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Cuidado: ¡clérigos!

Fernando Savater
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Desde hace unos cuantos años, bastantes filósofos y sociólogos vienen dando la lata con
la profecía de un próximo retorno de lo religioso a nuestro mundo descreído, trivializado
por el consumismo y la televisión. Saludan con esperanza ese revival triunfal de lo sagrado
-"el siglo XXI será religioso o no será", tal es su manido lema- porque esperan que logre
purgarnos de nuestra perpetua crisis de valores, de nuestro hedonismo delicuescente y de la
patente pérdida de afición a las grandes sumas metafísicas en tres tomos. Hasta ahora,
siempre he escuchado con divertido escepticismo esos beatos augurios. Después de todo, la
gran mayoría de los filósofos y bastantes de los sociólogos que conozco provienen de
seminarios o cofradías piadosas, orígenes que imprimen carácter y dictan quiérase o no
tiránicas nostalgias. Pero los acontecimientos recientes no me han hecho revisar ese juicio
demasiado ligero. Ahora empiezo a pensar, con gran alarma, que quizá tengan más razón de
lo que yo había supuesto.

Porque en efecto, las religiones vuelven a estar de moda. Otra vez se habla de Dios, del
Bien y del Mal (con mayúsculas teológicas), de lo que han de hacer los fieles ante los
infieles, etc. . Pero quienes avanzan a la cabeza de esa moda retro no son los místicos ni los
devotos que se sacrifican en las leproserías sino los capellanes castrenses y los inquisidores.
En una palabra: vuelve la religión, pero como guerra de religiones. El lema del día es el
"¡Dios lo quiere!" con el que se iniciaron antaño las cruzadas con el que hoy se justifican
los atentados terroristas. El Dios del perdón sigue jubilado, pero vuelve de nuevo el Señor
de las Tempestades y los Ejércitos, aquel que dijo "¡la venganza es mía!". Los ateos y los
volterianos ya nos temíamos algo parecido, aunque no lo creíamos un peligro de veras
inminente. Pues bien, ya está aquí, aunque su lenguaje sea más o menos posmoderno y
hable de imperialismo, nacionalismo o renta per cápita en lugar de referirse a dogmas
sutiles como la infalibilidad del Papa, la Transubstanciación o el número de mujeres
legítimas autorizado por el profeta Mahoma.

Entiéndaseme bien: no dudo de que las tradiciones religiosas -todas ellas- estén llenas
de símbolos inspiradores y metáforas profundas de nuestra enigmática, terrible y
formidable condición humana. Creo que los grandes mitos dan mucho que pensar y procuro
aprender de las leyendas. Lo verdaderamente peligroso y con frecuencia nefasto no son las
religiones en sí mismas, en su inocencia narrativa, sino las iglesias que las administran y
convierten en dogmas sociales. En una palabra: los clérigos. Estos profesionales de la
interpretación correcta del misterio no cejan hasta conseguir una clientela fija de creyentes,
embelesados por recompensas transmundanas y aterrorizados por castigos de la misma
improbable naturaleza; el reino de Dios puede no ser de este mundo, pero el de los clérigos
siempre lo es. Su finalidad es garantizarse un papel de guías en los asuntos sociales y
políticos, sometiéndolos a la voluntad divina de la que son portavoces privilegiados y
autodesignados. Por algo los griegos de los inicios de la democracia, que poseían una
mitología hermosa y significativa pero también amaban sus libertades cívicas, fueron unas
de las pocas sociedades carentes de un clero institucionalmente influyente.

Hoy, personas de buena voluntad sostienen seriamente que las opiniones sectarias de
los talibán o de los integristas musulmanes traicionan la realidad del Islam. Vano esfuerzo,
tan inútil como el de quienes en su día pusieron en cuestión la autoridad del cristianismo de
Torquemada o ahora mismo de los predicadores fundamentalistas que pululan en Estados
Unidos. En realidad, en cuanto el Islam o el cristianismo se convierten en ideologías
dominantes impuestas a la vida social, interpretadas por curas que tienen hilo directo con la
divinidad, funcionan como amenazas directas a la libertad de los ciudadanos. No hay más
que ver cómo discriminan a los profesores de religión que utilizan esa libertad los obispos
españoles de los que su empleo depende. De modo que ahora ya sabemos a qué lema
atenernos: el siglo XXI será laico . o no será libre.

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