque no exista una Ley especifica, sí existe un
Registro de Parejas de Hecho, con el fin de facilitar la acreditación de la existencia de la pareja
de hecho, su estabilidad y duración, y la identidad de sus componentes, a los efectos de disfrutar
de determinadas ventajas, por ejemplo en materia de extranjería.
Para obtener dicha inscripción se fijan varios requisitos, algunos de los cuales coinciden con los
exigidos para contraer matrimonio pero otros no: suponiendo incluso un endurecimiento del
acceso a la protección legal (por ejemplo, en Madrid, se exige para el acceso al Registro la previa
convivencia durante un periodo ininterrumpido de doce meses; y en Cataluña, para tener la
consideración de pareja estable hace falta que la convivencia haya durado más de dos años
ininterrumpidos, a menos que haya nacido un hijo común, permitiéndose además la constitución
de pareja de hecho por persona que continúa casada. aunque separada de hecho, lo cual puede
generar problemas para delimitar los derechos respectivos de cónyuge y pareja).
Por otra parte, los principales problemas se plantean en el momento de la ruptura, cuando uno o
ambos integrantes reclaman la aplicación por analogía del régimen de la ruptura matrimonial,
sobre todo en lo relativo al uso de la vivienda y a la pensión compensatoria. En tales aspectos,
nuestros tribunales han declarado en bastantes ocasiones que no es posible esta aplicación por
analogía, de manera que habrá de estarse a la normativa existente, cuando la haya, o a los
pactos entre las partes; pero, aun así, en ocasiones han concedido indemnización, de manera
que el criterio jurisprudencial de la Sala 1. TS en materia de compensación económica no
pactada en la ruptura de las parejas de hecho es acudir, sí es posible, a la doctrina del
enriquecimiento injusto, la de protección del conviviente más perjudicado por la situación de
hecho, la de la aplicación analógica del articulo 97 del Código Civil, la teoría de la responsabilidad
civil extracontractual, y por último la de disolución de la sociedad civil irregular o comunidad de
bienes (sentencias del Tribunal Supremo 584/2003, de 17 de junio; 611/2005 de 12 de
septiembre, y todas las que citan).Las obligaciones fren-te a los hijos son una cuestión diferente,
y no se ven afectadas por el hecho de que los padres estén o no casados entre sí, o formen o
no una pareja de hecho, o incluso estén casados o unidos a personas distintas.
Precisamente por ser de hecho y no tener que someterse, en principio, a formalidad alguna, es
sumamente dificil determinar el alcance o número exacto de las parejas de hecho existentes en
nuestro país o en cualquier otro. Coloquialmente hablando, se tiende a afirmar que el matrimonio
se encuentra en crisis, que los jóvenes prefieren sistemáticamente las uniones fácticas y
manifestaciones de parecida índole. Sin embargo, en términos macro estadísticos, si se atiende
a los estudios de campo realizados por el Instituto Nacional de Estadística, tales afirmaciones no
resisten claramente el análisis, pues el INE, en sus últimos informes y estadísticas publicadas,
cifra las uniones de hecho en más de quinientas mil y menos de seiscientas mil. Incluso optando
por esta última cifra, ella representa-ría solo el 5,3 por 100 del total de núcleos familiares,
porcentaje que evidente-mente no es demasiado significativo. Además, no son extraños los
supuestos en que la convivencia de hecho representa un periodo temporal pasajero (de no más
de cinco o seis años) tras los cuales la mayor parte de los convivientes estadísticamente
hablando, insistamos-acaban por contraer matrimonio.
Como ya hemos advertido, siguiendo el designio de algunos otros países (Bélgica, Holanda y
algunos Estados de la América del Norte, tanto de Canadá cuanto de Estados Unidos) y
atendiendo a la presión de los movimientos homo-sexuales, España ha dado carta de naturaleza
al matrimonio entre personas del mismo sexo mediante la aprobación de la Ley 13/2005, de 1 de
julio, publicada en el BOE al día siguiente, curiosamente coincidiendo con el llamado «dia del
orgullo gay». A partir de ahora, pues, en nuestro ordenamiento jurídico la nota antes referida de
la heterosexualidad ha dejado de desempeñar un papel central en el matrimonio, que «tendrá
los mismos requisitos y efectos cuando ambos contrayentes sean del mismo o de diferente
sexo», como afirma el innovador artículo 44.2 de nuestro Código Civil. Contiene la Ley una
Exposición de Motivos bastante expresiva en relación con la ratio legis, haciendo especial
hincapié en la trayectoria de discriminación sufrida por los homosexuales y asentando la nueva
opción legislativa en distintos preceptos y principios de nuestra Constitución. Sin embargo, el
legislador no ha tenido la valentía de denominar a las cosas por su nombre, ni en la Exposición
de Motivos, ni en la rúbrica oficial de la Ley («por la que se modifica el Código Civil en materia
de derecho a contraer matrimonio»), que es absolutamente inexpresiva, ni en el articulado del
Código que reforma o al que da nueva redacción.
Desde el punto de vista técnico, pues, la Ley carece de interés alguno. Desde otros puntos de
vista, la Ley dio origen a un debate social de tal intensidad que aquí solo podemos apuntar, por
obvias razones de mesura. El Grupo Parlamentario Popular(firmante el diputado Don Ignacio
Astarloa),dentro del plazo legalmente previsto, presentó recurso de inconstitucionalidad frente a
la Ley 13/2005 el dia 28 de septiembre de 2005, en un escrito cuya lectura se recomienda a
quien esté interesado en la materia, sobre todo en cuanto analiza, aplicando todos los criterios
interpretativos a los que se refiere el articulo 3 CC,el alcance y significado del articulo 32 de la
Constitución. Parecidas consideraciones hemos de hacer respecto de la STC 198/2012, de 6 de
noviembre (publicada en BOE de 6 de noviembre) que, por ocho votos frente a tres de los once
magistrados votantes, declaró que el matrimonio entre personas del mismo no debe ser
considerado contrario a la Constitución Española, pues como se comprenderá no podemos hacer
ni siquiera el intento de resumirla en esta obra institucional, dada su extraordinaria extensión (52
páginas del BOE) y complejidad argumental.
Lo cierto es que yendo al fondo de la cuestión, la Ley introdujo una idea absolutamente
revolucionaria si se atiende a la experiencia secular del Derecho, en la que el matrimonio siempre
ha estado presidido por la idea de heterosexualidad y, de manera derivada, por la reproducción
carnal. Desde esta posición, se requiere una cierta perspectiva histórica para determinar el
alcance de semejante idea revolucionaria, pues a veces otras ideas asumidas de manera igual-
mente decidida por el legislador y contando con la enemiga de buena parte de la sociedad,
finalmente, en plazos de tiempo que analizados desde la relatividad histórica han de considerarse
bastante breves, han dejado de ser revolucionarias y se han convertido en principios por todos
aceptados: piénsese, por ejemplo, en la igualdad entre hombre y mujer; en el sufragio activo
femenino; en la igualdad entre personas de raza blanca y de raza negra; en la abolición de la
esclavitud y. por acabar, en la idea de igualdad entre las personas que presidió la Revolución
Francesa, que dio origen a los Códigos civiles y abolió radicalmente la intolerable desigualdad
inherente al ancien régime.
Dicho ello, ni que decir tiene que a lo largo de nuestra exposición, todas y cada una de las
novedades legislativas o modificaciones normativas introducidas por dicha Ley serán tenidas en
cuenta en su lugar correspondiente, pues la adaptación terminológica anuncia-da por la ropia
Exposición de Motivos (II.5) no aconseja otra cosa.
Finalmente, quizá resulte conveniente referirse al matrimonio homosexual en términos
estadísticos, pues hay veces que la legislación desfigura la realidad y origina la impresión de que
hay una correspondencia entre norma y supuestos objeto de regulación. Pues bien, en tal
sentido, por muy reclamado que parezca y por mucha representatividad mediática que tales
parejas adquieran en algunos casos, lo cierto es que, como cabía y cabría suponer, el matrimonio
homosexual no llega a alcanzar en España ni siquiera el l por 100 del total de los más de once
millones de núcleos familiares y parejas existentes, según los últimos censos del Instituto
Nacional de Estadística. A efectos comparativos, pues, en términos reales, bastaría con
confrontar las diez mil cuatrocientas pa-rejas homosexuales con las familias monoparentales (1,6
millones), la mayoría de ellas constituidas por mujeres viudas, por no hablar del conjunto de
parejas heterosexuales, que superarían los nueve millones y medio.
En la actualidad son muchos los países que permiten el matrimonio entre personas del mismo
sexo (en Europa el último en sumarse ha sido Finlandia, desde el 1 de marzo de 2017,aunque
mucho antes reconocía ya las uniones del mismo sexo), y en otros se reconocen las uniones
civiles de personas del mismo sexo, con derechos similares a los del matrimonio, aunque sin esa
denominación. Pese a ello hay otros muchos donde, no solo no se permite, sino que la
homosexualidad es un delito, y se castiga con penas de privación de libertad o incluso la muerte.
La Asamblea del Estado de Nueva York, el más poblado de los Estados Unidos, aprobó el 25 de
junio de 2011 la Marriage Equality Act (Ley de igualdad matrimonial), convirtiéndose así en el
sexto estado que regula el matrimonio homosexual(Massachusetts, New Hampshire, Vermont,
Iowa y Connecticut; en California, que también lo aprobó, fue abrogado posteriormente mediante
un ajustado referéndum), dándose un par de circunstancia señeras:
-La primera, que en un acto recaudatorio con la comunidad gay, la noche antes, el Presidente
Barack Obama le prestó su apoyo recordando que la regulación (o no) del matrimonio
homosexual es cuestión que compete a los estados y no a la regulación federal.
-La segunda, que la aprobación tuvo lugar cuatro décadas después del famoso y violento
encuentro entre activistas gais norteamericanos y la policía neoyorquina, en el famoso local
Stonewall, que dio origen al Día del Orgullo Gay.
Dando un paso más adelante, la sentencia del Tribunal Supremo de Estados Unidos de 26 de
junio de 2015 declaró ilegales las leyes de aquellos Estados que prohibían el matrimonio de las
personas del mismo sexo. El fallo fue calificado por el propio presidente Obama como una victoria
para toda América, pese a que realmente cinco de los jueces votaron a favor, pero cuatro en
contra. Dicho ello, lo cierto es que desde esa fecha el matrimonio homosexual debe considerarse
legal en todos los estados de los Estados Unidos de América.
En relación con el matrimonio entre un español y un extranjero cuya ley nacional no reconoce el
matrimonio como institución abierta a personas del mismo sexo, la RDGRN de 7 de abril de 2006
declaró la validez del matrimonio celebrado en España.
Pero, sin duda alguna, mucha mayor importancia tiene la STJUE de 5 de junio de 2018, en la
que, pese a dar por hecho el TJUE que la competencia relativa al reconocimiento del estado civil
de los ciudadanos, incluida la regulación del matrimonio, corresponde a los Estados, resuelve el
Tribunal que, conforme a la Directiva de 2004 sobre libre circulación de las personas, el concepto
o la palabra cónyuge debe ser considerada neutra desde el punto de vista de género y que el
reconocimiento del matrimonio homosexual con el fin de conceder la residencia a un cónyuge
del mismo sexo (en el caso el ciudadano estadounidense emparejado con un ciudadano rumano)
no afecta negativamente a la institución del matrimonio, ni impone a dicho Estado la
obligatoriedad de regular formalmente el matrimonio homo-sexual, con la obvia consecuencia de
que tal determinación es de aplicación en toda la Unión Europea.
Pese a que la noción ofrecida de matrimonio, presente en nuestra cultura durante siglos (con
independencia de la indisolubilidad o no del matrimonio y de la admisión o no del matrimonio
homosexual), es clara para la mayoría de las personas legas en Derecho, los juristas han
debatido y siguen debatiendo, también de forma secular, acerca de la calificación técnica del
matrimonio.
Desde que los juristas medievales, de formación básicamente canónica, convirtieron la affectio
maritalis romana (intención común de convivencia) en elemento consensual propiamente dicho
del matrimonio, el debate gira sobre su consideración como contrato. Tal conclusión ha resultado
siempre querida y particularmente atractiva para los estudiosos y los textos canónicos,
posiblemente porque el principio pacta sunt servanda aplicado a la relación matrimonial reforzaba
el vinculo y justificaba mejor su perpetuidad e indisolubilidad (o al revés).
La tesis contractual del matrimonio, sin embargo, ha presentado siempre el problema de afrontar
contradicciones y objeciones de dificil superación. En los contratos propia-mente dichos la
autónoma privada se encuentra ínsita en su propia esencia y devenir, plasmada en la libertad
general de estipulaciones, consagrada en el articulo 1255, y en la posibilidad de que el mutuo
disenso acarree por principio la ineficacia del convenio contractual preexistente. Tales corolarios,
es obvio, resultan inaplicables al esquema matrimonial, sobre todo si se le aplica, como regla, el
criterio de la indisolubilidad.
Ante ello, pasados los primeros años de pura exégesis del Código Civil (los comentaristas de la
escuela exegética francesa aceptaban, en general, el carácter contractual del matrimonio, sin
mayores precisiones), algunos civilistas señeros, al hacer suya la tesis contractual de origen
canónico y dada la extraordinaria importancia y desarrollo que las diversas figuras contractuales
asumen en el conjunto del Derecho privado (civil y mercantil), acabaron por concluir que el
matrimonio era un contrato, pero un contrato sui generis, entendiendo que así, con una mera
corrección nominal que resaltara sus características propias, se superaban las contradicciones
antes avanzadas. De aceptar tal proposición, cabría decir, el matrimonio seria un contrato que
carece de las notas elementales y características estructurales de los contratos, dado que el
contenido o los efectos de la relación matrimonial se encuentran normativamente definidos y
precisados.
A nuestro entender, semejante explicación del problema resulta insatisfactoria. Como ya dejamos
dicho al estudiar los contratos, no merecen tal calificación cualesquiera acuerdos de voluntades,
sino solo aquellos convenios o acuerdos que se encuentran impregnados o investidos de la nota
de patrimonialidad en sentido técnico. Por tanto, siendo sumamente importante el elemento
consensual en el matrimonio, la mera coincidencia de consentimientos de ambos esposos no
puede convertirse formalmente en el único dato a tener en cuenta, ni permite la aplicación del
régimen juridico de lo que los iusprivatistas consideramos contrato a la relación matrimonial.
Dicha afirmación, además, se corresponde con la percepción general del tema por la mayor parte
de las personas, sean juristas o no, para quienes desde luego casarse (aunque el matrimonio
pueda ser disoluble, legalmente hablando, por encontrarse admitido el divorcio) es algo
sumamente distinto a comprar un bien, celebrar un contrato de mandato, constituir una sociedad,
o alquilar una vivienda.
Afirmar que el matrimonio se asienta en el consentimiento de los cónyuges es obvio. Por tanto,
resulta indiscutible que la noción de matrimonio requiere ante todo una base convencional, un
acuerdo, ungido o investido en este caso además del deseo de compartir la vida con el otro
cónyuge, sin el cual por su-puesto resulta imposible hablar de matrimonio.
Sin embargo, el consentimiento de los contrayentes para constituir el vínculo matrimonial para
llevar a cabo una unión matrimonial, conforme al Derecho histórico y vigente que la regula, no es
suficiente ni bastante para determinar por sí mismo la verdadera existencia del matrimonio (no
hay mejor prueba de ello que el hecho de que en las llamadas uniones libres o concubinatos o
convivencia more uxorio, por muchos efectos que de ellas se quieran derivar y existiendo sin
duda tal consentimiento recíproco, dirigido a la efectiva convivencia, ni la conciencia general, ni
la legislación conocida, ni los propios convivientes entienden que se haya producido el
matrimonio), porque el denominado estatuto matrimonial queda enteramente sustraído a la
voluntad de los contrayentes (salvada la decisión sobre el concreto régimen económico a seguir
en cada caso) y resulta establecido de forma imperativa por la legislación aplicable.
La expresión estatuto matrimonial, muy utilizada por los especialistas, resalta, en definitiva, la
existencia de un conjunto normativo propio aplicable al matrimonio, que a nuestro juicio
demuestra que para el Derecho la relación matrimonial, tanto en su momento inicial de «acuerdo
de voluntades» cuanto en su devenir futuro como relación duradera y estable (y, en su caso,
perpetua, si se impone la nota de indisolubilidad, que en general no puede resultar deseable) o
«estado matrimonial», es una institución propia y autónoma, que en cuanto situación social típica
merece (y ha merecido históricamente) la elaboración de un conjunto normativo ad hoc, que la
regula con el mismo afán de coherencia y totalidad que el Derecho positivo dedica a cualesquiera
otras instituciones (trátese del contrato o de la propiedad privada), sin requerir, por tanto, su
aproximación o explicación a través de categorías conceptuales, las cuales, precisamente, se
derivan de forma necesaria de la preexistencia de las instituciones jurídicas.
La defensa del carácter institucional del matrimonio, mantenida en esta obra desde su primera
edición, además de los argumentos anteriores, encuentra sin duda apoyo expreso en numerosas
sentencias tanto del Tribunal Supremo cuanto del Tribunal Constitucional en las que se utiliza
expresamente la calificación de institución. Asimismo representa un refuerzo en dicha línea de
pensamiento la propia consideración del legislador, que recurre reiteradamente a di. cha idea en
la Exposición de Motivos de las Leyes 13/2005 y 15/2005. El párrafo noveno en esta última, por
ejemplo, afirma textualmente que «la reforma que se acomete pretende que la libertad, como
valor superior de nuestro ordenamiento jurídico, tenga su más adecuado reflejo en el matrimonio.
El reconocimiento por la Constitución de esta institución jurídica posee una innegable
trascendencia, en tanto que contribuye al orden político y a la paz social, y es cauce a través del
cual los ciudadanos pueden desarrollar su personalidad».
Así, para F. SANCHEZ Román, ya consagrado como jurista excepcional antes de la publicación
del Código «los sistemas matrimoniales son los diferentes criterios de organización legal
establecidos y practicados en los diferentes países para reputar válidamente celebra-do el
matrimonio”. Ya en el siglo XX, quizá el mejor tratadista de Derecho de familia. LACRUZ
BERDEJO insistía en la idea de que cabía denominar sistemas matrimoniales a alos diferentes
criterios adoptados por las legislaciones en cuanto a la forma de celebración civilmente eficaz».
Se trata, por tanto, de un concepto (o una idea) meramente sistemático que. en sentido teórico,
tiene por objeto resaltar los datos normativos fundamentales de un determinado ordenamiento
juridico en relación con la validez de la/s formas/s del matrimonio, al tiempo que se integra dentro
del conjunto del Derecho comparado.
Con ello se pretende poner de manifestó que, como es obvio, el legislador puede organizar las
competencias del Estado, que regula en general la vida y convivencia de los ciudadanos, y la
significación de los matrimonios religiosos de forma muy distinta. En Europa, naturalmente, y en
España de forma particular, tal cuestión viene planteada por la precedencia temporal y
conceptual del matrimonio canónico respecto de la ordenación civil de la materia matrimonial,
dado que la reglamentación y la jurisdicción de la Iglesia Católica sobre el matrimonio se adelanta
en varios siglos a la propia constitución de lo que, andando el tiempo, serán los Estados
independientes.
Ahora bien, si en sentido teórico y expositivo la idea de sistema matrimonial deviene una cuestión
puramente sistemática, debe atenderse también que la decisión que el legislador adopte sobre
tal sistema (háyase conocido antes en la Historia o no) es una opción política de relevancia
inusitada, pues en definitiva exige determinar la propia potestad normativa y jurisdiccional del
Estado en exclusiva o la forma de compartirla con las disposiciones propias de la Iglesia Católica
y de otras confesiones religiosas. Así, la opción normativa trasciende a cuestiones de
extraordinaria relevancia social, pues presupone siempre la adopción por la estructura estatal de
decisiones sobre el fenómeno religioso, constante de todas las latitudes terráqueas, y, en
particular, sobre la confesionalidad del Estado y la libertad religiosa de «sus» ciudadanos
(aunque, en puridad de conceptos, debiera ser al revés).
Como ya hemos advertido en otros lugares de esta obra, las clasificaciones tienen un puro valor
instrumental y no pueden devenir en inacabables consideraciones sobre todo tipo de
eventualidades, sino que alcanzan su verdadero valor propedéutico si se limitan a los aspectos
fundamentales.
En tales supuestos, cabe que el Estado reconozca cualesquiera formas de matrimonio. sin
establecer de forma obligatoria la exigencia de formalidades (sistema de libertad de forma) o
que, optando por lo contrario, las formas matrimoniales (varias, por principio) queden
circunscritas y determinadas por la legislación estatal, que permite a los ciudadanos la práctica
de cualquiera de ellas, eligiendo según los criterios y creencias de cada uno. En este caso, claro,
se habla de sistemas electivos.
a) Sistema electivo formal: existe cuando el Estado, a pesar de reconocer efectos civiles a los
matrimonios celebrados de forma religiosa, se atribuye de forma exclusiva la regulación y la
jurisdicción sobre el matrimonio (Inglaterra). En realidad, sin embargo. tal sistema implica
convertir en normas estatales las propias normas religiosas (histórica-mente anteriores, como ya
se ha advertido), produciendo en gran medida una sustitución vicaria del poder en la materia.
b) Sistema electivo material: recibe tal denominación porque, en términos materiales, el Estado
respeta las normas propias de la confesión de que se trate en el caso de matrimonio religioso
(constitución, ritos o formalidades, causas de disolución, etc.), al tiempo que le otorga efectos
civiles. La forma civil del matrimonio, por su parte, es naturalmente objeto de regulación por la
legislación estatal, que, por tanto, es común a ambas formas de matrimonio respecto al
reconocimiento de efectos civiles e incluso de la jurisdicción competente(en cuyo caso, claro, los
tribunales estatales, por principio, habrán de aplicar las normas religiosas si conocen de un
matrimonio que no sea civil) en caso de que la legislación estatal así lo imponga. No obstante, la
inexistencia de reserva de jurisdicción en favor del Estado es quizá más frecuente, sin que ello
afecte al mantenimiento del llamado sistema electivo material.
B) Igualdad o subsidiariedad
1. Sistemas facultativos
Obviamente en tales casos se trata de otorgar primacía a una de las formas matrimoniales,
siendo la otra (o, en su caso, raro, otras) subsidiaria. Profundamente conectados con el tema de
la confesionalidad estatal, tal solución suele imponerse en países en los que la práctica de una
confesión religiosa suele estar muy generalizada, permitiendo, sin embargo, de forma
generalmente excepcional, otra forma de matrimonio a quienes acrediten no tener confesión
religiosa o seguir una diferente a la social o normativamente impuesta.
Como ya hemos advertido antes, la Real Cédula de 12 de julio de 1562, por la que Felipe II
concedió valor de ley del Reino a los cánones del Concilio de Trento, determinó durante la mayor
parte de la Edad Moderna la exclusiva vigencia del matrimonio canónico, impuesto por el poder
civil de forma obligatoria.
Con el pasajero triunfo del conato de revolución liberal conocido bajo el nombre de “La Gloriosa”
(septiembre de 1868) y la proclamación de la Constitución de I de junio de 1869,se abandona la
tradición patria en la materia. El artículo 21 de la Constitución referida (con valor entonces
programático, no se olvide) establecía que «la Nación se obliga a mantener el culto y los ministros
de la Religión Católica. El ejercicio público o privado de cualquiera otro culto queda garantizado
a todos los extranjeros residentes en España, sin más limitaciones que las reglas universales de
la moral y el derecho. Si algunos españoles profesaren otra religión que la católica, es aplicable
a los mismos todo lo dispuesto en el párrafo anterior». Sin embargo, la breve eclosión liberal trae
consigo, de inmediato, el reforzamiento del anticlericalismo y la denominada Ley Provisional de
Matrimonio Civil de 18 de junio de 1870 (que, en este caso, fue efectivamente provisional y
pasajera) instauró el sistema de matrimonio civil obligatorio en su articulo 2: «El matrimonio que
no se celebre con arreglo a las disposiciones de esta Ley no producirá efectos civiles con
respecto a las personas y bienes de los cónyuges y de sus descendientes».
Tal planteamiento fue objeto de inmediato rechazo por el Decreto de 9 de febrero de 1875,que
restableció el reconocimiento pleno de los efectos civiles del matrimonio canónico, si bien dejaba
subsistente los mandatos de la Ley de Matrimonio Civil de 1870 respecto de quienes «no
profesando la religión de nuestros padres, estén imposibilitados de santificarlo con el
sacramento”, según indicaba con precisión y belleza literaria el preámbulo. El resultado, pues,
era el establecimiento del matrimonio civil subsidiario (previsto para los extranjeros no católicos
y para los ciudadanos patrios que, presumiendo la generalización del catolicismo, eran
considerados como no practicantes y calificados de malos católicos y que, por tanto,” quedaban
sujetos a las penas y censuras eclesiásticas»).
Llegado, por fin, el momento de la codificación, el sentido práctico de Alonso Martínez le llevó a
pactar o consensuar oficiosamente con la Santa Sede el contenido de la Base 3. de la Ley de
Bases de 11 de mayo de 1888 que delimitaba de forma precisa la contempla-ción por el texto
normativo del Código del recurrente tema de las formas del matrimonio:
Se establecerán en el Código dos formas de matrimonio: el canónico, que deberán contraer todos
los que profesen la religión católica, y el civil, que se celebrará del modo que determine el mismo
Código, en armonía con lo prescrito en la Constitución del Estado.
El matrimonio canónico producirá todos los efectos civiles respecto de las personas y bienes de
los cónyuges y sus descendientes, cuando se celebre de conformidad con las disposiciones de
la Iglesia católica, admitidas en el Reino por la Ley 13,titulo 1.°,libro 1.° de la Novisima
Recopilación. Al acto de su celebración asistirá el Juez municipal u otro funcionario del
Estado,con el solo fin de verificar la inmediata inscripción del matrimonio en el Registro civil.
Con mayor concisión, pero por supuesto en idéntico sentido, el articulo 42 en la primera edición
del Código estableció que «la ley reconoce dos formas de matrimonio: primero. el canónico, que
deben contraer todos los que profesen la Religión Católica; y el civil, que se celebrará del modo
que determina este Código.
No cabe mayor claridad para indicar la primacía del matrimonio canónico (que es, obsérvese, el
primero) y el establecimiento del matrimonio civil subsidiario, aunque tales normas dejaban el
pequeño resquicio, y la duda, de los matrimonios mixtos, en que uno solo de los cónyuges
profesara la religión católica.
Contra él reacciona virulentamente (tampoco hay que extenderse en ello) el régimen del General
Franco que reinstaura el estado de cosas codificado y la absoluta primacía del matrimonio
canónico, así como el repudio del divorcio, ya en 1938, mediante la Ley de 12 de marzo, todavía
en guerra. Una Orden Ministerial de la postguerra (de 10 de marzo de 1941) pone de manifesto
que, aun sin extinguir las cenizas de la terrible guerra civil,una de las cuestiones trascendentales
era el sistema matrimonial, restringiendo el ámbito del matrimonio civil (subsidiario y casi
excepcional) hasta extremos insospechados: Los jueces municipales no autorizarán otros
matrimonios civiles que aquellos que, habiendo de contraerse por quienes no pertenezcan a la
Religión Católica, se pruebe documentalmente la “catolicidad de los contrayentes, o, en el caso
de que esta prueba documental no fuere posible, presenten una declaración jurada de no haber
sido bautizados, a cuya exactitud se halla ligada la validez y efectos civiles de los referidos
matrimonios».
-El Estado reconoce plenos efectos civiles al matrimonio celebrado según las normas del
Derecho canónico (Artículo XXIII).
-Los Tribunales civiles quedan obligados a llevar a efecto la ejecución de las resoluciones de los
Tribunales Eclesiásticos (Artículo XXIV).
-Respecto de los matrimonios mixtos, el Estado español queda obligado a acomodar sus propias
normas a las de la Iglesia Católica.
Para atender a este último requerimiento, entre otras cosas, se dicta la Ley de 24 de abril de
1958,que da nueva redacción al articulo 42 del Código Civil:
Se autoriza el matrimonio civil cuando se pruebe que ninguno de los contrayentes profesa la fe
católica.
Dicho telegráficamente, es dificil concebir mayor sumisión del poder civil a la iglesia Católica y a
su propio ordenamiento matrimonial, pues la legislación estatal obligaba a los ciudadanos (io
súbditos?, mejor) a realizar una declaración de apostasía para poder contraer matrimonio civil
(cfr. Artículo 245.1 del RRC en la versión de 1958),hasta que ya, en los años blandos de la
dictadura de Franco, la Ley de Libertad Religiosa de 28 de junio de 1967 facilita la prueba de la
a catolicidad (cfr. Artículos 31 y 5s.).
Una vez aprobada la Constitución, la primera manifestación de los nuevos tiempos democráticos
se concretó en la sustitución del Concordato de 1953 por el Acuerdo entre el Estado Español y
la Santa Sede sobre asuntos jurídicos, de 3 de enero de 1979. En dicho tratado se siguen
reconociendo plenos efectos civiles al matrimonio canónico, pero sin que ello signifique
sometimiento alguno de la legislación estatal a la ordenación canónica, sino el natural
mantenimiento de las relaciones de cooperación con la Iglesia Católica a que hace referencia in
fine el artículo 16 de la Constitución, que además contiene ya una referencia expresa a «las
demás confesiones».
Con posterioridad, las Leyes 24/1992, 25/1992 y 26/1992, todas de 10 de noviembre, aprueban
Acuerdos de Cooperación del Estado español con las Federaciones de Entidades Religiosas
Evangélicas de Espana, de Comunidades Israelitas de España, y con la Comisión Islámica de
España, atribuyendo efectos civiles al matrimonio celebrado según los correspondientes ritos, e
inscrito en el Registro Civil, en los términos que veremos más adelante.
Tales leyes han sido modificadas por la Ley 15/2015, de jurisdicción voluntaria, permitiendo que
el acta o expediente, previo al matrimonio y en el que se acredita la capacidad matrimonial, sea
tramitado indistintamente ante el Secretario judicial(hoy LAJ)o cualquier Notario, además del
encargado del Registro Civil o funcionario diplomático o consular correspondiente.
En la actual redacción del Código, lo que tradicionalmente había sido siempre denominado
esponsales se llama en exclusiva promesa de matrimonio. Con uno u otro nombre, es indiscutible
que la figura consiste en la promesa reciproca de matrimonio entre los novios o esposos que,
Dios mediante, pasarán en su día a ser técnicamente cónyuges si es que llegan a contraer
matrimonio. Los esponsales tienen un pasado glorioso, un presente dudoso y un porvenir
ceniciento, dado el ritmo social de abandono de formalismos y rituales.
Hasta la aprobación de la Ley 30/1981, nuestro Código Civil utilizaba también la palabra
esponsales (tan castellana, claro, como la de promesa) con el preciso significado técnico que la
historia y los siglos de desarrollo jurídico le habían otorgado. Como intento de secularizarlos
nominalmente sin duda, alejándose del Derecho canónico (y también de nuestra propia historia,
por tanto), el legislador de 1981 ha decidido hacer tabla rasa de la denominación tradicional, por
lo que la versión vigente del Código habla, recurrentemente, solo de promesa de matrimonio.
Es obvio, sin embargo, que al seguir utilizando el término esponsales no pretendemos manifestar
rebeldía alguna frente a la secularización del matrimonio, ni frente a la legislación civil, ni tampoco
hacer profesión de fe canónica. Sencillamente, esponsales y promesa de matrimonio, en
términos semánticos y jurídicos, son lo mismo en castellano, guste o no al redactor de los
vigentes artículos 42 y 43,reguladores de la materia, con la ventaja de que la denomina ción
clásica es más breve, expresiva y culta que la perífrasis bendecida o consagrada por el
legislador.
La promesa de contraer matrimonio en el futuro, unida al compromiso de sufragar los gastos para
atender a la prometida, no es equiparable a la convivencia marital estable para deducir que se
está ante una unión de hecho que,al igual que el matrimonio, supone arraigo familiar y justifica
la suspensión cautelar de la orden de expulsión del territorio español, razón por la que no procede
acceder a suspender la ejecutividad de la mencionada orden de salida del territorio nacional por
no haberse justificado que los perjuicios irrogados a la recurrente sean prevalentes frente al
interés general en que se cumpla la expulsión, pues esta Sala ha declarado también (Sentencias
de 2 de diciembre de 1995,25 de septiembre de 1995 y 13 de enero de 1999) que la dificultad de
defenderse en el proceso para un ciudadano extranjero, obligado a salir del territorio español, no
tiene por sí sola un valor decisivo para suspender la ejecución de la orden de expulsión o la
conminación de abandonarlo, por lo que, si no se acreditan otros perjuicios, el mero alejamiento
del proceso carece de relevancia para suspender la salida».
Desde los viejos precedentes romanos, la libertad matrimonial de los con-trayentes ha estado
siempre a salvo hasta el preciso momento de celebración del matrimonio, haya habido o no
esponsales, dada la incoercibilidad del con-sentimiento matrimonial. En tal sentido, se
pronunciaba el articulo 43 de la redacción originaria del Código y el mismo principio sigue estando
establecido en el vigente articulo 42, cuyo primer párrafo establece que «la promesa de
matrimonio no produce obligación de contraerlo ni de cumplir lo que se hubiere estipulado para
el supuesto de su no celebración».
Los esponsales, pues, no obligan a contraer matrimonio, aunque consistan en una promesa de
matrimonio, y en consecuencia «no se admitirá a trámite la demanda en que se pretenda su
cumplimiento», según declara el articulo 42.2. Es decir, se prefiere mantener la libertad
matrimonial de los contrayentes hasta el último momento, hasta el preciso instante de manifestar
el consentimiento en la celebración del matrimonio, a dotar de eficacia vinculante a los
esponsales respecto de la prometida celebración del matrimonio, aunque se reconozca
legislativamente su presencia social y, a través de la obligación de resarcimiento de los gastos
realizados, las posibles consecuencias jurídicas del incumplimiento de la promesa.
Mantiene, pues, la redacción actual del Código los mismos esquemas tradicionales en la materia,
incluso cuando afirma que no se ha «de cumplir lo que se hubiere estipulado para el supuesto
de su no celebración [la del matrimonio]», pues tal previsión normativa recoge sencillamente la
vieja tradición de que la incoercibilidad del matrimonio no podía burlarse adhiriendo a la promesa
de matrimonio una cláusula penal específica.
En efecto, establece el artículo 43.1 que «el incumplimiento sin causa de la promesa cierta de
matrimonio hecha por persona mayor de edad o por menor emancipado solo producirá la
obligación de resarcir a la otra parte de los gastos hechos y las obligaciones contraídas en
consideración al matrimonio prometido». Resulta indiscutible, pues, que la única consecuencia
dimanante de la falta de celebración del matrimonio prometido radica en resarcir al esposo que
mantiene viva la promesa y que ha confiado en ella.
El precepto vigente exige como presupuesto del resarcimiento que haya «incumplimiento sin
causa de la promesa» (frente a la redacción derogada, que hablaba de justa causa). Parece,
pues, que si existe causa del incumplimiento, el otro esposo no podrá (o, quizá mejor, no debería)
exigir resarcimiento alguno. A juicio de algún autor, sin embargo, el vigente artículo 43 ha de
seguir siendo interpretado como si hablara de justa causa, pues a su entender no puede
legitimarse la arbitrariedad en el incumplimiento y la consiguiente irrelevancia de la disposición
normativa. No obstante, parecen más seguras las opiniones que no retrotraen la interpretación
al texto derogado, pues partiendo de la consciencia y seriedad del legislador, la supresión del
adjetivo justa difícil-mente puede concluirse que haya sido inadvertida. Por tanto, a la persona
que, en uso de su libertad matrimonial, no desee contraer matrimonio, le bastará con alegar una
causa que a él (que es quien se va a casar) le parezca suficiente para no contraer matrimonio.
De esta forma la libre decisión de no contraer nupcias sin otro fundamento que la decisión en sí,
es «causa» y, por tanto, circunstancia exonerativa de las consecuencias aludidas en el articulo
43 del Código Civil y que, en consecuencia, lleva a hacer inútil, por superflua, la exigencia misma
de causa a la que el precepto se refiere.
El párrafo segundo del artículo 43 precisa que la acción de resarcimiento «caducará al año,
contado desde el día de la negativa a la celebración del matrimonio». En términos literales, pues,
el plazo anual establecido debe considerar-se de caducidad y, en consecuencia, no susceptible
de interrupción, lo que sería conforme con la relativa relevancia jurídica de los esponsales no
seguidos de la celebración de matrimonio.
Pese a ello, afirman los Profesores DIEZ-PICAZO y Gullón que debería considerarse que la
verdadera naturaleza del plazo establecido debería ser la prescripción “como cualquier otra
acción indemnizatoria». No obstante el indudable magisterio de tales autores, a nuestro
entender, debe prevalecer la calificación del legislador, conforme con la relevancia de los
esponsales, aparte de que no existe precepto alguno que imponga que las acciones
indemnizatorias quedan sometidas en exclusiva a la prescripción.
Además, desde una perspectiva práctica, lo cierto es que la caducidad o prescripción de la acción
parece carecer de interés alguno, pues no hay conocimiento de ninguna sentencia del Tribunal
Supremo ni de Audiencia en la que se haya planteado dicha cuestión. Quizá la razón de ello
estribe en que las peculiares circunstancias del supuesto de hecho contemplado en el articulo
43 determinan, ora una inmediata reclamación, ora el definitivo olvido de la cuestión.
CAPÍTULO 3
1. INTRODUCCIÓN
Como es obvio, la celebración propiamente dicha del matrimonio consiste en el ritual o ceremonia
que se lleva a cabo por los contrayentes en un determinado momento, dado que el matrimonio
es esencialmente formal. Sin embargo, la prevalencia de la forma en el matrimonio no significa
que el consentimiento matrimonial pueda ser dejado en un segundo plano, ni que la celebración
esté exenta de controles o requisitos previos, referidos a la aptitud o capacidad matrimoniales de
los esposos.
A todos estos temas, aunque con diferente intensidad, nos vamos a referir en este capitulo,
insistiendo naturalmente en el planteamiento civil de tales cuestiones, es decir, en el matrimonio
civil y en la regulación vigente del Código, procedente de la Ley 30/1981.No obstante, dado que
el articulo 49.1 inicia la regulación de la forma de celebración del matrimonio afirmando (tras la
reforma introducida por la LJV que, en este punto, entró en vigor el 30 de junio de 2017) que
«cualquier español podrá contraer matrimonio dentro o fuera de España:
Entre tales formas religiosas, es innecesario destacar que el matrimonio canónico asume una
extraordinaria importancia práctica, como cualquiera sabe. Pero si es grande la implantación real
y social del matrimonio canónico entre nosotros, sería injusto no destacar también que la
regulación civil o secular del matrimonio, en nuestro país y fuera de él, es en gran medida
tributaria del propio desarrollo conceptual y normativo del matrimonio canónico durante siglos.
Valga la advertencia con carácter general, aunque en más de un pasaje concreto volveremos a
incidir en ello.
1.2. La Ley 35/1994, de 23 de diciembre: autorización del matrimonio civil por los Alcaldes
Hasta la aprobación de dicha Ley, la regla general era que el matrimonio ci-vil era una cuestión
judicial que exigía el consiguiente expediente y la definitiva autorización por parte del Juez,
llegado el momento de celebración. Por tanto, solo en supuestos excepcionales tenían
competencia los Alcaldes para autorizar la celebración del matrimonio civil. A partir de ella, que
modifica numerosos artículos del Código (en general, limitándose a sustituir la expresión «Juez
o funcionario...»por la de “Juez, Alcalde o funcionario...») se extiende a todos los Alcaldes sin
excepción la posibilidad de autorizar los matrimonios civiles. La reforma tiene un profundo
alcance político y un significado renovador en la materia, al otorgar a los representantes de la
ciudadanía funciones que, en nuestro Derecho al menos, habían estado reservadas durante
siglos a los sacerdotes (en el caso del matrimonio canónico) o a los Jueces (respecto del
matrimonio civil). La propia Exposición de Motivos se encargaba de subrayarlo de manera
especialmente detallada.
Si bien se piensa, si los actos de jurisdicción voluntaria se identifican con las actuaciones llevadas
a cabo sin que exista litigio u oposición entre las partes, aunque se tramiten ante los órganos
jurisdiccionales, verdaderamente pocos actos hay que sean mas voluntarios y concordes (o, si
se prefiere, con absoluta ausencia de controversia) que decidir casarse, ¿verdad?
El matrimonio civil está regulado en los artículos 51 y siguientes del Código civil en la redacción
que le ha sido dada por la Disposición Final Primera de la LJV con entrada en vigor el 30 de abril
de 2021:
Articulo 51:
«l. La competencia para constatar mediante acta o expediente el cumplimiento de los requisitos
de capacidad de ambos contrayentes y la inexistencia de impedimentos o su dispensa, o
cualquier género de obstáculos para contraer matrimonio corresponderá al Secretario judicial,
Notario o Encargado del Registro Civil del lugar del domicilio de uno de los contrayentes o al
funcionario diplomático o consular Encargado del Registro Civil si residiesen en el extranjero.
1.° El Juez de Paz o Alcalde del municipio donde se celebre el matrimonio o concejal en quien
este delegue.
2.° El Secretario judicial o Notario libremente elegido por ambos contrayentes que sea
competente en el lugar de celebración.
En atención a esta norma será competente para celebrar el matrimonio: el Encargado del
Registro civil (que será un LAJ), Alcalde o concejal en quien delegue, el funcionario diplomático
o consular encargado del Registro civil en el extranjero o el Notario elegido por ambos
contrayentes que sea competente en el lugar de celebración.
Respecto de la edad para contraer matrimonio, establece en sentido negativo el Código que «no
pueden contraer matrimonio, los menores de edad no emancipados» (Artículo 46.1.°). Ergo, los
menores emancipados y, en todo caso, los mayores de edad tienen aptitud física suficiente,
atendiendo a la edad, para contraer matrimonio.
Dada la regla de que la emancipación no puede obtenerse antes de haber cumplido dieciséis
años (cfr: Artículos 317, 319 y 320) y que la mayoría de edad se encuentra fijada en los dieciocho
(cfr. Artículos 12 de la CE y 315 del Código Civil), la circunstancia de que la reforma de 1981 no
haya optado por fijar de forma positiva una edad hábil para contraer matrimonio, a fuer de o
queriendo ser precisos, debería llevar a la conclusión de que la edad núbil es tendencialmente
la de dieciocho años, adelantándose a los dieciséis en el caso de que se dé alguno de los
supuestos de emancipación.
Dicho planteamiento es, desde luego, preferible al existente con anterioridad a la reforma de
1981, cuando el derogado articulo 83.1. permitía el matrimonio a los varones con catorce años y
a las hembras de doce años cumplidos que, discriminación sexual aparte (aunque el tema sería
discutible en términos psíquicos y fisiológicos, dada la anterior formación sexual de las mujeres)
para el sentir actual, representan topes cronológicos excesivos por defecto, si ha de presumirse
a los cónyuges, como parece necesario, la formación intelectual y la capacidad de vida
independiente, así como la iniciativa de generación de una verdadera familia, con las
responsabilidades de todo tipo que conlleva su creación.
2.2. Pubertad natural y abrogación de la antigua dispensa de edad
No obstante lo apenas dicho, lo cierto es que, hasta el mes de julio de 2015, el articulo 48.2
Código Civil ha venido estableciendo que el requisito de la edad mínima de 16 años, como edad
nupcial, era dispensable por el Juez de 1.° Instancia siempre que el menor que pretendiera
casarse hubiera cumplido 14 años.
Ciertamente dicho status normativo no era privativo de España, pues la pubertad natural ha
servido en el pasado histórico y, de manera particular, en el Derecho romano como criterio
determinante respecto de la válida celebración del matrimonio, fijando la edad núbil en los doce
años cumplidos para el sexo femenino y catorce para el masculino (pues resulta dificil,
inoportuno, si no ridículo, hablar de mujer y hombre a tales edades). La pujanza y fortaleza de
las reglas romanas continuaron vivas durante un larguísimo periodo del ius commune europeo y
fueron igualmente aceptadas por el Derecho canónico tradicional.
Por fortuna y juiciosamente, dicha situación ha variado radicalmente tras la aprobación de la Ley
de jurisdicción voluntaria (Ley 15/2015, de 2 de julio), cuya disposición final primera ha
modificado el tenor literal del articulo 48 Código Civil, abrogando radicalmente la posibilidad de
dispensa de edad a los menores de dieciséis años y ha establecido la regla comúnmente seguida
de evitar, en todo caso, el matrimonio de personas menores de dieciséis años, edad mínima
requerida para todos los supuestos de emancipación que perviven en nuestro sistema normativo
jurídico privado (cfr. Artículos 317, 319 y 320 Código Civil). una vez erradicada también la
denominada emancipación por matrimonio.
1. La edad núbil y el «libre y pleno consentimiento de los futuros esposos» constituyen requisitos
ineludibles para la celebración del matrimonio de conformidad con el artículo 16.1 de la
Declaración Universal de Derechos Humanos de 10 de diciembre de 1948.
Antes de la reforma de 1981,el derogado articulo 83.2.° prohibía el matrimonio a quienes «no
estuvieren en el pleno ejercicio de su razón al tiempo de contraer matrimonio», mandato que
provocó una profunda disputa doctrinal en torno al rechazo o admisibilidad del matrimonio
contraído por los locos en intervalo lúcido.
Actualmente, para el supuesto de que alguno de los contrayentes estuviere afectado por algún
tipo de discapacidad de orden psíquico, ordena el artículo 56.2 que, en el expediente matrimonial
previo «se exigirá dictamen médico sobre su aptitud para prestar el consentimiento”. Procede,
pues, la pericia médica en cualquier supuesto de anomalías psíquicas, esté o no incapacitado
judicialmente el esposo que las padece, debiendo ser valorada por el Juez conforme a las reglas
generales.
En materia matrimonial suele hablarse de libertad de los contrayentes para indicar que los
esposos no se encuentran ligados o vinculados por un matrimonio anterior y, por supuesto,
todavía subsistente, pues las personas viudas o cuyo matrimonio hubiera sido disuelto por
divorcio o declarado nulo, son libres para volver a contraer matrimonio si lo desean. A tal aspecto
se refiere el artículo 46.2.°al afirmar que «no pueden contraer matrimonio[...] los que estén
ligados con vínculo matrimonial».
Bajo tal denominación pueden exponerse hoy los diversos supuestos contemplados en él vigente
artículo 47, conforme al cual «tampoco pueden contraer matrimonio entre si:
3. Los condenados por haber tenido participación en la muerte dolosa del cónyuge o persona
con la que hubiera estado unida por análoga relación de afectividad a la conyugal» (téngase en
cuenta que el núm. 3.° ha sido redactado así por la LJV).
Las reglas relativas a la prohibición del matrimonio entre parientes cercanos responden también
a parámetros culturales sumamente asentados en nuestra civilización y de amplia raigambre
tanto en el Derecho civil cuanto en el canónico. En pasadas épocas históricas el grado de
parentesco colateral que generaba el consiguiente impedimento era mucho más amplio y lejano
que el actualmente establecido por el Código Civil, que prohíbe casarse a cualquier persona con
quien sea su tío carnal o sobrino carnal (cfr. Artículo 918.3 y cuanto más adelante diremos sobre
el tema), salvo que exista dispensa.
El parentesco en línea recta, sea por consanguinidad o por adopción (en virtud de la regla adoptio
imitatur natura), determina la prohibición de contraer matrimonio sin límite de grados.
A nuestro entender, este mismo grado de prohibición del parentesco colateral debe entenderse
aplicable en relación con el parentesco adoptivo, a pesar del tenor literal del articulo 47.2 Código
Civil, dada la absoluta asimilación existente en nuestro ordenamiento entre el parentesco
consanguíneo y el adoptivo, como estudiaremos con detalle en el capítulo 22.
En las redacciones anteriores del Código el parentesco por afinidad determinaba, asimismo, la
prohibición del matrimonio (Artículo 85), de tal manera que, aun siendo libres ambos, nadie podía
casarse con su suegro/a, cuñado/a, o hijo/a (que no fuera común) de su exconsorte, por ejemplo.
Tras la Ley 30/1981 el tradicional impedimento de afinidad ha desaparecido de la regulación civil
en relación con el matrimonio, tanto en la línea recta como en la colateral, de forma tal que las
eventualidades antes reseñadas no generan la nulidad del matrimonio celebrado entre quienes
son parientes por afinidad. A nuestro entender, sin embargo, que dicha conclusión sea
indiscutible de iure condicio, no debe implicar, sin embargo, asumir acríticamente la opción del
legislador de 1981, que posiblemente sea desacertada y errática, al menos en relación con el
parentesco por afinidad en línea recta (la cuestión, empero, es muy discutible en relación con el
parentesco en línea colateral).
De otra parte, conviene advertir que la irrelevancia del parentesco por afinidad en relación con el
matrimonio no significa que el parentesco por afinidad carezca de importancia y consecuencias
jurídicas respecto de muchas otras materias en la legislación civil, como veremos en el capítulo
dedicado al parentesco.
3.3. El crimen
Consideraciones penales aparte(obsérvese con todo que incurren en delito tanto los autores
cuanto los inductores, encubridores y cómplices; que debe existir condena efectiva, etcétera), el
llamado impedimento de crimen es considerado en algunas exposiciones actuales con una
frialdad llamativa, cuando no como una rémora histórica de pretéritas regulaciones, al tiempo que
el artículo 48 lo considera susceptible de dispensa.
A este último aspecto nos referiremos en el epígrafe siguiente, pero ahora interesa destacar que
en un sistema matrimonial que autoriza o permite la disolución del matrimonio por divorcio la
oportunidad de la vigencia del impedimento de crimen está precisamente fuera de duda y es
mucho más razonable que en regulaciones inspiradas en el principio de absoluta indisolubilidad
del matrimonio (como el Derecho canónico, del que el impedimento de crimen es tributario). En
efecto, si alguien desea «cambiar de pareja» le basta con divorciarse sin tener que sacrificar
inútilmente la vida de su actual consorte.
4. LA DISPENSA DE IMPEDIMENTOS
Desde junio de 2015 está en vigor la nueva redacción del artículo 48 CÓDIGO CIVIL redactado
conforme a la LJV: «El Juez podrá dispensar, con justa causa y a instancia de parte, mediante
resolución previa dictada en expediente de jurisdicción voluntaria, los impedimentos de muerte
dolosa del cónyuge o persona con la que hubiera estado unida por análoga relación de
afectividad a la conyugal y de parentesco de grado tercero entre colaterales. La dispensa ulterior
convalida desde su celebración el matrimonio cuya nulidad no haya sido instada judicial-mente
por alguna de las partes».
Como vemos solo tiene facultades para dispensar el Juez, no el Ministro (como ocurría
anteriormente); se ha suprimido también la anterior dispensa del impedimento de edad a partir
de los catorce años, y se exige siempre justa causa.
Existiendo dispensa en cualquiera de los supuestos legalmente admitidos, esta tiene eficacia
retroactiva al momento de la celebración del matrimonio celebrado en contra de las prohibiciones
legales establecidas. Así lo consagra el articulo 48 in fine, al disponer que «la dispensa ulterior
convalida, desde su celebración, el matrimonio cuya nulidad no haya sido instada judicialmente
por alguna de las partes».
5. EL CONSENTIMIENTO MATRIMONIAL
Parece obvio que resulta inconcebible, en términos jurídicos, que alguien se case sin prestar su
consentimiento. Sin embargo, la redacción originaria de nuestro Código Civil no contenía norma
alguna que resultara expresiva en tal sentido, sino que se limitaba a considerar como causas de
nulidad matrimonial la existencia de vicios del consentimiento, de donde había de deducirse la
importancia del consentimiento en la celebración del matrimonio. La reforma de
1981,manteniendo por supuesto la significación de los vicios del consentimiento como causa de
nulidad del matrimonio (Artículo 73.4.° y 5.°), ha optado por insertar en el Código una disposición
que resalta suficientemente el valor y el alcance del consentimiento en relación con el
matrimonio: «No hay matrimonio sin consentimiento matrimonial» (Artículo 45.1; que, como
causa de nulidad, se reitera en el Artículo 73.1).Tiene tal fuerza expresiva semejante pasaje
normativo que, realmente, huelga cualquier comentario sobre la trascendencia del
consentimiento en el acto matrimonial, aunque desde luego ello no pueda eximir de las debidas
precisiones en relación con los aspectos consensuales del matrimonio.
Se plantea entonces como cuestión fundamental la determinación de los fines esenciales del
matrimonio. El Código Civil no establece claramente cuáles son, ni define el consentimiento
matrimonial, pero parece claro que debe tener por objeto el matrimonio con sus no las
características: unión estable entre dos personas, de la que nacen una serie de derechos y
obligaciones para ambos contrayentes en plano de igualdad (contenidos esencialmente en los
Artículos 66,67 y 68 Código Civil) y que consisten en respetarse y ayudarse recíprocamente,
actuar en interés de la familia, vivir juntos, guardarse fidelidad, y socorrerse mutuamente. Por
tanto, cuando la voluntad determinante del consentimiento no se dirige a una unión de estas
características, sino que tiene como objetivo alcanzar otra serie de fines, puede afirmarse que
falta el consentimiento matrimonial y que el matrimonio así contraído es nulo, como veremos al
estudiar las causas de nulidad.
Dado el principio establecido en el articulo 45, resulta de particular interés, aunque el Código no
los desarrolle, determinar los supuestos en que pueda predicarse la ausencia absoluta de
consentimiento o la existencia de consentimiento viciado, con independencia de su posterior
consideración en el capitulo relativo a la nulidad del matrimonio. No obstante, para evitar
excesivas reiteraciones, nos referiremos a tales cuestiones de forma telegráfica.
Son relativamente frecuentes y se han incrementado mucho en los últimos años a causa del
fenómeno generalizado de movimientos de población de un Estado a otro, de un continente a
otro, los denominados matrimonios de complacencia, también llamados matrimonios blancos
(mariage de complaisance, marriage of convenience), en los que verdaderamente no hay
consentimiento matrimonial alguno entre los contrayentes, sino que estos llevan a cabo un acto
simulado con la finalidad de obtener alguna ventaja del ordenamiento interno de que se trate,
entre las que se encuentran, por principio, cualquiera de las siguientes:
Naturalmente, cuanto acabamos de afirmar nada tiene que ver con la realidad de ver-daderos
matrimonios entre nacionales de diferentes Estados, raza, color, religión...que, por supuesto, son
plenamente admisibles y cuentan a su favor, ni más ni menos, que con el carácter de derecho
fundamental de la persona que tiene el ius nubendi o derecho a contraer matrimonio (casarse o
no, lógicamente, y con quién es una opción personal).
Pero, como reverso de la moneda, en efecto, los matrimonios de complacencia deben ser
considerados nulos, radicalmente nulos, por no existir consentimiento matrimonial propiamente
dicho. De ahi la oportunidad y conveniencia de la Instrucción de la DGRN de 31 de enero de
2006 sobre los matrimonios de complacencia (BOE de 17 de febrero), a la que debemos remitir
para una consideración detenida de la cuestión, verdaderamente importante en el Derecho
internacional privado contemporáneo, al menos en la generalidad de los países integrantes de la
Comisión Internacional del Estado Civil (entre ellos, España).
El articulo 73, al realizar el elenco de las causas de nulidad, considera que el consentimiento
matrimonial puede estar viciado siempre y cuando se encuentre afectado por error en la identidad
o en las cualidades de la persona (número 4.°), así como el contraído por coacción o miedo
grave (número 5.°).
Para la determinación de tales vicios del consentimiento, a nuestro entender, cabe remitir en
general a lo estudiado en el tomo dedicado a los contratos. De todas formas, habremos de volver
a referirnos a ellos en el capítulo 5,al considerar los supuestos de nulidad matrimonial.
Con motivo de la entrada en vigor de la Ley 6/2021, de 28 de abril, se modifica tanto la rúbrica
del articulo 58 LRC, como su párrafo tercero. Quedando así: Articulo 58.Procedimiento de
autorización matrimonial”. Se añade un tercer párrafo a esta norma: «3. El procedimiento
finalizará con una resolución en la que se autorice o deniegue la celebración del matrimonio. La
denegación deberá ser motivada y expresar, en su caso, con claridad la falta de capacidad o el
impedimento en el que se funda la denegación». Antes de la celebración propiamente dicha del
matrimonio, ordena el vigente articulo 56 que “quienes deseen contraer matrimonio acreditarán
previamente, en acta o en expediente tramitado conforme a la legislación del Registro Civil, que
reúnen los requisitos de capacidad y la inexistencia de impedimentos o su dispensa, de acuerdo
con lo previsto en este Código”. La redacción completa del artículo 56 del Código civil, referido
al matrimonio celebrado con apoyo queda así:
Quienes deseen contraer matrimonio acreditarán previamente en acta o expediente tramitado
conforme a la legislación del Registro Civil, que reúnen los requisitos de capacidad o la
inexistencia de impedimentos o su dispensa, de acuerdo con lo previsto en este Código. EI
Letrado de la Administración de Justicia, otario, Encargado del Registro Civil
o funcionario que tramite el acta o expediente, cuando sea necesario, podrá recabar de las
Administraciones o entidades de iniciativa social de promoción y protección de los derechos de
las personas con discapacidad, la provisión de apoyos humanos, técnicos y materiales que
faciliten la emisión, interpretación y recepción del consentimiento del o los contraventes.Solo en
el caso excepcional de que alguno de los contrayentes presentare una condición de salud que,
de modo evidente, categórico y sustancial, pueda impedirle prestar el consentimiento matrimonial
pese a las medidas de apoyo, se recabará dictamen médico sobre su aptitud para prestar el
consentimiento».
Conforme a la redacción dada al artículo 51 Código Civil por la LJV, «la competencia para
constatar mediante acta o expediente el cumplimiento de los requisitos de capacidad de ambos
contrayentes y la inexistencia de impedimentos o su dispensa, o cualquier género de obstáculos
para contraer matrimonio corresponderá al Secretario judicial, Notario o Encargado del Registro
Civil del lugar del domicilio de uno de los contrayentes o al funcionario diplomático o consular
Encargado del Registro Civil si residiesen en el extranjero».
6.3. La celebración
No obstante, el párrafo segundo del artículo 57 (que ha sido objeto de algunos retoques por la
Ley 35/1994), prevé que «la prestación del consentimiento podrá también realizarse, por
delegación del instructor del expediente, bien a petición de los contrayentes o bien de oficio, ante
Juez, Alcalde o funcionario de otra población distinta».
La fórmula matrimonial propiamente dicha la contempla el Código en el articulo 58: «El Juez,
Alcalde o funcionario, después de leídos los artículos 66, 67 y 68, preguntará a cada uno de los
contrayentes si consienten en contraer matrimonio con el otro y si efectivamente lo contraen en
dicho acto y, respondiendo ambos afirmativamente, declarará que los mismos quedan unidos en
matrimonio y extenderá la inscripción o el acta correspondiente». En términos jurídicos, pues, el
matrimonio civil se encuentra revestido de toda solemnidad, pues el precepto transcrito contiene
todos los elementos necesarios al respecto:
-El sometimiento al estatuto jurídico civil del matrimonio, pues los artículos 66 a 68 de la vigente
redacción del Código, como veremos en el capítulo siguiente, contienen el principio de igualdad
conyugal y la quintaesencia de los deberes conyugales. La lectura de tales normas es
naturalmente preceptiva y no puede omitirse.
-La expresa y manifiesta prestación del consentimiento matrimonial, tras la correspondiente
pregunta de la autoridad interviniente en el acto acerca de si desean(o consienten) y dan por
contraído el matrimonio.
-La declaración del Juez o el Alcalde relativa a la constatación de la efectiva unión matrimonial.
Incluso a riesgo de ser reiterativos, debemos señalar que estos preceptos entrarán plenamente
en vigor cuando también lo haga la Ley 20/2011, de Registro Civil(ex DF 21.", núm. 3 LJV),
pospuesta finalmente hasta el 30 de abril del año 2021.Básicamente, las reglas generales al
respecto se mantienen, pero se matiza la competencia para la tramitación del expediente
matrimonial previo, de una parte, y, de otra, para la celebración del matrimonio, que-como ya
hemos visto con cierto detalle al final del epígrafe 1.3.de este capítulo-se amplía además a
Notarios y Secretarios Judiciales (o LAJ), al tiempo que se introducen mejoras en la redacción
de varios preceptos.
No han sido objeto de derogación expresa los preceptos del Código Civil que hemos contemplado
en los epígrafes anteriores, pero no cabe duda alguna de que, a partir de ahora, la instrucción
del expediente matrimonial y la propia celebración del matrimonio civil se han administrativizado
(frente a la judicialización, la administrativización, valga la forma de decirlo). De ahí la necesidad
de expresar en la disposición final segunda de la Ley 20/2011 que en cualquier norma jurídica
preexistente:
-Las referencias a Jueces o Magistrados se deben entender hechas al Encargado del Registro
Civil.
-Las hechas al Juez, Alcalde o funcionario, se entenderán referidas solo al Alcalde o Concejal en
quien delegue.
Según acabamos de ver, el propio artículo 58 del Código Civil ordena que la autoridad a quien
corresponda declarar la celebración del matrimonio llevará a cabo la práctica de la inscripción o
la cumplimentación del acta correspondiente. Semejante mandato se reitera en similares
términos en el primer apartado del artículo 62, aunque añadiendo que tales actuaciones se
realicen de inmediato, con las correspondientes firmas («El Juez, Alcalde o funcionario ante quien
se celebre el matrimonio extenderá, inmediatamente después de celebrado, la inscripción o el
acta correspondiente con su firma y la de los contrayentes y testigos»), cuyo apartado segundo,
por su parte, ordena que «practicada la inscripción o extendida el acta, el Juez, Alcalde o
funcionario entregará a cada uno de los contrayentes documento acreditativo de la celebración
del matrimonio». Tal documento acreditativo en el matrimonio civil se encuentra representado
por el «Libro de Familia», en el que consta, con valor de certificación, la realidad del matrimonio
(cfr. artículo 75 de la LRC) de 1957.
Por consiguiente, el Código plantea reiteradamente la relación entre el acta del matrimonio y la
inscripción registral del mismo de forma aparentemente alternativa, dado que utiliza de forma
sistemática la conjunción disyuntiva «O».
Semejante apreciación, sin embargo, es engañosa y fruto de que, de una parte, en determinados
supuestos (probablemente los más frecuentes) acta e inscripción son lo mismo (en tal sentido,
afirma el artículo 255 del Reglamento del Registro Civil que «si el matrimonio se ha celebrado en
las oficinas del propio Registro, el acta del matrimonio será la propia inscripción») y, de otra, no
todas las autoridades autorizantes tienen competencia para llevar a efecto la inscripción registral,
como ocurre evidentemente respecto de los Alcaldes. El Juez (o el Cónsul encargado del
Registro Civil en el extranjero), pues no ha de redactar acta alguna, sino que extiende de forma
directa la inscripción y hará entrega del Libro de Familia. En cambio, el Alcalde habrá de limitarse
a la materialización del acta, en función de la cual, después, se practicará la inscripción.
En la nueva redacción de los artículos 58 y 62 Código Civil, además de incluirse las referencias
a Concejales, Secretarios judiciales (o LAJ), Notarios y funcionarios, se mantiene la obligación
de remitir copia acreditativa de la celebración del matrimonio (por quien lo haya autorizado) al
Registro Civil correspondiente para su inscripción, previa calificación por el encargado del mismo.
Ello no significa, sin embargo, que la inscripción desempeñe un papel resi-dual o que sea un plus
facultativo para los cónyuges y para las autoridades autorizantes del matrimonio, pues-sigue
afirmando el artículo 61.2 -apara el pleno reconocimiento de los mismos [efectos civiles del
matrimonio] será necesaria su inscripción en el Registro Civil». Al Estado, a los contrayentes y a
los ter-ceros en general, les interesa y mucho -que la celebración del matrimonio quede
establecida de forma fehaciente e indiscutible por múltiples razones que no pueden desgranarse
aquí, aunque al menos habrá de indicarse que para los cónyuges la inscripción no constituye
solo un medio especialmente privilegiado de prueba (cfr. Artículo 327 del Código Civil), sino
también un título de legitimación de su estado matrimonial.
En relación con los terceros, la eficacia negativa de la inscripción la resalta el artículo 61.3, al
disponer que «el matrimonio no inscrito no perjudicara los derechos adquiridos de buena fe por
terceras personas».
Bajo tal rúbrica, inscripción del matrimonio, el articulo 59 de la nueva Ley de Registro Civil
contempla los tres supuestos posibles de toma de razón registral de los matrimonios celebrados
conforme a la forma civil ordinaria, ante autoridad extranjera y, finalmente, en forma religiosa,
aunque sea en España, para cerrar afirmando que, en cualquier caso, «la inscripción hace fe del
matrimonio y de la fecha y del lugar en que se contrae».
Para el matrimonio civil celebrado conforme a lo establecido en el artículo 58, indica el primer
párrafo del artículo 59 que «el matrimonio se inscribirá en los registros individuales de los
contrayentes aunque realmente, en la generalidad de los casos, así habrá de ocurrir respecto de
las otras formas matrimoniales a que acabamos de referimos, pues en la nueva estructura
funcional del Registro Civil desaparecen las distintas Secciones, características de nuestro
sistema histórico, y por tanto es natural que ahora incremente su importancia el registro individual
previsto en el articulo 5,que «se abrirá con la inscripción de nacimiento o con el primer asiento
que se practique» (ocurriría así, por ejemplo, en los supuestos de adquisición derivativa de la
nacionalidad, si no fuera porque el Artículo 68 declara su carácter constitutivo y la necesidad de
previa inscripción de nacimiento), siendo evidente de un porcentaje altísimo, probablemente
cercano al 99 por 100 de los casos, será efectivamente la inscripción de nacimiento la que origine
la asignación del «código personal constituido por la secuencia alfanumérica que atribuya el
sistema informático vigente para el documento nacional de identidad”, según establece el articulo
6 de la Ley 20/2011.
En todo caso, la Ley de Registro Civil de 2011 ha venido a acabar con la discusión doctrinal
acerca de si el asiento registral sobre el régimen económico matrimonial era voluntario u
obligatorio, pues su artículo 60 declara la obliga-ción de inscribir junto a la inscripción del
matrimonio el régimen económico matrimonial existente, legal o pactado, así como los pactos,
resoluciones judiciales y demás hechos que le puedan afectar (hasta entonces se podía
simplemente «hacer indicación», sin perjuicio de lo dispuesto en el Artículo 1327 del Código
Civil).
Bajo tal epígrafe, vamos a analizar seguidamente algunos supuestos de celebración del
matrimonio, conocidos desde antiguo (sobre todo por la legislación canónica), en los que las
reglas generales relativas a la forma resultan simplificadas, por diferentes razones, al omitirse la
preceptiva presencia de alguna de las formalidades ordinarias.
El matrimonio por poder o por apoderado fue regulado expresamente por la Ley de Matrimonio
Civil de 1870 y por el Código Civil, en su versión originaria. Su procedencia canónica, sin
embargo, está fuera de duda, pues fue objeto de contemplación en las disposiciones propias de
la Iglesia Católica, al menos desde finales del siglo XII (Decretal del Papa Bonifacio VIII). La Ley
30/1981 mantuvo lo sustancial de la regulación histórica del matrimonio por apoderado,
mejorando -a juicio de la mejor doctrina- la solución dada al tema de la revocación del poder,
pese a la evidente escasez de supuestos de matrimonio por poder, pues es sumamente raro que
una persona, por ocupada o importante que sea, tenga dificultades para asistir a su propia boda
y tenga que recurrir a la designación de apoderado que ocupe su puesto, manifestando su
consentimiento matrimonial, en la celebración del matrimonio.
Se ha advertido ya que el matrimonio por poder nunca ha sido frecuente en la práctica, sino
excepcional en términos estadísticos. Posiblemente tras la Ley 30/1981 lo ha sido aún más, pues
el ámbito de aplicación de la figura se restringió en el artículo 55.1 a que se diera la circunstancia
de «que el contra-yente que no resida en el distrito o demarcación del Juez, Alcalde o funcionario
autorizante» y solicite la celebración del matrimonio por poder en el expediente matrimonial
previo. Siendo ello cierto, era evidente que el matrimonio por poder no podía llevarse a cabo en
los supuestos en que, residiendo los esposos o contrayentes en el mismo distrito, cualquier
evento desgraciado dificultara el matrimonio (por ejemplo, el novio, días antes de la boda, ya
anunciada y con el local del festejo contratado, tiene un accidente de circulación que exige
permanencia hospitalaria durante semanas, pues se encuentra enyesado hasta los ojos en la
UVI, sin posibilidad de traslado). Ante semejante sinrazón, es loable que la nueva Ley de
jurisdicción voluntaria haya modificado tal aspecto o requisito relativo a la «distinta residencia»
en el artículo 55 CÓDIGO CIVIL sencillamente omitiéndolo.
