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ROSA MONTERO: LA MUSA MALVADA Y LA FRONTERA ENTRE LO

REAL Y LO IMAGINARIO …

Ahora que hemos vuelto a trabajar en el tema de drogas, viene a bien


publicar, con nuestro comentario, a modo de introducción, este texto de
Rosita Montero, “La Musa Malvada”, que es un capítulo de “El peligro de
estar cuerda”, su novela introspectiva -la penúltima en lo que va de su
producción literaria-, publicada en el 2022. Su última novela, que salió a
la luz este año, tiene por título “La desconocida”, que vuelve por la senda
de la novela negra, de la que nos ocuparemos en otro momento.
Acompañamos este texto con una entrevista a la autora, que concedió
a Zenda, revista literaria española, en abril de 2022, que es muy
reveladora de su vida y los temas que aborda en sus obras.

“El peligro de estar cuerda”, como lo ha señalado la autora en reiteradas


oportunidades, es el “libro de su vida”, no tanto por autobiográfico, como
por lo introspectivo y liberador. Esta obra aborda el tema la locura, el
trastorno mental, y la lucha que la autora libra contra esos “chisporroteos
desbordantes” desde la infancia, de la que hasta ahora ha salido bien
librada, pero que siempre están ahí, dando vueltas, dispuestos a entrar
en el personaje y también, si baja la guardia, en el autor.

Rosa Montero no sólo es novelista, sino también periodista -de larga


trayectoria-, psicóloga y tiene una vocación definida (y bien
documentada) por la neurociencia. Además, es una lectora voraz de
obras literarias, biografías e historias de todo el mundo. Con este bagaje
intelectual y la pasión que la caracteriza, aborda el problema de las
drogas en la literatura y en el mundo actual en el capítulo del libro que
lleva por título “La musa malvada”, que compartimos en esta
publicación.

Es importante señalar, de inicio, que Montero tiene una posición clara


contra el uso de drogas y alcohol, dentro y fuera de la literatura, pero eso
no quiere decir que se ponga de perfil frente a una abundante evidencia
histórica y biográfica que va en sentido contrario. Las drogas, nos dice la
autora, en base a la casuística que presenta, “ayudan al principio, pero
después destruyen y matan. La historia del arte en general y de la
literatura en particular está llena de alcohólicos, opiómanos,
cocainómanos y yonquis de todo tipo de porquerías. Y el proceso es
siempre semejante: la musa química primero acaba con la obra y luego,
con el autor”. Montero, que se define a sí misma como una “yonqui de la
intensidad”, no niega el rol que han jugado las drogas en la producción
literaria de muchos autores y autoras; pero, lejos de justificarlas, pone en
evidencia el desenlace que han tenido en la vida de los autores.

El uso de drogas, es importante decirlo, ha complido un rol en los rituales


colectivos a lo largo de toda la historia de la humanidad, por lo menos,
en los últimos veinte mil años. Muchas comunidades nativas de nuestra
amazonia practican esos rituales colectivos y, en muchos casos, estamos
hablando de pueblos recolectores, que no conocen ni practican la
agricultura, pero si conocen y hacen uso de las propiedades
alucinógenas de las plantas. Este detalle, que a menudo ha pasado
desapercibido, es muy importante: el conocimiento y uso de las
propiedades alucinógenas de las plantas es anterior a la agricultura en la
evolución humana.

Hace poco, en el 2022, Edward Slingerland, tras largos años de


investigación, publicó su libro ‘Borrachos. como bebimos, bailamos y
tropezamos en nuestro camino hacia la civilización’, que causó gran
revuelo en la academia, entre otras cosas, porque el autor señala que el
consumo de alcohol y de otras sustancias psicoactivas obedece a
“razones evolutivas” que, en “tiempos moralistas”, como los que vivimos,
tienden a ser reprimidas a nivel individual y colectivo. Sin embargo, “hay
muy buenas razones evolutivas por la que nos emborrachamos”, nos dice
este autor.

“La intoxicación desempeña, o ha desempeñado, un papel en la vida


de casi todo el mundo, y, sin embargo, en Occidente, a lo largo de toda
la era cristiana, se ha visto sometida a una creciente censura religiosa,
moral y legal. Actualmente, apenas nos atrevemos a susurrar su nombre
por miedo a quedar al margen de la ley, a comprometernos ante los
demás o incluso a acusarnos personalmente de formar parte (aunque
sea de manera periférica) de la plaga que azota a nuestras sociedades
en forma de tabaquismo, conducción bajo los efectos del alcohol,
vandalismo, dolencias autoinfligidas o delincuencia relacionada con las
drogas”.

El “deseo de alcohol”, en opinión de Slingerland, no es un “error


evolutivo”. “Existen buenas razones por las que nos emborrachamos. No
se puede tomar ninguna decisión fundamentada, sea en el ámbito
personal o social, sin entender mejor el factor de la intoxicación al crear,
mejorar y sostener la sociabilidad humana y, de hecho, la civilización
misma”. El paso de grupos segmentarios a sociedades de mayor tamaño
tiene que ver con el desarrollo de la sociabilidad humana, que hizo que,
lejos de hostilizarse o guerrear entre los distintos grupos humanos, sus
miembros empatizaran entre sí y rompieran con las barreras del grupo. En
este proceso, el consumo de alcohol y otras sustancias psicoactivas fue
el catalizador de la sociabilidad humana.

