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Rubén Herce

Pamplona, 2018
Índice

Presentación.................................................................. 5
Inmediatamente (Madre de los apóstoles)....................... 7
Hijo del hombre (Madre de Dios)................................... 15
¡Vigilad! ¡Velad! (Modelo y maestra).............................. 23
En primera persona (Corazón de madre)...................... 33
¿Cuál es la paga? (Madre de la evangelización)............ 41
La tarta (Medianera del Amor de Dios)........................... 49
Si rezas, pasan cosas (Refugio de los pecadores)......... 57
Madre Inmaculada......................................................... 65
Notas................................................................................ 73
Presentación

Una de las cosas más interesantes del futuro es que no


se puede prever. De ahí la importancia de dejarse sor-
prender y de estar dispuesto a surfear las olas que se
te presenten. El día que empecé a escribir estas líneas
jamás pensé que acabarían publicadas en un libro. Fue
el discurrir de los días y de los acontecimientos lo que
me animó.
Cada día procuraba preparar el texto como una ho-
milía que iba a predicar durante la Novena a la In-
maculada de 2017 en el campus de la Universidad de
Navarra. En su momento las homilías fueron grabadas
y colgadas en la web; y conforme pasaban los días al-
gunas personas me iban pidiendo también los textos.
Así que me animé y aproveché un fin de semana para
retocar lo escrito y lanzarme a la aventura. Este es el
resultado. De cómo salga dependerá un futuro… que
no está escrito.
SI REZAS, PASAN COSAS 7

Inmediatamente
Madre de los apóstoles

Mateo (4,18-22)
En aquel tiempo, pasando Jesús junto al lago de Gali-
lea, vio a dos hermanos, a Simón, al que llaman Pedro, y
a Andrés, su hermano, que estaban echando el copo en el
lago, pues eran pescadores. Les dijo: «Venid y seguidme,
y os haré pescadores de hombres».
Inmediatamente dejaron las redes y lo siguieron. Y, pa-
sando adelante, vio a otros dos hermanos, a Santiago,
hijo de Zebedeo, y a Juan, que estaban en la barca re-
pasando las redes con Zebedeo, su padre. Jesús los llamó
también. Inmediatamente dejaron la barca y a su padre
y lo siguieron.
8 RUBÉN HERCE

Hace unos días recibí una llamada telefónica:


—¿Te gustaría predicar la Novena?
—Pues, déjame pensarlo. Casi seguro que te voy a de-
cir que sí, pero dame tiempo. Esto lo necesito digerir.
Cuando colgué, me di cuenta de lo difícil que es reac-
cionar inmediatamente a algo, sobre todo si no te lo es-
peras. No te sale. Aun así, hace algunos años conseguía
de mis amigos este tipo de reacción. Les decía:
—Venid, os invito a tomar una cerveza—. E inmedia-
tamente dejaban los libros y me seguían.
Acabamos de leer cómo Jesús ve a Simón y a Andrés,
que estaban pescando, y les dice: “Venid y seguidme,
y os haré pescadores de hombres” (Mt 4, 19). No les
invita a una cerveza. Es otro tipo de mensaje. Ellos in-
mediatamente dejan las redes y le siguen, y lo mismo
hacen Santiago y Juan. Dos parejas de hermanos, pes-
cadores, que han pasado a la historia porque Jesús les
llamó un día y le siguieron.
Hay tres cosas de este Evangelio que me gustaría re-
saltar: la prontitud de la respuesta, la alegría de los pro-
tagonistas y sus expectativas.
La prontitud. Dejan las redes inmediatamente. In-
mediatamente significa que tenían ganas de que Jesús
les llamase. No se puede entender de otro modo. Ya le
conocían y estaban deseosos. Habían probado de la
cercanía de Jesús. Lo normal era que a los rabinos de
Israel se les uniesen discípulos, pero Jesús los escoge Él
mismo. Los escoge, conociéndolos, porque ya se cono-
cían; y después de haber rezado por ellos. Esa inmedia-
tez de la respuesta implica que no dudan, que no le te-
nían miedo, que les gustaba estar con él, que le querían.
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Detrás de un seguimiento como este solo puede haber


amor. Amor por lo que se hace o amor por la persona
que te lo propone. Amor por la cerveza o amor por el
amigo que te invita. O las dos cosas a la vez.
Como dice san Josemaría, citando a san Juan, uno de
los protagonistas: “El que tiene miedo, no sabe querer.
—Luego tú, que tienes amor y sabes querer, ¡no puedes
tener miedo a nada! —¡Adelante!” (Forja, n. 260). A
Dios nunca hay que tenerle miedo. Tampoco cuando
flaqueemos, como harán los apóstoles.
Vemos en este pasaje cómo la vocación es el encuen-
tro de la llamada de Dios con la libertad del hombre.
Llamada que es proferida por unos labios humanos,
los de Jesús; y respuesta libre que ya está anticipada en
unos corazones, humanos también, los de los apósto-
les. Andrés y los otros ya albergaban en su corazón el
sí, antes incluso de que se concretase en sus mentes, en
sus labios o en sus obras. Su disposición era tan pronta
que en cuanto Jesús les llama, sin saber muy bien a lo
que se enfrentan, le siguen. Sorprendente. ¿Qué es eso
de ser pescador de hombres? Ni idea, pero le siguen.
Junto a la prontitud, hay alegría. Le siguen alegres,
porque la alegría es un signo inequívoco de quien está
siguiendo de cerca al Señor. No se puede concebir de
otro modo. Quien deja inmediatamente las redes es
porque sigue al Señor con alegría —no porque tenga
ganas de dejar el trabajo, sino porque tiene ganas de
seguir al Señor— y con libertad, por supuesto. Con una
libertad que se compromete. Que no mira al pasado
sino al futuro. Que no tiene la mente en lo que pierde,
sino en la perla preciosa que adquiere.
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En bastantes ocasiones he oído comentarios de este es-


tilo:
—Me parece preciosa tu vocación, tu entrega, pero…
lo pudes dejar cuando quieras, ¿verdad?—. Como si lo
valioso o importante en la elección fuese la posibilidad
de revocarla.
Recuerdo una persona inmersa en esta problemática,
que me decía:
—Es que ni me lo planteo. He quemado las naves. Es-
toy verdaderamente comprometido. Es lo que he elegi-
do—. Lo mismo pienso que les pasaba a los apóstoles.
No eran unos ingenuos, no eran unos incautos, sabían
de quién se fiaban, valoraban muy positivamente lo
que escogían. Y por eso se entregan con prontitud y
con alegría. No lo puedo entender de otro modo.
Alegría que estaba también presente en el Corazón de
Jesús. Con qué ilusión, con qué mirada, con qué sonri-
sa acogería el Señor esa respuesta. Le tuvo que conmo-
ver profundamente. Como le conmueve la respuesta de
cualquier persona que le sigue de cerca. Como conmo-
vió en el Cielo el “hágase en mí según tu palabra” (Lc
1, 38) de la Virgen. Porque se trata de amar y de ser
amados, y eso siempre conmueve.
Con alegría y amor es como el futuro se encara con
esperanza. “Si tus labios profesan que Jesús es el Se-
ñor, y tu corazón cree que Dios lo resucitó de entre
los muertos, te salvarás” (Rm 10, 9), hemos leído en
la primera lectura. “Nadie que cree en él quedará de-
fraudado” (Rm 10, 11). Esperanza, la necesitamos to-
dos.
¿Cuáles son las expectativas con las que los apóstoles
SI REZAS, PASAN COSAS 11

siguen a Jesús? Pues no sabría decir. Pienso que no se


hacían una idea adecuada de lo que les esperaba. Es
más, no se la podían hacer, porque uno solo se puede
imaginar aquello de lo que tiene algo de experiencia, y
de semejante seguimiento ninguno de ellos tenía ex-
periencia. Estaban dispuestos a dejarse sorprender. Vi-
vían de Esperanza.
Querían a Jesús, y eso era suficiente. Se fiaban de él, y
eso les bastaba. Le seguirían donde fuese, y eso conso-
laba el Corazón de Cristo.
¿Y cuáles eran las expectativas de Jesús? Muchas. En
aquellos apóstoles veía la semilla de su Iglesia extendi-
da por todo el orbe, por toda la tierra. Eran sus elegi-
dos para darle la vuelta al mundo como a un calcetín.
“«Todo el que invoca el nombre del Señor se salva-
rá». Ahora bien, ¿cómo van a invocarlo, si no creen
en él?; ¿cómo van a creer, si no oyen hablar de él?; y
¿cómo van a oír sin alguien que proclame?; y ¿cómo
van a proclamar si no los envían?” (Rm 10, 13-15).
Y este era el plan de Jesús: enviarlos. Les miraba con
un cariño enorme porque le habían dicho que sí, y se
ilusionaba con los planes de futuro, con lo que cada
uno de ellos haría por el mundo. Primero le conocen,
creen en él, y después proclaman esa fe, con su palabra,
con su vida, con su sangre. Son enviados por el Maes-
tro a anunciar el Evangelio. Y, como hemos leído en la
primera lectura, “¡qué hermosos los pies de los que
anuncian el Evangelio!” (Rm 10, 15).
Ni la Virgen ni estos cuatro apóstoles, tienen la ca-
beza en las dificultades a las que se van a enfrentar, ni
tampoco miran atrás como echando de menos lo que
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dejan. Aman y pelean en presente. Como dice san Pa-


blo: “Hermanos, yo no pienso haber conseguido el
premio. Solo busco una cosa: olvidándome de lo que
queda atrás y lanzándome hacia lo que está por de-
lante, corro hacia la meta, hacia el premio, al cual me
llama Dios desde arriba en Cristo Jesús” (Flp 3, 13-
14).
Como dijo Benedicto XVI al inicio de su pontificado,
“quien se entrega a Cristo no pierde nada, nada, absolu-
tamente nada de lo que hace la vida libre, bella y gran-
de”. Siempre merece la pena. Que se lo digan a Andrés.
Que se lo digan a la Virgen.
Andrés es apóstol de Jesús y apóstol de apóstoles
con esas tres características que hemos señalado antes:
prontitud para seguir libremente la llamada, alegría de
quien se entrega por amor y esperanza de quien sabe
que no quedará defraudado. ¿No encontramos todas
estas características en la vocación de la Virgen? Pron-
titud, alegría, esperanza. Ella, la Inmaculada, responde
con prontitud, con alegría, con esperanza, porque se
acerca la liberación de todos los seres humanos.
¿Acaso hay alguna empresa más importante en esta
vida? ¿Acaso hay algo más grande que, con nuestra li-
bertad enteriza, alegrar el Corazón de Dios y contribuir
a la salvación de los seres humanos? La Virgen nuestra
madre, San Andrés y los apóstoles entendieron que no,
que no había nada más grande, que valía la pena dar su
vida por Cristo. Se dejaron amar, se dejaron transfor-
mar, fueron enviados.
No he hablado mucho de la Virgen porque en la his-
toria de la Iglesia, en los Evangelios, siendo una prota-
SI REZAS, PASAN COSAS 13

gonista principal, cede muchas veces el protagonismo


a los apóstoles, por ejemplo, y nos lo cede también a
nosotros y nos pide iniciativa. Como muchas veces los
padres ceden la iniciativa a sus hijos. Quieren que crez-
can, que se desarrollen.
Ahora nos toca a nosotros, y podemos contarle a la
Virgen nuestras ilusiones, nuestros deseos de mejora,
de cambio. Como lo haría Andrés. Y contar con ella,
con sus oraciones, como lo haría también Andrés, san
Andrés. El papel de la Virgen en su vida es el mismo
que en la tuya y en la mía: es madre y nos acompaña y
nos ayuda en cada pelea y nos ayuda a escribir nuestras
propias biografías conforme a aquello a lo que Dios nos
llama.
Madre de los apóstoles, enséñanos a decir sí. Madre
de todos los hombres, enséñanos a decir “hágase en mí
según tu palabra” (Lc 1, 38).
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Hijo del hombre


