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El plebiscito de 1980 como historia alternativa: El

pasado del pasado


7 de noviembre de 2020 · Escribe Carlos Demasi en Ensayo
3 minutos de lectura

¿Cómo sería la topografía de ese imaginario no-Uruguay en el que triunfaron los militares?

Hace diez años, cuando se cumplían tres décadas del plebiscito de 1980, les pedimos a varios intelectuales que realizaran un
esfuerzo de imaginación: pensar qué habría pasado si la reforma constitucional propuesta por la dictadura militar hubiera sido
aprobada por la ciudadanía.

Una década después, lo escrito por los historiadores Carlos Demasi, Aldo Marchesi y José Rilla, y por el escritor Roberto
Appratto sigue hablando del pasado y del presente de Uruguay, aunque no de la misma manera. El rescate de sus ensayos,
publicados en 2010 en la edición de fin de año de la diaria, y que autorizaron reproducir aquí, se vuelve no sólo un ejercicio de
historia contrafáctica o de especulación, sino también una recalibración de nuestros horizontes políticos actuales.

En 2010, Demasi llevaba adelante una revisión del pasado desde un presente en el que triunfó el Sí a la reforma.

“El No del 80” integra la épica ciudadana de la resistencia y refuerza la noción de excepcionalidad de Uruguay: por el apego a
la democracia y al arbitraje electoral logró derrotar a la dictadura en un plebiscito. Pero ¿y si la voluntad ciudadana hubiera
entendido que la aprobación del proyecto era una opción mejor que su rechazo?

Sumergidos en la contingencia, las opciones nunca son tan transparentes como se ven a la distancia; pero no olvidemos que los
militares alcanzaron en esa votación su mayor porcentaje de aprobación, superando al del ganador de las elecciones de 1971.
¿Cómo sería la topografía de ese imaginario no-Uruguay en el que triunfaron los militares?

1980: recuerdos del futuro


En el “plan político” de las Fuerzas Armadas el plebiscito era el primer paso del proceso de reinstitucionalización, que seguía
con una elección en la que los partidos tradicionales presentaban candidatos al Parlamento y un candidato (el mismo) para
presidente. En las siguientes elecciones se presentaban más candidatos, y el número de partidos podía incrementarse en el
futuro, pero sin incluir jamás a “partidos marxistas o internacionales”.

La normalización política no era completa y el espacio institucional resultaba particularmente acotado, casi a la medida del
general Gregorio Álvarez. Sus tiempos eran los del “cronograma”: pasaba a retiro el 1º de febrero de 1979 y ya estaría listo
para hacer campaña dos años después, cuando terminara su “veda política”. Aquel gesto de Álvarez al asumir la presidencia de
depositar dos rosas en el monumento a Artigas, una blanca y otra roja, sellaría un acuerdo y no una promesa: con la legitimidad
derivada de ese apoyo podía lanzarse a construir un “partido del proceso” para respaldo de la obra del régimen y que limitara el
espacio de la oposición.

El resultado sería una configuración “a la chilena”: el régimen (con importantes apoyos civiles) enfrentado a la unión de las
fuerzas de oposición formada en torno a los partidos tradicionales. De esa forma el golpe consolidaba algunos de sus objetivos.

Otro pasado
Toda construcción del pasado está fuertemente influida por su presente. Recordamos el No de 1980 porque nuestro presente se
reconoce en esa contingencia; si el resultado hubiera sido inverso, la configuración de los bandos y la estructuración del tiempo
hubieran alterado radicalmente las batallas por la memoria. Mirado desde el imposible presente del Sí, ¿qué nos muestra el
pasado?

Seguramente el partido del proceso construiría su relato en torno a la figura de Álvarez: factótum de febrero, arquitecto de la
transición, gestor de la democracia. Como para los militares, la instauración de un nuevo régimen arrancaría en febrero (y no
en junio) de 1973, la destitución de Bordaberry en 1976 iniciaría un “período transitorio” regulado por “leyes
constitucionales”, que culminaría con la asunción de Álvarez en 1982. Desde entonces se vive en una “democracia” que
celebra la alquimia política del general que devolvió el ejercicio de las libertades “posibles”.

Frente a este partido estaría la memoria de una “concertación” multipartidaria en la que las figuras de Michelini y Gutiérrez
Ruiz resumirían a los mártires de la dictadura y la frustrada resistencia en el plebiscito marcaría el inicio de un camino que
tendría su gesto fundacional en el acto del obelisco. Un pasado sin elecciones internas ni PIT-CNT, sin la exultante liberación
de los presos políticos ni el retorno de los exiliados. Considerando el conflictivo primer gobierno de Sanguinetti y su
desencanto de la democracia, el pasado “realmente existente” aún resulta una perspectiva aceptable.