En cuanto a la extinción del poder, establece el artículo 55.3 que «se extinguirá por la revocación
del poderdante, por la renuncia de apoderado o por la muerte de cualquiera de ellos. En caso de
revocación por el poderdante bastará su manifestación en forma auténtica antes de la
celebración del matrimonio. La revocación se notificará de inmediato al LAJ, Notario, Encargado
del Registro Civil o funcionario que tramite el acta o expediente previo al matrimonio, y si ya
estuviera finalizado a quien vaya a celebrarlo».
1.°El Juez de Paz, Alcalde o Concejal en quien delegue, Secretario judicial, Notario o funcionario
a que se refiere el artículo 51.
Conforme al vigente artículo 52 «podrá autorizar el matrimonio del que se halle en peligro de
muerte:
1.° El Juez encargado del Registro Civil, el delegado o el Alcalde, aunque los contrayentes no
residan en la circunscripción respectiva.
2.° En defecto del Juez, y respecto de los militares en campaña, el Oficial o Jefe superior
inmediato.
3.° Respecto de los matrimonios que se celebren a bordo de nave o aeronave el Capitán o
Comandante de la misma».
Tales supuestos (aeronaves aparte, por supuesto) coinciden con los de la redacción originaria
del Código. Todos ellos, en atención al inminente peligro de muerte que no permite seguir las
reglas ordinarias, se encuentran beneficiados desde el punto de vista formal en cuanto, para su
autorización, se encuentran exentos de la previa formación de expediente matrimonial antes
considerado.
«El matrimonio en peligro de muerte no requerirá para su celebración la previa tramitación del
acta o expediente matrimonial, pero si la presencia, en su celebración, de dos testigos mayores
de edad y, cuando el peligro de muerte derive de enfermedad o estado físico de alguno de los
contrayentes, dictamen médico sobre su capacidad para la prestación del consentimiento y la
gravedad de la situación, salvo imposibilidad acreditada, sin perjuicio de lo establecido en el
articulo 65».
En todo caso, para la validez de estos matrimonios es necesario que se cum-plan todos los
requisitos esenciales, entre los que destaca la capacidad para prestar un consentimiento
plenamente consciente, y de forma inteligible (aunque sea por medio de signos afirmativos
realizados con la cabeza, entiende la RDGRN de 16 de marzo de 1992), si bien en caso de ser
declarados nulos con posterioridad, por falta de alguno de ellos, podrían mantenerse algunos de
sus efectos en los términos del matrimonio putativo, que veremos al estudiar las causas de
nulidad. Para su plena eficacia es igualmente necesaria su inscripción en el Registro Civil. En
efecto, conforme al artículo 65 Código Civil, en los casos en que el matrimonio se haya celebrado
sin haberse tramitado el correspondiente expediente, el Juez o funcionario encargado del
Registro, antes de practicar la inscripción deberá comprobar si concurren los requisitos legales
para su celebración. De añadidura, en la redacción en vigor a partir del 30 de junio de 2020, se
insiste también en la comprobación de los requisitos legales de validez antes de la inscripción.
Dado que sin inscripción en el Registro Civil el matrimonio no produce efectos en perjuicio de
terceros, la falta de idoneidad de los contrayentes se va a traducir en la ineficacia frente a terceros
de este tipo de matrimonios, aunque no se solicite su nulidad.
En la realidad contemporánea, como me hiciera notar una alumna atenta (y. hemos de suponer,
enfermera de experiencia) los matrimonios in articulo mortis son relativamente frecuentes en la
vida hospitalaria, porque la cercanía de la Parca ablanda los corazones y hace reflexionar a las
personas que no han tenido la valen-tia de formalizar relaciones afectivas de pareja o vínculos
de consanguinidad con hijos concebidos fuera del matrimonio propio, extinto ya por viudedad,
por evidentes estereotipos sociales o reglas de conducta ancladas en centurias pasadas.
Sin embargo, extrañamente, los Notarios en cambio no pueden autorizar estos matrimonios.
Desde antiguo también, y como matrimonio de conciencia, el matrimonio secreto ha sido una
institución característica del Derecho canónico que el legislador de la codificación no consideró
oportuno prever en el Código Civil. Sin embargo, algo más tarde, el matrimonio secreto se
incorporó a la legislación civil por obra y gracia del Real Decreto de 19 de marzo de 1906.Llegado
el momento de la reforma postconstitucional del Derecho de familia, el matrimonio secreto se
encontraba regulado por la legislación del Registro Civil de 1957 (Artículos 70,78 y 79 de la LRC
y 266-270 del RRC).
Conforme al articulo 54,el matrimonio secreto solo puede ser autorizado por el Ministro de
Justicia “cuando concurra causa grave suficientemente probada» y las notas características de
su régimen normativo consisten en las siguientes:
2. Que «para el reconocimiento del matrimonio secreto basta su inscripción en el libro especial
del Registro Civil Central»(artículo 64).
Dado el carácter secreto inherente a todos los aspectos de la figura matrimonial considerada, es
natural que el articulo 64 establezca in fine que el matrimonio secreto «no perjudicará los
derechos adquiridos de buena fe por terceras personas, sino desde su publicación en el Registro
Civil ordinario»; pasaje normativo que equivale a afirmar que, si bien el matrimonio es válido entre
cónyuges desde el momento de su celebración, respecto de terceros presenta la misma
problemática que el matrimonio no inscrito que antes hemos considerado.
Sin embargo, reservar la exclusiva del matrimonio en forma religiosa al matrimonio canónico sí
atentaría (mejor, hubiera atentado) contra el principio de aconfesionalidad estatal, por lo que la
reforma de 1981 procuró plantear el tema del matrimonio celebrado en forma religiosa de modo
tal que pudieran hacerse efectivas las prescripciones del Código respecto de otras confesiones
religiosas, aunque su presencia social y, sobre todo, su peso histórico en nuestra Nación y su
influencia en la creación y generación del ius commune europeo resulten difícilmente
comparables con las propias de la Iglesia Católica y, sobre todo (por cuanto a nosotros interesa),
con la significación propia del Derecho Canónico y el desarrollo conceptual y normativo del
matrimonio canónico (del que, en buena medida, sigue siendo tributario hoy el régimen jurídico
del matrimonio civil, como ya hemos advertido).
En el momento de aprobarse dicha norma (1981), regían ya los Acuerdos entre el Estado Español
y la Santa Sede de 1979,en sustitución del Concordato de 1953,por lo que de alguna forma cabe
pensar, con innegable fundamento, que los artículos ahora comentados tal y como la experiencia
y la historia aconsejaban, fueron redactados «a imagen y semejanza» de los requerimientos
propios del matrimonio canónico, cuyo tratamiento por supuesto no nos corresponde desarrollar
aquí, no por particular desafecto, sino porque razones de especialización imponen remitirlo al
Derecho canónico.
Casi tres lustros más tarde, la entrada en vigor de las Leyes 24/1992,25/1992 y 26/1992, de 10
de noviembre, por las que se aprueban, respectivamente, los Acuerdos de Cooperación del
Estado con la Federación de Entidades Religiosas Evangélicas de España, con l Federación de
Comunidades Israelitas de España y con la Comisión Islámica de España, ha supuesto una
importante innovación en el sistema matrimonial español, tal y como declara el primer párrafo de
la Instrucción de la Dirección General de los Registro y del Notariado de 10 de febrero de 1993
(cuya integra lectura obviamente se recomienda a quien esté interesado en el tema).
De otro lado, aun no existiendo acuerdo de cooperación alguno, en relación con la «Iglesia de la
Scientology de España”, popularmente conocida como de la Cinesiología (por pertenecer a ella,
entre otras personas, el famoso actor Tom Cruise), conviene tener en cuenta la sentencia de la
Audiencia Nacional (CA, Sección 3.;Ponente Sr. Menéndez Rexach) de 11 de octubre de 2007,en
la que se reconoce el derecho de dicha iglesia a ser inscrita por el Ministerio de Justicia en el
Registro de Entidades Religiosas.
Para cerrar este punto, debemos resaltar que la Ley de jurisdicción voluntaria reforma el artículo
60 del Código Civil para reconocer el derecho a celebrar matrimonio religioso con efectos civiles
a las confesiones reconocidas con la declaración de notorio arraigo, que se equipararían, así, a
la religión católica a la hora de oficiar o celebrar matrimonios, quedando redactado así:
1. El matrimonio celebrado según las normas del Derecho canónico o en cualquiera de otras
formas religiosas previstas en los acuerdos de cooperación entre el Estado y las confesiones
religiosas produce efectos civiles.
La condición de ministro de culto será acreditada mediante certificación expedida por la iglesia,
confesión o comunidad religiosa que haya obtenido el reconocimiento de notorio arraigo en
España, con la conformidad de la federación que, en su caso, hubiere solicitado dicho
reconocimiento.
3. Para el pleno reconocimiento de los efectos civiles del matrimonio celebrado en forma religiosa
se estará a lo dispuesto en el Capítulo siguiente».
La modificación del articulo 60, se encuentra ya en vigor, al igual que el articulo 63 Código Civil,
que dispone ahora que «La inscripción del matrimonio celebrado en España en forma religiosa
se practicará con la simple presentación de la certificación de la iglesia, o confesión, comunidad
religiosa o federación respectiva, que habrá de expresar las circunstancias exigidas por la
legislación del Registro Civil».
8.6. Los efectos civiles y la inscripción en el Registro Civil del matrimonio en forma
religiosa
La práctica de la inscripción del matrimonio en forma religiosa, que haya sido celebrado en
España la regula el artículo 63, según el cual bastará “con la simple presentación de la
certificación de la Iglesia o confesión, comunidad religiosa o federación, respectiva, que habrá
de expresar las circunstancias exigidas por la legislación del Registro Civil», pudiéndose denegar
«la práctica del asiento cuando de los documentos presentados o de los asientos del Registro
[obviamente, del Registro CIVIL en cuestión] conste que el matrimonio no reúne los requisitos
que para su validez se exigen en este título».
El significado y valor de la inscripción del matrimonio en el Registro Civil ha sido notoriamente
minimizado, de forma incomprensible, por el Tribunal Constitucional en su Sentencia
199/2004,de 15 de noviembre, en la que otorga amparo al viudo de una maestra en su condición
de solicitante de una pensión de viudedad (a cargo del erario público del Estado)pese a no haber
inscrito el matrimonio canónico celebrado entre ambos. A nuestro entender, los votos particulares
del Sr. Conde Martín de Hijas y de la Sra. Pérez Vera se encuentran mejor fundados que los de
los Magistrados que formaron mayoria.Afirma esta, en el fundamento sexto, que «no cabe duda
de que el matrimonio del recurrente, comparado con otro matrimonio inscrito, es plenamente
equiparable en su existencia, pues ambos existen como tal desde el momento de su válida
celebración. Pero el problema radica en que la mera celebración no tiene por qué anular o privar
de sentido a los efectos de la inscripción en el Registro Civil del Estado que, con toda razón y
fundamento, regula y debe regular la legislación civil, con independencia de la forma religiosa
por la que los contrayente quieran optar.
En relación con el rito matrimonial gitano y con ocasión de una reclamación de pensión de
viudedad, el Tribunal Constitucional ha tenido ocasión de declarar que la unión celebrada
conforme a los usos y costumbres gitanos no ha sido reconocida por el legislador como una de
las formas válidas para contraer matrimonio, sin que el hecho de que se haya denegado la
pensión a la recurrente en el caso suponga un trato discriminatorio basado en motivos sociales
o étnicos, por no constar vínculo matrimonial con el causante en cualquiera de las formas
reconocidas legalmente. Tomando como presupuesto que el ordenamiento juridico establece con
alcance general una forma civil de acceso al vinculo matrimonial que es neutral desde la
perspectiva racial, al carecer por completo de cualquier tipo de connotación étnica, y que cuando
el legislador ha decidido otorgar efectos legales a otras formas de acceder al vinculo matrimonial,
lo ha hecho sobre la exclusiva base de consideraciones religiosas y alejado también, por tanto,
de cualquier connotación étnica, no cabe apreciar el trato discriminatorio por razones étnicas
alegado (STC 69/2007, de 16 de abril).
La congruencia del razonamiento del TC que acabamos de resumir, no ha evitado sin embargo
que la sentencia de 8 de diciembre de 2009 del TEDH haya establecido la efectiva discriminación
en el caso comentado, derivada de la aparente e injustificada aplicación selectiva de la igualdad,
pues con anterioridad el TC había otorgado la pensión al viudo de una funcionaria, pese a que
el matrimonio canónico valido no había sido inscrito en el Registro Civil, como acabamos de ver
en el epígrafe anterior (STC 199/2004), y en consecuencia condena al Estado español a
indemnizar a la gitana demandante, María Luisa Muñoz, La Nena, con setenta mil euros. Pese a
todo, la sentencia-creemos, con el Profesor Rey Martínez, del patronato de la Fundación
Secretariado Gitano no debe considerarse como un expreso reconocimiento jurídico del
matrimonio gitano, pero la verdad es que, en tiempos tan turbulentos y confusos como los que
vivimos, poco le falta para ello, aunque solo se haya pretendido por el tribunal de Estrasburgo
hacer justicia en el caso concreto.
CAPÍTULO 4
La unión matrimonial es, sin duda alguna, una de las relaciones interpersonales más intensas en
la experiencia del ser humano y, en consecuencia, genera toda suerte de efectos, deberes y
derechos entre los cónyuges.
Sin embargo, si en los casos de verdadera paz y armonía conyugales, las prescripciones de los
Códigos Civiles pueden considerarse papel mojado y ninguna persona con mediana sesera se
dedica a superar una desavenencia conyugal o una discusión familiar con el Código o la Ley en
la mano, es evidente también que el legislador tiene que atender también a los supuestos en que
las discrepancias y desacuerdos de alcance requieren una regla de mediación, estableciendo los
criterios o parámetros normativos básicos que permitan resolver los conflictos conyugales de
gravedad que dejan de ser íntimos o interconyugales y que, antes o después, acaban por
provocar el recurso al juez y, en casos no infrecuentes, la crisis matrimonial.
El conjunto de reglas dedicadas a la regulación de las relaciones entre los cónyuges atiende
tanto a los aspectos puramente personales de la convivencia matrimonial, cuanto a aquellas
cuestiones de índole patrimonial que, de una forma u otra y con mayor o menor alcance, se
plantean en cualquier matrimonio. No es extraño, pues, que doctrinalmente se hable de «efectos
personales» y *efectos patrimoniales» del matrimonio, en expresiones con valor entendido
acuñadas hace tiempo y de general aceptación por todos los autores.
En cualquiera de tales agrupaciones de efectos, hasta hace relativamente poco tiempo, los
conflictos conyugales eran resueltos por los Códigos Civiles (no sólo, pues, por el nuestro) de
forma relativamente fácil, dada la instauración del principio patriarcal o de la autoridad marital.
En caso de duda o de desavenencia entre los cónyuges había de preponderar la opinión del
marido.
Por cuanto se ha dicho antes, se comprenderá que el conjunto de los debe-res conyugales
alcanzan escasa relevancia en situaciones de normalidad matrimonial, asentada en el afecto
interconyugal y en el compromiso asumido voluntariamente de compartir lecho, mesa y mantel
de forma temporalmente indefinida. Sin embargo, en los casos de incumplimiento de tales
deberes (que, recíprocamente, representan también derechos) se pone siempre de manifiesto
su verdadero alcance, pues si bien su violación no puede generar el aparato coactivo
consiguiente al incumplimiento de las obligaciones en sentido técnico (las de los Artículos 1088
y ss., estudiadas en el tomo segundo), es evidente que acarrean consecuencias jurídicas
propiamente dichas (por ejemplo su incumplimiento puede constituirse en causa de
desheredación ex Artículo 855 Código Civil).
Reténgase, por tanto, que los deberes conyugales no pueden ser enfocados desde la perspectiva
de las obligaciones en sentido técnico, pues el componente puramente patrimonial de estas se
encuentra ausente del matrimonio, trátese de sus efectos personales o incluso de los efectos
denominados patrimoniales.
Expresa el articulo 67, en su inciso final, que los cónyuges deben actuar en interés de la familia.
No resulta particularmente claro determinar en sentido positivo qué ha de entenderse por «interés
de la familia», expresión que, sin embargo, la reforma de la Ley 30/1981 ha incorporado a otros
preceptos del Código (Artículos 70 y 103.2.3). En primer lugar, lo dificulta la ambivalencia del
término familia, aunque puede concluirse con relativa seguridad que se trata de la familia
entendida en sentido nuclear; la formada por los cónyuges y sus hijos. En segundo lugar, como
afirman los Profesores DiEZ-PICAZO y GULLÓN «la familia como tal no es un ente portador de
ningún interés”, por lo cual con carácter general resulta prácticamente imposible determinar el
alcance del deber de actuar en interés de la familia.
A nuestro juicio, la introducción de semejante parámetro normativo sirve de soporte para aquellos
supuestos en que el Juez, en su característica función mediadora en caso de conflicto entre los
cónyuges, ha de pronunciarse sobre algún aspecto concreto, legitimando así una valoración
«objetiva» de las circunstancias familiares que, en la generalidad de los casos, acabará por
identificar el interés de la familia con las expectativas o exigencias de los miembros de ella que
se encuentren más desamparados o más necesitados de protección.
Cuanto acabamos de afirmar en relación con la familia nuclear, siendo cierto con anterioridad a
la promulgación de la Ley 15/2005, debe ser objeto de algunas precisiones en la actualidad.
Conforme a la citada Ley, la redacción textual del articulo 68 queda asi:«Los cónyuges están
obligados a vivir juntos, guardarse fidelidad y socorrerse mutuamente. Deberán, además
compartir las responsabilidades domésticas y el cuidado y atención de ascendientes y
descendientes y otras personas dependientes a su cargo». Es evidente que ante dicha
ampliación de la perspectiva familiar huelga hablar de familia nuclear y, por el contrario, resulta
necesario atender a una noción de mucha mayor amplitud, pues el legislador está dando por
hecho que, en realidad, la atención de ancianos y personas con discapacidad es afrontada
generalmente por la familia, lo cual en numerosos casos ciertamente, es lo que ocurre en la
realidad cotidiana.
La formulación del mutuo respeto entre cónyuges la realiza, al comienzo, el articulo 67.Se
concreta dicho deber en tener miramiento hacia el otro y en no interferir en decisiones personales
que pertenecen a la esfera intima de la persona (opiniones políticas o ideas religiosas o,
sencillamente, literarias),así como en tratar al cónyuge con la debida deferencia y atención. En
todo caso, como es obvio, el deber de respeto excluye los malos tratos o cualesquiera otras
actuaciones que dañen física o moralmente al consorte.
Probablemente, la consideración específica del deber de respeto podría haber hecho innecesaria
la expresa consideración de la fidelidad conyugal, a la que más adelante nos referiremos, pues
desde luego la lealtad y el respeto al otro cónyuge han de significar también el rechazo y la
prohibición de la infidelidad. No obstante, la tradicional importancia (social, no solo jurídica)del
adulterio ha acarreado su separada consideración normativa.
En sentido negativo, también deben entenderse como atentatorias del respeto debido
cualesquiera conductas injuriosas o vejatorias para el otro cónyuge. De hecho, hasta la
aprobación de la Ley 15/2005, constituían causa suficiente para instar la separación legal
(conforme a la redacción del Artículo 82.1. Código Civil, hoy declarado sin contenido).
Respecto al llamado débito conyugal, recordemos que la STS 1516/2019 (Sala 2.), de 21 de
mayo, ha señalado que ano existen supuestos derechos a la prestación sexual; comete violación
y no está amparado por causa alguna de justificación quien, usando fuerza o intimidación, tuviese
acceso carnal con su cónyuge, y el vinculo matrimonial o la relación de pareja no otorga ningún
derecho sobre la sexualidad del otro miembro”, y por ello condena a nueve años de prisión por
agresión sexual y otros nueve meses por maltrato a un hombre que una noche llegó a su casa,
exigió a su mujer mantener relaciones sexuales y, ante la negativa de esta, le dijo: «Es tu
obligación, ya está bien de ningunear mes. No obstante, téngase en cuenta que tanto la mujer
como el hombre, por este motivo o por cualquier otro, pueden ejercer libremente la acción de
divorcio y.... !santas pascuas!
Ante dicha evidencia, hay autores que han pretendido dotar de distinto significado a ambos
términos, propugnando que acaso el vocablo socorro ha de referirse a las necesidades
económicas, siendo la ayuda el término de mayor amplitud y alcance, pues comprendería las
necesidades personales de cualquier índole que sean. Siendo encomiable dicho intento de
remediar o justificar la descuidada actitud del legislador, la verdad es que resulta sumamente
dificil dotar a tales términos de distinto significado («socorro» es precisamente el grito o la
exclamación de auxilio en castellano, privada absolutamente de referencia a necesidad
económica alguna). El deber de ayuda y socorro mutuos se refiere, pues, a la atención de
cualesquiera de las necesidades del otro cónyuge, comprendiendo de forma particular la
obligación alimenticia entre los cónyuges.
La unanimidad en la crítica doctrinal, una vez más, de poco ha servido: el legislador de 2005 ha
retocado los dos preceptos a los que nos venimos refiriendo: el articulo 67, mediante la Ley
13/2005,para sustituir «el marido y la mujer» por «los cónyuges”: el articulo 68,a través de la Ley
15/2005, para añadir la «corresponsabilidad doméstica» matrimonial, a la que en seguida nos
referiremos. Sin embargo, ha desconocido absolutamente el descuido y la reiteración
anteriormente criticada, de manera tal que, nuevamente, merece ser objeto de critica desde el
punto de vista técnico, pues cualquier reforma legislativa debería aprovecharse, como mínimo,
para introducir las mejoras requeridas por la generalidad de los estudiosos. Pero, ya se sabe jsi
quieres saber quién es Juanillo dale un carguillo!
La «obligación de vivir juntos» puede ser modulada por los esposos conforme a las
circunstancias concretas del matrimonio y, naturalmente, no tiene por qué arrojar que
necesariamente los cónyuges hayan de residir en el propio tér-mino municipal o estar
empadronados en el mismo barrio, cuando circunstancias laborales, profesionales o familiares
en sentido amplio aconsejen otra cosa.
Como ya hemos advertido, dispone expresamente el articulo 68 que «los cónyuges están
obligados a guardarse fidelidad». La expresión, de profunda raigambre histórica y de presencia
social y literaria inusitada, está referida sin duda a la exclusividad de las relaciones sexuales
entre los cónyuges, a la erra-dicación del adulterio, que vulnera y destruye la lealtad conyugal
exigida por la inmensa mayoría de los mortales.
Frente a las regulaciones pretéritas de la cuestión, a nuestro entender, sin embargo, la situación
normativa razonable es la actual, en la que la denominada fidelidad conyugal es una conducta o
situación inherente a la normalidad matrimonial, dada la voluntariedad de dicho estado civil.
Hemos de destacar que en bastantes ocasiones las imputaciones de infidelidad se han traducido
en demandas de indemnización por daños al honor y la intimidad personal y familiar. En este
sentido resulta interesante la Sentencia 282/2009, de 4 de junio, de la AP de Madrid, conforme
a la cual la expresión infiel» no puede objetivamente calificarse en la actualidad-abolida desde
hace más de treinta años la tipificación penal del adulterio y del amancebamiento-como una
expresión injuriosa, insultante o vejatoria.
Caben, sin embargo, muchas dudas sobre cuál pueda ser la aplicación efectiva de dicha norma,
sobre todo dado el nuevo sistema de separación o divorcio ad nutum, que evidentemente puede
provocar la crisis matrimonial en caso de no compartir la visión radicalmente igualitaria por la que
opta el legislador. Cada matrimonio y cada familia representa un microcosmos propio y en
muchos de tales microcosmos la corresponsabilidad doméstica no dejará de ser un mero
desideratum de carácter teórico, una regla de máximos que en muchos supuestos no podrá
encontrar aplicación si atendemos a la realidad de las cosas y al sentido común. (Supongamos:
varón cincuentón que durante años ha trabajado como comercial pero que ahora se encuentra
en paro riguroso y sin expectativa laboral alguna, casado con una maestra o profesora. Deberá
esta abandonar la jornada continua, para hacer la compra y preparar el almuerzo? Un caso
distinto: profesional liberal de gran renombre, de cerca de setenta años, casado desde hace
cerca de cincuenta con una mujer que nunca ha desplegado actividad extra doméstica alguna.
Podrá reclamársele al marido que abandone total o parcialmente su actividad profesional para
asumir la tarea doméstica, por ejemplo, de dedicarse a la cocina?).
Las líneas anteriores, redactadas con ocasión de la preparación de la cuarta edición de esta
obra, inmediatamente después de la aprobación de las Leyes de 2005,han dado ocasión a recibir
una multitud de comentarios sobre el conjunto de problemas que subyacen en la cuestión,
muchos de ellos ciertamente amargos, sobre la imposibilidad de que, realmente, el Derecho
pueda encontrar una solución a las tensiones matrimoniales. Alguno de ellos, haciendo juego de
palabras con las mías anteriores, han puesto de manifiesto que, al menos a veces, la familia más
que un microcosmos es un macro infierno, conclusión que en algunos casos es irrebatible, desde
luego. Pero, en general, habrá de concordarse que tal resultado no es precisamente
consecuencia necesaria de las normas jurídicas sino de la incapacidad de entendimiento y
comprensión entre los componentes de la pareja. Otros comentarios, de gran agudeza, han
puesto de manifiesto que la diversa valoración e interpretación de los cónyuges, no solo respecto
de la corresponsabilidad doméstica, sino en relación con cualesquiera otros deberes contenidos
en el articulo 68 puede ser causa determinante de la crisis conyugal, lo cual es innegablemente
cierto.
3. OTRAS CUESTIONES
3.1.Domicilio conyugal
Reza un viejo refrán castellano que «el casado, casa quiere”, pretendiendo resaltar que la
primera aspiración de toda pareja matrimonial es convivir juntos, pero por separado de los
parientes de ambos, sin interferencias parentales que incidan en la vida matrimonial intima. Salvo
caso de absoluta necesidad, en efecto, la mayor parte de los matrimonios comienzan su
andadura precisa-mente creando su propio hogar y procurándose una vivienda, que
naturalmente constituye lo que en términos jurídicos se denomina «domicilio conyugal».
A él se refiere el vigente artículo 70, estableciendo que «los cónyuges fijarán de común acuerdo
el domicilio conyugal y, en caso de discrepancia, resolverá el Juez, teniendo en cuenta el interés
de la familia”. Nada hay que objetar a la determinación convencional del domicilio conyugal tal y
como indica la primera proposición del artículo transcrito, pues ciertamente es la regla natural
desde el momento en que se establece la igualdad entre los cónyuges cosa que, respecto del
domicilio, ya hizo la Ley 14/1975, de 2 de mayo), en contra de la autoridad exclusivamente marital
de la que partía la redacción originaria del Código [cuyo Artículo 58 afirmaba en términos
textuales que «La mujer estaba obligada a seguir a su marido donde quiera que fije su residencia.
Los Tribunales, sin embargo, podrán con justa causa eximirla de esta obligación cuando el
marido traslade su residencia a Ultramar o a país extranjero». De otra parte, la regla jurídica es
conforme con los hábitos sociales y con la realidad de las cosas.
Más llamativa resulta la eventual determinación judicial del domicilio familiar que establece la
parte final del articulo 70 en caso de conflicto o desavenencia entre los cónyuges, pues en
términos generales el acaecimiento de un supuesto de tal naturaleza nada bueno barrunta en
relación con la continuidad de la convivencia matrimonial.
La trascendencia del domicilio conyugal es, desde luego, de carácter general. Desde el punto de
vista procesal, el articulo 769.1 de la Ley de Enjuiciamiento Civil lo utiliza como referencia básica
a efectos de determinar la competencia territorial en los procesos matrimoniales (y de menores):
«salvo que expresa-mente se disponga otra cosa, será tribunal competente para conocer de los
procedimientos a que se refiere este capítulo el Juzgado de Primera Instancia del lugar del
domicilio conyugal. En el caso de residir los cónyuges en distintos partidos judiciales, será
tribunal competente, el del último domicilio del matrimonio».
3.2. Honores
En la redacción originaria del artículo 64 establecía el Código que «la mujer gozará de los
honores de su marido, excepto los que fueren estricta y exclusivamente personales, y los
conservará mientras no contraiga nuevo matrimonio». La Ley 14/1975, refiriéndose a ambos
cónyuges indistintamente («honores de su consorten), mantuvo la misma redacción, precisando
al final que, en caso de separación legal, no perdía los honores de su consorte el cónyuge
inocente. La redacción vigente, procedente de la Ley 30/1981, ha optado por suprimir semejante
previsión normativa, dando por hecho que la transmisión de cualesquiera honores (títulos o
dignidades varias) tiene más relevancia social que propiamente jurídica.
Por supuesto, la Ley 33/2006, sobre igualdad del hombre y la mujer en el orden de suce-sion de
los títulos nobiliarios, se mueve por los mismos derroteros y no ha introducido modificación
alguna en el Código Civil en lo que ahora nos interesa. Es más, su exposición de motivos razona
en el sentido de que «el principio de plena igualdad entre hombres y mujeres debe proyectarse
también sobre las funciones meramente representativas y simbólicas, cuando estas son
reconocidas y amparadas por las leyes. Es justo que la presente Ley reconozca que las mujeres
tienen el mismo derecho que los varones a realizar esta función de representar simbólicamente
a aquel de sus antepasados que, por sus méritos excepcionales, mereció ser agraciado por el
Rey». Así pues, es evidente que la consideración de atribución de «marqués de X» o duquesa
de Y consorte continúa siendo, hablando en propiedad, una cuestión extravagante para el
Derecho.
Tales materias conviene remitirlas a lo considerado, con relativo detalle, en el primer tomo de
esta obra. Aquí habrá de bastar con dos indicaciones al respecto:
-La primacía de la nacionalidad del marido, que determinaba la de su mujer, fue abrogada en
nuestro Derecho a partir de la Ley 14/1975,conforme a la cual el encabezamiento del artículo 21
señalaba que «el matrimonio por sí solo no modifica la nacionalidad de los cónyuges, ni limita o
condiciona su adquisición, pérdida o recuperación, por cualquiera de ellos, con independencia
del otro». En la versión actualmente vigente del Código Civil dicha regla no se encuentra
formulada de forma expresa, aunque cabe deducirla del conjunto del sistema.
Aunque muy bien podríamos remitir la temática de los efectos patrimoniales del matrimonio, en
su conjunto, a la cuarta parte de este tomo, donde se estudia el régimen económico o patrimonial
del matrimonio, tal y como fue estructurado por la Ley 11/1981,no estará de más avanzar que el
designio fundamental de aquella reforma del Código fue adecuar los poderes de los cónyuges
en la administración y disposición de los bienes familiares al principio constitucional de igualdad
conyugal.
-Ninguno de los cónyuges ostenta facultades exclusivas sobre los bienes conyugales comunes,
ni puede atribuirse la representación del otro cónyuge si no se la ha sido conferida por este.
-Cualquiera de los cónyuges (no ya el marido, por principio, como fue admitido tradicionalmente)
puede realizar los actos de administración vio disposición relativos a las necesidades ordinarias
de la familia, conforme al uso y a las circunstancias de la misma (Artículo 1319.1). Dicha regla
tiene una extraordinaria importancia práctica: la atribución de la denominada potestad doméstica
a ambos cónyuges hace que, frente a terceros, los bienes matrimoniales comunes, caso de
haberlos, queden afectos a la actuación de cualquiera de los consortes (cfr. Artículo 1319.2).
Naturalmente esta potestad doméstica, en cuanto conjunto de facultades de gestión y
administración del patrimonio matrimonial y la responsabilidad de los bienes comunes frente a
terceros, en su caso, es una “corresponsabilidad» que nada tiene que ver con la recientemente
introducida corresponsabilidad doméstica o, rectius, en las tareas domésticas a la que acabamos
de referirnos en el epígrafe 2.6 de este capitulo.
-Los bienes de ambos cónyuges están sujetos al levantamiento de las cargas del matrimonio,
como establece el articulo 1318; el cual añade que, cuando uno de los cónyuges, incumpla este
deber, el Juez dictará, a instancias del otro, las medidas cautelares oportunas.
-El articulo 1320,por su parte, establece una norma de gran interés: «para disponer de los
derechos sobre la vivienda habitual y los muebles de uso ordinario de la familia. aunque tales
derechos pertenezcan a uno solo de los cónyuges, se requerirá el consentimiento de ambos o,
en su caso, autorización judicial». Con semejante precepto, absoluta novedad en el Código,
introducida por la Ley 11/1981,se pretende garantizar la existencia del domicilio familiar, por
entender la Ley que constituye el minimum necesario de contribución del cónyuge propietario a
las cargas del matrimonio.
En su redacción originaria, siguiendo una larga y asentada tradición, el Código, además de las
donaciones entre cónyuges (epígrafe siguiente), prohibió bajo ciertos supuestos la realización de
algunos contratos a título oneroso entre los cónyuges. Entre ellos sobresalía la compraventa,
pues, como sabemos, el antiguo articulo 1458 disponía que «el marido y la mujer no podrán
venderse bienes recíprocamente, sino cuando se hubiese pactado la separación de bienes”,
atendiendo a que la regla permisiva podría provocar desplazamientos patrimoniales
interconyugales de carácter fraudulento. Por vía analógica, la doctrina entendía que quedaban
igualmente prohibidas entre cónyuges la dación en pago, la permuta y la transacción, e incluso
alguna vieja Resolución de la Dirección General de los Registros y del Notariado llegó a afirmar
que la mujer no podía adquirir por compra al marido, ni siquiera cuando este actuase como
mandatario de un tercero (6 de noviembre de 1868).
Tras la Ley 11/1981,sin embargo, el tenor literal del articulo 1458 fue cabalmente el contrario: «el
marido y la mujer podrán venderse bienes recíprocamente”, al tiempo que la reforma, optando
por el criterio permisivo, dio la siguiente redacción al artículo 1323: «El marido y la mujer podrán
transmitirse por cualquier titulo bienes y derechos y celebrar entre sí toda clase de contratos”. El
sentido, pues, de la modificación legislativa resultó paladino: el principio general en la materia es
que la contratación entre cónyuges es plenamente admisible desde la reforma de 1981.
Como ya supondrá el lector, en los dos artículos apenas citados y transcritos (arts.1323 y 1458
CC),la Ley 13/2005 ha llevado a término la adaptación terminológica de sustituir el giro de «el
marido y la mujer» por «los cónyuges».
Aun a riesgo de ser reiterativos repetiremos en esta sede el contenido del último epígrafe del
capitulo dedicado a las donaciones por razón de matrimonio.
La redacción originaria del Código Civil, siguiendo la orientación romanista, en nuestro caso
vigente en las Partidas y aceptada igualmente por los Códigos latinos en general, estableció el
criterio de absoluta prohibición de la donación entre cónvuges, salvo en el caso de que se
tratasen de «regalos módicos que los cónyuges se hagan en ocasiones de regocijo para la
familia» (derogado artículos 1334.2).
Los próximos capítulos los destinaremos al estudio de la ineficacia del matrimonio, siguiendo el
orden expresado en el epígrafe (que, por otra parte, es el tradicional en la generalidad de las
exposiciones), para cerrar esta sección con el estudio de los efectos comunes a cualquiera de
las crisis matrimoniales enunciadas. Se utiliza, pues, la expresión ahora reiterada con
pretensiones exclusivamente sistemáticas que, desde luego, no arrojan consecuencia alguna de
importancia.
En efecto, entre las figuras de ineficacia matrimonial (nulidad, separación y divorcio) existen
profundas diferencias y, por tanto, resulta necesario exponer seguidamente el régimen juridico
de cada uno de los supuestos de ineficacia del matrimonio, pero, a nuestro juicio, resulta
preferible dejar que sea el propio lector el que extraiga las pertinentes consecuencias tras el
estudio de las páginas siguientes.
De forma parecida a cuanto ocurre en materia de contratos (y, por extensión, en cualquier otro
negocio juridico, para quien guste el recurso a semejante no-ción conceptual), la nulidad
matrimonial es el supuesto de máxima ineficacia de la relación matrimonial, ya que la declaración
de nulidad comporta la necesidad de identificar una causa coetánea a la celebración del
matrimonio que invalida el vínculo entre los cónyuges desde el mismo momento de su
celebración. La declaración de nulidad, pues, tiene plena eficacia retroactiva y genera efectos ex
tunc, de forma similar a cuanto ocurre en relación con la nulidad de los contratos.
La versión vigente del Código dedica el articulo 73 a realizar el elenco de las causas de nulidad
del matrimonio, estableciendo que el matrimonio «es nulo, cualquiera que sea la forma de su
celebración:
2.° El matrimonio celebrado entre las personas a que se refieren los artículos 46 y 47,salvo los
casos de dispensa conforme al articulo 48.
3.°El que se contraiga sin la intervención del Juez, Alcalde o Concejal, Secretario Judicial (o LAJ),
Notario funcionario ante quien deba celebrarse, o sin la de los testigos [la referencia al Alcalde
fue introducida naturalmente por la Ley 35/1994, de 23 de diciembre; con posterioridad, la
disposición final primera de Ley 15/2015, de jurisdicción voluntaria, ha añadido las precisiones
restantes: Concejal, Secretario Judicial (o LAJ), y Notario].
4.° El celebrado por error en la identidad de la persona del otro contrayente o en aquellas
cualidades personales que, por su entidad, hubieren sido determinantes de la prestación del
consentimiento.
Podríamos realizar un breve comentario o glosa de cada uno de tales apartados. Sin embargo,
la falta de sistemática de que hace gala el precepto, de una parte, y, de otra, el hecho de que,
además de las causas señaladas de manera concreta, pueden existir otras de no menor
importancia, aconseja desde el punto de vista didáctico optar por un sistema diverso de
exposición.
El carácter esencialmente formal del matrimonio (artículo 49) conlleva que la inexistencia de la
forma legalmente determinada acarree la nulidad matrimonial. De ahí que el artículo 73.3
establezca que es nulo el matrimonio contraído sin la preceptiva intervención del Juez, Alcalde o
funcionario competente (por tanto, también el Concejal, Notario, o Secretario judicial LAJ que
haya autorizado el matrimonio) o sin la de los testigos.
Debe hacerse notar, sin embargo, que la nulidad matrimonial por defecto de forma se encuentra
notoriamente dificultada en nuestro Código Civil. incluso en el supuesto de que el Juez o el
Alcalde, realmente, sean incompetentes o tengan un nombramiento ilegítimo, pues el articulo 53
dispone expresamente que «la validez del matrimonio no quedará afectada por la in-competencia
o falta de nombramiento legítimo del Juez, Alcalde o funcionario que lo autorice (o, el Concejal,
Notario, o Secretario judicial LAJ) siempre que al menos uno de los cónyuges hubiera procedido
de buena fe, y aquellos ejercieran sus funciones públicamente». Así pues, el mero ejercicio del
cargo por parte del Juez o Alcalde, unido a la buena fe de uno solo de los cónyuges, priva de
efectos a lo establecido en el artículo 73.3 y el matrimonio seguirá siendo válido.
De otra parte y en parecido sentido, dispone el artículo 78 que «el Juez no acordará la nulidad
de un matrimonio por defecto de forma, si al menos uno de los cónyuges lo contrajo de buena
fe, salvo lo dispuesto en el número 3 del articulo 73».
La ausencia del consentimiento matrimonial puede ser absoluta (en cuyo caso, claro el
consentimiento es inexistente) o, por el contrario, derivarse de la existencia de vicios del
consentimiento. Ocurre esto último en los casos de existencia de error, coacción o miedo grave
(números. 4 y 5). El error en las cualidades de la persona puede desempeñar un rol fundamental
en los supuestos de impotentica coeundi o de homosexualidad del otro cónyuge, salvo -claro
está-que estemos ante un matrimonio homosexual.
Aunque las resoluciones judiciales relativas a la nulidad civil del matrimonio son escasas, y
mucho más corrientes las solicitudes de eficacia civil de resoluciones eclesiásticas de nulidad,
existen sentencias civiles sobre la consideración a estos efectos de diferentes tipos de error, que
ha de ser siempre sobre condiciones personales, y previas a la celebración del matrimonio.
Existen también sentencias sobre matrimonios simulados, algunas de ellas muy curiosas (incluso
se ha llegado a solicitar la nulidad del matrimonio por no ser el marido licenciado en Derecho,
como había manifestado en principio, en supuesto resuelto por la Audiencia Provincial de Madrid
de 10 de marzo de 1998; y sobre el deber de fidelidad «previo» a la celebración del matrimonio:
cfr. STS 105/1997, de 20 de febrero).
Ahora bien, recuérdese que el Código Civil no establece cuáles son los fines esenciales del
matrimonio, cuya exclusión podría constituir causa de nulidad; sino que solo regula los deberes
recíprocos de los cónyuges, cuyo incumplimiento posterior solo puede generar la separación o
el divorcio, no la nulidad, pues respecto de ella la causa debe existir en el momento de la
celebración. Sobre tales bases, no dejan de ser frecuentes en la práctica los matrimonios en los
que se busca fundamentalmente la atención personal y la compañía, incluso a veces una
estabilidad económica de la que antes se carecía, sin que ello implique necesariamente atentar
contra la esencia matrimonial, ni pueda provocar en la inmensa mayoría de los casos error
sustancial justificativo de la nulidad en el otro contrayente, perfectamente consciente de la
finalidad perseguida por la otra parte.
El número 2 del artículo 73 remite a los artículos 46 y 47,que antes hemos analizado y, por tanto,
no vamos a volver a considerar en esta sede. Se trata sencillamente de reiterar que la celebración
del matrimonio, en caso de existencia de impedimentos, conlleva la nulidad del mismo, salvo que
siendo dispensables hayan sido objeto de dispensa efectiva.
3.5. La convalidación
No obstante la regla general del carácter radical de la nulidad matrimonial, la versión actual del
Código permite que en algunos casos los matrimonios con tacha de nulidad sean susceptibles
de convalidación.
-En primer lugar resultan convalidados los matrimonios celebrados bajo impedimentos
dispensables (artículo 48: muerte dolosa del cónyuge de cualquiera de los contrayentes y tercer
grado de parentesco colateral, pues la antigua dispensa de edad de los menores de más de 14
años ha sido abolida por la LJV, como ya hemos visto), aunque la dispensa se obtenga con
posterioridad a la celebración del matrimonio, siempre que sea antes de que la nulidad haya sido
instada judicialmente por las partes. La dispensa, afirma el artículo 48.3, «convalida, desde su
celebración, el matrimonio». En consecuencia, tanto la dispensa cuanto la convalidación del
matrimonio tienen efecto retroactivo a la misma fecha de celebración del matrimonio.
-Por su parte, el articulo 75.2 establece que «al llegar a la mayoría de edad solo podrá ejercitar
la acción [de nulidad] el contrayente menor, salvo que los cónyuges hubieren vivido juntos
durante un año después de alcanzada aquella». Caducada, pues, la posibilidad de ejercicio de
la acción de nulidad por la con-vivencia continuada de más de un año, tras haber llegado a la
mayoría de edad el cónyuge que contrajo matrimonio siendo menor y no estando emancipado,
ha de entenderse también que el matrimonio es válido desde el momento de su celebración.
-En parecido sentido, el artículo 76.2 declara que «caduca la acción y se convalida el matrimonio
si los cónyuges hubieran vivido juntos durante un año después de desvanecido el error o de
haber cesado la fuerza o la causa del miedo».
4. LA ACCIÓN DE NULIDAD
El Código solo se refiere a la acción de nulidad para determinar la legitimación activa o, lo que
es lo mismo, señalar quién tiene derecho a interponerla y para señalar el plazo de ejercicio en
algunos casos particulares.
La regla general se encuentra establecida en el articulo 74,conforme al cual «la acción para pedir
la nulidad del matrimonio corresponde a los cónyuges, al Ministerio Fiscal y a cualquier persona
que tenga interés directo y legítimo en ella, salvo lo dispuesto en los artículos siguientes».
La legitimación de los cónyuges, por supuesto, no requiere explicación alguna, pero plantea el
problema de que uno de los cónyuges sea menor de edad y desee ejercitar la acción de nulidad.
Aunque conforme a las reglas generales habría de llegarse a la misma conclusión, el artículo
75.1 dispone expresamente que «si la causa de nulidad fuere la falta de edad, mientras el
contrayente sea menor solo podrá ejercitar la acción cualquiera de sus padres, tutores o
guardadores y, en todo caso, el Ministerio Fiscal». En el supuesto de que soliciten la nulidad del
matrimonio cualquiera de estas personas, incluso en contra de la voluntad del menor, este deberá
realizar sus alegaciones en el procedimiento, o en todo caso volver a contraer matrimonio
alcanzada la mayoría de edad o emancipación.
-«Al llegar a la mayoría de edad solo podrá ejercitar la acción el contrayente menor...» (artículo
75.2)
- «En los casos de error, coacción o miedo grave solamente podrá ejercitar la acción de nulidad
el cónyuge que hubiera sufrido el vicio» (Artículo 76.1).
En estos dos casos el ejercicio de la llamada acción de nulidad tiene un plazo de caducidad
breve: un año, tras la mayoría de edad o el cese del vicio del consentimiento, que recuerda muy
cercanamente el sistema legal seguido respecto de la acción de anulabilidad contractual.
Establece el artículo 749 de la LEC, tras la reforma efectuada por la Le 15/2015, de jurisdicción
voluntaria, que en los procesos sobre nulidad matrimonial será siempre parte el Ministerio Fiscal,
aunque no haya sido promotor de los mismos ni deba, conforme a la ley, asumir la defensa de
alguna de las partes.
De otro lado, debe tenerse en cuenta que el artículo 107 Código Civil dispone que «la nulidad
del matrimonio y sus efectos se determinarán de conformidad con la ley aplicable a su
celebración», mientras que, tras la aprobación de la Ley 15/2015, se dispone expresamente en
un segundo párafo que «la separación y el divorcio legal se regirán por las normas de la Unión
Europea o españolas de Derecho internacional privado».
5. EL MATRIMONIO PUTATIVO
5.1.Concepto y antecedentes
En su formulación histórica originaria, en la Baja Edad Media, el matrimonio putativo fue una
creación del Derecho canónico, motivada por la necesidad práctica y por el imperativo moral de
atender a la protección de los hijos habidos en un matrimonio efectivamente celebrado, aunque
después fuera declarado nulo por mediar impedimento de parentesco (cuestión que, entonces,
no era tan fácil de determinar como en la actualidad, dada la inexistencia de inscripciones
registrales de gran fiabilidad y, de otra parte, atendiendo a la lejanía de los grados establecidos).
Si ha intervenido buena fe de parte de uno solo de los cónyuges, surte únicamente efectos civiles
respecto de él y de los hijos.
Si hubiere intervenido mala fe por parte de ambos cónyuges, el matrimonio solo surtirá efectos
civiles respecto de los hijos».
La Ley 30/1981 dio nueva redacción al precepto correspondiente, ahora el 79, sometiendo al
texto anterior a una depuración lingüística digna de encomio (no siempre la legislación actual es
técnicamente peor que la codificada), dados los matices claramente reiterativos de la versión
anterior, pero manteniendo los mismos principios al respecto:
Articulo 79. La declaración de nulidad del matrimonio no invalidará los efectos ya producidos
respecto de los hijos y del contrayente o contrayentes de buena fe.
La buena fe se presume.
Así pues, el matrimonio putativo es un matrimonio nulo, y que por tanto, desde un punto de vista
legal, una vez conseguida la resolución judicial de nulidad no ha existido en ningún momento,
debiendo deshacerse todos sus efectos, pero al que aún así se permite mantener algunas de
sus consecuencias en protección de las partes más débiles.
A) La buena fe
Aunque algunos autores consideran que el primero de los presupuestos de la institución viene
representado por el hecho de que al menos uno de los cónyuges haya contraído el matrimonio
de buena fe (tras la reforma de 1981, realmente cabe poner en duda la elevación de semejante
dato a requisito del matrimonio putativo, como en su dia defendiera, pues el matrimonio putativo
puede existir, en relación con los hijos, aunque ninguno de ambos cónyuges ostentara la buena
fe en el momento de la celebración del matrimonio que, posteriormente, es declarado nulo.
La buena fe, obsérvese, está referida en efecto, única y exclusivamente, a los cónyuges en el
inciso final del párrafo primero. Ello es lógico y correcto, pues la existencia de bue-na o mala fe
ha de retrotraerse al momento de la celebración del matrimonio, momento en el cual cabe
presuponer (y así parece hacerlo el precepto) la inexistencia de hijos. o obstante, incluso en el
caso limite de que existan hijos comunes que, por cualquier medio, conozcan la nulidad del
matrimonio celebrado por sus progenitores (supongamos, saben que el padre sigue casado con
otra persona, aunque la madre crea la versión del varón de que su mujer anterior ha fallecido o
va ha sido dictada la sentencia de divorcio), a nuestro entender, es irrelevante la actitud o la
posición de los hijos, pues el matrimonio putativo genera para ellos efectos favorables en todo
caso.
La buena fe de los cónyuges en todo caso se encuentra favorecida por la presunción iuris tamum
establecida en el párrafo segundo del articulo 79.
B) La apariencia matrimonial
Semejante requisito excluye la eventualidad de que pueda pretenderse la aplicación del articulo
79 a cualquier convivencia matrimonial de hecho, aunque se haya proyectado temporalmente
durante toda la vida de uno de los cónyuges. La unión de hecho no es equiparable, en este
aspecto, al matrimonio.
No obstante, como veremos con mavor detalle al estudiar la filiación. en relación con los hijos
semejante observación, muy importante en el pasado, en la actualidad carece de trascendencia
alguna, pues respecto de sus progenitores los hijos extramatrimoniales gozan de los mismos
derechos que ostentarían si fueran hijos matrimoniales.
El requisito de una forma matrimonial mínima no significa que solo los matrimonios nulos por
defecto formal pueden merecer la consideración de matrimonio putativo, que alcanza a
cualesquiera causas de nulidad, siempre y cuando la apariencia matrimonial exista.
C) La declaración de nulidad
Es obvio que la aplicación del artículo 79 requiere que el matrimonio aparente sea objeto de la
correspondiente declaración de nulidad, pues en caso contrario seguirá produciendo efectos
como si de un matrimonio valido se tratara, aunque realmente no lo sea.
A tenor de lo dicho, debemos considerar la temática de los efectos distinguiendo entre los
referentes a los hijos y al cónyuge o cónyuges.
El criterio definitivo por tanto resulta del Reglamento Europeo, relativo a la competencia, el
reconocimiento y la ejecución de resoluciones judiciales en materia matrimonial y de
responsabilidad parental. Este Reglamento se aplicará, con independencia de la naturaleza del
órgano jurisdiccional, entre otras a las materias civiles relativas al divorcio, la separación judicial
y la nulidad matrimonial, y en su virtud las resoluciones dictadas en un Estado miembro serán
reconocidas en los demás Estados miembros sin necesidad de recurrir a procedimiento alguno,
a menos que fueren manifiestamente contrarias al orden público del Estado miembro requerido,
o, si, habiéndose dictado en rebeldía del demandado , no se hubiere trasladado al mismo la
documentación con la suficiente antelación para que haya podido organizar su defensa, a menos
que conste de forma inequívoca que el demandado ha aceptado la resolución; tampoco se
reconocerá si la resolución fuere inconciliable con otra dictada en un litigio entre las mismas
partes en el Estado miembro requerido, o en otro Estado si reúne las condiciones necesarias
para su reconocimiento en el Estado miembro requerido.
El Reglamento en principio se refiere a las sentencias dictadas por Estados miembros de la UE,
y contiene criterios asumidos por España y que deben ser aplicables por nuestra legislación, por
razones de coherencia interna; por otra parte supone que las sentencias canónicas de nulidad
matrimonial que han adquirido eficacia civil en España, o en los países que también prevén esta
posibilidad, pueden, al mismo tiempo, adquirir eficacia civil en el ámbito de la UE, lo que obliga
aun más a tener en cuenta estos criterios comunes para todos.
Finalmente, también se mantiene en vigor el Acuerdo de 3 de enero de 1979 entre la Santa Sede
y España sobre asuntos jurídicos.
La interpretación de la norma del Código se ha de centrar sobre todo en el alcance del necesario
ajuste a la legalidad estatal, pues se establece así una especie de mecanismo juridico de control
atenuado a cargo de los Tribunales ordinarios (STS de 10 de marzo de 1992),tal y como exige
el hecho de que, tras la Constitución, se haya modificado el sistema anterior de plena jurisdicción
de los Tribunales Eclesiásticos (característico del Concordato de 1953), con la lógica
consecuencia de evitar en todo caso el automatismo que se produciría por la inmediata eficacia
de las sentencias canónicas de nulidad y de-cisiones pontificias sobre la disolución del
matrimonio rato y no consumado, ya que ello vendría a conculcar frontalmente el articulo 117.3
de la Constitución y el articulo 2 de la Ley Orgánica del Poder Judicial, que reservan la potestad
jurisdiccional a los Jueces y Tribunales españoles.
A consecuencia sobre todo del movimiento o proceso que ha culminado en la Unión Europea, el
texto vigente del articulo 2.1 de la LOPJ ha sido privado de toda referencia a los órganos
jurisdiccionales españoles y acoge en su seno una perífrasis de más largo alcance ylo menor
cortedad de miras: «El ejercicio de la potestad jurisdiccional, juzgando y haciendo ejecutar lo
juzgado, corresponde exclusivamente a los Juzgados y Tribunales determinados en las Leyes y
en los tratados internacionales.
En definitiva, las resoluciones eclesiásticas carecen de eficacia civil automática, pues se exige
una resolución civil de homologación de la propia resolución eclesiástica que se pretenda hacer
valer ante los Tribunales ordinarios españoles. Sin embargo, el ámbito de actuación de los
Tribunales Civiles no llega hasta el extremo de realizar una revisión de fondo de la causa
canónica, o de las causas de nulidad o disolución del matrimonio canónico, pues la jurisdicción
civil y canónica mantienen, por separado, la competencia para conocer las causas de nulidad.
Equivale ello a afirmar que el artículo 80 del Código Civil ha establecido un sistema electivo entre
ambas jurisdicciones, de forma tal que quien haya contraído matrimonio canónico podrá instar la
nulidad frente a cualquiera de ellas.
No resulta permitido, por tanto, al Juez civil entrar en el tema de desautorizar las resoluciones
pontificias sobre matrimonio rato y no consumado o las resoluciones eclesiásticas sobre nulidad
matrimonial, sino únicamente estimar-las ajustadas o no a la legalidad estatal. Dicho ajuste, ha
afirmado en reiteradas ocasiones el Tribunal Supremo, no significa que haya de concurrir una
precisa y literal identidad entre las causas de disolución canónicas y las civiles.
A modo de conclusión, pues, el conjunto de disposiciones a las que hemos hecho referencia,
como ha establecido la Sentencia del Tribunal Supremo de 23 de noviembre de 1995, no permite
«la revisión en proceso civil de las causas canónicas de disolución matrimonial[...] se trata de
una efectiva homologación de resolución foránea, pero con acusadas especialidades, y no
precisamente de homologación de fondo para decretar su desautorización, cuando lo que
procede es el examen y consiguiente declaración de si se ajusta al Derecho del Estado”. “En otro
caso, remacha la sentencia, supondría cercenar la libertad religiosa que establece el articulo 16
de la Constitución y autoriza a los contrayentes para optar por la forma de matrimonio que les
interese o se acomode a sus creencias, y acudir, en caso de ruptura, a los Tribunales Civiles,
como a los eclesiásticos, en cada supuesto, con posterior eficacia civil de la sentencia o
resolución canónica. También llevaría consigo apartarse del cooperativismo y mutua asistencia
que establece el Acuerdo de 1979,en cuanto le corresponde rango de Tratado Internacional,
inserto en el precepto constitucional 14,como ha tenido ocasión de declarar el Tribunal
Constitucional (SS de 12 de noviembre de 1982 y 23 de mayo de 1985), válidamente celebrado
y que obliga por haberse publicado oficialmente en los términos del articulo 96 de nuestra
Constitución, en tanto no sea denunciado.
Ni que decir tiene que todo cuanto hemos desarrollado anteriormente presenta un aspecto
totalmente nuevo tras la aprobación de la Ley 15/2005,de 8 de julio, en materia de separación y
divorcio. Una de las líneas básicas de dicha Ley es precisamente reformar el Código Civil
suprimiendo las causas de separación y divorcio. En consecuencia, la homologación de cualquier
causa canónica relativa a la eventual ineficacia del matrimonio ha perdido su anterior sentido y,
en principio, habrá de entenderse que cualquier causa canónica debe ser suficiente para la
correspondiente ineficacia civil del matrimonio por causa exclusivamente de nulidad.
LA SEPARACIÓN MATRIMONIAL
1. LA SEPARACIÓN MATRIMONIAL
Frente a la nulidad y al divorcio, en cuya virtud desaparece el vinculo existente entre los
cónyuges, la situación de separación provoca únicamente «la suspensión de la vida común de
los casados», como indica en relación con la sentencia de separación el vigente articulo
83,manteniéndose por tanto el vinculo matrimonial.
Para nuestro sistema normativo la separación ha tenido y tiene lugar, pues, mediante sentencia
dictada tras el correspondiente proceso judicial. Sin embargo, tal afirmación es solo relativamente
cierta, pues la reforma de 1981 se caracterizó por otorgar una acusada relevancia normativa a
la separación de hecho, de vigencia social innegable por otra parte, antes y después de la Le
30/1981. Las razones de ello fueron, por supuesto, varias y diversas: de una parte, el interés de
mantener reservada y dentro del estricto ámbito íntimo la quiebra matrimonial en cuestión,
evitando la publicidad de un proceso judicial; de otra, considerar que resulta más rápido y barato
llegar a acuerdos razonables sobre la suspensión de la vida en común que ponerse en manos
de Abogados; asimismo que, a efectos del eventual divorcio o definitiva crisis matrimonial, y
atendiendo al sistema causalista instaurado por la Ley 30/1981,la falta de convivencia de hecho
desempeñaba un papel muy cercano a la propia sentencia de separación, por lo que cabía
ahorrarse dicho proceso; etcétera.
La separación, sea legal o de hecho, constituye por lo común una situación relativamente
pasajera y transitoria, con la vista puesta en la eventual reconciliación de los cónyuges o, por el
contrario, en la desembocadura del divorcio (opción esta que, en términos estadísticos, resulta
más frecuente), sobre todo cuando alguno de los cónyuges ha decidido contraer nuevo
matrimonio. No obstante, en algunos casos, la duración temporal de la separación se proyecta
durante décadas y, en supuestos más raros, toda la vida del primero de los cónyuges que fallece,
porque los cónyuges deciden vivir en solitario o constituyen-do una nueva pareja, pero de hecho,
sin recurrir de nuevo al matrimonio, dada la incesante penetración de las situaciones fácticas en
las relaciones familiares.
Por tanto, en este capítulo, habremos de considerar tanto la separación legal propiamente dicha
o, mejor, separación judicial, como la separación de hecho.
Abandonado de raíz el sistema causalista por parte de la Ley 15/2005 o. dicho de otro modo,
desaparecidas legalmente las anteriores causas de separación probablemente sea preferible
abandonar la expresión «separación legal “y cargar las tintas en la calificación que para la propia
Ley 15/2005 resulta preferible: «separación judicial», aunque si bien se observa a lo largo del
articulado del Código, ni antes ni después de la Ley 15/2005 es frecuente entrar en tanto detalle,
sino que normalmente se habla solo de separación a secas.
3. A partir de la aprobación de esta, la separación judicial se puede adoptar por mutuo acuerdo
de los cónyuges o por solicitud de uno solo de ellos, sin necesidad de alegación de causa alguna.
Eso si, la separación requiere en todo caso sentencia judicial (cfr. artículo 83).
4. Como indica el encabezamiento del articulo 81, en el caso de que proceda, “se decretara
judicialmente la separación, cualquiera que sea la forma de celebración del matrimonio”, Por
tanto, la separación establecida por nuestro ordenamiento civil resulta operante en relación con
el propio matrimonio civil y respecto de cualesquiera matrimonios celebrados en forma religiosa.
La separación por mutuo acuerdo se encuentra contemplada en el número 1 del artículo 81,que
según la redacción dada por la Ley 15/2005 autorizaba la separación «a petición de ambos
cónyuges o de uno con el consentimiento del otro, una vez transcurridos tres meses desde la
celebración del matrimonio [antes, pasado el primer año del matrimonio]. A la demanda se
acompañará una propuesta de convenio regulador redactada conforme al articulo 90 de este
Código.
A) Que la demanda se haya presentado una vez transcurridos tres meses desde la celebración
del matrimonio, haya habido convivencia matrimonial efectiva o no.
B) Que a la demanda se acompañe el llamado convenio regulador, al que nos referiremos con
detalle en uno de los siguientes capítulos, de las medidas fundamentales a adoptar en relación
con la crisis matrimonial (medidas personales y patrimoniales, referentes a los cónyuges y a los
hijos, básicamente).
Aprobada la Ley de jurisdicción voluntaria, hay que tener en cuenta que la incorporación de los
Notarios y Secretarios a la nómina de autoridades con competencia en la materia, lógicamente
diversificó los supuestos. Por ello, vamos a comenzar por transcribir el texto vigente de los
artículos 82 y 83 del Código Civil:
1. Los cónyuges podrán acordar su separación de mutuo acuerdo transcurridos tres meses desde
la celebración del matrimonio mediante la formulación de un convenio regulador ante el
Secretario judicial o en escritura pública ante Notario, en el que, junto a la voluntad inequívoca
de separarse, determinarán las medidas que hayan de regular los efectos derivados de la
separación en los términos establecidos en el articulo 90.Los funcionarios diplomáticos o
consulares, en ejercicio de las funciones notariales que tienen atribuidas. no podrán autorizar la
escritura pública de separación.
Los cónyuges deberán intervenir en el otorgamiento de modo personal, sin perjuicio de que
deban estar asistidos por Letrado en ejercicio, prestando su consentimiento ante el Secretario
judicial o Notario. Igualmente los hijos mayores o menores emancipados deberán otorgar el
consentimiento ante el Secretario judicial o Notario respecto de las medidas que les afecten por
carecer de ingresos propios y convivir en el domicilio familiar.
Así pues, respecto de la separación de mutuo acuerdo, en caso de haber hijos menores no
emancipados o con capacidad modificada, la competencia sigue siendo propiamente judicial, del
Juez. De no haberlos, podrán autorizarla Notarios o Secretarios a través de escritura pública o
decreto, respectivamente.
Semejante opción legislativa, como es natural, ha provocado un cierto de-bate. Los defensores
de la indisolubilidad del matrimonio han llegado incluso a hablar de «capricho del legislador», del
«ahí te quedas» de la «resurrección del repudio» o fórmulas parecidas para imputar al Gobierno
proponente de la reforma, presidido por el Sr. Rodríguez Zapatero, los males de nuestra sociedad
y,en particular, para hacerlo responsable de las crisis matrimoniales.
En realidad, sin embargo, la felicidad o la infelicidad en pareja poco depende de las decisiones
legislativas y, en cambio, mucho del sentido común, de las buenas maneras y del afecto por la
pareja (eso, por no hablar de amor, ya que al parecer desaparece incluso químicamente
transcurridos los primeros tiempos) y de respeto del propio compromiso. Otra cosa es que,
aparecida la crisis matrimonial, el Derecho deba procurar establecer reglas oportunas e
institucionalizar en su caso la ruptura.
Pues bien, desde dicha óptica (que es la que nos compete), dada la generalización y el respeto
social adquirido por la separación de hecho en nuestros pagos, el «ahí te quedas» y el repudio
lo tenemos ya institucionalizado. Por tanto, poco o mejor nada ha inventado el legislador de 2005,
que se ha limitado a facilitar y abreviar los pasos procesales relativos a las crisis matrimoniales.
Otro debate ha sido el generado por el periodo temporal exigido para la separación y/o el divorcio:
tres meses. A muchos se nos antoja que el plazo pre-visto es demasiado breve, hasta el punto
de que probablemente pueda generar decisiones de ruptura excesivamente precipitadas y poco
maduras, dado que la convivencia en pareja siempre ha exigido un cierto tiempo de adaptación
y de adecuación.
El plazo previsto decae de manera absoluta «cuando se acredite [por el cónyuge solicitante de
la separación] la existencia de un riesgo para la vida, la integridad física, la libertad, la integridad
moral o libertad e indemnidad sexual del cónyuge demandante o de los hijos de ambos o de
cualquiera de los miembros del matrimonio» (Artículo 81.2, 2. proposición, redactada por la Ley
15/2005).
«Se decretará judicialmente la separación cuando existan hijos menores no emancipados o con
la capacidad modificada judicialmente que dependan de sus progenitores, cualquiera que sea la
forma de celebración del matrimonio:
1.° A petición de ambos cónyuges o de uno con el consentimiento del otro, una vez transcurridos
tres meses desde la celebración del matrimonio. A la demanda se acompañará una propuesta
de convenio regulador redactada conforme al articulo 90 de este Código.
2.° A petición de uno solo de los cónyuges, una vez transcurridos tres meses desde la celebración
del matrimonio. No sera preciso el transcurso de este plazo para la interposición de la demanda
cuando se acredite la existencia de un riesgo para la vida, la integridad fisica,la libertad, la
integridad moral o libertad e indemnidad sexual del cónyuge demandante o de los hijos de ambos
o de cualquiera de los miembros del matrimonio.
A la demanda se acompañará propuesta fundada de las medidas que hayan de regular los
efectos derivados de la separación».
Sin embargo, como vamos a ver, no era tan claro que siempre exista un cónyuge incurso en
causa legal de separación “según el elenco de causas establecido en el articulo 82, que pasamos
a consideraren efecto, el antiguo articulo 82 enumeraba(en siete apartados distintos)y con
carácter de numerus clausus las causas de separación. En algunas de ellas cabía hablar, en
efecto, de que uno solo de los cónyuges había provocado la situación o había realizado los actos
que constituían el supuesto de hecho de la causa de separación de que se tratare. Por tanto,
dicho cónyuge se encontraría «incurso en causa legal de separación». En otras de las causas
legalmente determinadas, sin embargo, no cabía imputar a uno solo de los cónyuges la
generación del cese efectivo de la convivencia conyugal que constituía el sustrato básico del
nacimiento de la causa de separación. Por tanto, difícilmente, podía cumplirse el mandato
establecido en el artículo 81.2 de que «el otro [cónyuge] esté incurso en causa legal de
separación».
Se producía tal resultado en las causas 1.,2. A, 3.4 y 4. del articulo 82, conforme a los cuales
constituían causa de separación cualesquiera de las conductas o circunstancias siguientes:
A) Violacion de los deberes conyugales: Según la causa 1.el abandono injustificado del hogar, la
infidelidad conyugal, la conducta injuriosa o vejatoria y cualquier otra violación grave o reiterada
de los deberes conyugales» legitimaban la solicitud de la separación por el cónyuge que las
hubiera sufrido.
B) Vulneración de los deberes paternos: Según la causa 2.2 era asimismo motivo suficiente para
la separación cualquier violación grave o reiterada de los deberes respecto de los hijos comunes
o respecto de los de cualquiera de los cónyuges que convivan en el hogar familiar”. Era
indiferente pues, que se tratase de hijos comunes o de hijos del otro cónyuge, siempre que se
diera el requisito de la convivencia en el hogar familiar:
Desde parecida perspectiva había de considerarse la remisión del articulo 82.7. "al número ”5
del articulo 86»,en el que se establecía que era causa de divorcio ala condena en sentencia firme
por atentar contra la vida del cónyuge. sus ascendientes o descendientes, como desarrollaremos
en el siguiente capítulo. La condena penal por parricidio pues, era también causa de separación.
Dicho ello, bastará con indicar que eran también causas de separación:
Por tanto, la demanda de separación legal podía interponerse transcurridos seis meses de
separación de hecho convencional, bien en sentido propio (que después veremos) o bien
provocando el consentimiento del otro cónyuge, que podía ser expreso, tácito o incluso presunto.
7. Cualquiera de las causas de divorcio en los términos previstos en los números 3.,4. y 5. del
articulo 86 m.
4. LA ACCIÓN DE SEPARACIÓN
Atendiendo a cuanto acabamos de desarrollar en los epígrafes anteriores, es claro que la acción
de separación corresponde a cualquiera de los cónyuges, bien actúe separadamente o de
manera conjunta con el otro cónyuge. Una vez abandonado el sistema causalista de separación,
es evidente que para ejercitar la acción basta meramente llegar a la conveniencia de dicha
conclusión, sin necesidad de alegar motivo ni fundamento alguno.