Slingerland nos dice que “en algunos lugares de Turquía oriental, hay
restos —que podrían datar de hace doce mil años— de lo que parecen
ser recipientes para la destilación, junto con imágenes de festivales y
danzas, lo que indica que la gente ya se reunía y fermentaba cereales o
uvas, tocaba música y después se ponía ciega antes de concebir siquiera
la agricultura. De hecho, los arqueólogos han empezado a plantear que
varias formas de alcohol no fueron un mero resultado de la invención de
la agricultura, sino precisamente lo que dio pie a ella; que a los primeros
agricultores los movió su deseo de cerveza, no de pan. No es casualidad
que entre los primeros hallazgos arqueológicos en todo el mundo hubiese
una gran cantidad de sofisticados recipientes especiales para la
producción y el consumo de cerveza y vino”. Antes de la revolución
agrícola, de la que nos habló Gordon Chile, ya los humanos consumían
alcohol y otras sustancias psicoactivas, y fue en este proceso que
comenzaron a cultivar la tierra,

Slingerland, en base a la evidencia de la arqueología, la historia, la


neurociencia cognitiva, la psicofarmacología, la psicología social, la
literatura y la genética, demuestra que nuestro gusto por los intoxicantes
químicos, incluyendo el alcohol, no es un “error evolutivo”, como se suele
decir en el contexto de la sociedad occidental, sino que cumple una
función en el desarrollo de la civilización humana: mejora la creatividad,
alivia el estrés, genera confianza y permite conseguir el milagro de que
los primates, que son ferozmente tribales, cooperen con extraños. El
consumo de alcohol, más allá de sus excesos en el nivel individual -que
es lo que hay que evitar y prevenir-, tiene una función evolutiva en la
especie humana, lo que se pierde de vista cuando vemos el problema
en los individuos y no en la especie y en la civilización humana.

Desde esta perspectiva, no se trata de construir o vivir en una “sociedad


de abstemios” o impolutos, que no tiene precedente en la historia
humana y tampoco resulta viable en el futuro, sino de promover un uso
responsable del alcohol y otras sustancias psicoactivas, a nivel individual
y colectivo. El problema, en este caso, no es el alcohol y la droga -que
son el medio-, sino la individualización en curso, que es contra natura y
conlleva una serie de comportamientos patológicos vinculados al uso de
sustancias psicoactivas. Las drogas -que, además del alcohol y el tabaco,
incluye el café, los fármacos y las sustancias ilegales- solo son el medio. El
problema es el uso, que conlleva una demanda individual y colectiva, y
genera una serie de problemas vinculados a las “exigencias” del usuario
y su consumo patológico. Este consumo es problemático porque, más
allá de la oferta de drogas en el mercado, proviene de individuos
fragilizados, depresivos, que son incapaces de sostenerse como “sujetos
autónomos de acción” en una sociedad que exige eso de sí mismos.

Por supuesto que, detrás de esta demanda, hay mafias, intereses, que la
alientan, la promueven, con fines comerciales, inducidos por la
obtención de una utilidad económica. Eso se llama capitalismo, legal o
ilegal, que se desarrolla y lucra con la miseria humana, reduciendo al
‘Homo sapiens’ en ‘Homo consumens’ o, como dice Patrick McGovern -
citado por Slingerland-, en ‘Homo inbibens’. El uso de alcohol y drogas
tiene este origen patológico en el mundo actual, que poco o nada tiene
que ver con el suso de estas sustancias a lo largo de toda la historia
humana, en que el grupo ejercía un efectivos control sobre los individuos,
que incluía el consumo de sustancias psicoactivas.

En general, podemos decir que el uso de alcohol y drogas en el contexto


de las sociedades “no individualizadas” estaba vinculado a la relación
del hombre con la naturaleza, en muchos casos mediada por las
divinidades, pero que apuntaban a trascender la propia existencia
individual y colectiva, más allá de los límites del mundo. Se trataba de
una incursión en el Misterio -lo que está más allá, lo desconocido-, con
boleto de vuelta. El hombre siempre ha tendido a eso y así es como ha
evolucionado la especie. El problema surge con la modernidad y la
individualización en curso, que encierra el mundo dentro de las fronteras
de la “razón instrumental” o “teleológica” y todo lo demás, que no se
adecue a ella, tiene que ver con la locura y es patológico, proscrito. El
individuo -individualizado o, lo que viene a ser lo mismo, precarizado-,
intenta escapar a este destino y, en mucho caso, no tiene otra vía de
escape que no sean el alcohol y las demás drogas. En algunos casos,
como ocurre con los escritores, esta vía de escape pasa por la literatura
y conlleva una un esfuerzo creativo, pero a la larga, como lo recuerda
Rosa Montero, “primero acaba con la obra y, luego, con el autor”. En
algunos casos, como ocurrió con Julio Ramón Ribeyro -que, para volver
a crear decidió volver a fumar, a sabiendas de que le acortaba la vida-,
este proceso es consciente. En la mayoría de los casos, sin embargo, no
es así. Y de eso, precisamente, es lo que nos habla la Montero en la líneas
que siguen (Arturo Manrique Guzmán)

La Musa Malvada (“El peligro de estar cuerda”)

Créeme, los artistas son por lo general unos adictos. Puede que se
controlen (yo lo intento), pero el temperamento adictivo está ahí (por
ejemplo, fumé tres paquetes de tabaco al día durante veinte años). Los
artistas se drogan para mantener el fuego interior, la energía que se
devora a sí misma; y para desinhibir aún más esa corteza prefrontal ya de
por sí desinhibida, como decía Dierssen.

Para facilitar la asociación de ideas; para fomentar las emociones. Para


acallar al yo consciente, que es el mayor obstáculo que existe contra la
creatividad, un miserable enemigo íntimo que te susurra venenosas
palabras al oído: no puedes, no sabes, no vales, no lo vas a conseguir,
todos los demás son mejores que tú, eres una impostora, vas a hacer el
ridículo, ríndete de una vez a la adversidad. En realidad, crear es como
hacer el amor, o como bailar en pareja; yo, que soy de la generación
hippy, nunca aprendí a bailar agarrado y lo hago mal.

Pero a veces estoy intentándolo con alguien y sucede un prodigio: de


pronto me doy cuenta de que llevo un buen rato sin pisarlo, moviéndome
al unísono de mi compañero con la ondulada ingravidez de las algas
mecidas por las olas. Eso sí, justo en el momento en que me hago
consciente de ello, pierdo el ritmo, tropiezo, se acaba la danza milagrosa.
Para bailar bien, para hacer bien el amor y para escribir bien hay que
anestesiar al yo controlador. Y las drogas ayudan.