Madre de Dios

Daniel (7,14)
Mientras miraba, en la visión nocturna vi venir en las
nubes del cielo como un hijo de hombre, que se acercó
al anciano y se presentó ante él. Le dieron poder real y
dominio; todos los pueblos, naciones y lenguas lo respe-
tarán. Su dominio es eterno y no pasa, su reino no tendrá
fin.
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La primera lectura de hoy, del libro de Daniel, es de


género apocalíptico. En la Sagrada Escritura se mez-
clan distintos tipos de géneros literarios: apocalípticos,
históricos, poéticos, míticos… además de sagas, y un
montón de cosas más.
La Iglesia acoge todos esos textos porque transmiten
verdades importantes para nuestra salvación y, además,
resaltan que la lectura no debe ser siempre literal. Hay
que tener en cuenta el género literario en el que están
escritos. Por ejemplo, si uno lee en la Sagrada Escritura
“Dios es mi roca”, en ningún momento se le ocurre pen-
sar que Dios es posesión mía o que es una roca. Está
diciendo, de modo poético, que puedo y debo funda-
mentar toda mi vida en Dios. Lo mismo pasaría con
algunos textos del Génesis (la costilla de Adán, los siete
días de la creación…) y también con el Apocalipsis o
con el libro de Daniel.
Los textos de la Sagrada Escritura deben leerse a la
luz de la historia de la salvación, desde la plenitud de
la revelación en Cristo y conforme al Espíritu con el
que fueron escritos y con el que son proclamados en la
Liturgia.
Sobre el libro de Daniel hay mucho escrito y en los
comentarios de la Biblia de la Universidad de Navarra
—un poco de publicidad— se expone plásticamente las
referencias a cada una de las bestias de las que se habla.
Pero, no me voy a centrar en esto, sino simplemente en
tres palabras de la primera lectura: “Hijo del hombre”.
¿Qué significa esto?
Hijo del hombre tanto en el profeta Daniel como en el
profeta Ezequiel significa “hombre”. Pero resulta ser el
SI REZAS, PASAN COSAS 17

título que Jesús escoge para sí mismo con más frecuen-


cia. La conexión es obvia: Jesús no solo es verdadero
Dios, sino también verdadero hombre. Es importante
para nuestra fe esta humanidad de Cristo. No es Dios
bajo apariencia humana que se pasea por la tierra,
como quien se disfraza. Sino que es verdadero hombre.
Dice un padre de la Iglesia: “El que no tenía carne se
hace carne, el intocable se deja tocar, el perfecto crece, el
inalterable hace progresos, el rico nace en una posada, al
que cubre el cielo de nubes lo envuelven en pañales, al rey
lo acuestan en un pesebre”1.
Nuestro Dios no solo es el Creador de todo el univer-
so, sino que es un Dios que aprende a andar, a hablar,
a leer; que aprende a mirar, a sonreír, a acariciar; que
aprende a trabajar, a sufrir, a amar. Nuestro Dios llevó
pañales y podemos coger a un bebé para hacernos una
idea de cómo era Él. En Jesús, solo conceptualmente se
puede distinguir su humanidad de su divinidad.
Hace unos días estuve con un par de sobrinas mías
jugando al escondite, y pensé que Jesús también jugó
al escondite. Todos los niños juegan al escondite. Jesús
tuvo que hacerlo. Es más, en la Cruz Jesús esconde su
divinidad, en la Eucaristía también esconde su huma-
nidad y, tantas veces, su acción en el mundo es escon-
dida.
Jesús sabía lo que era coger un catarro, tener fiebre,
hacerse una herida, tener pus, saltar un río, sufrir la
muerte de su padre san José y jugar al escondite. Y su-
pongo que Jesús también se disfrazó —esto ya es mucho
suponer—, pero desde luego no se disfrazó de hombre.
Para nada. Se hizo carne de nuestra carne, se encarnó,
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con todo lo que eso significa. Y en menos de un mes,


eso es lo que estaremos celebrando: su Encarnación, su
Nacimiento, su venida a la tierra. Esto significa que Je-
sús es hijo del hombre.
Que Jesús es hijo del hombre significa también que la
Virgen es verdadera Madre de Dios. Y lo entendieron
fabulosamente bien los primeros cristianos. El pueblo
de Éfeso se concentró, se manifestó diríamos hoy, para
defender que la Virgen es Theotokos, Madre de Dios.
Con toda la fortaleza del significado de esas palabras.
No es solo madre de la humanidad de Jesús, sino madre
de Dios, porque Jesús es Dios.
En East London, un médico fue a visitar a una seño-
ra anciana que estaba en los últimos momentos de su
vida. Al terminar la visita, vio un cuadro que colgaba
de una pared. Era una pintura de una joven muy guapa
y le preguntó:
—¿Es usted?
La buena señora, sonriendo y sin duda alagada, le
respondió:
—No. Es un cuadro de la Virgen María, la Madre de
Dios.
El médico, que no conocía la fe católica, perplejo y
sorprendido, exclamó:
—¿Virgen y madre? ¡Menuda madre!
A lo que la anciana sonriendo respondió:
—¡Menudo hijo!
Así es, menuda madre y menudo hijo. De tal palo tal
astilla. De tal astilla, tal palo.
San Josemaría, hablando de lo que Jesús y su Madre
se parecerían, señalaba que en lo biológico había here-
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dado muchos rasgos de la Virgen, porque se lo debía


todo. Y de igual modo debió heredar muchos gestos,
giros lingüísticos, modos de hacer, cuidado por los de-
talles y tantas y tantas cosas más. Jesús aprendió mucho
de la Virgen.
En la película La Pasión, de Mel Gibson, se intuye un
poco la humanidad de Jesús, no solo en el sufrimiento,
que está clara, sino en esos flashbacks a la infancia de
Jesús. En concreto hay uno en el que la Virgen sale co-
rriendo porque Jesús joven se ha caído. Personalmente
no me lo imagino así, porque la reacción de la Virgen
en esa escena me parece un poco desproporcionada.
Sin duda, la Virgen se acercaría para ver qué le había
pasado a su hijo, pero de modo sereno y animante, con
una sonrisa, sin hacer dramas, sabiendo que es normal
que un hijo se caiga y se haga una herida. Incluso si tu
hijo es Dios.
Sin embargo, sí que me parece más acertada otra es-
cena en la que la Virgen le dice a Jesús que es la hora
de comer, mientras él está terminando de hacer una
mesa. Esa escena termina con la Virgen acercándole a
Jesús una jofaina con agua para que se lave las manos;
y este, recogiendo un poco de agua con sus manos, se
la echa a la Virgen en la cara, a la vez que sonriendo
le da un beso. Porque el trato entre ambos tenía que
ser muy humano, tenía que ser así, y porque me parece
que cuando nosotros nos queremos así, con simpatía,
con alegría, bromeando, también nos acercamos más
a Dios.
La Virgen le enseñó a Jesús como cualquier otra ma-
dre les enseña a sus hijos. ¡Cuántas veces por la no-
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che se le quedaría mirando, embelesada, enamorada,


guardando todos esos recuerdos en su corazón! Quizá
también sus travesuras.
Me contaron hace unos días la siguiente anécdota de
una familia que llegó a un colegio mayor. Estuvieron
viendo todo y, de repente, se dieron cuenta de que una
niña pequeña de la familia había desaparecido. No sa-
bían dónde estaba. Se pusieron a buscarla y la encon-
traron saltando sobre una cama.
—¿Qué haces?—, le preguntaron.
Al margen de que era obvio, respondió:
—Estoy probando todas las camas.
—¿Y cuál es la mejor?
—Esta.
Quizá estoy muy equivocado, pero me imagino a
Jesús haciendo cosas parecidas. Porque es verdadero
hombre y porque era verdadero niño.
Jesús era tan normal que, cuando comienza su vida
pública, no detectan en él nada especial. De hecho,
sus familiares van a llevárselo porque piensan que está
fuera de sus cabales. Aun así, me parece que aquella
sociedad tuvo que sorprenderse de una cosa, de un as-
pecto de su modo de vivir: de su celibato. Cuando los
varones se casaban entre los diecisite y los veinte años,
Jesús, el hijo del hombre, a los treinta sigue siendo cé-
libe. Sin duda, entenderían que vivía aquello por una
motivación alta, aunque no la comprendiesen. Aun así,
todo el mundo le querría como pariente. Era un hom-
bre completo, íntegro. Transmitía imagen de plenitud y
sencillez. Lo tiene todo y, a la vez, es tan normal.
¿Qué quiero decir con esto? Que Jesús vivió su ple-
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nitud humana de hijo del hombre en el celibato. Eso


significa que el celibato es algo normal en la condición
humana. Lo que no significa que sea mayoritario, sino
simplemente que no es para unos pocos.
Nuestro Dios no es un Dios lejano, sino que se ha
abajado, se ha encarnado. Y haciéndose hombre, su ce-
libato no solo no le aleja de los seres humanos, sino que
le acerca todavía más a ellos.
Luego, para concluir, del término hijo del hombre que
Jesús se aplicó a sí mismo diría tres cosas, de las que
ya he hablado: que Jesús es verdadero hombre, que la
Virgen Inmaculada es verdadera madre de Dios y que
el celibato que vivieron tanto Jesús como su madre no
solo es algo propio de gente normal, plenamente cons-
tituida, sino que es algo que les acerca a los hombres.
Pienso que el celibato es algo excelso por tener en Je-
sús, en la Virgen y en san José a tres magníficos mode-
los. Modelos también de lo que es una familia humana.
Santa María, Madre de Dios, Madre de Dios, Madre
de Dios, ruega por nosotros pecadores ahora y en la
hora de nuestra muerte. Amén.
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¡Vigilad! ¡Velad!
Modelo y maestra

Marcos (13,33-37)
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: «Mirad,
vigilad: pues no sabéis cuándo es el momento. Es igual
que un hombre que se fue de viaje y dejó su casa, y dio a
cada uno de sus criados su tarea, encargando al portero
que velara. Velad entonces, pues no sabéis cuándo ven-
drá el dueño de la casa, si al atardecer, o a medianoche,
o al canto del gallo, o al amanecer; no sea que venga ines-
peradamente y os encuentre dormidos. Lo que os digo a
vosotros lo digo a todos: ¡Velad!»
24 RUBÉN HERCE

Qué bueno es que nos den consejos. A mí me han dado


unos cuantos ahora que tenía que predicar la Novena y
qué importante es saber acogerlos. De todos los conse-
jos recibidos, hay dos que me gustan especialmente. El
primero me lo dio un alumno, después de haber comi-
do juntos. Fue algo así:
—Tranquilo, va a salir muy bien, hay mucha gente
rezando y la Virgen se encargará de que la predicación
llegue a los corazones.
Y pensé: era lo que necesitaba oír. El segundo fue de
un profesor y era más práctico:
—Tendrías que tomar el sol.
Y pensé: es lo que mi decano necesita oír.
Pues bien, Jesús daba y nos da consejos, como he-
mos leído en el Evangelio. “En aquel tiempo, dijo Je-
sús a sus discípulos: «Mirad, vigilad: pues no sabéis
cuándo es el momento… no sabéis cuándo vendrá el
dueño de la casa… Lo que os digo a vosotros lo digo
a todos: ¡Velad!»” (Mc 13, 33-37).
El mensaje es claro, es neto: ¡vigilad!, ¡velad! La difi-
cultad está en cómo lo acogemos. “Ahora, estoy ocupa-
do en otras cosas…”, pensamos con frecuencia.
¿Cómo se acoge y se aprende a vivir ese consejo o
cualquier otro? Diría que de dos modos que se sola-
pan: primero por imitación y, después, cada vez con
más iniciativa.
Por imitación. Es el modo más natural de acoger algo
por primera vez. Los niños aprenden imitando lo que
hacen sus padres, sus profesores, sus amigos. Y cuando
llaman por teléfono a casa y preguntan:
—¿Está tu padre?
SI REZAS, PASAN COSAS 25

