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Criaturitas

El aire olía a pino y limón, el acero inoxidable del fogón relucía como un espejo, los rayos del sol
que atravesaban las cortinas rosadas con moños rojos se reflejaban en los utensilios bruñidos y la mesa
de cocina impecable. Los azulejos le devolvían su imagen, de delantal con volados, camisa con cuello de
encaje, rulos y sonrisa.
Se miró sonriendo las manos, un poco regordetas, en las que alguna vez llevó una alianza de oro,
pero que desde hace mucho tiempo sólo recordaban el tacto de las cosas de su casa, cacerolas,
sartenes y escobas. Mucho, mucho tiempo, desde que su marido se había ido, desde que sus hijos la
habían abandonado, desde que empezó a sentir que nadie en este mundo podía comprender su amor,
sus sentimientos.
Pero eso ya había pasado.

Sacó del microondas su nueva camada de criaturitas y las observó detenidamente, esperando
que, pasados unos segundos, empezaran a moverse.
Perfectos. No, casi perfectos, más redondos, más robustos. Definitivamente habían perdido ese
apéndice que parecía una cola. Cuando comenzaron a agitarse les dio su primer alimento con un gotero:
tres dulces gotas para cada uno, tres gotas de amor, tres gotas de madre.
Emitieron ese conocido sonido, entre gorjeo y suspiro. Su corazón se arrugó y sus ojos se
humedecieron. Se movió hacia un costado para evitar que alguna lágrima pudiera caer sobre ellos, la sal
no les hacía bien.
A su memoria volvió la primera experiencia, el desconcierto, el escalofrío que corrió por su
espalda cuando descubrió que se movían, que muy lentamente reptaban por la fuente de horno. Un
universo ajeno y un poco aterrador irrumpió en una vida ordenada y previsible, una vida de sacrificios
diurnos y sequedades nocturnas, donde el desamparo era una roca instalada en su pecho, donde el amor
rebotaba en una pared de incomprensión, donde los únicos besos que ella quería dar, los de madre, eran
rechazados.
No puede ahora decirse que aquellos estaban vivos. No se estaban quietos, pero no emitían
sonidos, estaban aún lejos de reconocer su voz, o de cubrirse, luego, con ese pelusón verde-azulado.
El proceso había sido largo, difícil, lleno de estudios y pruebas, de esfuerzos, de trabajo,
muchísimo trabajo, y también suerte. Sólo poder descubrir la inconcebible cadena inicial de errores había
sido casi un milagro: la equivocación de la sal por el bicarbonato, del reemplazo de la la bombilla del
microondas por una ultravioleta, la esencia de vainilla en mal estado. Eso fue sólo el principio.
Se le hinchaba el pecho de orgullo por su obra, más propia que sus propios hijos, que a fin de
cuentas la maltrataban, la insultaban, la dejaban, cuando ella sólo quería cuidarlos, amarlos, indicarles lo
que estaba bien y lo que estaba mal, protegerlos de la maldad, la perversión, la falta de moral de este
mundo moderno y asqueroso.
Pero ella había convertido todas las dificultades, la soledad, su falta de estudios, la
incomprensión, en un aliciente. Como una moderna heroína de esas historias de santos que tanto le
gustaban leer, había transformado el mal en bien, la soledad en compañía, el rechazo en fuerza para
continuar una creación que la enaltecía, le daba nueva fe en la vida y el futuro.
Porque ni su mejor amiga lo aceptó. Cuando quiso compartirlo, cuando se los ofreció para que
fuera tan feliz como ella, cuando le explicó lo que pasaba, la otra salió caminando para atrás sin dejar de
mirar la bandeja con su creación, sin atreverse a mirarla a los ojos, sin que ella pudiera transmitirle el
orgullo, la emoción, la alegría. Y no llamó más, ni para su cumpleaños, ni para Navidad. Ese revés, esa
traición, la tuvo alicaída unos días, hasta que por fin pudo tomarla como lo que era: una señal para
continuar su camino, para seguir fortaleciendo su obra.