Final
La capacidad creadora de la realidad doblega cualquier proyecto. En 30 años el proceso habría generado suficiente realidad
como para hacer imposible cualquier intento de descripción: sin duda, ya nada sería como lo imaginaron los militares, pero
nada sería como es. Y si este ejercicio parece promover una actitud conformista, siempre incómoda para los uruguayos, vaya
una reflexión final: ciertamente Pangloss no tenía razón y no vivimos en el mejor de los mundos posibles, pero (¡cómo
dudarlo!) podría ser peor.

El plebiscito de 1980 como historia alternativa:


Apunte para sembrar la duda
7 de noviembre de 2020 · Escribe José Rilla en Ensayo
4 minutos de lectura

La mañana siguiente al triunfo del Sí nos habría encontrado con más cárcel y tortura para los derrotados. Una
nueva purga de los valientes. Con la decisión de miles de exiliados dispuestos a no volver nunca más.

Hace diez años, cuando se cumplían tres décadas del plebiscito de 1980, les pedimos a varios intelectuales que realizaran un
esfuerzo de imaginación: pensar qué habría pasado si la reforma constitucional propuesta por la dictadura militar hubiera sido
aprobada por la ciudadanía.

Una década después, lo escrito por los historiadores Carlos Demasi, Aldo Marchesi y José Rilla, y por el escritor Roberto
Appratto sigue hablando del pasado y del presente de Uruguay, aunque no de la misma manera. El rescate de sus ensayos,
publicados en 2010 en la edición de fin de año de la diaria, y que autorizaron reproducir aquí, se vuelve no sólo un ejercicio de
historia contrafáctica o de especulación, sino también una recalibración de nuestros horizontes políticos actuales.

Rilla especulaba en 2010 sobre el tipo de cambios culturales y políticos que podrían haber hecho posible una victoria electoral
de los militares, tomando como referencia el resultado de otro plebiscito, el de 1989, en el que también se pusieron en juego
valores centrales para la democracia.
Aunque en ciertos ambientes no tiene buena fama, la historia contrafáctica siempre despertó mi inquietud e interés. Supone una
perspectiva más amplia, distante del positivismo crudo, pero que es historiográfica en tanto sea capaz de volver a colocar a los
actores en la plenitud de las posibilidades disponibles, en el contexto disponible. Definitivamente es empeño inalcanzable, pero
el ejercicio demanda tanta erudición y versatilidad como la investigación más empírica. Y el balance siempre puede ser
altamente rendidor: ¿cuánto podemos entender de la victoria del No en 1980 si devolvemos a los actores y a sus circunstancias
a una contingencia que pudo llevarlos a otro resultado? Es una investigación tentadora, irreductible a estas líneas, la de
“respaldar los derechos de lo posible”, como escribió Geoffrey Hawthorn en un bello libro.

Debieron haber reinado otras premisas para que el Sí triunfara: que la dictadura hubiera sido menos inclemente y cruel o que,
por el contrario, hubiera sido mucho más devastadora, anulando toda posibilidad de reacción y de encuentro con una tradición
cívica liberal. Si la conducción cívico-militar hubiera sido más política y menos fáctica (porque la política es lenguaje sobre los
hechos y no lenguaje de los hechos) hubiera trabajado menos entregada a la confianza en un “deber cumplido” y el monopolio
de la comunicación pública apenas fisurado y se hubiera afanado en la persuasión, el conflicto explícito, la disputa del espacio
discursivo.

Para que el Sí triunfara debía estar muerta la cultura democrática (o su recuerdo, que es casi lo mismo), la que aun con todas
sus imperfecciones e insuficiencias tuvo (tiene) una capacidad de producir incertidumbre e inestabilidad. Debía haberse
liquidado o exterminado de raíz a los partidos políticos, como idea (así lo quería Bordaberry) y como memoria de una historia
concreta en la que cientos de miles de orientales pudieran reconocerse. Más aun, debió haberse concretado un compromiso
orgánico, sistemático, militante incluso de partidos, sindicatos, corporaciones varias que lograran ensanchar las bases políticas
del régimen y lo dotaran de capacidad para enfrentar el abismo de las urnas. Y debía, tal vez, atropellar la tradición garantista
de la práctica electoral que tanta sangre le había costado a Uruguay…