Y el padre, un poco cansado, le responde a la niña:


—Dile que no estoy.
Pues claro, la niña responde:
—Dice mi padre que no está.
Todavía no ha razonado, pero hay un patrón de com-
portamiento, un modelo que se tenderá a imitar.
Quizá a los discípulos de Jesús lo que les llamaba la
atención, precisamente, es que velaba por ellos. “He
pedido por ti, para que tu fe no se apague” (Lc 22,
32), le dice Jesús a Pedro. El Señor está en vela y cuida
de nosotros. Reza por nosotros. Nos protege. Me pa-
rece que es tremendamente importante reconsiderarlo
una y otra vez: Él es el primero que vela y nosotros te-
nemos que imitar ese modo de velar.
Además, Jesús, que es nuestro modelo, imitó en mu-
chas cosas a la Virgen. Ella y san José eran sus modelos
más cercanos. Jesús obedecía a sus padres. Es sorpren-
dente, pero Dios mismo aprendió de seres humanos.
¡Qué responsabilidad y qué grandeza! ¡Qué humildad
y qué maravilla! Como para que nosotros a veces que-
ramos hacer las cosas solos, sin contar con los demás.
Por esa especie de autosuficiencia del que piensa que
no necesita ni de Dios ni de los hombres para reali-
zarse. Dios, por el contrario, quiso y quiere necesitar
de nosotros. Quiere contar con nosotros. No es un ser
solitario. Es familia.
A poco que lo pensemos, nos damos cuenta de que
es mucho mejor hacer las cosas con los demás: dar un
paseo juntos, hacer deporte juntos, comer juntos… Lo
disfrutamos mucho más. Necesitamos compañía y cer-
canía.
26 RUBÉN HERCE

Nos fijamos en otros y, a la vez, debemos ser buenos


modelos para los demás. San Josemaría decía: “Tanto
el campesino que ara la tierra mientras alza de conti-
nuo su corazón a Dios, como el carpintero, el herrero, el
oficinista, el intelectual —todos los cristianos— han de
ser modelo para sus colegas, sin orgullo, puesto que bien
claro queda en nuestras almas el convencimiento de que
únicamente si contamos con Él conseguiremos alcanzar
la victoria: nosotros, solos, no podemos ni levantar una
paja del suelo” (Amigos de Dios, n. 70).
Necesitamos ayuda para todo y, además de modelos
que imitar, necesitamos maestros de los que apren-
der. No requerimos tanto de alguien de nos explique
un contenido, una teoría —que también—, como de
maestros de vida. Como debía pasar con Jesús. Le veían
actuar y casi ya no necesitaban ni escucharle: “Enseña-
ba como quien tiene autoridad” (Mc 1, 22).
En la universidad tenía un profesor que estaba a pun-
to de jubilarse. Nos daba matemáticas en primero de
ingeniería y era un hombre entrañable. Cuando nos
quería explicar algo con profundidad se sentaba sobre
la mesa y balanceaba suavemente sus pies golpeando
la mesa con los tacones. Al final de clase, si tenías una
duda, ibas a hablar con él. Salía andando de clase como
podía —porque era patizambo—, te ponía una mano
sobre el hombro y te decía:
—Cuéntame.
Te daban ganas de aprender con él, era como un
abuelo, te sentías acogido. Diría que era un maestro.
Necesitamos ayuda para todo, también para nuestra
vida de trato con Dios. “Señor, enséñanos a orar” (Lc
SI REZAS, PASAN COSAS 27

11, 1), le dicen los discípulos a Jesús. Jesús con su vida


hace entrañable la virtud.
Los niños aprenden la piedad de sus padres y ¡Jesús
aprendió la piedad de sus padres! Luego, quienes fue-
ron modelos para Jesús también lo pueden ser para no-
sotros. Lo son, de hecho. La Virgen es el camino más
corto para llegar a Jesús y es bueno que procuremos
imitarla en su prontitud para responder a la llamada de
Dios, en su trabajo abnegado, en su saber estar siempre
cerca de su hijo, tanto en los momentos fáciles como
en los momentos difíciles. Pero, sobre todo, es impor-
tante que le pidamos que sea nuestra maestra, que nos
enseñe a tratar a su hijo, a querer a Dios y a los demás,
porque ella sabe hacerlo muy bien.
Esos maestros nuestros a veces son personas que es-
tán a nuestro lado. Este altar y este ambón fueron los
que se utilizaron en la beatificación de Álvaro del Por-
tillo hace tres años en Madrid. Y el beato Álvaro imi-
taba bastante a san Josemaría, quien a veces protestaba
diciendo:
—Álvaro, no me tienes que imitar a mí, sino a Jesu-
cristo. Él es el modelo.
Pero el beato Álvaro se daba cuenta de que para vivir
bien el espíritu del Opus Dei tenía un modelo adecua-
do en san Josemaría. Tenía un maestro, y no le fue mal.
Esta misma idea la ha mostrado el Papa hace unos
días en Myanmar cuando citaba a Buda, modelo para
los budistas: “Conquista al hombre airado mediante el
amor; conquista al hombre de mala voluntad mediante
la bondad; conquista al avaro mediante la generosidad;
conquista al mentiroso mediante la verdad” (Dham-
28 RUBÉN HERCE

mapada, XVII, 223).


Lo sorprendente es que, a continuación, cita también
a san Francisco de Asís, santo y modelo para los cris-
tianos, quien en una oración atribuida a él decía: “Se-
ñor, haz de mí un instrumento de tu paz. Que donde hay
odio, yo ponga amor. Que donde hay ofensa, yo ponga
perdón. Que donde hay tinieblas, yo ponga luz. Que don-
de hay tristeza, yo ponga alegría”.
Creo que las dos citas tienen algo en común: sacan a
la luz las acciones bellas.
A diario paso por conserjería del Hexágono y le pido
a los bedeles las llaves de un despacho que utilizo cuan-
do doy clase en ese edificio. Es la rutina de siempre. Lo
que sorprende es que podrían darte la llave de mil mo-
dos distintos… y, de hecho, lo hacen: con una sonrisa,
con una broma, con un comentario, o llamándote la
atención porque el día anterior te la llevaste en el bol-
sillo. Y así hacen la vida agradable, porque las acciones
buenas son acciones bellas.
A veces podemos quedarnos en lo que hacemos mal
y percibir que lo malo es feo. Pero también podemos
cambiar de perspectiva y pensar: “Si hubiese actuado
de otro modo, ¿cómo sería?”. Y, de repente, me doy
cuenta de que es bello ese otro modo de actuar. Enton-
ces, en lugar de moverme por el rechazo a lo feo, puedo
comenzar a moverme por la atracción de lo bello. ¡Qué
buen modo de enfocar el Adviento!: intentar sacar a la
luz lo bello y moverme por su atractivo.
El año pasado era capellán en un colegio, y un buen
día me abordó uno de los estudiantes. Su radiante cara
lo decía todo y le faltaban las palabras:
SI REZAS, PASAN COSAS 29

—He sacado un 7 en Matemáticas.


—Tendrás que celebrarlo—. Sabía lo que le costaba.
Estaba siempre con el cuatro y medio, que no llegaba.
Si el cinco ya era un milagro, el siete ni te cuento. No
hablamos más. Se fue feliz, pero no tardó en dar media
vuelta. Esta vez su rostro era más sombrío. Con tono
arrepentido confesó:
—En realidad, he sacado un 6,9.
No puede evitar la sonrisa: ¡qué maravilla de 6,9!
Porque la sinceridad es bella y el bien es bello, y ¡qué
importante es que sepamos imitar ese bien bello que
descubrimos en las acciones de los demás!, para que
nosotros nos convirtamos en maestros de ese modo
de actuar. Un maestro que no solo enseña contenidos,
sino que enseña con su vida.
Hablábamos de las dos citas de Buda y de san Fran-
cisco de Asís. Dos modelos para dos culturas. Parece
que dicen lo mismo, pero hay una diferencia sustancial:
la referencia a lo divino. Los dos hablan de la belleza de
las acciones, que está muy bien. Pero san Francisco de
Asís comienza diciendo: “Señor, haz de mí”. Eso es una
oración, y creo que es una clave para vivir el velad, vigi-
lad, ese deseo que todos tenemos de ser mejores porque
nos atrae el bien. Aunque a veces nos cueste. Precisa-
mente porque notamos que nos cuesta es el momento
de pedir ayuda al Señor: “Señor, ayúdame”. “Socorro”.
Nuestra fortaleza es prestada y necesitamos ayuda de
lo alto en todo aquello que queramos conseguir. Por
eso, también pedimos ayuda a los demás. Necesitamos
profesores que sean auténticos maestros del saber. Ne-
cesitamos maestros de oración. Necesitamos gente que
30 RUBÉN HERCE

nos acompañe en nuestro itinerario hacia Dios, porque


ninguno nace sabido y porque ninguno se desarrolla y
crece solo. Gente que nos haga saborear lo bueno y lo
bello de la vida. Ese es el maestro que acoge, que quiere,
que inspira confianza, que muestra lo bello. Así es Jesús
también.
Hasta aquí hemos hablado de la acogida, de la recep-
ción, de lo que los demás me pueden aportar y de lo
que yo puedo aprender. Pero esto requiere de un com-
plemento: un movimiento de salida, de búsqueda, de
iniciativa.
¿Es posible acoger un mensaje y, a la vez, tener ini-
ciativa? Claro que sí. Cualquier docente sabe que se
aprende más cuando hay que enseñar, cualquier padre
sabe que se esfuerza más por mejorar cuando tiene
hijos a los que educar, y cualquier cristiano sabe que
procura estar más cerca de Dios cuando quiere ayudar
a los demás.
Ese mensaje de conversión, al que nos llama Dios en
este comienzo del Adviento, hay que acogerlo con ini-
ciativa. ¿Qué voy a hacer? ¿Qué me voy a proponer?
Newman dice: “Estar prontos para creer no es ni más ni
menos que haber estado dispuestos a buscar; ser duros
para creer no es otra cosa que no haber estado dispuestos
o haber sido reacios a la búsqueda”2. El Adviento nos
invita precisamente a buscar al Señor.
Ya no es solo tener modelos o maestros, ya no es solo
creer a alguien y al mensaje que nos transmite. Es ser
modelo y maestro para muchos, creíbles por nuestra
vida de cristianos. Es ser antorcha que se enciende con
la luz de Cristo. Luz que se hace vida nuestra, que en-
SI REZAS, PASAN COSAS 31

ciende nuestros corazones y que, con el corazón encen-


dido, nos lleva a transmitir fuego a los demás.
La Virgen es modelo a la que imitar, maestra de la que
aprender y maestra a la que pedir ayuda para ser noso-
tros modelos y maestros, testigos del amor de Cristo.
San Josemaría nos da una clave para superar nuestras
debilidades y avivar nuestros deseos de mejora: “Antes,
solo, no podías... —Ahora, has acudido a la Señora, y,
con Ella, ¡qué fácil!” (Camino, n. 513) Prueba, pídele.
SI REZAS, PASAN COSAS 33

En primera persona
Corazón de madre

Marcos (13,33-37)
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: «Mirad,
vigilad: pues no sabéis cuándo es el momento. Es igual
que un hombre que se fue de viaje y dejó su casa, y dio a
cada uno de sus criados su tarea, encargando al portero
que velara. Velad entonces, pues no sabéis cuándo ven-
drá el dueño de la casa, si al atardecer, o a medianoche,
o al canto del gallo, o al amanecer; no sea que venga ines-
peradamente y os encuentre dormidos. Lo que os digo a
vosotros lo digo a todos: ¡Velad!»
34 RUBÉN HERCE

