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18/9/2020 La función del taller | Museo Experimental el Eco

La función del taller

Texto de artista Daniel Buren 12 agosto, 2019

Les Écrits (Los escritos), 1971


Este primer texto de Daniel Buren dedicado al taller fue publicado en francés e inglés hasta 1979.
En Ragile, París, septiembre de 1979, tomo III, pp. 72-22, 9 il.

De todos los marcos, envoltorios y límites —generalmente no percibidos y sin duda jamás cuestionados— que encierran y “hacen” la
obra de arte (el encuadre, la marquesina, el pedestal, el castillo, la iglesia, la galería, el museo, el poder, la historia del arte, la
economía de mercado, etc.), hay uno sobre el cual nunca se habla, que se cuestiona aun menos y que, sin embargo, es el
primerísimo de todos aquellos que rodean y condicionan el arte, me refiero al: taller del artista.

El taller es, en la mayor parte de los casos, incluso más necesario para el artista que la galería o el museo; evidentemente, precede

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a los dos. Además, como veremos, uno y otros están estrechamente ligados. Son las dos jambas del mismo edificio y de un mismo
sistema. Poner en cuestión alguno (por ejemplo, el museo o la galería) sin tocar el otro (el taller) es —con toda seguridad— no
cuestionar en absoluto. Cualquier cuestionamiento del sistema del arte pasará entonces ineluctablemente por un nuevo
cuestionamiento del taller como un lugar único donde el trabajo se hace, así como del museo como lugar únicodonde el trabajo se
ve. Un cuestionamiento de uno y otro en tanto costumbres y, hoy en día, costumbres anquilosantes del arte.

Pero entonces, ¿cuál es la función del taller?

I. Es el lugar de origen del trabajo.


II. Es un lugar privado (en la gran mayoría de los casos), que puede ser una torre de marfil.
III. Es un lugar fijo de creación de objetos forzosamente móviles.

Un lugar extremadamente importante, como hemos podido darnos cuenta. El primer marco, el primer límite del cual todos los demás
van a depender.

Para empezar, físicamente, arquitectónicamente, ¿cómo se presenta un taller? El taller del artista no es cualquier rincón, cualquier
habitación. Distinguiremos aquí dos tipos.

I. En lo que se refiere al taller estilo europeo, inspirado en el taller parisino de fines del siglo xix, se trata por lo regular de un
espacio muy amplio, caracterizado sobre todo por una gran altura (mínimo cuatro metros), a veces con logia, cuya finalidad
es aumentar la distancia del punto de vista de la obra. Los accesos permiten la entrada y la salida de grandes piezas. Los
talleres para escultores están en la planta baja y, aquellos para pintores, en los últimos pisos. Finalmente, la iluminación es
natural y generalmente difusa por las vidrieras orientadas hacia el norte, con el fin de recibir una luz más suave y más plana a
la vez.
II. Por su parte, el taller del artista americano, de origen más reciente, no suele estar construido de manera especial, ni seguir
normas específicas, pero por lo general es mucho más amplio que el taller europeo, no necesariamente más alto, pero sí
mucho más largo y ancho, ubicado en antiguos lofts recuperados. La luz natural desempeña aquí un papel bastante menor
(cuasi nulo) que la superficie y el volumen. La electricidad ilumina el conjunto, día y noche si es necesario. De ahí, por cierto,
surge cierto acoplamiento entre los productos que salen de estos lofts y su “disposición” sobre los muros o los suelos de los
museos modernos, iluminados también noche y día con electricidad.

Añadiría que este tipo de taller influye asimismo en los lugares que sirven actualmente de talleres en Europa y que pueden ser, para
quien los encuentra, o bien una antigua granja en el campo, o un viejo estacionamiento u otro local comercial en la ciudad. En
cualquiera de los dos casos, vemos ya las relaciones arquitectónicas que se producen entre el taller y el museo, uno inspirándose en
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el otro y viceversa, así como entre un taller y otro. No hablaremos, sin embargo, de aquellos artistas que transforman una parte de
su taller en sala de exposición, ¡ni de los curadores que sueñan con museos en forma de talleres permanentes!

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Vista del atelier de Brancusi: Colonne sans fin I, L‘Oiseau dans l’espace, 1926;
fotografía del artista. [Legs Constantin Brancusi 1957, AM 4002-310 (1), PH 71 A] © Adagp, París.