La mañana siguiente al triunfo del Sí nos habría encontrado con más cárcel y tortura para los derrotados. Una nueva purga de
los valientes. Con la decisión de miles de exiliados dispuestos a no volver nunca más. Con el alivio de cientos de miles de
uruguayos que se conformaban con la sepultura de la república, que encontraban la evidencia histórica de una faena bien
hecha, depuradora, salvacionista. En los círculos de gobierno, aun con la incomodidad relativa que podía suponer cierta
hostilidad internacional de los centros hegemónicos, una hermandad mucho más fuerte con los colegas de la región, que venía
a sellar cooperaciones para el crimen de probada eficacia.

Nadie podrá saber si el proyecto político que animaba la Carta ratificada en las urnas habría encontrado su concreción
histórica. Si le damos un crédito a esa posibilidad, los partidos gravemente divididos se dispondrían a preparar al candidato
único que debía comparecer más tarde en las urnas, en simultáneo con la proscripción de la izquierda y las cárceles llenas de
presos. Cuesta pensar en ese escenario como un cuadro estable y estabilizador.

Los militares al mando, con los civiles rinocerontes, se dispondrían de todas maneras a organizar la institucionalidad de la
tutela y poner a uno de ellos en la presidencia; a dejar todo atado y bien atado. Aunque el contexto regional y global no
contribuyera a la estabilidad del régimen, la ratificación popular de la nueva constitución habría demandado un esfuerzo
titánico a los sectores democráticos, un esfuerzo de organización, militancia, lucidez y coraje, atributos todos que habría sido
harto costoso recuperar y poner en forma.

Aun así, cabe pensar que las distancias entre el Sí y el No habrían sido de poca monta y que puestos a jugar a la comparecencia
“electoral”, limitada como prometía ser, la politización que ella produce debía marcar nuevas rutas de incertidumbre y eventual
desestabilización. (Siempre creí que el resultado real de 1980 esconde los matices de todo pronunciamiento plebiscitario: el
más notorio y a la vez difícil de probar es el de la existencia de una parte de la ciudadanía que, habiendo votado Sí, lo hacía
animada por un confuso deseo de retornar a alguna forma de democracia).

Es antipático decir que el pronunciamiento por el No tiene una entidad política análoga a la ratificación de la ley de caducidad.
Como “momento” expresa un pasado y ambienta un futuro en el que ya no todo es posible. Propongo un razonamiento que
supone hacerse cargo de los acontecimientos de los que somos plenamente responsables y cuyas consecuencias se van
acotando. Para el régimen el plebiscito fue una herida de muerte, la mayor de todas; lo que vino después es incomprensible sin
ese dato. Aun con las limitaciones conocidas, la iniciativa política cambió de mano y los militares vieron fuertemente reducida
su capacidad para marcar el rumbo de los acontecimientos. A su turno, el pronunciamiento popular que el 16 de abril de 1989
ratificó la decisión parlamentaria de la ley de caducidad tuvo un efecto comparable por el cual, desde entonces, no todo fue
posible. Quienes ganamos en noviembre de 1980 (fue mi única vez) y quienes perdimos atrás del voto verde no hemos logrado
todavía aquilatar las consecuencias de nuestros actos. Sólo desde allí es posible producir novedades.
El plebiscito de 1980 como historia alternativa: La
dictadura de encima
7 de noviembre de 2020 · Escribe Roberto Appratto en Ensayo
3 minutos de lectura

Si hubiera ganado el Sí, los militares, la derecha, la tortura, la proscripción, las destituciones en todos los
órdenes, se habrían convertido en la única realidad, una realidad oscura, sin participación de nadie.

Hace diez años, cuando se cumplían tres décadas del plebiscito de 1980, les pedimos a varios intelectuales que realizaran un
esfuerzo de imaginación: pensar qué habría pasado si la reforma constitucional propuesta por la dictadura militar hubiera sido
aprobada por la ciudadanía.

Una década después, lo escrito por los historiadores Carlos Demasi, Aldo Marchesi y José Rilla, y por el escritor Roberto
Appratto sigue hablando del pasado y del presente de Uruguay, aunque no de la misma manera. El rescate de sus ensayos,
publicados en 2010 en la edición de fin de año de la diaria, y que autorizaron reproducir aquí, se vuelve no sólo un ejercicio de
historia contrafáctica o de especulación, sino también una recalibración de nuestros horizontes políticos actuales.