La catedral de Salamanca es bastante curiosa. En rea-


lidad, son dos catedrales, una junto a la otra. Cuando
construyeron la nueva no quisieron derribar la antigua,
por lo que se hizo al lado. Hoy en día quizá la hubiése-
mos hecho exenta, pero entonces edificaron la nueva
como un anexo.
En aquella época, además, las iglesias se construían
mirando al oriente, en concreto al punto por donde sa-
lía el sol el día del santo al que estaba dedicada la igle-
sia. Y como en Salamanca les dio por cambiar el santo
al que dedicar la catedral, pues resulta que la nueva y la
vieja catedral están casi en paralelo, mirando al orien-
te, pero apuntando a direcciones ligeramente distintas.
Algo que obviamente dificultó la construcción.
No sé si el cambio de orientación del altar en nuestro
polideportivo se puede deber a esto. Desde luego esta-
mos, estáis, mirando al oriente. Ahora solo nos queda
girarnos un poquito a la izquierda para apuntar al lu-
gar por donde ha salido el sol esta mañana, día de san
Francisco Javier.
Fuera de bromas —y al margen de que la solemnidad
de san Francisco Javier la celebraremos mañana, por-
que hoy es domingo de Adviento—, la homilía va de
cambios o, más bien, de re-centramientos, de volver a
escuchar a Cristo, de re-orientarnos, y lo vamos a hacer
pasando de la tercera a la primera persona. Me explico.
Escuchar a Jesús en tercera persona es escucharle
como le escuchaban los fariseos: desde fuera, no para
seguirle, sino para ver dónde se “equivoca”; no para en-
tender, sino para contraargumentar. Así, a la petición
del Señor de vigilar y velar se podría responder:
SI REZAS, PASAN COSAS 35

—¿Por qué nos pides que vigilemos y estemos en


vela, cuando resulta que Yahveh ya cuida de nosotros?
Al fin y al cabo, como leíamos en la primera lectura,
“tú, Señor, eres nuestro padre… Bajaste, y los montes
se derritieron con tu presencia. Jamás oído oyó ni ojo
vio un Dios que hiciera tanto por el que espera en
él… Somos todos obra de tu mano”. (Is 63, 16 - 64, 7).
Después de leer esto, el fariseo se podría preguntar:
—¿Por qué tengo yo que esforzarme por velar, si re-
sulta que Dios es omnipotente y puede salvarme? Es
más, si me pide colaboración o esfuerzo es porque, en
realidad, o no puede o, si puede, no quiere. Y entonces
no me ama tanto como parecería, porque no me evita
el esfuerzo de tener que mejorar.
Y en esta línea podríamos seguir desarrollando argu-
mentos, desde fuera, sin que me impliquen, en tercera
persona. Incluso juzgando lo que dice el Señor.
Al margen de la pereza y el miedo al esfuerzo que se
detecta en planteamientos como estos, aquí hay un di-
lema que nace de nuestra dificultad para entender bien
qué es amar. Amar conlleva siempre el encuentro con
un tú. Conlleva dar pasos en dirección al otro. Salir de
uno mismo. Pasa por centrarme y mirar a esa persona
que tengo enfrente.
Ese encuentro con un tú, esa aparición ante mí de la
segunda persona, se resuelve de dos modos: con el re-
chazo, con la separación, con el distanciamiento, vol-
viendo a la tercera persona (“No queremos que reine
sobre nosotros”); o bien con la acogida de la segunda
persona en primera persona (“Hágase en mí según tu
palabra”). “No queremos que reine sobre nosotros”
36 RUBÉN HERCE

(Lc 19, 14). “Hágase en mí según tu palabra” (Lc 1,


38). Nos movemos siempre cada uno de nosotros con
la triste posibilidad de rechazar a Dios, o con la enorme
dicha de acogerle en nuestras vidas.
El rechazo no tiene necesariamente que ser muy ex-
plícito: basta con no querer acogerle en nuestra vida,
bien porque estamos muy ocupados, como los invita-
dos a las bodas de los que habla Jesús en sus parábolas;
bien por prejuicios infundados, como los del pueblo
que no acoge al Señor y a sus discípulos porque pa-
recían ir a Jerusalén; o bien porque tenemos miedo,
como los vecinos del pueblo de Gerasa. El Señor hace
un milagro allí y le tienen miedo.
Obviamente, esos ejemplos hay que actualizarlos a
nuestras circunstancias. San Josemaría copia de una
carta recibida un ejemplo de miedo: “Le agradezco mu-
cho que se acuerde de mí, porque necesito muchas ora-
ciones. Pero también le agradecería que, al suplicarle al
Señor que me haga “apóstol”, no se esfuerce en pedirle
que me exija la entrega de mi libertad” (Surco, n. 11).
En reacciones como esta hay una diferencia esencial
entre personas que externamente parece que están en
las mismas circunstancias: unas en el fondo no quieren
y otras sí que quieren. Las primeras son como aquella
higuera que año tras año no da fruto. Está ahí sin más.
Las segundas son esa tierra fértil en las que cae la buena
semilla y va dando fruto.
Me decía una persona:
—Hoy en día parece que la semilla siempre cae en
un corazón que ya está lleno de cosas. Parece que fal-
ta generosidad, que no hay corazones prontos para la
SI REZAS, PASAN COSAS 37

respuesta. Cuando no son los exámenes, es que me da


pereza o me falta motivación, o es que llevo mucho
tiempo alejado de Dios y me tengo que poner las pilas.
Y así pasan los días, los meses, los años y la debilidad
se apodera de esas almas. Parece que lo intentan, pero
no sale, no sale.
Afortunadamente esto no es del todo cierto. Hay per-
sonas que se dan cuenta de que vale la pena recentrar
toda nuestra vida en Jesús. Y en lugar de pensar en mí,
en mis motivaciones, en lo mucho que tengo que ha-
cer…, levantan los ojos, cruzan su mirada con Jesús, y
acogen a ese Tú en primera persona.
San Agustín nos da una clave para resolver el aparen-
te dilema de los fariseos: “Dios, que te creo sin ti, no te
salvará sin ti”. El encuentro con la segunda persona de
la Trinidad nos hace protagonistas en primera persona.
Dios quiere contar con nosotros. No nos quita libertad,
nos la da. Nos da una libertad que ama en primera per-
sona, que se compromete, que acoge.
Una libertad que no espera a que todo sea favorable,
a encontrar suficientes motivos o a haber terminado
los exámenes para centrar su vida en Jesús. Al fin y al
cabo, los apóstoles no siguieron a Jesús porque estaban
mano sobre mano, sino precisamente cuando estaban
pescando. Los exámenes son un tiempo maravilloso
para recentrar la vida en Cristo, para volver a mirar al
Oriente, que dicho sea de paso es de donde vienen los
Magos, con sus regalos. Quien busca de verdad a Cris-
to le encuentra y le comienza a amar. No puede ser de
otro modo. ¿Acaso va a dejar Dios de escuchar el cora-
zón de una persona que le busca sinceramente? ¿Acaso
38 RUBÉN HERCE

va a hacer oídos sordos a quien le grita y le busca con


obras y de verdad?
Buscarle sinceramente es buscarle desinteresada-
mente, que es lo propio del amor. No encontraré de
verdad a Jesús si lo busco con interés por algo más, por-
que en cuanto tenga lo que quiero, me alejaré de él. Si le
busco por otra cosa, acabaré dejándole, bien porque he
conseguido lo que quería —como los diez leprosos que
son curados y solo uno vuelve—, o bien porque me he
cansado de intentarlo y no conseguirlo.
A todos nos duele cuando los demás se nos acercan
interesadamente, para conseguir algo de nosotros.
¡Cuántas veces nos hemos sentidos utilizados por otros
o les hemos utilizado! ¡Cuántas veces buscamos a Dios
por interés!
De Dios uno obtiene muchos beneficios. Pero si le
busca para obtener algo —que me vaya bien en mi fa-
milia o en mis exámenes, que se cure mi tía que tiene
cáncer…—, al final resulta que me pierdo lo mejor: a
Dios mismo. No tendré a Jesús, no tendré a Dios, por-
que le habré confundido con el sentimiento, con el éxi-
to, con los beneficios que buscaba.
Además, como Jesús tiene corazón humano para en-
tender nuestras miserias, también le duele que le bus-
quemos de modo interesado. ¿O acaso Dios, que quiere
darnos un corazón de carne, que nos quiere enseñar a
amar como Él ama, va a tener un corazón de piedra?
Hace falta emplearse honestamente en esa búsqueda
de Jesús para conocerle y tener confianza en Él. Hay
gente que ve de cerca a Jesús, porque se le aproxima en
la vida y corre en la dirección opuesta, como Jonás. Y
SI REZAS, PASAN COSAS 39

hay gente que acepta activamente la semilla, la llamada,


el velad.
Dios no nos da una receta a seguir, sino una tarea —
vigilad, velad— y confía en nosotros para que la lleve-
mos activamente a cabo. Quiere que colaboremos con
Él, por lo que nos deja amplios espacios de libertad,
como hizo con san José, con la Virgen o con los apósto-
les: no les iba diciendo a cada minuto lo que tenían que
hacer, sino que fomentaba su iniciativa.
En la historia del mundo algunos, con iniciativa, han
hecho fructificar los talentos. Otros, oyendo el mensa-
je, han dejado caer la semilla divina al borde del ca-
mino, o en terreno pedregoso, o entre espinas. A los
primeros san Pablo dirige sus palabras: “Por él habéis
sido enriquecidos en todo: en el hablar y en el saber...
Él os mantendrá firmes hasta el final. Dios os llamó a
participar en la vida de su Hijo” (1 Co 1, 5-9).
Es libremente, en primera persona, porque me da la
gana, como acogemos la semilla de Dios. No porque
desde fuera lo haya entendido todo bien o porque ten-
ga tiempo. El amor siempre tiene prisa por responder,
sabe de dónde sacar tiempo.
La Virgen, con una iniciativa que nace del amor, sale
a nuestro encuentro y nos mete en su Corazón Inma-
culado, en su Corazón de Madre. Así hace en las bodas
de Caná. La suya nunca es una mirada en tercera per-
sona que juzga y critica desde fuera. Es siempre una
mirada para quien el tú se convierte en parte de mi yo.
Como Jesús, guarda a las personas en su corazón. Nos
dice: “Te llevo dentro de mi corazón”.
Me atrevería a decir que no descubriremos a Jesús
40 RUBÉN HERCE

mientras sigamos esperando al momento propicio. El


momento propicio se provoca, como hizo Zaqueo. El
momento propicio es hoy. “Si el afligido invoca al Se-
ñor, él lo escucha” (Sal 33). Hoy es cuando libremente
tengo que buscarle activamente. “Oh Dios, restáura-
nos, que brille tu rostro y nos salve” (Sal 79).
Iniciativa en primera persona, iniciativa para acudir
a ese Corazón de Madre que siempre nos acoge: Acor-
daos, oh piadosísima Virgen María, que jamás se ha
oído decir que ninguno de los que haya acudido a Vos,
implorado vuestra asistencia y reclamado vuestro soco-
rro, haya sido abandonado de Vos.
SI REZAS, PASAN COSAS 41

¿Cuál es la paga?
Madre de la evangelización

Marcos (16,15-20)
«Id al mundo entero y predicad el Evangelio a toda
criatura. El que crea y sea bautizado se salvará; pero el
que no crea se condenará. A los que crean acompañarán
estos milagros: en mi nombre expulsarán demonios, ha-
blarán lenguas nuevas, agarrarán serpientes con las ma-
nos y, si bebieran algún veneno, no les dañará; impon-
drán las manos sobre los enfermos y quedarán curados».
El Señor Jesús, después de hablarles, se elevó al cielo y
está sentado a la derecha de Dios. Ellos se fueron a predi-
car por todas partes y el Señor cooperaba confirmando la
palabra con las señales que los acompañaban.
42 RUBÉN HERCE

