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Enesco, I. (2003). El desarrollo del bebé.

Madrid: Alianza

CAPÍTULO 3: EL DESARROLLO DE LA PERCEPCIÓN


Autores: Ileana Enesco y Silvia Guerrero

Introducción
Es común empezar un capítulo sobre la percepción en bebés mencionando la perspectiva de
William James (1890) sobre el recién nacido. Según pensaba James, el bebé vive asaltado por
sensaciones caóticas que provienen de fuera, a través de sus ojos, oídos, nariz o tacto, así como de sus
entrañas, y su experiencia posiblemente es como un enorme y confuso zumbido. Es cierto que, a simple
vista, el recién nacido hace tan pocas cosas que puede parecer un ser pasivo, sometido a las
fluctuaciones del entorno e incapaz de hacer nada por sí mismo. Así pensaban James y la mayoría de
los psicólogos hasta los años 1960, pero en los últimos 40 años se han aportado muchas pruebas de que
el mundo perceptivo del bebé está más organizado de lo que se suponía. Sus sentidos funcionan en mayor
o menor medida desde que nace e incluso antes, algunos de forma bastante eficiente (como el olfato,
gusto, tacto y oído) mientras que otros, como la visión, de modo más precario.
Este capítulo ofrece una perspectiva general del desarrollo de la percepción visual y auditiva en
bebés, dos sistemas fundamentales para la organización del mundo y, no por casualidad, los campos en
que más se ha investigado en todos estos años. Se discuten también los resultados sobre la percepción
intermodal, es decir, aquella en la que se relacionan distintos sistemas sensoriales como el tacto y la vista o
el oído y la vista. Por limitaciones de espacio, no podemos desarrollar otros sentidos sensoriales, como el
olfato y el gusto.
Para empezar, conviene aclarar que, aunque existen distintos niveles en el estudio de la
percepción, aquí nos aproximaremos a él atendiendo al fenómeno de la percepción como experiencia
psicológica, es decir, el modo en que interpretamos la información que procesan nuestros sentidos (y no lo
que ocurre a nivel físico, antes del procesamiento sensorial). En el cuadro 1 se describen algunas
propiedades básicas de la percepción que ayudan a completar esta perspectiva.

Cuadro 1. Propiedades de la percepción

Percibimos un mundo unitario, no colecciones separadas de impresiones visuales, táctiles, auditivas,


olfativas, etc. No percibimos estímulos ni representaciones momentáneas de ellos en un receptor – como
una imagen retiniana-, sino que percibimos cosas y sucesos en el mundo.

Es un proceso que no requiere reflexión, esfuerzo ni conciencia, sino que es automático, aunque podemos
dirigir deliberadamente nuestra atención hacia estímulos específicos.

Percibir es un proceso activo y selectivo. Los estímulos no caen sobre los receptores como la lluvia sobre el
campo. Extraemos sólo una parte del flujo continuo de información disponible. A este aspecto de la
percepción se le denomina atención, proceso inseparable de la percepción.
El desarrollo de la visión
Durante siglos se creía que los bebés nacían prácticamente ciegos y tardaban meses en
poder reconocer e identificar objetos en el espacio. Actualmente sabemos que, pese a ser el
sentido que más tarda en desarrollarse completamente, los recién nacidos detectan ciertos
patrones visuales y en pocos días se orientan más a unos estímulos que a otros.
Para entender cómo se desarrolla la visión empezamos proporcionando algunos datos sobre
procesos visuales básicos en la percepción visual y de la profundidad.

Procesos visuales básicos


Acomodación visual. Una de las habilidades básicas del ojo es enfocar objetos a distancias
diferentes. En adultos, es una respuesta automática del ojo que se consigue cambiando la curvatura
de las lentes; pero ¿ocurre igual en los bebés? Pues bien, se ha visto que frente a estímulos de
laboratorio de bajo contraste (caretas, dianas, tableros de ajedrez), los bebés muestran una escasa
acomodación visual hasta los 3 ó 4 meses. Sin embargo, con estímulos naturales de alto contraste
son capaces de acomodarse al mes de vida.
En los años 1960 se realizaron los primeros estudios sobre la acomodación visual en bebés.
En uno de ellos, se analizó mediante retinoscopia1 la respuesta visual de bebés de 6 días a 4 meses
presentándoles un objeto pequeño a varias distancias. Se encontró que antes de 1 mes la
acomodación visual es muy baja pero a partir del segundo mes mejora sensiblemente, y alcanza un
nivel próximo al adulto a los 4 meses. Años después se pusieron en duda estos resultados por el
tipo de estímulos usados, objetos pequeños y de poco contraste. Con objetos de mayor contraste,
Banks (1980) encontró mejor enfoque visual desde el primer mes de vida.
Mediante otras técnicas más sensibles, como la fotorrefracción (que detecta con precisión no
sólo la acomodación visual sino también los movimientos rápidos de los ojos al mirar un estímulo) se
ha podido estudiar a bebés desde el primer día de vida, presentándoles objetos a distintas
distancias. Hasta el décimo día, parece que los bebés enfocan mejor un estímulo situado a 75cm o
menos, pero a partir de esa edad su acomodación visual a objetos algo más alejados (hasta 150
cm.) mejora sensiblemente.

Agudeza visual. Consiste en la medida del detalle con que se perciben los rasgos de un objeto o
estímulo visual. Generalmente, se ha estudiado presentando pautas visuales de rayas verticales
blancas y negras más o menos finas. La anchura de las rayas se va reduciendo hasta que la figura
se ve como una mancha gris. La medida de la agudeza visual se obtiene en función del patrón de
rayas más finas que se consigue detectar.