Es obvio que la separación de los cónyuges (ora de hecho, ora judicial o legal en el sentido
explicado) no implica ni debe suponer una situación o una decisión irrevocable, pues en ciertos
casos el comúnmente denominado «periodo de reflexión» en solitario que adoptan algunas
parejas puede desembocar en la reanudación de la convivencia conyugal. En otros casos, tras
una brusca ruptura efectiva, el enfriamiento de las disensiones o conflictos conyugales o la
insistencia de los hijos genera el mismo resultado.
De otra parte, desde el punto de vista técnico jurídico, el mantenimiento del vinculo matrimonial
entre los separados no constituye óbice alguno para la posible reconciliación de los cónyuges y,
por tanto, la reanudación de la vida en común. En consecuencia, habrá de bastar el mero deseo
de los cónyuges separados de volver a reanudar su convivencia para que esta pueda producirse.
El principio general en la materia consiste, pues, en que en cualquier momento y bajo
cualesquiera circunstancias procesales la reconciliación de los cónyuges debe primar sobre la
situación de separación, sea de hecho, se encuentre pendiente de sentencia judicial o se haya
dictado la sentencia.
En el primer caso, obviamente, resulta improcedente seguir los trámites y dictar la sentencia,
quedando sin efecto las medidas provisionalísimas o provisionales que pudieran haberse
acordado por los cónyuges o adoptado por el Juez. En el caso de que la reconciliación tenga
lugar tras haber sentencia, esta en su conjunto quedará sin efecto.
La Ley 15/2005 modificó el artículo 84.1 para exigir que «ambos cónyuges separadamente
“pusieran en conocimiento de la autoridad judicial el hecho de la reconciliación, con la finalidad
de obtener una doble ratificación del apaciguamiento y arreglo conyugal, tal como sigue
ocurriendo tras la aprobación de la Ley 15/2015, de jurisdicción voluntaria.
El segundo párrafo del artículo 84 (redactado por la Ley 30/1981) prevé específicamente que, en
cualquiera de los casos de reconciliación, pueda darse el mantenimiento de las medidas
adoptadas respecto de los hijos: «mediante resolución judicial, serán mantenidas o modificadas
las medidas adoptadas en relación a los hijos, cuando exista causa que lo justifique». Semejante
previsión normativa ha de relacionarse fundamentalmente con las causas de separación que
inciden de forma particular sobre la integridad de la persona, así como sobre la formación y
educación de los hijos, como ocurría en concreto con las causas 2.y 4. del artículo 82, antes de
haber sido declarado sin contenido por la Ley 15/2005.
Debe tenerse en cuenta que la disposición final 1.20 de la Ley 15/2015,de 2 de julio, de
jurisdicción voluntaria, conforme a los nuevos parámetros de regulación en la materia, ha
introducido los dos siguientes párrafos en el articulo comentado:
Cuando la separación hubiere tenido lugar sin intervención judicial, en la forma prevista en el
artículo 82, la reconciliación deberá formalizase en escritura pública o acta de manifestaciones.
La reconciliación deberá inscribirse, para su eficacia frente a terceros, en el Registro Civil
correspondiente».
Por cuanto se refiere a las relaciones personales entre los cónyuges, es evidente que la
sentencia de separación no solo produce la suspensión de la vida en común de los esposos, sino
que al propio tiempo presupone los pactos o estipulaciones que, en relación con todos los
aspectos del matrimonio en situación de quiebra, han de preverse en el convenio regulador o, en
su defecto, han de ser regulados u homologados por el juez. Procede, por tanto, remitir al capitulo
octavo. La subsistencia del vínculo matrimonial no obsta para que los deberes recíprocos entre
cónyuges que, con carácter básico, regula el articulo 68 resulten profundamente alterados. En
realidad, el precepto citado podría leerse sensu contrario, en el sentido de que, a partir de la
sentencia de separación, los cónyuges no están obligados a vivir juntos, guardarse fidelidad y
socorrerse mutuamente, ni a compartir las responsabilidades domésticas, dada la quiebra
matrimonial existente.
7. LA SEPARACIÓN DE HECHO
Por contraposición a la separación judicial, que requiere un proceso pro-piamente dicho y la
correspondiente sentencia, debemos referirnos ahora a la separación de hecho, que consiste
sencillamente en la situación resultante de decisiones personales de los cónyuges que no son
sometidas en modo alguno al conocimiento judicial. El punto de arranque de la separación de
hecho puede radicar en el abandono del hogar por parte de uno de los cónyuges, sin mayores
complementos, que manifiesta así su repudio a seguir conviviendo con su pareja matrimonial (el
ahi te quedas) o bien acepta el salir del hogar conyugal, para evitar mayores tensiones
conyugales. En otros casos, más civilizados, en sentido social, la separación de hecho se inicia
a consecuencia del pacto o acuerdo de los cónyuges en virtud del cual deciden proseguir sus
vidas por separado.
Hasta tiempos bien recientes, la separación de hecho no era objeto de contemplación normativa
y había sido enjuiciada por la doctrina y la jurisprudencia mayoritarias con tintes negativos y con
profundo desapego, resaltando que si los cónyuges deseaban «vivir fuera del Derecho” no había
por qué preocuparse de las consecuencias de tal situación fáctica. Incluso se proponía
directamente la ilicitud de semejante situación por contravenir el deber de convivencia
matrimonial y, en consecuencia, la radical nulidad de los pactos que, en su caso, pudieran
establecer los cónyuges en caso de separación de hecho convenida o convencional, atendiendo
al criterio de la causa ilícita.
Tal estado de cosas ha ido evolucionando a partir del último tercio del siglo XX en el sentido de
admitir la plena licitud de la separación de hecho convencional y, por tanto, la de los eventuales
pactos celebrados por los cónyuges en tal situación, así como ha ido adquiriendo presencia
normativa la separación de hecho provocada unilateralmente por uno de los cónyuges. En la
actualidad, ningún autor relevante propugna la ilicitud de una situación que siendo “vieja
conocida» merece una general aprobación en cuanto manifestación del libre desarrollo de la
personalidad de cada quién, que no está obligado a recurrir al procedimiento judicial de
separación para desligar su vida de la de su consorte. Tras la aprobación de la Ley 30/1981,por
otra parte, es evidente que la separación de hecho integra los supuestos de aplicación de
bastantes normas familiares y sucesorias, sabré todo en relación con la separación y el divorcio,
dada la aceptación de que el cese efectivo de la convivencia conyugal, de una forma u otra, podía
ser causa suficiente para la declaración de la crisis matrimonial existente. o digamos ya a partir
de la Ley 15/2005, reformadora del Código y de Ley de enjuiciamiento civil en materia de
separación v divorcio, que como sabemos explicita incluso en su Exposición de Motivos que
pretende que la libertad, como valor superior de nuestro ordenamiento juridico, tenga su más
adecuado reflejo en el matrimonio».
En semejante supuesto, resulta estructuralmente imposible que los cónyuges lleguen a algún
tipo de acuerdo sobre los extremos relevantes de la convivencia matrimonial que ha quedado
rota por dejar plantado uno de los cónyuges al otro.
Abandonado el sistema causalista de separación y divorcio, por tanto, cabria pensar que el
supuesto de separación que consideramos haya dejado de tener relevancia alguna desde el
punto de vista normativo y que así habría venido a ratificarlo la reiterada Ley 15/2005.
Sin embargo, no es así.
Cualquier supuesto de separación de hecho, sea convencional o unilateral produce una serie de
consecuencias de gran trascendencia, pues el actual sistema normativo no utiliza el criterio de
desconocer la separación de hecho, sino que, al contrario, establece las normas mínimas de
adecuación del régimen normativo del matrimonio a la situación de separación. Como más
adelante veremos con detalle, “llevar separado de hecho más de un año por acuerdo mutuo o
por abandono del hogar» es causa suficiente para instar la disolución judicial de la sociedad de
gananciales (y, por aplicación analógica, de cualquier otro sistema de comunidad de ganancias;
cfr.Artículo 1393.3).
En relación con la patria potestad, establece el encabezamiento del artículo 156.5 que «si los
padres viven separados, la patria potestad se ejercerá por aquel con quien el hijo conviva»
(artículo 156.5). La referencia a la separación de los progenitores puede deberse tanto a haber
sido judicialmente declarada(tras el correspondiente proceso) cuanto a cualesquiera otras
circunstancias que de. terminen la falta de convivencia efectiva de los progenitores, incluida
desde luego la separación de hecho provocada unilateralmente, pues en tal caso puede
presumirse el consentimiento del cónyuge que abandona el hogar familiar para que siga
ejerciendo la patria potestad el otro cónyuge (arg. ex Artículo 156.1). Dicho razonamiento, a
nuestro entender correcto, se encuentra además reforzado por la circunstancia de que la
segunda parte del articulo 156.5 autoriza para so-licitar que se le atribuya judicialmente «la patria
potestad para que la ejerza conjuntamente con el otro progenitor, o distribuir entre el padre y la
madre las funciones inherentes a su ejercicio» al cónyuge «no conviviente» (por tanto, incluso al
que ha abandonado la familia, aunque verdaderamente no cuente con una buena carta de
presentación ante el Juez. De otra parte, téngase en cuenta que el vigente Código Penal, dictado
por Ley Orgánica 10/1995, considera la pena especial y accesoria de inhabilitación para el
ejercicio de la patria potestad fundamentalmente en los artículos 226 y 233, en relación con el
delito de abandono de familia, menores e incapaces, autorizando al «juez penal» para
establecerla por un periodo de cuatro a diez años).
Según veremos en el próximo tomo con mayor detalle, la separación de hecho, unilateral o
convencional, tiene también incidencia en la herencia, pues también priva al cónyuge separado
de la cuota de legítima correspondiente al cónyuge viudo (cfr. Artículo 834, sensu contrario; por
cierto que, en este precepto, ha sido la propia Ley 15/2005 la que ha introducido una referencia
expresa a la separación de hecho), así como del llamamiento en la sucesión intestada (Artículo
945).
Tales pactos tienen un contenido muy diverso y, por tanto, son difíciles de resumir en una obra
como esta. Sin embargo, con carácter general, su contenido viene a coincidir en la práctica con
el conjunto de medidas que estudiaremos en uno de los próximos capítulos al considerar los
efectos comunes a la nulidad, separación y divorcio: uso de la vivienda y ajuar familiar, situación
de los hijos, decisiones sobre el régimen económico del matrimonio, etcétera.
Como hemos adelantado, durante largo tiempo, la licitud de tales pactos fue puesta en duda,
pues en general se consideraba que se encontraban afectados por la nulidad subsiguiente a la
causa ilícita que en ellos subyacía. Sin embargo, también en este aspecto, el beneficioso efecto
de la Constitución de 1978 y las reformas de 1981, en las que se acentúa la capacidad de
autorregulación de sus propios intereses por parte de los cónyuges, han llevado a la generalidad
de la doctrina a la conclusión obvia de defender su plena licitud siempre y cuando no atenten
contra el orden público o se traduzcan en acuerdos que conculquen o contradigan el principio de
igualdad entre los cónyuges o resulten perjudiciales para los hijos.
CAPÍTULO 7
En su redacción vigente, el capítulo VIII del Título dedicado al matrimonio se rubrica oficialmente
De la disolución del matrimonio. Por su parte, el primero de los artículos comprendidos en dicho
capítulo (que no ha sido modificado por la Ley 15/2005) reza así: «El matrimonio se disuelve,
sea cual fuere la forma y el tiempo de su celebración, por la muerte o la declaración de
fallecimiento de uno de los cónyuges y por el divorcio» (Artículo 85).
En tal sentido, la confrontación entre nulidad y disolución del matrimonio arroja datos similares a
lo que ocurría al enfrentar la invalidez (comprensiva de la nulidad y de la anulabilidad) y la
ineficacia de los contratos:
El articulo 85, antes reproducido, considera que las causas de disolución son la muerte, la
declaración de fallecimiento y el divorcio (que analizaremos, por separado, seguidamente) y,
además, declara que tales circunstancias determinan la disolución del matrimonio «sea cual
fuere la forma y el tiempo de su celebración”. Semejante precisión normativa, incorporada por la
Ley 30/1981, tiene por norte y guía delimitar que el divorcio acarrea la disolución de todo tipo de
matrimonios, sean civiles o celebrados en forma religiosa (con inde-pendencia de que la religión
de que se trate admita o rechace el divorcio), sean anteriores o posteriores a la propia entrada
en vigor de la citada Ley.
2. LA MUERTE
En nuestra cultura el matrimonio es, sin duda, cosa de dos. Por tanto, requiere escasa
contemplación el hecho de que, tal y como ordena el artículo 85, el fallecimiento de uno de los
cónyuges determina la disolución (extinción, desaparición, o como quiera denominársele) del
matrimonio. A nuestro entender, no es ni siquiera necesario referirse a que el artículo 32
establece que «la personalidad civil se extingue por la muerte de las personas», dado que la
existencia de los dos miembros de la pareja constituye un presupuesto estructural de la noción
de matrimonio.
3. LA DECLARACIÓN DE FALLECIMIENTO
Como sabemos ya por el estudio del «Derecho de la persona», en el primer tomo de esta obra,
en virtud de la declaración de fallecimiento, al ausente se le da por muerto, aunque realmente no
haya garantía cierta de que haya fallecido. La declaración de fallecimiento, por tanto, supone una
presunción iuris tantum: no excluye la reaparición del declarado fallecido, pero mientras tal no
ocurra se le considera muerto.
Hasta la Ley 30/1981,el articulo 195.3 establecía que «la declaración de fallecimiento no bastará
por sí sola para que el cónyuge presente pueda contraer ulterior matrimonio». Dicha norma
provocaba el resultado de que el cónyuge del declarado fallecido quedaba oficialmente viudo (en
cuanto su cónyuge era declarado, también oficialmente, muerto), pero no contaba con libertad
para volver a contraer matrimonio. El vigente artículo 85 del Código Civil (redactado por Ley
30/1981), de forma más coherente, establece que «el matrimonio se disuelve[...] por la muerte o
la declaración de fallecimiento de uno de los cónyuges y por el divorcio», lo que ha comportado
la supresión o derogación del referido artículo 195.3. En consecuencia, una vez declarado el
fallecimiento, sin requisito complementario alguno, el «cónyuge presente» podrá volver a
contraer matrimonio si lo desea.
La reforma llevada a cabo por la Ley 30/1981 fue criticada en su día por algunos autores de
estructura mental muy conservadora, que pretendían la continuidad matrimonial pese a la
declaración de fallecimiento. No obstante, la disolución del matrimonio en tal caso resulta
plausible y coherente con el conjunto del sistema normativo, pues en todo caso, incluso en un
sistema divorcista de matriz causalista, como era el instaurado por la Ley 30/1981, el juego de
los plazos de las causas de separación y divorcio (cfr. aits.82 a 86 según la redacción de la Ley
30/1981) podía traer consigo, en caso de así desearlo el «cónyuge presente”, una disolución del
matrimonio por divorcio incluso previa a la propia declaración de fallecimiento.
Sin embargo, por lo dicho anteriormente, el reaparecido no podrá ser considerado cónyuge de
su consorte, aunque este le «haya guardado la ausencia» y no haya vuelto a contraer matrimonio
posterior alguno. Naturalmente, y con mayor razón ha de llegarse a la misma conclusión en el
caso de que el cónyuge presente, tras la firmeza de la declaración de fallecimiento, haya
contraído un nuevo matrimonio. Este habrá de ser considerado válido a todos los efectos, pues
el matrimonio que vinculaba al «cónyuge presente» con el reaparecido quedó disuelto a
consecuencia de la declaración de fallecimiento.
Asi lo entiende la doctrina mayoritaria, aunque existen algunas opiniones aisladas en sentido
contrario. El Profesor SANCHO REBULLIDA defendía que el segundo matrimonio debe ser
considerado nulo, aunque dándole la calificación de matrimonio putativo, amparándose en que,
una vez destruida la presunción iuris tantum, renace el vinculo matrimonial del primer
matrimonio» (Artículo 46.2). Por su parte, el Profesor García VAL DECASAS, entendía que, caso
de que el cónyuge presente no haya contraído nuevo matrimonio, el reaparecido “podrá reanudar
la convivencia conyugal», en cuanto esta solución parece más razonable que la de considerar
definitivamente disuelto el matrimonio del ausente, en cuyo caso, para reanudar la convivencia
conyugal, habrían de celebrar nuevo matrimonio los antiguos cónyuges”. La propuesta, sin duda,
es «razonable» (y, de facto, posible en numerosas ocasiones en las que el cónyuge presente
recuperara a su consorte con enorme alegría), pero a nuestro entender choca frontalmente con
el vigente articulo 85. Por tanto, en definitiva, se impone la nueva celebración de matrimonio
entre los antiguos cónyuges.
En los países de profunda tradición católica, como es nuestro caso o el de Italia, la admisión
normativa del divorcio vincular ha provocado siempre un profundísimo y exarcebado debate
social en el que nosotros no deberíamos detenernos en esta exposición, cuya misión
fundamental consiste en exponer el sistema juridico vigente en materia familiar, dejando de lado
opiniones u opciones ideológicas que, necesariamente, han de ser de carácter personal. Baste,
pues, con indicar que en España semejante debate se ha reproducido en los años conocidos
como la transición democrática, esto es, una vez fallecido Francisco Franco y desaparecido el
poder personal que políticamente representaba. La aprobación de la Ley 15/2005 y la radical
supresión de las causas de separación y divorcio ha supuesto un cierto renacimiento de dicho
debate social,aunque con una profundidad y virulencia que nada tiene que ver con las habidas
en los años 1980 - 1981, en los que, para muchos, se anunciaba el fin de los tiempos por la
corrupción moral y corrosión familiar que suponía la admisión del divorcio remedio.
Naturalmente, la configuración legislativa concreta del divorcio depende, en cada caso, de cuáles
sean los criterios básicos establecidos por el legislador al respecto, y en Derecho comparado
existen sistemas de divorcio muy distintos.
Las opciones básicas al respecto (para el legislador) consisten inicialmente en optar entre el
denominado divorcio consensual y el divorcio judicial. El primero de tales esquemas entendería
admisible la pura y concorde voluntad de los cónyuges en privar de efectos al matrimonio, sin
más trámites que hacerlo constar o comunicarlo ante la autoridad pública correspondiente en la
forma prevenida en cada caso, pero sin que la actividad de la autoridad del Estado pueda
interferir en la decisión libremente adoptada por los cónyuges.
En España, desde luego, el sistema instaurado por la Ley 30/1981 respondía al criterio de
divorcio judicial, pues no resultaba conforme a nuestro Derecho positivo el divorcio consensual
puro. La mera voluntad de los cónyuges, por madurada y consciente que fuera, no bastaba para
producir la disolución del matrimonio, sino que se requería en todo caso sentencia judicial de
divorcio tal y como disponía el articulo 89 del Código Civil, para el que «la disolución del
matrimonio por divorcio solo podrá tener lugar por sentencia que así lo declare y producirá
efectos a partir de su firmeza». Naturalmente, tal planteamiento ha dejado de ser efectivo a partir
de la promulgación de la Ley 15/2015, de Jurisdicción voluntaria, pues conforme a los nuevos
parámetros sociopolíticos se ha incrementado el ámbito propio de la autonomía privada de los
cónyuges o esposos: y, en consecuencia se ha dado nueva redacción al artículo 89 Código Civil,
que queda redactado así: “Los efectos de la disolución del matrimonio por divorcio se producirán
desde la firmeza de la sentencia o decreto que así lo declare o desde la manifestación del
consentimiento de ambos cónyuges otorgado en escritura pública conforme a lo dispuesto en el
articulo 87. No perjudicara a terceros de buena fe sino a partir de su respectiva inscripción en el
Registro Civil».
Así pues, por decirlo brevemente, no cabe el divorcio de hecho, sino que la sentencia o decreto
judicial o escritura pública notarial son requisitos sine qua non de la disolución matrimonial,
asumiendo carácter constitutivo, aunque de hecho la falta de relación y de vida conyugal entre
los esposos sea equiparable a la situación de hecho característica de quienes fueron cónyuges
y ahora están divorciados. Sin sentencia o decreto o escritura pública, pues, no hay divorcio
conforme a nuestro sistema, instaurado por la Ley 30/1981, sea antes sea después de la
reiterada Ley 15/2015.
Esto es, una vez aprobada la LJV es necesario tener en cuenta que dicha Ley. procurando reducir
la función propia del Juez a los casos puramente jurisdiccionales, permite la materialización del
divorcio de mutuo acuerdo mediante la intervención o autorización del Secretario judicial o el
Notario, a elección de los cónyuges. Conforme a ello la Ley 15/2015 (Disposición final 1.21),ha
modificado el articulo 87 Código Civil en el siguiente sentido: “Los cónyuges también podrán
acordar su divorcio de mutuo acuerdo mediante la formulación de un convenio regulador ante el
Secretario judicial o en escritura pública ante Notario, en la forma y con el contenido regulado en
el artículo 82,debiendo concurrir los mismos requisitos y circunstancias exigidas en él». Así pues,
actualmente el divorcio de mutuo acuerdo puede instrumentarse mediante sentencia judicial,
formulación de convenio ante el Secretario judicial o escritura pública notarial.
Para este supuesto, conforme al propio precepto, no hay asimilación entre funcionarios
consulares y notarios, pues el último inciso del artículo 87 establece textualmente que los
funcionarios diplomáticos o consulares, en ejercicio de las funciones notariales que tienen
atribuidas, no podrán autorizar la escritura pública de divorcio».
En lo que sí ha supuesto una innovación radical la Ley 15/2005 ha sido en el abandono del
sistema causalista propio de la Ley 30/1981,bajo cuya vigencia el cónyuge o los cónyuges que
plantearan la acción de divorcio habían de acreditar la preexistencia de alguna de las causas de
divorcio legalmente preconfiguradas. Por ello, actualmente el articulo 86,regulador anteriormente
de las causas de divorcio ha sido profundamente reformado y dispone que «se decretará
judicialmente el divorcio, cualquiera que sea la forma de celebración del matrimonio, a petición
de uno solo de los cónyuges, de ambos o de uno con el consentimiento del otro, cuando
concurran los requisitos y circunstancias exigidos en el artículo 81», regulador a su vez de la
circunstancias habilitadoras de la solicitud de la separación matrimonial.
En definitiva, los cónyuges no tienen que alegar razón alguna para fundamentar su solicitud de
divorcio, ni cuando actúan de común acuerdo ni cuando plantea la demanda uno solo de ellos;
basta, pues el transcurso del periodo temporal de tres meses, desde la celebración del
matrimonio, junto con la propuesta de medidas o de convenio regulador; para que uno o ambos
cónyuges puedan solicitar la separación o el divorcio o bien, la separación y, posteriormente, el
divorcio que, por supuesto, “deberá decretar, de manera obligatoria, la autoridad judicial que
resulte competente.
Dicho ello, es obvio que el sistema causalista instaurado en su día por la Ley 30/1981 debe ir
quedando en el olvido. Sin embargo, dada su vigencia durante prácticamente un cuarto de siglo,
en una obra de esta naturaleza no podemos dejar de rememorarlo, pues durante algunos años
puede resultar útil el conocimiento de las causas de divorcio que se encontraban legalmente
establecidas.
5. LA ACCIÓN DE DIVORCIO
Si bien bajo la vigencia de la Ley 30/1981 en algunos supuestos la legitimación activa para el
ejercicio de la acción de divorcio se restringía a uno de los cónyuges de forma excepcional
[Artículo 86,3.b) y 5.derogado], tras la promulgación de la Ley 15/2005, no cabe duda de que la
acción de divorcio corresponde a ambos cónyuges, ya actúen conjuntamente o por separado,
dada la nueva redacción del artículo 86.
En todo caso, la acción de divorcio tenía y tiene el carácter de personalísima, pues se extingue
por la muerte de cualquiera de los cónyuges (artículo 88.1) sin que se transmita a los herederos
del cónyuge premuerto. También en este punto habrán de ser asimiladas muerte y declaración
de fallecimiento. De otra parte, en el sistema vigente, es claro que, constante matrimonio y
habiendo transcurrido tres meses desde su celebración, la acción de divorcio puede ser
ejercitada en cualquier momento, sea por cualquiera de los cónyuges, sea por el representante
legal de cualquiera de ellos, de conformidad con lo que antes hemos desarrollado al hablar de la
separación [6.6.4] de la mano de la STC 311/2000,de 18 de diciembre. En efecto, la STS del
Pleno de la Sala 1 625/2011, de 21 de septiembre (Pon. Sra. Roca Trías) relativa a un supuesto
de enfrentamiento entre el marido y los padres de una mujer que, a consecuencia de un grave
accidente, queda tetrapléjica y en situación de coma vigil, ha tenido ocasión de establecer la
doctrina de que, sin lugar a dudas, los tutores (en el caso, los padres) están legitimados para
ejercitar las acciones, entre ellas la de divorcio, cuya titularidad corresponda a la persona
incapacitada, siempre que esta no pueda actuar por si misma y pueda justificarse el interés del
incapaz en obtener la disolución del matrimonio.
Afirma asimismo el articulo 88 que la acción de divorcio se extingue por la reconciliación de los
cónyuges, «que deberá ser expresa cuando se produzca después de interpuesta la demanda”.
Tal calificación de declaración expresa es dificil de precisar, pero dado que el proceso se
encuentra pendiente, lo más seguro es considerar que el precepto persigue que los cónyuges
deban poner en conocimiento del Juez, de manera necesaria, su eventual reconciliación, como
requisito de verdadera eficacia, pues en otro caso el proceso y las medidas provisionales
adoptadas en él habrán de seguir adelante.
La acción de divorcio podrá ser ejercitada en cualquier momento por el cónyuge que lo considere
oportuno, no existiendo plazos de prescripción ni de caducidad por la propia naturaleza de la
institución.
La nueva Ley de Enjuiciamiento Civil, como hemos dicho ya,ha considerado oportuno derogar la
regulación procedimental que con anterioridad se contenía en las disposiciones adicionales de
la Ley 30/1981 y dedicar el Titulo I del Libro cuarto (De los procesos especiales») a regular «los
procesos sobre capacidad, filiación, matrimonio y menores»(rúbrica precisamente de dicho
Título), estableciendo primero una serie de reglas generales comunes a todos ellos y más
adelante reglas especificas para los procesos matrimoniales en los artículos 769 y siguientes,
retocados por la Ley 15/2015, de 2 de julio, de Jurisdicción Voluntaria.
Destaquemos lo siguiente:
-Si existen hijos menores o incapacitados, o alguna persona afectada en situación de ausencia
legal, será obligatoria la intervención del Ministerio Fiscal.
-Si se estima necesario de oficio, o a petición del Fiscal, partes o miembros del equipo técnico
judicial o del propio menor, se oirá a los hijos menores o incapacitados si tuviesen suficiente
juicio y, en todo caso, a los mayores de doce años.
- Existe un regla especial para los supuestos de peticiones de separación o divorcio presentadas
de común acuerdo por ambos cónyuges, o por uno con el consentimiento del otro, en el articulo
777 LEC. En estos casos las partes deben presentar en el Juzgado (o ante el Secretario judicial
si no hay hijos menores no emancipados o con la capacidad modificada judicialmente que
dependan de sus progenitores) junto con la demanda de separación o divorcio un convenio
regulador de las consecuencias de su crisis, en los términos que veremos más adelante,
facilitándose mucho el procedimiento, pues, además de poder los dos cónyuges utilizar una sola
defensa y representación, ratificada por ambos y por separado la solicitud el Juez (o Secretario
judicial competente si no hay hijos menores e edad o con capacidad modificada judicialmente)
dictará sentencia (o el Secretario judicial decreto) de forma inmediata, concediendo o denegando
la separación o el divorcio, y pronunciándose, en su caso, sobre el convenio regulador (a menos
que haya que aportar documentación complementaria, o que haya hijos menores de edad, en
cuyo caso es preceptivo el informe del Ministerio Fiscal sobre los términos del convenio relativos
a los hijos).
-Si el Secretario judicial considera que el convenio puede resultar danoso o gravemente
perjudicial para uno de los cónyuges o hijos mayores de edad o emancipados afectados solo el
Juez podrá aprobar el convenio en cuestión.
Declaraba el primer inciso del articulo 89 que ala disolución del matrimonio por divorcio solo
podrá tener lugar por sentencia que así lo declare y producirá efectos a partir de su firmeza».
Probablemente la expresión que tenía mayor fortaleza en dicho pasaje normativo era que el
divorcio requería necesariamente una sentencia judicial y, por ende, un proceso previo. No cabía,
pues, atribuir a las partes capacidad o facultad alguna para entender disuelto el matrimonio, sino
que tradicionalmente se exigía una declaración judicial, mediante sentencia, en tal sentido. De
otra parte, era claro que los efectos del divorcio y,en particular, el efecto fundamental de dar por
disuelto el matrimonio preexistente, nacía una vez que la correspondiente sentencia era firme.
O, dicho de otro modo, la sentencia tenia efectos ex nunc, careciendo, sin embargo, de eficacia
retroactiva alguna.
Deducían de ello algunos relevantes autores que a la sentencia de divorcio había que atribuirle
carácter constitutivo y que, además, el Juez tenía facultades discrecionales para decidir si
procede o no el divorcio. A nuestro entender, sin embargo, ambas notas pueden ponerse en
duda, pues la sentencia que declare el divorcio se ha de limitar a contrastar o comprobar si la
posición y/o voluntad de los cónyuges es suficiente y determinante en relación con el divorcio.
Por tanto, ni el Juez ostenta facultades discrecionales al respecto, ni la sentencia crea, constituye
o genera el divorcio, sino que se limita a declarar la crisis matrimonial.
No cabe, pues, alterar judicialmente el marco de los efectos capitales del divorcio según han sido
configurados por el legislador (no cabe «divorciar por X años»; tampoco puede estimarse el
divorcio y declarar que sigue subsistente el régimen de gananciales; imponer a los divorciados
un «derecho de visita» entre sí, etcétera) y que, desde luego, vinculan ante y sobre todo al Juez,
dado que es el órgano estatal competente para la declaración del divorcio.
Por tanto, aunque resulte reiterativo y sin duda premioso, conviene enunciar al menos los efectos
fundamentales que dimanan de la propia y definitiva disolución del matrimonio:
-Los cónyuges pasan a ser ex cónyuges, de forma tal que desaparecen todos los deberes
recíprocos entre ellos: no hay ya obligación de convivencia, fidelidad, socorro mutuo y
corresponsabilidad doméstica (Artículo 68).
-A partir del divorcio, quienes fueron cónyuges carecen, entre sí, de derechos sucesorios(Artículo
807.3.° sensu contrario).
-No existe entre los divorciados el deber de respeto cualificado al que se refere el articulo 67.
-Los divorciados no están ligados por vinculo matrimonial (Artículo 46.2.°) y,en consecuencia,
tienen plena libertad matrimonial, sea respecto de terceras personas, sea entre si mismos, como
veremos a continuación (Artículo 88).
-En caso de haber existido durante el matrimonio algún tipo de régimen económico-matrimonial
de comunidad de ganancias, procede su inmediata disolución (artículo 95).
En cambio, es obvio que en relación con los hijos el divorcio (o cualesquiera de las otras dos
situaciones de crisis matrimonial) resulta intrascendente, por evidentes razones de protección de
aquellos. Por ello establece expresamente el artículo 92.1 que «la separación, la nulidad y el
divorcio no eximen a los padres de sus obligaciones para con los hijos» (recuérdese que el
apartado primero del articulo 92 no ha sido modificado por la Ley 15/2005).
Respecto de las restantes personas, establece la segunda parte del artículo 89 que la disolución
del matrimonio por divorcio «no perjudicará a terceros de buena fe sino a partir de su inscripción
en el Registro Civil».
No es precisamente extraño que tras cualquiera de las crisis matrimoniales, una vez acaecidas,
los cónyuges se pretendan desentender de cualesquiera cuestiones y, señaladamente, de las
consecuencias de la eventual modificación de la titularidad respecto de algunos bienes
inmuebles que pueden haber cambiado de titular; pasando por ejemplo de la condición de
ganancial a la de privativo de uno cualquiera de los cónyuges, olvidando que, con carácter
general, el articulo 1333 Código Civil dispone que en toda inscripción de matrimonio en el
Registro Civil se hará mención, en su caso, de las capitulaciones matrimoniales que se hubieren
otorgado, así como de los pactos, resoluciones judiciales y demás hechos que modifiquen el
régimen económico del matrimonio. Si aquellas o estos afectaren a inmuebles, se tomará razón
en el Registro de la Propiedad, en la forma y a los efectos previsto en la Ley Hipotecaria»(asi
redactado por la Ley 11/1981,de 13 de mayo:cfr.Artículo 77 LRC-1957 y artículos 66.6 RRC).
En nuestro vigente sistema, una vez dictada la sentencia de divorcio, desaparece radicalmente
el vinculo matrimonial entre quienes con anterioridad habían sido cónyuges. En plena coherencia
con ello, dispone el articulo 88.2 (antes y después de la aprobación de la LJV) que «la
reconciliación posterior al divorcio no produce efectos legales, si bien los divorciados podrán
contraer entre si nuevo matrimonio». Así pues, la mera recuperación de la convivencia entre los
divorciados no determina su consideración de cónyuges, sino simplemente, en su caso, la
constatación de una convivencia more uxorio, con los efectos limitados que, en cada caso, le
reconozca la jurisprudencia.
CAPÍTULO 8
Los problemas originados por cualquiera de las crisis matrimoniales son muchos y variados,
aunque naturalmente aquí hayamos de referirnos solo a los conflictos que tienen significación
jurídica, que, en lo fundamental, pueden considerarse coincidentes en caso de nulidad,
separación o divorcio. Rota la convivencia, en la mayor parte de los casos habrá de decidirse
cuál de los cónyuges continúa viviendo en el que hasta entonces era hogar conyugal y usando
los bienes que representaban el ajuar familiar, quién y cómo quedará a cargo de los hijos
comunes, cuáles son las reglas de carácter patrimonial que habrán de regir la situación de
quiebra de la pareja, etcétera.
Cómo se adoptan tales decisiones? Esta pregunta es la que debe afrontar el presente capítulo,
en el que vamos a considerar los diferentes aspectos que el Código engloba en los dos capítulos
dedicados a los efectos comunes a la nulidad, separación y divorcio (capítulo IX) y las medidas
a adoptar durante el correspondiente proceso (capítulo X), a lo largo de los artículos 90 a 106.
El conjunto de tales preceptos permite afirmar que, en principio, las decisiones sobre el abanico
de problemas y conflictos comunes a cualquier crisis matrimonial pueden (en términos prácticos,
a nuestro juicio, incluso deben) adoptarlas los propios cónyuges, aunque sea por la razón de que
nadie mejor que ellos conoce dicha problemática y son ellos quienes se encuentran directamente
interesados en poner el punto final a una convivencia que ha devenido insoportable. Sin duda, la
reforma de 1981 ha acentuado el rol de la autonomía privada en esta materia y los acuerdos de
los cónyuges sobre las consecuencias de la ruptura serán determinantes con carácter general.
Como ya hemos indicado en más de una ocasión, en dicha línea han continuado las reformas
llevadas a cabo por las Leyes 13/2005 y 15/2005, pues ambas disposiciones (aunque sea en
distinta medida) han partido de la base de incrementar el ámbito de autonomía decisoria de los
cónyuges.
Sin embargo, si ello es cierto, no lo es menos que la declaración de nulidad, separación o divorcio
no es competencia propia de los cónyuges (como ocurre, en cambio, respecto de la separación
de hecho), sino que exige una sentencia (o. tras la vigencia de la LJV, una escritura pública o un
decreto) y, por tanto, un proceso previo al respecto en el que la intervención judicial resulta
preceptiva y necesaria, comprendiendo incluso la aprobación de los acuerdos o convenios a que
hayan llegado los cónyuges o sustituyendo algunos de tales acuerdos (por ser contrarios a los
intereses de los hijos, que no son parte en el proceso, o atentatorios contra la igualdad conyugal)
o, finalmente, supliendo la falta de acuerdo.
Por tanto, la autodeterminación de los cónyuges no es absoluta, sino que se encuentra sometida
al control judicial y, en numerosos casos, presupone la intervención de los respectivos Abogados,
algunos de los cuales parecen más interesados en acentuar las desavenencias matrimoniales
que en alcanzar un punto de relativo equilibrio y pacificación entre los cónyuges, con las lógicas
consecuencias negativas para ellos.
La regulación del Código, para colmo, es sumamente criticable a nuestro juicio, por ser
extraordinariamente repetitiva, premiosa o redundante, al considerar los distintos efectos
comunes en momentos temporales diversos, referidos tanto al acuerdo de los cónyuges como a
la intervención judicial preceptiva y estableciendo reglas al respecto que no siempre se
encuentran bien trabadas sistemáticamente, como vamos a tener ocasión de comprobar:.
Dejando la separación y el divorcio por mutuo acuerdo aparte (ya hemos te-nido ocasión de
analizar el Artículo 777 LEC-2000 y el procedimiento ad hoc) ordena el encabezamiento del
artículo 770 que «las demandas de separación y divorcio, las de nulidad del matrimonio y las
demás que se formulen al amparo del Título IV del Libro I del Código Civil, se sustanciarán por
los trámites del juicio verbal, conforme a lo establecido en el Capítulo I de este Título, y con
sujeción, además, a las siguientes reglas».
Tales reglas son en buena medida redundantes respecto de las propias del Código Civil y, en
algunos aspectos, contemplan extremos que en absoluto tienen naturaleza procedimental, como
también tendremos ocasión de ver en este mismo capítulo. En tal sentido, a nuestro entender, la
redacción de la nueva Ley de Enjuiciamiento Civil es francamente criticable.
Algunos de tales efectos son de tal trascendencia que el Código considera que se deben producir
en todo caso y por ministerio de la ley, reenviando otros al correspondiente acuerdo entre los
cónyuges o, en su caso, al análisis y posterior pronunciamiento judicial. Conviene analizarlos por
separado.
Declara el articulo 102 que «admitida la demanda de nulidad, separación o divorcio, se producen,
por ministerio de la ley, los efectos siguientes:
2. Quedan revocados los consentimientos y poderes que cualquiera de los cónyuges hubiera
otorgado al otro.
Asimismo, salvo pacto en contrario, cesa la posibilidad de vincular los bienes privativos del otro
cónyuge en el ejercicio de la potestad doméstica.
A estos efectos, cualquiera de las partes podrá instar la oportuna anotación en el Registro Civil
y, en su caso, en los de la Propiedad y Mercantil”. La mayor parte de tales efectos se
comprenderán mejor, en segunda lectura, una vez que se haya estudiado el régimen económico-
matrimonial y la filiación. En relación con los hijos por concebir, es sumamente importante el cese
de la presunción de convivencia (cfr. artículo 116), regla lógica si se tiene en cuenta que la
presentación de la demanda destruye el deber de convivencia y de fidelidad. El párrafo referente
a los bienes privativos implica que estos no responden por actos realizados por el otro cónyuge,
aunque se desenvuelvan en el marco propio de la potestad doméstica.
Además de los efectos producidos ope legis, relativos a los extremos más trascendentales de la
quiebra de los deberes matrimoniales hasta entonces imperantes entre los cónyuges (quienes lo
siguen siendo, sea cual sea la demanda presentada) el extensísimo articulo 103 determina que
«admitida la demanda, el Juez, a falta de acuerdo de ambos cónyuges aprobado judicialmente,
adoptará con audiencia de estos, las medidas» que el legislador ha considerado de necesaria
contemplación en cualquier caso de crisis matrimonial y que analizaremos en los párrafos
siguientes.
Antes, conviene reiterar que tales medidas no son necesariamente de elaboración judicial, sino
que pueden haber sido instrumentadas por los cónyuges en el acuerdo o convenio al respecto
que se presenta junto con el escrito inicial de la demanda y que, por tanto, es elaborado
frecuentemente por los Abogados defensores de las partes o por el Abogado designado por
ambas partes en numerosas ocasiones. Por tanto, interesa retener el contenido fundamental del
artículo 103, dado que el acuerdo conyugal (redactado, claro, por sus Abogados) ha de merecer
la aprobación judicial. Dado el casuismo y precisión del Código nos limitaremos a transcribir sus
mandatos y realizar los mínimos comentarios exegéticos que sean del caso respecto de cada
una de las «medidas» legalmente contempladas.
Conviene observar que la Ley 15/2015, de jurisdicción voluntaria, añade un Capítulo IV bis en el
Titulo I del Libro IV de la LEC, integrado por los nuevos artículos 778 bis a 778 quáter, con el
siguiente título: «CAPÍTULO IV BIS: Medidas relativas a la restitución o retorno de menores en
los supuestos de sustracción internacional».
Según el Código se trata de «determinar en interés de los hijos, con cuál de los cónyuges han
de quedar los [hijos] sujetos a la patria potestad de ambos y tomar las disposiciones apropiadas
de acuerdo con lo establecido en este Código y, en particular, la forma en que el cónyuge que
no ejerza la guarda y custodia de los hijos podrá cumplir el deber de velar por estos y el tiempo,
modo y lugar en que podrá comunicar con ellos y tenerlos en su compañía.
Excepcionalmente (concluye el segundo párrafo del precepto), los hijos podrán ser
encomendados a los abuelos, parientes u otras personas que así lo consintieren y, de no
haberlas, a una institución idónea, confiriéndoseles las funciones tutelares que ejercerán bajo la
autoridad del Juez» (Artículo 103.1.2).
El párrafo tercero de la norma, finalmente, contempla las medidas de posible adopción cuando
exista riesgo de sustracción del menor
En relación con ellas, se debe «fijar la contribución de cada cónyuge a las cargas del matrimonio,
incluidas, si procede, las “litis expensas", establecer las bases para la actualización de
cantidades y disponer las garantías, depósitos, retenciones u otras medidas cautelares
convenientes, a fin de asegurar la efectividad de lo que por estos conceptos un cónyuge haya de
abonar al otro. Se considerará contribución a dichas cargas el trabajo que uno de los cónyuges
dedicará a la atención de los hijos comunes sujetos a patria potestad».
Quizá sea oportuno recordar la STS 188/2011, de 28 de marzo: el pago de las cuotas del
préstamo hipotecario destinado a la adquisición de la vivienda familiar es una deuda de la
sociedad de gananciales, pues fue contraída por ambos cónyuges en su beneficio; el bien
adquirido y financiado con la hipoteca tendrá la naturaleza de bien ganancial y, por tanto,
corresponderá a ambos cónyuges por mitad en el momento de la liquidación; consiguientemente,
las cuotas deberán ser pagadas por mitad entre los cónyuges propietarios, sin que puedan ser
consideradas cargas del matrimonio que deban ser sufragadas en proporción a los ingresos.
La regla 4 del articulo 103 atiende a la regulación de los bienes comunes, dado el presupuesto
de que para el Código el régimen legal supletorio es el de gananciales: “Señalar, atendidas las
circunstancias, los bienes gananciales o comunes que, previo inventario, se hayan de entregar
a uno u otro cónyuge y las reglas que deban observar en la administración y disposición, así
como en la obligatoria rendición de cuentas sobre los bienes comunes o parte de ellos que
reciban y los que adquieran en lo sucesivo». Esto es, la presentación de la demanda no
determina la disolución del régimen de gananciales, que seguirá vigente, pero la tenencia,
administración y disposición de los bienes comunes se adecuan a la nueva situación matrimonial.
En relación con los bienes propios o privativos de los cónyuges, la regla 5. establece que, en su
caso, habrá de determinarse «el régimen de administración y disposición de aquellos bienes
privativos que por capitulaciones o escritura pública estuvieran especialmente afectados a las
cargas del matrimonio».
Las medidas judiciales y los efectos legales anteriormente considerados pue. den ser hechos
valer por cualquiera de los cónyuges incluso con anterioridad a la presentación de la
correspondiente demanda, pues el articulo 104.1 establece que «el cónyuge que se proponga
demandar la nulidad, separación o divorcio de su matrimonio puede solicitar los efectos y
medidas a que se refieren los dos artículos anteriores».
Se habla en tal caso de medidas provisionalísimas o previas, para resaltar ora que se trata de
medidas de vigencia temporal limitada, ora que se adoptan incluso con anterioridad a la
presentación de la correspondiente demanda. Sin embargo, no obstante la posible identidad de
contenido entre unas y otras, entre las medidas provisionales y las medidas provisionalísimas
parece existir una gran diferencia, pues los términos literales de los preceptos considerados
sugieren que el cónyuge que las reclame tiene derecho a aquellas en todo caso, mientras que
respecto de las medidas provisionalísimas el Juez no está obligado a adoptarlas por la mera
petición de parte, sino que podrá diferirlas (o posponer algunas de ellas en concreto) hasta el
momento de presentación de la demanda.
3. El auto con el que concluye el procedimiento del articulo 771 no es susceptible de recurso,
aunque desde luego el otro cónyuge puede manifestar su oposición, reservándose sus derechos
para un momento posterior.
Solo nos queda destacar que para los supuestos de violencia doméstica la Ley 27/2003, de 31
de julio, reguladora de la Orden de protección de las víctimas de violencia doméstica, referida a
la violencia ejercida en el entorno familiar y. en particular, a la violencia de género, permite a las
victimas solicitar una orden de protección, que podrá solicitarse directamente a la autoridad
judicial o el Ministerio Fiscal; o bien ante las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad; las oficinas de
atención a la víctima o los servicios sociales o instituciones asistenciales dependientes de las
Administraciones públicas. El Juez competente para adoptarla será el de Instrucción en
funciones de guardia, y su contenido busca un estatuto integral de protección, de manera que el
Juez podrá adoptar medidas de carácter tanto penal (en general restrictivas de la libertad de
movimientos del agresor para impedir su nueva aproximación a la víctima) como civil (entre otras
la atribución del uso y disfrute de la vivienda familiar, determinar el régimen de custodia, visitas,
comunicación y estancia con los hijos, o el régimen de prestación de alimentos). Las medidas de
carácter civil son similares a las que se adoptarían si se iniciara un proceso de separación o
divorcio. De hecho, la Ley 27/2003 establece que dichas medidas civiles tendrán una vigencia
temporal de treinta días, a menos que dentro de este plazo sea incoado un proceso de familia
ante la jurisdicción civil, en cuyo caso permanecerán en vigor durante los treinta días siguientes
a la presentación de la demanda, plazo en el deberán ser ratificadas, modificadas o dejadas sin
efecto por el juez de primera instancia que resulte competente.
El último de los preceptos del capitulo dedicado a las medidas provisionales, establece, con
carácter general, que «los efectos y medidas previstos en este capítulo terminan, en todo caso,
cuando sean sustituidos por los de la sentencia estimatoria o se ponga fin al procedimiento de
otro modo» (artículo 106.1). Se trata, pues, de que la sentencia firme sobre nulidad, separación
o divorcio sea «estimatoria” y declare o constituya la situación de crisis matrimonial instada por
los cónyuges, poniendo término así a la validez de las medidas acordadas durante el
procedimiento (medidas provisionales) o, incluso, con anterioridad a la presentación de la
demanda en su caso (medidas provisionalísimas).
Ahora bien, dicho efecto tendrá lugar siempre que los efectos y las medidas acordados con
anterioridad sean «sustituidos por los de la sentencia». Es decir, solo en los casos en que la
sentencia determine o establezca unas conclusiones distintas a las que fueron aceptadas con
anterioridad. Ni que decir tiene que dicho resultado no es necesario, pues puede ocurrir (y es
sumamente frecuente) que la sentencia se limite a considerar definitivas las medidas
provisionales (o, más raramente, las medidas provisionalísimas).
Abunda en dicha línea la circunstancia de que el denominado convenio regulador, que pasamos
ahora a considerar, puede o tiene que haber sido presentado con anterioridad a la sentencia. En
caso de inexistencia de convenio regulador o si no resulta aprobado judicialmente, el
establecimiento de las medidas definitivas habrá de llevarse a cabo por el Juez conforme a lo
establecido en el artículo 91 y siguientes.
Analizaremos, pues, por separado el convenio regulador y las llamadas medidas judiciales, con
el sentido de medidas definitivas.
5. EL CONVENIO REGULADOR
Tras la reforma operada por la Ley 30/1981, el Código utiliza tal expresión para identificar al
documento en que se recogen los acuerdos o pactos que los cónyuges adoptan en caso de crisis
matrimonial y someten al control judicial. Acabamos de afirmar que tal convenio «puede o tiene
que» haber sido presenta-do con anterioridad a la sentencia y conviene precisar tal advertencia.
La distinción, sin embargo, es discutible en términos teóricos (salvo en lo que se refiere a lo dicho
respecto de la inadmisión de la demanda en los casos de los artículos 81.1 y 86, último párrafo),
pues dada la coincidencia material entre el llamado contenido mínimo del convenio regulador
propiamente dicho y las medidas judiciales subsidiarias previstas en los artículos 91 y siguientes,
realmente se hace dificil pensar en que la estructura de los convenios impropios no respondan
al mismo esquema de contenido que el convenio propio. Así parece acreditarlo la práctica, dado
el hecho de que la presentación del convenio (por muy impropio que se quiera calificar) puede
realizarse tanto en las medidas provisionales cuanto en las medidas provisionalísimas (artículo
103 y 104) yes sumamente frecuente que tenga lugar en aquellas.
En todo caso, siendo cierto que el convenio tiene un contenido legal mínimo, también puede
contener oiros acuerdos distintos de ese minimum y de hecho, es muy frecuente que los
contengan (como pactos relativos al pago de alimentos entre excónyuges, distintos de la pensión
compensatoria, o al pago en solitario por uno de ellos de la cuota hipotecaria que grava la
vivienda, o a pagos futuros en compensaciones de adjudicaciones de bienes en la liquidación,
etc.). De ahi que los Tribunales suelan hacer referencia, en ocasiones, al contenido atípico del
convenio regulador.
Lo dicho hasta ahora pudiera llevar a pensar que en el supuesto de nulidad, al carecer el
matrimonio celebrado de validez alguna, no exige la aportación de convenio regulador. Sin
embargo, dicha afirmación constituye un craso error, pues las medidas relativas a los hipotéticos
hijos (putativos), atribución de ho-gar conyugal, liquidación del régimen económico del
matrimonio... se presentarán igual que en los casos de crisis matrimonial. La prueba de ello es
que el encabezamiento del segundo párrafo del propio articulo 90 establece que a los acuerdos
de los cónyuges adoptados para regular las consecuencias de la nulidad, separación o divorcio
serán aprobados por el Juez...».
Aunque ya hicimos referencia a ello en el capítulo primero de esta obra, no está de más recordar
que en España la mediación familiar surgió en este contexto de las crisis de pareja,
particularmente en las separaciones y los divorcios. para buscar respuestas alternativas a las
judiciales en este tipo de conflictos, siendo su objetivo conseguir acuerdos que resuelvan los
conflictos existentes, coadyuvando asi a la consecución de un convenio regulador.
5.1. Contenido: efectos respecto de los hijos y en relación con los bienes
Según el articulo 90, «el convenio regulador, deberá contener, al menos y siempre que fueran
aplicables, los siguientes extremos:
A) El cuidado de los hijos sujetos a la patria potestad de ambos, el ejercicio de esta y,en su caso,
el régimen de comunicación y estancia de los hijos con el progenitor que no viva habitualmente
con ellos».
B) Si se considera necesario, el régimen de visitas y comunicación de los nietos con sus abuelos,
teniendo en cuenta, siempre, el interés de aquellos.
Añade el articulo 90.2 que si las partes proponen un régimen de visitas y comunicación de los
nietos con los abuelos, el Juez podrá aprobarlo previa audiencia de los abuelos en la que estos
presten su consentimiento.
D) La contribución a las cargas del matrimonio y alimentos, así como sus bases de actualización
y garantías en su caso.
F)La pensión que conforme al artículo 97 correspondiere satisfacer, en su caso, a uno de los
cónyuges.
Los acuerdos conyugales, en todo caso, deben ser objeto de aprobación judicial. En tal sentido,
el segundo párrafo del artículo 90 dispone que «los acuerdos de los cónyuges, adoptados para
regular las consecuencias de la nulidad, separación o divorcio presentados ante el órgano judicial
(inciso añadido por la LJV) serán aprobados por el Juez, salvo si son dañosos para los hijos o
gravemente per-judiciales para uno de los cónyuges”. Sugiere la norma que, una vez realizado
el debido contraste del contenido concreto de los acuerdos conyugales, de no apreciarse
objetivamente daño para los hijos o perjuicio grave para uno de los cónyuges, el Juez queda
obligado a respetar la autodeterminación realizada por los esposos, sin que tenga capacidad
para sustituir de forma automática los acuerdos que considere inaceptables por los que el órgano
judicial considere oportunos.
La prueba de ello es que el artículo 90 sigue afirmando que la denegación de los acuerdos habrá
de hacerse mediante resolución motivada (sea quien sea la autoridad que la emita) y en este
caso los cónyuges deben someter a la consideración del Juez nueva propuesta para su
aprobación, si procede”. Reconoce así la norma que los cónyuges pueden reiterar las propuestas
de acuerdo, renovándolas en el sentido que ellos mismos estimen pertinente, aunque la lógica
aconseja que en caso de denegación (normalmente de algunas estipulaciones recogidas en el
convenio) sigan las pautas que se deduzcan de la resolución motivada. Pero la iniciativa del
acuerdo renovado sigue estando en la órbita propia de los cónyuges y no en la autoridad del
Juez que, en relación con el convenio, debe limitar su actividad a visarlo o a homologarlo, sin
desempeñar actividad positiva alguna al respecto, sino de mero cumplimiento de lo legalmente
establecido (que el convenio no dañe o perjudique a los hijos o a uno de los cónyuges). Siendo
ello así, el sustrato contractual o la calificación de negocio jurídico del convenio regulador resulta
predominante respecto de la actividad judicial. O, dicho de otro modo, la aprobación judicial no
integra o forma parte integran te de los acuerdos conyugales, que constituyen una verdadera
autorregulación de los intereses en liza.
Cuando los cónyuges formalizasen los acuerdos ante el Secretario judicial o Notario y estos
considerasen que, a su juicio, alguno de ellos pudiera ser dañoso o gravemente perjudicial para
uno de los cónyuges o para los hijos mayores o menores emancipados afectados, lo advertirán
a los otorgantes y darán por terminado el expediente. En este caso, los cónyuges solo podrán
acudir ante el Juez para la aprobación de la propuesta de convenio regulador.
Desde 1993(STS 4/1993,de 26 de enero, luego reiterada por otras muchas) sostiene la
jurisprudencia que la aprobación judicial del convenio no lo despoja de su carácter de negocio
juridico. y que por tanto no puede ser un obstáculo para aplicar la rescisión por lesión si procede
(por ejemplo en lo relativo a las operaciones de liquidación del régimen de bienes), ni tampoco
puede excluir su impugnación por vicios del consentimiento, obligando a acudir al régimen de
recursos contra las sentencias judiciales. Y desde la STS 325/1997, de 22 de abril, ha sostenido
este Tribunal en numerosas ocasiones que el convenio, en abstracto, es un negocio juridico de
Derecho de familia; aunque si está aprobado judicialmente quedará integrado en la resolución
judicial, con toda la eficacia procesal que ello conlleva. Pero, aunque no haya llegado a ser
aprobado judicialmente, tiene la eficacia correspondiente a todo negocio juridico, tanto más si
contiene una parte ajena al contenido mínimo que prevé el articulo 90 del Código Civil
Aunque de forma tendencial el convenio regulador tendrá una vigencia indefinida y deberá ser
respetado por ambos cónyuges, el articulo 90.3 dispone que alas medidas, convenidas por los
cónyuges, podrán ser modificadas judicialmente o por nuevo convenio cuando así lo aconsejen
las nuevas necesidades de los hijos o el cambio de las circunstancias de los cónyuges» (red. ex
LJV).
Requiere para ello el Código la alteración sustancial de las circunstancias patrimoniales de los
cónyuges (desempleo de uno de ellos, enfermedad costosa, etc.) o la modificación de las
necesidades de los hijos, en su caso, sin indicar nada más al respecto. Sin embargo, ha de
entenderse que la eventual modificación del convenio en ningún caso puede alcanzar a la
liquidación del régimen económico del matrimonio [letra É) del primer párrafo del Artículo
90],cuando se haya procedido a ella con anterioridad.
Establece el artículo 91 en relación con las medidas definitivas decretadas judicialmente que «en
las sentencias de nulidad, separación o divorcio, o en ejecución de las mismas, el Juez, en
defecto de acuerdo de los cónyuges o en caso de no aprobación del mismo, determinará
conforme a lo establecido en los artículos siguientes las medidas que hayan de sustituir a las ya
adoptadas, con anterioridad, en relación con los hijos, la vivienda familiar, las cargas del
matrimonio, liquidación del régimen económico y las cautelas o garantías respectivas,
estableciendo las que procedan si para alguno de estos conceptos no se hubiera adoptado
ninguna. Estas medidas podrán ser modificadas cuando se alteren sustancialmente las
circunstancias».
El tenor literal del artículo 91 del Código no califica en modo alguno a las medidas a las que se
refiere, siendo habitual en la doctrina denominarlas judiciales. Dicha adjetivación o calificación
es plenamente acertada, pues ciertamente una vez dictada sentencia en relación con la crisis
matrimonial o el Juez homologa los acuerdos convencionales de los cónyuges o establece las
medidas que considere oportunas al caso.
Es natural, sin embargo, que a partir de la entrada en vigor de la Ley de Enjuiciamiento Civil de
2000 haya acabado por imponerse la denominación de medidas definitivas», ya que la rúbrica
de los artículos 774 y 775 es precisa y utiliza respectivamente las expresiones de «medidas
definitivas» y «modificación de las medidas definitivas». Sin embargo, no deja de ser llamativa la
opción del «legislador procesal», pues algo que está abocado a modificarse en caso de alteración
de las circunstancias puede calificarse de cualquier manera, salvo probablemente de definitivo.
A nuestro juicio, pues, resulta preferible seguir hablando de medidas judiciales en el sentido
anteriormente expresado.
«4. En defecto de acuerdo de los cónyuges o en caso de no aprobación del mismo, el tribunal
determinará, en la propia sentencia, las medidas que hayan de sustituir a las ya adoptadas con
anterioridad en relación con los hijos, la vivienda familiar, las cargas del matrimonio, disolución
del régimen económico y las cautelas o garantías respectivas, estableciendo las que procedan
si para alguno de estos conceptos no se hubiera adoptado ninguna.
Como puede comprobarse, el «contenido» de las medidas judiciales coincide de forma sustancial
con el propio contenido del convenio regulador, ofreciendo el Código una versión recurrente y
machacona de los mismos aspectos que, sin duda, desesperará al lector. Sin embargo, el
redactor de estas líneas no es responsable de semejante machaconería, que podría haberse
evitado fácilmente dado el carácter subsidiario de las medidas judiciales respecto del convenio
regulador.
En efecto, si las medidas judiciales han de adoptarse «en defecto de acuerdo de los cónyuges»
y sistemáticamente se ha considerado preferible establecer con carácter previo el contenido
mínimo o esencial del convenio regulador, hubiera debido bastar con remitirse a los diferentes
aspectos sobre los que han de pactar los cónyuges para que, en el caso de que no lo hagan o
cuanto hagan no merezca la aprobación judicial, el pronunciamiento judicial atendiese y/o
completase los mismos extremos contemplados legalmente respecto de los acuerdos
conyugales.
Sin embargo, el resultado legal no es el avanzado, sino que para colmo el articulo 91 (que, por
cierto, al igual que los que le siguen -artículos 91 a 98, ambos inclusive- no ha sido objeto de
modificación alguna por parte de la Ley de jurisdicción voluntaria exceptuando, claro está, las
competencias propias de Notarios y Secretarios judiciales) completa la descripción de los
extremos de necesaria consideración (las famosas «medidas») «conforme a lo establecido en
los artículos siguientes», por lo que resulta necesario completar la visión de cada uno de tales
extremos con lo dispuesto en los preceptos sucesivos, ofreciendo un panorama legislativo que,
definitivamente, provoca el cansancio y el hastió del intérprete, ya que de nuevo aparecen en
escena las siguientes cuestiones:
Partiendo de la base, obvia, de que «la separación, la nulidad y el divorcio no eximen a los padres
de sus obligaciones para con los hijos» (artículo 92, párrafo 1) y del imperativo de que «el Juez,
cuando deba adoptar cualquier medida sobre la custodia, el cuidado y la educación de los hijos
menores, velará por el cumplimiento de su derecho a ser oidos» (párrafo 2), desde la aprobación
de la Ley 30/1981 establecía el artículo 92 «algunas» de las posibles medidas a adoptar en
relación con la patria potestad:
En lo fundamental, las reglas anteriores siguen estando vivas en la formulación actual del articulo
92, el cual, no obstante, ha sido profundamente modificado por la Ley 15/2005 precisamente con
la finalidad de buscar la continuada implicación de los padres en la crianza y formación de los
hijos pese a la existencia de la crisis conyugal. En tal sentido, una de las claves de bóveda del
nuevo sistema está dirigida a conseguir el ejercicio compartido de la guarda y custodia de los
hijos que, conforme al vigente artículo 92 podrá acordarse:
a) A solicitud de los cónyuges, bien sea en la propuesta del convenio regulador o en cualquier
otro momento del procedimiento judicial que hayan instado (artículo 92.5), o
b) excepcionalmente, a instancia de uno solo de los cónyuges, con informe favorable del
Ministerio Fiscal (artículo 92.8).
La ratio legis de semejante regulación es, a no dudarlo, el interés superior del menor (giro
utilizado por el propio artículo 92.8 in fine) o la protección integral de los menores. Desde tal
punto de vista la decisión legislativa parece francamente loable. No obstante, desde el punto de
vista práctico, la guarda o custodia compartida no resultará fácil en la mayor parte de los casos,
pues acaecida la crisis matrimonial no es muy corriente que los cónyuges se avengan a medidas
de común acuerdo, ni siquiera a favor de su prole; mucho menos en los supuestos en que sea
instada por uno solo de los cónyuges.
Sin embargo, el tema sigue siendo objeto de continuos debates, pues existe un clima social muy
extendido que es absolutamente favorable a que la regla sea la custodia compartida. Habremos,
pues, de estar atentos a la evolución normativa en la materia, aunque hasta ahora el último
Anteproyecto de Ley sobre la materia es el informado en Consejo de Ministros el viernes 19 de
julio de 2013,que en el momento de cerrar esta edición no ha llegado a ser ley.
Desde el punto de vista jurisprudencial, en los últimos tiempos el Tribunal Supremo ha declarado
que la custodia compartida no debe ser una excepción, porque «es la mejor solución para los
hijos» en caso de ruptura. Así la Sala 1., después de resaltar la necesidad de una solución
homogénea por parte de los tribunales, en aras de la seguridad jurídica, ha dejado sentado que
esta medida ayuda a hacer efectivo el derecho de los hijos a relacionarse con sus padres, por lo
que debe considerarse normal, e incluso deseable, siempre que se justifiquen, en cada caso
concreto, la conveniencia de este modelo y las ventajas para los hijos, así como una relación de
respeto mutuo entre los padres que lo haga posible.
Quedan en pie no obstante, por el silencio de la normativa, cuestiones como la atribución del uso
de la vivienda familiar o la fijación de la pensión de alimentos en estos supuestos (a modo de
ejemplo véanse las STS 593/2014, de 24 de octubre, o 55/2016, de 11 de febrero).
En todo caso, no procederá la guarda conjunta cuando cualquiera de los padres esté incurso en
un proceso penal iniciado por atentar contra la vida, la integridad física, la libertad, la integridad
moral o la libertad e indemnidad sexual del otro cónyuge o de los hijos que convivan con ambos,
y tampoco cuando el Juez advierta la existencia de indicios fundados de violencia doméstica
(Artículo 92.7).
A este artículo, por obra y gracia de la Ley 11/1990 (no discriminación por razón de sexo), se le
añadió un segundo párrafo que constituye un verdadero despropósito procesal, dada la imposible
legitimación activa de los hijos a los que se refiere en el proceso de nulidad, separación o divorcio,
al establecer que «si convivieren en el domicilio familiar hijos mayores de edad o emancipados
que carecieran de ingresos propios, el Juez, en la misma resolución [sentencia sobre la crisis
matrimonial]. fijará los alimentos que sean debidos conforme a los arts.142 y siguientes de este
Código».
La razón de ello radica en la economía procesal, pues en muchos supuestos pueden coincidir
hijos menores y mayores de edad, y se trata así de evitar tener que iniciar un segundo
procedimiento, independiente del de la crisis matrimonial, sobre alimentos de estos últimos. No
obstante, hay que recordar que los criterios que se han de aplicar en uno y otro caso son distintos
(luego lo veremos al analizar la obligación de alimentos entre parientes).
Se encuentran contempladas en el artículo 94: «El progenitor que no tenga consigo a los hijos
menores o incapacitados gozará del derecho de visitarlos, comunicar con ellos y tenerlos en su
compañía. El Juez determinará el tiempo, modo y lugar del ejercicio de este derecho, que podrá
limitar o suspender si se dieren graves circunstancias que así lo aconsejen o se incumplieren
grave o reiteradamente los deberes impuestos por la resolución judicial».
Como ya sabemos, en esta materia de derecho de visita ha tenido una notoria incidencia la Ley
42/2003, de 21 de noviembre, por haberlo extendido a los abuelos. En dicha línea, el articulo 94
cuenta con un segundo (y nuevo) párrafo del siguiente tenor: «Igualmente podrá determinar (el
Juez), previa audiencia de los padres y de los abuelos, que deberán prestar su consentimiento,
el derecho de comunicación y visita de los nietos con los abuelos, conforme al artículo 160 de
este Código, teniendo siempre presente el interés del menor».
En relación con ello, tiene sin duda interés la STS 1." 689/2011, de 20 de octubre, que reconoce
el derecho de la abuela a visitar a su nieto aunque las relaciones con su hijo, padre del menor,
sean inexistentes. La jurisprudencia parte de la regla de que no es posible impedir el derecho de
los nietos al contacto con sus abuelos, únicamente por la falta de entendimiento de estos con los
progenitores, en contra de lo argumentado por la sentencia de apelación, que denegó el derecho
de visita de la abuela porque la hostilidad entre ella y su hijo era tal que este presentaba «un
cuadro de ansiedad, depresión e hipertensión» y esta situación podía «repercutir en la integridad
psicológica del menor». Es decir, el Tribunal Supremo revoca dicha sentencia por considerar que
tuvo en cuenta, no el interés del menor, sino el del padre, y en consecuencia reconoce el derecho
del nieto a relacionarse con su abuela.
Los tribunales han reconocido también, a la vista del tenor del articulo 160.2 Código Civil,
conforme a la redacción de la LPIA («relación con otros parientes y allegados»), el derecho del
menor a relacionarse con los miembros de su familia con independencia de que entre ellos
existan o no lazos biológicos, y ese concepto de allegados comprende a la conviviente de la
madre biológica tras la ruptura de la unión de hecho respecto del hijo concebido por inseminación
artificial (STS 320/2011,de 12 de mayo, y otras muchas).
La primera de ellas tiene carácter general y establece textualmente que «la sentencia firme, el
decreto firme o la escritura pública que formalicen el convenio regulador producirán, respecto de
los bienes del matrimonio, la disolución del régimen económico matrimonial, y aprobará su
liquidación si hubiere mutuo acuerdo entre los cónyuges al respecto» red. ex LJV), la disolución
del régimen económico matrimonial. Hay que entender, sin embargo, que la sentencia firme lo
que provoca verdaderamente es la disolución del régimen económico del matrimonio si responde
a los esquemas propios de los sistemas de comunidad (así se extinguen la sociedad de
gananciales, cfr: los tres primeros números del artículo 1392 y cuanto respecto de ello diremos
más adelante; y el régimen de participación, cfr. Artículo 1415).
La segunda regla parte también del planteamiento de que entre los cónyuges rige el régimen de
gananciales (no es de extrañar, pues, como veremos, en el sentir del Código, verdaderamente
el sistema de gananciales empaña a cualesquiera otros regimenes económicos) y se encuentra
referido solo al caso del matrimonio putativo: «Si la sentencia de nulidad declarara la mala fe de
uno solo de los cónyuges, el que hubiere obrado de buena fe podrá optar por aplicar en la
liquidación del régimen económico matrimonial las disposiciones relativas al régimen de
participación y el de mala fe no tendrá derecho a participar en las ganancias obtenidas por su
consorte”. El significado exacto de tal mandato requiere conocer el régimen jurídico propio de los
sistemas de gananciales y de participación, que más adelante veremos. No obstante, el mandato
esencial radica en atribuir al cónyuge de buena fe la posibilidad de permitir que la disolución de
los gananciales se realice conforme a sus propias reglas (atribución de todas las «ganancias
“entre ambos cónyuges, por mitad) o, por el contrario, solicitar que el cónyuge de mala fe sea
excluido de participar en las ganancias obtenidas por aquel (el cual, sin embargo, sí participará
de las ganancias obtenidas por el consorte de mala fe).