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Esa obra que llenó su vida: sus chiquititos, sus criaturitas. Que desde ese día maravilloso tiene
que cuidar, atender, alimentar. Que la esperan y cantan cuando se acerca. Que iluminan sus mañanas,
entibian sus tardes, enternecen sus anocheceres. Que hace que todo cobre sentido cuando los toma
entre sus manos, los acaricia, los escucha susurrar, los lleva a la boca, los hace recorrerla para cubrir su
lengua con ese encantador sabor agridulce, los siente sacudirse en el esófago, hasta que deja de percibir
el gorjeo cuando llegan al estómago.
Y luego, a los veintiocho días exactos, la femineidad de sus setenta y cinco años estalla cuando,
desde lo más profundo de su ser, desde el centro de su maternidad, como un nuevo universo que brota
en el eterno milagro de la vida, surgen camadas de cinco a siete de sus hijitos.
Otros, diferentes a los anteriores, casi con el mismo tamaño, pero con cuatro preciosas patitas y
una pequeña cabeza azul coronada por un ojo que mira atento todo alrededor. Cada vez mas fuertes.
Tanto que en muy poco tiempo dejará de ser necesario usar el microondas como incubadora. Y tampoco
será preciso alimentarlos con la carne de esos inmundos gatos que vienen a llenar de olor de orín su
patio trasero.
Sonríe al mirarse la cicatriz del dedo índice, en la que el primero que sobrevivió le indicó el camino
al arrancarle un minúsculo pedazo de carne, como diciéndole que, a pesar de quererla, de amarla, de ser
suyo, necesitaba otra cosa que agua azucarada.
Otro demostró su increíble talento y destreza para la caza atrapando, pese a su tamaño, un gran
gato macho que invariablemente destruía sus plantas. Lo esperó entre las hojas, y cuando el animal se
sentó lo atacó vertiginoso, clavando sus diminutas garras, hundiéndolas en su nuca, paralizándolo, para
comer luego su lengua, sus ojos, su cerebro.
Después volvió a su regazo feliz, ahíto, manchado de sangre, y se durmió en sus brazos,
permitiendo, con evidente placer, que lo lavara, que lo acariciara. Apenas tuvo tiempo, aquella vez, para
despellejar al felino y repartirlo entre el resto.
Allí empezó una nueva rutina: dejar por las noches entreabierta la puerta de atrás, para que
salgan a buscar su alimento a limpiar el barrio de animales asquerosos, a crecer, a ser felices. Pero
siempre vuelven a ella, por la madrugada, a dormir en su cama abrigándola con sus pieles suaves y sus
gorjeos, siempre reconocen cuando ella los llama, les habla. Ninguno jamás intentó morderla,
reconociéndola así como su madre, la autora de sus días.
Se asustó cuando vio en la televisión la noticia del bebé comido por las ratas dos calles más allá,
tembló cuando los camiones de desratización empezaron a aparecer por el barrio, tuvo un atisbo de
culpa, que se calmó cuando reflexionó acerca de ese bebé, de los otros, que, como sus hijos, se
convertirían en adultos egoístas y fríos, incapaces de reconocer el amor de sus abnegadas madres.
La municipalidad realizó un operativo casa por casa, entrando también en la suya, colocando
trampas, recipientes con veneno en los rincones, y otras porquerías que ella se encargó de tirar antes de
rescatar a sus preciosuras de la caja escondida en el armario del baño.
Y sobrevivieron, y crecieron, y ya son independientes, sin olvidarse nunca de ella.
Ya pronto será el momento de enviar sus galletas, como regalo, a los hogares de ancianas. Para
que ellas también sientan la imperiosa necesidad de ser madres, de tragar las criaturitas y llevarlas a sus
vientres .
Para que la ciudad, el mundo, se pueble, por fin, de seres que valen la pena.

4/6/97, 11/9, 10/11, 4/3/98 Reescritura: Montevideo, 3 Cruces, 9/4 03:15 horas, Bs.As. 14/4, 13/6/02 - Reescritura: Bs.As. 05/5, 12/5
Con comentarios de ECF: 2/1/03, AP 5/1

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