Sí, ayudan al principio, pero después destruyen y matan. La historia del


arte en general y de la literatura en particular está llena de alcohólicos,
opiómanos, cocainómanos y yonquis de todo tipo de porquerías. Y el
proceso es siempre semejante: la musa química primero acaba con la
obra y luego, con el autor. «Entonces estuve borracho durante muchos
años y después me morí», dejó escrito en un cuaderno Scott Fitzgerald.

Curiosamente, una droga que tuvo su momento entre los creadores fue
el café: Voltaire se tomaba cincuenta cafés al día, Balzac cuarenta y
Flaubert combinaba decenas de ellos con vasos de agua helada.
Nietzsche era adicto al cloral, un sedante hecho a base de cloroformo;
Freud y Robert Louis Stevenson, a la cocaína; Valle-Inclán le dio duro al
hachís, al igual que había hecho antes, en la década de 1840,
Baudelaire, que lo tomaba en el Club des Hashischins junto a Balzac, el
pintor Delacroix, Théophile Gautier y Gérard de Nerval. El opio, en
especial, ha tenido siempre grandes seguidores: «De todas las drogas, el
opio es la droga», decía Jean Cocteau. Y también: «El opio permite a
quien lo toma dar forma a lo informe». ¿Y no es eso lo que perseguimos
todos los artistas? Opio tomaron Shelley, Wordsworth, Byron, Keats,
Flaubert, Rimbaud. Y De Quincey decía, entusiasmado, que el opio
descorría los velos «entre nuestra consciencia presente y las inscripciones
secretas del espíritu».

Por cierto, el muy drogota De Quincey terminó fatal, con una grave
disociación y horribles pesadillas. Por no hablar del opiómano quizá más
famoso de la historia de la literatura, Samuel Coleridge, que vio su célebre
poema «Kubla Khan» en un sueño inducido por la droga (se levantó y
apuntó corriendo los versos, pero solo recordó una parte). Incluso una
persona como Octavio Paz, que era un enorme escritor pero que parecía
un señor muy formal y muy serio, dijo lo siguiente: «Las drogas suscitan las
facultades de la analogía, ponen los objetos en movimiento, hacen del
mundo un inmenso poema de versos rimados y ritmos».

En cuanto a la cocaína, empezó a extraerse de las plantas de coca en


1860 y enseguida fue considerada una sustancia extraordinaria: el
mercado se inundó de pastillas, jarabes y elixires de coca. A Julio Verne
le parecía «un tónico maravilloso». El joven y emprendedor Mark Twain
pensó en montar un negocio que consistía en ir al Amazonas a recolectar
coca «y comerciar con ella en todo el mundo». Durante meses estuvo
dándole vueltas al proyecto e incluso se puso en camino en dirección a
Perú con un billete de cincuenta dólares que encontró en la calle, pero
solo llegó hasta Nueva Orleans. Esta genial historia la cuenta Sadie Plant
en su fascinante libro Escrito con drogas. También dice que, según
algunos autores, las visiones de santa Teresa de Jesús y otros místicos
podrían estar facilitadas por sustancias psicoactivas, como el cornezuelo
del centeno. El cornezuelo es un hongo que ataca a los cereales; comer
la harina infectada provoca una enfermedad llamada fuego de san
Antonio que fue bastante común en la Edad Media y que produce
síntomas terribles: convulsiones, demencia e infecciones gangrenosas
mortales. Pero, si se toma en poca cantidad, lo que provoca son
alucinaciones. El cornezuelo tiene un alcaloide, la ergolina, a partir del
cual se sintetizó el LSD en 1938. Y antes ya se había extraído de ahí la
ergotamina, un medicamento para la jaqueca que he tomado en
grandes dosis durante toda mi vida (esto no tiene nada que ver con la
historia: tan solo es que me he quedado patidifusa). Yo ya había leído en
otros autores la probable influencia del cornezuelo del centeno en
pintores como el Bosco (ese delirio abigarrado), pero desconocía lo de
los místicos. Y hay algo aún más impactante que cuenta Sadie Plant: al
parecer hay un autor, John Man, que menciona la coincidencia de
algunos acontecimientos históricos con momentos climáticos favorables
a la proliferación del cornezuelo, que quizá provocara una suerte de
alucinación colectiva. Y señala la persecución de brujas en
Massachussets en la década de 1690 (las famosas brujas de Salem) y el
periodo del Terror de la Revolución francesa.

Aún nos resta por mencionar las otras drogas, los barbitúricos de Truman
Capote, las anfetas de Philip K. Dick… Aunque, más que del artista, las
anfetaminas han sido la droga preferida del político: Kennedy, Churchill,
el primer ministro británico Anthony Eden… Y Hitler, que se inyectaba
metanfetamina ocho veces al día. Otros escritores probaron con la
mescalina, como Jean-Paul Sartre, que se pasó años viendo crustáceos
que le perseguían; o con el peyote y, sobre todo, el LSD, la droga de
Timothy Leary y sus pirados, pero que también fascinó a Aldous Huxley,
que sostenía que necesitaba colocarse «para poder acceder a la vida
inconsciente», y que hizo algo que siempre me espeluznó: estaba
agonizando de un cáncer de laringe y le pidió a su esposa, por escrito
porque ya no podía hablar, que le inyectara LSD en los momentos finales.
Y eso hizo ella. O sea que Huxley murió en medio de un viaje de ácido; se
negó a usar morfina porque decía que quería fallecer con la mayor
claridad mental posible. Aunque, hija como soy de la época lisérgica, no
sé si a eso se le puede llamar verdaderamente claridad mental.