Aunque su aplicación práctica no está exenta de problemas, con buen sentido, a nuestro juicio,
el artículo 96 permite al Juez disociar la titularidad y el uso de tales bienes, atribuyendo el derecho
de uso a los hijos y los cónyuge que, pese a no ser propietarios de ellos, se encuentren en
condiciones que asi lo aconsejen. En caso de que el uso de la vivienda yel ajuar familiar sean
atribuidos al cónyu-ge no titular, el último párrafo del articulo citado establece que «para disponer
de la vivienda y bienes indicados, se requerirá el consentimiento de ambas partes (esto es, los
dos cónyuges) o, en su caso, autorización judicial».
Por lo demás, el principio general en la materia es que «en defecto de acuerdo de los cónyuges
aprobado por el Juez, el uso de la vivienda familiar y de los objetos de uso ordinario en ella,
corresponde a los hijos y al cónyuge en cuya compañía queden”. Esto es, con independencia del
titulo de propiedad sobre la vivienda, se ha de atender imperativamente al beneficio de los hijos
y, de forma refleja, al cónyuge que seguirá conviviendo con ellos.
Para el supuesto de que alguno de los hijos queden en la compañía de uno de los cónyuges y
los restantes en la del otro, se recurre de nuevo al arbitrio judicial, pues «el Juez resolverá lo
procedente”. Algo parecido ocurre en el caso de inexistencia de hijos, en el cual «podrá acordarse
que el uso de tales bienes, por el tiempo que prudencialmente se fije, corresponda al cónyuge
no titular, siempre que, atendidas las circunstancias, lo hicieran aconsejable y su interés fuera el
más necesitado de protección».
A la vista de la contradictoria doctrina de las Audiencias Provinciales sobre la atribución del uso
de la vivienda a los hijos y al cónyuge en cuya compañía se queden, sin distinguir según se trate
de hijos menores o mayores de edad, la STS 624/2011, de 5 de septiembre, ha fijado como
doctrina jurisprudencial que el párrafo 3 del articulo 96 del Código Civil permite adjudicar dicho
uso a un cónyuge por el tiempo que prudencialmente se fije si las circunstancias lo hacen
aconsejable y su interés es el más necesitado de protección, aun cuando el hijo mayor de edad
conviva voluntariamente con el otro progenitor. Por ello, la decisión de los hijos mayores de
convivir con el padre no debe considerarse factor determinante a la hora de privar a la esposa
de su derecho a usar el domicilio familiar, una vez acreditado que su interés es el más necesitado
de protección. Véase también la STS 707/2013, de 11 de noviembre.
Para el supuesto, relativamente frecuente, de cesión de vivienda de forma gratuita y sin título
concreto a un hijo para su utilización como domicilio fa-miliar, y posterior ruptura de la convivencia
conyugal y atribución del uso de la vivienda a su pareja, el Tribunal Supremo ha entendido que
el préstamo de uso inicialmente existente se ha convertido en precario, al haber desparecido el
uso para el que se constituyó. No obstante, la atribución por resolución judicial del derecho de
uso y disfrute de la vivienda no sirve para hacer desaparecer la situación de precario ni para
enervar la acción de desahucio, en la medida en que no constituye un título jurídico oponible a
terceros ajenos al matrimonio, ni atribuye por sí sola al beneficiario una posición jurídica superior,
pues ello entrañaría subvenir necesidades familiares, desde luego muy dignas de protección,
con cargo a extraños al vínculo matrimonial y titulares de un derecho que posibilita el uso de la
vivienda (SSTS 910/2008 de 2 octubre, y 1025/2008, de 29 de octubre, ambas del Tribunal
Supremo, y otras muchas posteriores).
Se habrá observado que el último inciso del artículo 91, antes reproducido, decreta la posibilidad
de modificación de las medidas judiciales «cuando se alteren sustancialmente las
circunstancias». Lo mismo dice el articulo 90.3, referido tanto al convenio regulador (como ya
hemos visto) cuanto a las medidas judiciales, por lo que se produce una reiteración que cabe
calificar de irritante, dada la evidente proximidad de ambos preceptos.
Por su parte, el primer apartado del artículo 775 de la nueva Ley de Enjuiciamiento Civil de 2000
insiste de nuevo en la materia estableciendo que «el Ministerio Fiscal, habiendo hijos menores o
incapacitados y, en todo caso, los cónyuges podrán solicitar del tribunal las medidas convenidas
por los cónyuges o de las adoptadas en defecto de acuerdo, siempre que hayan variado
sustancialmente las circunstancias tenidas en cuenta al aprobarlas o acordarlas». Así pues, la
legitimación activa se amplía en este precepto al Ministerio Fiscal en interés de los menores e
incapacitados, introduciendo una norma que, siendo a nuestro juicio de derecho material, debería
haberse incorporado al Código Civil, por ser impropia de la ley rituaria (cuya Exposición de
Motivos se solaza por cierto en reclamar todas las normas procesales dispersas en otros cuerpos
legislativos).
El articulo 775 LEC, como ya hemos resaltado, lleva por rúbrica la de “modificación de las
medidas definitivas» pese a que su ratio legis consiste, una vez más y precisamente, en que la
«variación sustancial de las circunstancias» puede traer consigo la modificación de las medidas
adoptadas con anterioridad.
1) El derecho de uso de la vivienda familiar existe y deja de existir en función de las circunstancias
que concurren en el caso. Se confiere y se mantiene en tanto que conserve este carácter familiar.
La vivienda sobre la que se establece el uso no es otra que aquella en que la familia haya
convivido como tal, con una voluntad de permanencia (Sentencia 726/2013,de 19 de noviembre).
En el presente caso, este carácter ha desaparecido, no porque la madre e hijos hayan dejado de
vivir en ella, sino por la entrada de un tercero, dejando de servir a los fines del matrimonio. La
introducción de una tercera persona hace perder a la vivienda su antigua naturaleza «por servir
en su uso a una familia distinta y diferente, como dice la sentencia recurrida.
2) La medida no priva a los menores de su derecho a una vivienda, ni cambia la custodia, que
se mantiene en favor de su madre. La atribución del uso a los hijos menores y al progenitor
custodio se produce para salvaguardar los derechos de aquellos. Pero más allá de que se les
proporcione una vivienda que cubra las necesidades de alojamiento en condiciones de dignidad
y decoro, no es posible mantenerlos en el uso de un inmueble que no tiene el carácter de
domicilio familiar, puesto que dejó de servir a los fines que determinaron la atribución del uso en
el momento de la ruptura matrimonial, más allá del tiempo necesario para liquidar la sociedad
legal de gananciales existente entre ambos progenitores. El interés de los hijos no puede
desvincularse absolutamente del de sus padres, cuando es posible conciliarlos. El interés en
abstracto o simplemente especulativo no es suficiente y la misma decisión adoptada en su día
por los progenitores para poner fin al matrimonio, la deben tener ahora para actuar en beneficio
e interés de sus hijos respecto de la vivienda, una vez que se ha extinguido la medida inicial de
uso, y que en el caso se ve favorecida por el carácter ganancial del inmueble y por la posibilidad
real de poder seguir ocupándolo si la madre adquiere la mitad o se produce su venta y adquiere
otra vivienda.
El Libro II del Código Civil de Cataluña, en su artículo 233-24 ya contempla la convivencia marital
del usuario como posible causa de extinción del uso, lo que aplica.
Aunque se encuentre comprendida en el capítulo que el Código destina a regular los efectos
comunes a la nulidad, separación y divorcio, no cabe duda alguna de que la compensación o
pensión, recogida en el artículo 97 del Código Civil desde la Ley 30/1981 y, posteriormente,
modificada por la Ley 15/2005, procede solo y exclusivamente en los casos de separación y
divorcio. En los supuestos de nulidad matrimonial no cabe pensión o compensación alguna
propiamente hablando, sino «una indemnización», tal y como expresa de forma paladina el
articulo 98,que consideraremos en el siguiente epígrafe de este capitulo.
Conforme a la Ley 30/1981, disponía el precepto citado que «el cónyuge al que la separación o
divorcio produzca desequilibrio económico en relación con la posición del otro, que implique un
empeoramiento en su situación anterior en el matrimonio, tiene derecho a una pensión que se
fijará en la resolución judicial, teniendo en cuenta, entre otras, las siguientes circunstancias:
Sistemáticamente, tanto antes como después de la Ley 15/2005,el articulo se compone de tres
partes bien diferenciadas:
1) Una primera, que recoge la regla inicial que conforma el derecho a la pensión o compensación:
el desequilibrio económico que, en relación con la posición del otro, pueda producir a un cónyuge
la separación o el divorcio, implicando a su vez un empeoramiento en su situación anterior al
matrimonio.
2) Una segunda parte, en la que enuncian los criterios o módulos que se han de tener en cuenta
por parte del Juez, de forma casuística, para la determinación de la compensación debida en la
crisis matrimonial sometida a su control, si es que los propios cónyuges no han llegado a un
acuerdo sobre el particular en el correspondiente convenio regulador.
3) Una tercera y última parte, en la que se dispone que en la resolución judicial se fijarán las
bases para actualizar la pensión y las garantías para su efectividad. Se atiende, pues, ya
inicialmente a procurar la debida efectividad en el futuro de la pensión fijada; abriéndose así una
amplia gama de posibilidades que las partes o -en su caso- el Juez deberán concretar,
atendiendo a las circunstancias específicas de cada supuesto. Naturalmente este último párrafo
del articulo 97 ha sido redactado de nuevo por la Ley 15/2015,de jurisdicción voluntaria, para
incorporar la posible actividad profesional del Secretario Judicial (o LAJ) o del Notario, quedando
redactado así: “En la re-solución judicial o en el convenio regulador formalizado ante el Secretario
judicial o el Notario se fijarán la periodicidad, la forma de pago, las bases para actualizar la
pensión, la duración o el momento de cese y las garantías para su efectividad».
Las claves o criterios ofrecidos al Juez para la fijación del montante de la compensación o
pensión no los trataremos, pues su análisis (aunque fuera mínimo) prolongaría esta exposición
fuera de los márgenes habituales. Por tanto, baste indicar que las «circunstancias» recogidas en
el articulo 97 son datos de carácter legal que, en todo caso, vienen establecidos ad exemplum y
no con el significado de numerus clausus. Nada obsta, por tanto, que el Juez pueda apreciar
otras “circunstancias» en cada supuesto litigioso tal y como estableció finalmente la Ley 15/2005
incorporando al precepto, como 9., la posibilidad de tener en cuenta la existencia de “cualquier
otra circunstancia relevante».
En efecto, el dato más relevante de la regulación propia de la reforma de 1981 viene dado por el
hecho de que la pensión o ahora, compensación, se genera en favor del cónyuge más
desfavorecido económicamente a consecuencia de la crisis matrimonial, sin que el artículo 97
habilite al Juez para atender a la causa genética de la separación o el divorcio.
Con ello, la redacción vigente de nuestro Código Civil introduce un factor normativo desconocido
hasta 1981 en la legislación española. Es de subrayar, por ejemplo, que el artículo 30 de la Ley
republicana de divorcio, de 2 de marzo de 1932, preveía en parecidos términos una pensión en
favor del cónyuge que, con posterioridad a la disolución del matrimonio, se encontrase
necesitado de ella; mas dicha pensión era notoriamente distinta a la actual por dos razones:
La opción técnica seguida por el legislador de 1981 no deja de ser llamativa y ha suscitado-y
sigue suscitando- asombro en la ciudadanía y entre los propios juristas, incluso entre los más
relevantes. En los Elementos de Derecho Civil del eminente profesor LACRUZ, por ejemplo, se
afirmaba al hilo de la reforma de 1981 que la pretensión del legislador de alcanzar la «aséptica
objetividad» pro-voca tantas y tan graves contradicciones que «se hace difícil pensar que nuestro
legislador tuviera el propósito de que la concesión de la pensión hubiera de tener lugar, sin más,
en todos los casos en que diera objetivamente el desequilibrio económico. Queda, con todo, un
recurso para interpretar de un modo más humano el artículo 97, y es la explicación que da de
que las circunstancias que expresa se tendrán en cuenta “entre otras", es decir, no solo de ellas.
Es una cláusula que valdrá para lo que quiera el Juez o el tribunal y que, por tanto, nada garantiza
en firme al justiciable, pero podrá ser aprovechada para introducir en la ley consideraciones de
decencia y honestidad en las que seguramente está de acuerdo la gran mayoría de la gente».
Ya en 1982 había puesto de manifiesto el autor de este libro las consecuencias a que se acaba
de hacer referencia, al mismo tiempo que señalaba el carácter meramente enunciativo de las
circunstancias determinantes de la fijación concreta de la pensión recogidas en el articulo 97
Código Civil. Sin embargo, decíamos también, hay un dato importante en el iter legislativo de la
norma que desaconseja la pretensión de incluir en el inciso «entre otras» del articulo 97 los
referentes de la culpabilidad en la crisis matrimonial: en la elaboración parlamentaria de la Ley,
hasta su salida del Congreso de los Diputados, el proyecto de ley recogia como primera
circunstancia a tener en cuenta por el Juez, los hechos que hubiesen determinado la separación
o el divorcio y la participación de cada cónyuge en los mismos. Con ello no se consagraba en
absoluto el régimen de separación o divorcio -sanción, pero se tenía en cuenta la idea de
culpabilidad en la crisis matrimonial en relación con la fijación o el establecimiento concretos de
la pensión. Esto es, en contra de cuanto ocurre en Derecho francés, no se pretendía imponer
necesariamente al cónyuge causante de la crisis matrimonial la pérdida del derecho a la pensión,
pero al menos se expresaba la necesidad de valoración de tales hechos por el Juez al efecto de
condicionar la posible concesión y, en su caso, cuantía de la pensión.
En tal sentido, además, parece pronunciarse de forma reiterada la jurisprudencia de las AT(hoy
TSJ) que, en más de una ocasión, han exigido de forma expresa desconectar el tema de la
pensión de la conducta de los cónyuges en la crisis matrimonial.
Dicho ello, desde el punto de vista de lege ferenda y realizando un análisis de orden axiológico
(cosa bien distinta de llegar a la conclusión que ideológicamente se pretenda mediante el recurso
de «interpretar de un modo más huma-no»), creemos que resulta excesivo reconocer el derecho
a la pensión al cónyuge que por su sola conducta sea responsable de la ruptura conyugal. En
otras pala-bras, el inciso suprimido en el Senado en la elaboración parlamentaria de la Ley
30/1981 debió mantenerse, en evitación de conductas abusivas.
Una vez acontecida la definitiva crisis matrimonial, muchos de los puntos conflictivos existentes
entre los cónyuges acaban perdiendo peso específico y decayendo su animosidad. Hay sin
embargo dos extremos cuya problematicidad difícilmente disminuye en el futuro, aunque los
cónyuges, ahora por separado, hayan rehecho sus vidas: la custodia y visitas de los hijos, de
una parte; y, de otra, la cuantía y el pago de la pensión o compensación.
Del peligro de la litigiosidad intrínseca de las cuestiones relativas a la pensión parece haber sido
perfectamente consciente el legislador, tratando de evitar que las discusiones sobre el montante
de la misma sea una cuestión recurrente, un pleito eterno, entre los cónyuges. De ahí que:
1) El articulo 97 incorpore un tajante mandato para el Juez, al establecer; de una parte, que el
importe de la compensación o pensión se determinará en la resolución judicial (apartado 2 en la
actualidad) y, de otra, que «en la resolución judicial se fijarán las bases para actualizar la pensión
y las garantías para su efectividad»(párrafo 3).
2) El artículo 100 establezca igualmente de forma indiscutidamente imperativa que, una vez
cumplido lo anterior, la pensión «solo podrá ser modificada por alteraciones sustanciales en la
fortuna de uno u otro cónyuge».
1) Pensión temporal,
Casi sin excepción alguna, digna de reseña al menos, la periodicidad de la pensión se fija, ora
convencional ora judicialmente, por mensualidades; atendiendo sin duda a la razón práctica de
que tal es la periodicidad más común tanto de ingresos cuanto de gastos de los mortales
contemporáneos.
Con todo, evidentemente, tanto las partes cuanto el Juez se encuentran legitimadas para
proceder a actualizar la pensión conforme a módulos distintos a dicho índice. En definitiva, el
índice de precios al consumo no juega ningún papel de justicia o de equidad propiamente dicha,
sino un mero referente matemático que siendo normalmente cómodo y operativo, en ciertos
casos puede resultar desaconsejable.
Ni que decir tiene que en los supuestos de fijación de la pensión mediante porcentaje de los
ingresos habidos por el cónyuge deudor es innecesario acudir a módulo alguno de actualización,
en cuanto esta depende en definitiva de la cuantía de aquellos.
Tras la publicación de la LJV, dispone el articulo 99 que «en cualquier momento podrá convenirse
la sustitución de la pensión fijada judicialmente o por convenio regulador formalizado conforme
al artículo 97 por la constitución de una renta vitalicia, el usufructo de determinados bienes o la
entrega de un capi-tal en bienes o en dinero».
Es doctrina jurisprudencial que el nacimiento de nuevos hijos fruto de una relación posterior, no
supone, por si solo, causa suficiente para dar lugar a la modificación de las pensiones
alimenticias establecidas a favor de los hijos de una anterior relación, sino que es preciso conocer
si la capacidad patrimonial o medios económicos del alimentante es insuficiente para hacer rente
a esta obligación anterior ya impuesta y a la que resulta de las necesidades de los hijos nacidos
con posterioridad (véase, por todas, la STS 250/2013 de 30 abril).
Afirma el primer párrafo del artículo 101 que «el derecho a la pensión se extingue por el cese de
la causa que lo motivó, por contraer el acreedor nuevo matrimonio o por vivir maritalmente con
otra persona”, aunque obviamente existen también otras eventualidades que provocan el mismo
efecto extintivo (por ejemplo ,la renuncia o el fallecimiento del propio cónyuge acreedor),
señalada-mente en el caso de que los cónyuges o la sentencia se haya pronunciado a favor de
la fijación de una pensión de carácter temporal.
Requiere escasa explicación que la nueva vida marital del acreedor (sea mediante unión
matrimonial, sea a través de la unión de hecho, asimiladas también en este punto) provoque la
extinción de la pensión. Generalmente, se considera que en tales supuestos la extinción de la
pensión debe estimarse automática y, por tanto, sin necesidad de atender a unas u otras
circunstancias concurrentes en el caso (así, recientemente, por ejemplo, la profesora MORENO-
TORRES HERRERA), si bien naturalmente la extinción habrá de ser declarada judicialmente,
salvo que exista (raramente) acuerdo o convenio entre las partes. Sin embargo, para el profesor
VELA SANCHEZ, debe ponerse en entredicho que tal consecuencia deba acaecer
automáticamente, sin que el Juez pueda valorar las circunstancias concurrentes, entre ellas, los
ingresos económicos de la nueva pareja o, incluso, la previa violencia de género ejercida por el
deudor de la prestación. Dicha opinión, respetable naturalmente, no parece que pueda extraerse
del conjunto del sistema aplicable y por tanto resulta difícil pensar que vaya a contar con el apoyo
mayoritario de la doctrina.
Más complejo resulta, en cambio, determinar la extinción por la cesación de la causa motivadora
de su nacimiento. Cabe pensar que la alteración en la fortuna de cualquiera de los cónyuges sea
de tal naturaleza y profundidad que, en vez de provocar la mera modificación de la cuantía fijada,
determine su definitiva extinción, pues el binomio desequilibrio económico/empeoramiento
constituye sin duda la causa próxima de la existencia de la pensión. Si discurriéramos que la
causa remota de ella radica en la separación y el divorcio en sí mismos considerados,
naturalmente la reconciliación de los esposos separados (Artículo 84) o el nuevo matrimonio de
los cónyuges divorciados (artículo 88.2) determinarían también la extinción de la pensión. Así lo
requiere además la lógica del conjunto del sistema, pues el «renacimiento matrimonial» (valga la
expresión) seria incompatible con medidas originadas por su crisis.
El segundo párrafo del articulo 101 establece que «el derecho a la pensión no se extingue por el
solo hecho de la muerte del [cónyuge] deudor”, pues sus herederos habrán de seguirla
afrontando (en la mayor parte de los casos se tratará de los hijos comunes del matrimonio
separado o divorciado). Sin embargo, la continuidad de la obligación de prestación periódica
puede verse afectada si el caudal hereditario no pudiera satisfacer las necesidades de la deuda
o afectara los derechos de los herederos en la legítima, pues en tal caso, los herederos del
cónyuge deudor podrán solicitar del Juez la reducción o supresión de la pensión.
En efecto, no cabe duda alguna respecto a que la remisión a los parámetros contemplados en el
articulo 97 no desempeña más función que suministrar al Juez una serie de criterios que le
permitan objetivar el montante definitivo de la indemnización que, en su caso, solicite el cónyuge
de buena fe. Pues, por lo demás, es obvio que, aunque el fundamento de la norma se encuentre
en la erradicación de la mala fe (y en absoluto en desequilibrio patrimonial alguno entre los ex
cónyuges), la indemnización no puede ser acordada de oficio por el Juez, sino instada o
requerida por el cónyuge de buena fe, sea en el propio procedimiento de nulidad matrimonial o
de forma independiente.
Una vez expuesto el régimen normativo básico de las tres figuras de crisis matrimonial. quizá
resulte conveniente cerrar esta tercera parte de nuestro Derecho de Familia incorporando la
Estadística de Nulidades, Separaciones y Divorcios. Año 2019», hecha pública por el Instituto
Nacional de Estadística, pues con los datos generales en la mano se ponen de manifiesto varios
extremos que deberíamos retener y valorar, con independencia de la idea propia que se tenga
sobre tales cuestiones o de la experiencia familiar de cada uno.
Para ello vamos a reproducir seguidamente la nota de prensa hecha pública el 28 de septiembre
de 2020,resaltando inicialmente algunas ideas sobre las que desearíamos que reflexionara o, al
menos, retuviera:
2. Es radicalmente incierto que en los años contemporáneos haya más crisis matrimoniales que
matrimonios, pues el número total de matrimonios en 2019 rozó los ciento setenta mil, mientras
que el total de las crisis matrimoniales fue de 95.320.
3. Asimismo es falso que, como afirman algunas personas legas en Derecho e incluso algunos
juristas cuya función parece radicar ser «defensores del vínculo matrimonial” o en negar la
conveniencia de un sistema divorcista, haya cada vez un número mayor de crisis matrimoniales,
pues las estadísticas arrojan el dato de que el despectivamente denominado divorcio expresan
no ha traído consigo el incremento del número de crisis familiares, salvo en el año 2006. Es más,
el número total de crisis contabilizadas es inferior al habido en el año 2003.
4.Sin duda alguna, en cambio, la reforma introducida por la Ley 15/2005 determinó que la
situación de separación haya descendido de manera señalada y que, en relación con el divorcio,
su porcentaje haya disminuido notoriamente.
5. La duración temporal media de los procesos relativos a las crisis matrimoniales sigue siendo
inferior a los seis meses, lo que en España, con una justicia atascada y llena de dilaciones de
diverso origen y de todo tipo, es indudablemente un dato sumamente positivo y beneficioso para
todas las personas implicadas en tales procesos.
(Cuadro de elaboración personal, utilizando los sucesivos datos estadísticos del INE)
En 2019 hubo 91.645 divorcios, un 3,8 por 100 menos que en el año anterior.
La custodia compartida fue otorgada en el 37,5 por 100 de los casos de divorcio y separación de
parejas con hijos.
Durante el año 2019 se produjeron 95.330 casos de nulidad, separación y divorcio, lo que supuso
una tasa de 2,0 por cada 1.000 habitantes. El total de casos supuso un aumento del 4,1 por 100
respecto al año anterior.
Por tipo de resolución,60.460 casos se resolvieron por sentencia y 34.859 por decreto o escritura
pública.
Por tipo de proceso, se produjeron 91.645 divorcios, 3.599 separaciones y 75 nulidades. Los
divorcios representaron el 96,1 por 100 del total, las separaciones el 3,8 por 100 y las nulidades
el 0,1 por 100 restante.
El número de divorcios disminuyó un 3,8 por 100 respecto al año anterior, el de sepa-raciones
un 12,2 por 100 y el de nulidades un 18,5 por 100.
El 78,9 por 100 de los divorcios en el año 2019 fueron de mutuo acuerdo y el 21,1 por 100
restante contenciosos. En el caso de las separaciones, el 86,7 por 100 lo fueron de mutuo
acuerdo y el 13,3 por 100 contenciosas.
En 2019 hubo 1.100 divorcios entre personas del mismo sexo (el 1,2 por 100 del total). De
ellos,560 fueron entre hombres y 540 entre mujeres. Además, hubo 19 separaciones (0,5 por
100 del total).
La duración media de los matrimonios hasta la fecha de la resolución fue de 16,7 años, cifra
ligeramente inferior a la de 2018.
Los matrimonios disueltos por divorcio tuvieron una duración media de 16,5 años, mientras que
la de los matrimonios separados fue de 23,2 años. Por su parte, el tiempo medio transcurrido
entre el matrimonio y la declaración de nulidad fue de 8,0 años.
El 32,8 por 100 de los divorcios se produjeron después de 20 años de matrimonio o más, y el
19,5 por 100 entre cinco y nueve años.
En el caso de las separaciones, el 52,5 por 100 de los matrimonios tuvo una duración de 20 o
más años, y el 14,3 por 100 entre 10 y 14 años.
El 76,0 por 100 de los divorcios se resolvió en menos de seis meses (74,7 por 100 en 2018). Por
su parte, en el 8.0 por 100 de los casos la duración fue de un año o más (8.5 por 100 en 2018).
El 82,6 por 100 de las separaciones se resolvieron en menos de seis meses (82,8 por 100 en
2018), mientras que el 5,4 por 100 tardó un año o más (5.4 por 100 en 2018).
La duración media de los procedimientos fue de 4,6 meses, algo inferior a la de 2018.En las
separaciones la duración media (3,9 meses) fue menor que en los divorcios (4,7 meses).
El 65,1 por 100 de los procedimientos de mutuo acuerdo se resolvió en menos de tres meses y
el 23,1 por 100 en un periodo de tres a cinco meses.
Por su parte, el 42,3 por 100 de los procedimientos contenciosos se resolvió entre seis y 11
meses, y un 26,8 por 100 en 12 o más meses.
El mayor número de divorcios entre cónyuges de diferente sexo tuvo lugar en la franja de edad
entre 40 y 49 años, tanto en hombres como en mujeres.
En las separaciones, el mayor número se dio en hombres entre 50 y 59 años y en mujeres entre
40 y 49 años.
La cdad media de las mujeres fue de 45,7 años(45,5 años en los divorcios,50,6 en las
separaciones y 41,2 en las nulidades). En el caso de los hombres, la edad media fue de 48,1
años (47.9 años en los divorcios,52,9 en las separaciones y 43,8 en las nulidades). Estas edades
medias fueron similares a las registradas en 2018.
El 82,5 por 100 del total de divorcios entre cónyuges de diferente sexo registrados en 2019 tuvo
lugar entre los de nacionalidad española. En el 10,4 por 100 uno de ellos tenía nacionalidad
extranjera y en el 7,1 por 100 ambos eran extranjeros.
Atendiendo al estado civil de los cónyuges de diferente sexo cuando contrajeron el matrimonio,
la mayoría eran solteros. En el caso de los varones, el 8,0 por 100 eran divorciados y el 0,5 por
100 viudos. Entre las mujeres, el 8,7 por 100 eran divorciadas y el 0.6 por 100 viudas.
El 44,8 por 100 tenían solo hijos menores de edad, el 5.0 por 100 solo hijos mayores de edad
dependientes económicamente y el 6.9 por 100 hijos menores de edad y mayores dependientes
económicamente. El 25,4 por 100 tenia un solo hijo (menor o mayor dependiente
económicamente).
En el 57,1 por 100 de los casos de divorcio y separación de los cónyuges de diferente sexo se
asignó una pensión alimenticia (57,3 por 100 en el año anterior). En el 65.0 por 100 el pago de
la pensión alimenticia correspondió al padre (68,0 por 100 en 2018),en el 4,1 por 100 a la madre
(4,4 por 100 en el año anterior) y en el 30,9 por 100 a ambos cónyuges (27,6 por 100 en 2018).
Por su parte, en los divorcios y separaciones entre cónyuges del mismo sexo se asig-nó una
pensión alimenticia en el 27,5 por 100 de los casos.
La custodia de los hijos menores fue otorgada en el 52,0 por 100 de los casos de divorcio y
separación entre cónyuges de diferente sexo. En el 58,1 por 100 se le otorgó a la madre (61,6
por 100 en el año anterior), en el 4,1 por 100 la obtuvo el padre (4.2 por 100 en 2018),en el 37,5
por 100 fue compartida (33,8 por 100 en 2018) y en el 0.4 por 100 se otorgó a otras instituciones
o familiares.
En los casos de divorcio y separación de los cónyuges del mismo sexo se adoptaron medidas
de custodia de los hijos menores en el 27,0 por 100 de los divorcios y separaciones. De ellos, en
el 47.0 por 100 la custodia la obtuvo uno de los dos cónyuges y en el 52,3 por 100 fue compartida.
,
En el 9,0 por 100 de las separaciones y divorcios de cónyuges de diferente sexo se fijó una
pensión compensatoria. En el 90.8 por 100 de ellas el pago de esta fue asignado al esposo.
La tasa de nulidades, separaciones y divorcios por cada 1.000 habitantes en España fue de 2.0
en el año 2019.
Comunitat Valenciana (2,3) registró la mayor tasa por cada 1.000 habitantes. Por el contrario, la
ciudad autónoma de Melilla (1,2) presentó la menor:
Nota metodológica
Para mayor información pueden consultarse tanto la metodología como el informe metodológico
estandarizado.
10. REFERENCIAS COMPLEMENTARIAS SOBRE LA CUSTODIA COMPARTIDA
Resulta inadecuado cerrar este capitulo sin hacer una serie de consideraciones relativas al
movimiento social, político y legislativo relacionado con la custodia compartida, materia sin duda
de actualidad y que, como tantas otras, se ha convertido en motivo de batalla policía, cuando no
de autocomplacencia autonómica y signo distintivo de algunas Comunidades Autónomas, cuya
absoluta falta de tradición en la materia (al igual que en el resto de España) resulta llamativa.
Partiendo de la base de que, conforme a la regulación general del Código Civil, no puede caber
duda alguna que, atendiendo al interés de los menores, el principio general es la preferencia del
régimen de custodia compartida, según se deduce del estudio en profundidad de los números 4
a 9, ambos inclusive del artículo 92, lo cierto es que se ha generado en estos años una intensa
proclividad hacia manifestaciones a favor de la custodia compartida que conviene reseñar,
aunque sea brevemente.
Como manifestación de ello nos han de bastar un par de datos que muestran lo indi-cado
anteriormente:
b) A nivel nacional, sin embargo, el PSOE y CIU cerraron el curso político del 2010 en el Senado,
el miércoles 21 de julio de 2010, con una derrota política de cierta significación, ya que una
iniciativa promovida por el PP (que instaba al Gobierno de la Nación a realizar las modificaciones
legales necesarias para que la custodia compartida fuera considerada «el régimen preferente
que debe adoptar el juez en los supuestos de separación y divorcio, en aras del interés superior
de los hijos menores») contó con la mayoría de los votos de la Cámara Alta, gracias a la
confluencia del PP, PNV, ERC,CC y PAR.
d) También fue objeto de aprobación en avarra la Ley Foral 3/2011,de 17 de marzo, sobre
custodia de los hijos en los casos de ruptura de la convivencia de los padres. cuya exposición de
motivos (párrafo 4.° y 5.°) llega a afirmar que, bajo el Código Ċivil, la custodia compartida se
convierte en la práctica en excepcional. Ante ello, la ley foral (que, no obstante, es técnicamente
la menos mala, a nuestro juicio) se presenta como redentora de dicha situación, en cuanto
“pretende corregir estos supuestos, en línea con la realidad social actual, apostando porque la
decisión que se adopte sobre la custodia de los hijos menores, cuando no exista acuerdo de los
padres, atienda al interés superior de los hijos y a la igualdad de los progenitores» cuando tales
principios se incorporaron al Código Civil...en 1981 y, por tanto, poca novedad puede representar
el seguirlo como pautas normativas. La Ley foral 3/2011 ha sido derogada recientemente por la
Ley Foral 21/2019, de 4 de abril, que regula ahora estas cuestiones (cfr., en concreto, Ley 71).
e) También la Ley 25/2010,de 29 de julio, de Código Civil de Cataluña (Libro Segundo -Persona
y Familia-) introduce como norma que las responsabilidades de los progenitores sobre sus hijos
mantienen, después de la ruptura, el carácter compartido, de manera que el plan de parentalidad
acordado, o la autoridad judicial, determinarán cómo deben ejercerse las responsabilidades
parentales, y en particular la guarda del menor, ateniéndose al carácter conjunto de estas y al
interés superior del menor... la igualdad de derechos y deberes entre los progenitores elimina las
dinámicas de ganadores y perdedores, y favorece la colaboración en los aspectos afectivos,
educativos y económicos, sin que esto impida que la autoridad judicial deba decidir de acuerdo
con las circunstancias de cada caso y en función del interés concreto de los hijos.
Paradojas de la política y de los políticos, que serían divertidas...si no fuera por tantas razones
de peso que juegan en contra de la falta de rigor en materias que,en definitiva, son reenviadas
al Juez, pues resulta absolutamente insuperable dejar de aten-der a las razones concretas de
cada supuesto de hecho, como es de todo punto de vista obvio si se atiende a lo establecido por
el Código Civil o por cualesquiera otras iniciativas sobre el particular!
En demostración de cuanto acabamos de afirmar y para cerrar el capítulo con una sonrisa vamos
a referirnos a una sentencia del Juzgado de Primera Instancia número 2 de Badajoz (ya
confirmada por la SAP Badajoz 48/2011,de 10 de febrero) en que la mujer de una pareja de
hecho reclama al ex conviviente, una vez quebrada la convivencia more uxorio, «la tenencia
compartida del perro copropiedad de los litigantes, estableciéndose iguales periodos de tiempo
los que permanezca el perro en compañía de uno y otro, con expresa imposición de costas». La
sentencia estima plenamente la demanda, si bien razona no propiamente en términos de
custodia, sino desde el punto de vista posesorio, como consecuencia de la titularidad conjunta
de la mascota en cuestión.
Por su parte, la SAP Málaga de 12 de abril de 2012 consideró que no es de recibo equiparar los
afectos hacia los animales con los que padres y madres tienen hacia sus hijos y. por tanto, no e
puede establecer la guarda de las dos perras a favor de uno de los excónyuges con derecho de
visitas para el otro, siendo lo correcto su integración en el activo de la sociedad de gananciales
a liquidar. La Sentencia del Juzgado de Primera Instancia núm.40 de Madrid, de 12 de marzo de
2013,negó la petición del abono del valor de la mitad del perro y, subsidiariamente, la declaración
de tenencia compartida por entender que el perro no le pertenecía porque había sido donado a
su expareja y no a la solicitante.
Como ya advertimos en su lugar oportuno, el matrimonio no solo genera efectos personales, sino
también patrimoniales, dado que la comunidad de vida establecida entre los cónyuges genera
también una comunidad de intereses de carácter patrimonial que puede regularse de muy
diferente forma, en dependencia, sobre todo, de las características particulares de los cónyuges
y sus respectivas familias de origen.
Generalmente, los cónyuges que piensan contraer nupcias por primera vez, jóvenes enamorados
y desprendidos, suelen prestar escasísima atención a la regulación de las cuestiones
patrimoniales que pueda generar su convivencia en el futuro.
A veces, sin embargo, sus progenitores, en los casos de gran desigualdad económica entre los
novios jóvenes a los que acabamos de referirnos, intervienen en la materia, tratando de imponer
un determinado esquema de relación patrimonial entre ellos(por ejemplo, sugiriendo la necesidad
de la separación de bienes cuando uno de ellos es rico y el otro un advenedizo, pese a que a la
postre resulta ser una mina de oro y acaba por dejar la fortuna de su cónyuge en agua de
borrajas) y resaltando la importancia de señalar las reglas económicas que deben regular la
convivencia de la pareja.
En otros casos, quienes contraen segundas o ulteriores nupcias, sobre todo en el caso de tener
hijos de matrimonios anteriores, de los que han salido más o menos “escaldados», procuran
dejar claro desde el primer momento cuáles serán las reglas que, desde el punto de vista
patrimonial, regirán su nuevo matrimonio.
Al conjunto de reglas que pretenden afrontar, favoreciendo su resolución, los problemas de índole
patrimonial que origine la convivencia matrimonial o la disolución del matrimonio se le conoce
técnicamente con el nombre de régimen económico del matrimonio o régimen económico-
matrimonial, con independencia de que sean estatuidas por los propios cónyuges -si, como es
deseable, se admite legalmente-o de que respondan a un régimen económico-matrimonial
reconfigurado por el propio legislador.
Dicho lo anterior, se comprenderá que, dejando aparte la capacidad de los cónyuges para instituir
su propio régimen económico-matrimonial, el Derecho positivo de los distintos países e incluso
de los distintos territorios españoles conoce una multiplicidad de tipos o sistemas de régimen
económico del matrmonio,que suelen clasificarse atendiendo a si impera en ellos la idea de
separación de bienes entre los cónyuges o, por el contrario, la idea de comunidad. A su Más
extraños resultan, hablando naturalmente en términos comparativos, los sistemas de comunidad
universal. No obstante, incluso dentro de las fronteras españolas rige la comunidad universal en
Vizcaya cuando existan hijos en el matrimonio y, según suele afirmarse, en las zonas territoriales
en las que rige el Fuero del Baylio (esta afirmación, no obstante, es muy dudosa). Básicamente,
consiste dicho sistema en que todos los bienes de los cónyuges se convierten en comunes, con
independencia de que hayan sido adquiridos antes o después de la celebración del matrimonio
y hayan ingresado en el patrimonio de cualquiera de los cónyuges a título oneroso o gratuito.
Como suele decirse en Alburquerque y en otras de las ciudades del Baylío, «lo mío es tuyo y lo
tuyo es mío».
Finalmente, al menos en su segunda fase, puede integrarse también dentro de los sistemas de
comunidad el denominado régimen de participación o de participación en las ganancias, que
consideraremos en uno de los próximos capítulos, dado el hecho de que ha sido introducido en
el Código Civil por la Ley 11/1981,de 13 de mayo.
Tras la reforma de 1981,bajo el título de «Disposiciones generales”, el capitulo primero del Titulo
dedicado por el Código Civil al régimen económico matrimonial (Artículos 1315 a 1324), contiene
una serie de normas de derecho imperativo, de las cuales algunas han de considerarse
aplicables en cualquier caso, con independencia de cuál sea en concreto el régimen económico-
matrimonial aplicable al matrimonio, en cuanto pretenden básicamente garantizar el principio de
igualdad conyugal consagrado constitucionalmente (cfr. Artículo 32.1 de la CE).
Por lo dicho, a tal conjunto normativo, algunos autores actuales (del último tercio del siglo xx)
prefieren denominarlo régimen matrimonial primario, expresión procedente de la doctrina
francesa y generalizada entre nosotros por el profesor Lacruz Berdejo y quienes, citándolo o no
expresamente, lo siguen.
Sin duda, el profesor LACRUZ, prematuramente fallecido en 1990, ha sido el mayor y mejor
tratadista español de Derecho de familia (y también de Derecho de sucesiones) del siglo XX, y
por tanto, es natural que algunas de sus tesis hayan sido compartidas y seguidas por muchos
otros civilistas de menor profundidad y calado (entre ellos, por supuesto, el propio autor de estas
páginas). No es de extrañar, pues, que la expresión régimen matrimonial primario haya
encontrado un rápido éxito en la doctrina española.
Sin embargo, a nuestro juicio, resulta preferible destacar el valor general de algunas de las
normas contenidas en la ubicación normativa anteriormente considerada más que empecinarse
en imponer la denominación de régimen matrimonial primario.
No obstante, dada la naturaleza de esta obra y para evitar equívocos, ha parecido conveniente
referirse al denominado régimen matrimonial primario y explicar el sentido que le otorgan otros
autores.
Así pues, la libertad de determinación y configuración del régimen económico -matrimonial por
parte de los cónyuges es un principio básico de nuestro ordenamiento que, en definitiva, no hace
más que reconocer, una vez más, el alcance y significado de la autonomía privada. Las reglas
de funcionamiento patrimonial del matrimonio es, desde luego, un asunto inter privatos y, por
tanto, el legislador se limita a resaltar que cada matrimonio adoptará al respecto las medidas que
considere oportunas y más adecuadas a sus propios intereses o a su situación patrimonial, a
través del otorgamiento de las correspondientes capitulaciones matrimoniales.
Conviene subrayar que lo dicho en relación con el artículo 1315,según la redacción dada por la
Ley 11/1981, no es una novedad de dicha Ley, sino una opción legislativa presente ya en las
redacciones anteriores del mismo precepto (la originaria y la de la Ley 14/1975, de 2 de mayo)
que fue ya adoptada, con absoluta conciencia de sus consecuencias, en el momento codificador.
Al redactar el Código, sus valedores fueron perfectamente conscientes de que introducir la
libertad de estipulación respecto del régimen económico del matrimonio significaba la ruptura de
la tradición castellana, que imponía como régimen legal de carácter imperativo la sociedad de
gananciales. Pero prefirieron tal resultado sacrificando la tradición castellana al acercamiento a
los territorios de Derecho foral en que imperaba la libertad de pacto sobre el régimen económico
del matrimonio.
5. LA IGUALDAD CONYUGAL
El otro aspecto que debemos considerar viene representado por la perspectiva extraconyugal del
tema y,en particular, por la protección de terceros que hayan contratado con cualquiera de los
cónyuges, actuando este dentro del ámbito propio de la denominada potestad doméstica. Este
tema se encuentra con-templado por el párrafo segundo del artículo 1319, que establece lo
siguiente: De las deudas contraídas en el ejercicio de esta potestad responderán solidaria-mente
los bienes comunes y los del cónyuge que contraiga la deuda y, subsidiariamente, los del otro
cónyuge”. Frente a terceros, no cabe duda de que queda obligado el cónyuge contratante y, por
tanto, quedan afectos sus propios bienes.
Pero la norma comentada dice también que quedan vinculados solidariamente los bienes
comunes. Con independencia de la imprecisión terminológica en relación con la noción de la
solidaridad propiamente dicha (que, como sabemos, ha de estar referida a las obligaciones y no
a las masas patrimoniales que puedan verse afectadas por el incumplimiento de aquellas), es
obvio que el precepto pretende declarar afectos los bienes comunes frente al tercero acreedor y.
subsidiariamente, los bienes propios del otro cónyuge.
No obstante, conviene precisar que la referencia normativa a los bienes comunes no debe
entenderse en el sentido de que los párrafos del articulo 1319 relativos a la potestad doméstica
solo despliegan en los regimenes de comunidad y, en particular, en el ámbito de la sociedad de
gananciales. Al contrario, el 1319 es una norma general, imperativa cualquiera que sea el
régimen económico-matrimonial aplicable, aunque naturalmente en caso de estar frente a un
régimen de separación, la referencia a los bienes comunes ha de tenerse por no puesta. En
consecuencia, en tal caso, responderán, en primer lugar, los bienes propios del cónyuge
contratante y, solo de forma subsidiaria, los bienes del otro cónyuge.
El articulo 1320.1 establece que apara disponer de los derechos sobre la vivienda habitual y los
muebles de uso ordinario de la familia, aunque tales derechos pertenezcan a uno solo de los
cónyuges, se requerirá el consentimiento de ambos o, en su caso, autorización judicial».
Atiéndase al dato de que la norma se refiere a cualesquiera actos dispositivos en relación, valga
la redundancia, con cualesquiera derechos sobre la vivienda habitual, pese a que su titularidad
corresponda en exclusiva a uno de los cónyuges, que sea quien pretende llevar a cabo el acto
de enajenación o de renuncia sobre el derecho que le compete sobre la vivienda habitual (si el
derecho sobre la vivienda es «común», por aplicación de las normas del régimen económico-
matrimonial de que se trate o, en su caso, por haberlo adquirido los cónyuges en copropiedad
ordinaria, obviamente la exigencia del consentimiento conjunto de ambos no resultaría llamativa,
sino conforme con las reglas generales).
No se trata, pues, solo de que el cónyuge titular del derecho sobre la vivienda no pueda venderla
en caso de propiedad, sino que tampoco podrá realizar actos dispositivos relativos a cualesquiera
otros derechos (por ejemplo, arrendamiento, usufructo, hipoteca, etc.) sin contar con el
consentimiento de su cónyuge.
El segundo párrafo del artículo 1320, procurando la protección del tercero que, de buena fe,
adquiera derechos sobre la vivienda habitual dispone que «la manifestación errónea o falsa del
disponente sobre el carácter de la vivienda no perjudicará al adquirente de buena fe».
Cuando la Ley aplicable exija el consentimiento de ambos cónyuges para disponer de derechos
sobre la vivienda habitual de la familia, como es este caso, será necesario para la inscripción de
actos dispositivos sobre una vivienda perteneciente a uno solo de los cónyuges que el disponente
manifieste en la escritura que la vivienda no tiene aquel carácter, o bien que conste el
consentimiento del otro cónyuge, o la autorización judicial supletoria (Artículo 91 del Reglamento
Hipotecario).
En todo caso, la sanción de la falta de consentimiento será la nulidad radical y absoluta del acto
de disposición si se ha realizado a título gratuito, o la anulabilidad durante cuatro años si se ha
realizado a título oneroso (ex Artículo 1322), siem-pre teniendo en cuenta que en este último
caso podría apreciarse la confirmación tácita posterior por parte del cónyuge cuyo
consentimiento se ha omitido.
9. EL AJUAR CONYUGAL
El párrafo segundo del articulo citado precisa que «no se entenderán comprendidos en el ajuar
las alhajas, objetos artísticos, históricos y otros de extraordinario valor». Por tanto, expresado de
forma positiva, el ajuar doméstico comprende cualesquiera bienes que formaran parte del hábitat
natural del matrimonio, excluidos los de extraordinario valor, y sin necesidad de considerar si
tales bienes formaban parte, en su caso, del caudal común o, por el contrario, pertenecían en
exclusiva al cónyuge premuerto en cuanto bienes propios suyos.
El supuesto de hecho contemplado parte inexorablemente del hecho del fallecimiento de uno de
los cónyuges y, en consecuencia, el derecho regulado limita sus efectos a la disolución del
matrimonio por muerte de uno de los esposos, resultando inaplicable en casos de divorcio o
nulidad matrimonial.
Se trata, pues, de una atribución mortis causa de origen legal y que, por obvias razones, además
de ser loada, es generalmente interpretada por la doctrina con generosidad y largueza. En todo
caso, responde también a la realidad de las cosas,pues generalmente el entorno natural del viudo
o viuda (supuesto este más frecuente) es respetado de forma escrupulosa por parte de los demás
herederos del cónyuge premuerto. Pese a ser una atribución originada por la muerte de uno de
los cónyuges, el ajuar doméstico no forma parte del caudal hereditario, ni debe computarse a
efectos sucesorios, debiendo considerarse solo como una mera consecuencia de la liquidación
del régimen económico-matrimonial a causa de la muerte de uno de los cónyuges.
Dispone el articulo 1318.3 que «cuando un cónyuge carezca de bienes propios suficientes, los
gastos necesarios causados en litigios que sostenga contra el otro cónyuge sin mediar mala fe o
temeridad, o contra tercero si redundan en provecho de la familia, serán a cargo del caudal
común y, faltando este, se sufragarán a costa de los bienes propios del otro cónyuge cuando la
posición eco-nómica de este impida al primero, por imperativo de la Ley de Enjuiciamiento Civil,
la obtención del beneficio de justicia gratuita».
Del propio texto normativo transcrito se deduce claramente que bajo la de-nominación de litis
expensas, doctrinalmente prevalente, se trata de determinar la cooperación interconyugal a los
gastos derivados de litigios que cualquiera de los cónyuges haya de sostener, bien sea contra el
otro cónyuge, bien contra cualquier otra persona.
En el primer caso, la actuación del litigante contra el otro cónyuge debe es-tar exenta de mala fe
o de temeridad procesal. Cuando se litiga contra terceros, las litis expensas solo pueden
reclamarse cuando el proceso redunde en beneficio de la familia.
En principio, los gastos derivados de tales litigios (que han de ser considerados con criterio
amplio, incluyendo también los gastos propios de la fase de ejecución) pesan sobre el cónyuge
litigante o, mejor, sobre los bienes propios de litigante. De ahi que el primer requisito de la
eventual reclamación de las litis expensas sea precisamente la carencia de bienes propios
suficientes por parte del litigante.
Dándose tal presupuesto, los gastos de litigio recaerán, en primer lugar, sobre el caudal común,
en caso de haberlo, y de forma subsidiaria sobre los bienes propios del otro cónyuge. Con ello
se pone de manifiesto que las denominadas litis expensas representan un derecho-deber
conyugal que impera en cualquier régimen económico-matrimonial, esté configurado bajo el
patrón de la comunidad (en cuyo caso existirá «caudal común») o, por el contrario, bajo la idea
de separación.
Desde su redacción por la Ley 11/1981,establece el articulo 1322 del Código Civil que: “Cuando
la Ley requiera para un acto de administración o disposición que uno de los cónyuges actúe con
el consentimiento del otro, los realizados sin él y que no hayan sido expresa o tácitamente
confirmados podrán ser anulados a instancia del cónyuge cuyo consentimiento se haya omitido
o de sus herederos.
No obstante, serán nulos los actos a título gratuito sobre bienes comunes si falta, en tales casos,
el consentimiento del otro cónyuge».
Este precepto es aplicable en todos los regímenes matrimoniales, en especial en lo que se refiere
a los actos de disposición sobre la vivienda habitual de la familia, pero lógicamente donde va a
tener más incidencia es en el sistema de sociedad de gananciales, configurado sobre la
existencia de bienes comunes o gananciales desde el principio, y para cuya disposición se
requiere el consentimiento de ambos cónyuges.
Así lo sigue haciendo hoy en el vigente artículo 1325,al disponer que «en capitulaciones
matrimoniales podrán los otorgantes estipular, modificar o sus-tituir el régimen económico de su
matrimonio», pero añadiendo a continuación “o cualesquiera otras disposiciones por razón del
mismo».
Interesa destacar que esta última frase, «por razón del mismo», no puede entenderse referida al
régimen económico del matrimonio, sino al matrimonio. Así se deduce del propio tenor literal del
precepto (que habla, obsérvese, del régimen económico de su matrimonio», del matrimonio de
los otorgantes de las capitulaciones matrimoniales, pues) y, además, de los precedentes
doctrinales en relación con el contenido de las capitulaciones matrimoniales, que analizaremos
seguidamente. Avancemos, por consiguiente, que el objeto de las capitulaciones matrimoniales
radica, de forma directa y precisa, en instrumentar las estipulaciones conyugales referentes al
régimen económico del matrimonio, pero que, de forma complementaria, puede referirse también
a «cualesquiera otras disposiciones por razón del matrimonio» (por ejemplo, el regalo o donación
propter nuptias que los suegros realizan en favor del cónyuge de su hijo o hija). La conclusión
obtenida respecto de que el giro «cualesquiera otras disposiciones por razón del mismo» se
refiere al matrimonio, encuentra, asimismo, refrendo en el texto del proyecto de la Ley 11/1981,en
el que el inciso final del articulo 1325 decía expresamente lo siguiente: «Podrán contener [las
capitulaciones], asimismo cualquier pacto por razón del matrimonio».
No obstante, algunos autores prefieren conceptuarlas como acto complejo, dado el posible
contenido atípico de las capitulaciones. Mas, no obstante ser cierto tal contenido eventual, la
calificación propuesta de acto complejo presenta el gravisimo problema de que no existe marco
normativo alguno de tal tipo de acto y, por tanto, la fijación de dicha naturaleza nada resuelve en
términos prácticos.
La materia propia o típica de las capitulaciones viene representada sin duda por la fijación del
sistema económico-matrimonial que regirá la vida conyugal a partir del otorgamiento de aquellas.
Así lo indica el artículo 1325 y así lo avala la tradición histórica inveterada.
Actualmente, la libertad de estipulación del régimen económico del matrimonio implica que, en
cualquier momento (aspecto que después desarrollare-mos), los futuros cónyuges pueden
instituir el régimen patrimonial que deseen o que quienes ya son cónyuges pueden sustituir un
régimen previamente vigente entre ellos por otro sistema económico-matrimonial distinto.
En cualquiera de ambos casos y dejando a salvo cuanto diremos en relación con el articulo 1328,
los cónyuges (sean actuales o futuros) cuentan con la más amplia libertad al respecto, pues lo
mismo pueden crearex novo el régimen eco-nómico del matrimonio que les apetezca, que
remitirse a uno de los modelos o tipos regulados por el legislador (en el Código o en las
Compilaciones, o incluso en una ley extranjera), o limitarse a modificar algunos aspectos
concretos del régimen que hayan elegido o que les resultara aplicable. Es más, pueden limitarse
a otorgar capitulaciones para expresar que el régimen legal supletorio que les corresponda, por
serles antipático o inconveniente, no resulte de aplicación, sin indicar, sin embargo, cuál debería
ser el sistema económico-matrimonial aplicable.
Dicho ello, sin embargo, conviene advertir que la realidad cotidiana en la materia no es tan
compleja, pues resulta rarísimo (y, además, sumamente peli-groso) que los cónyuges creen ex
novo un régimen económico del matrimonio e incluso que, salvo en supuestos marginales y
particularmente caprichosos, hagan una revisión crítica del conjunto normativo propio del
régimen elegido, introduciendo modificaciones en él.
Bajo tal designación se engloban obviamente las estipulaciones que el articulo 1325 considera
“cualesquiera otras disposiciones por razón del mismo [del matrimonio]» que no tengan por
objeto la determinación del régimen económico del matrimonio, aunque sean de índole
patrimonial, ampliamente entendida, de las que el propio Código suministra algunos supuestos
de cierta relevancia:
-Así algunos preceptos reguladores de las donaciones por razón de matrimonio otorgan especial
trascendencia al hecho de que se hayan instrumentado en capitulaciones (cfr. Artículos 1338,
1341.2).
-Los artículos 826 y 827 atribuyen, asimismo, peculiares efectos a declaraciones o pactos
relativos al tercio de mejora hereditaria cuando se encuentren contenidos en las capitulaciones
de los esposos (como veremos, en detalle, al estudiar el Derecho de sucesiones).
Cuanto acabamos de afirmar; no obstante, no significa que las estipulaciones por razón del
matrimonio» que pueden incorporarse a las capitulaciones hayan de tener necesariamente
contenido económico, pues al menos las capitulaciones son un «documento público»
perfectamente adecuado para llevar a efecto el reconocimiento de un hijo prematrimonial (cfr.
Artículo 120.1), como más adelante veremos.
2.3.La eventual inexistencia del contenido típico
El tenor literal del vigente artículo 1325 permite concluir que, en la actualidad, cabe la posibilidad
de que los cónyuges otorguen capitulaciones cuyo contenido se limite a la consideración de
algunas de las “otras disposiciones por razón del matrimonio», sin llevar a cabo determinación
alguna relativa al régimen económico del matrimonio propiamente dicho. En tal caso,
obviamente, el régimen económico-matrimonial aplicable será el sistema legal supletorio de
primer grado(en el Código, el régimen de gananciales).
Semejante conclusión pone de manifiesto que, tras la reforma de 1981, el significado de las
capitulaciones se ha alterado respecto del entendimiento común de la materia con anterioridad
a dicha reforma. Hasta entonces se había venido entendiendo comúnmente que el denominado
contenido atípico de las capitulaciones matrimoniales presuponía la existencia del contenido
típico y que, en consecuencia, las «estipulaciones atípicas» representaban meros aspectos
complementarios del contenido necesario y propio de las capitulaciones. Actualmente, sin
embargo, dicho planteamiento no cuenta con el beneplácito del legislador que, consciente o
inconscientemente, permite que existan escrituras de capitulaciones pese a que su contenido se
circunscriba a algunas de las estipulaciones atípicas.
El amplio margen de libertad con que cuentan los cónyuges no llega, sin embargo, hasta el
extremo de permitir que el contenido de las capitulaciones integre dentro de ella cláusulas o
estipulaciones que vulneren o contradigan el mandato de leyes imperativas o de principios
generalmente aceptados o impuestos por el ordenamiento jurídico.
Por ello el artículo 1328 establece que «será nula cualquier estipulación contraria a las leyes o a
las buenas costumbres o limitativa de la igualdad de derechos que corresponda a cada
cónyuge».
3.1. La redacción originaria del Código: la inmutabilidad del régimen económico del matrimonio
Hasta el año 1975, el artículo 1315 del Código Civil excluía la posibilidad de otorgar
capitulaciones una vez celebrado el matrimonio («Los que se unan en matrimonio podrán otorgar
sus capitulaciones antes de celebrarlo»),en el entendido que una vez comenzada la convivencia
matrimonial la modificación del régimen económico del matrimonio podría realizarse
fraudulentamente o en perjuicio de terceros, al alterar las masas patrimoniales que podrían verse
afectas ante eventuales reclamaciones basadas en deudas contraídas por los cónyuges o por
uno cualquiera de ellos.
-Cuando uno de los cónyuges hubiese sido condenado a una pena que comportase la
interdicción civil.
Actualmente, el articulo 1326, redactado por la Ley 11/1981, en la misma línea, establece que
«las capitulaciones matrimoniales podrán otorgarse antes o después de celebrado el
matrimonio».
En la versión actual de nuestro Código, la posible modificación del régimen económico del
matrimonio es libérrima y, a juicio de algunos, excesivamente permisiva y peligrosa, sobre todo
por el posible fraude de terceros. Otros autores, en cambio, saludan alborozadamente el cambio
legislativo y resaltan que, una vez más, el Código ha sacrificado su propio planteamiento
legislativo, acercándose al régimen propio de algunos Derechos forales en los que el mayor
ámbito de libertad de los cónyuges para contratar entre si y para modificar su régimen económico
del matrimonio se había desarrollado tradicionalmente bajo cauces de normalidad y sin producir
excesivos desajustes.
Siendo esto último cierto, con mayor finura, destacan algunos estudiosos que la excesiva rigidez
del planteamiento codificado casa mal con la admisión generalizada en el ámbito jurídico de los
efectos de la separación de hecho y. tras la Ley 30/1981, del divorcio propiamente dicho. Las
crisis matrimoniales requieren una adecuación de las normas intramatrimoniales reguladoras de
los aspectos patrimoniales y, en consecuencia, un régimen divorcista presupone de alguna
manera que los cónyuges puedan adecuar su régimen económico del matrimonio a las
circunstancias reales de la vida en pareja y, en su caso, de la crisis, más o menos larvada, de la
pareja. Cosa bien diferente es determinar cómo y hasta dónde deban protegerse los derechos
ya adquiridos por terceras personas, cuestión que veremos más adelante.
Sea de ello lo que fuera, lo cierto es que en la actualidad los cónyuges pueden celebrar cuantas
capitulaciones matrimoniales deseen, sea antes o después de haber celebrado el matrimonio,
aunque conviene advertir que normalmente la generalidad de los matrimonios no se dedica a
juguetear con semejante materia (permítaseme la expresión), ni a entretenerse con semejante
posibilidad de cambio de régimen económico del matrimonio como si se tratase de cambiar de
vestuario.
Antes de desarrollar propiamente las reglas relativas a la capacidad de los sujetos intervinientes
en el otorgamiento, conviene expresar que a dicho acto pueden concurrir junto con los (actuales
o futuros) cónyuges, otras personas. Por eso el encabezamiento del artículo 1325 no dice que
«podrán los cónyuges estipular», sino que utiliza el giro más amplio de que «podrán los
otorgantes estipular”. Por su parte, el articulo 1331 se refiere también expresamente a la
eventualidad que intervengan como otorgantes en las capitulaciones otras personas, terceros,
distintas de los cónyuges.
Frente a ello, la intervención como otorgantes de las capitulaciones de otras personas es una
mera eventualidad, en el pasado relativamente frecuente, pero cada día más desusada (dada la
nuclearización actual de la familia y la menor injerencia de los ascendientes y demás familiares
respectivos en los asuntos propios de los esposos), que encuentra su fundamento en la
posibilidad de que personas cercanas a los esposos realicen atribuciones patrimoniales o pactos
sucesorios en favor de los cónyuges.
El Código no contiene regla alguna de capacidad respecto de los cónyuges que sean plenamente
capaces, sino dos preceptos relativos respectivamente al menor no emancipado y al cónyuge
incapacitado, ni tampoco en relación con los restantes otorgantes. En consecuencia, ha de
entenderse que, salvo para los dos supuestos indicados (que veremos a continuación), la
capacidad de cual. quiera de los otorgantes, sean cónyuges o terceros, ha de establecerse
conforme a las reglas generales en materia de contratación.
El articulo 1329 dispone lo siguiente: “El menor no emancipado que con arreglo a la Ley pueda
casarse podrá otorgar capitulaciones, pero necesitará el concurso y consentimiento de sus
padres o tutor, salvo que se limite a pactar el régimen de separación o el de participación». En
todo caso, actualmente, el precepto comentado ha quedado hoy sin aplicación (aunque no haya
sido formalmente derogado), al suprimirse la posibilidad de dispensa de edad de menores no
emancipados para contraer matrimonio. Esto es, siendo imposible el matrimonio de «menores
de edad no emancipados» (tal y como establece nítidamente el vigente Artículo 46.1 Código
Civil), el articulo 1329 debería haber sido derogado de manera radical y expresa.
En relación con los incapacitados, tras haber sido ligeramente modificado por la Ley Orgánica
1/1996, disponía el artículo 1330 Código Civil que «el incapacitado judicialmente solo podrá
otorgar capitulaciones matrimoniales con la asistencia de sus padres, tutor o curador» (con
anterioridad, contenía una referencia, evidentemente inadecuada con posterioridad, al Consejo
de familia, suprimido por la Ley 13/1983).
Tras la entrada en vigor de la LAPCD (3 de septiembre de 2021) el cita-do articulo 1330 Código
Civil ha sido radicalmente suprimido, pues en relación con las personas con discapacidad, se
parte de la consideración de que el derecho a contraer matrimonio es un derecho universal, con
amparo constitucional en el articulo 32 CE, reconocido en distintos Tratados Internacionales de
Derechos Humanos y, por supuesto, en el artículo 23 de la Convención de Nueva York. Pues
bien, quienes pueden casarse pueden otorgar capitulaciones matrimoniales en plena igualdad
jurídica -habilis ad nuptias habilis ad pacta nuptialia-,sin la asistencia de padres, tutor o curador,
al tiempo que se confirma que el otorgamiento de capitulaciones matrimoniales reviste carácter
personalísimo.
Dispone expresamente el artículo 1327 que «para su validez, las capitulaciones habrán de
constar en escritura pública». Como advertimos ya al estudiar la forma del contrato (capítulo 3
del tomo tercero) el artículo 1327 representa una reiteración de la referencia normativa contenida
en el artículo 1280.3, en cuya virtud «deben constar en documento público las capitulaciones
matrimoniales y sus modificaciones» (párrafo redactado también conforme a la Ley 11/1981).
Sin embargo, el articulo 1327 no se refiere a cualquier «documento público», sino precisamente
a la «escritura pública», por lo que la reiteración no parece superflua, ya que de ambos datos,
deduce la doctrina (de forma prácticamente unánime) que el otorgamiento de escritura pública
(precisamente de ella y no de cualquier otro documento público, aunque tenga también carácter
notarial) constituye un requisito de carácter constitutivo o ad solemnitatem de las capitulaciones
matrimoniales (cfr. la STS de 10 de junio de 1912). Así pues, las capitulaciones deben
considerarse un contrato (o un negocio) de carácter solemne: en defecto de escritura carecerán
de validez alguna, tanto inter partes cuanto frente a terceros.
Como ya hemos dicho, tras la celebración del matrimonio, los cónyuges pueden en cualquier
momento modificar las reglas de funcionamiento patrimonial de su matrimonio, bien sea
mediante el otorgamiento de nuevas capitulaciones (lo que obviamente supone la preexistencia
de otras), bien mediante el cambio del régimen económico-matrimonial supletorio de primer
grado por un nuevo régimen económico-matrimonial a través del otorgamiento de las (primeras)
capitulaciones. Atendiendo a la jurisprudencia recaída en la materia, el último supuesto es más
frecuente y normalmente se concreta en pasar del régimen de gananciales al régimen de
separación, para evitar las reglas propias de responsabilidad de los bienes gananciales.
En todo caso, en la regulación actual, el Código de lo único que se preocupa de forma expresa
es de garantizar la participación en el otorgamiento de las nuevas capitulaciones de aquellas
personas que intervinieron en las capitulaciones anteriormente acordadas. Lo hace en el articulo
1331,el cual dispone que «para que sea válida la modificación de las capitulaciones
matrimoniales deberá realizarse con la asistencia y el concurso de las personas que en estas
intervinieron como otorgantes si vivieren y la modificación afectare a derechos concedidos por
tales personas».
Es evidente que la norma no se está refriendo a los cónyuges, sino a los terceros que hubieren
intervenido en el pasado, realizando atribuciones patrimoniales o pactos sucesorios en favor de
los cónyuges.
Por lo demás, las reglas antes vistas en relación con la capacidad y la forma, así como la
ineficacia, de las capitulaciones es obvio que habrán de seguir siendo respetadas, pues tan
capitulaciones matrimoniales son las segundas (o ulteriores) cuanto las primeras.
Por supuesto, mantendrán igualmente su vigencia tales reglas cuando en virtud del otorgamiento
de capitulaciones, acordadas por primera vez, los cónyuges pretendan modificar el régimen
económico-matrimonial hasta entonces imperante que, por principio, ha de ser el régimen legal
supletorio de primer grado.
Ante ello, el legislador (de 1975 y de 1981) ha considerado oportuno dejar claro que «la
modificación del régimen económico-matrimonial realizada durante el matrimonio no perjudicará
en ningún caso los derechos ya adquiridos por terceros» (Artículo 1317), regla
extraordinariamente importante y que, a la postre, retrotrae al momento del nacimiento de los
derechos en favor de tercero la situación imperante en el matrimonio, sin que, por tanto, el cambio
pueda resultar perjudicial para los acreedores.
La norma fundamental al respecto es el articulo 1333 del Código Civil, conforme al cual “en toda
inscripción de matrimonio en el Registro Civil se hará mención, en su caso, de las capitulaciones
matrimoniales que se hubieren otorgado, así como de los pactos, resoluciones judiciales y demás
hechos que modifiquen el régimen económico del matrimonio. Si aquellas o estos afectaren a
inmuebles, se tomará razón en el Registro de la Propiedad, en la forma y a los efectos previstos
en la Ley Hipotecaria». Por su parte, el artículo 1332 prevé que, en caso de modificación de
anteriores capitulaciones matrimoniales, el Notario autorizante habrá de hacerlo constar,
mediante nota, en la escritura correspondiente (cfr:Artículo 178 del Reglamento Notarial).
Los términos imperativos del precepto transcrito («se hará mención») pueden sugerir que la
constancia de las modificaciones del régimen económico-matrimonial tiene carácter obligatorio.
Sin embargo, el articulo 266 del Reglamento del Registro Civil (redactado por RD de 29 de agosto
de 1986) ha optado por su carácter meramente potestativo o facultativo al establecer que «las
indicaciones sobre régimen económico de la sociedad conyugal [...] solo se extenderán a petición
del propio interesado».
Ahora bien, lo que sí parece seguro es que las capitulaciones o sus modificaciones, en caso de
existir, que no hayan sido objeto de inscripción en el Registro Civil, no serán oponibles a los
terceros interesados.
El desarrollo del artículo 1333 del Código se realiza en el artículo 75 del Reglamento Hipotecario,
pero en realidad poco se deduce de él (salvo en relación con las capitulaciones prenupciales),
por lo que resulta necesario deducir lo fundamental de las reglas generales de la Ley Hipotecaria.
Según ella, como sabemos, los terceros de buena fe no pueden verse afectados por
capitulaciones matrimoniales efectivamente otorgadas (y aunque consten en el Registro Civil) si
no han sido objeto de inscripción en el Registro de la Propiedad.
También el Código de Comercio prevé que en la hoja abierta a cada empresario individual haya
una inscripción de las capitulaciones matrimoniales. Actualmente, el articulo 87 del Reglamento
del Registro Mercantil (aprobado por RD 1874/1996, de 19 de julio) dispone que: «En la hoja
abierta a cada empresario individual se inscribirán: 6° Las capitulaciones matrimoniales, el
consentimiento, la oposición y revocación a que se refieren los artículos 6 a 10 del Código de
Comercio y las resoluciones judiciales dictadas en causa de divorcio, separación o nulidad
matrimonial, o procedimientos de incapacitación del empresario individual, cuando no se
hubiesen hecho constar en la inscripción primera del mismo».