“Ellos se fueron a predicar por todas partes y el Se-


ñor cooperaba confirmando la palabra con las seña-
les que los acompañaban” (Mc 16, 20). Estas son las
últimas palabras del Evangelio de san Marcos. El final
no solo de un capítulo, sino de todo un Evangelio. El
final de una etapa que indica el comienzo de otra: la
que se escribe con la vida de cada cristiano, en cada
uno de nosotros.
La venida de Jesús al mundo no se entiende sin esta
misión. Así lo ha percibido la Iglesia a lo largo de su
historia. Esa llamada de Cristo ha cristalizado en mi-
llones y millones de corazones, en personas que han
permanecido en el mismo sitio durante años y años,
o que se han recorrido el mundo entero predicando el
Evangelio con palabras y obras.
Esto último hizo san Francisco Javier tiempo atrás,
quien escribía: “Muchos cristianos se dejan de hacer,
en estas partes, por no haber personas que en tan pías y
santas cosas se ocupen. Muchas veces me mueven pensa-
mientos de ir a los estudios, dando voces, como hombre
que tiene perdido el juicio, y principalmente a la univer-
sidad de París, diciendo en la Sorbona: «¡Cuántas áni-
mas dejan de ir a la gloria y van al infierno por la negli-
gencia de ellos!»”3.
Ese celo por las almas no solo no se puede perder en
la Iglesia, sino que tiene que perdurar, acrecentarse y
concretarse en el vecino que tengo al lado. San Fran-
cisco Javier esperaba de esos jóvenes universitarios que
dijesen: “Aquí estoy, Señor, ¿qué debo hacer? Envíame
adonde quieras; y, si conviene, aun a los indios”4.
Quien en esto se empeña da las dificultades por he-
SI REZAS, PASAN COSAS 43

cho. En muchas ocasiones nuestro deseo de acercar a


otros a Dios no fructificará aparentemente en nada.
Hay que contar con ello. Este tipo de fracaso es parte
del éxito, porque quién lo hace por contentar a Dios,
no fracasa nunca. Lo importante es que estoy haciendo
lo que Jesús quiere que haga: sembrar buena semilla.
No podemos medir nuestras acciones por el resulta-
do externo. Actuar con buena intención nos mejora in-
ternamente, ya desde el principio. Nos cambia a noso-
tros. En ese evangelizar hay siempre un efecto positivo
en mí, pase lo que pase externamente. Sea cual sea el
resultado, a mí me acerca más a Dios. Además, tarde o
temprano esas acciones rectas revierten en resultados
externos. Nadie que se empeña en una empresa grande
pretende obtener resultados desde el principio. Prime-
ro, hay que anhelar el mar abierto; después, empezar
a construir el barco y, finalmente, con el suficiente es-
fuerzo y perseverancia, estaremos en condiciones de
surcar el mar.
Cuando san Josemaría estaba comenzando el Opus
Dei se encontró con una persona que, ante la enver-
gadura de la empresa que le presentaba, le preguntó:
“Pero... ¿y los medios? —Son los mismos de Pedro y de
Pablo, de Domingo y Francisco, de Ignacio y Javier: el
Crucifijo y el Evangelio... —¿Acaso te parecen peque-
ños?” (Camino, n. 470).
El protagonista de esta escena fue catedrático de Me-
dicina y es el abuelo de una persona conocida en este
campus. Su abuelo estaba enfermo de anginas y san
Josemaría fue a visitarle. Era un buen chico al que le
daba un poco de vértigo el panorama que se le presen-
44 RUBÉN HERCE

taba. Como recuerdo de esa entrevista san Josemaría le


mandó una carta junto a un crucifijo y a un Evangelio.
Perdonad que abunde en detalles, pero en una oca-
sión un chico de doce años me preguntó:
—¿Pero eso que cuenta es verdad, o se lo inventa?
Por fortuna, ese mismo día conté una anécdota y,
para mi gran sorpresa, otro de los presentes levanto la
mano y dijo:
—Mi padre conoce al señor al que le pasó lo que ha
contado.
Aun así, se me quedó el corazón encogido porque me
di cuenta del daño que hace la desconfianza, que a ve-
ces está tan arraigada en nuestra sociedad. A veces po-
demos tener motivos para desconfiar, pero nos damos
cuenta de que en las relaciones humanas la confianza es
fundamental. Y, con Dios, por supuesto.
Nosotros tenemos que confiar en lo que nos cuentan
los apóstoles sobre Jesús. Al fin y al cabo, dieron su vida
por defender que había resucitado, que está presente en
la Eucaristía, que Jesucristo es Dios… Nadie lo haría si
no es verdad. Nadie daría su vida por eso si es mentira.
“Id al mundo entero y proclamad el Evangelio” (Mc
16, 15) son palabras que Jesús dirigió a sus apóstoles y
nos dirige a todos. San Pedro preguntará en otra oca-
sión: “Señor nosotros lo hemos dejado todo ¿qué ob-
tendremos?” (Mt 19, 27). El ciento por uno y la vida
eterna será la respuesta.
De modo similar san Pablo se pregunta retóricamen-
te: “¿Cuál es la paga?” (1 Co 9, 18). Y se responde:
“Precisamente dar a conocer el Evangelio, anuncián-
dolo de balde, sin usar el derecho que me da la predi-
SI REZAS, PASAN COSAS 45

cación… todo lo hago por causa del Evangelio, para


participar yo también de sus bienes” (1 Co 9, 18.23).
Dicho con otras palabras: hay una recompensa en el
corazón con cada obra buena que hacemos, al margen
de los resultados externos. Muchos padres dan por
buenos los sacrificios hechos por sus hijos, si los ven fe-
lices y con una vida plena. Muchos profesores dan por
buenos todos los esfuerzos hechos por sus alumnos, si
los ven que aprenden y se abren camino en la vida. Mu-
chas personas dan por bueno el tiempo empleado con
sus amigos cuando ven cómo eso les consuela y ayuda.
No esperan nada más. No buscan más beneficio que el
propio de una acción buena. Lo hacen porque es bueno
hacerlo y, de paso, me ayuda a ser buena persona.
¿Qué gana la Virgen cuidando de nosotros? Nada,
no gana nada, porque ya lo tiene todo. Sin embargo, lo
hace porque ella es buena, porque nos quiere de ver-
dad, porque nos ama con locura. Y esto es clave a la
hora de entender cómo nos quiere Dios también. Que
no es tanto si yo me porto bien o me porto mal. Dios
me quiere porque Él es bueno. Eso también da paz
cuando uno a veces mete la pata y hace las cosas mal.
El único peligro real es que yo no quiera estar con Dios.
¿Qué gana un cristiano que se esfuerza porque sus
amigos se acerquen a Dios? Gana el amor que ha pues-
to en esas relaciones. Él se hace bueno. Vale la pena
aunque uno no obtenga nada, porque amar vale la pena
en sí mismo. En el amor está la clave de la evangeliza-
ción. Evangelización que, dicho sea de paso, da muchí-
simas alegrías. Le escribía una persona a otra de la que
se había distanciado físicamente:
46 RUBÉN HERCE

“Estoy muy agradecida por lo que has hecho por mí.


Quizá para ti es algo normal, pero me ha hecho mejor
persona, soy más feliz conmigo misma y estoy intentando
y sintiendo que consigo que las personas que me rodean
también sean más felices. He aprendido y sigo apren-
diendo a amar a las personas como son, me he dado
cuenta de que las personas lo único que necesitan para
ser felices es el amor, el sentirse queridas, y dar amor es lo
que intento hacer cada día. Me has ayudado muchísimo,
siempre tengo en mente tus consejos, que sepas que con
tu trabajo has conseguido hacer mejor a una persona
y, con ello, a las que le rodean. ¡Sigue aportando eso al
mundo! ¡Gracias!”.
Esta es la recompensa. Hay acciones que tienen valor
en sí, que nos mejoran (resultados aparte). Son las que
se hacen con amor auténtico. Entre esas está la de acer-
car a otras personas a Dios. Quizá en el top one. Es algo
que siempre vale la pena.
Hoy en día toca evangelizar en casa, en mi clase, en
mi lugar de trabajo. Cada uno en su lugar, cada uno
en su sitio. Es algo que siempre vale la pena. “Fuego
he venido a traer a la tierra, y ¿qué quiero sino que
ya arda?” (Lc 12, 49). Ahora bien, nuestra capacidad
de acercar a otras personas dependerá de la fortaleza
y el arraigo de nuestra fe. Ese fuego que lleva dentro
cualquier persona que está en amistad con Dios puede
provocar incendios, si es lo suficientemente fuerte. O
puede apagarse, si no lo alimento lo suficiente.
—Bastante hago con sobrevivir—, decía un estudian-
te al sacerdote con el que hablaba, y este le respondía:
—El fuego, o se pega, o se apaga.
SI REZAS, PASAN COSAS 47

El fuego está dentro y el oxígeno que le sirve de com-


bustible es la misión de evangelizar: “¡Ay de mí si no
evangelizase!” (1 Cor 9, 16).
En esta tarea nuestra siempre tenemos que contar
con la Virgen. En Guadalupe, san Juan Diego, afligido
porque el obispo no le hacía caso e intentando buscar
un sacerdote para su tío moribundo, quiso evitar a la
Virgen. Tenía prisa. Demasiada prisa. La Virgen salió a
su encuentro y le dijo esas palabras tan bellas:
“Que no se perturbe tu rostro, tu corazón. ¿No estoy
aquí yo, que soy tu madre? ¿No estas bajo mi sombra y
resguardo? ¿No soy yo la fuente de tu alegría? ¿No estás
en el hueco de mi manto, en el cruce de mis brazos? ¿Tie-
nes necesidad de alguna otra cosa? Que ninguna otra
cosa te aflija, te perturbe; que no te apene la enfermedad
de tu tío, porque de ella no morirá por ahora, ten por
cierto que ya está curado”.
Tenemos que acudir con mucha más frecuencia a la
Virgen. Aquí estamos, pidiéndole a nuestra Madre que
nos ayude cada día. Gracias a la acción de la Virgen, la
evangelización se hizo fuerte en toda América. El bra-
zo de Dios no se ha acortado. La Virgen, como buena
madre, quiere que unos hijos se preocupen por otros, y
se alegra cuando ve que sus hijos se ayudan entre ellos
a ser mejores. Que recemos unos por otros.
“El principio del camino que tiene por final la completa
locura por Jesús es un confiado amor hacia María Santí-
sima” (Santo Rosario, Prólogo).
SI REZAS, PASAN COSAS 49

La tarta
Medianera del Amor de Dios

Lucas (10,21-24)
En aquella hora Jesús se llenó de la alegría en el Espíri-
tu Santo y dijo: «Te doy gracias, Padre, Señor del cielo y
de la tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios
y entendidos, y las has revelado a los pequeños. Sí, Padre,
porque así te ha parecido bien. Todo me ha sido entrega-
do por mi Padre, y nadie conoce quién es el Hijo sino el
Padre; ni quién es el Padre sino el Hijo y aquel a quien el
Hijo se lo quiera revelar».
Y, volviéndose a sus discípulos, les dijo aparte: «¡Bien-
aventurados los ojos que ven lo que vosotros veis! Porque
os digo que muchos profetas y reyes quisieron ver lo que
vosotros veis, y no lo vieron; y oír lo que vosotros oís, y
no lo oyeron».
50 RUBÉN HERCE