1
Análisis de las lentes oculares. Se obtiene una medida que nos dice a qué distancia está enfocando el ojo. Se
compara con la distancia real del objeto y se calcula así la acomodación visual.
2
Mediante medidas basadas en el fenómeno de nistagma optocinético2, se ha evaluado la
agudeza visual en bebés desde el nacimiento hasta los 6 meses. Los resultados revelan que a las
dos semanas la agudeza visual es 1/30 de la del adulto (es decir, para que el bebé detecte las rayas
éstas tienen que ser 30 veces mayores que para el adulto), y a los 6 meses, es de 1/10. El empleo
de la técnica de preferencias ha conducido a resultados similares. Sin embargo, las medidas de
actividad eléctrica cerebral (potenciales visuales evocados -onda típica que desaparece cuando las
rayas dejan de detectarse) indican algo diferente. Con esta técnica se observa que a partir de las
seis semanas de vida, la mejora de la agudeza visual es mucho más rápida de lo que señalan las
técnicas anteriores, y que a los seis meses de vida se ha alcanzado la agudeza visual del adulto.
Aunque aún no se pueden explicar estas diferencias en los resultados, parece claro que la agudeza
visual del recién nacido es muy escasa pero mejora muy rápidamente durante los primeros meses.

Sensibilidad al contraste. Las medidas de función de sensibilidad al contraste en bebés muestran


que son sensibles a un rango menor de frecuencias espaciales (es decir, a frecuencias espaciales
bajas) y también a un rango menor de contrastes que los adultos, y que hay un rápido incremento
en los primeros 6 meses. ¿Significa esto que el bebé no puede distinguir los objetos de su fondo?
La mayoría de los objetos (entre ellos, las caras) del entorno natural de los bebés tienen un alto
contraste con sus "fondos", de manera que pueden percibirlos como tales. Sin embargo, el que los
bebés sean más sensibles a frecuencias espaciales bajas significa que percibirán mejor los objetos
cercanos que lejanos.

¿Percibe el bebé la profundidad?


Para situar y localizar objetos en el espacio, nuestro sistema visual debe proporcionarnos
algún indicio de la distancia a la que se encuentran. Recordemos que la imagen que recibe cada
una de nuestras retinas es bidimensional por lo que, en sí misma, no proporciona información sobre
la distancia o profundidad a la que se hallan los objetos. Por tanto, el sistema visual debe completar
de alguna forma esa información para llegar a localizar espacialmente los objetos. El adulto se guía
por distintos tipos de indicios: binoculares, monoculares y cinéticos. ¿Y el bebé?

Indicios binoculares. Al mirar un objeto, nuestros ojos convergen en él y cada uno recibe
información ligeramente diferente debido al ángulo de visión. A partir de estas dos imágenes planas y
dispares que se forman en la retina derecha e izquierda, el cerebro reconstruye la tercera dimensión,
dando lugar a una sensación de profundidad. Para comprobarlo, fijemos la vista en un punto lejano
acercando o alejando un lápiz de nuestro rostro: el lápiz parece doble. Al contrario, si miramos un
paisaje a través de un cristal sucio, y hacemos converger nuestros ojos en la mota de polvo del

2
Optokinetic nystagmus u OKN: respuesta involuntaria que ocurre cuando el sujeto mira un patrón repetitivo
en movimiento. Consiste en un rastreo ocular lento y rítmico seguido de una rápida fijación. Cuando se reduce
3
cristal, se desdobla el paisaje del fondo. En realidad, esta experiencia visual de desdoblamiento de
imágenes pasa desapercibida en la actividad visual cotidiana y solo la apreciamos al hacerlo
deliberadamente.
La fusión de las dos imágenes retinianas requiere que la convergencia de los dos ojos sea
muy precisa, algo que todavía está fuera del alcance del neonato. Diversos estudios indican que en
las primeras semanas de vida, la convergencia de los ojos del bebé es muy pobre por lo que,
probablemente, la visión del recién nacido es doble. No es hasta los 5-6 meses cuando se consigue
una convergencia bastante precisa de ambos ojos. Por consiguiente, lo que hay que averiguar es si,
antes de utilizar los indicios binoculares, los bebés tienen alguna posibilidad de percibir la profundidad
a partir de otros indicios.

Indicios monoculares. Si el sistema visual dispusiera solo de los mecanismos binoculares (visión
estereoscópica), posiblemente la percepción de la profundidad sería muy poco eficiente. En los
propios objetos y eventos visuales, hay numerosos indicios que dan una información muy rica sobre
la profundidad. Los indicios monoculares, es decir, los que capta un solo ojo, se refieren a
información como el gradiente de textura (la textura de los objetos parece más fina cuanto más lejos
están), la interposición (los objetos lejanos se ocultan, en parte, tras los objetos más cercanos que
están en la misma línea de visión), la perspectiva lineal (el tamaño decrece con el aumento de
distancia) y los tamaños relativos y familiares (nuestro conocimiento del tamaño de objetos
familiares nos ayuda a interpretar la distancia)
Los resultados de distintos trabajos son bastante claros y congruentes: a los 5 meses los
bebés no parecen ser sensibles a estas claves, mientras que a los 7 meses ya han desarrollado la
mayoría. Es decir, parece que los indicios monoculares no son funcionales antes de que sean
operativos los indicios binoculares. Sin embargo, uno de los problemas metodológicos en el estudio
de los indicios monoculares en bebés es que se basan, en la mayoría de los casos, en experimentos
que requieren coger o alcanzar un objeto con la mano. Puesto que la prensión voluntaria requiere
muchos meses para ser ágil y eficaz, los autores no descartan que se esté subestimando la
capacidad del bebé a la hora de explotar los indicios monoculares para la percepción de la
profundidad.