Pero la droga reina del artista y muy en especial del literato es el alcohol.
«La bebida realza la sensibilidad. Cuando bebo mis emociones se
intensifican y las pongo en un relato. Los relatos que escribo cuando estoy
sobrio son estúpidos. Todo aparece muy racionalizado, sin ningún
sentido», dijo Scott Fitzgerald a una amiga en los comienzos de su
descenso a los infiernos.

El alcohol es la plaga mayor de los escritores, en especial durante el siglo


XX. De los nueve premios nobel de literatura norteamericanos nacidos en
Estados Unidos, cinco fueron desesperados alcohólicos: Sinclair Lewis,
Eugene O’Neill, William Faulkner, Ernest Hemingway y John Steinbeck. A
los que hay que añadir decenas de autores más, entre ellos Jack London,
Dashiell Hammett, Dorothy Parker, Djuna Barnes, Tennessee Williams,
Carson McCullers, John Cheever, Raymond Carver, Robert Lowell, Edgar
Allan Poe, Charles Bukowski, Jack Kerouac, Patricia Highsmith, Stephen
King, Malcolm Lowry... Los estadounidenses se han dado una maña
increíble para matarse a tragos, pero no son los únicos, desde luego; ahí
están también Dylan Thomas, Jean Rhys, Marguerite Duras, Oscar Wilde,
Ian Fleming, Françoise Sagan... Y no estamos hablando de tomarse algún
día unas copas de más, sino de verdaderas hecatombes personales,
delirium tremens, destrucciones masivas de la vida. El noruego Knut
Hamsun, que ganó el Nobel en 1920, acudió a la ceremonia de entrega
tan atrozmente bebido que golpeó con los nudillos el corsé de la autora
sueca Selma Lagerlöf (también premio nobel) y, tras soltar un eructo,
gritó: «¡Lo sabía, sabía que sonaba igual que una campana!». El
maravilloso poeta británico Dylan Thomas, que murió con treinta y nueve
años a causa de la bebida, le dijo a su mujer muy cerca del final «me he
tomado dieciocho güísquis seguidos. Creo que es un buen record». A los
treinta y siete años Faulkner desayunaba dos aspirinas y medio vaso de
ginebra para detener el temblor de manos y poder ducharse y afeitarse.
Cogía borracheras que le duraban una semana, a lo largo de las cuales
vagaba desnudo por los pasillos de los hoteles o desaparecía. En una de
esas ausencias alcohólicas se desmayó en calzoncillos sobre una tubería
de agua caliente y se quedó ahí hasta que el conserje derribó la puerta.
Para entonces tenía en la espalda una quemadura de tercer grado. El
alcoholismo de Faulkner hizo que le hospitalizaran varias veces y le
sometieran a repetidos electrochoques. A Hemingway, que llegó a
tomarse dieciséis daiquiris de un tirón, también le aplicaron alrededor de
una docena de choques eléctricos.

Algunos autores consiguen dejarlo antes de matarse, como el nobel


O’Neill, que se retiró del trago a los treinta y ocho años, o como Stephen
King, tras haberse metido de todo en la década de los ochenta: «Me
tomaba veinticuatro o veinticinco latas de cerveza al día y además todo
lo que pueda imaginarse: cocaína, Valium, Xanax, lejía, jarabe para la
tos…». Y Bukowski repite una y otra vez con horror en su libro
autobiográfico La enfermedad de escribir que, tras pasarse siete u ocho
años «solo bebiendo», fue internado en el ala para pobres del hospital
general, con el estómago perforado y vomitando sangre. Estuvo a punto
de morir, pero lo que más le espantaba era lo de haber acabado en el
ala para pobres; evidentemente lo consideraba la mayor degradación
de su vida. Después de aquello solo bebió cervezas, un recurso típico del
alcohólico, con las cuales también se cogía sus cogorzas, pero menos
graves. En su libro de relatos autobiográficos Manual para mujeres de
limpieza, la norteamericana Lucia Berlín retrata de una manera
maravillosa y estremecedora, como jamás he visto en otro lado, lo que es
ser una alcohólica.

Curiosamente en el mundo anglosajón siempre se han reconocido de


manera más abierta esos problemas con la bebida. Quizá porque
durante mucho tiempo incluso fueron mitificados, como si las borracheras
te hicieran mejor escritor. Algo de eso hubo también en España en la
generación de mis mayores, de los escritores que tenían cuarenta y cinco
o cincuenta años cuando yo tenía veinte: los he visto beber con bárbaro
entusiasmo y alardear de la hermandad del alcohol y el talento creativo.
Pero en nuestra cultura esas cosas se esconden bajo la alfombra, como
si no debieran nombrarse. Hay un ensayo titulado Alcohol y Literatura,
publicado en 2017, en el que el autor, Javier Bareiro, se atreve a dar
nombres españoles y latinoamericanos. Unos casos que, por otra parte,
todos los que nos dedicamos a esto conocemos: Juan Benet, Caballero
Bonald, Dámaso Alonso, Alfonso Grosso, Fernando Quiñones, Gil de
Biedma, Carlos Barral o la gran Ana María Matute, que pasó unos años
malos y luego se rehízo. Y entre los del otro lado del océano, Juan Carlos
Onetti, Alfredo Bryce Echenique, Juan Rulfo, José Donoso, Pablo Neruda
o Guillermo Cabrera Infante. Recuerdo una entrevista que le hice al
poeta español Leopoldo María Panero mientras estaba internado en un
psiquiátrico, creo que en Ciempozuelos. Le dejaron salir del hospital y nos
pasamos un par de horas charlando en un bar del pueblo mientras él
bebía sin parar, con avidez chocante, un montón de cervezas sin alcohol
una tras otra, sorbiendo agónicamente ese 0.5% alcohólico que tenían
todas las cervezas sin por entonces.