Hace poco más de un año, una de mis sobrinas cumplía


cuatro. Aquel día, mi hermana estaba preparando una
tarta. A mí, que soy goloso por naturaleza, se me ocu-
rrió preguntarle a mi sobrina:
—¿Cómo ha hecho mamá la tarta?
Era una pregunta difícil. Le costaba responder. Se
notaba en su rostro desconcierto, el hecho de que no
encontraba las palabras. Yo conocía y conozco bien ese
gesto. Hasta que me sorprendió con una respuesta más
que iluminadora. Me dijo:
—Con amor.
Desde entonces he utilizado ese recuerdo para ex-
plicar muchas cosas. Me presento ante alumnos y les
pregunto:
—¿Cómo se hace una tarta de chocolate, una tarta de
zanahoria, una tarta de oreo?
Quienes saben, levantan la mano y me explican la re-
ceta. Después les pongo en contexto:
—Imaginaos ahora que tenéis cuatro años, es vuestro
cumpleaños y vuestra madre os está preparando una
tarta para celebrarlo en el cole.
Y vuelvo a hacer la pregunta. Hay caras de descon-
cierto, hasta que surge la respuesta:
—Con cariño.
Y yo me pregunto y les pregunto:
—¿Qué respuesta es más verdadera?
—Las dos son verdaderas—, me dicen, pero insisto:
—¿Ah, sí?, ¿las dos? ¿Entonces, dónde está el amor?
No lo veo en ninguna parte, no está en ninguno de los
ingredientes.
—Bueno, está en todo: en cómo se hace, en los ingre-
SI REZAS, PASAN COSAS 51

dientes que compras, en la motivación…, en la razón


última de la existencia de la tarta.
—Sí, pero aun así no lo veo.
¿O sí? ¿Se puede intuir… en el resultado final, en
cómo está hecha la tarta?
Cuando alguien me dice que no ve la acción de Dios
por ninguna parte, me viene este ejemplo a la cabeza.
Este y el de un nigeriano que me decía:
—No entiendo cómo en Occidente pueden existir
ateos. ¿Es que no son capaces de mirar a un árbol y
admirarse?, ¿o solo miran a las pantallas? Y que no me
digan que todo es fruto del acaso, o de la evolución.
“¿Quién puso fuego a las ecuaciones?”, se preguntaba
Einstein. Y es que hay niveles explicativos distintos. No
puedo meter el Amor de Dios, que es el motor de la
existencia del mundo, en la receta de la evolución. El
Amor de Dios sostiene el mundo y nuestras vidas. Eso
sí, no es ni la harina, ni el huevo, ni el azúcar, ni el cho-
colate de la evolución o del Big Bang.
Dios no se confunde con las leyes de la naturaleza y,
sin embargo, nos podemos encontrar con Él a través
de la naturaleza, a través de las huellas que ha dejado,
igual que, en el pan que tomo cada mañana, me puedo
encontrar con el trabajo del agricultor que recogió el
trigo, con el ingenio del que diseñó la cosechadora, con
el esfuerzo del panadero que se ha levantado de ma-
drugada para hornearlo, o incluso con el cariño de la
persona que me lo entrega, sea mi hermana, mi esposo
o una de mis compañeras de piso.
Lo que quizá hace falta, a veces, es salir un poco del
conocimiento exhaustivo y orgulloso de las recetas y
52 RUBÉN HERCE

desarrollar con más humildad la capacidad de admi-


ración. De mirar hacia, de mirar más allá. La que tiene
una niña de cuatro años que no sabe de recetas y, sin
embargo, es capaz de intuir el amor que hay detrás de
una tarta.
Santo Tomás decía que “la naturaleza no es otra cosa
sino el plan de un cierto arte, concretamente un arte di-
vino, inscrito en las cosas, por el cual esas cosas se mue-
ven hacia un fin determinado: como si quien construye
un barco diese a las piezas de madera el poder de mover-
se por sí mismas para producir el barco”5.
El Amor de Dios, que es el Espíritu Santo, mueve el
mundo a través de nuestra libertad cuando colabora-
mos del mejor modo posible con su acción. Somos ver-
daderos protagonistas de la obra divina, por eso hay
quien dice del ser humano que es cocreador y corre-
dentor. No podemos quedarnos de brazos cruzados
esperando a que Dios haga algo, porque el Amor de
Dios se materializa en nuestros corazones, en nuestra
libertad, en nuestras acciones cuando son buenas. “En
la línea del horizonte, hijos míos, parecen unirse el cielo y
la tierra. Pero no, donde de verdad se juntan es en vues-
tros corazones cuando vivís santamente la vida ordina-
ria” (Conversaciones, n. 116).
Muchos habréis reconocido esa última frase. Fue san
Josemaría quien la pronunció hace cincuenta años en
la homilía del campus, esa que se titula Amar al mundo
apasionadamente.
Los candeleros y el crucifijo que hay sobre el altar fue-
ron testigos de sus palabras. También aquel día reposa-
ban sobre el altar mientras san Josemaría, con su mira-
SI REZAS, PASAN COSAS 53

da de niño, decía: “Hay un algo santo, divino, escondido


en las situaciones más comunes, que toca a cada uno de
vosotros descubrir” (Conversaciones, n. 114). Es el amor
que está detrás de la receta. “No hay otro camino, hijos
míos: o sabemos encontrar en nuestra vida ordinaria al
Señor, o no lo encontraremos nunca” (Conversaciones, n.
114). O soy capaz de descubrir el amor que hay detrás
de las cosas, o no descubriré al Señor.
La relación con Dios no es fruto de un malabarismo
más en nuestra apretada agenda. No consiste en meter-
le como un ingrediente más en nuestro día, sino que
los ingredientes de nuestra receta diaria estén empapa-
dos de ese amor de Dios: “Hijos míos, allí donde están
vuestros hermanos los hombres, allí donde están vuestras
aspiraciones, vuestro trabajo, vuestros amores, allí está
el sitio de vuestro encuentro cotidiano con Cristo. Es, en
medio de las cosas más materiales de la tierra, donde de-
bemos santificarnos, sirviendo a Dios y a todos los hom-
bres” (Conversaciones, n. 113).
Se evita así todo tipo de dualismo en el trato con Dios
—ahora trabajo, ahora rezo—, porque los dos niveles se
integran bien, porque nuestra vida, que podría ser una
vida chata que de lo único que sabe hablar es de recetas,
se eleva con el “amor de Dios que ha sido derramado
en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se
nos ha dado” (Rm 5, 5).
Necesitamos reconocer cuál es el auténtico motor de
nuestra vida, ese que nos ayuda a levantarnos cada día
dando gracias a Dios. Porque sé que no solo existe un
nivel explicativo para dar razón de las cosas (el nivel
humano). Es más, sé que lo que da sentido último a
54 RUBÉN HERCE

todo es el amor. La tarta no existe sin el amor que hay


detrás. Pero ese amor divino se debe materializar en las
acciones nuestras de cada día: desde el modo en que
preparamos una tarta, al modo en que atendemos a los
alumnos o a los pacientes, pasando por la profundidad
con que estudio y aprendo.
Integrar estos dos niveles en la vida humana es clave.
Hacer las cosas por amor de Dios y por amor a los de-
más evitará que nos convirtamos en meros ingredien-
tes de una maquinaria que pasa por encima de noso-
tros, en la cual engranamos como unos instrumentos
de producción más. Este es el problema de mucha gen-
te que se encuentran en un mundo que les va llenado:
una cosa tras otra, una cosa tras otra, pero sin terminar
de captar el sentido último de las cosas. Se encuentran
atrapados en su vida y buscan espacios de libertad, pero
dentro del mismo plano. Se sienten coartados. Cuando
lo que verdaderamente libera es pasar a la tercera di-
mensión. Salir del cuadro en el que están o podemos
estar enmarcados para ver con los ojos de Dios.
Descubrir esa tercera dimensión eleva el alma huma-
na, porque el amor siempre eleva y libera de esa mira-
da chata, porque abre horizontes insospechados a ojos
meramente humanos. Es mentira que Dios nos quite
libertad, porque nos descubre siempre nuevos panora-
mas: de entrada, el de ser portadores del amor de Dios
si nos dejamos transformar por Él. Quien se sabe ama-
do se siente libre. Y la libertad solo nos hace auténti-
cos si está impregnada del amor y de la verdad. Solo
la verdad y el amor nos liberan de la esclavitud de la
ignorancia y de la mala voluntad.
SI REZAS, PASAN COSAS 55

“Te doy gracias, Padre, Señor de cielo y tierra, porque


has escondido estas cosas a los sabios y entendidos y
se las has revelado a la gente sencilla. Sí, Padre, así te
ha parecido mejor. Todo me lo ha entregado mi Pa-
dre, y nadie conoce al Hijo más que el Padre, y nadie
conoce al Padre sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo se
lo quiera revelar” (Mt 11, 25-27). Esta es una oración
de Jesús, del que tenemos siempre que aprender.
“¡Bienaventurados los ojos que ven lo que vosotros
veis!” (Lc 10, 23). Bienaventurados en el fondo los que
conocen a Dios y viven conforme a su voluntad, por-
que solo ellos habrán descubierto aquello a lo que esta-
mos llamados, aquello que nos libera y nos saca de las
tinieblas del pecado a la luz verdadera. Sobre ellos “se
posará el espíritu del Señor: espíritu de sabiduría y
entendimiento, espíritu de consejo y fortaleza, espí-
ritu de ciencia y temor del Señor” (Is 11, 2).
La acción protectora de la Virgen se concreta en que
es medianera de todas las gracias. La fuente del Amor
es siempre Dios. Y su amor pasa de corazón a cora-
zón, pero sin llegar a penetrar en aquellos que no saben
amar, que se encierran, que son como burbujas, que no
se dejan empapar.
El amor de Dios, que se dirige a nosotros, pasa ente-
rito por el Corazón Inmaculado de María. Ella acoge
ese amor de Dios Padre que es el Espíritu Santo, y en
ella se encarna el Hijo de Dios. De ahí, todo ese Amor
se dirige a cada uno de nosotros como acción redento-
ra del Hijo y acción santificadora del Espíritu Santo. Y
después, cada uno de nosotros lo acogemos cuando lo
comunicamos, cuando aprendemos a querer, cuando
56 RUBÉN HERCE

queremos de modo efectivo a la gente.


En la medida que ponemos menos obstáculos al
amor de Dios nuestro corazón se ensancha y apren-
demos a querer más y mejor a todos, sin distinciones.
Nuestro modo de amar se purifica y nuestro corazón
se va pareciendo más al Corazón Inmaculado de María
y al Sagrado Corazón de Jesús. Es entonces cuando se
empieza a degustar la fuerza liberadora del amor que
nos invita a darnos cada vez con más generosidad a los
demás.
Eso sí, la fuente del amor sigue siendo Dios y sigue
pasando por el Corazón de María. Como decía santa
Teresa de Calcuta, “sin Dios somos demasiado pobres
para ayudar a los pobres”, porque “si me falta el amor,
nada soy” (1 Co 13, 2). Pero, si estoy llena de gracia,
llena de amor, como la Virgen, todo soy. La Virgen está
endiosada, está hecha de amor, está tejida de Dios mis-
mo, que es Amor.
Vamos a pedirle a ella que nos dejemos tejer por el
amor de Dios, que transforme nuestra vida, que la eleve
a aquello a lo que estamos llamados, que nos enseñe a
querer a los demás como Él y ella los aman y me aman.
Señor, que aprenda a quererme a mí mismo como tú
me quieres, que aprenda a querer a los demás como tú
les quieres y que aprenda a quererte como tú quieres
que te quiera. Madre mía, enciende en mi corazón ese
amor de Dios con el que quiero que transformes mi
vida y la de las personas que están a mi alrededor.
SI REZAS, PASAN COSAS 57