Después de haber revisado algunas de las características arquitectónicas del taller, veamos ahora aquello que generalmente sucede
adentro.

Como espacio privado, el taller es un lugar de experimentación que sólo el artista-residente puede juzgar, ya que sólo saldrá de su
taller aquello que quiera dejar salir.

Este espacio privado permite también otras manipulaciones indispensables para el buen funcionamiento de las galerías y los
museos. Por ejemplo, es el lugar donde el crítico de arte, el organizador de exposiciones, el director o el curador del museo podrán ir
a escoger con toda calma entre las obras presentes (y presentadas por el artista), aquellas que figurarán en tal o cual exposición, tal
o cual colección, tal o cual galería, tal o cual conjunto. El taller es, entonces, una comodidad para el organizador, quienquiera que
éste sea. Puede ahí “componer” a sus anchas su exposición (y no la del artista, quien suele dejarse manipular amablemente en esta
situación, demasiado contento de poder exponer) sin correr el menor riesgo, ya que no sólo habrá seleccionado al artista
participante, sino que incluso seleccionará, en el taller mismo, las obras que desea. El taller es entonces también una boutique. Es
ahí donde se encontrará el prêt-à-porter para exponer.

El taller es asimismo el lugar donde, antes de que una obra se exponga públicamente (museo o galería), el artista puede invitar a los
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críticos y otros especialistas con la esperanza de que su visita permita la “salida” de algunas piezas de ese espacio privado —una

especie de purgatorio— para irse a colgar a algún muro de honor en un lugar público (museo o galería) o privado (colección), ¡una
especie de paraíso de las obras!

El taller desempeña entonces un papel de lugar de producción, de lugar de espera y, finalmente, si todo sale bien, de difusión. Visto
así, funciona como un centro de clasificación.

El taller, primer marco de la obra, es de hecho un filtro que ejerce una doble selección, aquella que hace primero el artista, fuera de
la mirada externa, y la que hacen los organizadores de exposiciones y los marchantes de arte para la mirada de los demás. De este
modo se revela, inmediatamente, que la obra producida de esta manera pasa —con la finalidad de existir— de un refugio a otro. Por
lo tanto, debe ser por lo menos transportable y, de ser posible, manipulable, sin demasiadas restricciones para aquel que (fuera del
propio artista) tendrá el derecho de “sacarla” de este primer lugar (original) con la finalidad de hacerle acceder al segundo
(promocional). Como consecuencia, la obra, al ser producida en el taller, sólo puede concebirse como objeto manipulable al infinito y
por quienquiera. Para lograrlo, desde su producción en el taller, la obra se encuentra aislada del mundo real. Sin embargo, es
también en ese momento, y solamente en ese momento, cuando está lo más cerca de su propia realidad. Una realidad de la cual no
dejará de alejarse para, de vez en cuando, tomar otra prestada que nadie, ni siquiera quien la creó, pudo imaginar, y que podrá serle
completamente contradictoria, generalmente para mayor beneficio de los comerciantes y la ideología dominante. Por ello, la obra se
encuentra en su lugar únicamente en el momento en que está en el taller. Ahí nace una contradicción mortal para la obra de arte, de
la cual nunca se repondrá, ya que su fin implica un desplazamiento que le resta vitalidad con respecto a su propia realidad y su
propio origen. Por el contrario, si la obra de arte se queda en esta realidad —el taller—, entonces el artista corre el riesgo de morir…
¡de hambre! La obra que podemos ver es totalmente ajena a su lugar de recepción (museo, galería, colección…), lo cual explica la
fisura que crece sin cesar entre las obras y su lugar (y no su disposición), una brecha abismal enorme que, si la viésemos (y la
veremos tarde o temprano) precipitaría el arte y sus pompas (es decir, el arte tal y como lo conocemos hoy día y en 99 % de los
casos, el arte tal y como se hace), al olvido de la historia. Este abismo, sin embargo, se taponea parcialmente por el sistema que nos
hace aceptar a nosotros mismos, público, creador, historiador, crítico y demás, la convención del museo (de la galería) como marco
neutro ineluctable, lugares únicos y definidos del arte. ¡Lugares eternos en función de la eternidad del arte!