Por su parte, el apartado séptimo de dicho articulo 87 RRM, modificado por el RD 685/2005,prevé
la incorporación de las resoluciones judiciales inscribibles relativas al concurso del empresario
individual, con independencia de la calificación que la situación concursal merezca (es decir,
trátese de concurso voluntario o necesario, principal o acumulado).
A partir de su entrada en vigor, la inscripción del régimen económico del matrimonio habrá de
generalizarse a todos los supuestos, trátese de régimen económico legal o pactado, atendiendo
a lo establecido en el articulo 60 de la Ley 20/2011,de 21 de julio, conforme al cual:
Sin perjuicio de lo previsto en el artículo 133 del Código Civil, en ningún caso el tercero de buena
fe resultará perjudicado sino desde la fecha de la inscripción del régimen económico matrimonial
o de sus modificaciones.
2. Se inscribirán las actas por las que se declare la notoriedad del régimen económico
matrimonial legal o pactado.
Sin embargo, la propia remisión a lo establecido en el artículo 1333 Código Civil y su declarada
reviviscencia, pues la nueva Ley no lo deroga en absoluto, hacen pensar que, en línea de
continuidad con el régimen normativo precedente, tales inscripciones van a seguir dependiendo
de la propia voluntad o indicación de los interesados y que, por tanto, no pueden ser
consideradas obligatorias ni constitutivas.
Por tanto, quedó pospuesta la vigencia general de la nueva LRC (Ley 20/2011) hasta el 30 de
junio de 2017,aunque fue prorrogada hasta el 30 de junio de 2020, por la Ley 5/2018, de 11 de
junio, de modificación de la LEC en relación con la ocupación ilegal de viviendas. Finalmente, la
Ley 6/2021, de 28 de abril, del Registro Civil, modificó las previsiones anteriores, estableciendo
la entrada en vigor de la nueva normativa sobre Registro civil el día 30 de abril de 2021.
Dicho ello, seguiremos las mismas pautas expositivas que ya expusimos en relación con la
ineficacia del contrato, distinguiendo dentro de la categoría general de ineficacia entre los casos
de invalidez y los de ineficacia en sentido estricto, remitiéndonos en general a lo allí dicho, y
recordando previamente que el articulo 1316 establece la vigencia del régimen de gananciales
tanto en caso de «falta de capitulaciones» como «cuando estas sean ineficaces».
8.1. La invalidez de las capitulaciones
2. Vulneración de las leyes, buenas costumbres o igualdad conyugal (artículo 1328). Dada la
necesaria intervención notarial, es prácticamente impensable que, consideradas en su conjunto,
las capitulaciones puedan estar impregnadas de causas de ilicitud como las referidas. Por tanto,
generalmente, lo que ocurrirá es que, siguiendo el régimen de la nulidad parcial, algunas de las
estipulaciones de las capitulaciones habrán de tenerse por no puestas (y, en su caso, serán
objeto de integración) por vulnerar frontalmente las correspondientes normas imperativas.
Serán meramente anulables las capitulaciones en que exista algún vicio del consentimiento,
conforme a las reglas generales, y, en particular, en los casos en que el complemento de
capacidad requerido a los otorgantes no haya sido observado(artículos 1329 y 1330).
Bajo tal calificación debería considerarse ante todo el supuesto contemplado expresamente en
el artículo 1334, en cuya virtud “todo lo que se estipule en capitulaciones bajo el supuesto de
futuro matrimonio quedará sin efecto en el caso de no contraerse en el plazo de un año». Se
trata, pues, de la decadencia o pérdida de valor de las capitulaciones otorgadas ante o
prenupcialmente si el matrimonio no llega a celebrarse dentro del periodo temporal que el
legislador ha considerado razonable. Las capitulaciones, en sí mismas consideradas, eran
válidas, pero quedan sin efecto por no existir el referente matrimonial necesario.
Pero dicho ello y recordando algunas de las especies de la ineficacia en sentido estricto, es claro
que algunas de ellas pueden determinar la misma pérdida de efectos de las capitulaciones,
háyanse otorgado antes o después de la celebración del matrimonio. Así:
-Por la misma razón, resulta hoy defendible el posible sometimiento de las capitulaciones a
condición o a término, pues los cónyuges pueden decidir en cualquier momento cuál será su
organización patrimonial. Cabe, pues, que los cónyuges opten por un sistema matrimonial
durante un periodo temporal determinado, mediante la fijación de un término final (por ejemplo,
separación durante los primeros diez años de matrimonio), o indeterminado a través del recurso
a una condición suspensiva o resolutoria. Todo ello, naturalmente, conforme a las reglas
generales de tales elementos accidentales del contrato que, como sabemos, en caso de existir,
acaban por convertirse en requisitos determinantes del pacto contractual al que se incorporen.
-Cabe finalmente que las capitulaciones matrimoniales sean objeto de rescisión por fraude de
acreedores, sobre todo en los supuestos en que la modificación del régimen económico-
matrimonial pretende provocar la insolvencia del cónyuge deudor. No obstante, con buen sentido
a nuestro entender, la jurisprudencia mayoritaria del Tribunal Supremo, atendiendo de una parte
a los presupuestos propios de la acción rescisoria (cfr.arts.1294-carácter subsidiario- y 1295), y,
de otra, a lo dispuesto en el artículo 1317 en favor de los derechos adquiridos por terceros, la
considera innecesaria, pues la protección de los acreedores está basada en la inoponibilidad de
las capitulaciones, no en su ineficacia.
CAPÍTULO 11
1.1. Introducción
En la mayor parte de las sociedades, constituye una práctica habitual e inveteradamente seguida
facilitar y festejar la celebración del matrimonio, entregando diversos regalos y obsequios a los
futuros cónyuges por parte de amigos y parientes, así como también entre los propios esposos.
Los regalos de la ceremonia familiar conocida con el nombre de pedida (en la merienda o comida
de las familias de los futuros contrayentes) o los regalos de boda, gestionados hoy comúnmente
a través del mecanismo de las listas de boda, siguen plenamente vigentes en la sociedad actual.
Cada vez más raro,sin embargo, es encontrarse con supuestos en los que tales regalos consistan
en la transmisión de bienes inmuebles de gran valor, aunque algunos afortunados consiguen
todavía hoy que, con ocasión del matrimonio, sus ascendientes los provean de la vivienda
habitual.
Con independencia de su valor, todas las donaciones que reciben los futuros cónyuges se
consideran desde el punto de vista jurídico donaciones por razón de matrimonio. Las que hoy
denomina el Código donaciones por razón de matrimonio fueron objeto de gran desarrollo
normativo y diversas distinciones en pasadas épocas históricas, como ya sabrá la generalidad
de las personas usuarias de esta obra por el estudio de la Historia del Derecho y del Derecho
romano. A nosotros, obviamente, solo nos corresponde la consideración del tema conforme al
Código Civil.
En el momento de su redacción, la Comisión redactora del Código Civil optó por dedicar a las
donaciones por razón de matrimonio el capítulo inmediata-mente siguiente al regulador de las
capitulaciones, refundiendo en él los diversos tipos de donaciones esponsalicias y propiamente
nupciales o antenupciales, junto con la prohibición de las donaciones realizadas después de la
celebración del matrimonio o donaciones postnupciales.
La crítica doctrinal a que se acaba de hacer referencia ha sido hecho suya por el legislador de
1981, pues a partir de la Ley 11/1981, la redacción vigente del Código ha mantenido distintas y
distantes las donaciones antenupciales y las donaciones postnupciales.
2. CONCEPTO
La redacción vigente del articulo 1336 establece que «son donaciones por razón de matrimonio
las que cualquier persona hace, antes de celebrarse, en consideración al mismo y en favor de
uno o de los dos esposos», señalando así los presupuestos básicos que, según el legislador,
permiten la identificación de la figura:
-En primer lugar, las donaciones por razón de matrimonio han de realizarse de forma necesaria
antes de la celebración del matrimonio. La antenupcialidad es una característica propia de la
institución, conocida desde antiguo.
-De otra parte, las donaciones deben hacerse, por tanto, en contemplación de un futuro
matrimonio o de un matrimonio anunciado, de cuya efectiva celebración depende la eficacia de
las donaciones realizadas.
-Cabe que el donatario sea solo uno de los «esposos» o, por el contrario, ambos. Para este
último caso, establece el artículo 1339 que «los bienes donados conjuntamente a los esposos
pertenecerán a ambos en proindiviso ordinario y por partes iguales, salvo que el donante haya
dispuesto otra cosa”. Dicha regla no es más que una concreción específica de lo establecido en
materia de copropiedad ordinaria en el artículo 393.2, ya considerado en el tomo cuarto de esta
obra.
- La precisión relativa a que puede ser donatario uno solo de los esposos debe ponerse en
conexión con el inciso de que la donación puede hacerla “cualquier persona»(giro introducido
por la Ley 11/1981) y que, por tanto, permite considerar el supuesto de que uno de los esposos
sea precisamente el donante, en favor del otro.
La importancia de delimitar el concepto de las donaciones por razón de matrimonio radica en que
el legislador, antes y ahora, las ha hecho objeto de un especial trato de favor, disminuyendo en
algunos aspectos la rigidez de los preceptos que regulan las donaciones or dinarias que tuvimos
ocasión de estudiar en el tomo dedicado a los contratos. Por eso, el articulo 1337 dispone que
estas donaciones se rigen por las reglas ordinarias en cuanto no se modifiquen por los artículos
siguientes», leído en sentido contrario, lo que establece dicho precepto, pues, es que las
donaciones por razón de matrimonio se rigen ante todo por sus propias reglas y, cuando estas
no existan, por las disposiciones generales de las donaciones.
Interesa, en consecuencia, determinar el régimen juridico propio de las donaciones por razón de
matrimonio, señalando, en particular, los aspectos en que rigen reglas distintas a las que,
conforme a los artículos 618 y siguientes, debemos considerar reglas comunes u ordinarias.
3. RÉGIMEN JURÍDICO
En el sector normativo ahora considerado solo se contiene una regla especial relativa a la
capacidad del menor: “El menor no emancipado que con arreglo a la Ley pueda casarse, también
puede en capitulaciones matrimoniales o fuera de ellas hacer donaciones por razón de su
matrimonio, con la autorización de sus padres o del tutor. Para aceptarlas, se estará a lo
dispuesto en el Titulo II del Libro III de este Código» (Artículo 1338).
Igualmente rigen las reglas generales en relación con la capacidad para aceptar las donaciones
por razón de matrimonio (cfr., Artículos 625 y 626), bastan-do la capacidad natural para entender
y querer, salvo que se trate de donaciones condicionales u onerosas.
3.3. La forma
Tampoco en este extremo presentan particularidad alguna las donaciones por razón de
matrimonio, resultando pues aplicables los artículos 632 y 633, según que los bienes donados
sean muebles o inmuebles, a cuyo tratamiento (en el tomo tercero) remitimos.
La aplicación del último de los preceptos mencionados implica que la donación de bienes
inmuebles haya de realizarse necesariamente en escritura pública. Sin embargo, ello no supone
que las donaciones por razón de matrimonio deban instrumentarse precisamente en la escritura
pública de capitulaciones matrimoniales, en caso de existir, sino que pueden hacerse en
cualquier otra escritura ad hoc (arg. ex Artículos 1341.2 y 1338).
En consecuencia, las donaciones por razón de matrimonio (sean realizadas por uno de los
contrayentes o por cualesquiera terceros) pueden constar, como ya sabemos, en la escritura de
capitulaciones matrimoniales, pero no deben for-mar parte necesariamente de ella.
Conforme al artículo 1340 «el que diere o prometiere por razón de matrimonio solo estará
obligado a saneamiento por evicción o vicios ocultos si hubiere actuado con mala fe». A estos
efectos véanse los artículos 1475 y siguientes del Código Civil.
Cuanto hasta ahora hemos dicho ha de entenderse referido a la normal eventualidad de que,
trátese de donaciones ordinarias o de donaciones por ra-zón de matrimonio, los bienes donados
sean presentes y existan en el patrimonio del donante, como requiere la lógica del sistema y
exige el principio establecido en el artículo 635.1 de que ala donación no podrá comprender los
bienes futuros». La misma regla la reitera, en relación con las donaciones por razón de
matrimonio, el artículo 1341.1, al decir que «por razón de matrimonio los futuros esposos podrán
donarse bienes presentes».
En realidad, la reiteración de semejante regla (aplicable, asimismo, a los terceros donantes por
razón de matrimonio) no parece tener más sentido que servir de pórtico a lo establecido en el
segundo párrafo del propio articulo 1341: Igualmente podrán donarse antes del matrimonio en
capitulaciones bienes futuros, solo para el caso de muerte, y en la medida marcada por las
disposiciones referentes a la sucesión testada».
La denominada “donación de bienes futuros» encuentra, por consiguiente, una triple limitación:
1.° Solo pueden llevarla a cabo los contrayentes, estando excluida en caso de donaciones
otorgadas por terceros.
2. Solo puede ser pactada en la escritura de capitulaciones matrimoniales otorgada por los
esposos con anterioridad al matrimonio.
3. La validez de la donación de bienes futuros queda circunscrita solo para el caso de muerte de
uno de los cónyuges.
Semejantes requisitos ponen de manifiesto que verdaderamente la llamada “donación de bienes
futuros» no es realmente una donación propia, sino que se trata de pactos sucesorios entre los
esposos incorporados al contenido de las capitulaciones matrimoniales.
La validez y eficacia de las donaciones por razón de matrimonio, como indica su propio nombre,
dependen de la efectiva celebración del matrimonio proyectado, por lo que es obvio que
cualesquiera donaciones por razón de matrimonio realizadas (por definición con anterioridad a
su celebración) dejan de tener sentido si el matrimonio contemplado no llegara a celebrarse.
Siendo ello indiscutible, la dependencia existente entre las donaciones por razón de matrimonio
y el matrimonio ad hoc puede configurarse técnicamente de muy diversas maneras, aunque
tradicionalmente ha prevalecido la tesis de configurarlas como donaciones condicionales, en el
entendido de que la validez de las donaciones por razón de matrimonio dependía de la condición
suspensiva de si el matrimonio llegaba a realizarse o no (si nuptiae fuerint secutae). No obstante,
también cabe defender, que siendo la donación inicial-mente válida, la falta de celebración del
matrimonio opera como condición resolutoria, así como que la celebración del matrimonio
funciona como una verdadera condicio iuris, es decir, como un presupuesto de la validez de las
donaciones.
En su redacción originaria, el Código optó por configurar la falta de celebración del matrimonio
como una causa de revocación (así el derogado Artículo 1333 establecía que la donación era
revocable «si el matrimonio no llegara a celebrarse»), opción legislativa que fue muy criticada
por su falta de acierto técnico. La revocación propiamente dicha supone privar de efecto a un
acto o contrato válido, mientras que en el caso considerado no cabe hablar de validez de la
donación antenupcial hasta el momento en que se produzca efectivamente la celebración del
matrimonio contemplado.
Siguiendo una vez más las orientaciones de la mejor doctrina, a partir de la Ley 11/1981 la falta
de celebración del matrimonio no puede ser considerada como causa de revocación, pues el
vigente articulo 1342 se limita a indicar que «quedarán sin efecto las donaciones por razón de
matrimonio si no llegara a contraerse en el plazo de un año». En caso de falta de celebración del
matrimonio, pues, las donaciones por razón de matrimonio han de considerarse ineficaces, ya
que el mandato normativo establece que han de aquedar sin efecto». Ahora bien, dicho ello, el
artículo 1342 no aclara cuál es la razón ni el alcance de semejante ineficacia. A nuestro entender,
se trata de una ineficacia sobrevenida motivada por la falta de cumplimiento de la conditio iuris
de la celebración del matrimonio y cuya efectividad no puede entenderse de forma automática,
sino que será necesario que el donante, en su caso, realice la oportuna reclamación. El referido
plazo anual, computado desde la consumación de la donación, ha de ser considerado como
plazo de caducidad.
Para tal supuesto, establece el tercer párrafo del articulo 1343 que en las [donaciones por razón
de matrimonio] otorgadas por los contrayentes, se reputará incumplimiento de cargas, además
de las específicas, la anulación del matrimonio si el donatario hubiere obrado de mala fe. Se
estimará ingratitud además de los supuestos legales el que el donatario incurra en causa de
desheredación del artículo 855 o le sea imputable, según la sentencia, la causa de separación o
divorcio» (aunque ya sabemos que no hay causas de separación o divorcio recogidas en el
Código Civil, pues fueron abrogadas por la Ley 15/2005).
Respecto de las donaciones realizadas por terceros, el párrafo segundo del articulo 1343 no hace
referencia alguna a la ingratitud, sino exclusivamente al incumplimiento de cargas: «En las
[donaciones por razón de matrimonio] otorgadas por terceros, se reputará incumplimiento de
cargas, además de cualesquiera otras especificas a que pudiera haberse subordinado la
donación, la anulación del matrimonio por cualquier causa, la separación y el divorcio si al
cónyuge donatario le fueren imputables, según la sentencia, los hechos que los causaron».
El precepto apenas comentado tiene difícil encaje en nuestro actual sistema normativo, desde el
momento en que la Ley 15/2005, de 8 de julio, derogara el sistema causalista de separación y
divorcio, característico de la Ley 30/1981, vigente con anterioridad. Actualmente la separación o
el divorcio no puede ser imputable a ninguno de los cónyuges y, por tanto, el precepto debería
haber sido revisado... precisamente por los legisladores de 2005.
Es obvio que, dado el tenor literal del primer párrafo del propio artículo 1343,las causas de
revocación por ingratitud del articulo 648 son también aplicables a las donaciones ahora
consideradas. Por tanto, si el cónyuge donatario (o, en su caso, ambos esposos) comete delito
contra el donante, o le im-puta delitos perseguibles de oficio, o le niega alimentos, procede la
revocación.
La redacción originaria del Código Civil, siguiendo la orientación romanista, en nuestro caso
vigente en las Partidas y aceptada igualmente por los Códigos latinos en general, estableció el
criterio de absoluta prohibición de la donación entre cónyuges, salvo en el caso de que se
tratasen de «regalos módicos que los cónyuges se hagan en ocasiones de regocijo para la
familia» (derogado Artículo 1334.2). La razón fundamental de semejante regla prohibitiva se
asentaba en la idea de evitar el posible influjo de un cónyuge sobre el otro, permitiendo
desplazamientos patrimoniales que no encontraran fundamento en el verdadero animus donandi
sino en la supremacía de uno de los cónyuges respecto del otro. acentuando así la desigualdad
entre ambos, que era de todo punto de vista obvia cuando las facultades dispositivas y de
administración de los bienes familiares quedaban reservadas o eran atribuidas al varón.
Establecido, sin embargo, el principio de igualdad entre los cónyuges, seme-jante argumentación
pierde peso a ojos vistas, pues teniendo ambos cónyuges igual capacidad de obrar en la gestión
de los bienes conyugales, parece derivarse el corolario de que habrán de ser los propios
cónyuges quienes decidan en todo caso si desean celebrar entre ellos donaciones o cualesquiera
otros contratos.
En dicho marco de ideas se desenvolvió la Ley 11/1981 que, optando por el criterio permisivo (y
abandonando, por tanto, el anterior criterio prohibitivo), dio la siguiente redacción al artículo 1323:
«El marido y la mujer podrán transmitirse por cualquier título bienes y derechos y celebrar entre
si toda clase de contratos». Las donaciones entre cónyuges, pues, son actualmente plenamente
lícitas, tal y como reza hoy el precepto comentado tras la reforma operada por la Ley 13/2005.
CAPITULO 12
LA SOCIEDAD DE GANANCIALES
1. LA SOCIEDAD DE GANANCIALES
1.1. Concepto
El articulo 1316 se encuentra integrado en las «disposiciones comunes “del primer capítulo del
Titulo III del Libro IV del Código y ciertamente es una regla de carácter fundamental en relación
con los matrimonios sometidos a la regulación del Código Civil o al generalmente denominado
Derecho común. En cambio, respecto de otros matrimonios sometidos a normas forales o
especiales. el articulo 1316 no desempeña eficacia alguna, pues serán las propias normas forales
o especiales, como ya sabemos, las que establezcan cuál es el régimen económico-matrimonial
aplicable como sistema supletorio de primer grado.
Así pues, las ganancias o beneficios que se obtengan durante la convivencia matrimonial se
comparten por mitades por ambos cónyuges, pero no cabe reparto alguno hasta que llega el
momento de disolución de la sociedad de gananciales. En principio, es indiferente que las
ganancias se produzcan a consecuencia del trabajo de uno u otro, o de ambos, sin que exista
regla de nivelación entre los ingresos procedentes de la actividad laboral o profesional
desempeñada por los cónyuges. Es asimismo indiferente que el incremento de los bienes
matrimoniales se produzca por los frutos o rentas de los bienes que sean comunes o privativos
de cualquiera de los cónyuges, pues cualesquiera ganancias obtenidas de los bienes comunes
o de los bienes privativos serán en todo caso gananciales.
Ante ello, no es extraño que algunos civilistas consideren y (sobre todo, antes de la reforma de
1981) hayan defendido con insistencia que la denominación legislativa y el régimen normativo
supletorio (el de la sociedad) no han de considerarse casuales, sino, al contrario, bien expresivos
de que estaríamos ante una sociedad universal de las ganancias obtenidas a título oneroso, de
las contempladas expresamente en los artículos 1672 y 1674.
La mayoría de los autores, sin embargo, argumentan que, pese a la denominación legal y la
existencia de aspectos societarios en su régimen normativo, la sociedad de gananciales debe
configurarse como una situación de comunidad de tipo germánico o en mano común. Esta es la
tesis defendida tradicionalmente por la Dirección General de los Registros y del Notariado y el
Tribunal Supremo y por autores de gran relevancia en nuestra doctrina, entre los que ha
sobresalido durante años el Profesor.
Dijimos ya en el tomo cuarto de esta obra que la idea de comunidad germánica (o en mano
común, o Eigentum zur gesamten Hana) es un mero modelo teórico conformado por el arrastre
histórico y no una categoría normativa propiamente dicha. Por tanto, si se defiende la tesis de
aproximar la sociedad de gananciales a la comunidad germánica es necesario de inmediato
resaltar que se trata de una mera proximidad conceptual, que no impide simultáneamente
subrayar que, ante la inexistencia de un régimen jurídico concreto de la comunidad germánica,
la sociedad de gananciales debe configurarse como una situación de carácter obviamente
especial que se regula por su propia normativa.
1. El legislador de 1981,ha de concordarse, suprimió el contenido del antiguo artículo 1395, que
remitía a las normas del contrato de sociedad. Dicha supresión no puede haber sido inconsciente
o descuidada, dado el debate preexistente sobre la materia que estamos considerando.
Cabe hablar, pues, con el mismo sentido, de patrimonio privativo o de patrimonio ganancial.
Los dos primeros artículos de los mencionados se destinan a relacionar, por este orden, los
bienes privativos y los bienes comunes o gananciales. Los siguientes consideran ciertos
supuestos de particular complejidad, así como algunas reglas generales de peculiar importancia,
entre las que asume el absoluto protagonismo, al menos desde el punto de vista práctico, la
presunción de ganancialidad.
No obstante, dicha presunción no puede elevarse a la categoría de clave de bóveda del sistema,
pues realmente la determinación del carácter ganancial o privativo de los bienes de los cónyuges
la lleva a cabo el legislador de manera casuística, como vamos a ver en las páginas siguientes.
En caso de duda o de imposible prueba respecto del carácter privativo o ganancial de un bien,
resulta prudente establecer una regla general en uno u otro sentido, pues evidentemente la
mayor parte de los matrimonios suelen ser duraderos y, de otra parte, no se caracterizan por
llevar una contabilidad detallada, ni por guardar en su caso las facturas u otros documentos
contables de por vida. Llegado, pues, el momento de la disolución de la sociedad de gananciales
si no existiera una norma general al respecto, los problemas se multiplicarían respecto de la
determinación del carácter de los bienes conyugales.
En nuestro Código semejante vis atractiva la desempeñan los bienes gananciales, pues el
articulo 1361 dispone que «se presumen gananciales los bienes existentes en el matrimonio
mientras no se pruebe que pertenecen privativa-mente a uno de los dos cónyuges». Respecto
de los bienes inmuebles, por su parte, establece el articulo 94.1 del Reglamento Hipotecario
(redactado con-forme al RD 3215/1982, de 12 de noviembre) que «los bienes adquiridos a título
oneroso por uno solo de los cónyuges, sin expresar que adquiere para la sociedad de
gananciales, se inscribirán a nombre del cónyuge adquirente con carácter presuntivamente
ganancial».
En efecto, el articulo 1324, ínsito también en las «disposiciones generales» del régimen
económico-matrimonial es aplicable, sin embargo, fundamental-mente a cuanto ahora estamos
viendo, pues determina que «para probar entre cónyuges que determinados bienes son propios
de uno de ellos, será bastante la confesión del otro, pero tal confesión por sí sola no perjudicará
a los herederos forzosos del confesante, ni a los acreedores, sean de la comunidad o de cada
uno de los cónyuges». De semejante tenor, se deduce que el legislador ha opta-do por una vía
intermedia respecto del alcance de la denominada confesión de privatividad:
Aunque el precepto tiene por norte y guía la caracterización como ganancial de un bien adquirido
constante matrimonio a título oneroso que, conforme a las reglas generales del sistema, no lo es
(o debiera serlo), en rigor, su mandato normativo es coherente con la libertad de contratación
entre cónyuges, de una parte, y, de otra, con la realidad doméstica de la mayor parte de los
matrimonios, que una vez transcurrido algún tiempo de estabilidad conyugal prefieren abandonar
«cuotas de privatividad» en favor del patrimonio ganancial, aunque sea solo por razones
prácticas y de mera comodidad.
Basta pensar en que el matrimonio adquiere una nueva vivienda (o maquinaria, o camión) por
valor de 50, tras vender la anterior, privativa de uno de los cónyuges, por valor de 15 y recibir
una «donación familiar» el otro cónyuge de 11, solicitando un préstamo (hipotecario) por el resto,
dado que ambos cónyuges son profesionales con buenos sueldos y están seguros de poder
atender el pago de las amortizaciones de la hipoteca. ¿Cuántos matrimonios se entretendrían en
realizar los quebrados u operaciones aritméticas correspondientes? Sin duda, un escasísimo
porcentaje, pues en general, una vez consolidada la convivencia matrimonial, carece de sentido
para la mayor parte de las economías domésticas vivir con la calculadora en la mano.
En casos de semejante índole lo más frecuente es que los cónyuges adquieran «para la sociedad
de gananciales» y que, por tanto, conforme al párrafo segundo del articulo comentado, exista
una atribución presunta de ganancialidad, más que recurrir a la atribución expresa de
ganancialidad contemplada en el primer párrafo. Esto no obsta a la posible aplicación del derecho
de reembolso, como luego veremos.
La relación inicial de los bienes privativos la realiza el artículo 1346, algunos de cuyos números
glosaremos brevemente, al tiempo que transcribimos el precepto, conforme al cual son privativos
de cada uno de los cónyuges:
1. Los bienes y derechos que le pertenecieran al comenzar la sociedad.
Siendo el régimen de gananciales una comunidad de ganancias, los bienes que ya pertenecieran
a los cónyuges con anterioridad a la constitución de dicho régimen es obvio que han de ser
privativos, con independencia de que la sociedad de gananciales comience en el propio momento
de la celebración del matrimonio o cualquier otro momento posterior.
El texto legal habla en sentido general de “bienes y derechos» y ciertamente, junto con la
propiedad de algunos bienes propiamente dicha, cualesquiera otras facultades u otros derechos
susceptibles de individualización patrimonial han de ser considerados privativos. Da igual que se
trate de la propiedad de un objeto artístico, de una finca o de una suma de dinero.
Se incluyen en tal categoría, por antonomasia, los bienes que pudiera adquirir cualquiera de los
cónyuges por donación o título hereditario de cuales-quiera personas, trátese de sus familiares
o de cualesquiera otros terceros que lo deseen beneficiar.
Bajo este número se contemplan las alteraciones patrimoniales a las que resulta aplicable el
principio de subrogación real que, con carácter general, es tenido en cuenta por el legislador para
decretar la condición (ganancial o) privativa de aquellos bienes o derechos adquiridos a título
oneroso, sea porque un bien sale del patrimonio privativo del cónyuge titular y se convierte en
dinero, sea porque se adquiere un bien con dinero privativo.
4. Los adquiridos por derecho de retracto perteneciente a uno solo de los cónyuges.
Se trata de una nueva aplicación del principio de subrogación real, en la que el legislador
considera que la adquisición de un bien encuentra causa en la titularidad exclusiva del derecho
de retracto por parte de uno de los cónyuges que, por ser copropietario, colindante, coheredero
o arrendatario, goza de la facultad de preferente adquisición respecto de un bien determinado.
La contemplación concreta de tal supuesto implica, además, que el titular del retracto deviene
titular exclusivo del bien adquirido aun en el caso de que el precio o la contraprestación
correspondiente sea realizada a cargo de los bienes comunes o gananciales (el precio se abona
con fondos gananciales), pues resulta claro que si el ejercicio del retracto supusiera únicamente
sacrificio patrimonial para los bienes privativos del titular del retracto, obviamente la cuestión
quedaría resuelta conforme a los números analizados anteriormente (para el derecho de retracto,
número 1; para la adquisición del bien retraído, número 3, por realizarse a costa de los bienes
propios).
En efecto, así es y así lo indica expresamente el último párrafo del articu-lo 1346: Los bienes
mencionados en los apartados 4 y 8 no perderán su carácter de privativos por el hecho de que
su adquisición se haya realizado con fondos comunes; pero, en este caso, la sociedad será
acreedora del cónyuge propietario por el valor satisfecho».
Se consideran aquí los derechos personalísimos, bien por ser intransmisibles en todo caso o
bien por su conexión con la persona del titular en el caso de que tengan contenido patrimonial
(derecho de habitación, por ejemplo).
6. El resarcimiento por daños inferidos a la persona de uno de los cónyuges o a sus bienes
privativos.
Los bienes indicados han de considerarse privativos por destino y mantie. nen tal carácter
aunque hayan sido adquiridos a costa del caudal común, dado que el sostenimiento de la familia
es una carga de la sociedad de gananciales. Por tanto, la sociedad carece de derecho a reintegro
alguno por tal concepto.
Excluye el precepto los objetos de uso personal de valor extraordinario, requisito que habrá de
ser interpretado conforme a las circunstancias concretas de cada familia.
Evidentemente, los bienes contemplados ahora son también privativos por destino, dada la
necesaria adscripción a la actividad profesional de cada cónyuge, aun en el caso de que hayan
sido adquiridos con dinero ganancial. Pero, en este caso, procede el reintegro de su valor a la
sociedad (cfr. Último Párrafo del Artículo 1346). La razón de ello parece radicar en que, partiendo
el precepto de la ilimitación de «instrumentos necesarios para el ejercicio de la profesión», seria
injusto que uno de los cónyuges pudiera «cargar» sobre la sociedad una excesiva cuantía de
gastos de instalación (supongamos, un circo o una clínica dental).
Cualesquiera ingresos debidos a la actividad laboral o profesional (sea cual sea el oficio o el
empleo) de uno o de ambos cónyuges se consideran gananciales.
2. Los frutos, rentas o intereses que produzcan tanto los bienes privativos como los
gananciales.
Cuanto produzcan los bienes de los cónyuges, sean privativos o ya comunes, se convierte
automáticamente en bien ganancial. Por tanto, si en el momento de contraer matrimonio uno de
los cónyuges tiene un gran patrimonio personal, una enorme riqueza, los bienes que lo componen
seguirán siendo suyos durante la vigencia de la sociedad de gananciales y una vez llegado el
momento de la liquidación, pero, en cambio, todo cuanto hayan producido constante matrimonio
habrá de considerarse ganancia atribuible a ambos cónyuges por mitad.
3. Los adquiridos a titulo oneroso a costa del caudal común, bien se haga la adquisición
para la comunidad, bien para uno solo de los esposos.
Se trata en este número de una nueva aplicación del principio de subrogación real: los bienes
adquiridos sustituyen en el patrimonio ganancial al caudal (o capital) con el que han sido
adquiridos.
4. Los adquiridos por derecho de retracto de carácter ganancial, aun cuando lo fueran con
fondos privativos, en cuyo caso la sociedad será deudora del cónyuge por el valor
satisfecho.
Es una norma paralela a la establecida, respecto del carácter privativo del derecho de retracto,
en el número 4 del artículo 1346.Cabe, por tanto, remitir-se a lo dicho en relación con él, si bien
ahora el retracto es de naturaleza ganancial y, por tanto, también lo será el bien que mediante
su ejercicio se adquiera, aunque se satisfaga con capital privativo.
Conforme al articulo 1348 ”siempre que pertenezca privativamente a uno de los cónyuges una
cantidad o crédito pagaderos en cierto número de años, no serán gananciales las sumas que se
cobren en los plazos vencidos durante el matrimonio, sino que se estimarán capital de uno u otro
cónyuge, según a qien pertenezca el crédito».
Tampoco existe contradicción alguna con lo establecido en el elenco general de bienes privativos
y comunes en la previsión normativa especialmente dedicada a los derechos de pensión o
usufructo: «El derecho de usufructo o de pensión, perteneciente a uno de los cónyuges, formara
parte de sus bienes propios; pero los frutos, pensiones o intereses devengados durante el
matrimonio serán gananciales» (artículo 1349), pues los frutos, rentas o intereses de los bienes
privativos son gananciales según el artículo 1347.2.
Los Tribunales han tenido que pronunciarse en repetidas ocasiones sobre la consideración como
gananciales o privativos de algunos cobros periódicos controvertidos, en cuanto que surgen de
cotizaciones a la Seguridad Social realizadas con dinero proveniente del trabajo, es decir
ganancial. Entre ellas se encuentran las pensiones por jubilación, por jubilación anticipada (plan
de bajas anticipadas), seguros por invalidez, planes de pensiones, o incluso indemniza-ciones
por despido improcedente.
En este sentido existen dos elementos cuya concurrencia permite declarar que una determinada
prestación relacionada con los ingresos salariales, directos o indirectos, deba tener la naturaleza
de bien ganancial o, por el contrario, formará parte de los bienes privativos de quien la percibió.
Tales elementos son:
b) la distinción entre el derecho a cobrar tales prestaciones, que debe ser considerado como un
componente de los derechos de la personalidad y, por tanto, no es un bien ganancial sino
privativo, y los rendimientos de estos derechos devengados durante la vigencia de la sociedad
de gananciales, que tendrán carácter común (SSTS 541/2005, de 29 de junio, 715/2007, de 26
de junio, y otras muchas).
Establece el artículo 1350 que «se reputarán gananciales las cabezas de ganado que al
disolverse la sociedad excedan del número aportado por cada uno de los cónyuges con carácter
privativo».
Aunque prima facie pueda resultar llamativo, según el artículo 1351,«las ganancias obtenidas
por cualquiera de los cónyuges en el juego o las procedentes de otras causas que eximan de la
restitución, pertenecerán a la sociedad de gananciales”. La razón de semejante opción
legislativa, aparte de otras consideraciones (en las que no vamos a extendernos) parece radicar
en que si bien el juego o la apuesta no pueden considerarse en si forma de trabajo alguno, su
resultado positivo cabe estimarlo, en sentido muy amplio, fruto de la “industria» o habilidad del
cónyuge que lo practica.
En relación con las acciones y participaciones sociales que cualquiera de los cónyuges pudiera
adquirir, constante matrimonio y a costa del caudal común, por tener un derecho de suscripción
preferente o de análoga naturaleza, en principio habrían de ser gananciales por aplicación de lo
establecido en el articulo 1347.2.
Sin embargo, el supuesto es objeto de regulación específica en el articulo 1352,que opta por
establecer la naturaleza privativa de las participaciones sociales adquiridas tras la constitución
de la sociedad de gananciales, aun en el caso de que su adquisición se realice a costa del
patrimonio ganancial, otorgando a la sociedad de gananciales un mero derecho de reintegro o
reembolso: Las nuevas acciones u otros títulos o participaciones sociales suscritos como
consecuencia de la titularidad de otros privativos serán también privativos. Asimismo lo serán las
cantidades obtenidas por la enajenación del derecho a suscribir.
Si para el pago de la suscripción se utilizaren fondos comunes o se emitieren las acciones con
cargo a los beneficios, se reembolsará el valor satisfecho».
Mucho más raro resulta en la práctica que los cónyuges resulten beneficiados conjuntamente por
disposiciones testamentarias, aunque no lo es tanto que los cónyuges sean donatarios conjuntos.
En ambos casos caben dos opciones básicas: entender que los bienes atribuidos a título gratuito
son gananciales o entender que se encuentran en situación de proindiviso ordinario y que la
cuota correspondiente a cada uno de los cónyuges incrementa su patrimonio privativo.
El artículo 1353 autoriza o legitima ambas opciones, pero si el donante o testador no hubiere
dispuesto lo contrario, se pronuncia en favor del carácter ganancial de las donaciones o
atribuciones sucesorias: “Los bienes donados o dejados en testamento a los cónyuges
conjuntamente y sin especial designación de partes, constante la sociedad, se entenderán
gananciales, siempre que la liberalidad fuere aceptada por ambos y el donante o testador no
hubiere dispuesto lo contrario».
Tras la reforma de 1981 se ha dado en denominar así a las adquisiciones realizadas mediante
precio o, mejor, capital o caudal ganancial y privativo.
Para tales supuestos, establece ex novo el actual artículo 1354 que «los bienes adquiridos
mediante precio o contraprestación, en parte ganancial y en par-te privativo, corresponderán pro
indiviso a la sociedad de gananciales y al cónyuge o cónyuges en proporción al valor de las
aportaciones respectivas”. Nace, pues, sin duda una situación de copropiedad o comunidad entre
el cónyuge o los cónyuges aportantes y el patrimonio ganancial, que en general ha de entenderse
sometida a las prescripciones de los artículos 392 y siguientes.
Cosa diferente es que semejante opción legislativa resulte criticable, como ocurre al parecer de
muchos autores, que hubieran considerado preferible que el bien adquirido hubiese sido
declarado privativo o ganancial, en dependencia de las cantidades aportadas por la sociedad de
gananciales y el patrimonio privativo de los cónyuges, dando lugar después a los
correspondientes reintegros o reembolsos entre la masas patrimoniales.
Debe recordarse que el artículo 1354 es de aplicación a las empresas o establecimientos creados
constante matrimonio cuando para su fundación o constitución se hayan empleado caudales
comunes y privativos (artículo 1347.5); así como a la adquisición de la vivienda y ajuar familiares,
según dispone expresamente el artículo 1357.2 Código Civil.
En relación con las adquisiciones realizadas mediante precio aplazado resulta necesario
distinguir fundamentalmente entre si el momento de la adquisición tiene lugar antes o después
de la vigencia de la sociedad de gananciales:
A) Para el primer supuesto, establece el artículo 1357 que «los bienes comprados a plazos por
uno de los cónyuges antes de comenzar la sociedad tendrán siempre carácter privativo, aun
cuando la totalidad o parte del precio aplazado se satisfaga con dinero ganancial». Por tanto, los
fondos utilizados para la adquisición carecen de trascendencia alguna, ya que, nacido el derecho
a la adquisición antes de la vigencia de la sociedad de gananciales, se impone el carácter
privativo de los bienes.
Aunque ninguno de los preceptos transcritos realiza indicación alguna res-pecto de los
eventuales reintegros entre el caudal común y el patrimonio propio del cónyuge a quien se
atribuya el bien como privativo (o viceversa, naturalmente). sin duda alguna son procedentes los
reembolsos que correspondan.
Los preceptos ahora considerados han sido aplicados analógicamente por los Tribunales en
supuestos de pagos de plazos de préstamos hipotecarios, a pesar de que en ellos la
compraventa se haya realizado al contado (vid., como ejemplo, la STS de 31 de octubre de 1989).
Como regla general, las mejoras o el incremento de valor que a lo largo de la convivencia
matrimonial (sometida a gananciales) puedan experimentar cualesquiera tipos de bienes tendrán
la misma naturaleza que los bienes mejorados o revalorizados.
-Las edificaciones, plantaciones y cualesquiera otras mejoras que se realicen en los bienes
gananciales y en los privativos tendrán el carácter correspondiente a los bienes a que afecten,
sin perjuicio del reembolso del valor satisfecho».
-Las mismas reglas del artículo anterior se aplicarán a los incrementos patrimoniales
incorporados a una explotación, establecimiento mercantil u otro género de empresa».
Sin embargo, tal principio es objeto de corrección en favor de los bienes gananciales, dada su
peculiar vis atractiva, cuando la mejora o el incremento de valor de los bienes privativos fuese
debida a la inversión de fondos comunes o a la actividad de cualquiera de los cónyuges, pues
en tal caso no se genera simplemente un reembolso en favor de la sociedad de gananciales, sino
que «la sociedad será acreedora del aumento del valor que los bienes tengan» como
consecuencia de la mejora o del incremento patrimonial, al tiempo de la disolución de la sociedad
o de la enajenación del bien mejorado (artículo 1359.2).
6. LA OBLIGACIÓN DE REEMBOLSO
1.INTRODUCCIÓN
La disposición de los bienes gananciales está presidida actualmente, tras la reforma de 1981,
por la gestión conjunta de los cónyuges, en el sentido que se expondrá en este capítulo.
El artículo 1413 originario concedía incluso al marido la facultad de «enajenar y obligar a título
oneroso los bienes de la sociedad de gananciales sin el consentimiento de la mujer», lo que
provocó en la práctica «ruinas familiares» de las que únicamente tenia conocimiento el patriarca
familiar que, privado de control alguno, actuaba a su antojo y, en muchos casos (deudas de
juego, apuestas, etc.), caprichosamente. El planteamiento era verdaderamente disparatado y fue
objeto de críticas generalizadas que convirtieron al artículo 1413 en una de las normas más
conocidas del conjunto del Código.
Sin embargo, la tímida reforma no llegó a alcanzar las potestades de gestión exclusiva del
marido, pues este seguía siendo el único administrador y podía enajenar, por sí mismo, los
bienes gananciales que no fueran inmuebles o establecimientos mercantiles. La razón de ello la
ofrecía de forma paladina la propia Exposición de Motivos de la Ley de 1958,conforme a la cual
«en la sociedad conyugal, por exigencias de la unidad matrimonial, existe una potestad de
dirección que la naturaleza, la religión y la historia atribuyen al marido».
2. LA GESTION CONJUNTA
Actualmente, por tanto, el artículo 1375 establece como principio en la materia que «en defecto
de pacto en capitulaciones, la gestión y disposición de los bienes gananciales corresponde
conjuntamente a los cónyuges, sin perjuicio de lo que se determina en los artículos siguientes».
Este último inciso («sin perjuicio...»), atendiendo a los precedentes históricos en la materia,
podría inducir a pensar que el principio de gestión conjunta recibe numerosas excepciones en
favor del marido. Sin embargo, no es así, pues el principio de igualdad conyugal establecido en
la Constitución ha sido escrupulosamente respetado por el legislador ordinario al proceder a la
reforma del Código Civil. El legislador, pues, pretende advertir sencillamente que la gestión
conjunta no excluye la posibilidad de que, en algunos supuestos, cualquiera de los cónyuges
pueda llevar a cabo actos de administración y disposición respecto de los bienes gananciales,
como veremos más adelante al considerar los supuestos legales de actuación individual.
El articulo 1375, anteriormente reproducido, es el primero de la Sección 4.3. cuya rúbrica oficial
es De la administración de la sociedad de gananciales (artículo 1375 a 1391).
De otra parte, conviene subrayar que el principio de actuación conjunta o de gestión conjunta se
encuentra referido tanto a las facultades de administración como a las de disposición, por lo que
ahora resulta relativamente necesario extenderse en la diferenciación entre actos de
administración y actos de disposición (que en otros sectores del Derecho civil resulta
determinante), pues el legislador, como regla, los somete al mismo régimen normativo de
exigencia del consentimiento de ambos cónyuges.
Según el artículo 1377.1 «para realizar actos de disposición a título oneroso sobre bienes
gananciales se requerirá el consentimiento de ambos cónyuges». Constituye una mera
concreción del principio de actuación conjunta que en sí misma no requiere mayor comentario.
Sin embargo, hemos de preguntarnos qué ocurre en el caso de que, por las razones que fueren,
uno de los cónyuges enajena o lleva a efecto un acto de disposición relativo a un bien ganancial
sin contar con el consentimiento del otro cónyuge.
El supuesto, que puede verse dificultado en relación con los bienes inmuebles (aunque tampoco
resulta imposible),es relativamente frecuente respecto de cualesquiera otros bienes y no es
objeto de regulación en la sección dedicada a la administración de los bienes gananciales, sino
en el articulo 1322.1,que dispone lo siguiente: “Cuando la Ley requiera para un acto de
administración o disposición que uno de los cónyuges actúe con el consentimiento del otro, los
realizados sin él y que no hayan sido expresa o tácitamente confirmados podrán ser anulados a
instancia del cónyuge cuyo consentimiento se haya omitido o de sus herederos».
Procede, pues, el régimen de la anulabilidad en sentido estricto, tal y como fue expuesta en el
tomo tercero dedicado a los contratos. Nos limitaremos a recordar que el ejercicio de tal acción
prescribe a los cuatro años, que se contarán desde el día de la disolución de la sociedad conyugal
o del matrimonio, salvo que antes se hubiese tenido conocimiento suficiente del acto o contrato
(ex Artículo 1301).
En cambio, en relación con los actos de disposición a título gratuito procede la nulidad radical en
caso de falta de consentimiento de cualquiera de los cónyuges. Así lo establece, haciendo
doblete en este caso, el Código:
El articulo 1378 determina en su encabezamiento que «serán nulos los actos a titulo gratuito si
no concurre el consentimiento de ambos cónyuges».
-El segundo párrafo del artículo 1322, en similares términos, dispone que «serán nulos los actos
a título gratuito sobre bienes comunes si falta, el consentimiento del otro cónyuge».
De ahí que, para los supuestos de negocios fraudulentos, conforme a lo dispuesto en el artículo
1397.2,si los bienes no pudieran ser recuperados, debe comprenderse en el activo ganancial, en
el momento de liquidación del régimen consorcial,el importe actualizado del valor que tenían al
ser enajenados por negocio ilegal o fraudulento, sin perjuicio de que además este tipo de
disposiciones pueda ser causa de disolución judicial de la sociedad en los términos del articulo
1393.2,como luego veremos.
La diferencia de trato entre el régimen de ineficacia de los actos de administración y de
disposición a título oneroso, de una parte, y, de otra, de los actos de disposición a título gratuito,
en caso de falta de consentimiento de uno de los cónyuges, es perfectamente razonable y se
asienta en la evidente justificación de que los terceros adquirentes no pueden considerarse
igualmente protegidos frente a la eventual ineficacia del acto de adquisición. Los adquirentes a
título gratuito nada han sacrificado y, por tanto, su adquisición puede ser impugnada en cualquier
momento.
Por disposición expresa de la parte final del articulo 1378, las liberalidades de uso o «regalos de
costumbre» serán válidas y eficaces aunque sean realizadas por uno de los cónyuges a cargo
de los bienes gananciales, sin contar con el consentimiento del otro. A nuestro juicio, la eficacia
de tales liberalidades no supone negarles el carácter de donación, sino sencillamente reconocer
que los regalos habitualmente practicados y acordes con el status económico de la familia han
de considerarse integrados dentro de la potestad doméstica de cualquiera de los cónyuges.
Tras la reforma de 1981, el principio de actuación conjunta de los cónyuges se completa con el
deber de información consagrado en el nuevo articulo 1383: Deben los cónyuges informarse
recíproca y periódicamente sobre la situación y rendimientos de cualquier actividad económica
suya».
Aunque aisladamente considerado dicho precepto pueda considerarse prima facie como una
declaración puramente retórica e impropia de un Código Civil (en tal sentido lo presentan algunos
autores), conviene advertir que el artículo 1393.4.° considera causa suficiente para que uno de
los cónyuges inste la disolución judicial de la sociedad de gananciales que el otro incumpla "grave
y reiteradamente el deber de informar sobre la marcha y rendimientos de sus actividades
económicas».
El fundamento del deber de información, por otra parte, está fuera de duda, ya que los
rendimientos de cualesquiera actividades económicas (trabajo o in-dustria) de uno de los
cónyuges incrementan el activo del patrimonio ganancial que a ambos interesa y, en general, no
representa más que un aspecto secunda-rio de la comunidad de vida e intereses que el
matrimonio y el régimen económico-matrimonial de gananciales presuponen.
-Si uno lo negare o estuviere impedido para prestarlo, podrá el Juez autorizar uno o varios actos
dispositivos cuando lo considere de interés para la familia. Excepcionalmente, acordara las
limitaciones o cautelas que estime convenientes» (Artículo 1377.2).
Las ligeras variantes gramaticales entre uno y otro precepto son nimias y probablemente
motivadas porque la absoluta reiteración textual en ambos hubiera resultado ridícula. En todo
caso, ambos artículos deberían haber sido refundidos en uno, vista la coincidencia básica del
mandato normativo: que el juez puede representar el desempate en la opinión encontrada de los
cónyuges cuando uno de ellos negare injustificadamente el consentimiento en relación con un
acto de administración o de disposición o se encontrara impedido, de forma provisional o
pasajera, para prestarlo (pues si el impedimento tiene visos de permanencia lo que realmente
procede es la transferencia judicial de la gestión del patrimonio ganancial, a la que más adelante
nos referiremos).
Conviene dejar reseñado que la nueva Ley de jurisdicción voluntaria (Ley 15/2015,de 2 de julio)
ha dedicado el artículo 90 de dicha Ley a la intervención judicial en los casos de desacuerdo
conyugal y en la administración de los bienes gananciales, conforme a lo siguiente:
Se seguirán los trámites regulados en las normas comunes de esta Ley cuando los cónyuges,
individual o conjuntamente, soliciten la intervención o autorización judicial para:
a) Fijar el domicilio conyugal o disponer sobre la vivienda habitual y objetos de uso ordinario, si
hubiere desacuerdo entre los cónyuges.
b) Fijar la contribución a las cargas del matrimonio, cuando uno de los cónyuges incumpliere tal
deber.
d) Conferir la administración de los bienes comunes, cuando uno de los cónyuges se hallare
impedido para prestar el consentimiento o hubiere abando-nado la familia o existiere separación
de hecho.
3. En los expedientes a que se refieren los dos apartados anteriores será competente el Juzgado
de Primera Instancia del que sea o hubiera sido el últmo domicilio o residencia de los cónyuges.
5. En estos expedientes se dará audiencia al Ministerio Fiscal cuando estén comprometidos los
intereses de los menores o personas con capacidad modificada judicialmente».
Leído en el sentido que ahora nos interesa, el articulo 1375 establece que «la gestión y
disposición de los bienes gananciales corresponde conjuntamente a los cónyuges, sin perjuicio
de lo que se determina en los artículos siguientes» y en defecto de pacto en contrario establecido
en capitulaciones. La norma es concordante con el propio articulo 1315 y, en definitiva, viene a
reconocer que las relaciones patrimoniales entre los cónyuges quedarán conformadas, en su
caso, de acuerdo con las propias previsiones de estos, que no se encuentran vinculados por los
esquemas propios de los diversos regimenes económicos del matrimonio regulados en la ley.
Sin embargo, el articulo 1315 precisa que la libertad capitular de los cónyuges habrá de respetar
las «limitaciones, establecidas en este Código» y el artículo 1328, por su parte, en sede de
capitulaciones, considera «nula cualquier estipulación, limitativa de la igualdad de derechos que
corresponda a cada cónyuge».
La tensión entre la libertad de estipulación de los cónyuges, de una parte, y de otra, la igualdad
entre ambos, está servida y se pone sobre todo de manifiesto cuando se considera la
eventualidad de que los cónyuges deseen establecer en capitulaciones que solo uno de ellos
será el administrador de la sociedad de gananciales (de ahí que el tema no se haya considerado
antes, al estudiar las capitulaciones, donde nos limitamos a transcribir el Artículo 1328).
Las posiciones doctrinales se encuentran muy enfrentadas (y, por desgracia, no existe
jurisprudencia al respecto) en relación con la admisibilidad del pacto capitular relativo a la gestión
individual por uno de los cónyuges:
-Para algunos relevantes autores, semejante pacto habría de considerar-se nulo por atentar
contra la igualdad conyugal, consagrada no solo en el articulo 1328 del Código Civil, sino también
en el articulo 32 de la Constitución, salvo que se configurase como un poder revocable (pues en
tal caso bastaría el desapoderamiento del cónyuge no administrador para recuperar la facultad
objeto de concesión).
-Otros civilistas de gran prestigio, en cambio, dan por hecho que el artículo 1375 autoriza
expresamente la modificación de las reglas (igualitarias) de gestión del patrimonio ganancial
establecidas por el Código y que, en consecuencia, debe entenderse que el propio legislador
considera que el pacto de administración por uno de los cónyuges no atenta contra el principio
de igualdad.
A nuestro juicio, probablemente es preferible esta última opción, pues en los escasos supuestos
en que se otorguen capitulaciones matrimoniales para prever tal caso (como demuestra la
inexistencia de jurisprudencia al respecto), habrán de ser los propios cónyuges quienes valoren
si ejercitan o no el derecho-deber de administración de forma conjunta o, si por el contrario, uno
de ellos queda exonerado de semejante carga.
La gestión conjunta resulta en numerosos casos un ideal imposible o, sencillamente, una regla
excesiva para el funcionamiento cotidiano de la pareja matrimonial sometida al régimen de
gananciales, por lo que su mantenimiento contra viento y marea podría originar mayores
inconvenientes que ventajas. Siendo consciente de ello el legislador y reconocida igual
capacidad a ambos cónyuges, la versión actual del Código regula expresamente un buen número
de supuestos en los que legitima la actuación individual de uno de los cónyuges (de cualquiera
de ellos, eso sí), pese a que, como principio, rija la gestión conjunta.
Tales supuestos los vamos a ir analizando seguidamente, con un cierto tin-te exegético, tal y
como hace la generalidad de la doctrina. Algunos tratadistas encabezan dicho tratamiento
insistiendo en la idea de que la gestión conjunta es la regla y los supuestos de actuación
individual son sus excepciones, dado que la gestión conjunta se impone respecto de los actos
patrimonialmente más importantes y la actuación individual se permite en relación con extremos
de menor trascendencia económica. Sin embargo, reconocido ello, es muy dudosa la pretendida
excepcionalidad de los supuestos de actuación individual, pues la práctica cotidiana acredita que,
realmente, la gestión individual del patrimonio ganancial no es precisamente una rara avis, sino
una constante presente en la mayor parte de los matrimonios sometidos al régimen legal de
gananciales.
Ahora nos interesa solo destacar que en el estricto ámbito de la potestad doméstica(necesidades
familiares y circunstancias de cada caso), la actuación individual de los cónyuges no solo es que
sea perfectamente lícita y admisible, sino que, de añadidura, constituye un deber de ambos, al
menos en cuanto se refiere a los aspectos fundamentales de sostenimiento, alimentos y
educación de los hijos. En consecuencia, cualquiera de los cónyuges puede realizar actos de
administración y de disposición recayentes sobre los bienes gananciales de forma aislada e
individual siempre que actúe conforme a los requerimientos del articulo 1319.
El artículo 1381 legitima la actuación individual de cualquiera de los cónyuges respecto de los
frutos de sus bienes privativos, disponiendo lo siguiente: «Los frutos y ganancias de los
patrimonios privativos y las ganancias de cualquiera de los cónyuges forman parte del haber de
la sociedad y están sujetos a las cargas y responsabilidades de la sociedad de gananciales. Sin
embargo, cada cónyuge, como administrador de su patrimonio privativo, podrá este solo efecto
disponer de los frutos y productos de sus bienes».
En realidad, la primera parte de dicho articulo es una mera reiteración de lo establecido en los
números 2 y 1 (por dicho orden ahora) del artículo 1347, en el que, como sabemos, se consideran
gananciales tanto los frutos de los bienes privativos cuanto los bienes obtenidos por el trabajo o
la industria de cualquiera de los cónyuges. Por tanto, el primer sector o corte del articulo 1381
nada tiene que ver con la gestión del patrimonio ganancial ni con la temática de la administración
de la sociedad de gananciales, constituyendo, como mucho, un mero recordatorio (por tanto,
superfluo en buena técnica legislativa) de la condición de gananciales de algunos bienes.
La segunda parte del articulo 1381 otorga a cualquiera de los cónyuges la facultad de realizar
actos dispositivos sobre los frutos de sus bienes privativos, pero lo hace al solo efecto de permitir
la correcta administración del patrimonio privativo. Por tanto, los actos de disposición deben estar
dirigidos a evitar el perjuicio de los frutos de los bienes privativos (que son, reiterémoslo,
gananciales), en el entendido de que una vez realizados el resultado patrimonial de ellos (venta
de la uva o transacción respecto del cobro de alquileres impagados de un bien inmueble privativo)
ha de integrarse en la masa ganancial.
M. PENA BERNALDO DE QUIRÓS considera que, pese a que los términos literales de la
segunda parte del articulo 1381 excluyen los actos dispositivos sobre las ganancias obtenidas
del trabajo o de la profesión de cualquiera de los cónyuges (que, obviamente, son gananciales:
cfr: artículos 1347.1), los «frutos» del trabajo deberían también ser objeto de actos de disposición
por parte del cónyuge que los obtiene. Sin embargo, dicha propuesta, minoritaria y anclada en
los textos legislativos anteriores a la Ley 11/1981, difícilmente puede ser compartida.
Según el articulo 1382,«cada cónyuge podrá, sin el consentimiento del otro, pero siempre con su
conocimiento, tomar como anticipo el numerario ganancial que le sea necesario, de acuerdo con
los usos y circunstancias de la familia, para el ejercicio de su profesión o la administración
ordinaria de sus bienes».
Sin duda alguna, el precepto está referido al dinero metálico que, en un momento determinado,
obre en la que podríamos denominar «caja de la sociedad de gananciales» y considera que la
facultad de tomar el anticipo queda afectada a las necesidades dimanantes del ejercicio de la
profesión o de la administración de los bienes privativos del cónyuge que «decide» por sí mismo
(pues no necesita contar con el consentimiento del consorte) llevar a efecto el anticipo.
Inicialmente, la norma puede parecer llamativa y, en cierto sentido, extravagante al conjunto del
sistema de gananciales. Sin embargo, no lo es, pues el Código establece que los gastos
originados por la administración de los bienes privativos y lo el desempeño de la profesión o
explotación de los negocios de cualquiera de los cónyuges son cargo de la sociedad de
gananciales (artículo 1362.3.2 y 4.2). Además, como ha puesto de manifiesto la Profesora
TORRES GARCIA, si tanto lo obtenido por el trabajo personal cuanto los frutos y rendimientos
del patrimonio privativo de cada cónyuge forman parte de la masa ganancial, resulta incluso
natural que se recurra al metálico ganancial para atender la continuidad de la profesión o negocio
y la administración de los bienes privativos.
Ante ello, dispone el artículo 1384 que «serán válidos los actos de administración de bienes y los
de disposición de dinero o títulos valores realizados por el cónyuge a cuyo nombre figuren o en
cuyo poder se encuentren».
En parecido sentido, el artículo 1385.1 contempla la situación de los derechos de crédito, los
cuales «cualquiera que sea su naturaleza -esto es, ganancial o privativa-,serán ejercitados por
aquel de los cónyuges a cuyo nombre aparezcan constituidos».
Habilita igualmente el Código a cualquiera de los cónyuges para llevar a cabo todo tipo de actos
necesarios para la defensa del patrimonio ganancial, pues aunque el articulo 1385.2 plantee el
tema desde el prisma exclusivamente judicial («cualquiera de los cónyuges podrá ejercitar la
defensa de los bienes y derechos comunes, por vía de acción o de excepción»), es obvio que
quien puede lo más puede lo menos y, por tanto, cualquiera de los cónyuges podrá realizar toda
suerte de actos jurídicos o materiales que, aunque carezcan de naturaleza procesal propiamente
dicha, tengan por objeto el evitar cualquier perjuicio al patrimonio ganancial.
Establece el articulo 1386 que «para realizar gastos urgentes de carácter necesario, aun cuando
sean extraordinarios, bastará el consentimiento de uno solo de los cónyuges», tenga o no
conocimiento de ello el otro cónyuge, pues la facultad de actuación individual la otorga la ley en
el presente caso atendiendo a la urgencia de los gastos que debe afrontar la sociedad de
gananciales.
Precisa el precepto que la actuación individual será legítima aunque se trate de “gastos
extraordinarios» que simultáneamente sean urgentes y necesarios. Cabe resaltar, en
consecuencia, que la previsión normativa del artículo 1386 atiende a supuestos diversos a los
de la potestad doméstica, reconociendo a la atención de las necesidades extraordinarias un
ámbito propio de actuación. Sin embargo, en numerosos casos, resultará extraordinariamente
dificil deslindar uno y otro ámbito, pues con frecuencia los gastos extraordinarios podrán
embutirse en el propio ámbito de la potestad doméstica (piénsese, por ejemplo, en la atención
médica urgente provocada por un accidente de moto de uno de los hijos o en los gastos derivados
de la inundación o incendio del piso o apartamento que constituye el hogar familiar, etc.).
Regula el Código de forma concreta la eventualidad de que la realización individual por parte de
cualquiera de los cónyuges de ciertos actos pueda resultar lesiva o perjudicial para el otro
cónvuge:
-Si como consecuencia de un acto de administración o de disposición llevado a cabo por uno
solo de los cónyuges hubiere este obtenido un beneficio o lucro exclusivo para él u ocasionado
dolosamente un daño a la sociedad, será deudor a la misma por su importe, aunque el otro
cónyuge no impugne cuando proceda la eficacia del acto» (Artículo 1390).
-Cuando el conyuge hubiere realizado un acto en fraude de los derechos de su consorte será,
en todo caso, de aplicación lo dispuesto en el articulo anterior y, además, si el adquirente hubiere
procedido de mala fe, el acto será rescindible»(Artículo 1391).
En primer lugar hay que destacar que estos preceptos se refieren a actos lesivos o fraudulentos
relativos a bienes gananciales, pues con relación a sus bienes privativos cualquiera de los
cónyuges puede disponer lo que crea conveniente, aunque se traduzca eventualmente en un
perjuicio para la sociedad ganancial (como sería el caso de decidir acabar con el arrendamiento
de una finca privativa, dado que las rentas sí son gananciales).
Se observará también que la lesión o l fraude están referidos única y exclusivamente al otro
cónyuge (no a terceras personas), sea mediante la referencia a él mismo propiamente dicho, a
la sociedad de gananciales o al beneficio exclusivo del otro cónyuge actuante. De otra parte, la
actuación individual contemplada por ambos preceptos no queda circunscrita a los casos en que
la actuación individual de uno de los cónyuges contravenga las normas que requiere la gestión
conjunta.
En consecuencia, los artículos 1390 y 1391 son aplicables aun en el caso de que el cónyuge
actuante se encontrara legitimado para actuar individualmente, ...siempre y cuando los actos
llevados a cabo por él determinen el resultado lesivo o fraudulento para el otro cónyuge, pues
los preceptos transcritos tienen por norte y guía evitar el perjuicio patrimonial del cónyuge no
actuante frente a los actos (sean de administración o de disposición, como precisa el
encabezamiento del Artículo 1390) del agente o, si prefiere decirlo así, proteger el patrimonio
ganancial de la sociedad.
a) Beneficio o lucro exclusivo para el cónyuge agente del que se ve privado el otro cónyuge, por
considerarse que semejante resultado supone un enrique-cimiento injusto.
c) Actos fraudulentos respecto del consorte no actuante, cuyos intereses se ven perjudicados
por la actuación del cónyuge contratante, que oculta beneficios o ganancias, enajena bienes
gananciales a bajo precio, etc.
Pero, obsérvese, el acto transmisivo o la deuda contraída, desde el punto de vista de los terceros
mantienen plenamente su validez si no son impugnadas o si no procede la impugnación. En
cambio, en caso de fraude, “si el adquirente hubiera procedido de mala fe, el acto será
rescindible». Así pues, el consilium fraudis determina, cumulativamente («además»). la ineficacia
del acto transmisivo realizado por el cónyuge actuante.
Con todo, habrá de concordarse que la regla general del reintegro en favor de la sociedad no se
caracteriza precisamente por su gravedad o dureza en relación con actos conyugales que, con
todo fundamento, permiten hablar de desasosiego y pérdida de confianza entre los cónyuges,
vinculados no solo por el matrimonio, sino también por la comunidad de ganancias o beneficios
constante matrimonio. A nuestro juicio, asi es, al menos y por ello se comprende perfectamente
que el articulo 1393.2 considere que el cónyuge perjudicado se encuentra legitimado para instar
la disolución judicial de la sociedad de gananciales en el caso de «venir el otro cónyuge
realizando por sí solo actos dispositivos o de gestión patrimonial que entrañen fraude, daño o
peligro para los derechos del otro en la sociedad».
El tenor literal de este último precepto, sin embargo, lleva a la mayoría de la doctrina a defender
que la disolución judicial de la sociedad de gananciales puede instarse solo cuando exista
reiteración en tal sentido, esto es, que uno de los cónyuges de forma continuada y repetitiva
origine perjuicio al otro cónyuge. A nuestro entender, sin embargo, dicha interpretación beneficia
en exceso al cónyuge ventajista (valga la calificación) y, por tanto, debería revisarse.
Los supuestos legales de legitima actuación individual de cualquiera de los cónyuges no suponen
la quiebra estructural del principio de gestión conjunta, sino la concreción del ámbito en el que la
actuación individual resulta posible y licita. Para todo lo demás, rige la regla de actuación conjunta
de los cónyuges.
En ciertos supuestos, sin embargo, ante la imposibilidad o inconveniencia de que uno de los
cónyuges pueda llevar a cabo los oportunos actos de administración o disposición (o prestar su
consentimiento para los actos de actuación conjunta), considerando que la gestión conjunta
resulta inviable, el ordenamiento jurídico transfiere o traspasa a uno de los cónyuges el conjunto
de las facultades administrativas del patrimonio ganancial.
La denominación se ha mantenido por la doctrina una vez aprobada la Ley 11/1981, que
naturalmente contempla el tema respecto de ambos cónyuges en absoluto plano de igualdad.
Cabe, pues, cuando haya causa para ello, transferir al otro cónyuge, en bloque, las facultades
de administración y disposición. Los artículos 1387 y 1388 plantean la cuestión distinguiendo
entre la transferencia ope legis y la transferencia judicial, según las circunstancias que originen
la privación de las facultades de administración y disposición a uno de los cónyuges.
La asunción por uno de los cónyuges del conjunto de las facultades de administración y
disposición presupone que él mismo sea el tutor de su consorte (lo que, como sabemos,
constituye la regla general en caso de incapacitación del otro cónyuge: cfr: Artículo 234.1.), pero
el administrador recibe tales poderes «por ministerio de la ley”, de forma automática, y
comprendiendo tanto las facultades de administración cuanto las de disposición.
Dada la diferencia de tenor literal entre los artículos 1387 y 1388,parece indiscutible que la
denominada transferencia judicial solo permite «conferir la administración» al cónyuge que no se
encuentra incurso en ninguna de las causas reseñadas y que, no obstante, se encuentra
bloqueado respecto de la gestión de los bienes gananciales por la imposibilidad de contar con el
consentimiento de su consorte. Por tanto, para realizar actos de disposición, habría de contar
con la pertinente autorización judicial.
Sin embargo, dicho planteamiento depende de qué se entienda por «ple-nas facultades» en la
administración del patrimonio ganancial, pues los términos del articulo 1389, que en seguida
pasamos a analizar, podrían llevar a la conclusión de que solo los actos de disposición
especialmente relevantes que-dan sometidos a la autorización judicial. En rigor, los supuestos
considerados como causa de la transferencia judicial constituyen una grave rémora tanto para la
administración cuanto para la disposición de los bienes gananciales y,en términos prácticos al
menos, resulta impensable que el cónyuge administrador quedara sometido a la autorización
judicial incluso respecto de los actos de disposición requeridos por la administración ordinaria del
patrimonio ganancial.
Dicha «plenitud de facultades», desde luego, es más aparente que real respecto de los actos de
disposición de la mayor parte de los bienes gananciales valiosos, pues dispone el segundo
apartado del artículo comentado que «en todo caso para realizar actos de disposición sobre
inmuebles, establecimientos mercantiles, objetos preciosos o valores mobiliarios, salvo el
derecho de suscripción preferente, necesitará autorización judicial».