Cuadro 2. La ventana trapezoidal

Yonas y Granrud (1985) realizaron un experimento sobre la sensibilidad del bebé a indicios
monoculares. Utilizaron una ventana trapezoidal deformada, en la que uno de los lados es mayor
que el otro (ver fig 2), para averiguar si los bebés usan la clave de perspectiva lineal al intentar
coger objetos. Cuando los adultos ven con un solo ojo la ventana (situada en línea frontoparalela)
juzgan incorrectamente que la parte más ancha está más próxima. La investigación se realizó

la anchura de las rayas hasta aparecer como mancha gris, el OKN cesa por completo
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con bebés de entre 5 y 7 meses, con un ojo tapado, y se encontró que solo a partir de los 7
meses intentaban coger la parte que parece más cercana, como hacen los adultos. Otros
estudios llegan a resultados semejantes indicando que la sensibilidad a la línea de perspectiva se
desarrolla entre los 5 y 7 meses, así como otras claves monoculares: interposición, tamaños
relativos, etc.

Figura 2: La ventana trapezoidal de Ames (1951). Tipo de estímulo para


el estudio de indicios monoculares.

Indicios cinéticos. Los objetos se mueven en el espacio y rara vez estamos ante un espectáculo
visual completamente estático. Al moverse los objetos o al mover nuestra cabeza cuando miramos,
obtenemos información adicional sobre su localización, distancia, forma, etc. Incluso si miramos una
escena cerrando un ojo, ligeros movimientos laterales de la cabeza nos permiten obtener
inmediatamente una sensación de profundidad: percibimos dos objetos situados en la misma línea de
visión, pero a distinta distancia, como si el más cercano se desplazara a un lado más rápido y más
lejos que el objeto lejano: esto es lo que se conoce como paralaje del movimiento (ver figura 3). En la
vida cotidiana, al desplazarnos en coche a cierta velocidad mirando por la ventana, percibimos los
objetos próximos como si pasaran más rápido que los alejados (gradiente de velocidad o flujo
visual). Además, los objetos cercanos pasan necesariamente por delante de los objetos lejanos, lo
cual constituye el principio de aglomeración y borrado de contorno.
Todavía queda mucho por investigar acerca de los indicios cinéticos en la percepción, pero se
han realizado dos conjuntos de investigaciones con bebés que aportan datos muy interesantes. En el
siguiente apartado se comentan brevemente estos estudios.

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Algunos estudios sobre la percepción de la profundidad
La percepción del “abismo visual”. Los adultos detectamos rápidamente caídas del terreno o
precipicios y evitamos de forma inmediata su proximidad. El miedo al abismo o a las alturas es
general y, sin duda, adaptativo. ¿Responden igual otras especies? ¿Y los bebés?
Gibson y Walk (1960) diseñaron un aparato que se conoce como "abismo visual" (ver fig 4)
para estudiar la respuesta de distintos animales recién nacidos (cabras, monos rhesus, polluelos,
gatos) cuando se les colocaba encima de la parte que simula visualmente un desnivel marcado.
Encontraron que, en algunas especies, las crías evitaban atravesar el abismo mientras que en otras
(gatos, conejos) la evitación del abismo aparecía después de unas semanas de vida.
Para realizar esta misma experiencia con bebés, hay que esperar hasta que puedan
desplazarse por sí mismos, lo que no suele ocurrir antes de los 6-7 meses, cuando empiezan a
gatear. Gibson y Walk estudiaron a bebés de estas edades, y observaron que prácticamente ninguno
se atrevió a atravesar el lado del “abismo”. Sin embargo, teniendo en cuenta que a esa edad los
bebés han tenido una gran cantidad de experiencia visual, no podían determinar si la percepción de
la profundidad y el miedo al abismo son resultado de esta experiencia o están presentes desde
mucho antes.

6
Con el fin de esclarecer esta cuestión, varios autores (Scarr y Salapatek 1970; Campos, Hiatt,
Ramsay, Henderson y Svejda,1978) han realizado distintos experimentos usando el aparato del
abismo visual con bebés mucho más pequeños. En uno de ellos, se colocaba al bebé en un carrito
que era empujado desde la zona visual “sólida” hasta la zona profunda o abismo visual, tomando
medidas de su mirada y ritmo cardiaco. Se observó que, desde los dos meses, los bebés miraban la
zona profunda del aparato pero, curiosamente, su ritmo cardiaco disminuía. Es decir, parecería que a
los 2 meses ya perciben la diferencia entre la zona del “abismo” y la zona visualmente sólida pero sin
que eso les produzca ninguna aprensión. A los 9 meses, por el contrario, cuando los bebés eran
desplazados a la zona del abismo visual reaccionaban con un aumento de la tasa cardiaca (lo que se
interpreta como miedo).