Si rezas, pasan cosas


Refugio de los pecadores

Mateo (15,29-37)
En aquel tiempo, Jesús, se dirigió al mar de Galilea,
subió al monte y se sentó en él. Acudió a él mucha gente
llevando tullidos, ciegos, lisiados, sordomudos y muchos
otros; los ponían a sus pies, y él los curaba.
La gente se admiraba al ver hablar a los mudos, sanos
a los lisiados, andar a los tullidos y con vista a los ciegos,
y daban gloria al Dios de Israel. Jesús llamó a sus discí-
pulos y les dijo:
«Siento compasión de la gente, porque llevan ya tres
días conmigo y no tienen qué comer. Y no quiero despe-
dirlos en ayunas, no sea que desfallezcan en el camino».
Los discípulos le dijeron:
«¿De dónde vamos a sacar en un despoblado panes su-
ficientes para saciar a tanta gente?».
Jesús les dijo: «¿Cuántos panes tenéis?».
Ellos contestaron: «Siete y algunos peces».
Él mandó a la gente que se sentara en el suelo. Tomó los
siete panes y los peces, pronunció la acción de gracias, los
partió y los fue dando a los discípulos, y los discípulos a
la gente. Comieron todos hasta saciarse y recogieron las
sobras: siete canastos llenos.
58 RUBÉN HERCE

Tengo un amigo con el que hace algunos años rezaba el


rosario. Este amigo tenía una enfermedad y, cada vez
que llegaba a la letanía Salud de los enfermos, me hacía
un gesto como diciendo:
—Esta es la mía.
A mí me ayudaba a encomendarle. En la siguiente le-
tanía, que es Refugio de los pecadores, le decía:
—Esta es la mía.
Y pedía yo también oraciones.
Todos somos pecadores. María Magdalena también
lo era: una pecadora pública que amaba al Señor con
obras. En los Evangelios vemos cómo Jesús alaba el
comportamiento de María Magdalena. Ella tiene un
detalle de amor: derramar un frasco de perfume de
nardo puro a sus pies. Otras personas ahí presentes
juzgan desde fuera, y Jesús les corrige, les hace ver que
no han tenido con Él detalles de cortesía que deberían
haber tenido y, sin embargo, María Magdalena sí. ¿Por
qué? Porque los detalles encierran amor.
Qué importante es sabernos pecadores. Qué impor-
tante es buscar con frecuencia el perdón de Dios en
la confesión. Y también qué importante es cuidar los
detalles de amor. No podemos ir a la confesión como
quien cumple un trámite o paga una multa (que no ire-
mos así). La mejor penitencia será siempre tener deta-
lles de cariño con Dios y con los demás. Queda claro
en los Evangelios: vemos cómo al Señor le gustan esos
detalles.
Un sacerdote en Estados Unidos acudía a una lavan-
dería. Pagaba por el lavado de la ropa. Un día le pi-
dió a la dependienta si por un poco más de dinero le
SI REZAS, PASAN COSAS 59

planchaban las camisas. La dependienta accedió. A los


dos días fue a recoger la ropa, camisas incluidas. Cogió
las perchas y se echó las camisas al hombro. Entonces,
notó el rostro de dolor de la dependienta:
—Pero… esas camisas estaban planchadas con mu-
cho cariño.
—Es verdad…—. Y al sacerdote le dolió su precipi-
tación.
Se ve que no lo hacía por el dinero extra, sino en este
caso por el cariño al sacerdocio. Qué importantes son
los detalles.
Nosotros accedemos a Dios y entendemos cosas de
Él a través de Jesús. Por eso, procuramos leer con fre-
cuencia los Evangelios. Ahí entendemos un poco me-
jor cómo es Dios. En ellos vemos cómo Jesús también
cuida de los detalles de nosotros, porque cuida de los
detalles con la gente con la que se cruza. “Siento com-
pasión de la gente. Llevan ya tres días conmigo. No
tienen qué comer. Y no quiero despedirlos en ayu-
nas, no sea que desfallezcan en el camino” (Mt 15,
32).
Cuida los detalles porque quiere a la gente. Sabemos
también que hay descuidos que son falta de amor y que
hay monotonía cuando falta amor. Sin embargo, si hay
amor, hay novedad y se cuidan los detalles. El que ama
emplea la libertad en lo correcto, y parte de eso es cui-
dar los detalles. Por eso se puede decir con san Agustín:
“Ama y haz lo que quieras”. Porque, si de verdad amas,
vas a actuar bien. No es una excusa, es una consecuen-
cia lógica.
Los padres o los abuelos que van a recoger a sus hijos
60 RUBÉN HERCE

al cole no se plantean que aquello coarta su libertad,


porque aman. Los que hacen el mayor ejercicio de li-
bertad son aquellos que se comprometen con el amor:
cuando uno dice “yo voy a querer, yo voy a perdonar,
yo voy a entregarme…”, se está comprometiendo con
el amor. “Es que no sé si Dios me pide esto o lo otro...”.
Mira, ¡tú ama a Dios!, ¡ama a Dios!, ¡ama a Dios! No
vayas con la cabeza tanto a querer comprender, como
con el corazón a aprender a amar, a aprender a querer.
¡Qué importante es tener buena voluntad! Querer bien,
ser benevolente, mantener siempre una actitud amisto-
sa, de cariño, en cualquier relación humana, pero, por
supuesto, con el Señor.
En una ocasión, en plan de broma, se me ocurrió de-
cirle a una persona a la que acababan de reasignar algu-
nas tareas de su trabajo:
—Te han echado.
Casi al instante pensé: ya podías haber escogido una
frase más conciliadora como “te vamos a echar de me-
nos”, que suena un poco mejor, que no cuesta nada y
que marca las diferencias. Tenemos que estar atentos
para descubrir estos detalles en nuestra vida, porque es
importante esta conexión entre la bondad de la acción
y ayudar también a que los demás se sientan queridos.
En ocasiones me he encontrado con personas que me
dicen que rezan, pero no sienten nada, o que se les ha
pasado el entusiasmo por mejorar. Hace algún tiempo
les hubiese dicho que no hay que hacer las cosas por
sentimiento, sino por amor, porque me doy cuenta de
que es lo correcto.
Ahora bien, sin estar mal lo dicho, diría que detrás de
SI REZAS, PASAN COSAS 61

esa queja se esconde una verdad: todos percibimos que


me debería sentir bien si hago el bien. Creo que eso,
en principio, es cierto, pero tantas veces la realidad es
otra. Me siento bien cuando hago el mal, me siento mal
haciendo el bien, o incluso no me siento mal cuando
peco, cuando ofendo a Dios. Vemos esa disonancia, esa
falta de armonía.
Pienso que esta idea la refleja bien san Pablo en la car-
ta a los Romanos. Dice: “No entiendo mi comporta-
miento, pues no hago lo que quiero, sino que hago
lo que aborrezco… Me complazco en la ley de Dios,
pero percibo en mis miembros otra ley que lucha
contra la ley de la razón y me hace prisionero de la
ley del pecado… ¿quién me librará de este cuerpo de
muerte?” (Rm 7,19-24). “Te basta mi gracia”, es la res-
puesta que oirá del Señor. “Te basta mi gracia”.
Así que a esas personas que encuentran esas dificulta-
des, les pondría la mano en el hombro y les diría: “Áni-
mo”. Hay que hacer lo correcto, aunque a veces cueste
o no lo sientas. Cuentas con la ayuda de Dios. Muchas
veces disfrutarás haciendo el bien. Pero no siempre será
así y hay que saberlo. A veces habrás obrado excelen-
temente bien y te sentirás fatal: es la herida del pecado.
Sentirse mal cuando obro el bien es un síntoma de que,
efectivamente, algo no está bien dentro de nosotros.
El pecado introduce desarmonía entre el bien que veo
con la inteligencia, el bien querido con mi comporta-
miento y el bien sentido en mi corazón. En teoría, todo
debería encajar; en la práctica, solo se da esa armonía
conforme vamos viviendo mejor en la virtud, más cer-
ca de Dios. Cuanto más lejos se está de Dios, más pa-
62 RUBÉN HERCE

tente se hace esa desarmonía de los sentimientos, esa


falta de sintonía. Por lo que, también a veces, sentirse
mal puede ser el comienzo de la vuelta a casa como en
el caso del hijo pródigo.
En una ocasión, hablando con una persona me con-
taba con pena cómo había dejado de rezar. De peque-
ña, en clase, un profesor dijo que no creía en la oración,
que no pasaba nada por no rezar. Aquella chica se an-
gustió un poco. Todos los días rezaba por su familia
para que Dios les protegiese. Pero, después de oír a su
profesor, dejó un día de rezar y vio que no pasaba nada.
Sus padres no se murieron, ni a ella le partió un rayo.
Todo seguía aparentemente igual. Y así, poco a poco,
dejó de rezar por completo y no pasó nada. Me lo contó
porque sentía que le faltaba algo: quería volver a rezar,
pero no sabía por dónde empezar.
Personalmente diría que, efectivamente, si no rezas,
no pasa nada. Y si rezas, sí pasa. ¿Cuál es el resultado
de no rezar? Que no pasa nada, que todo sigue plano.
¿Qué es lo que pasa si estoy sin Dios? Nada. Ahí está
la clave en la vida: no pasa nada relevante, nada real-
mente importante. No luce ninguna estrella en tu vida.
No construyes nada de interés. Todo es plano, todo se
marchita, todo pierde interés. Al final solo hay vacío.
Soledad. La angustia de la nada. Sin Dios no hay nada.
Esto lo saben muy bien muchos filósofos del siglo
XX. Sin Dios, nada. La vida es un sinsentido. Como
mucho, podemos intentar darle nosotros cierto senti-
do haciendo cosas. Pero todo pasa. No queda nada. El
tiempo se cobra su víctima. Solo vacío, sensación de
vacío y angustia por la sensación de vacío. Esto es lo
SI REZAS, PASAN COSAS 63

que percibe mucha gente hoy en día: vacío, nada, sin-


sentido. Vacío que se intenta llenar de una actividad
frenética, porque uno no puede pararse a escuchar el
silencio. Es aterrador. Todo menos percibir el hambre
de Dios que tenemos dentro. Porque estamos hechos
para cosas muy grandes.
Un universitario que volvía a casa un poco perjudica-
do, y tras haber ofendido a Dios, se miró en el espejo y,
en un momento de sinceridad, se dijo:
—¿Y esto es todo?
Voi là. Percibió su vacío. Dejó de correr. Se dio media
vuelta y remprendió el camino de vuelta a casa. Como
el hijo pródigo. Y descubrió que su Padre Dios le estaba
esperando con los brazos abiertos.
Cuando uno reza, sí pasan cosas. El corazón se va
llenando, y vivir vale cada día más la pena. Uno se le-
vanta por las mañanas con ganas de vivir ese nuevo
día. Ve una puesta de sol y se admira. Habla con una
persona sobre Dios y piensa: “Estoy pisando terreno
sagrado”. Con Dios siempre pasan cosas, porque Él es
todo. Siempre llena nuestros corazones, y tenemos que
buscarle, detectar en nosotros esa sed de Dios y seguir-
la con toda la fuerza de nuestra alma. ¡Que no se nos
escape ese gran tesoro, que me atraiga de verdad y que
no cese hasta alcanzarlo!
¡Cuánta necesidad tenemos de sabernos pecadores,
de pedir perdón, de tener detalles de cariño con Dios y
de detectar esa sed de Dios que late en nuestro corazón!
Porque nada salvo Él nos satisface. Nuestro corazón ha
sido creado para llenarse de Dios: ¡no se llena con nada
más! Y esa es nuestra suerte, porque siempre está ahí
64 RUBÉN HERCE

diciendo: “¡Tengo sed!”. Como Jesucristo en la Cruz:


“¡Tengo sed… de ti!”.
Si rezamos, tarde o temprano pasan cosas y, a veces,
sentirse mal es el comienzo de la vuelta a casa del hijo
pródigo. Santa María, refugio de los pecadores, ruega
por nosotros.
SI REZAS, PASAN COSAS 65