Aunque cabe defender la anulabilidad de la realización de cualesquiera actos sin la preceptiva
autorización judicial, atendiendo a las peculiares caracteristicas de los supuestos de hecho que
generan la transferencia de la gestión de la sociedad de gananciales a uno de los cónyuges,
quizá resulte preferible predicar la nulidad radical de tales actos por vulnerar una norma
imperativa, sin que entre en juego la regla establecida en la parte final del primer párrafo del
articulo 1322. En favor de semejante argumentación tiene un enorme peso la consideración de
que el otro cónyuge (con discapacidad, ausente, separado, etc.) difícilmente podrá instar la
anulación del acto indebido realizado por el cónyuge administrador. Lo hasta ahora dicho,
naturalmente, es aplicable tanto a la transferencia ope legis como a la transferencia judicial y se
asienta en la peculiar importancia de los bienes objeto de consideración, pues en la generalidad
de los casos representarán el grueso del activo de la sociedad de gananciales.
Ahora bien, si en relación con los bienes gananciales de particular significación económica
conviene endurecer las condiciones del ejercicio de las facultades de disposición por parte del
cónyuge administrador, el planteamiento debería invertirse respecto de los actos de disposición
requeridos por la administración ordinaria del patrimonio ganancial. En tal sentido, el tenor literal
del primer párrafo del artículo 1389 y, en particular, la consideración del giro atendrá para ello
[para administrar] plenas facultades», de particular fuerza semántica, parecen autorizar la
conclusión de que verdaderamente la norma presupone, como regla, la admisibilidad de los actos
de disposición requeridos por la administración ordinaria del patrimonio ganancial, si bien la
resolución judicial (hecha a la medida, según las peticiones del caso) puede establecer otras
limitaciones (por ejemplo, cuantitativas).
Para finalizar el presente capítulo, debemos hacer una referencia a la regulación, en sede de
administración de la sociedad de gananciales, de la posible disposición mortis causa de los
bienes gananciales, que el articulo 1379 autoriza expresamente afirmando que «cada uno de los
cónyuges podrá disponer por testamento de la mitad de los bienes gananciales».
El articulo 1380, por su parte, merece la misma suerte de críticas, ya que su mandato normativo,
de querer mantenerse, debería haber sido integrado en las normas sobre legados más que en
sede de la gestión de la sociedad de gananciales. Establece dicho precepto que «la disposición
testamentaria de un bien ganancial producirá todos sus efectos si fuere adjudicado a la herencia
del testador. En caso contrario,se entenderá legado el valor que tuviera al tiempo del
fallecimiento».
1. INTRODUCCIÓN
Una vez analizadas las reglas de gestión de los bienes gananciales, debemos considerar los
aspectos relativos a lo que doctrinalmente se denomina a veces el pasivo ganancial, esto es, el
conjunto de las cargas o deudas de la sociedad de gananciales y las reglas de imputación de
tales deudas a los patrimonios común y privativos de los cónyuges.
Tales aspectos los desarrolla el Código otorgándole precedencia sistemáti-ca al pasivo ganancial
(Sección 3.a, De las cargas y obligaciones de la sociedad de gananciales; arts.1362 a 1374)
respecto del conjunto normativo dedicado a la administración de la sociedad de gananciales
(Sección 4.2), que nosotros ya hemos considerado.
La generalidad de la doctrina, sin embargo, sigue al pie de la letra la ordenación del Código y,
en consecuencia, desarrolla antes los extremos relativos a las cargas y obligaciones de la
sociedad de gananciales que los aspectos referentes a la administración y disposición de los
bienes gananciales. A nuestro juicio, sin embargo, es más claro y didáctico invertir los polos,
pues difícilmente pueden comprenderse algunos puntos de la Sección 3.° si previamente no se
tienen claras las reglas de gestión conjunta y, simultáneamente, la existencia de una pluralidad
de supuestos en los que la actuación individual de cualquiera de los cónyuges vincula a la
sociedad de gananciales.
Afirmar que la sociedad de gananciales queda vinculada o es deudora frente a terceros con
quienes los cónyuges hayan contratado o a quienes hayan dañado extracontractualmente no
significa desde luego otorgar personalidad jurídica propia a la sociedad de gananciales, por
mucho que el tenor literal de diversos preceptos del Código (que ahora vamos a analizar
brevemente) hable de «gastos de cargo de la sociedad de gananciales», «deudas de la
sociedad» o de «responsabilidad de los bienes gananciales».
De lege data, la sociedad de gananciales carece de personalidad jurídica alguna y, por tanto,
solo actúan en el tráfico los cónyuges, quienes serán acreedores o deudores respecto de terceras
personas o entre si mismos (si procede algún reintegro o reembolso entre el patrimonio ganancial
y cualquiera de los patrimonios privativos o propios de los cónyuges, sea en favor de aquel, sea
en favor de estos). Así pues, la sociedad de gananciales en cuanto tal es un mero punto de
referencia de la actuación de los cónyuges, dada la existencia de diversos patrimonios
separados.
Si los actos de los cónyuges son realizados dentro del ámbito propio de la gestión de los bienes
gananciales, es natural que haya de ser el patrimonio común el que haya de afrontar los gastos
realizados o las deudas contraídas por el cónyuge actuante, considérese el tema desde la
perspectiva interna intracon-yugal o desde el prisma de los terceros acreedores. Por el contrario,
si la deuda asumida por los cónyuges (o por uno de ellos, más corrientemente) no puede
considerarse atinente a la sociedad de gananciales, es obvio que el pago o la responsabilidad
procedente del impago debe pesar sobre el patrimonio privativo del cónyuge que a ella dio lugar.
Ahora bien, dicho planteamiento lógico no encuentra una exacta traducción en los textos
normativos vigentes, los cuales optando por favorecer el tráfico económico y procurando evitar
la burla de los acreedores, sacrifican a veces la pura lógica del sistema y establecen unos cauces
de comunicación de responsabilidad entre los patrimonios privativos de los cónyuges y el
patrimonio común en favor de los terceros, en el entendido de que Intraconyugalmente
procederán seguidamente los correspondientes reintegros.
El artículo 1362 enumera una serie de gastos que el Código considera como partidas del pasivo
ganancial. Al igual que en otras ocasiones, nos habremos de limitar a glosar algunos de los
pasajes del precepto, que textualmente establece que:
Serán de cargo de la sociedad de gananciales los gastos que se originen por alguna de las
siguientes causas:
La alimentación y educación de los hijos de uno solo de los cónyuges correrá a cargo de la
sociedad de gananciales cuando convivan en el hogar familiar. En caso contrario, los gastos
derivados de estos conceptos serán sufragados por la sociedad de gananciales, pero darán lugar
a reintegro en el momento de la liquidación».
En relación con el primer párrafo hay que destacar que los gastos han de adecuarse a las
circunstancias familiares y que, respecto de los cónyuges e hijos,comprenden cualesquiera
atenciones, aunque no resulten imprescindibles o necesarias para la subsistencia.
Los gastos originados por la integración familiar (en el hogar) de los hijos de uno solo de los
cónyuges tienen carácter ganancial como si de hijos comunes se tratara. En cambio, si tales hijos
no viven en el domicilio familiar, aunque los gastos han de ser «sufragados por la sociedad de
gananciales», la imputación definitiva de su montante habrá de hacerse a cargo del patrimonio
privativo de quien sea su progenitor. Debemos destacar no obstante que la convivencia como
criterio decisorio ha sido criticada por algunos autores.
Cualesquiera gastos generados por los bienes gananciales serán a cargo de la sociedad de
gananciales, comenzando por los gastos de adquisición e inclu-yendo cualesquiera costes de
reparación, conservación, administración, etc. Recordemos de nuevo que las cuotas del
préstamo hipotecario destinado a la adquisición de la vivienda familiar han de ser satisfechas por
los adquirentes de ella, en proporción a su cuota, y si el bien es ganancial por mitad (STS
188/2011, de 28 de marzo).
Respecto de los bienes privativos la naturaleza ganancial del gasto queda circunscrita a los
derivados de la «administración ordinaria».
Tales gastos, al igual que en el caso anterior, se consideran gananciales en tanto en cuanto
también lo son las ganancias obtenidas mediante la actividad profesional del cónyuge de que se
trate.
Agotado el elenco del artículo 1362, el siguiente artículo dedica un precepto particular a un
supuesto de frecuencia relativa: “Serán también de cargo de la sociedad las cantidades donadas
o prometidas por ambos cónyuges de común acuerdo, cuando no hubiesen pactado que hayan
de satisfacerse con los bienes privativos de uno de ellos en todo o en parte» (Artículo 1363).
Deben considerarse, asimismo, una carga de la sociedad de gananciales las deudas de juego
que, ocasionadas por cualquiera de los cónyuges, cumplan los requisitos del articulo 1371:Lo
perdido y pagado durante el matrimonio por alguno de los cónyuges en cualquier clase de juego
no disminuirá su parte respectiva de los gananciales siempre que el importe de aquella pérdida
pudiere considerarse moderada con arreglo al uso y circunstancias de la familia».
Hemos advertido al comienzo del capitulo que las reglas de lógica formal que podrían deducirse
de la existencia de tres patrimonios separados a considerar en el régimen de gananciales no
encuentran una directa traducción en las normas aplicables a cada una de las categorías de
supuestos que deben considerarse y que a continuación iremos viendo por separado:
1. Deudas de carácter común contraídas por ambos cónyuges o por uno de ellos con el
consentimiento del otro.
2. Deudas de carácter común pese a haber sido contraídas por uno solo de los cónyuges, pero
lícitamente y en el ámbito imputable a la sociedad de gananciales.
Resumiendo, cabe afirmar que, en relación con las deudas comunes, los bienes gananciales
quedan en todo caso afectos solidariamente con el patrimonio privativo (o los patrimonios
privativos) del cónyuge (o, en su caso, los cónyuges) a quien(es) técnicamente se pueda atribuir
la condición de deudor, dado que la sociedad de gananciales, propiamente hablando, no puede
ser deudora.
Respecto de las deudas propias o privativas, los bienes gananciales también quedan afectos a
su cumplimiento, pero solo en forma subsidiaria respecto del patrimonio privativo del cónyuge
deudor (o, en su caso, rarísimo por cierto, de ambos cónyuges en la proporción que corresponda
o, en su defecto, por mitad).
Expresa el artículo 1367 que «los bienes gananciales responderán en todo caso de las
obligaciones contraídas por los dos cónyuges conjuntamente o por uno de ellos con el
consentimiento expreso del otro».
En cambio, dicha equiparación no puede mantenerse en relación con la posible afección del
patrimonio privativo de cada uno de los cónyuges, pues si parece innegable que en el caso de
actuación conjunta quedan afectos también los patrimonios privativos de ambos cónyuges, no
ha de ocurrir lo mismo cuando el cónyuge deudor sea solo uno de ellos. No siendo uno de ellos
deudor, aunque haya prestado su consentimiento (simultáneo o posterior) al acto realizado por
el otro consorte, su patrimonio privativo parece que no ha de quedar afecto al cumplimiento de
las obligaciones contraídas.
Antes conviene señalar que la regla general respecto de la responsabilidad de los bienes
gananciales es la establecida en el articulo 1369: «De las deudas de un cónyuge que sean,
además, deudas de la sociedad responderán también solidariamente los bienes de esta». Como
ya advirtiéramos, la utilización gramatical de ciertos giros por parte del Código no deja de ser
llamativa: aquí estamos frente a deudas de un cónyuge que, simultáneamente, son deudas de la
sociedad.
En realidad, se trata de expresiones apocopadas que pretenden poner de manifiesto que las
obligaciones contraídas por uno cualquiera de los cónyuges pueden haber estado presididas por
la atención y las exigencias propias de la sociedad de gananciales y no necesariamente por la
gestión del patrimonio privativo correspondiente (en cuyo caso no podría hablarse de adeuda de
la socie-dad», sino de adeuda propia» o «deuda privativa»).
El precepto establece que los bienes de la sociedad de gananciales quedan también afectos
solidariamente a la satisfacción de la deuda de un cónyuge. Solidariamente, ha de entenderse
(aunque curiosamente no lo diga el 1369) con los bienes privativos del cónyuge deudor.
Semejante solidaridad, obviamente, no se refiere a la solidaridad pasiva o de deudores
propiamente dicha (cfr. Artículos 1137 y ss.), pues no cabe solidaridad alguna entre una persona
y un patrimonio (el cónyuge deudor y la masa ganancial), sino que sitúa al patrimonio ganancial
y al patrimonio privativo del cónyuge deudor, a las dos masas patrimoniales, en un mismo plano
de responsabilidad.
De tal forma, cualquier acreedor, a su comodidad, podrá dirigirse indistintamente contra los
bienes gananciales o los bienes privativos del cónyuge deudor, sin necesidad de hacer excusión
de estos últimos, pues ambas masas patrimoniales están colocadas en el mismo plano a efectos
de responsabilidad.
Sin necesidad de reiterar el significado propio de la potestad doméstica, baste recalcar al efecto
que el artículo 1365 determina que «los bienes gananciales responderán directamente frente al
acreedor de las deudas contraídas por un cónyuge: 1. En el ejercicio de la potestad doméstica o
de la gestión o disposición de gananciales, que por ley o por capítulos le corresponda».
Potestad doméstica aparte, el último inciso del precepto transcrito considera vinculados los
bienes gananciales a la satisfacción de cualesquiera deudas contraídas por uno solo de los
cónyuges en cualesquiera supuestos en los que, conforme a lo visto en el anterior capítulo,
resulta lícita y vinculante la actuación individual de uno de los cónyuges, sea por autorizarlo así
la ley (sea en los que denominamos «supuestos legales de actuación individual», sea en los
casos de transferencia de la gestión a un solo consorte) o por haber sido pactado
convencionalmente.
La afección del patrimonio ganancial a las deudas contraídas por cualquiera de ambos conceptos
es conforme con el hecho de que los gastos originados por la administración ordinaria de los
bienes privativos (Artículo 1362.3) o el des-empeño de la profesión, arte u oficio de cada cónyuge
(Artículo 1362.4.)constituyen cargas de la sociedad de gananciales. De otra parte, es obvio que
semejante planteamiento de pasivo encuentra una absoluta correspondencia con el hecho de
que las ganancias obtenidas en uno u otro caso o por uno u otro concepto, devienen bienes
gananciales.
El último inciso del articulo 1365.2, redactado conforme a la Ley 11/1981 y la Ley 13/2005,
contiene una referencia especial, aunque sea por remisión, al régimen de responsabilidad de los
empresarios o comerciantes individuales sometidos al sistema de gananciales, afirmando que
«si uno de los cónyuges fuera comerciante, se estará a lo dispuesto en el Código de Comercion.
La precisión tiene cierta importancia en cuanto pone de manifesto que la Ley 11/1981 hace suya,
ratificándola, la reforma introducida en los artículos 4,6 a 12,y 21 del Código de Comercio por la
Ley 14/1975, de 2 de mayo. Conforme a esta última disposición legislativa, el articulo 6 del
Código de Comercio establece que, en caso de ejercicio del comercio por persona casada,
quedarán obligados a las resultas del comercio «los bienes propios del cónyuge que lo ejerza y
los adquiridos con esas resultas (que, en cuanto ganancias del cónyuge comerciante, son
gananciales]. Para que los demás bienes comunes [el resto de los gananciales] queden
obligados, será necesario el consentimiento de ambos cónyuges».
-Se presumirá otorgado el consentimiento, cuando se ejerza el comercio con conocimiento y sin
oposición expresa del cónyuge que deba prestarlo» (Artículo 7 del Código de Comercio).
Por el contrario, la eventual afección de los bienes privativos del cónyuge no comerciante resulta
extraordinariamente dificultada, ya que, conforme al artículo 9, «el consentimiento para obligar
los bienes propios del cónyuge del comerciante habrá de ser expreso en cada caso».
Dedica el Código una regla particular a los supuestos en que exista separación conyugal de
hecho, pues, como veremos más adelante, la separación de hecho no comporta por sí misma la
disolución ope legis de la sociedad de gananciales (cfr. Artículo 1392), sino que solo es causa
de disolución judicial, a instancia de parte, cuando el periodo temporal de separación supere el
plazo de un año (cfr.Artículo 1393.3.).
Así pues, por imperativo legal, al menos durante la fase inicial de la separa-ción de hecho
provocada unilateralmente, seguirá vigente la sociedad de ganan-ciales, cuya duración en la
práctica supera ampliamente el plazo de un año en la mayor parte de las ocasiones.
Pues bien, en relación con tal hipótesis, establece el articulo 1368 que también responderán los
bienes gananciales de las obligaciones contraídas por uno solo de los cónyuges en caso de
separación de hecho para atender a los gastos de sostenimiento, previsión y educación de los
hijos que estén a cargo de la so-ciedad de gananciales».
Como puede verse, la norma es una mera reiteración del carácter ganancial de las cargas
inherentes al sostenimiento de la familia contempladas en la primera de las causas reguladas en
el artículo 1362 y, por tanto, puede ponerse en duda su utilidad desde la perspectiva
intraconyugal. Sin embargo, dado que declara la responsabilidad de los bienes gananciales,
desde el punto de vista de la protección de terceros acreedores, acaso no sea absolutamente
superflua en cuanto garantiza especialmente la afección del patrimonio ganancial mientras no
sea disuelta la sociedad de gananciales.
5.5. Adquisiciones por uno de los cónyuges de bienes gananciales mediante precio
aplazado
Siendo el bien ganancial, reintegros aparte en su caso, sería lo natural que los bienes
gananciales respondieran de la deuda aplazada pese a haber sido contraída solo por uno de los
cónyuges. Sin embargo, el articulo 1370 establece una dictio legis sumamente oscura, sobre la
que, hasta la presente, no ha tenido ocasión de pronunciarse reiteradamente el Tribunal
Supremo, y que presenta notorios problemas de interpretación: «Por el precio aplazado del bien
ganan-cial adquirido por un cónyuge sin el consentimiento del otro responderá siempre el bien
adquirido, sin perjuicio de la responsabilidad de otros bienes según las reglas de este Código».
Al establecer la «responsabilidad del bien adquirido”, consideran algunos autores que el articulo
1370 representa una derogación de la regla general establecida en el articulo anterior, conforme
al cual responderán solidariamente los bienes gananciales de las deudas de un cónyuge que,
simultáneamente, sean deudas de la sociedad.
A nuestra entender, sin embargo, probablemente no haya de llegarse a tan drástica solución de
privar de efecto al articulo 1369,pues el significado propio del articulo 1370 parece radicar
exclusivamente en declarar la especial afección del bien adquirido mientras se encuentren
pendientes de pago los plazos del mis-mo «sin perjuicio de la responsabilidad de otros bienes
según las reglas de este Código».Si ello es así, la peculiaridad del articulo 1370 radicaría
entonces en que el acreedor por el precio aplazado debería «conformarse» con agredir
inicialmente solo el bien en cuestión (mediante el ejercicio de la resolución por impago o la
cláusula de reserva de dominio inherente a la mayor parte de las ventas a plazo; o a través de la
ejecución o el embargo del propio bien) siempre que fuera suficiente para atender las
expectativas de su derecho de crédito. En caso de insatisfacción, seguirían en pie las reglas
generales de responsabilidad, que supondrían la afección de los bienes privativos del cónyuge
contratante y la responsabilidad solidaria del conjunto de los bienes gananciales, en el sentido
ya explicado.
En la línea defendida parece moverse la STS 586/2008, de 20 de junio (Ponente Sr. Montés
Penadés) en un supuesto en el que la esposa codemandada opone su falta de legitimación
pasiva al no haber intervenido en la compraventa del bien inmueble objeto de hipoteca y, de otro
lado, al no haberse incluido como ganan-cial el bien en unas capitulaciones otorgadas
posteriormente. En el fundamento tercero, razona el TS que «el articulo 1370 CC resuelve en
especial el problema que se plantea cuando la obligación de pagar el precio aplazado, que en
nuestro caso confluye con la de pagar los plazos del crédito hipotecario, no es obligación de la
sociedad [de gananciales], y resuelve que el bien responde siempre, aunque sea ganancial y no
lo sea la obligación de pagar el precio».
En definitiva, tratándose de compras realizadas por uno solo de los cónyuges, aunque el bien
adquirido pueda ser ganancial (ex Artículo 1356.1) quizá la deuda no lo sea (si no resultan
aplicables los Artículos 1365 y ss.), y en ese caso solo responderían del pago de dicha deuda
los bienes privativos del cónyuge deudor, nunca los gananciales, y en particular tampoco el bien
adquirido. Por ello,es importante la regla del articulo 1370, de manera que por ese precio
aplazado responda también al menos el bien adquirido, sin perjuicio de que puedan responder
igualmente otros bienes comunes ex artículos 1319, 1365 y 1368.
El Código en algún pasaje normativo y la doctrina, con carácter general, utilizan la noción de
deuda propia para referirse a las obligaciones contraídas por cualquiera de los cónyuges que no
son a cargo de la sociedad de gananciales. Se trata, pues, de un concepto fundamentalmente
negativo: las deudas que no deban o puedan considerarse gananciales habrán de ser calificadas
como deuda propia de uno de los cónyuges.
El hecho, sin embargo, de que el Código considere deudas gananciales las generadas por la
administración ordinaria de los patrimonios privativos, así como por el desempeño de la profesión
u oficio de cualquiera de los cónyuges (Artículo 1362.3.°y 4.) reduce extraordinariamente el
ámbito natural de las deudas propias. No obstante, el propio Código se refiere a algunas de ellas:
1. Las deudas de juego pendientes de pago, pues, según el artículo 1372, «de lo perdido y no
pagado por alguno de los cónyuges en los juegos en que la ley concede acción para reclamar lo
que se gane responden exclusivamente los bienes privativos del deudor».
3. Los gastos de alimentación y educación de los hijos no comunes que, a su vez, no residan en
el hogar familiar (Artículo 1362.1."in fine).
De otra parte,es obvio que cualesquiera deudas asumidas o contraídas por uno de los cónyuges
antes de la vigencia de la sociedad de gananciales (normalmente, antes del matrimonio) han de
ser consideradas deudas propias de cada uno de los cónyuges.
La regla general al respecto la formula el encabezamiento del articulo 1373 afirmando que «cada
cónyuge responde con su patrimonio personal de las deudas propias y, si sus bienes privativos
no fueran suficientes para hacerlas efectivas, el acreedor podrá pedir el embargo de bienes
gananciales», con los efectos que seguidamente veremos.
Así pues, la responsabilidad de los bienes gananciales por las deudas propias es subsidiaria,
quedando reservada para el supuesto en el que el patrimonio privativo fuera insuficiente para
atenderla.
Sin embargo, en relación con las deudas de juego pendientes de pago, el articulo 1372 establece
que «responden exclusivamente los bienes privativos del deudor», expresión literal que parece
excluir en este supuesto la responsabilidad subsidiaria de los bienes gananciales. No obstante,
cabe también entender que la declaración de responsabilidad exclusiva de los bienes privativos
del cónyuge deudor por razón de juego se realiza por contraste con lo establecido en el artículo
1371 y que, por tanto, la regla general de responsabilidad subsidiaria de los bienes gananciales
rige también respecto de las deudas de juego impagadas.
A) Soportar que la satisfacción de la deuda propia o privativa del con-yuge deudor se haga a
cargo de bienes gananciales. Para tal supuesto, el articulo 1373.2 ordena que asi se realizase la
ejecución sobre bienes comunes,se reputará que el cónyuge deudor tiene recibido a cuenta de
su participación el valor de aquellos al tiempo en que los abone con otros caudales propios o al
tiempo de liquidación de la sociedad conyugal». La regla, pues, es de mero ajuste contable o de
reintegro.
B) Sustituir el embargo de bienes gananciales concretos (los elegidos por el acreedor, que en
general serán los más fáciles de ejecutar) por «la parte que ostenta el cónyuge deudor en la
sociedad conyugal», lo que obviamente implica la disolución y liquidación de la sociedad de
gananciales y que el acreedor habrá de esperar a su realización para agredir los bienes que le
sean adjudicados al cónyuge deudor.
7. REINTEGROS INTERCONYUGALES
El artículo 1364 contempla el supuesto de que wel cónyuge que hubiere aportado bienes
privativos para los gastos o pagos que sean de cargo de la sociedad tendrá derecho a ser
reintegrado del valor a costa del patrimonio común». Se trata de una reiteración más de la técnica
del reintegro o reembolso entre las respectivas masas patrimoniales a considerar en el régimen
de gananciales, en favor ahora del patrimonio privativo que haya atendido el pago de alguna de
las obligaciones que pesan sobre la sociedad de gananciales.
Pero es obvio que la norma, con visos de generalidad, puede ser leída también sensu contrario,
imponiendo el reintegro en favor del patrimonio ganancial cuando resulte procedente (cfr. Artículo
1362.1 in fine o Artículo 1373.2), tal y como ya vimos en relación con el artículo 1358 al
considerar el activo ganancial.
CAPÍTULO 15
La disolución ipso iure o de pleno derecho se encuentra contemplada en el artículo 1392, que
enumera las siguientes cuatro causas originadoras de la disolución de la sociedad de
gananciales:
4. Cuando los cónyuges convengan un régimen económico distinto en la forma prevenida en este
Código.
El propio encabezamiento del articulo 1392 expresa que, mediando cualquiera de las causas
reseñadas, «la sociedad de gananciales concluirá de pleno derecho», expresión de la que hay
que deducir que la extinción del régimen económico -matrimonial de gananciales se produce
desde el preciso instante en que se haya producido cualquiera de los supuestos de hecho
anteriormente referidos y que pasamos a analizar por separado.
Quizá por ello, una vez vigente la Ley 11/1981, el legislador consideró oportuno convertir el
silogismo anterior en una norma concreta y, conforme a la redacción dada por la Ley 30/1981, el
vigente artículo 95.1,incluido dentro de los efectos comunes a la nulidad, separación y divorcio,
ordena que en relación con cualquier crisis matrimonial «la sentencia firme producirá, respecto
de los bienes del matrimonio, la disolución del régimen económico matrimonial».
El dies a quo a partir del cual se considera extinguida la sociedad de gananciales es la fecha de
la firmeza de la sentencia de nulidad, separación o divorcio, no la fecha en la que se dicta el auto
de admisión de la demanda, según se desprende del tenor literal del artículo 102, y de ahí la
posibilidad de solicitar al Juez la adopción de medidas provisionales para el tiempo que
transcurra entre la interposición de la demanda y la firmeza de la sentencia, ex artículo 103,
ambos del Código. Por ello, durante todo ese periodo intermedio subsiste el sistema de
gananciales, y por ello debe aplicarse la presunción de ganancialidad de los bienes, aunque
hayan sido adquiridos durante la separación de hecho.
Sin embargo, lo cierto es que los Tribunales cada vez atienden más a la desaparición del
fundamento de la comunidad ganancial que es la convivencia. Luego lo desarrollaremos al
analizar la extinción de la sociedad por separación de hecho de los cónyuges.
2.1. La disolución del matrimonio
Se reclama aquí la aplicación del artículo 85, en cuya virtud la disolución del matrimonio
propiamente dicha solo tiene lugar por la muerte o declaración de fallecimiento de uno de los
cónyuges o por el divorcio.
Para el supuesto de que fuera solamente uno de los cónyuges quien hubiera tenido buena fe en
el momento de celebración del matrimonio, la Ley 11/1981 introdujo una regla particular, que se
encuentra acogida en el articulo 1395: Cuando la sociedad de gananciales se disuelva por
nulidad del matrimonio y uno de los cónyuges hubiera sido declarado de mala fe, podrá el otro
optar por la liquidación del régimen matrimonial según las normas de esta Sección o por las
disposiciones relativas al régimen de participación, y el contrayente de mala fe no tendrá derecho
a participar en las ganancias obtenidas por su consorte». El cónyuge de buena fe, pues, según
las circunstancias concretas de su caso puede optar por la aplicación de las reglas propias de la
disolución de la socie-dad de gananciales que analizaremos en este mismo capítulo o, por el
contrario, por las características del régimen de participación que más adelante veremos.
Con posterioridad, dado el ritmo de las reformas de 1981,la Ley 30/1981 reiteró lo ya dicho en el
artículo 1395 y en el artículo 95.2,generalizando su contenido a cualquier régimen económico-
matrimonial e imponiendo, en todo caso, la pérdida de las ganancias para el contrayente de mala
fe.
Como bien denota el tenor literal del precepto, la separación decretada judicialmente conlleva la
disolución de la sociedad de gananciales, en el entendido de que un régimen como el de
gananciales, inspirado en la comunidad de vida y ganancias, casa mal con la situación de
separación acordada judicialmente.
En efecto, el juego de los artículos 1327 y 1392 arroja, sin duda alguna, la conclusión de que, en
caso de separación de hecho, no bastará el mero acuerdo de los cónyuges, documentado de
manera privada, para entender que se ha lle-vado a efecto la disolución de la sociedad de
gananciales preexistente, pues en tal caso se requiere el otorgamiento de la oportuna escritura
pública, como ha tenido ocasión de razonar extensamente la STS 61/2006, de 3 de febrero
(Ponente Roca Trías).
Cierto es que, en tal caso de separación de hecho, los todavía cónyuges podrán poner fin a la
sociedad de gananciales mediante el otorgamiento de las correspondientes capitulaciones
matrimoniales. Es más, desde hace años, es frecuentisimo que la relativa generalización de las
capitulaciones encuentre fundamento precisamente en situaciones de crisis más o menos
larvadas y, en particular, en la separación de hecho.
Por lo demás, es obvio que desde la instauración del principio de mutabilidad del régimen
económico-matrimonial, no constituye presupuesto alguno de la modificación del régimen
patrimonial del matrimonio la separación de hecho. Los cónyuges pueden convenir la
modificación del sistema de bienes, sin causa concreta alguna y sencillamente porque les venga
en gana, en cualquier momento de su convivencia matrimonial.
3. LA DISOLUCIÓN JUDICIAL
Junto con los supuestos de disolución ipso iure, el artículo 1393 reseña una serie de causas que
permiten al cónyuge interesado solicitar judicialmente la disolución de la sociedad de
gananciales. Si se atiende, pues, a la iniciativa en el tema, se pueden denominar causas de
disolución a instancia de parte, dado que presuponen necesariamente la actuación de uno de los
cónyuges.
Sin embargo, quizá resulte preferible hablar de disolución judicial, tal y como se hace en el
epígrafe, para poner de manifesto que la resolución judicial es verdaderamente el acto que pone
fin a la sociedad de gananciales, pues conforme al encabezamiento del articulo 1394, «los
efectos de la disolución prevista en el artículo anterior se producirán desde la fecha en que se
acuerde». Así pues, hasta que la resolución judicial no haya sido dictada seguirá vigente la
sociedad de gananciales, pese a la preexistencia de cualquiera de las causas que permiten
solicitar su disolución.
El tenor literal del ordinal 1 artículo 1393 Código Civil, conforme a la redacción dada por la
LAPCD, es el siguiente:
También concluirá por decisión judicial la sociedad de gananciales, a petición de uno de los
cónyuges, en alguno de los casos siguientes:
1.° Si respecto del otro cónyuge se hubieren dispuesto judicialmente medidas de apoyo que
impliquen facultades de representación plena en la esfera patrimonial, si hubiere sido declarado
ausente o en concurso, o condenado por abandono de familia. Para que la autoridad judicial
acuerde la disolución bastará que el cónyuge que la pidiere presente la correspondiente
resolución judicial.
2. Venir el otro cónyuge realizando por si solo actos dispositivos o de gestión patrimonial que
entrañen fraude, daño o peligro para los derechos del otro en la sociedad.
3. Llevar separado de hecho más de un año por acuerdo mutuo o por abandono del hogar.
En cuanto a la disolución de la sociedad por el embargo de la parte de uno de los cónyuges por
deudas propias, se estará a lo especialmente dispuesto en este Código».
1. Los diversos supuestos de hecho que facultan al «cónyuge perjudicado» para poner fin a la
comunidad de ganancias tienen como sustrato común la dificultad o imposibilidad de actuación
conjunta de ambos cónyuges, presupuesta por la comunidad de ganancias o la pérdida de
confianza en la gestión o administración llevada a efecto por el otro cónyuge.
Como antes exponíamos, en principio durante todo el tiempo que transcurra entre la interposición
de la demanda y la firmeza de la sentencia debe considerarse subsistente la sociedad de
gananciales, y así viene a confirmarlo el tenor literal del apartado 3 del articulo 1393, que exige
separación de hecho de más de un año para que el Juez pueda dar por concluida la sociedad
por este motivo.
Sin embargo, los Tribunales cada vez atienden más a la desaparición del fundamento de la
comunidad ganancial, que en definitiva es la convivencia, para decidir sobre la consideración de
los bienes. Así por ejemplo se ha considerado como fecha de disolución de la sociedad de
gananciales la fecha del auto de la orden de alejamiento, al conllevar la separación de hecho de
los cónyuges, o la fecha del auto de medidas provisionales, en virtud del cual cesa la convivencia
conyugal, sin que haya mediado reconciliación en los términos del artículo 84 Código Civil.
Hoy podemos concluir que es doctrina reiterada de nuestros Tribunales que la libre separación
de hecho excluye el fundamento de la sociedad de ganancia-les, que es la convivencia
mantenida entre los cónyuges, y que una vez rota la convivencia conyugal no se pueden reclamar
derechos sobre unos bienes a cuya adquisición no se ha contribuido, pues tal conducta es
contraria a la buena fe y podría considerarse incluso un abuso del derecho, al ejercitar un
aparente derecho más allá de sus límites éticos.
Presupone el articulo 1396 que, conforme a la práctica, la primera operación que ha de llevarse
a cabo para liquidar la sociedad de gananciales consiste en llevar a cabo el inventario tanto de
los bienes y derechos de carácter ganancial cuanto de las obligaciones y deudas que pesan
sobre la sociedad de gananciales: «Disuelta la sociedad se procederá a su liquidación, que
comenzará por un inventario del activo y pasivo de la sociedad».
2. El importe actualizado del valor que tenían los bienes al ser enajenados por negocio ilegal o
fraudulento si no hubieran sido recuperados.
3.° El importe actualizado de las cantidades pagadas por la sociedad que fueran de cargo solo
de un cónyuge y en general las que constituyen créditos de la sociedad contra este».
Por su parte, el articulo 1398 considera que «el pasivo de la sociedad estará integrado por las
siguientes partidas:
2. El importe actualizado del valor de los bienes privativos cuando su res-titución deba hacerse
en metálico por haber sido gastados en interés de la sociedad.
Igual regla se aplicará a los deterioros producidos en dichos bienes por su uso en beneficio de
la sociedad.
3. El importe actualizado de las cantidades que, habiendo sido pagadas por uno solo de los
cónyuges, fueran de cargo de la sociedad y, en general, las que constituyan créditos de los
cónyuges contra la sociedad».
A estas cantidades hay que añadir las derivadas de la aplicación del artículo 1368.
En la práctica cotidiana se ha estimado siempre por los Abogados en ejercicio que debe primar
la fecha de la liquidación, tesis ratificada por la STS 1258/1993,de 23 de diciembre, referida a un
supuesto de disolución judicial: La cuestión jurídica nuclear que se debate se centra en la
determinación del momento idóneo para efectuar la valoración de los bienes constitutivos de la
sociedad de gananciales habida entre las partes contendientes, a los fines de establecer las
adjudicaciones que corresponden en el reparto, una vez que fue acordada la disolución de la
misma. Con razón, pues, explicita la sentencia de la Sala a quo que “si bien la fecha de disolución
de la sociedad de gananciales es la correspondiente a la de la sentencia firme, la de la liquidación
de la misma será aquella en la que efectivamente se produzcan las operaciones antes indica-
das, y será a esta fecha a la que habrá de realizar la valoración de los bienes”. El fundamento
juridico se infiere de lo dispuesto en los artículos 1396 y 1397 del Código Civil que distingue entre
los dos momentos, disolución y liquidación y relacionan la elaboración del activo y del pasivo con
los valores "actualizados" de los bienes que se suman o detraen, obviamente al tiempo en que
se procede a su liquidación». En parecido sentido, ATS de 16 de mayo de 2000,así como
múltiples sentencias de Audiencias Provinciales.
En todo caso, la aplicación supletoria de las reglas sobre partición hereditaria en estos supuestos
de liquidación de la sociedad de gananciales ex Artículo 1410 del Código Civil hace que deba
defenderse la valoración de los bienes al tiempo de la liquidación, pues es el criterio comúnmente
aceptado en materia suceso-ria, así como también la posibilidad de rescisión por lesión en más
de la cuarta parte del valor de los bienes conforme a lo previsto en el Artículo 1074.
Una vez concluida la fase de inventario, corresponde proceder a la satis-facción de las deudas
existentes a cargo de la comunidad de gananciales, para llegar, tras la correspondiente
deducción, al haber de la sociedad de gananciales, es decir, al remanente de bienes y derechos
susceptibles de división y adjudicación entre los cónyuges y/o sus herederos. A tal operación se
le suele denominar liquidación en sentido estricto.
Resumiendo, podemos afirmar que el Código parte de la base de que prime-ro habrán de ser
satisfechas las deudas a cargo de la sociedad de gananciales representadas por derechos de
terceros, los acreedores de la sociedad de gananciales. Después, serán atendidos los
reembolsos o reintegros a que tengan derecho cada uno de los cónyuges frente a la masa
ganancial o común.
De la interpretación sistemática del Código Civil resulta inequívoco que es indispensable disolver
la sociedad de gananciales para poder proceder a la liquidación, total o parcial, de la misma.
Cosa diversa es que los cónyuges transmitan un bien ganancial concreto al patrimonio de uno
de ellos, a través de un negocio típico o acudiendo a la atribución de privatividad de efectos erga
omnes, distinta de la confesión del articulo 1324 del Código Civil.
Pese a los términos utilizados por ambos preceptos del Código, existe conformidad doctrinal en
que las partidas consideradas por ellos no son técnicamente hablando obligaciones o deudas
alimenticias (que, más adelante estudiaremos), sino simplemente un anticipo del haber ganancial
que pueda corresponder a los cónyuges y/o hijos (no, por tanto, cualesquiera otros herederos de
uno de los cónyuges previamente fallecido) y que, en el futuro, le será adjudicado.
Por eso el inciso final del artículo 1408 precisa que «se les rebajarán de este [de su haber] en la
parte que [los denominados alimentos] excedan de los que les hubiese correspondido en razón
de frutos y rentas» de los bienes gananciales que definitivamente le correspondan. Es decir, las
cantidades periódicas o pensiones que cónyuges e hijos pueden autoatribuirse durante el periodo
comprendido entre la disolución de la sociedad de gananciales y la adjudicación efectiva de los
bienes que a cada quien correspondan para atender a sus propias necesidades no representan
adjudicación alguna, sino una mera imputación contable con carácter de anticipo.
Pero el efecto fundamental de la toma de posición del Código en favor de los acreedores de la
sociedad de gananciales viene representado por lo establecido en el artículo 1401.1, conforme
al cual «mientras no se hayan pagado por entero las deudas de la sociedad, los acreedores
conservarán sus créditos contra el cónyuge deudor. El cónyuge no deudor responderá con los
bienes que le hayan sido adjudicados, si se hubiere formulado debidamente inventario judicial o
extrajudicial».
Así pues, frente a terceros acreedores, incluso la terminación de las operaciones liquidatorias
mediante la adjudicación deviene intrascendente «mientras no se hayan pagado por entero las
deudas de la sociedad». En consecuencia, siguen obligados al pago tanto el cónyuge deudor
(aunque realmente la deudora es la masa ganancial) cuanto el cónyuge no deudor con los bienes
gananciales que le hubieran sido adjudicados.
Es muy importante observar que en relación con el conjunto de los créditos de los acreedores de
la sociedad de gananciales, el artículo 1399.2 establece que «si el caudal inventariado no
alcanzase para ello, se observará lo dispuesto para la concurrencia y prelación de créditos», en
cuanto supone la vigencia también en este punto de lo dispuesto en los artículos 1921 y
siguientes del Código Civil (a cuyo tratamiento, en el tomo segundo, hemos de remitir).
Por su parte, el artículo 1400 considera la eventualidad de que «cuando no hubiera metálico
suficiente para el pago de las deudas podrán ofrecerse con tal fin adjudicaciones de bienes
gananciales, pero si cualquier partícipe o acreedor lo pide se procederá a enajenarlos y pagar
con su importe».
En todo caso, la aplicación subsidiaria de las reglas de la partición hereditaria hace que, si lo
desean, los acreedores particulares de cada cónyuge puedan intervenir a su propia costa en este
procedimiento de liquidación de la sociedad de gananciales de su deudor con el fin de evitar que
se haga en fraude o perjuicio de sus derechos, aunque el estudio de esta materia lo remitimos
lógicamente al tomo correspondiente.
Una vez satisfechas las deudas propiamente dichas de la sociedad de gananciales, se atenderá
a las relaciones existentes entre el patrimonio consorcial o común y las masas privativas de cada
uno de los cónyuges. En dicha línea, dispone el articulo 1403 que «pagadas las deudas y cargas
de la sociedad se abonarán las indemnizaciones y reintegros debidos a cada cónyuge hasta
donde alcance el caudal inventariado, haciendo las compensaciones que correspondan cuando
el cónyuge sea deudor de la sociedad».
El artículo 1401.2 contempla un supuesto especial de «compensación» para el caso de que, por
la agresión de los acreedores de la sociedad de gananciales «resultare haber pagado uno de los
cónyuges mayor cantidad de la que le fuere imputable», afirmando que en tal supuesto el
cónyuge que haya pagado más de cuanto le correspondía «podrá repetir contra el otro». En
realidad, el solvens tiene en este caso un crédito contra la sociedad de gananciales, dado que
ha afrontado individualmente una demasía que no le correspondía. Sin embargo, como el primer
párrafo del artículo 1401 presupone que ya se han realizado las adjudicaciones, en términos
prácticos se impone la reclamación al cónyuge que ha pagado de menos.
Supuesto distinto es el considerado en el artículo 1405: «Si uno de los cónyuges resultare en el
momento de la liquidación acreedor personal del otro, podrá exigir que se le satisfaga su crédito
adjudicándole bienes comunes, salvo que el deudor pague voluntariamente».
Obviamente la división por mitad no está referida a todos y cada uno de los bienes que
constituyen el «haber de la sociedad de gananciales”, sino a este en su conjunto y presupone
que, con la intervención técnica de los correspondientes peritos en Derecho(sobre todo, los
Abogados en ejercicio), los interesados en la adjudicación llegan al pertinente acuerdo. Caben,
pues, múltiples opciones en las adjudicaciones definitivas, desde el mantenimiento de una
situación de copropiedad ordinaria entre el cónyuge supérstite y los herederos del otro hasta la
adjudicación absolutamente diversificada del remanente de los gananciales, pues la aplicación
supletoria del principio de la igualdad cualitativa de los lotes (impuesto para la partición
hereditaria en el artículo 1061) conforme al artículo 1410 no supone que necesariamente sea la
deseada por los adjudicatarios o que resulte posible.
La mejor prueba de ello, aparte el hecho de que el Tribunal Supremo ha consagrado el «carácter
facultativo» del artículo 1061 (así, STS 199/1995,de 8 de marzo), la ofrece el propio contenido
de los artículos 1406 y 1407,que otorgan a cada uno de los cónyuges (no a los herederos de uno
de ellos, en su caso) el derecho de atribución o adjudicación preferente en relación con una serie
de bienes gananciales, aunque no quepan matemáticamente hablando en su lote respectivo y,
por tanto, generen las consiguientes compensaciones en metálico.
Dispone al respecto, el articulo 1406 que «cada cónyuge tendrá derecho a que se incluyan con
preferencia en su haber, hasta donde este alcance:
Este apartado 2, vigente desde el día 2 de junio de 2003,fue redactado por el apartado 3 de la
disposición final primera de la Ley 7/2003, de 1 de abril, de la sociedad limitada Nueva Empresa.
Con anterioridad se refería a "la explotación agrícola, comercial o industrial que hubiera llevado
con su trabajo". Sin duda alguna, en este caso, la modificación normativa debe ser bienvenida
pues es de mayor precisión que su precedente.
4. En caso de muerte del otro cónyuge, la vivienda donde tuviese la residencia habitual».
Sin embargo, el inciso referente al «hasta donde alcance el haber del cónyuge» (valga la forma
de indicarlo) se encuentra inmediatamente contradicho por el mismo Código, en relación con el
local destinado al ejercicio de la profesión y la vivienda habitual, pues el artículo 1407 establece
que «en los casos de los números 3 y 4 del artículo anterior podrá el cónyuge pedir, a su elección,
que se le atribuyan los bienes en propiedad o que se constituya sobre ellos a su favor un derecho
de uso o habitación. Si el valor de los bienes o el derecho superara al del haber del cónyuge
adjudicatario, deberá este abonar la diferencia en dinero”. Cabe, por tanto, la compensación en
metálico a cargo del cónyuge adjudicatario, pero manteniendo su derecho de preferente
adjudicación respecto de la vivienda habitual y del local en que aquel viniere ejerciendo su
profesión, aunque el derecho de uso y habitación sobre tales bienes o la propiedad sobre los
mismos (con mayor probabilidad, como es lógico) supere el montante del propio haber del
cónyuge.
En cambio, respecto de los bienes de uso personal y de las explotaciones económicas propias
(números 1. y 2. del artículo 1406), el ejercicio efectivo de la adjudicación preferente al cónyuge
(rectius, a uno de los cónyuges) solo resulta posible si la valoración de tales bienes cabe dentro
de su haber, pues el cónyuge no podrá imponer la compensación en metálico.
Semejante diferencia de trato puede resultar razonable respecto de los bienes de uso personal
de extraordinario valor (pues los que no alcancen tal grado de valor extraordinario serán
privativos en todo caso por imperativo del 1346.7) precisamente por representar un importe
inadecuado, por excesivo, en relación con el conjunto de los bienes gananciales remanentes.
Más dudoso, en cambio, re-sulta justificar la diferencia de tratamiento entre las explotaciones
agrícolas y las empresas, de una parte, y, de otra, el local destinado al ejercicio de la profesión.
El supuesto fue objeto de regulación por el derogado artículo 1431 del texto originario del Código
que, con ligerísimas variantes, ha sido mantenido por la Ley 11/1981, bajo la numeración del
artículo 1409: «Siempre que haya de ejecutarse simultáneamente la liquidación de gananciales
de dos o más matrimonios contraídos por una misma persona para determinar el capital de cada
sociedad se admitirá toda clase de pruebas en defecto de inventarios. En caso de duda se
atribuirán los gananciales a las diferentes sociedades proporcionalmente, atendiendo al tiempo
de su duración y a los bienes e ingresos de los respectivos cónyuges».
Naturalmente, el supuesto de hecho es de gran complejidad, pero no tanto por las reglas
establecidas en el artículo 1409 (en cuya crítica suelen solazarse algunos autores) cuanto por
las dificultades de prueba y acreditación del carácter de los bienes que constituyan el patrimonio
final en el momento de la liquidación. De ahí la insistencia del precepto en que puede
determinarse la naturaleza de los bienes acudiendo a «toda clase de pruebas».
Acabamos de ver que, desde su redacción originaria, el propio Código considera posible que,
aunque hubiere quedado disuelta la «primera» sociedad de gananciales, no se proceda a su
liquidación, conforme a las reglas vistas, pese a haberse constituido una (o varias) posterior
sociedad de gananciales. Tal su-puesto, sin duda es escasamente frecuente.
Dicho ello, salta a la palestra el problema identificado teóricamente como la naturaleza jurídica
de la sociedad disuelta o del patrimonio ganancial pendiente de liquidación, pues resulta
necesario determinar las normas aplicables a la situación descrita, que jurisprudencialmente se
denomina comunidad postmatrimonial y por algunos autores, en sentido equivalente pero quizá
con mayor precisión, comunidad postganancial.
Dicha tesis, sin embargo, ha sido abandonada por la propia Dirección General, al menos desde
la mitad del siglo XX, que refriéndose siempre a los bienes inmuebles, como es natural, resalta
la falta de derecho concreto de los participes en la comunidad postmatrimonial sobre los bienes
singulares, y, por tanto, la falta de legitimación para enajenar o gravar las correspondientes
mitades (R. de 10 de julio de 1952).
No obstante, la dificultad que entraña semejante calificación radica, una vez más, en que el
concepto doctrinal de patrimonio colectivo (para el que hemos de remitir al tomo primero) no
encuentra traducción directa en un régimen normativo determinado. Esto es, nuestra legislación
no regula sistemáticamente la idea teórica del patrimonio en liquidación.
Quizá por ello, la jurisprudencia -al menos nominalmente -no acepta tal calificación y prefiere
hablar reiteradamente de conjunto de bienes en cotitularidad ordinaria. Asi, recapitulando en la
materia, indica un pasaje de la Sentencia del Tribunal Supremo 1258/1993, de 23 de diciembre
(Ponente Almagro) que, «como enseña la Sentencia de esta Sala de 17 de febrero de 1992," es
criterio doctrinal y jurisprudencialmente admitido [SS de 21 de noviembre de 1987 y 8 de octubre
de 1990],el que durante el periodo intermedio entre la disolución de la sociedad de gananciales
y la definitiva liquidación de la misma surge una comunidad postmatrimonial sobre la antigua
masa ganancial, cuyo régimen ya no puede ser el de la sociedad de gananciales, sino el de
cualquier conjunto de bienes en cotitularidad ordinaria y en la que cada comunero ostenta una
cuota abstracta sobre el totum ganancial, pero no una cuota concreta sobre cada uno de los
bienes integrantes del mismo, cuya cuota abstracta subsistirá mientras perviva la expresada
comunidad postmatrimonial y hasta que, mediante las oportunas operaciones de liquidación -
división, se materialice en una parte concreta de bienes para cada uno de los comuneros"».
Cabría deducir de ello que, como ha defendido algún autor, la comunidad postmatrimonial no se
rige por las normas de la sociedad de gananciales, dado que ha quedado disuelta (afirmación
desde luego indiscutible), sino por la normativa propia de la comunidad ordinaria contenida en
los artículos 392 y siguientes.
Sin embargo, ha de subrayarse que tales artículos no están pensados ni regulan la problemática
de la copropiedad en relación con un conjunto de bienes (es decir, con un patrimonio, en contra
de lo que acreditan los Artículos 506, 508 y 510 respecto del usufructo de un patrimonio), sino
exclusivamente respecto de bienes concretos, por lo que semejante remisión normativa arroja
escasa luz sobre el supuesto considerado en estas líneas, ya que solo resultarán aplicables
algunas de tales reglas, mientras que otras son absolutamente inaplicables.
1. La comunidad indivisa no se ve aumentada por las rentas de trabajo ni con las de capital
privativo, que serán en todo caso privativas, excepto los frutos de los bienes privativos que
estuvieran pendientes en el momento de la disolución, a los cuales habrá de aplicar
analógicamente las normas referentes a la liquidación del usufructo; por supuesto, ingresan en
el patrimonio común los frutos de los bienes comunes.
Dicha línea jurisprudencial se sigue manteniendo en la actualidad, habiendo sido ratificada por
las Sentencias del Tribunal Supremo 1266/1998,de 31 de diciembre, y 592/2005,de 10 de julio.
En esta última (Pon. Seijas Quintana) se analiza un supuesto en el que una esposa divorciada a
la que se adjudicó la vivienda familiar pretende venderla conforme a las normas propias de la
sociedad de gananciales, mediante el concurso de la oportuna autorización judicial. La sentencia
se opone a tal pretensión recordando que «sobre la totalidad de los bienes integrantes de esa
comunidad postmatrimonial ambos cónyuges (o, en su caso, el supérstite y los herederos del
premuerto) ostentan una titularidad común, que no permite que cada uno de los cónyuges, por
sí solo, pueda disponer aisladamente de los bienes concretos integrantes de la misma».
Insiste en su Exposición de Motivos la nueva Ley de Enjuiciamiento Civil en que una de sus
novedades sobresalientes consiste en haber diseñado un procedimiento específicamente
concebido para servir de cauce a la liquidación judicial del régimen económico-matrimonial, con
el que se da respuesta a la imperiosa necesidad de una regulación procesal clara en esta materia
que se ha puesto reiteradamente de manifiesto durante la legislación precedente».
Como su propio nombre sugiere, el régimen de separación de bienes se caracteriza por regular
las relaciones patrimoniales entre los cónyuges partiendo del principio de que no existe entre
ellos una masa patrimonial común, sino que cada uno de los cónyuges conserva la titularidad, la
administración y la capacidad de disposición de sus propios y privativos bienes como si no se
encontraran casados, aunque por supuesto ambos han de contribuir al sostenimiento de las
cargas del matrimonio y, dada la inexistencia de masa común, habrán de afrontar tal obligación
con cargo a sus propios bienes.
Cuanto acaba de afirmarse, empero, no puede ser entendido en el sentido de que el régimen de
separación de bienes solo representa ventajas, pues por supuesto presenta también
inconvenientes de altura. El primero de ellos posiblemente radique en que mantener, contra
viento y marea, una radical separación de la titularidad de todos los bienes en una plena
comunidad de vida como la matrimonial, no siempre resulta cómodo ni posible. En segundo lugar,
se ha resaltado tradicionalmente que la imposibilidad de que cada uno de los cónyuges comparta
las venturas y desventuras patrimoniales de su consorte provoca algunas consecuencias de
radical injusticia en la mayor parte de los casos.
En todo caso, es claro que la decisión al respecto queda en manos de los cónyuges, quienes
conforme al articulo 1315 decidirán cuál de los regímenes económicos les resulta más atractivo
o conveniente.
Conforme a la vigente redacción del Código, establece el artículo 1435 lo siguiente: «Existirá
entre los cónyuges separación de bienes:
2. Cuando los cónyuges hubieren pactado en capitulaciones matrimoniales que no regirá entre
ellos la sociedad de gananciales, sin expresar las reglas por que hayan de regirse sus bienes.
3. Cuando se extinga, constante matrimonio, la sociedad de gananciales o el régimen de
participación, salvo que por voluntad de los interesados fuesen sustituidos por otro régimen
distinto.
Así pues, la vigencia del régimen de separación de bienes en un determinado matrimonio puede
encontrar fundamento tanto en el acuerdo de los cónyuges en tal sentido cuanto en la existencia
de supuestos en los que la ley lo impone como régimen legal supletorio de segundo grado. Esto
es, el origen de la aplicación del régimen de separación de bienes puede ser bien convencional
o bien incidental.
Como ya hemos adelantado, cabe afirmar que la vigencia o aplicación del régimen de separación
de bienes tiene lugar también por cualesquiera otras circunstancias diferentes a la voluntad de
los cónyuges. A juicio de otros autores, sin embargo, los supuestos que aquí consideramos
incidentales deberían ser considerados ora como supuestos de separación legal o separación
judicial.
En todo caso, los supuestos a considerar bajo una u otra modalidad clasificatoria serian los
siguientes:
2. El párrafo tercero del artículo 1435, por su parte, se refiere a un conjunto plural de supuestos
posibles, en los que la extinción de un régimen económico previo(da igual a tal efecto que se
trate de gananciales o del régimen de participación, como es de todo punto de vista obvio) exige
su sustitución por otro, que precisamente es el régimen de separación de bienes.
En virtud de ello, se aplicará también el régimen de separación de bienes en los siguientes casos:
La inexistencia de masa conyugal la resalta de forma particular el primer inciso del artículo 1437,
al afirmar que «en el régimen de separación pertenecerán a cada cónyuge los bienes que tuviese
en el momento inicial del mismo y los que después adquiera por cualquier título». Si se contrasta
dicha norma con algunas consideradas antes al hilo de la exposición del régimen de gananciales,
es obvio que cualesquiera bienes habrán de pertenecer por separado a uno de los cónyuges,
háyanse adquirido aquellos antes del matrimonio o después de la celebración del mismo, a
consecuencia de actos a título gratuito o como deriva-ción de la actividad laboral o profesional
del cónyuge que los obtenga.
La rígida regla que impone la inexistencia de masa conyugal, sin embargo, requiere unas pautas
de administración y de contabilidad que, a fuer de ser precisos y al menos respecto de la
generalidad de los bienes muebles, deberian llegar hasta el más mínimo detalle para garantizar
que, una vez llegado el momen-to de liquidación del régimen de separación de bienes, se
conozca con absoluta certeza la pertenencia de todos y cada uno de los bienes que integran los
dos patrimonios privativos o que forman parte del ajuar familiar de los cónyuges.
Por supuesto que dicha problemática, como regla, no se dará respecto de los bienes inmuebles,
dada su general instrumentación pública y posterior inscripción registral, pero respecto del
bargueño de la entrada o de las lámparas del salón, por referirnos a bienes concretos, ¿quién
puede garantizar, transcurridos diez o veinte años de matrimonio, la exacta pertenencia de tales
bienes a uno solo de los cónyuges?
En evidente función previsora, establece al respecto el articulo 1441 que «cuando no sea posible
acreditar a cuál de los cónyuges pertenece algún bien o derecho, corresponderá a ambos por
mitad”. Semejante titularidad por mitades, implica naturalmente traer a colación el régimen de la
copropiedad o comunidad ordinaria regulada con carácter institucional en los artículos 392 y
siguientes, a cuyo tratamiento (en el tomo cuarto) hemos de remitir.
La redacción anterior y actual del Código contiene una regla especial en relación con tal
supuesto. La vigente Ley Concursal (Ley 22/2003, de 9 de julio), aun sin derogar formalmente el
artículo 1442 del Código dedicaba los dos pri-meros apartados del artículo 78 a esta misma
presunción muciana en relación con las personas casadas en régimen de separación de bienes.
En el segundo apartado establecía, al igual que hiciera con anterioridad el Código, que «las
presunciones a que se refiere este artículo no regirán cuando los cónyuges estuvieran separados
judicialmente o de hecho».
En el primer apartado, distingue en cambio la Ley Concursal dos supuestos de hecho diversos:
1) Cuando la contraprestación satisfecha por el cónyuge del concursado proceda del patrimonio
de este, se presume, salvo prueba en contrario, en beneficio de la masa del concurso que ha
habido una donación a favor del cónyuge del concursado.
2) Para el caso en que no pueda probarse semejante procedencia, igualmente salvo prueba en
contrario, se presume que la mitad de la contraprestación correspondiente ha sido donada por el
concursado a su cónyuge «siempre que la adquisición de los bienes se haya realizado en el año
anterior a la declaración de concurso”.
Con buen sentido,la Ley 15/2015, de jurisdicción voluntaria, ha dado nueva redacción al articulo
1442 CC,que ahora sencillamente dispone que «Declarado un cónyuge en concurso, serán de
aplicación las disposiciones de la legislación concursal».
Tras afirmar que «en el régimen de separación pertenecerán a cada cónyuge los bienes que
tuviese en el omento inicial del mismo y los que después ad-quiera por cualquier título», el
segundo inciso del articulo 1437 establece que «asimismo corresponderá a cada uno la
administración, goce y libre disposición de tales bienes”. En definitiva, viene a considerar el
Código (salvados los aspectos de atención a las cargas del matrimonio), en caso de vigencia del
régimen de separación de bienes, que cada uno de los cónyuges puede actuar respecto de sus
bienes como si no estuviese casado, dada la disgregación patrimonial existente.
Sin embargo, el articulo 1439 se plantea el caso de que «uno de los cónyuges hubiese
administrado o gestionado bienes o intereses del otro» en previsión de que, pese a la regla
general de desconexión patrimonial entre los cónyuges, realmente uno de ellos gestione o realice
operaciones patrimoniales sobre los bienes que, conforme a la ley y el entendimiento general de
la materia, quedan reservadas comúnmente al otro cónyuge en cuanto dueño de tales bienes.
Por muy acusada que sea la disgregación patrimonial subyacente en el régimen de separación
de bienes, es evidente que la convivencia matrimonial requiere hacer frente a los gastos y a las
obligaciones que genera la existencia de cualquier familia. En efecto, como ya sabemos,
conforme a lo establecido en el artículo 1318.1,rige en cualquiera de los regimenes económico-
matrimoniales la regla de que «los bienes de los cónyuges están sujetos al levantamiento de las
cargas del matrimonio», en cuanto expresiva de que los cónyuges quedan obligados a atender
las «cargas del matrimonio» (y, por tanto,sus bienes quedan sujetos a tal obligación).
En igual sentido, aunque utilizando un término distinto al de levantamiento, afirma el primer inciso
del articulo 1438 que «los cónyuges contribuirán al sostenimiento de las cargas del matrimonio».
Como ya sabemos, en la expresión cargas del matrimonio» se han de entender comprendidos el
conjunto de los gastos generados por el sostenimiento de la familia, en particular, la educación
e instrucción de los hijos, la asistencia sanitaria tanto de los cónyuges como de los hijos, así
como cualesquiera otras obligaciones que se deriven de la atención del hogar familiar. Por tanto,
el articulo 1438 viene a ser una mera concreción, en relación con el régimen de separación de
bienes, de la regla general establecida en el artículo 1318.
Es evidente que semejante obligación de los cónyuges presenta, sin embargo, características
propias en el régimen de separación de bienes frente al sistema de gananciales o cualquier otro
régimen del matrimonio que se asiente en la existencia de un patrimonio común, al que se
imputarán en primer lugar tales cargas del matrimonio, requiriendo una regla que determine cómo
se contribu-ye al levantamiento o sostenimiento de las cargas del matrimonio.
Atendiendo a tal aspecto, afirma concisamente el segundo inciso del artículo 1438, que, a falta
de convenio, los cónyuges contribuirán al sostenimiento de las cargas del matrimonio
proporcionalmente a sus respectivos recursos económicos. La regla es, en efecto, concisa, pero
sumamente clara. La determinación de la contribución al sostenimiento familiar puede llevarse a
cabo:
2. Tanto es así que, a falta de convenio, la regla legal subsidiaria consiste precisamente en que
los cónyuges no habrán de contribuir al sostenimiento de la familia por mitad, sino de forma
proporcional, a sus respectivos recursos económicos. Esta última expresión, sin duda, es
escasamente precisa y de nue-vo cuño en la reforma de 1981. Sin embargo, parece seguro que
está referida al conjunto de bienes, rentas e ingresos que, por cualesquiera conceptos, ostenten
o generen los cónyuges.
La última parte del articulo 1438 es también una novedad de la reforma de 1981,pues hasta
entonces el Código Civil no había dedicado una sola palabra a la posible valoración de la
dedicación, por parte de uno o ambos cónyuges (de forma desigual, pues en otro caso no hay
cuestión), a las tareas y labores domésticas, tan variopintas y siempre inacabables. Afirma el
precepto que el trabajo para la casa será computado como contribución a las cargas y dará
derecho a obtener una compensación que el Juez señalará, a falta de acuerdo, a la extinción del
régimen de separación». A propósito de los criterios jurisprudenciales de interpretación de este
inciso podemos destacar que se excluye que sea necesario para obtener la compensación que
se haya producido un incremento patrimonial del otro cónyuge.
Desde luego, está fuera de duda que la plena dedicación a las tareas domésticas representa una
importantísima contribución a las cargas del matrimonio. Reseñaremos solo una. Si la educación
y atención de los hijos, en caso de haberlos, es una de las cargas más sobresalientes del
matrimonio, es obvio que si es asumida fundamentalmente por uno solo de los cónyuges resulta
imposible negar que ha realizado una importante contribución a las cargas del matrimonio y que,
como tal contribución, haya de computarse tanto durante la vigencia del matrimonio y del régimen
de separación de bienes, cuanto llegado el momento de disolución (o, mejor, de extinción) de tal
sistema económico. En tal sentido, el precepto resulta irreprochable.
Sin embargo, si la atención de las tareas domésticas resulta computable, ¿cómo es que, de
añadidura, ha de ser compensable? Dando por hecho que, en definitiva, tanto la computación
como la compensación han de traducirse, antes o después, a elementos o términos puramente
económicos, la pregunta es dificil de contestar, pues ciertamente el artículo 1438 sugiere que el
trabajo doméstico ha de ser pagado dos veces. Sin embargo, aunque esta sea la conclusión,
caben escasas dudas respecto del sentido de la norma comentada, que quizá pudiera encontrar
explicación en la generalizada minusvaloración del quehacer doméstico y en la pretensión del
legislador de beneficiar a aquel de los cónyuges que sacrifica su capacidad laboral o profesional
en favor del otro cónyuge, sobre todo cuando existe separación de bienes y, por tanto, quien no
genera ingresos o rentas no puede participar de las propias de su consorte.
Por lo demás, de las tres legislaciones autonómicas que declaran el sistema de separación de
bienes como subsidiario de primer grado en defecto de pacto (Baleares, Cataluña y Valencia),
solo estas dos últimas contienen una regla similar sobre compensación del trabajo doméstico,
aunque formulada de manera más amplia y tratando de solventar algunos de los problemas
expuestos.
En relación con las deudas contraídas frente a terceros es necesario distinguir entre las deudas
propias de los cónyuges y las deudas que, habiendo sido asumidas por uno solo de los cónyuges,
hayan de considerarse integradas en la potestad doméstica. Para la delimitación del concepto
de «deuda propia» de uno de los cónyuges, con las lógicas matizaciones, cabe remitirse a cuanto
hemos dicho anteriormente en relación con el régimen de gananciales.
En relación con las deudas propias de los cónyuges, establece el primer inciso del artículo 1440
que «las obligaciones contraídas por cada cónyuge serán de su exclusiva responsabilidad». Por
tanto, el acreedor no puede agredir o perseguir el patrimonio privativo del otro cónyuge.
De ahí que hayamos afirmado antes que el régimen de separación de bienes es frecuente en los
casos en que uno de los cónyuges desempeña actividades negóciales o empresariales cuyo
eventual resultado negativo quiere deslindarse del patrimonio del otro cónyuge, en contra de
cuanto ocurre en el régimen de gananciales, en el que los bienes gananciales responden incluso
de las deudas propias de cualquiera de los cónyuges, aunque se trate de una responsabilidad
de carácter subsidiario (recuérdese lo desarrollado antes sobre el Artículo 1373).
1. LA FAMILIA Y EL PARENTESCO
Naturalmente, los vínculos familiares son mucho más importantes cuanto más próximo y cercano
es el parentesco. Así, la relación paternofilial constituye, sin duda, el aspecto trascendental y
objeto de regulación más detenida por parte del Derecho de familia, ya que el entramado de
derechos y obligaciones existentes entre padres e hijos representa el cenit de las obligaciones
familiares, respondiendo, de otra parte, a lo que social e históricamente se ha entendido con
carácter general como familia en sentido estricto.
En el primer caso se habla de parentesco en línea recta. En cambio, cuando la relación familiar
requiere la búsqueda de un antepasado común, se habla de parentesco en línea colateral.
Naturalmente, tanto en la realidad de las cosas cuanto en relación con el Derecho, el parentesco
por consanguinidad representa la realidad más importante en relación con la familia y el Derecho
de familia, pero ello no conlleva que deban excluirse otras relaciones parentales que se
encuentren asentadas en criterios distintos al de la consanguinidad.
Distinto papel, en cambio, juega el llamado parentesco por afinidad. Bajo tal nombre se ha
conocido históricamente el vínculo o la relación existente en-tre uno cualquiera de los cónyuges
y los parientes por consanguinidad del otro cónyuge (el cuñado o la cuñada, el suegro o la suegra,
el yerno o la nuera). El Código Civil no regula sistemáticamente la afinidad, ni ofrece una noción
concreta del parentesco por afinidad. Ante ello, algunos autores consideran in-trascendente la
contemplación de dicha relación familiar, dando por hecho que la afinidad es una mera referencia
histórica o una constatación sociológica, cuando no puramente literaria. No obstante, es
indudable que nuestro sistema normativo sigue otorgando relevancia al parentesco por afinidad.
-El articulo 175.3.2. establece que «no pueden adoptarse: a un pariente en segundo grado de la
línea colateral por consanguinidad o afinidad» (cfr. también, en materia de adopción, el Artículo
176.2.1.0).
-Los artículos 681 y 682, respecto de los testigos en los testamentos, inhabilitan como tales a
«los parientes dentro del cuarto grado de consanguinidad o segundo de afinidad del Notario
autorizantes o de quienes resulten instituidos en el testamento herederos o legatarios. -El articulo
754 prohíbe nombrar heredero o legatario a los «parientes o afines.
dentro del cuarto grado» del Notario o de los testigos de los correspondientes testamentos.
También se tiene en cuenta el parentesco por afinidad en legislación administrativa o laboral, por
ejemplo para permisos por enfermedad o defunción.