En algunos estudios posteriores se ha visto que la respuesta de miedo está en función del
tiempo que los niños llevan gateando: cuanto más tiempo, más probable que muestren signos de
miedo. Los mismos autores, con el fin de confirmar sus hipótesis, sometieron a un grupo de niños
“gateadores” a unas sesiones de gateo extra (mínimo de 40 horas), y comprobaron que estos niños
mostraban una mayor aceleración de la tasa cardíaca que los que no habían tenido las sesiones
extra. Pese a que no todos los autores llegan a resultados semejantes (en un estudio se observó que
los bebés que tenían más miedo al abismo eran los que habían empezado a gatear más tarde),
parece claro que la capacidad para discriminar visualmente una zona profunda y una sólida surge a
los pocos meses de nacer, bastante antes que el miedo a “abismos” o desniveles. Esta respuesta
emocional empezaría hacia la segunda mitad del primer año, cuando el bebé empieza a poder
desplazarse por sí mismo, es decir, cuando está expuesto al peligro de caer. Teniendo en cuenta,
además, que los niños que ya son autónomos en sus desplazamientos se vuelven muy cautelosos

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ante escaleras y desniveles, es razonable establecer una relación evolutiva entre estos aspectos del
desarrollo motor y emocional.

La percepción del choque de objetos contra nuestra cara


Cuando un objeto se aproxima hacia nuestra cara, su proyección óptica se expande de forma
continua, simétrica y acelerada, y nuestro cerebro puede determinar con bastante precisión el tiempo
de impacto. La reacción normal es evitar la colisión inminente y, de forma automática, retraemos la
cabeza, parpadeamos y levantamos las manos para protegernos. Estudios con crías de distintas
especies (ranas, pollos, gatos) han mostrado respuestas defensivas en todas ellas, sin que antes
hubieran tenido experiencia con eventos similares.
Ha habido varios estudios con bebés en los que se simula la aproximación y el choque
inminente de un objeto (real o virtual) contra su cara. Uno de los primeros lo realizaron Bower,
Broughton y Moore (1976) y observaron que desde las tres semanas, los bebés reaccionan echando
hacia atrás la cabeza e incluso interponiendo sus manos. Sin embargo, las medidas se han ido
afinando a lo largo de estos años y, actualmente, se considera que la respuesta más fiable de
previsión del choque y, por tanto, de percepción de la profundidad, es el parpadeo acompañado del
movimiento de retracción de la cabeza. Si solo se produce este último, no se puede descartar que se
deba a que el bebé fija su mirada en el borde superior de la figura que se aproxima (y por eso echa
hacia atrás su cabeza). Considerando ambas medidas, no hay pruebas de que antes del segundo
mes de vida los bebés perciban este evento como un choque inminente (Kellman y Banks, 1998).
Otros estudios indican que solo a los tres meses los bebés son capaces de hacer finas
discriminaciones entre objetos que se les aproximan velozmente. A esta edad, reaccionan
defensivamente cuando se les acerca un objeto macizo en una línea de choque contra la cara, pero
no ante uno que se desvía de esta trayectoria. Tampoco muestran miedo cuando se trata de un
objeto con una abertura grande (por ejemplo, un panel con una especie de puerta) que no podría
golpearle. Lo interesante de estos resultados es comprobar que los bebés discriminan entre objetos u
obstáculos que obstruyen la locomoción hacia adelante y pasos abiertos que la permiten mucho
antes de que puedan desplazarse por si mismos.
En resumen, si confiamos en los estudios de laboratorio realizados a lo largo de varios
decenios, parece que la sensibilidad de los bebés a distintas claves visuales parece seguir un
orden. Las primeras que se adquieren son las claves cinéticas (hacia los 3 meses), luego las
binoculares (entre 4-5 meses) y, por último, las monoculares (7 meses).

La percepción de la forma
Las preferencias visuales. Ya se ha comentado que los primeros estudios sobre preferencias
visuales se los debemos a Fantz. Este autor encontró que desde el segundo mes de vida, los bebés
miran más estímulos de cierta complejidad (i.e. lámina con esquema de rostro humano) que

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estímulos más simples (i.e. una lámina de color) En la figura 5 se pueden ver el tipo de estímulos
empleados por Fantz en sus estudios. Desde entonces se han empleado materiales muy diversos
para estudiar las preferencias visuales y, en particular, el interés del bebé por la complejidad.

Varios estudios realizados poco después que el de Fantz mostraron que la preferencia por lo
complejo está relacionada con la edad. Así, cuando se utilizan tableros de ajedrez de distinto número
de casillas (2X2, 8X8, etc.), el recién nacido mira más uno de 2x2; el bebé de 2 meses prefieren algo
más complejo (8x8) y a las 14 semanas uno todavía más complejo (24x24) (Brennan, Ames y Moore,
1966).
Hay, sin embargo, otra posible interpretación: al aumentar la complejidad, aumentan o cambian
también otros atributos, como por ejemplo, la densidad del contorno. Banks y Ginsburg (1985) han
desarrollado un modelo de simulación que relaciona los datos de preferencias visuales del bebé con
el desarrollo de las capacidades de su sistema visual. A pesar de la complejidad de su modelo, los
autores extraen una conclusión sencilla de formular: las preferencias visuales de los bebés están
regidas simplemente por una tendencia a mirar a formas o patrones visuales altamente visibles.
Estas preferencias serían adaptativas en dos sentidos: las "estrategias para mirar" del neonato,
además de permitirles obtener el máximo de información para la percepción de objetos, facilitaría el
desarrollo postnatal del córtex visual. Por otro lado, la sensibilidad de los recién nacidos hacia
frecuencias espaciales bajas ayudaría a la coordinación visomotora, es decir, hace posible que el
bebé dirija su acción hacia objetos que puede ver claramente (que son los cercanos).