En The Thirsty Muse: Alcohol and the American Writer (La musa sedienta:
el alcohol y el escritor americano), de Tom Dardis, el autor dice: «A lo largo
de los años, muchos de nuestros mejores artistas han aceptado la
conexión [entre arte y alcohol]. De hecho, varios han declarado que no
tenían más elección que beber, y mucho, si querían trabajar al máximo
de su arte». Esto es lo más chocante: que, aun siendo muy conscientes
de los destrozos que el trago causaba en sus vidas, muchos de ellos no se
dieran cuenta de que, a medida que avanzaban en su adicción, sus
obras iban siendo cada vez peores, hasta llegar en ocasiones a
enmudecer por completo. Entiendo lo que los llevaba al alcohol, lo
hemos dicho al principio: aumenta la emocionalidad, potencia la
desinhibición, amordaza al yo controlador. Ni Hemingway ni Fitzgerald
podían escribir sin estar borrachos, por ejemplo. Pero la bebida es una
musa maligna y traicionera, una asesina que, antes de matarte, te
embrutece, te humilla y te arrebata la palabra.

Como decía con escaldada veteranía Charles Bukowski, «beber ayuda a


crear, aunque no lo recomiendo».

Entrevista: «La frontera entre lo real y lo imaginario es temblorosa»

Juan Rulfo dejó de escribir durante treinta años después de


publicar Pedro Páramo. Cuando le preguntaron el motivo contestó que
había muerto su tío Celerino, que era quien le contaba las historias que
luego él trasladaba al papel. El «tío Celerino» de Rosa Montero está más
vivo que nunca. En su cabeza las ideas no dejan de chisporrotear. La
escritora sigue «a la caza de pequeñas burbujas de vida extraordinaria»,
como destaca en su última obra, El peligro de estar cuerda (Seix Barral,
2022), un ensayo sobre la locura y la creación literaria, unas memorias
luminosas, aderezadas con unas buenas dosis de ficción que hilvanan a
la perfección esta alquimia narrativa. El lector va a comprar un libro y por
el mismo precio obtendrá un valioso tratado para entender la vida y la
muerte. Por encima de todo, la nueva obra de Rosa Montero es un
hermoso alegato a favor de la «anormalidad».

Conversamos con Rosa Montero en el I Congreso Internacional de


Escritores, celebrado en Puerto Rico —en el que la autora presentó su libro
y participó en varias charlas— sobre la locura, la creación literaria, la
Parca y la misteriosa impostora que durante muchos años se hizo pasar
por ella.

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P: ¿Escribir este libro ha sido terapéutico?

R: Más que terapéutico. Es el libro de mi vida. Por varias razones. Porque


trata los dos temas a los que he estado dando vueltas y reflexionando
durante toda mi vida, también en mis libros, desde que era una niña. El
primero de ellos es el trastorno mental: desde pequeña sabía que había
algo que no funcionaba bien dentro de mi cabeza, y con dieciséis años
llegaron las crisis de pánico. Por eso yo hice psicología, porque quería
saber qué me pasaba. Yo creo que este es el motivo por el cual el 98%
de los psicólogos hacen la carrera, lo cual no es malo porque da empatía
con los pacientes (sonríe). El otro tema tiene que ver con la infancia de
los novelistas, que comenzamos a escribir desde niños. Desde que tengo
memoria recuerdo mi cabeza llena de chisporroteos desbordantes. Y yo
necesitaba saber por qué tengo estas imaginaciones todo el rato, y por
qué dedico las mejores horas de mi vida a inventar mentiras encerrada
en mi casa, algo que es bastante estrafalario. Estos son dos pensamientos
que me han atormentado y me han embelesado durante toda mi vida,
y que ya los he tratado en otras obras como La loca de la casa, hace
veinte años, y también en La ridícula idea de no volver a verte y en varios
artículos. Han sido temas muy míos. De repente, hace cuatro años supe
que iba a hacer un libro centrado en eso. Siempre he leído mucho sobre
ello y empecé a tomar notas de forma sistemática. Tengo la sensación
de que he conseguido responderme por fin de manera suficiente a estas
cuestiones. Este es el logro de una vida. Ahora comprendo cómo
funciona mi cabeza, y también la de un 15% de la población que
tenemos una parecida. Y de qué manera conecta eso con la creación,
algo que ocurre también en gente que no es profesional del arte, pero
que tenemos en común unas cabezas no podadas, multiconectadas y
más creativas. Es algo que no tiene que ver con la calidad de la obra: el
mal artista y el buen artista tienen la misma cabeza. Por esas razones
responderme a todo eso ha sido extraordinario. Por todo esto, más que
un libro terapéutico ha sido una epifanía. Cuando me senté a escribirlo
tenía cuatro cuadernos con notas por todas partes. Como soy muy
arquitectónica, cuando comienzo una novela hago siempre unos
organigramas, unos mapas en unas cartulinas. En este caso hice tres con
los temas que quería tratar, y me salían más de setenta, de su padre y de
su madre. Yo miraba los cuatro cuadernos y los más de setenta temas y
me preguntaba cómo iba a moverme en ese bosque impenetrable de
datos. De repente me zambullí, me dejé llevar por el inconsciente, por el
ritmo interno del libro, por la música de la obra —creo que es mi libro con
más ritmo— que me llevó por el sendero como el flautista de Hamelín, y
llegué al claro. Por eso he sido también un poco Sherlock Holmes: hay
investigación detectivesca en esta novela, había un suspense hasta que
todas las piezas fueron encajando. Y de repente llegué a las respuestas
que he buscado durante toda mi vida. Y no solo eso: si te planteas el límite
de la realidad, de lo fantástico y de la verdad, te estás planteando
también el sentido de la vida. Y de esa forma te estás planteando cómo
soportar el miedo a la muerte, una agonía que está detrás de muchos de
los trastornos mentales, como las crisis de pánico concretamente. Así que
al final en este libro también abordo el sentido de la vida y el intento de
aceptar la muerte, que son dos cuestiones que han vertebrado toda mi
literatura, porque soy una escritora especialmente existencialista.
También en ese terreno creo que he dado una vuelta de tuerca, porque
he hecho algo un poco más consolador. Tengo una sensación de
serenidad.