El sentido de tales preceptos pone de manifiesto que el legislador, cuando lo considera oportuno,
otorga relevancia al parentesco por afinidad, generalmente con sentido prohibitivo, para evitar
que el lazo familiar existente entre los familiares de un cónyuge pueda beneficiar al otro cónyuge
y, por consiguiente, no es de extrañar que el parentesco por afinidad se encuentre vivo
igualmente en disposiciones penales, administrativas o procesales. ¿O resulta razonable que un
Juez dicte sentencia sobre su cuñado o que un profesor apruebe la asignatura a su suegra o a
su yerno? Evidentemente, la respuesta ha de ser negativa y así ocurre, en efecto, en distintas
disposiciones que no podemos considerar en esta exposición.
Lo dicho, sin embargo, pone de manifiesto que el Derecho positivo (y, en particular, la legislación
civil) conoce y reconoce el parentesco por afinidad, aunque algunos civilistas actuales
manifiesten un profundo desapego hacia tal modalidad parental, probablemente motivado por la
circunstancia de que, en su origen, la noción de la afinidad fue regulada fundamentalmente por
las normas propias del Derecho canónico, sobre todo en cuanto impedimento matrimonial.
Rechazada la confesionalidad del Estado (Artículo 16.3 de la CE) y recuperado, por fortuna, el
sentido laico de la legislación estatal (o civil, frente a la canónica, imperante durante siglos en
algunos aspectos), consideran algunos que puede hacerse tabla rasa de la historia, aferrándose
al débil argumento literal de que los artículos 915 y siguientes del Código no consideran
expresamente el parentesco por afinidad.
No hay tal, sin embargo. La noción de afinidad presente en nuestra legislación es tributaria de la
Historia y, por tanto, guste o no,es necesario recordar los extremos fundamentales del
parentesco por afinidad, elaborados por los canonistas en pasadas centurias, que podríamos
sintetizar así
2. Los parientes afines de ambos cónyuges o consortes no son entre sí afines y por tanto, no
existe vínculo de parentesco alguno entre los coloquialmente denominados «consuegros» y
«concuñados», por ejemplo.
Finalmente, conviene insistir en la idea de que el parentesco por afinidad se encuentra referido
exclusivamente a la relación existente entre los parientes de uno de los miembros de la pareja
(matrimonial o extramatrimonial, en su caso) con el otro. Técnicamente hablando, pues, no existe
relación de parentesco entre los cónyuge, sino entre quienes convivan extramatrimonialmente.
Los cónyuges no son parientes, pese a que alguna opinión errática y aislada haya manifestado
recientemente, sin mayores precisiones, que el parentesco por afinidad «es aquel que se origina
por el matrimonio».
Desde el punto de vista del Derecho civil tiene una innegable importancia determinar la
proximidad del parentesco, pues son numerosas las disposiciones del Código y de la legislación
complementaria de Derecho privado que requieren conocer con exactitud cuáles son las
generaciones o grados que otorgan derechos o establecen obligaciones en relación con
determinados parientes, siendo los supuestos más sobresalientes las prohibiciones
matrimoniales (ya estudiadas), la obligación de alimentos (uno de los próximos capítulos) o los
derechos sucesorios o hereditarios (que veremos en el tomo siguiente).
Precisamente la formulación de las reglas sobre el cómputo la realiza el Código en los artículos
915 y siguientes al regular la sucesión intestada o, lo que es lo mismo, determinar qué parientes
heredan cuando no se haya determinado a través de testamento por el causante. Sin embargo,
es obvio que tales reglas tienen alcance general y que su ubicación sistemática es más ocasional
que otra cosa. Así se dedu-ce con claridad del tenor literal del artículo 919, al establecer que «el
cómputo de que trata el articulo anterior rige en todas las materias». Esto es, no solo para la su-
cesión intestada, sino para cualesquiera otras, incluidas aquellas materias que no sean
propiamente civiles, sino también penales, procesales, administrativas, etc., en tanto que el
legislador no establezca expresamente otra cosa en contrario.
Por lo dicho con anterioridad y si se atiende a la parcial transcripción de los artículos del Código
Civil anteriormente considerados en relación con el parentesco por afinidad, es fácil concluir que
el lenguaje jurídico utiliza siempre el giro de «grado de parentesco»: primer, segundo, tercer,
cuarto...grado.
Dispone sobre el tema el artículo 915 que «la proximidad del parentesco se determina por el
número de generaciones. Cada generación forma un grado». Así pues, la computación
característica del sistema de nuestro Código Civil opta por tener en cuenta todas y cada una de
las generaciones familiares que han de ser consideradas.
La serie de grados forma la línea, que puede ser directa o colateral”, según el encabezamiento
del articulo 916, que seguidamente deja claro que:
-Se llama directa o recta la línea constituida por la serie de grados entre personas que
descienden una de otra (bisabuelo, abuelo, padre, hijo, nieto, bisnieto...) y que, obviamente,
puede ser considerada tanto en sentido descendente, como acabamos de explicar, cuanto en
sentido ascendente (bisnieto, nieto, hijo, padre, abuelo, bisabuelo...), según se encarga de
remachar el artículo 917.
-Se denomina línea colateral la constituida por la serie de grados entre personas que, sin
descender unas de otras, proceden de un tronco común. Así ocurre señaladamente con los
hermanos, quienes, hablando en términos descriptivos, siempre se encuentran en la misma línea
horizontal en cualquier árbol genealógico (dígase lo mismo de los primos hermanos, primos
segundos, etc.), o con tíos y sobrinos.
Según el primer párrafo del artículo 918, «en las líneas se cuentan tantos grados como
generaciones o como personas, descontando la del progenitor». Es decir, que si se trata de
computar el parentesco existente entre una persona (obviamente nieto) y su abuelo, descartado
o descontado este, habría que contar o numerar únicamente al propio nieto y a su padre. Dos
generaciones o dos grados, arrojarían el resultado de que el nieto se encuentra emparentado
con el abuelo en segundo grado de linea recta.
Confirma el dato apenas obtenido el siguiente párrafo. En efecto, el cómputo de la línea recta se
encuentra formulado, con ejemplos incluidos en el artículo 918.2: «En la [línea] recta se sube
únicamente hasta el tronco. Así, el hijo dista del padre un grado, dos del abuelo y tres del
bisabuelo».
Así lo confirma también la regla de cómputo del parentesco colateral establecida en el tercer y
último párrafo del articulo 918, que también incluye los correspondientes ejemplos: «En la [línea]
colateral se sube hasta el trono común y después se baja hasta la persona con quien se hace la
computación. Por esto, el hermano dista dos grados del hermano, tres del tío, hermano de su
padre o madre, cuatro del primo hermano, y así en adelante».
Como hemos advertido antes, nuestro Código no contempla de forma sistemática la afinidad ni,
por tanto, establece norma alguna de cómputo en relación con tal tipo de parentesco.
No obstante, visto el mandato del artículo 919, se afirma comúnmente que las reglas apenas
vistas han de adaptarse al cómputo del parentesco por afinidad, de manera tal que la misma
línea y grado de parentesco existente entre cualquiera de los cónyuges y uno de sus parientes
arrojará de manera directa (o, si se prefiere, de forma refleja) el grado de parentesco por afinidad
entre dicho pariente y el otro cónyuge.
4.LA RELACIÓN PATERNO-FILIAL
En primer lugar debemos tener en cuenta que la filiación que importa a efectos legales es la
filiación que está determinada legalmente; por eso es posible que haya personas sin filiación
legal (a pesar de que desde el punto de vista biológico filiación siempre existe, pues siempre
provenimos de un padre y una madre), y de ahí la existencia de sistemas de determinación legal,
y de las acciones de filiación para conseguirla. En este sentido, la filiación produce sus efectos
desde que tiene lugar, teniendo su determinación legal efectos retroactivos siempre que la
retroactividad sea compatible con la naturaleza de aquellos y la Ley no dispusiere lo contrario
(Artículo 112 del Código).
Los precedentes históricos y. finalmente, la versión codificada de las normas civiles trajeron
consigo que en todos los Códigos latinos que siguieron el patrón napoleónico, como el nuestro,
se estableciera una barrera infranqueable entre la filiación legítima y la filiación ilegítima, al
tiempo que en términos generales se prohibía la investigación de la paternidad.
La filiación legitima era la generada por la procreación dentro del matrimonio y generaba en favor
de los hijos legítimos la plenitud de derechos (apellidos, alimentos plenos, derechos sucesorios,
etc.). Quienes, por el contrario (y evidentemente sin responsabilidad suya). habían sido
generados extramatrimonialmente, recibían el nombre genérico de hijos ilegítimos. Dentro de la
filiación ilegítima, a su vez, era o resultaba necesario distinguir entre:
A) La filiación natural, cuando los hijos concebidos fuera del matrimonio habían sido concebidos
por personas que, en el momento de la concepción, podían o podrían haber contraído matrimonio
si así lo hubiesen deseado o previsto.
B) La filiación ilegítima sensu stricto comprendía todos aquellos supuestos en que los hijos
extramatrimoniales habían sido procreados por personas que tuvieren prohibido contraer
matrimonio entre si, por las razones que fueren (parentesco, estar ya casado con otra persona,
haberse sometido a votos religiosos, etc.). Tras la codificación, ante la evidencia de la injusticia
de que eran objeto, la mayor parte de los civilistas preferían hablar de filiación ilegítima no natural,
pero la verdad es que ello no podía llegar a ocultar, al menos con pretensiones descriptivas, las
diferentes categorías de hijos ilegítimos que se habían ido consagrando en épocas históricas
anteriores y cuyas modalidades fundamentales, aunque sea por razones meramente culturales
(y también descriptivas de los correspondientes supuestos de hecho), convendría recordar:
-Hijos adulterinos: los nacidos de personas (aunque solo lo fuera una de ellas) que, en el
momento de la concepción de los hijos ilegítimos, se encontrasen ya vinculadas por un
matrimonio anterior.
-Hijos incestuosos: los hijos ilegítimos nacidos de las relaciones entre parientes que tuvieran
prohibido contraer matrimonio.
-Hijos sacrílegos: los hijos ilegítimos de progenitores que se encontrasen vinculados por votos
religiosos.
El triunfo del ideario burgués, materializado en la Revolución Francesa y poco a poco triunfante
en el resto de los países, en tantos otros aspectos beneficioso para el desarrollo de la humanidad,
no alcanzó a quienes habían cometido «el pecado original» de haber sido concebidos fuera de
matrimonio, ni estableció un «modelo familiar» duradero, pues únicamente se preocupó de
consagrar el rol fundamental del sacrosanto matrimonio, sin atender a otros aspectos. Lo curioso,
obsérvese, es que no había que penar al adúltero o quien cometía sacrilegio o incesto, como
hubiera sido razonable, por atentar contra los valores matrimoniales, sino precisamente al
descendiente. La conclusión, de todo punto de vista injusta, era un precio demasiado alto para
la defensa del matrimonio, que era el objetivo final de semejante política legislativa.
Ya durante el siglo xix los principios enunciados en los párrafos anteriores fueron objeto de toda
suerte de criticas y la crisis del esquema codificado era una muerte anunciada, aunque durante
algo más de un siglo, los hijos ilegítimos han sufrido la discriminación establecida en los textos
originarios de los Códigos, conforme a los cuales realmente carecían de derechos.
La vigente Constitución consagra la igualdad de todos los españoles ante la ley, sin que en
particular pueda «prevalecer discriminación alguna por razón de nacimiento» (Artículo 14), idea
con la que se parece apuntar a declarar la inconstitucionalidad sobrevenida del régimen juridico
de los hijos ilegítimos característico del sistema preconstitucional, por ser contrario al principio
de igualdad.
Por fin, podríamos decir; impera el sentido común y lo que era una opinión generalizada se
convierte en un principio constitucional: sea cual sea su filiación, los hijos son iguales ante la ley
y merecen el mismo trato, lo que a la postre significa que sus derechos y obligaciones frente a
sus progenitores han de ser idénticos, con independencia de que hayan nacido dentro o fuera
del matrimonio.
En todo caso, la referencia que acabamos de hacer al debate constituyente pone de manifiesto
que, incluso en el proceso de elaboración constitucional, las Cortes Generales partían del
presupuesto de que la relación paternofilial supone, en lo fundamental, un conjunto de deberes
y obligaciones de los progenitores, por el mero hecho de serlo, respecto de todos los hijos, sean
matrimoniales o extramatrimoniales. Por tanto, el término asistencia no es una mera licencia del
lenguaje, sino la quintaesencia de tal conjunto de deberes, que habrían de ser concretados con
posterioridad por el legislador ordinario.
Acabamos de decir que tal conjunto de deberes pesa sobre los progenitores por el mera hecho
de serlo, precisión que puede interpretarse como un mero giro literario. No lo es, sin embargo. Al
indicar que la filiación en si misma considerada genera obligaciones para los progenitores,
pretendemos subrayar que han de mantenerse diferenciados el contenido de la relación
paternofilial, de una parte, y, de otra, el régimen de la patria potestad, técnicamente entendida.
Es cierto que el régimen propio de la patria potestad, que estudiaremos en el capitulo 23,integra
en buena medida el contenido propio de la relación paternofilial. Pero, a fuer de ser precisos, uno
y otro aspecto no son absolutamente coincidentes, como resalta el propio articulo 110 del Código,
al disponer que «el padre y la madre, aunque no ostenten la patria potestad, están obligados a
velar por los hijos menores y a prestarles alimentos».
Ante ello y admitido el principio de que todos los hijos son iguales ante la ley, parece oportuno
exponer ya de forma concreta cuáles son los efectos de la filiación. Algunos de ellos, como se
verá, suponen una cierta reiteración con el régimen normativo de la patria potestad. Otros, en
cambio, nada tienen que ver con la patria potestad, sino que son mera consecuencia del
establecimiento de normas imperativas en tal sentido, por el hecho de haber quedado
determinada la filiación.
De hecho, incluso en el caso de que la guarda del menor sea asumida por la Entidad pública
correspondiente, dicha Entidad podrá establecer una cantidad que deberán abonar los
progenitores para contribuir, en concepto de alimentos y en función de sus posibilidades, a los
gastos derivados del cuidado y atención del menor, así como los derivados de la responsabilidad
civil que pudiera imputarse a los menores por actos realizados por los mismos (Artículo 172 ter
4 CÓDIGO CIVIL añadido por la LPIA).
1. Apellidos.
La remisión que el primer inciso de la norma hacía «a lo dispuesto en la ley» debía entenderse
referida a la legislación propia del Registro Civil (en general, cabe remitirse al tomo primero de
esta obra), que presentaba la dificultad y la paradoja de que no había sido objeto de reforma o
adecuación al nuevo sesgo de la fliación instaurado por la Constitución de 1978 y desarrollado
por la Ley 11/1981. Por tanto, y por ejemplo, el primer párrafo del artículo 55 seguía afirmando
que «la filiación legítima o natural determina los apellidos», en contra de la general equiparación
de efectos respecto de hijos matrimoniales y extra-matrimoniales, sobre la que se acaba de
hablar.
Cerrando los ojos frente a semejante desajuste (de cierta gravedad desde el punto de vista de
política legislativa), el sistema español se caracteriza desde antiguo, de forma encomiable,
porque la persona adquiere los dos apellidos, el paterno y el materno, unidos por la copulativa
«y» (Artículos 53 de la LRC y 194 del RRC); en contra de cuanto ocurre en la generalidad de los
ordenamientos jurídicos extranjeros, en los que el apellido materno resulta casi irrelevante,
perdiéndose ya en primera generación.
La posibilidad instaurada por el segundo inciso del artículo 109 del Código de que el propio
interesado, al llegar a la mayoría de edad, altere el orden de sus apellidos ha sido introducida
por la Ley 11/1981,pues anteriormente era desconocida en nuestro ordenamiento. La novedad
legislativa ha sido muy criticada por algunos especialistas en la legislación registral y, en el otro
campo, muy aplaudida, sobre todo por los sectores feministas (aunque algunos siguen
reclamando que, también en este aspecto, debería haber una absoluta igualdad de trato entre el
apellido paterno y el materno). En realidad, al menos a nuestro juicio, la norma no atenta contra
el principio de la inmutabilidad del nombre (principio que será o, mejor, habrá sido tal, hay que
decirlo, hasta que el legislador ha decidido lo contrario), sino que al contrario viene a reconocer
el hecho indiscutible de que en la sociedad actual muchas personas son identificadas mediante
el apellido materno cuando el paterno es tan corriente y usual que acaba por caer en desuso o
convertirse en una mera inicial, que siempre induce a la confusión.
En todo caso, conviene retener algunos extremos de importancia, como los siguientes:
1.) Los apellidos serán siempre dos para las personas de nacionalidad española, y serán siempre
el primero del padre y el primero de la madre, pues solo se puede decidir el orden, pero no se
puede elegir otros (el segundo del padre, el cuarto de la madre...).
2.) Hay supuestos en los que no se puede imponer el cambio de orden, como en el caso resuelto
por la STC 167/2013, de 7 de octubre: si el menor lleva más de cuatro años ostentando el apellido
materno como primero, y se identifica con él en los ámbitos familiar, escolar y social, imponer
que el primer apellido pase a ser el del padre por falta de acuerdo ente los progenitores sobre el
orden cuando se determina la filiación paterna es contrario al interés del menor, y a su derecho
fundamental al nombre como integrante de su personalidad.
En los últimos años ha sido reiterada y constante la misma doctrina por parte del TS (y en
particular por el Pon. Sr. Baena) señalando que, en efecto, en casos de reclamación tardia de la
paternidad es sumamente dificil compartir la pretensión del padre de ver reproducido su apellido
con la atención del interés preponderante del menor en seguir siendo conocido e identificado con
el primer apellido con el que fue inscrito y con el que el mismo menor se identifica y reconoce.
3.) Hay regulación específica para los cambios, no ya de orden, sino del apellido mismo, por ser
contrario al decoro, ocasionar graves inconvenientes, para evitar la desaparición de un apellido
español, o simplemente para ostentar el usual, y por supuesto para los casos de adopción.
Para cerrar el capitulo, finalmente, es necesario recordar que la disposición adicional vigésima
de la LO 1/2004, de 28 de diciembre, relativa a la violencia de género, bajo la rúbrica de “Cambio
de apellidos» ha añadido un nuevo párrafo al articulo 58 de la Ley del Registro Civil, redactado
de la siguiente forma: 2.Cuando se den circunstancias excepcionales, y a pesar de faltar los
requisitos que señala dicho artículo, podrá accederse al cambio por Real Decreto a propuesta
del Ministerio de Justicia, con audiencia del Consejo de Estado. En caso de que el solicitante de
la autorización del cambio de sus apellidos sea objeto de violencia de género y en cualquier otro
supuesto en que la urgencia de la situación así lo requiriera podrá accederse al cambio por Orden
del Ministerio de Justicia, los términos fijados por el Reglamento». El desarrollo reglamentario de
dicha Ley ha sido llevado a cabo por el Real Decreto 170/2007, de 9 de febrero, conforme al cual
se han introducido en el articulo 208 del RRC algunos pasajes normativos referidos a los
supuestos de violencia de género.
Para los supuestos de doble filiación, establece el artículo 49.2 que “los progenitores acordarán
el orden de transmisión de su respectivo primer apellido, antes de la inscripción registral», esto
es, que por acuerdo de la pareja cabe tanto anteponer el apellido paterno cuanto el materno,
aunque ha de tenerse en cuenta que, al final del apartado, se subraya que dicho orden vinculará
el orden de los posteriores nacimientos con dicha filiación. Es decir que si, por ejemplo, Federico
García y López de Garmendia y Arancha Zuzunaga Zabaleta deciden llamar a su primera hija
Pilar Zuzunaga García, los restantes descendientes de la pareja (matrimonial o no) habrán de
mantener dicho orden, por obvias razones de facilidad de identificación de las líneas y grados de
parentesco.
¿Y qué ocurre en caso de que no haya acuerdo de la pareja? El precepto considerado establece
que el «el Encargado del Registro Civil requerirá a los progenitores [...] para que en el plazo
máximo de tres días comuniquen el orden de los apellidos. Transcurrido dicho plazo sin
comunicación expresa, el Encargado acordará el orden de los apellidos atendiendo al interés
superior del menor». Es sumamente llamativo que un funcionario administrativo (ocasionalmente
«el Encargado»), dada la desjudicialización de que hace gala la nueva Ley del Registro Civil,
pueda convertirse en intérprete supremo del interés superior de un menor al que no conoce, ni
cuyas circunstancias familiares domina. Por ello, la norma ha sido muy criticada y
previsiblemente lo seguirá siendo. Tanto como una alternativa que, durante el periodo de
elaboración de la Ley, se ha manejado por político/as y parlamentario las de renombre
(inmerecido?) que, enloquecidos por el paroxismo igualitario, han llegado a proponer algo tan
protector del interés superior del menor como el sorteo entre los apellidos paterno y materno,
demostrando una jocosa y risible profundidad de análisis y pensamiento.
En realidad el nombre(del que debemos hacer gracia ahora) y, sobre todo, los apellidos son
elementos identificadores de las personas de importancia, pero que nos vienen dados
efectivamente por nuestra propia filiación y si nuestros progenitores no logran ponerse de
acuerdo en ello, habría que objetivar un criterio decisorio que permitiera incentivar el aspecto
identificador del apellido que sea menos común y que, en consecuencia, tenga mayor capacidad
individualizadora o identitaria. Frente a los millones de personas que, con todos los respetos,
llevan como primer apellido el de García, Fernández, González, Rodríguez, López, o Martínez,
patronímicos de origen vasco sumamente extendidos en toda la nación española, probablemente
habría que incentivar el uso de otros apellidos maternos o paternos en vía de extinción o en todo
caso de escasa presencia en nuestra ciudadanía (solo 23 personas, se llaman Zuzunaga por
ejemplo).
En todo caso, no debemos cerrar el tema sin poner de manifiesto que,por fortuna, el tema tratado
no martiriza en absoluto a la población y que pese a la aceptación social generalizada de que
actualmente los apellidos pueden colocarse en cualquier orden, anteponiendo el materno o el
paterno, lo cierto es que atendiendo a las estadísticas reales. solo un 0,3 por 100 de las familias
antepusieron el apellido materno al paterno en 2010. Conclusión: hay mayor sentido común en
la ciudadanía que en algunos sectores políticos que parecen empecinarse en identificar
problemas donde no los hay... quizá para destacar su propio (y, por fortuna, pasajero) papel
rector en la sociedad y su capacidad de «ordeno y mando” frente al común de los mortales
aunque sus propuestas carezcan de fundamento.
Para los casos en que solo habrá una filiación reconocida, dispone el articulo 49 que ésta
determina los apellidos. El progenitor podrá determinar el orden de los apellidos”,
manteniéndolos en el mismo orden en que él (o ella) lleva ambos apellidos o alterando el orden,
como ha sido muy frecuente y legalmente establecido en el pasado en el caso de madres solas.
Para finalizar, es obligado poner de relieve que la Ley de Registro Civil (Ley 20/2011). pese a la
continuada posposición de su entrada en vigor, tiene algunos preceptos que si tienen ya plena
vigencia: en concreto, y en lo que ahora nos importa, los artículos 44 a 47,relativos a la inscripción
de nacimiento y filiación (modificados por la Ley 19/2015 y declarados expresamente en vigor
por la DF 10."), así como los apartados 1 y 4 del articulo 49 (relativo al contenido de la inscripción
de nacimiento) y el apartado 2 de dicho precepto (en vigor desde el día 30 de junio de 2017, en
virtud de la DF 10." de la Ley 4/2017,de 28 de junio, de modificación de la Ley 15/2015, de 2 de
julio, de la Jurisdicción Voluntaria), que es el que, en concreto, regula la determinación y el orden
de los apellidos.
CAPITULO 19
LA DETERMINACIÓN DE LA FILIACIÓN
1.INTRODUCCIÓN
Como es natural y lógico, a efectos legales, la filiación que interesa e importa es la que se
encuentra determinada legalmente. Por ello, a continuación, vamos a analizar las distintas
formas de determinación de la misma, en el entendido de que la determinación tendrá efectos
retroactivos, al momento del nacimiento, siempre que la retroactividad sea compatible con su
naturaleza y la ley no dispusiere lo contrario (Artículo 112.1 Código Civil); aunque ciertamente,
atendiendo a la protección de terceros, en todo caso, conservarán su validez los actos otorgados
en nombre del hijo menor por su representante legal o, en el caso de los mayores con
discapacidad que tuvieran previstas medidas de apoyo, los realizados conforme a estas, antes
de que la filiación hubiera sido determinada (Artículo 112.2 Código Civil).
No obstante, dicha aparente paradoja se explica perfectamente si se tiene en cuenta que, hasta
el advenimiento y generalización de la reproducción humana asistida, resultaba impensable que
la madre gestante no fuera la madre genética, por lo que la afirmación expresa de que la
maternidad estaba determinada por el parto resultaba superflua. Solo desde el momento en que
ambas maternidades han podido disociarse, prácticamente ya en el siglo XXI, ha surgido la
necesidad de establecer algún criterio para resolver los eventuales conflictos entre ellas.
Por tanto, la filiación materna viene determinada por dos circunstancias: que la interesada haya
dado a luz, y que el hijo nacido sea aquel de cuya filiación se trata. Así se deduce del artículo
139 del Código Civil, cuando establece que «La mujer podrá ejercitar la acción de impugnación
de su maternidad justificando la suposición del parto o no ser cierta la identidad del hijo» (la
inscripción de esta filiación y los problemas que planteaba el antiguo Artículo 47 LRC lo veremos
más adelante).
A los efectos de la determinación de la filiación materna es indiferente que dicha filiación sea
matrimonial o no matrimonial; aunque esta diferenciación, en cambio, siga teniendo importancia
tratándose de la filiación paterna, por el juego de las presunciones de paternidad a favor del
marido que seguidamente veremos.
Dicho ello, para rematar este epígrafe introductorio, probablemente solo nos quedaría advertir
que, como también veremos, en el caso de adopción y de reproducción asistida es posible
actualmente que la filiación quede legalmente determinada mediante la maternidad de dos
mujeres.
1. Por la inscripción del nacimiento junto con la del matrimonio de los padres.
Constante el matrimonio, la presunción de paternidad del marido ha sido una regla clásica del
Derecho de familia, asentada en obvias consideraciones de orden estadístico y en la pauta
práctica de que, generalmente y salvo prueba en contrario, la estadística es conforme con la
realidad de las cosas.
Desde el viejo Derecho romano, en relación con lo que hoy denominamos filiación matrimonial,
se formuló el brocardo de que pater is est quem nuptiae demostrant o, lo que es lo mismo, que
se considera padre a quien resulta de las nupcias o del matrimonio.
La regla sigue vigente en nuestro actual Derecho positivo, pues, según dispone el artículo 116,
«se presumen hijos del marido los nacidos después de la celebración del matrimonio y antes de
los trescientos días siguientes a su disolución o a la separación legal o de hecho de los
cónyuges».
En su formulación contemporánea, basta que el nacimiento del hijo tenga lugar con posterioridad
a la celebración del matrimonio, lo que equivale a manifestar que la concepción prematrimonial
del hijo, en sí misma considerada, no destruye de raíz la presunción de paternidad del marido.
En efecto, dispone el encabezamiento del artículo 117 que «nacido el hijo dentro de los ciento
ochenta días siguientes a la celebración del matrimonio, podrá el marido destruir la presunción
mediante declaración auténtica en contrario formalizada dentro de los seis meses siguientes al
conocimiento del parto».
La versión actual del Código, por tanto, sigue estableciendo como periodos mínimo y máximo de
gestación, respectivamente, los viejos parámetros temporales de ciento ochenta días (seis
meses) y trescientos dias (diez meses) para presumir la condición matrimonial de los hijos,
conforme a la tradición histórica de los sistemas jurídicos europeos, basándose en la presunción
de paternidad del marido. No obstante ello, facilita la condición o naturaleza matrimonial de los
hijos concebidos en fecha prematrimonial, atendiendo a la innegable realidad cotidiana de que
no son extraños los matrimonios celebrados precisamente a causa de encontrarse la mujer
embarazada (aunque ciertamente la educación sexual en las últimas décadas hace que tal
realidad se encuentre en franca disminución). Por ello, la segunda parte del artículo 117
establece que el marido no podrá impugnar la presunción de paternidad en «los casos en que
hubiere reconocido la paternidad expresa o tácitamente o hubiese conocido el embarazo de la
mujer con anterioridad a la celebración del matrimonio, salvo que, en este último supuesto, la
declaración auténtica se hubiera formalizado, con el consentimiento de ambos, antes del
matrimonio o después del mismo, dentro de los seis meses siguientes al nacimiento del hijo». Si
bien se mira, afirmar que no puede destruirse la presunción de paternidad cuando se hubiere
reconocido, expresa o tácitamente, la paternidad, no deja de ser una obviedad probablemente
innecesaria y, en cierto sentido, perturbadora.
Mayor calado tiene la segunda excepción planteada por la segunda parte del articulo 117, relativa
al conocimiento previo al matrimonio, por parte del marido, del embarazo de su futura esposa.
Dado que el embarazo es anterior al matrimonio y que, por tanto, el futuro marido aún no lo es,
en términos puramente técnicos, no se le debería imputar presunción de paternidad alguna. Sin
embargo, realmente, el Código sigue presumiendo que el futuro o subsiguiente matrimonio es
precisamente una constatación de que la paternidad corresponde al varón que, conociendo
previamente el hecho, contrae matrimonio con la mujer que ya se encuentra embarazada. Por
ello, para impugnar la presunción de paternidad, no basta en este supuesto con la «declaración
auténtica» unipersonal del marido, sino que el artículo 117 requiere que sea conjunta de marido
y mujer: En definitiva, si el marido no conocía el embarazo al contraer matrimonio podrá destruir
la presunción de paternidad mediante una declaración meramente suya; pero, en cambio, si
conocía tal circunstancia en el momento de la celebración del matrimonio, deberán realizar dicha
declaración los dos cónyuges.
Con carácter general, la presunción de paternidad del marido tiene carácter iuris tantum, esto es,
resulta eficaz o determinante en tanto y cuanto el marido no pueda acreditar, mediante la
consiguiente prueba en contrario que no es el padre del hijo de que se trate.
El articulo 118 establece que «aun faltando la presunción de paternidad del marido por causa de
la separación legal o de hecho de los cónyuges, podrá inscribirse la filiación como matrimonial si
concurre el consentimiento de ambos».
Así pues, el supuesto de hecho contemplado por el artículo comentado se limita al caso de que
el hijo en cuestión nazca una vez transcurridos los trescientos días siguientes a la separación de
los cónyuges. Dado que el precepto indica que la separación puede ser legal o de hecho, es
obvio que dicha diferenciación ha de tenerse en cuenta en relación con el cómputo del plazo de
los trescientos días.
En el fondo, el articulo 118 se limita a permitir que los cónyuges separados determinen ellos
mismos, mediante la prestación del consentimiento de ambos, el carácter matrimonial del hijo
nacido una vez inexistente la presunción de paternidad. Tal consentimiento, pues, a la postre, no
deja de ser un verdadero reconocimiento del hecho de la generación por quienes, aunque no
están obligados a convivir, pueden haber consumado el acto carnal de forma más o menos
saltaría. !Ellos sabrán cuáles han sido sus verdaderas relaciones!
El Código habla de que concurra «el consentimiento de ambos», pero no establece
expresamente que haya de ser prestado conjuntamente. Quid iuris? A mi juicio, la peculiaridad
del supuesto de hecho aconseja, aunque no es indiscu-tible,que la manifestación del
consentimiento de los cónyuges en relación con el carácter matrimonial del hijo se realice de
forma conjunta.
Por mucho que se quiera ampliar el alcance de la presunción de paternidad y facilitar la condición
de filiación matrimonial de los hijos, cuyo momento de generación pueda resultar dudoso, es
evidente que no se puede llegar hasta el extremo de considerar como matrimonial al hijo cuyo
nacimiento haya acaecido antes de la celebración del matrimonio de sus progenitores. Si estos
no estaban casados, obviamente el nacido (y, por tanto, previamente concebido) fuera de
matrimonio, ha de ser considerado hijo no matrimonial.
No obstante, desde antiguo ha conocido el Derecho la legitimación de los hijos ilegítimos por
subsiguiente matrimonio de sus progenitores, atendiendo al beneficio de los hijos y
preocupándose por el «resultado final» de colocarlos en la posición que, sobre todo en pasadas
épocas de desigualdad en el régimen jurídico de las diferentes categorías de hijos, podía
considerarse más beneficiosa y más atenta a sus intereses.
En tal sentido, el articulo 119 determina que «la filiación adquiere el carácter de matrimonial
desde la fecha del matrimonio de los progenitores cuando este tenga lugar con posterioridad al
nacimiento del hijo siempre que el hecho de la filiación quede determinado legalmente conforme
a lo dispuesto en la sección siguiente». Esta última frase significa sencillamente que los
progenitores han de encontrarse identificados y, dado que no eran cónyuges en el momento del
nacimiento del hijo por ellos engendrado, semejante resultado solo puede haberse conseguido
mediante la aplicación de las reglas de determinación de la filiación extramatrimonial que
veremos seguidamente.
En el supuesto ahora considerado no hay contemplación de plazo alguno. Los progenitores del
hijo extramatrimonial, por consiguiente, pueden haber pospuesto la celebración del matrimonio
durante años o durante décadas (en algunos casos, reales, han de esperar a alcanzar el estado
de viudo; más frecuente es tener que esperar el divorcio), ya que el momento de hacerlo es
intrascendente, pues lo único relevante es que se produzca el matrimonio entre quienes eran
sencillamente, con anterioridad, progenitores extramatrimoniales». Celebrado el matrimonio, el
hijo cuya filiación extramatrimonial había sido determinada pasará a ser hijo matrimonial, incluso
con efectos póstumos si ha fallecido en el ínterin, pues, como indica el segundo párrafo del
artículo 119, « lo establecido en el párrafo anterior aprovechará, en su caso, a los descendientes
del hijo fallecido».
El precepto ahora comentado no es una presunción, sino que, al contrario, carece de matiz
presuntivo alguno. Se limita a otorgar unos efectos determinados al matrimonio subsiguiente de
quienes, sin ser cónyuges, habían procreado un hijo extramatrimonial.
3. Por resolución recaída en expediente tramitado con arreglo a la legislación del Registro Civil.
Aunque ninguno de los preceptos aludidos lo diga de forma expresa, es obvio que el denominado
reconocimiento tiene por objeto el hecho de aceptar o admitir el hecho de la relación biológica
existente entre la persona que lo lleva a cabo y aquel o aquella a quien se encuentra referido.
Si se admite que, a efectos expositivos (y con un cierto, pero forzado, desprecio a la lengua
castellana), denominemos reconocedor a quien se declara padre o madre de otra persona, es
claro que el reconocimiento supone sencillamente un acto juridico del reconocedor, cuyos efectos
jurídicos los determina y concreta la propia ley sin que el reconocedor, por tanto, tenga facultad
alguna para establecer el alcance de su propia declaración de voluntad. No hay, pues, base
negocial alguna en el reconocimiento y ni siquiera los encendidos defensores del negocio juridico
como concepto abstracto dejan de reconocer en la actualidad que el reconocimiento es un acto
propiamente dicho.
Normalmente será el padre quien realice el reconocimiento de la filiación, aunque podrá ser
también la madre (parece un supuesto raro, pero podemos pensar en niños encontrados
abandonados..., incluso hay una Resolución DGRN de 11 de octubre de 1996 relativa a una
mujer que reconoce la maternidad de una niña de Guinea para que pueda optar por la
nacionalidad española más fácilmente, en cuanto se trataría de una persona sometida a la patria
potestad de una persona española).
En relación con la capacidad del progenitor que lleve a cabo el reconocimiento, el vigente articulo
121, ha sido redactado ex novo por la Ley 8/2021 o LAPCD y ahora establece, en dos párrafos
lo siguiente: “El reconocimiento de un hijo mayor de edad no producirá efectos sin su
consentimiento expreso o tácito.
Por otra parte, la intemporalidad del reconocimiento conlleva que el reconocimiento puede
referirse tanto a niños en el sentido coloquial del término cuanto a hijos extramatrimoniales que
ya peinan canas e incluso (como ya hemos visto) a hijos fallecidos. De ahí que el Código
contenga una serie de reglas especiales atendiendo a las circunstancias concretas del hijo que
vaya a ser reconocido que, naturalmente hemos de contemplar en esta exposición.
En relación con tal supuesto, dispone el artículo 124 que «la eficacia del reconocimiento del
menor requerirá el consentimiento expreso de su representante legal o la aprobación judicial con
audiencia del Ministerio Fiscal y del progenitor legalmente conocido. No será necesario el
consentimiento o la aprobación-sigue diciendo el precepto-si el reconocimiento se hubiere
efectuado en testamento o dentro del plazo establecido para practicar la inscripción del
nacimiento. La inscripción de paternidad así practicada podrá suspenderse a simple petición de
la madre durante el año siguiente al nacimiento. Si el padre solicitara la confirmación de la
inscripción, será necesaria la aprobación judicial con audiencia del Ministerio Fiscal».
La regla general es, pues, que el reconocimiento de los hijos menores de edad requerirá, de
forma alternativa, bien la aprobación expresa de su representante legal (el progenitor legalmente
reconocido, normalmente la madre, o el curador nombrado a falta de ambos progenitores), bien
la aprobación judicial con audiencia del Ministerio Fiscal y del progenitor legalmente reconocido
(para el supuesto lógicamente de que este no quisiera aceptarlo desde el principio).
Tales requisitos, sin embargo, decaen en caso de que el progenitor reconocedor admite o declara
su relación biológica con el hijo «en testamento o dentro del plazo establecido para practicar la
inscripción de nacimiento”. El fundamento de tales excepciones probablemente se encuentre en
que el legislador ha considerado, de una parte, que cuando el reconocedor ha actuado
testamentariamente está ya curado de vanidades y pretensiones torticeras y se ha pronunciado
de forma tal que su declaración solo tendrá efectos post mortem. De otra parte, en caso de que
el reconocimiento tenga lugar en los cortos perio-dos temporales previstos por la legislación de
Registro Civil para practicar la inscripción de nacimiento (tres o diez días siguientes al nacimiento,
ex Artículos 46 y 47 LRC, y treinta días si se acredita justa causa, que se hará constar en la
inscripción, ex Artículo 166 RRC) entiende el legislador que presumiblemente el reconocer, al
demostrar tal diligencia en el reconocimiento, está actuando conforme a una decisión
previamente madurada y correspondiente a la verdad biológica.
Añade el articulo 188 del Reglamento del Registro Civil que, respecto del reconocimiento
realizado en testamento, habrá de acreditarse la defunción de su autor para su inscripción
directa. No obstante, conviene recordar que expresamente se establece en la LRC (Artículo
44.7.1 tras la reforma de la Ley 8/2021) que el reconocimiento de la filiación no matrimonial con
posterioridad a la inscripción de na-cimiento podrá hacerse en cualquier tiempo con arreglo a las
formas establecidas en la legislación civil aplicable. En todo caso, el reconocimiento de un menor
otorgado en testamento, o en otro documento público dentro del plazo de inscripción, es
inscribible sin necesidad de consentimiento del representante legal del menor ni de aprobación
judicial, pero practicada la inscripción deberá ser notificada al otro progenitor, en su caso al
representante legal del nacido, y si no fuera conocido al Ministerio Fiscal; igualmente, de haber
fallecido el interesado serán notificados sus herederos. Todo ello con el fin de que puedan
realizar alegaciones, de manera que la inscripción de filiación podrá ser suspendida o
confirmada. De hecho, en bastantes ocasiones se han anulado inscripciones de reconocimiento
de filiación efectuado en testamento por falta de prueba del fallecimiento del testador y del
consentimiento expreso del representante legal del menor o autorización judicial supletoria
(RDGRN de 14 de diciembre de 1989 y otras posteriores).
Para este supuesto, establece el articulo 123 que «el reconocimiento de un hijo mayor de edad
no producirá efectos sin su consentimiento expreso o tácito». De otra parte, conforme a lo
establecido en el artículo 323, resulta razonable entender que los menores de edad emancipados
deberían ser equiparados a los mayores de edad a los efectos que ahora estamos considerando.
La razón de semejante exigencia (ya existente antes de la reforma de 1981) radica en que quien
sea capaz para regir sus actos con plena capacidad, debe te-ner algo que decir en relación con
un reconocimiento tardío y extemporáneo de quien dice ser su progenitor y, en consecuencia,
pueda rechazar la atribución de paternidad o maternidad unilateralmente declarada por
cualquiera de sus progenitores (aunque realmente lo sean), pero que, pese a ello, no se han
comportado, durante largos años, como tales. Algunos autores, sin embargo, critican la norma
alegando que la determinación de la filiación no debe quedar al albedrío del hijo y que no siempre
(pero casi siempre, me atrevería a decir personalmente) el re-conocimiento extemporáneo
obedece a la conducta irresponsable del progenitor.
El segundo párrafo del articulo 123,tras la reforma operada por la Ley 8/2021,establece que:«El
consentimiento para la eficacia del reconocimiento de la persona mayor de edad con
discapacidad se prestará por esta, de manera expresa o tácita, con los apoyos que requiera para
ello. En caso de que exista resolución judicial o escritura pública que haya establecido medidas
de apoyo, se estará a lo allí dispuesto».
C) Hijo incestuoso
El vigente articulo 125 del Código Civil contempla específicamente el caso del hijo incestuoso,
declarando en su primer párrafo que «cuando los progenitores del menor o incapaz fueren
hermanos o consanguíneos en línea recta, legal-mente determinada la filiación respecto de uno,
solo podrá quedar determinada legalmente respecto del otro, previa autorización judicial que se
otorgará, con audiencia del Ministerio Fiscal, cuando convenga al menor o incapaz».
Además, el segundo párrafo otorga al menor o incapaz de procedencia incestuosa, una vez que
alcance la «plena capacidad», como regla a través de la mayoría de edad, la posibilidad de
revocar o, mejor, invalidar la determinación de la filiación realizada en segundo lugar por uno de
sus progenitores: «Alcanzada por este [el hijo] la mayoría de edad, podrá, mediante declaración
auténtica, invalidar esta última determinación, si no la hubiere consentido».
D) Hijo fallecido
Para tal caso, preceptúa el articulo 126 que el reconocimiento del ya fallecido solo surtirá efecto
si lo consintieren sus descendientes por sí o por sus representantes legales».
Hoy día, sin embargo, pese a la dictio legis del artículo 29, la conclusión so-bre el posible
reconocimiento del nasciturus requiere ciertas precisiones, pues el articulo 122 impide que el
reconocimiento separado o unipersonal de uno de los progenitores se realice manifestando en
él la identidad del otro a no ser que esté ya determinada legalmente. Ello implica excluir la
posibilidad de que el progenitor masculino (padre) lleve a cabo el reconocimiento del nasciturus,
de forma aislada y por separado (es decir, sin contar para nada con la madre). pues
evidentemente la identificación del meramente concebido no puede hacerse más que a través
de la identificación de la madre que lo lleva en su seno.
En cambio, el escollo representado por el artículo 122 no afecta al supuesto de que ambos
progenitores, conjuntamente, procedan al reconocimiento del nasciturus. En tal caso, no existe
razón alguna para privar de eficacia al recono-cimiento conjunto del meramente concebido. Sin
embargo, no está claro dónde se inscribiría este reconocimiento para que pudiera surtir efectos,
pues al tratarse de un nasciturus, no habría inscripción de nacimiento en el Registro Civil y solo
sería posible proceder la toma de razón en la inscripción de nacimiento de su futura madre y de
su futuro padre.
El propio número 2 del articulo 120 expresa que la determinación de la filiación extramatrimonial
se produce, entre otros medios, «por el reconocimiento ante el encargado del Registro Civil, en
testamento o en otro documento público».
Con independencia de cuanto hemos dicho antes en relación con el artículo 124, la eficacia
propia de la declaración de reconocimiento ante el encargado del Registro Civil es la misma,
tenga lugar durante el plazo establecido para practicar la inscripción de nacimiento del hijo
reconocido o bien en cualquier otro momento temporal posterior.
Contrasta esta exigencia de forma especial, tendente a proporcionar seguridad jurídica, con la
nueva forma de determinación de la filiación introducida por la Ley 19/2015 y recogida ahora en
el artículo 46 de la LRC de 2011,consistente en la simple cumplimentación de un formulario
respecto de la persona apenas nacida en el propio hospital.
Como ya vimos al transcribir el articulo 120, además del reconocimiento en sentido propio, son
medios hábiles para llegara la determinación de la filiación extramatrimonial el expediente
tramitado conforme a la legislación de Registro Civil, cualquier sentencia firme y, finalmente,
respecto de la madre, la constancia de la filiación en el Registro Civil.
Dispone el artículo 120.3 que la filiación extramatrimonial quedará determinada «por resolución
recaída en expediente tramitado con arreglo a la legislación del Registro Civil. Así expresado,
tan crípticamente y sin el debido auxilio de la Ley de Registro Civil, resulta sumamente difícil
explicar de qué se trata o en qué consiste este segundo medio de determinación de la filiación
extramatrimonial.
Bastará, sin embargo, la transcripción del séptimo apartado del artículo 47 de la LRC de 2011
para apercibirse de lo fundamental del tema:
Podrá inscribirse la filiación mediante expediente aprobado por el Encargado del Registro Civil,
siempre que no haya oposición del Ministerio Fiscal o de parte interesada notificada personal y
obligatoriamente, si concurre alguna de las siguientes circunstancias:
1. Cuando exista escrito indubitado del padre o de la madre en que expresamente reconozca la
filiación.
2.2 Cuando el hijo se halle en la posesión continua del estado de hijo del padre o de la madre,
justificada por actos directos del mismo padre o de su familia.
3. Respecto de la madre, siempre que se pruebe cumplidamente el hecho del parto y la identidad
del hijo.
Asi pues, el recurso gubernativo limita sus efectos propios a los supuestos en que no exista
oposición o contienda entre los interesados en el expediente, cuya legitimación es ciertamente
muy amplia (cfr. Artículo 189 del RRC).
Del juego de los artículos 44 de la LRC y 181 y ss. del RRC, se deducen las siguientes reglas
generales:
En la actualidad, la vigente LRC(Ley 20/2011) establece que «Salvo en los casos a que se refiere
el articulo 48 (menores abandonados o no inscritos), en toda inscripción de nacimiento ocurrida
en España se hará constar necesariamente la filiación materna, aunque el acceso a la misma
será restringido en los supuestos en que la madre por motivos fundados así lo solicite y siempre
que renuncie a ejercer los derechos derivados de dicha filiación. En caso de discordancia entre
la declaración y el parte facultativo o comprobación reglamentaria, prevalecerá este último» (así,
Artículo 44.4.2, en vigor desde la promulgación de la Ley 19/2015).
CAPÍTULO 22
LA ADOPCIÓN
1. LA ADOPCIÓN
Desde antiguo, en el mundo del Derecho, adoptar equivale a integrar en una familia a alguien
que no pertenece a ella por razones de consanguinidad, de sangre o descendencia, creando,
pues, un estado familiar o, mejor, una relación de parentesco basada en el propio acto de la
adopción.
Siguiendo dicha línea, el vigente artículo 108.1 dispone, como sabemos, que «la filiación puede
tener lugar por naturaleza y por adopción”, para establecer posteriormente en su párrafo segundo
que «la filiación matrimonial y la no matrimonial, así como la adoptiva, surten los mismos efectos,
conforme a las disposiciones de este Código».
Así pues, la legislación actualmente vigente en España se caracteriza por establecer una
tendencial equiparación entre la filiación adoptiva y la filiación por naturaleza, partiendo del
principio socialmente generalizado de que, una vez constituida la adopción, no existe causa
suficiente alguna para establecer diferencias entre los hijos consanguíneos (sean o no
matrimoniales) y los hijos adoptivos, en caso de existir descendientes por ambos conceptos. Con
mayor razón se impone la igualdad conceptual de tratamiento cuando, como ocurre
generalmente, el recurso a la adopción es consecuencia de la inexistencia de
Haremos una breve referencia a todas ellas, aunque naturalmente el resto del capitulo basculará
solo sobre el texto articulado vigente del Código Civil, incorporado por obra y gracia de la Ley
21/1987, con ligeras modificaciones introducidas por la Ley Orgánica 1/1996, de 15 de enero, de
Protección Jurídica del Menor: la Ley 13/2005, de 1 de julio, por la que se modifica el Código
Civil en materia de derecho a contraer matrimonio; la Ley 54/2007,de 28 de diciembre, de
adopción internacional y, finalmente, la citada Ley 26/2015 (abreviadamente LPIA).
Al parecer y en palabras del propio legislador, el régimen establecido por la Ley de 1970 debe
considerarse demasiado permisivo y a él deben imputársele una serie de consecuencias
inaceptables para el común de los mortales, según denota el siguiente pasaje del Preámbulo de
la Ley 21/1987:
Se acusaba, sobre todo, en la legislación anterior una falta casi absoluta de control de las
actuaciones que preceden a la adopción, necesario si se quiere que esta responda a su
verdadera finalidad social de protección a los menores privados de una vida familiar normal. Esta
ausencia de control permitía en ocasiones el odioso tráfico de niños, denunciado en los medios
de comunicación, y daba lugar, otras veces, a una inadecuada selección de los adoptantes.
Desde otro punto de vista, resultaba inapropiado el tratamiento dado a los supuestos de
abandono de menores, porque, debido a su rigidez, impedía o dificultaba en la práctica la
realización de adopciones a todas luces recomendables. También pueden citarse, como otros
inconvenientes, la posibilidad indiscriminada de adopción de los mayores de edad y la misma
pervivencia de la figura de la adopción simple, reducida a una forma residual de escasa
trascendencia jurídica y que solo se utilizaba en la mayoría de las ocasiones para fines
marginales no merecedores de una protección especial.
Ante ello, la Ley 21/1987 optó por modificar los parámetros normativos y la propia configuración
de la adopción, que, desde entonces, ha devenido en gran medida en una cuestión administrativa
o, al menos, dependiente de Entidades públicas (o privadas colaboradoras) en su fase de
iniciativa, sobre cuya bondad definitiva cabe emitir también fundadas dudas, pues, en general,
se ha retrasado el momento de la adopción y la integración de los menores susceptibles de
adopción en las familias deseosas de encontrar «niños» que sean sucesores en su estirpe. Mas,
como se comprenderá, el tratamiento en profundidad de semejante debate excede de nuestras
pretensiones y solo puede apuntarse en una obra de la naturaleza de la presente, cuya finalidad
radica en sistematizar el Derecho vigente.
Por ello una de las modificaciones fundamentales en el texto anteriormente vigente del Código
es la que afecta al apartado 5 del artículo 9, que queda redactado en los siguientes términos:
«La adopción internacional se regirá por las normas contenidas en la Ley de Adopción
Internacional.
Igualmente, las adopciones constituidas por autoridades extranjeras surtirán efectos en España
con arreglo a las disposiciones de la citada Ley de Adopción Internacional.
Finalmente, incluso arriesgando ser reiterativos, debemos remarcar que la aprobación de la LPIA
ha tenido una especial incidencia en materia, como lo demuestra que su articulo tercero modifica
numerosos preceptos de la LAI (Ley 54/2007, de adopción internacional).
En efecto, el articulo 175.1, conforme a la redacción dada por la LPIA, dispone que «la adopción
requiere que el adoptante sea mayor de veinticinco anos. Si son dos los adoptantes bastará con
que uno de ellos haya alcanzado dicha edad. En todo caso, la diferencia de edad entre adoptante
y adoptando será de, al menos, dieciséis años y no podrá ser superior a cuarenta y cinco años,
salvo en los casos previstos en el artículo 176.2.Cuando fueran dos los adoptantes, será
suficiente con que uno de ellos no tenga esa diferencia máxima de edad con el adoptando. Si los
futuros adoptantes estén en disposición de adoptar grupos de hermanos o menores con
necesidades especiales, la diferencia máxima de edad podrá ser superior».
También es una novedad introducida por la LPIA o Ley 26/2015 el quinto apartado al artículo 175
Código Civil, que permite la adopción conjunta incluso en caso de crisis de la pareja en los
siguientes términos: «en caso de que el adoptando se encontrara en acogimiento permanente o
guarda con fines de adopción de dos cónyuges, o de una pareja unida por análoga relación de
afectividad a la con. yugal, la separación o divorcio legal o ruptura de la relación de los mismos
que conste fehacientemente con anterioridad a la propuesta de adopción no impedi-rá que pueda
promoverse la adopción conjunta, siempre y cuando se acredite la convivencia efectiva del
adoptando con ambos cónyuges, o con la pareja unida por análoga relación de naturaleza
análoga a la conyugal, durante al menos dos años anteriores a la propuesta de adopción». En
todo caso, la nueva redacción del precepto, en la que se permite la adopción a matrimonios o
parejas unidas por análoga relación de afectividad, sin hacerse ninguna mención a su sexo,
parece haber acabado con la polémica acerca de la posible adopción por parejas homosexuales,
casadas o no.
Así pues,el adoptante debe reunir tres condiciones de orden cronológico respecto del adoptado:
-De una parte, debe haber cumplido los veinticinco años. Tal requisito en caso de adopción por
un matrimonio o por quienes se encuentren unidos more uxorio solo será exigible, en su caso, a
uno de los miembros de la pareja.
-De otra parte, se exige una diferencia de edad mínima entre el adoptado
la LPIA, en catorce años. Lo que equivale a afirmar que, en caso de adopción conjunta por una
pareja, los dos miembros deben tener en el momento de la adopción dicha diferencia de edad
con el adoptado. Las razones que así lo aconsejan son obvias.
-Por último, se ha introducido una diferencia de edad máxima entre adoptante y adoptado, que
hasta este momento no existía, y que debe ser de 45 años como regla general, aunque se prevén
matizaciones.
Tampoco pueden ser adoptantes las personas jurídicas, pues la posición de adoptante ha de ser
desempeñada de forma necesaria por un ser humano, por una persona propiamente dicha.
2.2. El adoptado
Si se recuerda el pasaje del preámbulo antes transcrito, a nadie extrañará que la Ley 21/1987
estableciera como principio que «únicamente podrán ser adoptados los menores no
emancipados» (Artículo 175.2 pr.), pues precisamente uno de los motivos de crítica a la Ley de
1970 radicaba en que permitiera la adopción de mayores de edad. La Ley 26/2015 mantiene en
vigor tal principio, así como la regla de que «por excepción, será posible la adopción de un mayor
de edad o de un menor emancipado cuando, inmediatamente antes de la emancipación, hubiere
existido una situación de acogimiento con los futuros adoptantes o de convivencia estable con
ellos de, al menos, un año» (Artículo 175.2, según la redacción de la LPIA).
Ello, claro, excluye la posibilidad de que pueda adoptarse a (o establecerse pactos válidos sobre
la adopción de) los nascituri. Además de que ello constituiría un supuesto de «odioso tráfico de
niños», es evidente que el sistema actual pretende excluir tales eventualidades cuando establece
en el articulo 177.2 in fine que «el asentimiento de la madre no podrá prestarse hasta que hayan
transcurrido seis semanas desde el parto», conforme a la redacción del precepto por la LPIA,
hasta cuya promulgación el plazo exigido era de treinta dias.
Dependiendo de la perspectiva que se adopte, afectan tanto al adoptante como al adoptado las
especiales prohibiciones consideradas en el apartado tercero del articulo 175, conforme al cual
«no puede adoptarse:
1. A un descendiente.
Respecto de la redacción anterior a 1987, es novedosa la posibilidad de adopción del hijo del
cónyuge una vez contraído matrimonio con este, o bien de su conviviente more uxorio, pero
deberían ambos componentes de la pareja (matrimonial o extramatrimonial) reflexionar
seriamente sobre ello, ya que una eventual crisis matrimonial futura no puede incidir de manera
alguna sobre la adopción, que es irrevocable e inatacable, y por tanto permanecerá con
proyección de futuro, en un entorno familiar especialmente problemático.
3. EL PROCEDIMIENTO DE ADOPCIÓN
Según dispone el articulo 176.2 (redactado conforme a la Ley Orgánica 1/1996 y posteriormente
retocado por la LPIA), «para iniciar el expediente de adopción será necesaria la propuesta previa
de la entidad pública a favor del adoptante o adoptantes que dicha entidad pública haya
declarado idóneos para el ejercicio de la patria potestad. La declaración de idoneidad podrá ser
previa a la propuesta».
Conviene recordar que tal «entidad pública» constituye una pieza clave del sistema adoptivo en
la Ley 21/1987,dado el altísimo nivel de administrativización por el que dicha Ley ha optado. En
consecuencia, su disposición adicional primera, a la que debemos remitirnos, se ve obligada a
desarrollar ampliamente la cuestión, indicando que:
Por excepción, la segunda parte del artículo 176.2 (tanto antes cuanto después de la
promulgación de la LPIA, con ligeras variantes) enumera, de forma taxativa y cerrada, una serie
de supuestos en los que resulta posible iniciar el expediente de adopción en virtud de una
solicitud privada.
Afirma en tal sentido la norma citada que «no obstante, no se requiere propuesta [de entidad
pública] cuando en el adoptando concurra alguna de las circunstancias siguientes:
1. Ser huérfano y pariente del adoptante en tercer grado por consanguinidad o afinidad.
2. Ser hijo del cónyuge o de la persona unida al adoptante por análoga relación de afectividad a
la conyugal.
3. Llevar más de un año en guarda con fines de adopción o haber estado bajo tutela del adoptante
por el mismo tiempo.
Finalmente, el apartado 4 del artículo 176 establece que «en los tres prime-ros supuestos del
apartado anterior podrá constituirse la adopción, aunque el adoptante hubiere fallecido, si este
hubiere prestado ya ante el Juez su consentimiento o el mismo hubiera sido otorgado mediante
documento público o en testamento. Los efectos de la resolución judicial en este caso se
retrotraerán a la fecha de prestación de tal consentimiento».
Es de destacar que la posibilidad de adopción por cualquier persona de los hijos de su cónyuge,
muy facilitada, es la que se está utilizando en los casos de matrimonios del mis-mo sexo para
establecer una filiación legal conjunta respecto del niño, muy especialmente en el caso de
mujeres casadas con otra mujer, que acudían a la utilización de técnicas de reproducción asistida
y tenían un niño luego adoptado por su esposa, hasta que la reforma de la Ley 14/2006,de
reproducción asistida, ha permitido que las esposas presten su consentimiento a la
determinación de la filiación del menor.
1.° El cónyuge o persona unida al adoptante por análoga relación de afectividad a la conyugal
salvo que medie separación o divorcio legal o ruptura de la pareja que conste fehacientemente,
excepto en los supuestos en los que la adopción se vaya a formalizar de forma conjunta.
2.° Los progenitores del adoptando que no se hallare emancipado, a menos que estuvieran
privados de la patria potestad por sentencia firme o incursos en causa legal para tal privación.
Esta situación solo podrá apreciarse en el procedimiento judicial contradictorio que se tramitará
conforme a la Ley de Enjuiciamiento Civil.
No será necesario el asentimiento cuando los que deban prestarlo se encuentren imposibilitados
para ello, imposibilidad que se apreciará motivadamente en la resolución judicial que constituya
la adopción.
Tampoco será necesario el asentimiento de los progenitores que tuvieren suspendida la patria
potestad cuando hubieran transcurrido dos años desde la notificación de la declaración de
situación de desamparo, en los términos previstos en el artículo 172.2, sin oposición a la misma
o cuando, interpuesta en plazo, hubiera sido desestimada.
El asentimiento de la madre no podrá prestarse hasta que hayan transcurrido seis semanas
desde el parto.
En las adopciones que exijan propuesta previa no se admitirá que el asentimiento de los
progenitores se refiera a adoptantes determinados».
C) La audiencia: Conforme al artículo 177.3 CÓDIGO CIVIL deberán ser oídos por el Juez:
1. Los progenitores que no hayan sido privados de la patria potestad, cuando su asentimiento no
fuera necesario para la adopción.
Asi pues, insistamos en que si los padres no están privados de la patria potestad, ni incursos en
causa legal para ello, es necesario su asentimiento para la adopción, la cual no puede llevarse a
efecto con su oposición; mientras que si están incursos en dichas causas de privación deben ser
oidos,pero en este caso su eventual oposición no es vinculante. conforme al articulo 177 Código
Civil.
Finalmente la audiencia es simplemente la ocasión que se ofrece a los interesados para realizar
alegaciones con el fin de informar al Juez para que tome su decisión de manera fundada, pero
sin que la opinión de tales personas sea una declaración básica ni constituya una uconditio iuris»
de eficacia de la adopción. El trámite, en este caso es obligatorio, pero el resultado no es en
modo alguno vinculante para el Juez.
Con forme al apartado 4 del artículo 177, «todos los consentimientos y asentimientos deberán
otorgarse libremente, en la forma legal requerida y por escrito, previa información de sus
consecuencias».
Según el tenor literal del artículo 176.1, «la adopción se constituirá por resolución judicial, que
tendrá en cuenta siempre el interés del adoptando y la idoneidad del adoptante o adoptantes
para el ejercicio de la patria potestad». Dicho en términos coloquiales, pues, mientras no exista
auto judicial en sentido positivo, la adopción no se habrá producido, sino que se habrá quedado
in itinere, en proceso de formación inacabado y, por tanto, frustrado, dada la falta de aprobación
judicial.
Vista la norma comentada, la mayor parte de los autores patrios han con-cordado en afirmar que,
tras la aprobación de la Ley 21/1987,la adopción ha dejado de ser un acto complejo o un negocio
jurídico de Derecho de familia, dada la naturaleza constitutiva de la resolución judicial. Algún
autor, incluso, afirma que no hay duda de que actualmente la adopción es un acto de autoridad
perteneciente al Derecho público o un acto judicial. La importancia de la intervención judicial en
el proceso de adopción y, de otro lado, la necesidad del auto mediante el que se la dé por
aprobada o constituida, está desde luego fuera de duda. Sin embargo, de ahí a afirmar que lo
único relevante en la materia es el acto judicial, media un largo trecho que probablemente no
pueda superarse con la facilidad que trasluce en el párrafo anterior.
4. IRREVOCABILIDAD DE LA ADOPCIÓN
Por tanto, se produce la extinción de los vínculos jurídicos entre el adoptado y su familia biológica,
sin que quepa con posterioridad, por ejemplo, intentar la nulidad de la adopción oficialmente
declarada para conseguir el hijo adoptado ser heredero de su familia biológica, dado el carácter
irrevocable de la adopción, supuesto de hecho objeto de análisis por parte de la SAP de Madrid,
Sección 22, de 23 de septiembre de 1999,que,entre otras cosas declara que pretende la parte
recurrente ahora, anular los efectos de un auto de adopción renegando de sus adoptantes o
padres actuales para volver, por motivos económicos (herencia) a su familia por naturaleza».
Excepcionalmente, sin embargo, durante el periodo de dos años siguientes al auto judicial, la
adopción regularmente constituida puede ser contradicha y privada de efectos (extinguida, dice
el Código) por no haber prestado el padre o la madre del hijo adoptivo su asentimiento al cambio
familiar producido (Artículo 180.2, en relación con el Artículo 177.2.2). La falta de intervención
de los progenitores legalmente determinados del adoptado debe haberse producido,
naturalmente «sin culpa suya» y será imprescindible que la extinción no perjudique gravemente
al menor y, si el adoptado es mayor de edad, su consentimiento expreso.
El referido plazo de dos años, sin duda debe ser considerado de caducidad y computarse, como
acabamos de decir, a partir de la firmeza del auto judicial. Asi lo afirma, en su fundamento quinto,
la SAP de Zamora de 8 de junio 1998,en un caso en el que la madre biológica pretende impugnar
la adopción realizada: “al considerar la recurrente que dicho plazo lo es de prescripción y debe
de contarse desde que la madre tuvo conocimiento de la adopción y no desde la resolución
judicial que la acuerda. Esta pretensión es inatendible: el referido plazo es de caducidad y
pretende evitar una interinidad permanente en la adopcion constituida, siendo el dies a quo de
dicho plazo aquel en que quedo constituida la adopción, y no como pretende la recurrente aquel
en que se haya tenido conocimiento de la misma por los padres del adoptado».
Cosa distinta es que el adoptante incurra en causa de privación de la patria potestad, en cuyo
caso podrá ser excluido por un Juez de las funciones tuitivas y de los derechos que por Ley le
correspondan ex Artículo 179 Código Civil, sin modificar por la LPIA); artículo que prevé que,
una vez alcanzada la plena capacidad, la exclusión solo podrá ser pedida por el propio adoptado,
dentro de los dos años siguientes; al tiempo que determina que todas las restricciones dejarán
de producir efecto por determinación del propio hijo una vez alcanzada la plena capacidad.
En todo caso, debe tenerse en cuenta que la extinción de la adopción no es causa de pérdida de
la nacionalidad, ni de la vecindad civil, adquiridas; ni tampoco alcanza a los efectos patrimoniales
anteriormente producidos (ex Artículo 180.3).
Cuando la ley extranjera admita que la adopción constituida a su amparo pueda ser revocada
por el adoptante, será requisito indispensable que este, antes del traslado del menor a España,
renuncie al ejercicio de la facultad de revocarla. La renuncia deberá formalizarse en documento
público o mediante comparecencia ante el Encargado del Registro Civil».
5. EFECTOS DE LA ADOPCIÓN
En igual sentido rige, entre adoptante y adoptado, la obligación legal de alimentos entre parientes
que consideraremos en uno de los próximos capítulos ; al tiempo que el hijo adoptivo, por su
parte, ocupa en la sucesión del adoptante los mismos derechos hereditarios que ostentaría si
hubiera sido procreado por el adoptante, pues tanto respecto de la legítima cuanto en relación
con la sucesión intestada, rige hoy el principio de igualdad de los hijos, con independencia de su
origen. Los mismos derechos corresponden al adoptante en la eventual herencia del hijo
adoptivo.
La integración familiar del adoptado en la familia del adoptante implica, claro está, que, como
regla, aquel ha de considerarse desligado o excluido de su familia de origen, pues resultaría
inconcebible que los eventuales deberes del hijo (adoptivo) respecto de sus padres hubieran de
mantenerse vivos tanto respecto de sus progenitores cuanto de sus adoptantes o que el hijo
adoptivo ostentara derechos sucesorios en ambas familias. Con toda claridad, así lo ex-presa el
primer número del artículo 178: «La adopción produce la extinción de los vínculos jurídicos entre
el adoptado y su familia de origen» (así, conforme a la modificación de la LJV; con anterioridad
el precepto, redactado por la Ley 13/2005,hablaba de «familia anterior»).
Sin embargo, semejante ruptura con la «familia anterior» del adoptado no puede establecerse
drásticamente, pues la multiplicidad de supuestos exige al legislador considerar ciertos extremos
concretos en los que la mínima prudencia requiere mantener ciertos efectos de la eventual
relación familiar preexistente.
Atendiendo a tales consideraciones, establece el apartado 2 del propio articulo 178 (reformado
por la Ley 13/2005) que «por excepción subsistirán los vínculos jurídicos con la familia del
progenitor que, según el caso, corresponda:
1. Cuando el adoptado sea hijo del cónyuge o de la persona unida al adoptante, por análoga
relación de afectividad a la conyugal aunque el consorte o la pareja hubiera fallecido.
2. Cuando solo uno de los progenitores haya sido legalmente determina-do, siempre que tal
efecto hubiere sido solicitado por el adoptante, el adoptado mayor de doce años y el progenitor
cuyo vínculo haya de persistir».
Finalmente, el apartado tercero del artículo 178 dispone que «lo establecido en los apartados
anteriores se entiende sin perjuicio de lo dispuesto sobre impedimentos matrimoniales”. Pese a
la confusa redacción del pasaje normativo, en realidad lo que quiere indicar el Código es que los
denominados impedimentos matrimoniales siguen rigiendo entre el adoptado y su familia de
origen (en caso contrario, sería admisible, por ejemplo, el matrimonio de hermanos de sangre).
La LPIA o Ley 26/2015 ha introducido sin embargo una importante novedad en esta materia, al
añadir un último apartado (numerado ahora como Artículo 178.4 Código Civil), extensísimo,
dedicado a incrementar los posibles lazos entre el adoptado, la familia de origen y la familia
adoptante (opción legislativa sumamente vidriosa, a nuestro humilde juicio) estableciéndose que
«cuando el interés del menor así lo aconseje, en razón de su situación familiar, edad o cualquier
otra circunstancia significativa valorada por la Entidad Pública, podrá acordarse el mantenimiento
de alguna forma de relación o contacto a través de visitas o comunicaciones entre el menor, los
miembros de la familia de origen que se considere y la adoptiva, favoreciéndose especialmente,
cuando ello sea posible, la relación entre los hermanos biológicos.
6. Las personas adoptadas, alcanzada la mayoría de edad o durante su minoría de edad a través
de sus representantes legales, tendrán derecho a conocer los datos sobre sus origenes
biológicos. Las Entidades Públicas, previa notificación a las personas afectadas, prestarán a
través de sus servicios especializados el asesoramiento y la ayuda que precisen para hacer
efectivo este derecho.