La inspección visual de objetos. Como señalara Gibson, los organismos buscan activamente la
información en el medio. En el caso de los bebés, ¿su mirada se posa pasivamente en los objetos o
realizan alguna actividad de rastreo y escrutinio de aquéllos?, ¿cómo mira el bebé los objetos?
La técnica de reflexión córnea (con luz infrarroja) permite observar al detalle las inspecciones
visuales que hace el ojo. Uno de los primeros estudios es de Salapatek y Kessen (1966) que
observaron la inspección visual de un triángulo en bebés de un día de vida (ver fig 6). y encontraron
que miraban muy brevemente y como mucho sólo uno de los vértices del triángulo, no los interiores,
aunque observaron importantes diferencias individuales en dicha actividad. Estudios posteriores han
confirmado que la inspección de figuras suele ser muy escasa en recién nacidos y que aumenta
sensiblemente con la edad. Por ejemplo, comparando a bebés de 1, 2 y 3 meses, frente a distintos

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tipos de estímulos (geométricos, caras, etc.), se ha visto que los primeros miran casi exclusivamente
los contornos mientras que con 2 y 3 meses escrutan ya los interiores (ver fig. 7).

El hecho de que los neonatos no inspeccionen los interiores de las figuras llevó a varios
investigadores a preguntarse si serían capaces de detectar cambios en el interior de éstas. Milewski
(1976) presentó a bebés de 1 y 4 meses diversos estímulos que consistían en una figura geométrica
inscrita en otra (ver fig. 8). Habituó a los niños a estos estímulos y luego cambió: 1) la forma interior,
2) la forma exterior, 3) o ambas. Los bebés de 4 meses se deshabituaron ante todos los cambios,
mientras que los de 1 mes sólo lo hicieron ante el segundo. De ahí concluyó que sólo atendían a los
elementos externos de los estímulos complejos, lo que se conoce como “efecto del contorno”. Ahora
bien, es posible que el resultado se debiera a los límites del sistema visual del neonato que "filtra" u
omite procesar algunos de los elementos. Para comprobar esta hipótesis, Ganon y Swartz (1980)
usaron elementos internos muy "salientes" (una especie de ojos, o un patrón similar al tablero de
ajedrez), encontrando que, en estos casos, los bebés de 1 mes detectaban cambios tanto en los
rasgos externos como internos. Si, además, el interior se mueve, la discriminación del cambio interno
es muy precoz.

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En conclusión, los bebés son capaces de procesar información compleja siempre que su
sistema visual sea capaz de detectarla (y esto ocurre cuando es "altamente saliente" o visible). El
sistema está razonablemente preparado y bien adaptado para llevar a cabo un reconocimiento
primitivo de objetos. En todo caso, a los 3 ó 4 meses disponen de capacidades avanzadas para
escrutar con gran detalle estímulos complejos (entre los cuales, la cara humana es quizá el más rico
y saliente), lo que garantiza un procesamiento y aprendizaje más efectivos.

La percepción del rostro


Hasta ahora, hemos comentado estudios en los que se utilizan estímulos de laboratorio muy
artificiales, que no existen, por lo común, en el entorno natural del bebé. Aunque parezca paradójico,
la mayoría de los estudios sobre la percepción de rostros se ha realizado, también, con este tipo de
estímulos y sigue habiendo poca investigación con rostros humanos reales. No hace falta decir que la
validez ecológica de uno y otro tipo de estudios es muy distinta, pero hay que comprender que la
posibilidad de control que ofrecen los estímulos diseñados por el investigador es mucho mayor que
las caras reales. Veamos algunos resultados, empezando por las caretas.
Desde el estudio de Fantz que, como se recordará, incluía distintos tipos de láminas (una
diana, una careta, etc.) se pensó durante muchos años que la preferencia de los bebés por la careta
frente al resto de estímulos solo podía explicarse por una disposición innata para orientarse a las
caras humanas y atender a ellas. Sin embargo, cuando empezaron a controlarse los estímulos de
laboratorio, equiparándolos en variables como el contraste y la complejidad, las cosas cambiaron.
Tomados en su conjunto, los resultados revelan que en los primeros 2 o incluso 4 meses, los bebés

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miran con la misma atención una careta que una lámina con rasgos faciales desordenados (véanse
fig 9 y 10). A partir de esa edad se orientan más a una careta “ordenada” y, hacia los 9-10 meses, se
invierte esta preferencia atendiendo más a las desordenadas. Este desarrollo es coherente con lo
que ocurre desde el punto de vista de su rastreo visual. En los primeros meses, la exploración se
limita sobre todo al contorno de las figuras, y el rastreo de los interiores (ojos, boca, etc.) se empieza
a producir, de forma sistemática, hacia el tercer mes de vida. Aunque es cierto que, frente a rostros
reales, la exploración visual del bebé es más compleja que frente a caretas bidimensionales, si
consideramos distintos aspectos de la visión temprana, en especial la limitada agudeza visual, es
muy probable que el bebé no disponga de un esquema facial antes de los 3 meses, y que este
esquema no se individualice antes de los 4 o 5 meses.
Si lo dicho hasta ahora es cierto, la discriminación de rostros reales debería ser coherente con
estos datos. Pues bien, a excepción de algún estudio en el que se dice haber encontrado un
reconocimiento del rostro de la madre en recién nacidos (que, posteriormente, se ha explicado por el
olor de la madre, un indicio al que el neonato es muy sensible), los bebés no parecen discriminar los
rasgos de la cara de su madre hasta los 4 meses, aproximadamente. Sin embargo, es muy posible
que antes de reconocer a la madre por sus rasgos faciales internos (ojos, boca) la reconozcan por el
contorno de su cara (Bartrip et al., 2001).

