Documentos de Académico
Documentos de Profesional
Documentos de Cultura
REAL Y LO IMAGINARIO …
Slingerland nos dice que “en algunos lugares de Turquía oriental, hay
restos —que podrían datar de hace doce mil años— de lo que parecen
ser recipientes para la destilación, junto con imágenes de festivales y
danzas, lo que indica que la gente ya se reunía y fermentaba cereales o
uvas, tocaba música y después se ponía ciega antes de concebir siquiera
la agricultura. De hecho, los arqueólogos han empezado a plantear que
varias formas de alcohol no fueron un mero resultado de la invención de
la agricultura, sino precisamente lo que dio pie a ella; que a los primeros
agricultores los movió su deseo de cerveza, no de pan. No es casualidad
que entre los primeros hallazgos arqueológicos en todo el mundo hubiese
una gran cantidad de sofisticados recipientes especiales para la
producción y el consumo de cerveza y vino”. Antes de la revolución
agrícola, de la que nos habló Gordon Chile, ya los humanos consumían
alcohol y otras sustancias psicoactivas, y fue en este proceso que
comenzaron a cultivar la tierra,
Por supuesto que, detrás de esta demanda, hay mafias, intereses, que la
alientan, la promueven, con fines comerciales, inducidos por la
obtención de una utilidad económica. Eso se llama capitalismo, legal o
ilegal, que se desarrolla y lucra con la miseria humana, reduciendo al
‘Homo sapiens’ en ‘Homo consumens’ o, como dice Patrick McGovern -
citado por Slingerland-, en ‘Homo inbibens’. El uso de alcohol y drogas
tiene este origen patológico en el mundo actual, que poco o nada tiene
que ver con el suso de estas sustancias a lo largo de toda la historia
humana, en que el grupo ejercía un efectivos control sobre los individuos,
que incluía el consumo de sustancias psicoactivas.
Créeme, los artistas son por lo general unos adictos. Puede que se
controlen (yo lo intento), pero el temperamento adictivo está ahí (por
ejemplo, fumé tres paquetes de tabaco al día durante veinte años). Los
artistas se drogan para mantener el fuego interior, la energía que se
devora a sí misma; y para desinhibir aún más esa corteza prefrontal ya de
por sí desinhibida, como decía Dierssen.
Curiosamente, una droga que tuvo su momento entre los creadores fue
el café: Voltaire se tomaba cincuenta cafés al día, Balzac cuarenta y
Flaubert combinaba decenas de ellos con vasos de agua helada.
Nietzsche era adicto al cloral, un sedante hecho a base de cloroformo;
Freud y Robert Louis Stevenson, a la cocaína; Valle-Inclán le dio duro al
hachís, al igual que había hecho antes, en la década de 1840,
Baudelaire, que lo tomaba en el Club des Hashischins junto a Balzac, el
pintor Delacroix, Théophile Gautier y Gérard de Nerval. El opio, en
especial, ha tenido siempre grandes seguidores: «De todas las drogas, el
opio es la droga», decía Jean Cocteau. Y también: «El opio permite a
quien lo toma dar forma a lo informe». ¿Y no es eso lo que perseguimos
todos los artistas? Opio tomaron Shelley, Wordsworth, Byron, Keats,
Flaubert, Rimbaud. Y De Quincey decía, entusiasmado, que el opio
descorría los velos «entre nuestra consciencia presente y las inscripciones
secretas del espíritu».
Por cierto, el muy drogota De Quincey terminó fatal, con una grave
disociación y horribles pesadillas. Por no hablar del opiómano quizá más
famoso de la historia de la literatura, Samuel Coleridge, que vio su célebre
poema «Kubla Khan» en un sueño inducido por la droga (se levantó y
apuntó corriendo los versos, pero solo recordó una parte). Incluso una
persona como Octavio Paz, que era un enorme escritor pero que parecía
un señor muy formal y muy serio, dijo lo siguiente: «Las drogas suscitan las
facultades de la analogía, ponen los objetos en movimiento, hacen del
mundo un inmenso poema de versos rimados y ritmos».