A estos efectos, cualquier entidad privada o pública tendrá obligación de facilitar a las Entidades
Públicas y al Ministerio Fiscal, cuando les sean requeridos, los informes y antecedentes
necesarios sobre el menor y su familia de origen».
Como ya hemos dicho, la cuestión es discutida, por estar relacionada con el derecho a conocer
la identidad propia, y de hecho en la Ley 25/2010, de 29 de julio, que recoge el Libro segundo
del Código Civil de Cataluña, se establece la obligación legal de los padres de comunicar a su
hijo que es adoptado en los siguientes términos, articulo 235.50: Los adoptantes deben hacer
saber al hijo que lo adoptaron, tan pronto como este tenga suficiente madurez, o, como máximo,
cuando cumpla doce años, salvo que esta información sea contraria al interés superior del
menor». A nuestro entender, sin embargo, el interés superior del menor, en la mayoría de los
casos, no estribará desde luego en saber antes de cumplir doce años si es adoptado o no, pues
probablemente a esa edad la búsqueda de la familia de origen lo que puede determinar es su
desarraigo familiar y social y, casi seguro. el tratamiento psicológico o psiquiátrico que algunos
colectivos parecen buscar y han logrado imponer como referente. Business is business!!
6. LA ADOPCIÓN INTERNACIONAL
En la mayor parte de los países de nuestra órbita geográfica y cultural, las personas susceptibles
de ser adoptadas, dada la caída libre de la natalidad en las sociedades desarrolladas, brillan por
su ausencia y ello ha provocado que sean numerosas las parejas (en menores índices, las
personas individuales) que, deseosas de contar con filiación adoptiva, hayan recurrido a la
búsqueda de hijos adoptivos en cualesquiera parajes del globo terráqueo: desde China (sobre
todo personas adoptadas del sexo femenino) hasta Rusia y otros países de antigua adscripción
socialista, incluyendo también a los países iberoamericanos y numerosos Estados africanos,
incluso a territorios sometidos a guerras tribales y civiles de notoria crueldad y bestialidad.
Semejante estado de cosas, muy problemático en algunas ocasiones, trajo consigo la aprobación
de la Ley 54/2007, de 18 de diciembre, de adopción internacional, norma extraordinariamente
bien intencionada y llena de cánticos hacia el halagüeño futuro en la materia, aunque en muchos
aspectos de dificil aplicación práctica, pese a su desarrollo normativo por el Real Decreto
165/2019, de 22 de marzo, que aprobó el Reglamento de adopción internacional. Por obvias
razones de carácter sistemático, entendemos que el tratamiento de dicha materia debe
corresponder a los tratadistas de Derecho internacional privado y a ellos remitimos.
En todo caso, no estará de más poner de manifiesto que el éxito de la Ley 54/2007,más que
dudoso, ha sido inexistente y en cierto sentido ha provocado, al igual que otras leyes homólogas
de los países occidentales (valga la identificación), un efecto bumerán de «cierre de las
adopciones» en numerosos países africanos, asiáticos, suramericanos y euro- orientales, que al
parecer han hecho descender las cifras de adopciones internacionales a cifras más bajas incluso
que la última estadística conocida con anterioridad a la preparación de dicha ley
54/2007.Finalmente, el descenso ha sido pasmoso tras la aprobación de la Ley de adopción
internacional, pues del año 2009 (en el que podríamos fijar los efectos reales de la ley) al año
2014, las adopciones internacionales han descendido de 3.006 a 798,es decir prácticamente un
76 %, con un resultado, pues, verdaderamente estrepitoso y que se incorpora seguidamente
como Anexo I, tanto respecto de las parejas hatero u homosexuales, cuanto incluso respecto de
las personas solteras homosexuales. Si se presta una mínima atención al Anexo que
seguidamente se reproduce es fácil concluir que la Ley 54/2007 ha laminado absolutamente la
continuidad de las adopciones internacionales, que en el periodo comprendido entre los años
2006 y 2016 han descendido exactamente en un 87,33 por 100.Dicha disminución es
verdaderamente alarmante y demuestra la continuidad del brocardo referido a que de buenas
intenciones están los infiernos llenos»
CAPITULO 23
LA PATRIA POTESTAD
1. CONCEPTO Y FUNDAMENTO
Durante largo tiempo, la patria potestad fue concebida -al estilo romano-como un verdadero
derecho subjetivo del paterfamilias sobre los hijos, así como sobre los bienes o frutos de los
bienes de que los hijos pudieran ser titulares (normalmente, por haberlos heredado de otros
familiares).El Derecho romano clásico, como es sabido, llegaba a pregonar el carácter absoluto
de la patria potestad, declarando incluso que el paterfamilias gozaba del «derecho de vida y
muerte»(ius vitae et necis) sobre sus hijos.
La idea del beneficio de los hijos preside e impregna el conjunto de la regulación actual del
Código Civil, cuyo articulo 154.2 establece de forma “podictica que «la patria potestad se ejercerá
siempre en interés de los hijos, de acuerdo con su personalidad», al tiempo que la expresión,
con mayores o menores variantes, se utiliza en otros preceptos (cfr. arts.156.5,159 y 170.2).La
subordinación de las facultades paternas a la formación de los hijos ha llevado a algunos autores
a defender la idea de que (al igual que la propiedad) la patria potestad debe configurarse
actualmente como una función social, conclusión, a mi juicio, exagerada y en todo caso confusa,
por imprecisa. Basta resaltar el aspecto de potestad para llegar a la conclusión unánimemente
aceptada de que los poderes paternos se encuentran sometidos y dirigidos a la formación integral
de los hijos y que, por tanto, la patria potestad debe configurarse propiamente como un ejercicio
continuado de paciencia, comprensión y responsabilidad parental (como la mayor parte de los
progenitores sabemos, con independencia del sexo y de la mayor o menor dedicación a la
familia). En esta línea, tras la reforma efectuada por la LPIA, el segundo apartado del articulo
154 Código Civil hace por primera vez referencia en el ámbito del Derecho común a «la patria
potestad como responsabilidad parental»
Las ideas apuntadas constituyen el nervio central de la actual regulación del Código, incorporada
básicamente por la Leyes 11/1981, de 13 de mayo, y 21/1987, de 11 de noviembre (objeto,
después, de algunas modificaciones de detalle por las Leyes 13/1983, de 24 de octubre, y
11/1990, de 15 de octubre), a las que habremos de dedicar nuestra atención en las páginas que
siguen. El ejercicio conjunto de la patria potestad es idéntico, naturalmente, para ambos
cónyuges, en el supuesto de matrimonio homosexual. En consecuencia, el texto del articulo
154.1,procedente de 1981 (que establecía que “los hijos no emancipados están bajo la potestad
del padre y de la madre»), ha sido objeto de modificación por parte de la Ley 13/2005 que optó
por la siguiente redacción: Los hijos no emancipados están bajo la potestad de sus progenitores».
Así pues, vueltas y revueltas del legislador para decir lo mismo que, a nuestro juicio, se encuentra
ahora estupendamente formulado, pues el abandono de la referencia a “los padres» por parte de
las leyes de 2005, caracterizadas por su entreguismo al movimiento homosexual, no dejaba de
ser una manifestación de cierta estulticia por parte de quienes participaron en su redacción, como
si pudiera suprimirse la existencia y la condición de los padres de manera generalizada, cuando
los padres y madres representamos sociológica y estadísticamente cerca del noventa y ocho por
ciento de quienes tienen capacidad directiva sobre los diversos grupos familiares.
Contienen disposiciones especificas sobre esta materia el Código Civil de Cataluña (Ley
25/2010,en la que se regula la “potestad parental») y el de Aragón (Decreto Legislativo
1/2011,que regula la “autoridad familiar»). Solo destacaremos ahora que ambas legislaciones
autonómicas reconocen al cónyuge o pareja del progenitor biológico intervenir en la potestad
parental sobre los hijos de este durante la convivencia, por tratarse de actos de la vida ordinaria
del hijo en los que a menudo está involucrado materialmente. En Aragón incluso se regula la
autoridad familiar de los abuelos y de los hermanos mayores del menor. También contiene reglas
especificas la Compilación de Derecho Civil Foral de Navarra (Leyes 52 y ss.), tras la reforma
efectuada por la Ley Foral 21/2019,de 4 de abril.
Solo nos queda destacar que, al estar referida esta institución a menores de edad, tiene una
especial relevancia en ella, tanto en su regulación como en la interpretación que se ha de realizar
de sus preceptos, lo dispuesto en la LO 1/1996, de 15 de enero, de protección jurídica del menor.
Dicha ley establece como principio fundamental el derecho de todo menor a que su interés
superior sea el criterio primordial a tener en cuenta en todas las acciones y decisiones que le
conciernan, tanto en el ámbito público como en el privado. La reciente modificación de dicha LO
efectuada por la LO 8/2015, de 22 de julio, ha tratado de precisar el contenido de este concepto
juridico indeterminado de «interés superior del menor”, incorporando criterios procedentes tanto
de nuestra jurisprudencia interna como de disposiciones internacionales.
Por su parte, la LPIA o Ley 26/2015, de 28 de julio, de modificación del sistema de protección de
la infancia y la adolescencia, ha afectado a bastantes disposiciones, entre otras al Código Civil,
donde introduce algunos cambios importantes en esta materia a los que hemos hecho referencia
en temas anteriores. Ahora corresponde destacar que sustituye en bastantes preceptos la
palabra «beneficio» por «interés» del menor, y la de «juicio» por la de «madurez» del mismo, en
consonancia con las últimas tendencias doctrinales en la materia.
Como regla, quedan sometidos a la patria potestad los hijos menores de edad que no hayan sido
emancipados (materia para la que hemos de remitir al tomo primero de esta obra), tal y como
expresa el articulo 154.1.
1. Cuando los actos relativos a los hijos sean realizados por uno de los progenitores “conforme
al uso social y a las circunstancias o en situaciones de urgente necesidad»(operación quirúrgica
que no puede posponerse o corte de pelo siguiendo la moda al uso).
2. Cuando uno de los progenitores actúe respecto de los hijos «con el consentimiento expreso o
tácito del otro», que, por ejemplo, se ha despreocupado sistemáticamente de las actividades
deportivas o complementarias de las pura-mente escolares de los hijos, por estar dedicado en
cuerpo y alma a otras cuestiones más importantes (verbigracia, la alta política internacional o la
inane tertulia en el bar de la esquina).
Para tales eventualidades, prevé el párrafo tercero del articulo 156 redactado ahora por la Ley
8/2021,de 2 de junio, o LAPCD lo siguiente: “En caso de desacuerdo en el ejercicio de la patria
potestad, cualquiera de los dos podrá acudir a la autoridad judicial. quien, después de oír a
ambos y al hijo si tuviera suficiente madurez y, en todo caso, si fuera mayor de doce años,
atribuirá la facultad de decidir a uno de los dos progenitores. Si los desacuerdos fueran reiterados
o concurriera cualquier otra causa que entorpezca gravemente el ejercicio de la patria potestad,
podrá atribuirla total o parcialmente a uno de los progenitores o distribuir entre ellos sus
funciones. Esta medida tendrá vigencia durante el plazo que se fije, que no podrá nunca exceder
de dos años. En los supuestos de los párrafos anteriores, respecto de terceros de buena fe. Se
presumirá que cada uno de los progenitores actúa en el ejercicio ordinario de la patria potestad
con el consentimiento del otro.
Según acabamos de ver en la norma apenas transcrita, los «desacuerdos reiterados» pueden
comportar la atribución en exclusiva a uno de los progenitores del ejercicio de la patria potestad
o, en su caso, de determinados aspectos inherentes a la patria potestad, por un periodo que no
supere los dos años. Es ciertamente un periodo temporal prudente y no demasiado extenso, pero
durante dicho plazo «el otro progenitor» queda excluido de la capacidad de decisión en relación
con los hijos y, quiérase o no, desautorizado frente a ellos, por lo que en la mayoria de los casos
semejante situación será el pórtico de la crisis matrimonial consiguiente.
Existe igualmente atribución exclusiva del ejercicio de la patria potestad en favor de uno de los
progenitores en los dos casos siguientes:
1. En defecto, o por ausencia o imposibilidad de uno de los padres» (Artículo 156.3). Las
situaciones de ausencia o imposibilidad a que se refiere el precepto no pueden ser entendidas
en el sentido de dificultad momentánea o meramente pasajera de uno de los progenitores (pues,
en tal caso, no hay razón para la atribución del ejercicio exclusivo de la patria potestad en favor
del otro), pero tampoco requieren la declaración judicial propiamente dicha relativa a la ausencia
o incapacitación técnicamente interpretadas.
2. Si los progenitores viven separados», en cuyo caso «la patria potestad se ejercerá por aquel
con quien el hijo conviva» (Artículo 156.5). La separación de los progenitores puede deberse
tanto a la circunstancia de haber sido judicialmente declarada (tras el correspondiente proceso
de nulidad, divorcio o separación) cuanto a cualesquiera otras circunstancias que determinen la
falta de convivencia efectiva de los progenitores (viven separados por no haber contraído nunca
matrimonio o porque uno de ellos está casado, pero con otra persona; o, sencillamente, se han
separado de hecho una vez quebrado el matrimonio, etc.).
Además de haber retocado ligeramente los artículos 156 y 158 CÓDIGO CIVIL la Ley de
jurisdicción voluntaria, en sus artículos 85 a 89, ambos inclusive, a cuya lectura hemos de remitir,
regula los expedientes de jurisdicción voluntaria relacionados con los posible desacuerdos en el
ejercicio de la patria potestad.
El Real Decreto-Ley 9/2018,de 3 de agosto, de medidas urgentes para el desarrollo del Pacto de
Estado contra la violencia de género, publicado en el BOE del día siguiente y convalidado por
Resolución del Congreso de 13 de septiembre de 2018,establece la modificación del articulo 156
CÓDIGO CIVIL anadiendo un nuevo párrafo segundo del siguiente tenor: Dictada una sentencia
condenatoria y mientras no se extinga la responsabilidad penal o iniciado un procedimiento penal
contra uno de los progenitores por atentar contra la vida, la integridad fisica,la libertad, la
integridad moral o la libertad e indemnidad sexual de los hijos o hijas comunes menores de edad,
o por atentar contra el otro progenitor, bastará el con-sentimiento de este para la atención y
asistencia psicológica de los hijos e hijas menores de edad, debiendo el primero ser informado
previamente. Si la asistencia hubiera de prestar-se a los hijos e hijas mayores de dieciséis años
se precisará en todo caso el consentimiento expreso de estos.
Dicho tenor legislativo generó una inmensa polémica, imposible de recoger aquí y quizá ahora
carente de interés, sobre todo porque la cuestión ha sido replanteada con ocasión de la Ley
8/2021 o LAPCD, que ha añadido el siguiente párrafo:
Lo anterior será igualmente aplicable, aunque no se haya interpuesto denuncia previa. cuando
la mujer esté recibiendo asistencia en un servicio especializado de violencia de género. Siempre
que medie informe emitido por dicho servicio que acredite dicha situación. Si la asistencia hubiera
de prestarse a los hijos e hijas mayores de dieciséis años, se precisará en todo caso el con-
sentimiento expreso de estos”, porque verdaderamente el fondo de la cuestión (relativo a la
asistencia psicológica de los menores in potestate) en el supuesto contemplado por la norma
transcrita merezca considerarse una grave alteración de las reglas de juego en materia de patria
potestad.
A los hijos únicamente los obliga el Código a «obedecer a sus padres mientras permanezcan
bajo su potestad, y respetarles siempre»(Artículo 155.1.°).El «respeto» debido a los padres no
es, pues, una derivación de la patria potestad, sino de la relación paternofilial. De ahí que resulte
exigible incluso una vez extinguida la patria potestad, normalmente por la «salida del hogar
paterno» de los hijos, y que su falta grave de observancia resulte sancionada en el ámbito
estrictamente familiar por diversas vías, como, por ejemplo, la posibilidad de desheredación (cfr:
Artículo 853.2) o la negación de alimentos (Artículo 152.4).
La obediencia, en cambio, es el único «precio» que han de satisfacer los hijos por el conjunto de
deberes impuestos a los padres en cuanto titulares de la patria potestad.
Merece la pena destacar que, por primera vez, tras la reforma efectuada por la LPIA en la LO
1/1996,se recogen en dicha Ley deberes de los menores en el capitulo especifico dedicado a
esta materia, destacando ahora el articulo 9. ter que «los menores deben participar en la vida
familiar respetando a sus progenitores y hermanos así como a otros familiares. Los menores
deben participar y corresponsabilizarse en el cuidado del hogar y en la realización de las tareas
domésticas de acuerdo con su edad, con su nivel de autonomía personal y capacidad, y con
independencia de su sexo».
El articulo 154,en su segundo párrafo, establece que «la patria potestad, como responsabilidad
parental, se ejercerá siempre en interés de los hijos, de acuerdo con su personalidad, y con
respeto a sus derechos, su integridad física y mental. Esta función comprende los siguientes
deberes y facultades:
1. Velar por ellos, tenerlos en su compañía, alimentarlos, educarlos y pro-curarles una formación
integral.
Tal brevedad, sin embargo, es engañosa, pues el contenido o la extensión de los deberes
paternos es mucho mayor de lo que el precepto puede sugerir en una primera lectura. En efecto,
la expresión textual es meramente un compendio de lo que legal y sociológicamente se entienden
por obligaciones paternas, atendidas las concretas circunstancias familiares y, en particular, las
propias educación y formación de los progenitores, de las que en buena medida habrán de
depender la que, con expresión algo cursi,el precepto denomina «formación integral» de los hijos.
Naturalmente lo dicho no significa que la formación de los hijos deba reproducir el status propio
de los progenitores de forma necesaria; ni, de otra parte, que los hijos solo tengan derecho a los
bienes y servicios con que, durante su minoría de edad, contaron sus padres, pues no debe
contar «el pasado» sino las circunstancias familiares de presente. En el fondo, la determinación
de los deberes paternos exige una determinación casuística y, en gran medida, dependiente de
la propia predisposición de los hijos, cuya opinión y características personales habrán de ser
tenidas en cuenta por los progenitores. Por eso, actualmente, el encabezamiento del párrafo
segundo del artículo 154 insiste en que «la patria potestad se ejercerá siempre en beneficio de
los hijos, de acuerdo con su personalidad» y el párrafo tercero otorga a los hijos que tuvieren
suficiente juicio derecho a «ser oídos siempre antes de adoptar decisiones que les afecten».
Semejante facultad de «ser oídos» naturalmente no implica que su parecer sobre cualquier
cuestión familiar deba considerarse preeminente, ni que -una vez formada la opinión familiar- los
hijos puedan desobedecer las decisiones paternas (por ejemplo, cualquier traslado familiar de
una población a otra es objeto de rechazo por los adolescentes aunque en el fondo suponga una
mejora para el conjunto de la familia). Pero la vida familiar, conforme al Código y al sentido
común, requiere atender también a la opinión de los hijos menores que tengan suficiente juicio
para expresarla. La modificación efectuada en la LO 1/1996 por la LO 8/2015, de 22 de julio,
insiste en el derecho del menor a ser oído en el ámbito familiar tratándose de decisiones que le
afecten, en función de su edad y madurez, y en que se tengan en cuenta sus opiniones, para lo
cual se le deberá proporcionar la información necesaria en un lenguaje comprensible y adaptado
a sus circunstancias.
Por lo demás, el conjunto de deberes paternos enunciados en el articulo 154.2.1.° no deja de ser
un pálido reflejo de la generalidad de las relaciones familiares, pues el espíritu de emulación y la
abnegación de la mayor parte de los progenitores incluso comportan la superación del cuadro
legal, llegando en algunos casos hasta la exageración en la asistencia y protección dispensada
a los hijos, otorgándoles excesivas oportunidades. De ahí que actualmente, desde el punto de
vista sociológico, se insista en la caracterización de los hijos como superprotegidos y en el retraso
en la salida del hogar paterno, pese a que el conflicto generacional y los bienintencionados
errores educativos de los progenitores sigan siendo también una constante social.
Tradicionalmente, los Códigos Civiles han otorgado a los progenitores una facultad de corrección
que, en el nuestro, se encontraba formulada en tiempos contemporáneos afirmando que «los
padres podrán en el ejercicio de su potestad recabar el auxilio de la autoridad. Podrán también
corregir razonable y moderadamente a los hijos» (Artículo 154.3 CC), norma que rara vez ha
provocado problema ni de entendimiento ni de aplicación práctica, si se excluyen (como siempre
en el mundo del Derecho) los supuestos marginales. Con ocasión, sin embargo, del final de la
legislatura 2004-2008 por obra y gracia de algunos diputados, el tema del cachete se convirtió
en un debate nacional que, finalmente, se incorporó a los trabajos preparatorios y, después al
texto, de la Ley 54/2007, de 28 de diciembre.
La Ley optó por suprimir la facultad de corrección y dejar el artículo 154.3 reducido a afirmar que
«los padres podrán, en el ejercicio de su potestad, recabar el auxilio de la autoridad». Por si
alguna duda hubiera, en el encabezamiento del artículo se afirma no solo que «la patria potestad
se ejercerá siempre en interés de los hijos, de acuerdo con su personalidad», sino que deberá
ejercitarse “con respeto a su integridad física y mental». Es decir, que la moderada facultad de
corrección, tradicional en la materia, debe considerarse atentatoria contra la integridad física y
psicológica de los menores de edad in potestate.
En todo caso, la referencia expresa a esta facultad de corrección moderada de los padres si
subsiste sin embargo en la legislación civil autonómica (en concreto en el artículo 236.17.4 del
Código Civil de Cataluña; articulo 65.1d)del Código del Derecho Foral de Aragón y en la Ley 65
de la Compilación de Derecho Civil Foral de Navarra. Por otra parte, es doctrina común que dicha
facultad de corrección subsiste también en la legislación común, aunque no aparezca ya recogida
de forma expresa, por estar subsumida en la obligación de los padres de educar a los menores
y procurarles una formación integral.
4. LA POTESTAD DE REPRESENTACIÓN
En principio, el otorgamiento por la ley a los padres de las facultades de representación de los
hijos menores no emancipados es una mera consecuencia de la falta de capacidad de estos y,
por tanto, constituye simultáneamente un derecho y un deber de los padres de asistir a los
menores in potestate mientras se encuentran en tal condición.
Ordena el primer apartado del artículo 162 (retocado por la LPIA), con visos de generalidad, que
«los padres que ostenten la patria potestad tienen la representación legal de sus hijos menores
no emancipados”. Sin embargo, conforme al resto del artículo citado, se exceptúan del ámbito
de la representación legal:
1. Los actos relativos a derechos de la personalidad que el hijo, de acuerdo con las Leyes y con
sus condiciones de madurez, pueda realizar por si mismo. No obstante, los responsables
parentales intervendrán en estos casos en virtud de sus deberes de cuidado y asistencia.
2.° Aquellos en que exista conflicto de intereses entre los padres y el hijo.
3.° Los relativos a bienes que estén excluidos de la administración de los padres.
Para celebrar contratos que obliguen al hijo a realizar prestaciones personales se requiere el
previo consentimiento de este si tuviere suficiente juicio, sin perjuicio de lo establecido en el
articulo 158».
Conforme semejante redacción, debe entenderse que -salvo restricción legal concreta el ámbito
de la representación legal se extiende a cualesquiera actos, actuaciones o actividades en las que
el menor no emancipado haya de participar, pues dada su falta de capacidad, ha de hacerlo
mediante la intervención de los progenitores, quienes, al igual que en cualquier otro supuesto de
representación legal, actúan en nombre y por cuenta de sus representados.
Merece una mención especial el primer apartado del articulo 162 CÓDIGO CIVIL pues hay leyes
especificas que amplían la capacidad del menor para actuar por sí solo (basta recordar la Ley
41/2002, de autonomía del paciente, que permite a los menores a partir de los dieciséis años
cumplidos tomar todas las decisiones médicas que le afecten, excluyendo la representación de
los padres salvo circunstancias muy excepcionales), y en general se observa la tendencia en la
jurisprudencia a tomar muy en consideración las condiciones de madurez de los menores,
admitiendo actuaciones que por su entidad pueden ser perfectamente asumidas por ellos
(¿podríamos anular la compra de un CD realizada por nuestra hija, de 15 años de edad, en El
Corte Inglés por falta de representación paterna?). De ahí que el artículo 1263.1,en materia de
capacidad contractual, modificado por la Ley 8/2021, establezca hoy que «los menores de edad
no emancipados podrán celebrar aquellos contratos que las leyes les permitan realizar por sí
mismos o con asistencia de sus representantes y los relativos a bienes y servicios de la vida
corriente propios de su edad de conformidad con los usos sociales».
El defensor judicial está regulado en el articulo 235 del Código Civil, tras la publicación de la Ley
8/2021,estableciendo que se nombrara un defensor judicial del menor en los casos siguientes:
1. Cuando en algún asunto exista conflicto de intereses entre los menores y sus representantes
legales, salvo en los casos en que la ley prevea otra forma de salvarlo.
2. Cuando, por cualquier causa, el tutor no desempeñare sus funciones, hasta que cese la causa
determinante o se designe otra persona.
La reforma, en cambio, no ha modificado, ni cambiado, los artículos 162 y 163 CÓDIGO CIVIL
La Ley de Matrimonio Civil de 1870 supuso en su momento el abandono del viejo sistema de
peculios, heredado del Derecho romano, y, siguiendo su orientación, la redacción originaria del
Código redujo el contenido patrimonial de la patria potestad a la administración y el usufructo de
los bienes de los hijos menores no emancipados (Artículos 159 y 160), si bien con señaladas
limitaciones.
Sin duda alguna esta última indicación normativa apunta a la posibilidad de exigencia de
«hipoteca legal» por parte de los hijos titulares de bienes administrados por los padres, a la que
ya nos hemos referido con algún detalle en el tomo anterior (al que remitimos) y que, en la
práctica, resulta sumamente rara. Además, no se olvide, que en todo caso solo quedaría obligado
a constituir dicha hipoteca «el padre o madre que hubieran contraído segundo matrimonio»
(Artículo 168.3.° de la LH).
Tiene, por tanto, mucho mayor interés precisar qué pretende indicar la norma al someter a los
progenitores a «las obligaciones generales de todo administrador» y al canon de diligencia de
actuar como si los bienes fueran suyos. La determinación del problema, al menos aquí, puede
realizarse de forma positiva, pues el propio Código ofrece claves suficientes para concluir que la
administración paterna es verdaderamente una carga impuesta por la minoría de edad de los
hijos titulares de los bienes y que, en consecuencia, los progenitores quedan sometidos a un
régimen de deberes que, además, han de afrontar de forma gratuita. Así, los progenitores quedan
obligados al menos a lo siguiente:
1. Llevar las correspondientes cuentas y en su caso, rendirlas, pues el articulo 168 establece que
«al término de la patria potestad podrán los hijos exigir a los padres la rendición de cuentas de
la administración que ejercieron sobre sus bienes hasta entonces («La acción para exigir el
cumplimiento de esta obligación concluye el párrafo prescribirá a los tres años»).
2. Administrar los bienes filiales diligentemente, pues los hijos pueden actuar contra sus
progenitores tanto cautelarmente, cuanto ex posi facto, en caso de mala o dañosa ad-
ministración.
El segundo párrafo del artículo 164 exceptúa de la administración paterna los siguientes bienes:
1. Los bienes adquiridos por titulo gratuito cuando el disponente lo hubiere ordenado de manera
expresa. Se cumplirá estrictamente la voluntad de este sobre la administración de estos bienes
y destino de sus frutos.
2. Los adquiridos por sucesión en que uno o ambos de los que ejerzan la patria potestad(hasta
2005,el padre, la madre o ambos) hubieran sido justamente desheredados o no hubieran podido
heredar por causa de indignidad, que serán administrados por la persona designada por el
causante y,en su defecto y sucesivamente, por el otro progenitor o por un Administrador judicial
especialmente nombrado.
3. Los que el hijo mayor de dieciséis años hubiera adquirido con su trabajo o industria. Los actos
de administración ordinaria serán realizados por el hijo, que necesitará el consentimiento de los
padres para los que excedan de ella».
El articulo 164,tal y como ha sido transcrito, fue redactado por la Ley 21/1987,de 11 de
noviembre, y retocado (suprimiendo la referencia a padre y madre) por la Ley 13/2005. Hasta la
aprobación de la primera de ellas contenía un número más identificado como 3 referido a los
bienes de los hijos adoptados en forma simple).
Dispone el primer párrafo del artículo 165 que «pertenecen siempre al hijo no emancipado los
frutos de sus bienes, así como todo lo que adquiera con su trabajo o industria». La regla es
consecuencia lógica de la supresión del antiguo usufructo paterno y, a su vez, corolario del
principio establecido en el articu-lo 354 de que todos los frutos pertenecen al propietario.
Según el segundo «los padres podrán destinar los [frutos de los bienes] del menor que viva con
ambos o con uno solo de ellos, en la parte que le corresponda, al levantamiento de las cargas
familiares, y no estarán obligados a rendir cuentas de lo que hubiesen consumido en tales
atenciones».
Por su parte, el párrafo tercero del artículo 165 otorga semejante facultad de destinar los frutos
de los bienes filiales al levantamiento de las cargas familiares incluso en el supuesto de que los
bienes de que se trate no sean administrados por los progenitores: «Con este fin se entregarán
a los padres, en la medida adecuada, los frutos de los bienes que ellos no administren. Se
exceptúan los frutos de los bienes a que se refieren los números 1 y 2 del artículo anterior y los
de aquellos donados o dejados a los hijos especialmente para su educación o carrera, pero si
los padres carecieren de medios podrán pedir al Juez que se les entregue la parte que en equidad
proceda».
Con anterioridad a la reforma de 1981, los padres podían llevar a cabo actos de enajenación
relativos a los bienes filiales, si bien en relación con los inmuebles se requería la intervención o
autorización judicial para determinar si verdaderamente existían “causas justificadas de utilidad
o necesidad» en la enajenación pretendida (antiguo Artículo 164).
Actualmente, el articulo 166.1 mantiene el mismo criterio respecto de los bienes inmuebles, pero
amplía el ámbito del control o autorización judicial a los actos dispositivos (enajenación o
gravamen) que recaigan sobre los establecimientos mercantiles o industriales, objetos preciosos
y valores mobiliarios (salvo el derecho de suscripción preferente de acciones), requiriendo en
todo caso que existan «causas justificadas de utilidad o necesidad y previa la autorización del
Juez del domicilio, con audiencia del Ministerio Fiscal».
Asimismo deberán recabar los padres autorización judicial para repudiar la herencia o legado
deferidos al hijo (Artículo 166.2).
Sin embargo, si el menor hubiese cumplido dieciséis años y consintiere en documento público,
no será necesaria autorización judicial aunque se trate de enajenación de inmuebles. También
desaparece el requisito de la previa autorización judicial respecto de la enajenación de valores
mobiliarios «siempre que su importe se reinvierta en bienes o valores seguros» (Artículo 166.3).
5.5. Los actos ilicitos de los hijos: la responsabilidad civil de los padres
Como ya sabemos, los actos dañosos generados por los hijos in potestate originan la
responsabilidad civil paterna (Artículo 1903.2).Conforme al esquema patriarcal inherente a la
redacción originaria del Código, el precepto citado establecía que «el padre, y por muerte o
incapacidad de este la madre, son responsables de los perjuicios causados por los hijos menores
de edad que viven en su compañía».
La redacción literal del segundo párrafo del articulo 1903 actualmente vigente procede de la Ley
11/1981, conforme a la cual «los padres son responsables de los daños causados por los hijos
que se encuentren bajo su guarda». A efectos, pues, de responsabilidad civil, se encuentran
también en pie de igual-dad el padre y la madre.
Esta obligación, que por supuesto no aparecía en la redacción inicial del Código Civil, fue
introducida en la reforma de 1981, seguramente para compensar la desaparición del usufructo
paterno de los bienes de los hijos, y viene acompañada de la posibilidad de los padres de destinar
los frutos de los bienes de los hijos que convivan con ellos al levantamiento de las cargas
familiares en los términos del artículo 165 que ya hemos visto. Es cierto que en la mayor parte
de los casos los hijos menores no tienen posibilidades de contribuir eco-nómicamente en la
atención de las cargas familiares, pero también debemos recordar que pueden ayudar de muchas
maneras, y que simplemente hacer la cama, recoger la ropa, colaborar en la cocina... puede
contribuir a que la ayuda externa en casa se reduzca, colaborando así entre todos al
mantenimiento y armónico desarrollo de la vida familiar:
2. Por la emancipación.
Desde luego, atendiendo al punto de vista práctico o estadístico, en la generalidad de los casos,
llegar a la mayoría de edad implica considerar que la patria potestad se ha extinguido, tal y como-
sin paliativo alguno establecía el Código con anterioridad a la reforma de 1981. Sin embargo,
semejante conclusión normativa generaba la relativa inconsecuencia de que, en caso de que los
hijos hubieran sido judicialmente incapacitados, los progenitores dejaban de ser titulares de la
patria potestad o, sencillamente, padres, para pasar a ser tutores.
El fenómeno era particularmente ostensible en el caso de que los hijos hubieran sido
incapacitados durante la minoría de edad y, desde la reforma de 1981,fue superado recurriendo
a la figura de la patria potestad prorrogada, contemplada en el artículo 171 (cuyo primer párrafo,
redactado por la Ley 11/1981,ha sido sucesivamente retocado por la Ley 13/1983 y por la Ley
Orgánica 1/1996)tanto para el supuesto de que la declaración de incapacitación tenga lugar
durante la minoría de edad de los hijos, cuanto para el caso de que -bajo ciertas circunstancias
-se produzca con posterioridad.
Ello obligaba antes a distinguir, a efectos didácticos, entre la patria potestad prorrogada
propiamente dicha y la patria potestad rehabilitada, cuestión que actualmente carece de interés
alguno, sobre todo para el futuro, por la Ley 8/2021 ha suprimido radicalmente el anterior articulo
171 CÓDIGO CIVIL referido a las figuras de prórroga y rehabilitación de la patria potestad. Por
tanto, si llegados los hijos menores a la emancipación, siguen necesitando algún sistema de
apoyo se procederá en la forma prevista con carácter general en los artículos 249 y ss. del Código
Civil, en su redacción vigente.
Pese a la gravedad del problema al que hace referencia el epígrafe, el articulo 170 se limita a
indicar, concisamente, que «el padre o la madre podrán ser privados total o parcialmente de su
potestad por sentencia fundada en el incumplimiento de los deberes inherentes a la misma o
dictada en causa criminal o matrimonial». La realidad de la cuestión es que, con independencia
del proceso que dé lugar a la consiguiente sentencia (sea una sentencia ad hoc dictada en
procedimiento civil ordinario, sentencia penal o sentencia dictada en cualquier proceso
matrimonial), la privación de la patria potestad solo puede ser decreta-da judicialmente y fundada
precisamente en el incumplimiento de los deberes inherentes a su ejercicio.
El vigente Código Penal (Ley Orgánica 10/1995) considera la pena especial y accesoria de
inhabilitación para el ejercicio de la patria potestad en relación con los delitos contra la libertad e
indemnidad sexual del menor (art 192 CP), de abandono de familia (Artículo 226 CP), o de
abandono del menor o utilización para la mendicidad (Artículo 233 CP).
Por cuanto se refiere a la incidencia de las sentencias dictadas en los procesos matrimoniales
(separación, nulidad, o divorcio) en relación con la patria potestad, nos limitaremos a recordar
que el párrafo tercero del artículo 92 (que no ha sido modificado por la Ley 13/2005)impone al
Juez acordar «la privación de la patria potestad cuando en el proceso se revele causa para ello.
La privación de la patria potestad puede ser total o parcial, solo para determinados ámbitos (por
ejemplo para obtener el pasaporte del hijo), pudiendo el Juez concentrar las funciones inherentes
a su ejercicio, redistribuirlas o alterar-las (Artículos 156, 158 y 167 CC). También puede afectar
a uno solo de los progenitores, o a los dos, en función de cual haya sido su causa determinante.
Debemos destacar asimismo que gran parte de los supuestos de privación de la patria potestad
se plantean con ocasión de expedientes de adopción de los menores, puesto que si los padres
no están privados de esta función, ni incursos en causa legal para ello, es necesario su
asentimiento, y la adopción no puede llevarse a efecto con su oposición, mientras que si están
incursos en dichas causas deben ser oídos pero su oposición no es vinculante (Artículo 177
CC).
En tal sentido, por ejemplo, podría entenderse que la pena accesoria a la que acabamos de
referirnos constituye un supuesto de suspensión temporal del ejercicio de la patria potestad o
bien que el propio artículo 170 CÓDIGO CIVIL al hablar de «privación parcial”, está otorgando
carta de naturaleza a la suspensión temporal, aunque lo cierto es que ni siquiera dicho
entendimiento seria suficiente para comprender la riqueza y pluralidad de los supuestos de hecho
en que la actividad tuitiva de los menores no es desempeñada por los padres o progenitores,
sino encomendada a otros familiares, particularmente a los abuelos. Precisamente, en un caso
de atribución de la guarda y custodia de una menor a los abuelos maternos, el Tribunal Supremo
ha tenido ocasión de defender que dicha atribución no implica suspensión de la patria potestad
para la madre: «lo que se ha concedido a los abuelos actores por el Juez, en uso de las facultades
concedidas en el articulo 158 del Código Civil. son las medidas de carácter temporal de guarda
y custodia, en atención a las circunstancia de inestabilidad por la que pasa la madre de la menor,
tal y como se ha expuesto en los dos primeros fundamentos de derechos de esta resolución, y
en la sentencia no se ha dado lugar a la suspensión de la patria potestad de la madre, que la
conserva, salvo en la guarda y custodia de la misma, que se la ha encomendado a los abuelos
actores con el contenido señalado en el párrafo segundo del fundamento segundo de esta
sentencia, según se deduce del contenido de la sentencia recurrida, por lo que no hay infracción
del Artículo 170 en cuanto la sentencia recurrida...».
En suma, tanto la privación como la suspensión de la patria potestad son medidas que van
dirigidas, no tanto a sancionar o castigar a su titular por determinadas conductas, como a
proteger el interés de los menores in potestate, y este interés es el que debe informar siempre la
toma de decisiones, de manera que se acordará esta privación o suspensión solo cuando sea
conveniente para la protección, formación y educación del menor afectado, optándose en
ocasiones por los Jueces por la atribución del ejercicio de la patria potestad al otro progenitor, o
incluso a un familiar o a un extraño, pero manteniendo la titularidad, y por tanto el conjunto de
obligaciones del progenitor afectado.
Actualmente, el articulo 172-1.3 CÓDIGO CIVIL redactado por la LPIA, recoge un supuesto de
suspensión ex lege de la patria potestad, en los casos de asunción de la tutela por ministerio de
la Entidad Pública correspondiente en las situaciones de desamparo de un menor, sin perjuicio
de que serán válidos los actos de contenido patrimonial que realicen los progenitores en
representación del menor y que sean en interés de este.
En relación con la eventual recuperación de la patria potestad, establece el articulo 170.2 que
«los Tribunales podrán, en beneficio e interés del hijo, acordar la recuperación de la patria
potestad cuando hubiere cesado la causa que motivó la privación».
Atendiendo, sin ebargo, a la jurisprudencia recaída sobre el precepto no parece que sean
frecuentes los supuestos en los que la reclamación de recuperar la patria potestad tenga
verdaderamente fundamento, ya se trate de matrimonio propiamente dicho o de unión
extramatrimonial (en la que también es frecuente el ejercicio de dicha acción), tras la
correspondiente declaración de privación: cfr., por ejemplo, SSTS 1.998/2004, de 11 de octubre;
SAP de Palencia 200/2001,de 18 de junio; SAP de Teruel 157/2000, de 24 de julio. En sentido
positivo, en cambio, véase SAP de Sevilla 64/2001, de 8 de marzo.
El artículo 71 de la nueva Ley de Registro Civil (Ley 20/2011) dispuso que son inscribibles en el
registro individual de la persona sujeta a patria potestad y en el de su progenitor o progenitores
las resoluciones judiciales que afecten a la titularidad, al ejercicio y a las modificaciones de la
patria potestad; y, en particular, las que se produzcan como consecuencia de la nulidad,
separación y divorcio de los progenitores. También se inscribirá la extinción, privación,
suspensión, prórroga y rehabilitación de la patria potestad.
CAPÍTULO 24
El Código Civil dedica el Título VI del Libro I a regular la institución de los alimentos entre
parientes, a lo largo de los artículos 142 a 153, ambos inclusive, configurándola como una
obligación legal de prestación de asistencia y socorro entre los cónyuges y los parientes
cercanos.
La contemplación legal de los alimentos entre parientes como una institución independiente de
las prestaciones alimenticias derivadas del matrimonio y de la filiación no puede significar desde
luego la preterición u olvido de estas últimas. Sencillamente, la obligación alimenticia actúa de
forma complementaria para supuestos en que la obligación de asistencia conyugal ha decaído
(por ejemplo, separación matrimonial) o en los que la patria potestad se ha extinguido por
alcanzar los hijos la mayoría de edad. El análisis de la reciente jurisprudencia de las Audiencias
Provinciales arroja el dato de que cada vez son más numerosas las reclamaciones de alimentos
de hijos mayores de edad, sobre todo frente a padres divorciados o separados de hecho.
De otra parte, conviene poner de manifesto que varios de los preceptos que debemos considerar
en este capítulo parten del presupuesto (falso en términos reales) de que la prestación de
alimentos es consecuencia de la culminación de un procedimiento judicial y de lo establecido en
la correspondiente sentencia.
Ciertamente y por desgracia, son numerosas las sentencias relativas al tema, sobre todo tras la
admisión del divorcio, y, por tanto, es necesario concordar en que existe una cierta litigiosidad
respecto de la obligación alimenticia. Sin embargo, tal planteamiento del Código es francamente
criticable. Y ello no solo porque ofrezca una imagen desoladora de la familia en sentido nuclear,
sino porque, además, es falso en términos sociológicos que la atención de las necesidades
vitales de determinados miembros de la familia cercana presuponga de forma sistemática la
(escasamente deseable) intervención judicial. Al contrario. en la mayoría de los casos, los
miembros de la familia a que se refieren los preceptos que seguidamente vamos a analizar
suelen prestar, y con creces (esto es, superando ampliamente las previsiones legales), ayuda y
auxilio a sus descendientes o ascendientes cercanos.
Por tanto, conviene no perder de vista semejante advertencia y ser conscientes de que las reglas
legales sobre la obligación alimenticia entran en juego en muchos supuestos, pero que al mismo
tiempo, en general, la solidaridad familiar entre los cónyuges y los parientes en línea recta supera
ampliamente las previsiones legales. Con todo, reiteramos lo, es alarmantemente alto el número
de reclamaciones alimenticias generadas por las situaciones de divorcio o de separación de
hecho, pues para muchos varones parece ser que la quiebra matrimonial es motivo suficiente
para considerar que los hijos son solo de la madre, sobre todo en el caso de que se le atribuya
a ella la custodia y el ejercicio de la patria potestad.
En tales casos, obviamente, la madre actuaría en nombre y representación de sus hijos menores
de edad y ha de tenerse en cuenta lo establecido, respecto de competencia territorial, por el
articulo 769.3 de la nueva Ley de Enjuiciamiento Civil: «En los procesos que versen
exclusivamente, sobre alimentos reclamados por un progenitor contra el otro en nombre de los
hijos menores será competente el Juzgado de Primera Instancia del lugar del último domicilio
común de los progenitores. En el caso de residir los progenitores en distintos partidos judiciales,
será Tribunal competente, a elección del demandante, el del domicilio del demandado o el de la
residencia del menor».
Concisamente dicho, la obligación alimenticia configurada en los artículos 142 y siguientes del
Código Civil, encuentra fundamento en la solidaridad familiar, al menos entre los familiares más
cercanos, dándose los presupuestos de que uno de ellos se encuentre en estado de penuria,
necesidad o pobreza y que otros (u otro) familiares cuenten con medios económicos suficientes
para atender a la subsistencia del necesitado o alimentista.
-Articulo 43.2: Compete a los poderes públicos organizar y tutelar la salud pública a través de
medidas preventivas y de las prestaciones y servicios necesarios».
-Articulo 41: Los poderes públicos mantendrán un régimen público de Seguridad Social para
todos los ciudadanos que garantice la asistencia y prestaciones sociales suficientes ante
situaciones de necesidad, especialmente en caso de desempleo».
-Articulo 49: «Los poderes públicos realizarán una política de previsión, tratamiento,
rehabilitación e integración de los disminuidos físicos, sensoriales y psíquicos».
La política asistencial impuesta por tales preceptos y por la existencia de un Estado social y
democrático de Derecho conlleva, pues, que muchos de los aspectos propios de la obligación
alimenticia entre parientes (a los que seguidamente nos referiremos) han de ser desempeñados
por los poderes públicos y que, en consecuencia, su satisfacción mediante cauces públicos habrá
de exonerar a los familiares que, en otro caso, habrían de atender las necesidades de quien se
encontrara en situación de penuria o, al menos, mitigar sus obligaciones al respecto.
Atendiendo a ello, afirman algunos autores que, en la actualidad, la obligación civil de alimentos
debe considerarse subsidiaria respecto de la política asistencial de carácter público, pues-
imaginemos- no parece razonable que quien no solicita la pensión (por desempleo o por
jubilación o no contributiva) a que tenga derecho, pretenda vivir a costa de sus familiares. Siendo
ello cierto, es evidente que, en rigor, la asistencia mutua y recíproca entre los cónyuges y los
parientes en línea recta (al menos, respecto de los hijos) no representa un segundo escalón de
asistencia en la organización social actual, sino precisamente al revés. Por tanto, el carácter
subsidiario de la obligación de alimentos puede ponerse en duda y resulta preferible destacar su
función complementaria de la asistencia social pública (el Artículo 50 de la CE, expresáis verbis,
dice que las pensiones son compatibles con las obligaciones familiares), pues la percepción de
las ayudas y pensiones públicas, por desgracia, en absoluto garantizan la satisfacción de las
necesidades del eventual alimentista como regla.
Naturalmente los problemas inherentes a la obligación de alimentos entre parientes se agrava, a
nivel internacional, en los supuestos en que por elementos fácticos del supuesto de hecho no
pueda entrar en juego el ordenamiento patrio (o cualquier otro Derecho estatal) y sea necesario
recurrir a la colaboración internacional. A ello pretende hacer frente el Convenio de La Haya, de
23 de noviembre de 2007,sobre cobro internacional de alimentos para los niños y otros miembros
de la familia, que ha sido objeto de aprobación, en nombre de la Unión Europea, por la Decisión
2011/432/UE, de 9 de junio.
2. NATURALEZA Y CARACTERES
Desde que (en la primera mitad del siglo XX) A. Cicu negara el carácter patrimonial al derecho
del alimentista, se ha debatido ampliamente acerca de la naturaleza patrimonial o
extramatrimonial del derecho de alimentos y sus correspondientes caracteres. Siguiendo al autor
italiano, en nuestra doctrina, Pablo BELTRAN DE HEREDIA Y ONis ha insistido en negar el
carácter patrimonial al derecho de alimentos, aunque al propio tiempo reconoce la
patrimonialidad de su contenido.
1. Reciprocidad, pues los familiares contemplados en los artículos 142 y siguientes son
potencialmente acreedores o deudores de la prestación alimenticia si se dan los presupuestos
legalmente establecidos (cfr: el encabezamiento del Artículo 143:«Están obligados
recíprocamente a darse alimentos»).
1. Los cónyuges.
Los hermanos solo se deben los auxilios necesarios para la vida, cuando los necesiten por
cualquier causa que no sea imputable al alimentista, y se extenderán en su caso a los que
precisen para su educación».
Dispone este precepto que «la reclamación de alimentos cuando proceda y sean dos o más los
obligados a prestarlos se hará por el orden siguiente:
1. Al cónyuge.
2. A los descendientes de grado más próximo.
4. A los hermanos, pero estando obligados en último lugar los que solo sean uterinos o
consanguineos.
Entre los descendientes y ascendientes se regulará la gradación por el orden en que sean
llamados a la sucesión legítima de la persona que tenga derecho a los alimentos».
-Uterinos: evidentemente, los hijos de una misma madre, pero con dife-rente padre.
-Consanguineos: los hijos procedentes del mismo padre, pero con diferente madre.
Por cierto, que hermano de vinculo sencillo (ora por la madre, ora por el padre) no es lo mismo
que hermanastro, como alguna de las acepciones del Diccionario de la RAE puede dar a
entender, pues los hermanastro, propiamente hablando, son los hijos de un cónyuge en relación
con los hijos del otro consorte, sin que entre ellos exista parentesco alguno de consanguinidad,
sino solo y exclusivamente, de afinidad. De manera tal que los hermanastros, propiamente tales,
pueden incluso contraer matrimonio entre sí; resultado que, además de aberrante, se encuentra
radicalmente prohibido entre quienes sean medio hermanos o hermanos de vínculo sencillo, por
tener en común un mismo progenitor (sea la madre, sea el padre). Debo pedir perdón por
extenderme así en la materia, pero me lo han solicitado diversos lectores, críticos seguidores
(como debe ser) de este manual, afeándome la falta de referencia a hermanos y hermanastros.
3.2. Pluralidad de obligados: el carácter mancomunado de la deuda alimenticia
En el caso de que los obligados a prestar alimentos sean varios (alguien reclama a sus hijos o
un menor que reclama a sus abuelos) es obvio que la regla de que el grado de parentesco más
próximo excluye al más remoto, pese a su utilidad, no es suficiente para resolver el problema de
quién y en qué cuantía ha de satisfacer los alimentos que correspondan.
Dispone a tal efecto el párrafo primero del articulo 145 que cuando recaiga sobre dos o más
personas la obligación de dar alimentos, se repartirá entre ellas el pago de la pensión en cantidad
proporcional a su caudal respectivo. La norma tiene como finalidad primordial evitar radicalmente
la posible condena judicial de carácter solidario entre los diversos obligados. No cabe, pues, que
el Juez pueda zafarse de la distribución proporcional entre los obligados al pago, atendiendo a
su respectiva situación patrimonial (así, por ejemplo, si los alimentos exigibles por el nieto
huérfano equivalen a mil euros mensuales y viven tres de los abuelos, no procede el prorrateo
entre ellos, sino atender a la respectiva situación patrimonial de sus ascendientes. Puede ser,
supongamos, que los abuelos paternos, pensionistas sin mayores bienes, queden excluidos del
pago en atención a que la abuela materna, famosísima cantante o actriz o dueña de una gran
empresa, sigue percibiendo anualmente rentas por valor de más de medio millón de euros). En
definitiva, en caso de pluralidad de obligados, la obligación alimenticia es un supuesto
característico de mancomunidad pasiva.
No obstante lo dicho, de forma excepcional y transitoria, el párrafo segundo del artículo 145
permite que “en caso de urgente necesidad y por circunstancias especiales, podrá el Juez obligar
a una sola de ellas a que los preste [los alimentos] provisionalmente, sin perjuicio de su derecho
a reclamar de los demás obligados la parte que les corresponda».
Para el caso de que dos o más alimentistas reclamaren a la vez alimentos de una misma persona
obligada legalmente a darlos, y esta no tuviere fortuna bastante para atender a todos, establece
el articulo 145.3 que se guardará el orden establecido en el articulo anterior, a no ser que los
alimentistas concurrentes fuesen el cónyuge y un hijo sujeto a la patria potestad, en cuyo caso
este será preferido a aquél».
La exigencia de los alimentos es factible desde el mismo y preciso momento en que el alimentista
se encuentre en situación de reclamarlos y exista cualquiera de los familiares obligados al pago
que cuente con medios económicos para atender dicha reclamación. Sin embargo, el artículo
148.1 (que es uno de los preceptos que ofrece una visión «judicializada» de la materia) establece
terminantemente que «la obligación de dar alimentos será exigible desde que los necesitare,
para subsistir, la persona que tenga derecho a percibirlos; pero no se abonarán sino desde la
fecha en que se interponga la demanda».
Semejante mandato no es original del periodo de la codificación, sino qe proviene del ius
commune, en el que se entendía que la concesión de los alimentos solo podía producir efectos
a partir de la intervención judicial, atendiendo a la máxima in praeteritum non vivitur. Esto es, se
consideraba que si los alimentos eran necesarios para la subsistencia, ello debía conllevar su
inmediata exigibilidad, sin comprender los posibles alimentos de épocas anteriores a la
reclamación. El abolengo de la norma y su tenor literal excluyen que el Juez pueda pronunciarse
en sentido distinto, otorgando alimentos -supongamos desde que el alimentista comenzó a
reclamarlos extrajudicialmente, de forma infructuosa. No obstante, es obvio que si la reclamación
extrajudicial rinde sus frutos, los alimentos pueden ser exigibles a partir de ese momento y, en
absoluto, constituyen un pago indebido, pese a no existir demanda judicial alguna.
Tratándose de hijos mayores de edad, la legitimación activa para reclamar alimentos al padre les
corresponde a ellos, y no a su madre (STS 577/2003,de 6 de junio).
Los cónyuges y los parientes en línea recta están obligados recíprocamente a darse alimentos
en sentido amplio (cfr. Artículo 143.1). La amplitud de los alimentos viene definida o, mejor,
descrita en el artículo 142, cuyo tenor literal vigente, incorporado por la Ley 11/1981, es el
siguiente:
«Se entiende por alimentos todo lo que es indispensable para el sustento, habitación, vestido y
asistencia médica [hasta 1981, todo ello había de prestarse según la posición social de la familia].
Los alimentos comprenden también la educación e instrucción del alimentista mientras sea
menor de edad y aun después cuando no haya terminado su formación por causa que no le sea
imputable. Entre los alimentos se incluirán los gastos de embarazo y parto, en cuanto no estén
cubiertos de otro modo.
Resulta que este último párrafo puede considerarse reiterativo en relación con la «asistencia
médica», pues nadie pondría hoy en duda la atención médica de la mujer embarazada. Sin
embargo, semejante reiteración se debe a que, en el momento de la reforma, se prefirió dejar
sentado que incluso las denominadas madres solteras tenían derecho a reclamar tales
prestaciones sanitarias a sus progenitores o ascendientes, por encima de consideraciones
técnicas o puramente gramaticales.
Establece el articulo 237.1 del Código Civil de Cataluña (Ley 25/20110) que en los alimentos
quedan incluidos los gastos de continuación de la formación, una vez alcanzada la mayoría de
edad, si no se ha terminado antes por una causa que no sea imputable al alimentista, y siempre
y cuando mantenga un arrendamiento regular».
Entre hermanos “solo se deben los auxilios necesarios para la vida, cuando los necesiten por
cualquier causa que no sea imputable al alimentista, y se extenderán en su caso a los que
precisen para su educación» (Artículo 143.2).
Sin embargo. la línea divisoria entre los alimentos amplios y estrictos por este concepto resulta
extraordinariamente difusa, pues no hay razones determinantes para defender que los criterios
de fijación de la cuantía de los alimentos, establecidos en el articulo 146, hayan de aplicarse
exclusivamente a los alimentos amplios. De otra parte, la jurisprudencia sobre el particular es
escasísima, si no inexistente (en el cerca del centenar de sentencias dictadas en los últimos
veinte años por el TS y las AAPP ninguna se refiere a reclamación de alimentos entre hermanos),
salvo un par de ellas, centradas además en aspectos marginales de la cuestión: la STJ de
Cataluña (Social), de 6 de julio de 1999 no exime entre hermanos el que uno de ellos pertenezca
a una orden religiosa y tenga voto de pobreza; y la SAP Madrid, 10, de 20 de septiembre de
2007: que la califica de obligación personalísima, por lo que como es de todo punto evidente- si
un hermano no puede prestar alimentos, no se puede reclamar a los sobrinos.
El articulo 149 establece, desde la redacción originaria del Código, que el obligado a prestar
alimentos podrá, a su elección, satisfacerlos, o pagando la pensión que se fije, o recibiendo y
manteniendo en su propia casa al que tiene derecho a ellos.
La obligación alimenticia, pues, es técnicamente una obligación alternativa que puede cumplirse
por el deudor alimentante, a su elección (conforme a la regla general en la materia: cfr.Artículo
1132.1), de dos formas diversas: mediante el pago de la correspondiente pensión pecuniaria o
mediante el mantenimiento a domicilio del alimentista. En principio, la práctica y algunos
preceptos del Código otorgan primacía a la pensión pecuniaria que «se verificará por meses
anticipados» (Artículo 148.2), dado el presupuesto de necesidad o menesterosidad del
alimentista. Pero, desde luego, el planteamiento del artículo 149 no excluye que el alimentante,
a su libre elección, decida atender y mantener al alimentista en su propio domicilio.
La facultad de elección del deudor alimentante, sin embargo, no ha estado exenta de problemas
en el pasado y. en los últimos años, ha originado numerosos problemas, sobre todo en
situaciones de crisis matrimonial y, particularmente, de divorcio (el su-puesto típico ha consistido
en que el padre divorciado ha pretendido prestar, en su domicilio, alimentos a los hijos que han
quedado bajo la custodia de la madre). Ante ello, la Ley Orgánica 1/1996, de Protección Jurídica
del Menor, siguiendo la jurisprudencia del Tribunal Supremo al respecto, ha añadido un segundo
párrafo al articulo 149 del siguiente tenor: Esta elección no será posible en cuanto contradiga la
situación de convivencia de-terminada para el alimentista por las normas aplicables o por
resolución judicial. También podrá ser rechazada cuando concurra justa causa o perjudique el
interés del alimentista menor de edad».
El análisis de la jurisprudencia más reciente (de las Audiencias Provinciales) arroja el dato de
que,al menos para familias de tipo medio, la fijación cuantitativa de la pensión en favor de los
hijos oscila alrededor de trescientos euros mensuales. Es posible la fijación de pensiones
cuantitativamente diferentes para hijos de distintos matrimonios, en función de la diversidad de
circunstancias de unos y otros alimentistas, pues para fijar la pensión del padre hay que tener en
cuenta la aportación que corresponde realizar a la madre (STS 489/2001, de 18 de mayo).
7. LA MODIFICACIÓN DE LA PENSIÓN
Ante ello, alguna sentencia y ciertos autores han recurrido a la idea de la cláusula rebus sic
stantibus (la SAP de Girona de 2 de noviembre de 1994 afirma que «el derecho a pedir una
prestación alimenticia viene siempre limitado por las circunstancias personales, necesidad y
posibilidades del obligado a prestarlas, no pudiendo perderse de vista que la condena en juicio
a prestar alimentos provisionales está sometida a la cláusula rebus sic siantibus, pudiéndose, en
consecuencia, en lo sucesivo reducir o aumentar según lo hagan las necesidades del alimentista
y la fortuna del que hubiese de satisfacerlos»). Mas se trata de un planteamiento absolutamente
erróneo, si se atiende al verdadero significado de la cláusula rebus sic stantibus en nuestro
ordenamiento jurídico y, en particular, en el ámbito de las prestaciones contractuales (para el que
hemos de remitir al tomo tercero de esta obra). Precisamente la mera existencia del artículo 147,
dirigido a procurar la debida adecuación entre la situación patrimonial de alimentista y
alimentante y la cuantía de la pensión, manifiesta palmariamente que el propio legislador ha
establecido un medio de ajuste del desequilibrio sobrevenido en la obligación alimenticia y, en
consecuencia, la inexistencia de los requisitos exigidos recurrentemente por el Tribunal Supremo
para que entre en juego la reiterada cláusula rebus sic stantibus.
La variación de las circunstancias patrimoniales del alimentista o del alimentante puede llegar a
ser del tal gravedad o incidencia que llegue a determinar la extinción de la obligación alimenticia,
como vamos a ver seguidamente.
Afirma el articulo 150 que «la obligación de suministrar alimentos cesa con la muerte del
obligado». Por su parte, el artículo 152 dispone que «cesará también la obligación de dar
alimentos:
2.° Cuando la fortuna del obligado a darlos se hubiere reducido hasta el punto de no poder
satisfacerlos sin desatender sus propias necesidades y las de su familia.
3. Cuando el alimentista pueda ejercer un oficio, profesión o industria, o haya adquirido un destino
o mejorado de fortuna, de suerte que no le sea necesaria la pensión alimenticia para su
subsistencia.
4. Cuando el alimentista, sea o no heredero forzoso, hubiese cometido alguna falta de las que
dan lugar a desheredación.
5. Cuando el alimentista sea descendiente del obligado a dar alimentos, y la necesidad de aquél
provenga de mala conducta o de falta de aplicación al trabajo, mientras subsista esta causa».
Tradicionalmente se han considerado todos los supuestos recogidos en los artículos 150 y 152
bajo la rúbrica de la extinción de la obligación alimenticia, aunque la conmixtión de que hace gala
el legislador merece algunas precisio-nes,pues algunos supuestos son propiamente extintivos,
mientras que otros no merecen tal calificación.
Sin duda alguna, la muerte o declaración de fallecimiento tanto del alimentista cuanto del
alimentante tienen naturaleza extintiva respecto de la obligación alimenticia, pues siendo esta
personalísima o intuiius personae, desaparece desde el momento del fallecimiento de cualquiera
de las partes de la relación obligatoria constituida.
El fallecimiento del alimentante excluye que sus herederos, en cuanto tales, hayan de asumir
dicha obligación, aunque puede darse el caso de que, por la relación familiar que les una con el
alimentista, este pueda reclamarles alimentos (supongamos, fallece con cincuenta y seis años
Juan, alimentante de su padre, Pedro. Los hijos de Juan, en cuanto nietos de Pedro, pueden ser
alimentantes). Pero, en todo caso, se tratará de una nueva obligación alimenticia.
La muerte del alimentista (Artículo 152.1), obviamente, acarrea la extinción de la obligación de
prestarle alimentos y, por supuesto, sus herederos no adquieren condición alguna de
alimentistas.
Para el supuesto de la muerte del alimentista y dado que el pago de la pensión ha de realizarse
por meses anticipados, prevé el articulo 148.2 que «sus herederos no estarán obligados a
devolver lo que este hubiese recibido anticipadamente» (esto es, los alimentos correspondientes
a los días que no ha vivido del conespondiente mes anticipado).
La variación de las circunstancias patrimoniales del alimentista y/o del alimentante puede llegar
a ser de tal gravedad, como describen los números 2. y 3. del articulo 152, que conlleven la
cesación o extinción de la obligación alimenticia preexistente. Por tanto. en tales supuestos,
existe también, a veces, un efecto extintivo propiamente dicho.
Bajo tal rúbrica podemos considerar los supuestos contemplados en los números, y 5 del articulo
152.
El número 5, antes transcrito, se refiere solo al caso de que el alimentista sea descendiente del
alimentante y, tal y como se encuentra formulado legalmente, no es propiamente una causa
extintiva de obligación alimenticia preexistente alguna, sino, al contrario, como una causa de
cesación o exclusión de la obligación de prestar alimentos. No hay, pues, extinción alguna, sino
inexistencia de presupuesto para exigir alimentos por el descendiente que, a causa de su desidia,
se encuentra en situación de menesterosidad.
El hecho, de otra parte, de que el alimentista lleve a cabo alguna de las conductas que son
consideradas causas de desheredación por el Código Civil (cfr. arts.852 a 855 y 756, que serán
analizados con detalle en Derecho de sucesiones) puede desempeñar efectos propiamente
extintivos (en el supuesto de que el alimentista se encuentre ya efectivamente percibiendo
alimentos) cuanto originar la improcedencia de reclamación alimenticia alguna.
Por su parte la STS 184/2001,de 1 de marzo, afirma que, teniendo en cuenta que las normas
han de interpretarse atendiendo a la realidad social del tiempo en que han de ser aplicadas, no
hay base suficiente para que siga vigente la obligación alimenticia del padre con respecto a sus
hijas, siendo las dos graduadas universitarias, con plena capacidad física y mental, y superando
ambas los treinta años de edad; concluyendo que no se encuentran, hoy por hoy, en una
situación que se pueda definir de necesidad y que les pueda hacer acreedoras a una prestación
alimentaria; lo contrario seria favorecer una situación pasiva de lucha por la vida, que podría
llegar a suponer un verdadero «parasitismo social». En el mismo sentido, la Audiencia Provincial
de Madrid, en sentencia de 20 de junio de 1995, ya había considerado que no es ajustado a
derecho el mantenimiento incondicional e ilimitado temporalmente de la obligación alimenticia
que pesa sobre el padre, que habrá de prolongarse únicamente hasta que cada uno de los hijos
alcance los 25 años de edad, tiempo que se estima prudencial para que los mismos finalicen sus
estudios, aplicando a tal menester un mínimo de esfuerzo y diligencia, o, en otro caso,
accediendo a un mercado laboral no cualificado. En la misma línea, la STS 298/2018, de 24 de
mayo, de 6 de junio de 2018, ha dado la razón a un padre que solicitó la extinción de la pensión
alimenticia que venia abonando a favor de su hija, de treinta años de edad y que continuaba
estudiando con bajo rendimiento académico. Su padre, por cierto, cobraba tan solo 426 euros al
mes. provenientes del subsidio de desempleo.
El último de los artículos dedicados a regular los alimentos entre parientes establece que “las
disposiciones que preceden son aplicables a los demás casos en que por este Código, por
testamento o por pacto se tenga derecho a alimentos, salvo lo pactado, lo ordenado por el
testador o lo dispuesto por la ley para el caso especial de que se trate» (Artículo 153).
Baste indicar a tal efecto que el articulo 964 ordena que la viuda que quedare encinta deberá ser
alimentada de los bienes hereditarios aun cuando sea rica. De otra parte, es obvio que el legado
o la prestación alimenticia de carácter contractual excluyen por principio la posibilidad de
modificar la cuantia de los alimentos. En tal sentido se encuentra configurado el actual contrato
de alimentos, introducido en el Código Civil (arts.1791 a 1797)por la Ley de Protección
Patrimonial de las personas con discapacidad (Ley 41/2003).
Asi pues, parece que la única relevancia que puede atribuírsele al articulo 153 consiste en
declarar la admisibilidad de las obligaciones alimenticias convencionales (en las que habrá de
estarse a “lo pactado» y no a lo dispuesto en los Artículos 142 y ss.) y, rizando el rizo. en la
posibilidad remota de que algún caprichoso estableciera en su testamento un legado de
alimentos en favor de tercero sometido a los parámetros normativos de los alimentos entre
parientes (supuesto que en la realidad no parece haberse dado nunca).
El día 1 de enero de 2008 entró en vigor el Real Decreto 1618/2007, de 7 de diciembre, sobe
organización y funcionamiento del Fondo de Garantía del Pago de Alimentos, iniciativa político-
legislativa que merece ser subrayada especialmente, en cuanto manifestación de la sensibilidad
de los poderes públicos ante el gravísimo problema social existente de la falta de pago de las
prestaciones alimenticias debidas a los menores de edad, generalmente por sus propios padres,
en los supuestos de separación legal, divorcio, declaración de nulidad del matrimonio, procesos
de filiación o de alimentos.
El propio preámbulo del Decreto daba cuenta de las diversas disposiciones legislativas en las
que la idea se había ido consolidando a lo largo de la legislatura 2004 - 2008 y que finalmente,
se ponían en ejecución a través de esta norma reglamentaria.
El régimen juridico del Fondo de Garantía del Pago de Alimentos se ha completado con la
previsión legal de que el Estado se subrogará de pleno derecho, hasta el importe total de los
pagos satisfechos al interesado, en los derechos que asisten al mismo frente al obligado al pago
de alimentos, teniendo dicho importe la consideración de derecho de naturaleza pública,
conforme establece la disposición adicional quinta de la Ley 41/2007. de 7 de diciembre.
El Fondo de Garantía del Pago de Alimentos surge así para garantizar a los hijos e hijas menores
de edad la percepción de unas cuantías económicas, definidas como anticipos, que permitan a
la unidad familiar en la que se integran subvenir a sus necesidades ante el impago de los
alimentos por el obligado a satisfacerlos. El montante de los recursos económicos de que
disponga dicha unidad familiar es, lógicamente, el criterio central para determinar si concurren o
no las circunstancias de insuficiencia económica que justifican la concesión de anticipos por el
Fondo.
Serán beneficiarios de los anticipos que conceda el Fondo los hijos e hijas menores de edad
titulares de un derecho de alimentos judicialmente reconocido e impagado. Junto a ellos, serán
también beneficiarios los hijos e hijas mayores de edad discapacitados cuando concurran
idénticas circunstancias de insuficiencia económica de la unidad familiar en la que estén
integrados.
El Fondo esta dotado con las aportaciones que anualmente se consignen en los Presupuestos
Generales del Estado y, en su caso, con los ingresos procedentes de los reintegros y reembolsos
de los anticipos concedidos. Tiene fijada una cuantía máxima del anticipo a percibir por cada
beneficiario de 100 euros mensuales, y un plazo máximo de percepción de este anticipo de
dieciocho meses.