P: Usted como escritora, ¿ha tenido la sensación de vivir dos vidas? ¿Son
todos los autores un poco Dr Jekyll y Mr Hyde?

R: La novela es la autorización de la esquizofrenia. No tienes dos vidas,


tienes muchísimas. Escribir una novela es un viaje al otro, a los otros que
pudiste ser. Y tienes que meterte en la cabeza de todos tus personajes, o
de lo contrario no tendrán vida. Debes hacerlo con los buenos y también
con los malos y los aterradores. Por eso a mí no me gusta escribir novelas
autobiográficas, aunque por supuesto los libros nacen del mismo lugar del
inconsciente, son historias que se sueñan con los ojos abiertos y que sé
que me representan de una manera muy profunda. Pero de la misma
manera que no sé qué representan los sueños que tengo por la noche
tampoco sé la mayoría de las veces qué es lo que quieren decir mis
novelas. Tiene que venir gente de fuera para decirte que en tus novelas
salen siempre enanos. Y eso es algo de lo que yo no me había dado
cuenta. En ese momento intentas explicarte qué puede significar el
enano para ti. Como comentaba, no me gusta hacer novelas
autobiográficas, aunque las hay gloriosas, que parten de ahí, como El
corazón de las tinieblas, de Conrad, que es un novelón increíble. A mí lo
que me gusta es poder vivir otras vidas. Por esto he tenido un
descubrimiento cuando me he dado cuenta que todos mis personajes
son muy estrafalarios. Esas máscaras del «yo» son muy raras. Muy ajenas a
mí, en apariencia. Lo que me parece maravilloso es que luego los lectores
se sienten identificados con esos personajes. La explicación será que
quizás bajo a ese terreno tan profundo de nosotros mismos en el cual
todos somos iguales.
P: En su obra nos detalla las manías de varios escritores: Kafka hacía
gimnasia desnudo con la ventana abierta con un frío «pelón»; Proust se
metió un día en la cama y no volvió a salir; Agatha Christie escribía en la
bañera; Freud tenía miedo a los trenes… ¿Cuál es la suya?

R: En realidad no soy muy maniática. No tengo manías en mi trabajo. Lo


que sí soy es bastante fóbica a las llamadas de voz, no me gusta hablar
por teléfono. A la hora de escribir utilizo siempre pluma estilográfica, no lo
hago con bolígrafo. Y me gusta hacerlo en cuadernos, pero que no estén
rayados, tienen que ser lisos. Y soy un poco claustrofóbica. (Piensa) Me
da miedo el mar… Me encanta verlo (ríe), pero verlo desde la tierra.

P: También hace un repaso a las adicciones de los creadores: Voltaire se


tomaba cincuenta tazas de café al día; Nietzsche estaba enganchado a
un sedante hecho a base de cloroformo, y Robert Louis Stevenson a la
cocaína; Truman Capote no podía vivir sin los barbitúricos, Philip K. Dick
sin sus anfetas… ¿Por qué hay tantos grandes autores con problemas con
el alcohol y las drogas?

R: En ese capítulo de la obra («La tormenta perfecta») digo que para


llegar a la obra se tienen que dar un cúmulo de circunstancias, y en entre
otras muchas cosas los escritores tenemos conductas adictivas. Y eso es
algo que no lo digo solo yo. Para escribir este libro me he leído un montón
de obras de psiquiatras, psicoanalistas y neurocientíficos, y también libros
de escritores y biografías. Y además me he analizado a mí misma. He
hecho del escarabajo que el entomólogo estudia. Me he hecho la
autopsia, la vivisección mejor dicho. Y una de las cosas que digo en el
libro es que tenemos un comportamiento adictivo porque somos yonquis
de la intensidad. Los escritores estamos buscando todo el rato un
«pelotazo» que nos permita sobrellevar ese espejismo de la realidad. A
ese 15% de la población nos cuesta más aceptar ese lado borroso de la
realidad. Sé que puedes salir de ella en cualquier momento, y para no
caer en la oscuridad necesitamos esa intensidad.

P: ¿Cómo pasó esos ataques de pánico?

R: Pues a pelo. En mi época y en mi clase social no te llevaban a un


psiquiatra. Pasé las tres etapas que tuve sin un solo ansiolítico. Lo cual es
absurdo. Que viva la química (ríe). Lo bueno es que eso demuestra que
las crisis pasan, te tomes píldoras o no lo hagas. No tienes más que
aguantar y perder el miedo al miedo; aprender a convivir con ellas. Yo
dejé de tenerlas a los 30 años. Me he preguntado por qué, y creo que la
respuesta es por haber comenzado a escribir novelas de forma
continuada. Yo creo que eso te cose a la realidad. Es algo que le ha
pasado a otros autores. No vale solo con escribir, también hay que
publicar. Y no vale cualquier escritura. Yo he publicado como periodista
desde los diecinueve años, y eso no sirve. He escrito ficción desde los
cinco años, pero no publicaba; eso tampoco sirve. Escribir y publicar es
más que terapéutico; es un esqueleto exógeno que te mantiene en pie,
que consigue soldar esa fisura que hay en la realidad.

P: La pandemia ha visibilizado la salud mental.

R: Porque ha empeorado la salud mental. La presión ha sido tal que ha


saltado la tapa del tabú. Yo creo que esto es un avance enorme. A un
coste grande, por el deterioro de nuestra salud, pero ha sido un avance
extraordinario.

P: ¿Detrás de la locura hay una forma de conocimiento, como afirma Kate


Millet, a la que cita en su libro?