Madre Inmaculada

Lucas (1.26-38)
En aquel tiempo, el ángel Gabriel fue enviado por Dios
a una ciudad de Galilea llamada Nazaret, a una virgen
desposada con un hombre llamado José, de la estirpe de
David; la virgen se llamaba María.
El ángel, entrando en su presencia, dijo: «Alégrate, lle-
na de gracia, el Señor está contigo.»
Ella se turbó ante estas palabras y se preguntaba qué
saludo era aquél.
El ángel le dijo: «No temas, María, porque has encon-
trado gracia ante Dios. Concebirás en tu vientre y darás
a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús. Será gran-
de, se llamará Hijo del Altísimo, el Señor Dios le dará el
trono de David, su padre, reinará sobre la casa de Jacob
para siempre, y su reino no tendrá fin.»
Y María dijo al ángel: «¿Cómo será eso, pues no conoz-
co a varón?»
El ángel le contestó: «El Espíritu Santo vendrá sobre
ti, y la fuerza del Altísimo te cubrirá con su sombra; por
eso el Santo que va a nacer se llamará Hijo de Dios. Ahí
tienes a tu pariente Isabel, que, a pesar de su vejez, ha
concebido un hijo, y ya está de seis meses la que llama-
ban estéril, porque para Dios nada hay imposible.»
María contestó: «Aquí está la esclava del Señor; hágase
en mí según tu palabra.»
Y la dejó el ángel.
66 RUBÉN HERCE

Hace poco más de doce años llegué a Roma para es-


tudiar Teología. El día de la Inmaculada Concepción,
tuve la oportunidad de ir a la Piazza di Spagna y asistí
junto al Papa a la coronación de una estatua de la In-
maculada que hay allí.
Entre las palabras que dirigió el papa Benedicto XVI
en la homilía de ese día dijo que “María, la Inmaculada”
significa que “Dios no ha fracasado, como podría pare-
cer tantas veces… Dios salvó y salva a su pueblo. Dios
no fracasa nunca…”6. María es ese resto de Israel santo
del que Dios nos quiere hacer partícipes: ella dice sí al
Señor y, con ella, nosotros también queremos decirle sí.
Hoy en día continúa la lucha entre el ser humano y las
fuerzas del mal. Dios ya ha vencido, pero su victoria se
tiene que concretar en nosotros. Lo hará si nos fiamos
de Él, si nos liberamos de esa mentalidad de sospecha
que el demonio siembra en nuestros corazones:
—Eso de que moriréis si coméis del árbol prohibido,
en el fondo no es verdad, lo que pasa es que si coméis
seréis como dioses, conocedores del bien y del mal
(Gn, 3).
Desde el primer pecado, el hombre piensa que Dios
le esconde algo, que le quita algo de su vida, que es un
competidor que limita su libertad. El hombre vive con
la sospecha de que el amor de Dios crea una dependen-
cia que le impide ser él mismo. Más que amor, busca
control para dirigir de modo autónomo su vida, para
ser su propio dios. Rechaza a Dios porque no quiere
depender de nadie.
Es esa sospecha de que una persona que no peca para
nada, en el fondo, es aburrida, que le falta algo en su
SI REZAS, PASAN COSAS 67

vida, que la libertad de decir no no forma parte del ver-


dadero hecho de ser hombres, que nos perdemos algo
si no probamos el mal, que no somos auténticamente
libres si no ofendemos a Dios.
“Pensamos —decía Benedicto XVI— que en el fondo
el mal es bueno, que lo necesitamos, al menos un poco,
para experimentar la plenitud del ser. Pensamos que
pactar un poco con el mal, reservarse un poco de liber-
tad contra Dios, en el fondo está bien, e incluso que es
necesario.
Pero al mirar el mundo que nos rodea, podemos ver
que no es así; que el mal envenena siempre, que no eleva
al hombre, sino que lo envilece y lo humilla; que no lo
hace más grande, más puro y más rico, sino que lo daña
y lo empequeñece”.
Tras el pecado, viene el miedo a Dios: «Oí tu ruido
en el jardín, me dio miedo, porque estaba desnudo, y
me escondí» (Gn 3, 10). El hombre se esconde de Dios,
huye, le tiene miedo. Sin embargo, Él no deja de salir
a nuestro encuentro: “Él nos eligió en la persona de
Cristo, antes de crear el mundo, para que fuésemos
santos e irreprochables ante él por el amor. Él nos ha
destinado… a ser sus hijos” (Ef 1, 4-5). Y nosotros,
tantas veces, huyendo. No nos ha rechazado, sino que
nos persigue y nos espera para cubrirnos con sus do-
nes.
El hombre que se abandona totalmente en las manos
de Dios no se convierte en un títere, en una persona
aburrida y conformista. El hombre que se pone total-
mente en manos de Dios encuentra la verdadera liber-
tad, la que es creadora de bien, la que ama la belleza
68 RUBÉN HERCE

de las acciones buenas. El hombre que se dirige hacia


Dios no se hace más pequeño, sino más grande, porque
gracias a Dios y junto con Él se hace divino, llega a ser
verdaderamente él mismo. El hombre que se pone en
manos de Dios no se aleja de los demás, retirándose a
su salvación privada, sino que se acerca con un corazón
generoso a sus hermanos, aprende a querer a todos.
Cuanto más cerca está el hombre de Dios, tanto más
cerca está de los hombres.
Lo vemos en María. Ella es totalmente de Dios y to-
talmente nuestra. Madre de Dios y madre nuestra. En
ella Dios graba su propia imagen, la imagen de Aquel
que sigue a la oveja perdida, para tomarla sobre sus
hombros y llevarla a casa, de vuelta a casa.
Ella, la Virgen, quizá la única doncella de Israel que
había renunciado a ser la madre del Mesías por conser-
varse enteramente para Dios —«¿Cómo será eso, pues
no conozco a varón?» (Lc 1, 34)—, se convierte en la
Madre de Dios. Renuncia a ser madre de un Mesías li-
berador de Israel y recibe un don mucho mayor: será
madre, seguirá siendo Virgen y, además, el Mesías es
Hijo de Dios, Dios mismo. Esta es la lógica de Dios. Su
grandeza: el ciento por uno y la vida eterna.
¿Y cómo sucederá esto? «El Espíritu Santo vendrá
sobre ti, y la fuerza del Altísimo te cubrirá con su
sombra; por eso el Santo que va a nacer se llamará
Hijo de Dios… porque para Dios nada hay imposi-
ble» (Lc 1, 35-37).
En este anuncio se resume aquello a lo que estamos
llamados si le decimos que sí a Dios, si renunciamos
a controlarlo todo, si renunciamos a construir nuestra
SI REZAS, PASAN COSAS 69

vida al margen de Dios, si le dejamos ser el dueño de


nuestra vida y no solo le dedicamos parte de nuestro
tiempo.
Entonces, el Espíritu Santo viene sobre nosotros y
comienza su obra santificadora, haciendo de nosotros
otro Cristo, el mismo Cristo, porque para Dios no hay
nada imposible, por grandes que hayan sido nuestras
ofensas.
Este año se cumple el centenario de las apariciones
de la Virgen en Fátima. Sor Lucía, una de las viden-
tes, cuenta de un primo suyo que era un verdadero hijo
pródigo. Había abandonado la casa de sus padres y na-
die sabía nada de él. Su tía le pidió a Jacinta, otra de las
videntes, que rezase por él y, pasados algunos días, el
hijo volvió a casa pidiendo perdón.
Después de haber gastado todo lo que había robado
a sus padres, vagabundeó, hasta que le metieron en
la cárcel. Se escapó y, fugitivo, acabó emboscándose.
Cuando ya estaba desesperado, cayó de rodillas y co-
menzó a rezar. Pasados algunos minutos, se le apareció
Jacinta en medio del bosque, lo cogió de la mano y lo
condujo a una carretera indicándole cómo continuar.
Al amanecer reconoció el lugar en que estaba y, con-
movido, volvió a casa. Ahora bien, él reconoció perfec-
tamente a Jacinta, era su prima. Pero Jacinta, según ella,
nunca estuvo allí:
—Yo sólo recé y pedí mucho a Nuestra Señora por
él7.
Cuando uno reza, pasan cosas, como las de este rela-
to, donde el primo podría haber encontrado el camino
por sí solo y todo sería aparentemente normal, pero el
70 RUBÉN HERCE

fruto de la oración seguiría estando ahí.


En Fátima la Virgen nos ha pedido que recemos el
rosario, que pidamos por la conversión de los pecado-
res. ¡Vamos a hacerle caso! ¿Cómo va a querer un Padre
que su hijo esté comiendo algarrobas? Dios no quiere
nunca dejarnos abandonados a nuestra suerte. Siempre
sale a nuestro encuentro.
Cuando era un adolescente, un día mi madre puso un
cuadro de la Virgen en mi habitación. Era un cuadro
bonito y grande, la verdad. Pero yo no quería ese cua-
dro. A mi parecer no hacía juego. No era como quería
que estuviese decorada mi habitación. El cuadro, que
era una Inmaculada, no desapareció y yo me acostum-
bré a su presencia protectora. En mi rebeldía, no le
hacía mucho caso, pero por lo que he podido percibir
después, ella sí me lo hacía.
Ahora entendéis por qué necesité tiempo para digerir
la idea de predicar la Novena. Ha sido mi oportunidad
de volver a pedirle perdón, de darle las gracias no solo
por cuidar de mí, sino también por darme la oportu-
nidad de hablar bien de ella. Como nos ha alentado
el Papa Francisco, ¡qué bueno es hacer memoria, qué
bueno es saber de dónde venimos, qué bueno es dar
gracias! Una buena madre nunca deja a sus hijos, por
muy mal que se porten.
Y hacer memoria es importante para afrontar el fu-
turo con optimismo. San Josemaría dice en un punto
de Camino: “Es preciso atravesar el mundo. Pero no hay
caminos hechos para vosotros... Los haréis, a través de
las montañas, al golpe de vuestras pisadas” (Camino, n.
928).
SI REZAS, PASAN COSAS 71

Te diría con palabras de Benedicto XVI que hago mías:


“Ten la valentía de apostar por Dios. Prueba. No ten-
gas miedo de él. Ten la valentía de arriesgar con la fe.
Ten la valentía de arriesgar con la bondad. Ten la valen-
tía de arriesgar con el corazón puro. Comprométete con
Dios, y entonces verás que precisamente así tu vida se
ensancha y se ilumina, y no resulta aburrida, sino llena
de infinitas sorpresas, porque la bondad infinita de Dios
no se agota jamás”.
Nuestra vida no está escrita, ni nuestro destino es-
culpido. De la mano de la Virgen, a la que nos agarra-
mos hoy, el día de la Inmaculada Concepción, estamos
llamados a hacer cosas muy grandes. Como rezaba
nuestro queridísimo Papa Francisco: “María, haznos
sentir tu mirada de madre, guíanos a tu Hijo, haz que
no seamos cristianos de escaparate, sino de los que saben
mancharse las manos para construir con tu Hijo Jesús su
Reino de amor, de alegría y de paz”.
Notas

1 Lo recoge san Cirilo de Alejandría en De recta fide,


p. 49, citando a Ático. Personalmente lo he encontrado
citado por John Henry Newman en una selección de
textos marianos: María. Páginas selectas, Monte Car-
melo, p. 490.

2 John Henry Newman, Jesús. Páginas selectas, Monte


Carmelo, p. 326.

3 De las cartas de san Francisco Javier, presbítero, a san


Ignacio. Carta 4 y 5. Texto extraído del Oficio de Lec-
turas del día la Memoria de San Francisco Javier, el 3
de diciembre.

4 De las cartas de san Francisco Javier, presbítero, a san


Ignacio. Carta 4 y 5. Texto extraído del Oficio de Lec-
turas del día la Memoria de San Francisco Javier, el 3
de diciembre.

5 Tomás de Aquino, In octo libros Physicorum Aristotelis


Expositio (Marietti, Torino-Roma, 1965), libro 2, capí-
tulo 8: lección 14, n. 268.

6 Esta cita y las que vienen más adelante, así como gran
parte de esta homilía, están extraídas de la Homilía
pronunciada por el papa Benedicto XVI en la Basílica
de San Pedro el 8 de diciembre de 2005.

7 Memorias de la Hermana Lucía, Vol. 1, pp. 183-184.

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