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El castigo

MERCEDES SALISACHS

MERCEDES SALISACHS, catalana de 85 años, es decana de las escritoras españolas y


Premio Planeta en 1975 por su obra La Gangrena. Ediciones B acaba de publicar su
nueva obra, La conversación.

Aunque todo en la playa tintea de azul el ambiente y los sonidos


lanzan brotes de alegría, la mente del niño alborota nubes
tormentosas y brumea rencores.
El agua del mar, de tanto asimilar el verano, despide centelleos
que a veces hieren la vista. Pero el niño sólo sabe que sus padres le
han castigado a quedarse en la terraza del hotel junto a sus dos
abuelas (esas mujeres de cuerpos fláccidos y cabellos escasos, labios
enjutos y rostros llenos de surcos) y esas amigas suyas vetustas,
independizadas para siempre de juegos veraniegos y júbilos
espontáneos, porque el castigo que los padres le han infligido
consiste en quedarse sin baño, sin canoa y sin yate y sobre todo sin
la posibilidad de bucear con los otros niños y jugar a ser felices como
ese sol que llena el mar de promesas relucientes y esos sonidos que
caldean el alma con risas lúdicas sólo decadentes cuando, al
atardecer, los navegantes de siempre regresan de la excursión
cotidiana en ese yate prohibido, mientras el sol se va escondiendo
más allá del monte.
—Comerás en la terraza con las abuelas, no podrás bañarte, y si no
obedeces tu castigo se prolongará toda la semana —le han dicho los
padres al marcharse mar adentro.
Ésa es la amenaza. Y el fastidio. Y el odio repentino que el niño
experimenta por esas mujeres viejas que le rodean, sobre todo
cuando las oye cotillear sobre cosas estúpidas y sin fundamento
relacionadas sobre lo caras que se habían puesto las cosas, las modas
vergonzosas que rebajan la dignidad de la mujer, y esa interminable
retahíla de chismes sobre los famosos.
También se siente vejado cuando comentan lo difícil que resulta
educar a un niño como él, rebelde, posesivo y poco dotado para la
obediencia. En estos momentos están sentados en torno a una mesa
plagada de tazas, platos, vasos y comida, mientras el niño, junto a
ellas, las escucha con aire musaráñico entre dormido y fastidiado.
El murmullo que se produce en el ambiente es como un arrullo
excitante que va dejando a escondidas rencores propicios a la
represalia.
Es una represalia plagada de aburrimiento: un aburrimiento
arrollador que va creciendo con la discusión de las viejas.
De pronto ese aburrimiento se vuelve tan grande, que incluso llega
a emanciparse del niño y se va colocando en cada pieza de la mesa,
en cada alimento, en cada plato. Nunca para el niño un aburrimiento
ha sido tan grande ni tan escandaloso de puro insoportable.
Resulta extraño impregnarse de tanto aburrimiento y sentirse como
hipnotizado por tanto voceo, gestos, ademanes, risas y
exclamaciones sin sentido.
Comen despacio probablemente por culpa de la dentadura, pero no
dejan de hablar.
Su parloteo más que un murmullo vago es como un trueno algo
apagado que no finalizase nunca.
Y el aburrimiento del niño aumenta.
Insensiblemente los ojos del pequeño, lejos de reflejar cansancio y
sueño, se llenan de furia. Minuciosamente van analizando cada
detalle de las viejas: esas partículas de espuma que se acumulan en
las comisuras de sus labios, ese gesto de una de ellas cuando
pronuncia la palabra "indecencia", esas manos disecadas con venas
prominentes y tendones azulados, cuyos meñiques se disparan al
sostener tazas, vasos y cubiertos. Luego están esas sonrisas falsas
cuando se alaban mutuamente y esos horribles ceños cuando
censuran algo.
El desastre se avecina pero es inútil advertirles "cuidadito, la
paciencia del niño está llegando a sus límites". La mayoría de la gente
no cree en los límites y menos en los de la paciencia de un niño.
Además los niños no tienen derecho a ser impacientes ni a protestar.
Los niños tienen obligación de resignarse a su aburrimiento. Para algo
son niños, para algo tienen una vida por delante llena de promesas y
de esperanzas lúdicas.
De pronto las mujeres se vuelven todavía más charlatanas,
ninguna escucha a la otra. En realidad hablan porque necesitan
escucharse a sí mismas. Por eso la euforia aumenta y las
conversaciones dejan de tener ya coherencia: cada una de las viejas
se centra ahora en "sus problemas, teorías y gustos".
Luego rompen a reír sus propias ocurrencias sin saber lo que sus
risas y sus comentarios dañan la estabilidad del niño. Por eso poco a
poco el pequeño, lejos de seguir siendo niño se está convirtiendo en
un viejo. Un viejo enfurruñado que sin saber por qué coloca sus
manos sobre el mantel como diez percebes crispados.
Es indudable que a simple vista se trata de unas manos peligrosas.
Pero ninguna de las mujeres percibe el peligro que se avecina, ni
puede imaginar que el desastre está ya rozando la mesa.
Y el silencio no llega. El silencio es algo legendario en total
desacuerdo con el aburrimiento.
Por eso el desastre es ya algo inevitable. No obstante ninguna de
las mujeres que rodean al pequeño lo puede detectar. Ninguna
comprende hasta qué punto esos diez percebes, que parecen manos
crispadas sobre el mantel, pueden ser tan peligrosas.
Hasta que el desastre oculto en las manos del niño ocurre.
De momento es sólo un estruendo, luego surge la indignación, la
desorientación y la ira. Ninguna de las mujeres llega a entender por
qué ha ocurrido esa inevitable catástrofe sin que pudieran detectarla.
El hecho es que la mesa ha quedado desnuda.
Junto a ellos todo es estupor, incomprensión y extrañeza. Las
viejas se han puesto repentinamente en pie.
Ahí en el pavimento se amontona un revoltijo de platos hechos
añicos, de comidas entremezcladas, de cristales hirientes y sangre de
vinos desparramados.
Las viejas zarandean al niño, le gritan, lo increpan y lo insultan,
pero el niño con aire triunfante ondea el mantel como si enarbolara
una bandera.
No importa que le vaticinen castigos imperdonables, que lo
amenacen con las peores represalias y que rápidamente lo agarren
de la mano y lo lleven Dios sabe dónde.
A pesar de todo, el causante del estropicio ya no es un viejo.
Mientras camina, va sonriendo como sonríen los niños.

Relato publicado por El Periódico de Catalunya

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