La obra se crea entonces en un lugar preciso, pero del cual no puede dar cuenta, mientras que, en varios aspectos, ese lugar no
sólo la dirige y la forja sino que encima es el único recinto donde tiene lugar el arte Llegamos entonces a la contradicción siguiente:
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sólo la dirige y la forja, sino que encima es el único recinto donde tiene lugar el arte. Llegamos entonces a la contradicción siguiente:

es imposible, por un lado y por definición, ver una obra en su lugar y, por otro, el lugar que le sirve de refugio y en el cual podemos
mirarla es aquel que la marca y la influye, aún más que el lugar donde fue hecha y del cual fue excluida.

Podemos decir entonces que nos encontramos frente a la inadecuación siguiente: o bien la obra está en su propio lugar, el taller,
y no tiene lugar (para el público), o bien se encuentra en un recinto que no es su lugar, el museo, y entonces tiene lugar(para el
público).

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Vista del atelier de Brancusi: Léda, Colonnes sans fin (I a III), Chimère, 1929;
fotografía del artista. [Legs Constantin Brancusi 1957, AM 4002-318 (1)] © Adagp, París.

Excluida de la torre de marfil donde se produce, la obra termina en otro lugar que, a pesar de ser ajeno, no podrá sino reforzar la
impresión de confort que ya había adquirido, refugiándose en una fortaleza, el museo, con la finalidad de sobrevivir a este traslado.
La obra pasa pues —y no puede existir más que así, ya que la huella de su local de origen la predestina— de un lugar o marco
cerrado, el mundo del artista, a otro lugar —paradójicamente más cerrado todavía—, el mundo del arte. Ahí nace quizá la sensación
de cementerio que produce la alineación de las obras en los museos. Sin importar lo que digan, de dónde provengan, qué hayan
querido significar, es ahí en donde terminan, es ahí también donde se pierden, una pérdida de hecho parcial, si se le compara con la
pérdida total de las obras que no salen nunca de sus talleres. He ahí el origen del inenarrable acomodo de las obras manipulables.

En el museo, la obra que termina ahí se queda indefinidamente en su “lugar” y, al mismo tiempo, en “un lugar” que no es nunca el
“suyo”. En “su lugar” debido a que aspiraba a él mientras se producía, pero que no es nunca el “suyo”, debido a que éste no fue
definido por la obra que ahí se encuentra, ni la obra fue hecha precisamente en función de un lugar que le fue dado por fuerza y a
priori, concreta y prácticamente desconocido.

Para lograr que la obra estuviera en su lugar sin estar especialmente ubicada, sería necesario que fuese idéntica a todas las demás
obras, a su vez idénticas entre sí. En ese caso pasaría (y se colocaría) en cualquier sitio (como todas las demás obras idénticas). La
alternativa sería que el marco que recibe una obra original, junto con todas las demás obras originales y por lo tanto
fundamentalmente diferentes entre sí, fuese desmontable, es decir, que el museo (la galería) fuese una marialuisa capaz de
adaptarse perfectamente y al milímetro a cada obra
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adaptarse perfectamente y al milímetro a cada obra.

Ahora bien, al estudiar por separado estos dos casos extremos, no podemos sino deducir formulaciones también extremas e
idealistas, pero no por ello menos interesantes; por ejemplo:

I. Todas las obras de arte son estrictamente idénticas entre sí sin importar época, autor, país, etc., lo cual explica su disposición
idéntica en miles de museos en todo el mundo, a merced de las modas y de los curadores.
II. O bien, todas las obras son completamente distintas entre sí y, dado que sus diferencias son respetadas y, por lo tanto,
legibles, explícita e implícitamente, cada museo, cada sala de cada museo, cada pared de cada sala, cada metro cuadrado
de cada muro, se adapta perfectamente a cada obra, a cada espacio y a cada momento.

Aquello que podemos percibir, en estas dos formulaciones, es su asimetría bajo una aparente simetría. En efecto, si bien no
podemos aceptar lógicamente que todas las obras de arte, cualquiera que éstas sean, son idénticas entre sí, estamos obligados a
constatar que (de acuerdo con las distintas épocas) se instalan de la misma manera, sin importar qué obras sean.

En cambio, si partimos de que cada obra tiene su unicidad, estamos obligados a percibir que ningún museo se adapta a ellas de
manera precisa, sino que todos proceden —paradójicamente, ya que pretenden defender la unicidad de la obra— como si la voz de
la obra, su unicidad, no existiera, y la manipulan a su voluntad.