Appratto cuestionaba en 2010 la noción misma de derrota del proyecto autoritario, y llegaba a conclusiones que hoy se vuelven
aún más inquietantes que hace una década.

Si el 30 de noviembre de 1980 hubiera ganado el Sí, sin duda, el panorama habría sido distinto, fatalmente distinto. Los
militares, y todo lo que venía con los militares desde el lado civil, se habrían perpetuado legalmente, como en Chile, por
algunos años más. Especular cuántos es inútil: la cuestión es que no habrían vuelto los exiliados cuando volvieron, no habría
habido actividad política ni gremial ni sindical, ni canto popular, ni la 30, ni el obelisco el 27 de noviembre de 1983. Por algún
tiempo, al menos, los militares habrían gozado de una impunidad sin límites. No habrían salido el 1º de marzo de 1985 los
presos políticos, porque no habría habido debates televisivos al respecto, ni pacto del Club Naval, ni desproscripciones, ni nada
que no fuera estrictamente clandestino, tal como lo fue hasta entonces: el aire de derrota se habría extendido hasta lo
inverosímil sobre toda la gente de izquierda, se habría prolongado la “propiedad” de los militares sobre Artigas, sobre la
tradición, sobre el ser nacional.

Tal vez habría habido Mundialito, pero sin interés compensatorio, como un festejo. Lo que sí ocurrió, el aire inverso, de
victoria después del No, de reconquista de un terreno, de redefinición de lo nacional y de la cultura y de la actividad política,
gremial y periodística, habría quedado muy lejos en el imaginario colectivo. Eso (los militares, la derecha, la tortura, la
proscripción, las destituciones en todos los órdenes) se habría convertido en la única realidad, una realidad oscura, sin
participación de nadie: al haber votado el Sí, la ciudadanía habría dado su aval a una forma de ser.

Ahora bien: esa forma de ser, de derecha, de privilegio del ascenso económico y social, del individualismo sobre todas las
cosas, de desprestigio de la cultura, de la tabula rasa para marcar la media intelectual que abasteciera al mercado como único
medio de vida, y eso es lo que marca esta reflexión, quedó entre nosotros, permeó la izquierda, convirtió en locura todo
reclamo de otra cosa en nombre de la izquierda “de antes del golpe”. ¿El mundo cambió? ¿Las cosas ya no son lo que eran? ¿Y
cómo eran? ¿Y cómo son?

Que la prolongación demoníaca de la dictadura, a poco que uno la piense, se despoje del miedo a lo impensable (la
postergación de la restauración democrática, con todo lo que ello implica) realmente ocurrió en algún lugar del inconsciente
colectivo. Como si no se pudiera, efectivamente, pensar fuera del marco que la dictadura ofreció para propiciar libertades: toda
reivindicación, todo esfuerzo expresivo, toda iniciativa que en última instancia tuviera repercusiones políticas no pudo sacarse
de la confrontación con lo que “hasta ese momento” se permitía; como si se les estuviera sacando una tajada a los militares,
pero ante su mirada de “permiso”.
La salida, entonces, no fue sana, y no porque yo proponga la prolongación ni considere bueno el Sí ni porque quisiera que
siguieran los militares; no fue sana, y lo digo en nombre de la izquierda que ya había votado y que seguí votando, y que siguió
inspirando cada uno de mis actos y mis deseos, porque se creó un aura de triunfo que auspició la vuelta a la democracia sin
autocrítica: como si siempre hubiera estado todo bien. Las tonterías triunfalistas, la hemorragia lírica, la mitificación de la
resistencia, la falta de criterio para distinguir lo que convenía de lo que no convenía, la falta de criterio en general para casi
todo se arrastró generación tras generación hasta dejar lugar a quienes no les importaba nada cómo se había salido y, en aras de
la realidad nueva, dieron lugar al mercado y al esfuerzo individual, y, lo que es peor, siguen diciendo que lo hacen (por qué no)
en nombre, también, de la izquierda.

Se salió mal, no a destiempo; mal, amparados por la derecha, por Tarigo, por Sanguinetti, por Lacalle, por el juicio despectivo
de Wilson Ferreira ante el Club Naval, simplemente por el gusto de estar otra vez en un comité de base. O sea: la prolongación,
de hecho, ocurrió, y buena parte de nosotros, la gente de izquierda, sigue todavía en pie y en desacuerdo con la cabeza general
que le quedó a Uruguay después de eso. No nos pudimos, todavía, sacar la dictadura de encima.

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