R: Hay algo que dicen todos los terapeutas: los que poseemos una parte
creativa y trastornos mentales tenemos miedo a ir a la consulta a que nos
curen, porque tememos perder esa imaginación si acabamos sanando.
Es un poco como ese don de los cuentos de hadas, de las hadas canallas
que van al bautizo de la princesa y le dicen que va a ser guapísima pero
va caer dormida cien años (risas). Un poco menos guapa y menos años
dormida, mejor (más risas). Me he hecho psicoanálisis en mi vida tres
veces, y la primera vez que fui yo estaba muerta de miedo, porque
pensaba que podía perder ese torbellino, ese chisporroteo de ideas y de
creatividad. Y al final no pasó nada. Al contrario, quizás no me curaron lo
suficiente (risas).

P: Muchos escritores han soportado problemas mentales, como la locura.


Que «ha merodeado en sus obras», como usted menciona. Esa
enfermedad también acabó con una de las escritoras que más
protagonismo tiene en su libro, Sylvia Plath. En El peligro de estar
cuerda escribe sobre ella y también sobre su relación con su marido, el
poeta Ted Hughes. ¿Le entraron dudas a la hora de plantear el relato de
ambos?
R: Salió natural. Hay biografías en el libro que ocupan más espacio, como
las de Sylvia Plath, Emily Dickinson y Kate Millet. Luego me di cuenta de
que esas biografías, todas de mujeres, salieron con más páginas sin
habérmelo propuesto. Seguí la música del libro. Releí Ariel y también leí
sus diarios completos y La campana de cristal. Hice lo mismo con Ted
Hughes, que me irritó mucho (risas). Entonces me fui liando y el relato se
fue haciendo solo… He bailado con el libro. La música me gusta tanto
como la lectura; sin ella me pegaría un tiro. Tengo abono del auditorio,
de la ópera del Teatro Real. Dependo de la música para vivir, para
disfrutar de la belleza del mundo. Tenía la sensación de estar escuchando
una sinfonía de esas que me encantan, que van subiendo y subiendo, y
de repente es como si tus vísceras también lo hicieran, que se te ponen
todos los pelos de punta. Pues esa sensación de levantar los pies del suelo
es la que tuve escribiendo este libro.

P: Alejandra Pizarnik, Jack London, Cesare Pavese, Anne Sexton… Según


cuenta Eva Meijer en Los límites de mi lenguaje —uno de los libros citados
en El peligro de estar cuerda—, hay un estudio sueco que afirma que el
50% de los escritores tienen predisposición al suicidio.

R: Hice un estudio del suicidio y de la creatividad. Comentaba lo de los


«yonquis de la intensidad». Si no consigues mantener esa intensidad, si se
apaga, viene la oscuridad. Si no eres capaz de aguantar el tirón de la
oscuridad te puede conducir a la muerte. Los artistas en general —algo
dicho por todos los expertos, y de lo que existen datos estadísticos—
tenemos una mayor tendencia al suicidio. Está ese estudio sueco sobre
los escritores, pero hay otros muchos, como los de Andreasen, sobre los
artistas en general, que también aseguran que entre todos ellos los
escritores nos llevamos la palma: somos los más tendentes al suicidio. No
me lo había planteado al principio, pero tuve que llegar ahí, porque si
estás hablando de creación y locura tienes que hacerlo del suicidio. El
capítulo lo llamé «Tormenta perfecta II». Tengo también la sensación de
haber descubierto algo con respecto a los suicidios: que la mayoría de
ellos lo son por desesperación, por apagón neurológico, que se dan un
cúmulo de circunstancias, pero en realidad esos suicidas no quieren
hacerlo, pierden momentáneamente la capacidad de gestionar la vida.
Es lo mismo que les pasa a los enfermos de Alzheimer, que un día no saben
cómo atarse los zapatos —uno de los síntomas de esta enfermedad—; lo
han hecho durante toda su vida sin pensarlo, pero un día, de repente, no
saben cómo hacerlo. A los suicidas les ocurre algo parecido: en un
momento dado no saben cómo gestionar la vida. Por eso digo en el libro
que es importante que aguanten un poco más, un día más, hasta que
una de esas circunstancias que les ha llevado a esa situación cambie. En
realidad es gente que ama la vida. Sí que existe otro suicidio muy
minoritario —que a mí me parece muy respetable, que es un derecho—,
el racional.

P: El caso de Alain Delon.

R: Antes que una vida terrorífica eso me parece un derecho maravilloso.


Ese tipo de suicidio es una celebración de la vida; es hijo del amor a la
vida y no del amor a la muerte. Tienes una enfermedad crónica, estás
muy viejo y piensas que tu futuro no te interesa vivirlo. Pero estos casos
son poquísimos. La mayoría son suicidios desesperados porque se te nubla
la capacidad de razonar.

P: Conrad, Kipling, Nabokov… ¿Hay un patrón común entre los grandes


novelistas durante su infancia que les lleva a escribir unas obras que
conectan de forma especial con el paso del tiempo y la muerte?

R: Es otra de mis teorías, y no solo mía, que para la creación se necesita


haber tenido un trauma infantil. Haber perdido, antes de la pubertad, de
manera violenta la infancia. Esas violencias pueden ser externas,
mensurables, anotadas en las biografías oficiales —guerras, muerte de los
padres, ruina económica de tu familia, como le ocurrió a Simone de
Beauvoir…—, pero también hay otras internas. En ambos casos la
sensación es la misma: que has perdido demasiado pronto la infancia. Y
esto lleva a una disociación. En el niño que tiene un trauma se produce,
como defensa, una disociación entre el niño que sufre y otro, que como
dice Sándor Ferenczi —uno de los padres del psicoanálisis—, es el niño
que todo lo sabe, no siente nada y cuida del primero. Ese niño que todo
lo sabe y no siente nada es el que escribe. Eso es algo que yo noto en mí:
has tenido esa infancia traumática que te ha hecho ser más maduro de
niño de lo que debías ser; has sido catapultado a la adultez. Cuando
crecemos se da una paradoja: de niños somos más adultos y de adultos
somos más niños.