Aún nos resta por mencionar las otras drogas, los barbitúricos de Truman
Capote, las anfetas de Philip K. Dick… Aunque, más que del artista, las
anfetaminas han sido la droga preferida del político: Kennedy, Churchill,
el primer ministro británico Anthony Eden… Y Hitler, que se inyectaba
metanfetamina ocho veces al día. Otros escritores probaron con la
mescalina, como Jean-Paul Sartre, que se pasó años viendo crustáceos
que le perseguían; o con el peyote y, sobre todo, el LSD, la droga de
Timothy Leary y sus pirados, pero que también fascinó a Aldous Huxley,
que sostenía que necesitaba colocarse «para poder acceder a la vida
inconsciente», y que hizo algo que siempre me espeluznó: estaba
agonizando de un cáncer de laringe y le pidió a su esposa, por escrito
porque ya no podía hablar, que le inyectara LSD en los momentos finales.
Y eso hizo ella. O sea que Huxley murió en medio de un viaje de ácido; se
negó a usar morfina porque decía que quería fallecer con la mayor
claridad mental posible. Aunque, hija como soy de la época lisérgica, no
sé si a eso se le puede llamar verdaderamente claridad mental.
Pero la droga reina del artista y muy en especial del literato es el alcohol.
«La bebida realza la sensibilidad. Cuando bebo mis emociones se
intensifican y las pongo en un relato. Los relatos que escribo cuando estoy
sobrio son estúpidos. Todo aparece muy racionalizado, sin ningún
sentido», dijo Scott Fitzgerald a una amiga en los comienzos de su
descenso a los infiernos.
En The Thirsty Muse: Alcohol and the American Writer (La musa sedienta:
el alcohol y el escritor americano), de Tom Dardis, el autor dice: «A lo largo
de los años, muchos de nuestros mejores artistas han aceptado la
conexión [entre arte y alcohol]. De hecho, varios han declarado que no
tenían más elección que beber, y mucho, si querían trabajar al máximo
de su arte». Esto es lo más chocante: que, aun siendo muy conscientes
de los destrozos que el trago causaba en sus vidas, muchos de ellos no se
dieran cuenta de que, a medida que avanzaban en su adicción, sus
obras iban siendo cada vez peores, hasta llegar en ocasiones a
enmudecer por completo. Entiendo lo que los llevaba al alcohol, lo
hemos dicho al principio: aumenta la emocionalidad, potencia la
desinhibición, amordaza al yo controlador. Ni Hemingway ni Fitzgerald
podían escribir sin estar borrachos, por ejemplo. Pero la bebida es una
musa maligna y traicionera, una asesina que, antes de matarte, te
embrutece, te humilla y te arrebata la palabra.
*******
P: ¿Escribir este libro ha sido terapéutico?
P: Usted como escritora, ¿ha tenido la sensación de vivir dos vidas? ¿Son
todos los autores un poco Dr Jekyll y Mr Hyde?
R: Hay algo que dicen todos los terapeutas: los que poseemos una parte
creativa y trastornos mentales tenemos miedo a ir a la consulta a que nos
curen, porque tememos perder esa imaginación si acabamos sanando.
Es un poco como ese don de los cuentos de hadas, de las hadas canallas
que van al bautizo de la princesa y le dicen que va a ser guapísima pero
va caer dormida cien años (risas). Un poco menos guapa y menos años
dormida, mejor (más risas). Me he hecho psicoanálisis en mi vida tres
veces, y la primera vez que fui yo estaba muerta de miedo, porque
pensaba que podía perder ese torbellino, ese chisporroteo de ideas y de
creatividad. Y al final no pasó nada. Al contrario, quizás no me curaron lo
suficiente (risas).
R: Total y absolutamente. Pero como lector. Hay mucha gente que está
leyendo el libro y me dice que se siente representada con lo que cuento.
Porque los lectores apasionados son así; también están dentro de ese
15%. ¿Por qué leen apasionadamente? Porque también tienen esa fisura
con la realidad y necesitan coserla con un puente de palabras. Lo que
decía Pessoa: «La existencia de la literatura es la prueba inequívoca de
que la vida no basta». Los lectores somos gente que tenemos claro que
la vida no basta, que se nos deshace entre las manos. Los apasionados
de la lectura somos miembros de «la lamentable y magnífica familia de
los nerviosos» como decía Marcel Proust.
P: Y también le sirve este libro para saldar cuentas con la otra Rosa
Montero, la impostora —protagonista también de El peligro de estar
cuerda— que le acompañó durante bastantes años…