Así, tan sólo para dejar grabados en la mente dos ejemplos entre miles, los responsables del Jeu de Paume en París presentan
obras impresionistas en el interior mismo de los muros que, de esa manera, las enmarcan directamente, pintados éstos incluso de
cierto color. Mientras tanto, obras de la misma época y de los mismos artistas se presentan simultáneamente a 8 000 km de ahí,
bajo enormes marcos esculpidos y colocadas en filas, por ejemplo, en el Art Institute de Chicago.

Para retomar nuestros dos ejemplos, ¿querrá esto decir que las obras en cuestión son absolutamente idénticas entre sí y adquieren
al fin una voz propia y diferenciada gracias a la inteligencia de aquellos que las presentan, precisamente para hacerlas expresar de
manera diferente aquello que, por definición, escondían bajo un mismo aspecto, absoluta neutralidad de obras idénticas entre sí en
espera de su “marco” para expresarse?

O bien, siguiendo el segundo ejemplo, ¿querrá decir que cada museo se adapta lo más posible a la voz específica de las obras en
cuestión? Pero, ¿quién podrá explicarnos entonces dónde estaba explícito en la obra de Monet que ciertos lienzos debían, setenta
años después de su creación, ponerse en muros y, después, rodearse de un suave color salmón, por un lado, en París, y que otros,
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los de Chicago, debían enmarcarse en enormes molduras y yuxtaponerse a las obras de otros artistas impresionistas?

Si excluimos los dos casos extremos, (a) y (b), antes mencionados, nos encontramos frente a un tercero que es evidentemente el
más común y que implica una relación sine qua non entre el taller y el museo, tal y como la conocemos hoy en día.

En efecto, dado que la obra que se crea en el taller no permanecerá ahí, dado que lo sabe y que terminará en otro lugar (museo,
galería, colección), no basta con que la obra se haga; es necesario que pueda ser vista en otro lugar y, por lo tanto, en cualquier otro
lugar y, para que ese traslado se efectúe, hacen falta las siguientes dos condiciones:

I. Que el lugar definitivo de la obra sea la obra misma. Creencia o filosofía ampliamente difundida en los medios artísticos,
siempre y cuando esta opinión sobre la obra permita escapar a cualquier cuestionamiento sobre su lugar físico de visibilidad y
del sistema y, por ende, de la ideología dominante que la rige, así como de la ideología específica del arte. Esta teoría resulta
de lo más reaccionaria, ya que permite, bajo pretexto de ubicarse al margen del sistema, reforzarlo sin tener siquiera que
justificarse, ya que por definición (definición dada por los partidarios de esta teoría), el lugar del museo no tiene relación con
el lugar de la obra.
II. O bien que el creador “imagine” el lugar donde su obra terminará, lo cual lo lleva a imaginar ya sea todas las situaciones
posibles para cada obra (algo humanamente imposible), o bien (como es el caso) un lugar tipo-medio posible. Llegamos
entonces al banal espacio cúbico neutralizado al extremo, con la luz plana y uniforme que conocemos; es decir, el espacio de
los museos y las galerías tal y como existen hoy en día. De manera consciente o no, esto obliga al productor en el taller a
producir para un tipo de lugar banalizado y, por lo mismo, a banalizar su propio trabajo con la finalidad de adecuarlo.

Al producir para un estereotipo, acabamos evidentemente por fabricar un estereotipo en sí mismo, lo cual explica el asombroso
academicismo de las obras actuales, aunque esté disimulado bajo formas aparentemente muy diversas.

Para terminar, quisiera dar un sustento a mis “sospechas” frente al taller y sus funciones idealizantes y anquilosantes a la vez, con
dos ejemplos que me han condicionado, uno personal y otro histórico.