Además, desde el punto de vista de la relación del bebé con su madre o cuidadora, el
reconocimiento temprano de ella está garantizado por otros sistemas sensoriales, que funcionan con
más eficacia desde el nacimiento. Así, el olor del cuerpo materno así como el olor y sabor de la leche
materna (si es alimentado así) se distinguen desde muy pronto de otros “olores”, tanto de personas,
de leches maternas o de otro tipo de sustancias. Por otro lado, posiblemente exista también un
reconocimiento precoz de indicios posturales y propioceptivos relacionados con el modo particular en
que el cuidador le coge en brazos, mece, etc., aunque en este caso resulta prácticamente imposible
diferenciar si lo que el bebé reconoce son estas claves o, sencillamente, el olor. Por último, como se
verá en el siguiente apartado sobre el oído del bebé, la voz materna resulta ser una clave privilegiada
de reconocimiento para el bebé.
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En definitiva, aunque el rostro particular de la madre tarde en conocerse y distinguirse de
otros, en condiciones naturales hay tantos otros estímulos asociados a la cara humana que hacen
posible mantener la atención del bebé desde recién nacido: cualquiera que se acerca a un bebé no
solo lo mira, sino que le sonríe, habla o susurra, mece, acompañando todas estas acciones con
suaves movimientos de cabeza y con gesticulaciones de la boca, los ojos y cejas. ¿Puede haber un
estímulo de laboratorio tan complejo y completo como éste?

El desarrollo de la audición
Nadie hubiera pensado, hace no más de 40 años, que los bebés pudieran reconocer la voz de su
madre desde los primeros días y, menos aún, que pudieran detectar diferencias muy sutiles de los
sonidos del habla. Quizá menos sorprendente, pero igualmente importante, es saber que entre
todos los sonidos que llegan al oído del bebé, la voz humana o producciones humanas como la
música, son los que parecen interesarle más. Y, por último, tampoco era imaginable que con 6 u 8
meses fueran capaces de reconocer una misma emisión vocal (por ejemplo, “nene”) pronunciada
por distintos hablantes. A pesar de estas impresionantes capacidades para detectar el habla
humana, esto no significa que el bebé la entienda ni que capte su función referencial hasta por lo
menos el primer año de vida, pero sí indica que tiene una excelente disposición para aprender
muy pronto los rasgos fonéticos y prosódicos del habla. Antes de describir algunos de los
hallazgos actuales sobre lo que se conoce como percepción del habla en bebés, comentaremos
otros aspectos del desarrollo de la audición.

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¿Oye el recién nacido?
La respuesta es, definitivamente, sí: desde varias semanas antes del nacimiento, el oído
del feto está ya funcionando, captando sonidos tanto del interior de la madre (ritmo cardíaco,
respiración, ruidos digestivos y, también, el habla materna) como del exterior (ruidos intensos,
música a volumen alto, habla de otras personas).
Uno de los primeros estudios sobre el oído del feto lo realizaron Bernard y Sontag (1947)
empleando la sencilla técnica de palpar el abdomen de la madre y usar un fonendo para registrar
las respuestas del feto y su ritmo cardiaco frente a un ruido muy intenso. Sorprendentemente,
encontraron que los fetos (de 28 semanas) respondían al sonido reaccionando con movimientos
intensos de sus extremidades y aceleración del ritmo cardiaco. En otros estudios se observó que
llegaban incluso a habituarse al sonido mostrando una pauta típica de disminución de la respuesta
de sobresalto a medida que se iba presentando el ruido3.
Gracias a las nuevas técnicas (ecografías, EEG, etc.), hoy sabemos algo más. Por
ejemplo, hacia la vigésimo quinta semana de vida prenatal, se producen cambios en la actividad
del feto como respuesta a un sonido intenso (de aproximadamente 110 decibelios) emitido desde
el abdomen de la madre. Ante este tipo de estimulación, los fetos se sobresaltan y parpadean,
mostrando claramente que, a pesar de que la intensidad del sonido se atenúa al atravesar el
abdomen de la madre, éste llega al oído del feto. En uno de estos estudios, un seguimiento
posterior de los fetos hasta después de nacer reveló que aquellos que no habían reaccionado ante
el ruido intenso (a las 28 semanas de vida prenatal) nacieron con problemas más o menos graves
de audición (Birnholz y Benaceraf, 1983). En otras investigaciones se ha estudiado exactamente
qué tipo de sonido llega al oído del feto comprobando que las señales auditivas por debajo de
1000 Hz se transmiten en el medio intrauterino con poca atenuación y que, aunque el rango de
estimulación auditiva a que está expuesto el feto es más limitado que fuera del útero (McShane,
1991, p. 76), el habla de la madre y su entonación son discernibles desde el interior del útero, un
dato muy importante en relación con la percepción del habla, que luego se comenta.
Pese a que el desarrollo completo del sistema auditivo no acaba hasta años después, y
aunque el umbral de audición del neonato es más alto que en adultos (y oye mejor frecuencias
bajas), el oído del bebé es suficientemente funcional desde el nacimiento como para detectar
buena parte de los distintos sonidos que ocurren naturalmente en su entorno.
Otra pregunta importante es si el recién nacido puede distinguir sonidos, pues oír es una
cosa y discriminar entre distintos tipos de sonidos es otra. ¿Percibe el bebé como diferentes una

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Además, también fue una sorpresa conseguir un condicionamiento clásico en fetos de esta edad, asociando
una vibración (EC) y un ruido (EI). Tras varios ensayos, los fetos terminaron por anticiparse al ruido intenso cuando se
les exponía al EC (vibración en el abdomen de la madre). Aunque los fetos requirieron de bastantes más ensayos de los
que normalmente requiere un bebé para habituarse o condicionarse al sonido, lo interesante es que mostraron ser
capaces de aprender el estímulo.