P: ¿La literatura ayuda a comprender e interpretar la vida?

R: Total y absolutamente. Pero como lector. Hay mucha gente que está
leyendo el libro y me dice que se siente representada con lo que cuento.
Porque los lectores apasionados son así; también están dentro de ese
15%. ¿Por qué leen apasionadamente? Porque también tienen esa fisura
con la realidad y necesitan coserla con un puente de palabras. Lo que
decía Pessoa: «La existencia de la literatura es la prueba inequívoca de
que la vida no basta». Los lectores somos gente que tenemos claro que
la vida no basta, que se nos deshace entre las manos. Los apasionados
de la lectura somos miembros de «la lamentable y magnífica familia de
los nerviosos» como decía Marcel Proust.

P: Agustín Fernández Mallo comentaba en una entrevista en Zenda que


un escritor lo era las 24 horas del día. Que él pasa muchas horas
escribiendo con la cabeza. ¿Usted también trabaja la novela con la
cabeza antes de sentarse a teclear en el ordenador?

R: Sí, claro. Todo el rato. Se escribe sobre todo en la cabeza. Cuando


dicen eso del miedo de la página en blanco, pero qué tontería (risas).
Cuando llegas a la página o la pantalla has escrito muchísimo dentro. Lo
que ocurre cuando te bloqueas —que a mí me ha pasado: después de
publicar Te trataré como una reina estuve tres años sin poder escribir
ficción— es que dejan de pasar las imaginaciones por la cabeza, las que
te vinculaban con el mundo, sentirlo por la disociación de la que hablaba
antes. Si no creamos ese mundo imaginario no podemos hacer nuestras
las sensaciones. Lo dice también Pessoa de una manera maravillosa en
unos versos: «El poeta es un fingidor. / Finge tan completamente / que
hasta finge que es dolor / el dolor que en verdad siente». El escritor solo
puede fingir ese dolor si lo transmite a través de la ficción. Yo estoy todo
el rato imaginando cosas, y de esa forma hago míos mis sentimientos.

P: ¿Cuáles son los demonios y los fantasmas de Rosa Montero como


novelista?

R: Para mí lo son el paso del tiempo y la muerte. Y lo son de una forma


excesiva, tan extrema que muchos periodistas me interrogan por qué
hablo siempre de la muerte. Cuando me hacen esa pregunta me entra
la risa: ¿se puede escribir de otra cosa? (reímos) Tengo hasta a la Bruna
Husky, esa especie de alter ego, protagonista de mis libros de ciencia
ficción, que se pasa todas las novelas —llevo tres— haciendo una cuenta
atrás de los días que le quedan hasta su muerte. No se puede estar más
obsesionada verdaderamente. Pero gracias a eso le he ido perdiendo —
un poco— el miedo a la muerte.
P: ¿Los mejores textos de un escritor son los que elabora en un arrebato?
¿La genialidad necesita la fiebre?

R: No. Yo creo que los mejores textos de un escritor son en general de


madurez. Depende también de qué escritura estemos hablando. En el
caso de la poesía es diferente: puede ser extraordinaria en la juventud.
En la ficción, salvo excepciones, son textos de madurez y que has tenido
que trabajar mucho. Como decía Picasso, «que la inspiración te pille
trabajando». No hay un arrebato. La musa no te habla si no has trabajado
como una bellaca antes. Hay momentos en los que la inspiración cuaja
y te levanta, pero antes existe un trabajo descomunal.

P: ‘El peligro de estar cuerda’ tiene un gran final, un apéndice en el que


se recoge su entrevista a Doris Lessing de 1996 para El País. Toda esa
conversación le lleva a interrogarla por cómo es la vejez de una escritora.
¿Qué sintió al releer esa charla para incluirla en su obra?

R: Encontré esa entrevista por pura casualidad. La había olvidado. Hablo


en el libro de la teoría del embudo: cuando estás escribiendo un texto
parece que todo tiene relación con él. De repente, en Twitter alguien
compartió esa entrevista. Me di cuenta de que venía al hilo con lo que
estaba escribiendo. Y me vino el recuerdo de la casa de Doris Lessing,
tomada por el Diógenes, y me sentí muy cerca de ese momento. No
busqué esa entrevista; vino a mí.

P: Y también le sirve este libro para saldar cuentas con la otra Rosa
Montero, la impostora —protagonista también de El peligro de estar
cuerda— que le acompañó durante bastantes años…

R: Sí. Una impostora. Es una historia peculiar e inquietante que atraviesa


todo el libro y toda mi vida. En ella hay cosas que son verdad y otras que
quizás sean ficción; dejo al lector que deduzca cuáles son reales y cuáles
no. Lo que sí que puedo decir es que en esas partes de ficción son en las
que digo lo más verdadero del libro. Porque lo que hace es reflejar de
una forma muy profunda una zona de mi percepción de la realidad: que
la frontera entre lo real y lo imaginario es tan temblorosa, tan
resbaladiza… Yo ahora mismo sabría decirte, aunque no lo voy a hacer
(risas), cuáles son las partes reales y cuáles las inventadas. Pero si vivo diez
años más, no podría afirmar qué es lo verdadero y lo falso de esa historia.
P: Última pregunta: sus novelas surgen de un grupo imaginario, que usted
llama «huevecillos». ¿Cuál ha sido el último que ha encontrado y qué
novela va a escribir con él?

R: Tengo tres libros en la parrilla de la salida. Uno de ellos es la cuarta


«Bruna». Tengo otro que es un «huevecillo» que surgió paralelo a algo que
me sucedió hace años y que es una historia muy tremenda, una novela
muy inquietante. Y luego tengo otro ensayo loco como este último, sobre
un tema que no voy a decir pero que me apasiona muchísimo. Y hasta
ahí puedo leer (risas).

Entrevista: Miguel Ángel Santamartina

Fuente: zendalibros.com (07 / 04 / 2022).

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