1. Personal
De muy joven (tenía diecisiete años), hice un estudio sobre la pintura en la Provenza francesa, de Cézanne a Picasso
(particularmente sobre las influencias del lugar geográfico en las obras). Para realizar este trabajo, no solamente recorrí el sureste
de Francia de un extremo al otro, sino que visité a un gran número de artistas y sus talleres. Mis visitas me condujeron de los artistas
más jóvenes a los más viejos, de los desconocidos a los más célebres. Ante todo, me impresionó la diversidad de las obras.
También su calidad, su riqueza y sobre todo su realidad, es decir, su “verdad”, quienquiera que fuese su autor y su reputación.
“Realidad o verdad” en relación no solamente con el autor y su lugar de trabajo, sino también en relación con el entorno, el paisaje.
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Poco tiempo después visité, una tras otra, las exposiciones de los artistas que había conocido y ahí el asombro se desvanecía, a
veces incluso desaparecía por completo, como si las obras que había visto en los talleres no hubiesen sido las mismas, ni hubiesen
sido hechas por las mismas personas. Arrancadas de su contexto, podríamos decir de su entorno, perdían sentido y vida. Se volvían
como “falsas”. Sin embargo, no entendí de inmediato (en absoluto), ni muy bien lo que pasaba, el por qué de esa desilusión. Lo
único que estaba claro era la decepción. Vi varias veces más a algunos de estos artistas y cada vez la brecha entre su taller y los
muros parisinos se ahondaba a tal punto que me resultó imposible seguir visitando sus talleres y sus exposiciones. Desde ese
momento, algo irremediable acababa de romperse, aun si las causas me resultaban confusas. Más adelante, viví de nuevo la misma
experiencia desastrosa, esta vez con amigos de mi generación. La “realidad o verdad” profunda de su trabajo, sin embargo, me
resultaba evidentemente más cercana. Esta “pérdida” del objeto, esta degradación del interés que contiene una obra en función de
su contexto, como si una energía esencial a su existencia desapareciese en cuanto franquea la puerta del taller, comenzó a
preocuparme enormemente. Esta sensación de que lo esencial de la obra se perdía en algún lugar entre su producción (el taller) y
su lugar de consumo (la exposición), me llevó sumamente pronto a plantearme el problema y el significado del lugar de la obra.
Comprendí un poco después que aquello que se perdía, aquello que desparecía era casi seguro la realidad de la obra, su “verdad”,
es decir, su relación con su lugar de creación, el taller, un lugar que suele entremezclar obras acabadas, obras en proceso, obras
jamás acabadas, bocetos, etc. Todas estas huellas visibles simultáneamente hacen posible una comprensión de la obra en proceso
que el Museo apaga de manera definitiva en su deseo de “instalar”. ¿No se habla acaso cada vez más de “instalación” en lugar de
“exposición”? Y aquello que se instala, ¿no está encaminado a establecerse?

2. Histórico
Desde mi punto de vista, el único artista que no sólo hizo gala de una inteligencia real frente al sistema museístico y sus
consecuencias, sino que, además, intentó combatirlo, es decir, evitar que su obra quedara fija ahí o que se organizara según la
voluntad de cualquier curador institucional, es Constantin Brâncuși.

En efecto, al legar gran parte de su obra con la condición expresa de que se conservase intacta en el taller mismo que la vio nacer,
Brâncuși cortó de tajo, por una parte, cualquier posible dispersión de su trabajo, pero también cualquier especulación sobre la obra,
y ofreció adicionalmente a los visitantes el mismo punto de vista que él tenía mientras producía. Al hacer esto, se ha convertido en el
único artista que, si bien trabajaba en el taller y estaba consciente de que su trabajo estaba ahí lo más cerca posible a la “verdad”,

tomó el riesgo —con la finalidad de preservar esta relación entre la obra y su lugar de creación— de confirmar ad vitam su
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producción en el medio mismo que la vio nacer. Entre otras cosas, eludió así al Museo y su deseo de clasificar, de maquillar, de
seleccionar, etc. La obra permanece visible tal y como fue producida, para bien y para mal. De esta manera, Brâncuși es igualmente
el único en haber sabido conservar ese lado cotidiano de su obra que el Museo se apresura a quitarle a todo aquello que expone.

También podemos decir —pero esto exigiría un estudio más extenso— que la fijación que opera sobre la obra por su visibilidad fijada
en su lugar de origen no tiene nada que ver con la “fijación” que ejerce el Museo sobre todo aquello que se expone en él. Brâncuși
comprueba también que la supuesta pureza de sus obras no es menos bella ni menos interesante entre los cuatro muros de su taller
de artista, abarrotado de utensilios diversos, de otras obras, algunas inacabadas, otras terminadas, que entre los muros inmaculados
de los Museos asépticos.

Ya que toda la producción del arte de ayer y de hoy está no sólo marcada por el taller, sino que procede de su uso como lugar
esencial (a veces incluso único) de creación, todo mi trabajo se desprende de su abolición.

Diciembre de 1970-enero de 1971

Agradecemos a Daniel Buren y a la Galería Hilario Galguera por otorgar los permisos para traducir y publicar este texto.
Traducción de Claudia Itzkowich.

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