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música, una voz, la lavadora centrifugando, el motor de coche arrancando y el perro ladrando?
Los estudios empíricos aportan pruebas claras de que así es. Los bebés discriminan entre las
distintas variedades de la entrada auditiva y su oído analiza la frecuencia, intensidad y duración de
los sonidos, aunque, por supuesto, esto no significa que sepan a qué corresponde cada uno.

Las preferencias auditivas


La voz humana, como el rostro para la visión, es un tipo de estímulo “privilegiado” en el
sentido de que proporciona información muy rica y variada. Ha habido mucha investigación sobre
la conducta del bebé ante la voz y las características del habla que atraen su atención. Durante
mucho tiempo se pensó que los bebés atienden más al habla que típicamente le dirigen los
adultos (“habla maternés”, motherese en inglés) que al habla con la que se comunican los adultos
entre sí. La hipótesis, que parecía comprobarse en varios estudios, era que los rasgos prosódicos
del habla maternés, con flexiones marcadas de entonación y emisiones gramaticalmente simples,
repetitivas, etc., constituyen un estímulo saliente y atractivo para un recién nacido preparado para
procesar el habla humana. Cooper y Aslin (1990) encontraron pruebas aparentemente
inequívocas de que, desde los primeros días de vida, los bebés se orientan preferentemente al
habla maternés, más que a cualquier otro tipo de habla. Sin embargo, en un estudio posterior, los
mismos autores observaron que, aunque los bebés de 1 mes discriminan entre el habla dirigida a
ellos y la que se dirige a los adultos, no la prefieren. Según estos autores, quizá tienen que
transcurrir algunos meses para que el bebé aprenda a responder al habla que se le dirige y
termine por preferirla por encima de otro tipo de habla.
En cuanto a la voz materna, también son varios los estudios que indican que los bebés la
reconocen desde los primeros días de vida y se orientan preferentemente a ella. DeCasper y Fifer
(1980) entrenaron a recién nacidos (de 3 a 5 días) para que, mediante el ritmo de su succión,
pudieran oír la voz de su madre o la de una extraña, y encontraron que ajustaban su succión para
producir la grabación de la voz materna más que la de la extraña. Pese a lo sorprendente de estos
hallazgos, no debe pensarse en nada misterioso: posiblemente esta preferencia por la voz
materna provenga de que el bebé está reconociendo un estímulo que ha oído durante las últimas
semanas de su vida prenatal. Quizá lo más interesante es la rapidez con que establece una
correspondencia entre la voz materna dentro y fuera del útero ya que, lógicamente, las pautas
acústicas no son las mismas. Pero lo mismo parece ocurrir respecto a otros sonidos intrauterinos
a los que el feto ha estado expuesto durante meses, como el ritmo cardíaco de la madre. Algunos
estudios han observado una clara preferencia del recién nacido por oír un corazón cuya tasa
cardiaca es similar a la de una mujer adulta en relativo reposo (80 pulsaciones por minuto) que
una tasa muy acelerada (120 p/m).
Hay que decir, además, que el bebé se interesa no solo por la voz sino también por otros
estímulos auditivos, como la música. Varios estudios muestran que los recién nacidos prefieren

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escuchar una tonadilla musical que un ruido de fondo, y lo expresan orientándose a la fuente de
sonido, así como ajustando su tasa de succión para “provocar” el evento musical.
[Los estudios sobre Percepción del Habla en bebés se tratarán en el tema de Lenguaje, Bloque 3]

Relacionando distintos sentidos: La percepción intermodal


Como muchas especies, los humanos percibimos el mundo usando simultáneamente
nuestros distintos sentidos. Meta la mano en su cartera buscando las llaves y comprobará que su
búsqueda táctil está guiada por características como la redondez del llavero, la “puntiagudez” de
las llaves, la frialdad del metal, el tintineo de las llaves entre sí, etc. Estas propiedades, que
tenemos almacenadas de alguna forma en nuestra memoria, son simultáneamente hápticas,
visuales, auditivas... Si, en la tarea de buscar las llaves, nos topamos con algo suave y ligero, una
breve exploración manual nos informará que se trata del pañuelo. Todas estas sencillas
operaciones son posibles gracias a que la información de los distintos sentidos sensoriales está
conectada, relacionada entre sí.
No es fácil estudiar a recién nacidos para averiguar si esas conexiones están ya presentes.
No tienen ningún control sobre los movimientos de su mano como para dirigirla hacia un objeto
que ven, tampoco controlan voluntariamente los movimientos de su cabeza, por lo que hemos de
basarnos en otras medidas para determinar si ponen en relación lo que oyen y ven, lo que ven y
tocan o los movimientos que ven en otros y los que ellos hacen.

La coordinación visión-audición
La localización de sonidos en el espacio. Una respuesta aparentemente automática del
organismo es orientarse hacia el lugar de donde proviene un sonido novedoso. Giramos la cabeza
hacia la izquierda si alguien nos habla desde ahí, o nos damos la vuelta cuando un sonido
inesperado viene de atrás. ¿Qué hace el bebé?
El primer estudio conocido con recién nacidos lo realizó Wertheimer (1961) con un bebé de
menos de 10 minutos, observando que giraba sus ojos hacia la derecha o la izquierda según el
oído en el que se emitía un sonido suave. Años después, varias investigaciones han encontrado
esta misma respuesta en neonatos, e incluso una reacción opuesta de girar los ojos en dirección
contraria a la fuente de un sonido intenso, quizá porque resultaba desagradable para el bebé
(McGurk, Turnure y Criegghton, 1977). Curiosamente, aunque esta coordinación entre la vista y el
oído parece estar presente en el recién nacido, algunos estudios encuentran que entre el primer y
tercer mes de vida disminuye su eficacia al 50%, para luego recuperarse de forma mucho más
controlada y sistemática a partir del cuarto mes (Muir, Abraham, Forbes y Harris, 1979). Luego
volveremos sobre esta interesante pauta evolutiva.

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La sincronía entre el movimiento y el sonido. Cuando el adulto ve una película doblada, capta
rápidamente cualquier desajuste entre los movimientos de labios del actor y el sonido del habla.
Una película mal doblada en este sentido, resulta francamente desagradable de ver. Pues bien, se
han hecho experimentos con bebés que muestran que los avances en la coordinación entre el
oído y la vista son realmente muy notables en los primeros 4 meses de vida. En uno de los
primeros estudios que se realizaron, Kuhl y Meltzoff (1982) presentaron a bebés de 4 meses dos
videos, uno a su derecha y otro a su izquierda. En cada video, se veía la cara de una mujer
repitiendo una vocal: la “i” o la “a”, pero solo se oía uno de esos sonidos. Los bebés miraron
significativamente más la cara que se correspondía con la vocal emitida, en comparación con la
otra cara, lo que se interpretó como capacidad para detectar la correspondencia intersensorial
entre el oído y la vista. Otros estudios han confirmado que, desde el cuarto mes de vida, los bebés
prefieren mirar una escena en la que hay sincronía entre movimientos labiales y voz, o entre los
movimientos acrobáticos de un animal y un ritmo sonoro, que escenas similares pero
desincronizadas. Además, parece que cuando hay un marcado desajuste entre la información
visual y auditiva, los bebés suelen evitar mirar esos eventos.

La coordinación tacto-visión
Ha habido varios estudios con recién nacidos en los que se ha observado una conducta
rudimentaria de dirigir las manos hacia un objeto visible. Se dice que es rudimentaria porque los
bebés no consiguen alcanzar a tocar el objeto y menos aún llegar a cogerlo. Además, en algunos
estudios se ha visto que a las dos semanas de vida disminuye significativamente esta conducta.
Sin embargo, parece que al menos desde la octava semana los bebés responden de forma
distinta cuando se les presenta un objeto manejable que cuando éste es inalcanzable o
demasiado grande para poder manipularse. Solo en el primer caso, hacen movimientos manuales
como si se prepararan para coger el objeto.
Por el momento, no hay acuerdo sobre el significado de estas conductas tempranas pues,
para algunos autores, se trataría de una coordinación primitiva entre la visión y el tacto mientras
que, para otros, quizá se trate de una especie de reflejo de orientación por el que el neonato
dirigiría sus manos y ojos hacia una fuente externa de estimulación. Hacia los 4 meses, los bebés
empiezan a tener éxito en las conductas de coger objetos visibles y de llevar al campo visual lo
que cogen. Más adelante, se seguirá afinando su coordinación visomotora hasta el punto de
reconocer con la vista o con el tacto objetos que previamente ha tocado sin haber visto, o ha visto
sin tocar. Aunque algunos autores señalan que desde el primer mes de vida los bebés pueden
reconocer visualmente un chupete que han tenido en la boca sin haberlo visto antes
(expresándolo con un mayor tiempo de mirada al chupete familiar que al nuevo, cuando ambos se
presentan visualmente) (Meltzoff y Bolton, 1979), estudios posteriores no han podido replicar
estos resultados hasta por lo menos los 4 meses o incluso a edades posteriores.

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En principio, pues, los bebés requieren tiempo y experiencia para desarrollar la
coordinación plena entre estos dos sistemas sensoriales, aunque no parten de cero: al nacer
existen rudimentos de esa y otras coordinaciones bajo la forma de una orientación global hacia las
fuentes sonoras y visuales.

Conclusiones
En los últimos veinte años, la investigación sobre las capacidades perceptivas del bebé ha
progresado de forma espectacular en cantidad y calidad, confirmando, en muchos casos, los
tímidos hallazgos de estudios clásicos, pero en otros produciendo una variedad de resultados, a
veces contradictorios, difíciles de explicar. Quizá por ello, en la actualidad, los investigadores son
más cautos a la hora de sacar conclusiones sobre los orígenes de las capacidades perceptivas, ya
sean las de discriminación fonética, percepción y reconocimiento de rostros, o las coordinaciones
intermodales.
Parece evidente que el bebé nace bastante bien preparado para que su percepción no sea
caótica y para que, en pocas semanas, mejore significativamente gracias a la maduración de sus
mecanismos centrales y periféricos (Kellman y Banks, 1998). Sin embargo, falta mucho por saber
sobre la experiencia perceptiva del bebé, el grado en que percibe un mundo coherente y los
mecanismos que lo facilitan. Pero pocos ponen en cuestión que existe un genuino desarrollo
perceptivo, producto de la inseparable conjunción entre la experiencia sensorial y motriz, y las
características y restricciones de nuestros sistemas perceptivos y de nuestro cerebro.

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